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Lydia Davis / Ya no escribo sobre broncas

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Lydia Davis, 2009

Lydia Davis

"Ya no escribo sobre broncas, 

agoté el material"



Reverenciada traductora de Flaubert y Proust al inglés, a principios de los setenta estuvo casada con el escritor Paul Auster, pero la fama de Lydia Davis (Massachusetts, 1947) no es tangencial a la de estos novelistas: discurre en otro plano. Señalada como una de las voces más brillantes, experimentales y únicas del panorama literario estadounidense, su antología Cuentos completos (Seix Barral, en versión de Justo Navarro) fue aclamada por críticos como James Wood, que en las páginas de la revista The New Yorker destacó su peculiar mezcla de "lucidez, brevedad aforística, originalidad formal, taimada comedia, desconsuelo metafísico, presión filosófica y sabiduría humana". Dave Eggers, el escritor fundador de la revista y editorial McSweeneys, se cuenta entre sus devotos seguidores y con él publicó Davis uno de los cuatro libros de relatos reunidos en esta nueva colección. Desde 2003 la escritora forma parte de la American Academy of Arts and Sciences y aquel mismo año ganó la llamada beca de los "genios", la McCarthur, que David Foster Wallace recibió en 1997.

La escritora y traductora publica sus celebrados 'Cuentos completos'

"¿Cómo de breve puedes ser sin caer en la broma?", se pregunta la autora
Sentada frente a la mesa de madera de la cocina de su casa -el edificio de una antigua escuela al norte del estado de Nueva York, que compró y rehabilitó junto a su esposo, el artista abstracto Alan Cote- Davis, hija de un crítico literario y una novelista, explica que la recepción de su obra nunca fue un factor que tuviera en cuenta. "Siempre he hecho lo que he querido", explica. "Empiezas en la oscuridad y a nadie le importa lo que haces excepto a tus amigos y familia. No tengo muy claro cuál era mi ambición, era algo idealista, no quería exactamente la fama".
Sus primeros libros, publicados en pequeñas editoriales, le dieron el espacio y el tiempo para desarrollar su estilo sin preocuparse de las reseñas. Y así llegaron los cuentos de un párrafo; historias sin narrador que incluyen, por ejemplo, una lista; personajes sin nombre en lugares ignotos; relatos con forma de poema o en los que suena la música de rimas infantiles. "En 2000 comencé con los cuentos de una frase. Traducía a Proust y apenas me quedaba tiempo para escribir. En parte fue una reacción a ese trabajo. ¿Cómo de breve puedes ser sin caer en la broma, manteniendo un cierto peso?", pregunta.
A pesar de su aspecto discreto -media melena, gafas de concha, camisa de flores y rebeca, dentro de esta cocina que parece sacada de una estampa de la campiña inglesa- en la mirada y en las precisas respuestas de esta escritora hay una veta subversiva e inteligente que escapa a la convención. A Davis le gustan los retos, especialmente los que tienen que ver con las palabras. A menudo habla de la influencia de Beckett, autor que leyó por primera en la adolescencia, pero además hay un espíritu lúdico en su trabajo que recuerda a los grandes cuentistas latinoamericanos. "A Borges le leí en la universidad y me gustó su extraña imaginación", asegura escueta.
Cuando habla de su trabajo como traductora Davis se refiere a autodefinidos y crucigramas, y se define como "perfeccionista". Algunos de sus narradores hablan de la furia que les impulsa a escribir o de lo complicado y fatuo que puede resultar este esfuerzo de poner las cosas sobre papel. "Observo a la gente y a las cosas y también a mi misma. La escritura te permite coger distancia y me ayuda a entenderme", dice. "Si escribes sobre una situación muy emocional encuentras un cierto patrón, pones orden. Me gustan los patrones en el comportamiento y en la vida". Dice que "el material" dicta el tono y la forma de sus cuentos. Esta materia prima puede surgir a partir de un plato con vaho que cubre la polenta, de pensar en amigos aburridos o de tener que decidir que comida preparar para dar una cena. Sus últimos proyectos incluyen un serie de relatos construidos a partir de extractos de la correspondencia de Flaubert y un pequeño libro sobre las vacas que observa desde la ventana de su cocina.
Por debajo del amplio abanico de formas que cobran sus escritos -relatos-flash dicen algunos, ella habla de cuentos "muy, muy cortos"- subyace una aguda e irónica mirada sobre temas como la maternidad, la muerte de un ser querido, los celos, las discusiones y la conducta obsesiva a la que puede llevar el amor. "Ya no escribo sobre broncas porque creo que agoté todo el material, pero siempre arranco a partir de cosas que tienen poco que ver con la escritura, tienen más que ver conmigo".
Desde los 12 años guarda un diario, también tiene cuadernos de viaje y echa mano de cualquier trozo de papel si hay alguna observación que no quiere olvidar, incluso cuando conversa con su esposo, que le toma el pelo por ello. En el umbral de la puerta se despide y hace entrega de una bolsa con galletas para el camino de vuelta, tal vez un buen principio para un cuento.




Lydia Davis / Variedad de malestares

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Lydia Davis

Variedad de malestares




He estado escuchando lo que dice mi madre por más de 40 años y he estado escuchando lo que dice mi esposo durante tan solo 5 años, y habitualmente he pensado que ella estaba en lo cierto y que él no, pero ahora con frecuencia creo que él tiene razón, especialmente en un día como hoy, cuando acabo de tener una larga conversación por teléfono con mi madre sobre mi hermano y mi padre, y después una más breve conversación por teléfono con mi esposo acerca de la conversación que tuve con mi madre.

Mi madre estaba preocupada después de haber herido los sentimientos de mi hermano cuando él le dijo por teléfono que quería usar parte de sus vacaciones para ir a ayudarlos, dado que mi madre acaba de salir del hospital. Ella le contestó, aunque no estuviera diciendo la verdad, que él no podía ir porque no se sentía capaz de recibir a nadie en la casa sin ponerse en la obligación de preparar comidas, por ejemplo, y que ya tenía bastantes dificultades con sus muletas. Él replicó muy airado diciendo que ese no era el punto, que estaba fuera de toda lógica, y ahora su teléfono no responde. Ella tiene miedo de que le haya pasado algo, pero yo le digo que no creo que la haya pasado nada. Probablemente se ha tomado el tiempo de vacaciones que había apartado para estar con ellos y viajó a algún lado por su cuenta. Ella olvida que es un hombre cercano a los cincuenta años, pero me duele que hayan lastimado sus sentimientos de ese modo. Al rato que ella cuelga llamo a mi marido y le repito todo esto.

Alegando sentimientos propios para proteger sentimientos particulares de mi padre, mi madre hirió los de mi hermano, y dado que para mí era difícil rechazar los sentimientos particulares de mi padre, que me resultan bien conocidos, también me fue difícil dejar de pensar que no había habido otra forma de hacer las cosas de modo que la oferta de ayuda de mi hermano no fuera rechazada y él no resultara lastimado.

Ella lastimó los sentimientos de mi hermano mientras protegía a mi padre de ciertos sentimientos de malestar, anticipados por él si mi hermano llegaba a ir a su casa, mostrando, mi madre, ante mi hermano ciertos sentimientos de molestia propios, ligeramente diferentes. Ahora, mi hermano, al no contestar el teléfono ha causado nuevos sentimientos de malestar en mi madre y también en mi padre, sentimientos que son iguales o casi iguales en ambos, pero diferentes tanto a los sentimientos de malestar anunciados por mi padre como a aquellos aducidos por mi madre ante mi hermano. Y ahora, en su malestar me ha llamado mi madre para contarme sobre los sentimientos de mi padre, y los suyos, de malestar respecto de mi hermano, y haciendo esto ella ha provocado sentimientos de malestar en mí también, si bien un tanto más débiles y diferentes de los sentimientos ahora experimentados por mi padre y mi madre y de aquellos anticipados por mi padre y falsamente esgrimidos por mi madre.

Cuando le describo esta conversación a mi esposo, provoco sentimientos de malestar también en él, más fuertes que los míos y de diferente tipo que los de mi madre y mi padre, esgrimidos y anunciados por ellos oportuna y respectivamente. Mi esposo está molesto por el rechazo de mi madre a la ayuda de mi hermano, a quien le produjo así un obvio malestar, y por el relato que ella me hizo de su propio malestar, causando en mí un malestar más grande, según él me dice, de lo que alcanzo a darme cuenta, pero también en general está molesto por el malestar en general causado por ella, no solo en mi hermano sino también en mí, más denso de lo que imagino y más frecuente de lo que advierto, y cuando él dice todo esto causa en mí otro malestar, distinto en grado e intensidad de aquel causado en mí por lo que mi madre me contó, por ello el malestar es no sólo por mí y por mi hermano, y no sólo por mi padre y su anticipado y su actual malestar, sino también y sobre todo por mi madre misma, que ahora ha causado, como lo hace generalmente, demasiado malestar como mi esposo tiene razón en decir, aunque ella misma esté afectada por una pequeña parte de esto.

Lydia Davis 
“Varieties of Disturbance” en Varieties of Disturbance
Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2007, p. 83

Lea, además
BIOGRAFÍA DE LYDIA DAVIS


Joël Dicker / La verdad sobre el caso Harry Quebert

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Joël Dicker

LA VERDAD SOBRE EL CASO 
HARRY QUEBERT

El hábito de mentir

La simplicidad o facilidad de 'La verdad sobre el caso Harry Quebert' es solo aparente

La novela de Dicker trata sobre la costumbre humana de simular, fingir y mentir




'La verdad sobre el caso Harry Quebert' se desarrolla en Aurora, una pequeña localidad costera inventada de Nueva Inglaterra. / DK LIMITED / CORBIS
El 30 de agosto de 1975, en Aurora, mínima ciudad de New Hampshire a orillas del Atlántico, desapareció Nola Kellergan, de 15 años, y mataron de un tiro a la anciana que la vio por última vez. Al cabo de tres décadas, el 12 de junio de 2008, encuentran el cadáver de la niña en el jardín de un clásico de la literatura angloamericana contemporánea, Harry Quebert, de 67 años. La víctima había sido enterrada con el manuscrito de la obra esencial del genio, Los orígenes del mal, “uno de los libros más vendidos de los últimos cincuenta años en Estados Unidos”. El escritor, acusado de dos asesinatos, ve desde la cárcel cómo su novela se convierte de pronto en literatura diabólica, eliminada de las bibliotecas y de los planes de estudio, perverso mensaje de amor para una niña.
Markus Goldman, joven estrella del negocio editorial, autor de una sola novela superventas y antiguo alumno del presunto asesino, acudirá en ayuda de su maestro, decidido a investigar y demostrar su inocencia. El nuevo fenómeno literario sufre en ese momento una insuperable crisis creativa, desesperado e incapaz de escribir una letra, mientras su editor le pide la novela que tenía comprometida y lo amenaza con una demanda millonaria por incumplimiento de contrato. Instalado en la mansión de Quebert, estudiando unos crímenes que sucedieron hace más de treinta años, ávido de información sobre las vidas ajenas, Goldman graba conversaciones con los vecinos de Aurora y entrevistas con el sospechoso en el locutorio de la cárcel, y un día se descubre escribiendo su nuevo libro. Escribir una novela resulta equivalente a investigar un doble caso de asesinato, y devolverle el buen nombre al supuesto criminal será también restituirle a la literatura la gloria perdida.

En la obra de Dicker
se cruzan, como mínimo, cuatro novelas distintas y distintas verdades sucesivas
La verdad sobre el caso Harry Quebert es la segunda novela de Joël Dicker (1985), suizo francófono, poseído por los misterios de la literatura popular desde su debut, Los últimos días de nuestros padres, intrigas en torno a la resistencia francesa y los servicios secretos británicos durante la II Guerra Mundial. La historia de Harry Quebert me ha recordado dos novelas españolas innovadoras en su tiempo, Los dominios del lobo (1971), de Javier Marías, y La verdad sobre el caso Savolta (1975), de Eduardo Mendoza. Además de los clásicos enigmas policiacos, Joël Dicker domina la imaginería cinematográfica y televisiva de los últimos años, los clichés de las novelas juveniles para adultos, e incluso de los libros de autoayuda, porque entre las más de seiscientas páginas de La verdad sobre el caso Harry Quebert cabe también un breve manual de auxilio para escritores estériles. Pero lo más característico de esta novela es su aire de cuento de hadas, sus niños que se quejan perdidos en el bosque, lastimados por ogros, brujos y criaturas muertas. Dicker parece escribir después de ver alguna película del pionero del cine Louis Feuillade, Fantomas, por ejemplo, con su acumulación improbable y fabulosa de sorpresas. Hay algo fantástico en la precisión cinematográfica con que el narrador, el joven Markus Goldman, transcribe lo que ocurrió hace 33 años, día a día, con fecha, hora y momento exacto de cada acción y cada palabra.
El escritor Goldman disfruta de su investigación en la tranquila Aurora, sin dejarse asustar por amenazas anónimas ni pirómanos con instintos homicidas, mientras los vecinos le cuentan cómo celebraron en 1975 el día de la Independencia y el baile de verano entre excursiones a la playa y fiestas en el jardín, y cómo Nola Kellergan, la niña del clérigo, gritaba en su casa y el reverendo ponía jazz a todo volumen, siempre el mismo disco. Al drama se suma el humor, y a los consejos literarios del maestro paternal y posible asesino se añaden a través del teléfono las admoniciones prácticas de la desquiciada madre de Goldman. En La verdad sobre el caso Harry Quebert se cruzan, como mínimo, cuatro novelas distintas y distintas verdades sucesivas. “La responsabilidad del escritor es decir la verdad”, anota el narrador, pero tanto él como su modelo, Quebert, son dos farsantes confesos. La novela de Joël Dicker pertenece a ese tipo de literatura que genera literatura, es decir, que invita a continuar inventando novelas. Su simplicidad, sencillez o facilidad es solo aparente, y de eso trata el caso Quebert: de la costumbre humana de simular, fingir y mentir.

La verdad sobre el caso Harry Quebert. Jöel Dicker. Traducción de Juan Carlos Durán Romero. Alfaguara. Madrid, 2013. 670 páginas. 22 euros (electrónico: 10,99)

El País

«Llega el fenómeno Dicker... El sucesor de Stieg Larsson y E. L. James... Entretenimiento en vena... Un “vuelapáginas” que será la novela del verano... Terriblemente adictivo.»
Antonio Lozano, La Vanguardia

Los enigmas de la verdad

'La verdad sobre el caso Harry Quebert' es un 'thriller' a la americana de 700 páginas

El libro fue una sorpresa literaria y viene precedido de un gran éxito editorial en Francia

El suizo Jöel Dicker estuvo a punto de tirar la toalla, tras cinco novelas sin publicar


Por Lola Galán, 22 JUN 2013 - 00:03 CET



El desconocido Joël Dicker se ha convertido en el autor revelación de la temporada. / CARMEN VALIÑO
Las fans que le piropean en su cuenta de Twitter no habrían reconocido a Joël Dicker en el tipo altísimo, enfundado en vaqueros, suéter de lana, chaleco deportivo y bufanda al cuello, que avanza por el vestíbulo del hotel, en Londres. El detalle que despista son esas gafas graduadas de montura oscura con las que Dicker no aparece en ninguna de sus fotos promocionales. Pero aquí no hay peligro de despistar a ninguna admiradora, porque nadie conoce aún al autor revelación del momento. Al escritor que, a los 27 años, cosechó el año pasado un éxito abrumador en Francia, con una sola novela, La verdad sobre el caso Harry Quebert, varias veces premiada y aplaudida por la crítica y el público, que lleva vendidos más de 750.000 ejemplares.
Las cosas cambiarán pronto porque su libro, editado en español por Alfaguara, saldrá también en inglés, y en una treintena de idiomas en los próximos meses.
Dicker (Ginebra, 16 de junio 1985) tiene una voz apagada y modales educados. El segundo de cuatro hermanos (dos chicos y dos chicas), puede decirse que ha crecido en el ambiente ideal para un escritor de lengua francesa: su madre es librera, su padre, profesor de francés.
Aplaudido por la crítica literaria francesa, con pocas excepciones (el diario Le Monde); ganador del premio de novela de la Academia Francesa; del que otorga la prestigiosa revista Lire, y a un voto de llevarse el Goncourt, Dicker ha conquistado a los jóvenes, que eligieron su libro como el preferido entre los diez finalistas del Goncourt el año pasado. Desde entonces ha experimentado el asedio de los editores europeos, que han visto en su novela La verdad sobre el caso Harry Quebert una convincente sucesora de Millenium.
Pero Dicker no parece impresionado por la publicidad que le presenta como una mezcla de Larsson, Nabokov y Philip Roth. Obviamente, le halagan las dos últimas comparaciones, pero respecto a la tercera, corta tajante: “No he leído Millenium. Uno no tiene tiempo para todo”.

Mi generación tiene que estar permanentemente vigilante, porque somos demasiados. Quieres trabajar y no hay trabajo
Claro que es un detalle secundario. Lo importante es que su novela está disponible en español y que se negocia la posibilidad de llevarla al cine. Es evidente que el escritor suizo está a punto de atravesar un umbral soñado: el de la fama planetaria.
“Nunca imaginé un éxito así”, reconoce Dicker, un escritor precoz con seis novelas en su haber, aunque solo ha publicado las dos últimas. “Las enviaba a los editores y no les interesaban a ninguno. Ya me estaba planteando dedicarme a otra cosa, porque cuando la gente te dice “esto no va”, uno se plantea dejarlo. Así que decidí escribir mi último libro. Y cuando lo terminé, pensé, ¿quién va a leer esto tan largo?”.
Para entonces, sin embargo, su primer manuscrito no publicado había recibido el premio de los editores de Ginebra y despertado el interés de Vladimir Dimitrijevic, editor de L’Âge d’homme, que lo publicó (un lanzamiento póstumo para Dimitrijevic, que murió en un accidente de tráfico a finales de 2011) en colaboración con la francesa Editions de la Fallois en enero de 2012. Dimitrijevic leyó además el voluminoso texto con el que Dicker pensaba despedirse de la literatura. Y, entusiasmado, propuso al dueño de Editions de la Fallois publicarlo conjuntamente en Suiza y Francia ese mismo año. El libro fue un éxito inmediato.
Estamos ante una novela americana de intriga que se desarrolla en Aurora, una pequeña (e inventada) localidad costera de Nueva Inglaterra, donde un escritor consagrado es acusado del asesinato de una joven del pueblo, ocurrido 30 años atrás. Su pupilo, Marcus Goldman, escritor de éxito fulminante con un solo libro, llegará en su ayuda para librarle de la silla eléctrica y averiguar muchas cosas en el proceso.
—¿Por qué Nueva Inglaterra?
—Es un sitio que conozco bien. Pasaba casi todos los veranos de mi infancia allí. Tengo familia en Washington y tienen una casa de vacaciones en la costa. He revivido esta experiencia en el libro.
Dicker se revela como un hábil constructor de tramas en estas casi 700 páginas, por las que desfilan una veintena de personajes. La novela, con su convincente reconstrucción de la vida provinciana en la Costa Este estadounidense, se lee con la avidez de llegar al final y encontrarse con la verdad prometida.
Aunque los grandes escritores rara vez se aventuran más allá de los territorios conocidos, Ginebra no se prestaba a ser el escenario de esta trama. “Además”, dice Dicker, “los jóvenes de mi generación hemos crecido en un mundo con menos fronteras. En Europa ya no se necesita el pasaporte para ir de un país a otro”. El mundo de hoy es un interminable territorio global donde todo se mezcla y se confunde. Él mismo es suizo, pero lleva sangre franco-rusa en las venas, y tiene parientes en Estados Unidos. Viajero constante, Dicker ve los aviones como tranquilos salones de lectura. Aunque amenazados, por lo que cuenta. “He leído, con terror, que Air France ha inaugurado su primer vuelo París-Nueva York con wifi. El wifi es lo que nos va a volver a todos locos. Ahora con el móvil puedes ver tus mensajes electrónicos, conectar con Internet, estar pendiente de mil cosas. Es una pena”.
—Pero usted pertenece a una generación electrónica. ¿O es distinto de la gente de su edad?
—No, no. Soy como los demás. Lo que me parece es que estamos rodeados de distracciones, por eso hay que autodisciplinarse. La gran diferencia con la generación de mis padres es precisamente esta obligación. Por ejemplo, en Ginebra, en los años sesenta, cuando mi padre era pequeño, se presionaba a la gente para que usara el coche al máximo, porque era bueno para la economía. Te aconsejaban incluso beber y conducir. “No te metas en carretera sin haber bebido un litro de vino”, decían los anuncios. Todo era posible. Hoy, de entrada, ya te dicen que prescindas del coche, que hay demasiados, que contaminan. Te aconsejan el tranvía. Y sobre todo, no bebas si conduces. Es bueno, es normal que se haga esa advertencia, no me refiero a este aspecto. Lo que quiero decir es que mi generación tiene que estar permanentemente vigilante, porque somos demasiados, demasiados coches, demasiado de todo. Quieres trabajar y no hay trabajo, quieres gastar y no hay dinero. No hay un solo espacio para los jóvenes en el que se nos diga: “Podéis hacer lo que queráis”. Por eso digo que el estado de ánimo de mi generación es más difícil, uno se dice, “todo se ha fastidiado”. A nuestros padres se les decía: “¡El mundo es vuestro!”. A nosotros se nos dice que el mundo está fastidiado y que hay que salvarlo. Somos una generación sin utopías.

Buscan libros camaleón. Tan pronto son Las  sombras de Grey como la novela negra. ¿Dónde queda la diversidad?
La crisis no ha hecho más que ahondar un poco más en esos problemas. Aunque él sea uno de los poquísimos jóvenes afortunados, triunfador total al que le esperan jugosos contratos millonarios. Un poco como a su personaje Marcus Goldman. Un tipo de 30 años, multimillonario y superfamoso gracias a un solo libro.
“Marcus y yo tenemos poco en común”, protesta Dicker. “Hombre, tenemos más o menos la misma edad, escribimos, etcétera. Cuando comencé a escribir la novela, yo tenía 25 años, acababa de terminar Derecho, y mi personaje principal, Marcus, tenía también 25 años, había estudiado lo mismo, escribía, y tampoco tenía éxito. Entonces me dije, ‘esto no funciona’. Me di cuenta de que tenía que ofrecerle otra cosa al lector, algo que estuviera más en el plano de los sueños, que fuera placentero. E imagine a Marcus cinco años mayor. Y le convertí en un escritor de éxito”.
La verdad sobre el caso Harry Quebert es un libro de escritores, en el que el maestro y el alumno hablan con frecuencia del oficio de escribir, de las cualidades humanas que requiere. Un escritor sería un ser infinitamente comprensivo, con las debilidades y sufrimientos humanos, como si los hubiera experimentado todos en carne propia. En realidad, sin embargo, el oficio de escritor es un trabajo solitario que requiere aislamiento. “Doblemente solitario”, admite Dicker. “Por un lado, lo es por el acto físico de escribir. Cuando escribo estoy solo en mi oficina. Hay otros trabajos que se hacen en soledad, pero además, la creación exige, por decirlo así, soledad mental. Y después hay que hacer otro trabajo de promoción. Estamos hablando de un libro que terminé hace dos años, del que se siente uno un poco distante porque ya estoy en otro tema, en otro proyecto, pero tengo que volver atrás para hablar de este libro”.
Escribir su novela de intriga le llevó dos años, cuenta. Dos años para encontrar una voz que fuera creíble a la hora de recrear el ambiente de un pueblecito costero americano en 2008, año de la elección del presidente Barack Obama. Todo un desafío. “Cada vez que se describe un país, una atmósfera, un idioma, en otra lengua es un desafío para el autor. Y cada vez que un autor escribe sobre otro país introduce siempre algún artificio. Por ejemplo, si la novela se desarrolla en Roma, y el escritor es francés, incluirá frases en italiano del tipo: ‘¡Buon giorno, Vicenzo! ¡Arrivederci…!’. Y cosas por el estilo. Y eso me parece una debilidad. Yo quería ser capaz de recrear una atmósfera de un país extranjero sin utilizar ese recurso, escribiendo en francés”. La única vía era encontrar un francés flexible, compatible con el americano. Con el de los diálogos trepidantes de las series de televisión.
Y luego, el reto de hacerlo creíble. El relato y los personajes. Qué opina del consejo del escritor John Gardner a su alumno Raymond Carter: “Recuerda que tú no eres tus personajes. Son ellos los que tienen que ser tú”.

A nuestros padres se les decía: ¡El mundo es vuestro! A nosotros, que el mundo está fastidiado y que hay que salvarlo
—Es muy cierto. Porque es necesario que los personajes vivan por sí mismos, que tengan una existencia propia. Que vivan a través del escritor, pero con vida propia. Si un personaje vive por sí mismo, eso quiere decir que podrá funcionar la acción a través de él. Si no, será muy difícil establecer la relación entre el lector y el personaje.
Se ha dicho que La verdad sobre el caso Harry Quebert está escrita un poco al estilo de Philip Roth. Lo cierto es que el libro está lleno de homenajes al gran escritor americano. El protagonista es judío y nació en Newark; uno de los personajes trabaja en una fábrica de guantes, como en Pastoral Americana, y el boxeo, tema querido de Roth, aparece también aquí.
“Hay homenajes a Roth, pero también a Nabokov, a Steinbeck, a Romain Gary, a Hemingway, a todos ellos”, responde Dicker, “porque es un libro sobre un alumno y un maestro. Y por eso era divertido meter homenajes a todos esos escritores”.
—¿Entonces no es cierto que Roth sea su favorito?
—No, es que a veces las respuestas se sacan de contexto. Lo que dije es que entre los escritores que me han marcado, Roth es el único todavía vivo. Pero, bueno, es cierto que es un escritor clave en la literatura moderna. Sí, posiblemente, es el mayor de los escritores vivos.
Después de todo, Dicker se declara admirador sin fisuras de la gran novela estadounidense. “Quizás es la literatura que conozco mejor. No digo que sea más importante que otra. Es una cuestión muy personal. A unos les puede interesar más la literatura sudamericana, a otros la china. A mí lo que me gusta de la literatura americana es que cuenta historias. Una historia, una aventura lineal y luego a través de ella una historia de Estados Unidos. Y eso es lo que me parece que la hace más interesante, más rica”.
Difícilmente esos autores hubieran podido escribir sus grandes obras con editores como el de Marcus Goldman, en La verdad sobre el caso Harry Quebert, Roy Barnaski, que solo quiere un bombazo a cualquier precio. “Barnaski representa a los empresarios actuales, obsesionados por las cuentas, los accionistas, las cifras de venta, los beneficios, hasta el punto de que a veces se olvidan de a qué se dedican realmente. No es solo culpa suya. Es una crítica humorística sobre hasta qué punto, a veces, se ven los libros como un producto más. Pienso en el marketing que se ha hecho, por ejemplo, en torno a lanzamientos como el de Dan Brown, con su traductor encerrado durante un mes en un búnker, y eso es una locura. Porque al fin y al cabo es un libro, y el libro tiene que ser juzgado por su contenido. No por esas piruetas de mercadotecnia.
—Pero los libros, hoy día, son también productos.
—En todo caso, muy especiales. Por muchos fuegos artificiales, conferencias y presentaciones que se hagan, cuando uno abre el libro, si no es bueno, no queda nada.
Dicker lamenta el empeño de las editoriales de buscar best sellersinternacionales, aunque a él le haya beneficiado claramente. “Se busca algo que se venda bien en todas partes, y así se mata cualquier atisbo de diversidad. Se dice, Harry Potter funciona, pues todos los libros van por ahí, con niños-magos. Se buscan libros camaleón, sin color. Tan pronto son las Cincuenta sombras de Grey como la novela negra. ¿Dónde queda la diversidad de la cultura?”.
Pero sí es cierto que esta obsesión por acumular lectores puede ser negativa, tampoco le gustan los puristas, los que miran con suspicacia cualquier cosa que triunfe. Un grupo nutrido en Francia que discute las cualidades literarias de Dicker. “Cuando un libro tiene mucho éxito es porque es accesible a mucha gente, y por lo tanto es popular, y algo popular está mal visto en Francia, porque lo bueno es lo que solo es accesible a la élite. No estoy de acuerdo con eso. Yo estoy encantado de que mi libro guste, de que se venda”. Y viéndole posar, dócilmente, y sin gafas, para la fotógrafa hay que suponer que también le encanta acumular admiradoras en Twitter.

«Todo el mundo hablaba del libro. Ésta es la primera frase de La verdad sobre el caso Harry Quebert: una profecía autocumplida, pues el libro de Joël Dicker ya se ha transformado en un fenómeno mundial.»
Le Monde

El fenómeno editorial Joël Dicker desembarca en el mundo hispanohablante


06/11/2013 6:55 AM
Madrid, 11 jun (EFE).- La adictiva novela “La verdad sobre el caso Harry Quebert”, del suizo Joël Dicker, desembarca la próxima semana en España, América Latina y Estados Unidos en español, uno de los 33 idiomas traducida desde el francés. “Ni en mis sueños más locos me habría imaginado algo así”, dice el escritor a Efe.
Y no es para menos: Dicker (Ginebra, 1985), que el próximo sábado cumple 28 años, es un recién llegado al mundo editorial.
Encumbrado con prestigiosos premios a la cima de la literatura francófona por su monumental y aplaudido “thriller” ambientado en EE.UU., pero que en realidad es una original mezcla de géneros, Dicker, de padres originarios de Francia y Rusia, no se esperaba “un éxito parecido”, insiste en conversación telefónica desde Ginebra.
Cosechó el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa 2012 y se quedó a solo un voto de hacerse también con el mítico Goncourt.
Sí que logró, por contra, el Goncourt de los Estudiantes y el Premio Lire a la mejor novela en lengua francesa de 2012. Además de ser número 1 de ventas en Francia, con 750.000 ejemplares vendidos.
Ejemplares que se siguen multiplicando a buen ritmo en su versión en rumano e italiano y que dentro de una semana, el día 19 de junio, está previsto que salga en español en España, en América Latina y en Estados Unidos, donde hay un importante mercado editorial hispano.
El hecho de ser publicado por Alfaguara en español y en otros 32 idiomas por otras editoriales en tantos países, que ni sabe cuántos, a Dicker le parece “muy impresionante”, pero también “virtual”, ya que apenas acaba de empezar la promoción internacional.
Lo más “divertido”, reflexiona este licenciado en Derecho que escribió su “best seller” mientras trabajaba en el Parlamento de Ginebra, es que compuso este profundo retrato de la sociedad estadounidense con la idea de darse “una última oportunidad” como escritor, “si no funciona -se dijo- me dedicaré a otra cosa”.
Y, al menos por un buen tiempo, no tendrá que hacerlo. Su libro fue el más cotizado en la Feria de Fráncfort de 2012. Las subastas de todo el mundo superaron a las que originara Harry Potter.
“La verdad sobre el caso Harry Quebert” es la segunda novela publicada de Dicker, pero, en realidad, es la sexta que ha escrito. Las otras cuatro fueron sistemáticamente rechazadas por editores.
Modesto y exquisitamente afable, Dicker vive “impresionado”, aunque con aparente calma, el giro radical que ha dado su vida desde que un octogenario editor francés sacó su novela en agosto pasado.
Se trata de Bernard de Fallois (1926), presidente de Éditions de Fallois, “el editor francés más importante”, dice Dicker sin disimulada admiración hacia este “hombre increíble”, “un ser humano absolutamente excepcional”, con el que habla “todos los días”.
“La suerte de mi vida es poder aprender el oficio que hago con De Fallois”, confiesa, convencido de que este atesora el “ingenio de la literatura y de la edición”, además de un “gran sentido del humor”.
A De Fallois, Dicker llegó de la mano de Vladimir Dimitrijevic, de la editorial suiza L’Age d’Homme, quien descubrió su talento tras leer el manuscrito de “Los últimos días de nuestros padres”, obra ganadora del Premio de los Editores Ginebrinos 2010.
Una novela ambientada en la Segunda Guerra Mundial publicada conjuntamente por las editoriales de los dos viejos amigos, a quienes Dicker no duda en tildar de sus “hadas madrinas”, aunque “desgraciadamente Dimitrijevic no está aquí para ver esto”, lamenta.
El editor suizo murió en el verano de 2011 a los 77 años de edad en un accidente de tráfico cuando iba de Lausana a París precisamente para ver a De Fallois.
Finalmente, “Los últimos días de nuestros padres” vio la luz en enero de 2012 y a principios del verano de ese mismo año el joven abogado suizo hizo llegar a De Fallois otro voluminoso manuscrito.
Era “La verdad sobre el caso Harry Quebert”, un libro con todos los mimbres para ser el próximo acontecimiento literario global, en la estela de la trilogía Milenium o del niño mago Harry Potter.
Descrita como un cruce entre Stieg Larsson, por su hábil uso de los resortes del “thriler”; Nabokov, por la creación de una nueva Lolita; y Philip Roth, a quien Dicker admira tanto como a Roman Gary, Paul Auster, Jonathan Frazen o Gabriel García Marquez.
Con un padre profesor y una madre librera, a quienes dedica su exitosa novela, Dicker devoró todo tipo de libros desde su infancia.
Lecturas que le dejaron un poso poliédrico que rezuma en la riqueza de recursos de su estilo, marcado también por su pasión por la música -tocó la batería en una banda de jazz y otra de rock-.
Su inspiración viene también del cine, una industria con la que ahora está en conversaciones para una posible adaptación de su gran novela sobre los Estados Unidos de todos los excesos. Un país en el que pasó todos los veranos y del que ama sus “grandes espacios”.
Tanto como ama la “libertad” del oficio de escritor. “Hay que aguantar. El verdadero éxito es ser capaz de durar. ¿Soy escritor? Creo que podré responder dentro de diez años.”


La Gran Novela Americana se pronuncia con acento francés

A pesar de esas 660 páginas que intimidan, la historia delineada por el escritor suizo atrapa al lector hasta el final: un escritor consagrado termina enredado en un asesinato con detalles y vueltas de tuerca que lo envuelven a él y a quien fue su discípulo.
Los libros son como la vida: nunca se terminan del todo. A veces el éxito se transforma en calvario y un escritor “ejemplar” puede basar su prestigio en una mentira piadosa. Hacer justicia no es trabajo exclusivo de la policía. Quién sabe si lo escrito en las primeras páginas será como una profecía autocumplida, si el mundo lector de habla hispana se rendirá al pie de la novela de La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara), del joven narrador suizo Joël Dicker –28 años recién cumplidos–, un nuevo fenómeno global presentado como un cruce de Larsson, Nabokov y Philip Roth. Al menos unos cuantos podrían repetir: “Su libro me tiene atrapado, Dicker, es imposible dejarlo”. ¿Por qué, desde el principio, se tiene la sensación de estar ante una especie de “milagro” de la ficción, al punto de que la herejía pasaría no por abandonar, quedarse en el camino o tirar la toalla, algo tan frecuente en la lectura, sino por no intentar la utopía de leerlo de un tirón, algo casi imposible debido a las 660 páginas? Todo comienza con una llamada a la central de policía. Un diálogo. Una emergencia. Una anciana de la inventada ciudad de Aurora, en New Hampshire, es testigo de un hecho: observa por la ventana de su casa cómo una joven es perseguida por un hombre en el bosque. Es el 30 de agosto de 1975, día en que Nola Kellergan, de 15 años, desaparece. Podría ser el preludio de un policial.
Las apariencias distan de ser ciento por ciento fiables. Luego de más de tres décadas de esta desaparición –33 años exactos, en junio de 2008– aparece el cadáver de Nola en el jardín de uno de los narradores americanos más leídos y respetados, Harry Quebert, de 67 años. La víctima había sido enterrada con el manuscrito de Los orígenes del mal, novela maestra publicada en 1976 que vendió más de quince millones de ejemplares y le permitió a Quebert obtener el National Literary Award y el National Book Award, dos de los premios literarios más prestigiosos del país. Una de las grandes figuras de la intelligentsia norteamericana –profesor universitario que además de dar clases en Burrows impartía numerosas conferencias–, entre lo mejor que había producido los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX, es acusado oficialmente de haber matado a Nola y a la anciana Deborah Cooper, la última persona que vio con vida a la joven. Desde la cárcel, Quebert padece el oprobio de ser el único culpable de los dos asesinatos sin más pruebas que el manuscrito de su novela, encontrado junto a los huesos de Nola. “Escribir no es matar”, dice el abogado –curiosamente de apellido Roth– que tendrá que defenderlo.
Todo Estados Unidos, tras haberlo admirado, ahora lo abuchea y lo condena. Todos los diarios se refieren al reputado escritor como un depredador sexual por haberse enamorado de Nola cuando él tenía 34 años y por haber escrito esa obra maestra para ella. Inmediatamente, Los orígenes del mal –ahora una brasa que incomoda– es retirado de las librerías y de los programas de estudio. Antes de avanzar, conviene introducir una pieza fundamental del fenómeno Dicker: Marcus Goldman, joven escritor devenido promesa de la nueva literatura estadounidense gracias a su primera novela, un ex alumno del presunto asesino que –mientras combate con la terrible crisis de la página en blanco, ese síndrome que dicen que es frecuente entre los escritores que tienen un éxito inmediato, apremiado por la exigencia de entregar un segundo libro del cual no pudo escribir ni una línea, y amenazado por su editor con una demanda millonaria por incumplimiento de contrato– está convencido de la inocencia de su maestro. Sin Harry, Marcus no hubiera llegado a ser escritor. Siente que ese hombre que ahora es considerado un “criminal bárbaro” le salvó la vida cuando lo conoció en 1998. Que tiene una deuda con él. Que le debe todo.

La importancia de saber caer

Marcus, el escritor en crisis, viaja a Aurora y se entrega a una pesquisa literalmente vertiginosa. Pueblo chico, infierno grande. Los vecinos están convulsionados. A poco de andar preguntando, escarbando, tirando del hilo del pasado, ya recibe la primera amenaza: “Vuelve a tu casa, Goldman”, escribe una mano anónima en una nota. ¿Quién o quiénes temen que la investigación tome un curso que los comprometa? ¿Por qué es preferible que Harry Quebert siga siendo el asesino “ideal”? Afortunadamente para Marcus –y los lectores– está el sargento Gahalowood, huraño y terco como una mula, que pronto será como una especie de Watson, acompañante y asistente fundamental a la hora de desentrañar la compleja maraña de malentendidos, mentiras, mascaradas y engaños del caso en cuestión. Que la cuerda policial vibra es innegable. Es uno de los cimientos de la arquitectura de la novela que empieza a escribir Marcus mientras, ávido de información, graba las conversaciones con Harry en la cárcel. Y sin embargo, La verdad sobre el caso Harry Quebert, lejos de retacear el componente policial, pertenece a otra estirpe de libros. Es, sin duda, una novela sobre escritores: el maestro cascoteado –el otrora héroe para la sociedad pero especialmente para su discípulo– es un gran simulador que lanzará su prédica sobre el oficio de escribir y adyacencias. Las frases, pensamientos y reflexiones están diseminados en pequeñas cápsulas –31 consejos en total– a lo largo de la novela, muchas veces bajo la forma de diálogo.
“Harry, si tuviera que quedarme con una sola de todas sus lecciones, ¿cuál sería?”, se lee en el capítulo-lección número 28, en el lapso en que la novela recupera el período de formación de Marcus, en la Universidad de Burrows, entre 1998 y 2000.
–Le devuelvo la pregunta.
–Para mí sería la importancia de saber caer.
–Estoy completamente de acuerdo con usted. La vida es una larga caída, Marcus. Lo más importante es saber caer.

Primer round

“Escribir y boxear se parecen tanto... Uno se pone en guardia, decide lanzarse a la batalla, levanta los puños y se enfrenta al adversario. Con un libro es más o menos lo mismo. Un libro es una batalla”, define Harry en otra de sus lecciones. “Golpee ese saco, Marcus. Golpéelo como si su vida dependiese de ello. Debe usted boxear como escribe y escribir como boxea: debe dar todo lo que tiene porque cada pelea, como cada libro, puede ser la última.” Dicker escribió esta novela –la sexta y la segunda que publica– convencido de que si se seguían los rechazos –por entonces acumulaba cuatro– se dedicaría a otra cosa. Un giro radical le cambió la vida, el año pasado, cuando un octogenario editor francés, cuyo catálogo es ciento por ciento literario, publicó La Vérité sur l’Affaire Harry Quebert. Se trata de Bernard de Fallois (1926), presidente de Éditions de Fallois, quien canceló sus vacaciones cuando el escritor suizo le envió el manuscrito. En tiempo record puso la novela en las librerías francesas durante el mes de agosto, el momento menos indicado para lanzar una novedad. En una sola semana, con París casi desierta, un pequeño librero vendió 170 ejemplares del voluminoso libro de Dicker con esta propuesta: “Léalo, si no le gusta le devuelvo su dinero”. Dicen que sólo regresaron unos cuantos para pedir otro ejemplar.
El boca a boca comenzó a dispararse y la novela cosechó el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa 2012. Sólo por un voto quedó a las puertas de llevarse nada menos que el mítico Premio Goncourt. Pero se alzó con el Goncourt de los Estudiantes y el Premio Lire a la mejor novela en lengua francesa de 2012. En Francia vendió más de 750 mil ejemplares, cifra que ahora se multiplicará por la publicación en 33 idiomas. Alfaguara consiguió los derechos en español de esta obra en la Feria del Libro de Frankfurt del año pasado, tras una subasta muy reñida con ocho editoriales. A mediados del mes pasado se publicó en España, ya está circulando en Argentina, el resto de los países de América latina y Estados Unidos con su importante mercado editorial hispano. De Fallois no se cansa de repetir que Dicker ha renovado las esperanzas en la literatura francesa. Aunque parezca un narrador americano de pura cepa. La anterior novela del narrador suizo, Los últimos días de nuestros padres –ganadora del Premio de los Editores Ginebrinos en 2010–, ambientada en la Segunda Guerra Mundial, fue publicada conjuntamente por el editor francés y Vladimir Dimitrijevic, de la editorial suiza L’Age d’Homme. Para completar los “antecedentes” de Dicker, parece que antes de que la suerte le sonriera, antes del giro radical, un jurado literario se negó a darle el premio al mejor cuento porque daban por sentado que era imposible que un chico de 14 años escribiera algo así. Que forzosamente lo había copiado. El cuento se titulaba “El tigre”, como el relato de Borges.
Aunque las comparaciones se hacen a cuenta y riesgo de la exageración o la desmesura, hijas dilectas del entusiasmo, se ha dicho que La verdad sobre el caso Harry Quebert remeda el estilo de Philip Roth. Es cierto que se podrán encontrar modestos homenajes, como el hecho de que Marcus es judío y nació en Newark –su madre insoportable es otro de los personajes secundarios memorables–, y que el boxeo –que practica el narrador junto con Harry, su maestro– es uno de los tópicos de interés del escritor estadounidense. “Hay homenajes a Roth, pero también a Nabokov, a Steinbeck, a Romain Gary, a Hemingway, a todos ellos”, admitió Dicker durante su gira promocional por España, “porque es un libro sobre un alumno y un maestro. Y por eso era divertido meter homenajes a todos esos escritores”. Entre los narradores que lo han marcado, el suizo colocó bien alto al autor de El mal de Portnoy. “Roth es el único todavía vivo; es cierto que es un escritor clave de la literatura moderna, posiblemente el mayor de los escritores vivos”, subrayó este joven narrador que se declara admirador sin fisuras de la gran novela americana. “Quizás es la literatura que conozco mejor. No digo que sea más importante que otra. Es una cuestión muy personal. A unos les puede interesar más la literatura sudamericana, a otros la china. A mí lo que me gusta de la literatura americana es que cuenta historias. Una historia, una aventura lineal y luego a través de ella una historia de Estados Unidos. Y eso es lo que me parece que la hace más interesante, más rica.”
En el lenguaje a veces apresurado y obvio de las impresiones posteriores a una primera lectura, la novela de Dicker parodia el anhelo de muchos jóvenes escritores de escribir “la gran Novela” con mayúsculas, con grandes ideas, deseo que no es monopolio exclusivo de los norteamericanos. Marcus tiene 30 años, pero aspira a todo o nada. Si no parodia el tópico, al menos lo tematiza con un tono jocoso. “¿Quiere usted ser desde ya una especie de cruce entre Saul Bellow y Arthur Miller?”, lo increpa Harry. “La gloria llegará, no sea impaciente. Yo mismo tengo sesenta y siete años y estoy aterrorizado: el tiempo pasa de prisa, ¿sabe?, y cada año que pasa es otro año que no puedo recuperar. ¿Qué se creía, Marcus? ¿Que iba usted a sacarse de la manga un segundo libro así, tal cual? Una carrera se construye, amigo mío.” Dicker logra, desde la pura ficción, retratar la idiosincrasia de un país que no le resulta ajeno. Ha pasado largas temporadas en Estados Unidos, entre 2006 y 2008, y que haya elegido como presente de la narración un año electoral como el 2008 no es un detalle menor. “El hecho de que fuera elegido Obama era el signo de un cambio que necesitaba Estados Unidos”, afirmó en una entrevista”. “Si hubiera sido elegido McCain, hubiera significado una vuelta atrás. Yo incluso llegué a pensar que si Obama no salía no volvería al país.”
¿Un escritor suizo, entonces, podría ser el autor de la “gran Novela” americana del siglo XXI? El destino de los libros y sus autores es un idilio perpetuo construido desde la fugacidad. Nada más imprudente y errático que intentar oficiar de “meteorólogo literario”. La verdad sobre el caso Harry Quebert es un formidable golpe en la mandíbula de los lectores.


Edgardo Cozarinsky / Fantasmas de Tánger

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FANTASMAS DE TÁNGER
Por Edgardo Cozarinsky 
         Para La Nacion - París, 1997

Una legión de aventureros, intelectuales y miembros de la café-society se radicó en la ciudad marroquí entre 1922 y 1956. Escritores como Truman Capote, Paul Bowles y William Burroughs, el fotógrafo Cecil Beaton la multimillonaria Barbara Hutton y el aristócrata David Herbert llegaron allí atraídos por el exotismo y las costumbres relajadas. El autor de esta nota, director de cine y escritor, investigó la historia de esa comunidad cosmopolita, regida por el placer, para filmar su película Fantasmas de Tanger, recientemente estrenada en el Festival de Locarno
SI hubiese ido a Tánger en busca de un pintoresco dépaysement nada me habría devuelto más bruscamente a mi propia tierra firma que Paul Bowles, al preguntarme en nuestro primer encuentro, en un castellano perfecto, qué era de de Adolfo Bioy Casares. Gran admirador de La invención de Morel, sobre todo de Plan de evasión, Bowles que ha dejado gradualmente de interesarse en el presente "en la medida en que puede hacerlo alguien que aún no ha muerto", recuerda que a principios de la guerra, durante una visita a Victoria Ocampo en el Waldorf Astoria de Nueva York, la formidable anfitriona le había arrojado sobre las rodillas un ejemplar de El jardín de senderos que se bifurcan, publicado por Sur meses antes, con un perentorio "¡Léalo!".
Fue así como conoció a Borges, como empezó a familiarizarse con los escritores argentinos. Me cuenta la historia del epígrafe de Mallea que puso a The Sheltering Sky, cómo el escritor argentino no lo reconoció y Bowles mismo no pudo encontrar su fuente cuando más tarde la buscó. "La memoria suele hacernos jugadas como ésta", comentó, arrugando tal vez en un guiño algunos de los innumerables pliegues de piel bronceada que rodean sus ojos clarísimos, luminosos. Es un día de primavera, pero en la chimenea del cuarto vecino arden leños y él, con una bata de lana sobre el pijama, me recibe sin dejar su lecho, cubierto con dos frazadas.


Sanz Soto, Truman Capote, Jane Bowles, Paul Bowles

Bowles detesta que le pregunten por qué "eligió" vivir en Tánger. Tal vez la tácita respuesta sea parte de esa aceptación resignada de la fatalidad que tanto lo emparenta con una sensibilidad islámica. Si lo hostigan, repite que "los males de la sociedad industrial" llegan más lentamente y con mucho atraso a ese rincón del norte de Africa. Pero también admite que le gusta pensar que vive en una tierra donde la brujería es una realidad cotidiana, en la que el veneno circula como mensaje de amor o de odio entre los individuos, en la que los duendes -los djinn del folklore magrebí- explican tanta cosa que "los norteamericanos de mi generación, con sus supersticiones científicas, llamaban bacilos y los jóvenes de hace treinta años bautizaron malas ondas". Sonríe al evocar esos vaivenes de la ideología cotidiana.



Jean Genet

En la opaca, rastrera verdad de los documentos, Tánger fue una "zona internacional" entre 1922 y 1956. En 1912 el Kaiser había visitado ese puerto, destinado al comercio por su posición en el extremo atlántico del estrecho de Gibraltar. En la orilla de enfrente, en el peñón, los ingleses se inquietaron. Apenas terminada la Primera Guerra Mundial, intrigaron para que ese punto estratégicamente valioso quedara neutralizado.
El estatuto de la zona internacional completó la dominación colonial sobre el territorio marroquí: el sur ya era protectorado francés, el norte protectorado español; la ciudad, gobernada por una junta donde estaban representadas las principales potencias marítimas de la época, debía asegurar la libre circulación por el Estrecho.
El corolario de esas maniobras mercantiles fue imprevisible. Se abrió la puerta a todos los fantasmas. Puerto franco, Tánger se convirtió en una zona extra territorial con un mínimo de leyes, sin impuestos, donde el oro y las divisas entraban y salían libremente: más aún, donde lejos del control de sociedades más rígidas las extravagancias de la conducta suscitaban una sonrisa divertida pero ninguna censura moralista. El kif y otras variantes indígenas del cannabis, las preparaciones opiáceas que las farmacias de otras latitudes retaceaban, sobre todo la tradicional bisexualidad de los jóvenes, convirtieron a la zona internacional en un limbo donde Jean Genet y William Burroughs, entre cientos de europeos y norteamericanos menos prestigiosos, pudieron vivir las fantasías que, en aquellos tiempos, en otras latitudes, los habrían llevado entre rejas.
A otros, ese microcosmos cosmopolita les permitió construirse un reino imaginario para sus veleidades de ficción. David Herbert era el segundo hijo del duque de Pembroke, por lo tanto sin derecho al título ni a la herencia familia. En los años 30 llegó a Tánger con Cecil Beaton y muy pronto se instaló en una casa más fantasiosa que sólida, más colorida que señorial, en medio de un parque de la vieja Montaña; desde allí urdió sus redes hasta convertirse en el árbitro social de la vida elegante tangerina. Hoy su mayordomo ha heredado la residencia y la alquila a turistas recomendados por la pintora escocesa Marguerite McBey o por el profesor John McPhillips, dos lazos vivos con la leyenda de la zona internacional; en su tarjeta se lee, más grande que su propio nombre, former owner: the Honorable David Herbert. Cuentan que este "segundo hijo" (expresión que eligió como título de sus memorias), condenado a vivir de su ingenio, no se desplazaba sin llevar en el bolsillo etiquetas autoadhesivas con su nombre. Si el anfitrión de turno lo dejaba solo un instante, pegaba una de esas etiquetas bajo la silla o la mesa más valiosa de la casa; más tarde, cuando el dueño era atropellado por un taxi o asesinado por un gigoló, llamaba a los herederos para comunicarles que el difunto "le había prometido" el mueble en cuestión. Al hallar su nombre en una etiqueta envejecida, se lo entregaban, halagados como suele estarlo la clase media cuando la aristocracia la pone a su servicio.
En otro extremo, Barbara Hutton, heredera de la fortuna de las tiendas Woolworth (las originales five and dime stores) -millones que siete maridos sucesivos, el actor Cary Grant incluido, no lograron agotar-, llegó a Tánger en la segunda posguerra mundial y se inventó una residencia, Sidi Hosni, a partir de siete casas de la Casbah. Walter Harris, arquitecto inglés, aristócrata expulsado de la Corte por sus indiscreciones, las comunicó y decoró hasta componer el miliunanochesco palacio de esa monarca de café-society. El alcohol y el aburrimiento la sometieron como a otros el sexo o el juego. Padecía de hipotermia y le regalaba joyas y pieles a la mujer del doctor Little, que era hipertérmica, para que le calentara la cama media hora todas las noches. Al final de su vida no caminaba más, se hacía llevar en brazos, y explicaba que era "demasiado rica como para caminar". Ningún museo, ninguna fundación perpetúa su nombre. Apenas si, poco después de su muerte, un pequeño bazar (¿justo regreso a las fuentes?), improvisado ante su casa, intentó durante unos meses aprovechar su nombre para atraer a los turistas que pasaban por allí. Pero el destino cosmopolita de la ciudad, sólidamente asentado sobre todo tráfico y comercio, databa de mucho antes. Ya en el siglo XIX las caravanas que llegaban del desierto depositaban su cargamento en el patio de los locales, tan modestos como cualquier otra casa de la Medina, de los bancos Abensur y Pariente. En 1956, cuando el status internacional de la ciudad fue abolido un año después de la independencia de Marruecos, esos mismos bancos ya habían trasladado hacia Gibraltar el "oro de Tánger", acumulado durante la Segunda Guerra Mundial, celosamente conservado en la posguerra, cuando las economías dirigidas de Europa occidental, por no hablar de lo regímenes del Este, hicieron apreciar particularmente ese refugio cercano y discreto.
Larbi Yacoubi me cuenta que, en el subsuelo de una casa hoy cerrada, en pleno centro de Tánger, sobre la plaza de Faro, operaba una fundición donde hasta los años 50 se hacían lingotes con cuanta joya o moneda llevaba el público. Jovencito, al visitar esa reliquia de otra era, encontró en el piso una moneda con la cruz esvástica. La única explicación es que los ingleses, amenazados por las falsas libras que los nazis acuñaban en Berlín, habían decidido replicar con falsos Reichsmark made in Tanger.
La diferencia de presión atmosférica entre el Mediterráneo y el Atlántico mantiene el aire del Estrecho en constante mutación. Las nubes rosadas se disuelven en una bruma plomiza y ésta es pronto atravesada por los haces dorados de un sol crepuscular. El mar nunca está lejos: irrumpe, visible entre dos paredes encaladas, o al pie de tantas calles que descienden abruptamente, de la Medina o de la ciudad "moderna". A lo lejos, el puerto una vez activo, nunca parece terminar de desperezarse. Los colores de las buganvilias, de los laureles blancos y rosados, reflejan las horas del día; si se apagan al anochecer es para permitir que la brisa difunda el perfume de jazmines y damas de noche. Es tan fácil dejarse acunar por esta naturaleza, efusiva sin énfasis, por la indolencia que, de invitación en paseo, de excursión en visita, lleva al visitante, con un breve trayecto, de las playas del Mediterráneo a las del Atlántico... Pero el verdadero exotismo de Tánger es social, humano, aun cuarenta años después de clausurada la zona internacional.


Cecil Beaton, Jane Bowles, David Herbert, Truman Capote
Marruecos, 1949

David Herbert y Barbara Hutton fueron sólo las efigies más visibles de una época en que "Orejas alertas" Dean, barman del hotel El Minzah, espiaba simultáneamente para alemanes e ingleses; así pudo, después de la guerra, abrir su propio bar e iniciar una tercera carrera como proxeneta para visitantes distinguidos. En que una tal Phyllis de la Paille coleccionaba en su residencia de la Nueva Montaña animales exóticos en libertad; un buen día, al quejarse de que ya nadie aceptaba sus invitaciones, Truman Capote le explicó que en su casa el olor a excrementos era demasiado fuerte; sorprendida, Madame de la Paille prometió encadenar los monos a los grifos del cuarto de baño. En que un joven lord desheredado se jactaba de haber hecho chantaje al Vaticano con la amenaza de difundir su liaison con un arzobispo húngaro; nadie supo nunca si el relato era verídico, pero el relator terminó como representante en Tánger de un banco de la Santa Sede, hasta ser a su vez desplumado por un jovencito malagueño, hoy maduro y opulento anticuario muy fotografiado por las revistas de decoración. En que un tal Topié Mimara, estudiante croata de historia del arte que pasó la Segunda Guerra Mundial en la Unión Soviética, al llegar a Austria en 1945 como intérprete del Ejército Rojo, se vio confiar el inventario de un depósito de obras de arte robadas por el Tercer Reich. Tras consignar sólo dos tercios de los objetos hallados, se incautó en medio de la noche de un camión, lo llenó con el tercio restante y gracias a salvoconductos inverificables en la confusión de aquellos meses logró llegar a Trieste y embarcarse con su tesoro rumbo a Tánger. Allí murió hace un lustro, en un piso alto del edificio Méditerranée; cada año llevaba a Gibraltar un par de telas y las vendía a Sotheby`s, "para ir tirando"... En que Jean Genet, al ver al borde de las lágrimas, humillado por dos turistas suecas, a un policía que intentaba vender billetes para una rifa, lo llamó, le compró el talonario entero y exclamó "¡Cómo no amar un país donde un policía es capaz de llorar!" Hoy Genet está enterrado en Larrache, a 80 kilómetros al sur de Tánger, sobre el Atlántico; los azares póstumos suelen ser irónicos: para esa tumba no musulmana había un solo cementerio posible en la ciudad y era el del ejército colonial español.
Los fantasmas de Tánger existen, como el peligro o la Gracia, para quienes creen en ellos, para quienes llegan alimentados por la literatura que esos fantasmas han cultivado, que en torno a ellos aún proliferan. Otra humanidad, agreste, nada divertida, se agita por la ciudad. Como en Nueva York y en Buenos Aires, busca ropa o comida en los tachos de basura. Cuando ven pasar un Mercedes o un BMW saben que lo conduce alguien "que está en la menta", es decir en el tráfico de haschich, que otros llaman "exportaciones no tradicionales", aunque se trate del cultivo más tradicional del Rif.
Yunes tiene trece años y viene del Sur, pero no de una ciudad invadida por el turismo elegante, como Marrakesh, ni de una meta del turismo de masa, como Agadir. Desde muy chico, oyó decir en su pueblo que, de Tánger, parten embarcaciones clandestinas que depositan a diez, veinte personas en algún lugar de la costa española. (¡España! Esa parcela de la comunidad europea, de la sociedad de consumo donde -enseña la televisión española, que se capta en todo el país- con sólo asistir a un programa de juegos puede ganarse el automóvil, el departamento, las sumas de dinero que de este lado del Estrecho son símbolo de riqueza...) En Tánger, Yunes trabaja como lavaplatos en distintos cafés, vende cigarrillos de contrabando; cuando su madre se prostituye en algún hotel de la Medina duerme bajo los puestos del mercado o tal vez no rehuse la invitación de algún europeo sonriente, generoso, tanto más amable que los patrones que lo explotan en el trabajo cotidiano. Cuando tenga reunida la inimaginable cantidad de dirham, podrá cruzar el Estrecho en una "patera". Rezará para que no lo larguen, como les ha ocurrido a otros, en algún punto desconocido de la costa marroquí, para que al avistar la costa española no lo arrojen al agua con un "de aquí puedes llegar a nado". El nunca ha oído hablar de Bowles, de Burroughs, de Genet. Para él, Tánger es sólo un punto de partida.


Edgardo Cozarinsky
El pase del testigo
Sudamericana, Buenos Aires, 2000, pp. 21-29


Edgardo Cozarinsky / No creo en la confesión

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Edgardo Cozarinsky: 
"No creo en la confesión"
Luego de publicar un libro de memorias, el escritor y cineasta argentino habla de la primera persona como "un modo modesto de escribir" y piensa que autores como Cortázar no resistieron al tiempo.

Por Mauro Libertella
Revista Ñ



“Lo que yo escribo está muy escrito.
Tengo un gran respeto por la literatura de la oralidad, 
pero no tiene nada que ver conmigo.”
Edgardo Cozarinsky

En un período que ocupa más o menos el ultimo año, Edgardo Cozarinsky dejó su impronta en casi todos los géneros que ha cultivado: el cuento con Burundanga! (Mansalva), la novela con Lejos de donde (Tusquets), el cine con Apuntes para una biografía imaginaria y ahora el ensayo y la semblanza en Blues (Adriana Hidalgo). La forma breve que mezcla reflexión con retazos de vida parece ser la arquitectura perfecta para desplegar el sueño del ensayo epifánico: resumir en dos o tres ideas una experiencia universal y atemporal. Hay, en ese sentido, un eco de Borges, pero también desfila el fantasma del último grupo Sur, las ciudades europeas –que son, quizás, la topografía fundante en el imaginario de Cozarinsky–, la literatura que aparece azarosamente y lo modifica todo, la búsqueda de la lengua propia, la política (que en esta entrevista se infiltra en frases polémicas). Tal vez, los textos de Blues se puedan leer como desprendimientos de la obra ficcional de Cozarinsky; reflejos o extensiones que llevan un detalle hasta su extremo o que reescriben alguna escena o algún pensamiento que en una novela o una película estaban apenas sugeridos. También, por qué no, el libro se puede leer como una biografía fracturada e involuntaria. Así, deudor de la elipsis y los entendidos, sin querer queriendo, Cozarinsky construyó una historia de su propia vida. Quedan otras historias de su vida por ser narradas, desde luego: una vida nunca es lineal, y jamás se agota. ¿Bajo qué forma llegarán? ¿Serán películas, libros? Tal vez, como pasa siempre con un autor que mezcla los géneros y los formatos, los nuevos relatos de su vida los terminemos encontrando, astillados, como esquirlas venenosas, en todos sus proyectos.
Edgardo Cozarinsky según Majo Ramírez

-¿Cómo fue que usted recaló en París? 

-Yo nunca pensé en quedarme a vivir en París. Me fui de acá en el año 74, durante los últimos meses de vida de Perón, con Isabel y López Rega en el poder y la triple A operando a mansalva. Nunca fui militante, nunca tuve las convicciones absolutas como para serlo, menos aun fui sensible al dudoso romanticismo de las armas, ni tuve fe en su capacidad redentora. Pero surgió la posibilidad de irme a trabajar por tres meses a Alemania y me fui pensando en tomarme un respiro de ese ambiente fétido que se estaba respirando en Buenos Aires. Después conseguí algunos trabajos ocasionales en París y me fui quedando. Las noticias que llegaban de Buenos Aires eran cada vez peores. Esto parecería casi una ironía fácil, pero me enteré de la muerte de Perón en el casino de Baden Baden. Estaba trabajando en la televisión del lugar y quise conocer cómo era ese casino famoso donde siete días por año se juega con fichas de oro. Estaba tomándome una cerveza en el bar, donde colgaba un televisor en blanco y negro, y ahí apareció un presentador y dijo "general Perón ist tot". 


-Y de la dictadura, ¿qué noticias le iban llegando? 

-Me llegaba todo lo que salía en los diarios franceses, que era la parte más negra. Eso confluía con lo que contaban los amigos que viajaban, en plena época de la plata dulce. La gente traía noticias atravesadas por la inclinación política de cada uno. Algunos eran más livianos, "de fulano no tuvimos más noticias", y otros decían que era un horror, que no se podía hacer nada. En ese momento las Madres de Plaza de Mayo no eran lo que son hoy. Eran algo muy digno. Era gente con mucho coraje que estaba en la Plaza en pleno régimen militar. No se habían politizado de la manera burda en que se han politizado después. Eran un ejemplo de coraje cívico, pero como muchas otras cosas se devaluó con la democracia fláccida que siguió, por no hablar de la delincuencia política y la corrupción general de hoy.

-¿Qué se estaba viviendo culturalmente en la Francia de aquellos años? 

-Bueno, eran todavía los últimos coletazos de Mayo del 68, que yo siempre la sentí como una rebelión de niños burgueses mimados con una idea del sindicalismo y de la revolución totalmente literaria, en el mal sentido de la palabra. Por lo demás, se leía mucho a Foucault y era el principio de Deleuze y Guattari. La literatura, lo puramente ficcional, era en cambio un desierto. No había prácticamente nada que me interesase en la literatura de imaginación francesa contemporánea, entonces leía más bien a autores de lengua inglesa, o italianos, entre quienes encontraba individualidades fuertes, ajenas a las modas ideológicas, y sobre todo autores de Europa del este: Joseph Roth entre los de antes, Danilo Kis entre los de ese momento. No tenía mucho contacto con el mundo intelectual parisiense; no podría hablar de participaciones o acercamientos al núcleo intelectual. Más bien estaba fascinado con esa mezcla de gente de todos los orígenes, eso que llamaría el cruce de caminos. Eso hace interesante a París. 

-¿Qué leía de literatura argentina? 

-Empecé a leer mucho del siglo XIX. Las causeries de Mansilla me interesaron muchísimo. Y después toda esa gente de la generación del ochenta que cultivaba un tono hablado, mezclando la crónica con lo literario. Practicaban una forma de señoritismo, pero no eran esnobs: eran verdaderamente señoritos y por eso les salía de un modo muy natural. Releía también mucho a Borges, pero no tuve ningún descubrimiento que suscitara una pasión fuerte. Como mucha gente, me fui alejando de escritores como Cortázar, que me gustaban mucho de joven pero con el tiempo no resistieron. 




-En este libro, "Blues", hay un acento fuerte puesto en las ciudades. ¿Qué busca en cada ciudad que visita? 

-Habiendo leído mucha literatura, viajar es una forma de ir a la caza de fantasmas literarios. En Berlín estaba el Döblin de Berlín Alexanderplatz o Christopher Isherwood, en Tánger Paul Bowles. Digamos que en mis viajes siempre se fue infiltrando un resabio no realista de cine y literatura que había visto y leído. El único descubrimiento no literario que me fascinó fue Andalucía, y la costa atlántica menos prestigiosa, de Cádiz hasta Tarifa. Esa zona ventosa, y signada por una cruza entre lo árabe y lo hispano pero sin los monumentos prestigiosos de Granada o Sevilla. Ahí entendí el verdadero significado de la palabra "gracejo": la gracia en la réplica rápida, la velocidad de respuesta. En esas ciudades, al margen de los centros urbanos masivos, hay un clima de abandono. En el libro digo, hablando de Tarifa, que me puedo sentar en una mesa de café y dejar que pasen las horas y los días; si no me vienen a buscar, me quedo.

-"Blues" es un libro si se quiere personal, intimo. ¿Qué relación establece en su escritura con el uso de la primera persona y con lo autobiográfico? 

-Para mí, la primera persona es un modo muy modesto de escribir: no se está dictaminando ninguna verdad general, ni sugiriendo un punto de vista divino. Es la experiencia de una persona que se asume en ese yo sincero y humilde. La intimidad, lo vivido, creo que son el material que uno usa para elaborar algo, pero lo que me interesa es su elaboración. No creo para nada en la confesionalidad cruda. Todo lo que uno escribe viene, evidentemente, de algún fondo oscuro, barroso, pero que puesto en primer plano no me interesa. Es la materia prima, y para mí sólo existe para ser elaborada. 

-¿Y entonces cómo trabaja con la densidad y la literaturidad de la prosa? 

-Lo que yo escribo, para decirlo con la misma palabra, está muy escrito. Tengo un gran respeto por la literatura de la oralidad, pero no tiene nada que ver conmigo. Cuando surgió Puig fue muy interesante, porque lo que había inmediatamente antes era Cortázar: la pura referencia a la literatura, los tics de narratividad, los guiños. Más allá de Puig, la oralidad en la literatura no me interesa salvo que esté muy trabajada (como en Mansilla) o en todo caso parodiada (como en Bustos Domecq). Lo que yo escribo, aspiro a que sea leído como algo que solo pudo haber sido escrito. 

-En el libro también aparece el fantasma del grupo Sur, ¿qué lectura hace hoy de su vínculo, si lo hubo, con el grupo? 

-Yo no fui parte del grupo, pero estuve de visita hacia su final, y si me acerqué fue más bien, como Alan Pauls dijo una vez, al ala chingada del grupo Sur. Puede ser. Lo que me parece extraordinario de Victoria Ocampo, su centro más formal, es que siendo una mujer rica y linda en el año treinta se le haya ocurrido invertir su fortuna y su tiempo en una revista literaria. Pero no son sus elecciones o sus gustos lo que a mí me interesa sino más bien sus desplantes, sus desafíos. En cambio, esa mirada tangencial de Bianco y su prosa castigada, rasqueteada, me parecen todavía hoy muy interesantes.

-En "Blues" hay textos sobre el judaísmo, sobre la guerra mundial, cuestiones que eran centrales en "Lejos de donde", su ultima novela. ¿Siente que "Blues" se puede leer como textos fractales que iluminan sectores de su obra? 

-Es posible, pero prefiero que cada lector elija su propia lectura. Lo cierto es que hablando de los demás por ahí revelo más sobre mí mismo que si me pusiera a hacer memorias o autobiografía.

-"Blues" tiene que ver también con su última película. ¿Qué relaciones ha ido estableciendo con el tiempo entre su literatura y su cine? 

-A esta altura de mi vida compruebo que nunca pensé en "hacer carrera" sino más bien en probar cosas distintas, en darme gustos. Todo lo viví en zigzag... Del hecho de escribir me atrae el trabajo en soledad, el silencio que te permite escuchar una voz interior que el ruido del mundo tapa; del cine, la necesidad de pelear y ser capitán, padre, amante, según los casos, o todo a la vez, de un equipo.

-Empezamos hablando de ciudades. Para terminar: ¿cómo describiría la Buenos Aires que más lo entusiasma, su Buenos Aires personal? 

-No es la Buenos Aires de mi juventud. La nostalgia es un sentimiento que detesto. Es más bien la que descubrí en mis sucesivos regresos, a partir de 1985: una ciudad de jóvenes con un impulso creador que no veo en Europa, una ciudad de libertad en las costumbres, de bares y milongas. Sé lo mucho negativo que estas palabras omiten, pero prefiero rescatar lo positivo que la hace única, tal vez la última ciudad de esta América donde se puede caminar de noche por la mayoría de sus barrios, algo imposible en México, en San Pablo, en Lima.






CHARLA CON EDGARDO COZARINSKY

¿Te cuento un chisme?

Por Juan Terranova
La bestia equilátera está lanzando en estos días Nuevo museo del chisme, el ya legendario museo del chisme de Edgardo Cozarinsky con veinticinco anécdotas más. El libro lo prologa un ensayo El relato indefendible, “indagación única y preciosa del chisme como núcleo indispensable de la novela –en Henry James y Proust, sí, pero también como indicio informativo de cualquier narración–“. Le hice algunas preguntas a Cozarinsky sobre esta esperada reedición.


¿Cómo ves el libro ahora, en esta nueva reedición, después de tanto tiempo de aparecida su primera versión?  
Solo lo veo a través de los demás, en este caso en la mirada de Natalia Meta y Luis Chitarroni, que insistieron en reeditarlo y aceptaron que lo ampliara.
De las anécdotas que incluiste en la nueva edición, ¿cuál es la que más te gusta, la que más a menudos recordás o contás?  
La que sigue por la réplica final: Jorge Guinle, vástago de la poderosa familia brasileña que financió la construcción del puerto de Santos y durante nueve décadas guardó su concesión, murió en dorada estrechez. Una vez recuperado el puerto por el estado de Sâo Paulo en 1972, quedó como principal orgullo de la familia el hotel Copacabana Palace que habían edificado en Rio de Janeiro, donde fueron anfitriones de Franklin D. Roosevelt y Nelson Rockefeller. Legendario heredero de ese esplendor, el diminuto “Jorginho” (1m 60cm) fue un seductor cuya atención se focalizó en las estrellas de Hollywood: entre otras, aceptaron su asedio Hedy Lamarr, Veronica Lake, Rita Hayworth, Lana Turner, Ava Gardner y la incipiente Marilyn Monroe a los veinte años de edad. En 1962 “Jorginho” llegó al aeropuerto de Los Angeles con un conjunto de collar y aros de esmeraldas para la ya entonces consagrada Monroe. Al desembarcar se enteró del aparente suicidio de la estrella. Desconsolado, se refugió en su cuarto de hotel y pasó una noche de duelo y alcohol. A la mañana siguiente consultó su libreta de direcciones y llamó a Jayne Mansfield. Tras haber dilapidado la fortuna heredada, “Jorginho” vivió sus últimos años en un cuarto que el Copacabana Palace puso sin cargo a su disposición, así como los servicios de bar y restaurant. Imposibilitado de dar un paso fuera del hotel si no mediaba una invitación, declaró al periodista inglés que lo entrevistaba: “El secreto de ser rico es morir sin un centavo. Yo calculé mal: el dinero se agotó antes que la vida (The secret of being rich is to die penniless. I miscalculated - money run out before life).”
La idea de “museo” remite a lo antiguo, a lo estático, a lo que debe ser admirado, a lo público y lo sublime; la del “chisme”, a lo que está en movimiento, a lo fugaz y efímero, a lo que debe ser ocultado. ¿Cómo se logra la comunión de ambas instituciones?  
Por la oposición, algo que siempre me atrajo tanto en lo escrito como en lo filmado: poner en contacto lo que no parece destinado a estarlo, ver qué chispa surge de frotar superficies dispares.
El pedo de Valery, la terquedad de la mujer de Chejov, los falsos baños de Caillois, ¿el chisme denuncia lo ridículo, el gaffe, el equívoco?  
Así ocurre a menudo, aunque en general lo hace sabroso descubrir un aspecto desconocido, aun oculto, de la conducta o de las opiniones de un personaje.
¿Qué no puede faltar en una buena anécdota?  
La diversión de quien la cuenta, la malicia sin maldad, la compasión sin patetismo.
¿Cómo sería una mundo sin chismes?  
Impensable.



Mohamed Chukri / Pesadillas de Tánger

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LITERATURA | Mohamed Chukri

Pesadillas de Tánger

Los Bowles, Truman Capote y Sanz Soto, en Tánger. | Pepe Carletón
Los Bowles, Truman Capote y Sanz Soto, en Tánger. | Pepe Carletón
Mokamed Chukri
PESADILLAS DE TÁNGER
  • El libro es la crónica negra de la 'belle èpoque' marroquí.
  • Juan Goytisolo presenta la reedición de 'Paul Bowles, el recluso de Tánger'
Mohamed Chukri conoció bien las entrañas sucias de Tánger. Las recorrió, se manchó con ellas, quedó enredado en sus laberintos traicioneros. Sin embargo, consiguió llegar como nadie hasta el alma de esta ciudad. Fue analfabeto hasta los 20 años, vivió la violencia en su familia, vagó entre delincuentes y miseria, pero la literatura logró salvarlo. Luego se convirtió en amigo de los escritores que crearon el sueño idealizado de Tánger: Paul Bowles, William Burroughs, Allen Ginsberg o Truman Capote. En cierto modo, su libro 'Paul Bowles, el recluso de Tánger' es un ajuste de cuentas -entre íntimo, fascinado y crítico- con ese Tánger mítico creado desde la mirada del extranjero. Él quiso aportar la mirada de quien se había criado en la realidad de sus charcos y sus casas heridas.
La editorial Cabaret Voltaire acaba de publicar este libro con el que se inicia el rescate en castellano de la obra de Mohamed Chukri (Beni Chiker en el Rif, 1935-Rabat, 2003). Y este sábado se presentará la obra en el mismo Tánger que aparece recreado en este libro de memorias. Será Juan Goytisolo el encargado de presentar la obra en la legendaria librería des Colonnes, en el 54 del Boulevar Pasteur, junto a la traductora Rajae Boumediane El Metni.
"Qué absurdo. Nada me parece más absurdo que esa nostalgia exagerada por el Tánger de antes y ese suspirar por su pasado como zona internacional". Así comienza Chukri una jugosa obra en la que el lector se convierte en espectador privilegiado de las vivencias tangerinas de Bowles y su esposa Jane -sin que falten episodios sobre esta extraña e inquietante relación-, de William Burroughs, Allen Ginsberg, Truman Capote y de Jack Kerouac.
Mohamed Chukri.
Mohamed Chukri.
Juan Goytisolo conoció a Chukri y juntos coincidían en el bar del Ritz, en El Dorado o en la terraza del café Roxy. "En los altillos se amadrigó durante largo tiempo antes de trasladarse a un pisito modesto en un edificio también cercano al Liceo Regnault", explica el escritor español afincado en Marruecos.
La biografía de Chukri tiene algo de salvaje y mucho de redención. Su literatura esta nutrida de realidad y nada procede de la impostura. El haber sobrevivido en condiciones de miseria en las calles de Tánger y después convertirse en un escritor respetado que compartía confidencias con autores reconocidos convierte su obra en un documento revelador, sincero y sorprendente.
Chukri nació en una familia pobre y sufrió la violencia cruel de su padre que incluso llegó a matar a uno de sus hermanos en un arrebato de ira. Conoció el mundo de la delincuencia, de la droga, de la prostitución. "En mi vida me he enfrentado a tres desafíos: aprender a leer y a escribir, salir de esa clase social denigrada y, por último, sublimar mi vida a través de la escritura", escribió.
En 'Paul Bowles, el recluso de Tánger', Chukri desvela escenas íntimas del entorno de Bowles. Estas memorias se continuaron con el volumen 'Jean Genet y Tennesee Williams en Tánger', que también publicará próximamente Cabaret Voltaire además de otras de sus obras como 'El pan desnudo'; 'Tiempo de errores'; 'Rostros, amores, maldiciones' y 'Cuentos'.
Consciente de que en la obra ahora rescatada exponía duros juicios contra el escritor norteamericano, Chukri aseguró que "con mi libro sobre Paul Bowles he matado a mi segundo padre".
Es evidente que en esta obra aparece el contraste de dos Tánger. "Bowles y Chukri -unidos por su pasión común por la literatura- encarnaban dos mundos opuestos: el del Tánger mitificado por sus visitantes y el del Tánger real. El del ensueño y la libertad, y el de las amargas cicatrices de la vida", apunta Goytisolo.
"El Tánger que Bowles y sus compatriotas evocaban era el del paraíso perdido, el del mito creado por ellos y para ellos, no para quienes, como Chukri, habían crecido y vivido en la miseria", explica.



Tánger


Bowles, el recluso de Tánger

Por Mohamed Chukri

Trd. de El Metni. Cabaret Voltaire, 2012. 324 pp., 19 e.

    Luis Antonio DE VILLENA | Publicado el 30/11/2012 |  
Mohamed Chukri (Nador, 1935-Rabat, 2003) fue un personaje más que curioso que escribió en árabe, pese a que por haber nacido en El Rif hablaba español y francés. Bohemio y un tanto escritor maldito del mundo islámico, Chukri -se lo veía bebiendo en los bares de Tánger muchas noches-mezclaba muy bien las dos tradiciones en que se formó, la islámica y la occidental, aprendida en el mítico Tánger Internacional, que es el tema de fondo, en más de un modo, de este libro de recuerdos y de reflexiones de Chukri sobre Paul Bowles (el último mito de esa perdida ciudad internacional, en la que murió) aunque también dedique un buen espacio al carácter, anécdotas y maldiciones que acompañaron la vida, a la postre trágica, de la mujer de Paul, Jane Bowles que (a quienes la conocieron) no sólo les parecía también una gran escritora, sino mucho más sugestiva que el siempre un tanto frígido Paul...


Jane Bowles

En principio hay una crítica a ese mundo similar a la que hace Juan Goytisolo:El brillo de Genet, de Borroughs, de los Bowles, de Tennessee Williams, de Ginsberg o de Capote -entre muchos más- ocultaba al pueblo marroquí, colonizado y empobrecido y que (según esta teoría) interesaba poco a los glamurosos visitantes... Es difícil decir que no les interesaba el mundo marroquí, cuando Bowles (desde 1949) se quedó allí prácticamente toda su vida. Recogió el folklore musical marroquí que podría haberse perdido y procuró transmitir los relatos orales (tan árabes) de sus amigos Mrabet o Charhadi. Lo que sólo se insinúa -y el caso de Bowles no fue el más típico- es que el interés de los visitantes por el mundo marroquí se limitaba a cierto exotismo que les gustaba y a la facilidad del turismo sexual masculino que allí encontraban. El Islam lo prohibía pero, en aquellos tiempos más tolerantes, se hacía la vista gorda. Es natural, hasta cierto punto, que en el ameno libro de Chukri, no falto de alguna acidez, se mueve entre dos aguas: la fascinación y el desdén. La atracción por ese Bowles que al final hizo de Tánger su castillo aunque no lo amara (no es tan seguro) y el desdén por aquel mundo refulgente -en el que también estaba Jane y la mora Cherifa- que quería el “color local” y el sexo, pero nunca el fondo de la cultura marroquí. Tampoco a Paul parece aplicable por entero este desinterés (que Chukri argumenta) pero sí desde luego a escritores como Capote, Williams o el mismo Burroughs, que buscaron la permisividad de la ciudad con la droga y con la homosexualidad masculina. Les interesaron los chicos marroquíes más que la cultura de Marruecos. Pero ¿también a Bowles? ¿O lo compaginó con cierta rara sabiduría que su frialdad ocultaba? Es verdad que Chukri es ambivalente con Bowles, rechaza al icono de la vieja sociedad internacional, al que adoraba, y salva al escritor y al hombre que estimó sin entenderlo. Quizá ninguno entendió por entero al otro, aunque hubiera tanta cercanía. Bowles viene a ser la rica contradicción del Tánger internacional, una suerte de país que nunca existió, un lugar en Marruecos que no era del todo Marruecos, pero tampoco España ni Francia ni Londres ni Nueva York... Luz y sombra: fulgor. 

http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/31905/Bowles_el_recluso_de_Tanger




Y Chukri desenmascaró el Tánger mítico de Bowles

Aparece en español la ácida crítica del escritor marroquí al autor de ‘El cielo protector’



Paul Bowles, en su casa de Tánger en enero de 1989. / BERNARDO PÉREZ
“Cualquiera puede pasar aquí unas semanas y escribir un librito”. El escritor Mohamed Chukri (Beni Chiker, 1935-Rabat, 2003), autor de la frase, lamentaba la superficialidad con la que algunos literatos abordaron el retrato de Tánger. Y lo que es más grave: “El odio, el racismo y el desprecio con que se trata al humilde pueblo”. Las reflexiones forman parte de Paul Bowles, el recluso de Tánger,recuerdos recogidos en 1996 y que publica en español Cabaret Voltaire.
Virginia Woolf, Capote, Ginsberg, Kerouac, Gore Vidal, Tennessee Williams o Paul y Jane Bowles fueron algunos de los ilustres que hicieron parada y escribieron sobre el cuadrilátero vital de Chukri. “Defiendo mi clase, a los marginados y ejerzo mi venganza contra una época determinada, humillante y miserable”, se justificó una vez el autor de El pan desnudo, una de las autobiografías más crudas, por lo sincera, que se conocen.
La extraña pareja formada por los Bowles, instalada en la ciudad desde 1947, es el epicentro de un universo literario que Chukri retrata con ácida sinceridad. Al primero le conoce muy bien tras 25 años de trato. A él le dicta por las tardes, frase por frase, en español, las páginas que escribía por las mañanas de su autobiografía, entonces titulada Por un trozo de pan, y que Bowles traducía al inglés. Será un foco de tensión entre ambos.
Con descarnada naturalidad retrata al personaje, consumidor de kif para escribir, pero que en la calle solo fuma cigarrillos. Homosexual de discreción proverbial, “acordó con Jane no ocultarse nada”. Chukri lo trata de elitista y racista (“Le gustaba Marruecos, pero no los marroquíes”) y concluye que necesita aislarse del mundo.

'Memorias de un nómada' es, en su opinión, “una sucesión de monótonos y aburridos interludios para pagar los gastos de hospitalización de Jane”
Aún es más sagaz Chukri cuando disecciona la vida literaria de Bowles y la coteja con la real. Critica una de sus obras clásicas (Memorias de un nómada es, en su opinión, “una sucesión de monótonos y aburridos interludios para pagar los gastos de hospitalización de Jane”) y se fija en que el sexo es la causa de las desgracias de sus protagonistas: “La sexualidad siempre va ligada al crimen o al desenfreno. Paul Bowles es un criminal sexual en potencia”. Unos personajes, en consecuencia, “destinados a la autodestrucción o a un doloroso final”, en el contexto de una obra que “envejeció mucho” con la enfermedad de Jane, que hizo que Bowles se volcara en las traducciones de autores árabes, concediendo entrevistas o iniciando el diario personal…
Ese esquivar la ficción de Paul molestaba a una Jane que, señala Chukri, no podía reprochar gran cosa a su marido: “Lo que le faltaba a ella no eran aptitudes sino perseverancia”. Amargada por la indiferencia o inquina con que se recibió su Dos damas muy serias (Anaïs Nin se le presentó con una lista inmensa de errores ortográficos), Jane se ahogó no tanto en alcohol como en su ambición, que no cuajó. A partir de los 50 se alejó de la escritura. Eso reforzó su componente autodestructivo canalizado, en parte, con aventuras homosexuales intensas y pasajeras. Paul desviaba fobias hacia sus personajes; ella, hacia sí misma.
El libro disgustó sobremanera a Bowles, según Miguel Lázaro, editor de Cabaret Voltaire. Pero menos que a Jean Genet ver publicadas las confidencias que le había hecho a Chukri en otro inédito en castellano que costó la amistad entre ambos. La editorial lo publicará en la primavera de 2013, añadiendo al volumen un opúsculo, también de Chukri, sobre Tennessee Williams en el volumen Jean Genet y Tennessee Williams en Tánger.
La recuperación de su obra es fruto del acercamiento de Lázaro y de la traductora Rajae Boumediane El Metni al hermano de Chukri, Abdelaziz. El escritor no dejó testamento formal,pero el heredero guarda en un garaje, no en las mejores condiciones, su biblioteca personal y otros legados. Mientras, Cabaret Voltaire recuperará Rostros, amores, maldiciones y Tiempo de errores (sobre su sacrificio para aprender a leer). Y en octubre se atreve con su famosísima El pan desnudo, que se titulará El pan, por imposición de Juan Goytisolo, autor del prólogo del libro sobre Bowles y conocedor, como pocos, de esos paraísos del norte de África.


Tánger / Libros salvajes

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beats in tangier

HISTORIAS DE TÁNGER

LIBROS SALVAJES DE LA CIUDAD
QUE UNA VEZ FUE PAÍS
Por Carlos Fuentes
Por el hormiguero de sus callejuelas de adobe pasearon Paul Bowles, William Burroughs y Truman Capote, hoteles de otros tiempos acogieron a unos Rolling Stones embriagados de hachís y música bereber. En sus cafetines se debatía sobre un mundo en crisis. Y en sus fondas anidó un lumpen de espías, políticos caídos en desgracia y contrabandistas de toda monta. Tánger, capital africana situada a catorce kilómetros de la costa de Andalucía, disfrutó de un esplendor inédito gracias a su salvaguarda internacional. Ocurrió hace medio siglo. Ahora varios libros rescatan las vivencias de la colonia extranjera que residió en esta ciudad que una vez fue país.
Paul Bowles (retrato)
Fundada por los cartagineses en el siglo V antes de Cristo, la historia del auge de Tánger comenzó con la declaración de la ciudad como zona internacional en 1923. Durante casi cuatro décadas, esta urbe portuaria que ahora pertenece al reino de Marruecos se convirtió en un lugar predilecto para el asentamiento de grupos étnicos, comunidades religiosas y prófugos políticos que no disponían de otro lugar seguro bajo el sol. Con una administración consular pactada por España, Francia e Inglaterra, la ciudad floreció por la coexistencia en paz de colectivos dispares. Aquí se podía practicar cualquier credo religioso, se podía pagar en cualquier moneda europea y, de hecho, la ley era interpretada de la manera más laxa jamás conocida hasta entonces. En el Tánger del siglo pasado residían alrededor de ochenta mil personas. Entre esta población, más de la mitad de sus habitantes eran españoles de origen o de ascendencia. “En los tiempos revueltos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Tánger se convirtió en una ciudad libre y acogedora, fue un gran ejemplo de concordia en aquellos días convulsos”, explica el historiador Carlos Hernández, presidente de la asociación Tangerjabibi, que reúne un millar de europeos nacidos o con raíces familiares en Tánger.
Jane Bowles (retrato)
Durante ocho años, Hernández ha coordinado el rescate de la memoria oral de estos tangerinos del éxodo. El resultado de esta investigación histórica es el libro Tánger en primera persona, dos gruesos volúmenes con un total de 650 páginas trufadas con testimonios y fotografías de la vida cotidiana del colectivo extranjero. “En los años cincuenta había censados alrededor de cincuenta mil españoles, pero éramos muchos más porque otros llegaban a Tánger huyendo por asuntos políticos y preferían no registrarse en las oficinas consulares. Allí nadie te preguntaba de dónde venías, ni había policías interesados en saber de tu pasado”, señala Carlos Hernández, bisnieto de unos campesinos andaluces azotados por la pobreza de la posguerra civil española. Su padre fue practicante médico “sin título, por experiencia” y completaba su salario como guía de las tropas extranjeras en el norte de Marruecos. “Los españoles se dedicaban a casi todo, en todos los niveles sociales”, indica Hernández, residente tangerino entre 1946 y 1969, “cuando era normal que en el colegio tuvieras compañeros católicos, judíos, musulmanes, protestantes e hindúes. Éramos un amasijo de lenguas. Todos los equipos escolares de fútbol eran verdaderas selecciones mundiales”.
Por aquellos años, la prosperidad libertina del Tánger internacional se convirtió en un imán para los escritores de la Generación Beat. Con Paul y Jane Bowles como referencias, el Café de París en el Zoco Chico y los hoteles Rembrandt, El-Muniria y Minzah nuclearon los encuentros furtivos de Burroughs, Tennessee Williams, Allen Ginsberg, Jack Kerouac y demás superhéroes de la contracultura norteamericana. Obras de referencia como El almuerzo desnudo, de Burroughs; Ángeles de desolación, de Kerouac; la canción If You See Her, Say Hello, de Bob Dylan; y el seminal poema América, de Ginsberg (“Burroughs está en Tánger, no creo que regrese/ esto es algo siniestro./ ¿Estás siendo siniestra o acaso forma parte de alguna clase de broma pesada?”) incluyen influencias o alusiones al Tánger internacional. Pero allí los beat vivían en un mundo aparte.
Tánger (sello República)
“Nunca se mezclaron con el pueblo, eran más de ambientes intelectuales y lugares de libertinaje sin control policial”, precisa Hernández, cuya obra incluye fotografías de Burroughs con el historiador y periodista Emilio Sanz de Soto, personaje clave de la vida cultural española en aquel Tánger internacional. Por el Teatro Cervantes en pleno apogeo pasaban estrellas de la canción y del drama. “Se les pagaba en dólares cuando el valor de la peseta estaba por los suelos. Llamaban a cantaores como Lola Flores o Manolo Caracol y ellos venían volando, casi sin hacer las maletas”, recuerda Hernández. De hecho, en este Cervantes casi centenario (fue construido en 1913 y ahora amenaza derrumbe por ruina ante la desidia del Gobierno español, aún propietario del edificio) escribió el cantaor Juanito Valderrama su famosa canción El emigranteen 1947 después de actuar ante “exiliados españoles llorando y gritando ¡viva España!, sin rojo ni morado de la República y sin azul de la Falange, sin más colores que los del corazón”.
The Rolling Stones
Cuando Tánger era una fiesta, muchos ingleses se apuntaron al baile. En 1965, Brian Jones llegó huyendo de un pleito de paternidad. En la ciudad, el fundador de los Rolling Stones halló un ambiente sin parangón, “un viaje en el tiempo, un mundo medieval con música magnífica, droga abundante y comida soberbia, la capital mundial del todo vale”, narra Stephen Davis en el libro Los viejos dioses nunca mueren. El músico de la cara pálida, apenas 23 años, pronto se interesó por un pueblo misterioso del Rif llamado Jajouka y su “música salvaje, jóvenes bailarines, mucho kif, toda la noche de fiesta sin dormir”. La huella tangerina de los Stones creció con Keith Richards y Mick Jagger. En 1967, el guitarrista viajó en coche desde Francia con Anita Pallenberg, la novia que había robado a su amigo Brian Jones. “El coche iba equipado con alfombrillas de piel, cojines pop art y escandalosas revistas suecas de sexo. Se escuchaba música soul a todo volumen, Jimi Hendrix y Penny Lane, lo nuevo de The Beatles”. Mick Jagger fue algo más prosaico: aterrizó en avión con su pareja de entonces, Marianne Faithfull. Las letanías de los músicos de Jajouka tuvieron cierta influencia en los discos del grupo británico, aunque las grabaciones que Brian Jones realizó en 1968 sólo fueron editadas tras la muerte del músico el 2 de julio siguiente. Hoy el fallecido stone todavía es recordado en Jajouka como Brahim Jones.
Tánger (calle)
Ajenos al trasiego tóxico, los extranjeros expatriados seguían a lo suyo. Tenían periódicos propios como el diario España, dirigido por el escritor y periodista Eduardo Haro Tecglen, y disfrutaban de unos pasatiempos que al otro lado del estrecho de Gibraltar estaban al alcance de pocos o, sin ambages, prohibidos. “No había censura para hablar, escribir o hacer cultura -recuerda Hernández-, veíamos desnuda a Brigitte Bardot cuando en España ni aparecía, podíamos escuchar a los Rolling y a los Beatles, y cuando íbamos de vacaciones en el verano España nos parecía un país atrasado, sin libertad, muy empobrecido en cualquier sitio que no fuera Madrid o Barcelona.” También estos espacios de prosperidad se notaban en la cesta de la compra: los mercados de arrabal en Tánger ofrecían mantequilla holandesa, quesos franceses, embutidos, pescado y leche fresca. “Aquellos productos que en la España peninsular eran todo un lujo -rememora Carlos Hernández-, teníamos televisores, radios portátiles y máquinas fotográficas de importación, todo gracias al floreciente contrabando irregular.”
En la actualidad, medio siglo después de la época del esplendor internacional que el pintor Antonio Fuentes plasmó con luz y color, cuando hasta el albero de la plaza de toros se transportaba en barco desde Sevilla y las palmeras venían desde Alicante, la colonia extranjera residente en Tánger se reduce a alrededor de cinco mil personas. Está formada, en esencia, por empresarios, funcionarios públicos y no pocos jubilados. “Las pensiones se cobran en euros y permiten mejorar el nivel de vida”, justifica melancólico el investigador del grupo español Tangerjabibi. Consciente, admite Carlos Hernández, de que el tiempo que se va nunca vuelve, y mucho menos en una ciudad portuaria y arrabalera que ahora aparece detenida en el tiempo. Una capital que alguna vez fue un país.
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La leyenda de Paul Bowles

En la kasba de Tánger, los buscavidas se disputan a los turistas que intentan seguir las huellas que dejó Paul Bowles. Atravesando un jeroglífico de callejones estrechos, a un costado del antiguo palacio real, surge discreto un edificio de tres plantas. Austero, sin señal externa alguna, esta casa albergó los últimos días del escritor neoyorquino hasta su muerte con 89 años el 18 de noviembre de 1999. “Paul Bowles dio visibilidad a varios escritores marroquíes y bebió de la cultura magrebí”, anota el escritor español Antonio Lozano, nacido en Tánger y autor de la novela Harraga sobre la emigración clandestina hacia Europa. Lozano conoció a Paul Bowles en su última etapa. “Ya no salía de la cama, pero mantenía una lucidez total -recuerda- y seguía siendo faro de su época.”
Paul Bowles había llegado a Tánger en 1947 para escribir una novela por encargo. Se tituló El cielo protector y Bernardo Bertolucci la llevaró al cine en 1990 con rodajes en Tánger, Argelia y Níger. En esencia, la obra de Bowles se nutre de sus experiencias marroquíes, en especial de la vida salvaje del grupo beat. En 1948 recibió a su esposa y comenzó una tormenta sentimental. Jane Bowles, de 31 años, compartía la atracción que ambos cónyuges sentían por hombres y mujeres. No obstante, hasta la muerte de Jane, ocurrida en Málaga en 1973, los Bowles se mantuvieron cerca el uno del otro.
Mohamed Chukri llegó a Tánger desde el infierno. Su padre, antiguo militar en España, trasladó a la familia desde la montañosa región del Rif, donde dictaba órdenes a golpes, con mucha hambre y una miseria infinita. En los años 60 conoció a Paul Bowles, que lo ayudó a traducir al inglés su novela autobiográfica El pan desnudo, prístina crónica del desarraigo en tierra propia. Ahora es novedad editorial, por primera vez en lengua española y con prólogo certero de Juan Goytisolo, una suerte de libro de memorias titulado El recluso de Tánger, en el que Chukri retrató su larga relación de amor y de odio con Paul Bowles.
Publicado en el diario La Nación en diciembre de 2012


Paul Bowles / Yo no elegí vivir en Tánger

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Paul Bowles
Paul Bowles
YO NO ELEGÍ VIVIR EN TÁNGER

Yo no elegí vivir en Tánger: fue una casualidad. Tenía la intención de que mi visita fuera breve; después me iría a otro sitio y seguiría de un lado a otro indefinidamente. Me hice perezoso y demoré la partida. Y luego, un día advertí extrañado que no solo había mucha más gente en el mundo que muy poco antes, sino que además los hoteles no eran tan buenos, ni los viajes tan cómodos, y que los lugares en general eran mucho menos bellos. A partir de entonces siempre que iba a algún otro sitio, deseaba inmediatamente volver a Tánger. Así que si ahora estoy aquí es solamente porque estaba aquí cuando comprendí hasta qué punto había empeorado el mundo y que ya no deseaba viajar. En defensa de esta ciudad, puedo decir que, hasta el momento, los aspectos negativos de la civilización contemporánea la han afectado menos que a la mayoría de las ciudades de su tamaño. Y más importante aún, saboreo la idea que por la noche, mientras duermo, la hechicería horada sus túneles invisibles en todas direcciones, desde miles de remitentes a miles de receptores desprevenidos. Se hacen conjuros, el veneno sigue su curso; las almas son despejadas de la pseudoconciencia parasitaria que acecha en los desprotegidos rincones de la mente.
           Casi todas las noches suenan los tambores. Nunca me despiertan; los oigo y los incorporo a mi sueño como las llamadas nocturnas de los muecines. Aun cuando en el sueño esté en Nueva York, el primer Allah akbar! borra el telón de fondo para trasladar lo que sea a África del Norte, y el sueño sigue.
        Ahora, desde que empecé este libro llevo meses seguidos en Tánger eligiendo, de entre el inmenso número de fragmentos de recuerdos desenterrados, los que pueden servir a mi propósito. Los utilizo para reconstruir pieza a pieza un esquema ordenado, procurando no forzar en él ninguna parte que no encaje. A mi modo de ver, esta precaución supone el esfuerzo de reservar el juicio y la resolución de destacar al mínimo las actitudes personales. Escribir una autobiografía es, en el mejor de los casos, una tarea ingrata. Es un tipo de periodismo en el cual el reportaje, en vez del informe del testigo presencial del suceso, es sólo la memoria de la ultima vez que se recordó. Borges ilustra tal situación explicando el intento de su padre de demostrarle la incertidumbre de la memoria; pone una moneda en la mesa y la llama imagen. Pone una segunda sobre la primera y la llama primer recuerdo de la imagen. La siguiente moneda es el recuerdo de aquel recuerdo, y así sucesivamente. Como esta situación es axiomática, se deduce que escribir una autobiografía no es el tipo de trabajo con que se supone que disfruta la mayoría de escritores. Y es evidente que contar lo que ocurrió no constituye forzosamente un buen relato. En mi relato, por ejemplo, no hay victorias espectaculares porque no hubo lucha. Yo aguanté y esperé. Creo que es lo que ha de hacerla mayoría de la gente; son realmente raras las ocasiones en las que existe la posibilidad de hacer más.
         Los marroquíes afirman que la plena participación en la vida exige la contemplación de la muerte. Estoy totalmente de acuerdo. Por desgracia, me es imposible concebir mi propia muerte sin situarla en la plena mise en scènemás espantosa de la vejez. Me veo desdentado, no puedo moverme, dependo por completo de alguien a quien pago para que me cuide y que en cualquier momento puede salir de la habitación y no regresar nunca. Por supuesto, esto no es en absoluto lo que los marroquíes entienden por la contemplación de la muerte; considerarían mis fantasías una forma especialmente contemplativa de temor. La terapia de una cultura es el tormento de otra.
    "Adiós - le dice el moribundo al espejo que sostienen delante de él-. No volveremos a vernos". El epigrama de Valéry me parecía una fantasía profunda cuando lo cité en El cielo protector .Ahora que no me veo como espectador sino como protagonista, me parece repugnante. Para que su breve despedida fuera correcta, el moribundo tendría que añadir tres palabras. Y tales palabras son: "¡A Dios gracias!"
                                                                 
  Paul Bowles
Memorias de un nómada




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Paul Bowles / La hiena

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Paul Bowles
LA HIENA

Una cigüeña iba cruzando el desierto en dirección al norte. Estaba sedienta y empezó a buscar agua. Cuando llegó a las montañas de Khang el Ghar, vio una charca al pie de una cañada. Descendió volando por entre las rocas y se posó a la orilla del agua. Luego avanzó y bebió. En aquel momento llegó cojeando una hiena y, viendo a la cigüeña de pie en el agua, dijo:
- ¿Vienes de muy lejos?
La cigüeña nunca había visto a una hiena. "De modo que éste es el aspecto de una hiena", pensó. Y se quedó mirándola, porque alguien le había dicho que si la hiena dejaba caer un poco de su orina sobre alguien, este alguien tendrá que seguirla hasta donde a la hiena se le antoje.
- Pronto llegará el verano -dijo la cigüeña-. Voy rumbo al norte.
Al mismo tiempo, se internó un poco más en la charca, para no estar tan cerca de la hiena. El agua era allí más profunda, y estuvo cerca de perder el equilibrio, teniendo que batir las alas para mantenerse derecha. La hiena caminó hasta el otro lado de la charca y la miró desde allí.
- Sé lo que estás pensando -dijo la hiena-. Crees eso que cuentan de mí. ¿Crees que tengo ese poder? Tal vez las hienas fuesen así hace mucho tiempo. Pero ahora somos como los demás animales. Te podría orinar des¬de aquí si quisiera. ¿Pero para qué? Si no quieres ser mi amiga, vete al centro de la charca y quédate allí.
La cigüeña miró en torno a la charca y vio que no había ningún sitio donde pudiera estar fuera del alcance de la hiena.
- Ya he terminado de beber -dijo la cigüeña.
Extendió las alas y las batió para salir de la charca. En la orilla correteó rápidamente hacia adelante y se elevó en el aire. Describió un círculo por encima de la charca, mirando a la hiena.
- De manera que a ti te llaman ogro -dijo-. El mundo está lleno de cosas extrañas.
La hiena alzó la mirada. Tenía los ojos estrechos y torcidos.
- Alá nos ha traído a todos -dijo-. Tú lo sabes. Tú eres la que sabe de Alá.
La cigüeña voló un poco más bajo.
- Eso es cierto -dijo-. Pero me sorprende oírtelo decir. Tienes muy mala reputación, como tú misma acabas de reconocer. La magia es contraria a la voluntad de Alá.
La hiena ladeó la cabeza.
- ¡Así que vas a creer esas mentiras! -exclamó.
- No he visto el interior de tu vejiga -dijo la cigüeña-. Pero, ¿cómo es que todos dicen que puedes ejercer la magia con ella?
- ¿Para qué te habrá dado Alá una cabeza, me pregunto? No has aprendido a usarla.
Pero la hiena habló en voz tan baja que la cigüeña no pudo oír lo que decía.
- Tus palabras se han perdido -dijo la cigüeña, y se dejó caer un poco más.
La hiena volvió a mirar hacia arriba.
- He dicho que no te me acerques mucho. ¡Podría alzar la pata y cubrirte de magia!
Se rió, y la cigüeña estuvo lo bastante cerca como para ver que sus dientes eran marrones.
- Sin embargo, debe existir alguna razón -empezó a decir la cigüeña.
Entonces buscó una roca elevada por encima de la hiena y se posó en ella. La hiena se sentó y se puso a mirarla con la cabeza alzada.
- ¿Por qué todos te odian? -continuó la cigüeña-. ¿Por qué te dicen ogro? ¿Qué has hecho?
La hiena entrecerró los ojos.
- Eres afortunada -le dijo a la cigüeña-. Los hombres nunca intentan matarte porque creen que eres sagrada. Te llaman santa y sabia. Y sin embargo no pareces ni santa ni sabia.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó de pronto la cigüeña.
- Si comprendieras de veras las cosas, sabrías que la magia es como un grano de polvo en el viento, que Alá tiene poder sobre todas las cosas y nada temerías.
La cigüeña se quedó de pie un largo rato, pensando. Alzó una pata y la mantuvo doblada ante la hiena. La cañada se tornó de color rojizo según iba descendiendo el sol. Y la hiena seguía sentada tranquilamente mirando a la cigüeña en lo alto, esperando que hablase. Finalmente, la cigüeña bajó la pata, abrió el pico y dijo:
- Quieres decir que si la magia no existe, el que peca es aquel que cree que existe.
La hiena se rió.
- No he dicho nada acerca del pecado. Pero tú sí, y tú eres la sabia. No estoy en el mundo para decirle a la gente lo que está bien o lo que está mal. Vivir noche tras noche es suficiente. Todo el mundo espera verme muerta.
La cigüeña volvió a levantar la pata y se quedó pensativa. La última luz del día ascendió hasta el cielo y desapareció. Los acantilados de la cañada se perdieron en la oscuridad. Al cabo de un rato la cigüeña dijo:
- Me has dado algo en qué pensar. Eso es bueno. Pero ahora ha llegado la noche. Debo proseguir mi camino.
Abrió las alas y empezó a volar desde la roca donde se había posado. La hiena escuchaba. Oyó cómo las alas de la cigüeña batían lentamente el aire y, de pronto, el ruido del cuerpo de la cigüeña cuando chocaba contra el acantilado al otro lado de la cañada. Escaló sobre las rocas y encontró a la cigüeña.
- Te has roto un ala -dijo-. Mejor hubiera sido si te hubieras marchado mientras era de día.
- Sí -dijo la cigüeña. Se sentía desgraciada y tenía miedo.
- Ven a mi casa -dijo la hiena-. ¿Puedes caminar?
- Sí -dijo la cigüeña.
 Juntas bajaron al valle y pronto llegaron a una cueva en una de las laderas de la montaña. La hiena entró primero y advirtió:
- Inclina la cabeza.
Cuando estuvieron dentro, dijo:
- Ahora puedes levantar la cabeza. La cueva es alta aquí.
En el interior de la cueva sólo reinaba la oscuridad. La cigüeña se quedó quieta.
- ¿Dónde estás? -preguntó.
- Estoy aquí -contestó la hiena, y se rió.
- ¿Por qué te ríes? -preguntó la cigüeña.
-Estaba pensando que el mundo es extraño -le dijo la hiena-. La santa ha entrado en mi cueva porque cree en la magia.
- No te comprendo -dijo la cigüeña.
- Estás confusa. Pero, por lo menos, ahora puedes creer que no poseo magia alguna. Soy como cualquier otro ser en el mundo.
La cigüeña no contestó enseguida. Husmeó el hedor de la hiena cerca de ella. Entonces dijo con un suspiro:
- Tienes razón, claro. No hay más poder que el poder de Alá.
- Estoy contenta -dijo la hiena, respirando en su cara-. Por fin comprendes.
Rápidamente se apoderó del pescuezo de la cigüeña y lo desgarró. La cigüeña aleteó y cayó de costado.
- Alá me dio algo mejor que la magia -dijo la hiena para sí-. Me dio un cerebro.
La cigüeña yacía inmóvil. Intentó decir una vez más: "No hay más poder que el poder de Alá". Pero sólo consiguió abrir desmesuradamente su pico en la oscuridad. La hiena se volvió.
- Estarás muerta dentro de un minuto -dijo sobre su hombro-. Dentro de diez días volveré. Para entonces ya estarás a punto.
Diez días más tarde la hiena fue a la cueva y encontró a la cigüeña donde la había dejado. Las hormigas no habían estado allí.
- Bien -dijo.
Devoró cuanto quiso y salió fuera, hasta una gran roca plana encima de la entrada de la cueva. Allí, a la luz de la luna, se quedó un rato, vomitando. Comió parte del vómito y se revolcó largo tiempo en el resto, frotándoselo bien en el cuerpo. Después dio gracias a Alá por los ojos que podían ver el valle a la luz de la luna y por la nariz que podía olfatear la carroña en el viento. Se revolcó un poco más y lamió la roca. Durante unos instantes se quedó allí echada, jadeante. Después se levantó y siguió su camino, cojeando.





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Schubert lieder / Richard King / Susan Teicher

Handel / Water Music

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Handel - Water Music Suite No. 3 in G major (HWV 350)
Allegro, 9: 24 minutos
The Banqueting House, Whitehall London, 1987

Handel
WATER MUSIC

La Música del Agua o Música Acuática, de George Frideric Handel, fue estrenada en el verano de 1717, en el Támesis, por requerimiento del rey Jorge I. El concierto fue ofrecido por cincuenta músicos, que acompañaron al rey en su barcaza. Se dice que el monarca quedó tan complacido que los músicos tuvieron que interpretar tres veces la obra durante el viaje. 









Phillip Glass / Glassworks / Opening

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Branka Parlic
5 de julio de 2005

Philip Glass
GLASSWORKS
OPENING
1982

Breathless
(Sin aliento)
Valerie Kaprinski

Beathless / Sin aliento
Escena de la piscina
Valerie Kaprinski y Richard Gere


Breathless (Sin aliento)
Escena final
Richard Gere y Valerie Kaprinski




Philip Glass / Soy un adicto a la diversión

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Philip Glass: “Soy un adicto a la diversión”

El músico Philip Glass cumple 75 años y estrena su 'Novena Sinfonía'

Mañana actúa en el Auditorio Nacional, donde repasará su trayectoria

El año que viene estrena 'The Perfect American' en el Teatro Real


Daniel Verdú, Madrid, 23 de abril de 2012



Con 75 años recién cumplidos, podría decirse que está ya casi a salvo de la fatal profecía que en cierto momento de su carrera acecha a los compositores. La leyenda dice que tras escribir la novena sinfonía, uno suele estar abocado al final de sus días irremediablemente. Le sucedió a Beethoven, a Mahler (dejó inacabada su décima), a Brukcner o a Dvorák. Pero Philip Glass (Baltimore, 1937) no solo la ha terminado ya, sino que tiene a punto la siguiente pieza que confirmará que está fuera de peligro. “Jajaja, sí, es una suerte. Y además la novena ha ido bien, las primeras semanas estuvo entre lo más vendido en Itunes”, señala por teléfono desde su casa de Nueva York justo antes de aterrizar en Madrid (el miércoles) para repasar su carrera en el Auditorio Nacional.





Mi catálogo es muy extenso: por qué hablar de minimalismo, que sucedió hace 40 años
Una vida musical que empezó con la fundación del minimalismo. El más experimental, el "hardcore”, que dice él. Pero como suele suceder en estos casos, no le entusiasma que le hablen de sus primeros inventos. “¡Es que es algo muy antiguo! Es gracioso, porque estamos hablando de historia. No me importa hablar de eso, especialmente porque en los conciertos de Madrid haré un repaso a toda mi obra y habrá minimalismo, claro. Pero el catálogo de mi música es muy extenso y estamos hablando de algo que sucedió hace 40 años, así que por qué hay que primar una década por encima de otras. Sé que es esa música tiene una energía tremenda, y que todavía fascina a los jóvenes. Pero también tocaré música de películas… No juzgo las cosas desde un punto de vista clásico, no hago esas separaciones entre géneros”.
Glass ha nadado siempre entre las esas dos orillas. Tanto colabora con Aphex Twin como estrena su Novena sinfonía dirigida por John Adams en Los Ángeles. Después de su paso por el Auditorio, volverá el año que viene a Madrid para estrenar en el Real su nueva ópera: The perfect american. Una obra basada en el libro de Peter Stephan Jungk que narra la los últimos meses de la vida de Walt Disney y en la que se ofrece el retrato de un hombre atormentado y más prosaico que su edulcorado mito de ratones y perros hablantes. La obra fue un encargo de Gerard Mortier cuando era el director general de la ópera de Nueva York. Después de su portazo, se trajo a Madrid el proyecto.
“Es un icono archiconocido y generó una cultura internacional. Pero hay elementos de su personalidad ocultos. También fue un hombre muy ordinario, pese a al universo tan extraordinario que construyó. Todos tenemos luces y sombras, aspectos más fuertes y otros más débiles. Lo que no he hecho es una historia con la compañía Disney para contar solo cosas maravillosas. Eso ya lo hacen ellos. Lo mismo hice con Gandhi. Cuanto más interesante es alguien, más profunda es su complejidad. Si lo miras así el retrato real de una persona tiene cuatro dimensiones, no es un dibujo animado”, explica.


Philip Glass
Florencia, 1993


Hoy no se tiene sentido de la historia y se repiten los mismo experimentos de hace 40 años: eso un problema
La entrevista con Glass se hace cuando todavía quedan dos funciones en el Teatro Real de La vida y muerte de Marina Abramovic, de Bob Wilson, colaborador del compositor en proyectos tan importantes para su carrera como Einstein on the beach. La obra ha planteado acercamientos entre el pop y la clásica y ha abierto el debate sobre la conveniencia de ampliar el espectro artístico de los teatros de ópera. “He oído cosas muy buenas. Wilson, por supuesto, ha sido uno de los grandes innovadores de la escena. Pero la ópera sigue siendo un género muy conservador, la gente hace lo mismo de siempre. Hubo un periodo en los 70 donde algunos como Peter Brook o The Living Theatre avanzaron mucho. En el teatro regular, otros como Becket o Genet también cambiaron reglas. Pero hoy el teatro es mucho más convencional que antes. Cuando voy a ver cosas de teatro experimental te das cuenta que, lamentablemente, no tienen sentido de la historia. Se repiten los mismos experimentos que hicimos hace 20 años. Y eso es un gran problema”.
Él sigue componiendo y tocando a diario seis u ocho horas. Música para películas, sinfónica, ópera y nuevas fórmulas. Dice que nunca se ha sentido cansado. “Es lo que más me gusta. Las horas que paso haciéndolo son las mejores del día, es así de simple. No soy un adicto al trabajo, sino a la diversión”. Y además de componer, sigue inspirando. Su influencia en la música moderna, desde el rock al techno ha sido fundamental. El último ejemplo es el disco de homenaje que acaba de producir Beck con artistas curtidos como Amon Tobin, Cornelius, Tyondai Braxton o Nosaj Thing que hace remixes de algunas de sus obras.
“Es un álbum que convierte mi música en más accesible. Estoy muy interesado en ver qué pasa, Beck escribió una pieza de 20 minutos, ha hecho collages efectos y se ha involucrado mucho. Trabajar con él es conocer a alguien de una generación completamente diferente, por eso tenemos tanto de que hablar. ¿Qué diferencia generacional hay? Él entra en un proyecto sin saber exactamente a dónde va, pero tiene una gran confianza en su habilidad y su talento. No es nada predecible. Me parece muy interesante como trabaja”.




Esta generación, nacida en la tecnología, es impresionante. En 10 o 20 años tendremos obras maestras
Y en la generación que viene desde todavía más abajo es la que Glass tiene puesta la mirada. En la tecnología y en la generación de veinteañeros que producen desde su casa con un equipo de apenas 1.000 dólares. "Es algo muy liberador, la tecnología ha permitido al tercer mundo acceder al arte. Y esos jóvenes de 20 años que no piensan en minimalismo, ni en vanguardias… Es una generación impresionante nacida en la tecnología, estoy seguro que en 10 o 20  años veremos que han creado auténticas obras maestras. Es gente que se ha liberado de la industria”.
Algo que también ha terminado haciendo él. Glass creció escuchando los discos de la tienda que su padre tenía en Baltimore; eso cuando todavía tener un tienda de discos era algo parecido a un negocio, claro. “Hoy ya no podría ser. No sabemos muy bien lo que pasará, es bastante errático. Yo monté mi propia compañía hace 10 años. No trabajo con grandes compañías. Mi compañía se mantiene con las ventas, pero solo tengo dos personas trabajando conmigo. Las grandes van a tener que adelgazar, no podrán seguir pagando la enorme estructura que tienen. Pero las pequeñas, como la mía, pueden sobrevivir”.

http://cultura.elpais.com/cultura/2012/04/23/actualidad/1335193056_124828.html


Burt Bacharach / Hal David / I Say a Prayer for you

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I SAY A LITTLE PRAYER
Subtítulos en español
Escena de La boda de mi mejor amigo

Burt Bacharach y Hal David

I SAY A LITTLE PRAYER

The moment I wake up
Before I put on my make up
I say a little prayer for you
While combing my hair now
And wond'ring what dress to wear now
I say a little prayer for you

Forever, and ever you'll stay in my heart
And I will love you
Forever, and ever we never will part
Oh, how I love you
Together, forever, that's how it must be.
To live without you
Would only mean heartbreak for me

I run for the bus, dear
While riding I think of us dear
I say a little prayer for you
At work I just take time
and all through my coffee break time
I say a little prayer for you

Forever, and ever you'll stay in my heart
And I will love you
Forever, and ever we never will part
Oh, how I love you
Together, forever, that's how it must be.
To live without you
Would only mean heartbreak for me

I say a little prayer for you
I say a little prayer for you

My darling, believe me
For me there is no one but you
Please love me too
I'm in love with you
Answer my prayer
Say you love me too.


Versión de Dionne Warmick

Versión de Aretha Franklin


Versión de Aretha Franklin



Natalia París / Me río de lo ignorante que es el pueblo colombiano

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'Me río de lo ignorante que es el pueblo colombiano': Natalia París

Con 1,55 metros de estatura, fue la modelo más solicitada y el prototipo de belleza más imitado.



Son las once de la mañana. La temperatura bordea los 33 centígrados. La tranquilidad de la Escuela de Barrancón, en el Guaviare, se interrumpe por el sonido de las hélices de un helicóptero de las Fuerzas Militares. Decenas de soldados corren a recibir la aeronave. Entre sus tripulantes están el general Freddy Padilla de León, el ministro de Defensa Juan Manuel Santos y la modelo Natalia París. 
Ella, coqueta y convencida, lleva una camiseta gris de instructor de las Fuerzas Especiales. Se ha puesto en la labor de repartir regalos de Navidad a los soldados. Sonríe y derrite. Les entrega equipos de sonido, televisores y ventiladores. Saluda a los jóvenes combatientes de beso, les habla con su característica voz de niña provocadora y se toma fotos con ellos. Durante todo el fin de semana, en la misma dinámica, visita otras instalaciones militares, como la base de entrenamiento de Tolemaida.
Corre el año 2008. El gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe le ha suplicado a la modelo paisa que le suba la moral a la tropa. “Estamos en guerra”, le decían. “Me llevaban en un helicóptero por diferentes selvas de Colombia”. Los soldados, con los calendarios y afiches de la rubia paisa en sus manos, la recibían con gritos nerviosos y risas calientes.
Así, Natalia París –jugando el juego de la Marilyn Monroe colombiana–, representaba con total éxito uno de los mejores roles de su vida: la diva despampanante, ligera, rubia y tropical.
Pero ¿cómo se había forjado semejante ícono de 1,55 metros?
A mediados de los años noventa, Natalia París se había convertido en la niña que abría las pasarelas de Medellín. Primero participó en desfiles de moda infantil y cuando creció se convirtió en modelo de ropa interior.
Su primer comercial televisivo lo hizo para la crema dental Kolynos. “Me pagaron setenta mil pesos y me los gasté todo en ropa”. Luego, en 1999, ocurrió lo que ella llama “el boom”. La París se convirtió en la imagen oficial de la cerveza Cristal Oro. La escena era más o menos así: un montón de tipos están en una fiesta en la playa y el ajetreo es interrumpido por la aparición de ella, una voluptuosa rubia de piel canela que ostentaba un bikini dorado. Los machos, después de mirarla estupefactos, la invitan a bailar. Y ya está. Suficiente para sacudir a un país. El diario El Tiempo tituló: “Arde París”. Pasó a ser considerada el primer símbolo sexual en la tierra de los símbolos sexuales.
A partir de ese momento, todas las niñas del país–empezando por Medellín– querían ser Natalia París: rubias, de nariz chiquita y delgada, labios grandes y jugosos, abdomen plano, senos operados y nalgas empinadas. Los jóvenes, víctimas de su belleza, portaban con veneración su imagen en las portadas de sus cuadernos. “En ese momento arranqué mi carrera en serio. Comencé a viajar a otras ciudades y países”.
Muchos le atribuyen ser la precursora de un estereotipo de belleza nacional que –hasta el día de hoy– se consolida en miles de mujeres colombianas y que no pocas veces ha sido relacionado con el mundo del narcotráfico. Un estereotipo de belleza voluptuoso, ardiente y casi siempre reforzado por las cirugías estéticas.
Natalia viene de una familia de clase media alta de Medellín. Nació hace 39 años y cuando apenas tenía ocho meses, su papá –que era piloto aeronáutico–, se estrelló en una avioneta contra los cerros de Medellín. Entonces quedó huérfana de padre. Tal vez por eso se convirtió en una niña valiente.
De hecho, varias de sus facetas en la actualidad –empresaria y Dj de música electrónica– las atribuye a esta época de su niñez. “No solo estuve en clases de solfeo y de piano, sino que en el colegio vendí sándwiches, brownies y minisigui. Siempre me ha gustado tener independencia económica”.
Cuando tenía 22 años, la París cometió quizás uno de los errores que, como ella dice, muchos no le perdonan. Se enamoró del narcotraficante Julio César Correa, alias Julio Fierro, años después desaparecido y presuntamente asesinado por miembros del Cartel del norte del Valle. “De este episodio de mi vida no me arrepiento, porque fruto de esta relación nació mi hija Mariana”. Para esta época, la modelo tuvo que enfrentarse muchas veces a la prensa y las autoridades de Colombia y Estados Unidos. Su visa fue cancelada y varios de sus jugosos contratos se esfumaron. Y aunque en un momento llegó a pensar que su carrera estaba acabada, volvió a Colombia y comenzó a explotar el bronceador que había sacado con su nombre. Nació la empresa Cosmética Natalia París. “He sido una mujer guerrera, verraca y luchadora”.
Durante los siguientes años se encargó de limpiar su nombre, se dedicó de lleno a su carrera como empresaria y a explorar otras facetas como la actuación. En 2008 participó en la película In Fraganti de Juan Camilo Pinzón, producida por Dago García, en la que incluso se burló un poco del estereotipo de mujer que ella ayudó a crear. Luego hizo parte de la película En coma, de Juan David Restrepo y Henry Rivero, y hasta fue presentadora de un reality show.
Hoy, tras más de veinte años como modelo, Natalia París sigue vigente. Dice que ya no le pone cuidado a lo que publica la prensa sobre su vida. Tampoco a los múltiples chistes e imitaciones que continúan explotando una infundada personalidad de niña tonta y superficial.
Natalia aparece con una camisa a cuadros rojos y azules, un bluejean desteñido con rotos en las rodillas, y unos clásicos tenis Converse blancos. Por unos segundos posa frente a la cámara. Mueve su pelo rubio de un lado para otro y busca el mejor ángulo para que no se note el paso del tiempo. Su cara ya no es la de la niña angelical y, por el contrario, ahora saltan a la luz la infinidad de tratamientos estéticos que sólo ella conoce. Eso sí, su abdomen bronceado continúa liso y fuerte como una tabla.
Durante la sesión fotográfica se toma su tiempo para hablar de su cuerpo, hoy marcado con nueve tatuajes: “tienen mi rebeldía y mi deseo de libertad”. Cuenta que el año pasado cambió sus prótesis mamarias –financiadas por su mamá cuando ella tenía 18 años– por unas de una talla mucho más pequeña. “Ya no me interesa ser un símbolo sexual”. Dice que ahora está enfocada en que la gente la reconozca como Dj de música electrónica –su sueño de toda la vida–.
Desde su cuenta de Twitter, con más de 400.000 seguidores, envía mensajes sobre los supuestos peligros que dice haber conocido sobre la comida transgénica. “Los pollos crecidos con hormonas sí afectan la genética humana. Está demostrado y la gente no quiere aceptarlo”. También tuitea y cuenta sobre la existencia de vida en otros planetas y asegura haber tenido un encuentro de otro mundo.


¿Siempre quiso ser modelo?
Desde que estaba en la universidad soñaba con ser Dj. He sido modelo porque la vida me llevó a dedicarme a esa profesión. Lo he disfrutado y le he sacado muchísimo jugo, pero ahora estoy apostándole a un sueño que parecía imposible.
¿A qué edad comenzó a modelar?
Desde muy chiquita. Mi primera campaña fue para almacenes Ley: aparecía promocionando unos pañales. Comencé gracias a mi mamá que es una mujer hermosa. Ella estudiaba derecho, pero se ayudaba a pagar su carrera haciendo campañitas de publicidad. En una ocasión necesitaban a una mamá con un bebé y ella se presentó. De ahí nunca paré. A los ocho años hacía campañas para Esprit y participaba en desfiles de moda infantil. Así me gané mi primer sueldo: $70.000. Me lo gasté todo en ropa. Era lo único que me importaba. A los 15 años empecé a hacer comerciales de televisión para Kolynos, para las toallitas Carefree y para varias marcas de champús. A finales de los noventa hice la campaña de la cerveza Cristal Oro. Eso fue todo un boom. En ese momento arranqué mi carrera en serio.
¿Alguna vez tuvo problemas por ser bajita?
No. Gracias a mi estatura me ponían a abrir los desfiles y eso me favoreció un montón. Todos los prejuicios que se hace la gente, para mí han sido los elementos que me han impulsado a nunca bajar la guardia.
¿Cómo fue su niñez?
Vengo de una familia paisa tradicional. Mi papá era piloto, se murió cuando yo tenía ocho meses, no lo conocí. Viví en Medellín con mi mamá y mi hermanito. Estudié en un colegio católico, hasta tuve un grupo de oración en mi casa, pero no soy muy religiosa. Creo en Dios, soy muy espiritual, pero no sigo santos. No me gustan los juicios que hacen todas las religiones.
¿Qué cirugías estéticas se ha hecho?
Me hice operar el busto cuando tenía 18 años. Para esa época estaba de moda Pamela Anderson por Guardianes de la bahía. Ahora me quité las prótesis, tengo una talla muy normal. Me siento feliz así como estoy.
Pero en diversos medios se publicó que usted tuvo un problema con biopolímeros aplicados en su cara…
¡Nunca me ha pasado nada en la cara! Eso no es cierto. Los periodistas acostumbran a sacar palabras de contexto y publican cosas que uno nunca ha dicho.
¿Le ha llegado a molestar ser famosa?
He tenido que convivir con la fama desde hace muchos años. Me acostumbré a vivir con esa especie de falta de libertad; con ese precedente de que la gente te juzgue todo el tiempo. Desde el comercial de Cristal Oro empezaron a imitarme en la radio y en la televisión. En el programa Los Reencauchados sacaron una muñequita parecida a mí, y desde ese entonces me crearon un estereotipo de una niñita rubia y tonta. Ese es el trato que me han dado toda la vida, pero no me ha molestado. Yo me burlo de mí misma.
¿Le ha sacado provecho a esto?
No es la imagen que hubiera querido tener, pero fue la que me pusieron. Entonces lo que hago es darle la vuelta inteligentemente y aprovechar eso a mi favor. Nunca me he enojado con esas chicas que me imitan en la radio, en televisión y ahora en Twitter. De alguna u otra manera siempre me han ayudado a seguir vigente. Vivo la vida como en una burbujita, no me tomo en serio lo que dicen de mí.
¿Lo peor que le ha hecho un hombre?
Un novio actor que tuve me puso los cuernos con la actriz con la que protagonizaba una novela. Típico del medio de la farándula. La gente es muy susceptible a la deslealtad. Ni siquiera lo culpo a él. Dijeron que me había casi mechoneado con la actriz. Pura ficción. Aunque ganas no me han faltado de pelearme con una que otra entrometida [risas].
¿Alguna vez le propusieron acostarse por dinero?
Nunca. Se han inventado los chismes más horrorosos, pero jamás me han hecho una propuesta indecente.
¿Por qué nunca posó desnuda para Playboy?
Cuando me lo propusieron tenía 18 años. Vivía con mi mamá, ni me pasaba por la cabeza hacer algo así. Hace dos años realicé el único desnudo completo para la revista SoHo. Toda una edición especial dedicada a mi carrera. Fue un trabajo divino, pero no lo volvería a hacer.
¿Qué mujeres la inspiraron en su carrera?
Amo a Marilyn Monroe. Desde chiquita coleccionaba imágenes y afiches de ella. Hice unas fotos para la revista DONJUAN en las que me convertía en ella. Me parece que era una mujer muy tierna, tengo libros sobre ella, y he leído mucho sobre su vida. Si la hubiera tenido frente a mí algún día, solo la habría observado con admiración.
¿Alguna vez ha tenido novia o ha salido con mujeres?
No. Me he enamorado solo de hombres. Cuando me enamoro, me enamoro hasta la locura.
Usted se enamoró de un hombre que resultó siendo un narcotraficante…
Ese es un tema reencauchado y siento que nunca me lo van a perdonar. Como yo sí me lo perdono, lo puedo hablar abiertamente. Fue un capítulo en mi vida de niña rebelde y necia. Estaba muy chiquita, tenía 22 años y me enamoré de un chico que no era el mafioso asqueroso que muestran en televisión. A Julio lo conocí en un gimnasio. Él era un pelao joven como yo, necio, inconsciente, que se puso a tontear y terminó muy mal, y punto. No me arrepiento, porque fruto de esa relación nació mi hija. Ella es lo más importante que me ha pasado en la vida. Meterme con alguien como Julio César es algo que nunca en la vida volvería a hacer. Siento que con todo lo que viví, me he vuelto una mujer guerrera, verraca, luchadora, consciente de cada persona que pasa por mi vida.
¿No sabía que él tenía negocios turbios?
No es que no supiera, sino que no era consciente, que es diferente. Era una niñita ingenua y lo único que me importaba era salir con mis amigas de fiesta, no sé en qué estaba pensando. Solo me importaba estar con el chico de moda, “el guapito”.
¿Le atraían los carros y lujos que él le podía dar?
No. Nunca me he puesto ni relojes ni joyas. Ya se me cerraron los huequitos de las orejas porque no uso aretes. No soy de bolsos de lujo, ni de marcas ostentosas. Quizás la única excentricidad que me he dado –por llamarla así– son los equipos con los que estoy tocando. He tenido la suerte de tener una familia que me lo ha dado todo en la vida, por eso nunca me descrestaron los carros o las joyas. No soy tan superficial como me mostraron en el Cartel de los Sapos. Hicieron un personaje que supuestamente era yo. Pero muy lejos de la realidad. Ridiculizado, exagerado, tonto y vacío, fue humillante. Me parece muy triste lo que vende la televisión de nuestro país. No me gustan las narconovelas que se producen aquí. Me parecen un insulto al arte colombiano.
En una entrevista para esta revista, el exagente de la CIA Baruch Vega mencionó tener una relación cercana con usted y su esposo durante las negociaciones de los narcos con el gobierno de Estados Unidos…
No toquemos ese tema. Eso es algo ya clausurado en mi vida, no tiene lógica hablar de eso.
¿Qué opina su hija de su vida?
Mariana tiene doce años. Le aterra el mundo del modelaje. A diferencia de muchas niñas ha visto la otra cara de la moneda y sabe el esfuerzo que hay que hacer en esta profesión. Las madrugadas, los viajes, las incomodidades, la parte no tan divina, por eso no le ha llamado mucho la atención.
¿Cómo fue su acercamiento con la música?
Melómana toda la vida. Me crié con músicos. Mis abuelos cantaban, tocaban el piano y la guitarra. Crecí escuchando música clásica. Mi mamá tocó la flauta traversa con la Orquesta Filarmónica de Medellín. Desde muy chiquita estuve en clases de solfeo, de piano e hice parte del coro del colegio.
¿Cuáles son sus artistas preferidos?
Me gustan un poco el rock and roll y el jazz. Amo a los Rolling Stones. Me encantan también Soda Stereo y Prince. De niña era fanática de Bon Jovi y Guns N’ Roses. Me gustaba todo ese rock de los noventa. También Nina Kraviz y David Herrero en la música electrónica.
¿Cómo aprendió a mezclar?
Mi profesor es Andrés Garzón, Dj y productor de varios artistas colombianos. Lo contraté y empezó a darme clases en mi casa. Siempre quise poner música. En las fiestas iba y me hacía amiga de los Dj, intercambiábamos canciones. En Ibiza tengo muchísimos amigos que me han dado clasecitas. Todo comenzó “cacharreando” en la casa. Tengo los mejores equipos. Toco con una consola Pioneer 2000. Hay que pensar en grande. La ley de la atracción dice que tenemos que tener lo mejor que nosotros creamos merecer. Por eso me consigo lo más novedoso.
¿La ha embarrado en alguna fiesta?
Sí, cuando estaba empezando. En un evento en Armando Records. Había mucha prensa, el lugar estaba lleno y la gente comenzó a acercarse a la cabina, a tomarse fotos y a saludarme. Alguien sin culpa me desconectó los cables y quedé sin sonido. Tengo muchos ojos encima juzgándome. Algunas personas comenzaron a burlarse, tomé el micrófono de lo más tranquila y les dije: “hey chicos, alguien se me metió acá, ya estoy conectando todo, vamos a empezar y que viva la fiesta”.
¿Ha tocado en otros países?
Sí. En México en algunas fiestas de Fashion TV. En Panamá en el edificio de Donald Trump. En Ecuador en varias discotecas. Quiero ir a Ibiza. Meterme en una playita y tocar como si nada, sin tanta parafernalia. Aunque normalmente me gusta salirme de lo normal. Me gusta tocar con una corona de plumas, reflejan mi rebeldía y la libertad que tengo.
¿Le gustan las drogas?
Tuve una época en que estaba demasiado demente y me encantaba tomar yagé y comía hongos. Me fascinaba investigar y experimentar, no solo lo que este plano nos permite ver, sino lo que hay más allá. La ayahuasca me ha servido para estar completamente segura de que la realidad apenas es una cosa pequeñita que nuestra mente limitada nos permite ver. Hay mucho más. Hay un montón de vidas aparte de esta, existe una agenda secreta que manipula a toda la humanidad. He tenido también experiencias rarísimas, siempre con el tema de la muerte, con el tema de la sensibilidad hacia otras cosas que ante la lógica son difíciles de creer. Durante un tiempo estudié astrología y numerología con Ruby Díaz, ella tiene programas en televisión y en radio.
¿Pero en las fiestas no consume alguna droga?
He fumado marihuana pero realmente soy muy sana. Disfruto mejor con un “whiskycito” pero sin llegar a emborracharme. No soy de tomar pero me encanta la fiesta. He tenido unos novios bien rumberos que me han hecho abrir el oído a todos los géneros musicales. Para mí las fiestas son los momentos en los que debo estar abierta a diferentes estímulos visuales y auditivos. A mi novio lo conocí en un evento. Él es baterista de Diva Gash y también tiene una banda, Diamante Eléctrico. Andee es una de las personas que más me ha apoyado en esta nueva etapa de mi vida. Es el que menos bolas me ha parado.
¿Cómo han sido las experiencias con la muerte?
Como tener la certeza de que tal día, a tal hora, alguien se iba a morir y efectivamente pasó. Antes de que a Julio lo mataran, yo había visto la fecha en que se iba a morir. Estaba totalmente despierta y empecé a ver números y a sentir que me decían cosas. Siempre me han pasado cosas extrañas. A veces he estado en reuniones con amigas y se me ocurre decirle de la nada a alguna: “sabes, tú estás en embarazo”. A los tres meses esa amiga llama a preguntarme que cómo sabía. Es un poder muy agudo que todos tenemos pero quizás yo lo he desarrollado más porque me gusta meditar, me gusta el silencio, no ando pegada a un televisor, dejándome hipnotizar, dejándome idiotizar por un montón de estímulos que no necesitamos. Yo prefiero la música como estímulo.
¿Lee mucho sobre estos temas?
Ahora ando leyendo libros de física cuántica, me encanta mucho el tema esotérico y todo lo que tenga que ver con extraterrestres. Me fascina leer. Acabo de terminar un libro que me encantó. Se llama Rayuela, de Cortázar. Lo amo, me gusta mucho la poesía. Devorar libros es lo mío, aunque quizás una mente llena de prejuicios no lo pueda creer.
¿Cree que hay vida en otros planetas?
Sí, cuando estaba chiquita vi un ovni en Medellín. Me acuerdo perfectamente que era de noche, de un momento a otro se hizo de día, mi mamá y yo abrimos la ventana y lo vimos girando frente a nosotras. Las ventanas vibraban y luego desapareció. Al otro día la noticia salió en el periódico.
También anda muy metida con el tema de los alimentos transgénicos…
Por los libros que he leído, por los documentales que he visto, la comida transgénica y los pollos crecidos con hormonas sí afectan la genética humana. A la gente le da miedo abrirse a otras posibilidades, a otras verdades, pero es una realidad. En Google y YouTube hay una buena cantidad de videos al respecto. Me río de lo ignorante que es el pueblo colombiano al no querer afrontar una verdad: los niños se están empezando a volver homosexuales porque están comiendo pollos que les inyectan hormonas femeninas. Aclaro que no tengo nada contra la comunidad LGBT. Soy amante de los gais, ¡los amo! Tengo muchos amigos homosexuales y he tocado en muchas fiestas de ellos.
Le afecta mucho el tema de la comida…
Defiendo mucho lo colombiano. Lo nuestro no tiene tanto tóxico como todo lo que viene de afuera. La riqueza de un país está es en la comida. El TLC es una mierda, es una trampa, nos están metiendo carros y motos con descuentos, para llevarse nuestro alimento. Uno de los pocos que todavía es sano. Toda esta tecnología no va a servir de nada cuando nos quedemos sin comida.
¿Pasa mucho tiempo en Twitter?
Por épocas. En mi cuenta @nataliaparis_ me encanta comunicar lo que estoy pensando, por este medio envío sin miedo todos los documentales de Food Matters, las investigaciones del pollo hormonado… Es que hay científicos que corroboran lo que yo dije. Eso no es un invento mío. Twitter es el único medio donde no pueden sacar mis palabras de contexto, donde las cosas que digo aparecen realmente como son. Aquí sigo a la gente que habla de cosas que me emocionan, que me aportan y no que me quitan paz. Como David Icke, un escritor que maneja el tema extraterrestre y el control mundial.
¿Cómo se dio lo de la actuación?
Soy una artista. Estudié publicidad en el Instituto de Artes de Medellín y me encantan la pintura, el teatro, la música, el baile… En esa exploración llegué a la actuación. Me fue bien, lo que pasa es que no me gusta la televisión, el lenguaje que utiliza. Solo está enfocada en producir series de narcos. Hice dos películas: En coma, de Juan David Restrepo y Henry Rivero, e In Fraganti de Juan Camilo Pinzón, en la que Dago García participó como productor. Con él aprendí a reírme de mí misma. He actuado en varios cortometrajes y me gradué de un taller con Vicky Hernández. Esa fue una época divina de mi vida, pero pasé a otra página, ahora siento que la música es donde debo estar.
¿Cómo empezó su faceta de empresaria?
Desde muy chiquita he vendido de todo. Cuando hice el comercial de Cristal Oro, que hablaba del color dorado de la piel, mi mamá tuvo la idea de sacar un producto natural que resaltara ese color. Aprovechamos la oportunidad y montamos Cosmética Natalia París, una empresa dedicada a la elaboración y comercialización de productos para el cuidado y embellecimiento corporal. Tenemos desde bronceadores hasta productos para la piel. Viajo una vez a la semana, me pongo un vestido de ejecutiva y estoy en mi empresa.
¿Cómo se imagina dentro de unos años?
Me sueño viviendo en las afueras de la ciudad, teniendo un huerto orgánico. Le tengo miedo a una vejez con límites de salud, por eso siempre me he cuidado en lo que como. La alimentación para mí es esencial. Cuando escribo en Twitter le digo a la gente “¡hey!, investiguen”. No podemos limitarnos a lo que nos está vendiendo la televisión. El mundo entero está manipulado por unos cuantos que quieren hacernos comer cosas para enfermarnos. El negocio es la enfermedad, la mayoría de la humanidad depende de alguna pastilla para vivir. ¿Has visto la cantidad de epidemia de cáncer que hay? Nos están enviando toda esa basura a través de la comida. Ojalá la gente pudiera despertar de esta realidad. Somos como zombis hipnotizados por los medios, tiene que haber una apertura de conciencia a esto que está pasando. A mí no me da miedo hablar, yo lo hago por Twitter todo el tiempo. Mando videos para informar a la gente. Vivimos en una realidad que se parece a la de Matrix. Estamos como en una película de ciencia ficción, todo es tan ilógico y tan irreal que asusta.
¿Qué le falta por hacer?
Quiero producir música. Crecer mucho en este campo. Ahora estoy aprendiendo a mezclar a la manera antigua, con acetatos. Me he hecho amiga de varios Djs reconocidos. Quizás trabajar con ellos. Las fiesticas que me he pegado me han servido para abrir el oído, para saber qué es bueno y qué no. Yo sentía un vacío en Colombia, porque iba a las discotecas y no me gustaba la música. Soy de las que se rayan cuando el ambiente es muy ruidoso. La música electrónica no tiene que ser esos ruidos espantosos y esos resortes. Yo toco más bien deep house oscurito. El modelaje me ha hecho estar en eventos con buenos ambientes. Son veinte años de carrera en los que la influencia musical de mi familia y el medio, me hace tener la certeza de que voy por buen camino.
El Tiempo, Bogotá, 15 de junio de 2013




Paul Bowles / Un episodio distante

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Paul Bowles
Un episodio distante
Traducción de Guillermo Lorenzo


Los crepúsculos de septiembre habían alcanzado su máxima intensidad de rojo la semana que el profesor decidió visitar  Aïn Taduirt situado en la parte cálida del país. Descendió en autocar por la noche desde la meseta, con dos pequeños neceseres llenos de mapas, bronceadores y medicinas. Diez años antes había pasado en la ciudad tres días, el tiempo suficiente para establecer una amistad bastante sólida con el dueño del café, que le había escrito varias veces durante el primer año tras su visita, aunque nunca después. «Hassan Ramani», decía el profesor una y otra vez, mientras el autocar daba tumbos atravesando al bajar capas cada vez más cálidas de aire. Unas veces frente al cielo llameante de poniente y otras mirando a las afiladas montañas, el vehículo seguía la polvorienta pista descendiendo entre los desfiladeros, entrando en una atmósfera que empezaba a oler a otras cosas aparte de al inagotable ozono de las alturas: azahar, pimienta, excrementos recocidos por el sol, aceite de oliva ardiente, fruta podrida. Cerró los ojos alegremente y vivió durante un instante en un mundo puramente olfativo. El pasado distante retornó: qué parte de él, no podía saberlo.
El conductor, cuyo asiento compartía el profesor, le habló sin apartar la vista de la carretera.
Vous êtes géologue?
─¿Geólogo? Ah, no. Soy lingüista.
─No hay lenguas aquí. Sólo hay dialectos.
─Exacto. Estoy haciendo un estudio sobre las variedades del mogrebí.
El conductor se mostró despectivo
─Siga bajando hacia el sur ─dijo─. Encontrará lenguas de las que nunca ha oído hablar antes.
Cuando atravesaban la puerta de la ciudad, la habitual nube de chiquillos surgió de la polvareda y corrió gritando junto al autocar. El profesor se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo; tan pronto como el vehículo se detuvo, saltó de él abriéndose paso entre los indignados niños que tiritaban en vano de su equipaje y se dirigió a paso rápido al Grand Hotel Saharien. De sus ocho habitaciones había dos disponibles: una orientada al mercado y la otra, más pequeña y barata, que daba a un patio minúsculo lleno de desperdicios y de barriles en el cual de movían dos gacelas. Tomó la habitación más pequeña y vertiendo un jarro entero de agua en la jofaina de estaño, empezó a lavarse el polvo arenoso de la cara y de las orejas. El resplandor  crepuscular había desaparecido casi del cielo, y de los objetos estaba desapareciendo el tono rosa casi ante sus propios ojos. Encendió la lámpara de carburo y no pudo evitar un gesto de desagrado a causa del olor.
Después de cenar, el profesor fue paseando hasta el café de Hassan Ramani, cuya trastienda colgaba peligrosamente sobre el río. La entrada era muy baja y tuvo que agacharse un poco para entrar. Había un hombre cuidando del fuego. Un cliente daba pequeños sorbos  su té. El qauayi pretendió  que se sentara en otra mesa de la habitación interior, pero el profesor siguió avanzando alegremente hasta la trastienda, sentándose allí. La luna brillaba a través de la celosía de cañas y no había ningún sonido afuera salvo el intermitente ladrido lejano de un perro. Cambió de mesa para poder ver el río. Estaba seco, pero había charcas aquí y allá que reflejaban el luminoso cielo nocturno. Entró el qauayi y le limpió la mesa.
─¿Pertenece todavía este café a Hassan Ramani?
El hombre respondió en mal francés:
─Falleció.
─¿Falleció…? ─repitió el profesor sin percibir lo absurdo de la palabra─. ¿De veras? ¿Cuándo?
─No lo sé ─repuso el qauyi─. ¿Un té?
─Sí. Pero no comprendo…
El hombre había salido ya de la habitación y estaba atizando el fuego. El profesor se quedó sentado, inmóvil, sintiéndose solo y tratando de convencerse a sí mismo de que era ridículo hacerlo. Al poco regresó el qauayi con el té. Le pagó, dejándole una espléndida propina a cambio de la cual recibió una grave reverencia.
─Dígame ─dijo mientras el otro empezaba a alejarse─. ¿Se pueden conseguir todavía esas cajitas hechas de ubre de camella?
El hombre pareció molesto.
─A veces los reguibat traen cosas de ésas. Aquí no las compramos ─y luego, con insolencia, añadió en árabe─: ¿Para qué una caja de ubre de camella?
─Porque me gustan ─replicó el profesor. Y, sintiéndose un poco extrañado, añadió─: Me gustan tanto que quiero hacer una colección hacer una colección; le pagaré diez francos por cada una que me consiga.
Jamstache ─repuso el qauayi abriendo la mano izquierda rápidamente tres veces seguidas.
─Ni hablar. Diez.
─No es posible. Pero espere a más tarde y venga conmigo. Puede darme lo que quiera. Y conseguirá cajas de ubre de camella so es que hay alguna.
Se fue a la parte delantera, dejando al profesor que bebiera su té escuchando el creciente coro de perros que ladraba y aullaba a medida que la luna se elevaba en el cielo. Un grupo de parroquianos entró en el café y estuvo sentado charlando durante una hora aproximadamente. Cuando se hubieron marchado, el qauayi apagó el fuego y se detuvo junto a la puerta poniéndose el albornoz.
─Venga ─dijo.
En la calle había muy poco movimiento. Los puestos estaban todos cerrados y la única luz procedía de la luna. De vez en cuando pasaba un transeúnte y saludaba con un breve gruñido al qauayi.
─Todo el mundo le conoce ─dijo el profesor, para romper el silencio entre ellos.
─Sí.
─Ojalá todo el mundo me conociera ─dijo el profesor, antes de darse cuenta de lo infantil que debía sonar aquel comentario.
─Nadie le conoce ─dijo su acompañante con voz ronca.
Habían llegado al otro lado de la ciudad, subiendo al promontorio que dominaba el desierto, y a través de una gran grieta en el muro el profesor vio la interminable blancura rota en primer término por zonas oscuras de los oasis. Pasaron por la abertura y caminaron por una carretera sinuosa entre rocas, descendiendo hacia el bosquecillo más próximo de palmeras. El profesor pensó: «Podría cortarme el cuello. Pero tiene un café… seguro le descubrirían.»
─¿Está lejos? ─preguntó sin darle importancia.
─¿Está cansado? ─preguntó a su vez al qauayi.
─Es que me esperan en el Hotel Saharien ─mintió.
─No puede estar allí y aquí ─dijo el qauayi.
El profesor rió. Se preguntó si aquello le parecería al otro un síntoma de inquietud.
─¿Lleva mucho tiempo en sus manos el café de Ramani?
─Trabajo allí para un amigo.
La respuesta entristeció al profesor más de lo que él hubiera imaginado.
─Ah. ¿Trabajará mañana?
─Es imposible decirlo.
El profesor tropezó en una piedra y se cayó haciéndose un rasguño en una mano.
─Tenga cuidado ─dijo el qauayi.
De pronto flotó en el aire el olor dulce y negro de la carne podrida.
─¡Ag! ─exclamó el profesor, sintiendo que se ahogaba─. ¿Qué es eso?
El qauayi se había tapado la cara con su albornoz y no respondió. Al poco dejaron atrás la pestilencia. Se encontraban en un llano, más adelante el sendero estaba flanqueado por un elevado muro de adobe. No había brisa alguna y las palmeras estaban completamente inmóviles, pero tras las tapias se oía el ruido de agua corriente. El olor de excrementos humanos era casi constante mientras caminaban entre los muros.
El profesor esperó hasta que pareció lógico que preguntara con cierto grado de irritación:
─Pero ¿adónde vamos?
─Pronto ─repuso el guía deteniéndose para recoger unas piedras en la cuneta─. Coja unas piedras ─le recomendó─. Aquí hay perros malos.
─¿Dónde? ─preguntó el profesor, pero se agachó y cogió tres grandes y de afiladas aristas.
Prosiguieron en el mayo silencio. Dejaron atrás los muros y se abrió ante ellos el desierto luminoso. Por allí cerca había un morabito en ruinas, con su diminuta cúpula apenas en pie y la fachada destruida por completo. Detrás se veían grupos de palmeras enanas, inútiles. Un perro cojo se le acercó corriendo enloquecido, en tres patas. Hasta que no estuvo casi junto a ellos el profesor no escuchó su gruñido grave y constante. El qauayi le lanzó una gran piedra, dándole directamente en el hocico. Se escuchó un extraño crujido de mandíbulas y el perro siguió corriendo de lado hacia otra parte, tropezando ciegamente contra las piedras y revolviéndose en todas las direcciones como un insecto herido.
Separándose del sendero caminaron por un terreno erizado de piedras afiladas, pasaron las pequeñas ruinas y se metieron entre los árboles hasta llegar a un lugar donde el terreno  descendía abruptamente ante ellos.
─Parece una cantera ─dijo el profesor, recurriendo al francés para la palabra «cantera», cuyo equivalente en árabe no recordaba en aquel momento. El qauayi  no respondió. Se quedó inmóvil y volvió la cabeza como escuchando. Y, efectivamente, desde abajo, llegaba el sonido grave de una flauta. El qauayi agitó la cabeza lentamente varias veces. Luego dijo:
─El sendero comienza aquí. Puede usted verlo bien durante todo el camino. La piedra es blanca y la luna muy brillante. Así que puede ver bien. Ahora yo me vuelvo a dormir. Es tarde. Puede darme lo que quiera.
Allí de pie al borde del abismo, que a cada momento parecía más profundo, con el rostro oscuro del qauayi enmarcado por su albornoz e iluminado por la luna, el profesor se preguntó a sí mismo qué era lo que sentía. Indignación, curiosidad, miedo, tal vez, pero sobre todo alivio y la esperanza de que no se tratara de una treta, la esperanza de que el qauayi de verdad lo dejaría solo y se volvería sin él.
Se separó un poco del borde y buscó en su bolsillo un billete suelto, puesto que no quería enseñar la cartera. Por suerte tenía uno de cincuenta francos, lo sacó del bolsillo y se lo entregó al hombre. Sabía que el qauayi se daba por satisfecho, así que no prestó atención cuando le oyó decir:
─No es bastante. Tengo que andar un largo camino hasta mi casa y hay perros…
─Gracias y buenas noches ─dijo el profesor sentándose con las piernas cruzadas y encendiendo un cigarrillo. Se sentía casi feliz.
─Deme al menos un cigarrillo ─suplicó el hombre.
─Eso sí ─dijo él con cierta brusquedad, ofreciéndole el paquete.
El qauayi se acuclilló muy cerca de él. No tenía una cara agradable. «¿Qué sucede?», pensó el profesor aterrorizado de nuevo mientras le ofrecía su cigarrillo encendido.
El hombre tenía los ojos semicerrados. Era el gesto más evidente de estar tramando algo que el profesor no había visto jamás. Cuando el segundo cigarrillo estuvo encendido, se aventuró a decir en árabe, que seguía en cuclillas:
─¿En qué piensa?
El otro dio una chupada a su cigarrillo lentamente y pareció estar a punto de hablar. Entonces su expresión se convirtió en otra de satisfacción, pero no dijo palabra. Se había levantado un viento fresco y el profesor sintió un escalofrío. El sonido de la flauta ascendía de las profundidades a intervalos, a menudo mezclado con el susurro de las palmeras al rozarse unas con otras en la cercana espesura. «Estas gentes no son primitivas», se encontró diciendo mentalmente el profesor.
─Bueno ─dijo el qauayi levantándose despacio─ Guarde su dinero. Cincuenta francos es bastante. Es un honor ─entonces volvió al francés─: Ti n’as qu’à discendre, to’droit.
Escupió, se sonrió ─¿o es que estaba ya histérico el profesor? ─ y se alejó de prisa, a grandes pasos.
El profesor tenía los nervios de punta. Encendió otro cigarrillo y se dio cuenta de que movía los labios automáticamente. Estaban diciendo:
«¿Es esto una situación normal o estoy en un apuro? Esto es ridículo.»
Permaneció sentado muy quieto durante varios minutos, esperando recuperar la sensación de realidad. Se tendió en el suelo duro y frío y miró la luna. Era casi como mirar directamente al sol. Si movía sus ojos un poco  podía conseguir una hilera de lunas más débiles en el cielo.
─Increíble ─susurró.
Luego se incorporó rápidamente y miró a su alrededor. Nada demostraba que el qauayi hubiera regresado de veras a la ciudad. Se puso en pie y se asomó al borde del precipicio. A la luz de la luna el fondo parecía hallarse a kilómetros de distancia. Y no había nada que sirviese como punto de referencia; ni un árbol, ni una casa, ni una persona… Trató de escuchar la flauta, pero oyó sólo el viento contra sus oídos. Un deseo violento y repentino de volver corriendo a la carretera se apoderó de él, y se volvió para mirar en la dirección que había tomado el qauayi. Al mismo tiempo se palpó suavemente la cartera en el bolsillo del pecho. Escupió por el borde del acantilado. Luego orinó y escuchó atentamente como un niño. Esto le dio ánimos para empezar a descender por el sendero del abismo. Resultaba curioso, pero no sentía vértigo, aunque prudentemente se abstenía de mirar a la derecha, más allá del borde. Era una bajada constante y abrupta. Su monotonía le producía un estado mental no muy diferente del que había causado el viaje en autobús. Estaba de nuevo murmurando «Hassan Ramani», una y otra vez, rítmicamente. Se detuvo, furiosos consigo mismo por las asociaciones siniestras que el nombre le sugería ahora. Concluyó que estaba agotado por el viaje. «Y por el paseo», añadió.
Había bajado ya un buen trecho del gigantesco risco, pero la luna, que estaba justo encima, daba tanta luz como siempre. Sólo quedaba atrás el viento, allá arriba, soplando inconstante entre los árboles, por entre las polvorientas calles de Ain Taduirt, entrando en el vestíbulo del Grand Hotel Saharien o deslizándose bajo la puerta de su pequeña habitación.
Se le ocurrió que debía preguntarse por qué estaba haciendo una cosa tan irracional, pero era lo bastante inteligente como para saber que, puesto que lo estaba haciendo, no era el momento de buscar explicaciones.
De pronto el terreno se tornó llano ante sus pies. Había llegado al fondo antes de lo que suponía. Siguió avanzando todavía con desconfianza, como si temiera otra sima traicionera. Sería muy difícil verla en aquel resplandor uniforme y tenue. Antes de que supiera lo que había sucedido, tenía encima al perro, una pesada masa de pelaje que trataba de empujarle hacia atrás, una afilada uña rozándole el pecho, una tensión de músculos contra él para clavarle los dientes en el cuello. El profesor pensó: «Me niego a morir de este modo». El perro cayó hacia atrás; parecía un perro esquimal. Cuanto saltaba otra vez, el profesor gritó en voz muy alta. El perro se lanzó sobre él, se produjo una confusión de sensaciones y dolor en alguna parte. Se oía también un ruido de voces próximas, pero no lograba entender lo que decían. Un objeto frío y metálico era empuñado brutalmente contra su columna vertebral mientras el perro todavía tenida colgada de sus dientes una masa de ropa y tal vez de carne. El profesor sabía que era el cañón de un arma y levantó las manos gritando en mogrebí:
─¡Llévense el perro!
Pero el arma lo empujó hacia adelante y  puesto que el perro, otra vez sobre sus patas, no volvió a saltar, dio un paso adelante. El arma seguía empujándolo, él seguía avanzando. Volvió a escuchar voces, pero la persona que había justo detrás de él no decía nada. La gente parecía correr de un lado a otro; por lo menos eso era lo que le decían sus oídos. Porque los ojos, según descubrió, seguían cerrados desde el ataque del perro. Los abrió. Un grupo de hombres  avanzaba hacia él. Iban vestidos con las ropas negras de los reguibat. «Los reguibat son una nube contra la cara del sol» «Cuando un reguibat aparece, el hombre del bien se da la vuelta.» En cuántas tiendas y mercados no había oído estas máximas pronunciadas en son de burla entre amigos. Pero nunca a un reguibat, por supuesto, pues esas gentes no frecuentan las ciudades. Envían a uno de los suyos disfrazado para organizar, con los elementos más turbios de la ciudad, la venta de los objetos conseguidos. «Una oportunidad ─pensó rápidamente­─ de comprobar la veracidad de esas afirmaciones.» No dudó por un momento que la aventura resultaría una especie de advertencia contra aquella tontería por su parte, advertencia que, al recordarla, iba a resultar entre siniestra y grotesca.
Detrás de los hombres que se aproximaban vinieron corriendo dos perros rezongantes que se lanzaron a sus pies. Le escandalizó notar que nadie le prestaba atención a este quebrantamiento de la etiqueta. El cañón lo empujaba con más fuerza cuando él intentaba esquivar el ruidoso ataque de los animales.
─¡Los perros! ¡Llévenselos! ─volvió a gritar.
El cañón lo empujó con mayor fuerza y el profesor cayó al suelo, casi a los pies de la multitud de hombres que tenía enfrente. Los perros le tironeaban de las manos y de los brazos. Una bota los hizo apartarse a puntapiés lanzando gañidos y, después, con mayor energía, le asestó una patada al profesor en la cadera. Luego vino un concierto de puntapiés de diferentes lados que lo hicieron revolcarse violentamente durante un rato por la tierra. Durante todo este tiempo sentía manos que se le metían en los bolsillos y sacaban cuanto había en ellos. Trató de decir; «Tenéis ya todo mi dinero; ¡dejad de darme patadas!». Pero los músculos faciales golpeados se negaban a obedecer; se encontró haciendo gestos para hablar y eso fue todo. Alguien le propinó un terrible golpe en la cabeza y pensó: «Ahora al menos perderé el conocimiento, gracias a Dios.» Pero siguió consciente de las voces guturales que no podía comprender y de que le ataban con fuerza los tobillos y el pecho. Luego se produjo un negro silencio que se abría como una herida de vez en cuando dejando entrar el sonido suave y grave de la flauta que repetía la misma sucesión de notas una y otra vez. De pronto sintió un dolor atroz por todo su cuerpo: dolor y frío. «Así que, después de todo, he estado inconsciente», pensó. A pesar de ello, el presente parecía únicamente una continuación directa de lo que había sucedido antes.
Estaba clareando débilmente. Había camellos cerca de donde se hallaba tendido; podía oír su gorgoteo y su honda respiración. No se esforzó siquiera en abrir los ojos, por si resultaba imposible. Sin embargo, al oír que alguien se acercaba, descubrió que veía perfectamente.
El hombre lo miró desapasionadamente a la luz gris de la mañana. Con una mano le cerró las ventanas de la nariz al profesor. Cuando abrió la boca para respirar, el hombre le cogió la lengua y tiró de ella con todas sus fuerzas. El profesor boqueaba y trataba de recuperar el aliento; no comprendía lo que estaba sucediendo. No pudo distinguir el dolor del tirón brutal que le causó el afilado cuchillo. Luego se produjo un interminable atragantarse y escupir que continuó automáticamente, como si él no tuviese apenas parte en ello. La palabra «operación» no cesaba de darle vueltas en la cabeza; calmaba un poco su terror mientras él se hundía de nuevo en las tinieblas.
La caravana partió a eso de media mañana. Al profesor, que no estaba inconsciente, sino en un estado de completo estupor, y seguía sintiendo náuseas y babeando sangre, lo metieron doblado en un saco y lo ataron al costado de un camello. El extremo inferior del enorme anfiteatro tenía una puerta natural en las rocas. Los camellos, rápidos mehara, iban podo cargados en este viaje. Pasaron por la puerta en fila india y remontaron despacio la suave loma que conducía arriba, al comienzo del desierto. Aquella noche, en una parada detrás de unos montes bajos, lo sacaron, todavía en un estado que no le permitía pensar, sobre los andrajos polvorientos que quedaban de su ropa ataron una serie de curiosas cinchas hechas con una hilera de tapas de bote engarzadas unas a otras. Uno tras otro le fueron poniendo en torno al torso, a los brazos y piernas, incluso sobre la cara, estos brillantes cinturones, hasta que estuvo por completo envuelto en una armadura que lo cubría con sus escamas circulares de metal. Hubo muchas risas durante esta ceremonia de engalanamiento. Un hombre sacó una flauta y otro más joven hizo una imitación que no estaba mal de una uled naïl ejecutando la danza de la caña. El profesor ya no sabía lo que hacía; a decir verdad, vivía en mitad de los movimientos que hacían esas otras personas. Cuando hubieron terminado de vestirlo tal como deseaban, metieron algo de comida bajo las ajorcas de hojalata que le colgaban sobre la cara. Pese a que masticaba mecánicamente, la mayor parte acababa por caer al suelo. Lo volvieron a meter en el saco y lo dejaron allí.
Dos días más tarde llegaron a uno de sus campamentos. Allí había mujeres y niños en las tiendas y los hombres tuvieron que alejar a los perros dejados allí para protegerlos. Cuando vaciaron el saco donde estaba el profesor hubo gritos de miedo, y los hombres tardaron varias horas en convencer a todas las mujeres de que era inofensivo, aunque desde el primer momento no había quedado duda de que era una posesión valiosa. Al cabo de unos días se volvieron a poner en marcha llevándose todo consigo y viajando sólo de noche, mientras el terreno se volvía más cálido.
Aunque todas sus heridas habían sanado y ya no sentía dolor, el profesor no volvió a pensar; comía, defecaba, bailaba cuando se lo pedían y daba brincos absurdos arriba y abajo que entusiasmaban a los niños, principalmente por el maravilloso estrépito de chatarra que producía. Y por lo general dormía durante los calores del día, entre los camellos.
Dirigiendo sus pasos hacia el sureste, la caravana eludía toda forma de civilización sedentaria. A las pocas semanas llegaron a una nueva meseta, completamente inhóspita y con escasa vegetación. Acamparon y permanecieron allí dejando en libertad a los mehara para pastar. Todos estaban contentos; el tiempo era más fresco y se encontraban sólo a unas horas de una ruta poco frecuentada. Fue allí donde concibieron la idea de llevar a Fogara al profesor y venderlo a los tuaregs.
Transcurrió un año entero hasta que llevaron a cabo su proyecto. Para entonces el profesor estaba mucho mejor adiestrado. Sabía dar volteretas con las manos, hacer una serie de gruñidos terribles que, sin embargo, tenían cierto carácter humorístico; y, cuando los reguibat le quitaron la hojalata de la cara, descubrieron que podía hacer unas muecas admirables mientras bailaba. Le enseñaron también algún que otro gesto obsceno muy elemental que nunca dejaba de producir chillidos de delicia entre las mujeres. Ahora solamente lo sacaban después de comidas especialmente copiosas, cuando había música y regocijo. Se adaptó fácilmente a su sentido del ritual y desarrolló una especie de rudimentario «programa» que representaba cuando le llamaban: danzaba, daba volteretas en el suelo, imitaba a ciertos animales y por último se abalanzaba sobre el grupo fingiendo estar encolerizado para ver la confusión e hilaridad resultantes.
Cuando se pusieron en camino tres hombre con él para ir a Fogara, llevaron cuatro mehara consigo y él montó el suyo a horcajadas con la mayor naturalidad. No se tomó precaución alguna para vigilarlo, salvo la de mantenerle entre ellos; pero siempre había un hombre detrás, cerrando el grupo. Llegaron a la vista de las murallas al amanecer y esperaron entre las rocas durante todo el día. Al anochecer el más joven se puso en marcha y regresó a las tres horas con un amigo que traía un grueso bastón. Trataron de que el profesor demostrara sus habilidades allí mismo, pero el hombre de Fogara tenía prisa por volver a la ciudad, así que subieron a sus mehara y se pusieron en marcha.
En la ciudad fueron directamente a la casa del aldeano y en su patio tomaron café entre los camellos. El profesor volvió a hacer su demostración; esta vez el espectáculo duró más y ellos se frotaron las manos. Llegaron a un acuerdo, se pagó una cantidad de dinero y los reguibat se retiraron dejando al profesor en la casa del hombre del bastón, que no tardó en encerrarlo en un minúsculo recinto que daba al patio.
El día siguiente fue un día importante en la vida del profesor, pues fue entonces cuando aquel dolor volvió a agitarse de nuevo en su interior. Acudió a la casa un grupo de invitados, entre los cuales había un venerable caballero, mejor vestido que los demás, al cual se pasaban el tiempo alabando, besándole con fervor las manos y los bordes de sus vestiduras. Esta persona se consideraba en la obligación de hablar en árabe clásico de vez en cuando, para impresionar a los demás, que no habían aprendido una palabra del Corán. Así que la conversación transcurría más o menos así:
─Tal vez en In Salah. Los franceses son imbéciles. La venganza de los cielos se aproxima. No la precipitemos. Alaba al más alto y maldice a los ídolos. Con pintura en la cara. Por si la policía quiere mirar de cerca.
Los demás escuchaban y asentían con sus cabezas lenta y solemnemente. Y el profesor, en su cuchitril, cerca de ellos, escuchaba también. Es decir, era consciente del sonido del árabe que hablaba el anciano. Las palabras penetraban por primera vez en muchos meses. Ruidos, y luego: «La venganza de los cielos se aproxima». Y luego: «Es un honor. Cincuenta francos es suficiente. Quédate con tu dinero. Bien». Y el qauayi en cuclillas junto a él al borde del precipicio. Y luego «maldice a los ídolos» y más confusión de palabras. Se dio la vuelta resollando en la arena y lo olvidó. Pero el dolor se había despertado. Se desarrollaba en una especie de delirio, porque había comenzado a recuperar de nuevo la conciencia. Cuando el hombre abrió la puerta y le empujó con el bastón, lanzó un alarido de rabia y todos se echaron a reír.
Lo hicieron levantarse, pero no quería bailar. Permaneció de pie ante ellos, mirando el suelo y negándose obstinadamente a moverse. El propietario estaba furioso y tan irritado por las risas de los demás que se sintió obligado a despedirlos diciendo que esperaría un momento más propicio para mostrarles su adquisición, pues no se atrevía a manifestar su cólera ante los mayores. Sin embargo, cuando se marcharon asestó al profesor un violento bastonazo en el hombro, le gritó diversas obscenidades y salió a la calle de las uled naïl, porque estaba seguro de encontrar a los reguibat allí, gastando el dinero entre las mujeres. Y en una tienda encontró a uno de ellos, todavía en la cama, mientras una uled naïl lavaba los vasos del té. Entró en la tienda y, antes de que intentara incorporarse siquiera, casi había decapitado al hombre. Tiró luego la navaja en la cama y salió corriendo.
La uled naïl vio la sangre, lanzó un grito y salió de su tienda entrando en la contigua, de la cual surgió al poco con otras cuatro que corrieron juntas al café y contaron al qauayi quién había matado al reguibat. Transcurrida apenas una hora, la policía militar francesa lo detenía en la casa de un amigo y lo llevaba a la fuerza al campamento. Aquella noche el profesor no recibió nada de comer y la tarde siguiente, n el lento despertar de la conciencia provocado por el hambre creciente, estuvo andando sin rumbo fijo por el patio y las habitaciones que daban a él. No había nadie. En una habitación colgaba un calendario de la pared. El profesor lo miró nervioso, como un perro que se mira una mosca en el hocico. En el papel blanco había cosas negras que producían sonidos en su cabeza. Los escuchó: «Grande Epicerie du Sabel. Juin. Lundi, Mardi, Mercredi…»
Los minúsculos signos de tinta que forman una sinfonía pueden haber sido dibujados hace mucho tiempo, pero cuando se realizan en forma de sonido se vuelven inminentes y poderosos. De modo que en la cabeza del profesor empezó a sonar una especie de música de sentimientos que iba aumentando de volumen mientras miraba la pared de adobe y tuvo la sensación de estar interpretando algo que había sido escrito para él hacía mucho tiempo. Sintió deseos de llorar; sintió deseos de recorrer la casa rugiendo, volcando y destrozando los pocos objetos que podían romperse. Su emoción no trascendió este único deseo arrollador. Entonces, bramando con todas sus fuerzas, la emprendió con la casa y sus enseres. Luego se precipitó contra la puerta de la calle, que ofreció cierta resistencia y acabó por saltar. Salió trepando por el agujero que dejaban los tablones que había astillado y, todavía rugiendo y agitando sus brazos en el aire para hacer el mayor estrépito de latas posible, empezó a galopar por la silenciosa calle hacia la puerta del pueblo.
Algunas personas lo miraban con gran curiosidad. Al pasar ante el garaje, el último edificio antes de llegar al elevado arco de adobe que enmarcaba el desierto, fue avistado por un soldado francés. «Tiens ─se dijo para sus adentros─ un fanático.»
Se estaba poniendo el sol otra vez. El profesor corrió bajo el arco de la puerta, volvió la cara hacia el cielo rojo y empezó a trotar a lo largo de la Piste d’In Salah, derecho hacia el sol que se ocultaba. A sus espaldas, desde el garaje, el soldado disparó al azar, esperando hacer blanco. El proyectil silbó peligrosamente junto a la cabeza del profesor y sus gritos se elevaron hasta convertirse en un lamento indignado mientras agitaba sus brazos de una manera aún más alocada y, presa del terror, deba grandes saltos en el aire cada pocos pasos.
El soldado estuvo mirando un momento, sonriendo, mientras la figura que corveteaba se empequeñecía en la creciente oscuridad de la noche y el cascabeleo de la hojalata pasaba a formar parte del gran silencio que reinaba allí afuera, más allá de la puerta. La pared del garaje sobre la que se apoyaba irradiaba el calor que le había prestado el sol, pero aun así en el aire empezaba a medrar un frío lunar.

Nueva York, 1945

Paul Bowles
Cuentos escogidos
Alfaguara Editores, México D.F., 1995, pp.59-74



Paul Bowles / Delicada presa

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Paul Bowles
Delicada presa
Traducción de Guillermo Lorenzo

Había tres filala que vendían cuero en Tabelbala: dos hermanos y el hijo pequeño de su hermana. Los dos mercaderes mayores eran serios, hombres barbudos a quienes les gustaba meterse en complicadas discusiones teológicas en su hanut cercano al mercado mientras transcurrían con lentitud las horas de calor; el joven, como es natural, se ocupaba casi exclusivamente de las muchachas negras en el  pequeño quartier réservé. Había una que parecía más atractiva que las demás, así que lo sintió un poco cuando sus mayores anunciaron que pronto se pondrían en camino hacia Tessalit. Pero casi todas las ciudades tenían su quartier y Driss estaba razonablemente seguro de poder conseguir a cualquier encantadora residente de cualquier quartier,  a pesar de sus actuales líos emocionales; así pues, la decepción que sintió al oír hablar de la proyectada partida duró poco.
Los tres filala esperaron el tiempo frío para ponerse en camino hacia Tessalit. Dado que querían llegar allí pronto, eligieron la ruta más occidental, que es, por otra parte, la que atraviesa las regiones más remotas lindantes con las tierras de  las tribus reguibat, que se dedican al saqueo. Pero hacía mucho tiempo que los rudos hombres de las montañas no se lanzaban desde la hammada sobre una caravana; la mayoría de la gente opinaba que, desde la guerra del Sarrho, habían perdido la mayor parte de sus armas y municiones y, lo que era aún más importante, su espíritu. Además, un minúsculo grupo de tres hombres y sus camellos difícilmente podían despertar las envidias de los reguibat, tradicionalmente enriquecidos con los botines de toda la región de Río de Oro y Mauritania.
En Tabelbala, sus amigos, casi todos ellos mercaderes del cuero filali, los acompañaron caminando entristecidos hasta los límites de la ciudad; luego se despidieron y los vieron montar en sus camellitos para perderse lentamente en el luminoso horizonte.
―¡Si os encontráis algún reguibat haced que corra delante de vosotros! ―gritaron.
El peligro se hallaba principalmente en el territorio que alcanzarían sólo a tres o cuatro días de viaje desde Tabelbala, tras una semana habrían dejado atrás del todo el límite de tierra amenazado por los reguibat. El tiempo era frío salvo a mediodía. Por la noche hacían turnos de guardia; cuando Driss velaba sacaba una flautita cuyas estridentes notas hacían fruncir el entrecejo a su tío mayor de edad, quien le decía que se fuera a sentar a cierta distancia de las mantas donde dormían. Driss se pasaba la noche entera tocando todas las canciones tristes que recordaba; las alegres en su opinión, pertenecían al quartier donde nunca se estaba solo.
Cuando sus tíos estaban de guardia, permanecían sentados en silencio mirando hacia adelante en la noche. No había nadie más que ellos tres.
Pero un día apareció una figura solitaria desde el oeste acercándose a ellos a través de la llanura sin vida. Un hombre en camello; no había trazas de que vinieran otros, aunque exploraron aquel erial en todas direcciones, se detuvieron un rato; él se desvió ligeramente. Continuaron adelante; él volvió a cambiar de rumbo. No cabía duda de que quería hablar con ellos.
―Bueno, que se acerque ―gruñó el mayor lanzando otra mirada iracunda al horizonte―. Cada uno de nosotros tiene un arma.
Driss se echó a reír. Le parecía absurdo plantearse siquiera la posibilidad de que surgiera un conflicto con un solo hombre.
Cuando finalmente la figura se acercó a la distancia de un grito, los saludó con una voz semejante a la de un almuecín:
¡S’l’m aleikum!
Se detuvieron, pero no se apearon, esperando a que el hombre se acercara más. Al poco volvió a gritarles; ahora respondió el filali de más edad, pero la distancia seguía siendo demasiado grande para que su voz llegara y el hombre no oyó su saludo. Al poco rato estuvo lo bastante cerca como para que ellos pudiesen ver que no iba vestido como los reguibat. Entre ellos murmuraron:
―Viene del norte, no del oeste.
Y se sintieron contentos. Sin embargo, cuando llegó junto a ellos permanecieron los camellos haciendo reverencias desde donde estaban y buscando constantemente en el nuevo rostro y en las prendas que había debajo alguna nota falsa que pudiese revelar la posible verdad: que el hombre era un explorador de los reguibat, que estarían esperando arriba en la hammada a sólo unas pocas horas de distancia, o se hallarían ahora mismo siguiendo una dirección paralela a la de la pista, cerniéndose sobre ellos de modo que no llegarían a ser visibles hasta después de que oscureciera.
Ciertamente el extraño no era ningún reguibat; era ágil y alegre, de tez clara y muy poca barba. A Driss no le gustaban aquellos ojillos inquietos que parecían llevárselo todo sin dar nada, pero su reacción pasajera se convirtió sólo en una parte de la desconfianza general e inicial que se disipó por completo cuando supieron que el hombre era un mungarí. Mungar es un lugar sagrado en esa parte del mundo y sus pocos residentes son tratados con respeto por los peregrinos que acuden a visitar el santuario en ruinas que se halla en las proximidades.
El recién llegado no se esforzó por ocultar el miedo que había sentido hallándose a solas en la región y la satisfacción que le producía encontrarse ahora con otros tres hombres. Desmontaron todos y prepararon té para sellar su amistad, siendo el mungarí quien facilitó el carbón vegetal.
Durante la tercera ronda hizo la sugerencia de que puesto que iba más o menos en la misma dirección les acompañaría hasta Taudeni. Con sus brillantes ojos negros saltando como dardos de un filali a otro, les contó que era un excelente tirador, y que estaba seguro de poder proporcionarles algo de carne de gacela durante la travesía o, cuando menos, un audad. Los filala meditaron en silencio; por fin dijo el de más edad:
―De acuerdo.
Aun cuando el mungarí resultara no ser tan hábil cazador como pretendía, serían cuatro en el viaje en lugar de tres.
Dos mañanas después, en el silencio enorme del alba, el mungarí señaló unas pequeñas colinas que se extendían a su lado en el este:
―Timma. Conozco esa tierra. Esperad aquí. Si me oís disparar, venid porque eso quiere decir que hay gacelas.
El mungarí se marchó a pie trepando entre los peñascos y desapareció tras la cumbre más próxima. «Se fía de nosotros ―pensaban los filala―. Ha dejado su mehari, sus mantas, sus bultos.» No dijeron nada, pero cada uno de ellos sabía que los otros estaban pensando lo mismo que él y todos sintieron afecto hacia el extraño. Permanecieron allí sentados en el frío de la madrugada mientras los camellos refunfuñaban.
Parecía improbable que resultara haber gacela alguna en la región, pero si las había y el mungarí era tan buen cazador como afirmaba, entonces había una oportunidad de que aquella noche cenaran mechui de gacela y eso sería estupendo.
Poco a poco el sol se fue elevando en el cielo azulísimo. Uno de los camellos se levantó pesadamente y se marchó en busca de algún cardo muerto o un arbusto entre las rocas, algún resto de un año en que hubiera llovido. Cuando desapareció, Driss fue a buscarlo gritando «¡Hut!» lo trajo con los demás.
Se sentó. De pronto se escuchó un estampido, siguió un largo intervalo de silencio y luego se oyó otro disparo. Las detonaciones eran bastante lejanas, pero perfectamente claras en el absoluto silencio. El hermano mayor dijo:
―Voy yo. ¿Quién sabe? Puede haber muchas gacelas. Trepó por las rocas con el arma en la mano y desapareció.
Volvieron a esperar. Ahora, cuando llegaron los disparos, procedían de dos armas-
―¡A lo mejor han matado una! ―exclamó Driss.
Yemkin. Con la ayuda de Alá ―repuso su tío levantándose y cogiendo su arma―. Quiero probar suerte yo también.
Driss estaba desilusionado: esperaba haber ido él. Si se hubiera levantado un momento antes hubiera sido posible, pero aún así era probable que le dejaran allí para vigilar los mehara. En cualquier caso ahora era demasiado tarde; su tío había hablado.
―Bueno.
Su tío se marchó cantando una canción de Tafitalet: hablaba de palmeras datileras y sonrisas ocultas. Durante varios minutos Driss escuchó retazos de la canción cuando la melodía llegaba a las notas altas. Luego el sonido se perdió en el silencio envolvente.
Esperó. El sol empezó a caer con mucha fuerza. Se cubrió la cabeza con su albornoz. Los camellos se miraban estúpidamente estirando el cuello y enseñando sus dientes marrones y amarillos. Pensó en tocar la flauta, pero no parecía el momento apropiado: estaba demasiado inquieto, demasiado deseoso de estar allí arriba con su arma, agazapado tras las rocas, acechando a la delicada presa. Pensó en Tesalit y se preguntó qué aspecto tendría. Lleno de negros y de tuaregs y sin duda más animado que Tabelbala por la carretera que lo atravesaba. Se oyó un disparo. Esperó oír más, pero no fue así. Volvió a imaginarse allí entre los peñascos apuntando a un animal que pasaba volando. Apretaba el gatillo, el animal caía. Aparecían otros y les acertaba a todos. En la oscuridad, los viajeros se sentaban alrededor del fuego hartándose de la sabrosa carne asada; los rostros brillantes de grasa. Todos estaban contentos e incluso el mungarí reconocía que el joven filali era mejor cazador que todos.
Con el creciente calor se quedó adormilado y su mente jugueteaba con un paisaje de suaves muslos y senos duros y pequeños que surgían como dunas de arena; retazos de canciones flotaban como nubes en el cielo y el aire se espesaba con el aroma de la suntuosa carne de gacela.
Se incorporó y miró rápidamente a su alrededor. Los camellos estaban tumbados con el cuello extendido en el suelo ante ellos. Nada había cambiado. Se puso en pie y exploró inquieto el paisaje rocoso. Mientras dormía, una presencia hostil se había deslizado en su conciencia. Al traducir a pensamientos lo que ya había intuido lanzó un grito. Desde el primer momento en que vio aquellos ojillos inquietos había sentido desconfianza del mungarí, pero como sus tíos lo habían aceptado, Driss alejó la sospecha a los rincones más oscuros de su mente. Ahora, liberada en el sueño, había regresado de golpe. Se volvió hacia la ardiente ladera y miró fijamente entre los peñascos, hacia las negras sombras. En su memoria volvió a oír los disparos entre las rocas y supo lo que significaban. Perdiendo el aliento en un sollozo corrió a montarse en su mehari, lo obligó a levantarse y llevaba ya varios centenares de pasos cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Detuvo al animal para quedarse sentado en silencio un momento volviendo la mirada al campamento con miedo e indecisión. Si sus tíos estaban muertos no le quedaba otro remedio que salir a pleno desierto lo antes posible; huir de las rocas donde podía ocultarse el mungarí mientras apuntaba.
Y así, sin conocer el camino para ir a Tessalit y sin comida ni agua suficientes, se puso en marcha levantando de vez en cuando una mano para secarse las lágrimas.
Durante dos o tres horas continuó el camino sin apenas darse cuenta de hacia dónde caminaba el mehari. De pronto se irguió en la silla, lanzó un juramento contra sí mismo y, enfurecido, dio media vuelta a la cabalgadura. En aquel mismo momento sus tíos podían estar sentados en el campamento con el mungarí preparando un mechui y una hoguera preguntándose por qué su sobrino les había abandonado. O tal vez se habían puesto ya en marcha para buscarle. No habría excusa posible para su conducta, que había sido resultado de un horror absurdo. Mientras pensaba en eso crecía la irritación que sentía contra sí mismo: se había comportado de un modo imperdonable. Era más de mediodía; el sol estaba en poniente. Sería tarde cuando llegara. Ante la perspectiva de los inevitables reproches y las risas de burla con que lo recibirían sintió que el rostro le ardía de vergüenza y espoleó con rabia los costados del mehari.
Un buen rato antes de llegar al campamento oyó cantar. Esto le sorprendió. Se detuvo y escuchó: la voz estaba demasiado lejos para poder identificarla, pero Driss estaba seguro de que era la del mungarí. Siguió rodeando la ladera del monte hasta llegar a un lugar donde se veían perfectamente los camellos. La canción dejó de oírse y reinó el silencio. Algunos de los fardos habían vuelto a ser cargados en los camellos en preparación para la partida. El sol había descendido mucho y las sombras de las rocas se alargaban sobre la tierra. No había señales de que sus tíos hubieran cazado nada. Los llamó dispuesto a bajarse. Casi en el mismo momento se oyó un disparo muy cerca y escuchó el pequeño ruido silbante de un proyectil que le pasaba rozando la cabeza. Cogió su arma. Se oyó otro disparo y sintió un dolor intensio en el brazo; el arma cayó al suelo.
Durante un momento permaneció allí sujetándose el brazo, aturdido. Luego saltó rápidamente al suelo, permaneció agazapado entre las piedras y extendió el brazo indemne para coger el arma. Al tocarla se oyó un tercer disparo y el rifle saltó por el suelo hacia él envuelto en una nube de polvo. Retiró la mano y se la miró: estaba oscura y goteaba sangre. En ese momento el mungarí cruzó a saltos el espacio abierto que mediaba entre ellos. Antes de que Driss pudiese levantarse el hombre estaba encima y lo habría derribado con la culata de su rifle. El cielo tranquilo se extendía en lo alto; el mungarí levantó la vista para mirarlo desafiante. Se sentó a horcajadas sobre el joven que estaba tendido boca arriba y le clavó el rifle en el cuello, justo debajo de la barbilla, mascullando:
―¡Perro filali!
Driss levantó la mirada hacia él con cierta curiosidad. El mungarí tenía las de ganar; Driss no podía hacer nada más que esperar. Miró aquel rostro a la luz del sol y descubrió una intensidad peculiar en él. Reconocía la expresión: es la que produce el hachís. Arrastrado por sus abrasantes vapores, un hombre puede escaparse muy lejos del mundo del significado. Sólo existía el cielo que se desvanecía. El rifle lo ahogaba un poco.
―¿Dónde están mis tíos? ―susurró.
El mungarí empujó con más fuerza el rifle contra la garganta, se agachó un poco hacia él y con una mano le arrancó el seruel dejándolo desnudo de cintura para abajo; Driss se revolvió un poco al sentir debajo las piedras frías.
Luego el mungarí sacó una cuerda y le ató los pies. Dio dos pasos hasta la cabeza y repentinamente se dio la vuelta clavándole el rifle en el ombligo. Con la otra mano le sacó el resto de la ropa por la cabeza y le ató las muñecas. Usando una vieja navaja de barbero cortó la cuerda sobrante. Durante todo este tiempo Driss llamaba a sus tíos por su nombre, en voz alta, primero a uno y luego a otro.
El hombre se apartó y observó el cuerpo joven tendido sobre las piedras. Pasó el dedo por la hoja de la navaja; una agradable excitación de apoderó de él. Se acercó, bajó la vista y miró el sexo que surgía de la base del vientre. No del todo consciente de lo que hacía, lo cogió con una mano y pasó el otro brazo por debajo con el movimiento de un segador blandiendo una hoz. Lo cercenó de un tajo. Quedó un agujero redondo y oscuro al nivel de la piel; lo miró un momento con atención, sin verlo. Driss lanzaba alaridos. Todos los músculos de su cuerpo sobresalían, se agitaban.
Lentamente el mungarí sonrió, enseñando los dientes. Puso la mano sobre el duro vientre del muchacho y alisó la piel. Entonces hizo una incisión vertical y, utilizando las dos manos, insertó con gran cuidado el órgano cortado hasta que desapareció.
Mientras se limpiaba las manos en la arena uno de los camellos emitió un repentino gruñido. El mungarí se levantó d un salto y se dio media vuelta salvajemente, enarbolando la navaja en el aire. Luego, avergonzado de su temor, pensando que quizá Driss estuviera observándolo y burlándose de él (aunque los ojos del joven estaba cegados por el dolor), le dio un puntapié en el estómago que le obligó a caer boca abajo, con pequeños movimientos espasmódicos. Mientras el mungarí seguía sus convulsiones con la mirada le vino una nueva idea. Estaría bien infligir una última humillación al joven filali. Se lanzó sobre él y esta vez disfrutó sin prisas, vociferando. Al final se quedó dormido.
Al amanecer se despertó y buscó su navaja, que estaba allí cerca en el suelo. Driss gemía débilmente. El mungarí le dio la vuelta y fue pasándole la navaja por el cuello con un balanceo como el de una sierra hasta que estuvo seguro de haberle segado la tráquea. Luego se levantó, se alejó y terminó la operación de cargar los camellos que había comenzado el día anterior. Hecho esto pasó un buen rato arrastrando el cuerpo hasta el pie de la colina y escondiéndolo allí entre las rocas.
Para transportar la mercancía de los filali a Tessalit (ya que en Taudeni no encontraría compradores) era necesario que se llevara los mehara. Cuando llegó habían transcurrido cincuenta días. Teessalit es una ciudad pequeña. Cuando el mungarí empezó a enseñar el cuero a la gente, un viejo filali  que vivía allí a quien la gente llamaba Esh Shibani, se enteró de su presencia. Acudió a ver los cueros como eventual comprador y el mungarí cometió la imprudencia de dejarle que examinara la mercancía. El cuero de filali es inconfundible y sólo ellos lo compran y venden en gran cantidad. Esh Shibani sabía que el mungarí los había obtenido ilegalmente, pero no dijo nada. Cuando unos días más tarde llegó otra caravana de Tabelbala con amigos de los tres filala que preguntaron por ellos y se inquietaron al saber que no habían llegado, el anciano acudió al tribunal. Tras salvar algunas dificultades encontró a un francés que estaba dispuesto a escucharle. Al día siguiente el Commandant y dos subalternos hicieron una visita al mungarí. Le preguntaron cómo era que tenía tres mehara de más que todavía llevaban arreos de los filala; sus respuestas se volvieron evasivas. Los franceses escucharon muy serios, le dieron las gracias y se marcharon. El mungarí no vio cómo el Commandant les hacía un guiño a los otros al salir a la calle, así que se quedó sentado en el patio sin saber que había sido juzgado y declarado culpable.
Los tres franceses volvieron al Tribunal donde los mercaderes filala recién llegados estaban sentados con Esh Shibani. La historia se había repetido más de una vez; no existía la menor duda sobre la culpa del mungarí.
―Es vuestro ―dijo el Commandant―. Haced con él lo que queráis.
Los filala se deshicieron en muestras de agradecimiento, celebraron una breve conferencia con el anciano Shibani y salieron majestuosamente en grupo. Cuando llegaron a la vivienda del mungarí éste se encontraba preparando el té. Al levantar la vista un escalofrío recorrió su espina dorsal. Empezó a decirles a gritos que él era inocente; ellos no dijeron palabra, pero con el cañón de un rifle le hicieron levantarse y lo lanzaron contra una esquina donde continuó farfullando y gimoteando. Bebieron en silencio el té que había preparado, hicieron más y al oscurecer salieron. Lo ataron a uno de los mehara, montaron en los suyos y atravesaron en silenciosa procesión (silenciosa salvo por el mungarí) las puertas de la ciudad internándose en el infinito yermo.
Prosiguieron el camino durante media noche hasta que llegaron a una región del desierto nunca frecuentada. Atado al camello, el mungarí se debatía delirante, mientras cavaban una fosa como para hacer un pozo; cuando terminaron, lo descolgaron del animal, todavía bien atado, y le metieron de pie en ella. Luego llenaron todo el espacio alrededor de su cuerpo con arena y piedras y dejaron solamente la cabeza sobre la superficie de la tierra. A la débil  luz de la luna su cráneo afeitado y sin turbante se asemejaba bastante a una piedra. El mungarí seguía suplicándoles e invocando a Alá  y a Sidi Ahmed Ben Musa para que atestiguaran su inocencia. Pero podía haber estado cantando una canción, por la atención que prestaban sus palabras. Después los filala se pusieron en camino hacia Tessalit; en unos instantes estuvieron fuera del alcance de sus gritos. Cuando se marcharon el mungarí enmudeció esperando, tras horas de frío, el sol que primero lo calentaría y luego lo abrasaría, llevándole sed, fuego, visiones. A la noche siguiente no sabía dónde estaba, no sentía el frío. A ras de suelo el viento le metía el polvo en la boca mientras cantaba.

SS Saturnia
Nueva York-Gibraltar, 1948



Paul Bowles
Cuentos escogidos
Alfaguara Editores, México D.F., 1995, pp. 133-144.


Paul Bowles / Parada en Corazón

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Paul Bowles
Parada en Corazón
Traducción de Guillermo Lorenzo

─Pero ¿cómo puedes querer que venga con nosotros una criatura tan horrible? No tiene sentido. Sabes cómo son.
─Sé cómo son ─repuso su marido─. Es reconfortante mirarlos. Pase lo que pase, si lo tengo y puedo mirarlo, recordaré lo estúpido que fui al enfadarme.
Se asomó más sobre la barandilla y miró fijamente hacia abajo, al muelle. Vendían cestos, juguetes pintados y toscos, de goma dura y natural, pieles de serpiente enteras sin enrollar y cinturones y carteras de piel de otros reptiles. Y, apartado de estas mercancías, lejos de la abrasante luz del sol, a la sombra de una caja de cartón, había un monito, pequeño y peludo. Tenía las manos cruzadas y la frente arrugada en un triste gesto de temor.
─¿No te parece maravilloso?
─Eres imposible… y un poco insultante ─repuso ella. Él se volvió para mirarla:
─¿Lo dices en serio? ─vio que sí hablaba en serio.
Ella prosiguió, examinándose los pies, las sandalias y las estrechas tablas de cubierta que había debajo.
─Sabes que la verdad es que no me importan todas estas tonterías ni lo loco que estás. Pero déjame terminar ─él movió la cabeza mostrando su acuerdo y se volvió a mirar el muelle abrasante y el miserable poblado con techumbres de lata que había detrás─. Ni que decir tiene que no me importa todo eso, porque, si no, no estaríamos los dos juntos. Podrías estar solo…
─No se puede ir solo de luna de miel ─interrumpió él.
─Tú sí podrías ─lanzó una risita.
Él extendió la mano sobre la barandilla para coger la de ella, pero ella la apartó diciendo:
─Estoy todavía hablando contigo. Cuento con que estás loco y cuento con ceder en todo contigo. Yo también estoy loca, lo sé. Pero me gustaría que hubiera alguna manera de poder sentir que, por una vez, el hecho de que ceda significa algo para ti. Me gustaría que supieras estar agradecido por ello.
─¿Tú crees que me complaces hasta tal punto? No me había dado cuenta ─su voz sonaba opaca.
─Yo no trato de complacerte de ningún modo. Me limito a tratar de vivir contigo durante un largo viaje en una serie de camarotes minúsculos de una interminable serie de barcos malolientes.
─¿Qué quieres decir? ─exclamó él agitado─. Siempre has dicho que te encantaban los barcos. ¿Has cambiado de idea o es que has perdido el juicio?
Ella se dio la vuelta y se dirigió a la proa.
─A mí no me hables ─dijo─. Vete a comprar tu mono.
Con una expresión solícita en el rostro, él fue tras ella.
─Sabes de sobra que no lo voy a comprar si eso te va a hacer desgraciada.
─Me sentiría peor si no lo hicieses, así que ve a comprarlo ─se detuvo y se dio la vuelta─. Me encantaría tenerlo. De veras te lo digo. Me parece entrañable.
─No consigo entenderte.
Ella sonrió.
─Lo sé. ¿Te preocupa mucho?
Después de comprar el mono y atarlo a la barra de metal de la litera de la cabina, él dio un paseo para explorar el puerto. Era un pueblo hecho de lata ondulada y alambre de espino. El calor del sol era doloroso incluso bajo el manto de niebla que flotaba a baja altura. Era mediodía y había poca gente en las calles. Llegó a los límites del pueblo así de inmediato. Allí, entre él y la selva, se extendía una corriente estrecha, lenta, cuyas aguas eran color café puro. Había unas mujeres lavando ropa; los chiquillos chapoteaban. Unos gigantescos cangrejos grises se perdían entre los agujeros que habían hecho en el barco a lo largo de la ribera. Se sentó sobre unas raíces que se retorcían intrincadas al pie de un árbol y sacó el cuaderno que llevaba siempre. La víspera, en un bar de Pedernales, había escrito: «Sistema para suprimir la impresión del horror que produce una cosa: Fijar la atención en el objeto o la situación dados de modo que los distintos elementos, todos ellos familiares, se vuelven a agrupar. Lo espantoso no es nada más que un esquema que no nos resulta familiar.»
Encendió un cigarrillo y contempló los infructuosos intentos de las mujeres por lavar las harapientas prendas. Lanzó luego la colilla encendida al cangrejo más próximo y escribió con cuidado: «Por encima de cualquier otra cosa, la mujer necesita un cumplimiento estricto y ritual de las tradiciones de la conducta sexual. Ésa es su definición del amor». Pensó en las burlas que suscitaría esta afirmación en la muchacha que había en el barco. Después de mirar la hora escribió apresuradamente: «La educación moderna, es decir, intelectual, al haber sido concebida por hombres y para hombres, la inhibe y la confunde. Ella se venga…»
Dos niños desnudos que volvían de jugar en el río subieron corriendo ante él, salpicándole de agua el cuaderno. Los llamó, peor continuaron sus carreras sin prestarle atención. Se guardó el lápiz y el cuaderno en el bolsillo, sonriendo, y observó cómo se perseguían correteando el uno al otro en una nube de polvo.
Cuando llegó al barco, los truenos bajaban rodando desde la sirena que había en torno al puerto. La tormenta alcanzó su paroxismo justo en el momento en que zarpaban.
Ella estaba sentada en su litera mirando por la escotilla abierta. Los estridentes estampidos del trueno resonaban de un lado a otro de la bahía mientras navegaban hacia mar abierto. Él, doblado frente a su litera, leía.
─No apoyes la cabeza en la pared de metal ─advirtió─. Es un conductor perfecto.
Ella saltó al suelo y se dirigió al lavabo.
─¿Dónde están esas dos botellas de White horse que compramos ayer?
Él señaló con un gesto.
─A tu lado, en la repisa. ¿Vas a beber?
─Voy a tomar un trago, sí.
─¿Con este calor? ¿Por qué no esperas a que escampe y te lo tomas en la cubierta?
─Lo quiero ahora. Cuando despeje ya no lo necesitaré. Sirvió el whisky y añadió agua de la garrafa que había en la repisa, sobre el lavabo.
─Naturalmente, te das cuenta de lo que haces.
Ella le miró airadamente.
─¿Qué estoy haciendo?
Él se encogió de hombros.
─Nada, aparte de dejarte llevar por un estado emocional pasajero. Podrías leer o tumbarte y dormitar.
Con el vaso en una mano, ella abrió con la otra la puerta que daba al pasillo y salió. El ruido del portazo asustó al mono, que estaba encaramado en una maleta. Vaciló un momento y se metió corriendo bajo la litera de su amo. Éste hizo unos chasquidos con los labios para animarle a salir y luego volvió a su libro. Al poco rato empezó a imaginarla sola y triste en cubierta y este pensamiento se interpuso ante el placer de leer. Se obligó a sí mismo a permanecer tendido e inmóvil durante unos pocos minutos, con el libro abierto boca abajo sobre el pecho. El barco avanzaba a toda velocidad, y el ruido de los motores era más fuerte que la tormenta que rugía en el cielo.
Al poco se levantó y salió a cubierta. La tierra que quedaba atrás estaba ya oculta por la lluvia, y el aire olía a alta mar. Ella se hallaba de pie junto a la borda, mirando hacia abajo, a las olas, con el vaso vacío en la mano. Al verla se sintió invadido por la compasión, pero no fue capaz de acercarse y expresar con palabras de consuelo la emoción que sentía.
De nuevo en el camarote encontró al mono en su litera arrancando despacio las páginas del libro que había estado leyendo.
El día siguiente lo pasaron preparándose sin prisas para desembarcar y cambiar de barco. En Villalta tenían que coger un o más pequeño que les llevaría al otro lado del delta.
Cuando ella volvió para hacer las maletas después de la cena, permaneció de pie un momento examinando el camarote.
─Lo ha puesto todo patas arriba ─dijo su marido─, pero encontré tu collar detrás de la maleta grande; de todos modos, habíamos leído ya todas las revistas.
─Supongo que eso representa el impulso innato de destruir del hombre ─dijo ella chutando una pelota de papeles arrugados por el suelo─. Y la próxima vez que él trate de morderte será por la inseguridad básica del hombre.
─No sabes lo aburrida que resultas cuando tratas de ser cáustica. Si quieres que me deshaga de él, lo haré. Es bastante fácil.
Ella se agachó para tocar el animal, pero éste retrocedió inquieto, escondiéndose bajo la litera. Ella se puso en pie.
─Él no me molesta. El que me molesta eres tú. Él no puede evitar ser un pequeño monstruo, pero  me recuerda constantemente que tú podrías evitarlo si quisieras.
El rostro de su marido adoptó el gesto impasible que lo caracterizaba cuando estaba decidido a no perder los nervios. Ella sabía que contendría su irritación hasta que estuviera desprevenida para el ataque. Él no dijo nada; simplemente estuvo tamborileando unos compases insistentes con las uñas en la tapa de la maleta.
─Claro que no quiero decir que tú seas un monstruo ─prosiguió ella.
─¿Por qué no decirlo? ─preguntó él sonriendo amablemente─. ¿Qué hay de malo en la crítica? Probablemente lo soy, para ti. Me gustan los monos porque los veo como pequeñas réplicas del hombre. Tú crees que los hombres son otra cosa, algo espiritual o Dios sabe qué. Sea lo que sea me doy cuenta de que eres tú la que siempre está desilusionada y andas preguntándome cómo la humanidad puede ser tan bestial. Yo creo que la humanidad está bien.
─No sigas, por favor ─dijo ella─. Conozco tus teorías. Nunca te convencerás ni a ti mismo con ellas.
Cuando hubieron terminado de hacer el equipaje, se metieron en la cama. Mientras apagaba la luz detrás de la almohada, él preguntó:
─Dime la verdad. ¿Quieres que se lo regale al camarero?
Ella apartó de una patada la sábana en la oscuridad. Por la escotilla, cerca del horizonte, veía las estrellas, y el mar tranquilo se deslizaba justo debajo de ella.
Sin pensarlo dijo:
─¿Por qué no lo tiras por la borda?
En el silencio que siguió se dio cuenta de que había hablado precipitadamente, pero la tibia brisa que rozaba lánguida su cuerpo le hacía cada vez más difícil pensar o hablar. Cuando ya se dormía le pareció oír que su marido le decía lentamente:
─No me extrañaría que lo hicieras. No me extrañaría.
A la mañana siguiente durmió hasta tarde y cuando se levantó para desayunar su marido ya había terminado de hacerlo y estaba recostado fumando.
─¿Qué tal estás? ─preguntó alegremente─. El camarero está encantado con el mono.
Ella sintió una oleada de satisfacción.
─Ah ─exclamó sentándose─. ¿Se lo has regalado? No tenías por qué hacerlo ─echó una ojeada al menú; era el mismo de todos los días─. Pero creo que es mejor así. Un mono no pega en un aluna de miel.
─Me parece que tienes razón ─convino él.
Villalta era sofocante y polvorienta. En el barco que dejaban se habían acostumbrado a estar rodeados de muy pocos pasajeros y resultaba una sorpresa desagradable encontrar el nuevo atiborrado de gente. Este barco era un transbordador de dos cubiertas, pintado de blanco y con una enorme rueda de palas en la popa. En la cubierta inferior, que se hallaba a no más de sesenta centímetros de la superficie del río, los pasajeros y la carga estaban listos para el viaje, apretados y revueltos unos con otros. La cubierta superior tenía un salón y una docena más o menos de estrechos camarotes. En el salón, los pasajeros de primera deshacían sus atados de almohadas y abrían sus bolsas de papel llenas de comida. La luz anaranjada del atardecer inundaba la sala.
Se asomaron a varios compartimientos.
─Parece que están todos vacíos ─dijo ella.
─Ya se ve por qué. Aún así, estar independientes sería una ventaja.
─Ésta es doble. Y tiene cortinilla en la ventana. Ésta es la mejor.
─Buscaré al camarero o a quien sea. Entra y toma posesión.
Empujó las maletas quitándolas del pasillo, donde el cargador las había dejado y se marchó en busca de un empleado. En todos los rincones del barco la gente parecía multiplicarse. Había el doble que un momento antes. El salón estaba completamente lleno, y el suelo cubierto por grupos de viajeros con niños pequeños y mujeres de edad que se habían tendido ya sobre mantas y periódicos.
─Esto parece el cuartel general del Ejército de Salvación la noche después de una catástrofe ─dijo él al regresar al camarote─. No consigo encontrar a nadie. De todos modos más vale que nos quedemos aquí dentro. Los otros camarotes están empezando a llenarse.
─Yo no sé si prefiero irme a cubierta ─anunció ella─. Aquí hay cientos de cucarachas.
─Y probablemente cosas peores ─añadió él mirando las literas.
─Lo que hay que hacer es quitar esas sábanas asquerosas y echarse directamente en el colchón ─ella se asomó al pasillo. El sudor le corría por el cuello─. ¿Tú crees que estamos seguros?
─¿Qué quieres decir?
─Tanta gente metida en este trasto.
Él se encogió de hombros.
─No es más que una noche. Mañana estaremos en Ciénaga. Y ya casi ha oscurecido.
Ella cerró la puerta y se apoyó en la madera sonriendo un poco.
─Creo que va a ser divertido ─dijo.
─¡El barco se mueve! ─exclamó él─. Vamos a cubierta. Si es que conseguimos salir de aquí.
Lentamente y con dificultad el barco avanzaba por la bahía hacia la oscura costa del este. La gente cantaba y tocaba la guitarra. En la cubierta inferior había una vaca mugiendo sin parar. Pero por encima de todos los sonidos resonaba el bullicio de agua alborotada que hacían las enormes palas.
En medio de una multitud vociferante y apoyados en las barras de la barandilla, se sentaron en cubierta y contemplaron cómo la luna se elevaba sobre los manglares que se extendían ante ellos. A medida que se aproximaban al otro lado de la bahía parecía que el barco fuera a subirse directamente en la orilla, pero al poco rato apareció una estrecha ensenada y el barco se introdujo por ella con cautela. La gente se apartó inmediatamente de la barandilla arremolinándose contra la pared. Las ramas de los árboles de la orilla comenzaron a rozar el barco, arañando las paredes exteriores de los camarotes y azotando luego violentamente la cubierta.
Ellos se abrieron paso entre la masa de gente, y cruzando el salón llegaron al otro lado de la cubierta; allí estaba sucediendo lo mismo.
─Es un disparate ─dijo ella─. Es como una pesadilla. ¡A quien se le diga que atravesamos un canal que no es más ancho que el barco! Me pone nerviosa. Me voy al camarote a leer.
Su marido le soltó el brazo.
─No eres capaz jamás de meterte en el espíritu de las cosas, ¿eh?
─Dime cuál es el espíritu y veré si me meto en él ─replicó ella dándose la vuelta.
Él la siguió.
─¿No quieres bajar a la otra cubierta? Parece que se están animando ahí abajo. Escucha ─levantó la mano. Desde abajo llegaban repetidos gritos de risa.
─¡Desde luego que no! ─gritó ella sin volverse  mirar.
Él bajó a la otra cubierta. Había grupos de hombres, sentados en abultados sacos de arpillera y cajas de madera, echando monedas al aire. Las mujeres estaban detrás de ellos, fumando cigarrillos negros t chillando excitadas. Él las miró con atención pensando que si no les faltaran tantos dientes hubieran sido hermosas. «Carencia de minerales en el suelo», comentó para sí.
De pie al otro lado del círculo de jugadores, frente a él, había un nativo joven y musculoso cuya gorra de visera y ligero aire distante parecían indicar que ocupaba un puesto oficial de algún tipo a bordo. El viajero se abrió paso con dificultad hacia donde estaba y le habló en español:
─¿Es usted empleado aquí?
─Sí, señor.
─Estoy en el camarote número ocho. ¿Le puedo pagar a usted el suplemento?
─Sí, señor.
─Bien.
Se buscó en el bolsillo la cartera recordando al mismo tiempo con fastidio que a había dejado arriba, guardada con la llave en la maleta. El hombre le miraba expectante. Tenía la mano extendida.
─Me he dejado el dinero en el camarote ─y añadió─: Lo tiene mi mujer. Pero si sube dentro de media hora le pagaré el suplemento.
─Sí, señor.
El hombre bajó la mano y se limitó a mirarle. «Aunque daba una impresión de fuerza puramente animal, su rostro ancho y un poco simiesco resultaba hermoso», pensó el marido. Le sorprendió que un momento después aquel semblante dejara traslucir una timidez del chiquillo al decir:
─Voy a fumigar el camarote para su señora.
─Gracias. ¿Hay muchos mosquitos?
El hombre gruñó y sacudió los dedos de una mano como si se los acabara de quemar.
─Pronto verá cuántos.
Se marchó.
En aquel momento el barco dio una violenta sacudida y se produjo un gran regocijo entre los pasajeros. Él se abrió camino hacia la proa y vio que el piloto había metido el barco en la orilla. La maraña de ramas y raíces estaba a muy poca distancia de su cara; sus intrincadas formas se hallaban vagamente iluminadas por los fanales del barco. Éste retrocedió pesadamente y las agitadas aguas del canal se elevaron hasta el nivel de cubierta lamiendo el borde exterior. Lentamente la proa fue deslizándose por la orilla hasta volver a apuntar hacia el centro del canal y entonces prosiguieron. Pero al poco rato el canal formaba una curva tan pronunciada que volvió a suceder lo mismo y él se vio lanzado lateralmente contra un saco de algo desagradablemente blando y húmedo. Bajo cubierta sonó una campana dentro del barco; las risas de los pasajeros eran ahora más fuertes.
Finalmente continuaron la marcha, pero ahora el movimiento se hizo penosamente lento debido a que los recodos se hacían cada vez más pronunciados. Bajo el agua gemían los tocones de los árboles cuando el barco presionaba sus costados contra ellos. Las ramas crujían y se rompían cayendo en las cubiertas superiores y de proa. El fanal que había allí fue barrido al agua.
─Esta no es la travesía normal  ─murmuró un jugador levantando la vista.
─¿Qué? ­─exclamaron varios viajeros casi al unísono.
─Hay un montón de canales por aquí. Vamos a recoger carga en Corazón.
Los jugadores se retiraron al interior, a un espacio cuadrangular que otros formaban apartando algunas cajas. Él los siguió. Allí estaban relativamente a salvo de la invasión de las ramas. La cubierta estaba mejor iluminada allí y esto le dio la idea de hacer una anotación en su cuaderno. Apoyándose sobre un cajón en que se leía Vermífugo Santa Rosalía, escribió: «18 de noviembre. Nos deslizamos por la corriente sanguínea de un gigante. La noche es muy oscura».  Entonces una nueva colisión con tierra le hizo caer y, con él, a todos cuantos no estaban protegidos entre objetos sólidos.
Algunos niños lloraban, pero la mayoría de ellos dormían aún. Se dejó caer en el suelo. Encontrándose en una postura bastante cómoda, se sumió en un estado letárgico que interrumpían irregularmente los gritos de la gente y las sacudidas del barco.
Cuando se despertó más tarde, el barco se hallaba completamente parado, los juegos habían terminado y la gente estaba dormida, aunque algunos hombres seguían conversando en pequeños grupos. Él permaneció tendido en silencio, escuchando. Hablaban sólo de sitios; comparaban las cosas desagradables que se encontraban en diversas partes de la república: insectos, clima, reptiles, enfermedades, escasez de alimentos, precios altos.
Miró la hora. Era la una y media. Se puso en pie con dificultad y se dirigió a la escalera. Arriba en el salón las lámparas de queroseno iluminaban un vasto desorden de figuras postradas. Entró en el pasillo y llamó a la puerta que tenía el número ocho. La abrió sin esperar a que ella respondiera. La habitación estaba a oscuras. Escuchó una tos amortiguada cerca y dedujo que estaba despierta.
─¿Qué tal los mosquitos? ¿Vino el hombre mono e hizo lo que querías? ─preguntó él.
Como ella no respondía, encendió una cerilla. No estaba en la litera de la izquierda. La cerilla le quemaba el dedo pulgar. Con la segunda miró en la litera de la derecha. Sobre el colchón había un fumigador de insecticida; el líquido había dejado un gran cerco de aceite en el terliz sin sábanas. Volvió a oírse la tos. Era de alguien en el camarote contiguo.
─¿Y ahora qué?  ─dijo en voz alta, incómodo al encontrarse hasta tal punto inquieto. Lo invadió una sospecha. Sin encender la lámpara corrió para abrir las maletas se ella y en la oscuridad palpó apresuradamente sus ligeras prendas de ropa y los artículos de aseo. Las botellas de whisky no estaban.
No era la primera vez que ella iba a emborracharse a solas; sería fácil encontrarla entre los pasajeros. Sn embargo, como estaba irritado, decidió no buscarla. Se quitó la camisa y el pantalón y se echó en la litera de la izquierda. Su mano tocó una botella que había en el suelo junto a la cabecera. Se levantó lo suficiente para olerla; era cerveza y la botella estaba mediada. Hacía calor en el camarote; bebió con fruición lo que quedaba del líquido caldoso y amargo y lanzó la botella rodando por la habitación.
El barco no se movía, pero se oían gritos aquí y allá. De vez en cuando se escuchaba un golpe seco cuando subían a bordo un fardo o algo pesado. Miró por la ventanita cuadrada que tenía la cortinilla. En primer término, débilmente iluminado por los fanales en el barco, unos pocos hombres de tez oscura, desnudos salvo por los andrajosos calzoncillos, se hallaban de pie en un embarcadero hecho sobre el barro y miraban hacia el barco. Por entre las interminables marañas de raíces y troncos que había tras ellos, vio una hoguera llameando, pero estaba  mucho más atrás, en el médano. El aire olía a agua estancada y a humo.
Decidiendo aprovechar el relativo silencio, se tumbó y trató de dormir; sin embargo, no se extrañó de lo difícil que le fue relajarse. Era siempre difícil dormir cuando ella no estaba en la habitación. Le faltaba el consuelo de su presencia y sentía además el temor de ser despertado a su regreso. Cuando se lo permitiera a sí mismo, comenzaría rápidamente a formular ideas y traducirlas a frases cuya observación parecía tanto más urgente porque estaba allí  tendido cómodamente en la oscuridad. A veces pensaba en ella, pero no era más que una figura borrosa cuyo carácter daba sabor a una serie de fondos. Más a menudo repasaba el día que acababa de terminar tratando de convencerse a sí mismo de que lo había alejado un poco más de la niñez. A menudo, durante meses seguidos, lo extraño e sus sueños lo convencía de que, por fin, había doblado el recodo del camino, de que el oscuro lugar había quedado por fin atrás, de que estaba fuera del alcance del oído. Entonces, una noche, dormido, antes de que le diera tiempo a rechazarlo, se encontraba mirando fijamente un objeto olvidado hacía mucho ─un plato, una silla, un acerico─ y la habitual sensación de futilidad y tristeza volvía a aparecer.    
El motor se puso en marcha y volvió a oírse el estruendo del agua batida por la rueda de palas. Se alejaban de Corazón. Se alegraba. «Ahora no la oiré cuando entre y empiece a hacer ruido por el camarote», pensó, y se sumió en un ligero sueño.
Se estaba rascando las piernas y los brazos. El vago malestar que sentía desde hacía un rato se hizo plenamente perceptible y se sentó irritado. Por encima de los ruidos que producía el barco oía otro que entraba por la ventana: un ruido increíblemente agudo y minúsculo; minúsculo, pero constante en tono e intensidad. Saltó de la litera y se acercó a la ventana. El canal era más ancho en aquella parte y la vegetación colgante ya no rozaba los costados del barco. En el aire, cerca, muy lejos, en todas partes, flotaba el tenue gemido e las alas de los mosquitos. La novedad del fenómeno le dejó atónito y completamente maravillado. Por un momento miró cómo pasaba ante él la negra y enmarañada jungla. Luego, con el escozor, se acordó de los mosquitos de dentro del camarote. La cortinilla no llegaba a lo alto de la ventana; había espacio de sobra para que entraran. Incluso allí en la oscuridad, al recorrer con los dedos el marco para buscar la manecilla, los sentía; tantos eran.
Ahora que estaba despierto del todo encendió una cerilla y fue a la litera de ella. Naturalmente, no estaba. Levantó el fumigador y lo sacudió. Estaba vacío y mientras se apagaba la cerilla vio que la mancha del colchón había crecido aún más.
─¡Hijo de puta! ─masculló y, volviendo a la ventana, empujó la cortinilla con fuerza hacia arriba para cerrar la abertura. Al soltarla cayó al agua y casi inmediatamente sintió la suave caricia de minúsculas alitas por toda la cabeza. En camiseta y pantalón salió corriendo al pasillo. En el salón nada había cambiado. Casi todo el mundo estaba durmiendo. Las puertas que daban a cubierta tenían mosquiteros. Las examinó, parecían instalados con mayor solidez. Unos pocos mosquitos le rozaron la cara, pero no eran las hordas de antes. Se introdujo entre dos mujeres que dormían sentadas con la espalda contra la pared y permaneció allí, penosamente incómodo, hasta que empezó a dormitar de nuevo. No tardó en abrir los ojos para encontrar la tenue luz del alba en el aire. Le dolía el cuello. Se levantó y salió a cubierta, donde se había congregado la mayoría de la gente del salón.
El barco estaba atravesando un amplio estuario salpicado de grupos de arbustos y árboles que surgían de las aguas poco profundas. A lo largo de las orillas de las islitas había garzas, tan blancas a la luz gris de madrugada que el resplandor parecía salir de su cuerpo.
Eran las cinco y media. A esta hora el barco debía haber llegado a Ciénaga, donde coincidía en su viaje semanal con el tren que iba al interior. Un tenue brazo de tierra que había delante era ya identificado por los ansiosos observadores. El día se despertaba rápidamente; cielo y agua eran del mismo color. En cubierta pesaba el hedor grasiento de los mangos mientras la gente empezaba a desayunar.
Ahora por fin empezó a sentir una verdadera inquietud peguntándose dónde estaría ella. Decidió hacer una inspección inmediata y completa del barco. La reconocería al instante en cualquier grupo. Primero miró detenidamente en el salón, luego agotó las posibilidades de las cubiertas superiores. Luego volvió bajo cubierta, donde el juego había comenzado otra vez. Hacia la popa, atada a los endebles postes metálicos, estaba vaca, que ya no mugía. Cerca había un improvisado cobertizo, donde se alojaba probablemente la tripulación. Al pasar ante la puertecilla se asomó al tragaluz del montante y la vio allí, tendida en el suelo junto a un hombre. Mecánicamente siguió andando; luego dio la vuelta y volvió sobre sus pasos. Los dos estaban dormidos y medio desnudos. En el aire cálido que salía por el mosquitero del montante se percibía el olor del whisky que habían bebido y derramado.
Al subir la escalera, el corazón el latía violentamente. En el camarote cerró las dos maletas de ella, hizo la suya, las puso todas juntas al lado de la puerta y dejó encima las gabardinas. Se puso la camisa, se peinó con cuidado y salió a cubierta. Ciénaga estaba allí delante, en la sombra matinal de las montañas: el muelle era una hilera de chozas recortada contra la selva y la estación ferroviaria estaba a la derecha detrás del poblado.
Mientras atracaban hizo gestos a dos chiquillos, que movían los brazos para llamar su atención y gritaban «¡Equipajes!» Se pelearon un poco hasta que él les mostró los dos dedos levantados. Después, para mayor garantía, los apuntó con el dedo primero a uno y luego a otro, y ellos sonrieron. Sin dejar de sonreír, permanecieron detrás de él con las maletas y las gabardinas, así que fue de los primeros pasajeros de la cubierta superior que bajó a tierra. Caminaron calle adelante hasta la estación con los papagayos chillándoles desde todos los pajizos y tejados picudos picudos a lo largo del camino.
En el atiborrado tren que esperaba, con el equipaje por fin en la repisa, el corazón le latía con más fuerza que nunca y él no apartó la mirada dolorida de la larga y polvorienta calle que conducía al muelle. En el extremo más alejado, cuando ya sonaba el silbato, le pareció ver una figura de blanco corriendo entre los perros y los niños hacia la estación, pero el tren se puso en marcha mientras miraba y la calle se perdió de vista. Sacó su cuaderno y se sentó con él en el regazo sonriendo al paisaje verde y reluciente, que se movía cada vez más deprisa al otro lado de la ventana.
Nueva York, 1946

Paul Bowles
Cuentos escogidos
Alfaguara Editores, México D.F., 1995, pp.43-58
              

Paul Bowles / Tapiama

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Paul Bowles
TAPIAMA
Traducción de José Joaquín Blanco

El río pasaba exactamente detrás del hotel. Si viniera de muy lejos, de tierra adentro, habría sido ancho y silencioso, pero como en realidad sólo era un arroyo hinchado por las lluvias y su lecho estaba lleno de rocas, hacía un ruido caudaloso que el fotógrafo confundió por un momento con el sonido de un aguacero.
El calor y el viaje lo habían rendido. Y después de comer pescado frito (ya frío), un mantecoso omelette como suela, frijoles refritos con arroz y plátanos tostados, había caído en un sueño tan pesado como si hubiera tomado alguna droga. Tambaleándose, arrancándose los pantalones y la camisa, a la vez que levantaba el tieso mosquitero que apestaba a polvo, había caído como piedra en el colchón, de cuya dureza apenas se percató mientras se perdía por completo en el sueño.
En la noche, cuando despertó, supo que sólo había dormido el falso sueño de la indigestión; y con los ojos abiertos en la oscuridad pensó que iba a serle muy difícil regresar al olvido de sí mismo. Fue entonces cuando advirtió, como trasfondo, el nocturno y monótono sonido del río y lo tomó por el de un aguacero. Arriba, muy arriba de su cabeza (¿cómo podía haber techos tan altos?), la nerviosa lucecilla de una luciérnaga chisporroteaba a ratos su código indescifrable.
Estaba acostado boca arriba, y algo descendía serpenteando por su pecho; quiso atraparlo con la mano y aplastó una móvil gota de sudor. La sábana burda estaba empapada bajo su cuerpo. Pensó en cambiar de posición; pero si intentaba moverse seguramente no haría sino iniciar una larga serie de vueltas y revueltas en el lecho, y cada nueva postura le resultaría más incómoda que la anterior. Desde la oscuridad anónima de un cuarto cercano alguien tosía de vez en cuando, pero él no distinguía si era un hombre o una mujer. Sentía el estómago tan pesado como si hubiera comido por diez personas a la vez. El recuerdo de la comida se iba cubriendo lentamente de un horror turbio, sobre todo el del pesado omelette frío y su brillo mantecoso.
Estar ahí acostado, oliendo el polvo del mosquitero, era como ser un mueble amortajado con una bolsa harpillera. Quería salir a caminar por la calle, pero había dificultades: el anciano del hotel le había dicho que se suspendía la electricidad a medianoche. En lugar de poner los cerillos bajo la almohada, los había dejado en la bolsa del pantalón, y no quería caminar descalzo en el piso oscuro.
Además, recordó al escuchar de nuevo el amplio y extrañamente lejano clamor de afuera, estaba lloviendo. Sin embargo, sería un placer callejonear por las calles muertas, aun bajo la lluvia invisible... Si se quedaba inmóvil tal vez podría volverse a dormir. Finalmente, en un arranque desesperado, apartó la cortina del mosquitero y brincó al sitio donde había tirado su ropa sobre una silla.
Se las arregló para ponerse la camisa y los pantalones en el espacio de tres cerillos; con los zapatos fue golpeando en la oscuridad sobre el piso de concreto para asegurarse un sendero sin el peligro de pisar escorpiones o ciempiés; luego prendió el cuarto cerillo y abrió la puerta.
El patio no estaba tan oscuro; en la noche plomiza se esbozaban las grandes plantas en macetones; pero el cielo parecía sencillamente no existir, ahogado por una nebulosidad en la que ningún resplandor de estrellas penetraba. No llovía. “El río debe estar muy cerca”, pensó.
Caminó por el corredor techado, rozando los tentáculos de las orquídeas que colgaban de tiestos y canastas en los aleros, se enredaban en los muebles de mimbre, y se abrió paso hasta la puerta principal, cerrada con dos pasadores. Cuidadosamente descorrió los pasadores metálicos, salió y emparejó la puerta tras de sí. La tiniebla de la calle era tan profunda como la del patio, y el aire tan fijo como dentro del mosquitero; pero había un aroma vegetal, dulce e indefinido, que al mismo tiempo le provocaba sensaciones de exuberancia y de extenuación.
Dio vuelta a la izquierda: la calle principal, larga y vacía en sus dos líneas de uniformes casas bajas, descendía exactamente al paseo paralelo al mar. Mientras caminaba, sentía que ese aire como de invernadero se iba jaspeando del fresco arma de las algas marinas.
En cada esquina tuvo que descender siete escalones para cruzar la calle, y subirlos de nuevo para alcanzar la siguiente banqueta; en la época de lluvias, según le había dicho el propietario del hotel, la gente tenía que abordar lanchones en cada esquina para cruzar las calles.
Del mismo modo que se entreveraban los olores de la tierra y del mar, se apoderaban de él opuestas sensaciones trenzadas: una de alivio que casi lo era de gozo expansivo, y una leve amenaza de náusea, que él decidió combatir, pues consideraba una debilidad rendirse a las sospechas de enfermedad.
Trató de poner mayor agilidad en sus pasos, pero de inmediato descubrió que, con ese calor, intentar cualquier esfuerzo sería en vano. Ahora sudaba más que en la cama. Prendió un Ovalado y el sabor del tabaco dulce fue parte de la noche.
El paseo a lo largo del malecón era de casi un kilómetro. Había imaginado que aquí habría algo de brisa, pero no encontró diferencia con el aire del patio del hotel. De vez en cuando apenas se olía el íntimo, suave sonido de una pequeña ola cuando delicadamente se rompía en la arena próxima, ahí abajo.
Se sentó a descansar en la balaustrada con la esperanza de refrescarse un poco. El mar era indivisible. Podría haberse sentado en la cumbre de una montaña, sobre las nubes, y la nebulosidad en torno habría sido tan uniforme y tan abrumadora como ésta. Ni siquiera, como suele, el mar daba impresión de distancia con sus ruidos: parecían ocurrir en un vasto patio cerrado. Las losas de concreto en que se sentaba eran sólo un poco menos tibias y sólo un poco más húmedas que su carne.
Fumó dos cigarros y aguzó el oído para escuchar un ruido que, así fuese indirectamente, revelara otra presencia humana. Pero no había más que el variable deslizarse y rezumar del agua perezosa en la playa, ahí abajo. Miró hacia ambos extremos del paseo; vio una lejana luz al oeste, anaranjada, titilante, ¿una fogata en la playa? Volvió a caminar, más despacio que antes; frente a él estaba la llama distante, el único punto de luz en todo el panorama.
Anchos escalones descendían hasta la orilla de la playa. Y más allá, en la misma dirección pudo ver una débil estructura de embarcadero, construida sobre el agua; se detuvo, se concentró y escuchó el movimiento de los vacilantes lengüetazos de las olas contra los inmersos pilotes del embarcadero: se oían como en una cámara de ecos.
Bajó rápidamente los escalones, pasó debajo del embarcadero. Definitivamente era más fresco caminar sobre la orilla de arena que por el paseo. Ahora se sentía bien despierto, y decidió ver qué tanto podía acercarse a la lucecilla en quince minutos de caminata. Los cangrejos corrían por la arena totalmente silenciosos y casi invisibles, del mismo color de la noche, apenas unos centímetros adelante de sus pies. La arena se acabó un poco más allá del paseo, y dio lugar a una superficie dura y coralina, en la que era más fácil caminar; imprudentemente, andaba lo más cerca posible de la orilla del agua.
Había una diferencia entre ésta y las otras, innumerables caminatas que había hecho antes; y se preguntó por qué ésta le resultaba tan placentera. Quizás porque ahora no andaba tras otra cosa que la libertad pura; había dejado todas sus cámaras en el cuarto del hotel.
De vez en cuando levantaba la vista de las borrosas configuraciones cerebrales de la costra coralina que pisaba, y miraba hacia tierra adentro, en busca del menor signo de vida humana. Creyó que muy bien, a escasos treinta o cincuenta metros, podrían extenderse dunas, pero hasta la sospecha era imposible en tal oscuridad.
El sudor le chorreaba por la espina y el cóccix, y le escurría entre las nalgas. Lo mejor habría sido desnudarse por completo, pero qué fastidio entonces cargar la ropa; quería tener las manos libres, aunque se sofocara dentro de la ropa.
La cuestión de la libertad está gobernada por la ley de las ganancias que disminuyen, se dijo apretando el paso. Si vas más allá de cierto punto de intensidad en tu conciencia de desearla, te estás equipando con una garantía de no lograrla. De cualquier modo, pensó, ¿qué era la libertad en última instancia sino el quedar completamente, y no sólo en parte, bajo la tiranía del azar?
No había duda de que la caminata le estaba desvaneciendo el miasma de la indigestión. Su reloj de pulsera, con las manecillas brillantes, le señaló que sólo restaban tres minutos. Frente a él, la luz anaranjada parecía ahora más pequeña que vista desde el pueblo. ¿Por qué arbitrariamente quince minutos? Sonrió al advertir cómo su mente automáticamente se movía de acuerdo a moldes precisos y citadinos. Pensó que si levantaba el brazo podría tocar el cielo, que sería húmedo, tibio y voluptuosamente suave.
Y ahora escuchó a lo lejos, del lado de la tierra, ruidos que de inmediato identificó con el croar de cientos de ranas jóvenes; observó detenidamente la luz: se movía de un modo extraño: ascendía o descendía ligeramente, y oscilaba, pero no parecía cambiar de sitio. De repente creció en llamarada, con un reguero de chispas. Supo que había llegado: a unos treinta metros se levantaba la fogata sobre el piso de una lancha atracada en pendiente. Un hombre desnudo la alimentaba con ramas de palmera. El fotógrafo se detuvo y quiso escuchar voces humanas. Pero el feliz coro de ranas saturaba el ambiente.


Se adelantó unos pasos y decidió hablar: “¡Hola!” El hombre volteó por completo hacia él, salto por la parte más baja de la lancha (el agua tenía escasa profundidad) y vino corriendo.
Sin saludarlo, acaso confundiéndolo con otra persona, le preguntó: “¿Tapiama? ¿Vas a Tapiama?” El fotógrafo nunca había oído hablar de Tapiama, así que tartamudeó un poco y finalmente dijo que sí, mientras el otro hombre lo cogía del brazo y lo llevaba por la orilla:
—La marea está pasando ya. Salimos en un momento.
Pudo ver a otros dos hombres acostados en el piso de la lancha, uno a cada lado de la fogata, lo más lejanos que podían del fuego. El fotógrafo se acuclilló, se quitó los calcetines y los zapatos, y caminó en el agua hasta la lancha. Ya en ella (la fogata seguía brillando y crujiendo) volteó hacia el lanchero desnudo, y vio que desataba la soga que detenía la lancha.
“Todo esto es absurdo”, pensó. No podía sino desconfiar de la exagerada naturalidad con que todas las cosas se orquestaban en torno suyo: la indiferencia de los otros pasajeros ante su inesperada llegada y, sobre todo, la sospechosísima diligencia de los lancheros para partir de inmediato.
Se dijo a sí mismo: “Las cosas no suelen ser así”, pero así eran evidentemente ahora, y cualquier cuestionamiento racional y lógico de ese proceso sólo podía llevarlo a la paranoia. Se tumbó en el piso de la lancha y sacó su cajetilla de Ovalados.
El lanchero desnudo, después de enrollarse la soga en el antebrazo a manera de gran brazalete, saltó a bordo y con el pie despertó a uno de los pasajeros perezosos, quien se revolvió en el piso, y se incorporó sobre las rodillas mirando a todas partes con azoro: “¿Dónde está?” Sin contestarle, el lanchero le aventó el más corto de los dos remos que estaban tendidos a lo largo de la lancha. Se pusieron juntos a impulsarla sobre la invisible superficie del agua. El canto de las ranas y el resplandor de la fogata llenaban el aire.
Después de haber respondido “Sí” a la pregunta sobre Tapiama, el fotógrafo creyó que no podría retroceder a preguntar “¿Qué es Tapiama?” o “¿Dónde está Tapiama?” Y a pesar de que le urgía saberlo, decidió esperar. Avanzaban sobre esa corriente superficial —¿estuario, laguna?—, río más bien, pues el lanchero había dicho que ya había pasado la marea, pero no el mismo río cuyo atormentado paso entre las peñas había escuchado desde su cama.
Los lancheros seguían empujando la lancha con los remos contra el fondo del agua. A veces atravesaban mechones vegetales, donde la canción de las ranas se opacaba ante otro sonido, inexplicable y brutal, como el súbito desgarrarse de una recia y larga sábana de lino. De vez en cuando algo sólido y pesado chapoteaba y salpicaba por ahí, como si un hombre hubiera caído al agua. Y a veces el pasajero acostado se incorporaba un poco sobre el codo, y con la otra mano arrojaba indolentemente alguna rama de palmera para revivir la fogata.
Todavía no había transcurrido una hora cuando atracaron en un lodazal. Los otros dos pasajeros saltaron del barco y se perdieron en la oscuridad. Después de ponerse cuidadosamente los calzones, el lanchero le pidió, con un golpecito en el brazo, sesenta centavos. El fotógrafo le dio setenta y cinco y saltó al lodo con los zapatos en la mano.
—Espera un poco —dijo el hombre—. Voy contigo.
El fotógrafo se sintió mejor. El lanchero (que ahora en sus calzones blancos se veía más moreno que antes) terminó de amarrar los remos a un tronco vertical encajado en el lodo; avanzó por delante, abriéndole el camino cuesta arriba entre la profusión de la maleza; en algún momento le dijo:
—¿Vas a regresarte mañana?
—¿Regresar? No.
—¿Qué no vienes a la Compañía?
El tono implicaba que estar ahí para cualquier otra cosa que no tuviera qué ver con la Compañía, lo volvía a uno muy sospechoso. Había llegado el momento de la verdad, y a pesar de sus riesgos el fotógrafo decidió asumirlo:
—Nunca he oído hablar de la Compañía —dijo—; acabo de llegar a Río Martillo. ¿Qué tipo de Compañía?
—Azúcar —contestó el hombre y se detuvo, mirándolo con el rostro fijo mientras pronunciaba muy despacio—: ¿Entonces a qué vienes a Tapiama? Aquí no quieren a los millonarios, eh.
Entendiendo que ese era el mal nombre usado en esta parte de la costa para los norteamericanos, el fotógrafo mintió rápidamente: “Soy danés”, dijo; pero advirtiendo que no iba a convencer a nadie, añadió de inmediato: “¿Vamos a seguir caminando entre el lodo o puedo ponerme los zapatos?”
El hombre volvió a caminar: “Si quieres, puedes lavarte los pies en la cantina”, le contestó sin voltear. Llegaron ahí un minuto después. En la oscuridad vegetal se abría un claro, con una docena de chozas de palapa en un extremo, una plataforma de embarcadero en el otro, la noche hueca al frente y la vastedad del agua atrás. Entre las chozas y la plataforma estaba la cantina, que no era sino una choza más grande y con la parte delantera totalmente descubierta, de donde provenía un resplandor nebuloso. El silencio unánime se enfatizaba con el ubicuo croar de las ranas y los ocasionales chirridos de la alta maleza.
—¿Cómo es que está abierta a estas horas? —preguntó el fotógrafo.
El lanchero se ajustó brevemente los calzones en mitad del claro:
—Don Octavio la atiende de las seis de la mañana a las seis de la tarde, y su hermano de las seis de la tarde a las seis de la mañana. Los trabajadores de la Compañía salen a diferentes horas y vienen aquí a gastarse el pago.
Les gusta más la cantina que sus casas. Aquí no hay tantos mosquitos.
Pudo ser que el fotógrafo solamente imaginara que la voz del lanchero se había vuelto amarga, conforme decía estas últimas palabras. Cruzaron el claro y subieron por unos peldaños a la cantina.
No había piso, el suelo era de arena blanca. En un rincón se improvisaba con tablas un mostrador; ahí apenas alumbraba una lámpara de petróleo y dos hombres bebían de pie. Por aquí y por allá se esparcían algunos huacales de madera, dispuestos verticalmente como mesas, con vacías botellas de cerveza encima; u horizontalmente, como asientos.
—Muy triste —comentó el lanchero mirando alrededor y desapareció por una puertecilla detrás del mostrador.
Además de los dos hombres parados (que habían interrumpido su conversación y miraban fijamente al fotógrafo) no había nadie. “Cuando dudes, habla”, se dijo a sí mismo, y avanzó hacia ellos, aunque al mismo tiempo pensaba que igualmente podría haberse aconsejado: “Cuando dudes, calla”, pues al abrir la boca para decir: “Buenas noches” no se alteraron en absoluto las expresiones de los hombres, hasta donde él pudo percatarse, y siguieron escrutándolo durante tres largos segundos. Finalmente, casi al mismo tiempo, le contestaron el saludo.
Notó que nada tenían en común: uno era soldado uniformado, un muchacho indígena como de dieciocho años, y el otro un mulato civil de expresión cansada y edad indefinible. O quizás —se le ocurrió mientras se acodaba en el mostrador fingiendo despreocupación— ahora por lo menos podrían compartir un enemigo común, ahora que él habría entrado en la cantina: “Ni modo. Así es la cosa, pensó; y aquí estoy yo descalzo y con los zapatos llenos de lodo”.
—¿Hay alguien? —preguntó en voz alta hacia el compartimiento de palapa detrás del mostrador. Los otros ni retomaban su conversación ni mostraban interés en conversar con él; prefirió fingir que no los veía. Finalmente se abrió una puertecilla, entró un gordo que extendió las manos sobre el mostrador y alzó interrogativamente las cejas.
—Quiero una cumbiamba —pidió el fotógrafo, recordando el nombre de la bebida costeña favorita, un brebaje vegetal famoso por sus traidores efectos.
Sabía mal y raspaba. El segundo trago supo mejor. Cruzó la cantina hacia la parte descubierta y se sentó en un huacal, mirando la noche informe. Los otros dos hombres platicaban en voz baja. Poco después vio que cinco hombres aparecían afuera, en el embarcadero, se dirigían a la cantina, entraban y llegaban riendo hasta el mostrador en espera de sus copas; todos eran negros y andaban en calzones, como el lanchero.
Una mulata joven con dientes de oro salió por la puertecilla del mostrador y se juntó con ellos, pero al ver solo al fotógrafo, se acercó contoneándose y con los brazos en jarras, como si bailara; se acuclilló junto a él, llena de sonrisas, y con una mano amarillenta y finita trató de desabrocharle la bragueta.
Su reacción fue instantánea y automática: jaló la pierna y de una patada en el pecho la tumbó boca arriba sobre la arena. Las carcajadas de los hombres en el mostrador no sofocaron la aguda vocecilla airada de la mulata:
—¡Qué bruto, tú! ¡Pendejo! —Regresó con los brazos en jarras al mostrador y uno de los hombres le invitó una cerveza.
Aunque el fotógrafo no había querido deliberadamente patearla, no sentía remordimientos. Las cumbiambas parecían estarle haciendo efecto; empezaba a sentirse muy bien. Siguió quieto en su sitio un rato, tocando algunas tonadillas con los dedos sobre el vaso vacío.
Pronto llegaron más trabajadores negros al mostrador. Uno traía una guitarra, en la que se puso a tocar un acompañamiento sincopado para una melodía inexistente. Sin embargo, eso era algo parecido a la música, y a todos les gustaba. Quizás esos rasguidos fueron lo que despertó a los perros de la aldea y hubo de inmediato un coro furioso de ladridos, que era particularmente intenso en la entrada de la cantina, donde estaba el fotógrafo.
Se cambió a un asiento del fondo, en la pared de enfrente, y apoyó la cabeza contra una viga rasposa que sostenía parte del techo. A unos treinta centímetros, sobre su cabeza, colgaba de un clavo un objeto raro: de vez en cuando alzaba la cara para estudiarlo y descubrir de qué se trataba.
De repente saltó y comenzó a sacudirse violentamente la nuca y el cuello. La viga estaba llena de miles y miles de minúsculas hormigas; alguien había colgado del clavo un coralillo aplastado y las hormigas habían venido a devorar la carne. Tardó mucho en deshacerse de todas las hormigas que andaban por su espalda; mientras tanto llegaron otros dos hombres a la cantina (no supo si habían entrado por el claro o por la puertecilla del mostrador) y se sentaron, con los rostros vueltos hacia el fotógrafo, en mitad del camino entre él y el mostrador.
El viejo parecía nórdico; el muchacho estaba cojo, bien podría ser español y tenía una expresión inocentona. El viejo le contaba al muchacho algo chistoso, acercando mucho la cara hacia él y dándole golpecillos en el brazo, cuando quería enfatizar alguna frase; pero el muchacho, como aturdido, dibujaba cosas en la arena con la punta de su muleta.


El fotógrafo se levantó. Nunca se le había subido el alcohol con sólo dos tragos. “Una sensación muy peculiar”, se dijo; “muy peculiar”, se repitió entre dientes, conforme se dirigía por otra copa al mostrador. No era tanto que se sintiera borracho como que se sentía otra persona, alguien para quien lo normal de la vida estaba mucho más allá de lo que el fotógrafo hubiera podido fantasear; se sentía varado en una región sensorial absolutamente ajena a cualesquiera otras que hubiera conocido en su vida. No era una sensación desagradable, sólo indefinible.
—Dispénseme —le dijo al negrote de camiseta a rayas rosas y blancas (marca BVD), mientras se abría paso extendiendo su vaso al cantinero gordo. Quiso ver de qué se hacía una cumbiamba, pero en un instante el cantinero había mezclado todo bajo el mostrador y ya le regresaba el vaso rebosante, algo espumoso. Tomó un buen trago y puso el vaso sobre el mostrador, mirando a la derecha, de reojo, al soldado indígena, con el kepí caído sobre su rostro precolombino. “¿Por qué el ejército les pone esas viseras tan grandes?”, se preguntó.
Vio que el soldado estaba a punto de decirle algo: “Cualquier cosa que me diga, de seguro va a ser un insulto”, se previno con la esperanza de que así, advertido, podría controlar mejor su posible enojo.
—¿Te gusta este lugar? —preguntó el soldado con voz de seda.
—Es simpático. Sí, me gusta.
—¿Por qué?
Los perros se habían acercado a la entrada de la cantina y los ladridos se destacaban sobre las risas de los hombres.
—¿Puedes decirme para qué colgaron la víbora muerta en esa pared? —se sorprendió preguntándole, y supuso que sólo lo hacía para cambiar la conversación; pero el soldado resultó más necio de lo que había temido.
—Te pregunté por qué te gusta esta cantina —insistió.
—Ya te dije que es simpática, ¿no es suficiente?
El soldado echó para atrás la cabeza y miró hacia abajo:
—Qué va, ¿cómo va a ser suficiente? —replicó con un exasperante tonito de pagado de sí mismo.
El fotógrafo retomó su vaso, lo levantó, lo bebió lentamente hasta el fondo; luego sacó su cajetilla y le ofreció un cigarro. El soldado entresacó la punta de uno con exagerada deliberación, lo jaló y se puso a golpetearlo contra el mostrador. El hombre de la guitarra cantaba ahora, por fin, con una vececilla de falsete, pero la mayoría de las palabras estaban en algún dialecto que el fotógrafo desconocía. De repente ambos fumaban y el fotógrafo no sabía quién de los dos había prendido los cigarros.
—¿De dónde exactamente vienes? —preguntó el soldado.
El fotógrafo no iba a molestarse en contestarle, pero el soldado también ahora lo malinterpretó.
—Estoy viendo que me vas a decir mentiras. Ni creas que voy a oírlas.
Disgustado, el fotógrafo exclamó: “¡Aaah!” y ordenó otra cumbiamba. La última le había hecho un efecto extraordinario: sentía que se había convertido en un objeto preciso, delgado y duro, como esmalte, algo diferente de un ser vivo, pero a la vez intensamente consciente. “Cuatro tragos han de dar el golpe”, pensó.
El vaso vacío en su mano. El gordo mirándolo. Y a estas alturas ya no tenía la menor idea de cuál era el cuarto trago, si el que acababa de beber o el que apenas estaba pidiendo. Se sentía reír, pero no podía oír su propia risa. La víbora aplastada, atestada de hormigas, lo había perturbado un poco; reconociéndolo, se había vuelto consciente de su olor, que no estaba seguro se hubiese disipado por completo, incluso ahora. La lámpara de kerosene echaba una densa humareda, asfixiante.
—Gracias a Dios —le dijo al cantinero, volviéndole a entregar el vaso.
El viejo, que estaba sentado en el huacal, detrás de ellos, se levantó y se acercó vagamente al mostrador.
—¿De dónde salió esto? —dijo el fotógrafo, sonriendo ante el súbito vaso lleno que tenía en la mano. En el claro los perros frenéticos ladraban y aullaban hasta la exasperación.
—¿Qué tienen esos perros? —le preguntó al soldado.
El viejo se detuvo junto a él:
—Say, Jack, I don’t mean to butt in or anything — empezó...
Era calvo y tostado, traía una camisa de malla muy abierta, que traslucía como surcos las sombras paralelas entre sus costillas; y por los rombitos de la malla salían irregulares mechones del pelo entrecano de su pecho. Estiró los labios en una sonrisa, mostrando encías blancuzcas y desdentadas. La actitud del soldado se volvió abiertamente insolente; miró de frente al viejo, con declarado odio, y delicadamente le echó el humo del cigarro en la cara.
—You from Milkaukee? Siddown —dijo el viejo
—In a little while, thanks —dijo el fotógrafo.
—In a little while? —respondió desconcertado el viejo, llevándose la mano a la cabeza. Luego llamó en español al muchacho cojo. El fotógrafo pensaba: “Esto va a terminar mal, esto va a terminar mal”. Quiso que el negro dejara de cantar, que se callaran los perros. Miró el vaso en su mano, rebosante como agua de jabón.
Alguien le dio un pequeño golpecillo en el hombro y le decía en inglés:
—Mira, amigo, déjame darte un pequeño consejo —era otra vez el viejo—: en este país hay dinero, si sabes dónde buscarlo, pero nada más lo encuentra el hombre que se mantiene ligado sólo a los de su especie, ¿me entiendes?
Acercó la cara, bajó la voz. Tres dedos esqueléticos le apretaban el brazo:
—Créemelo, te lo digo de hombre blanco a hombre blanco.
Los tres dedos manchados de tabaco lo soltaron temblorosamente:
—Todos estos muchachos significan puros problemas, desde el principio —concluyó en inglés el viejo.
El muchacho había tomado su muleta y se las había arreglado para pararse y caminar hasta el mostrador.
—Mira esto, Jack —dijo en inglés el viejo—; anda, muéstraselo —le ordenó en español al muchacho.
Y el muchacho, apoyándose en la muleta, se agachó para levantar, enrollándola, la pierna derecha de sus andrajosos pantalones cortos color kaki, hasta descubrir la pierna amputada y exhibir el muñón, ya casi a la altura de la ingle: la cicatriz era un tejido que se fruncía y arrugaba curiosamente en incontables circunvoluciones diminutas.
—¿Qué te parece, eh? —gritó el viejo—: Lo machacaron sesenta toneladas de plátano. Tócalo.
—Tócalo tú —repuso el fotógrafo, preguntándose cómo era posible que él estuviera así, platicando y existiendo con la mayor naturalidad, ahí, simplemente como uno más entre los clientes de la cantina (¿Acaso no se notaba lo que dentro de él estaba ocurriendo?). Volteó hacia la entrada. La mulata vomitaba ahí cerca. Con un grito el cantinero corrió hasta ella y la empujó furibundamente más lejos, hacia el claro. Regresó tapándose teatralmente las narices.
—¡La puta changa! —vociferó—. En un momento van a estar aquí todos los perros.
El muchacho seguía mirando al viejo, a la expectativa, para ver si ya era hora de desenrollar la pierna de sus pantalones cortos.
—¿Crees que les vas a sacar un centavo?— dijo el viejo con tristeza— ¡Ah!
El fotógrafo había empezado a sospechar que algo andaba muy mal dentro de sí; se sentía enfermo, pero como ya no era un ser vivo no podía pensarse en tales términos. Cerró los ojos, se cubrió el rostro con la mano: “Es como si todo corriera hacia atrás”. Tenía la cumbiamba intacta en la otra mano.
Al decirla, la frase se volvió aún más verdadera. Definitivamente era como seguir yendo y yendo hacia atrás. Lo importante era recordar que estaba solo en un lugar real entre gente real. ¡Qué peligrosamente fácil sería dejarse llevar por los mensajes que le enviaban sus sentidos, y desecharlo todo como a una mera pesadilla, con la fe secreta de que, de algún modo, se las arreglaría para escaparse de todo con el mero recurso de despertarse! Ya tambaleándose, dejó el vaso sobre el mostrador.
Poco antes había empezado una bronca entre el soldado y su triste amigo; ahora estaban en el clímax ruidoso; el compañero quería arrancar al soldado del mostrador, contra su voluntad; y el soldado se resistía con todas sus fuerzas, respirando estrepitosamente, y con sus piernas (calzadas con fuertes y largas botas) bien abiertas y plantadas firmemente en el suelo. De pronto, en la mano derecha del soldado había un puñal brillante y su cara asumía la expresión de un niño al borde del llanto. El viejo corrió a protegerse del otro lado del fotógrafo.
—Ese muchacho es una calamidad como quieras verlo —murmuró, y con señas le ordenó al muchacho cojo que se pusiera a salvo más lejos.
El fotógrafo se decía a sí mismo: “Si pudiera aguantar; con que tan sólo pudiera aguantar”. Todo el sitio resbalaba bajo sus pies, hacia abajo y hacia afuera; rasguidos de guitarra, ladridos; el soldado hacía destellar su puñal con gestos lacrimosos; un viejo norteamericano hablaba de cuevas con joyas enterradas a sólo seis días de navegación por el Tupurú; la lámpara se ponía más roja, echaba más y más humo.
El fotógrafo no entendía nada sino que debía permanecer ahí y sufrir: lo fatal sería intentar escaparse. Ahora, la cara del soldado estaba pegada a la suya, echándole el aliento y el humo del tabaco oscuro. Lánguidamente, con una perversa coquetería natural, hacía temblar sus pestañas mientras le decía:
—¿Por qué no me has ofrecido una copita? Toda la noche me la he pasado esperando que me invites una copita.
El soldado dejaba colgar, floja e indolente, la mano con el puñal. El fotógrafo pensó en un bebé que se adormeciese agarrando su sonaja.
—Si quieres... ¿Qué tomas? —murmuró, reflexionando que debería tener los zapatos en la mano y que no los tenía: ¿Dónde estaban? Alguien había traído un gran mono araña a la cantina y lo estaba haciendo bailar al ritmo sincopado de la guitarra, sosteniéndolo en pie al cogerlo de las patas delanteras. Con un aire pesado y aturdido, el mono caminaba por aquí y por allá, haciendo muecas nerviosas ante el estrépito de los hombres que, a carcajadas, se reían de sus payasadas desde el mostrador. Al verlo llegar, los perros se habían precipitado hasta el umbral mismo de la cantina, donde a coro aullaban y ladraban con decidida furia.
El trago para el soldado ya estaba ahí, y pagado, pero él no lo bebía; se recargaba, prácticamente se recostaba sobre sus codos contra el mostrador, como en una cama (sus ojos, unos simples hoyos oscuros), y murmuraba mirando al fotógrafo incisivamente:
—No te gusta este lugar. Quieres irte, ¿verdad? Pero te da miedo.
A pesar de que el suelo no dejaba de moverse y de fluir bajo sus pies, todo permanecía sin cambio; habría sido mejor haberse sentado. “Dios mío”, se preguntó a sí mismo: “¿Podré aguantar?”
—¿Por qué tienes miedo de irte? —prosiguió el soldado con ternura, sonriendo de modo que el fotógrafo pudiera admirar sus pequeños dientes perfectos. El fotógrafo sonrió en silencio, sin responder.
La cara del soldado era ovoide, de un café amielado. Se le había acercado: estaba casi pegada a la suya, y súbitamente se transformó con consumada suavidad en otra cara, la de un general. (“Sí, mi general”, con tiesos bigotes parados bajo las fosas nasales; ojos de almendra, negros, fatal y delicadamente lujuriosos; la reglamentaria, flexible, trenzada fusta metálica en la mano; las afiladas espuelas a la altura de los tobillos. “Bien, mi general”. En el camastro caliente de su barraca, tarde tras tarde el soldado había ensoñado con ser general. ¿De qué aldea de las montañas había dicho que venía? ¿Cuánto tiempo había estado hablando?)
—... y sólo ese día mataron cuarenta y un marranos frente a mis ojos. Ahí en el corral. Me hizo algo; no sé qué... —su sonrisa era íntima, como pidiendo disculpas. Bajó sus ojos imperceptiblemente; hizo un esfuerzo y los levantó de nuevo para ver al fotógrafo; como se habían agrandado, resplandecían—. Y no se me olvida; no sé por qué será.
Se escurrió entre ellos la mulata de los dientes de oro, castañueleando las manos sobre la cabeza, zarandeando las nalgas, gritando con su vocecilla: “¡Ahií! ¡Ahií! El fandango de la Guajira”. El soldado debió de haberla empujado pues de inmediato ella lo abofeteó.
Todo ocurría demasiado lentamente. ¿Cómo el soldado podía tardarse tanto en apretar el puñal y levantar el brazo; y cómo la estúpida muchacha se quedaba esperando el puñal de ese modo, antes de gritar y echarse a un lado? Aun así el puñal sólo la hirió en el brazo; y ahí estaba quejándose de rodillas en mitad del piso de arena:
—¡Me cortó! ¡Dios mío! ¡Me cortó!
Y como el hombre que lo hacía bailar lo había soltado, para correr con los demás al mostrador, el mono se tropezaba en torno a la muchacha y distraídamente le enredó un largo brazo peludo al cuello.
Y el fotógrafo sufría empellones, todo mundo pisoteaba sus pies descalzos en la lucha por desarmar al soldado (que ahora era una máscara demoniaca, resplandeciente de veneno; una filosa voz de alambre de púas que pinchaba):
—¡Os mato a todos! ¡A todos!



Fueron exactamente diecinueve los pasos desde el mostrador hasta el tronco de un pequeño papayo frente a la entrada. El árbol no era recio, se ladeó cuando él se recargó un poco. Ahora los perros ladraban desde dentro de la cantina. El aire era suave y casi fresco. En el cielo y en el agua se vislumbraba el amanecer. “Debo empezar a caminar”, se dijo; era importante creer en sus palabras. Los gritos y los alaridos de la cantina se volvían más y más intensos. Los vecinos de la aldea se juntaban en las puertas de las cabañas. La plataforma del embarcadero estaba vacía, meras tablas sin barandal.
Arrastrando los pies con mucho cuidado, pues no estaba acostumbrado a caminar descalzo, siguió lo que creyó era la vereda por la que había llegado a través de la maleza de la ribera; lo era, y ahí estaba la lancha, atracada en el manglar.
Fue fácil treparse, desatar la cuerda; y fácil (pues la marea había crecido mucho desde que la lancha había atracado) palanquearla para desencajarla de su lecho de lodo. Pero una vez que estaba flotando entre los troncos y las ramas, ahora visibles, chocando contra ellos, y girando primero hacia la ribera y luego hacia la amplia y clareante vaciedad del agua y del cielo, entendió débilmente que no iba a poder regresar a remo a la playa de donde había venido, pues todavía la marea empujaba en dirección adversa.
Decidió que eso era bueno, pues quería decir que todo proseguía hacia el futuro en vez de retroceder. Un minuto después estaba flotando tranquilamente frente a la plataforma del embarcadero: en el claro la gente corría de un lado para otro. Rápidamente se acostó en el fondo de la lancha, y ahí se quedó, de cara al cielo gris, esperando así el amanecer invisible hasta que el propio movimiento de la marea lo llevara muy lejos de Tapiama.
Sería uno de esos abortados días tropicales; no habría sol, ni viento, ni nubes —pues el sol quedaría cubierto por una sofocante manta de niebla—, y nada podría acontecer sino el calor, que aumentaría hora con hora hasta que ocurriera una especie de crepúsculo. Ya venía el calor por el oriente, arqueándose sobre la línea de los cenagales. Prácticamente la lancha había dejado de moverse, el canal había desembocado en un lago amplio y pantanoso.
El fotógrafo seguía acostado, gemía. Poco a poco el miedo de que alguien pudiera verlo fue sustituido por el miedo de que nadie lo viera, de que la lancha en vez de devolverlo a Tapiama lo arrojase más y más en el caos desolado del agua y los islotes; a veces, aun cuando conlleva sufrimiento, el contacto con los otros es preferible al terror de la soledad y de lo desconocido. Se tapó los ojos con una mano para protegerlos de la corrosiva luz grisácea que lo golpeaba desde el cielo; la otra mano se posaba entre las cenizas de la fogata de la noche anterior.
Y flotó en el más profundo silencio sobre el seno tranquilo de la laguna, sin moverse, conforme avanzaba la mañana; pero cada vez más consciente del hervidero infernal de las cumbiambas en su cerebro, un hervidero que se expresaba como una pesadilla impuesta desde fuera, ante la cual él no podía otra cosa que permanecer totalmente pasivo.
Era un espectáculo invisible cuya lógica seguía con todas las fibras de su ser, pero sin advertir claramente, ni siquiera por un instante, qué agónicos destinos estaban en juego.
A media mañana la lancha se atoró por un rato en una raíz sumergida, en un estanque muerto rodeado por mechones tupidos de vegetación, cerca de una orilla; aquí lo picaron feroces mosquitos, y por entre las altas ramas un pájaro casualmente dijo una y otra vez:
—Idigaraga. Idigaraga. Idigaraga.
Totalmente absorto en el oscuro drama que estaba desarrollándose dentro de sí, no se sintió aliviado cuando escuchó voces humanas cerca, y que alguien nadaba y chapoteaba junto a la lancha, y finalmente la asía. Sólo cuando varias personas ya estuvieron a bordo, y se acuclillaron en torno a él, murmurando, movió su mano de sobre los ojos y las miró al soslayo. Eran cinco muchachos, todos extraordinariamente parecidos entre sí, desnudos y empapados: el agua que chorreaban alcanzaba a mojar al fotógrafo.
Cerró los ojos: era una escena tan increíble. Entre tanto uno de los muchachos se arrojó al agua y regresó poco después con un coco verde, lo rajó por arriba y fue derramando gotitas de jugo sobre la cara del fotógrafo, hasta que éste pudo incorporarse un poco y beberlo a tragos; miró en torno y preguntó:
—¿Son ustedes hermanos?
—Sí, sí —respondieron a coro.
Esto sí fue por alguna razón un consuelo. “Hermanos”, suspiró el fotógrafo, y se dejó resbalar de nuevo en el lecho de cenizas. Luego añadió con desesperación, esperando que pudieran oírlo:
—Por favor, llévenme a Río Martillo.
Entonces, como interludio, el cielo se puso intensamente claro. Los muchachos remaban de regreso bajo el cielo caliente, dejándolo quejarse a su gusto. En algún momento creyó que debía tratar de explicarles que les daría setenta y cinco centavos a cada uno por las molestias que les estaba causando, pero ellos se rieron y lo volvieron a acostar.
—¡Mis zapatos! —gritó.
—No hay ningunos zapatos —le contestaron—. Estáte sosiego.
—Y cuando lleguemos a la playa —dijo jadeante, agarrando un tobillo moreno a la altura de su cara—, ¿cómo me van a llevar a Río Martillo?
—No vamos a ninguna playa —le respondieron—, sino por la ciénaga y el canal.
Siguió acostado y quieto por un momento, tratando de separarse de las irracionales que le hervían en la cabeza.
—¿Por aquí se va a Río Martillo? —preguntó sin aliento, jadeante, esforzándose por levantarse y ver algo del panorama entre el tejido de piernas y brazos morenos frente a sus ojos, y sintió una espontánea vergüenza de nuevamente aceptar la derrota. Los otros rieron y lo volvieron a acostar con gentileza; siguieron impulsando rítmicamente la lancha hacia el oriente.
—La chimenea de la fábrica —se dijeron unos a otros, señalando a la distancia con el dedo.
Su mente retrocedió a la quieta región cercana a la orilla donde el pájaro había hablado en los altos ramajes, y luego volvió a oír a los muchachos.
—Idigaraga —dijo en voz alta, imitando perfectamente la voz y el tono del pájaro.
Los otros estallaron en júbilo. Uno de los muchachos lo tomó del brazo y lo movió un poco.
—¿Conoces a ese pájaro? Es un pájaro muy chistoso: va a los nidos de otros pájaros y quiere acomodarse en ellos, y cuando los otros pájaros lo corren a picotazos se planta en alguna rama cercana del mismo árbol y dice: “Idigaraga”, que significa: Iri guaragua: “nadie me quiere”. Lo dice una y otra vez. Los demás pájaros no desean oírlo y lo corren más lejos todavía, a picotazos, hasta donde aquel pájaro sólo se escucha a sí mismo. Lo dices perfecto. Dilo otra vez.
—Sí, sí —pidieron todos—. ¡Otra vez!
El fotógrafo no quiso decirlo de nuevo. La vergüenza de haberse resignado a la derrota le preocupaba cada vez menos, y en la condición en que estaba no podía ubicar el significado preciso del pájaro, pero sabía que algún significado debía tener.
Cuando la Compañía Azucarera Riomartillense sonó un largo silbatazo para anunciar el mediodía, el sonido se extendió sobre la desolación del pantanal, como una invisible estela de humo.
—¡Las doce! —dijo uno de los hermanos.
Una gran libélula, negra y dorada, vino rozando el agua y se posó en uno de los pies descalzos del fotógrafo; sacudió dos veces sus alas y siguió su camino a tumbos, arqueando el vuelo y cayendo en picada sobre la laguna, hacia Tapiama.
—¡Dílo otra vez! —le pidieron los hermanos.

Londres, octubre de 1957


Anaïs Nin / La mujer del velo

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Fotografía de Vadim Stein
Anaïs Nin

LA MUJER DEL VELO

Cierta vez, George fue a un bar sueco que le agradaba, y se sentó en una mesa, dispuesto a pasar una velada de ocio. En la mesa inmediata descubrió una pareja muy elegante y distinguida, el hombre vestido con exquisita corrección y la mujer toda de negro, con un velo que cubría su espléndido rostro y sus alhajas de colores brillantes. Ambos le sonrieron. Apenas se hablaban, como si se conocieran tanto que no tuvieran necesidad de palabras.
Los tres contemplaban la actividad del bar —parejas bebiendo juntas, una mujer bebiendo sola, un hombre en busca de aventuras— y los tres parecían estar pensando en lo mismo.
Al cabo de un rato, el hombre atildado inició una conversación con George, que no desperdició la oportunidad de poder observar a la mujer a sus anchas. La encontró aún más bella de lo que le había parecido. Pero en el momento en que esperaba que ella se sumara a la conversación, dijo a su compañero unas pocas palabras, que George no pudo captar, sonrió y se marchó. George se quedó alicaído: se había esfumado el placer de aquella noche. Por añadidura sólo tenía unos pocos dólares y no podía invitar al hombre a beber con él, para descubrir, quizá, algo más acerca de la mujer. Para su sorpresa, fue el hombre quien se volvió hacia él y dijo:
—¿Le importaría tomarse una copa conmigo?
George aceptó. Su conversación pasó de sus experiencias en materia de hoteles en el sur de Francia al reconocimiento por parte de George de que andaba muy mal de fondos. La respuesta del hombre dio a entender que resultaba sumamente fácil conseguir dinero. No aclaró cómo e hizo que George confesara un poco más.
George tenía en común con muchos hombres un defecto: cuando estaba de buen humor le gustaba contar sus hazañas. Y así lo hizo, empleando un lenguaje enrevesado. Insinuó que tan pronto ponía un pie en la calle se le presentaba alguna aventura, y afirmó que nunca andaba escaso de mujeres ni de noches interesantes.
Su compañero sonreía y escuchaba.
Cuando George hubo terminado de hablar, el hombre dijo:
—Eso era lo que yo esperaba de usted desde el momento en que lo vi. Es usted el hombre que estoy buscando. Me encuentro con un problema tremendamente delicado. Algo único. Ignoro si ha tratado mucho con mujeres difíciles y neuróticas. Pero a juzgar por lo que me ha contado diría que no. Yo sí que he tenido relaciones con esa clase de mujeres. Tal vez las atraigo. En este momento me encuentro en una situación complicada y no sé cómo salir de ella. Necesito su ayuda. Dice usted que le hace falta dinero. Bien, pues yo puedo sugerirle una manera más bien agradable de conseguirlo. Escúcheme con atención: hay una mujer rica y bellísima; en realidad, perfecta. Podría ser amada con devoción por quien ella quisiera y podría casarse con quien se le antojara. Pero por cierto perverso accidente de su naturaleza, sólo gusta de lo desconocido.
—¡A todo el mundo le gusta lo desconocido! —objetó George, pensando inmediatamente en viajes, en encuentros inesperados, en situaciones nuevas.
—No, no en ese sentido. Ella siente interés sólo por hombres a los que nunca haya visto y a los que nunca vuelva a ver. Por un hombre así hace cualquier cosa.
George rabiaba por preguntar si aquella mujer era la que había estado sentada a la mesa con ellos. Pero no se atrevía. El hombre parecía más bien molesto por tener que contar aquella historia pero, al mismo tiempo, parecía sentir un extraño impulso a hacerlo.
—Debo velar por la felicidad de esa mujer —continuó—. Lo daría todo por ella. He dedicado mi vida a satisfacer sus caprichos.
—Comprendo —dijo George—. Yo sería capaz de sentir lo mismo.
—Ahora —concluyó el elegante desconocido—, si usted quiere venir conmigo, quizá pueda resolver sus dificultades financieras por una semana y, de paso, satisfacer su deseo de aventuras.
George se ruborizó de placer. Abandonaron juntos el bar. El hombre llamó un taxi y dio a George cincuenta dólares. Dijo que tenía que vendarle los ojos para que no viera la casa ni la calle a la que iban, puesto que nunca debía repetirse aquella experiencia.
George se hallaba presa de la mayor curiosidad, con visiones obsesivas de la mujer que había conocido en el bar, evocando a cada momento su espléndida boca y sus ojos brillantes tras el velo. Lo que le había gustado en particular era el cabello; le agradaba el cabello espeso que gravitaba sobre el rostro como una graciosa carga, olorosa y rica. Era una de sus pasiones.
El trayecto no fue muy largo. Se sometió de buen grado a todo el misterio. Para no llamar la atención del conductor ni del portero, la venda le fue retirada de los ojos antes de apearse del taxi, pero el desconocido había previsto astutamente que el fulgor de las luces de la entrada cegaría a George por completo. No pudo ver nada, salvo luces brillantes y espejos.
Fue conducido a uno de los interiores más suntuosos que había visto en su vida, todo blanco y con espejos, plantas exóticas, exquisito mobiliario tapizado de damasco, y una alfombra tan blanda que no se oían sus pisadas. Se le condujo por una habitación tras otra, todas de tonos distintos, con espejos, de tal modo que perdió por completo el sentido de la perspectiva. Por fin llegaron al último cuarto, George enmudeció por la sorpresa.
Estaba en un dormitorio con una cama con dosel, puesta sobre un estrado. Había pieles por el suelo, vaporosas y blancas cortinas en las ventanas, y espejos, más espejos. Le satisfacía poder producir tantas repeticiones de sí mismo, infinitas reproducciones de un hombre apuesto a quien el misterio de la situación había conferido un fulgor de expectación y viveza que nunca había conocido. ¿Qué significaba aquello? No tuvo tiempo de preguntárselo.
La mujer del bar entró en la habitación, y nada más aparecer, el hombre que había conducido a George a aquel lugar se desvaneció.
Se había cambiado de vestido. Llevaba una llamativa túnica de raso que dejaba al descubierto sus hombros y quedaba sostenida por un volante fruncido. George experimentó el deseo de que, a un gesto suyo, el vestido cayera, se deslizara como una reluciente vaina y dejara aparecer su piel brillante, luminosa y tan suave al tacto como el raso.
Tuvo que contenerse. Aún no podía creer que aquella hermosa mujer estuviera ofreciéndose a él, un completo extraño.
Llegó a sentirse tímido. ¿Qué esperaba de él? ¿Cuál era su propósito? ¿Acaso tenía un deseo insatisfecho?
Disponía de una sola noche para ofrecerle todos sus dones de amante. Nunca volvería a verla. ¿Daría tal vez con el secreto de su naturaleza y la poseería en más de una ocasión? Se preguntaba cuántos habrían ido a aquella habitación.
Era extraordinariamente hermosa, con algo de raso y terciopelo en su persona. Sus ojos eran obscuros y húmedos, su boca refulgía, su piel reflejaba la luz. Su cuerpo, perfectamente proporcionado, combinaba las líneas incisivas de una mujer delgada y una provocativa madurez.
Tenía cintura estrecha, lo que realzaba la prominencia de sus senos. Su espalda era la de una bailarina, y cada ondulación ponía de manifiesto la opulencia de sus caderas. Sonreía. Su boca, entreabierta, era delicada y plena. George se le acercó y apoyó sus labios en aquellos hombros desnudos. Nada podía ser más suave que su piel. ¡Qué tentación de tirar del frágil vestido desde esos hombros y dejar al descubierto los pechos, tensos bajo el raso! ¡Qué tentación de desnudarla inmediatamente!
Pero George sintió que aquella mujer no podía ser tratada de manera tan sumaria, que requería sutileza y habilidad. Nunca había meditado tanto cada uno de sus gestos, nunca les había conferido tanto sentido artístico. Parecía decidido a un largo asedio, y como ella no daba señales de urgencia, se demoró sobre los hombros desnudos, inhalando el tenue y maravilloso olor que desprendía aquel cuerpo.
Hubiera podido tomarla allí y en aquel momento, tan poderoso era el encanto que exhalaba, pero primero quería que ella hiciera una señal, que se mostrara activa, y no blanda y flexible como la cera bajo sus dedos.
La mujer parecía sorprendentemente fría y dócil, como si no sintiera nada. No había un solo estremecimiento en su piel; su boca se había abierto, dispuesta a besar, pero no respondía.
Permanecieron de pie junto a la cama, sin hablar. George recorrió con sus manos las satinadas curvas de aquel cuerpo, como para familiarizarse con él. Ella se mantuvo inmóvil. A medida que la besaba y la acariciaba, George se dejó caer lentamente de rodillas. Sus dedos advirtieron la desnudez bajo el vestido. La condujo a la cama; ella se sentó. George le quitó las zapatillas y le sostuvo los pies entre sus manos.
Le sonrió, cariñosa e invitadora. El le besó los pies, y sus manos se introdujeron bajo los pliegues del largo vestido y remontaron las suaves piernas hasta los muslos.
Abandonó sus pies a las manos de George, que ahora los mantenía apretados contra su pecho, mientras sus manos acariciaban las piernas. Si la piel era fina en ellas, ¿qué no sería cerca del sexo, donde siempre es más suave? Pero ella tenía los muslos apretados, y George no pudo continuar su exploración. Se puso en pie y se inclinó para besarla. Ella se recostó y, al echarse hacia atrás, sus piernas se abrieron ligeramente.
George le paseó las manos por todo el cuerpo, como para inflamar hasta el último rincón con su contacto, acariciándola de nuevo desde los hombros hasta los pies antes de intentar deslizar la mano entre sus piernas, que se abrieron un poco más, hasta permitirle llegar muy cerca del sexo.
Los besos de George revolvieron el cabello de la mujer; su vestido había resbalado de los hombros y descubría en parte los senos. Se lo acabó de bajar con la boca, revelando los pechos que esperaba: tentadores, turgentes y de la mas fina piel, con pezones rosados como los de una adolescente.
Su complacencia le incitó casi a hacerle daño para excitarla de alguna forma. Las caricias le afectaban a él, pero no a ella. El dedo de George halló un sexo frío y suave, obediente, pero sin vibraciones.
George empezó a creer que el misterio de aquella mujer radicaba en su incapacidad para ser excitada. Pero no era posible. Su cuerpo prometía tanta sensualidad; la piel era tan sensible, tan plena su boca. Era imposible que no pudiera gozar. Ahora la acariciaba sin pausa, como en sueños, como si no tuviera prisa, aguardando a que la llama prendiera en ella.
Los espejos que los rodeaban repetían la imagen de la mujer yacente, con el vestido caído de sus pechos, sus hermosos pies descalzos colgando de la cama y sus piernas ligeramente separadas bajo la ropa.
Tenía que arrancarle el vestido del todo, acostarse en la cama con ella y sentir su cuerpo entero contra el suyo. Empezó a tirar del vestido y ella le ayudó. Su cuerpo emergió como el de Venus surgiendo del mar. La levantó para que pudiera tenderse por completo en el lecho y no dejó de besar todos los rincones de su piel.
Entonces sucedió algo extraño. Cuando se inclinó para regalar sus ojos con la belleza de aquel sexo y su color sonrosado, ella se estremeció, y George casi gritó de alegría.
—Quítate la ropa —murmuró ella.
Se desvistió. Desnudo, sabía cuál era su poder. Se sentía mejor desnudo que vestido, pues había sido atleta, nadador, excursionista y escalador. Supo que podía gustarle.
Ella le miró.
¿Se sentía complacida? Cuando se inclinó sobre ella, ¿se mostró más receptiva? No podía afirmarlo. Ahora la deseaba tanto que no podía aguardar más, quería tocarla con el extremo de su sexo, pero ella le detuvo. Antes quería besar y acariciar aquel miembro. Se entregó a la tarea con tal entusiasmo, que George se encontró con sus nalgas junto a la cara y en condiciones de besarla y acariciarla a placer.
George fue presa del deseo de explorar y tocar todos los rincones de aquel cuerpo. Separó la abertura del sexo con dos dedos y regaló sus ojos con el fulgor de la piel, el delicado fluir de la miel y el vello rizándose en torno a sus dedos. Su boca se tornó cada vez más ávida, como si se hubiera convertido en un órgano sexual autónomo capaz de gozar tanto de la mujer que si hubiera continuado lamiendo su carne hubiera alcanzado un placer absolutamente desconocido. Cuando la mordió, experimentando una sensación deliciosa, notó de nuevo que a ella la recorría un estremecimiento de placer. La apartó de su miembro a la fuerza por miedo a que pudiera obtener todo el placer limitándose a besarlo y a quedarse sin penetrarla. Era como si el gusto de la carne los volviera a ambos hambrientos. Y ahora sus bocas se mezclaban, buscándose las inquietas lenguas.
La sangre de la mujer ardía. Por fin, la lentitud de George parecía haber conseguido algo. Sus ojos brillaban intensamente y su boca no podía abandonar el cuerpo de su compañero. Entonces la tomó, pues se le ofrecía abriéndose la vulva con sus adorables dedos, como si ya no pudiera esperar más. Aun entonces suspendieron su placer, y ella sintió a George con absoluta calma.
Pero al momento señaló el espejo y dijo riendo:
—Mira, parece como si no estuviéramos haciendo el amor; como si yo estuviera sentada en tus rodillas, y tú, bribón, has estado todo el tiempo dentro de mí, e incluso te estremeces. ¡Ah, no puedo soportar más esta ficción de que no tengo nada dentro! Me está ardiendo. ¡Muévete ya, muévete!
Se arrojó sobre él, de modo que pudiera girar en torno al miembro erecto, y de esta danza erótica obtuvo un placer que la hizo gritar. Al mismo tiempo, un relámpago de éxtasis estallaba en el cuerpo de George.
Pese a la intensidad de su amor, cuando George se marchó ella no le preguntó su nombre ni le pidió que volviera. Le dio un ligero beso en sus labios, casi doloridos, y le despidió. Durante meses, el recuerdo de aquella noche le obsesionó y no pudo repetir la experiencia con ninguna otra mujer.
Un día se encontró con un amigo que acababa de cobrar unos artículos y lo invitó a beber. Contó a George la increíble historia de una escena de la que había sido testigo. Estaba gastándose pródigamente el dinero en un bar, cuando un hombre muy distinguido se le acercó y le sugirió un agradable pasatiempo: observar una magnífica escena de amor, y como el amigo de George era un voyeur redomado, aceptó la sugerencia inmediatamente. Fue conducido a una misteriosa casa, a un apartamento suntuoso, y recluido en una habitación obscura desde donde pudo contemplar cómo una ninfómana hacía el amor con un hombre especialmente dotado y potente.
A George le dio un vuelco el corazón.
—Descríbeme a esa mujer —pidió.
El amigo describió a la mujer con la que George había hecho el amor, incluido el vestido de raso. Describió también la cama con dosel, los espejos: todo. El amigo de George había pagado cien dólares por el espectáculo, pero había valido la pena y había durado horas.




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