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P.D. James / Manual de instrucciones

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P.D. James: su manual de instrucciones

Con noventa años de vida y cincuenta de trayectoria literaria, esta gran dama británica se ha decidido a revelar “Todo lo que sé sobre novela negra” (Ediciones B), obra en la que se incluye este capítulo sobre sus propios inicios y las decisiones que debe afrontar todo escritor de género criminal
Texto: P.D. James

Cuando me puse manos a la obra, a mediados de la década de los cincuenta, con mi primera novela, no se me pasó por la cabeza comenzar con una historia que no fuera de detectives. Las novelas de misterio eran las que más me gustaba leer para relajarme y tenía la sensación de que si lograba escribir una y escribirla bien, habría posibilidades de que alguna editorial la aceptara. No me apetecía escribir una primera novela autobiográfica sobre mi experiencia en traumas infantiles, la guerra o la enfermedad de mi marido, aunque con el tiempo he acabado pensando que la mayoría de la ficción es autobiográfica y parte de lo autobiográfico. Siempre me ha fascinado el aspecto estructural de la novela y la narrativa de misterio presentaba una serie de problemas técnicos relativos, sobre todo, a la construcción de una trama que fuera verosímil y emocionante, en un entor- no que resultara real a los lectores, y con personajes que fueran hombres y mujeres creíbles que afrontan el trauma de una investigación policial por asesinato. Así, el relato detectivesco me pareció un aprendizaje ideal para alguien que se embarcaba en la escritura sin grandes esperanzas de hacer fortuna pero con la ilusión de llegar a convertirme algún día en una novelista buena y seria.
Una de las primeras decisiones fue, como es natural, la elección del detective. Si ahora me viera en esa situación, probablemente escogería a una mujer, pero en aquella época no era una opción ya que no había mujeres ejerciendo como detectives. La principal elección, por tanto, consistía en decidir si el detective era un profesional o un aficionado del sexo que fuera y, como mi objetivo era lograr el máximo realismo, me decanté por la primera opción y Adam Dalgliesh, llamado así por el profesor de inglés que tuve en la Cambridge High School, se instaló en mi imaginación.
Yo había aprendido la lección de Dorothy L. Sayers y Agatha Christie, que comenzaron con detectives excéntricos y acabaron sufriendo un gran desengaño. Así que decidí empezar con un personaje menos descaradamente peculiar y matar sin ninguna piedad a su esposa y a su hijo recién nacido para evitar implicarme en su vida sentimental, pues me parecía difícil incorporar ese aspecto con acierto en la estructura del relato clásico detectivesco. Lo doté de las características que me admiran en cualquier persona, sea hombre o mujer: inteligencia, valentía —no insensatez—, sensibilidad —no sensiblería—, y discreción. Me daba la impresión de que eso me permitiría crear un policía profesional creíble y con posibilidades de evolucionar en caso de que esa novela se convirtiera en la primera de una serie. Una serie de misterio tiene, por supuesto, ventajas concretas en lo que respecta al detective; un personaje definido que no hace falta presentar a los lectores al comienzo de cada novela, una trayectoria fructuosa resolviendo crímenes que puede aportar seriedad, una historia y unos antecedentes familiares establecidos y, sobre todo, la identificación y la lealtad del lector. Es muy común que las novelas nuevas muestren el nombre del detective en la cubierta junto al del autor y al título, de forma que los futuros lectores tengan la certeza de que allí se reencontrarán con un viejo amigo.
¿Y qué pasa con los demás personajes, sobre todo con la víctima y los desafortunados sospechosos? Deberían ser algo más que arquetipos colocados ahí por necesidad, pero en la Edad Dorada rara vez resultaban interesantes por sí solos; a la víctima no se le pedía nada, salvo que fuera una persona indeseable, peligrosa o desagradable cuya muerte no causaba sufrimiento a nadie. Y en efecto, no resulta fácil crear compasión hacia la víctima, ya que necesariamente ésta ha provocado un odio asesino por razones diversas en un pequeño grupo de personas y, por lo general, una vez muerta, puede trasladársela al depósito de cadáveres tranquilamente sin concederle siquiera la gracia de una autopsia. Ya ha cumplido su función y se la puede dejar al margen. Pero si eso no nos importa, o aunque de hecho nos identifiquemos en cierto modo con la víctima, lo que desde luego apenas nos afecta es que viva o muera. La víctima es el catalizador del núcleo de la novela y muere por ser quien es, por ser lo que es y estar donde está, y por el poder destructivo que ejerce, de forma explícita o subrepticia, sobre la vida de al menos un enemigo desesperado. Su voz puede permanecer acallada la mayor parte de la novela, su testimonio puede darse a conocer mediante la voz de otros, a través de los restos que ha dejado en sus aposentos, sus cajones y armarios, o por medio del bisturí del médico forense, pero para el lector, al menos en su pensamiento, debe estar plenamente viva. El asesinato es el único crimen, y la investigación quebranta la privacidad tanto de los vivos como de los muertos. Es ese estudio de los seres humanos sometidos al estrés de una investigación que los desnuda lo que constituye para el escritor uno de los mayores atractivos del género.





P.D. James / La muerte llega a Pemberley

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P.D. James
según David Levine


P. D. James lleva el asesinato en la continuación de ‘Orgullo y Prejuicio’, de Jane Austen


La nueva novela de la escritora británica se adapta al estilo de Austen

El resultado de 'La muerte llega a Pemberley' es una mezcla muy interesante


P. D. James, la gran dama del crimen británica, cumplirá 92 años el próximo agosto. La última novela protagonizada por su detective poeta, el comandante Adam Dalgliesh, Muerte en la clínica privada, apareció en 2008 (en España el año siguiente). Desde entonces, nada. Excepto el ensayo Todo lo que sé sobre novela negra. Ahora, nos obsequia con una novela insólita y genial, La muerte llega a Pemberley (Bruguera), en la que retoma Orgullo y prejuicio en el punto en que la acabó Jane Austen.
“Debo una disculpa a la sombra de Jane Austen por implicar a su querida Elizabeth en la trama de una investigación por asesinato”, afirma la escritora en una nota introductoria. Estamos en Pemberley en 1803. Hace seis años que Elizabeth Bennet y Darcy se casaron. Tienen dos hijos y preparan el baile de otoño. La felicidad es absoluta. Pero el día antes de la fiesta, se presenta, sin ser invitada, Lydia, la díscola hermana menor de Elizabeth, la que se fugó (en Orgullo y Prejuicio) cuando tenía 16 años con el apuesto teniente George Wickham. Histérica, llora y grita que han asesinado a su marido en el bosque de Pemberley.
Elizabeth y Darcy sienten que un peligro inexorable amenaza su vida y su hacienda. Afloran todos los secretos, vuelven las dudas. James es una maestra en mostrar cómo un asesinato perturba las vidas del entorno de la víctima.
La escritora se adapta perfectamente al estilo y lenguaje de Austen, a su ironía, a su sabia descripción de cotidianeidad de una burguesía agraria y añade su pasión por el misterio y por el suspense y sus agudas observaciones. El resultado es una mezcla muy interesante.
James, por si alguien se despista o no recuerda Orgullo y prejuicio, resume en un prólogo de apenas 12 páginas la novela: la peripecia de la familia Bennet con cinco hijas casaderas y exiguos ingresos, los desvelos de la madre para casarlas; y la de los ricos Darcy. El orgulloso, reservado y poco sociable señor Darcy y los prejuicios de Elizabeth. James da nueva vida a los personajes de Austen y algunos, como Georgiana, la hermana de Darcy, su primo, el coronel Fitzwilliam o Lydia y Wickham cobran mayor protagonismo.

Debo una disculpa a la sombra de Jane Austen por implicar a su querida Elizabeth en la trama de una investigación por asesinato
Hay nuevos personajes y nuevos amores. Como en la novela de Austen, no faltan los chismorreos ni la envidia. Hay ecos lejanos de la rebelión irlandesa contra el dominio británico de 1798 y de la guerra naval contra Francia. James asume la parte más feminista de Austen sobre la educación de las mujeres. “Estamos ya en el siglo XIX y a la mujer no puede negársele la voz en asuntos que la incumben”, afirma el joven abogado Alveston.
Phyllis Dorothy James (Oxford, 1920) ha publicado una veintena de novelas, casi todas protagonizadas por el comandante Dalgliesh, que debutó en 1965 en Cubridle el rostro. Le siguieron títulos como Muertes poco naturalesUn impulso criminalSabor a muerte o Muerte en el seminario. Ha leído a Jane Austen y afirma en La hora de la verdad, sus originales memorias: “Algunos de los escritores en lengua inglesa más importantes ha sido mujeres: Jane Austen, las Brontë, George Eliot, Virginia Woolf”.
Jane Austen (1775-1817) empezó a escribir Orgullo y prejuicio cuando apenas tenía 20 años. Realizó la primera redacción entre 1796 y 1797, pero no logó publicarla hasta 1813. Es autora también de Sentido y sensibilidadEmmaMansfield Park, La abadía de Northanger y Persuasión.
Jane Austen
La escritora se adapta perfectamente al estilo y lenguaje de Austen, a su ironía, a su sabia descripción de cotidianeidad de una burguesía agraria y añade su pasión por el misterio y por el suspense y sus agudas observaciones


Un párrafo del capítulo final de Mansfield Park decidió a P. D. James a escribir La muerte llega a Pemberley: “Que se espacien otras plumas en la descripción de infamias y desventuras. La mía abandona en cuanto puede esos odiosos temas, impaciente por devolver a todos aquellos que no estén en gran falta un discreto bienestar, y por terminar con todo lo demás”. Y eso es lo que ha hecho James, “espaciar” con inteligencia e imaginación Orgullo y prejuicio. Todo un homenaje.















Jorge Luis Borges / El remordimiento

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Fotografía de Andreas H. Bitesnich
Jorge Luis Borges
EL REMORDIMIENTO

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.


Borges / El puñal

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Jorge Luis Borges
EL PUÑAL

En un cajón hay un puñal.

Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.

Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.

Otra cosa quiere el puñal.

Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.

A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.



Jorge Luis Borges / Borges y yo

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Jorge Luis Borges
BORGES Y YO

             
      Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, las etimologías, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
         No sé cuál de los dos escribe esta página

Jorge Luis Borges
El hacedor 
Buenos Aires, Emecé, 1960

         LA VOZ DEL AUTOR

Borges / Las ruinas circulares

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Jorge Luis Borges
LAS RUINAS CIRCULARES



JORGE LUIS BORGES / THE CIRCULAR RUINS (Cuento en inglés)


Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas. 
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.









Borges / El Aleph

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Jorge Luis Borges
El Aleph

JORGE LUIS BORGES / THE ALEPH (Cuento en inglés)

      O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space.
                                    Hamletii, 2.


      But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nunc-stans(as the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-stans for a infinite greatnesse of Place.
                                    
Leviathaniv, 46



         La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.

         Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri.
         Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
         El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.
         — Lo evoco — dijo con una admiración algo inexplicable — en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
         Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.
         Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto—Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
         Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera bre— ve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
         —Estrofa a todas luces interesante —dictaminó—. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero —¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma?— consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo!acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos e apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
         Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema.[1]
         Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos:
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta —¿Color? Blanquiceleste—
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
          — ¡Dos audacias —gritó con exultación— rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgoblanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
         Hacia la medianoche me despedí.
         Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, “para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los propietarios de mi casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer”. Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el “salón-bar”, inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
         —Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
          Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinosolactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, “que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que puedenindicar a los otros el sitio de un tesoro”. Acto continuo censuró laprologomanía, “de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios”. Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, “porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad”. Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
         Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
         A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió — salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
         El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
          —¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! —repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
         No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
          El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
         —Está en el sótano del comedor —explicó, aligerada su dicción por la angustia—. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
         —¡El Aleph! —repetí.
         —Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
         Traté de razonar.
         —Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
         —La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
         —Iré a verlo inmediatamente.
         Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz(yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
         En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
          —Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
         Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
         —Una copita del seudo coñac —ordenó— y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
         Ya en el comedor, agregó:
         —Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
         Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
         —La almohada es humildosa — explicó — , pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
         Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
         Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
         En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
         Sentí infinita veneración, infinita lástima.
         —Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman —dijo una voz aborrecida y jovial—. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
         Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
         —Formidable. Sí, formidable.
         La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
         —¿La viste todo bien, en colores?
         En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos.
         En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me tra—bajó otra vez el olvido.


         Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de “trozos argentinos”. Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura.[2] El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
         Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
         Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres —la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, “redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio” (The Faerie Queene, III, 2, 19)—, y añade estas curiosas palabras: “Pero los anteriores(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería”.
         ¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto.



[1] Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos poetas.
Aqueste da al poema belicosa armadura
De erudición; estotro le da pompas y galas
Ambos baten en vano las ridículas alas...
¡Olvidaron cuitados el factor HERMOSURA!

Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.

[3] “Recibí tu apenada congratulación”, me escribió. “Bufas, mi lamentabla amigo, de envidia, pero confesarás... —¡aunque te ahogue!— que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más Califa de los rubíes.




W.W. Jacobs / La pata de mono

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W.W. Jacobs
LA PATA DE MONO


W.W. Jacobs / The Monkey's Paw (Cuento en inglés)

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II


A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III


En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.





Raymond Carver / Tres rosas amarillas

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Raymond Carver
BIOGRAFÍA
TRES ROSAS AMARILLAS

Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un self-made man cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
         Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L´Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas —la mitad de la noche incluso— en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, como no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maître, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el “escándalo” del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. «Reía y bromeaba como de costumbre —escribe Suvorin en su diario—, mientras escupía sangre en un aguamanil.»
         Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
        «Antón Pavlovich yacía boca arriba —escribe Maria en sus Memorias—. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones.» Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano —obra de un especialista, era evidente— de los pulmones de Chejov. (Era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia.) El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. «Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas», escribe Maria.
        También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país. (¿El hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena el «núcleo de los allegados», ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro («¿Adónde le llevan sus personajes? —le preguntó a Chejov en cierta ocasión—. Del diván al trastero, y del trastero al diván»), apreciaba sus narraciones cortas. Además —y tan sencillo como eso—, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: «Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso.» Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): «Estoy contento de amar... a Chejov.»
         Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: «Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla.»
           A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía —según confesó en cierta ocasión— de «una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan».
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: «Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: “No puedo hacer nada, Me iré en la primavera, con el deshielo.”» (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba «engordando», y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.


          Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
            A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba «mi poney», y a veces «mi perrito» o «mi cachorro». También le gustaba llamarla «mi pavita» o sencillamente «mi alegría».
           En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió a la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
          Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: «Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta.» El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. «Chejov —escribe— subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento.» De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo —según Olga—, lo hacía con «una casi irreflexiva indiferencia».
           El doctor Schwöhrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwöhrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwöhrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
           El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: «Es probable que esté completamente curado dentro de una semana» ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.
          Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. «Empiezo a desanimarme —escribió a Olga—. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo.» Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
         El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwöhrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwöhrer. «Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio», escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. «No debe ponerse hielo en un estómago vacío», dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
           El doctor Schwöhrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwöhrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer —lo obligaba a ello un juramento— todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwöhrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwöhrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: «¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver.»
           El doctor Schwöhrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwöhrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua el aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. «¿Cuántas copas?», preguntó el empleado. «¡Tres copas!», gritó el médico en el micrófono. «Y dése prisa, ¿me oye?». Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
          Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos —santo cielo—, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moët a la habitación 211. «¡Y date prisa, ¿me oyes?!»


           El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró con el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
           De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwöhrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwöhrer. No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña...» Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwöhrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwöhrer soltó la muñeca de Chejov. «Ha muerto», dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
            Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwöhrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
           El doctor Schwöhrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwöhrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. «Ha sido un honor», dijo el doctor Schwöhrer. Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la Historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. «No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos —escribiría más tarde—. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte.»


           Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwöhrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
          Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las rosas a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí —dijo el joven— para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
           La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues salvo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros —dijo— podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar —ahora con mirada indecisa— en dirección al dormitorio.
         Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
        Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
          No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto ¿lo entendía? Cómprense-vous?¿Eh, joven? Antón Chejov estaba muerto. Ahora atiéndame bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista.     Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
          El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.
         Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
         El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza.
         Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana —un jarrón lleno de rosas— destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
         Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un tufillo de formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
          El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente.  ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
         ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos ¿Vas a ir?
            Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Cogió el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.

Enrique Vila-Matas / Como agua que cae del cielo de Carver

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Enrique Vila-Matas
COMO AGUA DEL CIELO DE CARVER
BIOGRAFÍA

En 1988, cuando Raymond Carver se había convertido en el mejor cuentista vivo del mundo, se murió. Estaba en su mejor momento porque había dejado de beber, tenía una estimulante relación amorosa con la poeta Tess Gallagher, y hasta le condecoraban las universidades que en otros días le habrían escupido a la cara por borracho y desdichado. Le llegó la muerte cuando todo por fin le iba bien, quizá demasiado bien. Sus numerosos admiradores creyeron que era el punto final, que todo había ya terminado, que no habría ya nunca más cuentos del genio. En uno de los relatos de Tres rosas amarillas, su volumen de cuentos póstumo, podía leerse: "Se ha ido y nunca volverá. Punto final. Nunca jamás". El narrador de este cuento hablaba de esta forma porque había perdido a su mujer las rupturas de matrimonio eran uno de los platos favoritos de Carver, pero yo me acuerdo de haber leído esas líneas como si fueran la crónica de su muerte, anunciada por él mismo. Este tipo de lecturas trágicas de Carver era muy habitual, por aquellos días, entre sus desolados admiradores. "Se ha ido y nunca volverá. Punto final". Nadie parecía acordarse de que las viudas siempre encuentran carpetas.
Cuando se cumplían 10 años de su muerte aparecieron en unas carpetas "como agua caída directamente del cielo", nos dice Tess Gallagher cinco relatos inéditos, tres en la casa de Port Angeles, en Washington, donde Carver vivía y murió, y dos entre los papeles de la colección William Charvart de la biblioteca de la Universidad de Ohio. Los relatos hallados en la carpeta casera fueron publicados en la revista Esquire por Jay Woodruff, que había colaborado en el descubrimiento de los manuscritos. Y uno de los relatos encontrados en Ohio fue publicado en la revista Granta. Los cinco aparecen ahora en un solo volumen con el título genérico del quinto y último de los relatos, Si me necesitas, llámame.
Los cinco cuentos tienen el mismo gran nivel literario de otros relatos del autor, de modo que no son en ningún caso los restos de un festín. De hecho, el libro contiene más de una obra maestra, pienso en el primero y el quinto relatos. Es, por otra parte, un volumen algo distinto a los otros libros de cuentos de Carver, ya que contiene ciertos detalles novedosos, como por ejemplo la inédita hasta ahora carga autobiográfica de alguno de los cuentos, muy especialmente en Leña, que a pesar del tema tratado el drama de una sequía literaria carece de la habitual angustia carveriana, que es un matiz también visible en el resto de los cuentos, otra de las novedades de este volumen.
En Leña, el protagonista parte un camión de leña con la esperanza de que le ayude a superar el alcoholismo, la ruptura de su matrimonio y su sequía creadora como escritor, ya que no pasa nunca de la primera fase de su novela, una frase que le parece una solemne estupidez: "El vacío es el principio de todas las cosas".
¿Qué queréis ver? y Si me necesitas, llámame, los relatos encontrados en Ohio, tratan de rupturas de matrimonios y en ambos se repiten, casi literalmente, situaciones ya tratadas en anteriores cuentos del autor en Conservación y en Caballos en la niebla, respectivamente, lo que explicaría que, por su condición de borradores, estuvieran en Ohio, aunque es de aplaudir que hayan sido publicados, sobre todo porque Si me necesitas, llámame es una obra maestra, infinitamente superior a Caballos en la niebla, en mi opinión un relato imperfecto por su trazo cursi.
En Vándalos encontramos un desenlace sorprendente y genial y muy distinto de los habituales finales del escritor. En este cuento, Carver parece haber operado con un procedimiento narrativo inverso al que acostumbraba a utilizar. Es la profunda carga psicológica la que nos traslada a la realidad pura y dura, y no al revés, como en tantos otros cuentos suyos. Hay en él, por otra parte, una búsqueda de una mayor complejidad narrativa, lo que nos permite especular con la posibilidad de que se hubiera hartado de que se comparara su estilo seco y lacónico con el de Hemingway y hubiera decidido mandar a paseo la "dignidad de los icebergs" para acercarse a su más profunda y verdadera familia literaria: la de las baladas de los cazadores solitarios de Faulkner, Mac Cullers y Flannery O'Connor, las voces de la escuela del Sur.

El País, Babelia, 31 de marzo de 2001


 Narrativa. Si me necesitas, llámame
 Raymond Carver. Traducción de Benito Gómez Ibáñez
 Anagrama. Barcelona, 2001
 126 páginas. 1.500 pesetas



Antonio Muñoz Molina / Vidas de Carver

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Raymond Carver y Tess Gallagher

Antonio Muñoz Molina

VIDAS DE CARVER

EL PAÍS 19 ENE 2008

Pocas personas tienen una sola vida. Raymond Carver tuvo al menos dos, antes de ingresar tan prematuramente en la muerte y en una posteridad en la que su nombre se ha agrandado, en vez de desaparecer, y en la que sus libros, aun sin la ayuda de su presencia física, han logrado ese raro milagro, perdurar en los estantes de las librerías. Quien ha vivido varias vidas no siempre puede recordar la fecha exacta en la que comenzó cada una de ellas. Raymond Carver sabía cuándo terminó la primera de las suyas, cuándo empezó la segunda: exactamente el dos de junio de 1977, cuando dejó de beber, pocos días después de cumplir treinta y nueve años. Se había casado a los diecinueve, con una chica de dieciséis. A los veintiuno ya era padre de dos hijos, y no tenía más perspectivas que trabajar de peón en las serrerías de la costa noroeste de Estados Unidos o de repartidor o de portero, mientras su mujer ganaba un salario escaso como camarera.

La segunda vida tan breve y la posteridad de Carver estaban contenidas en la desolación de la primera, que es una desolación muy específica de la pobreza americana

Las experiencias reveladoras a las que aludía cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifanía de las cosas cotidianas
El origen de una vocación literaria es tan misterioso como el de las historias que cuenta un escritor. A Carver le gustaba citar la definición de un cuento corto que da V. S. Pritchett: "Algo vislumbrado de soslayo, de paso". Para explicar lo frágil que puede ser el punto de partida de una historia que sin embargo uno sabe que le importará mucho escribir ponía el ejemplo de la primera frase de una de las suyas: "Estaba pasando la aspiradora cuando sonó el teléfono". En esas pocas palabras tan comunes como la situación que cuentan está cifrado el relato igual que la planta entera en su semilla. De la misma manera improbable la segunda vida tan breve y la posteridad de Carver estaban contenidas en la desolación de la primera, que es una desolación muy específica de la pobreza americana, la de la clase trabajadora blanca encallada en los márgenes de la escala laboral y del consumo sórdido, en los parques de caravanas y en las zonas de viviendas situadas entre los cruces de autopistas. El cine, que todo lo embellece, ha creado una mitología visual de esos paisajes, asociada a la de los moteles, las gasolineras y los neones de los restaurantes solitarios de comida basura, a la horizontalidad de los espacios desiertos y las periferias industriales. La realidad es pavorosa, y no tiene nada de literario.
Y sin embargo Raymond Carver hizo excelente literatura con ella, igual que se había hecho a sí mismo escritor viniendo de una familia en la que nadie leyó jamás un libro ni pasó de la escuela primaria y sobreponiéndose a la responsabilidad demoledora para un muchacho de poco más de veinte años y su mujer adolescente de criar a dos hijos pequeños. Las mismas circunstancias que conspiraban contra su porvenir de escritor se convirtieron en los materiales fértiles de su literatura: no sólo la pobreza, no sólo el agobio de los niños pequeños, de los trabajos mezquinos, de las expectativas frustradas, sino también el riguroso infierno del alcohol, que lo llevó a ser hospitalizado tres veces al borde de la muerte, a romperle una botella de vodka en la cabeza a su primera mujer.
Hay que tener mucho cuidado con la mística de la mala vida como germen del talento. El de Raymond Carver sobrevivió a la bebida igual que pudo haber sido destruido por ella. Lo que nos atrae tanto en sus historias no es tanto el relato de esa especie de inmóvil desesperación en la que se encuentran atrapados sus personajes como la intuición de una plenitud que casi parece accesible para ellos a pesar de todo. Muy cerca del dolor está la ternura; la claudicación de un borracho que vuelve a la botella no llega a corromper del todo su alma; la pelea más atroz de una pareja no anula los instantes de felicidad que conocieron alguna vez; en una habitación donde un grupo de amigos conversa sobre nada y se emborracha poco a poco alguien observa la luz de la tarde que se filtra por la persiana y permanece como un ascua roja en el espejo. La limpieza de la escritura ya es en sí misma una afirmación. Las experiencias reveladoras a las que aludía Carver cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifanía de las cosas cotidianas: "Es posible escribir sobre cosas y objetos comunes con un lenguaje común pero preciso, y dotar a esas cosas -una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, el pendiente de una mujer- con un poder inmenso, incluso sobrecogedor".
Suele pensarse que este tono de sutil o explícita celebración llegó a la literatura de Carver en su segunda vida, según se afianzaba su amor con Tess Gallagher y su celebridad de escritor, en el tiempo demasiado breve en el que aún no sabía que iba a morirse con cincuenta años de un cáncer de pulmón. La sequedad quirúrgica de su primer estilo parecía que daba paso a una nueva complacencia en la escritura, a una riqueza mayor de pormenores y de matices. Pero en literatura todas las explicaciones claras son dudosas, y todo prestigio tiene una parte mayor o menor de malentendido. Multitudes de imitadores han venerado la inflexible austeridad expresiva de Raymond Carver y, como suele suceder, la han simplificado hasta la caricatura, pero ahora vamos sabiendo que el propio Carver no era del todo responsable de los despojamientos máximos de su estilo. En su número de fin de año The New Yorker publicó un relato inédito que se titula Beginners y que es una versión previa del que hasta ahora conocemos como De qué hablamos cuando hablamos de amor. El amigo y editor de Carver, Gordon Lish, eligió el nuevo título, pero no sólo ayudó a corregir la escritura y la trama: añadió cosas, suprimió casi la mitad del texto, cambió el final. En 1980, en una carta llena de inseguridad y de remordimiento, Carver le pidió a Lish que retirara ese cuento y alguno más del libro que iba a publicarse. Estaba agradecido al editor que lo apoyó tanto en sus años peores, temía parecer ingrato, perder su amistad: pero tampoco quería que su historia quedara desfigurada. Leídas ahora, una al lado de la otra, las dos versiones dejan una sensación desconcertante: el texto original de Carver revela honduras que se han perdido en el otro; lo que hasta hace nada nos parecía un modelo de contención en el cuento que conocíamos ahora tiene algo como de catatonia emocional y expresiva.
El libro, a pesar de todo, se publicó así, y tuvo tanto éxito que cambió para siempre la carrera de Raymond Carver, quien nunca mostró en público su discrepancia con Lish, aunque rompió con él poco tiempo después. El estilo de aquellos cuentos, tan único, era en parte la invención de otro hombre. El reconocimiento público se otorgaba a alguien que era parcialmente un impostor. Pero quién no se siente así al recibir ciertos elogios; quién tiene el coraje necesario para negarse a aceptar algunas formas de admiración que intuye falsas o completamente equivocadas.





Raymond Carver / Principiantes

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N. del T: “Principiantes” es una versión primigenia y más extensa de “De qué hablamos cuando hablamos de amor,” relato que forma parte del volumen homónimo editado en 1981. En Diciembre de 2007 la revista norteamericana The New Yorker publicó “Principiantes,” junto con un excelente artículo sobre la relación de Raymond Carver y su editor Gordon Lish y los diversos cortes y diagramaciones que habían sufrido muchos de los relatos de Carver. En 2008 Tess Gallagher, viuda de Carver, re-editó “Principiantes” y otros relatos de Carver sin los cortes de Lish, para que pudiese apreciarse el trabajo de Carver en su forma más “auténtica, original”.
Título originalBegginers.
Traducción: Martín Abadía


RAYMOND CARVER
BIOGRAFÍA

PRINCIPIANTES


Raymond Carver / Beginners (Cuento en inglés)
                                                                                                                                                            071224_carver04_p465El que hablaba era mi amigo Herb McGinnis, el cardiólogo. Estábamos los cuatro sentados en su cocina, bebiendo gin. Era sábado por la tarde. La luz del sol entraba por el ventanal que estaba detrás del fregadero, inundando la cocina. Estábamos Herb, yo, su segunda esposa, Teresa – la llamábamos Terri – y mi esposa, Laura. Vivíamos en Albuquerque pero todos éramos de sitios diferentes. Sobre la mesa había una cubeta con hielo. El gin y el agua tónica pasaban de mano en mano y de alguna forma, llegamos al tema del amor. Herb pensaba que el amor real no era otro que el amor espiritual. Cuando era joven, había pasado cinco años en un seminario, antes de que renunciase para ir a la escuela de medicina. Había dejado la Iglesia en la misma época aunque decía que, al mirar atrás, esos años de seminario habían sido los más importantes en su vida.

Terri nos contó que el hombre con el que había vivido antes de vivir con Herb la amó tanto que había intentado matarla. Herb se rió luego de que ella lo dijese. Hizo una mueca. Terri lo observó y luego dijo, “una noche me golpeó, la última noche que pasamos juntos. Me arrastró por todo el living, tomándome por los tobillos; me decía todo el tiempo te amo, ¿no te das cuenta? Te amo, perra. Terri nos miró a todos y luego miró sus manos en el vaso. “¿Qué se puede hacer con un amor así?” dijo. Era una mujer delgada hasta los huesos, de rostro muy bonito, ojos oscuros y pelo castaño, largo por la espalda. Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos. Tenía quince años menos que Herb, había sufrido algunos períodos de anorexia, y hacia el final de los sesentas, antes de meterse en la escuela de enfermería, había sido una marginal, “una persona de la calle,” como le gustaba decir. Algunas veces, Herb la llamaba con cariño su “hippie”.
“Dios mío, no seas tonta, Eso no es amor y lo sabes,” dijo Herb. “No sé cómo lo llamarías tú –yo lo llamaría locura –; pero seguramente no es amor.”
“Di lo que quieras, pero yo sabía que él me amaba,” dijo Terri. “Lo sé. Quizás te parezca alocado, pero no deja de ser verdad. Las personas son diferentes, Herb. Claro, a veces él quizás se pasase un poco. Está bien, pero me amaba. A su manera tal vez, pero me amaba. Eso era amor, Herb. No lo niegues.”
Herb suspiró. Sostenía su vaso y se dio vuelta, de cara a Laura y a mí. “Me amenazaba con matarme también.” Él acabó su trago y buscó la botella de gin. “Terri es una romántica. Terri es de la escuelaPégame-para-que-sepa-que-me-amas. Terri, cariño, no lo veas de esa manera.” Él estiró un brazo por sobre la mesa y le acarició la mejilla con los dedos. Le sonrió.
“Ahora quiere solucionarlo,” dijo Terri, “luego de que intentó dejarme.” Ella no sonreía.
“¿Arreglar qué?” dijo Herb. “¿Qué hay que arreglar? Yo sé lo qué sé y eso es todo.”
“¿Cómo lo llamarías entonces?” dijo Terri. “¿Cómo fue que llegamos a este tema de todas formas?” Ella levantó su vaso y bebió. “Herb tiene siempre al amor en la cabeza,” dijo. “¿O no, cariño?” Ahora sonreía, y yo pensé que era el fin.
“Sólo digo que no llamaría amor al comportamiento de Carl, es todo lo que digo, cariño,” dijo Herb. “¿Qué dicen ustedes?” nos dijo. “¿Eso les parece amor?”
Yo me encogí de hombros. “No soy la persona indicada para responder. No conocí a ese hombre. Solo he oído su nombre al pasar. Carl. No sabría qué decir. Tienes que conocer todos los detalles. En mi opinión, no digo que no sea amor, pero ¿quién podría asegurarlo? Hay muchas formas diferentes de comportarse y de demostrar afecto. Ésa no es mi forma, pero lo que tú dices, Herb, ¿te refieres al amor como un absoluto?”
“El amor del que hablo es,” dijo Herb, “es aquel que no tiene que ver con  asesinar a alguien.”
Laura, mi mujer, dijo entonces, “no sé nada de Carl, o de la situación. ¿Quién puede juzgar una situación ajena? Pero, Terri, no sabía que había habido violencia.”
Acaricié el dorso de la mano de Laura. Ella me sonrió brevemente y luego miró fijo a Terri. Tomé la mano de Laura, una mano digna de acariciar, las uñas limpias, perfectamente labradas. Rodeé su muñeca con los dedos, como un brazalete, y la sostuve.
“Cuando lo abandoné, bebió venenos para ratas,” dijo Terri. Se apretaba los brazos con las manos. “Lo llevaron al hospital de Santa Fe, donde vivíamos, y le salvaron la vida. Y le separaron las encías. Digo, las metieron dentro y todos sus dientes salían fuera como colmillos. Dios.” Esperó un minuto, luego liberó ambos brazos y tomó el vaso.
“¡Lo que hace la gente!” clamó Laura. “Lo siento por él, aunque no creo que fuese a gustarme. ¿Dónde está ahora?”
“Quedó fuera de la obra,” dijo Herb. “Está muerto.” Me pasó el platillo con las limas. Tomé unas, las escurrí en mi trago y revolví los hielos con el dedo.
“Es peor que eso,” dijo Terri. “Se pegó un tiro en la boca, lo echó todo a perder. Pobre Carl,” dijo moviendo la cabeza.
“Nada de Pobre Carl,” dijo Herb. “Era peligroso.” Herb tenía cuarenta y cinco años. Era alto y esbelto, de pelo canoso y ondulado. Su cara y sus brazos siempre estaban bronceados de jugar al tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos y todos sus movimientos eran meticulosos y delicados.
“Me amaba de todas formas, Herb, concédeme eso,” dijo Terri. “Es todo lo que pido. No me amaba del modo en que lo haces tú, no es que diga lo contrario. Pero me amaba. Puedes concederme eso, ¿no? No es mucho lo que pido.”
“¿A qué te refieres con que lo echó todo a perder?” pregunté. Laura estaba inclinada sobre su vaso. Puso los codos sobre la mesa y lo sostenía con ambas manos. Recorrió con la vista el camino de Herb hasta Terri y catedralesperó con una mirada de desconcierto, como si estuviese asombrada de que cosas así le pasasen a la gente que conoces. Herb acabó su trago. “¿Cómo podría echarlo todo a perder si se mató?” dije una vez más.
“Te diré lo que sucedió,” dijo Herb. “Sacó la 22 que había comprado para amenazar a Terri y a mí – seriamente, quería usarla. Deberías haber visto como eran aquellos días. Como fugitivos. Incluso yo mismo compré también una pistola y eso que siempre pensé no ser un tipo violento. Pero compré una pistola por defensa propia y empecé a llevarla en la guantera. A veces debía abandonar el apartamento en mitad de la noche, sabes, para ir al hospital. Terri y yo no estábamos casados entonces y mi primera esposa llevaba la casa y los niños, el perro, todo, y Terri y yo vivíamos en aquel apartamento. Como decía, a veces recibía una llamada en mitad de la noche y tenía que salir para el hospital a las dos o tres de la madrugada. El estacionamiento era oscuro, de manera que a veces podías llegar a sudar de miedo antes de meterte en el auto. No sabías si el tipo iba a salir de detrás de los arbustos o del auto y empezar a dispararte. Digo, estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba en el auto, o de cualquier otra cosa. Solía dejar mensajes en la guardia diciendo que necesitaba hablar con el doctor y cuando yo devolvía la llamada me decía Hijo de una gran puta, tus días están contados. Cosas como ésas. Te juro que era aterrador.”
“Igualmente me siento mal por él,” dijo Terri. Dio un sorbo a su trago y miró a Herb. Y Herb la miró también.
“Parece una pesadilla,” dijo Laura. “Pero, ¿qué pasó exactamente luego de que se mató?” Laura es secretaria jurídica. Nos conocimos en una capacitación profesional entre miles de personas alrededor, pero hablamos y le pedí que cenásemos juntos. Antes de que nos diésemos cuenta, estábamos de novios. Tiene treinta y cinco, tres años menor que yo. Además de estar enamorados, nos gusta mucho estar juntos y disfrutar de la compañía del otro. Es una persona con la que es fácil estar. “¿Qué sucedió?” volvió a preguntar Laura.
Herb esperó un minuto y tomó su vaso. Luego dijo, “se pegó un tiro en la boca, en su habitación. Alguien escuchó el disparo y llamó al portero. Abrieron con una llave maestra para ver qué había sucedido y llamaron a la ambulancia. A mí me tocó haber estado ahí cuando lo ingresaron en la sala de emergencias. Yo estaba ahí con otro caso. Él aún estaba vivo, pero más allá de todo, cualquiera podría haberlo hecho. Es más, vivió unos tres días más después de eso. Aunque, seriamente, su cabeza estaba hinchada tres veces más de lo normal. Nunca había visto una cosa así y espero no tener que volver a verla. Terri quería entrar y quedarse con él cuando se enteró de todo. Nos peleamos por eso. Yo no creía que quisiese verlo así. No pensaba que debiese verlo, y aún lo pienso.”
“¿Quién ganó la pelea?” dijo Laura.
“Yo estuve en la habitación cuando el murió,” dijo Terri. “No volvía en sí y no había esperanza alguna, pero estuve junto a él. No tenía a nadie más.”
“Era peligroso,” dijo Herb. “Si quieres llamar a eso amor, pues hazlo.”
“Era amor,” dijo Terri. “Claro que no era normal para la mayoría de la gente, pero él quería morir de eso. Él murió de eso.”
“Te aseguro que no es amor,” dijo Herb. “No sabes por lo que murió. He visto miles de suicidas y no podría decir nada de ellos, incluso habiéndolos conocido. Y cuando piden saber la causa, pues… yo no la sé.” Se llevó las manos al cuello y extendió las piernas. “No estoy interesado en amores así. Si quieres ese tipo de amor, puedes tenerlo.”
Un minuto después, Terri dijo, “estábamos asustados. Herb incluso tramitó su testamento y le escribió a su hermano en California, quien había sido  Boina Verde. Él le dijo lo que debía hacer si algo sucedía misteriosamente. ¡O no misteriosamente!” Ella movió la cabeza y entonces río se rió. Bebió y pudo continuar. “Pero es cierto que vivíamos como fugitivos. Estábamos atemorizados por él, de eso no hay duda. Incluso yo llegué a llamar a la policía en una ocasión pero no sirvió de nada. Dijeron que no harían nada con él, que no podían arrestarlo o hacer cualquier otra cosa a menos que realmente le hiciese algo a Herb. ¿No es increíble?” dijo Terri. Se sirvió lo último que quedaba de gin en la botella y la sacudió. Herb se levantó, fue hasta la alacena y trajo otra botella.
“Bueno, Nick y yo estamos enamorados,” dijo Laura. “¿O no, Nick?” Chocó una rodilla con la otra. “Se supone que deberías decir algo ahora,” dijo y me ofreció una enorme sonrisa. “Nos llevamos bastante bien, creo. Nos gusta hacer cosas juntos y no nos hemos dado una paliza aún. Toco madera. Podría decir que somos muy felices. Creo que hay que ser agradecido de lo que se tiene.”
Como respuesta, tomé su mano y la llevé a mis labios dramáticamente. Hice toda una cosa al besar su mano. Todos nos divertimos. “Somos afortunados,” dije.
“Ustedes, chicos,” dijo Terri. “Dejen de hacer eso. ¡Me ponen enferma! Están aún de luna de miel, es por eso que pueden actuar de esa manera. Tortolitos, el uno con el otro aún. Sólo esperen a ver qué pasa. ¿Cuánto hace que están juntos? ¿Cuánto llevan? ¿Un año? Más de un año.”
“Vamos para el año y medio,” dijo Laura aún ruborizada y sonriente.
“Aún están en la luna de miel,” dijo Terri otra vez. “Sólo esperen un poco.” Tomó el vaso y miró a Laura. “Estoy bromeando,” le dijo.
Herb había abierto el gin y nos sirvió a todos. “Terri, por Dios, no deberías hablar de esa manera, ni en broma. Trae mala suerte. A ver, chicos. Hagamos un brindis. Quiero brindar por algo. Brindar por el amor. Por el amor verdadero,” dijo Herb. Chocamos los vasos.
“Por el amor,” dijimos.
Afuera, en el patio, uno de los perros empezó a ladrar. Por la ventana se veían las hojas de álamo sacudiéndose en la brisa. La luz de la tarde era toda una presencia en la habitación. Había un sentimiento de ligereza y generosidad en nuestra mesa, de amistad y comodidad. Podríamos haber estado en cualquier otro lado. Levantamos los vasos una vez más y nos sonreímos como chicos que finalmente se ponían de acuerdo.
“Te diré lo que es el amor verdadero,” dijo Herb. “Creo saber de lo que estoy hablando, y perdónenme por decirlo, pero se me antoja que somos principiantes en el amor. Decimos que nos amamos y es cierto, no lo dudo. Nos amamos y bastante fuertemente, todos nosotros. Yo amo a Terri y Terri me ama y ustedes, chicos, se aman el uno al otro. Sé de qué tipo de amor hablo. El amor sexual, esa atracción hacia el otro, studyhacia tu compañera, como así también el amor cotidiano, el amor hacia el otro ser, las ganas de estar con el otro y los pequeños detalles que hacen al amor de todos los días. El amor carnal entonces y, bueno, llamémosle el amor sentimental, ese preocuparse a diario por el otro. Pero a veces trato de encontrarle alguna explicación al hecho de haber amado a mi primera esposa también. Y de hecho, lo hice, sé que lo hice. Así que antes de que digan algo, soy como Terri en ese sentido. Como Terri y Carl.” Pensó un segundo y volvió a empezar, “en ocasiones he pensado que amé a mi primera esposa como a la vida misma y tuvimos dos niños juntos. Pero ahora aborrezco su ser. En serio. ¿Cómo imaginarse eso? ¿Qué pasó con aquel amor? ¿Se desgastó tanto como para llegar a un punto en que parece que jamás hubiese ocurrido? Qué pasó con eso, me gustaría saberlo. Me gustaría que alguien me lo dijese. Bueno, está Carl, bien, volvemos a Carl. Él amaba a Terri tanto como para intentar matarla y acabó matándose a él mismo.” Se detuvo y movió la cabeza. “Ustedes, chicos, han estado juntos por dieciocho meses y se aman el uno al otro, eso se nota, hay un brillo en ustedes, pero también han amado a otras personas antes de haberse conocido. Ambos han estado casados antes, igual que nosotros. Y es probable que hayan amado a otros antes de eso. Terri y yo llevamos cinco años juntos y estamos casados desde hace cuatro. Y lo terrible, lo terrible es que (aunque también es lo bueno, lo que lo salva todo) si algo le sucediese a uno de nosotros – discúlpenme por decir esto- pero si algo le sucediese a uno de nosotros, sé que el otro pasaría por un período de duelo, sabes, y  luego podría volver a amar a otra persona bastante prontamente y todo eso, y todo aquel amor –Dios, ¿cómo pensarlo?- sería tan solo un recuerdo. Tal vez ni siquiera un recuerdo. Debe ser la forma en la que se supone que debe ser. ¿Estoy equivocado? ¿Me voy de tema? Sé que eso es lo que sucedería con nosotros, con Terri y conmigo, lo sé tanto como sé que nos amamos. Eso ocupa a cualquiera de nosotros. Estoy jugándomela fuerte. Todos nosotros lo probamos de todas formas, pero no alcanzo a entender. Pónganme en mi lugar si estoy equivocado. Quiero saberlo. Yo no sé nada de nada y soy el primero en admitirlo.”
“Herb, por Dios,” dijo Terri. “Esto es deprimente. Vas a deprimirnos a todos. Incluso si piensas que es verdad lo que dices,” dijo ella, “aún así es deprimente.” Ella se aproximó hasta donde é estaba y acercó su antebrazo a la muñeca. “¿Estás borracho, Herb? ¿Te estás emborrachando, cariño?”
“Cariño, sólo estoy hablando, ¿ok?” dijo Herb. “No tengo que estar borracho para decir lo que tengo en la cabeza, ¿no? No estoy borracho. Sólo hablamos, ¿no?” dijo Herb. Entonces su voz cambió. “Pero si me quiero emborrachar, lo hago, mierda. Puedo hacer todo lo que quiera hoy.” Fijó sus ojos en los de ella.
“Cariño, no estoy criticándote,” dijo ella y levantó su vaso.
“No estoy de guardia hoy,” dijo Herb. “Puedo hacer todo lo que quiera. Estoy cansado, eso es todo.”
“Te queremos, Herb,” dijo Laura.
Herb miró a Laura. Por un momento pareció como si no pudiese localizarla. Ella lo siguió mirando, esbozando una sonrisa. Sus mejillas estaban sonrojadas y el sol le pegaba en los ojos, así que bizqueaba un poco. La expresión de Herb se relajó. “Yo también te quiero Laura, y a ti, Nick. Ustedes son nuestros amigos,” dijo Herb al tomar el vaso. “Bueno, ¿qué era lo que decía? Ah, quería contarles algo que me pasó hace poco. Creo que quiero probar algo y lo haré si puedo contarles todo tal cual sucedió. Pasó hace unos meses pero aún continúa. Quizás digan que no, pero esto debe de hacernos sentir un poco avergonzados cuando hemos hablado como si supiésemos de lo que hablábamos, cuando hablábamos del amor.”
“Herb, vamos,” dijo Terri. “Estás demasiado borracho. No hables así. No hables como borracho si es que no lo estás.”
“Cállate por un segundo, ¿quieres?” dijo Herb. “Déjame contar esto, lo llevo en la cabeza desde hace días. Cállate por un minuto. Les contaré la primera vez que sucedió. Esa vieja pareja que tuvo un accidente en la Interestatal. Un chico los chocó y estaban demasiado lastimados sin mucha oportunidad de salir del paso. Déjame contarlo, Terri. Pero, cállate por un minuto, ¿ok?”
Terri nos miró y luego volvió a mirar a Herb. Parecía ansiosa, no habría otra palabra para describirla. Herb agarró la botella.
“Sorpréndeme, Herb,” dijo Terri. “Sorpréndeme más allá de todo cálculo.”
“Quizás lo haga,” dijo Herb. “Quizás. Vivo constantemente sorprendido con las cosas que pasan. Todo lo que pasa en mi vida me sorprende.” Él la miró por un instante. Luego empezó a hablar.
“Estaba de guardia esa noche. Fue en mayo o en junio. Terri y yo nos disponíamos a cenar cuando llamaron del hospital. Había habido un accidente en la interestatal. Un adolescente borracho había chocado la pick-up de su papá contra el motor-home de una pareja de ancianos. Ambos eran septuagenarios. El chico tenía dieciocho o diecinueve años y estaba al borde la muerte cuando lo trajeron. Se le había metido el volante en el esternón y debió morir casi instantáneamente. Pero la pareja aún estaba viva, aunque sólo apenas viva. 9788433920669Tenían fracturas múltiples y contusiones y laceraciones y ambos tenían una concusión. Estaban muy mal, créanme. Y, claro, la edad jugaba en contra. Ella estaba un poco peor que él. Tenía rotura de bazo y además de todo lo anterior, sus rotulas se habían quebrado. Pero llevaban puestos los cinturones así que, gracias a Dios, pudieron salvarse.”
“Amigos, este es un aviso del Consejo Nacional de Seguridad,” dijo Terri, “les habla el Dr. Herb McGinnis. Escuchen,” y rió. Luego bajando la voz, “Herb, a veces te pasas. Te amo, cariño.”
Todos reímos. Herb se rió también. “Cariño, te amo. Tú sabes eso, ¿no?” Él se inclinó sobre la mesa hasta Terri y se besaron. “Terri tiene razón,” dijo Herb, incorporándose.
“Ajustémonos por seguridad. Escuchen lo que el Dr. Herb tiene para decirnos. Ahora, seriamente. Estaban destrozados, los viejitos. Para cuando llegué, los internos y las enfermeras ya estaban trabajando en el caso. El chico había muerto, como decía. Estaba en una esquina, acostado en la camilla. Alguien ya había llamado a un familiar directo y la gente de la funeraria estaba en camino. Le eché una mirada a la pareja y le dije a la enfermera de emergencias que llamase a neurólogo y al ortopedista rápidamente. Trataré de hacer más corta esta larga historia. Los colegas vinieron y llevamos a la pareja a la sala de operaciones en donde pasamos la mayor parte de la noche trabajando. Esta pareja debía tener unas reservas increíbles, lo que se ve muy de vez en cuando. Hicimos todo lo que podía hacerse y hacia al amanecer le dábamos un cincuenta por ciento de oportunidades al caso de la mujer, o quizás menos. Se llamaba Anna Gates y era bastante robusta. Pero ya se habían recuperado la mañana siguiente y los trasladamos a terapia intensiva en donde podíamos monitorear cada respiro y tenerlos en observación las 24 hs. Estuvieron allí unas dos semanas, ella un poco más, hasta que el caso mejoró y pudimos trasladarlos a habitaciones particulares.”
Herb se detuvo. “Miren,” dijo, “bebamos el gin, bebamos. Luego vamos a cenar, ¿no? Terri y yo conocemos un sitio. Un sitio nuevo. Allí iremos cuando acabemos el gin.”
“Se llama La Biblioteca,” dijo Terri. “No han comido ahí, ¿no?” dijo y Laura y yo negamos con la cabeza. “Es un buen lugar. Dicen que es parte de una cadena, pero no lo parece. Tienen estantes con libros de verdad por doquier. Puedes echar un vistazo luego de cenar, tomar un libro y devolverlo la próxima vez que vayas a comer allí. La comida es de no creer. ¡Y Herb leyendo Ivanhoe! Lo retiró cuando estuvimos ahí la semana pasada. Firmó una tarjeta, igual que en una biblioteca.”
“Me gusta Ivanhoe,” dijo Herb. “Es genial. Si volviese a estudiar, estudiaría literatura. Ahora mismo estoy teniendo una crisis de identidad. ¿No es así, Terri?” Herb rió. Revolvió los hielos. “Llevo años con una crisis de identidad. Terri lo sabe. Ella podría contarles. Pero déjenme decirles; si volviese a la vida, en un tiempo diferente, ¿saben?, volvería como caballero. Te sientes muy seguro llevando esas armaduras. Debió ser bueno ser un caballero hasta que llegaron las armas de fuego, los mosquetes y las calibre 22.”
“A Herb le gustaría cabalgar un alazán blanco y portar una lanza,” dijo Terri riendo.
“Llevando el portaligas de una mujer allí adonde fueses,” dijo Laura.
“O quizás sólo la mujer,” dije yo.
“Sí,” dijo Herb. “Ya empiezan. Sabes lo que es, ¿no, Nick?” dijo. “Incluso llevarme conmigo sus pañuelos perfumados. ¿Tenían pañuelo perfumados en aquellos días, no? No importa. Algún tipo deno-me-olvides. Presentes, eso es lo que trato de decir. Debías de precisar presentes que llevar allí adonde fueses. Igualmente, era mucho mejor ser un caballero en esos días que ser un siervo.”
“Siempre es mejor,” dijo Laura.
“Los siervos no la pasan tan bien en estos días,” dijo Terri.
“Nunca la han pasado bien,” dijo Herb. “Pero creo que los caballeros eran vesallos de alguien. ¿No funciona de la misma manera en nuestros días? Todos somos siempre vesallos de alguien. ¿No es así? Lo que me gusta de los caballeros, además de sus mujeres, es que llevaban armaduras y que no era tan fácil herirlos. No había autos en esos días, ni adolescentes borrachos que te pasasen por encima.”
“Vasallos,” dije.
“¿Qué?” dijo Herb.
“Vasallos,” dije. “Se llamaban vasallos, Doctor, no vesallos.”
“Vasallos,” dijo Herb. “Vasallos, vesallos, ventrílocuos, varicosos, sabías a lo que me refería de todas formas. En estas cosas eres más culto que yo,” dijo Herb. “Yo no soy culto. Aprendí lo mío. Soy cardiocirujano, cierto, pero en realidad soy como un mecánico. Sólo voy y arreglo las cosas que andan mal en el cuerpo. Sólo un mecánico.”
“Modestamente, por alguna razón, eso no te ha cambiado,” dijo Laura y Herb le sonrió.
“Es solamente un humilde doctor, amigos,” dije. “A veces se sofocaban en esas armaduras, Herb. Incluso sufrirían ataques cardíacos si tenían mucho calor y se cansaban. Leí en algún lugar que se caían de los caballos y no eran capaces de levantarse porque estaban demasiado cansados de llevar esas armaduras. Incluso a veces los pisoteaban sus propios caballos.”
“Eso es terrible,” dijo Herb. “Una imagen horrenda, Nicky. Quizás yaciesen allí y esperasen a que otro, un enemigo, llegase e hiciese un pincho de carne con ellos.”
“Otro vasallo,” dijo Terri.
“Exacto, otro vasallo,” dijo Herb. “Eso mismo. Otro vasallo vendría y se lanzaría sobre su colega en nombre del amor. O por lo que sea que peleasen en esos días. Las mismas por las que peleamos en nuestros días, creo.”
“Política,” dijo Laura. “Nada ha cambiado.” El color de las mejillas de Laura no se había alterado. Sus ojos brillaban. Se llevó el vaso a los labios.
Herb se sirvió otro trago. Miró detenidamente la etiqueta, como si estudiase los movimientos de un guardia. Luego lentamente la puso en la mesa otra vez y tomó la botella de tónica.
“¿Qué pasó con la pareja de viejos?” dijo Laura. “No terminaste la historia que empezaste.” Laura intentaba infructuosamente encender un cigarrillo. Los fósforos no funcionaban. La luz en la habitación había cambiado, era diferente, mucho más débil. Las hojas aún temblaban en la ventana y yo observaba el tapiz confuso que habían colocado sobre la mesada de fórmica. No se escuchaba nada a excepción de Laura 0000225883-016chasqueando los fósforos.
“¿Qué pasó con la pareja?” dije luego de un minuto. “Lo último que escuchamos fue que estaban saliendo de terapia intensiva.”
“Viejos pero astutos,” dijo Terri.
Herb la miró fijamente.
“Herb, no me mires así,” dijo Terri. “Sigue con tu historia, Sólo bromeaba. ¿Qué pasó luego? Todos queremos saber.”
“Terri, tú a veces…” dijo Herb.
“Por favor, Herb,” dijo ella. “Cariño, no todo es tan serio. Sigue con tu historia por favor. Era un chiste, por el amor de Dios. ¿No puede soportar un chiste?”
“No es nada con lo que se deba bromear,” dijo Herb. Tomó su vaso mirándola detenidamente.
“¿Qué sucedió luego, Herb?” dijo Laura. “Todos queremos saber.”
Herb fijó sus ojos en Laura. Luego se soltó y sonrió. “Laura, si no amase tanto a Terri y Nick no fuese mi amigo, me enamoraría de ti. Te llevaría conmigo”
“Mierda, Herb,” dijo Terri. “¿Qué dices, cariño? Cuenta tu historia. Mierda, si no estuviese enamorada de ti, puedes apostar a que ya me habría largado de aquí. Acaba tu historia. Luego nos vamos a La Biblioteca, ¿Ok?”
“Ok,” dijo Herb. “¿Dónde estaba? ¿Dónde estoy? Esa pregunta es aún mejor. Quizás tendría que preguntar eso.” Aguardó un minuto y luego empezó a hablar.
“Mucho antes de que pudiésemos darnos cuenta estuvieron fuera de peligro y pudimos sacarlos de terapia intensiva. Yo caía a verlos todos los días, a veces dos veces al día si es que estaba con otros casos en el mismo piso. Estaban vendados y enyesados de pies a cabeza, ya saben, como en las películas. Y cuando digo enyesados de pies a cabeza me refiero puntualmente a de pies a cabeza. Tal como se oye, como esos malos actores luego de un gran desastre. Pero esto era real. Tenían la cabeza vendada – sólo libres los ojos, la nariz y la boca. Anna tenía que mantener las piernas en alto. Ella estaba peor que él, ya les he dicho eso. Los alimentamos de forma intravenosa por un tiempo. Bueno, Henry Gates estuvo muy deprimido bastante tiempo. Incluso cuando se enteró de que su esposa iba a salir adelante y a recuperarse, aún entonces seguía deprimido. Saben cómo es, todo va muy bien y de golpe, paf, estás mirando el abismo. Vuelves. Es como un milagro, pero te deja marcas. Eso produce. Un día, estaba sentado a su lado y él me describía como lo veía todo. Me hablaba lentamente, por el agujero de la boca, así que a veces tenía que traerlo hacia mí para entender. Me contaba cómo fue que se sintió cuando vio que el auto del chico se salía del carril y venía hacia ellos. Decía que supo que ya se había acabado todo, que ésa era la última vez que habrían de estar sobre la tierra. Así era. Pero no mencionaba que algo se le haya pasado por la cabeza ni haber visto su vida entera, nada de eso. Sólo se sentía mal por ya no poder ver a su Anna ya que juntos habían tenido la mejor de las vidas. Sólo eso lamentaba. Miraba hacia delante, apretando el volante y el auto de chico viniendo hacia ellos, y que no había nada que hacer excepto decir: ¡Anna, sujétate! ¡Anna!”
“Me da escalofríos,” dijo Laura. “Brrr,” dijo, sacudiendo la cabeza.
Herb asintió. Siguió su relato, abocándose a él esta vez. “Me sentaba un rato junto a él todos los días. Allí estaba él, acostado, con un pie mirando hacia la ventana. La ventana estaba en lo alto y no podía ver más que las copas de los árboles. Eso es todo lo que veía por horas y horas. No podía voltear la cabeza sin ayuda y sólo se le permitía hacer eso dos veces al día. En las mañanas y en las noches podía voltear la cabeza, pero durante las horas de visita miraba hacia la ventana al hablar. Yo hablaba un poco, preguntaba cosas, pero más que todo, escuchaba. Estaba muy deprimido. Lo que más lo deprimía luego de haberse asegurado que su esposa iba a estar bien, que para felicidad de todos, estaba recuperándose, lo que más lo deprimía era el hecho de que no podían estar juntos físicamente. No poder verla y estar con ella cada día. Me contó que se habían casado en 1927 y que desde entonces sólo habían estado separados en dos ocasiones. Incluso al nacer sus hijos, el parto fue en la hacienda y Henry y su mujer estuvieron juntos. Pero dijo que sólo habían estado alejados en dos ocasiones – una, cuando la madre de ella murió, en 1940, y Anna tuvo que tomar el tren a St. Louis para ocuparse de todo y la otra, en 1952, cuando murió su hermana de Los Ángeles y ella tuvo que viajar para reclamar el cuerpo. Tuve que haberles dicho que tenía una pequeña hacienda de 75 millas más o menos, en las afueras de Bend, Oregon, y que fue allí donde vivieron la mayor parte de sus vidas. Habían vendido la hacienda para mudarse a la ciudad sólo unos años antes. 071224_r16911_p233Cuando ocurrió el accidente, iban a Denver que es donde vivía la hermana de Henry. También visitarían a uno de sus hijos y algunos de sus nietos en El Paso. Pero en toda su vida de casados sólo habían estado apartados por más de una legua, en aquellas dos ocasiones. Imagínense eso. Dios, él se sentía tan solo sin ella. Te digo, la añoraba. No sabía lo que significaba la palabra añorar hasta que conocí a este hombre. La extrañaba vivamente. Sólo anhelaba su compañía. Por supuesto que se sentía mejor, sus ojos se iluminaban cuando cada día le daba el informe sobre el progreso de Anna – que estaba sanando, que iba bien, que sólo era cuestión de un poco más de tiempo. Ya no tenía vendas ni yesos, pero se sentía extremadamente solo. Le dije que tan pronto se recuperara, lo pondría en una silla de ruedas, bajaríamos por el corredor e iríamos a visitar a su esposa. Y que mientras tanto, pasaría a verlo y hablaríamos. Me contó un poco de su vida en la hacienda hacia finales de los años veintes y durante los treintas.” Nos miró al otro lado de la mesa y movió la cabeza como preguntándose qué era lo que iba a decir o quizás solamente expresando la imposibilidad de todo aquello. “Me contaba que en el invierno sólo nevaba y que durante meses no podían salir de la hacienda ya que los caminos estaban cerrados. Además, tenían que alimentar al ganado todos esos días de invierno. Pero la pasaban bien, los hijos aún no habían llegado, vendrían más tarde. Todos los meses juntos, la misma rutina, todo lo mismo, nadie más al que hablarle o visitar durante esos meses, pero se tenían el uno al otro. Eso es todo lo que tenían, el uno al otro. Qué hacías para divertirte, pregunté una vez. Pregunté seriamente, quería saberlo. No sé cómo la gente puede vivir de esa manera. No creo que alguien pueda vivir de esa manera en nuestros días. ¿No creen? Se me hace imposible. ¿Saben que lo me dijo? ¿Saben lo que respondió? Consideró la pregunta, se dio un poco de tiempo y luego dijo, Íbamos a bailar todas las noches¿Qué?, dije yo.
Me acerqué creyendo que había escuchado mal. Íbamos a bailar todas las noches, volvió a decir. Me pregunté a qué se estaba refiriendo. No entendía qué estaba diciendo, pero esperé a que continuara. Volvió a pensarlo y acto seguido, dijo, Teníamos una Victrola y algunos discos, Doctor. Poníamos la victrola todas las noches y bailábamos en el living. Todas las noches. A veces nevaba y la temperatura era bajo cero. La temperatura verdaderamente baja allí en Enero o Febrero. Pero escuchábamos discos y bailábamos en calcetines hasta que se nos acabase la música para escuchar. Luego encendía el fuego y apagaba las luces, todas excepto una, y nos íbamos a la cama. Algunos días de nieve se estaba tan silencioso allá afuera que podías escuchar la nieve caer. Es cierto, Doc, dijo, puedes hacerlo. A veces puedes escuchar la nieve caer. Si eres tranquilo y tu mente, clara y estás en paz contigo y con todas las cosas, puedes acostarte en la oscuridad y escuchar la nieve. Inténtelo alguna vez, dijo. ¿Cae nieve aquí de vez en cuando, no? Inténtelo. De todas formas, íbamos a bailar cada noche y luego a la cama bajo montones de edredones y dormíamos calientes hasta la mañana. Al despertar, podías ver tu propio aliento, dijo.
“Cuando se hubo recuperado lo suficiente como para mudarse a la silla de ruedas ya no llevaba vendas y una enfermera y yo lo llevamos por el corredor hasta donde estaba su esposa. Esa mañana lo habíamos afeitado y le habíamos puesto un poco de loción. Llevaba su bata del hospital, estaba ya recuperado, saben, se mantenía erecto en la silla. Estaba nervioso como un gato, podías notarlo. Tan pronto como nos acercábamos a la habitación, estaba rozagante y tenía una mirada de anticipación en la cara, algo imposible de describir. Arrastré la silla y la enfermera caminó a mi lado. Ella entendía la situación, se había enterado. Las enfermeras, ya saben, lo ven todo y no mucho llega a afectarlas luego de un tiempo, pero esta mañana era distinto. La puerta se abrió y llevé a Henry directo a la habitación. La señora Gates, Anna, estaba aún inmóvil, pero podía mover la cabeza y su brazo izquierdo. Tenía los ojos cerrados pero instantáneamente se abrieron cuando él entro a la habitación. Sus vendas sólo iban desde la pelvis hasta abajo. Puse a Henry en el lado izquierdo de la cama y dije, Ya tienes compañía, Anna. Compañía, cariño. Y no pude decir nada más que eso. Esbozó una pequeña sonrisa y su rostro se iluminó. Su mano escapó de debajo de las sábanas. Estaba azul y magullada. Henry la tomó en la suya. La sostuvo y la besó. Luego dijo, Hola, Anna. ¿Cómo está mi amor? ¿Me recuerdas? Las lágrimas corrieron por sus ojos. Asintió. Te extrañé, le dijo él. Ella siguió asintiendo con la cabeza. La enfermera y yo nos largamos de allí. Ella comenzó a balbucear una vez que nos vimos afuera, y eso que es dura esa enfermera. Fue toda una experiencia, les aseguro. Luego de aquello, lo llevamos en silla de ruedas hasta allí cada mañana y cada tarde. Arreglamos para que pudiesen almorzar y cenar juntos. En el ínterin se tomaban de las manos y hablaban. La cosas de las que hablaban no tenían fin.”
“No me habías dicho todo esto. Herb,” dijo Terri. “Sólo me había contado un poco de lo que había sucedido en un principio. No me dijiste todo esto, cabrón. Ahora me dices esto para hacerme llorar. Va a ser mejor que no tenga un final infeliz. ¿No lo tiene, no? ¿No, Herb? ¿No estarás preparando el terreno para eso, no? Si es así, no quiero escuchar ya nada más. No tienes que ir más lejos, puedes terminarla ahí. ¿Herb?”
“¿Qué pasó con ellos, Herb?” preguntó Laura. Yo también estaba involucrado con la historia pero estaba empezando a estar borracho. Era difícil mantener las cosas en foco. La luz parecía agotarse, irse por donde había venido. Sin embargo, nadie se movió para encender la luz eléctrica.
“Por supuesto, ellos están bien,” dijo Herb. “Fueron dados de alta un poco después. De hecho, sólo unas semanas después. Luego de un tiempo Henry ya era capaz de andar en muletas y luego con un bastón con el que podía caminar por todos lados. Su espíritu estaba bien ahora, muy bien, pudo progresar tan pronto como vio a su mujer otra vez. Cuando ella pudo moverse también, su hijo de El Paso y su mujer vinieron en tren y se los llevaron con ellos. Ella aún estaba convaleciente, pero estaba mejorando mucho. Recibí una tarjeta de Henry hace unos días. Creo que es por eso que aún están en mi cabeza. Por eso y por lo que antes estuvimos diciendo acerca del amor.”
“Oigan,” continuó Herb. “Acabemos el gin. Aún queda suficiente para una ronda más. Luego vamos a comer. Vayamos a La Biblioteca. ¿Qué dices? No lo sé, no pueden perderse ese lugar. Cada día se pone mejor. Algunas charlas que tuve con él… No olvidaré todo eso. Pero hablar de ello me deprime. Dios, me deprimo muy a menudo.”
“No te deprimas, Herb,” dijo Terri. “¿Por qué no tomas una pastilla, cariño?” Ella volteó hacia nosotros y dijo, “Herb, toma esas pastillas que te levantan el ánimo a veces. No es secreto, ¿no, Herb?”
Herb asintió con la cabeza. “He tomado todo lo que existe, para una cosa o para la otra. No es secreto.”carver460
“Mi primera esposa las tomaba también,” dije.
“¿La ayudaban?” dijo Laura.
“No, seguía deprimida. Lloraba montones.”
“Algunas personas nacen deprimidas, creo,” dijo Terri. “Nacen infelices. Y desafortunados también. He conocido gente que no tenía suerte en nada. Otra gente – no tú, cariño, no estoy hablando de ti por supuesto – resuelven que son infelices y así se quedan.” Estaba restregando algo contra la mesa. Luego dejó de hacerlo.
“Quiero llamar a mis chicos antes de ir a cenar,” dijo Herb. “No tardaré. Me doy una ducha rápida, llamo a mis chicos y luego nos vamos a cenar.”
“Tendrás que hablar con Marjorie, Herb, si es que ella atiende el teléfono. Es la ex esposa de Herb. Ustedes no nos han oído hablar de Marjorie. No querrás hablar con ella esta tarde, Herb. Hará que te sientas peor.”
“No quiero hablar con Marjorie,” dijo Herb, “pero sí con los chicos. Los extraño mucho ahora, cariño. Extraño a Steve. Anoche estuve despierto recordando cosas de él cuando era un pequeño. Quiero hablar con él. También con Kathy. Los extraño así que correré el riesgo de que su madre atienda el teléfono. Esa puta.”
“No hay día en que Herb no diga que ella prefiere morirse antes que casarse una vez más. Por una razón:” dijo Terri, “nos está dejando en bancarrota. Además tiene la custodia de los dos chicos. Nosotros tenemos a los chicos durante un mes en el verano. Herb dice que no se casará sólo para fastidiarlo. Ella vive con su novio y Herb los mantiene a ambos.”
“Es alérgica a las abejas,” dijo Herb. “Si no rezo porque vuelva a casarse, lo hago porque vaya al campo y un enjambre de abejas la pique hasta matarla.”
“Herb, eso es horrendo,” dijo Laura y rió hasta que sus ojos lagrimearon.
“Horriblemente divertido,” dijo Terri. Todos reímos. Reímos una y otra vez.
Bzzzzzz,” dijo Herb, haciendo como si sus dedos fuesen abejas y llevándolos alrededor de la garganta y el cuello de Terri. Luego bajó las manos y de golpe volvió a ponerse serio.
“Es una puta de mierda. Verdaderamente,” dijo Herb, “es viciosa. A veces cuando estoy borracho como ahora, pienso que me gustaría ir hasta allí vestido de apicultor –ya saben, con uno de esos cascos con protección para toda la cara y un uniforme almohadillado. Me gustaría golpearle la puerta y liberar un hervidero de abejas en la casa. Primero me aseguraría de que los chicos no estén allí, por supuesto.” Cruzó una pierna sobre la otra con cierta dificultad. Luego puso los pies en el suelo, inclinándolos hacia delante, los codos sobre la mesa y el mentón entre las manos. “Quizás no llame a los chicos ahora mismo después de todo. Quizás tengas razón. Podría no ser una buena idea. Quizás me dé una ducha, me cambie de camisa y luego nos vamos a comer. ¿Qué dicen?”
“Me parece bien,” dije.”Con o sin comida, pero con bebida. Me podría hundir en el atardecer.”
“¿Qué quieres decir con eso, cariño?” dijo Laura girando hacia mí.
“Significa solamente eso, cariño, nada más. Quise decir que podría seguir. Eso es todo. Quizás sea el atardecer.” La ventana tenía un tinte rojizo ahora que el sol estaba cayendo.
“Yo podría comer algo,” dijo Laura. “Acabo de darme cuenta de que tengo hambre. ¿Hay tiempo para un tentempié?”
“Traeré un poco de queso y galletas,” dijo Terri, pero se quedó en su lugar.
Herb acabó su trago. Luego se levantó lentamente de la mesa y dijo, “Discúlpenme, pero voy a ducharme.” Salió de la cocina con paso lento por el hall, camino al baño. Cerró la puerta detrás de él.
“Estoy preocupada por Herb,” dijo Terri sacudiendo la cabeza. “A veces me preocupo más que otras, pero de todas formas, me preocupo.” Tenía los ojos clavados en el vaso. No había ido por el queso y las galletas. Decidí levantarme y hurgar en el refrigerador. Cuando Laura dice que tiene hambre, yo sé que realmente necesita comer. “Toma lo que encuentres, Nick. Hay queso y salame, creo. Trae cualquier cosa que esté bien. Hay galletas en la alacena que está encima de la cocina. Lo olvidé. Yo no estoy hambrienta pero ustedes deben estar muriéndose de hambre. Ya no tengo apetito. ¿Qué fue lo que decía?” Cerró los ojos y los volvió a abrir. “No creo que le hayamos dicho esto, quizás sí, no lo recuerdo, pero Herb tuvo tendencias suicidas luego de que su primer matrimonio terminara y su esposa se quedara con los chicos. Fue a un psiquiatra por un tiempo, por meses. A veces dice que aún debería ir.” Levantó la botella vacía y la puso boca abajo sobre su vaso. Yo cortaba un poco de salame tan cuidadosamente como podía. “Soldado muerto,” dijo Terri. “Últimamente estuvo hablando mucho sobre el suicidio otra vez, especialmente cuando bebe. A veces pienso que es demasiado vulnerable. No tiene defensas. No tiene defensas contra nada. Bueno,” dijo, “el gin se acabó. Hora de volar. Hora de irse antes de seguir perdiendo, como solía decir mi papá. Hora de comer, creo, aunque no tenga apetito. Pero ustedes, chicos, deben estar muertos de hambre. Me agrada verlos comer algo. Eso los mantendrá hasta que lleguemos al restaurante. Podemos beber algo allí si queremos. Esperen a ver este lugar, es genial. Pueden retirar libros de allí en la bolsita de las sobras. Deberían prepararse también. Me lavaré la cara y me pintaré los labios. Voy así como estoy, aunque no les guste. Sólo quiero decirles esto y ojalá que no suene muy negativo. Espero que ustedes, chicos, sigan amándose de aquí a tres años. Quizás cuatro años desde ahora. Esa es la hora de la verdad, cuatro años. Es todo lo que tengo que decir al respecto.” Se tomó los brazos, como abrazándose, y los recorría acariciándolos con ambas manos. Cerró los ojos.
Me levanté y me puse detrás de la silla de Laura. Me incliné, crucé mis brazos sobre su pecho y la abracé. Apoyé mi cara sobre la suya. Laura apretó mis brazos. Apretó más fuerte sin soltarme.
Terri abrió los ojos. Nos observó. Luego levantó su vaso. “A su salud, chicos,” dijo. “Esto es a la salud de todos.” Apuró el trago y los hielos chocaron contra sus dientes. “A la salud de Carl también,” dijo y puso el vaso sobre la mesa una vez más. “Pobre Carl. Herb pensaba que era un idiota, pero verdaderamente le tenía miedo. Carl no era un idiota. Me amaba y yo a él. Eso es todo. A veces aún pienso en él. Es la verdad y no me avergüenzo de decirlo. Pienso en él a veces, se cruza en mi cabeza en algún momento. Le diré algo, y odio lo parecida a las telenovelas que puede ser la vida a veces que deja de ser la tuya, pero así es como es: rcarver_quiereshacer-7052971yo estaba embarazada de él. Fue por entonces que había intentado matarse por primera vez, cuando tomó veneno para ratas. No sabía que estaba embarazada. Fue peor. Decidí hacerme un aborto, sin decirle a él, naturalmente. No estoy contando nada que Herb no sepa. Él lo sabe todo. Episodio final: Herb me hizo abortar. Qué pequeño es el mundo, ¿no? Pero creo que Carl estaba loco en aquel entonces. Yo no quería un bebé de él. Luego él va y se mata. Pero luego de eso, luego de haberse matado y de que ya no hubiese Carl alguno al que hablarle y escuchar su versión de las cosas y ayudarlo cuando estuviese asustado, me sentí muy mal al respecto. Lamenté aquel bebé, el que no había tenido. Amo a Carl y no hay duda de eso en mí. Aún lo amo. Pero, Dios, también amo a Herb. ¿Se dan cuenta de eso, no? No tengo que decírselos. ¿No es demasiado?” Se llevó las manos a la cara y empezó a llorar. Lentamente, se inclinó hacia delante y puso la cabeza sobre la mesa.
Laura dejó la comida en el acto. Se levantó y dijo, “Terri, Terri, querida,” y empezó a frotar el cuello y los hombros de Terri. “Terri,” murmuró.
Yo comía un pedacito de salame. La habitación se había oscurecido. Acabé de masticar lo que tenía en la boca, lo tragué y fui hasta la ventana. Miré hacia el patio, más allá de los álamos y de los dos perros negros que dormían entre las sillas de jardín, más allá de la piscina y del pequeño corral con la puerta abierta y el viejo granero y aún más allá. Había un campo de hierba salvaje, luego otra cerca, luego otro campo, y después la interestatal que conectaba Albuquerque con El Paso. Los autos iban y venían en la carretera. El sol caía entre las montañas y las montañas se oscurecían, sombras por doquier. Mientras la luz se perdía, las cosas que miraba parecían aligerarse. El cielo era gris cerca de la cima de las montañas, tan gris como un día oscuro en invierno, pero una franja azul encima del gris, el azul que puedes ver en las tarjetas postales, el azul del Mediterráneo cruzaba justo encima. El agua ondulándose en la superficie de la piscina y la misma brisa haciendo que los álamos temblasen. Uno de los perros levantó la cabeza como si recibiese una señal, escuchó un minuto con las orejas erguidas y luego hundió la cabeza nuevamente entre sus pezuñas.
Yo tenía el sentimiento de que algo iba a suceder, estaba allí en la lentitud de las sombras y la luz, y que ese algo iría a llevarme. No quería que pasase. Vi al viento moverse como olas a través de la hierba. Podía ver como la hierba se doblaba en los campos y luego volver a su lugar. El campo siguiente pendía sobre la carretera y el viento se movía colina arriba, a lo largo, con una ola después de la otra. Me quedé allí y esperé y observé la hierba doblarse en el viento. Podía sentir a mi corazón latir. En algún lugar, en la parte trasera de la casa, corría el agua de la ducha. Terri aún estaba llorando. Lentamente y haciendo un esfuerzo, me di vuelta para mirarla. Estaba con la cabeza apoyada en la mesa, el rostro mirando hacia la cocina. Sus ojos abiertos, una y otra vez, al pestañar, dejaban escapar lágrimas. Laura había dejado a un lado su silla y estaba sentada con un brazo alrededor de los hombros de Terri. Aún murmuraba, con sus labios contra el pelo de Terri.
“Seguro, seguro,” decía Terri. “Dímelo a mí.”
“Terri, preciosa,” dijo Laura tiernamente. “Todo estará bien. Ya verás. Todo irá bien.”
Laura llevó sus ojos hacia mí entonces. Su mirada era penetrante y mi corazón aminoró su marcha. Me miró a los ojos por un momento que parecía largísimo y luego asintió con la cabeza. Fue todo lo que hizo, la única señal que dio, pero era suficiente. Fue como si estuviese diciéndome, No te preocupes, pasaremos esto, todo estará bien entre nosotros, ya verás. Así de fácil. Así es como yo interpreté esa mirada de todas formas; pude haber estado equivocado.
El agua de la ducha dejó de correr. Un minuto después, oí a Herb silbaba, cuando abrió la puerta del baño. Seguí mirando a las mujeres en la mesa. Terri aún estaba llorando y Laura la acariciaba. Volteé hacia la ventana. La capa azul del cielo cedía ya y se tornaba oscura como todo lo demás. Pero las estrellas aparecieron. Reconocí a Venus y más lejos en la misma dirección, no tan brillante pero inconfundible sobre el horizonte, a Marte. El viento se levantaba. Me fijé en lo que hacía con los campos vacíos. Pensé insensatamente que era una pena que los McGinnis ya no tuvieran caballos. Quería imaginar caballos que echaran a correr en la oscuridad tan cercana, o quietos, con sus cabezas enfrentadas cerca de la cerca. Me quedé frente a la ventana y esperé. Supe que tendría que quedarme allí un rato largo, mirando hacia fuera, fuera de la casa, hasta que ya no hubiese nada más que ver.





Raymond Carver / Catedral

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Raymond Carver
BIOGRAFÍA
CATEDRAL
Traducción de Benito Gómez Ibáñez


Raymond Carver / Cathedral (Cuento en inglés)

Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano estaba en una escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: Se necesita lectora para ciego, y un número de teléfono. Telefoneó, se presentó y la contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le leía a organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante.
Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema, recordaba sus dedos y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que había sentido en aquellos momentos, lo que le pasó por la cabeza cuando el ciego le tocó la nariz y los labios. Recuerdo que el poema no me impresionó mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que se me ocurre coger cuando quiero algo para leer.
En cualquier caso, el hombre que primero disfrutó de sus favores, el futuro oficial, había sido su amor de la infancia. Así que muy bien. Estaba diciendo que al final del verano ella permitió que el ciego le pasara las manos por la cara, luego se despidió de él, se casó con su amor, etc., ya teniente, y se fue de Seattle. Pero el ciego y ella mantuvieron la comunicación. Ella hizo el primer contacto al cabo del año o así. Le llamó una noche por teléfono desde una base de las Fuerzas Aéreas en Alabama. Tenía ganas de hablar. Hablaron. El le pidió que le enviara una cinta y le contara cosas de su vida. Así lo hizo. Le envió la cinta. En ella le contaba al ciego cosas de su marido y de su vida en común en la base aérea. Le contó al ciego que quería a su marido, pero que no le gustaba dónde vivían, ni tampoco que él formase parte del entramado militar e industrial. Contó al ciego que había escrito un poema que trataba de él. Le dijo que estaba escribiendo un poema sobre la vida de la mujer de un oficial de las Fuerzas Aéreas. Todavía no lo había terminado. Aún seguía trabajando en él. El ciego grabó una cinta. Se la envió. Ella grabó otra. Y así durante años. Al oficial le destinaron a una base y luego a otra. Ella envió cintas desde Moody ACB, McGuire, McConnell, y finalmente, Travis, cerca de Sacramento, donde una noche se sintió sola y aislada de las amistades que iba perdiendo en aquella vida viajera. Creyó que no podría dar un paso más. Entró en casa y se tragó todas las píldoras y cápsulas que había en el armario de las medicinas, con ayuda de una botella de ginebra. Luego tomó un baño caliente y se desmayó.
Pero en vez de morirse, le dieron náuseas. Vomitó. Su oficial —¿por qué iba a tener nombre? Era el amor de su infancia, ¿qué más quieres?— llegó a casa, la encontró y llamó a una ambulancia. A su debido tiempo, ella lo grabó todo y envió la cinta al ciego. A lo largo de los años, iba registrado toda clase de cosas y enviando cintas a un buen ritmo. Aparte de escribir un poema al año, creo que ésa era su distracción favorita. En una cinta le decía al ciego que había decidido separarse del oficial por una temporada. En otra, le hablaba de divorcio. Ella y yo empezamos a salir, y por supuesto se lo contó al ciego. Se lo contaba todo. O me lo parecía a mí. Una vez me preguntó si me gustaría oír la última cinta del ciego. Eso fue hace un año. Hablaba de mí, me dijo. Así que dije, bueno, la escucharé. Puse unas copas y nos sentamos en el cuarto de estar. Nos preparamos para escuchar. Primero introdujo la cinta en el magnetófono y tocó un par de botones. Luego accionó una palanquita. La cinta chirrió y alguien empezó a hablar con voz sonora. Ella bajó el volumen. Tras unos minutos de cháchara sin importancia, oí mi nombre en boca de ese desconocido, del ciego a quien jamás había visto. Y luego esto: «Por todo lo que me has contado de él, sólo puedo deducir...» Pero una llamada a la puerta nos interrumpió, y no volvimos a poner la cinta. Quizá fuese mejor así. Ya había oído todo lo que quería oír.
Y ahora, ese mismo ciego venía a dormir a mi casa. —A lo mejor puedo llevarle a la bolera —le dije a mi mujer. Estaba junto al fregadero, cortando patatas para el horno. Dejó el cuchillo y se volvió.
—Si me quieres —dijo ella—, hazlo por mí. Si no me quieres, no pasa nada. Pero si tuvieras un amigo, cualquiera que fuese, y viniera a visitarte, yo trataría de que se sintiera a gusto. —Se secó las manos con el paño de los platos.
—Yo no tengo ningún amigo ciego.
—Tú no tienes ningún amigo. Y punto. Además —dijo—, ¡maldita sea, su mujer acaba de morirse! ¿No lo entiendes? ¡Ha perdido a su mujer!
No contesté. Me había hablado un poco de su mujer. Se llamaba Beulah. ¡Beulah! Es nombre de negra.
—¿Era negra su mujer? —pregunté.
—¿Estás loco? —replicó mi mujer—. ¿Te ha dado la vena o algo así?
Cogió una patata. Vi cómo caía al suelo y luego rodaba bajo el fogón.
—¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
—Sólo pregunto —dije.
Entonces mí mujer empezó a suministrarme más detalles de lo que yo quería saber. Me serví una copa y me senté a la mesa de la cocina, a escuchar. Partes de la historia empezaron a encajar.
Beulah fue a trabajar para el ciego después de que mi mujer se despidiera. Poco más tarde, Beulah y el ciego se casaron por la iglesia. Fue una boda sencilla —¿quién iba a ir a una boda así?—, sólo los dos, más el ministro y su mujer. Pero de todos modos fue un matrimonio religioso. Lo que Beulah quería, había dicho él. Pero es posible que en aquel momento Beulah llevara ya el cáncer en las glándulas. Tras haber sido inseparables durante ocho años —ésa fue la palabra que empleó mi mujer, inseparables—, la salud de Beulah empezó a declinar rápidamente. Murió en una habitación de hospital de Seattle, mientras el ciego sentado junto a la cama le cogía la mano. Se habían casado, habían vivido y trabajado juntos, habían dormido juntos —y hecho el amor, claro— y luego el ciego había tenido que enterrarla. Todo esto sin haber visto ni una sola vez el aspecto que tenía la dichosa señora. Era algo que yo no llegaba a entender. Al oírlo, sentí un poco de lástima por el ciego. Y luego me sorprendí pensando qué vida tan lamentable debió llevar ella. Figúrense una mujer que jamás ha podido verse a través de los ojos del hombre que ama. Una mujer que se ha pasado día tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una mujer que podía ponerse o no maquillaje, ¿qué más le daba a él? Si se le antojaba, podía llevar sombra verde en un ojo, un alfiler en la nariz, pantalones amarillos y zapatos morados, no importa. Para luego morirse, la mano del ciego sobre la suya, sus ojos ciegos llenos de lágrimas —me lo estoy imaginando—, con un último pensamiento que tal vez fuera éste: «él nunca ha sabido cómo soy yo», en el expreso hacia la tumba. Robert se quedó con una pequeña póliza de seguros y la mitad de una moneda mejicana de veinte pesos. La otra mitad se quedó en el ataúd con ella. Patético.
Así que, cuando llegó el momento, mi mujer fue a la estación a recogerle. Sin nada que hacer, salvo esperar —claro que de eso me quejaba—, estaba tomando una copa y viendo la televisión cuando oí parar al coche en el camino de entrada. Sin dejar la copa, me levanté del sofá y fui a la ventana a echar una mirada.
Vi reír a mi mujer mientras aparcaba el coche. La vi salir y cerrar la puerta. Seguía sonriendo. Qué increíble. Rodeó el coche y fue a la puerta por la que el ciego ya estaba empezando a salir. ¡El ciego, fíjense en esto, llevaba barba crecida! ¡Un ciego con barba! Es demasiado, diría yo. El ciego alargó el brazo al asiento de atrás y sacó una maleta. Mi mujer le cogió del brazo, cerró la puerta y, sin dejar de hablar durante todo el camino, le condujo hacia las escaleras y el porche. Apagué la televisión. Terminé la copa, lavé el vaso, me sequé las manos. Luego fui a la puerta.
—Te presento a Robert —dijo mi mujer—. Robert, éste es mi marido. Ya te he hablado de él.
Estaba radiante de alegría. Llevaba al ciego cogido por la manga del abrigo.
El ciego dejó la maleta en el suelo y me tendió la mano. Se la estreché. Me dio un buen apretón, retuvo mi mano y luego la soltó.
—Tengo la impresión de que ya nos conocemos —dijo con voz grave.
—Yo también —repuse. No se me ocurrió otra cosa. Luego añadí—: Bienvenido. He oído hablar mucho de usted.
Entonces, formando un pequeño grupo, pasamos del porche al cuarto de estar, mi mujer conduciéndole por el brazo. El ciego llevaba la maleta con la otra mano. Mi mujer decía cosas como: «A tu izquierda, Robert. Eso es. Ahora, cuidado, hay una silla. Ya está. Siéntate ahí mismo. Es el sofá. Acabamos de comprarlo hace dos semanas.»
Empecé a decir algo sobre el sofá viejo. Me gustaba. Pero no dije nada. Luego quise decir otra cosa, sin importancia, sobre la panorámica del Hudson que se veía durante el viaje. Cómo para ir a Nueva York había que sentarse en la parte derecha del tren, y, al venir de Nueva York, a la parte izquierda.
—¿Ha tenido buen viaje? —le pregunté—. A propósito, ¿en qué lado del tren ha venido sentado?
—¡Vaya pregunta, en qué lado! —exclamó mi mujer—. ¿Qué importancia tiene?
—Era una pregunta.
—En el lado derecho —dijo el ciego—. Hacía casi cuarenta años que no iba en tren. Desde que era niño. Con mis padres. Demasiado tiempo. Casi había olvidado la sensación. Ya tengo canas en la barba. O eso me han dicho, en todo caso. ¿Tengo un aspecto distinguido, querida mía? —preguntó el ciego a mi mujer. —Tienes un aire muy distinguido, Robert. Robert —dijo ella—, ¡qué contenta estoy de verte, Robert!
Finalmente, mi mujer apartó la vista del ciego y me miró. Tuve la impresión de que no le había gustado su aspecto. Me encogí de hombros.
Nunca he conocido personalmente a ningún ciego. Aquel tenía cuarenta y tantos años, era de constitución fuerte, casi calvo, de hombros hundidos, como si llevara un gran peso. Llevaba pantalones y zapatos marrones, camisa de color castaño claro, corbata y chaqueta de sport. Impresionante. Y también una barba tupida. Pero no utilizaba bastón ni llevaba gafas oscuras. Siempre pensé que las gafas oscuras eran indispensables para los ciegos. El caso era que me hubiese gustado que las llevara. A primera vista, sus ojos parecían normales, como los de todo el mundo, pero si uno se fijaba tenían algo diferente. Demasiado blanco en el iris, para empezar, y las pupilas parecían moverse en sus órbitas como si no se diera cuenta o fuese incapaz de evitarlo. Horrible. Mientras contemplaba su cara, vi que su pupila izquierda giraba hacia la nariz mientras la otra procuraba mantenerse en su sitio. Pero era un intento vano, pues el ojo vagaba por su cuenta sin que él lo supiera o quisiera saberlo.
—Voy a servirle una copa —dije—. ¿Qué prefiere? Tenemos un poco de todo. Es uno de nuestros pasatiempos.
—Solo bebo whisky escocés, muchacho —se apresuró a decir • con su voz sonora.
—De acuerdo —dije. ¡Muchacho!—. Claro que sí, lo sabía. Tocó con los dedos la maleta, que estaba junto al sofá. Se hacía su composición de lugar. No se lo reproché. —La llevaré a tu habitación —le dijo mi mujer. —No, está bien —dijo el ciego en voz alta—. Ya la llevaré yo cuando suba.
—¿Con un poco de agua, el whisky? —le pregunté.
—Muy poca.
—Lo sabía.
—Solo una gota —dijo él—. Ese actor irlandés, ¿Barry Fitzgerald? Soy como él. Cuando bebo agua, decía Fitzgerald, bebo agua. Cuando bebo whisky, bebo whisky.
Mi mujer se echó a reír. El ciego se llevó la mano a la barba. Se la levantó despacio y la dejó caer.
Preparé las copas, tres vasos grandes de whisky con un chorrito de agua en cada uno. Luego nos pusimos cómodos y hablamos de los viajes de Robert. Primero, el largo vuelo desde la costa Oeste a Connecticut. Luego, de Connecticut aquí, en tren. Tomamos otra copa para esa parte del viaje.
Recordé haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque, según dicen, no pueden ver el humo que exhalan. Creí que al menos sabía eso de los ciegos. Pero este ciego en particular fumaba el cigarrillo hasta el filtro y luego encendía otro. Llenó el cenicero y mi mujer lo vació.
Cuando nos sentamos a la mesa para cenar, tomamos otra copa. Mi mujer llenó el plato de Robert con un filete grueso, patatas al horno, judías verdes. Le unté con mantequilla dos rebanadas de pan.
—Ahí tiene pan y mantequilla —le dije, bebiendo parte de mi copa—. Y ahora recemos.
El ciego inclinó la cabeza. Mi mujer me miró con la boca abierta.
—Roguemos para que el teléfono no suene y la comida no esté fría —dije.
Nos pusimos al ataque. Nos comimos todo lo que había en la mesa. Devoramos como si no nos esperase un mañana. No hablamos. Comimos. Nos atiborramos. Como animales. Nos dedicamos a comer en serio. El ciego localizaba inmediatamente la comida, sabía exactamente dónde estaba todo en el plato. Lo observé con admiración mientras manipulaba la carne con el cuchillo y el tenedor. Cortaba dos trozos de filete, se llevaba la carne a la boca con el tenedor, se dedicaba luego a las patatas asadas y a las judías verdes, y después partía un trozo grande de pan con mantequilla y se lo comía. Lo acompañaba con un buen trago de leche. Y, de vez en cuando, no le importaba utilizar los dedos.
Terminamos con todo, incluyendo media tarta de fresas. Durante unos momentos quedamos inmóviles, como atontados. El sudor nos perlaba el rostro. Al fin nos levantamos de la mesa, dejando los platos sucios. No miramos atrás. Pasamos al cuarto de estar y nos dejamos caer de nuevo en nuestro sitio. Robert y mi mujer, en el sofá. Yo ocupé la butaca grande. Tomamos dos o tres copas más mientras charlaban de las cosas más importantes que les habían pasado durante los últimos diez años. En general, me limité a escuchar. De vez en cuando intervenía. No quería que pensase que me había ido de la habitación, y no quería que ella creyera que me sentía al margen. Hablaron de cosas que les habían ocurrido —¡a ellos!— durante esos diez años. En vano esperé oír mi nombre en los dulces labios de mi mujer: «Y entonces mi amado esposo apareció en mi vida», algo así. Pero no escuché nada parecido. Hablaron más de Robert. Según parecía, Robert había hecho un poco de todo, un verdadero ciego aprendiz de todo y maestro de nada. Pero en época reciente su mujer y él distribuían los productos Amway, con lo que se ganaban la vida más o menos, según pude entender. El ciego también era aficionado a la radio. Hablaba con su voz grave de las conversaciones que había mantenido con operadores de Guam, en las Filipinas, en Alaska e incluso en Tahití. Dijo que tenía muchos amigos por allí, si alguna vez quería visitar esos países. De cuando en cuando volvía su rostro ciego hacia mí, se ponía la mano bajo la barba y me preguntaba algo. ¿Desde cuándo tenía mi empleo actual? (Tres años.) ¿Me gustaba mi trabajo? (No.) ¿Tenía intención de conservarlo? (¿Qué remedio me quedaba?) Finalmente, cuando pensé que empezaba a quedarse sin cuerda, me levanté y encendí la televisión.
Mi mujer me miró con irritación. Empezaba a acalorarse. Luego miró al ciego y le preguntó:
—¿Tienes televisión, Robert?
—Querida mía —contestó el ciego—, tengo dos televisores. Uno en color y otro en blanco y negro, una vieja reliquia. Es curioso, pero cuando enciendo la televisión, y siempre estoy poniéndola, conecto el aparato en color. ¿No te parece curioso?
No supe qué responder a eso. No tenía absolutamente nada que decir. Ninguna opinión. Así que vi las noticias y traté de escuchar lo que decía el locutor.
—Esta televisión es en color —dijo el ciego—. No me preguntéis cómo, pero lo sé.
—La hemos comprado hace poco —dije. El ciego bebió un sorbo de su vaso. Se levantó la barba, la olió y la dejó caer. Se inclinó hacia adelante en el sofá. Localizó el cenicero en la mesa y aplicó el mechero al cigarrillo. Se recostó en el sofá y cruzó las piernas, poniendo el tobillo de una sobre la rodilla de la otra.
Mi mujer se cubrió la boca y bostezó. Se estiró.
—Voy a subir a ponerme la bata. Me apetece cambiarme. Ponte cómodo, Robert —dijo.
—Estoy cómodo —repuso el ciego.
—Quiero que te sientas a gusto en esta casa.
—Lo estoy —aseguró el ciego.

Cuando salió de la habitación, escuchamos el informe del tiempo y luego el resumen de los deportes. Para entonces, ella había estado ausente tanto tiempo, que yo ya no sabía si iba a volver. Pensé que se habría acostado. Deseaba que bajase. No quería quedarme solo con el ciego. Le pregunté si quería otra copa y me respondió que naturalmente que sí. Luego le pregunté si le apetecía fumar un poco de mandanga conmigo. Le dije que acababa de liar un porro. No lo había hecho, pero pensaba hacerlo en un periquete.
—Probaré un poco —dijo.
—Bien dicho. Así se habla.
Serví las copas y me senté a su lado en el sofá. Luego lié dos canutos gordos. Encendí uno y se lo pasé. Se lo puse entre los dedos. Lo cogió e inhaló.
—Reténgalo todo lo que pueda —le dije.
Vi que no sabía nada del asunto.
Mi mujer bajó llevando la bata rosa con las zapatillas del mismo color.
—¿Qué es lo que huelo? —preguntó.
—Pensamos fumar un poco de hierba —dije.
Mi mujer me lanzó una mirada furiosa. Luego miró al ciego y dijo:
—No sabía que fumaras, Robert.
—Ahora lo hago, querida mía. Siempre hay una primera vez. Pero todavía no siento nada.
—Este material es bastante suave —expliqué—. Es flojo. Con esta mandanga se puede razonar. No le confunde a uno.
—No hace mucho efecto, muchacho —dijo, riéndose.
Mi mujer se sentó en el sofá, entre los dos. Le pasé el canuto. Lo cogió, le dio una calada y me lo volvió a pasar.
—¿En qué dirección va esto? —preguntó—. No debería fumar. Apenas puedo tener los ojos abiertos. La cena ha acabado conmigo. No he debido comer tanto.
—Ha sido la tarta de fresas —dijo el ciego—. Eso ha sido la puntilla.
Soltó una enorme carcajada. Luego meneó la cabeza.
—Hay más tarta —le dije.
—¿Quieres un poco más, Robert? —le preguntó mi mujer.
—Quizá dentro de un poco.
Prestamos atención a la televisión. Mi mujer bostezó otra vez.
—Cuando tengas ganas de acostarte, Robert, tu cama está hecha —dijo—. Sé que has tenido un día duro. Cuando estés listo para ir a la cama, dilo. —Le tiró del brazo—. ¿Robert?
Volvió de su ensimismamiento y dijo:
—Lo he pasado verdaderamente bien. Esto es mejor que las cintas, ¿verdad?
—Le toca a usted —le dije, poniéndole el porro entre los dedos.
Inhaló, retuvo el humo y luego lo soltó. Era como si lo estuviese haciendo desde los nueve años.
—Gracias, muchacho. Pero creo que esto es todo para mí. Me parece que empiezo a sentir el efecto.
Pasó a mi mujer el canuto chisporroteante.
—Lo mismo digo —dijo ella—. Ídem de ídem. Yo también.
Cogió el porro y me lo pasó.
—Me quedaré sentada un poco entre vosotros dos con los ojos serrados. Pero no me prestéis atención, ¿eh? Ninguno de lo» dos. Si os molesto, decidlo. Si no, es posible que me quede aquí sentada con los ojos cerrados hasta que os marchéis a acostar. Tu cama está hecha, Robert, para cuando quieras. Está al lado de nuestra habitación, al final de las escaleras. Te acompañaremos cuando estés listo. Si me duermo, despertadme, chicos. Al decir eso, cerró los ojos y se durmió. Terminaron las noticias. Me levanté y cambié de canal. Volví a sentarme en el sofá. Deseé que mi mujer no se hubiera quedado dormida. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y la boca abierta. Se había dado la vuelta, de modo que la bata se le había abierto revelando un muslo apetitoso. Alargué la mano para volverla a tapar y entonces miré al ciego. ¡Qué cono! Dejé la bata como estaba.
—Cuando quiera un poco de tarta, dígalo —le recordé. —Lo haré.
—¿Está cansado? ¿Quiere que le lleve a la cama? ¿Le apetece irse a la piltra?
—Todavía no —contestó—. No, me quedaré contigo, muchacho. Si no te parece mal. Me quedaré hasta que te vayas a aceitar. No hemos tenido oportunidad de hablar. ¿Comprendes lo que quiero decir? Tengo la impresión de que ella y yo hemos monopolizado la velada.
Se levantó la barba y la dejó caer. Cogió los cigarrillos y el mechero.
—Me parece bien —dije, y añadí—: Me alegro de tener compañía.
Y supongo que así era. Todas las noches fumaba hierba y me quedaba levantado hasta que me venía el sueño. Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos al mismo tiempo. Cuando me dormía, empezaba a soñar. A veces me despertaba con el corazón encogido.
En la televisión había algo sobre la iglesia y la Edad Media. No era un programa corriente. Yo quería ver otra cosa. Puse otros canales. Pero tampoco había nada en los demás. Así que volví a poner el primero y me disculpé. 
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. A mí me parece bien. Mira lo que quieras. Yo siempre aprendo algo. Nunca se acaba de aprender cosas. No me vendría mal aprender algo esta noche. Tengo oídos.
No dijimos nada durante un rato. Estaba inclinado hacia adelante, con la cara vuelta hacia mí, la oreja derecha apuntando en dirección al aparato. Muy desconcertante. De cuando en cuando dejaba caer los párpados para abrirlos luego de golpe, como si pensara en algo que oía en la televisión.
En la pantalla, un grupo de hombres con capuchas eran atacados y torturados por otros vestidos con trajes de esqueleto y de demonios. Los demonios llevaban máscaras de diablo, cuernos y largos rabos. El espectáculo formaba parte de una procesión. El narrador inglés dijo que se celebraba en España una vez al año. Traté de explicarle al ciego lo que sucedía.
—Esqueletos. Ya sé —dijo, moviendo la cabeza. La televisión mostró una catedral. Luego hubo un plano largo y lento de otra. Finalmente, salió la imagen de la más famosa, la de París, con sus arbotantes y sus flechas que llegaban hasta las nubes. La cámara se retiró para mostrar el conjunto de la catedral surgiendo por encima del horizonte.
A veces, el inglés que contaba la historia se callaba, dejando simplemente que el objetivo se moviera en torno a las catedrales. O bien la cámara daba una vuelta por el campo y aparecían hombres caminando detrás de los bueyes. Esperé cuanto pude. Luego me sentí obligado a decir algo:
—Ahora aparece el exterior de esa catedral. Gárgolas. Pequeñas estatuas en forma de monstruos. Supongo que ahora están en Italia. Sí, en Italia. Hay cuadros en los muros de esa iglesia.
—¿Son pinturas al fresco, muchacho? —me preguntó, dando un sorbo de su copa.
Cogí mi vaso, pero estaba vacío. Intenté recordar lo que pude.
—¿Me pregunta si son frescos? —le dije—. Buena pregunta. No lo sé.
La cámara enfocó una catedral a las afueras de Lisboa. Comparada con la francesa y la italiana, la portuguesa no mostraba grandes diferencias. Pero existían. Sobre todo en el interior. Entonces se me ocurrió algo.
—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Tiene usted idea de lo que es una catedral? ¿El aspecto que tiene, quiero decir? ¿Me sigue? Si alguien le dice la palabra catedral, ¿sabe usted de qué le hablan? ¿Conoce usted la diferencia entre una catedral y una iglesia baptista, por ejemplo?
Dejó que el humo se escapara despacio de su boca.
—Sé que para construirla han hecho falta centenares de obreros y cincuenta o cien años —contestó—. Acabo de oírselo decir al narrador, claro está. Sé que en una catedral trabajaban generaciones de una misma familia. También lo ha dicho el comentarista. Los que empezaban, no vivían para ver terminada la obra. En ese sentido, muchacho, no son diferentes de nosotros, ¿verdad?
Se echó a reír. Sus párpados volvieron a cerrarse. Su cabeza se movía. Parecía dormitar. Tal vez se figuraba estar en Portugal. Ahora, la televisión mostraba otra catedral. En Alemania, esta vez. La voz del inglés seguía sonando monótonamente.
—Catedrales —dijo el ciego.
Se incorporó, moviendo la cabeza de atrás adelante.
—Si quieres saber la verdad, muchacho, eso es todo lo que sé. Lo que acabo de decir. Pero tal vez quieras describirme una. Me gustaría. Ya que me lo preguntas, en realidad no tengo una idea muy clara.
Me fijé en la toma de la catedral en la televisión. ¿Cómo podía empezar a describírsela? Supongamos que mi vida dependiera de ello. Supongamos que mi vida estuviese amenazada por un loco que me ordenara hacerlo, o si no...
Observé la catedral un poco más hasta que la imagen pasó al campo. Era inútil. Me volví hacia el ciego y dije:
—Para empezar, son muy altas.
Eché una mirada por el cuarto para encontrar ideas.
—Suben muy arriba. Muy alto. Hacia el cielo. Algunas son tan grandes que han de tener apoyo. Para sostenerlas, por decirlo así. El apoyo se llama arbotante. Me recuerdan a los viaductos, no sé por qué. Pero quizá tampoco sepa usted lo que son los viaductos. A veces, las catedrales tienen demonios y cosas así en la fachada. En ocasiones, caballeros y damas. No me pregunte por qué.
El asentía con la cabeza. Todo su torso parecía moverse de atrás adelante.
—No se lo explico muy bien, ¿verdad? —le dije. Dejó de asentir y se inclinó hacia adelante, al borde del sofá. Mientras me escuchaba, se pasaba los dedos por la barba. No me hacía entender, eso estaba claro. Pero de todos modos esperó a que continuara. Asintió como si tratara de animarme. Intenté pensar en otra cosa que decir.
—Son realmente grandes. Pesadas. Están hechas de piedra. De mármol también, a veces. En aquella época, al construir catedrales los hombres querían acercarse a Dios. En esos días, Dios era una parte importante en la vida de todo el mundo. Eso se ve en la construcción de catedrales. Lo siento —dije—, pero creo que eso es todo lo que puedo decirle. Esto no se me da bien.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. Escucha, espero que no te moleste que te pregunte. ¿Puedo hacerte una pregunta? Deja que te haga una sencilla. Contéstame sí o no. Sólo por curiosidad y sin ánimo de ofenderte. Eres mi anfitrión. Pero ¿eres creyente en algún sentido? ¿No te molesta que te lo pregunte? Meneé la cabeza. Pero él no podía verlo. Para un ciego, es lo mismo un guiño que un movimiento de cabeza.
—Supongo que no soy creyente. No creo en nada. A veces resulta difícil. ¿Sabe lo que quiero decir? —Claro que sí. —Así es.
El inglés seguía hablando. Mi mujer suspiró, dormida. Respiró hondo y siguió durmiendo.
—Tendrá que perdonarme —le dije—. Pero no puedo explicarle cómo es una catedral. Soy incapaz. No puedo hacer más de lo que he hecho.
El ciego permanecía inmóvil mientras me escuchaba, con la cabeza inclinada.
—Lo cierto es —proseguí— que las catedrales no significan nada especial para mí. Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo.
Entonces fue cuando el ciego se aclaró la garganta. Sacó algo del bolsillo de atrás. Un pañuelo. Luego dijo:
—Lo comprendo, muchacho. Esas cosas pasan. No te preocupes. Oye, escúchame. ¿Querrías hacerme un favor? Tengo una idea. ¿Por qué no vas a buscar un papel grueso? Y una pluma. Haremos algo. Dibujaremos juntos una catedral. Trae papel grueso y una pluma. Vamos, muchacho, tráelo.
Así que fui arriba. Tenía las piernas como sin fuerza. Como si acabara de venir de correr. Eché una mirada en la habitación de mi mujer. Encontré bolígrafos encima de su mesa, en una cestita. Luego pensé dónde buscar la clase de papel que me había pedido.
Abajo, en la cocina, encontré una bolsa de la compra con cáscaras de cebolla en el fondo. La vacié y la sacudí. La llevé al cuarto de estar y me senté con ella a sus pies. Aparté unas cosas, alisé las arrugas del papel de la bolsa y lo extendí sobre la mesita.
El ciego se bajó del sofá y se sentó en la alfombra, a mi lado.
Pasó los dedos por el papel, de arriba a abajo. Recorrió los lados del papel. Incluso los bordes, hasta los cantos. Manoseó las esquinas.
—Muy bien —dijo—. De acuerdo, vamos a hacerla.
Me cogió la mano, la que tenía el bolígrafo. La apretó.
—Adelante, muchacho, dibuja —me dijo—. Dibuja. Ya verás. Yo te seguiré. Saldrá bien. Empieza ya, como te digo. Ya vetas. Dibuja.
Así que empecé. Primero tracé un rectángulo que parecía una casa. Podía ser la casa en la que vivo. Luego le puse el tejado. En cada extremo del tejado, dibujé flechas góticas. De locos.
—Estupendo —dijo él—. Magnífico. Lo haces estupendamente. Nunca en la vida habías pensado hacer algo así, ¿verdad, muchacho? Bueno, la vida es rara, ya lo sabemos. Venga. Sigue.
Puse ventanas con arcos. Dibujé arbotantes. Suspendí puertas enormes. No podía parar. El canal de la televisión dejó de emitir. Dejé el bolígrafo para abrir y cerrar los dedos. El ciego palpó el papel. Movía las puntas de los dedos por encima, por donde yo había dibujado, asintiendo con la cabeza.
—Esto va muy bien —dijo.
Volví a coger el bolígrafo y él encontró mi mano. Seguí con ello. No soy ningún artista, pero continué dibujando de todos modos.
Mi mujer abrió los ojos y nos miró. Se incorporó en el sofá, con la bata abierta.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó—. Contádmelo. Quiero saberlo.
No le contesté.
—Estamos dibujando una catedral —dijo el ciego—. Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta fuerte —me dijo a mí—. Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes, muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora vas echando chispas. ¿Entiendes lo que quiero decir? Verdaderamente vamos a tener algo aquí dentro de un momento. ¿Cómo va ese brazo? —me preguntó—. Ahora pon gente por ahí. ¿Qué es una catedral sin gente?
—¿Qué pasa? —inquirió mi mujer—. ¿Qué estás haciendo, Robert? ¿Qué ocurre?
—Todo va bien —le dijo a ella.
Y añadió, dirigiéndose a mí:
—Ahora cierra los ojos.
Lo hice. Los cerré, tal como me decía.
—¿Los tienes cerrados? —preguntó—. No hagas trampa.
—Los tengo cerrados.
—Mantenlos así. No pares ahora. Dibuja.
Y continuamos. Sus dedos apretaban los míos mientras mi mano recorría el papel. No se parecía a nada que hubiese hecho en la vida hasta aquel momento.
Luego dijo:
—Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece?
Pero yo tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más. Creí que era algo que debía hacer.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Estás mirándolo?
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
—Es verdaderamente extraordinario —dije.




Raymond Carver
Catedral
Barcelona, Anagrama, 1988





Cuentos de Raymond Carver

Raymond Carver / Si me necesitas, llámame
Raymond Carver / Parece una tontería
Raymond Carver / Tres rosas amarillas
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Raymond Carver / Catedral



Raymond Carver / El elefante

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Raymond Carver
BIOGRAFÍA
EL ELEFANTE

Sabía que era un error dejarle aquel dinero a mi hermano. ¿Qué necesidad tenía yo de más deudores? Pero me llamó y me dijo que no podía pagar el plazo de la casa. ¿Oué otra opción me quedaba? No había estado nunca en su casa (vivía en California, a mil quinientos kilómetros de distancia); ni siquiera la había visto, pero no quería que la perdiera. Lloraba en el teléfono, y decía que iba a perder lo que había conseguido en toda una vida de trabajo. Dijo que me devolvería el dinero. En febrero, dijo. Incluso antes. En marzo, a más tardar. Dijo que estaban a punto de devolverle cierta suma que Hacienda le había cobrado de más. Además —dijo—, había hecho una pequeña inversión que daría sus frutos en febrero. Se mostró reservado al respecto, y no quise presionarlo para que fuera más explícito.
—Confía en mí —dijo—. No te fallaré.

Se había quedado sin trabajo en julio del año anterior, cuando la empresa donde trabajaba —una fábrica de aislamientos de fibra de vidrio— decidió despedir a doscientos empleados. Había cobrado el paro durante un tiempo, pero ahora hasta el subsidio se le había acabado, al igual que sus ahorros. Se había quedado incluso sin seguro médico. Al perder el trabajo, perdió el seguro. Su mujer, diez años mayor que él, era diabética y necesitaba tratamiento médico. Habían tenido que vender el segundo coche —una vieja ranchera—, y hacía una semana que habían empeñado el televisor. Me dijo que tenía la espalda hecha polvo de cargar con el televisor de puerta en puerta. Se había recorrido todas las casas de empeños —dijo—, en busca de la oferta más alta, hasta que alguien le dio cien dólares por su Sony de pantalla grande. Me habló del televisor y de lo mal que tenía la espalda, como si de ese modo se asegurara mi implicación en sus problemas (a menos que yo, su hermano, tuviera un corazón de piedra).
—Estoy hasta el cuello —dijo—. Pero tú puedes ayudarme a salir de esto.
—¿Cuánto? —dije.
—Quinientos dólares. Me harían falta más, por supuesto, ¿a quién no? —dijo—. Pero quiero ser realista. Puedo devolver quinientos. Más, si quieres que sea sincero, no sé si podría. No sabes lo que odio tener que pedirte esto, hermanito. Pero eres mi último recurso. Irma Jean y yo nos quedaremos en la calle si nadie nos ayuda. No te fallaré.
Eso fue lo que dijo. Palabra por palabra.
Seguimos hablando unos minutos más —sobre todo de nuestra madre y sus problemas—, pero no quiero extenderme. El caso es que le mandé el dinero. Tuve que hacerlo. Me pareció que debía hacerlo, más bien (lo cual viene a ser lo mismo). Cuando le envié el cheque le escribí diciéndole que el dinero se lo devolviera a nuestra madre, que vivía en la misma ciudad y siempre estaba ávida de dinero y sin blanca. Yo llevaba ya tres años mandándole una mensualidad, hiciera sol o tronara. Y pensé que si mi hermano le pagaba el dinero que me debía yo podría desentenderme un tiempo, darme un pequeño respiro. No tendría que preocuparme del asunto en un par de meses. Y, para ser franco, también pensé que quizá había más probabilidades de que le pagase a ella, ya que vivían en la misma ciudad y se veían de cuando en cuando. Lo que quería era cubrirme un poco las espaldas. Porque, por mucho que mi hermano tuviera las mejores intenciones del mundo, a veces suceden cosas. La realidad a veces sale al paso de las buenas intenciones. Ojos que no ven, corazón que no siente, como vulgarmente se dice. Pero no sería capaz de dejar en la estacada a su propia madre. Eso no lo haría nadie.
Me pasé horas y horas escribiendo cartas para dejar bien claro el asunto. Lo que cada cual debía hacer. Telefoneé incluso varias veces a mi madre para explicárselo. Pero ella se mostró recelosa al respecto. Le expliqué que el dinero que tenía que enviarle a primeros de marzo y a primeros de abril se lo daría Billy, que me lo debía. Recibiría el dinero, no tenía que preocuparse. Esos dos meses recibiría el dinero de Billy y no de mí, eso era todo. Billy, en lugar de enviarme el dinero a mi para que yo se lo enviara a ella, le entregaría el dinero directamente. En cualquier caso, no debía preocuparse. Tendría su dinero, pero esos dos meses lo recibiría de él, porque me lo debía. Dios mío, no sé cuánto me gasté en conferencias. No sé las cartas que escribí (si me dieran medio dólar por cada una me haría rico), explicándole a él lo que le había dicho a ella y a ella lo que debía hacer él…
Pero mi madre no se fiaba de Billy.
—¿Y si no puede hacer frente a esos pagos? —me decía por teléfono—. ¿Entonces qué? Lo está pasando mal, y lo siento por él —decía—, pero, hijo mío, lo que yo quiero saber es qué va a pasar si no puede pagarme. ¿Eh? ¿Entonces qué?
—Entonces te lo daré de mi bolsillo —dije—. Como siempre. Si él no te lo da, te lo daré yo. Pero te lo dará. No te preocupes. Dice que va a hacerlo, y lo hará.
—No quiero preocuparme dijo ella—. Pero me preocupo. Me preocupo por mis chicos, y luego por mí misma. Nunca imaginé que vería en tal situación a uno de mis hijos. Me alegro de que tu padre no viva para verlo.
En tres meses mi hermano le dio a mi madre sólo una pequeña parte de lo que se había comprometido a darle. Cincuenta dólares. O setenta y cinco, porque hay diferentes versiones. Dos versiones contrapuestas: la de él y la de ella. Pero eso es todo lo que pagó de los quinientos dólares: cincuenta o setenta y cinco, según a cuál de los dos quiera creerse. Tuve que poner lo que faltaba. Tuve que seguir rascándome el bolsillo, como de costumbre. Mi hermano estaba acabado. Eso es lo que me dijo —que estaba acabado— cuando le llamé para preguntarle qué pasaba, porque mamá me había llamado para saber qué había sido de su dinero.
Me había dicho:
—Hice que el cartero volviera a la furgoneta y mirara bien, por si tu carta se había caído detrás del asiento. Luego fui preguntando a los vecinos si les habían dejado por error alguna carta mía. Me está volviendo loca este asunto, cariño. —Luego añadió—: ¿Qué quieres que piense una madre en mi situación? —Y siguió preguntándose quién cuidaba de sus intereses en todo aquel asunto. Eso es lo que quería ella saber. Eso y cuándo recibiría su dinero.
Así que cogí el teléfono y llamé a mi hermano para saber si se trataba de una simple demora o una quiebra en toda regla. Billy, según él, estaba acabado. No tenía salvación. Iba a poner su casa en venta de inmediato. Y confiaba en no tener que precipitarse demasiado y acabar dándola a bajo precio. Ya no le quedaba en ella nada que vender. Lo había vendido todo menos la mesa y las sillas de la cocina.
—Ojalá pudiera vender mi sangre —dijo—. Pero ¿quién iba a comprármela? Con la suerte que tengo, seguro que me descubren una enfermedad incurable.
Naturalmente, su pequeña inversión no había dado ningún fruto. Cuando le pregunté por ella se limitó a responder que no se había materializado. Tampoco la devolución de Hacienda se había hecho realidad: la suma que debían devolverle había sido objeto de una especie de embargo.
—Las desgracias nunca vienen solas —dijo—. Lo siento, hermanito. Nada de esto habría pasado si hubiera estado en mi mano.
—Lo comprendo —dije yo.
Y era cierto. Pero no hacía más fáciles las cosas. Bien, el caso es que no me pagó lo que me debía. Ni a mí ni a mi madre, a quien hube de seguir mandándole su cheque todos los meses.
Sí, me sentía dolido. ¿Y quién no? Lamentaba la situación de mi hermano de todo corazón. Ojalá la desgracia no hubiera llamado a su puerta. Pero ahora mi situación tampoco era muy halagüeña. En adelante, al menos, ya no volvería a acudir a mí sucediera lo que le sucediera. Nadie con esa deuda pendiente se atrevería a pedir más dinero. Eso es lo que me decía a mí mismo, pero cuán equivocado estaba.
Me dediqué con ahínco a mis ocupaciones. Me levantaba muy temprano e iba al trabajo y no paraba en toda la jornada. Cuando volvía a casa me dejaba caer en el sillón y ya no me movía. Estaba tan cansado que tardaba un rato en empezar a soltarme los cordones de los zapatos. Y seguía allí, hundido en el sillón. Sin fuerzas siquiera para levantarme a encender el televisor.
Lamentaba de veras los problemas de mi hermano. Pero yo también tenía problemas. Además de mi madre, tenía a otras personas en nómina. Mandaba dinero a mi ex mujer todos los meses. Tenía que hacerlo. Yo no quería, pero los jueces así lo dispusieron. Luego estaban mi hija y sus dos niños. Vivían en Bellingham, y todos los meses les mandaba algún dinero. Las criaturas tenían que comer, ¿no? Mi hija vivía con un indeseable que ni se molestaba en buscar trabajo, un tipo incapaz de conservar un empleo aunque se lo sirvieran en bandeja. Las escasas veces en que encontró algo (una o dos), se quedaba dormido por las mañanas, o se le averiaba el coche camino del trabajo, o le ponían de patitas en la calle, así, sin más explicaciones.
Una vez, muchos años atrás, cuando yo aún me tomaba estas cosas en serio, amenacé de muerte a ese parásito. Pero no viene al caso. Además, yo entonces bebía. Bueno, la cuestión es que el muy hijoputa sigue con mi hija.
Mi hija me escribía contándome que sólo se alimentaban de copos de avena. Ella y los niños. (Imagino que el tipo pasaba tanta hambre como ellos, pero ella se guardaba bien de mencionar su nombre en las cartas.) Me decía que, si podía ayudarla hasta el verano, las cosas acabarían arreglándosela. Su situación iba a cambiar —estaba segura— cuando llegara el verano. Aun en caso de que nada saliera como esperaba —y no iba a ser así, porque tenía varias cosas en mente—, siempre podía conseguir trabajo en la fábrica de conservas de pescado. No estaba lejos de casa, y tendría que enlatar salmón vestida con mono y guantes y botas de goma. O podía vender refrescos, en un puesto al lado de la carretera, a la gente que hacía cola en coche para entrar en Canadá. Allí, metida en el coche ante la frontera en pleno verano, la gente tiene que estar sedienta, ¿no? Le quitarían de las manos cualquier bebida fría. El caso es que, se decidiera por lo uno o lo otro, las cosas le irían bien cuando llegara el verano. Pero tendría que ir tirando hasta entonces, y ahí es donde entraba yo.
Sabía —me decía— que tenía que cambiar de vida. Quería valerse por sí misma, como todo el mundo. Quería dejar de considerarse una víctima. «No soy una víctima —me dijo una noche por teléfono—. Soy una mujer joven con dos hijos y un vago, un hijo de perra que vive conmigo. Como infinidad de mujeres. No me asusta el trabajo duro. Sólo necesito una oportunidad. Es todo lo que le pido al mundo.»
Ella podía soportar las privaciones. Pero hasta que la suerte cambiase, hasta que la oportunidad llamase a su puerta, eran los niños quienes le preocupaban. Los niños siempre estaban preguntando cuándo iría a visitarlos el abuelito. En ese mismo momento estaban dibujando los columpios y la piscina del motel donde me había alojado en mi visita del afío anterior. Pero el verano —siguió—, el verano era la fecha del cambio. Si podía aguantar hasta el verano, se acabarían los problemas. Las cosas cambiarían, estaba segura. Con un poco de ayuda mía podía conseguirlo.
«No sé qué haría sin ti, papá.»
Esas eran sus palabras. Casi se me partió el corazón. Por supuesto que tenía que ayudarla. Era una suerte que mi situación, por precaria que fuera, me permitiera echarle una mano. ¿No tenía yo un trabajo? Comparado con ella, con el resto de mi familia, yo tenía la vida solucionada. Comparado con ellos, vivía en Jauja.
Le mandé el dinero que me pedía. Le mandaba dinero siempre que me lo pedía. Y un día le dije que me sería más fácil mandarle un dinero, no mucho, pero dinero al fin y al cabo, a primeros de cada mes.
Sería algo con lo que podría contar, y sería su dinero, de nadie más. Suyo y de los niños. Esperaba que así fuera, al menos. Ojalá hubiera existido un medio de asegurarme de que el hijoputa que vivía con ella no pusiera la mano en una sola naranja, en un trozo de pan comprado con mi dinero. No era posible, claro. Así que no tenía otra opción que mandar el dinero y no preocuparme por el hecho de que aquel tipo pudiera darse un atracón a mi costa.
Mi madre y mi hija y mi ex mujer. He ahí las tres personas en nómina, sin contar a mi hermano. Pero mi hijo también necesitaba dinero. Cuando terminó la escuela secundaria hizo las maletas, dejó la casa de su madre y se fue a una universidad del Este. A un college de New Hampshire, nada menos. ¿Quién ha oído hablar de New Hampshire? Era el primero de la familia —de ambas ramas— al que se le ocurría ser universitario, así que todo el mundo pensó que era una excelente idea. Incluido yo, al principio. ¿Cómo iba a imaginar que acabaría costándome un ojo de la cara? Para sufragarse los estudios pidió créditos bancarios a diestro y siniestro. No quería trabajar y estudiar al mismo tiempo. Eso fue lo que dijo. Y, claro, lo entiendo. En parte hasta me parece bien. ¿A quién le gusta trabajar? A mí no. Así que luego, cuando agotó su crédito después de pedir en todas partes y de financiarse incluso un año de estudios en Alemania, tuve que empezar a mandarle dinero, y mucho. Al final, cuando le escribí que no podía seguir haciéndolo, me contestó que si tal era mi posición al respecto, lo que haría sería traficar con drogas o atracar un banco, o cual quier otra cosa con la que conseguir dinero para seguir viviendo. Y que me podría considerar afortunado si, no le mataban a tiros o le metían en la cárcel.
Le escribí y le dije que había cambiado de opinión, que le mandaría algo más de dinero. ¿Qué otra cosa podía hacer? No quería que su sangre me salpicara las manos. No quería imaginar a mi hijo en un coche celular, o en algún trance aún peor. Bastantes cosas tenía sobre mi conciencia como para cargar con una más.
Eso hacen cuatro personas. Sin contar a mi hermano, que aún no figuraba entre los fijos. Era para volverse loco. Le daba vueltas al asunto día y noche. No podía dormir. Estaba mandándoles todos los meses casi la totalidad de mi paga. No hace falta ser un genio o saber mucho de economía para comprender que aquello no podía continuar. Tuve que pedir un préstamo al banco para hacer que mis cuentas cuadraran. Ello supuso otro pago mensual.
Así que empecé a reducir gastos. Dejé de comer fuera, por ejemplo. Como vivía solo me gustaba comer fuera, pero tuve que dejar de hacerlo. Me veía obligado a controlar mis salidas al cine. No podía comprarme ropa o arreglarme la dentadura. El coche se caía a pedazos. Necesitaba zapatos…
A veces me sentía harto y les escribía a los cuatro amenazándoles con cambiarme de nombre y dejar mi trabajo. Les decía que estaba planeando marcharme a Australia. Y el caso es que hablaba en serio cuando decía lo de Australia, por mucho que fuera un país del que no supiera ni una palabra. Lo único que sabía de Australia era que estaba en la otra punta del mundo, y era precisamente allí donde yo quería estar.
Pero en el fondo ninguno de ellos creía que me fuera a marchar a Australia. Me tenían, y lo sabían. Sabían que estaba al borde de la desesperación, y lo sentían y me lo hacían saber. Pero confiaban en que las aguas se calmaran antes de primeros de mes, cuando tuviera que sentarme a rellenar sus cheques.
En respuesta a una de mis cartas en la que hablaba de emigrar a Australia, mi madre me escribió diciendo que no quería seguir siendo una carga, y que tan pronto como se le pasara la hinchazón de las piernas iba a ponerse a buscar trabajo. Tenía setenta y cinco años, pero quizá podría volver a trabajar de camarera. Le escribí diciendo que no dijera bobadas. Que me alegraba poder ayudarla. Y era cierto. Me alegraba. Lo que necesitaba era que me tocara la lotería.
Mi hija sabía que lo de Australia no era más que una forma de decir a todo el mundo que estaba harto. Sabía que lo que necesitaba era un respiro, y algo que me levantara el ánimo. Así que me escribió para decirme que iba a buscar a alguien que cuidara de los niños y que se pondría a trabajar en la fábrica de conservas en cuanto empezara la temporada. Era joven y fuerte, decía. Sería capaz de aguantar las jornadas de doce a catorce horas, siete días a la semana. No había problema. Bastaba con decirse a sí misma que podía hacerlo, mentalizarse, y su cuerpo respondería. Claro que tendría que encontrar una niñera adecuada. Y ahí iba a estar el problema. Tendría que ser una niñera muy especial, porque serían muchas horas y los niños estaban insoportables, cosa nada extraña viendo la cantidad de golosinas que devoraban diariamente. Pero qué se iba a hacer, a los niños les encantaban esas porquerías. De todas formas, si seguía buscando acabaría encontrando a la persona adecuada. Pero tendría que comprarse botas y ropa para el trabajo, y en eso es en lo que podría ayudarla yo.
Mi hijo me escribió diciendo que sentía mucho ser una de las causas de mi angustiosa situación económica, y que sería mejor para los dos si acababa con todo de una vez por todas. Por si fuera poco, había descubierto que era alérgico a la cocaína. Cuando la esnifaba le lloraban los ojos y no podía respirar. No podría, pues, probar la mercancía con la que pensaba traficar. Así, su carrera como traficante de drogas se había visto truncada antes de empezar. Un tiro en la sien, eso era lo mejor que podía hacer para acabar con todo de una vez. O quizá ahorcarse. Se ahorraría la molestia de tener que conseguir una pistola. Y nos ahorraría a todos el precio de las balas. Por increíble que parezca, eso me decía en su carta. Adjuntaba una fotografía suya del verano anterior, cuando estudiaba en Alemania. Se le veía de pie bajo un gran árbol con gruesas ramas a unos palmos de la cabeza. Y sonreía.
Mi ex mujer no tenía nada que decir de mi hipotética emigración a Australia. ¿Para qué? Sabía que a primeros de mes recibiría su dinero, aunque tuviera que llegarle de Sydney. Si no le llegaba el cheque en la fecha estipulada, no tenía más que coger el teléfono y llamar a su abogado.
Así estaban las cosas cuando un domingo por la tarde, a principios de mayo, llamó mi hermano. Había abierto las ventanas y una agradable brisa corría por la casa. Tenía puesta la radio. La ladera de la colina, detrás de la casa, ya había verdecido. Pero cuando oí su voz al otro lado de la línea empecé a sudar. No había vuelto a saber de él desde el penoso asunto de los quinientos dólares, y no podía creer que me llamara para intentar otro sablazo. Pero empecé a sudar de todas formas. Me preguntó cómo me iban las cosas, y le solté de inmediato el asunto de la «nómina» y demás. Le hablé de copos de avena, de cocaína, de fábricas de conservas, de suicidios, de atracos a bancos… y de cómo no podía ya ir al cine o comer fuera. Le dije que tenía un agujero en el zapato. Le hablé del dinero que mes tras mes tenía que mandarle a mi ex mujer. Nada era nuevo para él, por supuesto. Conocía perfectamente todo lo que le estaba contando. Me dijo que lo sentía en el alma. Seguí hablando. La conferencia la pagaba él. Pero, cuando le llegó el turno y me puse a escucharle, empecé a pensar: ¿Cómo te las vas a arreglar para pagar esta conferencia, Billy? Y de pronto caí en la cuenta de que era yo quien iba a pagarla. Unos minutos, unos segundos más, y todo se habría consumado.
Miré por la ventana. El cielo estaba azul, salpicado por un puñado de nubes blancas. Sobre el cable del teléfono había unos cuantos pájaros. Me sequé la cara con la manga. No se me ocurría nada que añadir. Así que callé y me quedé mirando las montañas. Fue entonces cuando mi hermano dijo:
—Detesto pedirte esto, pero…
Al oírlo sentí que mi corazón caía en un abismo. Luego le oí formular su petición. Esta vez eran mil dólares. Me hizo saber ciertos detalles. Los acreedores se apiñaban a su puerta: ¡a su puerta! Las ventanas vibraban, la casa se estremecía bajo la violencia de sus puños: pam, pam, pam… No había escapatoria. Iban a tirarle la casa abajo.
—Ayúdame, hermano.
¿De dónde iba yo a sacar mil dólares? Agarré con fuerza el auricular, aparté la mirada de la ventana y dije:
—Pero si ni siquiera me devolviste el dinero que te presté la última vez… ¿Qué me dices de eso?
—¿No? —dijo él, como sorprendido—. Creía que sí. Quise hacerlo, al menos. Lo intenté, bien lo sabe Dios.
—Quedaste en darle ese dinero a mamá —dije—. Pero no lo hiciste. Tuve que seguir mandándole su cheque todos los meses, como siempre. Es el cuento de nunca acabar, Billy. Doy un paso adelante y dos atrás. Me estoy yendo a pique. Os estáis yendo a pique y vais a hundirme con vosotros.
—Le di algo —protestó él—. Le pagué una parte. Que conste. Le devolví parte de la deuda.
—Dijo que le diste cincuenta dólares. Nada más.
—No —dijo—. Le di setenta y cinco. Se ha olvidado de los otros veinticinco. Fui a verla una tarde y le di dos billetes de diez y uno de cinco. Se lo di así, en metálico, y se ha olvidado. Empieza a fallarle la memoria. Mira —dijo—, te prometo que esta vez no te fallaré. Te lo juro por Dios. Calcula lo que te debo y súmalo a lo que te estoy pidiendo, y te mandaré un cheque por el total. Nos cambiamos los cheques. Y tú no cobres el mío en un par de meses. Es todo lo que te pido. Dentro de dos meses habré salido del apuro. Y podrás cobrarlo. El día uno de julio. Te lo prometo. No más tarde. Y esta vez puedo jurártelo. Hemos puesto en venta ese pequeño terreno que Irma Jean heredó hace un tiempo de su tío. Está casi vendido. El trato está cerrado. Sólo es cuestión de resolver un par de detalles y de firmar los papeles. Además, tengo un trabajo apalabrado. Es seguro. Tendré que hacer cuarenta kilómetros de ida y otros cuarenta de vuelta todos los días, pero no hay problemas. Dios mío, claro que no. Haría el triple si fuera necesario, y con gusto. Te digo que en dos meses tendré dinero en mi cuenta. Podrás cobrar el uno de julio. Todo lo que te debo. Cuenta con ello.
—Billy, te quiero —dije—. Pero tengo muchas cargas. Estoy ayudando a mucha gente últimamente, por si no lo sabes.
—Por eso no voy a fallarte —dijo—. Tienes mi palabra de honor. Puedes tener absoluta confianza. Te prometo que podrás cobrar mi cheque dentro de dos meses. No más tarde. Es todo lo que te pido, dos meses. No sé a quién acudir, hermanito. Eres mi última esperanza.
Hice lo que me pedía. Cómo no. Por increíble que parezca, aún tenía cierto crédito en el banco, así que pedí el dinero y se lo envié. Los cheques se cruzaron. Clavé el suyo con una chincheta en la pared de la cocina, junto al calendario y la foto de mi hijo bajo el árbol. Y me puse a esperar.
Seguí esperando. Mi hermano me escribió pidiéndome que no cobrara el cheque en la fecha convenida. «Espera un poco», me dijo. Habían surgido ciertos contratiempos. El trabajo que le habían prometido se había ido al traste en el último minuto. Y eso no era todo. También la venta del pequeño terreno de su mujer se había malogrado. Su mujer, en el último momento, se había echado atrás. El terreno llevaba en manos de la familia varias generaciones, y no tenía corazón para venderlo. ¿Qué podía hacer él? Era propiedad de su mujer, y su mujer no quería entrar en razón.
Hacia esas fechas telefoneó mi hija para decirme que les habían desvalijado la roulotte donde vivían. Se lo habían llevado absolutamente todo. Cuando volvió de su primera noche en la fábrica se encontró con la roulotte vacía. No habían dejado ni una mísera silla donde sentarse. También la cama se había esfumado. Iban a tener que dormir en el suelo, como gitanos.
—¿Dónde estaba el… tipejo ese en el momento del robo? —dije.
Había salido temprano a buscar trabajo, me explicó mi hija. Lo más seguro es que estuviera con los amigos. A ciencia cierta no lo sabía, como tampoco sabía dónde estaba en aquel momento.
—Ojalá en el fondo del río —dijo.
Los niños estaban con la niñera en el momento del robo. Bueno, el caso es que si pudiera prestarle algo de dinero para comprar algunos muebles de segunda mano… Me lo devolvería en seguida, en cuanto cobrara la primera paga. Lo ideal sería que pudiera recibirlo antes del fin de semana —¿un giro telegráfico, quizá?—, porque así podría comprar lo más imprescindible.
—Han profanado mi rincón —dijo—. Me siento como si me hubieran violado.
Mi hijo me escribió desde New Hampshire para decirme que era de vital importancia que volviera a Europa. Que su vida misma dependía de ello. Iba a terminar sus estudios a finales del verano, pero a partir de ese momento no soportaría vivir en los Estados Unidos ni un día más. La nuestra era una sociedad materialista, y estaba sencillamente harto. En nuestro país, decía, no se podía tener ninguna conversación en la que de un modo u otro no saliera a colación el dinero, y se sentía asqueado. El no era un yuppie, y no quería llegar a serlo jamás. No era lo suyo. Y dejaría para siempre de importunarme si le prestaba el dinero suficiente para comprarse un billete para Alemania.
De mi ex mujer no tuve noticias. No tenía por qué. Ambos sabíamos a qué atenernos.
Mi madre me escribió contándome que hacía tiempo que tenía que prescindir de las medias de descanso que tanta falta le hacían, y que no podía ir a la peluquería a teñirse el pelo. Había pensado que ese año podría ahorrar algún dinero para los días difíciles por venir, pero las cosas no salían como esperaba. Veía claro que sus previsiones no iban a cumplirse.
—¿Y tú cómo estás? —me preguntaba luego¿Y los demás? Espero que estéis bien.
Envié más cheques por correo. Luego crucé los dedos y esperé.
Una noche, mientras esperaba, tuve un sueño. Dos sueños, más exactamente. En la misma noche. En el primero mi padre estaba vivo y me llevaba montado sobre los hombros. Yo era un niño muy pequeño, de unos cinco o seis años. Súbete aquí arriba, me dijo. Y, cogiéndome de las manos, me alzó en el aire y me montó sobre sus hombros. Estaba a mucha altura del suelo, pero no tenía miedo. El me sujetaba con fuerza. Los dos nos aferrábamos el uno al otro. Luego echó a andar por la acera. Quité las manos de sus hombros y se las puse alrededor de la frente. No me despeines, dijo. Puedes soltarme. Te tengo bien sujeto. No vas a caerte. Al oírle decir esto, caí en la cuenta de la fuerza con que sus manos asían mis tobillos. Y entonces le solté la frente. Liberé las manos y extendí los brazos a ambos lados. Los mantuve así para mantener el equilibrio. Mi padre siguió andando conmigo sobre los hombros. Yo hacía como si fuera montado en un elefante. No sé adónde íbamos. Quizá a la tienda a comprar algo, o quizá al parque, donde me sentaría en un columpio y se pondría a columpiarme.
Entonces me desperté, me levanté de la cama y fui al baño. Empezaba a amanecer; faltaba sólo una hora para que sonará el despertador. Pensé en hacer café y en vestirme. Pero decidí volver a la cama. No quería dormir. Pensaba quedarme echado un rato, con las manos bajo la nuca, mirando cómo llegaba el alba y quizá pensando un poco en mi padre, en quien no pensaba desde hacía muchos años. Mi padre no ocupaba ya ningún lugar en mi vida, ni en la vigilia ni en el sueño. Bien, el caso es que volví a acostarme. Pero no había pasado ni un minuto cuando volví a dormirme, y al hacerlo me sumergí en otro sueño. En él aparecía mi ex mujer, aunque en el sueño no era mi ex mujer. Seguíamos casados.
También estaban mis hijos. Eran pequeños, y comían una bolsa de patatas fritas. En el sueño, creía oler las patatas fritas y oír el ruido que hacían al quebrarse entre los dientes. Estábamos sobre una manta, y muy cerca había agua. Yo experimentaba una sensación de honda satisfacción y bienestar. Luego, de pronto, me vi en compañía de otra gente —gente que no conocía—, y al instante siguiente lanzaba violentas patadas contra la ventanilla del coche de mi hijo mientras le amenazaba de muerte, como hice en una ocasión, muchos años atrás. El estaba dentro del coche y mi pie destrozaba el cristal. Y entonces abrí los ojos y me desperté. Estaba sonando el despertador. Alargué la mano y paré la alarma y seguí acostado unos minutos más, con el corazon como un caballo desbocado. En el segundo sueño alguien me había ofrecido whisky, y yo lo había bebido. Y eso era lo que me había asustado. El beber aquel whisky era lo peor que podía haberme sucedido. Era tocar fondo. Comparado con ello, lo demás era un juego de niños. Seguí allí echado unos instantes más, tratando de calmarme. Luego me levanté.
Hice café y me senté a la mesa de la cocina, frente a la ventana. Me puse a describir pequeños círculos sobre la mesa con la taza, y de nuevo pensé seriamente en Australia. Y entonces, repentinamente, imaginé lo que habría sentido mi familia cuando les amenacé con irme a vivir a Australia. Al principio debieron de quedarse mudos de asombro, y quizá un poco asustados. Pero luego —me conocían bien— probablemente se echaron a reír a carcajadas. Al pensar en ello, al imaginar su risa, no pude reprimir la mía. Ja, ¡a, ¡a. Tal era el sonido de mi risa allí en la mesa de la cocina: ¡a, ¡a, ¡a. Como si hubiera leído en alguna parte cómo reír.
¿Qué diablos pensaba yo hacer en Australia? Tenía tantas ganas de ir a Australia como de ir a Tombuctú o a la Luna o al polo Norte. ¿Australia? No, santo cielo, no tenía el menor deseo de ir a Australia. Pero en cuanto lo comprendí, en cuanto comprendí que no iría a Australia —ni a ninguna otra parte—, empecé a sentirme mejor. Encendí otro cigarrillo y me serví más café. No había leche, pero me tenía sin cuidado. Podía pasar sin leche un día, no iba a morirme por eso. Al cabo de un rato metí en la fiambrera el almuerzo y el termo recién lleno. Y salí de casa.
Era una mañana espléndida. El sol descansaba sobre las montañas, al otro lado de la ciudad, y una bandada de pájaros se desplazaba a través del valle. No me molesté en cerrar la puerta con llave. Recordaba lo que le había sucedido a mi hija, pero decidí que era igual, que de todas formas no tenía nada que mereciera la pena robarse. En casa no había nada de lo que no pudiera prescindir. Tenía un televisor, sí, pero estaba harto de ver la televisión y me harían un favor si entraban y se lo llevaban.
Me sentía bien, después de todo, y decidí ir andando al trabajo. No estaba muy lejos, y había salido muy temprano. Ahorraría un poco de gasolina, claro, pero no era ésa la razón más importante. Era verano, una estación efímera que pasa en un abrir y cerrar de ojos. El verano —no pude evitar recordarlo— era la época en la que todos creían que iba a cambiar su suerte.
Eché a andar por el borde de la carretera, y en un momento dado —no sabría decir por qué— empecé a pensar en mi hijo. Le deseé suerte, dondequiera que estuviese. Si había vuelto a Alemania para entonces —lo normal era que así fuera—, esperaba que se sintiera feliz. Aún no me había escrito para darme su dirección, pero no había duda de que tendría noticias suyas muy pronto. Y mi hija… Que Dios la bendijera y protegiera. Confiaba en que le fueran bien las cosas. Decidí escribirle aquella misma noche para hacerle llegar todo mi aliento. Mi madre, por su parte, seguía con vida y gozaba de una salud bastante buena. Me sentí afortunado también en esto: si no surgía ningún contratiempo, viviría aún unos cuantos años.
Los pájaros cantaban; de cuando en cuando pasaban coches por la carretera. Buena suerte también a ti, hermano mío —pensé—. Espero que consigas esa seguridad económica que tanto ansías. Págame cuando la tengas. Y mi ex mujer, la mujer a quien en un tiempo amé tanto… Estaba viva, y estaba bien (que yo supiera, al menos). Le deseé felicidad. Pensé que, a fin de cuentas, todo podía ir mucho peor. En aquel momento, por supuesto, las cosas estaban mal para todos. La suerte nos había dado la espalda, eso era todo. Pero las cosas iban a cambiar pronto. Las cosas empezarían a arreglarse quizá en otofío. Había muchos motivos de esperanza.
Seguí andando. Luego me puse a silbar. Me sentía con derecho a hacerlo si tenía ganas. Empecé a mover los brazos al andar, pero la fiambrera no me permitía marchar de forma equilibrada. Dentro llevaba bocadillos, una manzana y galletas. Además del termo, claro. Me detuve frente a Smitty’s, un viejo café con grava en el aparcamiento y tablas sobre las ventanas. Un local clausurado desde que yo lo recordaba. Decidí dejar la fiambrera en el suelo unos instantes. Así lo hice, y luego levanté los brazos, levanté los brazos a ambos lados hasta la altura de los hombros. Seguía así, como un pobre chiflado, cuando alguien tocó el claxon y entró con el coche en el aparcamiento. Cogí la fiambrera del suelo y me acerqué al coche. Era George, un tipo al que conocía del trabajo. Se echó hacia un lado y me abrió la puerta del asiento delantero.
—Venga, sube, muchacho —dijo.
—Hola, George —saludé.
Subí y cerré la puerta. El coche aceleró al instante, e hizo que la grava saltara bajo sus ruedas.
—Te he visto —dijo George—. Sí, te he visto. Te estás entrenando para algo, no sé para qué. —Me miró y volvió a mirar la carretera. Conducía muy de prisa—. ¿Siempre vas con los brazos así por la carretera? —preguntó, y se echó a reír: ¡a, ¡a, ¡a.
Luego pisó el acelerador.
—A veces —dije—. Bueno, depende. En realidad estaba quieto.
Encendí un cigarrillo. Me eché hacia atrás en el asiento.
—¿Qué cuentas? —dijo George.
Se puso un puro en la boca, pero no lo encendió.
—Poca cosa —dije—. ¿Y tú qué cuentas?
George se encogió de hombros. Luego sonrió.
Ahora íbamos a gran velocidad. El viento azotaba el coche y silbaba en las ventanillas. George conducía como si fuera a llegar tarde al trabajo. Pero era temprano. Teníamos mucho tiempo, y se lo dije.
Pero él seguía pisando el acelerador. En lugar de tomar el desvío, seguimos carretera adelante en dirección a las montañas. George se quitó el puro de la boca y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.
—He pedido un préstamo y he rectificado el motor de este cacharro —dijo.
Luego dijo que quería que viera algo. Pisó a fondo el acelerador. Me até el cinturón de seguridad y apreté los dientes.
—Písale fuerte —dije—. ¿A qué esperas, George?

Y fue entonces cuando volamos de verdad. El viento aullaba en las ventanillas. George llevaba el pie metido hasta el piso, y avanzábamos a todo gas. A velocidad de vértigo por la carretera en aquel enorme coche de motor rectificado aún por pagar.




Raymond Carver / Mecánica popular

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Raymond Carver
BIOGRAFÍA
MECÁNICA POPULAR




Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana —una ventana abierta a la altura del hombro— que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.

Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta y volvió a la sala.
Trae aquí eso, le ordenó él.
Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
Quiero el niño, dijo él.
¿Estás loco?
No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
A este niño no lo tocas, advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
Suéltalo, dijo.
¡Apártate! ¡Apártate!, gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
No, dijo ella. Le estás haciendo daño al niño.
No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
¡No!, gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
Así, la cuestión quedó zanjada.




Raymond Carver / Vecinos

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Raymond Carver
BIOGRAFÍA
VECINOS

Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.

Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.
—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré — respondió Arlene.
—¡Divertíos! dijo Bill.
—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo—. Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche.
Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armario de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
—Vámonos a la cama — dijo él.
—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido.
La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él—. Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja—dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? —dijo Arlene—. Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad — dijo ella.
—Tuve que ir al baño — dijo él.
—Tienes tu propio baño — dijo ella.
—No me pude aguantar — dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella —. Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella —. Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
—Es divertido — dijo ella —. Sabes, ir a la casa de alguien más así. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando — sonrió él —. ¿Dónde?
—En un cajón — dijo ella.
—No bromeas — dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
—Pudiera suceder — dijo él —. Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave — dijo él —. Dámela.
—¿Qué? — dijo ella . Miró fijamente a la puerta.
—La llave — dijo él —. Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! — dijo ella —. Dejé la llave dentro.
Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes — le dijo al oído —. Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.





Raymond Carver / No son tu marido

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Raymond Carver
BIOGRAFÍA
NO SON TU MARIDO

Earl Ober era vendedor y estaba buscando empleo. Pero Doreen, su mujer, se había puesto a trabajar como camarera de turno de noche en un pequeño restaurante que abría las veinticuatro horas, situado en un extremo de la ciudad. Una noche, mientras tomaba unas copas, Earl decidió pasar por el restaurante a comer algo. Quería ver dónde trabajaba Doreen, y de paso ver si podía tomar algo a cuenta de la casa.

        Se sentó en la barra y estudió la carta.
—¿Qué haces aquí? —dijo Doreen cuando lo vio allí sentado.
Le tendió la nota de un pedido al cocinero.
—¿Qué vas a pedir, Earl? —dijo luego—. ¿Los niños están bien?
—Perfectamente —dijo Earl—. Tomaré café y un sándwich de ésos. Número dos.
Doreen tomó nota.
—¿Alguna posibilidad de… ya sabes? —dijo, y le guiño un ojo.
—No —dijo ella—. No me hables ahora. Tengo trabajo.
Earl se tomó el café y esperó el sandwich. Dos hombres trajeados, con la corbata suelta y el cuello de la camisa abierta, se sentaron a su lado y pidieron café. Cuando Doreen se retiraba con la cafetera, uno de ellos le dijo al otro:
—Mira que culo. No puedo creerlo.
El otro hombre rió.
—Los he visto mejores —dijo.
—A eso me refiero —dijo su compañero—. Pero a algunos tipos las palomitas les gustan gordas.
—A mi no —dijo el otro.
—Ni a mí —dijo el primero—. Es lo que te estaba diciendo.
Doreen le trajo el sándwich. A su alrededor, había patatas fritas, ensalada de col y una salsa de eneldo.
—¿Algo más? —dijo—, ¿Un vaso de leche?
Earl no dijo nada. Negó con la cabeza mientras ella seguía allí de pie, esperando.
Al rato volvió con la cafetera y sirvió a Earl y a los dos hombres. Luego cogió una copa y se dio la vuelta para servir un helado. Se agachó y, doblada por completo sobre el congelador, se puso a sacar helado con el cacillo. La falda blanca se le subió hacia arriba por las piernas, se le pego a las caderas. Y dejó al descubierto una faja de color rosa y unos muslos rugosos y grisáceos y un tanto velludos, con una alambicada trama de venillas.
Los dos hombres de la barra, al lado de Earl, intercambiaron miradas. Uno de ellos alzó las cejas. El otro sonrió regocijado y siguió mirando por encima de su taza a Doreen, que ahora coronaba el helado con jarabe de chocolate. Cuando Doreen se puso a agitar el bote de crema batida, Earl se levantó, dejó el plato a medio comer en la barra y se dirigió hacia la puerta. Oyó que Doreen lo llamaba, pero siguió su camino.
Después de echar una ojeada a los niños fue al otro dormitorio y se quitó la ropa. Se subió las mantas, cerró los ojos y se puso a pensar. La sensación le comenzó en la cara, y luego le descendió hasta el estómago y las piernas. Abrió los ojos y movió la cabeza de acá para allá sobre la almohada. Luego se volvió sobre su lado y se durmió. Por la mañana, después de mandar a los niños al colegio, Doreen entró en el dormitorio y subió la persiana. Earl ya se había despertado.
—Mírate al espejo —dijo Earl.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿A qué te refieres?
—Tú mírate al espejo —dijo él.
—¿Y qué es lo que debo ver? —dijo ella. Pero se miró en el espejo del tocador y se apartó el pelo de los hombros.
—¿Y bien? —dijo él.
—¿Y bien, qué? —dijo ella.
—Odio tener que decírtelo —dijo él—, pero creo que deberías ir pensando en seguir una dieta. Lo digo en serio. Sí, en serio. Creo que podrías perder unos kilos. No te enfades.
—¿Qué estás diciendo? —dijo ella.
—Lo que he dicho. Creo que no estaría mal que perdieras unos kilos. Unos cuantos, al menos.
—Nunca me has dicho nada —dijo Doreen. Se levantó el camisón por encima de las caderas y se volvió para mirarse el vientre en el espejo.
—Antes no pensaba que te hiciera falta —dijo Earl. Trataba de elegir cuidadosamente las palabras.
Con el camisón aún recogido sobre las caderas, Doreen dio la espalda al espejo y se miró por encima del hombro. Se alzó una nalga con la palma de la mano y la dejó caer.
Earl cerró los ojos.
—Puede que esté equivocado —dijo.
—Imagino que sí, que podría perder algo de peso. Pero me costará —dijo Doreen.
—Tienes razón, no será fácil —dijo Earl—. Pero te ayudaré.
—Quizás tengas razón —dijo Doreen. Dejó caer el camisón y miró a Earl. Y se quitó el camisón.
Hablaron de dietas. Hablaron de dietas de proteínas, de dietas de “sólo verduras”, de la dieta del zumo de pomelo. Pero decidieron que no tenían el dinero suficiente para los bistecs de la dieta de proteínas. Luego Doreen dijo que tampoco le apetecía atiborrarse de verduras, y que, habida cuenta de que el zumo de pomelo no le entusiasmaba, tampoco veía mucho sentido en una dieta así.
—De acuerdo, olvídalo —dijo él.
—No, no. Tienes razón —dijo ella—. Haré algo.
—¿Qué tal si haces ejercicio? —dijo él.
—Para ejercicio ya tengo bastante con el que hago en el trabajo —dijo ella.
—Pues deja de comer —dijo él—. Unos días, al menos.
—De acuerdo —dijo Doreen—. Lo intentaré. Lo intentaré unos cuantos días. Me has convencido.
—Soy vendedor —dijo Earl.
Calculó el saldo de su cuenta corriente, cogió el coche, fue a un almacén de artículos con descuento y compró una bascula de baño. Observó detenidamente a la dependienta que registraba la venta en la caja.
En casa, hizo que Doreen se desvistiera por completo y se subiera a la báscula. Al ver sus varices, frunció el ceño. Pasó el dedo a lo largo de una que le ascendía por el muslo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Doreen.
—Nada —dijo Earl.
Miró la báscula y escribió una cifra en un papel.
—Muy bien —dijo—. Muy bien.
Al día siguiente pasó casi toda la tarde fuera; tenía una entrevista. El empresario, un hombre corpulento que cojeaba mientras le mostraba los accesorios de fontanería del almacén, le preguntó si podía viajar.
—Por supuesto que puedo —dijo Earl.
El hombre asintió con la cabeza.
Earl sonrió.
Antes de abrir, oyó la televisión dentro de la casa. Cruzó la sala, pero los niños no levantaron la mirada. Doreen, vestida para el trabajo, comía huevos revueltos con bacon en la cocina.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Earl.
Ella siguió masticando, con los carrillos llenos. Pero luego echó lo que tenía en la boca encima de una servilleta.
—No he podido aguantarme —dijo.
—Cafre —dijo Earl—. ¡Sigue, sigue comiendo! ¡Come!
Se metió en el dormitorio, cerró la puerta y se echó sobre la colcha. Seguía oyendo la televisión. Se puso las manos debajo de la cabeza y miró el techo.
Doreen abrió la puerta.
—Voy a intentarlo de nuevo —dijo.
—Muy bien —dijo él.
Dos mañanas después, Doreen lo llamó al cuarto de baño.
—Mira —dijo.
Earl miró la báscula. Abrió el cajón y sacó el papel y volvió a leer el peso mientras sonreía complacido.
—Casi medio kilo —dijo Doreen.
—Algo es algo —dijo Earl, y le dio unas palmaditas en la cadera.
Leía los anuncios por palabras. Visitaba la oficina de empleo del estado. Cada tres o cuatro días cogía el coche e iba a alguna entrevista. Y por las noches contaba las propinas de Doreen. Alisaba sobre la mesa los billetes de a dólar, formaba montoncitos de dólar con los cuartos y las monedas de cinco y diez centavos. Mañana tras mañana, hacía que Doreen se subiera a la báscula.
Al cabo de dos semanas había perdido casi dos kilos.
—Pico —dijo Doreen—. Me muero de hambre durante el día, luego en el trabajo pico cosas. Por eso no pierdo más.
Pero a la semana siguiente había perdido dos kilos y medio. Y una semana después, casi cinco. La ropa le quedaba grande. Tuvo que recurrir al dinero del alquiler para comprarse otro uniforme.
—En el trabajo me dicen cosas —le dijo a Earl.
—¿Qué clase de cosas? — preguntó él.
—Qué estoy pálida, por ejemplo —dijo ella—. Que no parezco yo. Temen que esté perdiendo demasiado peso.
—¿Qué tiene de malo perder peso? —dijo él—. No les hagas ni caso. Diles que se metan en sus cosas. Ellos no son tu marido. Tú no vives con ellos.
—Pero trabajo con ellos —dijo Doreen.
—Cierto —dijo Earl—. Pero no son tu marido.
Cada mañana entraba en el cuarto de baño detrás de ella y esperaba a que se subiera a la báscula. Se arrodillaba junto a ella con papel y lápiz. El papel estaba lleno de fechas, días de la semana, cifras. Leía lo que marcaba la báscula, consultaba el papel y asentía con la cabeza o fruncía los labios.
Ahora Doreen pasaba más tiempo en la cama. Volvía a acostarse en cuanto los niños se iban al colegio, y por la tarde descabezaba un sueño antes de salir para el trabajo. Earl ayudaba en las tareas de la casa, veía la televisión y dejaba que su mujer durmiera. Hacia todas las compras, y de cuando en cuando salía a alguna entrevista.
Una noche, después de acostar a los niños, apagó el televisor y salió a tomar unas copas. Cuando el bar hubo cerrado, fue en coche al restaurante de Doreen.
Se sentó en la barra y esperó. Al poco Doreen le vio, y dijo:
—¿Los niños están bien?
Earl asintió con la cabeza.
Se tomó su tiempo para decidir lo que quería. No dejaba de mirar a su mujer, que iba de un lado para otro detrás de la barra. Por fin pidió una hamburguesa con queso. Doreen le entregó la nota al cocinero y fue a atender a otra persona.
Se acercó otra camarera con una cafetera y le llenó la taza.
—¿Cómo se llama tu amiga? —dijo, y movió la cabeza en dirección a su mujer.
—Se llama Doreen —dijo la camarera.
—Pues ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí —dijo.
—No sabría decirle —dijo la camarera.
Comió la hamburguesa y se tomó el café. La gente seguía sentándose y levantándose de la barra. Era Doreen quien atendía a la mayoría, aunque de cuando en cuando la otra camarera venía a anotar algún pedido. Earl observaba a su mujer y escuchaba atentamente. Hubo de dejar su asiento un par de veces para ir al lavabo. Y en ambas se preguntó si se había perdido algún comentario. Al volver la segunda vez, vió que le habían retirado la taza y que alguien ocupaba su sitio. Fue hasta un extremo de la barra y se sentó en un taburete, al lado de un hombre mayor que llevaba una camisa de rayas.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Doreen cuando volvió a verle— ¿no deberías estar ya en casa?
—Ponme un café —dijo.
El hombre de al lado leía un periódico. Alzó la vista y miró como Doreen servía café a su marido. Y se quedó mirando cómo se alejaba. Luego volvió a su periódico.
Earl sorbió el café y esperó a que el hombre dijera algo. Lo observó por el rabillo del ojo. El hombre había terminado de comer y había apartado hacia un lado el plato. Encendió un cigarrillo, dobló el periódico, se lo puso delante y siguió leyendo.
Doreen volvió y retiró el plato sucio y le sirvió al hombre más café.
— ¿Qué le parece la chica? —le preguntó Earl al hombre, haciendo un gesto hacia Doreen, que caminaba hacia el otro extremo de la barra—. ¿No le parece una preciosidad?
El hombre alzó la mirada. Miró a Doreen y luego a Earl, y volvió a su periódico.
—Bien, ¿qué dice? —dijo Earl—. Es una pregunta. ¿Tiene o no buen aspecto? Dígame.
El hombre movió con ruido el periódico.
Cuando vio que Doreen se acercaba desde el otro extremo de la barra, Earl le dio un codazo al hombre en el hombro y dijo:
—Le estoy hablando. Escuche. Mire qué culo. Y ahora fíjese. ¿Me pone por favor un helado de chocolate? —pidió en voz alta a Doreen.
Doreen se paró frente a él y suspiró. Luego se volvió y cogió una copa y el cacillo del helado. Se inclinó sobre el congelador, asomó el cuerpo hacia el interior y se puso a arañar helado con el cacillo. Earl miró al hombre y le dirigió un guiño cuando vio que la falda de Doreen empezaba a ascender por los muslos. Pero el hombre captó la mirada de la otra camarera. Se puso el periódico bajo el brazo y se metió el brazo en el bolsillo.
La otra camarera vino directamente hasta Doreen.
—¿Quién es ese personaje? —dijo.
—¿Quién? —dijo Doreen, con la copa del helado en la mano.
—Ése —dijo la camarera, y señaló a Earl—. ¿Quién es ese tipo?
Earl esbozó su mejor sonrisa. Y la mantuvo. La mantuvo hasta que sintió que la cara se le desencajaba.
Pero la camarera se limitó a observarle, y Doreen empezó a sacudir la cabeza despacio. El hombre dejó unas monedas junto a la taza y se levantó, pero aguardó también a oír la respuesta. Todos ellos tenían los ojos fijos en Earl.
—Es un vendedor. Es mi marido —dijo Doreen al fin, encogiéndose de hombros.
Luego le puso delante el helado de chocolate sin terminar de preparar y se fue a hacerle la cuenta.



Alessandro Baricco / El profesor Baricco

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El novelista Alessandro Baricco. / JOAN SÁNCHEZ

El profesor Baricco

El autor italiano dice que lo más excitante que ha hecho es crear la Escuela Holden para escritores

Entre las pasiones de Alessandro Baricco (Turín, 1958) están la música, los coches, el mundo de Homero y los cuentos exóticos que le llevaron en una etapa de su vida a crear un libro como Seda, con el que se consagró a nivel mundial. Pero si algo supera todas las aficiones de este italiano inquieto y vital es la enseñanza. Hace 20 años, Baricco montó en su ciudad la Escuela Holden, de la que han salido talentos como el de Paolo Giordano, hoy también maestro de dicho centro. Ahora se ha sentido en la necesidad de renovar aquello a fondo y ampliar las miras y los límites de su centro de enseñanza. Con ello da impulso a lo que según sus propias palabras ha sido "el proyecto más excitante de toda mi vida".
Tanto como escribir un libro o como hacer una película. "Es necesario el talento y el esfuerzo común de mucha gente en torno a una idea común", afirmó el escritor en la sede madrileña del Instituto de Cultura Italiano. Holden no es un centro de escritura puramente literaria. "Enseñamos a contar historias y a formar talentos que pueden acabar en la televisión. Muchos de nuestros alumnos iban para escritores y hoy son guionistas o creadores de interesantes y terribles reality shows".
O forjadores de best sellers como Paolo Giordano, autor de La soledad de los números primos (Salamandra), formado en Holden, hoy profesor del centro y conejillo de indias para proyectos multimedia. "Hará un programa en el que podremos seguir cada paso de su método de creación por Internet. No aparecerá él, pero sí la evolución de sus textos en word, será como estar observando a un autor por encima del hombro".
Giordano es el más reconocido de sus alumnos a nivel internacional. Pero no quien, a juicio de Baricco, más talento tenía. "El éxito es algo extraño. En la historia de la escuela ha habido casos de gran talento, alumnos capaces de escribir grandes libros, otros de hacerlos buenos y el resto normales. Los chicos con mayores aptitudes fueron dos que finalmente acabaron de manera distinta: uno como camarero y otro abogado en el bufete familiar. Para escribir buenos libros no sólo basta el talento, necesitas determinación", asegura Baricco.
O suerte para caer en según qué épocas. Para el autor de Seda, esta presente es una oportunidad. "Yo se lo digo a los alumnos, vivimos la época más difícil que nos ha tocado desde que nací, es una gran suerte para los creadores". El arte nace del conflicto y de eso se ocuparán los alumnos y profesores de este centro de Turín que reabre renovado en octubre con plazas para 200 alumnos en una nueva etapa en la que se unen los esfuerzos del escritor y la editorial Feltrinelli en un proyecto común.


Alessandro Barico / el hombre que reescribía a Carver

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Raymond Carver según Rob Stolzer
Alessandro Barico
EL HOMBRE QUE REESCRIBÍA A CARVER 

Raymond Carver es conocido como el padre del "realismo sucio'' y el modelo de novelas como American Psycho. Pero, ¿qué tiene que ver Carver con sus cuentos? La demoledora pesquisa de Baricco demuestra que el editor de Raymond tuvo más tino que el autor: Gordon Lish no sólo eliminó casi el cincuenta por ciento del texto original, sino que creó un estilo.

Bloomington (Indiana). Todo empezó hace unos meses, en agosto. Compro el New York Times y en la portada del Magazine encuentro un bellísimo retrato de Raymond Carver. Ojos fijos en el objetivo y expresión impenetrable, exactamente como sus cuentos. Abro la revista y encuentro un largo artículo firmado por D.T. Max. Decía cosas curiosas. Decía que desde hace varios años circula un rumor a propósito de Carver: que sus memorables cuentos no los escribió él; los escribía, pero su editor los corregía radicalmente haciéndolos casi irreconocibles.
El artículo decía que este editor se llamaba Gordon Lish, más bien se llama, porque todavía vive, aunque de esa historia no hable con gusto. Luego el articulista dice que tuvo la curiosidad de saber qué había de verdad en esta especie de leyenda metropolitana.
Así que fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. Fue y revisó. Y se quedó pasmado. De una manera muy americana, tomó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor Gordon Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos. ¿Nada mal, verdad?
Puesto que Carver no es un escritor cualquiera, sino uno de los máximos modelos literarios de los últimos veinte años, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había sólo un modo de averiguarlo. Ir y cerciorarse. Así que fui e investigué. Bloomington realmente existe, es una pequeña ciudad universitaria perdida en medio de kilómetros de trigo y silos. Muchos estudiantes y, en el cine, Benigni. Todo normal. También la biblioteca existe. Se llama Lilly Library y está especializada en manuscritos, primeras ediciones y otros preciosísimos objetos fetichistas de este tipo. Si estuvieras en Europa deberías dejar como rehén a un pariente, entregar kilos de cartas de presentación, y esperar con paciencia. Pero allí es Norteamérica. Das un documento, te sonríen, te explican el reglamento y te desean buen trabajo (en casos como estos yo oscilo entre dos pensamientos: ``Son así y sin embargo matan a la gente en la silla eléctrica'' y ``Son así y por eso matan a la gente en la silla eléctrica''). Me senté, pedí el archivo Gordon Lish y me llegó una enorme caja para mudanzas, llena de folders muy ordenados. En cada folder, un cuento de Carver: el escrito original con las correcciones de Gordon Lish.
Con las condiciones de no usar bolígrafo, de tener los codos sobre la mesa y pasar las páginas una por una, podía tocar y mirar. Formidable. Me fui directo al más bello (según yo), de los cuentos de Carver: Diles a las mujeres que salimos. Un artilugio casi perfecto. Una lección. Tomé el folder, lo abrí. Me repetí que debía tener los codos sobre la mesa, e inicié la lectura.
Cosa de no creerse, amigos.
Ese cuento lo escogió Altman para su América hoy. También le gustaba a él. Ocho paginitas y una trama muy sencilla. Están Bill y Jerry, amigos de corazón desde la primaria. De los que compran el coche a medias y se enamoran de la misma muchacha. Crecen. Bill se casa. Jerry se casa. Nacen niños. Bill trabaja en el ramo de la gran distribución. Jerry es subdirector de un supermercado. El domingo, todos van a casa de Jerry que tiene una piscina de plástico y el asador de carne. Norteamericanos normales, vidas normales, destinos normales. Un domingo, después de la comida, con las mujeres arreglando la cocina y los niños en la piscina echando relajo, Jerry y Bill toman el coche y van a dar una vuelta. En el camino encuentran a dos muchachas en bicicleta. Se acercan con el coche y se hacen los graciosos. Las muchachas se ríen y no los toman en cuenta. Bill y Jerry se van. Luego regresan. No que sepan bien qué hacer. En cierto momento las muchachas dejan las bicicletas y toman el sendero del campo. Bill y Jerry las siguen. Bill, un poco desalentado, se para. Prende un cigarro. Aquí termina el cuento. últimas cuatro líneas: ``No entendió nunca lo que quería Jerry. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego sobre la que debería ser de Bill.'' Fin.
Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortífero. Un médico en su millonésima autopsia manifestaría mayor emoción. Carver puro. Un final fulminante y una última frase perfecta, cortada como un diamante, simplemente exacta, y helada. Aquella idea de despiadada velocidad, y aquel tipo de mirada impersonal hasta lo inhumano, se han vuelto un modelo, casi un tótem. Escribir, después de que Carver escribió aquel final, ya no es lo mismo.
Bien, y ahora una noticia. Aquel final no lo escribió él. La última frase -esta espléndida, totémica frase- es de Gordon Lish. En realidad, en su lugar Carver había escrito seis cuartillas, digo seis: tiradas a la papelera por Gordon. Leerlas causa cierto efecto. Carver lo narra todo, todo aquello que en la versión corregida desaparece en la nada dando al cuento aquel tono formidable, de ferocidad lunar. Carver sigue a Jerry por la colina, narra largamente la persecución a una de las dos muchachas, narra que Jerry la viola y luego se levanta, queda como atontado y se va, pero regresa y amenaza a la muchacha; quiere que no diga nada de lo que pasó. Ella lo único que hace es pasarse las manos por el pelo y decir ``vete'', sólo esto. Jerry continúa amenazándola, ella no dice nada, y entonces la golpea con el puño, ella trata de huir, él toma una piedra y la golpea en la cara (``sintió el ruido de los dientes y de los huesos al quebrantarse''), se aleja, luego regresa, ella está todavía viva y se pone a gritar, él toma otra piedra y la acaba. Todo en seis cuartillas: lo que significa: ninguna prolijidad pero también ninguna prisa. Con ganas de narrar, no de ocultar.
Sorprendente, ¿verdad? Todavía más es leer el final, es decir, las últimas líneas. ¿Qué puso el frío, inhumano, cínico Carver, al final de esta historia? Esta escena: Bill llega a la cima de la colina y ve a Jerry de pie, inmóvil, y cerca de él el cuerpo de la muchacha. Quiere huir pero apenas puede moverse. Las montañas y las sombras, a su alrededor, le parecen un encantamiento obscuro que lo aprisiona. Piensa irracionalmente que quizás bajando de nuevo hasta la calle y ocultando una de las dos bicicletas, todo se borraría y la muchacha dejaría de estar allí. Ultimas líneas: ``Pero Jerry estaba ahora de pie frente él, desaparecido en su vestimenta como si los huesos lo hubieran abandonado. Bill sintió la terrible cercanía de sus dos cuerpos, a la distancia de un brazo, incluso menos. Luego la cabeza de Jerry cayó sobre su espalda. Levantó una mano y, como si la distancia que ahora los separaba, ameritara por lo menos eso, se puso a golpear a Jerry, afectuosamente, sobre la espalda, rompiendo a llorar.'' Fin.
Adiós, Mister Carver.
Ahora bien, la curiosidad no es la de entender si es más bello el cuento tal como lo escribió Carver o como salió de la tijera de Gordon Lish. Lo interesante es descubrir, bajo las correcciones, el mundo original de Carver. Es como llevar a la luz un cuadro sobre el cual alguien ha pintado después otra cosa. Usas un solvente y descubres mundos ocultos. Una vez empezado es difícil detenerse. De hecho no me detuve.
Diles a las mujeres que salimos es la obra maestra que es porque realiza a la perfección un modelo de historia que luego tendría en los herederos más o menos directos de Carver una atracción muy fuerte. Lo que se narra allí es una violencia que nace, sin explicaciones aparentes, en un terreno de absoluta normalidad. Entre más violento y sin motivo es el gesto y quien lo cumple es una persona absolutamente ordinaria, más aquel modelo de historia se vuelve paradigma del mundo y esbozo de una revelación inquietante sobre la realidad. Demasiado inquietante y fascinador, para que no sea tomado en serio. Todos los muchachos bien que, en tanta literatura reciente, buena y menos buena, matan de la manera más feroz y sin ninguna razón, nacen de allí. Pero si se usa el solvente, se descubre una cosa curiosa. Carver nunca pensó en Jerry como en alguien realmente normal, como un norteamericano ordinario, como uno de nosotros. Bill sí lo es, pero Jerry no. Y la narración siembra acá y allá pequeños y grandes indicios. Hablan de un muchacho que perdía su trabajo porque ``no era el tipo a quien le gusta que se le diga lo que debe hacer''. Hablan de un muchacho que en la boda de Bill se emborracha y se pone a cortejar de manera pesada a las dos madrinas de la esposa, y luego va a buscar pelea con los empleados del hotel. Y en el coche, aquel famoso domingo, cuando ven a las dos muchachas, el diálogo carveriano original es más bien duro:
(Jerry) ``Vamos. Probemos.''
(Bill) ``¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Además, son demasiado jóvenes, ¿no?''
``Bastante viejas para sangrar, bastante viejas para ¿conoces el dicho, no?''
``Sí, pero no sé''
``¡Cristo!, sólo debemos divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato''
Es bastante para que el lector sienta de entrada un hedor de violencia y tragedia. Y cuando la tragedia llega abarca seis páginas y es construida paso a paso, explicada paso a paso, con una lógica que hiela, pero que es una lógica en la que cada peldaño es necesario y todo al final parece casi natural. Todo viene a la mente menos un teorema que describe la violencia como un repentino segmento enloquecido de la normalidad. La violencia allí es más bien el resultado del comportamiento de toda una vida.
Sólo que Gordon Lish borró todo. Ni qué decirlo, tenía talento. Hasta en los más pequeños indicios, quita a Jerry su pasado, incluidos los últimos minutos del asesinato. Quiere que la tragedia, congelada, esté puesta sobre la mesa en las últimas cuatro líneas. Nada de anticipaciones, please. Se perdería el efecto. Resultado: de allí nace American Psycho. Pero Carver, él, ¿qué tiene que ver?
¿Puedo permitirme una nota más técnica? Bien. Carver es grande también por ciertos estilemas que, quizá sin que el lector se dé cuenta, construyen de manera subterránea aquella mirada mortífera por la cual se ha vuelto famoso. Trucos técnicos. Por ejemplo los diálogos. Muy secos. Acompasados por aquel extenuante y obsesivo ``dijo'' que, en la prosa, termina volviéndose una especie de batería que da el tiempo, con exactitud implacable. Un ejemplo: exactamente el diálogo citado arriba entre Bill y Jerry, en el coche. En la edición oficial es un bello ejemplo de estilo carveriano:
``Mira allá'', dijo Jerry, moderando la marcha. ``A ésas me las echaría con ganas.''
Jerry continuó más o menos por un kilómetro y luego se paró. ``Volvamos atrás'', dijo. ``Probemos.''
``¡Cristo!'', dijo Bill. ``No sé.''
``Yo me las echaría'', dijo Jerry.
Bill dijo: ``Sí, pero yo no sé.''
``¡Oh, Cristo!'', dijo Jerry.
Bill dio una mirada al reloj y luego miró alrededor. Dijo: ``¿Les hablas tú? Yo estoy enmohecido.''
Limpio, veloz, rítmico, ni una palabra de más. Como un bisturí. Pero es la versión de Gordon Lish. El diálogo escrito originalmente por Carver suena diferente:
``¡Mira allá!'', dijo Jerry moderando la marcha. ``Podría hacer algo con aquellas cosas.''
Continuó por el camino, pero los dos voltearon. Las dos muchachas los miraron y se echaron a reír, continuando a pedalear en la orilla de la calle.
Jerry avanzó otra milla, después se paró en una placita. ``Regresemos. Probemos.''
``¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Y además, ¿son demasiado jóvenes, no?''
``Bastante viejas como para sangrar, bastante viejas para... ¿Conoces el dicho, no?''
``Sí, pero no sé.''
``¡Cristo!, tenemos sólo que divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato''
``Claro.'' Dio una mirada al reloj y luego al cielo. ``Habla tú.''
``¿Yo? Yo estoy manejando. Háblales tú. Además están del lado tuyo.''
``No sé, estoy un poco enmohecido.''
¿Sutilezas? No tanto. Si uno construye buques petroleros, no les checa los tornillos. Pero si hace relojes, sí. Carver era un relojero. Trabajaba hasta en lo más mínimo. El detalle es todo. Además, las palabras de un diálogo son como pequeños ladrillos: si cambias uno no pasa nada, pero si continúas cambiando, al final te encuentras con una casa diferente. ¿Dónde acabó el mítico ``dijo''? ¿Dónde acabó la batería? ¿Y la regla del nunca una palabra de más? ¿Dónde acabó aquel que llamamos Carver?
Para la crónica: conté los ``dijo'' añadidos por Gordon Lish al texto de Carver en aquel cuento. Treinta y siete. En doce cuartillas de las que casi la mitad no son diálogos y por tanto no cuentan. Trabajaba fino Gordon Lish, nada que objetar.
Fin de la nota técnica. No del artículo, porque tengo todavía un ejemplo. Colosal.
El último cuento de la colección De qué hablamos cuando hablamos del amor es brevísimo: cuatro páginas. Se titula ``Todavía una cosa''. Formidable, por lo que yo entiendo. Una sacudida eléctrica. Es una pelea. Por un lado, un marido borracho. Por el otro, la esposa con una hija jovencita. La mujer no puede más y le grita al marido que desaparezca para siempre. El dice algo. Se gritan cosas. Casi no hay acción, sólo voces que exhalan miseria, y dolor, y rabia, rumiando odio al ritmo de los obsesivos ``dijo''. Lo que te tiene con la respiración en suspenso es que todo está en vilo sobre la tragedia. La violencia del marido parece que está por explotar. Es una bomba encendida. Hay un instante en que todo se vuelve casi insoportablemente filoso. El lanza un tarro contra una ventana. Ella le dice a la hija que llame a la policía. Pero lo que pasa luego es que él dice: ``Está bien, me voy'' y va a su cuarto a hacer la maleta. Regresa a la sala. La mecha de la bomba parece siempre más corta. Ultimos compases, de odio puro. El marido ya está en el umbral. Dice: ``Sólo quiero decir una cosa.'' Punto y aparte. Ultima frase: ``Pero luego no logró pensar lo que podía ser.'' Fin.
Es el clásico Carver. Miserias de una humanidad desarmada y sin palabras. Nada sucede y todo podría suceder. Final mudo. El mundo es una tragedia estática.
En la Lilly Library tomé el escrito de Carver. Lo leí. Llegué hasta el final. El marido está en el umbral. Se voltea y dice: ``Sólo quiero decir una cosa.'' Bien. ¿Saben qué pasa? Allí, en aquel escrito, lo dice. Y como si no bastara, ¿saben qué dice? Aquí está:
``Escucha, Maxine. Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti, Bea. Las amo a las dos.'' Se quedó de pie en el umbral y sintió que los labios le empezaban a temblar mientras las miraba en la que, pensó, sería la última vez. ``Adiós'', dijo.
``A esto tú llamas amor'', dijo Maxine y soltó la mano de Bea. Cerró la suya en un puño. Luego sacudió la cabeza y hundió sus manos en las bolsas. Lo miró y dejó caer la mirada, cerca de los zapatos de él. A él le vino a la mente, como en un shock, que iba a recordar para siempre aquella tarde, y a ella parada de aquel modo. Era horrible pensar que en todos los años venideros ella iba a ser para él aquella mujer indescifrable, una figura muda metida en un traje largo, de pie en el centro del cuarto, con los ojos mirando al suelo.
``Maxine, gritó. ``¡Maxine!''
``¿A esto lo llamas amor?'', dijo ella, levantando los ojos y mirándolo. Sus ojos eran terribles y profundos, y él los miró, todo el tiempo que pudo.
Leí y releí este final. ¿No es extraordinario? Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con Godot que efectivamente llega, y dice cosas sentimentales, o sólo sensatas. Es como descubrir que en la versión original de Los novios, Lucía echa a Renzo y termina con un discurso anticlerical. No sé.
Le dice ``Te amo'', ¿entienden? Aquel silencio suyo en el umbral de su casa parecía la última estación de la humanidad y de la esperanza. Y sólo era un hombre que retomaba el aliento, con el corazón despedazado, para encontrar la forma de decir a la mujer que la ama, que a pesar de todo la ama. No es el silencio del desierto del alma. Sólo tenía que tomar aliento. Encontrar el valor. Todo eso.
Los Apocalipsis no son como los de antes.
El artículo en el Magazine del New York Times reconstruía el caso, y luego entrevistaba a unos ``addetti ai lavori'' (especialistas), preguntándose con qué derecho el trabajo del editor se sobrepone al trabajo del autor y, naturalmente, si todo eso redimensiona o no la figura de Carver. Por cierto, el problema es interesante, y también en Italia podría tomarse como pretexto para volver a reflexionar sobre la figura de los editores y hasta para descubrir alguna sabrosa intriga del país. Pero otro es el punto que me parece más interesante. Descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea es un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que el mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo tenía el antídoto contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero después, entre líneas y sobre todo en los finales, la cuestionaba, la apagaba. Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O dice te amo. Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish tuvo que intuir, por el contrario, que la visión pura y simple de aquellos desiertos helados era lo que aquel hombre tenía de revolucionario. Y era lo que los lectores tenían ganas de que se les narrara. Borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?
El último día, en la Lilly Library, me releí de corrido los dos cuentos en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera distinta, pero bellísimos. ¿Saben qué había de diferente? Que al final tú estabas de parte de Jerry y del marido borracho. Hay compasión por ellos y una comprensión de ellos, que logra la acrobacia insensata de hacerte sentir de parte del malo. Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero en el original era distinto. Era un escritor que buscaba desesperadamente hallar el revés humano del mal, demostrar que el mal es inevitable; dentro de él hay un sufrimiento y un dolor que son el refugio de lo humano -el rescate de lo humano- en el paisaje glacial de la vida. Debía saber bastante de personajes negativos. El era un personaje negativo. Hasta me parece natural, ahora, pensar que haya buscado obsesivamente hacer aquello y nada más que aquello: rescatar a los malos. En el último cuento, el de la pelea, Gordon Lish cortó casi todas las palabras de la hija, y aquellas palabras son afectuosas, son las palabras de una muchachita que no quiere perder a su padre, y que lo ama. Ahora me parecen la voz de Carver. Y, en cierto momento, hay una parte, siempre cortada por Lish, en la que el padre mira a aquella muchachita, y lo que dice es de una tristeza y de una dulzura inmensas: "Tesoro, me duele. Me encolericé. Olvídame, ¿quieres? ¿Me olvidarás?''
No sé. Se necesitaría ver todos los otros cuentos, estudiarlos seriamente. Pero regresé con la idea de que aquel hombre, Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los verdugos. ¿Si así fuera, no residiría en esto su grandeza?

Traducción de Annunziata Rossi
Tomado de La Republica
La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999

Rammstein / Mutter / Una canción que no es de amor / Triunfo Arciniegas

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Triunfo Arciniegas
UNA CANCIÓN QUE NO ES DE AMOR
Es una canción extraña y conmovedora. No es sobre la madre sino sobre su ausencia, el pozo donde caemos cada vez más profundo. Y no es una canción de amor sino de odio y frustración, sobre un mundo donde los besos son cuchillos, donde uno muere desangrado, abandonado, como un animal. El dolor que atraviesa a “Mutter” la vuelve hiriente, aunque no repulsiva. La aparente dulzura de la voz de Till Lindemann no es más que un grito amordazado.
Tal vez una mejor traducción nos brinde un mayor entendimiento de este oscuro y rencoroso mundo. Conocemos la orfandad y  el desamparo, asuntos de todo ser humano, pero tenemos diversas maneras de sobrellevar estas cargas, estos sobresaltos, este doloroso ejercicio de vivir.

Pamplona, 2012


Rammstein
MUTTER

DIE TRÄNEN GREISER KINDERSCHAR
ICH ZIEH SIE AUF EIN WEISSES HAAR
WERF IN DIE LUFT DIE NASSE KETTE
UND WÜNSCH MIR DASS ICH EINE MUTTER HÄTTE

KEINE SONNE DIE MIR SCHEINT
KEINE BRUST HAT MILCH GEWEINT
IN MEINER KEHLE STECKT EIN SCHLAUCH
HAB KEINEN NABEL AUF DEM BAUCH

MUTTER...

ICH DURFTE KEINE NIPPEL LECKEN
UND KEINE FALTE ZUM VERSTECKEN
NIEMAND GAB MIR EINEN NAMEN
GEZEUGT IN HAST UND OHNE SAMEN

DER MUTTER DIE MICH NIE GEBOREN
HAB ICH HEUTE NACHT GESCHWOREN
ICH WERD IHR EINE KRANKHEIT SCHENKEN
UND SIE DANACH IM FLUSS VERSENKEN

MUTTER...

IN IHREN LUNGEN WOHNT EIN AAL
AUF MEINER STIRN EIN MUTTERMAL
ENTFERNE ES MIT MESSERS KUSS
AUCH WENN ICH DARAN STERBEN MUSS

MUTTER...

IN IHREN LUNGEN WOHNT EIN AAL
AUF MEINER STIRN EIN MUTTERMAL
ENTFERNE ES MIT MESSERS KUSS
AUCH WENN ICH VERBLUTEN MUSS

MUTTER...
OH GIB MIR KRAFT.


Rammstein
MADRE

LAS LÁGRIMAS DE UN EJÉRCITO DE NIÑOS
LAS ESPARZO SOBRE UN CABELLO BLANCO
LANZO AL AIRE EL CORDÓN MOJADO
Y DESEARÍA TENER UNA MADRE
SIN SOL QUE BRILLE
NINGÚN PECHO HA LLORADO LECHE
EN MI CUELLO HAY UN TUBO
Y UN OMBLIGO ME FALTA

MADRE

NO ME DEJARON SORBER LOS PEZONES
NI GUARDAR LAS IMPERFECCIONES
NADIE ME DIO UN NOMBRE
CONCEBIDO SIN AMOR NI SEMEN
A LA MADRE QUE NUNCA ME DIO A LUZ
LE HE DESEADO ESTA NOCHE
UNA ENFERMEDAD COMO REGALO
Y DESPUÉS LA AHOGARÉ EN EL RÍO

MADRE

EN SUS PULMONES VIVE UN MAMÍFERO
EN MI FRENTE UN LUNAR
LO ELIMINO CON EL BESO DE UN CUCHILLO
AUNQUE POR ELLO TENGA QUE MORIR
AUNQUE POR ELLO ME TENGA QUE DESANGRAR

MADRE

EN SUS PULMONES VIVE UN MAMÍFERO
EN MI FRENTE UN LUNAR
LO ELIMINO CON EL BESO DE UN CUCHILLO
AUNQUE POR ELLO TENGA QUE MORIR
AUNQUE POR ELLO ME TENGA QUE DESANGRAR

MADRE DAME FUERZA



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