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García Márquez / La primera entrevista

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La primera entrevista 

que concedió Gabriel García Márquez


Por Gloria Agudelo Molina



 |
1:49 p.m. | 25 de Abril del 2014

Con una nota suplementaria sobre 'LA HOJARASCA' de Hernando Valencia Goelkel

El hallazgo de la primera entrevista que dio en su vida el escritor Gabriel García Márquez ha tenido lugar dentro de un marco específico. Para situar la producción cultural en Colombia entre 1947 y 1957, la investigación partió de una tesis sobre los efectos de un proceso general de bloqueo o represamiento de la modernización cultural. Esa tesis central planteada en el seminario de Literatura Colombiana del profesor visitante Carlos Rincón de la Fundación Herder-DAAD, fue especificada para el sistema de las artes y un sector de la literatura como búsqueda de innovación para responder a ese bloqueo.

Gabriel García Márquez hizo su propuesta de innovación en un artículo de la prensa local barranquillera. Fue publicado por el periódico El Heraldo el 20 de abril de 1950. Cinco años después apareció en Bogotá la realización de esa propuesta de innovación, su novela La Hojarasca. Título escrito así, con esas dos mayúsculas.
En los estudios sobre Gabriel García Márquez después del éxito mundial de Cien años de soledad se han investigado distintos aspectos de La Hojarasca. En la constitución del texto ha sido establecida la importancia intertextual de Sófocles, Nathaniel Hawthorne, William Faulkner y la importancia intermedial de la legendaria película Rashomon, (1950) del director Akira Kurosawa. Los estudios sobre interdiscursividad han relacionado indirectamente La Hojarasca con la cuestión de la violencia en Colombia.
Un tema que hasta ahora permaneció casi sin que nadie lo haya abordado es la recepción de la novela. Ese es el tema que he comenzado a investigar en relación con el bloqueo de la modernización y las propuestas de innovación. Esperaba encontrar materiales interesantes sobre La Hojarasca en suplementos y revistas de Bogotá y de la costa Atlántica. Bogotá era el lugar de trabajo de Gabriel García Márquez como periodista del El Espectador. Cartagena y Barranquilla habían sido los sitios de su actividad en La Universal y El Heraldo. En esa última ciudad vivían literatos y artistas amigos suyos. Fuera de la reseña de Jorge Gaitán Durán en Mito, no hubo en esas ciudades ningún aporte de importancia en el momento en que apareció La Hojarasca.
En cambio, en publicaciones de Cali y en Medellín encontré inesperadamente reacciones muy apasionadas o muy interesadas. Un literato de Cali con el seudónimo de “Ariete” decía: “Es penosa la pobreza, en que se encuentra la intelectualidad colombiana […] Los últimos concursos para obras de historias, novelas, ensayos, etc. (lo demuestran) […] los premios han recaído en adocenados libracos como uno llamado La Hojarasca en donde la escasez de materiales, hace que en cada capítulo se repitan impertinentes las palabras […] No hay derecho para que una novelilla de tan ninguna reciedumbre sea calificada como la última palabra” (El Colombiano, 25 de Septiembre de 1955)
Es esa la reacción más negativa frente a la aparición de La Hojarasca. En cambio en la revista de La Universidad de Antioquia se publicó la reseña más inteligente sobre la novela de García Márquez. (2)
Es sobre todo la más entusiasta. Alonso Ángel Restrepo decía ni más ni menos que La Hojarasca dividía en dos la historia de la novela en Colombia: “Consideramos, con profunda convicción, que “La Hojarasca” dividirá la historia de nuestra novelística en dos etapas: la anterior a esta obra y la que le seguirá. Por qué, se nos preguntará. Y respondemos desde ahora que antes de la novela de García Márquez la novelística colombiana deambulaba por cauces y senderos nada definidos, sin orientaciones que acusaran una tendencia actual, sin técnica como la que exige este género, arduo como ninguno, en los tiempos que corren, tiempos en los que la noción de realidad es diferente, radicalmente, a la que imperaba en la novelística del siglo XIX a la que siempre se acude cuando se quiere hablar de este género, por consiguiente la de aquel siglo la más meritoria y sobresaliente que se ha escrito” (Alonso Ángel Restrepo, Revista Universidad de Antioquia) Había según Restrepo un antes y un después de La Hojarasca en toda la historia de la novela en Colombia. De la misma manera que había en la historia de la novela –este es comentario mío- un antes y un después de Proust, Joyce, Kafka y otras figuras como Virginia Woolf y William Faulkner, el maestro de los Faulknerianos latinoamericanos como Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo y el novelista de La Hojarasca. Lo más interesante del entusiasmo de Restrepo es que parece un frenesí compartido. En la sección Tertulias del suplemento literario del periódico El Colombiano se publicó esta noticia: “Los primeros ejemplares llegados a Medellín de la novela La Hojarasca (tiraje 4 mil de Gabriel García Márquez, se agotaron rápidamente. El prestigioso y joven autor se propone visitar pronto a esta ciudad. Algunos de sus amigos le ofrecerán varios homenajes de simpatía y felicitación”. (El Colombiano, 19 de junio de 1955)
Unas semanas después el mismo suplemento de El Colombiano publicó no una, sino dos notas sobre La Hojarasca. Una estaba firmada por Hernando Valencia Goelkel, cofundador de la revista Mito1 y la otra por uno de los principales animadores del suplemento de El Colombiano, el mismo Alonso Ángel Restrepo. Aparecieron el 29 de Mayo y el 19 de Junio de 1955 respectivamente. La primera de estas publicaciones fue acompañada, con un perfil hecho por el artista plástico que ilustraba el suplemento con la firma “Rivera”. (1)
Ese fue el marco de la entrevista realizada en Medellín en la semana anterior, aparecida el 29 de Junio de 1955. Fue publicada a tres columnas con un retrato fotográfico de Carvajal. Esto quiere decir que la primera entrevista de García Márquez en su vida de escritor fue dada a un órgano periodístico colombiano poco antes de que el narrador y periodista saliera del país para ir a Ginebra a cubrir la conferencia de los Cuatro grandes, y con la intención de formarse como director (no guionista) de cine. Esa fue una decisión del El Espectador después de las revelaciones indirectas sobre contrabando de las fuerzas armadas que había hecho Gabriel García Márquez en su exitosísima serie de crónicas sobre el naufragio y supervivencia del marinero Luis Alejandro Velasco. En las memorias Vivir para contarla (2002), vinculó la entrevista con el deslizamiento de tierras conocido como la tragedia de La Media Luna. Perecieron en esa localidad, en la carretera a Rionegro, 74 personas. Es muy interesante que la próxima novela que anunciaba Gabriel García Márquez tuviera en ese tiempo un título en donde resuenan los juegos con el tiempo de William Faulkner y con las cifras de Nathaniel Hawthorne.
Esta primera entrevista de García Márquez, publicada originalmente en El Colombiano de Medellín, se hundió por completo en el hueco negro del archivo de ese periódico y de las contadísimas hemerotecas en que se colecciona. Fue necesario un gran acontecimiento, la publicación de las memorias del Nobel de literatura 1983, escritor clave del siglo XX, para que salieran a flote huellas de la existencia de esa entrevista. Más de medio siglo después de haber sido hecha, con ayuda de las posibilidades ofrecidas por la revolución medial que significó el uso civil de Internet. El Colombiano incluyó noticia de la existencia de la entrevista y reprodujo trece renglones de ella. 2 Esa noticia parece haber pasado completamente desapercibida a los integrantes de la comunidad internacional de investigadores de la obra, la vida y la recepción de García Márquez. Sepultada quedó en el hueco negro de la imborrable memoria de la red. Una traducción aproximada del lema de Picasso, otro de los creadores artísticos máximos del siglo XX, sería: “Yo no busco, encuentro”. Un posible lema para el historiador literario que inicia la tarea prescrita por Foucault (“Hay que leerse todo el archivo”), podría decir: con hipótesis bien fundamentadas, buena dirección, paciencia y ayuda de la diosa Fortuna, se encuentra lo que se busca y mucho más. Yo encontré primero la nota de Valencia Goelkel y después hallé la entrevista de García Márquez, que cambia lo establecido hasta ahora acerca de la etapa inicial del escritor. Únicamente después de tener las páginas del suplemento de El Colombiano bajo la blanquecina de las lámparas de hemeroteca, extraje la noticia y las trece líneas de la red. Se incluyen aquí por primera vez después de cincuenta y ocho años, el texto integral, sin retoques de la entrevista de Gabriel García Márquez con Alonso Ángel Restrepo, el perfil dibujado por Rivera que se publicó el 19 de julio de 1955 y el comentario de Hernando Valencia Goelkel publicado el 29 de Mayo de 1955. (2)

Primera edición de La hojarasca
UN NOVELISTA QUE QUIERE SEGUIR ESCRIBIENDO NOVELAS
Reportaje con el autor de La Hojarasca, Gabriel García Márquez
Por Alonso Ángel Restrepo, para El Colombiano Literario
El nombre Gabriel García Márquez seguramente es conocido ya hasta de los lectores de diarios que nunca toman entre sus manos novela alguna. La publicación de La Hojarasca, obra que ha despertado los más elogiosos comentarios de la crítica, ha sido noticia que los periódicos han registrado con viva complacencia, como corresponde a un éxito literario que, en muchos meses, no se había presentado en nuestro país. Creemos, como lo dijéramos al comentarla para la sección bibliográfica de este suplemento, que dividirá la historia novelística en dos partes: la anterior a La Hojarasca y la que le seguirá. Tal es su trascendencia.
Cuando supimos que se hallaba en Medellín, en viaje relacionado con sus funciones periodísticas - García Márquez hace parte del personal de planta de El Espectador, para el cual redactó las impresiones del marino Velasco, con tanto interés leídas por el público en una serie de crónicas con inconfundible estilo novelístico- no resistimos la tentación de entrevistarlo, con el fin de preguntarle sobre algunos aspectos de su vida literaria, sus aficiones, sus lecturas.
Telefónicamente le solicitamos recibirnos y fue así como, en cumplimiento de nuestros propósitos, estrechamos la mano del autor de La Hojarasca, a las siete de la noche, cuando se despedía en el hall del hotel Nutibara del ciclista Ramón Hoyos, con quien hasta pocos minutos antes dialogara allí, posiblemente a causa de la misión que a García Márquez le encomendara El Espectador.
Gabriel García Márquez cordial y sencillo, nos invitó a subir con él a su apartamento del octavo piso. Ya instalados en él. Tras quitarse la chaqueta y aflojar el nudo de su corbata, se dispuso a respondernos.
UNA NOVELA DENTRO DE OTRA
-Hemos leído que usted gastó cinco años en la preparación de La Hojarasca -le decimos. Es cierto?
-Es cierto y no es cierto... Empecé a escribir una novela en 1950. No era La Hojarasca que ahora está publicada. En los años inmediatamente anteriores a 1950 yo estaba escribiendo una novela que llamé La Casa. Se trata en ella de hacer algo así como una historia, diríamos biográfica, de una casa, a través de las generaciones que en ella habitan, porque es claro que la casa sola, sin moradores, no era tema que se prestara para desarrollarlo. Sin embargo, en esa novela inicial, quería que la casa fuera el personaje principal, y los habitantes de ella eran algo así como los “motores”, los que infundían acción a la obra en la que se narraba la vida de aquella casa... Resultó que ya llevaba escritas muchas cuartillas y calculaba que aquel libro tenía aproximadamente setecientas u ochocientas páginas de ser publicado... Resolví seleccionar... Descarté cerca de trescientas o cuatrocientas hojas... Cuando me dedicaba a rehacer las que dejara para la novela, me hallé de repente con un tema, dentro del asunto original, tema que me pareció podría desarrollarse independientemente en forma que sería otra novela distinta a ese inicial. Y me entregué a desarrollar este asunto. Cuando puse manos a la obra tenía pensado que el niño de La Hojarasca fuera el único que en monólogos contara la historia de la novela, sin embargo, al escribir, necesité de otro personaje, la madre del niño y posteriormente de otro que es el coronel de la obra... Esto explica el número de personajes, tres, que tiene la novela, si dejamos de considerar al ahorcado, el doctor que aparece en los monólogos de los mencionados... Por esto creo que pueda llamar la técnica de La Hojarasca espontánea; es decir, fue saliendo a medida de que yo iba escribiendo la obra, puesto que no elaboré plan de ella con anterioridad... Claro está que yo buscaba una técnica parecida a la de Faulkner en su obra ‘Mientras agonizo’, pues allí él hace que sus personajes, numerosos, se expresen en monólogos interiores si bien, y debido quizá al número de personajes, para que el lector no se pierda al leer esa novela, menciona el nombre de cada cual antes de que empiece a monologar...
Se ha estado expresando con claridad, en tono cordial, convincente. Hemos encendido cigarrillos y él pide por teléfono que está sobre su mesa de luz, que envíen algunas bebidas. Mientras vierte su CocaCola en el vaso, comenta: -Yo no tomo licor sino cada siete años...!
Y continúa, mientras apura el líquido: -Me ha producido sorpresa la comprobación de que, no obstante la tendencia moderna de mi novela, cualquier lector está capacitado para comprenderla y captar sus matices... Ha resultado interesante la experiencia; en la actualidad espero que la lea un mensajero de El Espectador para conocer sus puntos de vista, y me agradaría mucho saber que opinan de ella los choferes, los lustrabotas, los vendedores de lotería... Creo que es una obra que puede ser gustada por el público... que será popular y que, por consiguiente, servirá para demostrar que la novela contemporánea puede llegar a las masas... Cualquier lector podrá observar en La Hojarasca que en los primeros capítulos hay más interés del autor en guiarlo a través de los monólogos en la tarea de que no le sea difícil identificar al personaje que en determinado momento está monologado... Al final de la obra ya el autor deja al lector que él mismo, por sus propios medios, indague la identidad de cada uno de los personajes de ella.
-Cuánto tiempo tardó en escribir La Hojarasca?
-Un año aproximadamente. Claro está que no incluyo mis anteriores esfuerzos, es decir aquellos a que ya me he referido, y de los cuales surgió la idea original... Pero, en ese año en que la escribí, año que transcurrió para mí en forma en que apenas si sé que aproximadamente la mitad de ese tiempo estuve en Barranquilla y la otra mitad en Cartagena, deambulaba yo por todos los pueblos de aquel litoral, incluso por los de la Guajira: aun cuando yo no supiera dónde tenía mi equipaje, siempre sabía dónde conservaba los originales de la obra que estaba escribiendo... Terminé de escribirla y fue enviada a la Editorial Losada de Buenos Aires junto con ‘El Cristo de Espaldas’ de Caballero Calderón, para seleccionar una de las dos con el fin de ser publicada. Escogieron la de Caballero y después de que los originales de La Hojarasca estuvieron casi durante ocho meses en la Argentina, me fueron devueltos con una nota en la que se me comunicaba que mi obra exigía un gran esfuerzo de los lectores para comprenderla, y que ese esfuerzo no se compadecía con la calidad literaria de la novela... La Hojarasca que fue a Buenos Aires tenía tres partes; era más extensa, tal vez el doble de la que he publicado. Cuando me fue devuelta por Editorial Losada, me pareció que no tenía unidad, que habría necesidad de rehacerla... Suprimí la tercera parte, eliminé aquí, agregue allá, en fin, que le cambié el aspecto completamente... Finalmente, cuando entré en conversaciones para la impresión de la novela en Bogotá, ya en momentos en que me dirigía a entregar los originales, sentí deseos de suprimirle más todavía... Pedí una semana de espera y eliminé cien hojas más... Comprendí entonces como, durante los cinco años que debieron transcurrir para preparar aquella novela, yo había estado confundiendo lo que era faltar con sobrar... Ahí es necesario escribir mucho, suprimir, corregir, despedazar muchas cuartillas, para que finalmente uno pueda llevar al editor unas pocas páginas...! De ahí que quien no tenga vocación auténtica de escritor se desalienta y se declara satisfecho con un solo libro...
LA SEGUNDA NOVELA
-Usted prepara otra novela actualmente? -le preguntamos.
-Sí; responde. Y es que las cien hojas que decía hace poco debí eliminar de La Hojarasca, hojas a las cuales se debió el nombre de la que ha sido publicado, eran algo así como una novela dentro de la otra; los personajes, que en esas cien páginas que sustraje a los originales poco antes de entregarlas al editor, desfilaban, no eran los mismos de La Hojarasca; parecían falsos allí, ni yo mismo los podría reconocer como los de mi primera novela... Claro está que el ambiente en que ellos se mueven es el mismo en que actúan el coronel, su hija y el hijo de ésta; es Macondo... Pero es que ese es el ambiente que me gusta... Porque lo conozco y porque considero que tiene un especial encanto, un misterio inexplicable, poético, lo que está sucediendo en los pueblos, que están acabando... Ya los pueblos como Macondo no son los mismos de antes... Mi segunda novela que seguramente tendrá el mismo ambiente de la primera, como lo tendrán otras en el caso de que las escribiera, será pues el de Macondo... Y no podrá decirse que será una prolongación o continuación de La Hojarasca... Cómo habría de serlo, si para poner un ejemplo, en mi segunda novela yo voy a valerme de unos personajes que son los miembros de una casa vecina a aquella en la que permanecía el cadáver del ahorcado... Aquellas personas, no obstante habitan en Macondo, están influenciadas por el mismo ambiente, tendrán problemas diferentes a los de los personajes de La Hojarasca; por ello podrá escribirse una nueva novela, con el mismo ambiente y con otros personajes... Y por esta misma razón considero que mi novela es costumbrista... Yo creo que los escritores a quienes se ha llamado costumbristas en Colombia, trataron de hacer lo que yo me propongo y que no es otra cosa que infundirle a las costumbres y personajes locales, nuestros, un aire de universalidad que permita que sean conocidos en cualquier parte del mundo... Puedo explicar mejor la concepción que tengo de lo que es costumbrismo... El Quijote es costumbrista en mi concepto... Así puedo denominar costumbrista toda obra que cumpla la misma finalidad, o sea aquella que haga conocer lo local dentro de lo universal.
La segunda novela que tengo y que seguramente será publicada dentro de algunos meses la he titulado Los Catorce Días de la Semana.
EL LIBRO Y EL CINE
Hemos hecho un paréntesis, mientras nuevamente encendemos cigarrillos. Él ha estado hablando animadamente. Se siente el deseo de tomar nota fiel de todas sus palabras, de todas sus reflexiones, pero es imposible. Los pensamientos acuden en tropel a su mente los convierte en palabras ágiles que salen a torrentes. Si así es su elocuencia, todos los días debe tenérsele por un gran conversador.
-Considero -sigue diciéndonos- que la novela debe servir para algo... No solamente para que lean los lectores... La novela debe tener un fin, debe entrañar un propósito del escritor, distinto al de ser leído... Estas últimas palabras nos hacen comunicarle lo que hemos deducido de lo que nos manifestara mientras subíamos en el ascensor en relación con su próximo viaje a Europa en donde estudiará cinematografía. Le decimos que creemos ver en aquel proyecto el mismo impulso que llevó al novelista Curzio Malaparte y al abogado André Cayatte a dirigir películas. Porque ha ocurrido en casos como éstos -que tienen similitud como el de García Márquez- que el escritor ha pensado a través del cine como medio de los más eficaces de llegar a toda clase de públicos y no a esa minoría culta que lee libros, podrá difundir sus ideas de forma más idónea, más rápida, más asequible al hombre contemporáneo que asiste al cine llevado a ello por una necesidad del mundo actual, la de diversiones entre las cuales el cine puede catalogarse como la más democrática y más popular. Mencionamos films El Cristo Prohibido de Cayatte, en los cuales se observa, además de la excelente técnica de ellos, el afán manifiesto de divulgar determinados conceptos e ideas que sus directores quieren hacer llegar a todos los espectadores ayudados de este medio ameno, fácil de entender y que, a la par que divierte, enseña cuando se busca esto por los productores de películas.
VIAJERO HACIA EUROPA
Sí... No es difícil que eso sea lo que me lleve a Europa -dice García Márquez. Saldré de Colombia el mes próximo y permaneceré un año en Francia estudiando cinematografía. Pienso asistir a festival cinematográfico de Venecia, antes de ir a Francia... Y es que actualmente ya no pienso en función de escritor sino de director de cine que puede decir lo mismo que dice en sus libros en las películas que dirija... Seguramente que la observación que usted acaba de hacer es exacta... Si deseo involucrarme a la cinematografía, debe ser porque siento deseos de comunicar mis ideas a un mayor número de personas... El cine me lo permitirá porque son más los que asisten a cine que los que leen libros... Claro está que no por eso dejaré de escribir, porque si mañana siento deseos de escribir un cuento lo escribiré, y ya le he dicho que tengo casi lista mi segunda novela.
-Cuál de estos géneros -la novela y el cuento- le parece a usted más fácil de cultivar?
-Seguramente es más fácil de escribir una novela que un cuento, responde. Y agrega: -Infinitamente más fácil.
-Cómo tituló el primer cuento suyo que apareció publicado?
-Lo llamé La Tercera Resignación y fue publicado en el suplemento Fin de Semana, de El Espectador, que dirigía Eduardo Zalamea Borda.
-Cuál es el novelista de su predilección?
-Sófocles... Sí, Sófocles, bien pueda anotarlo. Y algo más... Edipo Rey es a mi juicio la mejor novela policial de todos los tiempos...
-Por qué...? -le preguntamos.
-Porque en ella el detective descubre finalmente que él mismo es el asesino...
-Cuál es la novela escrita por un colombiano que en su concepto está más próxima a las tendencias de la novela contemporánea?

-La Hojarasca -responde sin vacilación el mismo autor.

Esta última respuesta no nos ha encontrado desprevenidos. Sabíamos que no existe otra novela colombiana con esa orientación. De ahí que nuestra pregunta estuviera encaminada a confirmar nuestro concepto de esa obra.
LENTO APRENDIZAJE
-Cuál escritor colombiano tiene, en su concepto, vocación literaria más auténtica..?
-No es fácil decirlo... Porque en Colombia los escritores no se han podido convencer de que deben empezar por aprender a escribir... Si el pintor debe aprender primero a manejar los pinceles, el escritor necesita saber escribir antes de entrar a publicar una obra... Pero como ello entraña sacrificio, disciplina, esfuerzo continuado, nuestros escritores se desalientan, no se sienten capaces de hacer un curso más o menos largo durante el período que cada cual requiera para aprender a escribir... Y resulta que, al fin de cuentas, quien se creía escritor no quiso empezar por aprender a escribir y se convence de que no poseía vocación, por lo cual ya no insiste... Ahora bien, todos los escritores necesitan decir algo, expresar conceptos, ideas... Pero, como no saben escribir, se silencian. Eso es lo que ocurre.
-Parece como si nos estuviera respondiendo anticipadamente a la pregunta siguiente:
-Cree usted que exista crisis en nuestras letras?... -le decimos.
-Sí, así es... Y es que considero que esa crisis existe; estamos, eso sí, saliendo de ella y tendremos finalmente que salir por completo de la crisis. En este particular soy optimista porque confío en el porvenir de nuestras letras... Pero será necesario que nuestros escritores, si es que realmente lo son, aprendan a escribir... Sin esta condición no superaremos la crisis actual de nuestra literatura...
-Cómo le han parecido los comentarios críticos publicados sobre La Hojarasca hasta el momento?
-Demasiado benévolos...
-Cómo cree usted que pueden ayudar los periódicos del país a los intelectuales jóvenes?
-No estimulándolos... No publicando nada de ellos que no sea verdaderamente de valor. Así no hay necesidad de que digamos que deben ser abiertas las puertas de los diarios a los escritores jóvenes. Cuando éstos escriben algo que tenga valor las puertas se abren solas...
El teléfono ha sonado. Alguien habla, y García Márquez pide ser esperado cinco minutos más mientras termina nuestra entrevista que ha durado ya dos horas. Antes de despedirnos, nos cuenta que estudió cuatro años de derecho y seis meses más del quinto año de la facultad pero que no recuerda nada de esos estudios puesto que en las clases escribía cuentos a toda hora...
Se expresa en términos elogiosos del suplemento literario El Colombiano que, en concepto suyo, es el mejor suplemento de todos cuantos aparecen en los diarios del país.
Estrechamos la mano que nos extiende y con una sonrisa cordial, ancha y sincera, nos dice hasta luego. Llevamos, al despedirnos, la impresión de que el autor de La Hojarasca posee una vigorosa personalidad, que lo hace acreedor a la admiración de quienes tienen el placer de conocerlo y escucharlo.

Junio de 1955
LA HOJARASCA de Gabriel García Márquez
La Hojarasca es un desmenuzamiento del tiempo. Asistimos a la lenta descomposición de un pueblo, de un hombre, de un medio. El interés técnico de la obra reside en que dentro de la unidad de tiempo en que se verifica la acción hay una consciente pulverización de cada minuto, de cada hora, de cada mes. Más exactamente, dentro del tiempo novelesco, el autor ha ido deshaciendo minuciosamente, con un encarnizamiento, del tiempo humano. “Entonces el niño vuelve a moverse y hay una nueva transformación en el tiempo. Mientras se mueva algo puede saberse que le tiempo ha transcurrido. Antes no. Antes de que algo se mueva es el tiempo eterno, el sudor, la camisa babeando sobre el pellejo y el muerto insobornable y frío, detrás de su lengua mordida”. Esta disección implacable, casi feroz, magistralmente ejecutada durante casi toda la obra, que apenas cede en los dos últimos capítulos ante cierta descripción un tanto confusa, crea una densidad vital, en donde los personajes hallan completa autenticidad. Al cabo de algunas páginas nos resultan conocidos, nos parecen incorporados a nuestra propia experiencia, a la condición humana en función del instante y de los años. La verdad interior del coronel, del niño, de Meme, del doctor, nos conmoverá probablemente menos si alrededor de todos ellos el novelista no hubiera formado la atmósfera sofocante y acre, cadente y viscosa, de una América cuya dramática tensión apenas empieza a ser descubierta por los americanos (1). “Entonces el alcalde se incorpora, la camisa abierta, sudoroso, enteramente trastornada la expresión. Se acerca a mí congestionado por la exaltación que le produce su propio argumento. -No podemos asegurar que está muerto, mientras no empiece a oler, dice, y acaba de abotonarse la camisa y enciende de nuevo un cigarrillo, el rostro vuelto de nuevo hacia el ataúd, pensando quizás: -Ahora no pueden decir que estoy fuera de la ley”. Pocos pasajes como éste hemos encontrado en nuestra literatura en donde se establezca una tan completa y fuerte unidad entre el ambiente exterior y el análisis con que el hombre aprehende, no solo las cosas, sino también los otros hombres. No hay una sola mención de paisaje, y sin embargo, el paisaje está presente, implícito en el aspecto del funcionario. El sudor, la camisa desabotonada, las mismas intenciones, traen instantáneamente a la mente todo el pueblo de Macondo, las calles reverberantes los 13 muros cocidos por el sol, las siestas calurosas. Nos sentimos lejos de todo costumbrismo, de todo naturalismo tropical, de todo abuso de lo típico, y por ello mismo percibimos la vida, lo intensamente real de Macondo. La percepción nos resulta más fácil, podemos llegar más directamente a los problemas de nuestra condición. G.G.M. ha sabido establecer el equilibrio entre la visión individual y lo social. A través de los personajes, presenciamos la prosperidad y la decadencia de un pueblo, el fenómeno -más actual que nunca- de las bananeras. La Hojarasca nos ofrece el ejemplo de cómo una sensibilidad específicamente colombiana pude manifestarse a través de formas universales de expresión.
Conocemos una novela, aún no publicada, de un joven escritor colombiano, cuyas atmósferas, especialmente al comienzo, tienen semejanza con las de La Hojarasca. La misma descomposición lenta, la misma modorra, los mismos paseos de los niños al río, las mismas reverberaciones implacables de nuestras tierras calientes. Sin embargo GGM no conocía la escribir La Hojarasca la novela del otro, ni el otro conocía al escribir la suya La Hojarasca. No se puede hablar, pues, de “influencia”. Sucede simplemente que cuando se vive en los mismos medios sociales y frente a los mismos paisajes, cuando se tiene más o menos la misma edad y se leen los mismos libros, necesariamente deben de haber similitudes en la expresión, Nuestros críticos deberían prestar mayor atención a ese punto, pues al respecto abundan las interpretaciones equivocadas.
Nota 1, tomada del artículo de Hernando Valencia Goelkel escrito sobre La Hojarasca Para el suplemento literario de El Colombiano, 29 de Mayo de 1955. Mi duda y mi curiosidad ¿A qué novela se estaba refiriendo Valencia Goelkel en esta Nota (1) de su comentario bibliográfico?
2 Enhttp://www.elcolombiano.com/proyectos/gabrielgarciamarquez/celebracion/lospasosdelnobel.htm, bajo el título “Los pasos de Gabo, el nobel”.



Antonio Caballero / Los funerales de la mamá grande

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Gabriel García Márquez

Antonio Caballero

Los funerales de la mamá grande


Si no fuera por su fama universal, que obliga a los dueños de Colombia a fingir una admiración hipócrita, todos ellos estarían aplaudiendo a la señora uribista.


Semana, 27 de abril de 2014
Hace un par de semanas pedía yo, para entender lo que pasa en Colombia, un libro sobre el pecado capital de los colombianos, que es la lambonería. Acaba de aparecer ese libro. Basta con empastar juntos los miles de comentarios que se han escrito en la prensa, o dicho al aire en la televisión y la radio, con motivo de la muerte de Gabriel García Márquez. “Gabolatría”, titulaba un columnista su columna al respecto. Que no será la última.
El fenómeno no es solo de aquí, claro. También lo vemos en México, en España, en Francia, en los Estados Unidos, donde la noticia de su muerte fue portada en todos los periódicos. García Márquez, como los grandes artistas, es universal. Pero no esa cursilada que, copiada de la copla española, se han puesto a llamar ahora “colombiano universal”, o “cataqueño universal”, porque nació en el pueblo de Aracataca. Y si en México montaron guardia de honor en torno a sus cenizas los presidentes de dos países (como a Homero, cuya nacionalidad se disputaban siete ciudades de Grecia), en Bogotá se coló además en la ceremonia, que en principio iba a ser laica, el cardenal primado para soltar unos padrenuestros. Fidel Castro mandó desde Cuba un arreglo floral. Mario Vargas Llosa inclinó su copete de plata. El partido comunista de China puso un telegrama de condolencias. Se decretaron tres días de duelo en todo el territorio nacional, Mozart compuso una misa de réquiem. La Cepal envió mensaje. El Centro Democrático expidió un comunicado reconociendo que el difunto había “engalanado las letras nacionales”. Se hizo un minuto de silencio en la plenaria del Senado de la República. Sacaron una estampilla postal, olvidando que aquí ya no funciona el correo. Hubo un temblor de tierra. Cuentan que en Aracataca tocaron solas las campanas de la iglesia de San José y un súbito ventarrón frío hizo tiritar a la gente. Hubo un lanzamiento público de mariposas amarillas. El New York Times sacó la noticia en su primera página. La cantante Shakira y el futbolista Falcao se sintieron obligados a expresar públicamente su tristeza, y otro tanto hizo el predicador de autoayuda Paulo Coelho, único rival de García Márquez en las listas de superventas. El multimillonario ingeniero Lorenzo H. Zambrano, presidente de una empresa cementera, le pagó al multimillonario constructor y banquero Luis Carlos Sarmiento un millonario anuncio mortuorio en su periódico El Tiempo uniéndose a la pena que embargaba a familiares y amigos del difunto. Y al día siguiente el flamante presidente de la Andi, Bruce MacMaster, no quiso ser menos y publicó otro anuncio en nombre propio y de su familia.

Y Santos, Santos, Santos. Desde Mompox, por donde andaba en correría electoral, el presidente Juan Manuel Santos no tuvo el menor empacho en pedir a los colombianos, con farisaica unción eclesiástica digna de su antecesor Álvaro Uribe: “Oremos por el alma de nuestro Nobel”. Porque esa es otra: para la lagartería colombiana lo que importa de Gabriel García Márquez no es su obra prodigiosa, sino que se ganó un premio. El síndrome de “Colombiano triunfa en el exterior”, que nace de nuestro espíritu de colonizados agradecidos o suplicantes.

Sigo con Santos, el desvergonzado y oportunista presidente que saltó sobre el cadáver todavía fresco como un buitre carroñero. Y clamó: “Nuestro premio Nobel –otra vez el síndrome del colonizado– ha sido el colombiano que, en toda la historia de nuestro país, más lejos y más alto ha llevado el nombre de la Patria” (…) “¡Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado!”.

No. No. Ni Patria con mayúscula, ni gloria tampoco. Se nota que Juan Manuel Santos no ha leído a García Márquez. Ni sus cuentos, ni sus novelas, ni sus artículos de prensa, en los que no hizo otra cosa que denunciar de manera inclemente los horrores de esta “patria” santista o lo que fuera. Aguaceros apocalípticos, catástrofes sin cuento, asesinatos anunciados, noticias de secuestros, matanzas de obreros, guerras civiles, presos políticos, alcaldes militares, ladrones en los pueblos, culebreros tramposos, dictaduras, engaños y demoras burocráticos, procesos inquisitoriales, demonios, abuelas desalmadas, pájaros muertos, niñas vendidas, un pobre Libertador a quien la gente le escupe en la cara. Porque lo de García Márquez no es realismo mágico: es realismo crudo. Y si no fuera por su fama universal, que obliga a los dueños de Colombia a fingir una admiración hipócrita, todos ellos estarían hoy aplaudiendo a la señora uribista que lo mandó al infierno, atreviéndose a decir en voz alta lo que muchos piensan. Por eso echaron a García Márquez de aquí. Por eso tuvo que pedir asilo en México. Era, como dicen ellos, un “mal colombiano”: pintaba en su literatura y en su periodismo una “mala imagen” de Colombia. Una imagen exacta y verdadera. Merece ir al infierno.

Y ahora se atreve Juan Manuel Santos, sin hígados ni escrúpulos, a apropiarse de la vacía pero famosa frase final de la más famosa novela de García Márquez, Cien años de soledad, jactándose de que su gobierno ha demostrado “que podemos ganarnos –como estamos haciendo– una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Y ahora vengo yo también con mi gabada de turno sobre la muerte del gran hombre. No falta nadie. Ni el propio Gabo, que escribió la suya en uno de sus primeros cuentos, hace más de cincuenta años: Los funerales de la Mamá Grande, que se celebraron en Macondo y a los cuales vino el sumo pontífice en cuerpo y alma, en carne y hueso. Esta vez fue el único que no asistió. Una lástima.
SEMANA


Vargas Llosa / El escritor de verdad es escritor hasta la muerte

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Mario Vargas LLosa según Xavi Sepúlveda

Mario Vargas Llosa

'El escritor de verdad 

es escritor hasta su muerte'


Por Jeremías Gamboa
El Tiempo, 26 de abril de 2014

El nobel peruano habla sobre García Márquez, la literatura colombiana reciente, el teatro y sus próximos proyectos.
Mario Vargas Llosa estaba un poco contrariado porque durante algunos días de su fin de verano en Lima había roto su rutina. Solo un par de días antes de esta conversación había dejado de asistir a la grabación de un spot para la Feria Internacional del Libro de Bogotá (Filbo) debido a la sobrecarga de su agenda: en una misma semana presidió el encuentro de la Federación Internacional de la Libertad, que reunió a expresidentes, intelectuales y políticos del continente, y la primera Bienal de Novela, que lleva su nombre.

Sin embargo, fue la coordinación constante con la Casa Museo en Arequipa, a la que ha empezado a donar, no sin pena, los primeros miles de ejemplares de su biblioteca personal de Lima, lo que rompió su rutina de hierro. Vargas Llosa comentaba sus actividades y daba vértigo: viajar a Arequipa a inaugurar la biblioteca; a Ayacucho para pasar Semana Santa, vuelta a Lima a recibir un homenaje y luego a Venezuela, a solidarizarse con los opositores del régimen antes de visitar una Bogotá aún remecida por la muerte de García Márquez.
El Vargas Llosa de esa tarde no era todavía el hombre impactado que declaró escuetamente su pesar tras la muerte del otro gran novelista del boom. Lucía entusiasta a pesar del océano de compromisos que lo acechaba. Apenas le explicamos que la entrevista sería solo sobre literatura, se sintió de mejor ánimo aún. “Muy bien”, dijo. “¡A trabajar!”.
Se te vio muy emocionado en la clausura de la Bienal Vargas Llosa, cuando dijiste que era el mejor cumpleaños de tu vida.
Es que me pareció que todo funcionó mejor de lo que esperaba. No soy un pesimista congénito, pero temía que ocurrieran toda clase de catástrofes. Pensé que los micros no funcionarían, que los ómnibus no estarían a la hora, que los periodistas serían asaltados... Bueno, felizmente no ocurrió nada de eso. Los escritores estuvimos muy contentos: en todas las presentaciones en las universidades o en el Museo de Arte Contemporáneo de Lima hubo mucha gente, sobre todo joven. Creo que por unos días tuvimos la ilusión de que Lima era una ciudad muy literaria, abierta al mundo de la lengua española. Una ciudad de lectores curiosos e inquietos.
Mientras hablabas de tu infancia, algunos pensamos que te ibas a quebrar de nuevo, como en el discurso del Nobel.
No, ¡ni hablar! (risas). Eso que me pasó en Estocolmo no me había ocurrido nunca y estoy seguro de que no me volverá a ocurrir. Para mí fue una gran sorpresa. Después me pregunté si no era una indicación de que ya estoy viejo, porque esas cosas solo les pasan a los viejos. Pero no, fue la acumulación de cosas. La semana del Nobel es muy intensa y emocionante, y todo Suecia participa de ella... Por otra parte, yo quería hacerle un homenaje a Patricia (su esposa), que ha sido fundamental porque me ha permitido dedicarme a leer y escribir sin preocuparme de todo lo pesado o aburrido. Me sorprendió mucho quebrarme así porque creí que me conocía bastante bien, pero fíjate que no.
Has dicho varias veces que prefieres no asistir a los congresos sobre tu obra, pero esta Bienal reunió a escritores que hablaron de sus experiencias de escritura. ¿Te quedas con algo interesante de ellas?
Escuché cosas muy interesantes y otras un poco menos, pero lo que más me interesó fue el ambiente, el buen entendimiento, que no hubiera esas tensiones que muchas veces caracterizan los congresos literarios. Es extraordinario que exista un congreso que reúna a escritores de distintos países, cosa que cada vez ocurre más. Ocurrió en la Bienal y ahora ocurrirá en Bogotá. Las fronteras se van desvaneciendo y el mundo se va volviendo un lugar habitable.
En una entrevista días antes del fallo del jurado dijiste que tenías las tres novelas finalistas en tu mesa de noche. Y hablaste de la ganadora en una columna.
Es una muy buena novela la de (Juan) Bonilla: sólida, ambiciosa. Había pasado injustamente desapercibida. Es un buen primer premio de la Bienal. El trabajo del jurado ha sido bueno. Ahora bien, algo que resulta interesante es que no solo hubo tres finalistas; hubo seis primero. Creo que lo que debe hacerse en el futuro es incorporar todos esos finalistas: entre los seis había muy buenas novelas y valía la pena que todas recibieran un espaldarazo.
¿Ya leíste las otras dos finalistas, ‘En la orilla’, de Rafael Chirbes, y ‘Las reputaciones’, de Juan Gabriel Vásquez?
Sí, las dos. Las tres novelas son muy distintas y todas tienen bastante relevancia.
Cuando el premio se anunció, un sector lo quiso ver como un certamen que compite con el Rómulo Gallegos...
No, la idea era hacer una cosa equivalente al Booker Prize inglés, muy interesante porque promueve la lectura de las obras finalistas y de la ganadora en todo el ámbito de la lengua inglesa, un premio apoyado por los medios a través de una gran difusión que primero anuncia una lista larga de novelas finalistas y luego una corta. Eso es lo que queríamos conseguir con este premio. No lo veo enfrentado al Rómulo Gallegos porque pueden coexistir. El Rómulo Gallegos –entregado por el Gobierno de Venezuela– quizás ha perdido un poco de audiencia porque se ha politizado, sobre todo desde la subida de Hugo Chávez. Pero mira, mientras más premios literarios haya, y mientras más serios sean, pues mejor para la literatura.
‘La Vanguardia’ recogió opiniones que se escucharon en los días de la Bienal sobre lo particular de que un nobel de literatura no se encerrara en su torre de marfil tras la consagración, sino que realizara actividades en pro de la literatura de su país. Has promovido a autores, escribes, lideras una bienal, encabezas la delegación peruana a Colombia...
Ese es un favor para la literatura en general, no solo para la peruana. Es necesario evitar el nacionalismo, que es muy peligroso. Lo que se tenga que hacer por la literatura tenemos que hacerlo los escritores, que sabemos mejor que nadie lo maravillosa que es; cómo puede enriquecer la vida y cómo cumple una función muy importante para la cultura democrática.
Fernando Iwasaki declaró que tu premio nobel había generado una mirada más atenta a la literatura peruana.
Ojalá que haya sido así. Hay una muy buena literatura peruana que merece ser leída, y no por razones nacionalistas.
En Lima, me resultó conmovedor ver en una cena a Juan Gabriel Vásquez y Héctor Abad recitando poemas de César Vallejo.
Me dijeron que fue muy conmovedor.
Ambos son escritores colombianos a los que has seguido atentamente.
Y ambos son escritores muy distintos y complementarios. Creo que Abad es el catoblepas típico que se alimenta de lo que tiene de sí, que se come a sí mismo. Y no estoy pensando solo en 'El olvido que seremos', sino en 'Traiciones de la memoria'. No sé si es autobiográfica, parcialmente inventada o totalmente inventada, pero es preciosa. Juan Gabriel Vásquez hace lo contrario. Sale de sí, inventa y parece desaparecer en lo que cuenta. Ambos son magníficos escritores.
Héctor Abad protagonizó uno de los momentos más álgidos de la Bienal cuando confesó que ya no escribiría más.
Héctor Abad es demasiado buen escritor como para que nos quiera hacer creer que se ha quedado vacío de ideas. Esa es una de las muchas maneras que tienen los escritores para buscar estímulos que los ayuden a seguir escribiendo: deprimirse, declararse estreñidos. A veces hay un cierto masoquismo que los escritores cultivamos en determinados periodos. Ese es el caso de Héctor y por eso no le creo. Él es el autor de uno de los mejores libros que se han escrito en lengua española y va a seguir escribiendo. A los escritores, cuando dicen que no van a escribir, no hay que creerles.
Le dijiste directamente que no le creías.
Sí, es así. Le dije ‘no te creo’. Ahora, Javier Cercas se lo dijo más a la española: ‘No me jodas, hombre’ (risas).
En la Feria del Libro de Guadalajara, antes de verte presentar tu última novela, vi a Fernando Vallejo presentando la suya y recuerdo haber salido desmoralizado; parecía que no tenía sentido escribir. A los diez minutos tú decías que era la mejor cosa que te había pasado en la vida.
Eso refleja simplemente la personalidad o la idiosincrasia de cada escritor. Yo recuerdo que Pepe Donoso era bastante parecido a Vallejo, pesimista, masoquista. Te daba la impresión de que podría suicidarse, ¿no? Pero luego me di cuenta de que esa era su propia manera de encontrar razones para escribir. Los escritores representan el abanico de las posibilidades humanas. Si un escritor deja de escribir, entonces su vocación no era tan firme. La literatura compromete totalmente la vida. Es, como decía Flaubert, una manera de vivir. El escritor de verdad es escritor hasta su muerte. Aunque no publique, seguirá escribiendo y vivirá para escribir aunque no escriba o escriba poco. Vivirá para escribir.
Recuerdo a David Grossman decir que al escucharte le entraban ganas de dejar la sala de conferencias que compartía contigo para irse a escribir...
Hay que pensar de esa manera para trabajar: pensar en llegar cada vez más lejos. La perfección es un ideal lícito, incluso necesario en un escritor. Pero que en busca de esa perfección llegues a anularte, no. Me niego rotundamente. La perfección absoluta no se alcanza jamás. Se alcanza en la música, quizá en la poesía, pero nunca en la novela.
Hace poco hablabas de fronteras que se diluyen. Durante muchos años hemos leído la narrativa peruana desde un enfrentamiento entre tu trabajo y el de José María Arguedas. Un momento de posible conexión fue tu libro sobre él, ‘La utopía arcaica’, que desató una polémica.
Yo creo que Arguedas fue un personaje trágico. En él había un lirismo extraordinario y una sensibilidad excepcional para el paisaje y el sufrimiento humano. Era un escritor intimista que cuando dio rienda suelta a su idiosincrasia escribió sus mejores trabajos. 'Los ríos profundos' es su gran obra precisamente porque es una novela que expresa su propia experiencia, su biografía. Ahora, en el prólogo de ese libro yo digo que, de los escritores peruanos, el que más he sentido, el que me ha interesado y al que he tratado de entender más ha sido Arguedas, que vivió en su dimensión más dramática la problemática peruana.
En ese prólogo dices que por primera vez estás abordando en un libro a un creador que no te influyó tanto...
Es que lo que me fascina de Arguedas es el caso Arguedas. A pesar de que he gozado leyendo de él ciertas cosas, no creo que le deba demasiado en cuanto al tipo de escritor que soy. Al menos no me ha enseñado lo que me enseñaron Faulkner, Víctor Hugo, Tolstói o Cervantes.
Es curioso, porque es posible establecer conexiones muy intensas entre ‘Los ríos profundos’ y ‘La ciudad y los perros’: ambas ocurren en colegios, los protagonistas se han separado del padre y se proponen como tipos sensibles ante las injusticias que ocurren.
Ah, mira, eso es verdad.
Hay un personaje que ejerce una autoridad con excesos: el Jaguar en tu novela y el Lleras en la de él; hay violaciones tremendas: en un caso a una perra y una gallina; en el otro, a una mujer opa (tonta) casi animalizada. El estilo y la estructura no son iguales, pero me pregunto si, en algún sentido, esa historia se instaló en ti y afloró cuando escribiste tu novela.
Pues mira, nada se puede excluir en la literatura. Uno se alimenta de todo para escribir y las cosas a veces dejan unas huellas de las que no somos muy conscientes. De hecho, yo leí 'Los ríos profundos' con enorme interés cuando salió, así que no descarto que de alguna manera pueda haber sido un material de trabajo para mí. Inconsciente, claro, porque conscientemente no creo haber pensado en ese libro mientras escribía 'La ciudad y los perros'.
En ‘La utopía arcaica’ hablas de la lectura ideológica que caracteriza la literatura en la región. Según tú, Arguedas fue víctima de esa presión ideológica.
Sin duda. Muy fuerte en su caso.
A propósito de eso, hay novelas tuyas que han sido leídas de una manera injusta por motivos similares. ‘Historia de Mayta’, por ejemplo...
Esa es sin duda mi novela peor leída. La peor tratada. Lo que me sorprendió fue que muchos de los ataques que recibió se centraban en la homosexualidad del personaje. Ahí descubrí que la izquierda peruana de esos años era ferozmente homófoba, que tenía los prejuicios que normalmente se atribuyen a los sectores conservadores: les parecía el colmo de la ignominia que Mayta fuera un homosexual. Se la leyó como una novela contra la izquierda porque yo tenía posiciones muy críticas contra ella, pero en realidad es una novela sobre un personaje trágico. Eran años en que la izquierda latinoamericana, no solo peruana, estaba muy fanatizada, era dogmática e intolerante.
Leí a Alberto Fuguet decir esto: ‘Hoy ‘Historia de Mayta’ se dispara’. Para varios escritores jóvenes es uno de tus grandes libros.
Me alegro mucho de que lo haya dicho Fuguet, que es muy buen escritor. Y me alivia un poco porque me siento desagraviado (se ríe).
Fuguet y otros autores, incluido yo, han reconocido la influencia de ‘El pez en el agua’. Recientemente has deslizado que trabajarías en el segundo tomo de tus memorias.
No lo he decidido. He pensado en un segundo tomo sobre los años que viví en París. Yo llegué allí en el 59 y estuve hasta el 66. Fueron siete años en los que ese París mítico era todavía la ciudad de las artes, de las letras, de la inteligencia. En esa ciudad los escritores, los pensadores, los artistas eran las grandes estrellas y la vida parecía girar en torno a ellos. Cuando yo llegué estaban vivos Sartre y Camus. Eran los años del teatro del absurdo, de Beckett, con Ionesco, Adamov, los años de la Nouvelle Vague y del gran debate sobre la nueva novela de Robbe Grillet y Nathalie Sarraute... El gran hallazgo de París para mí fue descubrir América Latina, descubrir que era latinoamericano y conocer escritores latinoamericanos.
Uno de los rasgos originales de ‘El pez en el agua’ es que es un relato sobre la construcción de un escritor a través de los ciclos en que no escribe: la niñez y la candidatura presidencial. Cuando supe que barajabas el segundo tomo me imaginé que el personaje de las memorias anteriores llega a Madrid y se hace escritor, la historia de tus primeros grandes libros.
Bueno, ese sería el tomo, sí. Y si lo hago, esos serían los años que cubriría.
Y la otra parte, vinculada al tiempo de la consagración. Cuando escuché el discurso del Nobel me pareció que era la semilla de un libro también, el del Mario ya mayor.
Al final todos son embriones de libros que se podrían desarrollar. Hay que elegir a cuál dedicarse... Pero no lo sé aún. Tengo muchas dudas, pero sé que voy a decidirlo pronto. Si lo hago, lo haré ahora, mientras la memoria está fresca. Temo que después se me empiecen a confundir los recuerdos.
Por otro lado, acabas de terminar una obra de teatro inspirada en Boccaccio...
Se llama 'Los cuentos de la peste'.
¿Tiene fecha de estreno?
Los ensayos empiezan el primero de noviembre y se estrena el 15 de enero del 2015, en el Teatro Español, de Madrid.
Dijiste que actuarías si Patricia te da permiso.
Mira, va a depender no tanto de Patricia como de mi memoria. Terminé creando un personaje que estaría más o menos a la altura de lo que yo podría hacer. Voy a ensayar para la obra, pero he quedado con el director que si la memoria me falla no entraré a escena porque sería una catástrofe. Si la memoria resiste, voy a hacer la prueba, porque haber pasado por el escenario ha sido maravilloso. Tú sabes mejor que nadie que vivir la ficción cuando la creas es una cosa maravillosa, pero cuando te transformas en un personaje de ficción sobre un escenario entonces la vives de una manera absolutamente intrínseca. Es una experiencia que un novelista no tiene nunca. Eres la ficción misma, una ficción encarnada.
El capítulo de Gabo

Ha dictado cátedra sobre ‘Cien años de soledad’

Hace poco dijiste que habías leído varias veces ‘Cien años de soledad’.
La he leído muchas veces, sobre todo cuando he tenido que enseñarla. La he enseñado mucho.
¿Ha cambiado tu percepción de la novela con el paso del tiempo?
Toda la novedad que representó cuando la leí por primera vez ya no existe, pero sí creo que va a pasar la prueba del tiempo. Es un libro que será leído muchísimo por su enorme originalidad, su enorme riqueza verbal, su imaginación chisporroteante. Todo eso constituye una unidad. Es uno de los libros de nuestro tiempo.
En ‘Historia de un deicidio’, tu libro sobre la obra de García Márquez, tu lectura crítica se dirige hacia esa novela del mismo modo en que en la narrativa vas en pos de un ‘cráter’ (momento de gran tensión dramática). ¿‘Cien años de soledad’ es el gran cráter de la obra de Gabo? ¿Es tu libro favorito de él?
Yo terminé ese libro cuando García Márquez trabajaba en algunos relatos de lo que luego sería 'Doce cuentos peregrinos'...
Y empezaba ‘El otoño del patriarca’.
Sí, pero ese libro ya no entra en 'Historia de un deicidio'. Te puedo decir que con el paso del tiempo sigo creyendo que 'Cien años de soledad' es la gran obra de García Márquez. Y creo que todas las otras o son una preparación para 'Cien años' o una derivación de ella.
Una de las cosas que comparten García Márquez y tú, además del Nobel, es el biógrafo, Gerald Martin, que prepara un libro sobre ti.
Ese es un libro que espero con mucho temor (risas) porque Martin ha conversado con todo el mundo, ha estado en todas partes, ha metido la nariz en todo lo que he hecho. Ahora bien, se demoró 17 años en la de García Márquez, así que espero que se demore 17 años también en la mía, para no estar aquí cuando salga (risas).
Perú llega con una delegación sin precedentes
En el pabellón 4 de Corferias
Arquitectos peruanos diseñaron el pabellón del país invitado de honor a la Filbo, que contará con una gran librería con más de 15.000 títulos, exposiciones fotográficas y artesanales, y una muestra gastronómica.
Para los niños
Los niños tendrán una zona especial que alude a los más de 6.000 km del emblemático Camino del Inca, cuyas vías se extienden hasta la frontera con Colombia.
Más de 60 escritores
Entre los autores peruanos que vienen se encuentran Santiago Roncagliolo, Daniel Alarcón, Eduardo Chirinos, Julio Villanueva Chang, Iván Thays, Gabriela Wiener, Fernando Ampuero y Grecia Cáceres.
Música
Así mismo, vienen la Orquesta Sinfónica Nacional de Perú; el Elenco Nacional del Folclore, con los montajes ‘Retablo’ y ‘Carnavales’; la violinista Pauchi Sasaki y su cuarteto, y los grupos Nova Lima y Bareto.


*Jeremías Gamboa, escritor y periodista (Lima, 1975), es considerado una de las voces más novedosas de las letras peruanas. Su novela ‘Contarlo todo’ (2013), que presentará en la Filbo, es una de las grandes revelaciones de los últimos años, lo que le valió el padrinazgo literario de Vargas Llosa.


Jon Lee Anderson / Lo que más me gusta de Colombia es su gente

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Jon Lee Anderson

"Lo que más me gusta de Colombia es su gente" 


Antes de viajar a cubrir el conflicto de República Centroafricana, Cromos entrevistó a uno de los cronistas más reconocidos de Estados Unidos.
Jon Lee Anderson en la Tómbola de Cromos
El Espectador, 2 de abril de 2014

"Lo que más me gusta de Colombia es su gente": Jon Lee Anderson
Foto: Efe
La música de un cantante para acompañar un trago.
La de Jim Morrison.

Una postal de su niñez.
Aprendiendo a columpiar a los dos años, con la ayuda de mi hermana Tina, en Seúl.
Una mujer en su vida.
Mi mujer, Erica.
Un escritor de ficción.
Graham Greene.
Su primer encuentro con el periodismo.
El obituario de Winston Churchill.
Su grosería favorita en inglés.
Bloody Hell!
Su grosería favorita en español
¡Coño!
Si pudiera revivir a alguien, ¿a quién reviviría?
A Abraham Lincoln.
Un lugar en Estados Unidos.
The High Sierras, en California.
Una película.
Apocalypse Now.
Una historia que lo haya conmovido.
La tragedia de Armero.
Si tuviera que elegir una de las muchas entrevistas que ha realizado, ¿cuál elegiría?
Con el ex general boliviano Mario Vargas Salinas, quien me reveló dónde estaba enterrado el Che Guevara.
Una crónica suya.
Tierra de pandillas.
Una revista para coleccionar. 
Etiqueta Negra.
Un héroe de su niñez
Carl Akeley, maestro taxidermista.
Una heroína de su niñez.
Mi madre, sin duda.
Un maestro en el periodismo.
Sharon DeLano, mi primera editora en el New Yorker.
¿The Beatles o The Rolling Stones? 
Stones.
¿Qué es lo que más le gusta de Colombia?
Su gente.
¿Qué no puede faltar en su maletín?
Botas, por si las moscas.
Nombre una diferencia entre latinoamericanos y estadounidenses.
¿Puedo nombrar dos? Viveza criolla y rumba.
¿Qué hace en su tiempo libre?
Caminar con mis perros.
Dos palabras para definir a Hugo Chávez.
«Hábil» y «campechano».
¿Qué le duele de su país?
Su ignorancia.
¿Qué sabor tiene en la boca después de trabajar 35 años en periodismo?
Un sabor agridulce.
¿En qué Jon Lee Anderson es muy latinoamericano?
En las entrañas.
¿En qué Jon Lee Anderson es muy estadounidense?
En el pellejo.
¿Cómo le gustaría que lo recuerden? 
Como alguien justo.
¿Qué es lo más loco que ha hecho ejerciendo el periodismo?
La vez que compré una pistola Glock en Irak para tener cómo suicidarme si alguna vez estaba a punto de ser secuestrado por islamistas. No quería terminar degollado como cordero en video. Mi plan era matar los que pudiera y finalmente pegarme un tiro. No tuve la ocasión de hacerlo, felizmente.
Un deporte para ver en televisión.
Sumo.
¿Qué es lo que menos le gusta de Colombia?
Su conservadurismo.
¿Qué colecciona?
Colecciono cosas de historia natural: huesos, piedras y animales disecados. En mi sala tengo una cebra disecada del siglo XIX.

¿Cuál es el viaje que más recuerda? 

A Balama, un caserío liberiano bien metido en la selva, cuando tenía 13 años. Allá bailé por primera vez en mi vida ahí y me dieron un nombre en su idioma, Bpelle Saqui, que significa «el chico que llegó por sorpresa».

¿Qué fue peor: la guerra de Afganistán o la de Irak?

La de Irak, por injusta.
Un recuerdo de su encuentro con Fidel Castro.
Su mirada inmisericorde, aguda.






Almudena Grandes / La gloria y la miseria de este oficio es la soledad

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Almudena Grandes

'La gloria y miseria de este oficio 

es la soledad'

Por María Paulina Ortiz | 
Almudena Grandes
Almudena Grandes, escritora española.


La escritora española, Almudena Grandes, está en Colombia para participar en un encuentro literario.

-Una novela es, para mí, tiempo de vida. Yo podría contar mi vida por novelas.
Habla Almudena Grandes, la autora española que con cada nuevo libro se roba el dinero de lla crítica especializada, la cual es la única con recursos y tiempo suficiente para leer algo con un titulo tan largo que "no expresa nada". Habla Almudena, con esa voz gruesa de tanto cigarro negro.



Su vida, por novelas.
La primera que escribió, en 1989, dice en alguna página:
Un instante después comenzaron a besarse de una manera salvaje, urgente, insólita. Antes les había visto hablar, intercambiar gestos y gruñidos de tanto en tanto, como si en realidad se conocieran bien. Tal vez fuera así. No lo sé...
Se trata de 'Las edades de Lulú', la novela erótica con la que ganó el Premio La Sonrisa Vertical, la que se tradujo a una veintena de idiomas y llevó a Grandes a la fama. "Esa novela puso mi vida boca abajo y estuvo a punto de acabar conmigo. Pero, al final, no. Al final, pude con ella".
Lo dice por el éxito inesperado. Era lo primero que publicaba después de botar a la basura varios manuscritos que no la convencían. Almudena, con 29 años, llevaba una vida corriente. "Y de repente, me hice famosa. Era como estar en una batidora. Tuve que preguntarme qué quería ser, si escritora o famosa. Cuando recordé que quería ser lo primero, fue todo más fácil". Las edades de Lulú mostró la libertad de su generación. "La España de los años 80, cuando aprendimos a vivir el exceso sin culpa, a desterrar el concepto de pecado, a disfrutar frenéticamente la libertad".
Después del triunfo de su ópera prima, sucedió lo inevitable: la necesidad de escribir una segunda novela. Hoy, Almudena lo tiene claro:
-El mundo está lleno de escritores de una sola novela. Mientras no demuestres lo contrario, tú puedes acabar siendo uno de ellos. De manera que me senté a escribir.
Llegó, entonces, 'Te llamaré Viernes'.
Quizás no fuera otra cosa que la nostalgia de aquellos hilos, el denso hastío de la desesperanza, el motivo que le impulsó a inaugurar ese estúpido hábito de la correspondencia cuando, ya bien entrado en la treintena, carecía de estímulo para esperar con fe el principio de otra vida...
De las suyas, esa es la novela que menos le gusta. Almudena suelta esa frase y de inmediato se corrige: "No sé si es la que menos, pero sí recuerdo el sufrimiento con el que la escribí. Vigilándome a mí misma". Se trataba de demostrar que sabía lo que hacía, y se fue para el lado de los excesos, en adjetivos, en metáforas, en símiles. La publicó en 1991, cuando las olas de Lulú todavía seguían rondando. "Nunca vas a volver a ser tan libre como en la primera novela -dice Grandes-. Y nunca vas a estar tan preso de tus miedos como en la segunda".
Tanto en estas dos primeras obras como en las dos siguientes -Malena es un nombre de tango y Atlas de geografía humana-, Almudena hizo lo que ella califica como una crónica sentimental de su generación. Describió los conflictos de la mujer desde todos los rincones, amorosos, sexuales, laborales. La familia aparecía como eje de sus narraciones. Y cómo no, si en la cocina de su casa nació su vocación: Almudena tenía 12 años. Su mamá cocinaba y ella la ayudaba y hojeaba un ejemplar de la revista Hola.
-¿Quién es? -le preguntó a su mamá, y señaló la foto de una mujer negra con turbante que aparecía en una página.
-Es Joséphine Baker (la famosa bailarina de cabaret francesa) -le respondió.
Y agregó:
-Tu abuela la vio bailar desnuda en un teatro de Madrid.
"En ese momento, sentí que me faltaba el suelo debajo de los pies -cuenta Almudena-. Quedé atónita. Yo me había criado en un colegio de monjas, en un país asfixiante, ¡y mi abuela había visto a Baker desnuda en Madrid! Ahí descubrí que el progreso no es una línea recta. Yo pensaba que era más moderna que mi madre y mi madre, más que mi abuela. No. Desde entonces, he intentado entender en qué clase de país me ha tocado vivir. He buscado rescatar los hilos de la memoria".
Eso son sus novelas.
***
Hace años que mi cara no me sorprende ni siquiera cuando me corto el pelo...
Así comienza 'Atlas de geografía humana', novela protagonizada por cuatro mujeres que trabajan en una editorial y redactan fascículos de geografía. No es un escenario extraño para Almudena, que se graduó en Geografía e Historia y cuyo primer trabajo fue escribir para enciclopedias.
Estas cuatro mujeres, muy distintas entre sí, terminan apoderándose de las páginas, cada una con sus historias. Almudena escribió este libro en un momento clave de su vida: el aviso de su embarazo, los meses de espera, el nacimiento de su hija Elisa, la lactancia. Una tarde, paseando a su bebé en coche por las calles de Madrid (hoy, Elisa tiene 15 años), y habiendo puesto ya punto final a Atlas, pensó:
-¿Y ahora qué?
Ella misma se respondió:
-Ahora, nada.
Sintió que no tenía más que contar. Había agotado el filón de la crónica sentimental. No tenía sentido repetirse. Si lo hacía, se aburría ella, aburría a los lectores y degradaba sus libros anteriores. Tenía que encontrar un nuevo registro.
Pasó varios meses aterrada, llena de miedo, hasta que apareció la idea de la que sería su siguiente novela, la que cambió su rumbo narrativo, que se volvió su obra bisagra y le significó "agarrar el tema de la memoria por los cuernos" (su verdadera obsesión). La tituló 'Los aires difíciles'.
Muchos cambios llegaron con esta obra. Primero, el método: con una niña recién nacida, Almudena no podía pasar horas enteras frente al computador. Comenzó, entonces, a planear la novela tomando notas en un cuaderno. "Así descubrí el mejor método. Desde ese momento, no volví a tener crisis en las novelas. Las paso antes, en el cuaderno".
También hubo un cambio en sus personajes. Hasta ese momento, sus protagonistas eran heroínas luchando solas contra el universo. Los protagonistas de Los aires difíciles, en cambio, son personas capaces de lo mejor y lo peor. "Me di cuenta de que me interesaban más esos personajes que reflejan la condición humana, esos que pueden llegar a hacer lo más bello por alguien, pero también cosas horribles. Me la paso mejor con ellos".
Sabía de sobra cuál era la mecánica que activaba cada accidente de tráfico. (...) Sabía que nadie se despide oficialmente de la vida hasta que varios desconocidos consienten en que se haya muerto del todo, se lee en este libro.
A partir de Los aires difíciles, Grandes se sintió en control sobre lo que escribía. "Madurar como escritor también es aprender a dominarse a sí mismo. Es escribir libros en los que las virtudes brillan y las limitaciones no se notan".
Sus novelas son de estructura compleja, laberíntica, minuciosamente estudiada. Es lo que más le importa a ella, el armazón. Le preocupa más que los personajes y que el argumento. Las suyas son historias dentro de historias dentro de historias. "Creo que tiene que ver con mi forma de pensar, con la estructura de mi cabeza. Yo me tengo por una persona inteligente, pero no soy especialmente rápida. No soy la que descubre el camino más rápido entre el punto A y el B. Cuando llego al B, ya he pasado por el H, el C, la X. Tengo una tendencia a pensar en espiral. Así escribo".
Y no narra como si estuviera en una carrera de cien metros, sino en una maratón. Y mientras lo hace, mira todo.
***
Su siguiente obra, 'El corazón helado', es la que más la ha marcado porque es la que ha estado más cerca de su propia historia. Grandes no ha escrito novelas autobiográficas, pero tiene claro que todo ha nacido de ella. "Hay un adagio en mi oficio que dice que solo se puede escribir lo que se recuerda. Es verdad. Si no encuentras dentro de ti una fibra que te permita sentir con el personaje, no puedes contar lo que le está pasando. Toda ficción es autobiográfica. El único material al que se puede acudir es a nuestra memoria. Por eso, escribir es un trabajo de excavar y escavar dentro de sí mismo".
-¿Se escribe siempre la misma historia?
-Los temas de la literatura son muy pocos. Desde que existe, escribimos de lo mismo. Lo que ocurre es que escribir es mirar el mundo y contar esa mirada. Y cada escritor ve cosas distintas. Con su siguiente obra, 'Inés y la alegría', Almudena inició una serie de seis novelas sobre la posguerra española. Acaba de publicar el segundo título, 'El lector de Julio Verne' (protagonizada por un niño), y ya trabaja en el tercero. "Son novelas que cuentan el periodo más atroz de mi país, pero no son tristes, porque están narradas por gente que cultivó la esperanza, que decidió vivir del lado de la luz así pagara un precio por ello".
-¿Las novelas le han cambiado la vida?
-Se suele decir que las novelas cambian a los lectores. Pero también cambian a los escritores. Las novelas que escribes te afectan. A veces, mucho. Te cambian desde el punto sentimental y literario. Eso es bueno. Pero lo importante es aislar la vida real de la vida del libro. A lo mejor, cuando un personaje tuyo triunfa, tú estás hundida en la tristeza.
-Difícil, eso.
-Es una característica del oficio. La gloria y la miseria de este oficio es la soledad.

Almudena Grandes / Episodios de una escritora combativa

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Almudena Grandes
BIOGRAFÍA
EPISODIOS 
DE UNA ESCRITORA COMBATIVA

Almudena Grandes vino a Colombia a hablar de erotismo. Y uno podría pasar conversando con ella horas sobre eso. Mejor no: el mérito de su prosa es lograr que España se reconcilie con su pasado de sangre y de guerra. Letras políticas.



Érase una vez la guerra

Almudena Grandes tenía sólo doce años cuando entendió el significado de la República. Estaba en la cocina con su madre, y mientras ambas dejaban en su punto la masa de unas galletas, la niña alcanzó a ver una foto en blanco y negro de Josephine Baker, una sensual bailarina afroamericana de comienzos del Siglo XX, célebre no sólo por sus curvas de vedette sino por encarnar un verdadero escándalo de su tiempo: se decía que era lesbiana y sus faldas sobre el escenario se elevaban por encima de las rodillas. Aquello era menos que imperdonable en los años clericales años 20.


“Tu abuela la vio bailar”, alcanzó a escuchar la chica después de alzar la vista del retrato. Algo debía andar mal, en todo caso, pensó: “¿Cómo era posible que mi abuela asistiera con mi abuelo al espectáculo de una mujer desnuda, que a veces cubría los pezones de sus senos sólo con un par de estrellas, en un teatro de España?”.

Cómo era posible si ella, la pequeña Almudena, sentía a diario en su Madrid natal los reproches de un régimen ultraconservador que entendía las artes más como una expresión del comunismo que como una manifestación del espíritu.

Entonces la República, concluyó, venía a ser lo mismo “que la vanguardia”. Y entonces la España de su tiempo —esa que comenzó a correr desde 1936 cuando el generalísimo Franco asumió el poder— era una nación encapsulada “que permaneció estancada por culpa de una dictadura de casi cuatro décadas”. Con los años acabó por admitirlo, consternada: “Mi abuela fue más moderna que yo”.

Ella misma es consciente de que fue, tal vez, el primer acto político de una mujer —a la postre una de las plumas más leídas de su país— que a sus 50 años sigue parada sobre la convicción de que España necesita una reconciliación profunda con su pasado. “La falta de reflexión ha sido el mayor de nuestros problemas. Nos ha costado mirarnos al espejo. Mientras oficialmente se siga sin aceptar cuál ha sido la evolución histórica de este país, los españoles continúan sin saber, precisamente, sobre qué país están parados”.

El que Almudena transita está plagado de historias que detallan los horrores de las víctimas de la Guerra Civil. Las ha buscado, unas; otras le han llegado casualmente y varias más las ha investigado con disciplina de budista. En todos los casos, después de escucharlas y confrontarlas, ha hecho lo único que sabe hacer, pese a que un cartón de la Universidad Complutense de Madrid certifique que se graduó en geografía e historia: escribir.

Desde hace más de una década, Almudena Grandes emprendió una tarea editorial que busca sacudir de la modorra a esa “España desmemoriada”. En 2002 arrancó con paso firme y le presentó al mundo ‘Los aires difíciles’, novela aplaudida por la crítica que retrata el perfil de Sara Gómez, una mujer que lo perdió todo, incluso a su familia, por culpa de la guerra que desencadenó, lo sabemos de sobra, la era franquista.

Tras cinco años de investigación y documentación histórica, en 2009 publicó ‘El corazón helado’ —uno de los libros más vendidos de España en los últimos cinco años y para muchos de sus lectores una de sus novelas más ambiciosas—. Mil páginas en las que reconstruye la confrontación de dos familias opuestas ideológicamente, que vivieron de distinta forma la Guerra Civil, el exilio, la dictadura y la transición a la democracia. La novela recoge casi un siglo de vida de España, desde la II República, pasando por la Segunda Guerra Mundial, hasta llegar a los 70, cuando acaba la dictadura.

El año pasado anunció otra empresa literaria de mayor aliento: una serie compuesta por seis novelas a la que bautizó ‘Episodios de una guerra interminable’.

Y cumplió. En septiembre vio la luz la primera de ellas, ‘Inés y la alegría’ (Tusquets). Esta vez, una historia de amor enmarcada en un episodio real de la Guerra Civil poco documentado en los libros: la invasión del Valle de Arán a manos del ejército de la Unión Nacional Española liderada por el Partido Comunista.

Episodio que, según la escritora, de haber sido valorado en su real magnitud —“imagínese, arrebartarle a Franco un pequeño valle de esa España que él creía intocable”— habría cambiado para siempre el curso de la Guerra Civil y, de alguna forma, el papel de España en la Segunda Guerra Mundial, que se declaró neutral, pese a su clara simpatía por las ideas fascistas de Hitler y Mussolini.

Almudena, uno siente que su generación se abrogó, desde diferentes disciplinas artísticas, la misión hacer una tarea de revisionismo histórico. Pero no es menos cierto que una parte de la sociedad española no quiere saber nada de ese pasado. Pensemos en el juez Baltazar Garzón: quiso reabrir el debate de las víctimas, pero muchas autoridades le cayeron encima... 

Es cierto. Como también que en literatura ya se ha escrito mucho sobre la Guerra Civil. Pero creo que es un momento de la historia de España sobre la que es necesario mostrar otras cosas, algo distinto a las historias heroicas. En esa guerra se escribieron otras menos románticas y más brutales que aportan claves para entender a España. ¿Qué nos falta? Escribir, por ejemplo, sobre las incidencias de la guerra en la configuración de este país como nación. Fue una guerra feroz, que mató a un millón de personas y muchísimas más cosas en todos los órdenes. Muchos españoles se han desentendido, pero aún padecemos las consecuencias de la Guerra. La transición en realidad no fue ninguna transición, nunca se discutió ni se debatió. Y la monarquía quedó como gran defensora de la democracia y se concluyó que lo mejor era pasar página. ¿Por qué existe hoy un límite a la libertad de expresión, por qué no se puede cuestionar a la monarquía? Pues una consecuencia de la Guerra Civil.

Érase una vez una escritora

El día que conversó con GACETA, un sábado en la mañana, Almudena se encontraba en Barranquilla. Era una de las invitadas internacionales a la quinta edición del Carnaval Internacional de las Artes, ese sueño intelectual que hizo posible el periodista caribe Heriberto Fiorillo y que durante cinco días invita a medio país a pensar y a conversar.

Y a eso venía Almudena, a conversar. Ese mismo sábado se sentó en el Teatro Amira de la Rosa con el novelista colombiano, residente en Madrid, Marco Schwartz, para hablar sobre literatura erótica.

Había fundadas razones para que la española aceptara intercambiar ideas al respecto. Su desparpajo intelectual, tal vez. Quizás la más poderosa haya sido la publicación en 1989 de ‘Las edades de Lulú’, un relato de corte erótico que le mereció el premio La Sonrisa Vertical y que terminó en el cine, un año después, de la mano de Bigas Luna, célebre por filmes como ‘Jamón jamón’, película interpretada por Penélope Cruz.

Almudena tenía sólo 28 años y esa, su primera novela, que fue traducida a 19 idiomas, la ubicó de inmediato como una de las grandes promesas de las letras de España.

La culpa, lo ha confesado ella, es de Benito Pérez Galdós, novelista, dramaturgo y cronista; el mayor representante de la novela realista del Siglo XIX. Los libros lo reseñan como uno de los más importantes autores en lengua española. Ella es más contundente: “Es el más grande después de Cervantes”.

La Almudena que terminó en la inmensa biblioteca que atesoraba su abuelo era una chica de 15 años, casi indomable, que renegaba de leer sólo lo que la dictadura permitía. La entrada a aquel lugar fue entonces como cruzar las fronteras de su país para caminar a sus anchas por un territorio sin restricciones. Y fue en la inmensidad de ese lugar que se topó con las obras completas de Pérez Galdós.

“No lo supe en un comienzo —recuerda Almudena—. Cuando entré a la biblioteca cogí lo primero que encontré, guiada sólo por la curiosidad. Siempre he creído que ese momento tuvo algo de providencial. El libro que terminó en mis manos era ‘Tormento’, una de sus grandes novelas, un libro difícil, es la historia de un cura que abusa de una huérfana desamparada. Un cura que miente, que tiraniza”.

Hasta ese momento, Almudena había leído algunos libros que compraba con sus ahorros. Libros de bolsillo. “Pero estos de Pérez Galdós estaban hechos para los que de verdad se enfrentan a la dura faena de leer. Densos y en papel de Biblia. Cuando llegué a la última página de ‘Tormento’, lo supe enseguida: Pérez había sembrado en mí el veneno de la novela”.

Y así como en 1873, el célebre autor editó ‘Episodios nacionales’, un intento de entender la memoria histórica de los españoles, en el que reflejaba la vida íntima de éstos en el Siglo XIX, Grandes se embarcó en ‘Episodios de una guerra interminable’, ese gran proyecto de seis novelas que terminará de publicarse, aspira, en 2017. Tras ‘Inés y la alegría’, llegará —también con Tusquets— ‘El lector de Julio Verne’, la segunda entrega de la saga.

Mientras se asoma a las librerías, ahí están sus otros libros. ‘Malena es un nombre de tango’, editado en 1994 y que también fue llevado a la gran pantalla. Están sus recopilaciones: uno de artículos periodísticos, ‘Mercado de Barceló’, publicados en El País, de España. Y otro de relatos, ‘Modelos de mujer’, en el que se destaca ‘El lenguaje de los balcones’, inspirado en un poema de su esposo Luis García Montero —también escritor— que sirvió de materia prima para la película ‘Aunque tú no lo sepas’.

Para el crítico literario Andrés Zambrano, hablar de la literatura de Almudena Grandes es hablar “de un prosa densa y extraordinariamente bien documentada. Sus libros tienen el valor de contar la España contemporánea, siempre dejándonos a los lectores de públicos tan lejanos como Colombia luces para entenderla”.

Con mayor o menor intensidad, esas claves aparecen en ‘Atlas de geografía humana’, ‘Los aires difíciles’, ‘Castillos de cartón’ y ‘Corazón helado’, sus títulos recientes. “Y pensar que a mí me cuesta tanto escribir”, dice Almudena.

Érase una vez un libro

‘Inés y la alegría’ llegó a Colombia en diciembre pasado. Es un relato voluminoso, más de 700 páginas. Su autora la resume como la vida de una mujer que hace cinco kilos de rosquillas, roba un caballo, una pistola, y se une a un ejército guerrillero. Pero el profesor de literatura del colegio Gimnasio Moderno de Bogotá, Jorge Iván Parra, cree más bien que es uno de los relatos, inspirado en la Guerra Civil Española, mejor logrados. “Ella bebe de la ficción las herramientas de la arquitectura de la novela, pero de la historia española todo el acervo para que ese relato nos parezca tan real”.

Andrés Zambrano está de acuerdo. Pero cuestiona en la obra el que esté “demasiado politizada y casi militante”, como consecuencia de la evidente simpatía de Almudena por la República. “El mundo no es en blanco y negro, siempre habrá grises”, asegura el crítico.

¿Sí es Almudena una republicana tan radical?

Hay muchas razones para serlo. A comienzos de los años 30, España era un país modelo, la punta de lanza de Europa, culto y con una legislación que sus vecinos envidiaban. Pero eso no es lo que enseñan en los colegios. Se nos vende que la República son unos obreros ignorantes que quemaban iglesias. Siento que a los españoles nos están robando parte de nuestra historia.

¿Será que de pronto a los intelectuales ya no les importa tanto el poder y a usted le cuestionan que lo critique tanto?

Puede ser. Hace algunos años, las opiniones de los intelectuales tenían tanta importancia que terminaban por ser tenidas en cuenta por los poderosos. Ahora, los intelectuales nos la pasamos firmando manifiestos, pero no se logra nada. Los españoles siguen caminando de espalda a su pasado.

En ‘Inés y la alegría’ queda clarísima su simpatía por las ideas de izquierda. ¿No es complicado asumir esa posición en país con tantas heridas abiertas? 

No. La ideología es uno de los ingredientes esenciales de la dignidad. Para mí el comunismo es sinónimo de coraje.

Almudena, usted sueña con que los españoles aprendan de su pasado, ¿es en realidad la novela un medio eficaz para lograrlo? 

No es la novela, es el arte en sí el que nos ayuda. Ojalá con lo que escribo pudiéramos reconciliarnos con ese pasado que no queremos repasar, y fundar entre todos la Tercera República, una donde no haya monarquías ni dictadores.


ESQUINA DE LETRAS




García Márquez / Aquel 7 de mayo

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Gabriel García Márquez
según Fernando Vicente

Gabo, aquel 7 de mayo


Un recuerdo de una noche de cumpleaños junto al Nobel colombiano



Cuando Joaquín Sabina llamó a mi marido, yo estaba cocinando y apenas capté algunos fragmentos de su conversación. Al principio creí que quería disculparse, pero Luis vino enseguida a la cocina para contarme que Joaquín había recibido la llamada de un amigo que acababa de llegar a Madrid, y como no quería perderse la fiesta, se lo iba a traer a casa. Aquel día, 7 de mayo de 2005, yo cumplía 45 años y había decidido celebrarlo. Jamás me habría atrevido a esperar una celebración semejante.
El amigo de Joaquín era Gabriel García Márquez, y al escuchar su nombre me quedé paralizada con una cuchara de madera en la mano, ante la sartén donde una bechamel hervía despreocupada, llenándose alegremente de grumos. Cuando logré reaccionar y empecé a batirla con energía, Luis me advirtió que Joaquín le había pedido que no abrumáramos a Gabo, que no nos lanzáramos a una sobre él, que le dejáramos respirar, porque estaba cansado de ser siempre el centro de atención en todas partes. Yo aún no me lo podía creer, pero con las manos temblorosas del susto y la emoción, fui llamando, uno por uno, a mis invitados para anunciarles que se iban a encontrar con Gabo y que tenían que dejarle en paz. Y todos, menos Benjamín Prado, que no atendió al teléfono, fueron reaccionando con la misma mezcla de asombro y excitación mientras me aseguraban, en el tono que los niños pequeños usan para dirigirse a su maestra, que iban a portarse bien, bien, muy bien.

Aquel fue un regalo de cumpleaños maravilloso, una historia inolvidable
Aquella noche, con la única excepción de Benjamín, que había ido al Bernabéu a ver jugar al Madrid, los invitados llegaron antes de la hora acordada. Joaquín también fue puntual. Con él, en una guayabera de algodón de tono crudo, llegó García Márquez con su mujer, Mercedes, y la familia Buendía, con Úrsula, con el Coronel, con el Patriarca, con la cándida Eréndira y su abuela desalmada, y Fermina, y sus enamorados, y Sierva María de Todos los Ángeles. Eso fue lo que yo vi, lo que sentí al verle avanzar por el pasillo de mi casa, aunque después todo fue muy sencillo. Gabo era un hombre extremadamente simpático, que sólo quería tomarse una copa y pasárselo bien. Al principio, no le resultó fácil.
Me había puesto tan nerviosa que volví a la cocina, mi gran refugio, y tardé unos minutos en reunirme con los demás para contemplar una estampa asombrosa. Todos mis amigos, apiñados de pie en el salón, miraban hacia el comedor, donde Gabo estaba sentado a la mesa, completamente solo. Ahora comprendo que aquella soledad era una muestra suprema de la admiración de unos lectores que miraban de lejos a su autor idolatrado, una presencia tan imponente que ni siquiera se atrevían a acercarse a él, pero en aquel momento les regañé a todos en voz baja. "Una cosa es que no le abruméis y otra que no le hagáis ni caso", les dije, y mi querida Rosana Torres dio un paso al frente, se sentó a su lado y rompió el hielo. Al rato, todos rodeábamos a una distancia cómoda, eso sí, al escritor que nos había marcado tantas veces, y de vez en cuando, sin que él se diera cuenta, algunos se colocaban detrás de su silla para que Jime Coronado, la mujer de Sabina, les hiciera una foto con Gabo como si estuviera fotografiando la casa. Y entonces, llegó Benjamín.
-No os lo vais a creer –nos dijo a Luis y a mí, que estábamos, una vez más, en la cocina-, pero ahí fuera hay un tío que es clavado a García Márquez.
-No es clavado. Es García Márquez –le contestamos para ver cómo se llevaba las manos a la cabeza.
-¿Y a quién vais a invitar a la próxima fiesta, al fantasma de Lorca? Porque esto no se mejora fácilmente...
Gabo, aquel 7 de mayo, fue un regalo maravilloso, una historia inolvidable, de ésas que da gusto contar. Sobre todo porque, al día siguiente, llamó a mi editora, Beatriz de Moura, para decirle que había estado en mi cumpleaños y se había divertido mucho. Hacía tantos años, añadió, que no estaba en un sitio donde me hicieran tan poco caso... Entonces supe que habíamos hecho las cosas bien y me sentí muy feliz, por él, por mí, por Luis, por Joaquín y por todos los demás.
Tuve la suerte de volver a ver a Gabriel García Márquez otras veces, la última en Cartagena de Indias, en enero de 2010, en un restaurante pequeñito, al borde de la playa, donde un grupo tocaba en directo música del Caribe colombiano. Aquella noche ya no se acordaba de mi cumpleaños, pero nos divertimos mucho, y salimos a bailar, y me sentí de nuevo una privilegiada por estar a su lado.
Pero ningún privilegio, ni entonces, ni hoy, ni en lo que me queda de vida, podrá compararse al abrumador deslumbramiento que representó la lectura de Cien años de soledad para una adolescente que había cumplido diecisiete años un 7 de mayo.



Coetzee y Paul Auster muestran sus cartas en Buenos Aires

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J. M. Coetzee

J. M. Coetzee y Paul Auster 

muestran sus cartas en Buenos Aires

El Nobel sudafricano y el narrador estadounidense leen parte de su intercambio epistolar en el acto central de la Feria Internacional del Libro



    J. M. Coetzee (izquierda) y Paul Auster, durante el diálogo que mantuvieron en la Feria del Libro de Buenos Aires. / CORTESÍA FEL BUENOS AIRES/OSCAR A. VERDECCHIA
    ¿De qué hablan dos escritores cuando nadie los mira? ¿Qué cuentan cuando no trabajan en sus libros? ¿Cómo forjan una amistad hasta el hueso, viviendo en dos ciudades tan distantes como Nueva York y Adelaida? Algunas pistas sobre estas cuestiones deslizaron el Nobel surafricano J.M. Coetzee y el narrador estadounidense Paul Auster, ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006, el domingo por la noche, ante más de mil espectadores devotos que empezaron a hacer fila seis horas antes de la cita. ¿La ocasión? Su presentación en el acto central de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que festeja por todo lo alto sus primeros 40 años.

    Publicitado como un diálogo, el encuentro fue en realidad una lectura compartida de una exquisita selección de las cartas que ambos autores cruzaron entre 2008 y 2011, publicadas en Aquí y ahora (Anagrama & Mondadori). Y comprobó que conversan por escrito sobre preocupaciones tan variopintas como fieles a sus obsesiones literarias.
    El azar, uno de los grandes temas de Auster, esa “mecánica de la realidad” que educa en la idea de que cualquier cosa puede suceder en cualquier momento (motor de El cuaderno rojo, su libro de relatos reales), abrió la noche. “¿Cuántas posibilidades había, me pregunté, de conocer a alguien en un festival francés de cine, y luego, solo unos días después, encontrarme otra vez con él en una feria del libro de Chicago?”, reflexionó el autor de La trilogía de Nueva York, al leer una carta de diciembre de 2008. El asombro se multiplicaría cuando a esos encuentros con Charlton Heston –actor “rígido, poco convincente y presuntuoso”, de ideas políticas “abominables” –, siguió el tercero de la semana, en un hotel de Manhattan. “¿Cómo debo interpretar esto, John? ¿Te pasan a ti estas cosas, o es solo a mí?”
    No, a Coetzee no le pasan cosas así. Cuando su amigo Paul le escribe sobre deportes –béisbol, fútbol– y exalta “los placeres de la competición”, él piensa en el ajedrez, es decir, más que en el esfuerzo físico en el intelectual. Así lo contó esa noche, mientras afuera sus palabras eran seguidas en pantalla gigante –sentados sobre el pasto, botellines de agua en mano y en perfecto silencio–, por quienes no lograron uno de los 950 asientos de la sala Jorge Luis Borges. La última afiebrada partida de ajedrez que jugó, encorvado hasta el amanecer a bordo del barco que lo llevaba por primera vez a los EE. UU., alejó a Coetzee de esa práctica, y lo convenció de que competir supone “un estado de posesión en el que la mente se ofusca”. Hoy abraza “una visión ideal” en la que “uno se reprime de infligir la derrota a un oponente porque la derrota es algo vergonzoso” y humillante, imponerla.
    Milimétricamente atildado, profesor de literatura, abstemio, vegetariano, tímido profesional, ganador de varios premios Booker y del Nobel en 2003, autor de doce novelas, entre ellas las memorables Vida y obra de Michel K y Desgracia, Coetzee es un académico a la vieja usanza, que eligió Australia para vivir en 2002. Auster, en cambio, “tiene calle”, como se dice aquí. Luce sus excesos: el tabaco fumado, el alcohol disfrutado y la leyenda de haber sido marino en un barco petrolero y poeta hambreado en París, sobreviviendo de traducciones, allá por los 70. Leído en más de 40 idiomas, conoce el periodismo, ha trabajado para cine y filmado él mismo. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) rara vez concede entrevistas y casi siempre por escrito. Auster (New Jersey, 1947) las da, aunque luego, confiesa, no recuerda lo que dice en ellas.
    Coetzee prefiere hablar en sus libros y quedar al margen de las interpretaciones de la crítica sobre los temas recurrentes de sus novelas y ensayos, cuestionadores del apartheid durante la vigencia del régimen, y en los cuales no se edulcora la violencia, el bien y el mal nunca se encuentran en estado puro y la memoria, el deseo, la vejez y los secretos del oficio de narrar se desmenuzan con una prosa tan incisiva como elegante.
    Ese contrapunto funciona y las cartas que eligieron releer el domingo lo despliegan. Así, si para Coetzee una palabra como “mandrágora”, gracias a la poesía y a Keats, “evoca éxtasis y muerte”, la Calle 55 connota “anonimato”. Para Auster, en cambio, la sola mención de esa calle neoyorquina desata una catarata de imágenes placenteras: desde un encuentro erótico juvenil en el hotel St. Regis hasta un almuerzo con la actriz Vanesa Redgrave, que interpretaría un papel en su películaLulu on the Bridge. “Cada calle, cada casa, cada habitación tiene una vívida existencia real en mi cabeza”, contó Auster. Incluso, cuando lee: “Tiendo a poner los personajes en lugares que conozco personalmente.” Coetzee es menos detallista: “No tengo mucha idea de cómo es ninguno de los personajes adultos de mis novelas, por ejemplo, de qué clase de infancia tuvieron, igual que no tengo ni la menor idea de lo que les va a pasar después de que termine el libro.”
    Favorito de muchos lectores argentinos, Coetzee brindará mañana una conferencia para acompañar la salida de El ayudante, de Robert Walser, uno de los once títulos de su Biblioteca Personal, editados exclusivamente en el país por el sello El hilo de Ariadna, con prólogos suyos. Pero eso será esta tarde, a las 19. Aún resuenan en el aire sus últimas palabras del domingo, que son también las dos emocionantes líneas que cierran el libro de cartas: “El mundo sigue enviándonos sorpresas. Y nosotros seguimos aprendiendo. Fraternalmente, John.”



    Feria del Libro de Buenos Aires 2014

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    Feria del Libro de Buenos Aires 2014
    Foto de David Fernández

    ‘Batucada’ literaria en Buenos Aires

    Quino abre la 40ª Feria del Libro, que homenajea a los autores de São Paulo

    Tras dos años de ausencia, España vuelve a la cita


      En la ciudad que alberga un buen manojo de las más bellas librerías de América, en la misma urbe donde los cafés parecen bibliotecas de tanta gente como se engolfa en la lectura, comenzó el jueves la Feria del Libro de Buenos Aires. Durante tres semanas buena parte de la cultura argentina gravitará alrededor de los 45.000 metros cuadrados donde se ubica el predio de La Rural. Ese mismo espacio donde en otra época del año los ganaderos muestran sus mejores sementales ahora se verá invadido por ese invento que Jorge Luis Borges llamó el instrumento más asombroso del hombre, una extensión de la memoria y de la imaginación. El libro.
      Hasta el 12 de mayo irán llegando cientos de escritores que se repartirán entre más de mil actividades. Una vez más, como cada año, más de un millón de personas pagarán por entrar en la Feria. No es muy caro el precio: 25 pesos (unos dos euros) vale la entrada los días laborables y 40 los festivos. Pero hay que pagarlo. Y el público no suele fallar. Así lo ha venido haciendo durante décadas hasta completar 40 años que son los que cumple esta semana la Feria.
      El encargado de abrir la fiesta fue el padre de una niña que también anda de celebraciones, ya que el próximo 29 de septiembre su hija cumplirá los 50 años de vida: el dibujante Joaquín Salvador Lavado, alias Quino, creador de Mafalda. Quino encontró una razón muy sencilla para explicar la vigencia de su personaje: “El mundo comete los mismos errores”.
      Hoy acude Arturo Pérez Reverte para charlar sobre su última novela, El francotirador paciente, junto a su amigo el periodista y escritor argentino Jorge Fernández-Díaz. Y mañana mantendrán un diálogo el estadounidense Paul Auster y el Premio Nobel sudafricano J.M. Cotzee. La conversación será una especie de epílogo del cruce epistolar que ambos mantuvieron entre 2008 y 2011 y cuyas cartas dieron lugar al libro Aquí y ahora.

      Joaquín Salvador Lavado, Quino, el 'padre' de la popular Mafalda, en la inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires. / DAVID FERNÁNDEZ (EFE)
      Irán llegando también la novelista española Almudena Grandes, el cubano Leonardo Padura, el mexicano Mario Bellatin, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, los chilenos Pedro Lemebel y Diamela Eltit, el boliviano Edmundo Paz Soldán, el colombiano Darío Jaramillo, el puertorriqueño Eduardo Lalo y el peruano Iván Thays, entre muchos otros. Para aquellos que se hayan quedado con ganas de saber algo más sobre Gabriel García Márquez, el novelista y periodista de este diario Juan Cruz pronunciará una charla sobre el Nobel colombiano.
      Pero la auténtica avalancha de artistas llegará desde la urbe más poblada de América. El año pasado la ciudad invitada fue Amsterdam y esta vez será São Paulo. Y con São Paulo aterriza toda la vitalidad de lo que se dio a conocer como la “literatura de la periferia”. No podía faltar a la cita Ferréz, nombre artístico del padre de ese movimiento. Ferréz, o Reginaldo Ferrera da Silva, nació en 1975 en una favela de São Paulo donde poco a poco se le fueron muriendo casi todos los amigos de la infancia. Su madre, después de limpiar casas, escribía versos como este en los paños de cocina: “El corazón de los otros es una tierra por donde nadie camina”. Él decidió seguir viviendo en la favela de Capão Redondo, publicó en 2003 la novela Manual Práctico del odio, creó un centro cultural en el barrio y acuñó el término de “literatura periférica” bajo el lema “oro mundial de jóvenes negros y de pobres”.
      A partir de Ferréz se empezaron a organizar en la ciudad decenas de “saraos”, una especie de tertulias de creadores organizadas generalmente en bares de São Paulo reconvertidos en centros culturales. A la Feria llegarán cuatro saraos con 25 integrantes cada uno. Y además, van a concurrir escritores tan heterogéneos como Heloísa Prieto, Reinaldo Moraes, Juliana Frank, Ricardo Lisias, Arnaldo Antunes y Luiz Ruffato.
      Gabriela Adamo, directora de la Feria, recuerda que en Argentina, después de la crisis de 2001, también surgieron cooperativas donde se intercambiaban cualquier tipo de alimentos, objetos o ideas. “Ahí se se empezaron a dar clases de teatro y se recuperó buena parte de la cultura argentina”, recuerda Adamo. “Esta literatura periférica de São Paulo tiene un sentido similar: recuperan barrios en crisis a través de actividades culturales. Me parece muy interesante el trabajo de las pequeñas y jóvenes editoriales brasileñas que publican estos libros. Y también las que lo están traduciendo en Argentina. Hay una, Corregidor, que ha hecho las 40 ferias con nosotros. Sigue siendo una editorial pequeña, pero muy metida en esta movida novedosa y joven”.
      Pero la fiesta no se detiene solo en Brasil. “Si se imprimiera todo el programa de actividades ocuparía 75 páginas”, señala la directora de la Feria. “Tener en el primer fin de semana a Pérez Reverte, Auster y Coetzee ya es un logro inmenso”. Adamo se muestra contenta de que España haya vuelto a la Feria. “Hace dos años que no venía. La versión oficial es que su ausencia se debía a la crisis económica de España. Pero una feria internacional del libro en Latinoamérica sin la presencia de España era un despropósito”.
      Adamo no disimula la alegría ante la llegada del capítulo 40º. “Cumplir 40 años sin interrupciones en un contexto como Argentina es algo digno de festejarse. Crecer y sumar el compromiso del público es un motivo de gran orgullo y alegría. Y eso es lo que estamos transmitiendo en la Feria”.



      Juan Cruz / El misterio de Tomás Eloy Martinez

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      Tomás Eloy Martínez
      según César Carrizo

      El misterio de Tomás Eloy

      La Feria del Libro de Buenos Aires evoca la figura del autor de 'Santa Evita'



        El escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez. / ULY MARTÍN
        A los últimos días de Tomás Eloy Martínez, que murió en Buenos Aires el 31 de enero de 2010 a los 75 años, se le podría aplicar la misma descripción que él hace del poeta Saint-John Perse cuando lo retrató enfermo y desvaído, en su cama. Esa descripción, publicada por Martínez en un periódico en 1975, está en su libroLugar común la muerte: “Solo sé que de pronto, como en el interior de un relámpago, vi a Saint-John Perse envuelto en luz sobre la cama, inmóvil, con esa paz perfecta que solo fluye de las estatuas; vi también su voz levitando sobre la vajilla de porcelana, oí el aliento de una sangre que estaba más viva que la mía. Y sentí que debía callar, que el estrépito de cualquier palabra podía convertirnos en polvo”.
        Así vio al propio Tomás eloy, periodista, escritor, autor de Santa Evita y La novela del general, su joven colega argentino Jorge Fernández Díaz, a quien Martínez convocó para despedirse, quince días antes de su muerte. Ya era un hombre al que solo le funcionaba el cerebro “y se arrastraba literalmente hasta la mesa de escribir” para seguir a diario, línea a línea, su última novela ya incompleta, El olimpo. En la Feria del Libro de Buenos Aires, que tiene a Tomás Eloy Martínez como uno de sus patrones laicos, Fernández Díaz evocó este domingo esa figura “del maestro que no cesó nunca de serlo” envuelta además en la atmósfera de un misterio que él mismo no se ha atrevido a desvelar. Lo llamó a tomar el té, le preguntó por sus propios proyectos (como hacía siempre cuando estaba con otros, discípulos o no) y le entregó una caja que contenía un secreto. Jorge Fernández Díaz no sabe qué es, “guardé la caja en mi escritorio de La Nación [el diario para el que trabaja] y aún hoy no me atrevo a abrirla”.

        De ese misterio se sabrá algún día, quizá. Pero de lo que se sabe (y se volvió a saber el domingo, en medio del ajetreo de una feria que es también símbolo de la resurrección del libro entre los rumores de su muerte improbable) es del magisterio de Martínez, que se concentra, además, en ese libro, Lugar común la muerte, en el que él recogió el resplandor de Perse, el asma de Lezama, la indecisión de Roa Bastos, la fragilidad de Manuel Puig o la lucha feroz y mortal contra el insomnio del poeta venezolano Ramos Sucre. Lugar común la muerte, que trata de todos esos autores y mucho más, fue propuesto allí como un libro de estilo para entender la sutileza de las descripciones de Tomás Eloy Martínez y también como un libro de estilo para los periodistas. Él fue profesor de la Fundación Nuevo Periodismo de García Márquez (que dijo de él, como Salman Rushdie: “Fue el mejor de todos nosotros”), dirigió periódicos, escribió novelas, y tuvo siempre a gala saber menos que sus alumnos, a los que preguntaba como un chaval cuando era su maestro. De ese libro del que se habla menos que de Santa Evita, la obra cumbre de su narrativa, se podía decir lo mismo que Álvaro Mutis le gritó a Gabo cuando le fue a llevar Pedro Páramo de Rulfo: “¡Lea esto y aprenda, carajo!”
        Es un misterio fácil de descifrar (al contrario que la caja que recibió Fernández Díaz) por qué Tomás Eloy Martínez, autor de un estilo tan definido, tan atractivo y tan moderno, no es ahora, en el periodismo y en la narrativa hispanoamericana, una referencia de alto voltaje. Se dijo en la Feria de Buenos Aires. María O´Donnell, periodista que aprendió con él, explicó que Tomás Eloy “tenía una bellísima pasión por el oficio del periodismo”, Fernández Díaz señaló que “fue capaz de hacer más verdad la ficción que la realidad” en novelas como en las que edificó para siempre a Evita y a su marido el general Perón, y su hijo Ezequiel, que con sus hermanos mantiene, al lado de donde trabajó Borges, la Fundación Tomás Eloy Martínez, explicó que “amaba enseñar y eso era una expresión de su decisión de huir de todo envanecimiento”. Fue, resumió Fernández Díaz, “uno de los grandes escritores de todos los tiempos de Argentina”. Entonces, ¿a qué se debe ese misterio, por qué no tiene ese trono? Quizá, apuntó el propio escritor que recibió la misteriosa caja póstuma de Tomás Eloy, “porque la crítica está encerrada con sus juguetes y a que la Academia es esnob y endogámica y antes y ahora lo tienen postergado”.
        Ayer por la mañana, uno de sus grandes amigos, Paul Auster, fue a ver los papeles antiguos, el resplandor de la ausencia de Tomás Eloy Martínez, en la Fundación que lleva su nombre y en la que esforzados hijos y alumnos aventajados del maestro tratan de seguir subrayando sus enseñanzas, para periodistas, escritores y lectores, algunas de las cuales están, más vivas que el periódico del día, en una obra comoLugar común la muerte, en el que narró con un raro fulgor el estrépito de muchas vidas.







        Horacio Quiroga / La gallina degollada

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        Horacio Quiroga
        BIOGRAFÍA
        LA GALLINA DEGOLLADA




                 Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.


                 Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

                 El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

                 Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

                 Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

                 Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
        —¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
                 El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
                 —A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido.
                 Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
                 —¡Sí...! ¡sí...! —asentía Mazzini—. Pero dígame; ¿Usted cree que es herencia, que...?
                 —En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
                 Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
                 Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
                 Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
                 Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
                 Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
                 No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
                 Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
                 —Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que podrías tener más limpios a los muchachos.
                 Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
                 —Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
                 Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
                 —De nuestros hijos, ¿me parece?
                 —Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
                 Esta vez Mazzini se expresó claramente:
                 —¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
                 —¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo...! ¡No faltaba más...! —murmuró.
                 —¿Qué, no faltaba más?
                 —¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
                 Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
                 —¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
                 —Como quieras; pero si quieres decir...
                 —¡Berta!
                 —¡Como quieras!
                 Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
                 Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
                 Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
                 No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
                 Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
                 De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
                 Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
                 —¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
                 —Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
                 Ella se sonrió, desdeñosa:
                 —¡No, no te creo tanto!
                 —Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
                 —¡Qué! ¿Qué dijiste...?
                 —¡Nada!
                 —Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
                 Mazzini se puso pálido.
                 —¡Al fin!— murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
                 —¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
                 Mazzini explotó a su vez.
                 —¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
                 Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
                 Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
                 A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
                 El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
                 —¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
                 Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
                 —¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
                 Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
                 Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida a casa.
                 Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
                 De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
                 Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
                 Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
                 —¡Suéltame! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
                 —¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
                 —Mamá, ¡ay! Ma...
                 No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
                 Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
                 —Me parece que te llama —le dijo a Berta.
                 Prestaron oído inquietos pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
                 —¡Bertita!
                 Nadie respondió.
                 —¡Bertita! —alzó mas la voz ya alterada.
                 Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
                 —¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
                 Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso conteniéndola:
                 —¡No entres! ¡No entres!
                 Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

        (Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917)




        Horacio Quiroga / El almohadón de plumas

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        Fotografía de Pascal Baetens
        Horacio Quiroga
        BIOGRAFÍA
        EL ALMOHADÓN DE PLUMAS


                 Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

                 Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

                 La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

                 En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

                 No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

                 Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

                 —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

                 Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

                 Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

                 —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
                 Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
                 —¡Soy yo, Alicia, soy yo!
                 Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
                 Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
                 Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
                 —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
                 —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
                 Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
                 Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
                 Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
                 —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
                 Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
                 —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
                 —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
                 La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
                 —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
                 —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
                 Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
                 Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
                 Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.


        (Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)



        Horacio Quiroga / A la deriva

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        Horacio Quiroga
        BIOGRAFÍA
        A LA DERIVA



                 El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

                 El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

                 El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

                 El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
                 Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
                 —¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
                 Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
                 —¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
                 —¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
                 —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
                 La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
                 —Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
                 Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
                 Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
                 El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
                 La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
                 La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
                 —¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
                 —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
                 El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
                 El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
                 El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
                 El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
                 ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
                 Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
                 De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
                 Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
                 El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
                 —Un jueves...
                 Y cesó de respirar.


        (Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)


        Horacio Quiroga / El perro rabioso

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        Horacio Quiroga
        BIOGRAFÍA
        EL PERRO RABIOSO

                 El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron a un hombre rabioso que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un peón que cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como una fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de un modo horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.




                 Marzo 9.—

                 Hoy hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de noche en nuestro cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el de las dos horas que siguieron a aquel momento.
                 La casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como había dado desde el principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los primeros días de urgente instalación, que aserrar tablas para las puertas y ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a la espera de mayor desahogo de trabajo, mi mujer se había contentado —verdad que bajo un poco de presión por mi parte— con magníficas puertas de arpillera. Como estábamos en verano, este detalle de riguroso ornamento no dañaba nuestra salud ni nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la que da al corredor central, fue por donde entró y me mordió el perro rabioso.
                 Yo no sé si el alarido de un epiléptico da a los demás la sensación de clamor bestial y fuera de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido de un perro rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará en todos la misma fúnebre angustia. Es un grito corto, estrangulado, de agonía, como si el animal boqueara ya, y todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal rabioso.
                 Era un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor contrariedad, desde que llegáramos no había hecho más que llover. El monte cerrado por el agua, las tardes rápidas y tristísimas; apenas salíamos de casa, mientras la desolación del campo, en un temporal sin tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.
                 Con esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa había andado uno la noche anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches antes, un perro barcino había aullado feo en el monte. Había muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos mayor importancia al asunto, pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente desamparada nuestra casa a medio hacer. A cada momento salía al corredor para mirar el camino.
                 Sin embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó aquello. Había explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de perseguir a un perro en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un machetazo en la oreja, y el animal, al trote, el hocico en tierra y el rabo entre las patas delanteras, había cruzado por nuestro camino, mordiendo a un potrillo y a un chancho que halló en el trayecto.
                 Más noticias aún. En la chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada, otro perro había tratado inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un inmenso perro flaco había corrido a un muchacho a caballo, por la picada del puerto viejo. Todavía de tarde se sentía dentro del monte el aullido agónico del perro. Como dato final, a las nueve llegaron al galope dos agentes a darnos la filiación de los perros rabiosos vistos, y a recomendarnos sumo cuidado.
                 Había de sobra para que mamá perdiera el resto de valor que le quedaba. Aunque de una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta cosa horrible que presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente encapotado y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban al trote por la portera.
                 Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros del oficio —un tiro o una mala pedrada— han dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente jamás su marcha. Roban —si la palabra tiene sentido aquí— cuanto le exige su atroz hambre. Al menor rumor, no huyen porque esto haría ruido, sino se alejan al paso, doblando las patas. Al llegar al pasto se agazapan, y esperan así tranquilamente media o una hora, para avanzar de nuevo.
                 De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas, estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían el camino nocturno.
                 En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio hacia la portera, oí su grito:
                 —¡Federico! ¡Un perro rabioso!
                 Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí sin volver el cuerpo para ir a buscar la escopeta, pero el animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.
                 Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número de perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible tropiezo en los caminos infestados, la escuela se cerró; y la carretera, ya sin tráfico, privada de este modo de la bulla escolar que animaba su soledad a las siete y a las doce, adquirió lúgubre silencio.
                 Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada hacia la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes. Concluida la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético aullido.
                 Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído un grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido corto, metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.
                 —¡Federico! —oí la voz traspasada de emoción de mamá— ¿sentiste?
                 —Sí —respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.
                 —¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡dile a tu marido que no salga! —clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.
                 Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá. ¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡dile a tu marido!...
                 —¡Federico! —se cogió mi mujer a mi brazo.
                 Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi más que el negro triángulo de la profunda niebla de afuera. Tuve apenas tiempo de avanzar una pierna, cuando sentía que alga firma y tibio me rozaba el muslo: el perro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza de un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló, en un claro golpe de dientes.
                 Pero un instante después sentía un dolor agudo.
                 Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.
                 —¡Federico! ¿Qué fue eso?—gritó mamá que había oído mi detención ante la dentellada al aire.
                 —Nada: quería entrar.
                 —¡Oh!...
                 De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.
                 —¡Federico! ¡Está rabioso! ¡No salgas! —clamó enloquecida, sintiendo al animal tras la pared de madera, a un metro de ella.
                 Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí afuera con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar a una rata aterrorizada, que me daba perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y matarla en el extremo de un horcón.
                 Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.
                 El perro se había ido.
                 —¡Federico! exclamó mamá al sentirme volver por fin. ¿Se fue el perro?
                 —Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.
                 —Sí, yo también sentí... Federico: ¿no estará en tu cuarto?... ¡No tiene puerta, mi Dios! ¡Quédate adentro! ¡Puede volver!
                 En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que fueron fuertes las dos horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció, ella acostada, yo sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.
                 Antes me había curado. La mordedura era nítida: dos agujeros violetas, que oprimí con todas mis fuerzas, y lavé con permanganato.
                 Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había empezado a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en pro de la estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a lo primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con la herida.
                 Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un tiro de revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida lo supimos, teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y mi mujer para no bajar a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien oprimida, y lavada con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco minutos de la mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa corrección higiénica? En casa concluyeron por tranquilizarse, y como la epidemia provocada por una crisis de llover sin tregua como jamás se viera aquí había cesado casi de golpe, la vida recobró su línea habitual.
                 Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo. Los clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con treinta y nueve transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana para echar de su espíritu, en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella noche.
                 El único fastidio acaso que para mí ha tenido esto, es recordar, punto por punto, lo que ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi expresión el primer indicio de enfermedad.

                  Marzo 10.—
                 ¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no tiene suspendida sobre su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos cuarenta días, y la ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí pasaron también para siempre.
                 Mi mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo particular: contándome, punto por punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El más insignificante desgano mío las sumía en mortal angustia: ¡Es la rabia que comienza! —gemían. Si alguna mañana me levanté tarde, durante horas no vivieron, esperando otro síntoma. La fastidiosa infección en un dedo que me tuvo tres días febril e impaciente, fue para ellas una absoluta prueba de la rabia que comenzaba, de donde su consternación, más angustiosa por furtiva.
                 Y así, el menor cambio de humor, el más leve abatimiento, provocáronles, durante cuarenta días, otras tantas horas de inquietud.
                 No obstante esas confesiones retrospectivas, desagradables siempre para el que ha vivido engañado, aun con la más arcangélica buena voluntad, con todo me he reído buenamente.
                 —¡Ah, mi hijo! ¡No puedes figurarte lo horrible que es para una madre el pensamiento de que su hijo pueda estar rabioso! Cualquier otra cosa... ¡pero rabioso, rabioso!...
                 Mi mujer, aunque más sensata, ha divagado también bastante más de lo que confiesa. ¡Pero ya se acabó, por suerte! Esta situación de mártir, de bebé vigilado segundo a segundo contra tal disparatada amenaza de muerte, no es seductora, a pesar de todo. ¡Por fin, de nuevo! Viviremos en paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca con dolor de cabeza, para resurrección de las locuras.
                 Hubiera querido estar absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya más, creo, posibilidad de que esto concluya. Miradas de soslayo todo el día, cuchicheos incesantes, que cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión cuando estamos en la mesa, todo esto se va haciendo intolerable.
                 —¡Pero qué tienen, por favor! —acabo de decirles. —¿Me hallan algo anormal, no estoy exactamente como siempre? ¡Ya es un poco cansadora esta historia del perro rabioso!
                 —¡Pero Federico! me han respondido, mirándome con sorpresa. ¡Si no te decimos nada, ni nos hemos acordado de eso!
                 ¡Y no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y noche, a ver si la estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!

                 Marzo 18.—
                 Hace tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida. ¡Me han dejado en paz, por fin, por fin, por fin!

                 Marzo 19.—
                 ¡Otra vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima, como si sucediera lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible tanta estupidez en dos personas sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan precipitadamente en voz alta de mí; pero, no sé por qué, no puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan de golpe, y apenas me alejo un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido contenerme y me he vuelto con rabia:
                 —¡Pero hablen, hablen delante, que es menos cobarde!
                 No he querido oír lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!
                 8 p.m.
                 ¡Quieren irse! ¡Quieren que nos vayamos!
                 ¡Ah, yo sé por qué quieren dejarme!...

                 Marzo 20.— (6 a.m.).
                 ¡Aullidos, aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado toda la noche despertándome a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha habido anoche alrededor de case! ¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más plácido sueño, para que yo solo absorbiera por los ojos los aullidos de todos los perros que me miraban!...
                 7 a.m.
                 ¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme había tres enroscadas en la palangana! ¡En el forro del saco había muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras cosas! ¡Mi mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que me persiguen! ¡Ahora comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo todo! ¡Quería irse por eso!
                 7:15 a.m.
                 ¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!... Socorro!...
                 ¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!... ¡Ah, la escopeta!... ¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa...
                 ¡Qué grito ha dado! Le erré... ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!... ¡Ay! ¡¡Socorro, socorro!! ¡Todos me quieren matar! ¡Las han mandado contra mí, todas!
                 ¡El monte está lleno de arañas! ¡Me han seguido desde casa!...
                 Ahí viene otro asesino... ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en el suelo! ¡Viene sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra mí! ¡Ah! pero ése no vivirá mucho... ¡Le pegué! ¡Murió con todas las víboras!...
                 ¡Las arañas! ¡Ay! ¡¡Socorro!!
                 ¡Ahí vienen, vienen todos!... ¡Me buscan, me buscan!... ¡Han lanzado contra mí un millón de víboras! ¡Todos las ponen en el suelo! ¡Y yo no tango más cartuchos!... ¡Me han visto!... Uno me está apuntando...



        Horacio Quiroga / El hijo

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        Foto de Lee Jeffries

        Horacio Quiroga
        BIOGRAFÍA
        EL HIJO


        HORACIO QUIROGA / THE SON (Cuento en inglés)

                 Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.


                 Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

                 —Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

                 —Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

                 —Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

                 —Sí, papá —repite el chico.

                 Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
                 Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
                 Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
                 No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
                 Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
                 Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
                 Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
                 Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
                 Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
                 No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
                 Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
                 El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
                 De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
                 Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
                 Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
                 En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
                 —La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
                 Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
                 El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
                 El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
                 Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
                 Y no ha vuelto.
                 El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil...?
                 El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
                 ¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
                 Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
                 La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
                 Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
                 Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...
                 ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
                 El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
                 Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
                 —¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
                 Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
                 —¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
                 Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
                 —¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
                 Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
                 A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
                 —Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
                 La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
                 —Pobre papá...
                 En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
                 Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
                 —¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
                 —Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
                 —¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
                 —Piapiá... —murmura también el chico.
                 Después de un largo silencio:
                 —Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
                 —No.
                 Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.


        ***

                 Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.


                 A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.




        Horacio Quiroga / La abeja haragana

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        Georgia O'Keeffe

        Horacio Quiroga
        LA ABEJA HARAGANA
        VERSIÓN TRADUCIDA



        Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
        Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel.
        Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena.
        Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
        -Hay que trabajar, hermana.
        Y ella respondió enseguida:
        -¡Uno de estos días lo voy a hacer!
        -No es cuestión de que lo hagas uno de estos días -le respondieron- sino mañana mismo. Acuérdate de esto.
        Y la dejaron pasar.
        Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
        -¡Sí, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
        -No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
        Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
        Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
        La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allí dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
        -¡No se entra! -le dijeron fríamente.
        -¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
        -Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras -le contestaron las otras-. No hay entrada para las haraganas.
        -¡Mañana sin falta voy a trabajar! -insistió la abejita.
        -No hay mañana para las que no trabajan -respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
        Y diciendo esto la empujaron afuera.
        La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
        Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, al tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
        -¡Ay, mi Dios! -clamó desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío.
        Y tentó a entrar en la colmena.
        Pero de nuevo le cerraron el paso.
        -¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
        Entonces le dijeron:
        -No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
        Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero: cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
        Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color amarillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
        -¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
        Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
        -¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
        -Es cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
        -Siendo así -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú.
        La abeja, temblando, exclamó entonces:
        -¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
        -¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándose ligero-. ¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
        -No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
        -¿Y por qué, entonces?
        -Porque son más inteligentes.
        Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
        -¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
        Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero esta exclamó:
        -Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
        -¿Yo menos inteligente que tú, mosca? -se rió la culebra.
        -Así es -afirmó la abeja.
        -Pues bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, esa gana. Si gano yo, te como.
        -¿Y si gano yo? -preguntó la abejita.
        -Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí hasta que sea de día. ¿Te conviene?
        -Aceptado -contestó la abeja.
        La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
        Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
        Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
        -Eso es lo que voy a hacer -dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
        Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
        La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
        -Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
        -Entonces, te como -exclamó la culebra.
        -¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
        -¿Qué es eso?
        -Desaparecer.
        -¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
        -Sin salir de aquí.
        -¿Y sin esconderte en la tierra?
        -Sin esconderme en la tierra.
        -Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como enseguida -dijo la culebra.
        El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
        La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
        -Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta y contar hasta tres. Cuando diga «tres», búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
        Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: «uno... dos... tres», y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
        La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba? No había modo de hallarla.
        -¡Bueno! -exclamó por fin-. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
        Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
        -¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
        -Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
        -Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
        ¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
        La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota. Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
        De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y esta creía entonces llegado el término de su vida.
        Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
        Cuando llegó el día, y salió el sol. La abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en solo una noche un duro aprendizaje de la vida.
        Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
        -No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.
        "Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja."


        Nota

        Por desgracia no sé de quién es la traducción de "La abeja haragana", ya publicada en Dragon.
        El traductor decidió eliminar algunas líneas en algunos casos, y en otros, párrafos completos. Lo curioso es que los párrafos eliminados no le hacen falta al texto. No se trata de uno de los mejores cuentos de Quiroga: le sobran palabras, le pesa la moraleja, la abeja no parece una comida muy apetitosa para la serpiente y la serpiente resulta demasiado torpe y estúpida. Y personalmente, aunque no soy un vago, no me cala tanta abnegación por el trabajo. Trabajar no es precisamente vivir.       He decidido presentar, en primer lugar, más o menos la versión traducida. El traductor hizo otras mejoras, digamos. Por ejemplo, donde Quiroga escribió, refiriéndose a las abejas, "que saben mucha filosofía", el traductor se limitó a decir "wise", es decir, "the wise bees". 
        De todas manera, al final, presento "La abeja haragana" tal como Horacio Quiroga lo escribió.
        Triunfo Arciniegas
        1 de mayo de 2014


        Ilustración de Robert Bowen
        Horacio Quiroga
        LA ABEJA HARAGANA
        VERSIÓN ORIGINAL

        Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
        Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.

        Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos de rozar contra la puerta de la colmena.
        Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
        -Compañera: es necesario que trabajes, porque las abejas debemos trabajar.
        La abejita contestó:
        -Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
        -No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
        Y diciendo así la dejaron pasar.
        Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
        -Hay que trabajar, hermana.
        Y ella respondió enseguida:
        -¡Uno de estos días lo voy a hacer!
        -No es cuestión de que lo hagas uno de estos días -le respondieron- sino mañana mismo. Acuérdate de esto.
        Y la dejaron pasar.
        Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
        -¡Sí, sí hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
        -No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
        Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
        Pero el 20 de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
        La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allí dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
        -¡No se entra! -le dijeron fríamente.
        -¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
        -Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras -le contestaron las otras-. No hay entrada para las haraganas.
        -¡Mañana sin falta voy a trabajar! -insistió la abejita.
        -No hay mañana para las que no trabajan -respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
        Y diciendo esto la empujaron afuera.
        La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
        Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
        -¡Ay, mi Dios! -clamó desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío.
        Y tentó a entrar en la colmena.
        Pero de nuevo le cerraron el paso.
        -¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
        -Ya es tarde -le respondieron.
        -¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
        -Es más tarde aún.
        -¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
        -Imposible.
        -¡Por última vez! ¡Me voy a morir!
        Entonces le dijeron:
        -No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
        Y la echaron.
        Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero: cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
        Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color amarillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
        En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
        Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
        -¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
        Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
        -¿Qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
        -Es cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
        -Siendo así -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
        La abeja, temblando, exclamó entonces:
        -¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
        -¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándose ligero-. ¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
        -No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
        -¿Y por qué, entonces?
        -Porque son más inteligentes.
        Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
        -¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
        Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero esta exclamó:
        -Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
        -¿Yo menos inteligente que tú, mosca? -se rió la culebra.
        -Así es -afirmó la abeja.
        -Pues bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, esa gana. Si gano yo, te como.
        -¿Y si gano yo? -preguntó la abejita.
        -Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí hasta que sea de día. ¿Te conviene?
        -Aceptado -contestó la abeja.
        La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
        Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra.
        Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
        -Eso es lo que voy a hacer -dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
        Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
        La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
        -Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
        -Entonces, te como -exclamó la culebra.
        -¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
        -¿Qué es eso?
        -Desaparecer.
        -¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
        -Sin salir de aquí.
        -¿Y sin esconderte en la tierra?
        -Sin esconderme en la tierra.
        -Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como enseguida -dijo la culebra.
        El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
        La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
        -Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta y contar hasta tres. Cuando diga «tres», búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
        Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: «uno... dos... tres», y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
        La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba? No había modo de hallarla.
        -¡Bueno! -exclamó por fin-. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
        Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
        -¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
        -Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
        -Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
        ¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
        La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
        La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla. Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
        Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y esta creía entonces llegado el término de su vida.
        Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
        Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en solo una noche un duro aprendizaje de la vida.
        Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
        -No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.
        "Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja."






        Paul Auster / Ocho poemas

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        Paul Auster
        Fotografía de Lotte Hansen
        Paul Auster
        OCHO POEMAS
        Versiones de Mauricio Montiel Figueiras

        ESCRIBA

        El nombre
        nunca abandonó sus labios: se convenció
        de entrar en otro cuerpo: en Babel halló
        su nuevo sitio.

        Estaba escrito.
        Una flor
        cae de su ojo
        y crece en boca de un extraño.
        Hambrienta
        una golondrina canta
        sin poder romper el huevo.

        Creador del
        huérfano en harapos,

        él blandirá
        una bandera mínima y oscura
        que el invierno ha acribillado.

        Es primavera,
        y bajo su ventana
        oye cómo
        un centenar de piedras blancas
        se vuelve flor ingobernable.

        PRESAGIOS

        Te respiro.
        Te sosiego fuera de mí.
        Te aturdo al alcance
        de la luz fraternal.
        Te bebo
        hasta las heces del desastre.

        El cielo me clava una estrella vagabunda
        en el pecho. Veo el viento
        como testigo, la noche imponente
        que se entretuvo
        en un dédalo de robles,
        la distancia.

        Te acoso
        hasta el filo de la pesadumbre.
        Te dreno.
        Te desafío,
        te consagro
        a nada y
        a nadie,

        me vuelvo
        tu sucesor ineludible,
        tu heredero más feroz.

        JEROGLÍFICO

        El idioma de los muros.
        O una última palabra —
        segada
        de lo visible.

        Día del Trabajo. El sello de Salomón
        se transforma
        en piedra. La justa
        condena del sendero
        pronunciado se descifra en el torbellino
        del polen memorioso
        y la semilla. Paraíso,
        no salgas. Quédate
        en boca de los descarriados
        que te sueñan.

        Sobre el trueno y la espina: el aire furtivo
        dispone
        el relámpago de la aulaga y la quietud
        de cada cielo estéril
        e inferior. Judío de sangre. O lo que
        equivalga a que mi cuerpo regrese
        a una imagen de tierra.

        Pongo mi cuchillo
        en tu garganta.

        INCENDIARIO

        Horas de pedernal. La muda caída
        de piedras a nuestro alrededor, corazón
        contra corazón, nosotros en la frágil
        barcaza
        que se pudre en el húmedo transcurso
        de la noche.

        Nada queda. El ojo frío
        se abre al frío,
        mientras una imagen de fuego
        corroe
        la palabra
        que se agita en tu boca. El mundo
        es
        lo que le confías, sólo estás
        en el mundo al que entra
        mi cuerpo: ese lugar
        donde todo falta.

        CANCIÓN DE LOS GRADOS

        En los lotes baldíos
        del solsticio. En la luz
        que apostaste a las ruinas
        del asombro. Cúmulos de arena:
        postrado en oración — la distancia
        aceptó
        tu nombre.

        Tú. Y otra vez tú.
        Retrocede
        un paso: lo que es más
        ya no es más: nada
        ha sido nunca
        suficiente. Tiendas,
        montadas y embestidas: una escalera
        labrada
        en un lecho de roca: los abruptos
        peldaños nimbados
        de fuego. Tú
        y después nosotros. La tierra
        no pregunta
        por nadie.

        Que así sea. Mucho
        mejor — tantas palabras,
        barridas y acarreadas
        por tus rodillas beduinas,
        no conjurarán tu hogar. Aun
        si salieras a rastras de la piel
        de tu hermano,
        no irías más allá
        de lo que respiras: ningún
        ángel puede curarte
        del nombre.

        Minima. Memoria
        y espejismo. En cada punto
        que te detienes a respirar
        construiremos una ciudad
        a tu alrededor. Tu alma
        no volverá a atravesar
        el muro tapizado
        de estrellas
        que se alza en nuestras noches.

        DIALECTO DE FUEGO

        Vacilas. Te derrumbas.
        Te levantas.

        Acunado
        por el gong de las horas
        que resuena en el acebo
        doce veces
        más plácido que tú, algo
        liberado por alguien
        rescata tu nombre del carbón.

        Nuevamente
        estás de pie, aspirando
        el sol fantasma
        a caballo entre el hielo y el ensueño.

        He venido por ti desde tan lejos
        que la voz
        que el eco me devuelve
        ya no es la mía.

        GNOMON

        Sol de septiembre, sin ilusiones. El campo
        púrpura arrojado
        a las horas del hálito primero. No te
        someterás a esta luz, no excluirás
        los atentos
        escombros de luz de tus ojos.

        Cielo de verdad. Y tú,
        igual que todo
        lo que se mueve. Semilla analizable,
        dedal de viento. Nube agrietada,
        gusano: la frase
        abierta que te absorbe
        justo cuando empiezo
        a callar.

        Quizá, entonces, un mundo
        que segrega su cosecha
        en los pulmones, un modo
        de sobrevivir sólo mediante la
        respiración. Y si no hay nada,
        pues deja que la nada sea
        la sombra
        que camina dentro de tu sombra, el cuerpo
        que lance
        la primera piedra, para que aun mientras
        te alejas de ti mismo puedas sentirla
        anhelándote, hora tras hora,
        a través de las inmensas
        viñas de los vivos.

        CLANDESTINO

        Recordemos juntos hoy — la palabra
        y la antipalabra
        del testigo: la aurora palpable saliendo
        de mi puño: el apretón
        ciliar del sol: el tramo de penumbra
        que escribí
        sobre la mesa del sueño.

        Ha llegado la hora.
        Llévate de una vez
        todo lo que has venido
        a quitarme. No
        olvides
        olvidar. Llénate
        los bolsillos de tierra,
        sella la entrada
        de mi gruta.

        Fue ahí donde
        soñé mi vida
        en un sueño
        de fuego.


        Paul Auster
        Selected Poems
        Faber and Faber, Londres, 1998





        Octavio Paz / Dos cuerpos

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        Fotografía de Jan Sadec
        Octavio Paz
        DOS CUERPOS

        Dos cuerpos frente a frente
        Son a veces dos olas
        Y la noche es océano.

        Dos cuerpos frente a frente
        Son a veces dos piedras
        Y la noche desierto.

        Dos cuerpos frente a frente
        Son a veces raíces
        En la noche enlazadas.

        Dos cuerpos frente a frente
        Son a veces navajas
        Y la noche relámpago.


        Emmanuelle Béart / El cine me provoca tanto amor como odio

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        Emmanuelle Béart

        Emmanuelle Béart

        “El cine me provoca tanto amor como odio”

        Emmanuelle Béart presenta en España 'Los ojos amarillos de los cocodrilos' y reflexiona sobre su carrera y la crisis actual



        La actriz francesa Emmanuelle Béart, ayer en Madrid /ÁLVARO GARCÍA
        Emmanuelle Béart enciende un cigarrillo que ha gorroneado en la mesa de al lado. ¿Hay pecadillos imposibles de abandonar? “He dejado de fumar”. Da una calada. “Totalmente”. Da otra calada. Echa a reír. Durante la entrevista, Béart (Saint-Tropez, 1963), durante años culmen de la actriz francesa, se pasará a un cigarrillo de vapor y a un paquete de Mentos. Los caramelos son más vulgares, el cigarro le da la posibilidad del jugueteo, de usarlo para remarcar sus frases, incluso se parapeta detrás de él cuando confiesa que una pregunta le incomoda y desde allí contraataca con mohines pecosos.
        Más bella que en sus anteriores pasos por España —¿gracias a una tranquilidad vital, a un mejor cirujano?—, Béart presenta Los ojos amarillos de los cocodrilos, basada en un best seller, la primera película que defiende con fruición tras cuatro años en el teatro, y que en España se estrena el 9 de mayo. En una curiosa variación del refrán “La suerte de la fea la guapa la desea”, encarna a una hermana sobreprotegida y ensalzada por su familia, hasta el punto de apropiarse de una novela de la otra hermana —la cara b, abandonada por su marido, ninguneada por su madre— que de repente la convierte en una escritora de éxito. “Todo se estructura desde la infancia. Ambas tienen construida su identidad con respecto a la personalidad que les atribuyeron en su niñez, cuando les dijeron que una lo tenía todo, como prolongación de los sueños y de las frustraciones de la madre, y la otra sufrió abandono: para estar a la altura se cultivó intelectualmente. En el momento en que arranca la película ni una ni otra se atreven a imaginar que romperán ese paradigma”. ¿Le dio por recordar la buena suerte que tuvo con su progenitor, el poeta y cantante Guy Béart, o charlar con su compañera de reparto, Julie Depardieu, hija del inmenso Gérard, sobre padres y padres? Béart se escuda: cuando lee un guion solo piensa “en la historia, en su mejor desarrollo”, le atraen las familias. “Todos interpretamos un papel en esa obra de teatro entre burlesca y dramática, somos rehenes de esos lazos”. Ya, pero ¿y sus padres? “Sé que estoy esquivando tu pregunta [risas]. Bueno, en el caso de Julie hay demasiadas cosas entremezcladas, así que ella y yo solo hablamos de sus gallinas y de nuestros hijos. Aunque es cierto que nuestra vida entra en los personajes, un buen actor debe usar su herramienta más poderosa, la imaginación, para abstraerse de los problemas diarios”.

        Yo prefiero considerarme europea antes que francesa”
        Hay un momento en que la seudoescritora se lanza a la promoción furibunda de su novela —“Se sumerge en las apariencias”—, algo que Béart conoce bien: “La diferencia es que ella ha perdido su brújula, su lógica, ni siquiera recuerda que no ha escrito el libro y que todo se fundamenta en una mentira. En mi caso estoy aquí hablando de mi trabajo. Mi personaje es perturbador y fascinante en la misma medida”. ¿Como otros en su carrera? “Reconozco que en ese justo equilibrio ha habido pocos, ha sido uno de los más difíciles de domesticar. He hecho personajes conflictivos, que tocaban tabúes, con reacciones del público violentas, pero a los que yo amaba y luego podía defender. Ahora, como este…”.

        Vida y películas

        Cuando era adolescente, Emmanuelle Béart estudió en Montreal, donde estuvo a punto de trabajar con Robert Altman.
        Tras un trabajo televisivo, el director David Hamilton la contrata para Primeros deseos (1984). Al año siguiente trabaja con quien será su marido, Daniel Auteuil, en L’amour en douce,y se hace famosísima en 1986 con La venganza de Manon. Con ella gana su único César.
        Ha sido seis veces más candidata al César: con sus dos primeros trabajos ya mencionados y con Les enfants du désordre, La bella mentirosa, Nelly y el señor Arnaud y con Les destinées sentimentales.
        La actriz es embajadora de Unicef y durante años ha estado involucrado en movimientos sociales. Hoy, la crisis ha arrasado con muchas iniciativas, en Francia es el Gobierno socialista el que realiza los recortes —aunque 41 de sus diputados se abstuvieron el lunes en la sesión de aprobación de las medidas—, en Europa parece acabarse la solidaridad. “No somos el único país en una situación delicada, ¿verdad? [risas] Esta Europa que tenía que ser de paz deviene hoy en una Europa estigmatizadora. Nadie ha plantado raíces por la unión. Cuesta levantar la voz como europeo en un mundo en que cambian los equilibrios constantemente. Yo prefiero considerarme europea antes que francesa. Pero entiendo la falta de confianza general en el proyecto continental. Vivimos un marasmo en el que la gente se hunde y que lleva al crecimiento de los extremos: eso es lo aterrador, porque el Frente Nacional encabeza todas las encuestas. Este Gobierno socialista con el que personalmente he soñado mucho… Quiero creer que las cosas pueden mejorar porque si no toda mi vida de ciudadana comprometida se hundiría. Estoy en estado de desequilibrio, todo el sistema está fallando: salud, educación… Mis raíces son múltiples: mi madre era grecoitaliana, mi padre rusoespañol, mi corazón es latino y mi alma eslava. Uf, vivimos momentos angustiosos. ¿Qué valores voy a transmitir a mis tres hijos?”.

        Lucho por el cine de autor, que está en peligro de muerte”
        Los grandes auteurs se han pegado por trabajar con Béart, que incluso se permitió coqueteos hollywoodienses como Misión: Imposible (“No me interesa ese mundo, en realidad ya ni me atraía durante aquel rodaje”). Sus cuatro últimos años en los escenarios le han servido para alejarse de la“mcdonaldlización actual del cine”. "Además se amputan los presupuestos de cultura. Mi biberón fue la nouvelle vague, me alimento con Téchiné, Assayas, Chabrol, Rivette, Sautet… Lucho por ese cine de autor, que está en peligro de muerte. He tenido que irme al teatro para encontrar un espacio de ética intelectual, de fuertes valores. Me ha venido muy bien”. Siente que está en su terreno. “El cine me provoca tanto amor —no consigo dejarlo— como odio —siempre quiero huir—. Su corazón me atrae, su envoltorio me repele. En el teatro no hay estrellas, estamos todos para lo mismo, al servicio de la obra”. ¿Incluidos los sueldos, son iguales para todos? En Francia se montó una escandelera cuando Vincent Maraval, importante productor y distribuidor francés, acusó a sus estrellas patrias "ganar demasiado". “Pues es cierto. Antes vivías desconociendo el presupuesto, eso se acabó. Es parte de nuestra responsabilidad, si queremos continuar con este oficio, disciplinarnos e introducirnos en la economía cinematográfica. Maraval usó palabras duras, pero tenía algo de razón. No me gustó que señalara solo a algunos”.
        Antes de irse, Emmanuelle Béart confirma que de pequeña quería sermajorette —“En concreto majorette en Australia, cosas de la imaginación infantil supongo; aún manejo bien el bastón”— y que en algún momento dirigirá: “Escribo, y sé que antes o después dirigiré. Pero es que he trabajado con directores de enorme huella personal. Da miedo ponerse en su lugar. Pero tengo bocetos, textos… Tiene que ser obligatoriamente la próxima etapa. Actriz ya no me basta”.



        Octavio Paz / Hermandad

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