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Gabriel García Márquez / Diecisiete ingleses envenenados

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA

DIECISIETE INGLESES ENVENENADOS

Lo primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por supuesto, pues nadie lo hubiera enten­dido en aquel trasatlántico senil atiborrado de ita­lianos de Buenos Aires que volvían a la patria por primera vez después de la guerra, pero de todos mo­dos se sintió menos sola, menos asustada y distante, a los setenta y dos años de su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de su casa.
Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra. Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre, vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por la incertidumbre del desembarco, de modo que aquél último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de las muy pocas que asis­tieron a la misa. A diferencia de los días anteriores en que andaba por el barco vestida de medio luto, se había puesto para desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias de cuero crudo que sol por ser demasiado nuevas no parecían de peregrino Era un pago adelantado: había prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al Sumo Pontí­fice, y ya daba la gracia por concedida. Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo por el valor que le infundió para soportar los temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel mo­mento soñaban con ella en la noche de vientos de Riohacha.
Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida del barco había cambiado. Los equipajes es­taban amontonados en la sala de baile, entre toda clase de objetos para turistas comprados por los ita­lianos en los mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una jaula de encajes de hie­rro. Era una mañana radiante de principios de agos­to. Un domingo ejemplar de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día, y el barco enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo, por un estanque diáfano. La fortaleza tenebrosa de los duques de Anjou apenas si empezaba a vislum­brarse en el horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La señora Pruden­cia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y hasta le había cosido un botón de la gue­rrera al primer oficial, los encontró de pronto ajenos distintos. El espíritu social y el calor humano que le permitieron sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico, habían desaparecido. Los amo­res eternos de altamar terminaban a la vista del puer­to. La señora Prudencia Linero, que no conocía la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella la única que iba entre la muchedumbre que regresaba. Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba desde la bor­da los vestigios de tantos mundos extinguidos en el fondo del agua. De pronto, una muchacha muy be­lla que estaba a su lado la asustó con un grito de horror.
-Mamma mia -dijo, señalando el fondo-. Mi­ren ahí.
Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con una rara prestancia na­tural, y sus ojos abiertos y alegres tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de eti­queta con chaleco de brocado, botines de charol y una gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un paquetito cúbico envuelto en papel de re­galo, y los dedos de hierro lívido estaban agarrota­dos en la cinta del lazo, que era lo único que en­contró para agarrarse en el instante de morir.
-Debió caerse de una boda -dijo un oficial del barco-. Sucede mucho en verano por estas aguas.
Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros. Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aún más bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once, apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de cangrejos podridos del patio de su casa.
Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños más bellos y numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del género inmortal de los que leen el periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.
En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de calidad.
Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en qué momento tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el júbilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón pintado, y permaneció impávida rezando en un círculo vicioso de oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando paso el cataclismo y no quedo nadie más que ella en el salón desmantelado.
­-Nadie debe estar aquí a esta hora -le dijo el oficial con cierta amabilidad-. ¿Puedo ayudarla en algo?
-Tengo que esperar al cónsul - dijo ella.
Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estric­ta en sus leyes, que el primer oficial le permitió es­perar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí vol­vió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba aterrorizada y triste y so­portaba a duras penas las ganas de llorar.
-Es inútil que siga rezando -dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez-. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos. Era proba­ble que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día si­guiente llamar por teléfono al consulado, cuyo número estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites ¿e inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa je que la llevaran a un hotel decente.
El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la calle, pero también pensó que un hom­bre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos ho­teles pequeños de colores intensos. Pero no se de­tuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.
Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hue­co de la escalera, y empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alar­mante. Era un vetusto edificio de nueve pisos res­taurados, en cada uno de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos áci­dos. En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia ga­lante, que estaba en su casa.
Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto me­nor. Le gustó el nombre del hotel con las letras gra­badas en una placa de bronce, le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el cora­zón se le encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de espera. Eran dieci­siete, y estaban sentados en un orden simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo col­gadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
-Vamos a otro piso -dijo.
-Este es el único que tiene comedor, signara-dijo el cargador.
-No importa -dijo ella.
El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo pa­recía menos estricto, y la dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se que­daba por una noche, tan convencida por la elocuen­cia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún inglés de rodillas rosadas dur­miendo en el vestíbulo.
El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra conservaba la fres­cura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad per­dida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió del lado del co­razón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro ma­nantial de sus lágrimas atrasadas.
No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la vida en el dormitorio frente a los es­combros del único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.
En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos do­mésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fo­gonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hi­jas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las toma­ron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormi­torio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a reci­bir sus copias del retrato, el inválido empezó a des­vanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mun­do en la baranda de un barco.
Su muerte no fue para la viuda el alivio que to­dos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.
-Me voy sola y con el hábito de San Francisco -les advirtió-. Es una manda.
Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar pro­picio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no ha­ber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.
El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y to­davía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empi­nadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora tempra­na eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.
Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intér­prete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.
-Para mí -dijo- sería como comerme un hijo.
Así que debió conformarse con una sopa de fi­deos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un cas­tellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el me­nor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien pa­recía un atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa.
Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los co­mensales ocupaban las otras mesas. La señora Pru­dencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fue­ran un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.
El cura, que además del café se había hecho lle­var por cuenta de ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles.
-Desde hace siglos -concluyó el cura-los ita­lianos tomaron conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles, pero tam­bién los ha curado de la crueldad.
-Ni siquiera pararon el barco -dijo ella.
-Lo que hacen es avisar por radio a las autori­dades del puerto -dijo el cura-Ya a esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.
La discusión cambió el humor de ambos. La se­ñora Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas, co­miendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio ju­gando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una razón para estar en aquel país indeseable.
-¿Usted cree que sea muy difícil ver al Papa? -preguntó.
El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audien­cia pública a peregrinos del mundo entero. La en­trada era muy barata: veinte liras.
-¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? -pre­guntó ella.
-El Santo Padre no confiesa a nadie -dijo el cura, un poco escandalizado-, salvo a los reyes, por supuesto.
-No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos -dijo ella.
-Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando -dijo el cura-. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por confesárselo al Santo Padre.
La señora Prudencia Linero lo pensó un instan­te, y el cura la vio sonreír por primera vez.
-¡Ave María Purísima! -dijo-. Me bastaría con verlo. -Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma-: ¡Ha sido el sueño de mi vida!
En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó bue­na suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.
Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sor­prendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadi­do las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enlo­quecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.
El ambiente era de fiesta, pero a la señora Pru­dencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el rum­bo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un dia­mante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.
Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el co­razón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llega­do, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, por­que había una muchedumbre de curiosos manteni­dos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel.
Empinada por encima del hombro de los curio­sos, la señora Prudencia Linero volvió a ver enton­ces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra.
Aturdida por tantos estupores, la señora Pruden­cia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idio­mas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e ilu­minado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodi­llas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.
-Todos están muertos -le dijo a la señora Pru­dencia Linero en castellano-. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, ima­gínese!
Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada in­franqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno des­canso de las almas de los diecisiete ingleses envenena­dos.

Abril 1980.




Gabriel García Márquez / Tramontana

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
TRAMONTANA

Lo vi una sola vez en Boccacio, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamás a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.
—Es nuestro —gritó—. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.
Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón.
Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.
Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.
—Es la tramontana —me dijo—. Antes de una hora estará aquí.
Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus horas libres jugaba a la petanca en la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la playa, pues tenía la virtud de hacerse entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de conocer todos los puertos del planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. “Ni París de Francia con ser lo que es”, decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.
En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la mayor parte del tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre. Cocinaba su propia comida en una lata y un fogoncillo de alcohol,'pero con eso le bastaba para deleitarnos a todos con las exquisiteces de la cocina gótica. Desde el amanecer se ocupaba de los inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más serviciales que conocí nunca, con la generosidad involuntario y la ternura áspera de los catalanes. Hablaba poco, pero su estilo era directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer pasaba horas llenando formularlos de pronósticos para el fútbol que muy pocas veces hacía sellar.
Aquel día, mientras aseguraba puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló de la tramontana como si fuera una mujer abominable pero sin la cual su vida carecería de sentido. Me sorprendió que un hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento de tierra.
—Es que éste es más antiguo —dijo.
Daba la impresión de que no tenía su año dividido en días y meses, sino en el número de veces que venía la tramontana. “El año pasado, como tres días después de la segunda tramontana, tuve una crisis de cólicos”, me dijo alguna vez. Quizás eso explicaba su creencia de que después de cada tramontana uno quedaba varios años más viejo. Era tal su obsesión, que nos infundió la ansiedad de conocerla como una visita mortal y apetecible.
No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a poco se fue haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de tierra. Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que una se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las amarras de las ventanas.
Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza irrepetible, con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y los huracanes del Caribe, y un viento de más o de menos no nos pareció nada para inquietar a nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo vimos estático frente a un plato de frijoles con chorizo, contemplando el viento por la ventana. No nos vio salir. Logramos caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la esquina desamparada tuvimos que abrazarnos a un poste para no ser arrastrados por la potencia del viento. Estuvimos así, admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del cataclismo, hasta que el portero, ayudado por algunos vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo entonces nos convencimos de que lo único racional era permanecer encerrados en casa hasta que Dios quisiera. Y nadie tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.
Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un fenómeno telúrico, sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno. El portero nos visitaba varias veces al día, preocupado por nuestro estado de ánimo, y nos llevaba frutas de la estación y alfajores para los niños. Al almuerzo del martes nos regaló con la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en su lata de cocina: conejo con caracoles. Fue una fiesta en medio del horror.
El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida. Pero debió ser algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche despertamos todos al mismo tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía ser el de la muerte. No se movía una hoja de los árboles por el lado de la montaña. De modo que salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del portero, y gozamos del cielo de la madrugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A pesar de que eran menos de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las piedras de la playa, y empezaban a aparejar los veleros después de tres días de penitencia.
Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero. Pero cuando regresamos a casa el aire tenía ya la misma fosforescencia del mar, y aún seguía apagado su cubil. Extrañado, toqué dos veces, y en vista de que no respondía, empujé la puerta. Creo que los niños lo vieron primero que yo, y soltaron un grito de espanto. El viejo portero, con sus insignias de navegante distinguido prendidas en la solapa de su chaqueta de mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose todavía por el último soplo de la tramontana.
En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del pueblo antes de lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los turistas estaban otra vez en la calle, y había música en la plaza de los veteranos, que apenas sí tenían ánimos para golpear los boliches de la petanca. A través de los cristales polvorientos del bar Marítim alcanzamos a ver algunos amigos sobrevivientes, que empezaban la vida otra vez en la primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo aquello pertenecía al pasado.
Por eso, en la madrugada triste del Boccacio, nadie entendía como yo el terror de alguien que se negara a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no hubo modo de disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al chico por la fuerza con la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo metieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las rechiflas de la clientela dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.
La mañana siguiente me despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al regreso de la fiesta y no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada por el esplendor del verano. La voz ansiosa en el teléfono, que no alcancé a reconocer de inmediato, acabó por despertarme.
—¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?
No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más dramático. El chico, despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos venáticos y se lanzó al abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable.

Enero 1982.


Gabriel García Márquez / El verano feliz de la señora Forbes

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
EL VERANO FELIZ DE LA SEÑORA FORBES
Por la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella apa­rición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de na­dar y salió huyendo con un grito de espanto. La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba por los arrecifes desde el em­barcadero hasta la casa, y nos alcanzó, acezante y lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta para comprender la causa de nuestro ho­rror. Ella solía decir que cuando dos niños están juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por separado, de modo que nos reprendió a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió recrimi­nando nuestra falta de dominio. Habló en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz, tal vez porque también ella estaba asus­tada y se resistía a admitirlo. Pero tan pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a su obsesión pedagógica.
-Es una murena helena -nos dijo-, así lla­mada porque fue un animal sagrado para los griegos antiguos.
Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando cuerpo a cuer­po con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su be­lleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que soportar una reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la se­ñora Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una criatura mítica y nos mandó a vestir­nos para la cena.
Lo hicimos de inmediato y tratando de no co­meter un solo error, porque al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en penumbra, me di cuenta ¿c que mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba de acuer­do, pero le hice creer lo contrario, y conseguí cam­biar de tema hasta que terminé de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para acompañarlo.
-Todavía es de día -le dije.
Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo.
-No es por eso -dijo mi hermano-. Es que tengo miedo de tener miedo.
Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con tanto esmero que mereció una felicitación especial de la señora Forbes, y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó dos puntos de los cinco que ya tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al come­dor con la respiración alterada. Cada cincuenta pun­tos nos daban derecho a una doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar unos budines más deli­ciosos que los de la señora Forbes.
Antes de empezar la cena rezábamos de pie fren­te a los platos vacíos. La señora Forbes no era ca­tólica, pero su contrato estipulaba que nos hiciera rezar seis veces al día, y había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres, reprimiendo la respiración mientras ella com­probaba hasta el detalle más ínfimo de nuestra con­ducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía so­nar la campanita. Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel verano aborrecible.
Al principio, cuando estábamos solos con nues­tros padres, la comida era una fiesta. Fulvia Flamí­nea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y terminaba comiendo un poco de los platos de todos. Pero desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa hirviendo en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el es­paldar de la silla, masticando diez veces con un ca­rrillo y diez veces con el otro, sin apartar la vista de la férrea y lánguida mujer otoñal, que recitaba de memoria una lección de urbanidad. Era igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando.
El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora Forbes nos habló de los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea, casi flotando en el aire enrarecido por la voz, nos sirvió después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de comer de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió el corazón. Pero mi hermano re­chazó el plato sin probarlo.
-No me gusta -dijo.
La señora Forbes interrumpió la lección.
-No puedes saberlo -le dijo-, ni siquiera lo has probado.
Dirigió a la cocinera una mirada de alerta, pero ya era demasiado tarde.
-La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío -le dijo Fulvia Flamínea-. Pruébalo y verás.
La señora Forbes no se alteró. Nos contó, con su método inclemente, que la murena era un manjar de reyes en la antigüedad, y que los guerreros se disputaban su hiel porque infundía un coraje sobre­natural. Luego nos repitió, como tantas veces en tan poco tiempo, que el buen gusto no es una facultad congénita, pero que tampoco se enseña a ninguna edad, sino que se impone desde la infancia. De ma­nera que no había ninguna razón válida para no co­mer. Yo, que había probado la murena antes de sa­ber lo que era, me quedé para siempre con la con­tradicción: tenía un sabor terso, aunque un poco melancólico, pero la imagen de la serpiente clavada en el dintel era más apremiante que mi apetito. Mi hermano hizo un esfuerzo supremo con el primer bocado, pero no pudo soportarlo: vomitó.
-Vas al baño -le dijo la señora Forbes sin al­terarse-, te lavas bien y vuelves a comer.
Sentí una gran angustia por él, pues sabía cuánto 'e costaba atravesar la casa entera con las primeras sombras y permanecer solo en el baño el tiempo necesario para lavarse. Pero volvió muy pronto, con otra camisa limpia, pálido y apenas sacudido por un temblor recóndito, y resistió muy bien el examen severo de su limpieza. Entonces la señora Forbes trinchó un pedazo de la murena, y dio la orden de seguir. Yo pasé un segundo bocado a duras penas. Mi hermano, en cambio, ni siquiera cogió los cubier­tos.
-No lo voy a comer -dijo. Su determinación era tan evidente, que la señora Forbes la esquivó.
-Está bien -dijo-, pero no comerás postre.
El alivio de mi hermano me infundió su valor. Crucé los cubiertos sobre el plato, tal como la se­ñora Forbes nos enseñó que debía hacerse al termi­nar, y dije:
-Yo tampoco comeré postre.
-Ni verán la televisión -replicó ella.
-Ni veremos la televisión -dije.
La señora Forbes puso la servilleta sobre la mesa, y los tres nos levantamos para rezar. Luego nos man­dó al dormitorio, con la advertencia de que debía­mos dormirnos en el mismo tiempo que ella nece­sitaba para acabar de comer. Todos nuestros puntos buenos quedaron anulados, y sólo a partir de veinte volveríamos a disfrutar de sus pasteles de crema, sus tartas de vainilla, sus exquisitos bizcochos de cirue­las, como no habíamos de conocer otros en el resto de nuestras vidas.
Tarde o temprano teníamos que llegar a esa rup­tura. Durante un año entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelana, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que nuestros padres estuvieron con nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de rocas volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las no­ches sin viento las aspas luminosas de los faros de África. Explorando con mi padre los fondos dormi­dos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la úl­tima guerra; habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino in­memorial y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas. Pero la revelación más deslumbrante para nosotros había sido Fulvia Flamínea. Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos soñolientos que le estorba­ban para caminar, pero ella decía que no los sopor­taba por amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De noche, mientras nuestros padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con ella a su casa, a menos de cien metros de la nuestra, y nos enseñaba a distin­guir las algarabías remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su marido era un nombre demasiado joven para ella, que trabajaba du­rante el verano en los hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo volvía a casa para dormir. Oreste vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de pesca­dos y canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina para que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y nos llevaba a cazar las ratas de monte, gran­des como conejos, que acechaban los residuos de las cocinas. A veces volvíamos a casa cuando nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dor­mir con el estruendo de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun aquel estorbo era un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.
La decisión de contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele a mi padre, que era un escri­tor del Caribe con más ínfulas que talento. Deslumbrado por las cenizas de las glorias de Europa, siem­pre pareció demasiado ansioso por hacerse perdonar su origen, tanto en los libros como en la vida real, y se había impuesto la fantasía de que no quedara en sus hijos ningún vestigio de su propio pasado. Mi madre siguió siendo siempre tan humilde como lo había sido de maestra errante en la alta Guajira, y nunca se imaginó que su marido pudiera concebir una idea que no fuera providencial. De modo que ninguno de los dos debió preguntarse con el cora­zón cómo iba a ser nuestra vida con una sargenta de Dortmund, empeñada en inculcarnos a la fuerza los hábitos más rancios de la sociedad europea, mien­tras ellos participaban con cuarenta escritores de moda en un crucero cultural de cinco semanas por las islas del mar Egeo.
La señora Forbes llegó el último sábado de julio en el barquito regular de Palermo, y desde que la vimos por primera vez nos dimos cuenta de que la fiesta había terminado. Llegó con unas botas de miliciano y un vestido de solapas cruzadas en aquel calor meridional, y con el pelo cortado como el de un hombre bajo el sombrero de fieltro. Olía a orines de mico. «Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano», nos dijo mi padre. «Es el olor de la civilización». Pero, a despecho de su atuendo mar­cial, la señora Forbes era una criatura escuálida, que tal vez nos habría suscitado una cierta compasión si hubiéramos sido mayores o si ella hubiera tenido algún vestigio de ternura. El mundo se volvió dis­tinto. Las seis horas de mar, que desde el principio del verano habían sido un continuo ejercicio de ima­ginación, se convirtieron en una sola hora igual, mu­chas veces repetida. Cuando estábamos con nuestros padres disponíamos de todo el tiempo para nadar con Oreste, asombrados del arte y la audacia con que se enfrentaba a los pulpos en su propio ámbito turbio de tinta y de sangre, sin más armas que sus cuchillos de pelea. Después siguió llegando a las once en el botecito de motor fuera borda, como lo hacía siempre, pero la señora Forbes no le permitía que­darse con nosotros ni un minuto más del indispen­sable para la clase de natación submarina. Nos pro­hibió volver de noche a la casa de Fulvia Flamínea, porque lo consideraba como una familiaridad exce­siva con la servidumbre, y tuvimos que dedicar a la lectura analítica de Shakespeare el tiempo de que antes disfrutábamos cazando ratas. Acostumbrados a robar mangos en los patios y a matar perros a ladrillazos en las calles ardientes de Guacamayal, Para nosotros era imposible concebir un tormento cruel que aquella vida de príncipes.
Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que la señora Forbes no era tan estricta consigo mis­ma como lo era con nosotros, y esa fue la primera grieta de su autoridad. Al principio se quedaba en la playa bajo el parasol de colores, vestida de guerra, leyendo baladas de Schiller mientras Oreste nos en­señaba a bucear, y luego nos daba clases teóricas de buen comportamiento en sociedad, horas tras horas, hasta la pausa del almuerzo.
Un día pidió a Oreste que la llevara en el botecito de motor a las tiendas de turistas de los hoteles, y regresó con un vestido de baño enterizo, negro y tornasolado, como un pellejo de foca, pero nunca se metió en el agua. Se asoleaba en la playa mientras nosotros nadábamos, y se secaba el sudor con la toalla, sin pasar por la regadera, de modo que a los tres días parecía una langosta en carne viva y el olor de su civilización se había vuelto irrespirable.
Sus noches eran de desahogo. Desde el principio de su mandato sentíamos que alguien caminaba por la oscuridad de la casa, braceando en la oscuridad, y mi hermano llegó a inquietarse con la idea de que fueran los ahogados errantes de que tanto nos había hablado Fulvia Flamínea. Muy pronto descubrimos que era la señora Forbes, que se pasaba la noche viviendo la vida real de mujer solitaria que ella mis­ma se hubiera reprobado durante el día. Una ma­drugada la sorprendimos en la cocina, con el cami­són de dormir de colegiala, preparando sus postres espléndidos, con todo el cuerpo embadurnado de harina hasta la cara y tomándose un vaso de oporto con un desorden mental que habría causado el escándalo de la otra señora Forbes. Ya para entonces sabíamos que después de acostarnos no se iba a su dormitorio, sino que bajaba a nadar a escondidas, o se quedaba hasta muy tarde en la sala, viendo sin sonido en la televisión las películas prohibidas para menores, mientras comía tartas enteras y se bebía hasta una botella del vino especial que mi padre guar­daba con tanto celo para las ocasiones memorables. Contra sus propias prédicas de austeridad y com­postura, se atragantaba sin sosiego, con una especie de pasión desmandada. Después la oíamos hablando sola en su cuarto, la oíamos recitando en su alemán melodioso fragmentos completos de Die Jungfrau von Orleans, la oíamos cantar, la oíamos sollozando en la cama hasta el amanecer, y luego aparecía en el desayuno con los ojos hinchados de lágrimas, cada vez más lúgubre y autoritaria. Ni mi hermano ni yo volvimos a ser tan desdichados como entonces, pero yo estaba dispuesto a soportarla hasta el final, pues sabía que de todos modos su razón había de preva­lecer contra la nuestra. Mi hermano, en cambio, se le enfrentó con todo el ímpetu de su carácter, y el verano feliz se nos volvió infernal. El episodio de la murena fue el último límite. Aquella misma noche, mientras oíamos desde la cama el trajín incesante de la señora Forbes en la casa dormida, mi hermano soltó de golpe toda la carga del rencor que se le estaba pudriendo en el alma.
-La voy a matar -dijo.
Me sorprendió, no tanto por su decisión, como por la casualidad de que yo estuviera pensando lo mismo desde la cena. No obstante, traté de disuadir­lo.
-Te cortarán la cabeza -le dije.
-En Sicilia no hay guillotina -dijo él-. Ade­más, nadie va a saber quién fue.
Pensaba en el ánfora rescatada de las aguas, don­de estaba todavía el sedimento del vino mortal. Mi padre lo guardaba porque quería hacerlo someter a un análisis más profundo para averiguar la natura­leza de su veneno, pues no podía ser el resultado del simple transcurso del tiempo. Usarlo contra la señora Forbes era algo tan fácil, que nadie iba a pensar que no fuera accidente o suicidio. De modo que al amanecer, cuando la sentimos caer extenuada por la fragorosa vigilia, echamos vino del ánfora en la botella del vino especial de mi padre. Según ha­bíamos oído decir, aquella dosis era bastante para matar un caballo.
El desayuno lo tomábamos en la cocina a las nueve en punto, servido por la propia señora Forbes con los panecillos de dulce que Fulvia Flamínea de­jaba muy temprano sobre la hornilla. Dos días des­pués de la sustitución del vino, mientras desayuná­bamos, mi hermano me hizo caer en la cuenta con una mirada de desencanto que la botella envenenada estaba intacta en el aparador. Eso fue un viernes, y la botella siguió intacta durante el fin de semana. Pero la noche del martes, la señora Forbes se bebió la mitad mientras veía las películas libertinas de la televisión.
Sin embargo, llegó tan puntual como siempre al desayuno del miércoles. Tenía su cara habitual de mala noche, y los ojos estaban tan ansiosos como siempre detrás de los vidrios macizos, y se le vol­vieron aún más ansiosos cuando encontró en la ca­nasta de los panecillos una carta con sellos de Ale­mania. La leyó mientras tomaba el café, como tantas veces nos había dicho que no se debía hacer, y en el curso de la lectura le pasaban por la cara las rá­fagas de claridad que irradiaban las palabras escritas. Luego arrancó las estampillas del sobre y las puso en la canasta con los panecillos sobrantes para la colección del marido de Fulvia Flamínea. A pesar de su mala experiencia inicial, aquel día nos acompa­ñó en la exploración de los fondos marinos, y estu­vimos divagando por un mar de aguas delgadas hasta que se nos empezó a agotar el aire de los tanques y volvimos a casa sin tomar la lección de buenas costumbres. La señora Forbes no sólo estuvo de un ánimo floral durante todo el día, sino que a la hora de la cena parecía más viva que nunca. Mi hermano, por su parte, no podía soportar el desaliento. Tan pronto como recibimos la orden de empezar apartó el plato de sopa de fideos con un gesto provocador.
-Estoy hasta los cojones de esta agua de lom­brices -dijo.
Fue como si hubiera tirado en la mesa una gra­nada de guerra. La señora Forbes se puso pálida, sus labios se endurecieron hasta que empezó a disiparse el humo de la explosión, y los vidrios de sus lentes se empañaron de lágrimas. Luego se los quitó, los secó con la servilleta, y antes de levantarse la puso sobre la mesa con la amargura de una capitulación sin gloria.
-Hagan lo que les dé la gana -dijo-. Yo no existo.
Se encerró en su cuarto desde las siete. Pero an­tes de la media noche, cuando ya nos suponía dor­midos, la vimos pasar con el camisón de colegiala y llevando para el dormitorio medio pastel de choco­late y la botella con más de cuatro dedos del vino envenenado. Sentí un temblor de lástima.
-Pobre señora Forbes -dije. Mi hermano no respiraba en paz.
-Pobres nosotros si no se muere esta noche -dijo.
Aquella madrugada volvió a hablar sola por un largo rato, declamó a Schiller a grandes voces, ins­pirada por una locura frenética, y culminó con un grito final que ocupó todo el ámbito de la casa. Lue­go suspiró muchas veces hasta el fondo del alma y sucumbió con un silbido triste y continuo como el de una barca a la deriva. Cuando despertamos, to­davía agotados por la tensión de la vigilia, el sol se metía a cuchilladas por las persianas, pero la casa parecía sumergida en un estanque. Entonces caímos en la cuenta de que iban a ser las diez y no habíamos sido despertados por la rutina matinal de la señora Forbes. No oímos el desagüe del retrete a las ocho, ni el grifo del lavabo, ni el ruido de las persianas, ni las herraduras de las botas y los tres golpes mor­tales en la puerta con la palma de su mano de ne­grero. Mi hermano puso la oreja contra el muro, retuvo el aliento para percibir la mínima señal de vida en el cuarto contiguo, y al final exhaló un sus­piro de liberación.
-¡Ya está! -dijo-. Lo único que se oye es el mar.
Preparamos nuestro desayuno poco antes de las once, y luego bajamos a la playa con dos cilindros para cada uno y otros dos de repuesto, antes de que Fulvia Flamínea llegara con su ronda de gatos a ha­cer la limpieza de la casa. Oreste estaba ya en el embarcadero destripando una dorada de seis libras que acababa de cazar. Le dijimos que habíamos es­perado a la señora Forbes hasta las once, y en vista de que continuaba dormida decidimos bajar solos al mar. Le contamos además que la noche anterior ha­bía sufrido una crisis de llanto en la mesa, y tal vez había dormido mal y prefirió quedarse en la cama. A Oreste no le interesó demasiado la explicación, tal como nosotros lo esperábamos, y nos acompañó a merodear poco más de una hora por los fondos marinos. Después nos indicó que subiéramos a al­morzar, y se fue en el botecito de motor a vender la dorada en los hoteles de los turistas. Desde la escalera de piedra le dijimos adiós con la mano, ha­ciéndole creer que nos disponíamos a subir a la casa, hasta que desapareció en la vuelta de los acantilados. Entonces nos pusimos los tanques de oxígeno y se­guimos nadando sin permiso de nadie.
El día estaba nublado y había un clamor de true­nos oscuros en el horizonte, pero el mar era liso y diáfano y se bastaba de su propia luz. Nadamos en la superficie hasta la línea del faro de Pantelaria, doblamos luego unos cien metros a la derecha y nos sumergimos donde calculábamos que habíamos vis­to los torpedos de guerra en el principio del verano. Allí estaban: eran seis, pintados de amarillo solar y con sus números de serie intactos, y acostados en el fondo volcánico en un orden perfecto que no podía ser casual. Luego seguimos girando alrededor del faro, en busca de la ciudad sumergida de que tanto y con tanto asombro nos había hablado Fulvia Fla­mínea, pero no pudimos encontrarla. Al cabo de dos horas, convencidos de que no había nuevos miste­rios por descubrir, salimos a la superficie con el úl­timo sorbo de oxígeno.
Se había precipitado una tormenta de verano mientras nadábamos, el mar estaba revuelto, y una muchedumbre de pájaros carniceros revoloteaba con chillidos feroces sobre el reguero de pescados mori­bundos en la playa. Pero la luz de la tarde parecía acabada de hacer, y la vida era buena sin la señora Forbes. Sin embargo, cuando acabamos de subir a duras penas por la escalera de los acantilados, vimos mucha gente en la casa y dos automóviles de la po­licía frente a la puerta, y entonces tuvimos concien­cia por primera vez de lo que habíamos hecho. Mi hermano se puso trémulo y trató de regresar.
-Yo no entro -dijo.
Yo, en cambio, tuve la inspiración confusa de que con sólo ver el cadáver estaríamos a salvo de toda sospecha.
-Tate tranquilo-le dije-. Respira hondo, y piensa sólo una cosa: nosotros no sabemos nada.
Nadie nos puso atención. Dejamos los tanques, las máscaras y las aletas en el portal, y entramos por la galería lateral, donde estaban dos hombres fuman­do sentados en el suelo junto a una camilla de campaña. Entonces nos dimos cuenta de que había una ambulancia en la puerta posterior y varios militares armados de rifles. En la sala, las mujeres del vecin­dario rezaban en dialecto sentadas en las sillas que habían sido puestas contra la pared, y sus hombres estaban amontonados en el patio hablando de cual­quier cosa que no tenía nada que ver con la muerte. Apreté con más fuerza la mano de mi hermano, que estaba dura y helada, y entramos en la casa por la puerta posterior. Nuestro dormitorio estaba abierto y en el mismo estado en que lo dejamos por la ma­ñana. En el de la señora Forbes, que era el siguiente, había un carabinero armado controlando la entrada, pero la puerta estaba abierta. Nos asomamos al in­terior con el corazón oprimido, y apenas tuvimos tiempo de hacerlo cuando Fulvia Flamínea salió de la cocina como una ráfaga y cerró la puerta con un grito de espanto:
-¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean!
Ya era tarde. Nunca, en el resto de nuestras vi­das, habíamos de olvidar lo que vimos en aquel ins­tante fugaz. Dos hombres de civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared con una cinta mé­trica, mientras otro tomaba fotografías con una cá­mara de manta negra como las de los fotógrafos de los parques. La señora Forbes no estaba sobre la cama revuelta. Estaba tirada de medio lado en el suelo, desnuda en un charco de sangre seca que ha­bía teñido por completo el piso de la habitación, y tenía el cuerpo cribado a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte, y por la cantidad y la sevicia se notaba que habían sido asestadas con la furia de un amor sin sosiego, y que la señora Forbes las había recibido con la misma pasión, sin gritar siquiera, sin llorar, recitando a Schiller con su hermosa voz de soldado, consciente de que era el precio inexorable de su verano feliz.


1976.



Gabriel García Márquez / La luz es como el agua

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
LA LUZ ES COMO EL AGUA


LIGHT IS LIKE WATER (Cuento en inglés)
LA LUMIÈRE EST COMME L'EAU (Cuento en francés)

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

Diciembre 1978.



Cuentos de Gabriel García Márquez


Ojos de perro azul (1947 - 1955)


Los funerales de la Mamá Grande (1962)

La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972)


Doce cuentos peregrinos
LA LUZ ES COMO EL AGUA (1978)


Otros cuentos
EN AGOSTO NOS VEMOS

MESTER DE BREVERÍA


Gabriel García Márquez / El rastro de tu sangre en la nieve

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
EL RASTRO DE TU SANGRE EN L A NIEVE

O RASTRO DO TEU SANGUE NA NEVE (Cuento en portugués)


Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para compro bar que los retratos se parecían a las caras.
Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Avila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella y casi tan bello y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias s de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la vocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:
 -Merde! Allez-vous-en!
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
-¿Es algo grave? -preguntó.
-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyen­do, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre. Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del Arzobispo Primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châttelainie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.
-Los he visto más grandes y más firmes- dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón) era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. "Suena como un buque había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música "No me importa qué instrumento toques –le decía- con tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos ares de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de des apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escom­bros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no hablan tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.
-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.
         En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por el coche, que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.
Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se había precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salie­ron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.

            
           Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando abandonaron a Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo incons­ciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.
-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas mane­jando sin comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.
-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.
Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en -Madrid, y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los machos no comen dulces -dijo.
Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
-Ya será mejor esperar hasta París –dijo Nena Daconte. Nena Daconte.
- Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es la primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto.
Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, conven­cida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural. "sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate -dijo-: un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París el dedo era un manantial incontenible, y ella- sintió de veras- que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo. -Sigue de por la avenida del General Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del general Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer-­Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su mirada una sonrisa lívida.
-No te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.
-No, muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
-Usted no -le dijo-. Va para cuidados intensivos-.
Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
-Doctor- le dijo-. Ella está encinta.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos meses.
El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.
Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aque­lla primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí Consiguieron por fin un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente habla un edificio restaurado con un letrero: Hotel Nicole. Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no habla más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los dientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olla a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que con el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empellaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender como pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte. Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo com­probar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encon­trar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de 48 horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Avila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y habla causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una piyama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza. Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna una hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sánduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabía dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta.
Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de im­presionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la calle del Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez de su llegada, y que la torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas resta­blecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó sin perder la dulzura con que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que somterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.
-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días- concluyó.
-Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.
Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un coñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca habla leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella silo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres a la derecha y los hombres a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.
-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo. Billy Sánchez se quedó perplejo.
- En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se hicieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él sospechaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez, entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.

1976.


Alvaro Mutis / Lo que sé de Gabriel

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Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez
Guadalajara, México, 2007
Álvaro Mutis
Lo que sé de Gabriel
C
onocí a Gabriel García Márquez hace 42 años, una noche de tormenta, en el barrio de Bocagrande, en Cartagena. Me lo presentó Gonzalo Mallarino, su compañero de Facultad de Derecho en la Universidad Nacional, y ya su admirador irrestricto. Las palmeras casi tocaban el suelo por las fuerzas del viento y los cocos verdes se estrellaban en el pavimento con su ruido sordo, ya faulkneriano.
Dos cosas me sorprendieron en él, entonces apenas autor de La noche de los alcaravanes, cuento que me había parecido magistral y lleno de inagotables promesas –¿por qué será que las promesas siempre son inagotables?–, y las dos siguen siendo rasgos definitorios de su carácter: una devoción sin límites por las letras, desorbitada, febril, insistente, insomne entrega a las secretas maravillas de la palabra escrita (sólo don Quijote en su discurso sobre las armas y las letras había demostrado parecido fervor) y una madurez varonil, un sentido común infalible que en nada concordaban con sus 20 años a los que había entrado ya con su ceño de bucanero y su corazón a flor de piel. Esta ha sido otra constante en la vida de Gabriel: una indulgencia inteligente para todos sus semejantes y un sentido de vigilante servicio en la amistad. No conozco amigo igual, pero tampoco conozco otro que la cultive con más amoroso rigor, con tan sereno equilibrio. He pensado a menudo que Gabriel nació ya maduro, viejo no, nunca lo ha sido ni creo que lo será ya; tiene un aura de intemporalidad que lo asimila a sus personajes.
Me cuesta mucho trabajo decir algo sensato sobre su obra literaria. He leído todos sus originales antes de que fueran publicados. Sigo pensando que su obra más acabada y perfecta es El coronel no tiene quien le escriba; la que se considera su obra prima, Cien años de soledad, no puedo leerla sin cierto sordo pánico. Toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano. Hay en ella una sustancia mítica, una carga adivinatoria tan honda, que pierdo siempre la necesaria serenidad para juzgarla.
Sigo creyendo que es un libro sobre el cual no se ha dicho aún toda la deslumbrada materia que esconde. Cada generación lo recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán contra él.
Hemos compartido juntos, Gabriel y yo, muchas horas de felicidad desbordada y no pocas de incertidumbre y estrechez. Hemos viajado por tres continentes, hemos compartido libros, músicas y amigos. Todo lo vivido con él ha sido para mí como un premio extraordinario en el oscuro azar de los días. Compartí con él las primeras horas de su Premio Nobel. Luchaba contra el entusiasmo, tratando de ser el mismo de siempre. Lo logró en pocos minutos. Bebimos hasta pasada la medianoche. Evocamos amigos ausentes y tornamos a reír en compañía de nuestras esposas, Mercedes y Carmen, de las mismas gozosas remembranzas con las que está tejido nuestro destino común. En verdad, casi pudimos decir que no había pasado nada. O mejor, que ninguna sorpresa del presente podía opacar ni alejar la milagrosa presencia de un tiempo compartido que ha sido para nosotros una auténtica y siempre presenteMoveable feast.
Texto incluido en la edición conmemorativa de Cien años de soledad, publicada en 2007 por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española
















Edmundo Paz Soldán / El eterno retorno de García Márquez

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Edmundo Paz Soldán
El eterno retorno de García Márquez

Dice Carmen Ballcels que Gabriel García Márquez no escribirá más. Las razones tienen que ver con su salud debilitada; hace años que se dice que habría una novela corta más, titulada En agosto nos vemos, pero por lo visto el proyecto no saldrá a flote. A su paso por Ithaca, Héctor Abad, muy buen amigo de Gabo, especula que habrá más libros, pero que éstos serán, sobre todo, viejos manuscritos.
A estas alturas, ¿importa que García Márquez deje de escribir? Si hubiera dejado de hacerlo en 1985, después de la publicación de El amor en los tiempos del cólera, su reputación como uno de los grandes indiscutibles de la literatura universal no hubiera variado un ápice; hubo cosas buenas en lo que vino después -El general en su laberintoNoticia de un secuestro--, pero para entonces su reputación estaba consolidada. Si en los años sesenta el "realismo mágico" se hizo conocido por lo lectores de todo el mundo gracias al Boom y a Cien años de soledad, los ochenta mostraron su influencia en escritores de primer nivel, entre ellos Salman Rushdie (Hijos de la medianoche, 1981) y Toni Morrison (Beloved, 1987). 
La literatura latinoamericana suele ser receptora de las modas narrativas que se originan en otros continentes; la obra de García Márquez es uno de los escasos ejemplos de una forma de narrar latinoamericana capaz de difundirse por el mundo. José Donoso solía bromear que había escuelas de "realismo mágico" incluso en el Tibet.
La influencia de García Márquez fue tanta que tuvo sus aristas negativas: presentó una visión exótica del continente -Macondo como el lugar donde lo extraordinario es cotidiano--, y, para los lectores y editores de otras latitudes, llegó a simplificar la diversidad narrativa latinoamericana bajo el común denominador del "realismo mágico" (la misma obra de Gabo fue víctima de esto, pues muchas de sus páginas no tienen nada que ver con el "realismo mágico"). No fue casual que mi generación, al aparecer en la década del noventa, en un momento de saturación del estilo y de sus imitadores, tratara de distanciarse del modelo. Pero ese distanciamiento tomó también la forma de un homenaje: hay una antología que se llama McOndo (1996), pero no existen similares esfuerzos para con los mundos narrativos de otros escritores del Boom (nadie escribe contra Vargas Llosa o Cortázar).
Hoy todos leen a García Márquez, aunque ya ha pasado el momento cumbre de su influencia. Se ha apagado la estrella, pero a mí se me ocurre que es sólo temporal: la obra de Gabo es lo suficientemente poderosa como para producir nuevos escritores influidos por ella. Así, mientras hoy parecería que todos quieren escribir como Bolaño, seguro hay por ahí, perdido en un país latinoamericano -o europeo, asiático o africano--, una niña o un adolescente que acaban de leer Los funerales de la Mamá grande, y que comienzan a tramar el retorno de García Márquez.

(La Tercera, 4 de abril 2009)
http://www.elboomeran.com/blog-post/117/6570/edmundo-paz-soldan/el-eterno-retorno-de-garcia-marquez/



Gabo y Vargas Llosa / Puñetazo y Nobel

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La amistad entre García Márquez y Vargas LLosa constituyó el núcleo duro del 'boom' latinoamericano de la segunda mitad del siglo XX (Especial).



Dos amigos, 

separados por un puñetazo, 

se reencuentran con el Nobel


El ganador del premio Nobel de Literatura 2010 
agradeció a su ex amigo que lo haya felicitado 
por haber recibido el galardón
Jueves, 07 de octubre de 2010 a las 13:10

La amistad entre García Márquez y Vargas LLosa constituyó el núcleo duro del 'boom' latinoamericano de la segunda mitad del siglo XX (Especial).


Lo más importante
  • El joven y talentoso Vargas Llosa asestó hace 34 años el golpe sorpresivo a García Márquez
  • Los motivos de la distancia entre los dos escritores no se han dado a conocer por un pacto "tácito" entre ambos
  • Francisco Paco Igartua publicó que el conflicto surgió por discrepancias sentimentales entre el peruano y su esposa
  • Hace dos años, Vargas Llosa volvió a ratificar que tiene "un pacto tácito" para no hablar sobre García Márquez



LIMA (EFE) — El Premio Nobel de Literatura volvió a hacer coincidir, al menos por un momento, las carreras de Mario Vargas Llosa yGabriel García Márquez, dos figuras emblemáticas de la literatura latinoamericana, que se separaron hace más de tres décadas por un puñetazo.
Horas después de que Vargas Llosa fuera galardonado este jueves con el premio, el peruano dijo en conferencia de prensa: "Les voy a rogar que hagan público mi agradecimiento por la declaración que ha hecho García Márquez sobre el Nobel".
El jueves circuló el rumor de que el escritor colombiano había enviado una felicitación por la red social Twitter con el mensaje “cuentas iguales” en relación al premio Nobel de Literatura que él recibió en 1982.
Sin embargo, el director de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, Jaime Abello, aclaró a través de la cuenta oficial de la Fundación en Twitter que Gabo no tenía cuenta en la red social y que era falso que hubiera enviado un mensaje.
Historia mínima de una amistad rota
La amistad surgió cuando el peruano se trasladó a Barcelona, en la década de 1960, y bajo el amparo del editor Carlos Barral, inició una entrañable amistad con García Márquez. Ambos se convirtieron en núcleo duro del boom latinoamericanoperiodo de la segunda mitad del siglo XX que parió la fama de literatos como Julio CortázarCarlos Fuentes José Donoso.
Hace 34 años, fue el joven Vargas Llosa quien asestó el golpe sorpresivo a García Márquez, cuando el 12 de febrero de 1976 se encontraron a la entrada de un cine en la Ciudad de México.
Las causas del suceso siempre se mantuvieron en el enigma por decisión de ambas figuras, un pacto tácito que han respetado desde entonces.
En medio de numerosas especulaciones, ha sido la versión del periodista hispanoperuanoFrancisco Paco Igartua, la que mayor asidero ha tomado con el paso del tiempo y que se remite a unas discrepancias sentimentales entre Vargas Llosa y su esposa, Patricia.
Según Igartua, él fue testigo de cómo el peruano se enfureció al ver al colombiano y, sin mediar palabras, se acercó y le asestó un puñetazo que sorprendió a su entonces amigo con los brazos abiertos.
En su libro de memorias Siempre un extraño, el periodista dejó entrever que entre los motivos estuvieron los celos, por unos supuestos consejos que había dado Gabo a Patricia cuando ésta tenía problemas conyugales.
¿Motivos personales o políticos?
Luego ha sido el británico Gerald Martín, en su biografía Gabriel García Márquez: una vida, quien ha dado una nueva pista para descorrer el velo de este enigma personal y literario.
Martín asegura que Vargas Llosa le dijo a Gabo: "Esto es por lo que le dijiste a Patricia" o "Esto es por lo que le hiciste a Patricia".
Otros aseguran que el golpe también fue el culmen de las discrepancias ideológicas que comenzaban a tener ambos amigos por la defensa del liberalismo que hacía Vargas Llosa, y del régimen cubano de Fidel Castro, de García Márquez.
Y a pesar de que se pensaba que no existía ninguna evidencia del incidente, más allá de los testimonios difusos y confusos, hace tres añosel fotógrafo Rodrigo Moya publicó en México dos fotografías en las que se ve a García Márquez con los efectos del golpe recibido.
En esas tomas, aparecidas en el diario La Jornada cuando Gabo cumplió 80 años, se ve al autor de Cien años de soledad con el ojo izquierdo amoratado.
Moya, fotógrafo mexicano de origen colombiano, señaló que tomó la imagen el 14 de febrero de 1976, dos días después del puñetazo, porque García Márquez "quería una constancia de aquella agresión".
Recordó que le preguntó al escritor qué había pasado y éste fue "evasivo" y "atribuyó la agresión a las diferencias" que ya eran insalvables en la medida que el autor peruano "se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha".
Pero fue Mercedes Barcha, la esposa de Gabo, quien hizo un comentario más elocuente: "Es que Mario es un celoso estúpido, repitió Mercedes varias veces, cuando la sesión fotográfica había devenido en charla o chisme", según Moya.
El fotógrafo dedujo luego que "mientras ambas parejas vivían en París, los García Márquez habían tratado de mediar los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa Patricia, acogiendo sus confidencias".
"Como suele suceder, los consejos o comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas Llosa cuando éste volvió al redil y se reconcilió con su esposa", indicó Moya.
Hace dos años, Vargas Llosa volvió a ratificar que tiene "un pacto tácito" para no hablar sobre García Márquez, con la intención de "darle trabajo a los biógrafos".
"Que los biógrafos averigüen, que ellos descubran, que digan qué pasó", señaló al ser preguntado por las causas del incidente que puso fin a una de las amistades más memorables de las letras hispanoamericanas.

http://mexico.cnn.com/entretenimiento/2010/10/07/dos-amigos-separados-por-un-punetazo-se-reencuentran-con-el-nobel




Guillermo Cabrera Infante / García Márquez / Nuestro prohombre en La Habana

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Guillermo Cabrera Infante
Gabriel García Márquez
NUESTRO PROHOMBRE EN LA HABANA
El País, 03-02-1983


No suelo oponer cartas a artículos publicados ya, porque he vivido la mitad de mi vida adulta en periódicos y sé que las cartas de respuesta siempre se escriben al dorso y llegan demasiado tarde o van a dar al cesto. 0 son como ecos o secuelas y resultan inútiles o contraproducentes. Pero al artículo del escritor colombiano Gabriel García Márquez publicado en EL PAIS el 19 de enero no quiero, no puedo, como cubano, echarlo donde se merece y olvidarlo. Esta no es mi carta, pero es mi respuesta.Fue Martí, el Marx más a mano en Cuba ahora, quien dijo que contemplar un crimen en silencio es cometerlo. Esta vez, al revés de otras veces, no me voy a callar ante esta última manifestación del delirio totalitario, inducido sabe Freud por qué aberración del ser contemporáneo. Sé que hay lectores (y escritores) americanos (y españoles) que leen al García Márquez semanal para reírse a carcajadas, y consideran sus declaraciones con desdén superior ante los desplantes de un patán o los alardes de un meteco: el nuevo rico que se codea con la alta sociedad. Algunos, con benevolencia, lo toman como formas extremas de la ficción autobiográfica.


Así, estos lectores lúdicos pueden desechar su exaltación compulsiva de la infamia cada miércoles, mientras esperan golosos su relato de otras cenas íntimas con jefes de Estado de ambos mundos (y aun del tercero), que oyen atentos sus consejos sabios susurrados al oído a medianoche, o la crónica anunciada de nuevos viajes en avión por América, tan decisivos para la humanidad o para la historia (o para ambas) como Colón y su trío de carabelas, o el despliegue de sus coros y danzas de Colombia, que remedan con ritmo rastacuero las testas coronadas de Europa. ¿Es esto el colmo del ridículo? Para los lectores avisados, el artículo de cada semana de García Márquez es como esa nueva novela de Corín Tellado para las ávidas lectoras de Vanidades: la segura promesa de un frisson nouveau. Pero no para mí. Yo tomo a los dos novelistas muy en serio. Este escrito es la prueba. Aunque habrá algunos que ante esta opinión mía fabriquen excusas como esclusas. Hombre, apenas vale la pena, no es para tanto, nadie le hace caso. Pero sí. Creo, con Goldoni, que con el siervo se puede golpear al amo.

En su artículo titulado Las veinte horas de Graham Greene en La Habana, García Márquez cuenta con regocijo cómo el general Torrijos entró de contrabando oficial (lo que no es raro, viniendo de Sudamérica) en Estados Unidos a Graham Greene y al mismo Márquez. El contento, también general, aumenta al recordar el autor de El otoño del patriarcacómo Torrijos quería incluso disfrazar a Greene (o a los dos) de coronel. Lo que no es raro, viniendo de un general latinoamericano. Sin siquiera ser general, Fidel Castro ha disfrazado a muchos escritores, si no de militares, por lo menos de militantes. Sólo la rigidez (o flema) inglesa de Greene impidió que se completara esta mascarada, más propia de Groucho que de Karl Marx, que le hizo tanta gracia a García Márquez que todavía le hace. No es raro que Graham Greene se negará a jugar tan indecoroso papel. Greene era el único inglés del grupo, y en el Reino Unido saben que la diferencia entre decoro y decorado no es una condecoración.

Esta parte del artículo de García Márquez es, por supuesto, mera comedia muda, lo que en los cortos del gordo y el flaco se llamaba la hora de la beldad (o todos con la tarta de crema en la jeta) y en España se conocía, creo, con un apropiado nombre ruso: astrakán. Ahora se trata de animar al lector de entrada con una bufonada peligrosa a lo Tancredo. El drama viene después, cuando García Márquez coge al otro por los cuernos y se queja de que a él, como a Graham. Greene, no le dejan entrar en Estados Unidos esos villanos vitalicios que son los americanos. Sólo pudo entrar una vez, para su pesar; en esa ocasión, de chanza y de chacota, bajo el camuflaje protector de miembro de la apócrifa comitiva presidencial del general Torrijos. Pero es un chiste chibcha para el lector adicto a la cumbia colombiana.

No es verdad que García Márquez pudiera entrar a Estados Unidos sólo al vestir el disfraz panameño, civil o militar. El escritor de La hojarasca, que ahora tiene generales de quién escribir, abandonó Nueva York en abril de 1961 con más prisa que dejó Bogotá la última vez, y, de paso, desertó de las oficinas de la agencia Prensa Latina, que dirigía. Lo hizo al revés que su admirado Hemingway: sin gracia y sin presión, nada más conocer que había ocurrido el desembarco contrarrevolucionario en Bahía de Cochinos, en Cuba, al que dio por triunfador en seguida. ¿Es necesario recordar que La Habana está a miles de kilómetros de Nueva York? Su corazón tendría sus razones, pero los que conocemos su biografía verdadera sabemos que esta noticia (revelación para muchos) es facta non verba. García Márquez volvió a Estados Unidos (de hecho, a la misma Nueva York que había dejado detrás como una mala hora) exactamente diez años después, en 1971, a recibir el grado de doctor honoris causa de la muy americana (y capitalista) Universidad de Columbia. Para los que aman las analogías, puedo decir que este homenaje es como si la Universidad de Kiev le hubiera conferido igual honor a Jorge Luis Borges. La analogía es política, por supuesto; no literaria. Allí, en el hotel Plaza, de Nueva York (nuestro modesto autor, siempre hospedado, como quieren Fidel Castro y Martí, "con los pobres de la tierra"), lo entrevistó la periodista argentina Rita Guibert para su libro Siete voces, para publicar en Estados Unidos. Fue en esa entrevista que García Márquez hizo su declaración más verdadera: "No leo prácticamente nada. Ya no me interesa. Leo reportajes y memorias, la vida de hombres que han tenido poder; memorias y confidencias de secretarios, aunque sean falsas". A la ceremonia pública en la universidad neoyorquina, el autor de Crónica de una muerte anunciada no llegó vistiendo una guerrera color caqui o verde oliva ni un liqui-liqui blanco, sino de toga y birrete.
Es verdad, a pesar suyo, que muchos escritores extranjeros no pueden entrar legalmente en Estados Unidos, como otros cientos de miles y aun millones de presuntos visitantes extranjeros a Estados Unidos que no son precisamente escritores colombianos. O mejor, el escritor colombiano. Son matemáticos mahometanos, bailarinas balinesas, espías rusos, profesores paraguayos, jazzistas jamaicanos, actores australianos, espías rusos, ingenieros ingleses, modelos, modelitos, modelones, espías rusos, pilotos y publicitarios, y poetas y, por supuesto, obreros de todos los países, unidos o por separado. (De lo contrario, los braceros mexicanos ilegales no serían conocidos comoespaldas mojadas.) Pero entre los escritores que no pueden entrar en Estados Unidos si no es con una visa waiver hay más de un exiliado cubano (una visa waiver es un visado especial que necesita, invariablemente y por cada solicitud, el visto bueno directo del Departamento de Estado, y no por medio de un consulado). A veces, el visto bueno es mal visto, pero entre los agraciados con la waiver están Carlos Fuentes, que vive hace años en Princeton (Estados Unidos); Carlos Franqui, que está ahora de visita en Nueva York, y, ¿por qué no decirlo?, yo mismo. He dado dos cursos de seis meses en universidades americanas, dictado numerosas charlas dondequiera en Estados Unidos y visitado el país varias veces desde 1970, pero siempre, como si fuera un agente enemigo (cosa que es obvio que no soy), con una visa waiver, sin necesidad de disfrazarme de nada. Al mismo tiempo, hay muchos escritores que actúan como verdaderos agentes antiamericanos y que vienen a América del Sur y hasta a España. Y viven en Estados Unidos y se ganan muy bien la vida allí, sin ser jamás molestados lo más mínimo. ¿Contradicciones del capitalismo? Es posible. Pero no me quejo ni califico de justa justicia o cruel injusticia esta acción americana.

Cada país, como cada casa, recibe a sus visitantes como quiere: en la puerta o en la sala, o los acoge como huéspedes eternos, invitados o no. La policía de Franco, por ejemplo, no me dejó vivir en Madrid, mientras que García Márquez vivió años en Barcelona, casi hasta que murió el Caudillo, estudiando, según declaró luego, la agonía de un patriarca: sí, señor, cómo no, Franco mismo.

Pero la Rusia soviética va más lejos que nadie, y no sólo no deja entrar a los visitantes extranjeros que no desea, sino que deporta a la fuerza a los nacionales que molesten mucho. Lo mismo hacen Polonia, Bulgaria, Checoslovaquia, etcétera. Tampoco me parece bien ni mal. Es más, ni me preocupa y ni siquiera me interesa. No quiero que esos países, donde la democracia necesita siempre un modificador (popular, proletaria) me acojan ni me cojan. Es más, no me cogería nadie ni muerto del otro lado de la frontera yugoslava, comparativamente hablando, pero siempre detrás de la cortina de hierro. La visión de una góndola que se extravíe, salga del Gran Canal y de la laguna al golfo y se pierda en el Adriático, y vaya yo, pasajero en ella, a parar a un país satélite (de quien se sabe), es una posible pesadilla que me quita las ganas de ver Venecia mientras haya luz. Todo país totalitario me repele: no por su paisaje ni por su pueblo, sino por su política. Pero nunca se me ha ocurrido jurar en vano (y en ridículo risible) que mientras esté el general Jaruzelski en el poder no volveré a escribir. Esa es una decisión para polacos.

Lo que sí me parece lamentable y me concierne es que cientos de miles de cubanos no puedan regresar a su país, como hará el exiliado autor de Cien años de soledad, ni el próximo mes ni nunca mientras viva Castro. Saben que no serán recibidos en exclusivas limusinas negras ni acogidos en palacetes reservados "para jefes de Estado de países amigos". Serán, si son escritores extraviados, pateados dentro de una de las muchas cárceles castristas, atiborradas no con escritores comunistas ni de invitantes compañeros de viaje, que beben "buen vino tinto español", pero, internacionalistas que son, capaces todavía de "consumir seis botellas de whisky" (¡en medio día!) sino de seres humanos, escritores o no, que apenas tienen qué comer ni qué vestir. Serán de esos mismos vecinos habaneros que usan una sola aguja de coser entre muchos, como reveló García Márquez hace un tiempo en este espacio con un candor que se confunde con el cinismo. Allí llamó a este patético préstamo "cultura de la pobreza". El concepto es del sociólogo izquierdista americano Oscar Lewis, que hizo encuestas en Cuba como en México. Luego, Lewis fue "invitado a abandonar el país" por el Ministerio del Interior y acusado públicamente por Raúl Castro de agente del imperialismo. García Márquez se lo apropia ahora para mostrar, escamoteando, como un mago de salón, lo que ha logrado fomentar Castro en Cuba: la pobreza creadora. ¿Filosofía de la miseria o miseria del marxismo?

Los escritores en exilio verdadero, no en fugas tan calculadas como las de Bach, ni tan sonoras, se llaman Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Carlos Franqui, Juan Arcocha, Carlos Alberto Montaner, Antonio Benítez Rojo, Lydia Cabrera, Labrador Ruiz, Carlos Ripoll, José Triana, César Leante, Eduardo Manet, Severo Sarduy... -pero, ¿para qué seguir haciendo listas? Ya se sabe que Cuba sola ha producido más exiliados en el último cuarto de siglo que todos los demás países americanos juntos-, y, siendo escritores, sin la posibilidad de regresar jamás a su país, como lo hará García Márquez cuando quiera. ¿Es marzo un mes propicio al viaje?
Algunos lectores españoles, capaces tal vez de recordar una dictadura totalitaria y poetas fusilados o muertos en la cárcel y escritores presos y censura total y toda una valiosa generación condenada al exilio y aniquilada por el tiempo y el olvido, leerían el artículo de García Márquez con repugnancia genuina ante el arribismo político más grosero y su sicofancia ante los poderosos, todo lleno, sin embargo, de un irresistible color local, tan atrayente y exótico como el colorido del peje piloto, ese pez del Caribe que nada grácil entre tiburones, a los que sirve de guía y de señuelo engañoso. Este despliegue del escritor entre filisteos y fideleos embaraza a sus amigos y regocija a sus rivales, que envidian sus premios y su público. Pero si no se tratara de Cuba, yo lo vería como un fenómeno demasiado frecuente que se cree único. Lo leería entonces con la recurrente diversión que veo cómo se repite en las historias del circo el eterno triángulo del payaso que siempre se enamora de la caballista, cuando la caballista está loca por el hombre fuerte, a veces barbudo.

Mientras tanto, desde las gradas, el público, ignorante del drama de amor en la trastienda, aplaude a los perros amaestrados y a los monos sabios haciendo cabriolas en la pista o el falso salto mortal del trapecista con red.

Para los curiosos de la vida entre prohombres en Cuba, ese circo sin pan, reservo unas preguntas finales -o iniciales-. Es un mensaje a García Márquez, si las quiere responder desde su humilde: mansión de México. Aquí van: ¿por qué se interesó tanto Fidel Castro, ya tarde en la noche y (después de un día agotador para, este otro patriarca que trata de alejar su otoño con gimnasia -¿sueca, tal vez?- al oír esta sabida, sobada historieta de Graharri Greene, que cuenta cómo jugaba a la ruleta rusa a los diecinueve años, edad en que la mayoría de los adolescentes ingleses, de alta o baja estofa, suelen jugar juegos más vitales? ¿Conmovió al máximo líder tal vez el suicidio que nunca ocurrió, con tantos muertos que deben su suicidio verdadero a Castro? ¿O fue el discreto encanto y el pudor del acto fallido? ¿O se debió a que la ruleta a que jugaba el autor de Pistola en venta era casualmente rusa?


http://www.sololiteratura.com/ggm/gargabonuestro.htm





Diego Aristizábal / Mi García Márquez en silencio

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Gabriel García Márquez

Desde el cuarto

Mi García Márquez en silencio

Por Diego Aristizábal
El Espectador
20 de abril de 2014

¿Qué dice uno sobre un hombre de quien los medios, sus familiares y amigos han dicho todo e, incluso, se han encargado de encontrar y contar lo que ni siquiera el mismo García Márquez sabía de él?
La verdad es que yo hubiera preferido presenciar ese otro jueves cuando sonó el teléfono de su casa y le dijeron que se había ganado el Premio Nobel de Literatura. Me hubiera encantado unirme a esa fiesta de vida, a la algarabía que vivió Colombia en aquel entonces. Porque esa sí que fue la noticia que ni siquiera él mismo imaginó.
Pero para bien o para mal a mi me tocó el García Márquez de los libros que nos ponían a leer en el colegio y luego el que yo mismo descubrí cuando se recopilaron sus textos periodísticos. Me tocó el García Márquez que aparecía de vez en cuando, daba una declaración y luego desaparecía. Me tocó el escritor que dejó de escribir.
Tal vez por eso cuando en 2007 supe que le rendirían un homenaje por sus 80 años de vida y por los 40 años de publicarse “Cien años de soledad”, decidí ir a Cartagena. Dentro de mis planes no estaba presupuestado tener contacto con él, sabía que eso era casi imposible si consideraba la cantidad de amigos del alma que lo rodearían y con quienes, sin duda, él estaría gustoso de conversar y abrazar; sin contar con el sinnúmero de periodistas de todo el mundo que tratarían de acceder a él para que respondiera así fuera una pregunta.
Recuerdo que mientras trataba de ingresar al Centro de Convenciones, una ola de escoltas y policías pasaron de largo con el maestro y yo, a duras penas, pude ver a un hombre bajito con un sombrero que sonreía mientras se lo llevaba la corriente. En realidad esa escena había sido más que suficiente; pero como en el mundo de García Márquez cualquier cosa puede pasar, el último día, mientras caminaba por la ciudad amurallada, un extraño presentimiento me advirtió que si ingresaba al bar del Hotel Santa Clara encontraría a Gabo. Desde luego me pareció ambiciosa la escena pero nada perdía con comprobarlo. Así que entré con esa extraña incertidumbre de hacerle caso a lo imposible mientras pensaba lo que podría decirle en caso de que efectivamente fuera cierta mi intuición.
Puede que suene increíble, así como se creen fantásticas las historias de García Márquez, (que en realidad son tan reales como todo lo que pasa en la Costa), pero cuando ingresé al bar con el corazón aturdido vi al fondo al maestro sentado en un sofá conversando plácidamente con Carlos Fuentes. No quise interrumpirlos, me pareció un momento memorable donde cualquier pregunta lo estropearía todo. Pedí un café y mientras observaba ese fantasma de carne y hueso, estúpidamente pensé en qué pasaría cuando se muriera el maestro, en lo solos que quedaríamos los colombianos.
Ahora, que lastimosamente me tocó la muerte del más grande de los escritores colombianos, paradójicamente, no siento que los colombianos hayamos quedado solos, ni huérfanos, ni tristes, nada de eso, Gabo ha sido una realidad asombrosa, un genio que, así uno quisiera que le repitieran la vida, nos dio cosas maravillosas para que lo queramos, incluso, quienes no fuimos sus amigos.





Gioconda Belli / García Márquez no sólo revolucionó la lengua

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Gioconda Belli

"García Márquez revolucionó no sólo la lengua, 

sino la noción de América Latina"


Por Steven Navarrete Cardona
El Espectador 21 de abril de 2014
"García Márquez revolucionó no sólo la lengua, sino la noción de América Latina": Gioconda Belli
La poeta nicaragüense Gioconda Belli acaba de ser galardonada con el Premio Andrés Sabella de Chile, por su distinguida trayectoria en el mundo de las letras, que le será entregado el 4 de mayo durante la Feria Internacional del Libro Filzic de Antofagasta (Chile).
A propósito del deceso del Nobel de Literatura colombiano, Gabriel García Márquez, escribió en su cuenta de Facebook: “García Márquez revolucionó no sólo la lengua, sino la noción de América Latina que tenía el mundo entero y nos dio a nosotros un sentido de consuelo y dignidad ante nuestra propia historia y sus entuertos”(….) “Me siento muy triste; como que se me murió un pedacito de mi corazón, una esquina del parque de la alegría que tengo adentro se quedó sin su columpio preferido”.

Gioconda Belli es una de las poetas más reconocidas en Centroamérica y Latinoamérica. En 2010, por ejemplo, su novela El país de las mujeres recibió el Premio Hispanoamericano La Otra Orilla, mientras que en 2008 la novela El infinito en la palma de la mano ganó en España el Premio Biblioteca Breve y en México el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. En diálogo con El Espectador, la nicaragüense habló del primer poema que leyó, de la relación entre política y literatura y de su disidencia con el gobierno de Daniel Ortega.
¿Por qué a pesar de hacer parte del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) durante su ascenso para llegar al poder, no apoya el gobierno de Daniel Ortega?
Porque hay un antes y un después de la derrota electoral del FSLN en 1990. El después careció de los ideales y motivaciones nobles del proceso revolucionario. El después fue una lucha sin escrúpulos de Daniel Ortega por recuperar el poder a cualquier precio. Como pagó cualquier precio y es un hombre sagaz, recuperó el poder, pero para mí es un poder personalista, dañino para el futuro del país. Por conservar ese poder para sí, él ha desmantelado todo el aparato institucional que le habría permitido a la gente quitarlo si su gestión era fallida; destruyó lo que se logró con enormes sacrificios. Ahora él tiene un poder absoluto: controla magistrados, el sistema judicial, el electoral, a la Policía, al Ejército y a la Asamblea.
¿Y cuál fue la estrategia de Ortega?
Desmanteló la oposición negando la personería jurídica a contrincantes serios y usando el dinero para comprar la casta política corrupta que pulula en todo el sistema. Se intenta justificar todo lo anterior con el argumento populista de que los pobres están más contentos, pero la justicia social no requería el sometimiento del país a su voluntad y la destrucción de todos los mecanismos democráticos de rendición de cuentas y control del Ejecutivo. Este nuevo populismo hegemónico, autoritario, que ha reelaborado el discurso de izquierda para imponer una versión tropicalizada de la “dictadura del proletariado” a punta de manipulación y propaganda, va a hace fracasar la esperanza que teníamos en América Latina de engendrar una democracia que nos apartara de la violencia. Se siembran vientos y se cosecharán tempestades.
Para usted, ¿cuál es la relación entre política, literatura y poesía?
Depende de quién haga la relación. Personalmente, creo que cada autor es testigo de su tiempo y que mientras lo que escriba se nutra de la realidad, ésta va a permear y marcar su obra y a representar su opinión, velada o no, sobre lo que vive como ente social. Es inevitable, por mucho que se quiera últimamente aislar lo creativo de lo social.
Teniendo en cuenta que el patriarcado también está presente en el mundo intelectual, ¿ha sentido alguna discriminación por ser mujer?
Definitivamente. Pero la discriminación no es de parte de los y las lectoras —después de todo, la mayoría son mujeres—, sino de parte del establishment literario, que aún no comprende, pienso, ni la temática ni la necesidad de abordar ciertos temas femeninos o darle a la mujer el protagonismo que le damos las escritoras en nuestras novelas. Yo diría que el machismo no sólo abarca a las mujeres reales, sino también a las imaginarias, es decir, a las protagonistas de nuestras novelas.

¿Identifica alguna tendencia?
Existe la tendencia a calificar de “romántico” o de “literatura light” lo que escribimos las mujeres latinoamericanas, y aunque esto no se diga en voz alta, se dice en voz baja y se percibe en las valoraciones críticas e incluso en los reportajes periodísticos que se hacen sobre festivales, sobre el rumbo de la novela, etc. Los nombres de las escritoras, de grandes escritoras latinoamericanas como Laura Restrepo, Rosario Ferré, Ángeles Mastretta, Marcela Serrano, Nélida Piñón, Luisa Valenzuela, Elsa Osorio, Mayra Santos etc., etc., apenas son referentes cuando se pondera la literatura latinoamericana en su conjunto. Eso me parece una forma sofisticada de discriminación.
¿Y en qué forma se expresa esa discriminación?
Hay un clan de autores “famosos” que se elogian o valoran entre sí e intentan sentar las bases y el canon de lo que es bueno o no en la literatura latinoamericana. El caso de Isabel Allende me parece interesante. Puede no gustarnos absolutamente todo lo que escribe, puede uno tener una opinión crítica sobre sus novelas, pero Isabel tiene una literatura imaginativa, bien escrita. Sus memorias, Paula y La suma de los días, son muy buenos libros. Es una mujer que ha escrito de todo, hasta una serie para adolescentes. En fin, es una mujer que millones han leído, no sólo en Latinoamérica, sino en el mundo entero, pero cuando se habla de la novela latinoamericana “seria”, jamás se la menciona.
¿Y la crítica?
Ella no figura para nada en el imaginario de los hombres escritores latinoamericanos cuando hablan de literatura. Es impresionante el silencio crítico que hay sobre ella. Es un ejemplo flagrante de esa dureza con que se juzga la escritura de las mujeres en el patriarcado que vos mencionás: simplemente se la condena al silencio, a no existir. Hay un prurito contra lo que le gusta a la gente, a las mujeres sobre todo. Hay quienes equiparan la popularidad con la mala calidad, lo cual es absurdo porque Gabo, Vargas Llosa, y tantos del boom fueron best-sellers. ¿Y qué? ¿De pronto se le atrofió el gusto a la gente?
¿Cuáles fueron sus influencias y el primer poeta que leyó?
¿El primer poeta? Rubén Darío, por supuesto. Dejaría de ser nicaragüense. Después leí a Neruda, Octavio Paz, Vallejo, Ibarburu, Sor Juana, Rosario Castellanos, Claribel Alegría, Cardenal. Muchos poetas nicaragüenses. Tenemos tantos. Y ellos fueron mi influencia más importante, en realidad. Pero amo la literatura inglesa: Austen, Virginia Woolf, Eliot, y luego a Rulfo y a Cortázar, que es mi ángel de la guarda. En fin, tengo tantos padres y madres que no acabaría.
Gabo en una palabra.
¡Y qué palabra! Creo que si en algo estamos todos de acuerdo en América Latina es que Gabo es el escritor más grande que hemos producido en los últimos siglos. Forjó él solito una identidad cultural que nos retrata colectivamente y además lo hizo con belleza, con humor. ¡Para mí es un héroe tan grande como el más grande de los guerreros! Necesitamos más héroes de esos.


Juan Cruz / Los últimos días de García Márquez

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Gabriel García Márquez
6 de febrero de 2014

Los últimos días de García Márquez


El escritor será despedido hoy en el Palacio de Bellas Artes de México, un honor reservado a los más grandes



    Gabriel Garcia Marquez saluda a los periodistas el día de su cumpleaños el pasado marzo. /EDGARD GARRIDO (REUTERS)
    Gabriel García Márquez murió a las 12:08 del mediodía del último jueves en su casa de México, antes de que un terremoto escala 7,2 sacudiera la ciudad en la que él escribió Cien años de soledad y donde transcurrió medio siglo de su vida.
    La causa inmediata de su muerte fue un paro cardíaco, pero no es aventurado decir que en el desenlace fatal tuvo que ver el deterioro general de su salud. Una semana antes había sido ingresado para cuidarle una afección pulmonar. Una vez que se alivió esa bronquitis, los médicos aconsejaron a la familia que sometieran al paciente a un proceso de cuidados paliativos. En esa situación estuvo atendido por un médico que le visitaba tres veces al día. Murió en paz, sedado, sin dolores, rodeado de su mujer, Mercedes Barcha, de sus dos hijos varones, Gonzalo y Rodrigo, y de sus cinco nietos.
    En Cien años de soledad escribió: “Morirse es mucho más difícil de lo que uno cree”. Alrededor el estupor que causa cualquier muerte fue atenuado por una lenta espera en la que ni la familia ni los amigos, y ni siquiera los medios, hicieron aspavientos. Había en éstos una pugna por saber si en efecto fue el cáncer que padeció el que había acabado con la vida de Gabo. En realidad fue el tiempo el que acopió todas las causas y las hizo desembocar en una sola: Gabo está muerto, el autor de Cien años de soledad dejó esta vida sintiendo que se iba yendo. Alrededor tuvo una atmósfera de serenidad, a la que contribuyeron Mercedes y el resto de la casa. Algunos medios reclamaron más información de lo que había sucedido, o que ésta se facilitara con más prontitud. No está en la tradición de Gabo, que también debe ser de su mujer avisar de lo que les resulta propio. Si ya lo saben, ¿qué más han de saber? Murió, no hay parte.

    A veces se ponía a leer sus propias obras y preguntaba: '¿y cuándo yo escribí esto estaba drogado o qué?”
    García Márquez tenía 87 años, que cumplió el 6 de marzo pasado, cuando el público lo pudo ver por última vez. El Nobel de Literatura de 1982 había sufrido un cáncer del que se trató con éxito en Los Ángeles, donde vive su hijo el cineasta Rodrigo. A lo largo del tiempo esa enfermedad acompañó las especulaciones, de modo que en torno a las circunstancias en que vivía se construyó un oscuro árbol mitológico que luego enlazó con la diatriba pegajosa sobre lo que le ocurría a su memoria; si sus lagunas eran consecuencia de esa importante afección o si advertían de un alzheimer o una demencia senil. Ante la corriente de rumores la familia actuó como ahora ante la más importante noticia de la muerte: naturalidad y exposición. García Márquez ha seguido estando presente en saraos literarios e incluso en bodas (recientemente inauguró la bolera que construyó un amigo), ha ido con Mercedes Barcha a actuaciones públicas de músicos caribes y cada año, desde 2006, cuando cumplió ochenta años y se empezó a decir que se le iban las cosas de la cabeza, salió todas las veces de su casa, con la rosa amarilla en el ojal para celebrar con sus vecinos un año más de su vida y para ahuyentar, con ese color los malos farios, pues “mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme”.
    En todo ese tiempo, cuando tuvo encima admiradores y también fisgones, el Nobel caribeño multiplicó su capacidad para integrarse en los ambientes más festivos de Cartagena y de México y desarrolló una facultad que quizá tenía atenuada: la de sonreír. También se acercó a los otros, recuperó una simpatía de la que hizo gozar a a los demás. Para él mismo se reservaba la coña marinera, que los colombianos llaman mamadera de gallo. A veces se ponía a leer sus propias obras, como si las estuviera reconstruyendo. Y preguntaba a los que tenía alrededor: “Ven acá, ¿y cuándo yo escribí esto estaba drogado o qué?”. Y luego se arrancaba a sí mismo una carcajada. Ya en este periodo no tuvo tan en cuenta las frialdades de la fama; después de Cien años de soledad “la fama”, le dijo un día a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba, “estuvo a punto de desbaratarme la vida (…), perturba el sentido de la realidad, tal vez tanto como el poder, y además es una amenaza constante a la vida privada. Por desgracia, esto no lo cree nadie mientras no lo padece”.

    Algunos medios reclamaron más información. Pero no está en la tradición de Gabo, que también debe ser de su mujer, avisar de lo que les resulta propio
    Como lo padecieron, se blindaron contra ello en la casa más grande que han tenido, esta de la calle Fuego 144. El blindaje fue una cura de espanto que los confabuló a padres, a hijos y a otros parientes, que ahí dentro, en esa casa sólida de dos pisos, han vivido estos últimos tiempos con Gabo manteniendo el silencio para el que fueron entrenados desde la madre al último nieto, sin dar otra explicación de lo que ocurría que lo que se presentaba cada vez como un rumor más plausible. El agravamiento fue ratificado pocos días antes de la muerte por una gran amiga de la familia con estas palabras que parecían un parte poético y no la desgarrada consecuencia de una noticia imparable:
    -Hubiera querido que no me sobreviviera.
    En sus mejores tiempos una conversación sobre esas circunstancias hubiera sido un ruido para Gabo, y lo que lo animó en las últimas semanas, dicen quienes saben, ese entrenamiento para el silencio, que es en definitiva una resignación radical de la palabra, funcionó en la casa con la precisión de los discos que le gustaba escuchar, los de Béla Bartok, los de Bach. No sólo se habían entrenado desde hacía décadas para que el silencio fuera una parte de la casa, pues el padre estaba trabajando, sino que en este periodo final de la vida les sirvió para evitar alharacas callejeras o periodísticas, búsqueda de noticias donde se estaba produciendo una sola noticia: el regreso de la ambulancia, la precisión de los médicos: cuidados paliativos. El resto era esperar, con la misma ansiedad rabiosa con la que esperaron algunos personas de sus ficciones, como el coronel que siempre esperó hasta que gritó “¡Mierda” en El coronel no tiene quien le escriba, una novela que él tuvo entre sus grandes obras, como tuvo El otoño del patriarca.
    Por otra parte, la enfermedad y sus secuelas, así como el extravío recurrente de su memoria, fue preparando poco a poco al propio Gabo para su paulatina despedida, de los compromisos que más quiso (la escritura, la Fundación Nuevo Periodismo que fundó y que ha vivido veinte años decisivos para la historia del futuro del periodismo en español); y de hecho se jubiló a su manera.
    La asunción de esa nueva vida se basó, desde hace un lustro, más o menos, en la aceptación de la vejez; desde que se anunció, hace esos años, que había dejado de escribir, que ya no habría más memorias ni más cuentos, él se fue recogiendo a la intimidad, apartándose de lo público, llegando a creer que eso lo iba a apartar de la fama que todos los días a todas horas tocaba a su puerta gritando mercancías averiadas que él no quería comprar ya nunca más.
    A esa zona de silencio en la que ha vivido estos últimos tiempos “ha contribuido”, decían ayer quienes los conocen en esa intimidad, "los hijos, las nueras, los nietos, y sobre todo Mercedes". Constigyen, explicaba este informante, "una familia muy linda que le ha dado a Gabo un entorno" amabilísimo tanto en Los Ángeles, donde vive su hijo Rodrigo y donde se trató del cáncer desde 1999, en Cartagena de Indias y aquí”.
    En estos tiempos con Gabo, el autor de Cien años de soledad es cierto que perdió memoria; atendía a las realidades más esenciales, interactuaba con los suyos, y para salvar cuestiones que le ponían en un brete (no reconocer a alguien, no recordar caras o hechos), García Márquez recurrió a su rapidez mental; se notaba que calibraba la salida que tenía ante cualquier circunstancia de esas y preguntaba por nombres propios o se reía de sus propios olvidos una vez que éstos no parecían tener solución posible. Pero, que se sepa, nunca se produjo ningún diagnóstico que asegurara que Gabriel padeciera alzheimer. Al mismo tiempo que se producían esas evidencias, quizá de demencia senil, el escritor desarrolló un carácter bondadoso y humorístico. En su vida pública anterior podía ser hosco (“más bien defensivo”), pero en esta época “rebajó sus prevenciones” y atendió de esa nueva manera, abierta, risueña, a todos aquellos que llegaban a él.
    Todo este proceso de la enfermedad de Gabo y el posterior agravamiento ha contado con el acuerdo de la familia. La sociedad mexicana, donde ha desarrollado medio siglo de vida, se ha comportado cumpliendo, decía ayer Héctor Aguilar Camín, “el hecho cierto de que es el escritor mejor y más querido de las letras. ¡Los lectores y las musas lo adoran! Los adoran sus colegas más grandes (¡y eso que somos especialistas en la envidia!) y sus colegas más chicos le rinden pleitesía… Ahora lees Cien años de soledad, veinte años después de no haberla tocado, y sales de ella alucinado por su frescura, por su humor, por su transparencia”.
    Hoy lo despiden mexicanos y colombianos, en una ceremonia insólita, pues jamás dos presidentes se habían juntado en el homenaje a un ciudadano que sólo tiene una de las dos nacionalidades. La urna que se disputan los aires de ambos países será el objeto que concitara la luz del Palacio de Bellas Artes, pero más acá se queda la luz verdadera de la obra insólita del hijo del telegrafista. Estarán los hijos, los nietos, la madre. Mercedes Barcha ha sido la que ha organizado la conversación de esa tribu en la que todos, en la salud y en la enfermedad, se han comportado con una sensatez inconmovible. Decía ayer un amiga de ellos: “Gabo es el de la familia que salió más chistoso”.
    Él dijo: “Lo malo de la muerte es que es para siempre”. Como siempre ocurre, parece que no está ocurriendo.
    Pero esta noticia que él no dio se produjo a las 12.08 del Jueves Santo, Día del Amor Fraterno, y preside desde entonces una vida inmortal.



    Juan Cruz / García Márquez ya no es de este mundo

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    Gabriel García Márquez

    Gabo ya no es de este mundo


    México y Colombia se juntan en una despedida multitudinaria al autor de 'Cien años de soledad'


    Juan Cruz / Juan Diego Quesada
    México / 21 de abril de 2014

    Seguidores del escritor hacen cola frente al Palacio de Bellas Artes. / SAÚL RUIZ
    Prepararon la despedida de Gabriel García Márquez como para que el hombre que ya no está, quizá el escritor de lengua española más importante del siglo XX, se sintiera un jefe de Estado o un héroe antiguo. Su mujer, Mercedes Barcha, llegó con sus cenizas pasadas las cuatro de la tarde al Palacio de Bellas Artes, el centro de la cultura tradicional mexicana. Los familiares y amigos allí presentes, con flores amarillas en la solapa, aplaudieron a lo largo de más de cuatro minutos. Un grupo de vallenato entonó después la música que hacía vibrar a Gabo y fueron sus hijos quienes la siguieron batiendo palmas y bailando desde sus asientos. En la puerta, donde más de 10.000 devotos y lectores llevaban horas haciendo cola para decirle adiós, se escuchaba un grito: "¡Viva Gabo!".
    Este colombiano universal que jamás se quiso hacer de otro país, también rompió tradiciones después de muerto, y se hizo un hueco en la historia del protocolo mexicano. Fue despedido como uno de los grandes, a la manera de Cantinflas o Diego Rivera. Las cenizas del colombiano, guardadas en una urna de madera de cerezo, fueron el elemento central y solemne de la ceremonia laica.
    Gabo hizo después de muerto, también, algo que había intentado en la tierra: poner en el mismo sitio a mandatarios de países distintos, y a veces distantes, para que se pusieran de acuerdo. En este caso no hay diferencias entre Colombia, su país, y México, donde ha vivido medio siglo y donde escribió la novela más colombiana de todas sus novelas colombianas, Cien años de soledad. En su honor, viajó a México su presidente, Juan Manuel Santos, para presidir la parte más solemne de la ceremonia de adiós junto con su colega Enrique Peña Nieto. Ambos observaron una tardanza de más de una hora sobre lo previsto que seguramente Gabo en vida no hubiera tolerado.

    Ningún hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982
    Las primeras guardia de honor ante las cenizas las protagonizaron los hijos, la viuda, los nietos, el hermano Jaime, el chófer Genovevo Quiróz, la asistente Mónica Alonso y así sucesivamente se fue agrandando el círculo hasta que pasaron por allí amigos íntimos como Ángeles Mastretta, Héctor Aguilar Camín, Jorge F. Hérnandez, y Jacobo Zabludovsky, entre otros. Sonaba de fondo un cuarteto de cuerdas de Mozart. Entre los asistentes prevaleció el negro. También Mercedes Barcha, que por la mañana había estado hablando con el expresidente español Felipe González, fue del color del luto, aunque Gabo se lo había prohibido expresamente. Una amiga le preguntó horas antes cómo iba a ir y ella contestó sin dudar: "De negro".
    Ningún hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de Literatura en 1982. Solo iba de ese color, y se entiende que por profesionalidad, el enfermero que acompañaba al político mexicano Porfirio Muñoz Ledo.
    El presidente Santos se sentó a la derecha de Barcha, la viuda, y Peña Nieto a la izquierda. Santos, en su discurso, tildó a Gabo como el colombiano "más grande de todos los tiempos" y le alabó por recoger en su obra "la esencia del ser latinoamericano". "Qué privilegio llamarle compatriota", incidió Santos. Y recalcó que se trata "del más colombiano de los colombianos". "Gloria eterna a quien más gloria nos ha dado", remató.
    Había mucha expectación por lo que iba a decir el presidente mexicano sobre el escritor. En anteriores ocasiones había tropezado hablando de literatura, como cuando en la FIL de Guadalajara no pudo citar con fluidez tres libros que hubiera leído. Peña Nieto no se metió en problemas. Su discurso estuvo trufado de anécdotas y datos que son de sobra conocidos por el público. Llamó al colombiano "el más grande novelista latinoamericano de todos los tiempos". Recordó que el comienzo de Cien años de soledad se gestó en un viaje a la playa y destacó su profunda admiración por Juan Rulfo. Y recalcó que Gabo murió el mismo día que la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, un 17 de abril.
    Gabriel García Márquez murió a los 87 años el pasado Jueves Santos a las 12.08 de la mañana en su casa de siempre, en la calle Fuego 144, rodeado de Mercedes Barcha, y sus hijos Gonzalo y Rodrigo, así como de sus cinco nietos. Sus últimos días fueron apacibles, sometido a cuidados paliativos que habían sido aconsejados por sus médicos cuando ya se comprobó que una medicina más invasiva no iba a resolver los graves problemas que deterioran la salud del escritor. La preparación de la ceremonia de ayer tarde ha sido tan sigilosa (y tan rápida) como la propia discreción con que la familia de Gabo ha mantenido las circunstancias en que se halló en todo momento el enfermo.

    Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerando con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana
    Murió en México, donde soñó, y adonde transportó los sueños de Aracataca. Colombia vivió con él; muchas veces le declaró sus desavenencias, pero esa fue siempre su patria; se exilió alguna vez (viniendo a México), la cambió por Barcelona o por París, viajó por todo el mundo solo o con su mujer inseparable; fue pobre de solemnidad en Colombia y en México, y rico (después de Cien años de soledad y del Nobel) en los mismos sitios.
    Esas vicisitudes vitales, los peores tiempos y los mejores tiempos, los vivieron en México. La gratitud de los García Márquez que representaba el extraordinario creador que acaba de morir recibió ayer la respuesta popular y la consideración de gran hombre que México reserva para sus personajes ilustres. Peña Nieto y Santos prepararon protocolos, hicieron las guardias correspondientes: rindieron pleitesía a la creación literaria, compartieron el asombro de la multitud mexicana por la literatura del fabulador.
    Una de las invitadas al homenaje recordaba la primera vez que vio a Gabo. Fue en el velatorio de un buen amigo del escritor, el pintor Abel Quezada. García Márquez, exhausto de preguntas y conversaciones que versaban sobre él, se derrumbó en una silla a su lado. El colombiano empezó a charlar con ella de las cosas más nimias, como si fueran dos vecinos en un ascensor. ¿Recuerda algo concreto? "Sí, me dijo que podría haberse pasado la vida hablando de mariposas".
    La gente había comenzado a rondar el Palacio de Bellas Artes desde primera hora de la mañana. Los operarios descargaban de camionetas sillas y vallas que iban colocando en el interior de la construcción de mármol de Carrara. A los lados de la puerta principal colgaban dos carteles con la imagen de un Gabo sonriente en blanco y negro, y bajo su rostro: 1927-2014. Liliana Aguilar, ella sí vestida de blanco, estudiante de ingeniería química e industrial, fue de las primeras en llegar. Llevaba consigo una pancarta en la que se leía lo que dijo Carlos Fuentes algún día de García Márquez: “Con él fantasía y realidad perdieron sus fronteras”. Aguilar estaba triste y en medio de esa pena recordó que el escritor es uno de los que mejor ha sabido captar “esa tristeza tan latinoamericana”. Eleoní Rivera también se presentó desde muy temprano con una guayabera de motivos floreados y su mujer, Flor Cabrera, con otra de bordados de cadenilla. Era una forma de honrar al colombiano, vistiéndose como él. El matrimonio recuerda que se topó con el escritor el 1 de enero de 2009 en La Habana, cuando se cumplían 50 años del triunfo de la revolución en Cuba. Se encontraron en la apertura de la temporada de ballet. Eleoní fue a saludar a un Gabo rodeado de periodistas y fotógrafos. ¿Qué le dijo? “No gran cosa”, contestaba, “pero con sus libros mantuve un gran diálogo”. Todos los lectores que se acercaron para ver las cenizas de Gabo pudieron también saludar a la viuda, de pie ante la urna en todo momento.
    El grupo vallenato, Guatapurí de Valledupar, puso el toque caribeño en la ceremonia. Rompieron la solemnidad grave del evento que alegró durante un rato el semblante de la familia: "Eres Gabriel García Márquez, pero te decimos Gabo, de todos el más grande. El olor de la guayana, el vivió para contarlo".
    Sus dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerando con la ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana, probablemente, con que en los propios libros de Gabriel García Márquez se juntan los ciudadanos para ser testigos de milagros insólitos, como en Cien años de soledad, o de peregrinaciones fracasadas, como la que desemboca en la palabra “¡Mierda!” en uno de sus libros favoritos, El coronel no tiene quien le escriba.
    Pues la gente se agolpó con la devoción por su literatura y con la ansiedad por ver si algo más pasa después de la muerte. Él lo dejo dicho, no esperen nada, es el final, es para siempre. Como en la vieja canción de Gardel, que él también le escuchó al cubano Eliades Ochoa, “sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…”. Cuando la ceremonia oficial acabó, miles de mariposas amarillas de papel volaron en las inmediaciones del histórico palacio, junto a la Alameda capitalina. Detrás de las compungidas palabras de despedida, esta ciudad de millones de sueños seguía en el bullicio como si estuviera en curso, en esta carcasa de oro de Bellas Artes, la despedida al que fue fabulador total de los sueños de su tierra, que acopió allí y que se trajo desde que era un joven pobre como las ratas a confundirlos con los sueños de México.





    Fotos memorables / García Márquez / En casa del niño asombrado

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    Gabriel Garcia Márquez
    BIOGRAFÍA

    En casa del niño asombrado

    Hay una fotografía de Gabriel García Márquez cuando Gabito, luego Gabo, tenía dos años. Parece un niño asombrado, está entre los pliegues de una ropa historiada y mira al frente. Luego hay fotografías, como las que le hizo (y ahora ha coloreado) su amigo Guillermo Angulo, uno de los grandes de la imagen de América Latina, en las que el autor de Cien años de soledad también mira de frente; con su quijada prominente y enflaquecida por los años de pesadilla y también de hambre, el escritor contempla lo que pasa con los ojos con que entonces se asomó a la vida; él dice que hasta los ocho años no habló con su abuelo de veras, y que luego todo lo que hizo fue reproducir esa conversación, que ha resultado ser una de las más productivas de las literaturas del mundo. Esa conversación, que les sorprendió a los dos un atardecer (y uno de los últimos atardeceres del abuelo) de Aracataca, contiene las claves de las fábulas que la gente creyó increíbles, y que se convierten en una realidad magnífica y perturbadora en cuanto uno llega a esa polvorienta y rulfoniana ciudad perdida del Caribe. Él dice que el abuelo le dio la leyenda, y la madre la seriedad. Con esa combinación a la que él le ha añadido sintaxis, nació para la literatura una obra que tiene (como él dice), en la soledad su sustento, su esencia; nadie lo diría, porque desde que era un chiquillo y arañaba periodismo como un animal se quita las legañas, está entre gente, es un hombre pobladísimo (o no tanto) de amigos y de conocidos, y no sólo está poblado sino que lo pueblan cada vez más. Ninguna de esas interrupciones, que vienen de su vida pública, han desprendido a García Márquez de la sorpresa que lleva dentro, y que es la que se ve en esos ojos, y es asimismo la sorpresa que lo hace escribir. Dice, y no debe de ser leyenda porque lo dicen también otros, que le sorprendió Cien años de soledad mientras viajaba a Acapulco, dio la vuelta y se encerró en su casa consumiendo folios y folios que Mercedes, su mujer, compraba con el dinero que no tenía para pagar el pan. Fue una revelación, dice, pero fue una revelación de la memoria, no de la inspiración, en la que no cree, acaso porque en su esencia sigue siendo un periodista. Lo que le devolvió a la cabeza Cien años de soledad fue el fogonazo del recuerdo de esa casa en Aracataca. Cuando estuve allí, recientemente, rodeado de niños que le estaban leyendo, los que enseñaban esa mansión de cañabrava y de barro, hablaban de él como si no se hubiera ido, como si siguiera estando allí, y mirando. En un momento determinado, frente al lugar donde estuvo su cuna cuando tenía dos años, y cuando nació, surgió como del vacío una mujer de pelo blanco, o grisáceo, que miraba al vacío, como si todo fuera transparente y ella estuviera caminando sin pies, casi ingrávida, hacia la nada y al todo al mismo tiempo. Nos atravesó, literalmente, y dejó en el aire un misterio que acaso sólo podría contar, otra vez, el propio Gabriel García Márquez. Luego preguntamos cómo se llamaba esa mujer, y era Soledad Noches, que fue amiga de Gabo cuando éste era un niño; por fuera de esa casa que ahora va a restaurar el Gobierno colombiano, aprovechando que el Congreso pasa por Cartagena y por Medellín, y por Gabo, había un hombre que fumaba un veguero, y miraba también al vacío, como la gente de Aracataca, esperando (como aquel coronel de El coronel no tiene quien le escriba) que venga algún milagro que le devuelva al sitio el esplendor de antaño, cuando los hombres encendían sus puros con billetes de mil dólares, y un poco más allá de la casa del telegrafista (el padre de Gabo tuvo ese oficio en Aracataca) la fábrica del hielo es ahora una ruina de reliquias inservibles. Ese hombre, Nelson Noches, que fue alcalde allí, y ahora lleva su camisilla blanca como si acabara de salir del sueño, nos dijo: "¿Cómo que nunca ha vuelto? Gabo vuelve todas las noches. Yo lo he visto, mirando".



    Muere Gabriel García Márquez / Genio de la literatura universal

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    Gabriel García Márquez
    México, 6 de marzo de 2014

    Muere Gabriel García Márquez: genio de la literatura universal


    • El escritor y periodista colombiano fallece en Ciudad de México a los 87 años. Obtuvo el Nobel en 1982 gracias a obras como 'Cien años de soledad'

    Uno de los grandes escritores de la literatura universal ha fallecido en México DF a la edad de 87 años

    El narrador y periodista colombiano, ganador del Nobel en 1982, es el creador de obras clásicas como 'Cien años de soledad', 'El amor en los tiempos del cólera', 'El coronel no tiene quien le escriba', 'El otoño del patriarca' y 'Crónica de una muerte anunciada'.

    Nació en Aracataca y fue el creador de un territorio eterno llamado Macondo donde conviven imaginación, realidad, mito, sueño y deseo.


      El escritor colombiano Gabriel García Márquez. / THE DOUGLAS BROTHERS
      Bajo un aguacero extraviado, el 6 de marzo de 1927, nació Gabriel José García Márquez. Hoy, bajo los primeros olores que anuncian lluvia este jueves 17 de abril de 2014, a la edad de 87 años, ha muerto en México DF el periodista colombiano y uno de los más grandes escritores de la literatura universal. Autor de obras clásicas como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada,fue el creador de un territorio eterno y maravilloso llamado Macondo.
      Nació en la caribeña Aracataca, un poblado colombiano, un domingo novelable a partir del cual el niño viviría una infancia a la que volvió muchas veces. Entró a la literatura en 1947 con su cuento La tercera resignación; la gloria le llegó en 1967 con Cien años de soledad, y su confirmación en 1982 con el Nobel de Literatura. Ahora, el ahijado más prodigioso de Melquiades se ha ido, para quedarse entre nosotros un hombre que creó una nueva forma de narrar; un escritor que con un universo y un lenguaje propios corrió los linderos de la literatura; un periodista que amaba su profesión pero odiaba las preguntas; una persona que adoraba los silencios, y con un encanto que cautivó a intelectuales y políticos, y hechizó a millones de lectores en todo el mundo.

      Condolencia de Mario Vargas Llosa

      Nada más conocerse la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez, el premio Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa hizo esta declaración de condolencia a EL PAÍS:
      “Ha muerto un gran escritor cuyas obras dieron gran difusión y prestigio a la literatura en lengua española en todos los países del mundo. Sus novelas sobrevivirán e irán ganando lectores por doquier. Envío mis condolencias a toda su familia”.
      Gabriel no iba a ser su nombre. Debió llamarse Olegario. Acababan de sonar las campanas dominicales de la misa de nueve de la mañana cuando los gritos de la tía Francisca se abrieron paso, entre el aguacero, por el corredor de las begonias: “¡Varón! ¡Varón! ¡Ron, que se ahoga!”. Y nuevos alaridos enmarañaron la casa. Una vez liberado del cordón umbilical enredado en el cuello, las mujeres corrieron a bautizar al niño con agua bendita. Lo primero que se les vino a la cabeza fue ponerle Gabriel, por el padre, y José, por ser el patrono de Aracataca. Nadie se acordó del santoral. De lo contrario, se habría llamado Olegario García Márquez.
      Aquel domingo 6 de marzo de 1927, Aracataca celebró la llegada del primogénito de Luisa Santiaga y Gabriel Eligio. Fue el mayor de 11 hermanos, siete varones y cuatro mujeres. En realidad, para los cataqueros había nacido el nieto de Tranquilina Iguarán Cotes y el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, los abuelos maternos con quienes se crió hasta los diez años en una tierra de platanales bajo soles inmisericordes y vivencias fabulosas. Era unpelaíto en una casa-reino de mujeres, acorralado por el rosario de creencias de ultratumba de la abuela y los recuerdos de guerras del abuelo, el único hombre junto a él. ¡Ah! y un diccionario en el salón por el que entra y sale del mundo.
      Diez años que le sirvieron para dar un gran fulgor a lo real maravilloso, al realismo mágico. Los cuentos fueron para él ese primer amor que nunca se olvida, el cine los amores desencontrados y las novelas el amor pleno y correspondido.De todos ellos, creía que la historia que no embolatará su nombre en el olvido es la de sus padres recreada en El amor en los tiempos del cólera.
      Son las vísperas de su vida.
      Donde todo empieza... Amor y amores deseados, esquivos y de toda estirpe en sus escritos.
      García Márquez, que será conocido por sus amigos como Gabo, vive un segundo tiempo cuando a los 16 años, en 1944, sus padres lo envían a estudiar a la fría, helada, Zipaquirá, cerca de Bogotá. Descubre sus primeros escritores tutelares, Kafka, Woolf y Faulkner.
      El zumbido de la literatura y el periodismo lo rondan.
      Allí, en el frío del altiplano andino, lo sorprende el cambio de destino del país y el suyo. Estudia Derecho, cuando el 9 de abril de 1948 es asesinado el candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán. Un suceso conocido como El bogotazo. Fue el antepenúltimo germen de un rosario de conflictos políticos y sociales, conocido como La violencia que habrán de germinar en sus obras.
      Después de El bogotazo volvió a sus tierras costeñas con una mala noticia para sus padres: deja la carrera de Derecho. A cambio empieza en el periodismo. Primero en el periódico El Universal, de Cartagena; luego en El Heraldo, de Barranquilla, hasta volver a Bogotá, en 1954, aEl Espectador, el diario que en 1947 había publicado, un domingo, su primer cuento.
      Además de crónicas y reportajes escribía para las páginas editoriales y la sección Día a Día, en la que se daba cuenta de los hechos más significativos de aquella Colombia donde la violencia corría en tropel. En 1955 escribe la serie sobre un suceso que terminará llamándose Relato de un náufrago.
      Ryszard Kapusciski aseguró que, aunque lo admiraba por sus novelas, consideraba que “la grandeza estriba en sus reportajes. Sus novelas provienen de sus textos periodísticos. Es un clásico del reportaje con dimensiones panorámicas que trata de mostrar y describir los grandes campos de la vida o los acontecimientos. Su gran mérito consiste en demostrar que el gran reportaje es también gran literatura”.

      Libros inolvidables

      García Márquez ha vendido más de 40 millones de ejemplares en más de 30 idiomas.
      Novelas: La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1957), La mala hora (1961),Cien años de soledad (1967), El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del cólera (1985), El general en su laberinto (1989),Del amor y otros demonios (1994), Memorias de mis putas tristes (2004).
      Grandes reportajes: Relato de un náufrago(1970), Noticia de un secuestro (1996), Obra periodística completa (1999). Primer tomo de sus memorias, Vivir para contarla (2002).
      Cuentos: Ojos de perro azul (1955), Los funerales de la Mamá grande (1962), La irresistible y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), Doce cuentos peregrinos (1992).
      Mientras trabaja como periodista escribe cuentos y no se desprende de una novela en marcha que lleva a todos lados, titulada La casa.
      Ese mismo año aparece su primera novela, La hojarasca. Después viaja a Europa como corresponsal del diario bogotano y recorre el continente, e incluso los países de la “cortina de hierro”. En 1958 vuelve y se casa con Mercedes Barcha. Hasta que se instala en México DF, en 1961, donde hace vida con sus amigos, las parejas Álvaro Mutis-Carmen Miracle y Jomí García Ascot-María Luisa Elío (dos españoles exiliados de la guerra). Un día Mutis le da dos libros y le dice: “Léase esa vaina para que aprenda cómo se escribe”. Eran Pedro PáramoEl llano en llamas, de Juan Rulfo. Ese año publica El coronel no tiene quién le escriba.
      —“¿Fue tu abuela la que te permitió descubrir que ibas a ser escritor?”, le preguntó en los años setenta su amigo y colega Plinio Apuleyo Mendoza.
      —“No, fue Kafka, que, en alemán, contaba las cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los 17 años La metamorfosis, descubrí que iba a ser escritor. Al ver que Gregorio Samsa podía despertarse una mañana convertido en un gigantesco escarabajo, me dije: ‘Yo no sabía que esto era posible hacerlo. Pero si es así, escribir me interesa”.
      La escritura no le da para comer y trabaja en cine y publicidad. Llega 1965. Pronto terminarán cuatro años de sequía literaria. El embrión esLa casa. Páginas que no terminan de coger forma. Hasta que un día, mientras viaja en un Opel blanco con su esposa Mercedes y sus dos hijos de vacaciones a Acapulco, ve clara la manera en que debe escribirla: sucedería en un pueblo remoto, y descubre el tono: el de su abuela que contaba cosas prodigiosas con cara de palo, y la llenaría de historias: las contadas por su abuelo en la Guerra de los Mil Días de Colombia. Y el comienzo de la novela: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
      Ha sido el soplo divino de Kafka, Faulkner, Sherezada, Rulfo, Verne, Woolf, Hemingway, Homero… y sus abuelos Tranquilina y Nicolás.


      El escritor durante la ceremonia de los Premios Nobel en Estocolmo en 1982
      Da media vuelta y regresa en el Opel blanco a su casa de San Ángel Inn, en México DF.
      Una vez llega, coge sus ahorros, 5.000 dólares, y se los entrega a su esposa para el mantenimiento del hogar mientras se dedica a escribir. La Cueva de la Mafia es la habitación de su casa donde esa primavera se exilia con la enciclopedia británica, libros de toda índole, papel y una máquina Olivetti. Vive y disfruta ese rapto de inspiración al escribir hasta las ocho y media de la noche al ritmo de los Preludios de Debussy y Qué noche la de aquel día de los Beatles.
      En otoño el dinero se acaba y las deudas acechan. García Márquez coge, entonces, el Opel y sube al Monte de Piedad a empeñarlo. Es una nueva tranquilidad para seguir escribiendo, aumentada por las visitas de sus amigos que les llevan mercaditos.
      Al llegar el invierno de 1965-1966 pone un punto y aparte, y llora, llora como ni siquiera en sus novelas está escrito. Tenía 39 años Gabriel García Márquez cuando, esa mañana de 1966, salió de La Cueva de la Mafia, atravesó la casa y se derrumbó en lágrimas sobre la cama matrimonial como un niño huérfano. Su esposa, al verlo tan desamparado, supo de qué se trataba: el coronel Aureliano Buendía acababa de morir. Era el personaje inspirado en su abuelo Nicolás.
      Muere orinando mientras trata de encontrar el recuerdo de un circo, después de una vida en la que se salvó de un pelotón de fusilamiento, participó en 32 guerras, tuvo 17 hijos con 17 mujeres y terminó sus días haciendo pescaditos de oro.
      Un duelo perpetuo para el escritor que, el 5 de junio de 1967, ve recompensado al saber que esa historia comandada por el coronel, bajo el título de Cien años de soledad, inicia su universal parranda literaria en la editorial Sudamericana, de Francisco Porrúa, en Buenos Aires. Todos quieren conocer la saga de los Buendía.
      La novela impulsa la universalización del boom de la literatura latinoamericana. “Verdaderamente fue a partir del triunfo escandalosamente sin precedentes de Cien años de soledad”, afirmaría José Donoso en Historia personal del boom.
      En medio de la algarabía, García Márquez se va a vivir a Barcelona donde afianza su amistad con autores como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar. El éxito es rotundo y trasciende a otros idiomas. Luego empieza a escribir El otoño del patriarca (1975) como un ejercicio para quitarse de encima la sombra de su obra maestra. Para entonces ya es muy activo con la causa cubana y está más presente en Colombia. En 1981 publica Crónica de una muerte anunciada.


      García Márquez con una edición de 'Cien años de soledad' a finales de los sesenta / COLITA
      La noticia del Nobel lo sorprende en México en 1982. En la frontera del amanecer del 10 de octubre el teléfono lo despierta. Con 55 años se convierte en uno de los escritores más jóvenes en recibir el máximo galardón de la literatura. En diciembre rompe con la tradición al recibir el premio vestido con un liquiliqui, una manera de rendir homenaje a su tierra costeña y compartirlo con su abuelo Nicolás que usaba trajes así en el ejército. Una ausencia que acompañó al escritor desde los 10 años, cuando este murió, y convirtió en incompletas todas sus alegrías futuras, por el hecho de que el abuelo no las sabía, escribe Dasso Saldívar en la biografía Viaje a la semilla.
      Tres años después culmina la historia de sus padres: El amor en los tiempos del cólera. Siguen El general en su laberinto (1989) y Del amor y otros demonios (1994).
      Hace realidad uno de sus sueños, en Cartagena de Indias: la creación de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano y se une a otros proyectos informativos. Son los años de su vuelta al periodismo. Al principio de todo.
      En 1999 le detectan un cáncer linfático. Todo ello mientras termina de escribir sus memorias, Vivir para contarla, a las que cuando puso punto final se topó con la muerte de su madre, Luisa Santiaga Márquez Iguarán. Un domingo lo trajo ella al mundo; y un domingo lo dejó ella. Fue la noche del 9 de junio de 2002. Dos años más tarde escribe su última creación: Memoria de mis putas tristes.
      Sus recuerdos empiezan su peregrinación.
      Hasta que se han ido del todo al encuentro de los Buendía.
      Y de no haber sido escritor, lo que realmente hubiera querido ser Gabriel García Márquez también tiene que ver con el amor, presente en todas sus obras. Lo supo hace muchos en Zúrich cuando una tormenta de nieve tolstiana lo llevó a refugiarse en un bar. Su hermano Eligio recordaría cómo él se lo contó:
      —“Todo estaba en penumbra, un hombre tocaba piano en la sombra, y los pocos clientes que había eran parejas de enamorados. Esa tarde supe que si no fuera escritor, hubiera querido ser el hombre que tocaba el piano sin que nadie le viera la cara, solo para que los enamorados se quisieran más”.
      Entre realidades, deseos, sueños, alegrías, agradecimientos, imaginaciones y, sobre todo, por el paraíso irrepetible de su lectura, Gabriel García Márquez está ahora en el mismo lugar donde él llevó a Esteban en su inolvidable cuento El ahogado más hermoso del mundo,después de que a la gente del pueblo “se le abrieran las primeras grietas de lágrimas en el corazón”… Porque una vez comprobado que había muerto “no tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás”… El rumor del mar trae la voz del capitán de aquel barco, que en 14 idiomas, dice señalando al mundo, por encima del promontorio de rosas amarillas en el horizonte del Caribe: “Miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas; allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia donde girar los girasoles; sí, allá, es el pueblo” de Gabriel García Márquez.
      EL PAÍS








      Yasunari Kawabata / La casa de las bellas durmientes 4

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      Yasunari Kawabata
      La casa
      de las bellas durmientes
      4


      El gris de la mañana invernal se convirtió por la tarde en una fría llovizna. Dentro del portal de la «casa de las bellas durmientes», Eguchi advirtió que la llovizna ya era aguanieve. La mujer de siempre cerró tras él la puerta con llave. Vio puntos blancos bajo la luz enfocada a sus pies. Sólo había unos cuantos esparcidos aquí y allá. Eran suaves y se fundían al tocar las losas.
      -Tenga cuidado -dijo la mujer-. El suelo está mojado.
      Cubriéndole con un paraguas, trató de tomarle de la mano. El calor repelente de la mano madura pareció atravesarle el guante.
      -No hace falta -se desasió-. Todavía no soy tan viejo como para necesitar que me lleven de la mano.
      -Son resbaladizas.
      Las hojas caídas del arce no habían sido barridas. Algunas estaban marchitas y descoloridas, pero brillaban bajo la lluvia.
      -¿Acaso le llegan aquí medio paralizados? ¿Tiene que guiarles y sostenerles?
      -No debe hacer preguntas sobre los demás.
      -Pero el invierno ha de ser peligroso para ellos. ¿Qué haría usted si uno sufriera un ataque cardíaco?
      -Eso significaría el fin -dijo ella con frialdad-. Para el caballero podría significar el paraíso, naturalmente.
      -Usted no saldría indemne del percance.
      -No.
      Cualquiera que hubiese sido el origen de tanto aplomo en el pasado de la mujer, no se produjo el menor cambio en su expresión.
      La habitación del piso superior estaba como de cos­tumbre, salvo que el pueblo de las hojas de arce había sido cambiado por un paisaje nevado. No cabía duda de que también se trataba de una reproducción.
      -Me avisa siempre con tan poco tiempo... -observó ella mientras hacía el buen té habitual-. ¿No le gustó ninguna de las otras tres?
      -Las tres me gustaron demasiado.
      -Entonces tendría que decirme cuál prefiere con dos o tres días de antelación. Es usted muy promiscuo.
      -¿Podría haber promiscuidad con una muchacha dor­mida? No se entera de nada. Podría ser cualquiera.
      -Está dormida, pero sigue siendo de carne y hueso.
      -¿No preguntan nunca qué clase de hombre ha estado con ella?
      -Lo tienen absolutamente prohibido. Ésta es la regla estricta de la casa. No debe preocuparse.
      -Creo que usted sugirió la inconveniencia de que un hombre se encariñara demasiado con una de sus mucha­chas. ¿Lo recuerda? Hablamos sobre la promiscuidad, y usted me dijo exactamente lo que acabo de decirle yo esta noche. Hemos intercambiado nuestras posiciones. Es muy extraño. ¿Acaso empieza a emerger la mujer que hay en usted?
      Una sonría sarcástica apareció en las comisuras de sus labios delgados.
      -Me imagino que a lo largo de los años usted habrá hecho llorar a muchas mujeres.
      -¡Vaya idea! -Eguchi fue cogido por sorpresa.
      -Creo que protesta con exceso.
      -No vendría aquí si fuera esa clase de hombre. Los ancianos que vienen aquí siguen atados a sus ligaduras. Pero rebelarse y gemir no puede devolvernos nada.
      -Tal vez -su expresión continuaba siendo impa­sible.
      -La última vez le pregunté qué es lo peor que se puede obtener.
      -Que la muchacha esté dormida, supongo.
      -¿Puedo tomar la misma medicina?
      -Creo que ya me vi obligada a negárselo la vez anterior.
      -¿Qué es lo peor que puede hacer un anciano?
      -No hay cosas malas en esta casa -bajó su voz juvenil, que pareció imponerse a él con una fuerza renovada.
      -¿Ninguna cosa mala?
      Los ojos oscuros de la mujer estaban tranquilos.
      -Naturalmente, si usted intentara estrangular a una de las muchachas, sería como torcer el brazo a un recién nacido.
      -¿No se despertaría ni siquiera entonces?
      -Creo que no.
      -Como hecho a la medida si uno quiere suicidarse y llevarse a alguien consigo.
      -Pues hágalo, si es que teme la soledad de un suicidio sin compañía.
      -¿Y si uno se siente demasiado solo incluso para suicidarse?
      -Supongo que los ancianos pasan por momentos semejantes. -Como siempre, su actitud era sosegada-. ¿Ha bebido? No tiene mucho sentido lo que dice.
      -He tomado algo peor que alcohol.
      Ella le miró brevemente.
      -La de esta noche es muy cálida -dijo, como querien­do quitar importancia a las palabras de él-. Lo más adecuado para una noche fría como ésta. Entre en calor a su lado.
      Y desapareció por las escaleras.
      Eguchi abrió la puerta de la habitación contigua. La dulce fragancia femenina era más fuerte que de costum­bre. La muchacha yacía de espaldas a él. Respiraba con fuerza, aunque no llegaba a roncar. Parecía bastante gruesa. Eguchi no podía estar seguro, pero a la luz de las cortinas de terciopelo carmesí, sus abundantes cabellos se antojaban de un tono rojizo. La piel de las orejas carno­sas, sobre el cuello redondo, era extraordinariamente blanca. Parecía muy cálida, como había dicho la mujer, y, sin embargo, no estaba ruborizada.
      -¡Ah! -exclamó él involuntariamente al deslizarse a su lado.
      Era muy cálida, en efecto. Tenía la piel tan suave que parecía adherirse a la suya. La fragancia procedía de su humedad. Eguchi permaneció inmóvil durante un rato, con los ojos cerrados. La muchacha también estaba inmóvil. La carne era abundante en las caderas y más abajo. El calor, más que penetrarle, le envolvió. Tenía los pechos grandes, pero bajos y anchos, y los pezones eran notablemente pequeños. La mujer había hablado de estrangulación. Ahora lo recordó y tembló al pensarlo, a causa de la piel de la muchacha. Si la estrangulara, ¿qué clase de fragancia despediría? Se esforzó en imaginarse a la muchacha durante el día, y, para vencer la tentación, le dio un porte desmañado. La excitación se desvaneció. Pero, ¿qué era un porte desmañado en una muchacha que paseaba? ¿Qué eran unas piernas bien formadas? ¿Qué eran, para un hombre de sesenta y siete años junto a una muchacha de una sola noche, la inteligencia, la cultura, la barbarie? Solamente la tocaba. Y, narcotizada, ella desco­nocía por completo el hecho de que la estaba tocando un anciano decrépito. Tampoco lo conocería al día siguiente. ¿Era un juguete, un sacrificio? El viejo Eguchi sólo había venido cuatro veces a esta casa y, no obstante, la sensación de que con cada nueva visita había un nuevo entumeci­miento en su interior era esta noche especialmente intensa.
      ¿Estaría esta muchacha igualmente bien entrenada? Quizá debido a que había llegado a no pensar en los tristes ancianos que eran sus huéspedes, no respondió al contac­to de Eguchi. Cualquier clase de inhumanidad se convier­te, con el tiempo, en humana. En la oscuridad del mundo están enterradas todas las variedades de transgresión. Pero Eguchi era un poco diferente a los demás ancianos que frecuentaban la casa. El viejo Kiga, al indicarle la casa, se había equivocado considerándole igual que ellos. Eguchi no había dejado de ser hombre. Por ello podía decirse que no sentía la pena y la felicidad, la soledad y las nostalgias con tanta intensidad como ellos. Para él no era necesario que la muchacha estuviera dormida.
      En su segunda visita, cuando, con aquella muchacha hechicera, había estado a punto de violar la regla de la casa, se había apartado con asombro al descubrir que era virgen. Había jurado entonces observar la regla, dejar en paz a las bellas durmientes. Había jurado respetar el secreto de los ancianos. Parecía, efectivamente, que todas las muchachas de la casa eran vírgenes; pero, ¿qué clase de solicitud atestiguaba este hecho? ¿Sería el deseo de los ancianos, un deseo que rayaba en lo lastimero? Eguchi pensó que lo comprendía, y también lo consideró insen­sato.
      Pero la de esta noche le inspiraba suspicacia. Le resultaba difícil creer que era virgen. Alzando el pecho hasta el hombro de ella, contempló su cara. No estaba tan bien formada como su cuerpo. Pero era más inocente de lo que había supuesto. Las aletas de la nariz estaban algo distendidas, y el caballete era bajo. Las mejillas eran anchas y redondas.
      «Muy bonita», murmuró el viejo Eguchi, apretando su mejilla contra la suya. Era asimismo húmeda y suave, quizá porque su peso le presionaba el hombro, la muchacha se puso boca arriba. Eguchi se apartó.
      Permaneció un rato con los ojos cerrados, porque la fragancia de la muchacha era inusitadamente fuerte. Dicen que el sentido del olfato es el más rápido en evocar recuerdos; pero, ¿no era este olor demasiado dulce e intenso? Eguchi pensó en el olor a leche de un niño de pecho. Aunque ambos fueran totalmente distintos, ¿no eran en cierto modo básicos en la humanidad? Desde la antigüedad, los ancianos habían intentado usar la fragan­cia de las doncellas como un elixir de juventud. El olor de la muchacha de esta noche no podía llamarse fragante. Si se decidía a violar la regla de la casa, habría un olor desagradablemente intenso y carnal. Pero el hecho de que lo calificara de desagradable ¿no sería un signo de que Eguchi ya era senil? ¿Acaso esta especie de olor fuerte y penetrante no constituía la base de la vida humana? Daba la impresión de ser una muchacha con facilidad para quedarse embarazada. Aunque la hubiesen dormido, sus procesos fisiológicos seguían funcionando, y se desperta­ría en el curso del día siguiente. Si quedaba embarazada, sería sin que tuviera la menor conciencia de ello. ¿Y si Eguchi, a sus sesenta y siete años, dejase tras él a un niño semejante? Era el cuerpo de mujer que invitaba al hombre a los círculos inferiores del infierno.
      Ella había sido privada de todas sus defensas, en beneficio de su anciano huésped, de un triste viejo. Estaba desnuda, y no se despertaría. Eguchi sintió una oleada de compasión por ella. Se le ocurrió una idea: los viejos tienen la muerte, y los jóvenes el amor, y la muerte viene una sola vez y el amor muchas. Era una idea para la cual no estaba preparado, pero le calmó, aunque no se había notado especialmente nervioso. De fuera llegaba el débil susurro del aguanieve. El sonido del mar había enmudeci­do. El viejo Eguchi podía ver el mar inmenso y oscuro sobre el que la nieve caía y se fundía. Un ave salvaje, parecida a una gran águila, voló rozando las olas, con algo en el pico que chorreaba sangre. ¿Era una cría humana? No podía serlo. Tal vez fuera el espectro de la iniquidad humana. Meneó ligeramente la cabeza sobre la almohada y el espectro desapareció.
      -Caliente, caliente -dijo Eguchi.
      No era sólo la manta eléctrica. La muchacha había apartado la colcha, y sus pechos, grandes y anchos pero algo carentes de énfasis, estaban medio descubiertos. La luz del terciopelo carmesí teñía débilmente su piel clara. Mirando los hermosos pechos, Eguchi siguió el pico de pelo con un dedo. Ella continuaba respirando pausada y lentamente. ¿Qué clase de dientes habría detrás de los delgados labios? Asiendo el labio inferior por el centro, los entreabrió un poco. Aunque no eran desproporciona­dos en comparación con el tamaño de los labios, los dientes podían calificarse como pequeños, y estaban colocados con regularidad. Retiró la mano. Los labios permanecieron abiertos. Aún podía ver las puntas de los dientes. Borró un poco el lápiz labial que tenía en las yemas de los dedos frotándolos contra el carno­so lóbulo, y después contra el cuello redondeado. La mancha roja apenas visible era agradable sobre la piel blanca.
      Sí, debía ser virgen. Como había tenido dudas sobre la muchacha de la segunda noche, y se había sorprendido de su propia vileza, no sintió el impulso de investigar. ¿Qué le importaba a él? Entonces, mientras empezaba a pensar que en realidad le importaba algo, le pareció oír una voz burlona.
      «-¿Hay por aquí algún demonio intentando reírse de mi?»
      «-Me temo que no es tan sencillo. Haces demasiado caso de tu propio sentimentalismo y de tu descontento por no ser capaz de morir».
      «-Estoy intentando pensar como los ancianos que están más tristes que yo».
      «-¡Canalla! Quien echa la culpa a otros no es digno de contarse entre los canallas».
      «-¿Canalla? Muy bien, un canalla. Pero, ¿por qué una virgen es pura y otra mujer no? Yo no he pedido vírgenes».
      «-Esto es porque no conoces la verdadera senilidad. No vuelvas a este lugar. Si por una casualidad entre un millón, una casualidad entre un millón, una muchacha abriera los ojos, ¿no estás subestimando la vergüenza?»
      Algo parecido a un autointerrogatorio pasó por la mente de Eguchi; pero, como era natural, no estableció que en esta casa sólo se narcotizaba a vírgenes. Como sólo la había visitado cuatro veces, le inspiraba perplejidad que las cuatro muchachas hubieran sido vírgenes. ¿Sería ésta la exigencia, la esperanza de los ancianos?
      Si la muchacha se despertara... -el pensamiento ejercía una fuerte atracción-. Si abriera los ojos, incluso aturdi­da, ¿qué intensidad tendría el sobresalto, de qué clase sería? Probablemente la muchacha no seguiría durmien­do si, por ejemplo, le cortara un brazo casi en redondo o le clavara un cuchillo en el pecho o en el abdomen.
      «Eres un depravado», se dijo a sí mismo.
      La impotencia de los otros ancianos no debía estar muy lejos del propio Eguchi. Pensamientos atroces le asalta­ron: destruir esta casa, destruir también su propia vida, porque la muchacha de esta noche no era lo que podría llamarse una belleza de facciones regulares, porque sentía cerca de él a una muchacha bonita con el pecho al descubierto. Sintió algo parecido a una contrición invo­luntaria. Y también contrición por una vida que, con toda probabilidad, tendría un final tímido. Carecía del valor de su hija menor, con la cual había ido a contemplar la camelia. Volvió a cerrar los ojos.
      Dos mariposas jugueteaban entre los bajos arbustos que bordeaban el sendero de piedras de un jardín. Desaparecían entre las ramas, las rozaban, parecían diver­tirse. Volaron un poco más alto y danzaron grácilmente hacia los arbustos para alejarse de nuevo, y otra mariposa apareció de entre las hojas, y después otra. «Dos parejas», pensó, y entonces contó cinco, y todas revoloteaban juntas. ¿Sería una pelea? Pero de los arbustos fueron surgiendo más mariposas, una tras otra, y el jardín era un enjambre de mariposas blancas, muy cerca del suelo. Las ramas inclinadas de un arce se mecían bajo el impulso del viento que no parecía existir. Las ramas eran delicadas, y debido al gran tamaño de las hojas, sensibles al viento. El enjambre de mariposas había crecido tanto que era como un campo de flores blancas. Aquí las hojas del arce ya se habían caído. Tal vez seguían pendiendo de las ramas unas cuantas hojas marchitas, pero esta noche caía aguanieve.
      Eguchi había olvidado el frío del aguanieve. ¿Procede­ría el enjambre danzante de mariposas blancas del pecho grande y blanco de la muchacha, desnudo junto a él? ¿Había algo en la muchacha que calmaba los malos impulsos de un anciano? Abrió los ojos y miró los pezones pequeños y rosados. Eran como un símbolo del bien. Posó la mejilla sobre ellos. El interior de sus párpados pareció calentarse. Quería dejar su marca en esta muchacha.
      Si violaba la regla de la casa, la muchacha se asustaría al despertarse. Dejó en sus pechos varias marcas del color de la sangre. Se estremeció.
      -Tendrás frío -subió la colcha. Se tragó las dos píldoras que había junto a la almohada-. Un poco rechoncha en las partes inferiores -bajó el brazo y la atrajo hacia sí.
      A la mañana siguiente le despertó dos veces la mujer de la casa. La primera vez llamó a la puerta.
      -Son las nueve, señor.
      -Ya me levanto. Debe hacer frío fuera.
      -Encendí temprano la estufa.
      -¿Y el aguanieve?
      -Está nublado, pero ya no nieva.
      -¿Ah, no?
      -Hace rato que tengo preparado su desayuno.
      -Está bien -con esta respuesta indiferente, cerró de nuevo los ojos-. Un demonio vendrá a buscarte -dijo, arrimándose a la notable piel de la muchacha.
      La mujer regresó antes de que pasaran diez minutos.
      -¡Señor! -esta vez golpeó con fuerza-. ¿Ha vuelto a acostarse? -su voz también era fuerte.
      -La puerta no está cerrada con llave -contestó.
      La mujer entró. Él se incorporó perezosamente. La mujer le ayudó a vestirse; incluso le puso los calcetines, pero su tacto era desagradable. En la habitación contigua el té, como siempre, era bueno. Mientras lo sorbía, ella le miró con frialdad y suspicacia.
      -¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado?
      -Lo suficiente, supongo.
      -Me alegro. ¿Ha tenido sueños placenteros?
      -¿Sueños? Ninguno en absoluto. Sólo he dormido bien. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien -bostezó abiertamente-. Todavía no estoy despierto del todo.
      -Me imagino que estaría cansado anoche.
      -Fue culpa de ella. ¿Viene aquí con frecuencia?
      La mujer bajó la vista, con expresión severa.
      -Tengo una petición especial -dijo él. Su actitud era grave-. Cuando termine el desayuno, ¿me dará más medicina para dormir? Le pagaré más. Aunque no sé cuándo se despertará la muchacha.
      -Completamente descartado -la cara de la mujer tenía una palidez terrosa, y sus hombros estaban rígi­dos-. Realmente va usted demasiado lejos.
      -¿Demasiado lejos? -intentó reír, pero la risa se negó a materializarse.
      Quizá sospechando que Eguchi había hecho algo a la muchacha, ella entró con apresuramiento en la habitación contigua.

      Yasunari Kawabata / La casa de las bellas durmientes 5

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      Yasunari Kawabata
      La casa
      de las bellas durmientes
      5


      Llegó el año nuevo, el mar salvaje era de pleno invierno. En tierra soplaba poco viento.
      -Es de agradecer su visita en una noche tan fría –la mujer abrió la puerta de la casa de las bellas durmientes.
      -Por eso he venido -dijo el viejo Eguchi-. Morir en una noche como ésta, con la piel de una muchacha para calentarle, debe ser el paraíso para un anciano.
      -Dice usted cosas muy agradables.
      -Un viejo vive en vecindad con la muerte.
      Ardía una estufa en la habitación de arriba. Y, como de costumbre, el té era bueno.
      -Siento una corriente de aire.
      -¡Oh! -la mujer miró a su alrededor-. No debería haber ninguna.
      -¿Tenemos un fantasma con nosotros?
      Ella se sobresaltó y fijó la mirada en él. Su rostro era blanco.
      -Deme otra taza. Llena. Y no lo enfríe. Lo quiero directamente del fuego.
      Ella cumplió sus órdenes.
      -¿Ha oído algo? -preguntó con voz glacial.
      -Tal vez.
      -¡Oh! ¿Lo sabe y aun así ha venido? -intuyendo que Eguchi estaba enterado, parecía decidida a no ocultar el secreto, pero su expresión era severa-. No debería decírselo, lo sé, después de haberle hecho recorrer tan larga distancia, pero, ¿puedo pedirle que se marche?
      -He venido con los ojos abiertos.
      Ella se rió. En la risa se advertía algo diabólico.
      -Tenía que ocurrir. El invierno es una época peli­grosa para los viejos. Quizá debiera usted cerrar en in­vierno.
      Ella no contestó.
      -Ignoro qué clase de ancianos vienen aquí, pero si muere otro y después otro, usted se verá en apuros.
      -Dígaselo al hombre que posee la casa. ¿Qué he hecho yo de malo? -su rostro era ceniciento.
      -¡Oh!, claro que ha hecho algo malo. Todavía era oscuro, y se llevaron el cuerpo a una posada. Me imagino que usted ayudó.
      Ella se agarró las rodillas.
      -Fue por su bien. Por su buen nombre.
      -¿Buen nombre? ¿Acaso los muertos tienen buenos nombres? Pero tiene usted razón. Es estúpido, pero me imagino que las cosas deben disimularse. Sobre todo por la familia. ¿El propietario de este lugar lo es también de la posada?
      La mujer no contestó.
      -Dudo que los periódicos tuvieran mucho que decir, incluso aunque haya muerto junto a una muchacha desnuda. De haber sido yo ese viejo, me habría sentido más feliz si me hubieran dejado donde estaba.
      -Se habría investigado, y usted ya sabe que la habita­ción en sí es un poco extraña, y los otros caballeros que tienen la bondad de venir aquí habrían podido ser interrogados. Y, además, están las muchachas.
      -Me imagino que la muchacha continuó durmiendo, sin saber que el viejo había muerto. Tal vez él se revolvió un poco, pero dudo de que esto fuera suficiente para despertarla.
      -Pero si le hubiésemos dejado aquí, habríamos tenido que sacar a la muchacha y esconderla. E incluso así habrían descubierto que había dormido con una mujer.
      -¿Se la hubieran llevado?
      -Y esto sería un crimen demasiado evidente.
      -No creo que se despertara sólo porque un hombre moría a su lado.
      -Supongo que no.
      -De modo que ni siquiera sabía que él estaba muerto.
      ¿Durante cuánto tiempo, después de que el hombre muriera, habría estado calentando el cadáver la muchacha narcotizada? No se dio cuenta de nada cuando se llevaron el cuerpo.
      -Mi presión arterial es buena y mi corazón es fuerte; por lo tanto, no hay motivo para que usted se preocupe. Pero si algo me ocurriera, le ruego que no me saquen de aquí. Déjenme junto a ella.
      -Completamente descartado -se apresuró a negar la mujer-. Debo pedirle que se vaya, si insiste en decir cosas semejantes.
      -Estoy bromeando.-no podía creer que la muerte estuviera cerca.
      La reseña del funeral aparecida en la prensa sólo había mencionado «muerte repentina». El viejo Kiga había susurrado los detalles a Eguchi durante el funeral. La causa de la muerte fue un fallo cardíaco.
      -No era la clase de posada donde conviniera encontrar a un director de empresa -dijo Kiga-, y había otra en la que solía hospedarse. Así pues, la gente ha dicho que el viejo Fukura debe haber tenido una muerte feliz. Claro que nadie sabe lo que ha ocurrido realmente.
      -¿Ah, no?
      -Podríamos decir que ha sido una especie de eutana­sia. Pero no igual. Más dolorosa. Éramos íntimos, y yo lo adiviné inmediatamente y fui a investigar. Pero no se lo he dicho a nadie. Ni siquiera su familia lo sabe. ¿No le divierten estas reseñas de los periódicos?
      Había dos notas necrológicas, una junto a otra. La primera era de su esposa e hijo, la segunda, de su empresa.
      -Fukura era así -los ademanes de Kiga indicaron un cuello macizo, un pecho potente, y en especial una gran barriga-. Será mejor que sea usted precavido.
      -No se preocupe por mí.­
      Y se llevaron el enorme cuerpo durante la noche.
      ¿Quién se lo había llevado? Alguien en un automóvil, sin duda. La imagen no era agradable.
      -Al parecer se han salido con la suya -murmuró el viejo Kiga en el funeral-, pero si esto continúa así, no creo probable que la casa dure mucho tiempo.
      -Seguramente no.
      Esta noche, intuyendo que Eguchi estaba enterado de la muerte del viejo Fukura, la mujer de la casa no intentó ocultar el secreto; pero se mostraba cautelosa.
      -¿Es cierto que la muchacha no se enteró de nada? -Eguchi era innecesariamente tenaz.
      -No podía enterarse. Pero parece ser que el hombre sintió dolores. Ella tenía un arañazo desde el cuello hasta el pecho. Como es natural, ignoraba lo ocurrido. «Qué viejo tan repugnante», dijo cuando se despertó por la mañana.
      -Un viejo repugnante. Incluso en sus últimos ester­tores.
      -No podríamos llamarlo una herida, en realidad. Sólo un arañazo con algunas gotas de sangre.
      Ahora la mujer parecía dispuesta a contárselo todo. Él ya no quería saberlo. La víctima era sólo un viejo que debía morirse algún día en alguna parte. Tal vez había sido una muerte feliz. La imaginación de Eguchi jugó con la imagen de aquel cuerpo enorme siendo transportado a la posada de las termas.
      -La muerte de un viejo es algo repelente. Supongo que podría llamarse una resurrección en el cielo, pero estoy seguro de que fue en sentido opuesto.
      Ella no hizo ningún comentario.
      -¿Conozco a la muchacha que estaba con él?
      -Eso no puedo decírselo.
      -Comprendo.
      -Estará de vacaciones hasta que cicatrice el arañazo.
      -Otra taza de té, por favor. Tengo sed.
      -Con mucho gusto. Cambiaré las hojas.
      -Ha conseguido mantenerlo en secreto, pero, ¿no cree que tendrá que cerrar dentro de poco?
      -¿Usted cree que sí? -su actitud era tranquila. No levantó la vista del té-. El fantasma aparecerá una de estas noches.
      -Me gustaría hablar con él largo y tendido.
      -¿Sobre qué?
      -Sobre los viejos tristes.
      -Estaba bromeando.
      Él bebió un sorbo de té.
      -Sí, claro, estaba bromeando. Pero yo tengo un fantasma dentro de mí. Y usted tiene otro -señaló a la mujer con la mano derecha-. ¿Cómo supo que estaba muerto?
      -Oí un extraño gemido y subí al piso de arriba. Su respiración y su pulso se habían detenido.
      -Y la muchacha no lo sabía -dijo él de nuevo.
      -Disponemos las cosas de modo que no la despierte una cosa tan insignificante como ésta.
      -¿Insignificante como ésta? ¿Y tampoco se enteró cuando se llevaron el cadáver?
      -No.
      -Así que la muchacha es la terrible.
      -¿Terrible? ¿Qué hay en ella de terrible? Deje de hablar así y vaya a la otra habitación. ¿Le ha parecido terrible alguna de las otras muchachas?
      -Quizá la juventud sea terrible para un anciano.
      -¿Y qué significa esto? -se levantó, sonriendo leve­mente, fue hacia la puerta de cedro, abrió una rendija y miró hacia dentro-. Profundamente dormidas. Venga, acérquese -sacó la llave de su obi-. Quería decírselo. Son dos.
      -¿Dos? -Eguchi se sobresaltó. Quizá las muchachas conocieran la muerte del viejo Fukura.
      -Puede entrar cuando guste. -La mujer se fue.
      La curiosidad y la timidez de su primera visita le habían abandonado. Sin embargo, dio un paso atrás cuando abrió la puerta.
      ¿Sería también ésta una principiante? Pero parecía salvaje y arisca, totalmente distinta de la «muchacha pequeña» de la otra noche. Su calidad de salvaje casi le hizo olvidar la muerte del viejo Fukura. Era la muchacha que dormía más cerca de la puerta. Tal vez porque no estaba acostumbrada a tales inventos para los viejos como las mantas eléctricas, o quizá porque su calor mantenía a distancia el frío invernal, había bajado la ropa de la cama hasta su estómago. Parecía tener las piernas muy separa­das. Yacía boca arriba, con los brazos extendidos. Los pezones eran grandes y oscuros, y tenían un tono púrpu­ra. No era un color bonito a la luz de las cortinas dé terciopelo carmesí. Tampoco podía llamarse hermosa la piel de la garganta y los pechos. No obstante, despedía un resplandor oscuro. De los sobacos parecía emanar un olor débil.
      -La vida misma -murmuró Eguchi.
      Una muchacha como ésta insuflaba vida a un viejo de sesenta y siete años. Eguchi dudaba un poco de que la muchacha fuera japonesa. No debía haber cumplido los veinte años, pues los pezones eran planos, pese a la anchura de los pechos. El cuerpo era firme.
      Le cogió la mano. Tanto las uñas como los dedos eran largos. Debía ser alta, según la moda moderna. ¿Qué clase de voz tendría, cuál sería su manera de hablar? Había muchas mujeres en la radio y la televisión cuyas voces le gustaban. Solía cerrar los ojos y escucharlas. Quería oír la voz de esta muchacha. Naturalmente, no había modo de hablar de verdad a una muchacha que estaba dormida. ¿Cómo podría obligarla a hablar? Una voz era diferente cuando venía de una persona dormida. La mayoría de mujeres tienen varias voces, pero era probable que esta muchacha sólo tuviera una. Incluso por su forma de dormir podía saber que no estaba enseñada y carecía de afectación.
      Se sentó y empezó a jugar con sus largas uñas. ¿Eran tan duras las uñas? ¿Eran éstas unas uñas jóvenes y sanas? El color de la sangre se transparentaba vivamente a través de ellas. Se fijó por primera vez en que llevaba un collar de oro delgado como un hilo. Tuvo deseos de sonreír. Aunque ella había bajado la ropa de la cama hasta debajo de sus pechos en una noche tan fría, parecía haber en su frente un sudor ligero. Eguchi extrajo un pañuelo del bolsillo y lo secó. El pañuelo se impregnó de un olor fuerte. También le secó los sobacos. Como no podría llevarse el pañuelo a casa, lo arrugó y lo tiró a un extremo de la habitación.
      «Lleva lápiz de labios.» Era lo más natural que lo llevara, pero en esta muchacha el lápiz labial también le inspiró deseos de sonreír. Lo miró unos momentos. «¿Habrá sido operada de labio leporino?»
      Recuperó el pañuelo y le quitó la pintura. No había rastro de cirugía. El centro del labio superior estaba levantado, formando una clara línea puntiaguda. Era extrañamente atractivo.
      Recordó un beso de hacía más de cuarenta años. Con las manos posadas ligeramente sobre los hombros de la muchacha que estaba frente a él, acercó los labios a los suyos. Ella meneó la cabeza de izquierda a derecha.
      -No, no, no lo haré.
      -Ya lo has hecho.
      -No, no, no lo haré.
      Eguchi se frotó los labios y enseñó a la muchacha el pañuelo manchado de rosa.
      -Pero si ya lo has hecho. Mira esto.
      La muchacha cogió el pañuelo y lo miró de hito en hito, y después lo metió en su monedero.
      -No lo haré -dijo, bajando en silencio la cabeza, ahogada por las lágrimas.
      No volvieron a verse. ¿Qué debió hacer con el pañue­lo? Pero, más que el pañuelo, ¿qué debió ser de ella? ¿Viviría aún, cuarenta años más tarde?
      ¿Durante cuántos años la había olvidado, hasta que la evocó el puntiagudo labio superior de la muchacha narcotizada? En el pañuelo había lápiz labial, y el de la muchacha había desaparecido; ¿pensaría ella, si lo dejaba junto a la almohada, que le había robado un beso? Naturalmente, los huéspedes de esta casa eran libres de besar. Besar no figuraba entre los actos prohibidos. Un hombre podía besar, por senil que fuera. La muchacha no le rehuiría, y nunca sabría nada. Tal vez los labios dormidos estaban fríos y húmedos. ¿Acaso los labios muertos de una mujer a quien se ha amado no incremen­tan la intensidad de la emoción? El impulso no adquirió fuerza en Eguchi mientras pensaba en la triste senilidad de los ancianos que frecuentaban la casa.
      Sin embargo, la forma insólita de estos labios le excitaba. «De modo que hay labios así», pensó, tocando suavemente con el dedo meñique el centro del labio superior. Estaba seco. Y la piel parecía gruesa. La mucha­cha empezó a lamerse el labio, y no paró hasta que estuvo bien humedecido. Él retiró el dedo.
      «¿Sabrá besar aunque esté dormida?»
      Pero se limitó a acariciar los cabellos que le cubrían la oreja. Eran bastos y duros. Se levantó y procedió a desnu­darse.
      -Te enfriarás. No importa que goces de buena salud.
      Le metió los brazos bajo la ropa y cubrió su pecho. Se acostó junto a ella. La muchacha dio media vuelta. Entonces, con un gemido, sacó repentinamente los bra­zos, empujando con fuerza al anciano. Éste se echó a reír. «Una principiante muy valerosa», pensó.
      Porque estaba narcotizada y no se despertaría, y por­que probablemente su cuerpo estaba aletargado, él podía hacer cuanto se le antojara; pero el vigor requerido para tomar por la fuerza a semejante muchacha ya no existía en Eguchi -o lo había olvidado hacía tiempo. Se acercó a ella con una pasión suave, una débil afirmación, un senti­miento de armonía con la mujer. La aventura, la lucha que aceleraba la respiración, había desaparecido.
      -Soy viejo -murmuró, pensándolo aún mientras son­reía por la repulsa de la muchacha dormida.
      No estaba realmente cualificado para venir a esta casa como venían los otros ancianos. Pero era probable que fuese la muchacha de piel oscura y resplandeciente quien le hacía sentir con más intensidad que de costumbre que a él tampoco le quedaba por delante mucha vida como hombre.
      Tenía la impresión de que tomar a la muchacha por la fuerza sería el tónico que le traería emociones de juven­tud. Se estaba cansando un poco de la «casa de las bellas durmientes». Y a medida que se cansaba de ella, aumenta­ba el número de sus visitas. Sintió un repentino anhelo de la sangre: quería usar la fuerza con ella, violar la regla de la casa, destruir el repugnante secreto y, después, marcharse para siempre. Pero la fuerza no era necesaria. No habría resistencia por parte del cuerpo de la muchacha narcoti­zada. Incluso podría estrangularla sin dificultad. El im­pulso le abandonó, y un vacío de profundidades oscuras invadió todo su ser. Las olas potentes estaban cerca y parecían hallarse a una gran distancia, en parte porque aquí en tierra no soplaba el viento. Vio el fondo oscuro de la noche del océano gris. Apoyándose sobre un codo, acercó su rostro al de la muchacha. Respiraba pesadamen­te. Decidió no besarla y volvió a echarse.
      Yacía como ella le dejara, con el pecho descubierto. Se volvió hacia la otra muchacha. Ésta le daba la espalda, pero ahora dio media vuelta. Hubo una dulce voluptuosi­dad en este saludo, a pesar de que estaba dormida. Una mano cayó sobre la cadera del anciano.
      «Una buena combinación». Jugando con los dedos de la muchacha, cerró los ojos. Los dedos, de huesos pequeños, eran flexibles, tan flexibles que daba la impre­sión de que se doblarían indefinidamente sin romperse. Deseó metérselos en la boca. Tenía los pechos pequeños, pero redondos y altos. Cabían en la palma de su mano. La redondez de las caderas era similar. «La mujer es infini­ta», pensó el anciano con un matiz de tristeza. Abrió los ojos. La muchacha tenía un cuello largo, esbelto y lleno de gracia. Pero la esbeltez era diferente de la del antiguo Japón. Había una línea doble en los párpados cerrados, tan poco profunda que con los ojos abiertos podía convertirse en una sola línea. O quizás era doble a veces y otras una sola. O tal vez una sola línea en un ojo y una línea doble en el otro. Debido a la luz de las cortinas de terciopelo no podía estar seguro del color de su piel; pero parecía tostada en el rostro, blanca en el cuello, algo tostada también en los hombros, y tan blanca en los pechos que habría podido llamarse descolorida.
      Podía ver que la muchacha morena y resplandeciente era alta. Ésta no parecía ser mucho más baja. Estiró una pierna. Los dedos del pie tocaron la planta de piel gruesa del pie de la muchacha morena. Estaba grasienta. Retiró apresuradamente el pie, pero la retirada se convirtió en una invitación. Pasó por su mente la idea de que la pareja del viejo Fukura, cuando sufrió su último ataque, había sido esta muchacha de piel morena. Y por ello esta noche las muchachas eran dos.
      Pero no podía ser así. La muchacha que había estado con Fukura se encontraba de vacaciones y no volvería hasta que desapareciera el arañazo del pecho y el cuello. ¿No acababa de decírselo la mujer de la casa? Colocó de nuevo el pie contra la planta de piel gruesa del pie de la muchacha morena, y exploró la carne oscura de más arriba.
      Le recorrió un espasmo, como si quisiera decir: «Iní­ciame en el hechizo de la vida». La muchacha había bajado la colcha, o, mejor dicho, la manta eléctrica que había debajo. Estiró un pie por encima de la colcha. Pensando que le gustaría hacerla rodar hasta el frío del crudo invierno, Eguchi contempló sus pechos y su abdomen. Apoyó la cabeza en un pecho y escuchó su corazón. Había esperado unos latidos fuertes, pero eran extrañadamente sosegados. ¿Y acaso un poco irregulares?
      -Te enfriarás.
      La cubrió y desconectó su lado de la manta. «El hechizo que constituía la vida de una mujer -pensó-, no era tan importante. Si la estrangulaba, le resultaría fácil. No representaría ningún esfuerzo, ni siquiera para un anciano.» Cogió su pañuelo y se frotó la mejilla que había posado sobre el pecho de la muchacha. Su olor aceitoso parecía proceder de él. El sonido del corazón de la joven persistía en su oído. Se llevó una mano al propio corazón. Quizá porque era el suyo, se le antojó el más fuerte de los dos.
      Se volvió hacia la muchacha más dulce, dando la espalda a la morena. La nariz bien formada pareció fina y elegante a sus ojos cansados y présbitas. No pudo resistir la tentación de poner la mano bajo el cuello largo y esbelto y atraerla hacia sí. Al acercarse suavemente a él, la muchacha despidió una dulce fragancia, que se mezcló con el olor salvaje y penetrante de la muchacha morena que tenía a sus espaldas. Apretó contra sí a la muchacha rubia. Su respiración era breve y rápida. Pero no debía temer que se despertara. Yació inmóvil durante un rato.
      «¿Le pediré que me perdone? ¿Como la última mujer de mi vida?» La muchacha que tenía a su espalda parecía estar tratando de excitarle. Echó la mano hacia atrás y la tocó. Era la carne de sus pechos:
      -Estate quieta. Escucha las olas invernales y estate quieta -intentaba calmarse a sí mismo.
      «Estas muchachas han sido narcotizadas. Es como si las hubieran paralizado. Les han dado un veneno o una droga muy fuerte.» Y, ¿por qué? «¿Por qué, sino por dinero?» No obstante, se sorprendió dudando. Cada mujer era diferente de todas las demás. Lo sabía; y, sin embargo, ¿tan diferente era la muchacha que tenía delante que estaba dispuesto a infligirle una herida que no se curaría, una pena que duraría toda su existencia? Eguchi, a sus sesenta y siete años, podía pensar, si así lo deseaba, que los cuerpos de todas las mujeres eran iguales. Y en esta muchacha no había afirmación ni negativa, no había ninguna respuesta. Lo único que la distinguía de un cadáver era que respiraba y tenía la sangre caliente. De hecho, cuando se despertara a la mañana siguiente, ¿acaso sería muy distinta de un cadáver con los ojos abiertos? Ahora no había en la muchacha amor, vergüenza, ni miedo. Cuando se despertara podría haber amargura y remordimiento. No sabría quién la había poseído. Sólo deduciría que había sido un viejo. Probablemente no se lo diría a la mujer de la casa. Ocultaría hasta el fin el hecho de que la regla de esta casa de ancianos había sido violada, y de este modo nadie lo sabría excepto ella. Su piel suave se adhería a Eguchi. La muchacha morena, tal vez aterida ahora que su lado de la manta estaba desconectado, apretaba su espalda desnuda contra Eguchi. Uno de sus pies se encontraba entre los de la muchacha de piel clara. Eguchi sintió que le abandonaban las fuerzas, y de nuevo tuvo deseos de reír. Alargó la mano hacia el sedante. Estaba insertado entre las dos y sólo podía moverse con dificultad. Con la mano en la frente de la muchacha rubia, contempló las píldoras de costumbre.
      -¿Prescindo de ellas esta noche? -se preguntó.
      Era evidente que se trataba de una fuerte droga. Se quedaría dormido sin esfuerzo. Por primera vez se le ocurrió preguntarse si todos los ancianos que venían a la casa tomaban obedientemente la medicina. Pero, ¿no era propio de la fealdad de la vejez que, no queriendo perder horas con el sueño, se abstuvieran de tomarla? Pensó que él aún no había entrado a formar parte de aquella fealdad. Una vez más se tragó las píldoras. Recordaba haber dicho una vez que quería la droga administrada a la muchacha.
      La mujer había contestado que era peligrosa para los viejos, y él no había insistido.
      ¿Sugería la palabra «peligroso» morir durante el sueño? Eguchi no era más que un anciano de circunstancias normales. Siendo humano, de vez en cuando caía en una vaciedad solitaria, en una fría desesperación. ¿No sería éste un lugar muy deseable para morir? Despertar curiosidad, invitar el desdén del mundo, ¿acaso no sería coronar su vida con una muerte apropiada? Todos sus conocidos se sorprenderían. No podía calcular el perjuicio que causaría a su familia; pero morir durante el sueño entre, por ejemplo, las dos muchachas de esta noche, ¿no podía ser el máximo deseo de un hombre en sus últimos años? No, no podía serlo. Se lo llevarían, como al viejo Fukura, a una miserable posada de las termas, y dirían a la gente que se había suicidado con una sobredosis de somnífero. Como no habría una nota de despedida, se diría que estaba desesperado ante las perspectivas que se avecinaban. Podía ver la tenue sonrisa de la mujer de la casa.
      «Qué ideas tan tontas. Como si quisiera tentar a la suerte.»
      Se rió, pero no fue una risa alegre. La droga empezaba a causar efecto.
      -Está bien -murmuró-. La sacaré de la cama y le obligaré a darme lo que dio a las muchachas.
      Pero no era probable, que ella consintiera. Y Eguchi no deseaba levantarse, ni quería realmente la otra droga. Se puso boca arriba y colocó los brazos alrededor de las dos muchachas, alrededor de un cuello blanco, débil y fragan­te, y un cuello duro y grasiento. Algo surgió en su interior. Miró a derecha e izquierda de las cortinas de terciopelo carmesí.
      -Ah.
      -¡Ah! -la muchacha morena pareció contestarle. Puso un brazo sobre el pecho de Eguchi. ¿Sentiría algún dolor?
      Eguchi retiró el brazo y le volvió la espalda. Con el brazo libre rodeó las caderas de la muchacha de piel clara. Cerró los ojos.
      «¿La última mujer de mi vida? ¿Por qué he de pensar esto, ni siquiera por un momento?» ¿Y quién había sido la primera mujer de su vida?
      El pensamiento cruzó su mente como un relámpago: la primera mujer de su vida había sido su madre. «Claro. ¿Podía ser otra que no fuera mi madre? -fue la inespera­da afirmación-. Pero, ¿acaso puedo decir que mi madre era una mujer mía?»
      Ahora, a los sesenta y siete años, mientras yacía entre dos muchachas desnudas, sintió que surgía en el fondo de su ser una nueva verdad. ¿Era una blasfemia, era nostal­gia? Abrió los ojos y pestañeó, como para alejar una pesadilla. Pero la droga producía su efecto. Tenía un sordo dolor de cabeza. Amodorrado, persiguió la imagen de su madre; y entonces suspiró y tomó dos pechos, uno de cada muchacha, en la palma de las manos. Uno suave y uno grasiento. Cerró los ojos.
      La madre de Eguchi había muerto una noche de invierno cuando él tenía diecisiete años. Eguchi y su padre le sostenían las manos. Hacía tiempo que padecía tuberculosis y sus brazos eran sólo piel y hueso, pero le asía la mano con tal fuerza que a Eguchi le dolían los dedos. La frialdad de su mano le penetró hasta el hombro. La enfermera que estaba dando masaje a sus pies, salió silenciosamente. Quizá se fuera para llamar al médico.
      -Yoshio, Yoshio -exclamó su madre en pequeños jadeos.
      Eguchi comprendió y acarició su pecho atormentado. Mientras lo hacía, ella vomitó una gran cantidad de sangre. Le salía en burbujas de la nariz. Dejó de respirar. La gasa y las toallas que había junto a la almohada no eran suficientes para secar la sangre.
      -Sécala con tu manga, Yoshio -dijo su padre-. ¡Enfermera, enfermera! Traiga una palangana con agua. Sí, y otra almohada y un camisón y sábanas limpias.
      Era natural que cuando el viejo Eguchi pensó en su madre como la primera mujer de su vida, pensara también en su muerte.
      «¡Ah!» Las cortinas que tapizaban las paredes de la habitación secreta parecían del color de la sangre. Cerró con fuerza los ojos, pero aquel rojo no quería desapare­cer. Estaba medio dormido a causa de la droga. Los pechos frescos y jóvenes de las dos muchachas estaban en las palmas de sus dos manos. Su conciencia y su razón se habían adormecido.
      ¿Por qué, en un lugar como éste, había pensado en su madre como en la primera mujer de su vida? Pero la idea de su madre como la primera mujer no conjuró pensa­mientos sobre mujeres posteriores. En realidad, su pri­mera mujer había sido su esposa. Muy bien; pero su anciana esposa, habiendo casado a sus tres hijas, estaría durmiendo sola en esta fría noche de invierno. ¿O estaría aún despierta? No oiría el sonido de las olas, pero el frío de la noche sería más intenso que aquí. Se preguntó qué eran los dos pechos que tenía en las manos. Todavía palpitarían con sangre caliente cuando él ya estuviera muerto. ¿Y qué significaba este hecho? Dio cierta fuerza indolente a sus manos. No hubo reacción, porque los pechos también dormían profundamente. Cuando, en su última hora, había acariciado el pecho de su madre, tocó, por supuesto, sus senos marchitos. No eran como senos. Ahora ya no los recordaba. Lo que recordaba era que los había buscado, durmiéndose después, un día de su prime­ra infancia.
      Por fin el viejo Eguchi empezaba a ceder al sueño. Cambió las manos que asían los pechos de las muchachas a una posición más cómoda. Se volvió hacia la muchacha morena, porque su fragancia era la más fuerte. Su aliento espeso le sopló en la cara. Tenía la boca entreabierta.
      «Un diente torcido. Es bonito.» Lo tomó entre los dedos. La muchacha tenía los dientes grandes, pero éste era pequeño. De no ser por el aliento, Eguchi podría haber besado el diente. La intensa fragancia estorbaba su sueño, y se volvió de espaldas. Incluso entonces el aliento le soplaba en la nuca. No roncaba, pero ponía voz en su respiración. Eguchi encogió los hombros y puso la mejilla sobre la frente de la muchacha de piel clara. Quizá fruncía el ceño, pero también daba la impresión de estar sonrien­do. La piel grasienta de la muchacha morena tenía un tacto desagradable en la espalda. Era fría y resbaladiza. Eguchi se durmió.
      Tal vez porque le resultara difícil dormir entre las dos muchachas, Eguchi tuvo una sucesión de pesadillas. No había cohesión entre ellas, pero eran perturbadoramente eróticas. En la última, él volvía de su luna de miel y se encontraba con que unas flores parecidas a las dalias rojas florecían y se balanceaban con tal profusión que casi cubrían la casa. Preguntándose si sería su casa, vacilaba en entrar.
      -Bienvenido al hogar. ¿Por qué estás parado ahí? -era su difunta madre quien les saludaba-. ¿Es que tu mujer nos tiene miedo?
      -Pero, ¿y las flores, madre?
      -Sí -dijo su madre con calma-. Entrad.
      -Pensaba que nos habíamos equivocado de casa. Era difícil que me equivocara. Pero, ¡qué flores!
      Les habían preparado una comida ceremonial. Después de intercambiar saludos con la novia, la madre de Eguchi fue a la cocina a calentar la sopa. Eguchi olió el besugo. Salió a mirar las flores, y su novia le acompañó.
      -¿Verdad que son bonitas? -dijo ella.
      -Sí -como no deseaba asustarla, no añadió que antes no estaban aquí.
      Se fijó en una especialmente grande.
      El viejo Eguchi se despertó con un gemido. Sacudió la cabeza, pero aún estaba amodorrado. Yacía vuelto hacia la muchacha morena. Su cuerpo estaba frío. Eguchi se sentó, sobresaltado. La muchacha no respiraba. Le tocó el pecho. No había pulso. Saltó de la cama. Tropezó y cayó.
      Temblando violentamente; salió a la habitación contigua.
      El timbre estaba en la alcoba. Oyó pasos en el piso inferior.
      «¿La habré estrangulado mientras dormía?» Se dirigió, casi arrastrándose, a la otra habitación, y miró a la muchacha.
      -¿Ocurre algo? -la mujer de la casa entró.
      -Está muerta -le rechinaban los dientes.
      La mujer se frotó los ojos y observó con calma a la muchacha.
      -¿Muerta? No hay razón para que lo esté.
      -Está muerta. No respira y no tiene pulso.
      La mujer cambió de expresión y se arrodilló junto a la muchacha morena.
      -Esta muerta, ¿verdad?
      La mujer retiró la ropa de la cama e inspeccionó a la muchacha.
      -¿Le ha hecho usted algo?
      -Nada en absoluto.
      -No está muerta -dijo la mujer con frialdad forza­da-. No se preocupe.
      -Está muerta. Llame a un médico. Ella no contestó.
      -¿Qué le hizo tomar? Tal vez era alérgica.
      -No se alarme. No le causaremos ningún problema. Su nombre no será pronunciado.
      -Está muerta.
      -Yo creo que no.
      -¿Qué hora es?
      -Más de las cuatro.
      La mujer se tambaleó al levantar el cuerpo oscuro y desnudo.
      -Permítame ayudarla.
      -No se moleste. Hay un hombre abajo.
      -Pesa mucho.
      -Se lo ruego, no es necesario que se moleste. Vuelva a la cama. Está la otra chica.
      Estaba la otra chica; nunca se había sentido más impresionado por una observación. Era cierto que la muchacha de tez clara seguía durmiendo en la habitación contigua.
      -¿Espera que me duerma después de esto? -su voz expresaba indignación, pero también había miedo en ella-. Me voy a mi casa.
      -Por favor, no lo haga. No conviene llamar la atención a esta hora.
      -Me es imposible volver a dormir.
      -Le traeré más medicina.
      La oyó bajar las escaleras con la muchacha morena a cuestas. En pie, y con el kimono de noche, Eguchi sintió por primera vez que el frío le penetraba. La mujer volvió con dos píldoras blancas.
      -Tome. Levántese tarde mañana.
      ¡Oh!
      Eguchi abrió la puerta de la habitación contigua. La ropa de la cama seguía igual, tirada hacia abajo y en desorden, y la forma desnuda de la muchacha de tez clara yacía en esplendorosa belleza.
      La contempló.
      Oyó alejarse un automóvil, probablemente con el cuerpo de la muchacha morena. ¿La llevarían a la ambigua posada donde condujeron al anciano Fukura?



      Rituales cotidianos / Pequeñas rutinas de las grandes mentes

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      Los ojos de Picasso

      Pequeñas rutinas de las grandes mentes

      Benjamin Franklin escribía desnudo y Faulkner dormía de día. Un libro recoge los rituales que inspiraron las mayores obras



      William Faulkner trabajaba antes de ir a trabajar de vigilante por las noches / CORDON PRESS
      Picasso le rogaba a sus musas que, por favor, pasaran a visitarle solo cuando estuviera en su taller y trabajado. Con manchas en la camiseta a rayas y los pinceles calientes, preparado para aprovechar la inercia de esa cosa llamada inspiración. Porque por muy puro que se ponga el arte, dedicarse a pintar, escribir, hacer canciones o fotografías tiene mucho de rutina, de hábito y obligación impuesta por uno mismo. “Sé monótono y ordenado en tu vida como un burgués para que puedas ser violento y original en tu obra”, decía Flaubert, por cierto, todo un señor burgués.
      William Burroughs tenía muy claro lo que estaba obligado a dar a cambio de ese trabajo raro: “El precio que un artista tiene que pagar por hacer lo que quiere hacer es que tiene que hacerlo”. Pero, ¿cuál era la fórmula de los cráneos privilegiados de la Historia para convocar musas y pagar esa hipoteca? Al periodista Masson Currey le picó la curiosidad en 2007 y empezó a recopilar en un blog las agendas diarias, las manías y los horarios de artistas y científicos de éxito. El blog fue engordando hasta que se convirtió en libro. Rituales cotidianos, publicado recientemente por Turner en España, da las claves de cómo se le iluminaba el piloto automático de 177 lumbreras.

      Mientras dormías

      Dormir es el mejor (y el más barato) afrodisíaco creativo. Al menos ello se encomendaban grandes dormilones como Descartes (más de 10 horas) o William Styron. El más madrugador fue Balzac.Cuando estaba embarcado en algún nuevo libro su horario era monacal. Cenaba frugalmente a las seis de la tarde y se iba a la cama. A la una de la madrugada ya estaba en pie. Se sentaba en su escritorio y allí se pasaba unas siete horas seguidas bebiendo una taza de café negro tras otra.


      Mozart, componiendo 'Don Juan'. El fondo negro puede no corresponderse a la realidad / CORDON PRESS
      Los compositores clásicos también se rebelaron contra la legaña. Beethoven, Mahler o Schubert abrían el ojo al amanecer. “Siempre me peinan a las seis de la mañana y ya a las siete estoy completamente vestido”, apuntaba Mozart. De entre los vivos, el récord es para Haruki Murakami, que ha pasado de gerente de un tugurio de jazz en Tokio a asceta vegetariano de la literatura superventas. Desde entonces, se despierta a las cuatro de la mañana, trabaja cinco o seis horas seguidas y luego se va a correr por el campo.

      Baños de aire



      Thomas Wolfe: Imagínenlo desnudo / CORDON PRESS
      Thomas Wolfe, el escritor más americano y el menos reivindicado de la generación perdida, descubrió una noche su infalible método creativo. Currey cuenta en el libro que en una hora poco inspirada Wolfe se dio por vencido y se quitó la ropa para acostarse. Entonces, desnudo frente a la ventana descubrió que su cansancio se había evaporado de repente. Se sentía fresco y con ganas de escribir de nuevo. Regresó a la mesa y escribió hasta el amanecer “con asombrosa rapidez, facilidad y seguridad”. Intentando descifrar qué había provocado aquel cambio súbito se dio cuenta de que, frente a la ventana, había estado acariciándose inconscientemente los genitales y que aquello inducía una tan “agradable sensación masculina” que había avivado sus energías creativas. Desde entonces, Wolfe utilizó regularmente este método para inspirar sus sesiones de escritura.


      Benjamin Franklin: Padre fundador, científico y nudista ocasional /CORDON
      Uno de los hábitos favoritos de Benjamin Franklin en sus últimos años era el baño de aire. El estadistas estadounidense contó en sus diarios los pormenores del asunto: “Me levanto temprano casi todas las mañanas, y me siento en mi aposento sin ropa, media hora o una hora, según las estación del año, leyendo y escribiendo. Esta práctica no es en absoluto dolorosa, sino por el contrario, muy agradable”.

      Arte contra la vida



      Kant, ese hombre de lo suyo /CORDON PRESS
      Immanuel Kant no salió jamás de su ciudad natal, donde impartió el mismo curso en la universidad durante 40 años. Su criado le levantaba a las cinco de la madrugada. Almorzaba siempre a la misma hora y a las tres y media daba su famoso paseo. Se iba a la cama exactamente a las diez. No se le conocen muchas amigas y tan sólo un amigo íntimo, con quién solía cenar de vez en cuando. Sus biógrafos se han peleado últimamente tratando de desmontar la imagen de hombre robótico que queda del filósofo alemán. Pero es un hecho que su enfermedad, un defecto congénito en su caja torácica que le comprimía el corazón y los pulmones, marcó profundamente su vida, y por tanto su obra. Kant renunció al cuerpo y se dedicó a criticar a la razón pura.
      Ingmar Bergman facturó decenas de películas y obras de teatro, hizo además series para la televisión sueca, escribió óperas y varias novelas. Los temas son siempre los mismos: incomunicación, soledad, religión, amor, muerte, locura. “He estado trabajando todo el tiempo y es como un gran torrente que atravesara el paisaje de tu alma", explicó. "Es bueno porque se lleva muchas cosas. Es purificador. Si no hubiera estado trabajado todo el tiempo habría sido un lunático”

      Oficinistas con talento



      William Faulkner, un currito / CORDON PRESS
      Antes de recluirse en una vieja finca sureña con su mujer y el whisky, Faulkner compaginó varios trabajos con la creación de sus novelas. Fue periodista, pintor y cartero. Escribió una de sus mayores obras, Mientras agonizo, por las tardes antes de fichar en el turno de noche como supervisor de una planta eléctrica. El horario nocturno le venía bien: dormía unas pocas horas por la mañana y escribía toda la tarde. De camino al trabajo visitaba a su madre y echaba algunas cabezadas durante el turno, que tampoco es que fuera muy duro.


      Franz Kafka / CORDON PRESS
      Kafka trabajó toda su vida en una compañía de seguros en Praga, de ocho a tres de la tarde. Vivía con su familia en un apartamento abarrotado, donde solo podía escribir por la noche. Trabajaba hasta las tres y a veces hasta las seis. “Entonces, por lo general con un leve dolor en el corazón y punzadas en los músculos del estómago, me voy a la cama. Hago todos los esfuerzos imaginables por tratar de dormir: esto es, por lograr un imposible, pues uno no puede dormir”.

      Madres, crianza y libros



      Sylvia Plath / CORDON PRESS
      Sólo al final, separada ya de su marido y cuidando sola de su dos hijos pequeños, Sylvia Plath logró encontrar la rutina que le funcionaba para ser una poetisa productiva. A las 5 de la mañana, cuando terminaba el efecto de los somníferos, se levantaba y escribía hasta que los niños se levantaban.
      A Alice Munro “le encantaban las siestas” de sus dos hijas. Cuando las criaturas se dormían, se encerraba en su cuarto para escribir. Toni Morrison ha compaginado su empleo como editora en Random House Mondadori con sus clases en la universidad y la crianza de sus dos hijos. “Cuando me siento a escribir nunca me pongo a dar vueltas. Tengo tantas cosas que hacer que no puedo permitírmelo”. La recompensa a tanto esfuerzo ha sido un premio Pulitzer y un Nobel.


      Rituales cotidianos

      DATOS DEL LIBRO

      Título: Rituales cotidianos 
      Autor(es): Mason Currey 
      Colección: Noema
      Encuadernación: Rústica con solapas
      Dimensiones: 14 x 22
      Páginas: 262
      ISBN: 978-84-15832-22-5
      Idioma: Español
      Precio: 19,90 €


      Más de ciento sesenta escritores, pintores, científicos o inventores desfilan por estas páginas, bajo una luz nueva: la que nos deja ver sus rituales, manías, tics y rarezas a la hora de trabajar (o de no trabajar). El que se encerraba en una habitación forrada de corcho y solo tomaba en todo el día dos tazas de café con leche y dos croissants (¡y a veces uno solo!). El ama de casa que se levantaba a las cuatro de la madrugada para escribir antes de llevar los niños al colegio. El que dijo «soy como un médico en la sala de urgencias y la urgencia soy yo». El que se traga cada día medio bote de anfetaminas encerrado en el estudio, y el que pinta con los hijos jugando alrededor. El buen oficinista («escribo cada día media página, y al cabo de un año eso ya es algo»), y el que pasa meses sin trabajar pero un día escribe ochenta páginas de un tirón, y apenas corrige luego. 
      Empezado (en forma de blog) un día en que su autor no encontraba las ganas de trabajar, este libro podrá evitarle hacer algo productivo durante muchas horas, y le dará más de una idea para organizarse una vida creativa… o todo lo contrario.


      Padres e hijos / Las duras experiencias de los escritores famosos

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      James Joyce
      Padres de la literatura: 
      las duras experiencias de los escritores famosos 
      como padres e hijos

      No todos tuvieron buenas relaciones con sus padres y a no pocos el destino les trajo hijos con terribles problemas. Unos huyeron de tales circunstancias y otros, por exorcismo, las usaron como temas de sus libros
      Por Enrique Sánchez Hernani
      El Comercio, 20 de junio de 2010
      Imagen
      Pablo Neruda, Franz Kafka y Paul Auster

        La paternidad de James Joyce, mucho antes de que fuese tenido como un genio, estuvo severamente afectada no solo por la pobreza y su afición por la bebida. En 1907, en un hospital para mendigos en Trieste, Italia, había nacido su hija Lucía, enfermiza y con un grave estrabismo. Ya una jovencita, en París, quiso dedicarse a la danza estudiando con el hermano de Isadora Duncan, Raymond, pero Joyce se lo prohibió. Intentó con el ballet pero no pudo.
        Cuando tras publicar el “Ulises”, la casa de los Joyce se convirtió en hospedaje de todo tipo de bohemios, Lucía se enredó consecutivamente con tres hombres, que la rechazaron. Uno fue Samuel Beckett. Su autoestima empeoró, quiso corregir su estrabismo pero la cirugía no dio resultado. En el cumpleaños 50 del escritor, Lucía hizo crisis y le arrojó una silla a su madre. Tenía 25 años. Desde entonces no pararía de ingresar a los hospitales. El diagnóstico: maníaco-depresiva para unos, depresiva para otros y algunos creían que solo era neurótica.
        Hasta su muerte, a los 75 años, Lucía vivió en medio de internamientos prolongados. Las veces que visitaba la casa, esta se convertía en un lugar insoportable. La madre y su hermano la aborrecían. Pero James Joyce terminó tolerándola con resignación paternal. Sus amigos aseguran que este tecleaba su novela “Finnegans Wake” mientras ella, en silencio, revoloteaba por el cuarto bailando. Algo de amor había en Joyce que le impidió rechazarla.
        COMPASIÓN JAPONESA

        El escritor japonés Kenzaburo Oé tuvo una cisura en su vida con su primer hijo, Hikari, que nació con hidrocefalia y condenado al autismo. Profundamente conmovido por su minusvalía, la expuso en su novela “Una cuestión personal”, en la que relata el descenso a los abismos de un padre con un hijo enfermo. Hikari, luego, también aparecería en otros tres de sus libros. Tal cosa no era gratuita. Apenas nacido Hikari, Oé y su mujer pretendieron abandonarlo. Pero la asistencia a una ceremonia en conmemoración de los muertos de Hiroshima y Nagasaki los hizo reflexionar. El futuro, de alguna manera, reconfortaría su compasión. Hikari tenía una memoria prodigiosa y la ejercía en la música. Sorprendentemente, se convirtió en un compositor de música de cámara de cierto éxito. Para el cumpleaños 70 del escritor, en el 2005, Hikari le compuso una pieza musical. “Algunos de sus discos venden más que mis libros”, bromeó en esa ocasión.
        HUIR HACIA ADELANTE

        Algo distinto pasó con Pablo Neruda. En 1934, tuvo una hija con la holandesa María Antonieta Hagenaar, en Madrid. Malva Marina, la niña, nació frágil y con hidrocefalia. Como eran de temperamentos distintos, la pareja no marchaba bien. El nacimiento de Malva Marina terminó de distanciarlos. Entonces Neruda se olvidó de su hija. Tampoco hay ningún poema suyo que la mencione. El poeta luego se enamoró de Delia del Carril y huyó de las dos. Maruca, como apodaba Neruda a Hagenaar, tenía que reclamarle los 100 dólares que el poeta le pasaba mensualmente. La niña murió a los 8 años.
        Otros escritores, también padres de niños enfermos, vieron la oportunidad para aliviarse escribiendo sobre ellos. Así lo ha hecho el estadounidense Michael Greenberg, que, en su libro “Hacia el amanecer”, habla de la enfermedad mental de su hija. El libro fue un éxito. El galo Jean-Louis Fournier, padre de dos niños con retardo, ha ido más allá. En su libro “¿Adónde vamos, papá?” hace humor. Él ha explicado esto así: “Me burlo de mis hijos como Cyrano se reía de su propia nariz”.
        PADRES SEVEROS

        Otro tema son los padres de los escritores. El más célebre es el padre de Franz Kafka, cuya “Carta al padre” ha merecido innumerables estudios literarios y psicoanalíticos.
        Allí el autor de “La metamorfosis” lo llena de reproches y le hace notar que la educación que recibió no fue la mejor. Pero otros que lo conocieron, como Frantisek Xaver Basic, ex empleado del padre del escritor, dijo en un libro que este no era un déspota. Pero la leyenda (o fue la realidad) ha quedado.
        Otros no la pasaron tan mal, a pesar de que también confrontaron ciertas penurias. Philip Roth en su libro “Patrimonio, una historia verdadera”, relata los últimos años al lado de su padre, viudo, con 86 años, y que tras ser dueño de un gran encanto y un genio firme, es abatido por un tumor.
        Philip Roth, que había permanecido lejos de este en su madurez, tiene que sostenerlo, y su amor da paso a la ansiedad y el miedo a la muerte.
        Los escritores Raymond Carver y Paul Auster tampoco impugnaron la figura paterna. El primero publicó un breve relato, “La vida de mi padre”, hecho con una gran ternura y en el que lo recuerda de buena manera. Auster hizo lo propio en su novela “La invención de la soledad”. Allí nace como escritor, pues a la biografía paterna le añade el enigma de un antiguo asesinato.


        García Márquez / Largo viaje hacia la transparencia

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        Gabriel García Márquez

        Gabriel García Márquez


        Largo viaje hacia la transparencia

        Gabriel García Márquez sabe ahora cómo es el alma invisible del hielo. Fortuna será, para cada uno de nosotros, alcanzar a ver con luminosa claridad cuál ha sido nuestro ya ineludible cielo prometido



        EULOGIA MERLE
        Nunca llegué a leerlo, aunque era el libro que más me atraía en la biblioteca de mis padres. Seguramente me cautivaba el título, tan seductor como repelente. Se llamaba Primavera mortal y lo había escrito un húngaro entonces extensamente leído, pero hoy desaparecido, Lajos Zilahy. Creo que en posteriores ediciones se le cambió el título por otro más comercial, Primavera mortífera. Se me asociaba con un verso famoso: “Abril es el más cruel de los meses”. Un verso a veces profético.
        La última primavera está siendo especialmente mortífera con mis amigos, Ana María Moix, Leopoldo Panero, José María Castellet... Ojalá que García Márquez sea tan solo su invitado final. Ahora le veo, en algún momento del siglo pasado, abriendo la puerta de su modesto apartamento en la calle de la República Argentina de Barcelona, donde tenía que entregarle unas galeradas de parte de Carlos Barral. Vestía un chándal azul prusia, muy notable en una época en la que aún no se había aprobado el chándal ni siquiera como prenda casera. Sonaba una música y con el desparpajo de la juventud le dije que era una de mis piezas favoritas. Le llamó la atención y me hizo pasar para terminar de oírla. “Es usted la primera persona que conozco que la conoce”, dijo con aquella facilidad para el juego de palabras tan típico de su generación. A partir de entonces siempre que nos veíamos me hablaba de aquel cuarteto de Bartók y yo le comentaba que era el único escritor que conocía que lo conocía.

        Menos la última vez, hará cosa de cinco años. Fue en casa de Carmen y con los encantadores Feduchis. En algún momento de la comida salió a relucir el bello soneto anónimo que comienza con el verso, “No me mueve mi Dios para quererte”. Comenzó a recitarlo Luis Feduchi, pero se le añadió García Márquez y lo dijeron a capella. Siguió luego una conversación sobre asuntos generales hasta que la interrumpió la voz de Gabo que comenzó de nuevo con “No me mueve mi Dios para quererte”. Luis se unió también en esta ocasión al recitado. La escena se repitió 10 o 12 veces. Luis le siguió en todos los recitados. Gabo decía los versos lentamente, como si los paladeara, y a veces con los ojos cerrados.
        Podría haber sido una broma muy de los años setenta. Recuerdo escenas similares con amigos recitando una y otra vez un verso, un poema, un fragmento de novela. En mi grupo de colegas, casi todos escritores, podíamos repetir docenas de veces: “Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real…”. Cualquier ocasión era buena para ello, nadie podía pronunciar la frase “es cierto…” sin que se le echara encima la jauría presente para continuar la cita a coro y luego repetirla a lo largo de la noche tantas veces como aguantáramos hasta aburrirnos.

        Para amar algo, sea un dios o una compañía, no es necesario que sea una garantía de felicidad
        Pero esta vez no era ninguna broma. Aunque yo diría (no lo sé, por supuesto) que García Márquez no tenía creencias religiosas, aquel soneto, como cualquier obra maestra del lenguaje, le permitía participar de toda la esperanza, de todo el consuelo que suele aportar una religión. La perfección de la palabra escrita con arte, el resplandor de la verdad que lleva consigo, bastan para entender que el sentido de nuestras vidas es exactamente aquel que nosotros le damos, el que alcanzamos a cristalizar en algunos momentos excepcionales. Así podríamos nosotros ahora, si esto fuera una comida de amigos y lectores, comenzar a repetir una y otra vez, “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”. Porque quizás en esta frase se encuentre el sentido mismo de la vida de García Márquez, así como la de Región resume de modo extraordinario la vida de Benet, aquel viajero que para llegar a donde quería, “siguiendo el antiguo camino real”, no podía dejar de “atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable”. Comienzos de obras inmortales que son también reflejos de vidas completas.
        El segundo verso del soneto anónimo añade una causa determinante al primer verso: “No me mueve mi Dios para quererte / el cielo que me tienes prometido”. Para amar algo, sea un dios, una compañía, un soneto, un paraje o la literatura misma, no es necesario que veamos en ello una garantía de felicidad, como pretendía Keats, para quien la belleza encerraba siempre una promesa de gozo perpetuo, ya que nunca se marchitaba: “Lo hermoso es alegría para siempre / su encanto se acrecienta y nunca vuelve a la nada”, dice el poeta en la traducción de Irene.
        El verso es muy bonito, A thing of beauty is a joy for ever, pero es falso. El gozo de la belleza es pasajero y siempre vuelve a la nada. Ese es precisamente su encanto, que es efímero y debe ser tomado al vuelo, dura un instante y desaparece. Es la pequeña estrella shakespeariana que uno desearía ver danzar en la palma de la mano y observar su centelleo durante años y años placenteros, pero el lugar de la estrella es el firmamento en donde parpadea durante unas horas y ni siquiera podemos saber si su luz viene de un astro vivo o de una estrella muerta.
        Por esta razón cuando queremos a alguien o algo no suelen movernos sus promesas de felicidad, sino más bien su naturaleza transitoria, fugaz, la belleza de su paso ígneo antes de fundirse en la helada luna de la noche sin fin. Participar de esa fugacidad es la auténtica alegría, acabe como acabe. Así lo decía Ishmael, tras la catástrofe del capitán Ahab y su velero, el Pequod: él estaba allí y por eso pudo contarlo, porque todo lo vio y participó del instante en que el gigantesco Leviatán engulle en las simas del océano al infame, al obsesivo, al destructivo perseguidor de Moby-Dick. También en las destrucciones hay una chispa de belleza cuando la destrucción arrastra al maligno.

        También en las destrucciones hay belleza cuando la destrucción arrastra al maligno
        Y allí, frente al pelotón de fusilamiento, está también el testigo de una destrucción, esta vez definitiva, con su último recuerdo. En el chispazo que va a llevarle a las simas de la nada, el coronel vislumbra la posible razón de toda su existencia, “aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”. Suelen decir algunos escritores que en el momento preciso de la muerte, un instante antes de que se abra la puerta del sueño eterno, toda nuestra vida circula velozmente por una memoria que se despide de sí misma. Prefiero pensar que más bien la memoria elige un instante privilegiado, un momento en el que se concentra todo el sentido posible de nuestra existencia, y con él nos ensimisma. El caso más exacto y precioso que conozco es el que relata Ambrose Bierce en El puente sobre el río del búho.
        Como el hombre del cuento de Bierce, que va a morir de un momento a otro sobre el funesto río de Alabama, no sin que antes la memoria le arranque del presente con una prodigiosa mano mágica, así también el coronel, erguido ante la muerte, recibe la visita de un recuerdo específico e imborrable, aquel día en que su padre le llevó a conocer el hielo. Y no es que su padre “le enseñara” o “le mostrara” el hielo, es que le llevó a “conocerlo”. Tantos niños han esperado impacientemente a conocer el mar, a conocer la caza del oso, a conocer el amor, a conocer el mundo, a conocer la victoria, que el conocimiento del hielo es una hipérbole magnífica de todas las desesperadas ilusiones de la infancia.
        El cielo que nos tiene prometido, la inmarchitable belleza eterna, el siempre te amaré, la estrella cautiva, la perduración de lo maravilloso, se truecan, en el instante supremo, en un radiante pedazo de hielo, en el remolino espumoso de la ballena blanca hundiéndose para siempre, en la estrella que se posa en tu mano durante unos segundos. A cada cual, según sus merecimientos.
        Gabriel García Márquez sabe ahora cómo es el alma invisible del hielo. Fortuna será, para cada uno de nosotros, alcanzar a ver con luminosa claridad, en el relámpago previo a la oscuridad eterna, cuál ha sido nuestro ya ineludible cielo prometido.
        Félix de Azúa es escritor.



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