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Bohumil Hrabal / Rey sin corona

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Bohumil Hrabal


Bohumil Hrabal, rey sin corona

El centenario del creador de ‘Trenes rigurosamente vigilados’ sirve al autor del artículo para regresar a su vida y a su obra



Bohumil Hrabal, en una taberna de Praga en los años 80.
Cuando alguien logra que personajes inauditos nos sean hermanos, es que sabe mucho de nosotros. Hrabal escuchaba mucho y fue a vivir entre la gente, a operar maquinarias y vicisitudes; crio un oído muy fino, por encima del jaleo del sistema y del trasiego de las cervecerías.
Había sido un burgués a reeducar, gustaba de su mejor traje. Pero bajo el aparato comunista, como el pobre Hantá de Una soledad demasiado ruidosa, se reeducó vengándose, diluyéndose en el pueblo de verdad, no el del partido: el de la bulla descomplicada y los pequeños deseos incumplidos.
Se dice que Hrabal nace en Brno, meses antes de la Gran Guerra; pero en realidad abre sus ojos décadas después en Libeñ, un suburbio de Praga. También, que nació hace 100 años, pero más fue cuando, adolescente, irrumpe en su vida su tío Pepin: su disparatado caleidoscopio ya no abandonará su mirada.



Como su tío, Bohumil Hrabal cuenta con una verborrea inexorable, de vivencias e impresiones: distinto del ideólogo que va a confirmar, él ve en la vida un jardín de sorpresas (“Cada día, un milagro”) y su cabeza las escribe automáticamente, como un surrealista.
Aunque recordamos como un río, por escrito ponemos puntuación, pues nuestro flujo no es el del lector: el de Hrabal, sí lo es. Fluye alegre y soleado como la cerveza de la caña.

Conmemoraciones

La Casa del Lector acoge en Matadero Madrid hasta el 21 de septiembre una exposición preparada conjuntamente con el Centro Checo sobre Bohumil Hrabal a partir de fotografías, textos, libros o carteles de las películas inspiradas en sus novelas.
Galaxia Gutenberg se ha sumado a la celebración del centenario del nacimiento de Hrabal con la publicación deTierno bárbaro, una novela de 1973, traducida por Kepa Huarte, y Los frutos amargos del jardín de las delicias, una biografía realizada por su traductora Monika Zgustova.
En la misma editorial pueden encontrarse Yo serví al rey de Inglaterra, Una soledad demasiado ruidosa y La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo. Anuncio una casa donde ya no quiero vivir yTrenes rigurosamente vigilados fueron publicados recientemente por El AlephEditores.
Él ritualiza el absurdo con normalidad, como se hace cada tarde en una hostería checa; como al aire pleno del bosque bohemio y al sol que, como una muchacha, peina sus cabellos sobre Praga; pero sus giros chasquean con la maravilla cruel de una bofetada femenina: “Adoraba a las mujeres, pero amaba a la suya”, decía Arnošt Lustig; “Veía el amor como un regalo”.
Hrabal no te lanza palabras a la cara, su número de páginas no impresiona, escribe en primera persona pero él no está en la historia; y sin embargo es su historia. En un centenar de folios logra lo que tantos intentan en tomos de medio kilo: hacerse valer entre la más bella literatura europea.
Escribir, decía, sólo requiere un poco de cara para las primeras líneas y luego “todo se deshila como un viejo jersey enganchado”. Y, de repente, la nariz huele ya la cebolla, y el oído, la risotada a su vera, y el pensamiento se desliza por una mujer.
Rondé a Hrabal por sus lugares, hasta que una mañana me sorprendió su muerte; te arrepientes de no haberte acercado a su mesa en el Tigre Dorado, bajo la cornamenta de venado.
Coincidí con Clara Janés en que nos daba aprehensión: su irascible don de la ebriedad entre amigotes. Planeamos mejor ir a su bosque, en Kersko, con sus gatos; sin atrevernos. No daba entrevistas, no concebía hablar con segundo propósito.


Nos asustaba la complicación de su simplicidad. No era campechano, pues eso es una actitud. Era un hombre que te pasaba su plato y su tenedor, me ha contado Monika Zgustova: ella sí se atrevió y puso un pequeño pie en su vida.
En la estirpe de Kafka y de Hašek, anota su biógrafa, y frente a la rebelión por el absurdo de un Havel, o más racional de un Kundera, Hrabal se defiende del mundo por el amor y el arte: aquel es una gran taberna, a la que él arrebata un poco de horror.
Para ello, va de la bufonada al pathos y a la erótica y a la violencia y a la ternura, en una confesión excéntrica y sofisticadamente en capas, que le es liberadora.

Bajo el comunismo se reeducó vengándose, diluyéndose en el pueblo de verdad
Un día dice: “Yo en realidad soy ya los demás”, de tanto escuchar y tan bien. Se ha convertido en su propia literatura; una sensual, bufa y melancólica, que para el mundo es ya el sello de lo checo.
También entre los españoles, que lo acogen como un clásico. ¿Qué vital sensualidad les enseña un checo? Bohemia ha sido agreste al español, desde Guillem de San Clemente, el embajador barcelonés del emperador hispano, a los exiliados. Pero esa es la universalidad de los personajes inverosímiles de Hrabal.

Escribe en primera persona pero él no está en la historia... aunque es su historia
Le ayuda a aterrizar en España el Nobel a Seifert, el Oscar a Menzel porTrenes rigurosamente vigilados, el descubrimiento de La insoportable levedad del ser de Kundera, y la épica subida de Havel al castillo, al caer del comunismo.
Pero la gratitud ha de ir a Mlejnková y Ortiz con su detonante traducción de Yo he servido al rey... y, sin duda, a Zgustova con sus posteriores, amén de lazarillo de Hrabal por las Españas de Miró y Tapiès; y por esa biografía entrecosida de charlas.
Los nuevos checos celebran su centenario, entre sellos, monedas, exposiciones y charlas; también el Cervantes de Praga. Y se rescata la crítica: acató la triste Normalización; no se fue. De irse, se habría perdido: “Lo que se cocina en casa ha de comerse en casa”.
Se autocensuró, pero fue impermeable; habiendo nacido bajo Francisco José y vivido cinco regímenes, creía que en Centroeuropa es mejor “no estar nunca muy sobrio y aguardar pacientemente el final de la película”.
Bohumil Hrabal es posiblemente el rey no coronado de la literatura centroeuropea; pero hace siglos que los reyes de Bohemia ya no se coronan. La duda que deja recorrer su raro mundo es que, si fuéramos verdaderos de verdad ¿no seríamos todos personajes de Hrabal?
Ramiro Villapadierna es director del Instituto Cervantes de Praga.



James Salter / Todo lo que hay

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James Salter

TODO LO QUE HAY

Los restos del tiempo

James Salter vuelve a la novela con un compendio de su experiencia militar y sentimental



La obra de Salter se ha convertido en un fenómeno de masas. / GILLES SAUSSIER (GAMMA)
Cuando se presenta en el patio recoleto de la vieja casona en San Miguel de Allende donde nos citó, parecería no diferenciarse de los miles de jubilados estadounidenses que han encontrado refugio en esta pequeña ciudad del Bajío, cuna de la independencia de México y patrimonio de la humanidad desde 2008. Pero en cuanto se sienta a la mesa, los ojillos incandescentes de James Salter no dejan lugar a dudas: “Es una lástima que tantos gringos hayan descubierto este lugar maravilloso”, afirma con una dulzura que no pareciera dar paso a un reproche hacia sus compatriotas, esos gringos evasivos y atormentados a los que lleva medio siglo examinando con un escalpelo capaz de realizar incisiones tan nítidas como profundas.
Alto y bien plantado, vestido con jeansy una camisa a rayas, con el cabello blanquísimo que queda al descubierto una vez que se ha quitado su gorra de béisbol, no encarna los 88 años que sus biografías le adjudican; elige huevos rancheros para desayunar, mientras nos cuenta que lleva unas semanas en el pueblo, y que se quedará otras tantas antes de volver a los helados parajes en las vecindades de Nueva York donde vive con su esposa, con quien lleva cuatro décadas de matrimonio: una prueba de que el amor sí puede llegar a consolidarse pese a que en su autobiografía, Burning the days(1997) (Quemar los días, reeditada en español por Salamandra, como casi todos sus libros), parezca presentarse como un womenizersentimental, un inquieto adorador de las mujeres, o que la mayor parte de sus novelas y cuentos relaten la sutil degradación de las relaciones amorosas.
Si bien durante años la veneración por Salter se mantuvo como una especie de culto secreto reservado a unos cuantos fieles, poco a poco su obra se ha convertido en un insólito fenómeno de masas, tanto en inglés como en español, auspiciado por la reedición de Light years(1975) (Años luz). Pero la publicación de All that is (Todo lo que hay), su novela más reciente, escrita después de 35 años, ha sido unánimemente elogiada por la crítica y por el público como una de las grandes novelas de la época contemporánea, una pieza que, en poco más de doscientas páginas, se muestra capaz de condensar no solo la vida entera de Bowman, su protagonista, sino de las tres últimas décadas, con un estilo de una claridad y transparencia que no dejan de ocultar una drástica melancolía por todo aquello que se lleva el paso del tiempo: otra de las obsesiones de Salter, junto con las mujeres.

Yo no invento mucho. Normalmente tomo personajes de gente que conozco e introduzco rasgos de ficción en ellos
“Yo no estuve esperando todos estos años para publicar un libro maravilloso”, nos aclara. “Escribí otras cosas entretanto [se refiere a algunos relatos, a un libro de viajes y a un libro de cocina escrito con su esposa], realicé algunos esbozos que no me convencieron, también tuve algunos lapsos de descanso, y finalmente llegué al punto, hace unos seis años, en que me di cuenta de que ciertas cosas se estaban acabando, ciertas personas estaban muriendo, y comencé este libro”.
Salter agradece gentilmente, en español, al camarero que nos atiende y que le sirve su té y sus huevos rancheros, y nos revela cómo encontró a su protagonista, un joven que, tras volver de la guerra de Corea, inicia una ascendente carrera como editor: “Philip Bowman está mayoritariamente basado en alguien que conocí, aunque no tanto como para avergonzarlo: no en su vida, sino en algunos hechos de su vida”. Más adelante nos dirá, con una humildad que no esconde cierto orgullo, que nunca tuvo demasiada imaginación y que sus personajes y sus historias derivan, en su mayor parte, de su propia vida y de quienes en un momento u otro lo rodearon.

James Salter

James Salter nació el 10 de junio de 1925 en Nueva York, y muy joven, a los 17, entró en la Academia de West Point, donde se graduó en 1945. A partir de allí inició una larga carrera como piloto en la Fuerza Aérea y, como Bowman, participó en la guerra de Corea, solo que a su vuelta a Estados Unidos, en vez de convertirse en editor, publicó su primera novela, The hunters (1956) (Los cazadores), por la cual no siente ahora ningún orgullo pese a que muy pronto fuese adaptada al cine por Hollywood en una superproducción protagonizada por Robert Mitchum y un joven Robert Wagner. La guerra también será el centro de su segunda novela, The arm of flesh (1961), reescrita y publicada años más tarde como Cassada (2000).
“Más allá de que fuese el tema de mis primeras dos novelas”, insiste con esa levedad de tono que se mantendrá a lo largo de toda la charla, “no sé si se encontraría la guerra directamente en otra parte de mi obra. Pero la guerra reaparece como obsesión de Bowman, el personaje central de Todo lo que hay, y si usted lo encuentra allí, de seguro estará presente en mi escritura, aunque no me corresponde a mí analizarme para saberlo”.
—Y, como a su personaje, ¿la guerra lo sigue obsesionando?
—No diría que la recuerdo con frecuencia, pero, por supuesto, pienso en ella. Recordarla sería como aceptar una especie de estrés postraumático, y eso no lo tengo. Fue un periodo crucial de mi vida, y uno romántico. Volar es maravilloso, algo natural, pero de pronto la gente con la que volabas también empieza a desaparecer.
Cuando le preguntamos si existe alguna relación entre pilotar un avión y escribir una novela, Salter sonríe con malicia y lo niega. “Tendría que explayarme demasiado para verla”, afirma, si bien parece claro que esa engañosa facilidad para volar es la misma que uno encuentra en su escritura: siempre límpida, serena, casi traslúcida, como los cielos que navegó. Otra vez: más que la guerra, quizá sea el paso del tiempodespués de la guerra lo que en verdad le fascina a Salter. Ese desolador paso del tiempo que, en Años luz, provoca la inevitable desunión de un matrimonio; ese paso del tiempo imposible de detener y que, paradójicamente, fluye en la novela como un río tranquilo.

La vida sería muy pobre si uno solo conociera a una mujer. Luego dirá tendrá que decir que solo conoce a una, pero ha de haber más
Además de The hunters, Salter pasó varios años trabajando para el cine, como guionista y director. No obstante, dice, “en algún momento perdí el entusiasmo y gradualmente me di cuenta de que era una tarea que devoraba el tiempo y no merecía tanto esfuerzo. Uno escribe un guion, espera a que lo lea mucha gente y luego la producción y el casting son interminables”. Pese a ello, no cesa de sentir un ápice de nostalgia por ese mundo. “Philip Seymour Hoffman, que murió hace poco”, recuerda de pronto, “era fantástico. Aunque la película no tuvo mucho éxito, en The master era sorprendente, sobrecogedor. Ves algo así, cuando eres joven, y por supuesto quieres hacer películas”.
—En las primeras páginas de sus memorias hay una suerte de poética sobre la forma de convertir la vida en literatura. Usted dice que es algo así como mirar una casa a través de sus ventanas.
—Yo no invento demasiado. Normalmente tomo personajes de gente que conozco e introduzco rasgos de ficción en ellos. ¿Cuánto es autobiográfico? En cierto sentido, todo lo es.
—¿Y cómo logra apresar vidas completas en una novela?
—La historia está basada en una familia que yo conocí bien. No los hechos, sino los personajes. Son muy reales en el libro. El libro es sobre la vida, el curso de la vida, el paso del tiempo. Las cosas desaparecen, pensaba en esa familia particular, a la que yo quería mucho, y me percaté de cómo era extraño pensar en ella, y en mi propia vida, y darme cuenta de que solo recuerdo ciertas cosas; el resto existió, pero no lo recuerdo. Quería escribir un libro no sobre las partes más relevantes de la vida, sino de aquellas que uno recuerda mejor.

James Salter

En otras entrevistas ha dicho que sus temas principales son el paso del tiempo… y las mujeres. Salter asiente con moderada picardía. “La vida sería muy pobre si uno solo conociera a una mujer. Luego tendrá que decir que solo conoce a una, pero ha de haber más”.
—Todo lo que hay es, en buena medida, el tránsito de Bowman de una mujer a otra y de una casa a otra.
—En cierto sentido, Bowman pasa su vida buscando el amor. El sexo también, pero más el amor. Él no separa una cosa de la otra. ‘Primero la carne, luego el alma’, dijo alguien cuyo nombre no recuerdo. Esto ya no se dice, parecería que debe ser a la inversa, pero en mi novela es así. Bowman se casa; luego tiene una aventura con una inglesa, que sigue su curso y que no puede durar mucho porque viven en países distintos, hasta que se enamora de una mujer en Nueva York: esta relación es el centro del libro, y es solo la tercera mujer que se menciona.
En efecto, la plácida vida de Bowman como editor literario solo se ve alterada por estas relaciones sentimentales, sobre todo por la que mantendrá con esta mujer. De ella se enamorará completamente y juntos comprarán una casa —al fin un hogar—, que se revelará solo como un espejismo movido por la traición. Y es allí donde, inesperadamente, asistimos a un acto sorprendente y terrible: la venganza de Bowman. El hombre en apariencia apacible usará a la hija de su antiguo amor para tomarse la revancha.

La ficción restaura
tu confianza en la humanidad, te da la oportunidad de sentirte vivo e importante
“Más que una venganza es un insulto”, corrige Salter. “Muchos lectores se han quejado de este episodio. Su acto les parece criminal, inexcusable y bajo. Pero Bowman no piensa en eso, solo en insultar a la madre a través de la hija”.
—Y sin embargo Bowman parece no arrepentirse nunca.
—No, es solo una parte de su vida. No lo planeó, es algo que tuvo que hacer porque no podía olvidar la herida, y simplemente ocurre. No es el centro de su vida, solo es un episodio devastador.
—El paso del tiempo ha sido un motivo central de sus libros desde joven. ¿A sus 88 años lo ve de manera distinta?
—Por supuesto, ahora el tiempo ya pasó. Soy el último de mi generación. Te vuelves más distante de los hechos, el tiempo transcurre, pero tú no has cambiado tanto como eso. Antes estabas más o menos en el frente contra el tiempo, y el tiempo se extiende detrás de ti como una ola. Y ahora tú estás en la ola, la perspectiva es diferente.
—¿Para qué sirve la ficción?
—Una película no sirve para aprender a vivir, pero sí para aprender comportamientos. En una novela, en cambio, uno tiene la sensación de que ve lo que hay en el interior de las personas. Al final, creo que la ficción restaura tu confianza en la humanidad, te da la oportunidad de sentirte vivo e importante en el mundo. El placer que se extrae de la lectura puede ser extremadamente profundo.
Salter da un trago a su té y mueve la cabeza de un lado a otro, más sorprendido que resignado.
“Y, sin embargo”, continúa, “lo más asombroso es que la gente parece pasarla muy bien sin leer. Y quienes no leen parecen tan felices como yo”.
—Cuéntenos qué está leyendo ahora…
—No leo tanto como antes. Hay demasiados libros. Ahora me parece que hay más que nunca, pero quizá solo sea producto de la edad. Estoy leyendo a Pamuk, a Le Clézio; también A Visit from the Goon Squad, de Jennifer Egan, que ganó el National Book Award, y Los lanzallamas, de Rachel Kushner. Y leo muchas biografías.
—¿Cuál es su relación con la literatura hispano americana?
—Por supuesto, leí Cien años de soledad, y todo Borges. Admiro profundamente a Neruda. Y, desde luego, a García Lorca. He conocido a bastantes escritores latinoamericanos, a uno de Perú que es un tipo fantástico, aunque no he leído sus libros.
Sin mostrar ningún síntoma de fatiga, Salter termina su desayuno y se prepara para continuar con su anónima estancia en San Miguel. Se despide no sin preguntarnos qué autor latinoamericano debería leer. “Bolaño, tal vez”, le decimos. Salter asiente, se despide con extrema cortesía y se pierde, como tantos de sus personajes, en la distancia y en el tiempo.
Todo lo que hay. James Salter. Traducción de Eduardo Jordá. Salamandra. Barcelona, 2014. 384 páginas. 20 euros.


María Angélica Salgado / Exprotagonista de Nuestra Tele vuelve a vender cocadas

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Exprotagonista de Nuestra Tele 

que le tocó regresar a la venta de 'cocadas'


Luego de ganar la edición 2010 del concurso actoral televisivo la aspirante barranquillera continúa realizando la actividad que en el pasado le sirvió de subsistencia.
El Espectador, 13 de abril de 2014
Por Redacción Entretenimiento


Exprotagonista de Nuestra Tele que le tocó regresar a la venta de 'cocadas'
María Angélica Salgado, ganadora del reality show ‘Protagonistas de Nuestra Tele’ en el año 2010 fue vista, según informó La Red Caracol, atendiendo un puesto de dulces típicos de la costa norte, tal como lo habría hecho en el pasado, de acuerdo a sus propias declaraciones.
Salgado, quien obtuvo los máximos premios del programa junto a Cristian Suárez, aseguró durante su estadía en la ‘Casa Estudio’ que gracias a la venta de ‘cocadas’ en Barranquilla lograba, además de garantizar sus gastos, hacerlos con los de su numerosa familia.
En la edición 2010 del reality show el Canal RCN anunció que los premios adjudicados a los ganadores (un hombre y una mujer, como suele estipularse) serían: un contrato de trabajo con RCN, un año de formación en una escuela del canal (CREA) y sendos automóviles.
En aquel año, a diferencia de la más reciente temporada, no se contempló dentro de los premios algún tipo de compensación estrictamente monetaria.
Precisamente esta última consideración provocó un episodio negativo para Salgado luego de abandonar la ‘Casa Estudio’. Según contó la barranquillera a Tv y Novelas, luego de regresar a su ciudad fue abordada por unos hombres que la retuvieron contra su voluntad en busca del presunto dinero del premio.
“Unos amigos me recogieron en el aeropuerto y me llevaron a cenar. Cuando salimos nos abordó un taxi. Tres hombres nos encañonaron, nos metieron en el taxi y comenzamos a rodar por la ciudad”. La afectada contó también que prefirió en el momento guardar hermetismo sobre los hechos para no preocupar a su familia.
Además de este hecho, Salgado contó que vivió algunas dificultades para disfrutar de otro de los galardones del reality: la beca de actuación, esto debido a que dicha oportunidad educativa no cubría los gastos de su hospedaje en Bogotá.
Luego de su breve paso por la telenovela ‘Casa de reinas’ y la terminación de su contrato con RCN asegura que no recibió oportunidades para conseguir un trabajo fijo.
Actualmente Salgado en el marco de situaciones que rodeó su victoria en el programa televisivo regresó a su ciudad, a dedicarse a la actividad primaria que durante años ha sido labor familiar, como pudo verse en las pantalla de La Red Caracol.


Emma Stone / Mi personaje representa el corazón de Peter Parker

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Emma Stone

Emma Stone: 

"Mi personaje representa el corazón de Peter Parker"

El estreno de The Amazing Spider-Man 2 es la enésima prueba de un talento todoterreno, cum laude en cine de acción, drama y comedia.


Las jóvenes actrices suelen citar a Meryl Streep como ejemplo de su carrera ideal. Emma Stone no. Lo suyo son las comediantas de siempre, las que estudiaba en VHS durante su infancia en Arizona. Al llegar a la adolescencia, convenció a sus padres (se dice que con un Power Point) para que la dejaran trasladarse a Los Ángeles. Por suerte, la industria supo apreciar a esta criatura atípica, una pelirroja de voz rasposa y superdotada para el humor, quien, desde hace unos años, juega en la primera línea con franquicia de superhéroes incluida –que comparte con su pareja en la vida real, Andrew Garfield, y cuya secuela, The Amazing Spider-Man 2, se estrena el 17 de abril–.
Su personaje, Gwen Stacy, es la chica del héroe. ¿Cómo consigue darle entidad?
No la veo como una compinche. Creo que ella representa el corazón de Peter Parker y realza su lado más heroico. Gwen se pone en peligro más de lo que él desearía y, claro, se lanza a las cosas…
Todos los fans de la saga saben que morirá ante su amado. Sin ánimo de buscar el spoiler, ese tema sobrevuela la cinta desde que se anunció.
De hecho, ¡esa es «la cuestión»! La de Peter y Gwen es una de las grandes historias jamás contadas en un cómic, y todos las personas saben que ese momento tiene que llegar.
Spider Man
¿Cómo se ha sentido en ese mundo de los fanboys? Ya es una experta en foros como Comic-Con.
Me siento muy bienvenida. Son mis fans favoritos, los más pasionales y dedicados a la causa. Es muy cool experimentar ese universo. Aprecio que no permitan que traiciones su historia.
Cuando le preguntan por sus actrices favoritas, cita grandes comediantas como Gilda Radner –una estrella del Saturday Night Live de los 70– o Molly Shannon. 
También me encantan Carole Lombard, Judy Holliday y, de ahora, Kristen Wiig. Por suerte, cada vez hay más mujeres en la comedia, como Amy Poehler, que son genuina y verdaderamente graciosas.
¿Y por qué sigue costando que premios como los Oscar reconozcan los papeles de comedia?
¡No lo sé! Pregúntele a ellos. Han nominado algunos, pero no los suficientes. Tiene razón.
¿Veremos más su lado cómico a partir de ahora? ¿En la película que ha hecho con Cameron Crowe y Bradley Cooper, por ejemplo?
Sí, eso me temo. Mis últimos personajes tiran más por ahí y eso me hace feliz. Ese filme (aún sin título) es de Cameron Crowe, así que el guión es precioso y hará llorar. Es una historia complicada e interesante, que pasa en un aeropuerto de Hawái. Y trabajar con Bradley fue fantástico.
Con usted hubo la sensación de que todo le pasó muy rápido, que saltó a la fama y de pronto ya estaba nominada a los Oscar.
Se percibe, pero no fue así. Llegué a Los Ángeles con solo 16 años, hice varias temporadas de pilotos, que es una experiencia interesante pero muy dura. Aquello fue bastante salvaje, aunque todavía era joven.
Emma Stone
Ahora convive con consecuencias de la fama como los paparazis. En una ocasión, usted y Andrew Garfield aprovecharon que estaban acechándoles para salir con pancartas, promocionando varias ONG. 
Me alegro mucho de haberlo hecho. Es muy raro convivir con paparazis, pero estoy bastante acostumbrada. Por suerte, últimamente he estado rodando en Francia (a las órdenes de Woody Allen) y en Hawái y he podido vivir sin sus cámaras alrededor durante mucho tiempo. Ha sido algo muy liberador.
Otra consecuencia de la fama es convertirse en un icono de estilo. ¿Se divierte con la moda? 
Sí, todavía. La alfombra roja es como un juego: te pones cosas que nunca volverás a llevar. Y, con el día a día, me he vuelto más curiosa y creativa; pero tampoco pienso mucho en ello.
El mundo de la moda casi se paraliza cuando se puso aquel Lanvin en los Globos de Oro de 2012. 
Oh, me encanta ese vestido. Alber Elbaz es una de mis personas preferidas y quien me mostró el arte que hay detrás de la costura. Creo que la primera vez que llevé uno de sus modelos fue en los Bafta de 2010. Después fuimos juntos al Met Ball. Aquel vestido era fantástico.
Recientemente, Cate Blanchett reprendió a un reportero por preguntarle por su look, por no hacer lo mismo con los actores hombres. ¿Se presta demasiada atención a lo que llevan las actrices?
Me encantó que lo hiciera. También porque ella sabe ponerse las cosas más interesantes y creativas. Es, seguramente, la persona que más curiosidad tengo por ver en estos eventos, hace elecciones de estilo singulares y es una mujer fuerte, alucinante. Me llamó la atención que dijera eso. Es una de las diferencias de trato que existen entre ambos sexos, pero es peor cuando se inventan rencillas entre actrices, algo que no hacen tanto con los actores. Hay muchas cosas graves en términos de cómo se trata y se percibe a las mujeres. Siempre ha sido así. Por suerte, ahora tenemos la oportunidad de cambiarlas.


María Félix / Iba como un cuchillo, desafiando al aire

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María Félix
María Félix
BIOGRAFÍA
"IBA COMO UN CUCHILLO, 
DESAFIANDO AL AIRE"

Entrevista inédita a Mária Félix; lo que nos
reveló cuatro años antes de morir

Por Mario de la Rosa 
Revista Quien No. 312
Martes 08 de abril de 2014 a las 16:00
En la pasada edición de la revista Quién publicamos una entrevista en la que, entre otras cosas, la cuestionamos sobre su sentir al respecto de las leyendas: "Leyenda es la que ya se murió", contestó.

maria felix
María Félix (Foto: Getty Images)


LA DOÑA POR SÍ MISMA
Este 8 de abril se cumplen 100 años del nacimiento de María Félix, y 12 de su muerte, el día de su cumpleaños 88. Para celebrarla, publicamos esta entrevista inédita que revela una faceta poco frecuente de La Doña: la de la mujer abajo del pedestal.

La diva más grande que ha producido el cine en México ya tenía 84 años la mañana de 1998 en la que se hizo esta entrevista. Le faltaban cuatro para morir, pero aún iba y venía con garbo y altanería. O como diría Pita Amor: "iba como un cuchillo, desafiando al aire".

Iba de negro: pantalón, blusa, chalina y zapatos de piso. Lo único refulgente eran las piedras de sus anillos, sus aretes, su peineta de carey y la cascada de su pelo.

María Félix visitaba una exposición de fotos de divas mexicanas en el antiguo Palacio de Lecumberri. La suerte, el tumulto y la vorágine causada por quienes querían llevarse impregnado algo de su aroma me situó codo con codo junto a La Doña. Caminé de su brazo como uno de los muchos amores que habrá tenido María Bonita, María del alma, pero haciéndole preguntas en vez de halagos.

El Premio Nobel de Literatura mexicano Octavio Paz, que nació hace 100 años igual que ella, decía de María que había nacido dos veces: "sus padres la engendraron y después ella se inventó a sí misma". Estas respuestas revelan algo del antes y del después.



María Félix
María en el París de 1990, en una venta de muebles de su colección Napoleón III. (Foto: Foto publicada en la revista Quién edición 312.)

VIDA DE DIVA

¿Ha sido fácil su vida de estrella, María?

Es muy duro estar frente al público, a veces estás consentida, pero es parte de todo. En cada película yo quería aprender, ser mejor, porque soy una improvisada. Me apuré a aprender porque vi que tenía mucho éxito. Yo nunca estuve en escuelas de arte dramático ni nada, aprendí al paso de la vida, lo que me enseñaban mis papeles, mis roles, la gente buena que trabajó conmigo. Por ejemplo, yo no sabía hablar francés, pero aprendí para trabajar.

Oiga María bonita, ¿en la vida basta con ser bonita?

Bonita, bonitilla nada más no, no, no basta, necesita uno saber caminar, estar siempre limpia, creo yo que es lo más importante, ir con el dentista, hacer gimnasia para ponerse siempre en forma, hay muchas cosas para ser bonita, no nada más la nariz

¿Alguna vez recibió propuestas indecorosas de un director?

Yo nunca tuve que estar con las patas pa' arriba para trabajar, nunca me dediqué a eso, nunca me tuve que ir con un hombre para tener trabajo, jamás, ni por dinero ni por trabajo.


María Félix
Se dice que estuvo casada con Agustín Lara de 1945 a 1948, pero no hay documentos. (Foto: Foto publicada en la revista Quién edición 312.)

¿Cómo se llega a ser la Doña?

Algo fregona tiene una que ser para que le digan así. Estoy acostumbrada a serlo, mi lorito en mi casa me dice La Doña.

¿Y para ser como María Félix?

Estudiar, estudiar y aprender un oficio.

¿Creyó en su juventud que un día iba a provocar lo que provoca, ser una diva, ser la Doña?

No, nunca. Nunca creí que algún día provocaría lo que hoy provoco. Ser la Doña es como un sueño.

LOS AMORES

¿Se quedó con ganas de tener un romance con alguien, María?

No, todos se me dieron muy bien. Hay algunos que no me convenían, unos por feos, otros porque estaban muy pobres y a mí no me gusta andar pidiendo medias, a mí me gusta tener una gente que trabaje, que se gane su vida, como yo. Siempre he sido independiente, rechacé casarme con algunos para poder ser independiente y hacer lo que yo quisiera. Yo soy liberal porque siempre hago lo que quiero.

Maria
Alex Berger fue su marido de 1956 a 1974, cuendo él murió y ella enviudó por segunda vez. (Foto: Foto publicada en la revista Quién edición 312.)

¿Qué veía usted en los hombres que escogía para quererlos?

¡Debían de tener algo para que me fijara yo en ellos!

¿Qué era?

¿Puedo decir la palabra "pendejo", que es tan bonita? Bueno, pues ese tipo de cosas no divierte. He procurado tener siempre gente inteligente cerca de mí. A mí el amor se me dio muy bien, para qué voy a negarlo, siempre estoy acompañada por alguien que me ama y eso es bastante bonito porque te hace la vida, ¿no?

¿Alguna vez le disputó un hombre a otra mujer?

¿Yo pelearme por un señor? ¡No! Ellos sí por mí; pero yo por ellos no.

¿Algún hombre la hizo llorar?


En el cine sí.

Maria
El pintor Antoine Tzapoff fue su última pareja sentimental. (Foto: Foto publicada en la revista Quién edición 312.)

¿Y en la realidad?

No, he tenido mucha suerte porque me han querido mucho, he tenido mucho amor, me lo han dado mucho y la verdad es que yo nunca he llorado por un hombre porque desde el momento en que no me quiere él, ya no lo quiero yo.

Diosa, ¿se arrodilló ante algún hombre?

Me he arrodillado en la iglesia; pero ante un señor todavía no.

¿Es usted feminista?

Soy feminista en el sentido de que quiero que la mujer progrese, no de que la mujer se quiera parecer al hombre.  Y a las mujeres no les va a gustar esto que voy a decir, pero para que un hombre pueda saber cómo es la mujer de su casa necesita probar otras. También la mujer, no nada más el hombre, la cosa debe ser pareja.

EL CINE

¿Por qué se retiró del cine?

Me retiré porque tenía 87 caballos pura sangre que dirigir y que poner en valor, por eso me quité de hacer películas.

Hay algún personaje que hubiera querido interpretar?

No me acuerdo. Me gustó mucho hacer prostitutas, porque hacer prostitutas, que es un oficio muy difícil, pues hacerlo así de mentiritas es muy interesante.


Maria
Enrique Álvarez Félix fue su único hijo, y murió seis años antes que ella, en 1996. (Foto: Foto publicada en la revista Quién edición 312.)

¿Cree que el cine mexicano sigue produciendo estrellas comparables a las de antaño?

No... pero, bueno... ¡yo valgo por 50!

En una película de su vida ¿quienes serían sus coprotagonistas?

Digamos que el Músico Poeta fue muy importante en mi vida, muy importante. En el lugar donde esté, me pongo de pie cuando alguien pronuncia el nombre de Agustín Lara porque le he tenido un respeto y una admiración sin límites. También me pongo de pie con Carlos Gardel. En fin, me pongo de pie con la gente que reconozco, ¡claro que no todo el tiempo, porque estaría yo de pie todo el día!

¿Se considera usted una leyenda?

Leyenda es la que ya se murió, yo todavía sigo aquí. Tal vez (decir que es una leyenda) es un homenaje a las tantas veces que se pronunció el nombre de México fuera de aquí, gracias a mí.

LAS JOYAS Y LAS RIVALES

Se ha dicho que usted admiraba mucho las joyas de Dolores del Río, ¿es así?

Dolores del Río no tenía joyas: eran joyitas. No es que la esté criticando, cada quien tiene lo que tiene y yo he tenido por privilegio joyas muy, pero muy buenas, pues también mi talacha me daba mucho dinero y me las compraba.

¿Las joyas le dan realce a la belleza?

La afición por las joyas se debe primero a que tienes con qué comprarlas, porque si no es un complejo. Ya no se puede salir como antes con unos diamantes porque no sabes qué te puede pasar; pero siempre una mujer necesita un poco de cosas de estas, el oro da luz.

¿Conoce a alguna otra mujer que haya logrado situarse a su altura de diva?

Yo no la conozco, mi trabajo no tenía rivales. No sé, a mí me ha ido siempre tan bien en todo. Yo creo que nunca tuve competencia real.

 Yo he tenido siempre mucho valor, no he sido timorata ni tímida. Para muchas cosas sí, pero no en el trabajo ni en mis amores.

 Dolores del Río no tenía joyas... eran joyitas





Waldemar Verdugo Fuentes / María Félix es una fiesta

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María Félix es una fiesta
BIOGRAFÍA
Por Waldemar Verdugo Fuentes
Vogue, México (1983) y Caras, Chile (1990) 

La más alta estrella del cine latinoamericano, es mucho más que su legendaria belleza. Nació en 1915; surgida en la época de oro del cine mexicano, cuando a los 27 años hizo su primera película, se impuso de un golpe. Hasta su aparición, de una manera u otra, la mujer en el cine latinoamericano estuvo siempre ligada a la violencia sexual, tanto en su papel de madre, dócil y desgraciada, como en el de heroína seducida y trágica o en el de cabaretera, inminentemente caída. María Félix surge, entonces, en 1942, un confuso período histórico. Encarna el surgimiento de “Doña Bárbara” en la epopeya de una mujer para salvar su honor en una llanura de la América profunda. Con ella se produce una metamorfosis al encarnar a la mujer que no pide perdón, que jamás se humilla, que con sólo alzar la ceja izquierda (su marca) arranca todo a la sociedad machista y paternalista por excelencia. En el continente latino de entonces, succionado por dictaduras y graves desórdenes, en que la mujer en el cine estaba condenada al mayor o menor brillo de su cuerpo, surge esta guerrillera, la generala, la bandida, la soldadera que decide con el hombre mano a mano en el campo de batalla, que participa no sólo en la autonomía y creación de sí misma, sino también en la evidencia de una voluntad que puede tocar la filosofía, la guerra y el amor. Se ha casado cuatro veces: primero con uno de los integrantes del conjunto musical Trío Calaveras, Raúl Álvarez, con quien tuvo su único hijo (Enrique). Luego, su matrimonio con el actor Jorge Negrete marcó una época. Al enviudar reincidió con el músico Agustín Lara, quien de regalo de bodas le dio un piano blanco y su canción "María Bonita". Divorciada, se unió finalmente al magnate francés Alex Bergier ("no me gusta hablar de dinero, pero Alex al morir me legó caballos de tres millones de dólares"). Casi setenta años y mantiene intacto su brillo.

La estrella mexicana María Félix mantiene dos hogares: uno en la Ciudad de México y otro en París (donde tiene todas las noches una mesa reservada en Maxim’s, que sólo ocasionalmente ocupa). Entre uno y otro viaje, cuando regresa a México no permite que en Aduana revisen su equipaje ("¿por qué voy a permitir que revisen mi equipaje, si al Presidente no lo revisan?. Los políticos son fácilmente reemplazables. Yo no.") Ha sido la única actriz latina que rechazó sistemáticamente trabajar en la "fábrica" de películas de Hollywood.




-Cierta vez me llamó el productor de Elvis Presley. Dijo que el cantante deseaba que yo hiciera de madre de él en una de sus cintas. Me enviaron el guión y, cuando lo leí, vi que debía hacer de india norteamericana. Así es que les devolví el guión con una nota que decía: "Nací en el barrio de La Colorada en la ciudad de Alamos, Sonora, y mi padre, de nombre Bernardo Félix, es hijo de una severa dama india Yaqui. Por lo tanto soy india Yaqui, como mis mayores paternos. Si Elvis lo desea, cambie el guión y anúncielo como indio Yaqui, que en nada desmerecen ante los Sioux. Por supuesto, deberá ser la filmación en México". Gentilmente me respondieron que lo pensara. Yo lo pensé y me dije que si iba a hacer de india, debía ser de india de este lado del río, porque la fuerza y tenacidad del indio latinoamericano no puede ser calcada. Por lo tanto, rechacé el guión”.




Aceptó, sólo en contadas ocasiones, ser dirigida por europeos (Luis Buñuel, Richard Pottier, Yves Ciampi, Jean Renoir...), pero su imagen se la entregó a los directores latinos (filmó con directores de México, Argentina, Chile...) Y, digámoslo, ese fue su acierto: confiarse a nuestros talentos, con guiones, hasta donde le fue posible, basados en la literatura latinoamericana (a partir de "Doña Bárbara" del escritor de Venezuela Rómulo Gallegos). Este hecho consolidó definitivamente su prestigio. Así, a pesar de que fue mal tratada por la crítica en sus inicios, a figuras como María Félix se debe la ganada universalidad del cine que se hace en Latinoamérica. Es cierto que en un principio la impuso su belleza (en las matinés de antaño se la anunciaba como "la más conocida de las bellas, la más bella de las conocidas"), más, luego, su talento lo demostró sin duda posible. ¿Qué trajo al cine su trabajo? Algo poco conocido: cierto misterio atmosférico, un tono de verdad, de respiración auténtica de su protagonista. Tiene ese instinto, ese no-sé-qué no aprendido en escuelas de actuación; ella en su trabajo sabe detenerse, llega al límite de actuación, allí donde un gesto de más y empiezan los territorios de lo vulgar; no cae nunca en ello. El caso es que el público la aceptó de inmediato. Y, justamente, de su relación con el público, de sus cintas y algo de su vida, es que conversamos con María en su mansión de la Ciudad de México. Le comento que la crítica latinoamericana sólo la aceptó una vez que lo hizo Francia, cuando los cineastas del llamado "cine de autor", como Truffaut y Godard, se rinden ante ella desde las páginas de la revista "Cahier du Cinema". Dice:

-En mis comienzos me tuvo sin cuidado la crítica. Ahora menos, así es que no puedo comentarte lo que decían de mí. Eso está en las revistas, en algunos libros. A los críticos sólo les diría que alguna vez en sus vidas se paren ante una cámara, y luego se vean. Nada más. En lo que a mí respecta, a lo pasado, pisado. Tu puedes preguntarme y yo te responderé, pero solo responderé aquello que yo quiera. Ahora, ¡pregunta!

Sus ojos negros enormes me observan fijamente. Siento mi cuerpo incómodamente quieto, transparente. La observo vencido, sé que esto es obra de ella. El lector ubíquese frente a una mujer sobre cuyos hombres reposa un pilar del cine latinoamericano, que lleva el mismo collar de esmeraldas verdes que Maximiliano hizo tallar para la emperatriz Carlota, y en uno de sus anillos diseñados para ella por Harry Winston reposa un diamante de sesenta kilates. Físicamente, en su presencia uno olvida cuál es su edad verdadera, de tan hermosa que es. Es verdad lo que afirma Octavio Paz: “María no es bonita, es hermosa”. Su hermosura es cercana, no es producida; a su edad aún se aprecia al instante, es algo que se acepta inmediatamente después de conocerla. Es su carta abierta que nos gana el juego de inmediato. Se aparece en una entrada enérgica, atrevida y segura, todo enmarcado por una mirada suspendida entre la aceptación y rechazo eventual, son sus armas. La veo entera, vencedora. Todo en ella es un reto para el hombre. Con un seguro movimiento de sus piernas se acurruca en sí misma, se envuelve, acomodada sobre una piel de visón bordada en China. Sonríe y enciende un cigarrillo negro. Le pregunto: "¿Es usted feliz?". Y cambia la cara en un instante, y creo que también el alma, porque refleja como luz la humedad de sus ojos. Se hace tersa y gentil, aunque en ella la gentileza es una forma de soberanía. Responde:

-Creo que hay heridas definitivas en la vida. Nunca seremos completamente felices. Mira esa cabeza de bronce, es de cuando yo tenía 20 años, es una escultura y es más bella que yo. Mira la pátina, parece que llora en las mejillas. Por eso es más bella: yo no lloro jamás. Aunque he sufrido... ¡bah! ¡no! "sufrir" es una palabra severa. ¿Sufrir? ¡No he sufrido en verdad! ¡No! He tenido salud, riqueza, amor, ¿qué más? Tal vez hubiera sido bueno llorar un poco, tal vez es bueno llorar un poco... aunque yo no lamento nada que no haya hecho, porque he hecho en mi vida lo que me ha dado la gana. Durante mi vida he sido acusada de muchas cosas; lo único cierto es que he sido una mujer con temple de acero. No he titubeado en luchar por lo que creí conocer. Aunque siempre he dado más de lo que he recibido. Nada se me dio gratis.

-¿Cómo siente usted la relación entre el artista y el pueblo?

-El arte jamás debe ser popular. Es el público el que tiene la responsabilidad de hacerse artista, para entender, como en un reflejo, y rescatar el arte cuando existe. El artista crea, lo creado luego no le pertenece: pasa a ser patrimonio de quien lo entiende, que ojalá fuesen todos. El artista crea y ahí acaba su responsabilidad, porque lo creado pasa a ser patrimonio y, por lo tanto, responsabilidad del pueblo. Aunque actualmente lo más antiartístico no es la indiferencia del público por aquello admitidamente bello, sino la indiferencia del artista por aquello también supuestamente feo. Para un artista nada debe ser feo o bello; el artista nada tiene que ver con la realidad del objeto sino sólo con su apariencia, y las apariencias son nada más que cosa de luz o sombra, de oposición y colores.

-¿Cómo ha sido su relación con el público?

-Excelente. Si yo no hubiera sido aceptada por el público desde mi primera película, ahora no sería quien soy. Así lo entiendo y, por lo mismo, siempre traté de dar lo mejor de mí misma en cada papel. Siempre luchando por lo mejor para satisfacer al público que me apoyó siempre.

-¿Por qué dejó de filmar?

-Por falta de buenos guiones. Dejé de filmar cuando vi que no podía dar al público algo mejor de lo que había dado. El trabajo de una actriz es durísimo; levantarse al amanecer para contar con la mejor luz del día; mantenerse físicamente adecuada; sacrificar la vida privada... a cualquiera que viva entre las candilejas como yo lo he hecho desde que comencé, le resulta difícil tener vida privada, porque el público se considera, en parte con justicia, autor del triunfo y la fortuna de una actriz, y supone por tanto que ésta le pertenece. Asuntos personales, particularmente los de índole sentimental, que una persona no envuelta en el torbellino de la publicidad puede ocultar y olvidar, son magnificados hasta adquirir dimensiones de escándalo; y cualquiera que sea la verdadera conducta de la estrella cinematográfica, la prensa y el público aportan su propia creencia, inventando anécdotas que nunca sucedieron... el público y la prensa parecen decir: "Muy bien, muchacha, te hemos colmado de halagos, fama y dinero, y ahora tendrás que pagar el precio".

-¿Y usted ha pagado el precio de su fama?

-¿Que si lo he pagado? ¡Vaya que sí lo he pagado! Por supuesto que, como todo en la vida, al comienzo no fue fácil, pero después me acostumbré. Digamos que el público ha hecho lo suyo y yo he hecho lo mío. ¿No es suficiente?. Siempre he creído también que la relación entre una actriz y su público es una forma de amor. Así he podido aprender que todo amor, hasta el más puro, entraña algún sacrificio, cierta entrega del propio ser. En este sentido, por supuesto, el público me ha entregado mucho, pero mucho más de lo que yo he podido entregar. Mi relación con el público es una relación amorosa que ha durado más allá de lo que me pude imaginar, y para comprobarlo me basta con salir a la puerta de mi casa.

-Usted ha hablado de amor, ¿cómo la ha tratado en su vida?

-Mi vida ha sido un eterno amar. Y cuando hablo de amor, como te habrás dado cuenta, no me refiero exclusivamente a la pasión física, carnal, sino también a ese sentimiento que es puro espíritu, que acerca a toda criatura humana a sus padres, a sus hijos, a sus semejantes. También me refiero al amor que inspiran las bellezas naturales, la bondad de Dios, de la vida misma. El amor desnudo de toda vestidura carnal es, a mi juicio, la esencia suprema de la existencia.

-¿Cómo conoció usted a Jorge Negrete?

-¡Ay hombre! ¡Tú quieres saberlo todo!

-¿Usted lo conocía antes de filmar con él?

-Así es. Lo conocí en Guadalajara. Yo debo haber tenido unos catorce o quince años... a los 13 años decían que yo era una chica guapísima; había sido elegida reina de los estudiantes de Guadalajara. Ese año usé mis primeras medias largas y zapatos de tacón alto. Jorge había ido a trabajar a Guadalajara y estaba filmando unas escenas al aire libre. Fui con unas amigas a verlo y, cuando concluyó una escena, se acercó donde yo estaba y me dijo: "Señorita, ¿le gustaría hacer cine?". Yo me molesté que me hablara, aunque fuera un astro, porque era para mí un extraño. Y con mi pensamiento provinciano, le respondí: "No me hable: soy casada". El replicó: "No importa chula. No soy celoso". Abochornada, me alejé rápidamente. Así lo conocí. No nos volvimos a ver hasta muchos años después, cuando me contrataron para filmar con él mi primera película. Cuando nos encontramos, él no recordaba, por supuesto, en lo más mínimo nuestro primer encuentro. Y yo no hice nada para recordárselo.

-¿Fue cuando filmaron "El Peñón de las Animas"?

-Así es. Yo había llegado a la Ciudad de México absolutamente sola. Me había separado y me habían quitado a mi hijo. Por eso decidí trabajar mucho para juntar dinero y recuperar a mi hijo. Nada más guió los comienzos de mi carrera. Y no me preguntes absolutamente nada más de esto, porque no pienso responderte.

-Está bien. Entonces, ¿cómo transcurrió la filmación?

-Fue un tormento. Porque él era un astro y yo una desconocida. No me sentía segura porque era una novicia, pero estaba dispuesta a que nadie se diera cuenta de mi nerviosismo. Sí estaba orgullosa, porque no todas las actrices inician su carrera filmando como coprotagonista del astro de moda. Aunque yo estaba dispuesta a no demostrar nada, porque, ya entonces, sabía que la mujer sumisa es tratada a patadas. Cuando llegó el día que se firmaron los contratos, y nos encontramos con Jorge frente a frente, lo primero que me dijo fue: "Hablando a lo macho, no pienso servir de escalón a muchachas inexpertas que quieren hacer su carrera en el cine a mi amparo". Yo repliqué: "Señor Negrete, hablando a lo hembra, admito que usted es muy bueno como cantante, pero como actor es malísimo. A ver si ahora aprende algo". Firmé de inmediato, me di media vuelta y me fui. Por supuesto que yo no sabía nada de actuación, ¿qué podía enseñarle? Yo de él aprendí mucho. Pero entonces él debe haberme creído porque firmó también.

-Se dice que durante la filmación tuvieron constantes peleas.

-Oh sí. Transcurrió con muchos disgustos. Movida por mi orgullo de india, asumí una actitud arrogante que, confieso, no se avenía con mi posición de novicia. Insistí en que mi vestuario fuera de lo mejor, cosa que ninguna artista mexicana había exigido antes. Consideré que la ropa que me habían diseñado era horrorosa, por lo que fui a la oficina del director y le dije: "Quiero vestidos de seda". Miguel Zacarías me respondió, con toda razón, que mi papel era de campesina, y que las campesinas no usaban vestidos de seda. "No importa", insistí, "la ropa corriente es ropa corriente, y yo no quiero nada corriente para mi primera película". Y salí de la oficina con aire majestuoso, pero pensando para mi adentro: "Como éste se enoje, no sé qué voy a hacer. Quizás aquí concluya mi breve carrera en el cine". Y me encerré en mi camerino. Sufrí como una hora, hasta que se presentó el jefe de producción con una tarjeta en la mano: "Tome María. Vaya y compre la ropa que quiera". Yo aún ni sabía los diálogos de memoria, pero había ganado la primera batalla: mi vestuario sería de lo mejor.

-¿Cómo iniciaron el rodaje?

-De inmediato tuvimos problemas con Jorge. Cuando llegó nuestra primera escena juntos, me presenté en el set muy acicalada, llena de ilusiones, y al pasar junto a Negrete, éste me dijo: "Bueno, changa, vamos a trabajar". Por supuesto que yo no me sentía una mona y me puse furiosa. Le advertí: "Me llamo María de los Angeles. Si le molesta llamarme por mi nombre, no me nombre de ninguna manera... chango". El no dijo nada, pero ya no tuvo ningún gesto amable conmigo. Cierto día me dieron un látigo para usarlo en escena contra él, y yo le asesté latigazos de verdad: "Ahora tendrá razones para molestarme", le susurré. Así lo excusé después cada vez que me molestó, pero ya nada dije porque yo le había dado latigazos que no fueron ficticios.

-¿Cómo terminaron la cinta?

-A pesar de los contratiempos, terminó todo bien, en un ambiente cordial; y todos, el director, los técnicos y el resto del elenco firmaron mi guión, según se acostumbra en el debut de una actriz. Todos firmaron, excepto Jorge. Cuando años después me pidió que nos casáramos, yo lo acepté de inmediato. ¿Cómo no iba a hacerlo? Era un hombre bellísimo. Y un gran actor del que aprendí mucho. Tuvimos una buena relación, muy sana, hasta el desafortunado accidente que le costó la vida y nos separó para siempre. Siento no haberle dado un hijo.

-Su segunda película fue "María Eugenia".

-Que no tuvo éxito porque el argumento era malísimo. Yo acepté filmarla porque me pagaron bien y porque quería aprender.

-Luego hizo "Doña Bárbara", que sí fue un éxito.

-Con un guión estupendo, basado en la novela de don Rómulo Gallegos. Creo que antes que nada fue una buena película por ese guión tan bueno. Vale la pena contar cómo obtuve el papel. Desde niña suelo leer mucho, especialmente escritores latinoamericanos y franceses. Yo había leído la novela, pero nunca me imaginé que iba a tener el honor de hacerla en cine. Cuando los dirigentes de "Clasa Films" vieron "El Peñón de las ánimas" se entusiasmaron, y me contrataron para trabajar con su productora en varias películas, sin indicar cuáles ni en qué papeles. Por aquel entonces adquirieron los derechos de "Doña Bárbara" y se disponían a filmarla, con una actriz conocida que habían contratado para el papel principal. Yo sentí que no me eligieran porque, en verdad, la novela me había parecido excelente. Así, cuando don Rómulo Gallegos vino a México, pensé que, por lo menos, debía conocerlo. Y acepté ir a un banquete que en su honor y el de los intérpretes le dio la productora. El día del banquete me levanté tarde, y como ya no disponía de tiempo para peinarme, llegué al restaurante con el pelo suelo, sólo estirado en un chongo, según había visto que describía el autor en su novela a "Doña Bárbara". Fue todo casual. Pero, tan pronto entré al restaurante, don Rómulo, que era una excelente persona, me vio, me observó con atención y exclamó: "¡Esta es "mi" Doña Bárbara!". Por supuesto, me dieron el papel.

-Anímicamente, ¿cuál considera usted una cualidad importante en alguien dedicado al cine?

-Es fundamental aprender el poder que tiene la imaginación, la fuerza de imaginar, que sin dudas es una cualidad anímica. Sabiendo imaginarse cosas se aprende a no contentarse con la primera imagen, con aquello que primero nos ofrecen las circunstancias, casuales o premeditadas. No se trata de imaginar que lo imaginado es siempre mejor que la realidad, sino de aceptar que ambas cosas, imaginación y realidad, son diferentes y válidas para trabajarlas como elementos cinematográficos. Manejar cada una es sólo un problema de voluntad, de fuerza, para que no se dispersen y pierdan los elementos cinematográficos. Manejar cada uno es no cortar el hilo lógico del acontecimiento. Yo te hablo como actriz. Por lo menos, nunca podría interpretar bien un papel si antes no lo he imaginado bien, si antes no he jugado con las diversas posibilidades de expresarlo. El uso de nuestra imaginación es lo que nos da la originalidad. Sabemos que una mujer original no es aquella que no imita a nadie, sino aquella a la que nadie puede imitar. Ser inimitable, no te quepa duda, es una cuestión de imaginación, nada más.

-Que usted es inimitable, nadie lo duda. También se dice que es usted altanera, que está en permanente estado de sitio.

-¿Que soy altanera? ¿Me preguntas si yo soy altanera?... Espera... déjame responder... no sé cómo te atreves a preguntarme algo así, un mexicano no lo haría... espera un segundo... ¡muera la provincia espiritual desde luego! La mujer es un ser acosado sin tregua por los hombres, y sólo de su altivez dependerá que el acoso sea para su bien y no para su aniquilación. Mira, en general yo siempre he tenido buena disposición hacia las personas. Jamás he rechazado a priori a nadie. La gente se me ha ido quedando atrás, eso es todo.

-Usted afirma que una mujer es un ser acosado por los hombres. ¿De qué otra manera definiría a una mujer?

-Una mujer es algo único. Los hombres se parecen en muchas cosas. Los hombres son suaves cuando una menos lo espera, le dan importancia a muchas cosas que carecen de sentido; duermen en el momento más bello del amor y, por supuesto, nunca llegan a comprender lo que las mujeres pensamos. Claro que ahora las cosas han cambiado bastante: las mujeres hemos aprendido a ser menos abnegadas; ya no agradecemos las humillaciones... en nuestros países latinoamericanos, antes, lo normal era ver a la mujer humillada, pero ya no somos más tontas. Hemos aprendido a golpes. Claro que es necesario que la mujer no sólo sea inteligente, sino que además debe parecerlo. Desde un punto de vista más universal, a mí me pareció siempre que la mujer merece todo lo que merece el hombre, y algo más. Ahora, si quieres una definición exacta de la mujer, me estás pidiendo que responda algo que nadie puede responderte, siendo yo ¡muy mujer!. Basta mirarme para darse cuenta, ¿no te parece?. Una mujer es algo muy complicado y difícil... es un laberinto en el cual cualquiera puede perderse fácilmente, inclusive otra mujer.

-En sus películas, ¿usted nunca se desnudó?

-¡Por supuesto que no! ¡Cómo te atreves a preguntármelo!

-No se enoje María. Se dice que en su clásico baño de espumas que hizo para el cine francés, o aquella toma memorable suya donde aparece desnuda de espaldas, es posible que existieran tomas más completas.

-De mis películas, de cada una de ellas, no existe nada más de lo que se ve. Había escuchado ese comentario antes. Es falso. Jean Renoir, Richard Pottier, Yves Ciampi... que me dirigieron en Francia, además de ser mis amigos eran unos caballeros y no se hubieran atrevido a pedirme que mostrara más de lo que yo quería mostrar, que es lo que se ve: justo hasta donde acaba mi espalda.

-¿Por qué nunca hizo un desnudo?

-Sólo te voy a responder porque difícilmente tengo oportunidad de hablar de estas cosas, porque nadie se atreve a hacerme estas preguntas. Normalmente me preguntan un montón de tonterías. Nunca hice un desnudo en el cine porque yo no recuerdo a nadie que me haya pedido, que se haya atrevido a pedirme algo que fuera en contra de mi dignidad. Y aquello que yo no recuerdo, no existe.

-O sea que para usted ¿el desnudo en el cine es indigno?

-¡Por supuesto! Eso de rebajar a la mujer a un objeto del deseo me parece una idea repugnante. No sólo es humillante para una mujer, también lo es para un hombre. Pero, en especial, a la mujer bastante se la ha subestimado en el cine.

-Entonces, ¿para usted no existe un rol que justifique el desnudo cinematográfico?

-Para mí no existe.

-¿Usted considera que no es válido?

-Raramente lo es.

-¿Cuándo es válido?

-Es válido cuando cumple perfectas reglas estéticas y de buen gusto, respaldado por reglas morales, que todos sabemos cuáles son. Lo malo es la actitud ordinaria, que es la usual en el caso. Lo malo es la actitud vulgar, la ausencia de toda conciencia de lo que es el cuerpo humano, del respeto que le debemos. Lo atroz es ese asesinato del misterio de la mujer, que conduce, se quiera o no, a la pederastia masculina. Yo creo que la mujer que deja mucho ver también deja mucho que desear.

-¿Usted recuerda algún desnudo en el cine que cumpla con estos requisitos que enumera?

-No. No recuerdo ninguno. ¡Y vaya que si he visto cine!. Yo creo que las mujeres que se desnudan por oficio no piensan, o piensan muy poco. ¿Qué queda para una mujer que no guarda nada para los momentos del milagro?. El desnudo en el cine es una simple impudicia, es aburrido e inútil, y sólo degrada al ser humano de modo profundamente imbécil. La mujer que se presta a ello se despoja de su mujerío, de su privilegio, se transforma en un animal que a mí me da vergüenza. Es cierto que dejo algunas escenas como el baño de tina, porque ¡ni modo que me iba a bañar vestida!. Pero si ves la cinta, sólo verás espuma. Los franceses me convencieron para que mostrara mi espalda, pero nada, nada más. Yo nunca me desnudé porque nunca hubo un rol que lo justificara, y no creo que exista ese rol para ninguna actriz. No es una mojigatería. Es un punto de vista. Bueno, ahora tú respóndeme algo: ¿crees que tienen razón cuando dicen que soy altanera?

-No, Doña. Creo que son temores sin fundamento.

-Muy bien. Entonces hemos terminado de conversar. Tú has venido a preguntarme, y yo te he respondido. Ahora terminamos la entrevista. Todo tiene su momento. Las cosas suceden en la vida porque tienen que suceder. Ahora, haremos las fotos porque te dije que las haríamos, ¿qué te parece si elegimos la ropa? He seleccionado algo de lo que me han confeccionado Hermès, Dior... ¿o les parece hacer primero unas fotos con lo que traigo puesto?

-Se harán las fotos como usted desea. Gracias.


María Félix / La leyenda

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María Félix, 1956
Fotografía de Philippe Halsman

María Félix, la leyenda


Decidida, seductora y temperamental. Encandiló a Jorge Negrete y al compositor Agustín Lara

México se rinde a la gran diva en el centenario de su nacimiento


María Félix —María Bonita, La Doña— estaba en España para asistir al homenaje que le brindarían en el Primer Festival de Cine de Madrid. Eran las ocho de la mañana cuando sonó el teléfono de la suite del hotel Ritz: “¡Me pedían que pagara el desayuno! Tengo dinero para pagar, pero… ¡¿qué desorganización es esta?!”, soltó con su voz grave y honda ante un centenar de periodistas, dejando claro su temperamento durante la rueda de prensa que ofreció la tarde del 7 de abril de 1997.
Había pasado medio siglo desde que la gran diva del cine mexicano —que cumpliría 100 años el próximo martes— visitó por primera vez este país. En el verano de 1947 vio en primera fila de la plaza de toros de Linares cómo un toro de casi media tonelada acabó con la vida de su amigo Manolete. Luego, bajo la dirección de Rafael Gil, protagonizó Mare Nostrum, la primera de las seis películas que realizó en España. Para entonces, buena parte del público hispano ya se había rendido ante la imponente belleza de “la mexicana” que un lustro antes se había adueñado de las pantallas cinematográficas.

María Félix
Fotografía de Juan Rulfo

María era una veinteañera, recién llegada a la ciudad de México, cuando se topó en la calle con el director de cine Fernando Palacios. “¿Le gustaría hacer cine, señorita?”, le preguntó. “Si me da la gana, lo haré. Pero cuando yo quiera. Y será por la puerta grande”, contestó ella. La puerta grande no tardó en abrirse, y en 1942 estelarizó El peñón de las ánimas al lado de Jorge Negrete. Pero el éxito le llegaría con Doña Bárbara, basada en la novela del venezolano Rómulo Gallegos, un personaje que, a partir de entonces, interpretaría delante y fuera de las cámaras. Dura, altanera, dominante, hembra-macha, “María Félix nació dos veces: sus padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí misma”, dijo un día Octavio Paz.
Con la fama empezó la sucesión de hombres en su vida. “Yo los escogí a todos. Por eso los podía dejar cuando quería. ¿Luchar por un hombre? ¡Hay tantos!”, se ufanaba. Se casó cuatro veces, pero sus amores más sonados fueron los que mantuvo con “el charro cantor” Jorge Negrete y con el compositor Agustín Lara, quien le hizo “un himno”. Cuentan que, una madrugada, Lara llamó al cantante Pedro Vargas y al violinista Eulalio Uranga para que le ayudaran a interpretar “una canción divinamente cursi” que le acaba de escribir a su mujer. Mandó pedir también un piano blanco, y en el jardín de la mansión de la diva, los tres comenzaron la serenata: “Acuérdate de Acapulco / de aquellas noches / María bonita, María del alma…”.

“Los dejaba cuando quería. ¿Luchar por un hombre? ¡Hay tantos!”, decía
El romanticismo de Agustín Lara, sin embargo, era eclipsado por los celos. “¿Cómo no tenerlos —decía— si es mía, pero todo el mundo se fija en ella? ¿Cómo no tenerlos —agregaba lleno de inseguridad— si yo soy más feo que muchos de sus pretendientes?”. Una noche, iracundo, cogió una pistola, entró en la habitación conyugal, donde María se estaba maquillando, y le disparó. Falló y, por un instante, la actriz se aterró. “¡Flaco cabrón!” le gritó, y le echó de casa.
Hizo 47 películas entre México, España, Italia y Francia, pero nunca cedió a la tentación de Hollywood. “Solo me ofrecían papeles de india. ¡Y yo no nací para llevar canastas!”, sostenía. Dejó los platós cinematográficos en 1970 y se dedicó a vivir de su leyenda. Cada tanto iba a los programas de televisión para desparramar sin tapujos sus recuerdos. Recorría festivales internacionales de cine y pasaba algunos meses del año en su casa de París. La mañana del 8 de abril de 2002, el cante Juan Gabriel (quien le había compuesto otro “himno”, María de las Marías) la llamó por teléfono para felicitarla por su 88º cumpleaños. “La Doña todavía no se ha despertado”, le dijo el mayordomo. La Doña ya estaba muerta. Nació y murió el mismo día, como si lo hubiese planeado.
Meses después, cuando se supo que le había dejado todas sus propiedades y dinero a su joven asistente, Luis Martínez de Anda, y nada a sus hermanos, estos pidieron que se exhumara el cadáver “para comprobar que María no fue envenenada”. Los forenses la sacaron de la tumba en directo para la televisión y no tardaron en decir que "murió por una insuficiencia cardíaca". Sus familiares dejaron de hacer ruido y el heredero comenzó a subastar los muebles, los cuadros y las joyas de la diva. Muchos de esos objetos fueron comprados por fans. “El próximo martes inauguraremos un museo, cerca del aeropuerto del DF, donde todo el que lo desee podrá ver el patrimonio que hemos podido rescatar con nuestros propios recursos”, dice Alejandro Martínez Cadena, presidente del Club de Admiradores de María Félix. La lujosa casa donde La Doña vivió durante casi 50 años, en el elegante barrio de Polanco de la capital mexicana, fue derruida el pasado mes de marzo. Hoy es un descampado de unos 500 metros cuadrados y pronto será un edificio de pisos caros y ostentosos.





María Félix / María Bonita, cien años después

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María Félix
La Doña
María bonita, 100 años después

Varios actos celebran en México el centenario del nacimiento de la actriz más temperamental de su cine, María Félix



Fotograma de la película 'Doña Bárbara' (1943).
“María Félix nació dos veces: sus padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí misma”. En solo una frase, el Premio Nobel mexicano Octavio Paz condensó la esencia de la que probablemente sea la actriz más importante de la historia del cine de su país. María de los Ángeles Félix nació el 8 de abril de hace 100 años y murió exactamente 88 años después. Sus personajes traspasaron las pantallas y ella acabó interpretando uno de ellos, el de una mujer fuerte, independiente, con ideas claras y lejos de la sumisión de los hombres. Este martes arrancan los actos de homenaje a La Doña, muchos de ellos populares porque, a pesar del tiempo, María Félix - María Bonita - sigue siendo de su público.
Nada tuvo que ver la chica de nació en Álamos, en el Estado fronterizo de Sonora, con la mujer que murió en su casa de la colonia Polanco en la capital de Ciudad de México. A la primera la casaron a la fuerza, fue madre a los 21 años y se separó de su marido, lo que la convirtió en objeto de críticas y chismes. La segunda tuvo múltiples amantes, se casó con figuras como Agustín Lara y Jorge Negrete y hablaba en la vida real como lo hacían los personajes de sus películas. 


Entremedias, el director de cine Fernando Palacios, con quien rodó La china poblana (1943), le había ofrecido trabajar como actriz y ella - segura de sí misma y acompañada de su belleza - había conseguido convertirse en una celebridad. “María Félix es la máxima estrella del cine mexicano, tanto en su etapa de esplendor como después. Ni Dolores del Río consiguió el impacto social y popular que La Doña [apodo que tomó tras protagonizar Doña Bárbara (1943)]”, explica José Antonio Valdés, jefe de información de la Cineteca Nacional de México. 

María Félix rompió con ese papel de mujer sumisa e impulsó a otras mujeres a hacerlo"
En el moderno edificio de la cineteca capitalina - inaugurado a finales de 2012 - se celebrará el acto más importante de este 8 de abril, cuando se inaugure la Librería María Félix, dependiente del Conaculta, el máximo órgano de la Cultura en México. Un acto simbólico aunque con menos brillo que otros homenajes, como el que se celebró hace apenas una semana en Bellas Artes en memoria de Octavio Paz. Los usuarios del metro de la ciudad podrán ver en la estación de Bellas Artes catorce modelos de una de las mujeres mejor vestidas del mundo, como fue reconocida en 1984 por la Cámara Nacional de la Moda Italiana y la Cámara de la Alta Costura de Francia. 



A lo largo del año se realizará en la Cineteca un ciclo de cine con algunas de sus 47 películas, muchas de ellas rodadas en México pero también en Italia, España y Francia. También se le rendirá un homenaje en la gala de los premios Ariel - los galardones del cine mexicano - que se celebrará a finales de mayo. 
El legado cinematográfico de la actriz es tan importante como la huella que dejó su personalidad. “Deberíamos revalorar a María Félix. No fue solo la evidente gran estrella del cine sino que, además, jugó un importante papel en la industria clásica del cine mexicano, en aquel momento sometida al peso de lo masculino. María Félix rompe con ese papel de mujer sumisa e impulsa a otras mujeres a hacerlo. Lamentablemente, no lo consigue: son los años 40 y la liberación femenina en México llegó mucho más tarde”, explica Valdés.  
Su carácter desacomplejado y directo se ve retratado en los cuatro tomos que componen Todas mis guerras, la biografía hecha con los recuerdos de la actriz publicada en 1993 y supervisada por el historiador Enrique Krauze. En sus páginas se cuentan las apasionadas relaciones de la actriz, que despertaba admiración entre hombres y mujeres. Deslenguada y sin complejos, hay multitud de documentos gráficos en los que María bonita - canción que Agustín Lara le compuso durante su luna de miel en Acapulco - habla sin pudor de su vida de estrella. “La vida es una borrachera, pero no con alcohol”, le decía al mítico presentador mexicano Jacobo Zabludowsky. “Yo envidia no sé lo que es. Tenerle celos a un hombre, nunca me ha pasado. Si un hombre no me quiere, pues que le vaya bien. Yo nunca he llorado por nadie”. 


“Pero ella era una mujer encantadora, amable y atenta. No era altanera ni soberbia y que cuidó a su madre hasta que murió”, explica el reconocido escenógrafo mexicano David Antón. En su opinión, la fama que se creó alrededor de la actriz tiene más de mito que de realidad y muchos se quedaron con aquella imagen que transmitía su personaje de Doña Bárbara. “Yo la conocí a mediados de los 50 porque era buen amigo de su hijo Enrique. Y era bellísima. Mira que la fotografía de la época era buena, pero el cine no pudo retratar lo bonita que era”, recuerda Antón. 

La vida de María Félix está en venta. Desde su muerte, muchos de los objetos personales de la actriz han sido subastados
Enrique fue el hijo que tuvo María Félix con su primer marido. A pesar de haber estudiado para diplomático, finalmente siguió los pasos de su madre y se convirtió en actor y murió en 1996 a los 61 años. Fue el único hijo que tuvo la actriz que, como reconoció públicamente, tuvo un aborto cuando estaba casada de su cuarto marido, el francés Alex Berger. “Yo quería darle un hijo a Alex porque nunca me lo pidió”, llegó a decir la intérprete. 



Una parte de los recuerdos de la vida de éxito que emprendió cuando decidió dedicarse al cine se almacena en un salón-museo que también hace las veces de salón de fiestas en el este de la Ciudad de México. Entre el juego de tocador de La Señora - como la llama Alejandro Martínez, uno de los encargados del espacio - y uno de los premios que le otorgaron, se encuentran fotografías, revistas y pinturas que retratan a la actriz, así como objetos de su vida cotidiana. Su club de fans se ha encargado de recopilarlas a través de los años y muchas de ellas las compraron a través de subastas. 
La vida de María Félix está en venta. Al morir - de acuerdo con su testamento - todos sus bienes fueron a parar a su asistente personal, Luis Martínez de Anda, de 28 años. Desde entonces, muchos de los objetos personales de la actriz han sido subastados. Desde el club de fans de la actriz aseguran que Martínez de Anda les ha ofrecido “traspasar” los gastos de mantenimiento de la tumba de la actriz. El mausoleo se encuentra en el panteón francés y, según Alejandro Martínez del club de fans, el heredero de La Doña pide 50.000 pesos (casi 4.000 dólares). Parece que no solo los recuerdos de su vida se pueden comprar y vender, sino que también parte de su muerte.




Villiers de L'Isle Adam / La esperanza

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The monk June Pero and the beggar
by Murillo Bartolomé

Auguste Villiers de L'Isle Adam
BIOGRAFÍA
LA ESPERANZA


LA TORTURE PAR L'ESPÉRANCE (Cuento en francés)
THE TORTURE OF HOPE (Cuento en inglés)
Villiers de L'Isle-Adam / A tortura da esperança (Cuento en portugués)


Al atardecer, el venerable Pedro Argüés, sexto prior de los dominicos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familiares del Santo Oficio provistos de linternas, descendió a un calabozo. La cerradura de una puerta maciza chirrió; el Inquisidor penetró en un hueco mefítico, donde un triste destello del día, cayendo desde lo alto, dejaba percibir, entre dos argollas fijadas en los muros, un caballete ensangrentado, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto por grillos, con una argolla de hierro en el pescuezo, estaba sentado, hosco, un hombre andrajoso, de edad indescifrable.

         Este prisionero era el rabí Abarbanel, judío aragonés, que -aborrecido por sus préstamos usurarios y por su desdén de los pobres- diariamente había sido sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, "duro como su piel", había rehusado la abjuración.
       Orgulloso de una filiación milenaria -porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos de su sangre-, descendía talmúdicamente de la esposa del último juez de Israel: Hecho que había mantenido su entereza en lo más duro de los incesantes suplicios.
            Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de esta alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argüés, aproximándose al tembloroso rabino, pronunció estas palabras:
      -Hijo mío, alégrate: Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que por su contumaz esterilidad está condenada a secarse... pero sólo a Dios toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! Hay ejemplos... ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás en el auto de fe; es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo menos dos horas (a menudo tres) en venir, a causa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que, colocado en la última fila, tienes el tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme.
            Dichas estas palabras, el Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado y lo abrazó tiernamente. Lo abrazó luego el fraile redentor y, muy bajo, le rogó que le perdonara los tormentos. Después lo abrazaron los familiares, cuyo beso, ahogado por las cogullas, fue silencioso. Terminada la ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas.


*



El rabí Abarbanel, seca la boca, embotado el rostro por el sufrimiento, miró sin atención precisa la puerta cerrada. "¿Cerrada?..." Esta palabra despertó en lo más íntimo de sus confusos pensamientos un sueño. Había entrevisto un instante el resplandor de las linternas por la hendidura entre el muro y la puerta. Una esperanza mórbida lo agitó. Suavemente, deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta hacia él. Por un azar extraordinario, el familiar que la cerró había dado la vuelta a la llave un poco antes de llegar al tope, contra los montantes de piedra. El pestillo, enmohecido, no había entrado en su sitio y la puerta había quedado abierta.

El rabino arriesgó una mirada hacia afuera.

A favor de una lívida oscuridad, vio un semicírculo de muros terrosos en los que había labrados unos escalones; y en lo alto, después de cinco o seis peldaños, una especie de pórtico negro que daba a un vasto corredor del que no le era posible entrever, desde abajo, más que los primeros arcos.

Se arrastró hasta el nivel del umbral. Era realmente un corredor, pero casi infinito. Una luz pálida, con resplandores de sueño, lo iluminaba. Lámparas suspendidas de las bóvedas azulaban a trechos el color deslucido del aire; el fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa extensión. Por un lado, a la izquierda, troneras con rejas, troneras que por el espesor del muro dejaban pasar un crepúsculo que debía ser el del día, porque se proyectaba en cuadrículas rojas sobre el enlosado. Quizá allá lejos, en lo profundo de las brumas, una salida podía dar la libertad. La vacilante esperanza del judío era tenaz, porque era la última.

Sin titubear se aventuró por el corredor, sorteando las troneras, tratando de confundirse con la tenebrosa penumbra de las largas murallas. Se arrastraba con lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotar cuando lo martirizaba una llaga.
De repente un ruido de sandalias que se aproximaba lo alcanzó en el eco de esta senda de piedra. Tembló, la ansiedad lo ahogaba, se le nublaron los ojos. Se agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó.
Era un familiar que se apresuraba. Pasó rápidamente con una tenaza en la mano, la cogulla baja, terrible, y desapareció. El rabino, casi suspendidas las funciones vitales, estuvo cerca de una hora sin poder iniciar un movimiento. El temor de una nueva serie de tormentos, si lo apresaban, lo hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le murmuraba en el alma ese divino tal vez, que reconforta en las peores circunstancias. Un milagro lo favorecía. ¿Cómo dudar? Siguió, pues, arrastrándose hacia la evasión posible. Extenuado de dolores y de hambre, temblando de angustia, avanzaba. El corredor parecía alargarse misteriosamente. Él no acababa de avanzar; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una salida salvadora.
De nuevo resonaron unos pasos, pero esta vez más lentos y más sombríos. Las figuras blancas y negras, los largos sombreros de bordes redondos, de dos inquisidores, emergieron de lejos en la penumbra. Hablaban en voz baja y parecían discutir algo muy importante, porque las manos accionaban con viveza.
Ya cerca, los dos inquisidores se detuvieron bajo la lámpara, sin duda por un azar de la discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se puso a mirar al rabino. Bajo esta incomprensible mirada, el rabino creyó que las tenazas mordían todavía su propia carne; muy pronto volvería a ser una llaga y un grito.
Desfalleciente, sin poder respirar, las pupilas temblorosas, se estremecía bajo el roce espinoso de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural: los ojos del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupado de lo que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; estaban fijos y miraban al judío, sin verlo.
Al cabo de unos minutos los dos siniestros discutidores continuaron su camino a pasos lentos, siempre hablando en voz baja, hacia la encrucijada de donde venía el rabino. No lo habían visto. Esta idea atravesó su cerebro: ¿No me ven porque estoy muerto? Sobre las rodillas, sobre las manos, sobre el vientre, prosiguió su dolorosa fuga, y acabó por entrar en la parte oscura del espantoso corredor.
De pronto sintió frío sobre las manos que apoyaba en el enlosado; el frío venía de una rendija bajo una puerta hacia cuyo marco convergían los dos muros. Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Examinó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de la oscuridad que la rodeaba. Tentó: Nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosa puerta giró.

*

La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia la sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh, huir! Correría toda la noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas fragancias lo buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento lo reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a su Dios, que le acordaba esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis.
Entonces creyó ver la sombra de sus brazos retornando sobre él mismo; creyó sentir que esos brazos de sombra lo rodeaban, lo envolvían, y tiernamente lo oprimían contra su pecho. Una alta figura estaba, en efecto, junto a la suya. Confiado, bajó la mirada hacia esta figura, y se quedó jadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y balbuceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerable Pedro Argüés, que lo contemplaba, llenos los ojos de lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada.
Mientras el rabino, los ojos sombríos bajo las pupilas, jadeaba de angustia en los brazos del Inquisidor y adivinaba confusamente que todas las fases de la jornada no eran más que un suplicio previsto, el de la esperanza, el sombrío sacerdote, con un acento de reproche conmovedor y la vista consternada, le murmuraba al oído, con una voz debilitada por los ayunos:
-¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?




 

Franz Kafka / El buitre

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Franz Kafka
EL BUITRE


FRANZ KAFKA / THE VULTURE (Cuento en inglés)

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.
Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
─Estoy indefenso ─le dije─ vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.
─No se deje atormentar ─dijo el señor─, un tiro y el buitre se acabó.
─¿Le parece? ─pregunté─ ¿quiere encargarse del asunto?
─Encantado ─dijo el señor─ ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?
─No sé ─le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí─: por favor, pruebe de todos modos.
─Bueno ─dijo el señor─, voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.







Franz Kafka / El silencio de las sirenas

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Franz Kafka
EL SILENCIO DE LAS SIRENAS
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba.
Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.
        Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.




Kafka / Ante la ley

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Sueño de catedral
Barranquilla, 2011
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Franz Kafka
ANTE LA LEY



Franz Kafka / Before the Law (Cuento en inglés)
 Franz Kafka / Diante la Lei (Cuento en portugués)
Franz Kafka / Devant la Loi (Cuento en francés)

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. 
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. 
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: 
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. 
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: 
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. 
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. 
            -¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. 
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? 
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: 
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. 




Vor dem Gesetz
Franz Kafka

Vor dem Gesetz steht ein Türhüter. Zu diesem Türhüter kommt ein Mann vom Lande und bittet um Eintritt in das Gesetz. Aber der Türhüter sagt, daß er ihm jetzt den Eintritt nicht gewähren könne. Der Mann überlegt und fragt dann, ob er also später werde eintreten dürfen. "Es ist möglich", sagt der Türhüter, "jetzt aber nicht."
Da das Tor zum Gesetz offensteht wie immer und der Türhüter beiseite tritt, bückt sich der Mann, um durch das Tor in das Innere zu sehn. Als der Türhüter das merkt, lacht er und sagt: "Wenn es Dich so lockt, versuche es doch, trotz meines Verbotes hineinzugehn. Merke aber: Ich bin mächtig. Und ich bin nur der unterste Türhüter. Von Saal zu Saal stehn aber Türhüter, einer mächtiger als der andere. Schon den Anblick des dritten kann nicht einmal ich mehr ertragen."
Solche Schwierigkeiten hat der Mann vom Lande nicht erwartet; das Gesetz soll doch jedem und immer zugänglich sein, denkt er, aber als er jetzt den Türhüter in seinem Pelzmantel genauer ansieht, seine große Spitznase, den langen, dünnen, schwarzen tatarischen Bart, entschließt er sich, doch lieber zu warten, bis er die Erlaubnis zum Eintritt bekommt.
Der Türhüter gibt ihm einen Schemel und läßt ihn seitwärts von der Tür sich niedersetzen.
Dort sitzt er Tage und Jahre.
Er macht viele Versuche, eingelassen zu werden, und ermüdet den Türhüter durch seine Bitten. Der Türhüter stellt öfters kleine Verhöre mit ihm an, fragt ihn über seine Heimat aus und nach vielem andern, es sind aber teilnahmslose Fragen, wie sie große Herren stellen, und zum Schlusse sagt er ihm immer wieder, daß er ihn noch nicht einlassen könne.
Der Mann, der sich für seine Reise mit vielem ausgerüstet hat, verwendet alles, und sei es noch so wertvoll, um den Türhüter zu bestechen. Dieser nimmt zwar alles an, aber sagt dabei: "Ich nehme es nur an, damit Du nicht glaubst, etwas versäumt zu haben."
         Während der vielen Jahre beobachtet der Mann den Türhüter fast ununterbrochen. Er vergißt die andern Türhüter, und dieser erste scheint ihm das einzige Hindernis für den Eintritt in das Gesetz. Er verflucht den unglücklichen Zufall, in den ersten Jahren rücksichtslos und laut, später, als er alt wird, brummt er nur noch vor sich hin. Er wird kindisch, und, da er in dem jahrelangen Studium des Türhüters auch die Flöhe in seinem Pelzkragen erkannt hat, bittet er auch die Flöhe, ihm zu helfen und den Türhüter umzustimmen.
Schließlich wird sein Augenlicht schwach, und er weiß nicht, ob es um ihn wirklich dunkler wird, oder ob ihn nur seine Augen täuschen. Wohl aber erkennt er jetzt im Dunkel einen Glanz, der unverlöschlich aus der Türe des Gesetzes bricht. Nun lebt er nicht mehr lange.
Vor seinem Tode sammeln sich in seinem Kopfe alle Erfahrungen der ganzen Zeit zu einer Frage, die er bisher an den Türhüter noch nicht gestellt hat. Er winkt ihm zu, da er seinen erstarrenden Körper nicht mehr aufrichten kann. Der Türhüter muß sich tief zu ihm hinunterneigen, denn der Größenunterschied hat sich sehr zuungunsten des Mannes verändert.
"Was willst Du denn jetzt noch wissen?" fragt der Türhüter, "Du bist unersättlich. ""Alle streben doch nach dem Gesetz", sagt der Mann, "wieso kommt es, daß in den vielen Jahren niemand außer mir Einlaß verlangt hat?"
Der Türhüter erkennt, daß der Mann schon an seinem Ende ist, und, um sein vergehendes Gehör noch zu erreichen, brüllt er ihn an: "Hier konnte niemand sonst Einlaß erhalten, denn dieser Eingang war nur für Dich bestimmt. Ich gehe jetzt und schließe ihn."








Gabriel García Márquez / Por qué doce cuentos peregrinos

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Gabriel García Márquez
PORQUÉ DOCE, PORQUÉ CUENTOS
Y PORQUÉ PEREGRINOS
 
Los doce cuentos de este libro fueron escritos en el curso de los últimos dieciocho años. Antes de su forma actual, cinco de ellos fueron notas periodísticas y guiones de cine, y uno fue un serial de televisión. Otro lo conté hace quince años en una entrevista grabada, y el amigo a quien se lo conté lo transcribió y lo publicó, y ahora lo he vuelto a escribir a partir de esa versión. Ha sido una rara experiencia creativa que merece ser explicada, aunque sea para que los niños que quieren ser escritores cuando sean grandes sepan desde ahora qué insaciable y abrasivo es el vicio de escribir.

La primera idea se me ocurrió a principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona. Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. «Eres el único que no puede irse», me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos.
No sé por qué, aquel sueño ejemplar lo interpreté como una toma de conciencia de mi identidad, y pensé que era un buen punto de partida para escribir sobre las cosas extrañas que les suceden a los latinoamericanos en Europa. Fue un hallazgo alentador, pues había terminado poco antes El Otoño del Patriarca, que fue mi trabajo más arduo y azaroso, y no encontraba por dónde seguir.
Durante unos dos años tomé notas de los temas que se me iban ocurriendo sin decidir todavía qué hacer con ellos. Como no tenía en casa una libreta de apuntes la noche en que resolví empezar, mis hijos me prestaron un cuaderno de escuela. Ellos mismos lo llevaban en sus morrales de libros en nuestros viajes frecuentes por temor de que se perdiera. Llegué a tener sesenta y cuatro temas anotados con tantos pormenores, que sólo me faltaba escribirlos
Fue en México, a mi regreso de Barcelona, en 1974, donde se me hizo claro que este libro no debía ser una novela, como me pareció al principio, sino una colección de cuentos cortos, basados en hechos periodísticos pero redimidos de su condición mortal por las astucias de la poesía. Hasta entonces había escrito tres libros de cuentos. Sin embargo, ninguno de los tres estaba concebido y resuelto como un todo, sino que cada cuento era una pieza autónoma y ocasional. De modo que la escritura de los sesenta y cuatro podía ser una aventura fascinante si lograba escribirlos todos con un mismo trazo, y con una unidad interna de tono y de estilo que los hiciera inseparables en la memoria del lector.
Los dos primeros —El rastro de tu sangre en la nieve y El verano feliz de la señora Forbes—los escribí en 1976, y los publiqué enseguida en suplementos literarios de varios países. No me tomé ni un día de reposo, pero a mitad del tercer cuento, que era por cierto el de mis funerales, sentí que estaba cansándome más que si fuera una novela. Lo mismo me ocurrió con el cuarto. Tanto, que no tuve aliento para terminarlos. Ahora sé por qué: el esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Pues en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje. Lo demás es el placer de escribir, el más íntimo y solitario que pueda imaginarse, y si uno no se queda corrigiendo el libro por el resto de la vida es porque el mismo rigor de fierro que hace falta para empezarlo se impone para ter-minarlo. El cuento, en cambio, no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura. Alguien que no recuerdo lo dijo bien con una frase de consolación: «Un buen escritor se aprecia mejor por lo que rompe que por lo que publica». Es cierto que no rompí los borradores y las notas, pero hice algo peor: los eché al olvido.
Recuerdo haber tenido el cuaderno sobre mi escritorio de México, náufrago en una borrasca de papeles, hasta 1978. Un día, buscando otra cosa, caí en la cuenta de que lo había perdido de vista desde hacía tiempo. No me importó. Pero cuando me convencí de que en realidad no estaba en la mesa sufrí un ataque de pánico. No quedó en la casa un rincón sin registrar a fondo. Removimos los muebles, desmontamos la biblioteca para estar seguros de que no se había caído detrás de los libros, y sometimos al servicio y a los amigos a inquisiciones imperdonables. Ni rastro. La única explicación posible —¿o plausible?—es que en algunos de los tantos exterminios de papeles que hago con frecuencia se fue el cuaderno para el cajón de la basura.
Mi propia reacción me sorprendió: los temas que había olvidado durante casi cuatro años se me convirtieron en un asunto de honor. Tratando de recuperarlos a cualquier precio, en un trabajo tan arduo como escribirlos, logré reconstruir las notas de treinta. Como el mismo esfuerzo de recordarlos me sirvió de purga, fui eliminando sin corazón los que me parecieron insalvables, y quedaron dieciocho. Esta vez me animaba la determinación de seguir escribiéndolos sin pausa, pero pronto me di cuenta de que les había perdido el entusiasmo. Sin embargo, al contrario de lo que siempre les había aconsejado a los escritores nuevos, no los eché a la basura sino que volví a archivarlos. Por si acaso.
Cuando empecé Crónica de una muerte anunciada, en 1979, comprobé que en las pausas entre dos libros perdía el hábito de escribir y cada vez me resultaba más difícil empezar de nuevo. Por eso, entre octubre de 1980 y marzo de 1984, me impuse la tarea de escribir una nota semanal en periódicos de diversos países, como disciplina para mantener el brazo caliente. Entonces se me ocurrió que mi conflicto con los apuntes del cuaderno seguía siendo un problema de géneros literarios, y que en realidad no debían ser cuentos sino notas de prensa. Sólo que después de publicar cinco notas tomadas del cuaderno, volví a cambiar de opinión: eran mejores para el cine. Fue así como se hicieron cinco películas y un serial de televisión.
Lo que nunca preví fue que el trabajo de prensa y de cine me cambiaría ciertas ideas sobre los cuentos, hasta el punto de que al escribirlos ahora en su forma final he tenido que cuidarme de separar con pinzas mis propias ideas de las que me aportaron los directores durante la escritura de los guiones. Además, la colaboración simultánea con cinco creadores diversos me sugirió otro método para escribir los cuentos: empezaba uno cuando tenía el tiempo libre, lo abandonaba cuando me sentía cansado, o cuando surgía algún proyecto imprevisto, y luego empezaba otro. En poco más de un año, seis de los dieciocho temas se fueron al cesto de los papeles, y entre ellos el de mis funerales, pues nunca logré que fuera una parranda como la del sueño. Los cuentos restantes, en cambio, parecieron tomar aliento para una larga vida.
Ellos son los doce de este libro. En septiembre pasado estaban listos para imprimir después otros dos años de trabajo intermitente. Y así hubiera ter-minado su incesante peregrinaje de ida y vuelta al cajón de la basura, de no haber sido porque a última hora me mordió una duda final. Puesto que las distintas ciudades de Europa donde ocurren los cuentos las había descrito de memoria y a distancia, quise comprobar la fidelidad de mis recuerdos casi veinte años después, y emprendí un rápido viaje de reconocimiento a Barcelona, Ginebra, Roma y París.
Ninguna de ellas tenía ya nada que ver con mis recuerdos. Todas, como toda la Europa actual, estaban enrarecidas por una inversión asombrosa: los recuerdos reales me parecían fantasmas de la memoria, mientras los recuerdos falsos eran tan convincentes que habían suplantado a la realidad. De modo que me era imposible distinguir la línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia. Fue la solución final. Pues por fin había encontrado lo que más me hacía falta para terminar el libro, y que sólo podía dármelo el transcurso de los años: una perspectiva en el tiempo.
A mi regreso de aquel viaje venturoso reescribí todos los cuentos otra vez desde el principio en ocho meses febriles en los que no necesité preguntarme dónde terminaba la vida y dónde empezaba la imaginación, porque me ayudaba la sospecha de que quizás no fuera cierto nada de lo vivido veinte años antes en Europa. La escritura se me hizo entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación. Además, trabajando todos los cuentos a la vez y saltando de uno a otro con plena libertad, conseguí una visión panorámica que me salvó del cansancio de los comienzos sucesivos, y me ayudó a cazar redundancias ociosas y contradicciones mortales. Creo haber logrado así el libro de cuentos más próximo al que siempre quise escribir.
Aquí está, listo para ser llevado a la mesa después de tanto andar del timbo al tambo peleando para sobrevivir a las perversidades de la incertidumbre. Todos los cuentos, salvo los dos primeros, fueron terminados al mismo tiempo, y cada uno lleva la fecha en que lo empecé. El orden en que están en esta edición es el que tenían en el cuaderno de notas.
Siempre he creído que toda versión de un cuento es mejor que la anterior. ¿Corno saber entonces cuál debe ser la última? Es un secreto del oficio que no obedece a las leyes de la inteligencia sino a la magia de los instintos, como sabe la cocinera cuándo está la sopa. De todos modos, por las dudas, no volveré a leerlos, como nunca he vuelto a leer ninguno de mis libros por temor de arrepentirme. El que los lea sabrá qué hacer con ellos. Por fortuna, para estos doce cuentos peregrinos terminar en el cesto de los papeles debe ser como el alivio de volver a casa.

Cartagena de Indias, abril, 1992


 





Gabriel García Márquez / Buen viaje, señor presidente

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Ilustración de Justin Meyers

Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
BUEN VIAJE, SEÑOR PRESIDENTE

Estaba sentado en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo.

            Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin reme-dio, y ahora sólo permanecían los de la muerte.
          Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no logra-ron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agota-dores y resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.
La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un pun-tero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Váyase tranquilo —concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista, arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La florista lo sorprendió.
—Esas flores no son de Dios, señor —le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
—Tráigame también un café —ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.
Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la página con un gesto casual, miró por encima de los lentes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya.
Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio.
Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes des-cifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre.
Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flores despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.
—Señor presidente —murmuró.
—Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones —dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta.
—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó en-cima—. Trabajo en el hospital.
La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo.
—No me dirá que es médico —le dijo el presidente.
—Qué más quisiera yo, señor —dijo el hombre—. Soy chofer de ambulancia.
—Lo siento —dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro.
—No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:
—¿De dónde es usted?
—Del Caribe.
—De eso ya me di cuenta —dijo el presidente—. ¿Pero de qué país?
—Del mismo que usted, señor —dijo el hombre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey.
El presidente lo interrumpió sorprendido, sin soltarle la mano.
—Caray —le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó.
—Y es más todavía —dijo—: Homero Rey de la Casa.
Una cuchillada invernal los sorprendió indefensos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer.
—¿Ya almorzó? —le preguntó a Homero.
—Nunca almuerzo —dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa.
—Haga una excepción por hoy —le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a almorzar.
Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restaurante de enfrente, con el nombre dorado en la marquesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda.
—¿Es presidente en ejercicio? —le preguntó el patrón.
—No —dijo Homero—. Derrocado.
El patrón soltó una sonrisa de aprobación.
—Para esos —dijo—tengo siempre una mesa especial.
Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció.
—No todos reconocen como usted la dignidad del exilio —dijo.
La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada traviesa, y cambió de tono.
—En realidad, tengo prohibido todo.
—También tiene prohibido el café —dijo Homero—, y sin embargo lo toma.
—¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional.
La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más aderezos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto.
Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto descolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, re-conoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», murmuró. «Siempre he dicho que uno envejece más rápido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final.
—Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace miles de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas.
—Es mi pueblo —dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo.
El presidente lo reconoció.
—¡Era una criatura!
—Casi —dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las brigadas universitarias.
El presidente se anticipó al reproche.
—Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en usted —dijo.
—Al contrario, era muy gentil con nosotros —dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde.
—¿Y luego?
—¿Quién lo puede saber más que usted? —dijo Homero—. Después del golpe militar, lo que es un milagro es que los dos estemos aquí, listos para comernos medio buey. No muchos tuvieron la misma suerte.
En ese momento les llevaron los platos. El presidente se puso la servilleta en el cuello, como un babero de niño, y no fue insensible a la callada sor-presa del invitado. «Si no hiciera esto perdería una corbata en cada comida», dijo. Antes de empezar probó la sazón de la carne, la aprobó con un gesto complacido, y volvió al tema.
—Lo que no me explico —dijo—es por qué no se me había acercado antes en vez de seguirme como un sabueso.
Entonces Homero le contó que lo había reconocido desde que lo vio entrar en el hospital por una puerta reservada para casos muy especiales. Era ple-no verano, y él llevaba el traje completo de lino blanco de las Antillas, con zapatos combinados en blanco y negro, la margarita en el ojal, y la hermosa cabellera alborotada por el viento. Homero averiguó que estaba solo en Ginebra; sin ayuda de nadie, pues conocía de memoria la ciudad donde había terminado sus estudios de leyes. La dirección del hospital, a solicitud suya, tomó las determinaciones internas para asegurar el incógnito absoluto. Esa misma noche, Homero se concertó con su mujer para hacer contacto con él. Sin embargo, lo había seguido durante cinco semanas buscando una ocasión propicia, y quizás no habría sido capaz de saludarlo si él no lo hubiera enfrentado.
—Me alegro que lo haya hecho —dijo el presi-dente—, aunque la verdad es que no me molesta para nada estar solo.
—No es justo.
—¿Por qué? —preguntó el presidente con sinceridad—. La mayor victoria de mi vida ha sido lograr que me olviden.
—Nos acordamos de usted más de lo que usted se imagina—dijo Homero sin disimular su emoción—. Es una alegría verlo así, sano y joven.
—Sin embargo —dijo él sin dramatismo—, todo indica que moriré muy pronto.
—Sus probabilidades de salir bien son muy altas—dijo Homero.
El presidente dio un salto de sorpresa, pero no perdió la gracia.
—¡Ah caray! —exclamó—. ¿Es que en la bella Suiza se abolió el sigilo médico?
—En ningún hospital del mundo hay secretos para un chofer de ambulancias —dijo Homero.
—Pues lo que yo sé lo he sabido hace apenas dos horas y por boca del único que debía saberlo.
—En todo caso, usted no moriría en vano —dijo Homero—. Alguien lo pondrá en el lugar que le corresponde como un gran ejemplo de dignidad.
El presidente fingió un asombro cómico.
—Gracias por prevenirme —dijo.
Comía como hacía todo: despacio y con una gran pulcritud. Mientras tanto miraba a Homero directo a los ojos, de modo que éste tenía la impresión de ver lo que él pensaba. Al cabo de una larga conversación de evocaciones nostálgicas, hizo una sonrisa maligna.
—Había decidido no preocuparme por mi cadáver —dijo—, pero ahora veo que debo tomar ciertas precauciones de novela policíaca para que nadie lo encuentre.
—Será inútil —bromeó Homero a su vez—. En el hospital no hay misterios que duren más de una hora.
Cuando terminaron con el café, el presidente leyó el fondo de su taza, y volvió a estremecerse: el mensaje era el mismo. Sin embargo, su expresión no se alteró. Pagó la cuenta en efectivo, pero antes verificó la suma varias veces, contó varias veces el dinero con un cuidado excesivo, y dejó una propina que sólo mereció un gruñido del mesero.
—Ha sido un placer —concluyó, al despedirse de Homero—. No tengo fecha para la operación, y ni siquiera he decidido si voy a someterme o no. Pero si todo sale bien volveremos a vernos.
—¿Y por qué no antes? —dijo Homero—. La-zara, mi mujer, es cocinera de ricos. Nadie prepara el arroz con camarones mejor que ella, y nos gustaría tenerlo en casa una noche de estas.
—Tengo prohibidos los mariscos, pero los comeré con mucho gusto —dijo él—. Dígame cuándo.
—El jueves es mi día libre —dijo Homero.
—Perfecto —dijo el presidente—. El jueves a las siete de la noche estoy en su casa. Será un placer.
—Yo pasaré a recogerlo —dijo Homero—. Hotelerie Dames, 14 rué de l'Industrie. Detrás de la estación. ¿Es correcto?
—Correcto —dijo el presidente, y se levantó más encantador que nunca—. Por lo visto, sabe hasta el número que calzo.
—Claro, señor —dijo Homero, divertido—: cuarenta y uno.


Lo que Homero Rey no le contó al presidente, pero se lo siguió contando durante años a todo el que quiso oírlo, fue que su propósito inicial no era tan inocente. Como otros choferes de ambulancia, tenía arreglos con empresas funerarias y compañías de seguros para vender servicios dentro del mismo hospital, sobre todo a pacientes extranjeros de escasos recursos. Eran ganancias mínimas, y además había que repartirlas con otros empleados que se pasaban de mano en mano los informes secretos sobre los enfermos graves. Pero era un buen consuelo para un desterrado sin porvenir que subsistía a duras penas con su mujer y sus dos hijos con un sueldo ridículo.
Lazara Davis, su mujer, fue más realista. Era una mulata fina de San Juan de Puerto Rico, menuda y maciza, del color del caramelo en reposo y con unos ojos de perra brava que le iban muy bien a su modo de ser. Se habían conocido en los servicios de caridad del hospital, donde ella trabajaba como ayudante de todo después que un rentista de su país, que la había llevado como niñera, la dejó al garete en Ginebra. Se habían casado por el rito católico, aun-que ella era princesa yoruba, y vivían en una sala y dos dormitorios en el octavo piso sin ascensor de un edificio de emigrantes africanos. Tenían una niña de nueve años, Bárbara, y un niño de siete, Lázaro, con algunos índices menores de retraso mental.
Lazara Davis era inteligente y de mal carácter, pero de entrañas tiernas. Se consideraba a sí misma como una Tauro pura, y tenía una fe ciega en sus augurios astrales. Sin embargo, nunca pudo cumplir el sueño de ganarse la vida como astróloga de millonarios. En cambio, aportaba a la casa recursos ocasionales, y a veces importantes, preparando cenas para señoras ricas que se lucían con sus invitados haciéndoles creer que eran ellas las que cocinaban los excitantes platos antillanos. Homero, por su par-te, era tímido de solemnidad, y no daba para más de lo poco que hacía, pero Lazara no concebía la vida sin él por la inocencia de su corazón y el calibre de su arma. Les había ido bien, pero los años venían cada vez más duros y los niños crecían. Por los tiempos en que llegó el presidente habían empezado a picotear sus ahorros de cinco años. De modo que cuando Homero Rey lo descubrió entre los enfermos incógnitos del hospital, se les fue la mano en las ilusiones.
No sabían a ciencia cierta qué le iban a pedir, ni con qué derecho. En el primer momento habían pen-sado venderle el funeral completo, incluidos el embalsamamiento y la repatriación. Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que la muerte no parecía tan inminente como al principio. El día del almuerzo estaban ya aturdidos por las dudas.
La verdad es que Homero no había sido dirigente de brigadas universitarias, ni nada parecido, y la única vez que participó en la campaña electoral fue cuando tomaron la foto que habían logrado encontrar por milagro traspapelada en el ropero. Pero su fervor era cierto. Era cierto también que había tenido que huir del país por su participación en la resistencia callejera contra el golpe militar, aunque la única razón para seguir viviendo en Ginebra después de tantos años era su pobreza de espíritu. Así que una mentira de más o de menos no debía ser un obstáculo para ganarse el favor del presidente.
La primera sorpresa de ambos fue que el desterrado ilustre viviera en un hotel de cuarta categoría en el barrio triste de la Grotte, entre emigrantes asiáticos y mariposas de la noche, y que comiera solo en fondas de pobres, cuando Ginebra estaba llena de residencias dignas para políticos en desgracia. Homero lo había visto repetir día tras día los actos de aquel día. Lo había acompañado de vista, y a veces a una distancia menos que prudente, en sus paseos nocturnos por entre los muros lúgubres y los colgajos de campánulas amarillas de la ciudad vieja. Lo había visto absorto durante horas frente a la estatuía de Calvino. Había subido tras él paso a paso la escalinata de piedra, sofocado por el perfume ardiente de los jazmines, para contemplar los lentos atardeceres del verano desde la cima del Bourgle-Four. Una noche lo vio bajo la primera llovizna, sin abrigo ni paraguas, haciendo la cola con los estudiantes para un concierto de Rubmstem. «No sé cómo no le ha dado una pulmonía», le dijo después a su mujer. El sábado anterior, cuando el tiempo empezó a cambiar, lo había visto comprando un abrigo de otoño con un cuello de visones falsos, pero no en las tiendas luminosas de la rué du RhÔne, donde compraban los emires fugitivos, sino en el Mercado de las Pulgas.
—¡Entonces no hay nada que hacer! —exclamó Lazara cuando Homero se lo contó—. Es un avaro de mierda, capaz de hacerse enterrar por la beneficencia en la fosa común. Nunca le sacaremos nada.
—A lo mejor es pobre de verdad —dijo Homero—, después de tantos años sin empleo.
—Ay, negro, una cosa es ser Piscis con ascendente Piscis y otra cosa es ser pendejo —dijo Lázara—. Todo el mundo sabe que se alzó con el oro del gobierno y que es el exiliado más rico de la Martinica.
Homero, que era diez años mayor, había crecido impresionado con la noticia de que el presidente estudió en Ginebra, trabajando como obrero de la construcción. En cambio Lázara se había criado entre los escándalos de la prensa enemiga, magnifica-dos en una casa de enemigos, donde fue niñera desde niña. Así que la noche en que Homero llegó ahogándose de júbilo porque había almorzado con el presidente, a ella no le valió el argumento de que lo había invitado a un restaurante caro. Le molestó que Homero no le hubiera pedido nada de lo mucho que habían soñado, desde becas para los niños hasta un empleo mejor en el hospital. Le pareció una confirmación de sus sospechas la decisión de que le echaran el cadáver a los buitres en vez de gastarse sus francos en un entierro digno y una repatriación gloriosa. Pero lo que rebosó el vaso fue la noticia que Homero se reservó para el final, de que había invitado al presidente a comer arroz de camarones el jueves en la noche.
—No más eso nos faltaba —gritó Lazara—, que se nos muera aquí, envenenado con camarones de lata, y tengamos que enterrarlo con los ahorros de los niños.
Lo que al final determinó su conducta fue el peso de su lealtad conyugal. Tuvo que pedir prestado a una vecina tres juegos de cubiertos de alpaca y una ensaladera de cristal, a otra una cafetera eléctrica, a otra un mantel bordado y una vajilla china para el café. Cambió las cortinas viejas por las nuevas, que sólo usaban en los días de fiesta, y les quitó el forro a los muebles. Pasó un día entero fregando los pisos, sacudiendo el polvo, cambiando las cosas de lugar, hasta que logró lo contrario de lo que más les hubiera convenido, que era conmover al invitado con el decoro de la pobreza.
El jueves en la noche, después que se repuso del ahogo de los ocho pisos, el presidente apareció en la puerta con el nuevo abrigo viejo y el sombrero melón de otro tiempo, y con una sola rosa para Lazara. Ella se impresionó con su hermosura viril y sus maneras de príncipe, pero más allá de todo eso lo vio como esperaba verlo: falso y rapaz. Le pareció impertinente, porque ella había cocinado con las ventanas abiertas para evitar que el vapor de los camarones impregnara la casa, y lo primero que hizo él al entrar fue aspirar a fondo, como en un éxtasis súbito, y exclamó con los ojos cerrados y los brazos abiertos: «¡Ah, el olor de nuestro mar!» Le pareció más tacaño que nunca por llevarle una sola rosa, robada sin duda en los jardines públicos. Le pareció insolente, por el desdén con que miró los recortes de periódicos sobre sus glorias presidenciales, y los gallardetes y banderines de la campaña, que Homero había clavado con tanto candor en la pared de la sala. Le pareció duro de corazón, porque no saludó siquiera a Bárbara y a Lázaro, que le tenían un re-galo hecho por ellos, y en el curso de la cena se refirió a dos cosas que no podía soportar: los perros y los niños. Lo odió. Sin embargo, su sentido caribe de la hospitalidad se impuso sobre sus prejuicios. Se había puesto la bata africana de sus noches de fiesta y sus collares y pulseras de santería, y no hizo durante la cena un solo gesto ni dijo una palabra de sobra. Fue más que irreprochable: perfecta.
La verdad era que el arroz de camarones no es-taba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presidente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que viniera a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios.
—Yo sí creo que existe —dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres huma-nos. Anda en cosas mucho más grandes.
—Yo sólo creo en los astros —dijo Lázara, y escrutó la reacción del presidente—.¿Qué día nació usted?
—Once de marzo.
—Tenía que ser —dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—: ¿No serán demasiado dos Piséis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:
—No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente.
Homero vio a Lázara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:
—Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez.
Lázara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d'un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la herencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alambreras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus partidarios derrotados.
—Pero nunca volví a abrir una carta —dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.
Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta. Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos.
—Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo —dijo—. Algunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.
La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció.
—Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo —dijo.
—Sáyago—dijo Homero.
—Sáyago y otros —dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos con un oficio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría busca todavía menos: el empleo.
Lazara se encrespó.
—¿Usted sabe lo que dicen de usted? —le preguntó.
Homero, alarmado, intervino:
—Son mentiras.
—Son mentiras y no lo son —dijo el presidente con una calma celestial—. Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos cosas al mismo tiempo: verdad y mentira.
Había vivido en la Martinica todos los días del exilio, sin más contactos con el exterior que las pocas noticias del periódico oficial, sosteniéndose con clases de español y latín en un liceo oficial y con las traducciones que a veces le encargaba Aimé Césaire. El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el mediodía, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio. Su mujer se ocupaba de los pájaros que criaba en libertad, aun en las horas de más calor, protegiéndose del sol con un sombrero de paja de alas grandes, adornado de frutillas artificiales y flores de organdí. Pero cuando bajaba el calor era bueno tomar el fresco en la terraza, él con la vista fija en el mar hasta que se hundía en las tinieblas, y ella en su mecedor de mimbre, con el sombrero roto y las sortijas de fantasía en todos los dedos, viendo pasar los buques del mundo. «Ese va para Puerto Santo», decía ella. «Ese casi no puede andar con la carga de guineos de Puerto Santo», decía. Pues no le parecía posible que pasara un buque que no fuera de su tierra. Él se hacía el sordo, aunque al final ella logró olvidar mejor que él, porque se quedó sin memoria. Permanecían así hasta que terminaban los crepúsculos fragorosos, y tenían que refugiarse en la casa derrotados por los zancudos. Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro.
—¡Ah, caray! —dijo—. ¡He muerto en Estoril!
Su esposa, levitando en el sopor, se espantó con la noticia. Eran seis líneas en la página quinta del periódico que se imprimía a la vuelta de la esquina, en el cual se publicaban sus traducciones ocasionales, y cuyo director pasaba a visitarlo de vez en cuando. Y ahora decía que había muerto en Estoril de Lisboa, balneario y guarida de la decadencia europea, donde nunca había estado, y tal vez el único lugar del mundo donde no hubiera querido morir. La esposa murió de veras un año después, atormentada por el último recuerdo que le quedaba para aquel instante: el del único hijo, que había participado en el derrocamiento de su padre, y fue fusilado más tarde por sus propios cómplices.
El presidente suspiró. «Así somos, y nada podrá redimirnos», dijo. «Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos». Se enfrentó a los ojos africanos de Lazara, que lo escudriñaban sin piedad, y trató de amansarla con su labia de viejo maestro.
—La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?
Lazara lo clavó en su sitio con un silencio de muerte. Pero logró sobreponerse, poco antes de la media noche, y lo despidió con un beso formal. El presidente se opuso a que Homero lo acompañara al hotel, pero no pudo impedir que lo ayudara a conseguir un taxi. De regreso a casa, Homero encontró a su mujer descompuesta, de furia.
—Ese es el presidente mejor tumbado del mundo —dijo ella—. Un tremendo hijo de puta.
A pesar de los esfuerzos que hizo Homero por tranquilizarla, pasaron en vela una noche terrible. Lazara reconocía que era uno de los hombres más bellos que había visto, con un poder de seducción devastadora y una virilidad de semental. «Así como está, viejo y jodido, debe ser todavía un tigre en la cama», dijo. Pero creía que esos dones de Dios los había malbaratado al servicio de la simulación. No podía soportar sus alardes de haber sido el peor presidente de su país. Ni sus ínfulas de asceta, si estaba convencida de que era dueño de la mitad de los ingenios de la Martinica. Ni la hipocresía de su desdén por el poder, si era evidente que lo daría todo por volver un minuto a la presidencia para hacerles morder el polvo a sus enemigos.
—Y todo eso —concluyó—, sólo por tenernos rendidos a sus pies.
—¿Qué puede ganar con eso? —dijo Homero.
—Nada —dijo ella—. Lo que pasa es que la coquetería es un vicio que no se sacia con nada.
Era tanta su furia, que Homero no pudo soportarla en la cama, y se fue a terminar la noche en-vuelto con una manta en el diván de la sala. Lazara se levantó también en la madrugada, desnuda de cuerpo entero, como solía dormir y estar en casa, y hablando consigo misma en un monólogo de una sola cuerda. En un momento borró de la memoria de la humanidad todo rastro de la cena indeseable. Devolvió al amanecer las cosas prestadas, cambió las cortinas nuevas por las viejas y puso los muebles en su lugar, hasta que la casa volvió a ser tan pobre y decente como había sido hasta la noche anterior. Por último arrancó los recortes de prensa, los retratos, los banderines y gallardetes de la campaña abominable, y tiró todo en el cajón de la basura con un grito final.
—¡Al carajo!


Una semana después de la cena, Homero encontró al presidente esperándolo a la salida del hospital, con la súplica de que lo acompañara a su hotel. Subieron los tres pisos empinados hasta una mansarda con una sola claraboya que daba a un cielo de ceniza, y atravesada por una cuerda con ropa puesta a secar. Había además una cama matrimonial que ocupaba la mitad del espacio, una silla simple, un aguamanil y un bidé portátil, y un ropero de pobres con el espejo nublado. El presidente notó la impresión de Homero.
—Es el mismo cubil donde viví mis años de estudiante —le dijo, como excusándose—. Lo reservé desde Fort de France.
Sacó de una bolsa de terciopelo y desplegó sobre la cama el saldo final de sus recursos: varias pulseras de oro con distintos adornos de piedras preciosas, un collar de perlas de tres vueltas y otros dos de oro y piedras preciosas; tres cadenas de oro con medallas de santos y un par de aretes de oro con esmeraldas, otro con diamantes y otro con rubíes; dos relicarios y un guardapelos, once sortijas con toda clase de monturas preciosas y una diadema de brillantes que pudo haber sido de una reina. Luego sacó de un estuche distinto tres pares de mancornas de plata y dos de oro con sus correspondientes pisacorbatas, y un reloj de bolsillo enchapado en oro blanco. Por último sacó de una caja de zapatos sus seis condecoraciones: dos de oro, una de plata, y el resto, chatarra pura.
—Es todo lo que me queda en la vida —dijo.
No tenía más alternativas que venderlo todo para completar los gastos médicos, y deseaba que Homero le hiciera el favor con el mayor sigilo. Sin embargo Homero no se sintió capaz de complacerlo mientras no tuviera las facturas en regla.
El presidente le explicó que eran las prendas de su esposa heredadas de una abuela colonial que a su vez había heredado un paquete de acciones en minas de oro en Colombia. El reloj, las mancuernas y los pisacorbatas eran suyos. Las condecoraciones, por supuesto, no fueron antes de nadie.
—No creo que alguien tenga facturas de cosas así —dijo.
Homero fue inflexible.
—En ese caso —reflexionó el presidente—, no me quedará más remedio que dar la cara.
Empezó a recoger las joyas con una calma calculada. «Le ruego que me perdone, mi querido Homero, pero es que no hay peor pobreza que la de un presidente pobre», le dijo. «Hasta sobrevivir parece indigno». En ese instante, Homero lo vio con el corazón, y le rindió sus armas.
Aquella noche, Lazara regresó tarde a casa. Des-de la puerta vio las joyas radiantes bajo la luz mercurial del comedor, y fue como si hubiera visto un alacrán en su cama.
—No seas bruto, negro —dijo, asustada—. ¿Por qué están aquí esas cosas?
La explicación de Homero la inquietó todavía más. Se sentó a examinar las joyas, una por una, con una meticulosidad de orfebre. A un cierto momento suspiró: «Debe ser una fortuna». Por último se quedó mirando a Homero sin encontrar una salida para su ofuscación.
—Carajo —dijo—. ¿Cómo hace uno para saber si todo lo que ese hombre dice es verdad?
—¿Y por qué no? —dijo Homero—. Acabo de ver que él mismo lava su ropa, y la seca en el cuarto igual que nosotros, colgada en un alambre.
—Por tacaño —dijo Lázara.
—O por pobre —dijo Homero. Lazara volvió a examinar las joyas, pero ahora con menos atención, porque también ella estaba vencida. Así que la mañana siguiente se vistió con lo mejor que tenía, se aderezó con las joyas que le parecieron más caras, se puso cuantas sortijas pudo en cada dedo, hasta en el pulgar, y cuantas pulseras pudo ponerse en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio, donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas preguntas, y entró aterrorizada pero pisando firme.
Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y pálido, le hizo una venia teatral al besarle la mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo.
El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de mostradores individuales, y extendió encima un pañuelo inmaculado. Luego se sentó frente a Lazara, y esperó.
—¿En qué puedo servirle?
Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la vista, y fue poniéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería, dijo, era conocer su verdadero valor.
El joyero se puso el monóculo en el ojo izquierdo, y empezó a examinar las alhajas con un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó:
—¿De dónde es usted?
Lázara no había previsto esa pregunta.
—Ay, mi señor —suspiró—. De muy lejos.
—Me lo imagino —dijo él.
Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriñaba sin misericordia con sus terribles ojos de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diadema de diamantes, y la puso aparte de las otras joyas.
Lazara suspiró.
—Es usted un Virgo perfecto —dijo.
El joyero no interrumpió el examen
—¿Cómo lo sabe?
—Por el modo de ser —dijo Lázara.  
Él no hizo ningún comentario hasta que terminó, y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio.
—¿De dónde viene todo esto?
—Herencia de una abuela —dijo Lázara con voz tensa—. Murió el año pasado en Paramáribo a los noventa y siete años.
El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo brillar bajo la luz deslumbrante.
—Salvo esta —dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico.
En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los ópalos, todas, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el joyero, mientras recogía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pasar de una generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico. El vendedor la consoló:
—Ocurre a menudo, señora.
—Ya lo sé —dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas.
Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso todo sobre la mesa.
—¿También esto? —preguntó el joyero.
—Todo —dijo Lazara.
Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la despidió en la puerta con la misma ceremonia del saludo. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle el paso, la demoró un instante.
—Y una última cosa, señora —le dijo—: soy Acuario.
A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas que estaba usando.
Lazara le devolvió el anillo.
—Esto no —le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.
El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj del chaleco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso en su lugar.
—¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?
—Ya vendimos uno —dijo el presidente.
—Sí, pero no por el reloj sino por el oro.
—También este es de oro —dijo el presidente.
—Sí —dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué hora es.
Tampoco le aceptó la montura de oro de los lentes, aunque él tenía otro par de carey. Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas.
—Además —dijo—. Con esto alcanza.
Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin consultárselo, y se la llevó para secarla y plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero conduciendo y Lazara en la parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tarde malva. El viento había arrancado las últimas hojas, y los árboles parecían fósiles desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour tiens bien la barre, le temps va passer par là, et le temps est un barbare dans le genre d'Attila, par là où son cheval passe l’amour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un rato, ella pareció despertar de un largo sueño.
—Carajo —dijo.
—¿Qué?
—El pobre viejo —dijo Lazara—. ¡Qué vida de mierda!


El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como estaban. En rigor, el único consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto compartido con otros enfermos, y pudieron visitarlo. Era otro: desorientado y macilento, y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua prestancia sólo le quedaba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos bastones ortopédicos fue descorazonador. Lázara se quedaba a dormir a su lado para ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas vela-das interminables acabaron con las últimas reticencias de Lazara.
A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador meticuloso de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hospital y se lo llevó en su ambulancia con otros empleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la realidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de antaño estaba muy lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Marsella el 13 de diciembre, contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A última hora el dinero no alcanzó para tanto, y Lázara quiso completarlo a escondidas de su marido con un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero también allí encontró menos de lo que suponía. Entonces Homero le confesó que lo había cogido a escondidas de ella para completar la cuenta del hospital.
—Bueno —se resignó Lázara—. Digamos que era el hijo mayor
El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la esposa muerta, que nunca trató de vender, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero cayó en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo último que vio Lázara fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guardián del tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío. Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las lágrimas.
—Dios mío —le gritó—, ese hombre no se muere con nada.
Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en la que ya era imposible reconocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como antes, pero él decidió no hacerle caso y dedicarse a vivir la vida como viniera. El poeta Aimé Césaire le había regalado otro bastón con incrustaciones de nácar, pero había resuelto no usarlo. Hacía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resultaban al revés. El día que cumplió los setenta y cinco años se había tomado unas copitas del exquisito ron de la Martinica, que le sentaron muy bien, y volvió a fumar. No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor. Sin embargo, el motivo real de la carta era comunicarles que se sentía tentado de volver a su país para ponerse al frente de un movimiento renovador, por una causa justa y una patria digna, aunque sólo fuera por la gloria mezquina de no morirse de viejo en su cama. En ese sentido, concluía la carta, el viaje a Ginebra había sido providencial.

Junio 1979



Gabriel García Márquez / La santa

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René Magritte
El maestro de escuela, 1954
Ginebra, colección privada
Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
LA SANTA

Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años y volvía a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.
-¿Qué pasó con la santa?
-Ahí está la santa –me contestó-. Esperando.
Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de su respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años pensé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca dejé que me encontrara fue porque el final de su historia me parecía inimaginable.
Había venido a Roma en aquella primavera radiante en que Pío XII padecía una crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechiceros habían logrado remediar. Salía por primera vez de su escarpada aldea de Tolima, en los Andes colombianos, y se le notaba hasta en el modo de dormir. Se presentó una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por teléfono al tenor Rafael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensión donde ambos vivíamos. Así lo conocí.
Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso encontraba a su alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella muchacha que murió poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más bella aún que la madre, murió de fiebre esencial a los siete años. Pero la verdadera historia de Margarito Duarte había empezado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo de mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la niña seguía intacta después de once años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterrado. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuerpo carecía de peso.
Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma inequívoco de la santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un asunto de la nación.
Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Parioli, Margarito Duarte quitó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo participamos del milagro. No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una niña vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y causaban la impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los azahares falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió siendo igual cuando sacamos el cuerpo.
Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda diplomática más compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimañas se le ocurrieron para sortear los incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones humanitarias encontraba a su paso, donde lo escuchaban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones inmediatas que nunca culminaron. La verdad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no sólo a los más refinados recursos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le mandaban del mundo entero.
Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo. Margarito llevó la santa a la primera audiencia semanal con la esperanza de mostrársela. El Papa apareció en el patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pronunció el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general.
Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito decidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la Secretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó darle una mirada oficial a la niña muerta, y los empleados que pasaban cerca la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le contó que el año anterior había recibido más de ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos en distintos lugares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla.
-Debe ser un caso de sugestión colectiva –dijo.
En sus escasas horas libres y en los áridos domingos de verano, Margarito permanecía en su cuarto, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia, escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su caligrafía preciosista de amanuense mayor, para rendir cuentas estrictas y oportunas a los contribuyentes de su pueblo. Antes de terminar el año conocía los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de que cambiara su vestido fúnebre, y el chaleco y el sombrero de magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines inconfesables. Salía desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente.
-Los santos viven en su tiempo propio –decía.
Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calvario con una intensidad inolvidable. La pensión donde dormíamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su esposo, por el mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella.
Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra.
-Eres San Marcos reencarnado, figlio mio -exclamaba la tía Antonieta asombrada de veras-. Sólo él podía hablar con los leones.
Una mañana no fue el león el que dio la réplica. El tenor inició el dueto de amor del Otello: Già nella notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la respuesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz del vecindario que abrió las ventanas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que su Desdémona invisible era nada menos que la gran María Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a la fonética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para formularse un juicio de consolación.
-No son el mismo caso –dijo-. A estos se les nota enseguida que están muertos.
Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de mediodía se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organiza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo descarriado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desasosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuenta al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la universidad de Siena, pensó que Margarito debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que era inválida, no se le ocurrió otra.
-En todo caso –dijo- no son rugidos de guerra sino de compasión.
Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la conmoción de Margarito cuando se detuvieron a conversar con las muchachas del parque. Lo comentó en la mesa, y unos por picardía, y otros por comprensión, estuvimos de acuerdo en que sería una buena obra ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de nuestros corazones, María Bella se apretó la pechuga de madraza bíblica con sus manos empedradas de anillos de fantasía.
-Yo lo haría por caridad –dijo-, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco.
Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó en ancas de su vespa a la mariposita que le pareció más propicia para darle una hora de buena compañía a Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba, la bañó con jabón de olor, la secó, la perfumó con su agua de colonia personal, y la empolvó de cuerpo entero con su talco alcanforado para después de afeitarse. Por último le pagó el tiempo que ya llevaban y una hora más, y le indicó letra por letra lo que debía hacer.
La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un sueño de la siesta, y dio dos golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abrió la puerta.
-Buona sera giovanotto –le dijo ella, con voz y modos de colegiala-. Mi manda il tenore.
Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la puerta para darle paso, y ella se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla con el debido respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo que se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado.
La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido sin cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qué hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de madera sobre la chimenea. Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que entreabrió la persiana para que entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó la mandíbula. O como nos dijo después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se equivocó de sentido en el corredor, y se encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lámpara de mi cuarto. Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy entrada la noche.
La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía atornillar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. "Es que en esta casa espantan", me dijo. "Y ahora a pleno día". Me contó con una gran convicción que, durante la guerra, un oficial alemán degolló a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor. Muchas veces, mientras andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la aparición de la bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.
-Acabo de verla caminando en pelota por el corredor –dijo-. Era idéntica.
La ciudad recobró su rutina de otoño. Las terrazas floridas del verano se cerraron con los primeros vientos, y el tenor y yo volvimos a la tractoría del Trastévere donde solíamos cenar con los alumnos de canto del conde Carlo Calcagni, y algunos compañeros míos de la escuela de cine. Entre estos últimos, el más asiduo era Lakis, un griego inteligente y simpático, cuyo único tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la injusticia social. Por fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de ópera cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a nadie aun después de la media noche. Al contrario, algunos trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para aplaudir.
Una noche, mientras cantábamos, Margarito entró en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de mostrarle la santa al párroco de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito era de dominio público. Alcancé a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se sentó mientras terminábamos de cantar. Como siempre ocurría al filo de la media noche, reunimos varias mesas cuando la tractoría empezó a desocuparse, y quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido allí como el colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis, intrigado, le preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la situación. Margarito fue el único que tomó la pregunta con toda naturalidad.
-No es un violonchelo –dijo-. Es la santa.
Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la cocina con sus delantales ensangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las cocineras se arrodilló con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rezó en silencio.
Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión sobre la insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más radical. Lo único que quedó claro al final fue su idea de hacer una película crítica con el tema de la santa.
-Estoy seguro –dijo- que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.
Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guión, uno de los grandes de la historia del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al margen de la escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los ánimos. "Lástima que haya que filmarlo", decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de su casa.
El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea que le habíamos anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó a Margarito a una mesa preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que menos imaginábamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie de parálisis mental.
-Ammazza!–murmuró espantado.
Miró a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo despidió con unas palmaditas en la espalda. "Gracias, hijo, muchas gracias", le dijo. "Y que Dios te acompañe en tu lucha". Cuando cerró la puerta se volvió hacia nosotros, y nos dio su veredicto.
-No sirve para el cine –dijo-. Nadie lo creería.
Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había ni que pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos recibió con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Margarito.
Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o tres condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.
-Ya lo tengo -gritó-. La película será un cañonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la niña.
-¿En la película o en la vida? -le pregunté.
Él reprimió la contrariedad. "No seas tonto", me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el destello de una idea irresistible. "A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real", dijo, y reflexionó en serio:
-Debería probar.
Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa, como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo escuchábamos deslumbrados, con la impresión de estar viendo las imágenes como pájaros fosforescentes que se le escapaban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.
-Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito entra en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y le dice con toda la ternura del mundo: "Por el amor de tu padre, hijita: levántate y anda".
Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:
-¡Y la niña se levanta!
Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no encontrábamos qué decir. Salvo Lakis, el griego, que levantó el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra.
-Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini-: Perdóneme, maestro, pero no lo creo.
Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito.
-¿Y por qué no?
-Qué sé yo -dijo Lakis, angustiado-. Es que no puede ser.
-Ammazza! -gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el barrio entero-. Eso es lo que más me jode de los estalinistas: que no creen en la realidad.
En los quince años siguientes, según él mismo me contó, Margarito llevó la santa a Castelgandolfo por si se daba la ocasión de mostrarla. En una audiencia de unos doscientos peregrinos de América Latina alcanzó a contar la historia, entre empujones y codazos, al benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la niña porque debió dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros peregrinos, en previsión de un atentado. El Papa lo escuchó con tanta atención como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita de aliento.
-Bravo, figlio mio -le dijo-. Dios premiará tu perseverancia.
Sin embargo, cuando de veras se sintió en vísperas de realizar su sueño fue durante el reinado fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de éste, impresionado por la historia de Margarito, le prometió su mediación. Nadie le hizo caso. Pero dos días después, mientras almorzaban, alguien llamó a la pensión con un mensaje rápido y simple para Margarito: no debía moverse de Roma, pues antes del jueves sería llamado del Vaticano para una audiencia privada.
Nunca se supo si fue una broma. Margarito creía que no, y se mantuvo alerta. Nadie salió de la casa. Si tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: "Voy al baño". María Bella, siempre graciosa en los primeros albores de la vejez, soltaba su carcajada de mujer libre.
-Ya lo sabemos, Margarito -gritaba-, por si te llama el Papa.
La semana siguiente, dos días antes del telefonema anunciado, Margarito se derrumbó ante el titular del periódico que deslizaron por debajo de la puerta: Morto il Papa. Por un instante lo sostuvo en vilo la ilusión de que era un periódico atrasado que habían llevado por equivocación, pues no era fácil creer que muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el sonriente Albino Luciani, elegido treinta y tres días antes, había amanecido muerto en su cama.
Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera pensado en él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los estragos del tiempo para pensar en nadie. Caía sin cesar una llovizna boba como el caldo tibio, la luz de diamante de otros tiempos se había vuelto turbia, y los lugares que habían sido míos y sustentaban mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensión seguía siendo la misma, pero nadie dio razón de María Bella. Nadie contestaba en seis números de teléfono que el tenor Ribero Silva me había mandado a través de los años. En un almuerzo con la nueva gente de cine evoqué la memoria de mi maestro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un instante, hasta que alguien se atrevió a decir:
-Zavattini? Mai sentito.
Así era: nadie había oído hablar de él. Los árboles de la Villa Borghese estaban desgreñados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido devorado por una maleza sin flores, y las bellas de antaño habían sido sustituidas por atletas andróginos travestidos de manolas. El único sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se moría de amor en las tractorías plastificadas de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras nostalgias era ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Césares. De pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en seco en una callecita del Trastévere:
-Hola, poeta.
Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba los primeros síntomas de la decrepitud, y él seguía esperando. "He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más", me dijo al despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. "Puede ser cosa de meses". Se fue arrastrando los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización.

Agosto 1981.




Gabriel García Márquez / El avión de la bella durmiente

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Mujer dormida
George Hendrik Breitner
Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
EL AVIÓN DE LA BELLA DURMIENTE


Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla, de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.
—Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.
—Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
—En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa—. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiana que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espumas, de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.
Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.

Junio 1982.





Gabriel García Márquez / Me alquilo para soñar

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Lost in Dreams
Jennifer Reed
Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
ME ALQUILO PARA SOÑAR

A las nueve de la mañana, mientras desayunába­mos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios au­tomóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encon­traban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron he­ridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.
Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilita­ron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro des­baratado, los botines descosidos y la ropa en piltra­fas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portu­gal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nom­bre no me dijo nada cuando leí la noticia en los pe­riódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice dere­cho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y be­biendo cerveza de barril en una taberna de estudian­tes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su es­pléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el caste­llano primario que hablaba sin respirar con un acen­to de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irre­conciliables que dejó la Segunda Guerra había aca­bado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imagi­narme un ámbito más adecuado para aquella com­patriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su ori­gen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conoci­mos con el trabalenguas germánico que le inventa­ron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había he­cho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe: -Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar ins­tauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conser­van más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos.
-Lo que ese sueño significa -dijo-no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuan­do era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escon­didas, y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había pensado que aquella facul­tad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. En­tonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: «Sueño». Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las su­persticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el des­tino diario de la familia a través de los sueños.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pro­nósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
-He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo -me dijo-. Debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde enton­ces me he considerado sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena.
Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por pri­mera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con no­sotros una mañana de caza mayor en las librerías de¡ viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera] sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y re­finado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de come­dor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejem­plar. Se comió tres langostas enteras descuartizán­dolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiem­po devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Gali­cia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Ali­cante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto,, como los franceses, sólo hablaba de otras ex­quisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de ¡boga­vante, y me dijo en voz muy baja: alguien detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la in­duje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
-Sólo la poesía es clarividente -dijo.
Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Aus­tria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una co­lina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había termi­nado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a espe­rar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.
-A propósito -me dijo-: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.
-Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré -le dije-. Por si acaso.
A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando me­nos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.
-Soñé con esa mujer que sueña -dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
-Soñé que ella estaba soñando conmigo-dijo él.
-Eso es de Borges -le dije. Él me miró desencantado.
-¿Ya está escrito?
-Si no está escrito lo va a escribir alguna vez -le dije-. Será uno de sus laberintos.
Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos flui­dos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.
-Soñé con el poeta -nos dijo. Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
-Soñé que él estaba soñando conmigo -dijo, y mi cara de asombro la confundió-. ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embaja­dor me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. «No se imagina lo extraordina­ria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y pro­siguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final.
-En concreto, -le precisé por fin-: ¿qué hacía?
-Nada -me dijo él, con un cierto desencan­to-. Soñaba.

Marzo 1980.





Gabriel García Márquez / "Sólo vine a hablar por teléfono"

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
"SÓLO VINE A LLAMAR POR TELÉFONO"

Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.
-Están dormidas -murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.
-¿Dónde estamos? -le preguntó María.
-Hemos llegado -contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.
-¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.
-Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. "En el camino se secan", le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó "Buena suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: "¡Alto he dicho!". María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:
-Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.
-Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dijo María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
-Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -dijo María.
-De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.
-Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.
-Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.
El médico se incorpor      ó con toda la majestad de su rango. "Todavía no, reina", le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. "Todo se hará a su tiempo". Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
-Confía en mí -le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometió mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. "Hay amores cortos y hay amores largos", le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: "Este fue corto". Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. "¿Y ahora hasta cuándo?", le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: "El amor es eterno mientras dura". Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por María. "No sé nada", dijo Saturno. "Búsquenla en Zaragoza". Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un número de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. "El señorito se ha ido", le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
-Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.
-Ya lo sé -le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
-¿Pero quién coño habla ahí?
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.
La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:
-¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
-En los profundos infiernos.
-Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oye a los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. "Tendrás todo", le decía, trémula. "Serás la reina". Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir más lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.
-Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:
-Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos
-¡Maricón! -dijo María.
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.
-¿Bueno?
Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
-Conejo, vida mía -suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:
-¡Puta!
Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
-Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
-Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.
El director asintió complacido. "No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo", dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
-Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
-Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El medico hizo un ademán de sabio. "Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan", dijo. "Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura". Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
-Sígale la corriente -dijo.
-Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.     
La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
-¿Cómo te sientes? -le preguntó él.
-Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.
-Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la misma.
-Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. "En síntesis", concluyó, "aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo". María entendió la verdad.
-¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. No me digas que tú también crees que estoy loca!
-¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.
-¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! -dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
-¡Váyase!
Saturno huyó despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.
-Es una reacción típica -lo consoló el director-. Ya pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y en cinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.

Abril 1978.



Gabriel García Márquez / Espantos de agosto

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
ESPANTOS DE AGOSTO
Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
–Menos mal –dijo ella– porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
–El más grande –sentenció– fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. «Qué tontería –me dije–, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos». Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

Octubre 1980.



Gabriel García Márquez / María dos Prazeres

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
MARIA DOS PRAZERES

El hombre de la agencia funeraria llegó tan pun­tual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sen­tía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de Cavidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar adelante.
-Perdóneme esta facha de murciélago -dijo-, pero llevo más de cincuenta años en Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anuncia­da.
Hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una mulata es­belta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El vende­dor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y le besó la mano con una reverencia.
-Eres un hombre como los de mis tiempos -dijo María dos Prazeres con una carcajada de gra­nizo-. Siéntate.
Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bas­tante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un paso de la puerta sin saber qué decir, mientras María dos Prazeres descorría las gruesas cortinas de peluche de las ventanas. El tenue resplandor de abril iluminó apenas el ámbito meticuloso de la sala que más bien parecía la vitrina de un anticuario. Eran cosas de uso cotidiano, ni una más ni una menos, y cada una parecía puesta en su espacio natural, y con un gusto tan certero que habría sido difícil encontrar otra casa mejor servida aun en una ciudad tan antigua y secreta como Barcelona.
-Perdóneme -dijo-. Me he equivocado de puerta.
-Ojalá -dijo ella-, pero la muerte no se equi­voca.
El vendedor abrió sobre la mesa del comedor un gráfico con muchos pliegues como una carta de ma­rear con parcelas de colores diversos y numerosas cruces y cifras en cada color. María dos Prazeres comprendió que era el plano completo del inmenso panteón de Montjuich, y se acordó con un horror muy antiguo del cementerio de Manaos bajo los aguaceros de octubre, donde chapaleaban los tapires entre túmulos sin nombres y mausoleos de aventu­reros con vitrales florentinos. Una mañana, siendo muy niña, el Amazonas desbordado amaneció con­vertido en una ciénaga nauseabunda, y ella había visto los ataúdes rotos flotando en el patio de su casa con pedazos de trapos y cabellos de muertos en las grietas. Aquel recuerdo era la causa de que hubiera elegido el cerro de Montjuich para descan­sar en paz, y no el pequeño cementerio de San Ger­vasio, tan cercano y familiar.
-Quiero un lugar donde nunca lleguen las aguas -dijo.
-Pues aquí es -dijo el vendedor, indicando el sitio en el mapa con un puntero extensible que lle­vaba en el bolsillo como una estilográfica de ace­ro-No hay mar que suba tanto.
Ella se orientó en el tablero de colores hasta encontrar la entrada principal, donde estaban las tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres donde yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos. María dos Prazeres había asistido al entierro de Du­rruti, el más triste y tumultuoso de cuantos hubo jamás en Barcelona, y quería reposar cerca de su tumba. Pero no había ninguna disponible en el vasto panteón sobrepoblado. De modo que se resignó a lo posible. «Con la condición -dijo-de que no me vayan a meter en una de esas gavetas de cinco años donde una queda como en el correo». Luego, recordando de pronto el requisito esencial, concluyó:
-Y sobre todo, que me entierren acostada.
En efecto, como réplica a la ruidosa promoción de tumbas vendidas con cuotas anticipadas, circula­ba el rumor de que se estaban haciendo enterramien­tos verticales para economizar espacio. El vendedor explicó, con la precisión de un discurso aprendido de memoria, y muchas veces repetido, que esa ver­sión era un infundio perverso de las empresas fune­rarias tradicionales para desacreditar la novedosa promoción de las tumbas a plazos. Mientras lo ex­plicaba llamaron a la puerta con tres golpecitos discretos, y él hizo una pausa incierta, pero María dos Prazeres le indicó que siguiera.
-No se preocupe -dijo en voz muy baja-. Es el Noi.
El vendedor retomó el hilo, y María dos Prazeres quedó satisfecha con la explicación. Sin embar­go, antes de abrir la puerta quiso hacer una síntesis final de un pensamiento que había madurado en su corazón durante muchos años, y hasta en sus por­menores más íntimos, desde la legendaria creciente de Manaos.
-Lo que quiero decir -dijo-es que busco un lugar donde esté acostada bajo la tierra, sin riesgos de inundaciones y si es posible a la sombra de los árboles en verano, y donde no me vayan a sacar después de cierto tiempo para tirarme en la basura.
Abrió la puerta de la calle y entró un perrito de aguas empapado por la llovizna, y con un talante de perdulario que no tenía nada que ver con el resto de la casa. Regresaba del paseo matinal por el ve­cindario, y al entrar padeció un arrebato de alboro­zo. Saltó sobre la mesa ladrando sin sentido y estu­vo a punto de estropear el plano del cementerio con las patas sucias de barro. Una sola mirada de la due­ña bastó para moderar sus ímpetus.
-¡Noi! -le dijo sin gritar-. ¡Baixa d'ací!
El animal se encogió, la miró asustado, y un par de lágrimas nítidas resbalaron por su hocico. Enton­ces María dos Prazeres volvió a ocuparse del vende­dor, y lo encontró perplejo.
-¡Collons!, -exclamó él-. ¡Ha llorado!
-Es que está alborotado por encontrar alguien aquí a esta hora -lo disculpó María dos Prazeres en voz baja-. En general, entra en la casa con más cuidado que los hombres. Salvo tú, como ya he visto.
-¡Pero ha llorado, cono! -repitió el vendedor y enseguida cayó en la cuenta de su incorrección y se excusó ruborizado-: Usted perdone, pero es que esto no se ha visto ni en el cine.
-Todos los perros pueden hacerlo si los ense­ñan -dijo ella-. Lo que pasa es que los dueños se pasan la vida educándolos con hábitos que los hacen sufrir, como comer en platos o hacer sus porquerías a sus horas y en el mismo sitio. Y en cambio no les enseñan las cosas naturales que les gustan, como reír y llorar. ¿Por dónde íbamos?
Faltaba muy poco. María dos Prazeres tuvo que resignarse también a los veranos sin árboles, porque los únicos que había en el cementerio tenían las som­bras reservadas para los jerarcas del régimen. En cambio, las condiciones y las fórmulas del contrato eran superfluas, porque ella quería beneficiarse del descuento por el pago anticipado y en efectivo.
Sólo cuando habían terminado, y mientras guar­daba otra vez los papeles en la cartera, el vendedor examinó la casa con una mirada consciente y lo es­tremeció el aliento mágico de su belleza. Volvió a mirar a María dos Prazeres como si fuera por pri­mera vez.
-¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? -preguntó él.
Ella lo dirigió hacia la puerta.
-Por supuesto -le dijo-, siempre que no sea la edad.
-Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente por las cosas que hay en su casa, y la verdad es que aquí no acierto -dijo él-. ¿Qué hace usted?
María dos Prazeres le contestó muerta de risa:
-Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota?
El vendedor enrojeció.
-Lo siento.
-Más debía sentirlo yo -dijo ella, tomándolo del brazo para impedir que se descalabrara contra la puerta-. ¡Y ten cuidado! No te rompas la crisma antes de dejarme bien enterrada.
Tan pronto como cerró la puerta cargó el perrito y empezó a mimarlo, y se sumó con su hermosa voz africana a los coros infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en el parvulario vecino. Tres me­ses antes había tenido en sueños la revelación de que iba a morir, y desde entonces se sintió más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad. Había previsto con tanto cuidado la repartición póstuma de sus cosas y el destino de su cuerpo, que en ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a na­die. Se había retirado por voluntad propia con una fortuna atesorada piedra sobre piedra pero sin sacri­ficios demasiado amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y noble pueblo de Gra­cia, ya digerido por la expansión de la ciudad. Había comprado el entresuelo en ruinas, siempre oloroso a arenques ahumados, cuyas paredes carcomidas por el salitre conservaban todavía los impactos de algún combate sin gloria. No había portero, y en las es­caleras húmedas y tenebrosas faltaban algunos pel­daños, aunque todos los pisos estaban ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la cocina, forró las paredes con colgaduras de colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas de terciopelo en las ventanas. Por último llevó los muebles primoro­sos, las cosas de servicio y decoración y los arcenes de sedas y brocados que los fascistas robaban de las residencias abandonadas por los republicanos en la estampida de la derrota, y que ella había ido com­prando poco a poco, durante muchos años, a pre­cios de ocasión y en remates secretos. El único vín­culo que le quedó con el pasado fue su amistad con el conde de Cardona, que siguió visitándola el últi­mo viernes de cada mes para cenar con ella y hacer un lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad de la juventud se mantuvo en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias he­ráldicas a una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo caminando por la sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya propia. María dos Prazeres no conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de enfrente, donde vivía desde hacía poco una pareja muy joven con una niña de nueve años. Le parecía increíble, pero era cierto, que nunca se hubiera cruzado con nadie más en las escaleras.
Sin embargo, la repartición de su herencia le de­mostró que estaba más implantada de lo que ella misma suponía en aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional se fundaba en el pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había re­partido entre la gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio estaba segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto preparado con tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba de haberlo visto todo, no podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando de memoria a sus amanuenses la lista minuciosa de sus bienes, con el nombre preciso de cada cosa en catalán medieval, y la lista completa de los herederos con sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupa­ban en su corazón.
Después de la visita del vendedor de entierros terminó por convertirse en uno más de los numero­sos visitantes dominicales del cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba sembró flores de cuatro estaciones en los canteros, regaba el césped recién nacido y lo igualaba con tijera de podar hasta dejar­lo como las alfombras de la alcaldía, y se familiarizó tanto con el lugar que terminó por no entender cómo fue que al principio le pareció tan desolado.
En su primera visita, el corazón le había dado un salto cuando vio junto al portal las tres tumbas sin nombres, pero no se detuvo siquiera a mirarlas, porque a pocos pasos de ella estaba el vigilante in­somne. Pero el tercer domingo aprovechó un des­cuido para cumplir uno más de sus grandes sueños, y con el carmín de labios escribió en la primera lá­pida lavada por la lluvia: Durruú. Desde entonces, siempre que pudo volvió a hacerlo, a veces en una tumba, en dos o en las tres, y siempre con el pulso firme y el corazón alborotado por la nostalgia.
Un domingo de fines de septiembre presenció el primer entierro en la colina. Tres semanas después, una tarde de vientos helados, enterraron a una joven recién casada en la tumba vecina de la suya. A fin de año, siete parcelas estaban ocupadas, pero el in­vierno efímero pasó sin alterarla. No sentía malestar alguno, y a medida que aumentaba el calor y entraba el ruido torrencial de la vida por las ventanas abier­tas se encontraba con más ánimos para sobrevivir a los enigmas de sus sueños. El conde de Cardona que pasaba en la montaña los meses de más calor la encontró a su regreso más atractiva aún que en su sorprendente juventud de los cincuenta años.
Al cabo de muchas tentativas frustradas, María dos Prazeres consiguió que Noi distinguiera su tum­ba en la extensa colina de tumbas iguales. Luego se empeñó en enseñarlo a llorar sobre la sepultura va­cía para que siguiera haciéndolo por costumbre des­pués de su muerte. Lo llevó varias veces a pie desde su casa hasta el cementerio, indicándole puntos de referencia para que memorizara la ruta del autobús de las Ramblas, hasta que lo sintió bastante diestro para mandarlo solo.
El domingo del ensayo final, a las tres de la tar­de, le quitó el chaleco de primavera, en parte porque el verano era inminente y en parte para que llamara menos la atención, y lo dejó a su albedrío. Lo vio alejarse por la acera de sombra con un trote ligero y el culito apretado y triste bajo la cola alborotada, y logró a duras penas reprimir los deseos de llorar, por ella y por él, y por tantos y tan amargos años de ilusiones comunes, hasta que lo vio doblar hacia el mar por la esquina de la Calle Mayor. Quince minutos más tarde subió en el autobús de las Ram­blas en la vecina Plaza de Lesseps, tratando de verlo sin ser vista desde la ventana, y en efecto lo vio entre las parvadas de niños dominicales, lejano y serio, esperando el cambio del semáforo de peatones del Paseo de Gracia.
«Dios mío», suspiró.
«Qué solo se ve».
Tuvo que esperarlo casi dos horas bajo el sol brutal de Montjuich. Saludó a varios dolientes de otros domingos menos memorables, aunque apenas sí los reconoció, pues había pasado tanto tiempo desde que los vio por primera vez, que ya no lleva­ban ropas de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus muertos. Poco después, cuando se fueron todos, oyó un bramido lúgubre que espantó a las gaviotas, y vio en el mar inmenso un trasatlántico blanco con la bandera del Brasil, y deseó con toda su alma que le trajera una carta de alguien que hubiera muerto por ella en la cárcel de Pernambuco. Poco después de las cinco, con doce minutos de adelanto, apareció el Noi en la colina, babeando de fatiga y de calor, pero con unas ínfulas de niño triunfal. En aquel instante, María dos Prazeres superó el terror de no tener a nadie que llorara sobre su tumba.
Fue en el otoño siguiente cuando empezó a per­cibir signos aciagos que no lograba descifrar, pero que le aumentaron el peso del corazón. Volvió a tomar el café bajo las acacias doradas de la Plaza del Reloj con el abrigo de cuello de colas de zorros y el sombrero con adorno de flores artificiales que de tanto ser antiguo había vuelto a ponerse de moda. Agudizó el instinto. Tratando de explicarse su propia ansiedad escudriñó la cháchara de las vendedoras de pájaros de las Ramblas, los susurros de los hombres en los puestos de libros que por primera vez muchos años no hablaban de fútbol, los hondos vicios de los lisiados de guerra que les echaban ajas de pan a las palomas, y en todas partes en­tró señales inequívocas de la muerte. En Navidad se encendieron las luces de colores entre las acacias, y salían músicas y voces de júbilo por los balcon­es, y una muchedumbre de turistas ajenos a nuestro destino invadieron los cafés al aire libre, pero dentro de la fiesta se sentía la misma tensión reprimida que precedió a los tiempos en que los anarquistas se hicieron dueños de la calle. María dos Prazeres, que había vivido aquella época de grandes pasiones, no conseguía dominar la inquietud, y por primera vez fue despertada en mitad del sueño por zarpazos de pavor. Una noche, agentes de la Seguridad del Estado asesinaron a tiros frente a su ventana un estudiante que había escrito a brocha gorda en el muro: Visca Catalunya lliure.
¡Dios mío -se dijo asombrada-es como si todo se estuviera muriendo conmigo!»
Sólo había conocido una ansiedad semejante siendo muy niña en Manaos, un minuto antes del amanecer, cuando los ruidos numerosos de la noche cesaban de pronto, las aguas se detenían, el tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silenció abismal que sólo podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella tensión irresistible, el 10 viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
La visita se había convertido en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las nueve de la no­che con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la tarde para que se notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos favoritos de los catala­nes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente surtida de frutas de la estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono frag­mentos de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto que le duraba hasta el final de los discos.
Después de la cena, larga y bien conversada, ha­cían de memoria un amor sedentario que les dejaba a ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la inminencia de la media no­che, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.
Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba con­sejos oportunos para el buen manejo de sus ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el modo de tenerlas para que no se des­cubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo, fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de Gracia, cuando en su burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para los gus­tos modernos, y quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas que por cinco pesetas les enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había contado al conde que su madre la vendió a los ca­torce años en el puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco turco la disfrutó sin piedad durante la travesía del Atlántico, y luego la dejó abandonada sin dinero, sin idioma y sin nombre, en la ciénaga de luces del Paralelo. Ambos eran conscientes de tener tan pocas cosas en común que nunca se sentían más solos que cuando estaban juntos, pero ninguno de los dos se había atrevido a lastimar los cantos de la costumbre. Necesitaron de una conmoción nacional para darse cuenta, ambos al mismo tiempo, de cuánto se habían odiado, y con cuánta ternura, durante tantos años.
Fue una deflagración. El conde de Cardona estaba escuchando el dueto de amor de La Bohéme, cantado por Licia Albanese y Bemamino Gigli, cuando le llegó una ráfaga casual de las noticias de radio que María dos Prazeres escuchaba en la cocina. Se acercó en puntillas y también él escuchó. El general Francisco Franco, dictador eterno de España, había asumido la responsabilidad de decidir el destino final de tres separatistas vascos que acababan de ser condenados a muerte. El conde exhaló un suspiro alivio.
-Entonces los fusilarán sin remedio -dijo-, porque el Caudillo es un hombre justo.
María dos Prazeres fijó en él sus ardientes ojos de cobra real, y vio sus pupilas sin pasión detrás de las antiparras de oro, los dientes de rapiña, las manos híbridas de animal acostumbrado a la humedad y las tinieblas. Tal como era.
-Pues ruégale a Dios que no -dijo-, porque con uno solo que fusilen yo te echaré veneno en la sopa.
El Conde se asustó.
-¿Y eso por qué?
-Porque yo también soy una puta justa.
El conde de Cardona no volvió jamás, y María dos Prazeres tuvo la certidumbre de que el último ciclo de su vida acababa de cerrarse. Hasta hacía poco, en efecto, le indignaba que le cedieran el asien­to en los autobuses, que trataran de ayudarla a cru­zar la calle, que la tomaran del brazo para subir las escaleras, pero había terminado no sólo por admi­tirlo sino inclusive por desearlo como una necesidad detestable. Entonces mandó a hacer una lápida de anarquista, sin nombre ni fechas, y empezó a dormir sin pasar los cerrojos de la puerta para que el Noi pudiera salir con la noticia si ella muriera durante el sueño.
Un domingo, al entrar en su casa de regreso del cementerio, se encontró en el rellano de la escalera con la niña que vivía en la puerta de enfrente. La acompañó varias cuadras, hablándole de todo con un candor de abuela, mientras la veía retozar con el Noi como viejos amigos. En la Plaza del Diamante, tal como lo tenía previsto, la invitó a un helado.
-¿Te gustan los perros? -le preguntó.
-Me encantan -dijo la niña. Entonces María dos Prazeres le hizo la propues­ta que tenía preparada desde hacía mucho tiempo.
-Si alguna vez me sucediera algo, hazte cargo del Noi -le dijo-con la única condición de que lo dejes libre los domingos sin preocuparte de nada Él sabrá lo que hace.
La niña quedó feliz. María dos Prazeres, a su vez, regresó a casa con el júbilo de haber vivido un sueño madurado durante años en su corazón. Sin embargo, no fue por el cansancio de la vejez ni por la demora de la muerte que aquel sueño no se cum­plió. Ni siquiera fue una decisión propia. La vida la había tomado por ella una tarde glacial de noviem­bre en que se precipitó una tormenta súbita cuando salía del cementerio. Había escrito los nombres en las tres lápidas y bajaba a pie hacia la estación de autobuses cuando quedó empapada por completo por las primeras ráfagas de lluvia. Apenas sí tuvo tiempo de guarecerse en los portales de un barrio desierto que parecía de otra ciudad, con bodegas en ruinas y fábricas polvorientas, y enormes furgones de carga que hacían más pavoroso el estrépito de la tormenta. Mientras trataba de calentar con su cuer­po el perrito ensopado, María dos Prazeres veía pa­sar los autobuses repletos, veía pasar los taxis vacíos con la bandera apagada, pero nadie prestaba aten­ción a sus señas de náufrago. De pronto, cuando ya parecía imposible hasta un milagro, un automóvil suntuoso de color del acero crepuscular pasó casi sin ruido por la calle inundada, se paró de golpe en la esquina y regresó en reversa hasta donde ella estaba. Los cristales descendieron por un soplo mágico, y el conductor se ofreció para llevarla.
-Voy muy lejos -dijo María dos Prazeres con sinceridad-. Pero me haría un gran favor si me acer­ca un poco.
-Dígame adónde va -insistió él.
-A Gracia -dijo ella.
La puerta se abrió sin tocarla.
-Es mi rumbo -dijo él-. Suba.  
En el interior oloroso a medicina refrigerada, la lluvia se convirtió en un percance irreal, la ciudad cambió de color, y ella se sintió en un mundo ajeno y feliz donde todo estaba resuelto de antemano. El conductor se abría paso a través del desorden del tránsito con una fluidez que tenía algo de magia. María dos Prazeres estaba intimidada, no sólo por su propia miseria sino también por la del perrito de lástima que dormía en su regazo.
-Esto es un trasatlántico -dijo, porque sintió que tenía que decir algo digno-Nunca había visto nada igual, ni siquiera en sueños.
-En realidad, lo único malo que tiene es que no es mío -dijo él, en un catalán difícil, y después de una pausa agregó en castellano-: El sueldo de toda la vida no me alcanzaría para comprarlo.
-Me lo imagino -suspiró ella.
Lo examinó de soslayo, iluminado de verde por el resplandor del tablero de mandos, y vio que era casi un adolescente, con el cabello rizado y corto, y un perfil de bronce romano. Pensó que no era bello, pero que tenía un encanto distinto, que le sentaba muy bien la chaqueta de cuero barato gastada por el uso, y que su madre debía ser muy feliz cuando lo sentía volver a casa. Sólo por sus manos de labriego se podía creer que de veras no era el dueño del automóvil.
No volvieron a hablar en todo el trayecto, pero también María dos Prazeres se sintió examinada de soslayo varias veces, y una vez más se dolió de se­guir viva a su edad. Se sintió fea y compadecida, con la pañoleta de cocina que se había puesto en la ca­beza de cualquier modo cuando empezó a llover, y el deplorable abrigo de otoño que no se le había ocurrido cambiar por estar pensando en la muerte.
Cuando llegaron al barrio de Gracia había em­pezado a escampar, era de noche y estaban encen­didas las luces de la calle. María dos Prazeres le in­dicó a su conductor que la dejara en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mo­jarse. Ella soltó el perrito, trató de salir del automó­vil con tanta dignidad como el cuerpo se lo permi­tiera, y cuando se volvió para dar las gracias se en­contró con una mirada de hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
-¿Subo?
María dos Prazeres se sintió humillada.
-Le agradezco mucho el favor de traerme -dijo-, pero no le permito que se burle de mí.
-No tengo ningún motivo para burlarme de na­die -dijo él en castellano con una seriedad termi­nante-. Y mucho menos de una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
-¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar segura de ser entendida.
-Haga lo que quiera.
Entró en el zaguán apenas iluminado por el res­plandor oblicuo de la calle, y empezó a subir el pri­mer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que sólo hubiera creído po­sible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta del entresuelo, temblando de an­siedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de ladrar. «Cálla­te», le ordenó con un susurro agónico. Casi ense­guida sintió los primeros pasos en los peldaños suel­tos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y com­prendió el error de su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la respiración cre­ciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad, y entonces comprendió que ha­bía valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hu­biera sido para vivir aquel instante.

Mayo 1979.


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