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El desorden de leer 8 / “De escritor a escritor: ¿qué te parece Roberto Bolaño?”

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EL DESORDEN DE LEER 8

“De escritor a escritor: ¿qué te parece Roberto Bolaño?”

El libro 'El oficio', de Philip Roth, es un buen ejemplo de cómo un autor puede preguntar a otros sobre literatura sin arrogancia ni pedantería


Juan Cruz
5 de mayo de 2020



 Philip Roth, en Nueva York en 2010.
Philip Roth, en Nueva York en 2010.   REUTERS

Este era un joven escritor de nuestra lengua que, reunido como jurado de un premio literario con otros colegas y con Mario Vargas Llosa, acercándose desde el otro extremo de la mesa, le preguntó al oído al Nobel peruano: “Mario, de escritor a escritor, ¿qué te parece Roberto Bolaño?”. El autor de La ciudad y los perros sólo una vez negó una respuesta, y no fue esta, de modo que respondió. No estaba convencido, dijo, de estar tan al tanto de la obra del entonces crecientemente famoso autor chileno como para emitir una opinión honrada o saludable.
De toda esa anécdota lo que siempre me llamó más la atención fue el prólogo de la pregunta: “Mario, de escritor a escritor”. Es como si, siendo farmacéutico, entras a un establecimiento del ramo preguntando: “De farmacéutico a farmacéutico, ¿tienes paracetamol?”. Pues seas escritor o farmacéutico, la respuesta que buscas no tiene una naturaleza u otra. Si aquel colega no hubiera sido escritor, ¿Vargas Llosa hubiera dicho otra cosa de Bolaño? Con respecto al farmacéutico, cabría aplicar la sentencia de Gertrude Stein: un paracetamol es un paracetamol es un paracetamol es un paracetamol; es decir, un paracetamol es un paracetamol lo diga Agamenón o su porquero.
Ocurre entre los escritores, jóvenes y veteranos, pedantes o sencillos, una tendencia notable a sentir que el suyo es un gremio que otorga determinadas virtudes, entre otras la de saber más que otros acerca del oficio, e incluso más que los de su propio oficio. Por esa vía se llega a la arrogancia que da paso a la pedantería, y de ahí a preguntas como aquella. “Mario, de escritor a escritor…”. Pero, naturalmente, no siempre ocurre así. Hay escritores, como Mario Vargas Llosa, por cierto, que no caen en la tentación de sentirse seres superiores, por ejemplo, a los lectores. “Mario, de lector a escritor”. Concibo muchas maneras de preguntar, o de hacer prólogos de preguntas, y esa que escuché hacerle a Vargas Llosa me pareció siempre un paradigma, o un paracetamol, de cómo no debes empezar a preguntar si quieres saber lo que el otro opina del otro.



“De escritor a escritor: ¿qué te parece Roberto Bolaño?”


En fin. Hay un libro al que siempre vuelvo para saber cómo pregunta un escritor a otros autores sin dar por supuesta la respuesta. Ese libro es El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, de Philip Roth, traducido por Ramón Buenaventura para Seix Barral en mayo de 2003. Es, como se diría ahora para recomendar libros, una verdadera gozada, que debería reeditarse no sólo para escuelas de escritores sino también para escuelas de lectores, pues en él Roth, que a las alturas en que salió la primera edición (2001) ya era uno de los mejores escritores del mundo, se muestra como usted y como, preguntando para saber.
Siendo, pues, uno de los mejores escritores del mundo, se fue a ver con sus libretas, sus magnetófonos y sus propios conocimientos de lector a Primo Levi, a Aharon Appelfeld, a Ivan Klima, a Isaac Bashevis Singer, a Milan Kundera, a Edna O´Brien, a Mary McCarthy, a Bernard Malamud… Completa el libro con dos retratos, uno al artista Philip Guston y otro, a partir de sus libros, de su amigo y maestro Saul Bellow. El resultado fue saludado así por la New York Times Book Review: “Roth se las arregla para sacar de sus interlocutores las convicciones que alimentan sus obras y las vulnerabilidades que los hace humanos”. Es, añadía la famosa revista, “una muestra de su proyecto y su singular inteligencia”. Pero ni el proyecto, un ambicioso recorrido en torno a personalidades que le merecían respeto, ni su inteligencia son espadas que pone encima de la mesa para intimidar a los otros. Porque Roth hace las preguntas desde el lado del lector o, si se puede decir así, del periodista que se ha documentado para saber más de lo que ya sabía.
Las conversaciones, pues, están llevadas a cabo desde la ansiedad de completar y no desde la pedantería de compartir. Se juntan, por tanto, dos lados de una misma mesa, pero cada uno está en su propio lado de la mesa. Uno de los encuentros, que se convierte en un amargo retrato humano de un amigo al que admiraba, Bernard Malamud, termina siendo como un trozo de literatura del propio Roth. El retrato literario que, a través de sus personajes, hace de Bellow ingresa por propio derecho en la antología de las mejores lecturas (también humanas) del personaje que Bellow llevaba dentro antes y después de haberse confundido con Chicago. Es especialmente brillante su conversación con Isaac Bashevis Singer, al que va a ver para conocer más de un personaje especial de la literatura judía del siglo XX, Bruno Schulz. Al final, esa conversación se sostiene como una discusión entre dos judíos que dirimen cuestiones graves de su historia, en la que entran, de pleno derecho, Franz Kafka, y el derecho que tienen los propios judíos de introducir en su literatura cuestiones que perjudiquen la imagen que los ortodoxos quieren para los suyos. “A pesar de que escribía en yiddish, me preguntaban: ´¿Por qué tienes que escribir sobre ladrones judíos y prostitutas judías?`. Y yo les contestaba: ´¿Qué queréis, que escriba sobre ladrones españoles y prostitutas españolas? Hablo de los ladrones y las prostitutas que yo conozco”.
La entrevista con Kundera, obtenida con esfuerzo y llevada con calidad, contiene uno de los mejores momentos de la entrevista literaria universal. He aquí pregunta y respuesta:
Roth: ¿Cree que llegará pronto la destrucción del mundo?
Kundera: Depende de lo que entienda usted por pronto.
En la de Primo Levi, éste le recuerda a Roth que el entrevistador también es del oficio. Pero éste jamás alardea de ello, ni de la amistad que, uno a uno, le ha llevado a conseguir estos tesoros que, con meticulosidad profesional, y literaria, ha puesto en español el poeta, novelista y traductor Ramón Buenaventura. Si un día alguien quiere saber de veras cómo preguntarle a un escritor, sea en privado, para saber qué opina de otro, o sea en público, aquí tiene un manual que, además, nunca se te cae de las manos.


El desorden de leer 9 / Kafka en la habitación de al lado

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Reproducción de un documento de identidad de Kafka, en el que se aprecia en un sello la palabra 'Policía'.
Reproducción de un documento de identidad de Kafka, en el que se aprecia en un sello la palabra 'Policía'. B. P.

EL DESORDEN DE LEER 9  Kafka

 en la habitación 

de al lado

Elias Canetti y Ricardo Piglia firmaron dos volúmenes fundamentales para entender al autor de 'La metamorfosis', que basó su imaginación en su vida y en las oscuridades abismales de su carácter


Juan Cruz
12 de mayo de 2020

La leyenda de que Franz Kafka quiso que su amigo Max Brod quemara sus libros ha ayudado a presentar al autor de La metamorfosis como alguien que no quería que su escritura fuera en el futuro otra cosa que ceniza. En vida, Kafka leyó con pasión sus textos, en público y en privado, hacía de sus noches de insomnio habitación de sus obsesiones de escritor, se portó con otros autores como un escritor clásico (es decir, despreciaba a unos y a otros, no soportaba sus éxitos o los consideraba desproporcionados para sus méritos), y se preocupaba tanto de sus ediciones, del papel, del color de las tapas, de las tiradas, que resulta imposible compadecer aquella exigencia que expresó a Brod con la realidad que lo acompañó mientras respiraba.
Amaba sus libros, quería que los amaran sus más cercanos y, si los quiso editar, y de qué manera, era porque los quería ver en manos de otros, o de uno solo, pero los quería ver en la calle, aunque se refiriera a ellos como pobres criaturas de su espíritu. Atormentaba su propio ánimo, y hasta su cuerpo, y atormentaba a los otros con sus dudas, pero cuando las dudas, en torno a su escritura, las expresaban los demás, o cuando había silencio en torno a sus manuscritos, o no apreciaba que a los otros les valieran como imprescindibles sus creaciones, su furia traspasaba los límites de su ironía. Que era fina o gruesa, según el ánimo de los días.
Su potencia creadora superó, por supuesto, aquella indicación destructiva que Brod, naturalmente, no cumplió, y hasta ahora ha sido quizá el escritor más citado y estudiado del siglo XX, con las excepciones que a ustedes mismos se les vengan ahora a la cabeza. Aquella sugestión sobre su timidez (un exponente mayor de su naturaleza) y sobre el escaso valor concedía a su trabajo ha durado hasta nuestros días, basada sin duda en lo que él mismo hizo o dijo, aunque sus editores (Kurt Wolff, por ejemplo) se han ocupado de ofrecer otra imagen de Kafka. Kafka como autor que quería prolongar su obra y, además, según sus propias exigencias o gustos, Kafka como lector de sus libros, Kafka, pues, como lector de Kafka.
Los diarios y, sobre todo, las cartas a Felice, la novia que iba y venía y que al final terminó siendo el mayor personaje de todos los que él fue construyendo, han ayudado a ver un Kafka distinto a aquel que le pedía a Brod que lo borrara del mapa. Como recuerda Ricardo Piglia (El último lector, Anagrama, 2005), esas cartas han dado de sí materia de mucha controversia creativa, pues al no existir la sustancia contraria (las respuestas de Felice) cada uno de los que han publicado acerca de esa aventura epistolar ha tenido que inventar la otra cara de la luna. Y la otra cara de la luna tuvo mucho que decir.




Nada de lo que escribió fue con desperdicio, y nada de lo que vivió, hasta lo más banal, puede desdeñarse entre las materias que ahora son recuerdo o leyenda

Han escrito de esas cartas, recuerda Piglia, “Canetti, Deleuze, Citati, Wagenbach, Josipovici, Marthe Robert, Unseld, Stach”… Naturalmente, Piglia, uno de los escritores más inteligentes del siglo XX español, se une a ese coro impresionante de lectores de esa impresionante, agridulce, triste correspondencia, en la que se edifica una literatura en sí misma, pues nada de lo que hizo Kafka, ni siquiera lo más vulgar o cotidiano de lo que contó, en sus diarios o en esa correspondencia, estaba fuera del ámbito del que nacieron obras como La metamorfosis o América.

Nada de lo que escribió fue con desperdicio, y nada de lo que vivió, hasta lo más banal, puede desdeñarse entre las materias que ahora son recuerdo escrito o, incluso, leyenda debida a su propia mano. Piglia hace de las cartas un instrumento valiosísimo para el entendimiento de Kafka como escritor (y, por tanto, como lector). “Se ve lo que Kafka exigía de sus textos. Mucho más que la perfección de la forma. Debían establecer, hacer visible”, dice Piglia, “la lógica imposible de lo real (y ésa era, por supuesto, la perfección de la forma)”.
Hace bien Piglia en citar a Elías Canetti como el primero de los lectores de esas cartas, pues el autor de Masa y poder y Auto de fe se fijó en ellas para fijarse, con pureza de entomólogo o de cirujano, en el hombre que fue Kafka, con su maniática propensión al desvarío, a la tristeza, a ser a la vez quien se estimara (en demasía, aunque ya se ve que con razón) o se subestimara, obviamente sin razón alguna… Ese exceso de estima y, a la vez, esa falta de estima, son las que coinciden en su personalidad para dar de sí el escritor que fue. Canetti cuenta en El otro proceso. Las cartas de Kafka a Felice (Nórdica, 2019) cómo esa desventurada relación con Felice, que él buscó y desperdició hasta el infinito, le dio materia dramática al menos para dos de sus libros más célebres y, quizá, autobiográficos, como acaso vienen a ser, de un modo u otro, todos sus libros.
En efecto, Canetti relaciona la oscuridad sucesiva de la relación de Kafka con Felice con las aventuras más dramáticas de sus personajes en La metamorfosis y en América. En especial, el juicio que él mismo propició para acabar con el compromiso matrimonial que había adquirido con su más famosa corresponsal desata escenas que ahora son parte importancia de la historia de la desgracia en el siglo XX. En esa visita que hizo Canetti a tan imprescindible correspondencia hay, sobre todo, subrayados que conectan la vida con la escritura, para explicar que de todos los Kafka que fueron Kafka el más rabiosamente fue el que le escribió a la pobre Felice. Pobre, por cierto, la llamaba él.
Son dos libros fundamentales para entender este fenómeno literario que basó su imaginación en su vida y en las oscuridades abismales de su carácter. Uno, el de Piglia, oye escribir (y leer) a Kafka; el de Canetti lo oye, lo lee, lo ve vivir. Los dos, como si estuvieran en la habitación de al lado.

Margaret Mead / Antropóloga, feminista y pionera

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Margaret Mead
Margaret Mead

ANTROPÓLOGA, FEMINISTA Y PIONERA


Berghahn Books - Why Remember Margaret Mead?
Foto de Blackberry Winter:
My Earlier Years with the caption “In Vaitogi:
in Samoan dress, with Fa’amotu.”
 Mead ha sido posiblemente la mujer más influyente en el mundo de la antropología, y tal vez una de las personalidades más sensibles hacia el estudio de otras culturas.


Nació en Philadelphia, el 16 de diciembre de 1901, su padre era profesor de Economía en la Wharton School. Se doctoró en antropología en 1929, en la Universidad de Columbia, donde fue discípula de Franz Boas y Ruth Benedict. Allí trabajó -desde 1954- como profesora adjunta de antropología.
En 1925 realizó su primer trabajo de campo en Samoa -pese a la oposición de Boas- centrándose en el estudio de las chicas adolescentes, y en 1929 viajó -acompañado de su esposo, Reo Fortune- a las islas Manus, de Nueva Guinea, donde investigó sobre las historias, cuentos y relatos utilizados por adultos para la educación y socialización de los niños.
Mujeres Bacanas | Margaret Mead (1901-1978)
Margaret  Mead

Mead fue la primera antropóloga en estudiar las educación y crianza de niños en las distintas culturas. Sus trabajos sobre teoría de la enseñanza, son actualmente una referencia básica. De hecho, se puede decir que a partir de Mead se despertó el interés en el estudio de la infancia y la mujer dentro de la disciplina antropológica.


La experiencia de Samoa, plasmada en su libro “Coming of Age in Samoa”, fue ampliamente conocida, y el trabajo pronto se convirtió en un best seller, traducido a varios idiomas. Esta obra presentó al público por primera vez la idea de que el carácter que el individuo adquiere a lo largo de los estados de crecimiento y socialización acaba siendo definido de acuerdo con las necesidades específicas de cada cultura. De esta forma, el carácter del adolescente (ya sea agresivo, pacífico, introvertido, etc) puede estar definido y ser característico en función del entorno donde se ha criado.
Su trabajo de campo en Guinea, sirvió entre otros aspectos para demostrar que los roles de género difieren de una sociedad a otra. Posteriormente, en Bali, junto con Gregory Bateson (su tercer marido), exploró nuevas formas para documentar el paso de la niñez a la etapa adulta, y la forma en la que la sociedad plasma este tránsito a través de símbolos.
Uno de los rasgos más importantes en Margaret Mead es su concepción holística de la cultura. Esto se expresa a través de la interconexión y relación de todos los diferentes aspectos de la vida humana. Por ejemplo, la forma de obtención de alimentos no puede ser comprendida sin el estudio del ritual y las creencias, o las dinámicas políticas no pueden ser separadas de la educación o del arte. Fue dicha visión holística lo que le convirtió a lo largo de su vida en una especialista en todo tipo de aspectos culturales.
Margaret Mead
Margaret Mead
APRENDER DE OTROS.
Retomando la herencia de relativismo cultural que ya apareciera en Boas, Margaret Mead enfatizó siempre la gran posibilidad de aprendizaje que se podía obtener a través del estudio de otras sociedades. De hecho, definía la diversidad cultural como un recurso, y nunca como un inconveniente. Fue ese interés por aprender de otros lo que le hizo ganarse el cariño y el respeto del que gozó siempre entre el público general.
Justo antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial (que le obligó a suspender su investigación el el Pacífico Sur), fundó junto con Benedict el Institute for Intercultural Studies, en 1944. El impacto y consecuencias de la guerra definió a Mead como una personalidad defensora de la idea de la superación y posibilidad humana para el cambio, frente a un pensamiento intelectual generalizado mucho más pesimista acerca de esta concepción. Consideraba que los patrones de racismo, belicismo y explotación ambiental eran costumbres adquiridas, y que la sociedad humana era capaz de modificar dichos esquemas para construir nuevos principios sociales totalmente distintos. Este fue el origen de su frase “No dudemos jamás de la capacidad de tan sólo un grupo de ciudadanos insistentes y comprometidos para cambiar el mundo”.
Mead fue profesora de varias instituciones, y destaca especialmente su carrera en el American Museum of Natural History, en Nueva York. Fue objeto de múltiples honores y homenajes, siendo presidenta de honor de varias asociaciones e instituciones, entre las que destacan the American Anthropological Association y the American Association for the Advancement of Science. Murió en 1978, dejando un voluminoso legado de libros, escritos y trabajos, correspondiente a una prolífica autora, así como a una admirable personalidad.
Principales libros de Margaret Mead.
Coming of Age in Samoa (1928).

Growing Up in New Guinea (1930).

The Changing Culture of an Indian Tribe (1932).

Sex and Temperament in Three Primitive Societies (1935).
Male and Female (1949).
New Lives for Old: Cultural Transformation in Manus, 1928-1953 (1956).
People and Places (1959).
Continuities in Cultural Evolution (1964).
Culture and Commitment (1970).
Blackberry Winter (1972) Editora de: Cultural Patterns and Technical Change (1953) y de los escritos de Ruth Benedict bajo el título de An Anthropologist at Work (1959).


Referencias
Pollard, Michael. Margaret Mead, Anthropologist (Giants of Science). Blackbirch Marketing, 1999.
The Institute of Intercultural Studies Inc. The Margaret Mead Centennial. MARGARET MEAD AN ANTHROPOLOGY OF HUMAN FREEDOM , 2001. En http://www.mead2001.org
Vínculos de interés


Triángulo de amor / La vida novelada de la antropóloga Margaret Mead

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Margaret Mead — Groundbreaking Girls
Margaret Mead

Triángulo de amor científico: la vida novelada de la antropóloga Margaret Mead

Euphoria describe con certeza y visión el viaje que hizo la famosa investigadora norteamericana en 1933 a Nueva Guinea. Allí se llevó a su segundo marido y se encontró con el que pronto sería el tercero. Todo lo demás es historia de la antropología.


Marta Pereirano
3 de abril de 2016



Margaret Mead y sus amigas de Samoa
Para disfrutar Euforia no hace falta conocer a la antropóloga Margaret Mead, ni al psicólogo neozelandés Reo Fortune, ni al biólogo británico Gregory Bateson. La cuarta novela de Lily King se sostiene sin la ayuda del famoso triángulo que la inspiró. Pero merece la pena entrar con algo de contexto, porque hace casi un siglo que despierta una gran fascinación. Y es una buena iniciación a la historia temprana de la antropología; está basado en un episodio de la biografía que Jane Howard escribió sobre Margaret Mead en 1984. 
Concretamente, relata el viaje que hizo en 1933 al río Sepik, en Nueva Guinea, con su segundo marido, Reo Fortune. Allí se encontraron con Gregory Bateson, un biólogo británico acosado por varios fantasmas. King los transforma en Nell Stone, el posesivo y exuberante australiano Schuyler Fenwick (Fen), y el sensible e inhibido Andrew Bankson. La historia de ese triángulo amoroso es tan intoxicante y memorable como el de Anais Nin, Henry Miller y su mujer June en el Paris de los 20 pero, a diferencia de los Trópicos de uno y los Diarios de la otra, no es lo más interesante del libro. Aquí hay más y mejores historias.



Bateson, Mead y Fortune, el triángulo de amor científico en el Pacífico sur

El difícil arte de trabajar con maridos

Está por ejemplo el nacimiento de una disciplina cuyas herramientas están aún por descubrir. En ese sentido, el momento más memorable describe lo que podríamos llamar un instante eureka de iluminación científica, cuando el trío lee el manuscrito de una colega y se encienden como bengalas, inspirados por la audacia del trabajo. "Mirándonos a la cara cualquiera habría dicho que estábamos enfebrecidos y medio locos, y quizá con razón, pero el libro de Helen nos hizo sentir que podíamos arrancar las estrellas del cielo y escribir el mundo de nuevo".
Como en un trance dibujan en el suelo una herramienta nueva - la matriz- y la perfilan a seis manos con gran efervescencia hasta que el ego aflora y los separa. Otra de las historias que cuenta es, precisamente, la de una científica ambiciosa y brillante que lucha por mantener su independencia en un entorno de natural hostilidad entre dos egos hambrientos de reconocimiento y poder.
"Si estuviera casada con un banquero -se pregunta Nell- ¿podría disfrutar más de este éxito? ¿Podría enseñarle la carta del director de la Asociación Antropológica Nacional o la invitación de Berkeley? Estoy tan acostumbrada a que Fen le quite importancia a mi éxito que se me está pegando, hasta el punto de que, en cuanto me concedo unos minutos de placer privado, enseguida me reprimo yo misma".


70 frases y reflexiones de Margaret Mead
Margaret Mead
"Estoy seguro de que habrás oído hablar de Henrietta Schmerler", le dice Bankson. Y ese nombre no es ficticio. Henrietta Schmerler era una joven alumna de Ruth Benedict y Franz Boas -los mentores de la propia Mead/Nell- que consiguió una beca en 1931 para investigar una reserva india. Una chica "estudiosa de conducta ejemplar" que fue violada y asesinada por su objeto de estudio.
"La conclusión de las autoridades locales fue que Schmerler había violado las costumbres apache comportándose de manera provocativa, haciendo preguntas sobre prácticas sexuales y aceptando la invitación de ir a cabalgar sola con un muchacho", escribió Joyce Milton en su deleznable ensayo The Road to Malpsychia. Occidente pensaba que, si una mujer joven se va sola a la selva a estudiar a los aborígenes -sean indios, africanos, malayos o italianos de Roma- se merece todo lo que le pase. Y en estos 80 años, no ha cambiado mucho de opinión.




Margaret Mead y Gregory Bateson (Tambunam, 1938)
Margaret Mead y Gregory Bateson (Tambunam, 1938)

El dilema del antropólogo

A King le interesan las motivaciones de los tres personajes, las razones que llevan a cada uno de estos tres académicos a adentrarse en la oscuridad de una jungla que rezuma bichos, peligro y podredumbre, y las diferentes cosas que esperan encontrar en ella. Esta es la parte más interesante del libro, la que negocia con la eterna cuestión del estudio de las culturas ajenas, y el impacto que el estudio mismo tiene sobre la cultura en cuestión. Escribe Bankson, en amarga retrospectiva:
Cuesta creer, ahora que escribo este relato, que faltaran solo seis años para la siguiente guerra mundial o que en nueve años los japoneses arrebatarán el control del Sepik y de todos los territorios de Nueva Guinea a los australianos o que yo acabara permitiendo que el gobierno de los Estados Unidos me interrogara a fondo para sacarme hasta el último dato que pudiera darles sobre la zona. Contribución antropológica, lo llamaban en la Oficina de Servicios Estratégicos. Un generoso eufemismo para la prostitución científica. 




Euforia, de Lily King
Como relato postcolonial, Euforia carece del lenguaje deslumbrante y del aura visionaria de El corazón de las tinieblas, El jardín de los suplicios o Ancho mar de los sargazos de Jean Rhys, pero es un buen contrapunto. Contra la visión implacable y anti-roussoniana de aquellas, se impone el análisis neutralizado que la propia Mead quiso traer a su proyecto de investigación y no pudo. Coming of Age in Samoa, el libro que la hizo mundialmente famosa a los 25 años fue un escándalo porque el comportamiento sexual de los adolescentes de la isla de Ta’u era inadmisible para la sociedad postvictoriana de 1928. No hace falta decir que fue un bestseller absoluto.

Pionera y feminista

Pero su intención no era esa. Mead fue famosa por su trabajo y por su resistencia, pública y notoria, a la injusticia. Protestó contra las bombas nucleares, contra la disgregación racial, contra la desigualdad de género y, sobre todo, contra el interés morboso que despertó su trabajo en el típico americano que, para diferenciarse de "hombres y mujeres negros con la nariz atravesada por un hueso (...) los meterá en un saco con la etiqueta 'salvajes'". Había culpa; Norteamérica había plantado su sociedad sobre las ardientes ruinas de los "salvajes" locales. "Cuando me vengo abajo -se lamenta su alterego Nell- me da la impresión de que mi papel consiste simplemente en documentar estas culturas extrañas lo antes posible, antes de que la minería y la agricultura occidentales las aniquilen".
Cuando Margaret Mead murió, al borde de los 77 años, su trabajo había sido canonizado, repudiado y reivindicado varias veces. Hubo muchos honores póstumos, de los que destacan dos: Jimmy Carter le entregó la Medalla Presidencial de la Libertad, considerada como la concesión civil más alta en los Estados Unidos y su aldea favorita de Nueva Guinea plantó un árbol en su honor. Si estuviera viva y hubiera tenido que elegir, sin duda habría ido a celebrar el segundo.

Lily King / Euforia

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In the Nevernever: Euforia, de Lily King

Euforia

Lily King
Una novela inteligente y seductora sobre los egos y deseos de un trío de antropólogos en la exótica jungla de Nueva Guinea de los años treinta. Un best seller de calidad sobre la pasión, la posesión y el desamor, sobre lo que significa ser humano.
Euforia es la emocionante historia de un triángulo amoroso en uno de los paisajes más exóticos del mundo, y también es un relato extraordinario sobre los orígenes de la antropología como disciplina de investigación.
A mediados de los años treinta del siglo pasado, tres antropólogos coinciden en Nueva Guinea donde llevan a cabo un trabajo de campo. Uno de ellos, Bankson, un inglés marcado por una infancia desastrosa, se enamorará de Nell, la norteamericana que viaja con su marido Fen para realizar una investigación. El conflicto se detonará progresivamente, la confianza dará paso a los celos, los celos al odio y el odio a la desesperación.
Lily King recrea un turbulento episodio de la vida de la polémica antropóloga Margaret Mead, toma los perfiles tres personajes reales y los sitúa en un paisaje que compartieron dando forma a una trama intensa, adictiva e ingeniosa. Euforia fue uno de los 10 mejores libros de The New York Times en 2014.

Lily King - creció en Massachusetts y estudió Literatura Inglesa en la University of North Carolina y en Chapell Hill, además se graduó en Escritura Creativa en la Syracuse University. Su primera novela, The Pleasing Hour (1999), recibió el Barnes and Noble Discover Award y la mención entusiasta de The New York Times. A ésta siguieron The English Teatcher (2005) y Father of the Rain (2010), que confirmaron a Lily King como una de las voces más singulares de la actual narrativa norteamericana.




Euforia, de Lily King / Lucha de egos en el interior de la jungla

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Gregory Bateson, Margaret Mead y Reo Fortune en 1933


Euforia, 

de Kily King

LUCHA DE EGOS EN EL INTERIOR DE LA JUNGLA

Raquel C. Pico
1 de marzo de 2016

Hace unos años, la escritora Lily King fue arrastrada por una de sus amigas a una librería de viejo que estaba a punto de cerrar. Su amiga le obligó a comprarse algo y la escritora se compró una biografía de Margaret Mead, la antropóloga, que leyó con entusiasmo y donde descubrió algo que le hizo pensar ‘aquí hay una novela’. Cuando estaba casada con su segundo marido, el antropólogo Reo Fortune, coincidió en lo que ahora es Papúa Nueva Guinea con Gregory Bateson. Bateson era el tercer hijo de un brillante genetista y el único superviviente (el mayor había muerto en la I Guerra Mundial y el segundo se había suicidado) y toda la presión familiar por hacer algo grande en el campo de la ciencia se había concentrado en él. En los años 30 era un antropólogo que vivía con una tribu en Nueva Guinea. La relación fue más allá del ser colegas científicos y se convirtió en un triángulo amoroso y los tres antropólogos vivieron apasionadamente mientras observaban a las tribus y sufrían brotes de malaria. Mead acabará dejando a Fortune por Bateson.
Esa es la historia real y es la historia que no sabía si debía contaros o no para hablar de Euforia, el libro que Lily King escribió partiendo de ella y que acaba de publicar Malpaso en castellano (y que fue uno de los títulos con tirón en su lanzamiento y que ganó premio tras premio en Estados Unidos en 2014). La historia real hace que la lectura pierda. Es decir, mientras lees es fácil caer en la tentación de estar todo el rato pensando en lo que pasó de verdad con Mead y su trío amoroso y la novela no merece eso. Merece que se lea por ella misma, disfrutando de la historia y de su desarrollo y de cómo King va uniendo los diferentes hilos de la trama para enfrentarnos a una historia de enfrentamiento de egos, visión colonialista del mundo (sí, Fen, habló de ti), los comienzos de la antropología, la presión de las expectativas y la posición de la mujer. Sí, hay amor. Y sí hay sexo (pero no tanto como puede parecer viendo algunas críticas estadounidenses) La novela no va sobre un trío amoroso. Va sobre muchas otras cosas. Y es una lectura apasionante que merece nuestra atención sin despistes por estar buscando los restos de la historia real.
Euforia-lily-ok-topoPor ello, olvidad a Margaret Mead (yo fui muy feliz cuando lo logré) y ya después os iréis a hacer un maratón de Wikipedia tras la lectura (yo fui igualmente feliz cuando lo hice) para ver lo que ocurrió en realidad. Porque los personajes de King tienen mucho de Mead, Bateson y Fortune, pero no son exactamente ellos ni las cosas que harán serán necesariamente las que ellos hicieron.
La novela arranca en Navidad, en los años 30. Nell y Fen, un matrimonio de antropólogos, acaban de llegar en un estado deplorable físico y anímico a un hotel en una ciudad de Nueva Guinea. Nell Stone es una especie de estrella de la antropología, ya que publicó un escandaloso libro sobre la vida de los nativos de Samoa que ha sido un bestseller. De hecho, Nell y Fen viven de lo que Nell gana y de sus becas, aunque sus fondos para esta expedición están empezando a escasear. Tras el fiasco en Nueva Guinea han decidido irse a Nueva Zelanda a observar tribus, pero no llegan a hacerlo porque esa noche en el hotel se encuentran a Andrew Bankson, una eminencia británica que está observando a los kiona y que los convence para que observen a una tribu cercana a la suya. Bankson, que acababa de intentarse suicidar sin éxito y está desesperado en su soledad, se agarra al matrimonio como una suerte de clavo ardiendo.
Y ahí empieza la novela, que está narrada en varias voces (la primera persona de Bankson, una tercera que observa al matrimonio y las notas que escribe Nell) y que analizará las tensiones entre estas tres personas y, sobre todo, el enfrentamiento de egos entre los tres (sobre todo entre Fen contra Nell y Andrew: para Fen no es nada fácil estar casado con una mujer brillante). Todo esto en medio de un entorno en el que son completamente ajenos (las tribus son como planetas extraterrestres para ellos y sus costumbres son completamente ajenas a lo que hacen), en una ubicación geográfica que hace la vida aún más difícil (viven en la jungla, en lugares aislados y apartados rodeados de vegetación y calor) y en el contexto del nacimiento de la moderna antropología.
LIBROPATAS

A solas con Lily King

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Lily King – Law And Order Party
Lily King

A SOLAS CON Lily King

Cristina Pernas
24 de febrero de 2016

Yo no la he leído Euforia, la he devorado. Lo que la escritora Lily King ha conseguido en este libro que os presento es novelar un episodio de la vida de la antropóloga Margaret Mead, y reconstruirlo dejando volar su imaginación para adentrándonos en un relato increíble. Margaret Mead, brillante y bastante atípica para su época, fue una antropóloga polémica, célebre por sus estudios sobre la sexualidad en los adolescentes polinesios, por su bisexualidad declarada y por su rigor científico.


No tardé ni un día en devorar sus 272 páginas que comienzan cuando el antropólogo Andrew Bankson, aislado en Nueva Guinea donde investiga a la tribu Kiona, se encuentra en sus horas más bajas en las que incluso se plantea la idea del suicidio. Irrumpen entonces, en su vida un matrimonio también de antropólogos, Nell y Fen, que huyen de la violenta tribu Mumbanyo y que se acabarán instalando cerca de él, para estudiar a la tribu Tam. Surgirá entre ellos, un tenso triángulo amoroso entre ellos, en el que los celos, posesión, dura competencia o lucha de egos, les acabarán llevando a un viaje sin retorno y sin salida. 

Lily King ha sido un afortunado descubrimiento y ya estoy buscando otros de sus títulos. Creció en Massachusetts y estudió Literatura Inglesa en la University of North Carolina y en Chapell Hill. Publicó su primera novela "The Pleasing Hour" en 1999 con la que recibió el Barnes and Noble Discover Award. También nos ha regalado historias como "The English Teacher" en 2005 y "Father of the Rain" en 2010, que han hecho de ella una de las voces más singulares de la actual narrativa norteamericana. Y hoy está aquí en "Mujer después de los 40", pues me ha concedido una entrevista preciosa para hablarnos de "Euforia", la novela seleccionada por The New York Times como uno de los 10 mejores libros del 2014.
1. "Euforia" es una novela que se mastica, se huele y se toca. Mantiene una intensidad dosificada con inteligencia, de forma que interrumpir la lectura  para el lector es francamente difícil. ¿Cómo llegó esta historia hasta ti? ¿Por qué decidiste hacerla tuya?

La idea de Euforia me vino a la cabeza mientras leía una biografía de la antropóloga Margaret Mead. En aquel momento estaba comenzando a escribir mi tercera novela, así que durante varios años me dediqué de manera casual e intermitente a ir documentándome. Por esta razón, Euforia fue creciendo de manera muy lenta en mi imaginación. Lo que hago es que voy anotando las ideas que se me ocurren en mi cuaderno de trabajo. Allí anoto algunos detalles que acaban normalmente sugiriéndome diálogos o acaso una escena completa; y cuando así sucede, las voy dejando escritas. Por eso cuando de veras me puse a escribir la novela prácticamente tenía una idea completa de cómo iba a ser.

2. Cuéntanos algo sobre Lily King "escritora"¿cuáles son tus pequeños rituales para escribir? ¿Y tus vicios? 

Soy más bien una escritora matutina. Cuando mis hijos se van para la escuela comienzo a trabajar lo más rápido que puedo; desayuno y leo parte del diario antes, claro. No bebo café, pero sobre las diez o diez y media siempre me tomo un té fuerte con leche. Me da energía. Escribo con lápiz en un cuaderno de papel con líneas. Siempre escribo el primer borrador a mano. Luego lo paso al ordenador. Últimamente me he acostumbrado a encender la vela que me regaló una amiga; sentir su olor me da ganas de escribir.

3. Leí hace tiempo un artículo en el Periódico Clarín, en el que preguntaban a autores de la talla de Paulo Coelho, Rosa Montero o Federico Andahazi, cuál era el proceso que seguían para crear un personaje. ¿Cómo sucede en tu caso? 

Después de haber escrito los primeros capítulos sentí que no conocía lo suficiente a mis personajes, así que dejé de lado el lápiz y el cuaderno y me abrí un archivo en el ordenador y escribí las biografías de los tres protagonistas. Cada una de ellas comenzaba así “Nací…” y escribí como veinte páginas. Lo imaginé todo de ellos y las cosas que les habían ocurrido desde su nacimiento hasta el momento en el que comienza el libro. Me fue muy útil. La mayoría de esa información no entró en la novela, pero me ayudó a comprender a mis personajes y también tuvo el efecto positivo de darme la confianza necesaria para escribir con autoridad sobre ellos.

4. Y hablando de personajes, hay dos cosas que me gustaría comentarte: Primero, me llama mucho la atención el antropólogo  Bankson. ¿Cómo surge un personaje con ese equilibrio, sensibilidad y fuerza al mismo tiempo? Y en segundo lugar, supongo que es obligado preguntar sobre,  ¿qué hay de Margaret Mead en la protagonista, Nell Stone? 

El modelo real para el personaje de Andrew Bankson es Gregory Bateson, el antropólogo inglés del que Mead se enamoró en Nueva Guinea en 1933. El triángulo amoroso que se establece entre él y su marido, Reo Fortune, fue la inspiración para el libro. Todo lo que leí sobre Bateson hizo que me enamorase también de él.  Al principio pensé que debía escribir sobre la forma en que Mead se enamora de él, utilizando el punto de vista de ella. Pero cuando comenzaba a escribir el segundo capítulo, cuando Bankson intenta suicidarse sin éxito, me sentí tan cerca de él, me puse tan de lleno en su pellejo, que me di cuenta de que la novela en verdad era su historia y debía ser contada desde su punto de vista. Así que, de alguna manera, su voz narrativa acabó imponiéndose.

euforia lily king novela margaret mead
5. Y ya que citamos a Nell Stone, la protagonista femenina de Euforia,  es una mujer valiente, decidida e independiente que lucha por lo que quiere sin tapujos. Aunque como bien dice ella "condicionada por los demás". 

Desde luego que he tomado prestadas algunas cosas que le ocurrieron realmente a Margaret Mead y las he incorporado al personaje de Nell Stone. Pero la parte inventada supera a ésta con creces. Nunca tuve la intención de recrear la vida de Mead o su personalidad. No tengo ni idea de cómo era ella realmente, en su vida cotidiana. Puedes leerte una biografía completa y ser incapaz de recrear una sola línea de diálogo con la voz de ese personaje. Así que no te queda más remedio que inventártelo. Y yo de una manera muy consciente quería que Nell tuviese una identidad propia, con su personalidad y su destino, diferente de la de Mead.

6. ¿Qué hay de Lily King tras este personaje?  

Qué curioso. Me parece que Nell es mucho más valiente, asertiva, agresiva y ambiciosa que yo. Es una persona intrépida que parece no tener miedo de nada. Me parece que yo habría escrito las notas igual que ella. También se ha de decir que ambas estamos enamoradas de una manera bastante apasionada de Andrew Bankson.

7. La ambientación de la novela es magistral, porque sin llegar a recrearte en descripciones exhaustivas de la selva, el lector se siente dentro de ella desde el primer momento. ¿Cómo lo consigues? ¿En qué aspectos incides al tratar a este personaje con tanta presencia en la historia? 

Gracias. Que me digas esto significa mucho para mí porque es lo que realmente me proponía. No me gustan las descripciones exhaustivas, y tampoco quiero que en una novela se note la investigación que ha realizado el escritor. Intenté servirme de las descripciones lo menos que pude para que así los detalles que sí uso resulten inesperados para el lector. En lugar de decir que algo está húmedo, pongo una almohada cuyas plumas son como grapas de barro. Ese tipo de cosas. Me parece que el efecto del calor era mucho peor y los insectos mucho más implacables a como yo los describo, pero no podía estar todo el tiempo machacando al lector con ello, así que tuve que confiar en que el lector sería capaz de ir rellenando esos huecos de la narración. Honestamente he de decirte que el lector hace gran parte del trabajo por mí. El acto de lectura es un acto mucho más imaginativo de lo que la gente cree. Yo pongo una serie de detalles y el lector los completa.

8. Las matemáticas en las relaciones a tres siempre son excluyentes porque es prácticamente imposible que no surjan alianzas, afinidades o en el caso de la novela, deseo y amor, entre dos  dejando a uno de los actores fuera de la ecuación. ¿Qué te llevó a plantear este triángulo amoroso siempre imperfecto? 

No, este es el único periodo de la vida de Margaret en el que estaba interesada y por esa misma razón. Me encantaba la idea de la imposibilidad del triángulo amoroso, y el poder establecer esa misma imposibilidad en un espacio extremo, un lugar difícil de soportar incluso sin estar inmerso en la agonía de un intenso triángulo sentimental. Adoraba la idea de que cada uno de ellos necesariamente habría de sentirse insatisfecho, con ganas de más. Esta es la razón por la que, como escritora, siempre buscas una situación de este tipo, en la que la gente quiere cosas que son difíciles de conseguir. Y tener esos tres personajes llenos de deseos imposibles de satisfacer da a la historia un plus de tensión.

9. Esta última pregunta va dirigida no ya la escritora sino a la mujer que hay tras "Euforia". Ese deseo de posesión que guía muchas de nuestras relaciones se da… ¿por qué amamos lo que necesitamos o porque necesitamos lo que amamos? 

¡Guau! Menuda pregunta. El amor verdadero no tiene que ver con la posesión, aunque sí el deseo. Creo que es el deseo lo que exige la pertenencia. El amor, cuando se da sin miedo, no necesita nada más.


MUJER DESPUÉS DE LOS CUARENTA



Diez grandes diarios de escritores

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Franz Kafka

Diez grandes diarios de escritores

Felipe Ojeda
15 DIC 2017 03:19 PM




Principalmente producido por escritores y artistas, el género ha aportado páginas insustituibles sobre la personalidad, el pensamiento y el proceso de producción de distintas obras y proyectos literarios.
Cuenta Leonidas Morales, en el prólogo de los diarios de Luis Oyarzún, que el diario íntimo se instala entre los géneros de la literatura a contar del siglo XVIII, en Europa, sobre todo con el Romanticismo como paisaje. Estos son algunos de los pilares del género en la literatura moderna, donde la mayoría ha alcanzado el reconocimiento universal.
El oficio de vivir, de Cesare Pavese
El escritor italiano más influyente del siglo pasado fue un ardoso antifacista y fundador de la prestigiosa Einaudi, en donde permaneció como editor hasta su suicidio, en 1950. Sus diarios fueron publicados dos años después de su muerte y contienen lúcidas y desgarradoras reflexiones sobre literatura, historia y, por supuesto, su vida. En abril de 1936 se lee: "No existe la tempestad sufrida locamente y luego la liberación a través de la obra, so pena de suicidio. Tan verdad es, que los artistas que verdaderamente se han matado por sus casos trágicos son de ordinario cantores ligeros, diletantes de sensaciones, que a nada aludieron en sus cancioneros del profundo cáncer que los devoraba. De lo que se aprende que el único modo de salvarse del abismo es mirarlo y medirlo y sondarlo y bajar a él". Pavese, a quien parecían aburrir los libros de viajes adoraba, una vez pasadas las fiestas, el momento en que los invitados se van y uno —él—, pasa a disfrutar del "refrigerio de estar solo".
La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro
Tímido, orillero del boom latinoamericano y silencioso, cuando murió en 1994, Julio Ramón Ribeyro no era un escritor invisible. "A mí siempre me ha intrigado esta especie de fervor que noto en un público joven y, más aún, en un público popular", dijo sentado en un plató de televisión. El escritor peruano escapó en los años 50 para cumplir sus sueños literarios en París. Fue allí donde fue dando forma a un diario personal que lo acompañó hasta conformar uno de los testimonios más intensos y acabados del itinerario vital y creativo de un escritor que regresó enfermo y entregado a una vida hedonista, como quien pisa el acelerador a fondo, consciente de que la muerte está ahí mismo, en la siguiente curva. No siempre fue así. "Era quizá la persona más tímida que he conocido", recuerda Mario Vargas Llosa, el menos tímido de los escritores peruanos. "El diario —escribe Ribeyro— se convirtió para mí en una necesidad, en una compañía y en un complemento a mi actividad estrictamente literaria. Más aún, pasó a formar parte de mi actividad literaria, tejiéndose entre mi diario y mi obra de ficción una apretada trama de reflejos y reenvíos".
Diarios (1910-1923), de Franz Kafka
Iniciados en 1910, los diarios del escritor checo siguen ininterrumpidamente hasta poco antes de su muerte. Se trata de una serie de cuadernos que no estaban destinados a la publicación, en donde Kafka volcó algunas de las más hirientes confesiones de la literatura. Hay allí reflexiones sobre su vida y una serie de referencias, personajes y circunstancias biográficas; por cierto, impresiones sobre sus amigos y sobre el sexo, entre otros asuntos. "Kafka es el escritor que más puramente ha expresado el siglo XX y aquel al que, por lo tanto, cabe considerar como su manifestación más esencial", escribió Canetti, y estos diarios son una buena manera de comprender su angustioso ejercicio de escribir.
Diarios, de Alejandra Pizarnik
La poetisa argentina fue desde muy joven una lectora de diarios de otros escritores, de hecho, su copia de los Diarios de Kafka permanece abundantemente subrayada y visiblemente anotada por ella; fue, por así decirlo, su libro de cabecera, de aparente relectura. Con dieciocho años, casi al comienzo de su diario, se lee: "¡Morir! ¡Claro que no quiero morir! Pero, debo hacerlo. Siento que ya está todo perdido". Pizarnik coqueteó con el suicidio desde muy temprano y lo consumó a los treinta y seis años. En estos diarios fue que completó el trasvasije de sus complejos, sus amores y también de su mejor literatura: "La verdad: trabajar para vivir es más idiota aún que vivir. Me pregunto quién inventó la expresión 'ganarse la vida' como sinónimo de 'trabajar'. En dónde está ese idiota".
Diarios (1847-1894), de Lev Tolstói
Según su traductora, Selma Ancira: "El conde Lev Nikoláievich Tolstói era del todo impredecible. Un día se encontraba en medio de una batalla en Crimea y al siguiente aparecía segando el heno con los campesinos. Otro día nos enterábamos de que estaba aprendiendo el oficio de zapatero y días más tarde de que estaba estudiando griego clásico para leer a Homero. Había momentos en los que nos sorprendía con el minucioso examen de conciencia al que se sometía, mientras en otros lo veíamos perder su hacienda por deudas de juego. Era una personalidad llena de contradicciones, desmesurada y seductora, cuya vida había quedado registrada en un diario». Un diario escrito con una mezcla de la rudeza rural y el desdén aristocrático, que devela la lucha que mantuvo consigo mismo y su entorno en la búsqueda incesante de su plenitud como hombre y, por supuesto, como escritor.
La conciencia uncida a la carne, diarios de madurez 1964-1980, de Susan Sontag
El segundo volumen de los diarios de la ensayista estadounidense, registra los mecanismos internos, emocionales e intelectuales de una mente incisiva y analítica. Es la evolución de la autora a través del mundo artístico e intelectual de Nueva York, donde se convirtió en una influyente crítica mundialmente reconocida con la publicación de Contra la interpretación en 1966. El libro repasa los turbulentos años sesenta, cuando viaja a Hanoi en el punto álgido de la guerra de Vietnam y a Suecia para rodar películas, hasta los ochenta y el inicio de la era Reagan: "La mano derecha = la mano agresiva, la mano que masturba. Por ello, ¡preferir la mano izquierda!… ¡para idealizarla, para volverla sentimental!".
Diarios 1925-1930, de Virginia Woolf
Día a día, la escritora británica registraba sus lecturas, sus empeños y las franjas más inaprensibles de su intimidad. Están ahí las impresiones que le causaron otros escritores o su amor por Vita Sackville.West y el de Ethel Smith por ella. Ese es el mérito de estos diarios, cuando Woolf quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida sin falsificarla: "El amor es una ilusión, una historia que una construye en su mente, consciente todo el tiempo de que no es verdad, y por eso pone cuidado en no destruir la ilusión".
Diarios, de Fernando Pessoa
El escritor portugués narra en estas páginas su recurrente sensación de aislamiento frente a familia, amigos y mujeres. Están los retazos de sus comienzos como periodista, como poeta, y también como traductor; de su método de trabajo literario y su apreciación sobre ciertos autores; también se cuelan sus estrecheces materiales, su formación humanística, filosófica y literaria; así como sus intenciones vitales. Siempre desde textos a veces casi aforísticos: "Si no hay en cada uno de mis versos un acento de eternidad, habré malgastado el tiempo de los dioses en mí".
Diario íntimo, de Luis Oyarzún
El profesor chileno comienza su diario hacia fines de la década del 30 y no lo interrumpe sino hasta un día antes de morir en 1972. Oyarzún fue Decano por tres períodos (en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile). "Pero, ¿cuándo haría clases?", se pregunta Leonidas Morales en el prólogo, "porque las anotaciones de su diario no son, para fortuna del lector, las de un académico sedentario, preso en la parcela de su saber, que acepta la aridez de una disciplina de trabajo continuado como condición por la que pasa la expectativa de conquistas intelectuales superiores. Son en cambio las de un hombre que pareciera habitado por demonios (o ángeles) que maquinan sin cesar la compulsión de los desplazamientos, la avidez por los imprevistos estímulos del mundo circundante". Las regiones geográficas y culturales por las que transita (a pie, a caballo, en tren, automóvil, barco, avión), sumadas, casi coinciden con la extensión del planeta: Chile minuciosamente (incluyendo la isla de Pascua), América Latina, Estados Unidos, Europa, Asia, parte de África. De ahí precisamente uno ele los rasgos singulares de su diario: es el registro íntimo de un viajero. No por nada, en diciembre de 1952, Oyarzún anota: "No podré salvarme, pienso, si no lo veo todo, si no veo bien lo que tengo frente a mí".
Los diarios de Emilio Renzi: años de formación, de Ricardo Piglia
Emilio Renzi es un escritor y álter ego del argentino Ricardo Piglia, que aparece y reaparece en sus novelas, en ocasiones fugazmente, en otras con mayor protagonismo. ¿De dónde viene? De un anagrama, acaso un juego de espejos que arranca del nombre completo del autor: Ricardo Emilio Piglia Renzi. El también crítico literario dio un paso más allá con la aparición de sus diarios (que publica Piglia y firma Renzi). Escritos entre 1957 y 2015, el proyecto de los diarios de Piglia abarca tres volúmenes: Años de formación, Los años felices y Un día en la vida, a los que se incorporan también algunos relatos y ensayos directamente vinculados con ellos. En este primer acercamiento, Piglia rebobina hasta el momento en que deviene en escritor: "¿Cómo se convierte alguien en escritor —o es convertido en escritor—? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo…"

25 diarios íntimos de los escritores más polémicos del siglo XX

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La obsesión suicida de “la niña monstruo”: Alejandra Pizarnik ...
Alejandra Pizarnik


25 diarios íntimos de los escritores más polémicos del siglo XX




Los diarios íntimos tienen la obligación de contar la verdad porque, en un principio, el único lector es quien lo escribe. Sin embargo, hay ocasiones en que esos escritos traspasan ese pacto personal y se hacen públicos.

A continuación un listado con veinticinco autores que decidieron narrar los acontecimientos que les marcaron, ofreciéndonos así su visión más personal e íntima de su forma de entender la vida.


Franz Kafka | Diario
Manuscrito de Franz Kafka
1. Diarios, Alejandra Pizarnik. Desde que se suicidara en 1972, Alejandra Pizarnik ha ido adquiriendo poco a poco natrualeza de mito y perfil de leyenda. Autora de culto, venerada por varias generaciones de lectroes, Pizarnik se cuenta ya entre las escritoras latinoamericanas más importantes del siglo XX. Su poesía -íntegramente publicada por Lumen- ha cosechado numerosos adeptos incondicionales, ha creado escuela y la ha hecho mundialmente famosa. Ana Becciu, máxima especilista en la obra de la poeta argentina, ha llevado a cabo una selección de diarios originales a fin de publicar lo más esencial del pensamiento literario de la autora. En definitiva, estos Diarios constituyen una fascinante autobiografía, sin duda uno de los textos memorialísticos más importantes del pasado siglo.


2. Diarios, Fernando Pessoa. Estos diarios, de los que varias partes fueron escritas originalmente en inglés, proporcionan al lector una visión única de las inquietudes personales de Pessoa y de su forma de vida cotidiana en distintas etapas, de sus estrecheces materiales, de su formación humanística, filosófica y literaria, de sus intenciones vitales, y de la enorme madurez que demostraba desde muy temprana edad. De su recurrente sensación de aislamiento frente a familia, amigos y mujeres, retazos de sus comienzos como periodista, como poeta, y también como traductor en despachos mercantiles, de su método de trabajo literario, su apreciación sobre autores como Antero de Quental o Sá-Carneiro… Algunos de estos textos pertenecen a heterónimos menos conocidos como Charles-Robert Anon, Alexander Search o Fray Mauricio. Todo ello convive con páginas magistrales, textos a veces casi aforísticos, joyas que merecen figurar junto al resto de su obra y que sin duda harán las delicias de los admiradores de Pessoa.


Diarios (1910-1923) | Librotea
3. Diarios (1910-1923), Franz Kafka. Franz Kafka, hijo de una acomodada familia de comerciantes, pertenecientes a la minoría judía de lengua alemana, nació en Praga, el 3 de julio de 1883, y murió, tuberculosos, el 3 de junio de 1924, en el sanatorio de kierling, cerca de Viena. Tras obtener, a los veintitrés años, el título de doctor en Derecho, ejerció hasta su muerte el monótono oficio de empleado de varias compañías de seguros. Aunque contrajo tres compromisos matrimoniales, no se casó nunca, y aunque de dicó su vida entera a la literatura, sólo consiguió publicar en vida unos pocos cuentos, dejando al morir una copiosa producción inédita. Gracias a su amigo y ejecutor testamentario Max Brod, que se negó a cumplir su última voluntad, -según la cual todos sus manuscritos debían ser destruidos-,se nos han conservado ocho volúmenes de novelas, cuentos y escritos autobiográficos, entre los que figuran obras tan excepcionales como El castillo, El proceso y Carta al padre.


4. Diario, André Gide. En la estela de los grandes diarios íntimos del siglo XIX -Stendhal, Vigny, Delacroix-, el Diario de André Gide, que muchos consideran su obra más importante, es la clave de la transformación del género. Crónica puntillosa y nunca conformista de los avatares de nuestro tiempo, por sus páginas desfilan aventuras eróticas, viajes, odiseas intelectuales, guerras


5. El diario de Ana Frank, Ana Frank. Tras la invasión de Holanda, los Frank, comerciantes judíos alemanes emigrados a Amsterdam en 1933, se ocultaron de la Gestapo en una buhardilla anexa al edificio donde el padre de Ana tenía sus oficinas. Eran ocho personas y permanecieron recluidas desde junio de 1942 hasta agosto de 1944, fecha en que fueron detenidos y enviados a campos de concentración. En ese lugar y en las más precarias condiciones, Ana, a la sazón una niña de trece años, escribió su estremecedor Diario: un testimonio único en su género sobre el horror y la barbarie nazi, y sobre los sentimientos y experiencias de la propia Ana y sus acompañantes. Ana murió en el campo de Bergen-Belsen en marzo de 1945. Su Diario nunca morirá.
6. Diarios amorosos, Anaïs Nin. Pocos escritos exploran la vida amorosa de una mujer con tanto detalle y sutileza como estos diarios no censurados de Anaïs Nin. En ellos se abordan abiertamente los aspectos físicos y psicológicos de esta autora que buscó actuar con plena libertad desde sus deseos sexuales y emocionales. En Incesto (1932-1934) aparecen por primera vez todos los fragmentos omitidos en publicaciones anteriores de sus diarios. Destaca la decisiva transgresión que supuso el incesto con su padre, y que subyace en la mente de una mujer en apariencia tan libre de ataduras y prejuicios. En Fuego (1934-1937), Anaïs Nin prosigue el apasionante relato de su vida. Esta vez la acción transcurre entre París y Nueva York, y aborda sus ya conocidas relaciones con Henry Miller y el psicoanalista Otto Rank. También escribe en estos diarios sobre la guerra civil española, Rafael Alberti, Alejo Carpentier o Constantin Brancusi.
7. El cuaderno gris, Joan Pla. Al abrir El cuaderno gris es mucho lo que puede asombrar al lector: una conversación cazada al vuelo en un café; una sentencia (casi un aforismo) oída o pronunciada como por casualidad, capaz de condensar el sentimiento de toda una época; la sucinta y emotiva descripción de un paisaje; descarnados apuntes de crítica literaria; un afilado juicio político, hilvanado en medio de consideraciones sobre el tiempo, la higiene, la salud, las mujeres o la gastronomía… Todo esto y mucho más contiene el dietario que Josep Pla (Palafrugell, 1897-Llofriu, 1981) escribió entre marzo de 1918 y noviembre de 1919, siendo un joven estudiante de Derecho al que el cierre de la universidad, a causa de la Gran Guerra, obliga a interrumpir sus estudios en Barcelona y regresar a su pueblo natal, donde se entretiene, con constancia de grafómano, en escribir sus impresiones sobre el día a día en un cuaderno gris. Observador minucioso, Pla proyectará a posteriori sobre sus apuntes de juventud, laboriosamente reelaborados, toda una vida de corresponsal —El cuaderno gris acaba justo antes de que el joven Pla parta hacia París, el primero de sus destinos en el extranjero—, ya sea en Francia tras el fin de la guerra, en Roma durante el despunte del fascismo o en el Madrid de la Segunda República. Tras un período retirado de la vida pública, en los años cincuenta retoma los viajes porel mundo a instancias de Josep Vergés, histórico editor de Pla en Destino, quien también le convencerá para editar su obra completa, 46 volúmenes que se abrirán en 1966 precisamente con este libro.
8. Diario de invierno, Paul Auster. Auster vuelve la mirada sobre sí mismo y parte de la llegada de las primeras señales de la vejez para rememorar episodios de su vida. Y así, se suceden las historias: un accidente infantil mientras jugaba al béisbol, el descubrimiento del sexo, las masturbaciones adolescentes y la primera experiencia sexual con una prostituta, la rememoración de sus padres, un accidente de coche en el que su mujer resulta herida, una presentación en Arles acompañado por su admirado Jean-Louis Trintignant, la estancia en París, una larga lista comentada de las 21 habitaciones en las que ha vivido a lo largo de su vida hasta llegar a su actual residencia en Park Slope, sus ataques de pánico, los viajes, los paseos, la presencia de la nieve, el paso y la herida del tiempo… En definitiva, un magistral autorretrato.
9. Diarios completos, Sylvia Plath. Esta edición de los Diarios completos de Sylvia Plath incrementa en dos tercios el material de los anteriormente publicados en Estados Unidos en 1982 y en España en 1996. Entre los nuevos pasajes, se cuentan dos cuadernos que su viudo y albacea, Ted Hughes, había prohibido hacer públicos hasta 2013. Editados por Karen V. Kukil a partir de los 23 manuscritos custodiados por el Smith College, cubren desde sus años de estudiante universitaria hasta 1962, un año antes de su muerte, incluyen algunos dibujos y poesías, y son en conjunto el documento definitivo sobre la vida y obra de una de las poetas icónicas del siglo XX. Plath, apenas con 18 años, creía, como leemos ya en las primeras páginas, que, al «convertir en escritura una parte de mi vida, mis emociones, mis sentimientos más íntimos, la estoy justificando»; pero esta idea de que escribir la vida es «un trampolín, una técnica» para «organizar de forma provisional mi pequeño y patético caos personal» acaba resultándole sospechosa, un principio «falso y provinciano»… «y eso es lo que me resulta muy difícil de afrontar». Con una lucidez extraordinaria, estos diarios no solo retratan una intimidad personal siempre en conflicto con los valores domésticos sino que son una valiosísima reflexión sobre el arte, el sentido, las satisfacciones y las trampas de escribir.
10. Diarios (1056-1985), Jaime Gil de Biedma. Poco antes de morir, Jaime Gil de Biedma dejó lista la versión íntegra de su diario de juventud, que se publicó en 1991 con el título de Retrato del artista en 1956, al que en esta edición, prologada y anotada por Andreu Jaume, se le añaden otros tres que escribió años más tarde y que habrían permanecido inéditos hasta ahora. El primero cubre un periodo comprendido entre 1959 y 1965, una época decisiva en su vida y en la que alcanzó la madurez poética. El segundo es un diario de 1978, momento en que el poeta, después de abandonar casi la poesía a finales de los años sesenta, intentó volver a escribir. Y el último es un breve dietario que Gil de Biedma llevó en una clínica de París, en octubre de 1985, cuando fue ingresado para recibir tratamiento contra la enfermedad que acabaría con su vida, en enero de 1990.
En conjunto, este libro conforma una espléndida autobiografía intelectual y moral, desde el despertar de su vocación literaria en 1956, su primer viaje a Filipinas, la consolidación de su perfil sentimental y poético, hasta la lenta y laboriosa composición de sus mejores poemas y de sus ensayos, el agotamiento de la vena lírica y el avistamiento de la muerte. A lo largo de estas páginas vemos cómo uno de los grandes poetas europeos del siglo XX escribe, ama, trabaja como alto ejecutivo de una empresa, y hace lo suyo por vivir en «,este país de todos los demonios»,. Si antes apreciábamos solo una parte del retrato, ahora la obra está completa.
11. Adiós a casi todo, Salvador Pániker. El quinto de los dietarios de Salvador Pániker abarca los años que van del 2004 al 2010 y, como en volúmenes anteriores, en él da cuenta de su vida más íntima, de la realidad del momento social y de su pensamiento filosófico. Con su sabiduría elegante, estos textos no esquivan esa devastación llamada vejez, con sus preguntas y, si cabe, algunas respuestas.
En las páginas de los diarios de Paniker, el lector encontrará una paideia cada vez más elaborada, una propuesta «musical» para afrontar la parte final de la vida y para hacer más llevadera la convivencia con el sufrimiento, otra de las preocupaciones más acuciantes del Pániker maduro.
12. Renacida. Diarios tempranos: 1947-1964, Susan Sontag. Renacida nos cuenta, desde la vivencia, los primeros años formativos de quien se convertiría en una de las intelectuales más influyentes del siglo XX. En estos extractos, cuidadosamente escogidos, Sontag revela el curso de sus pensamientos, sus lecturas abundantes, sus vulnerabilidades y su vida como estudiante adolescente en Berkeley, donde descubre su sexualidad, se casa y, a los 18 años, tiene a David, su único hijo. Las características propias de la escritura de Sontag, su compromiso intelectual y su intolerancia frente a la mediocridad, unidas a su faceta más íntima: llena de inseguridades y vulnerabilidad.
13. La conciencia uncida a la carne, Susan Sontag. El segundo de los tres volúmenes de los diarios de Susan Sontag arranca donde acaba Renacida, a mediados de los años sesenta. Estos diarios trazan y documentan la evolución de Sontag de principiante en el mundo artístico e intelectual de Nueva York a influyente crítica mundialmente reconocida con la publicación de Contra la interpretación en 1966. La conciencia uncida a la carne sigue a Sontag durante los turbulentos años de la década de los sesenta -sus viajes a Hanoi en el punto álgido de la guerra de Vietnam y a Suecia para rodar largometrajes-, hasta los años ochenta y el inicio de la era Reagan. Este libro es un registro de incalculable valor de los mecanismos internos, emocionales, espirituales e intelectuales de una de las pensadoras más incisivas y analíticas del siglo XX en pleno apogeo de sus facultades, además de una ventana al despertar político y moral del individuo.



Ediciones Siruela
22. Diarios (1925-1930), Virginia Woolf. Este volumen abarca íntegramente el período de tiempo comprendido entre 1925 y 1930. Virginia Woolf alcanzó entonces su plena madurez como escritora, consiguió una posición segura y respetada en el mundo de las letras y participó de una agitada vida social. Pese a todo, día a día siguió consignando la impresión que le causaban escritores como W. B. Yeats, H. G. Wells o Thomas Hardy, su amor por Vita Sackville-West y el de Ethel Smith por ella, sus lecturas, sus empeños, las franjas más inaprensibles de su intimidad.


8 frases de la escritora Virginia Woolf - Tus Buenas Noticias
Virginia Woolf


A Virginia Woolf le gustaba fumar puros, jugar a los bolos y escribir a máquina. Era feminista y era pacifista, y una vez que le ofrecieron un doctorado honoris causa lo rechazó con tajante elegancia. Comparaba la felicidad de escribir impulsada por el entusiasmo de la inspiración y la perseverancia del trabajo con el ronquido de un Rolls Royce lanzado a cien kilómetros por hora; con la fuerza de las hélices de un avión. Un día estaba escribiendo en su diario y al levantar la cabeza vio por la ventana de su casa de campo un zepelín que navegaba silenciosamente en la noche, con una guirnalda de luces en la barquilla; paseando por el campo con su marido, Leonard Woolf, una mañana de primavera, vio en un prado, entre ovejas y vacas, un aeroplano de fuselaje plateado y alas azules.

Cuando la abatía la negrura de la depresión podía pasarse semanas encerrada en su dormitorio, mirando al techo, deseando morir; pero muchas más veces disfrutaba golosamente de la vida, del amor conyugal y tal vez del amor de aquella mujer a la que estaba tan unida, Vita Sackville-West, de la cercanía de sus amigos, de los paseos entre las multitudes de Londres o las caminatas solitarias por el campo; de verlo todo y apreciarlo todo; y sobre todo de la literatura, de escribir y leer, de recibir la intuición, la primera imagen de una novela y dejarse llevar por ella hasta encontrar su forma; y de escribir en su diario sobre la felicidad y la obsesión y la incertidumbre de escribir y sobre cualquier cosa que se le pasara por la imaginación y sobre cada impresión que le alertara los sentidos, sobre una visita a Thomas Hardy o un encuentro a la orilla del Támesis con George Bernard Shaw o sobre un perro que la miraba mientras trabajaba o sobre aquel aeroplano que ella y Leonard vieron un día brillando al sol en medio del campo como una prodigiosa libélula. 

Escribía el diario en volúmenes de páginas en blanco encuadernados por su marido en la editorial que habían fundado los dos, la Hogarth Press. Cada año empezaba un tomo distinto. Había llenado veintisiete cuando se quitó la vida el 28 de marzo de 1941, internándose en un río con los bolsillos llenos de piedras para que su cuerpo no flotara. En los últimos tiempos sus anotaciones se habían ido haciendo más secas, mucho más cortas. El miedo a la locura se correspondía con el colapso del mundo. Hitler se había apoderado de Europa entera y cada noche las bombas de la aviación alemana asolaban uno tras otro los barrios de Londres. La casa en la que Leonard y ella vivían estaba en ruinas. Virginia Woolf volvía a Londres desde su refugio en el campo y encontraba reducidas a escombros las calles que hasta hacía muy poco tiempo fueron los lugares usuales por los que se movía. Leonard era judío: si como era probable los alemanes invadían Inglaterra Virginia y él se matarían juntos. 
(Antonio Muñoz Molina)

BIOGRAFÍAS: Sándor Márai / Exilio, olvido y muerte
Sándor Márai


15. Lo que no quise decir, Sandor Márai.«No dejaré que los dos primeros capítulos de Confesiones de un burgués III lleguen al público extranjero. No quiero que lean esta triste confesión, esta acusación entre húngaros. En húngaro, para los húngaros, sí… Pero que los extranjeros no lo sepan.» Una entrada del diario de Márai de 1949 permitió confirmar a los especialistas del museo Petófi de Budapest lo que ya sospecharon cuando, entre el material del legado literario recibido en 1997, encontraron unos capítulos inéditos que, por deseo del propio Sándor Márai, se habían excluido de la tercera parte de Confesiones de un burgués, editada en Toronto en 1971 con el título ¡Tierra, tierra! Así, estos textos inéditos constituyen una parte crucial de la autobiografía de Márai puesto que giran en torno a dos fechas capitales: el 12 de marzo de 1938, cuando la Alemania nazi se anexionó Austria, y el 31 de agosto de 1948, cuando el gran autor húngaro, acompañado de su esposa y su hijo, abandonó su país, entonces ya un satélite de la Unión Soviética. «En aquellos diez años dejó de existir toda una forma de vida y toda una cultura», escribe. Combinando la confesión íntima con el análisis histórico, Sándor Márai evoca ese período crucial para Hungría y sondea una sociedad que se debate entre el deseo de independencia y los sueños de grandeza nacional, y que acabaría al servicio de la Alemania nazi. Este libro, una verdadera denuncia del fascismo y la barbarie, descubre a un humanista comprometido, un hombre consecuente que desea para su país una vía alternativa a la del estado totalitario. Obra de profunda integridad intelectual, Lo que no quise decir es el testimonio excepcional de uno de los grandes escritores europeos de siglo XX.


16. Diario de Sintra, S. Spender, W.H. Auden y C.  Iserwood. En 1935, W. H. Auden, Christopher Isherwood y Stephen Spender, los tres escritores ingleses más importantes de su generación llegan a Sintra, antigua capital de Portugal. Su idea es alquilar una casa grande donde poder vivir todos juntos para siempre. En la localidad lusa se dedican a escribir y a conversar, y mantienen un diario común de diciembre de 1935 a agosto de 1936 en el cual todos son responsables de contar historias y anotar sus observaciones. La guerra está de fondo, muy cerca: en julio de 1936 estalla la guerra civil española, prueba general de la Segunda Guerra Mundial. La política y los sentimientos se funden y chocan mientras vuelcan en el diario inspiraciones que luego se trasladarían a sus obras. Son páginas rescatadas del olvido: Matthew Spender, hijo de Stephen, se ha hecho cargo de la edición y el resultado es un texto en el que el lector podrá vivir en primera persona los destinos de algunas personalidades excepcionales de la cultura del siglo xx.
Sintra evocaba grandes figuras literarias como el libertino William Beckford, que compró aquí una villa y creó un jardín, o Byron, que en Sintra escribió parte de Las peregrinaciones de Childe Harold… todos ellos contribuyeron a hacer de la ciudad un sinónimo de libertad, un lugar mítico con tintes nostálgicos.
Los tres intelectuales huyen de una Inglaterra homófoba (donde el delito de homosexualidad no se abolió hasta 1967) y encuentran en Sintra un espacio ideal para vivir libremente. El diario refleja ese deseo de encontrar un lugar fuera del mundo mientras Europa se desmorona.


17. Nueva York, el deseo y la quimera, Alfonso Armada. En Nueva York, el deseo y la quimera encontramos un evocador relato sobre esta ciudad que el autor recompone a lo largo de los años que vive en ella. Uno de los episodios que relata es el tristemente famoso 11 de septiembre, y que el autor describe de forma sobrecogedora. Además el autor compone una bella historia de la ciudad de Nueva York desde su fundación, de las masas de inmigrantes que la van componiendo a lo largo de su historia, de sus lugares preferidos, etc… y añade los fragmentos más importantes de un diario de los años que pasa en Nueva York. El estilo periodístico con que está tratado hace que sea muy ágil y ameno, y en momentos estremecedor.
18. Dietario voluble, Enrique Vila-Matas. Este libro abarca los tres últimos años (2005-2008) del cuaderno de notas personal de Enrique Vila-Matas. Combina los comentarios sobre libros leídos con la experiencia y la memoria personal, va proponiendo la desaparición de ciertas fronteras narrativas, donde las diferencias entre ficción y ensayo son cada vez menos relevantes y, a la vez, va abriendo camino para la autobiografía amplia, siempre a la búsqueda de que lo real sea el espacio idóneo para acomodar lo imaginario. Compuesto en parte por notas que pasaron del cuaderno del escritor a la edición dominical de El País de Cataluña, pero también por fragmentos inéditos, y por notas que han sido escritas para completar esta edición, Dietario voluble es, ante todo, un tapiz que se dispara en muchas direcciones.
El dolor', de Marguerite Duras | Libros para leer, Libros, Los ...
19. El dolor, Marguerite Duras. «El dolor» está escrito en los últimos días de la ocupación alemana y los primeros de la liberación. Los verdugos que se transforman en víctimas, las víctimas que se transforman en verdugos, es el turbulento fondo de esta crónica. El angustioso diario de la autora mientras espera el retorno de su marido, al que ya no ama, de un campo de concentración y su extraña relación con un agente de la Gestapo al que entregará a la Resistencia forman algunas de las dramáticas situaciones de este libro. Marguerite Duras dejó un gran testimonio sobre el conflicto moral y político de la justicia en una época de vencedores y vencidos.
20. El tejado de vidrio, Andrés Trapiello. El tejado de vidrio es la tercera entrega de esta novela en marcha que su autor ha titulado Salón de pasos perdidos, en la que pasa de todo, menos, como ya se ha declarado en otro lugar, interesantes asesinatos en sórdidos hoteles. Lo único que se mata aquí es el tiempo que va pasando de una manera amena y sin tropiezos, como uno de aquellos viajes que se hacían antiguamente en diligencia. Estamos hablando, pues, de la vida, conjugada en todos sus tiempos, modos y personas: el humor, el relato, la suposición, el guiño, la poesía, una cierta mordacidad confiada a la ternura, las hipocondrías e ilusiones y todo lo que hace de la palabra contradicción la más humana de todas. Una de estas contradicciones, no la más menuda, es ver cómo este extraordinario Salón se ha ido llenando de lectores. Cada vez más numerosos, cada vez más solitarios y quizá por culpa de páginas como éstas, cada vez más orgullosos de serlo.
21. Diario íntimo, Miguel de Unamuno. La aparición de este DIARIO ÍNTIMO en 1970 supuso una renovación de los estudios unamunianos motivada por la nueva luz que arrojaron sobre la figura del gran escritor bilbaíno. Formado por cinco cuadernos de diferente tamaño y número de páginas, en ellos Miguel de Unamuno (1864-1936) vertió, abandonado a su espontaneidad y sin la expectativa de juicios ajenos, los sentimientos, dudas, esperanzas y temores suscitados por la profunda crisis espiritual que en los últimos años del pasado siglo cambió el rumbo de su vida y de su concepción del mundo.
Diario (1945-1969)22. Diarios (1945-1969), Virginia Woolf. En las páginas de este diario, el distinguido historiador de las religiones retrata a sus amistades, intelectuales y artistas de todo el mundo: Teilhard de Chardin, Henri Michaux, Georges Bataille, Georges Dumézil, Henry Corbin, Ionesco, Brancusi, Cioran, Papini, Jung, Borges, Benedetto Croce, Jünger, y muchos más. Los recuerdos rumanos, la tristeza, la alegría y la nostalgia transforman el diario en la historia apasionante de un hombre, y en un documento de proyección internacional. Este diario de un filósofo es también el de un poeta cuya fuerza espiritual y confianza en el poder creativo del espíritu irradian en todas sus páginas.
23. Nueva York. Ida y vuelta, Henry Miller. Henry Miller llegó tarde al grupo de expatriados de los años 1920, entre los cuales escritores como Hemingway o Fitzgerald irrumpieron brillantemente en el firmamento literario. Para cuando Miller se trasladó a París, a instancias de su esposa June, América estaba entrando en la Gran Depresión y la sombra de Hitler comenzaba a moverse a través de Europa. Poco tiempo después, Miller conocía e iniciaba una larga relación con Anaïs Nin, a la que sigue hasta Nueva York en 1935. El viaje y las experiencias vividas lo llevan a escribir ese mismo año este Nueva York. Ida y vuelta. Más diario que novela, y escrita desde el yo y la subjetividad propia del autor, esta obra es una larga y divertida carta que Miller dirige a su íntimo amigo Alfred Perlès, una carta llena de impresiones vivas y reflexiones escandalosas, en la que se incluye también un ameno fresco de su viaje, conformando así un retrato tan cómico como genial del autor y de su lugar de nacimiento. En este volumen se añade la también carta del autor Vía Dieppe-Newhaven, donde nos narra un malogrado viaje a Londres desde París.

24. Diarios (1847-1894), Leon Tolstoi. «El conde Lev Nikoláievich Tolstói—dice Selma Ancira—era del todo impredecible. Un día se encontraba en medio de una batalla en Crimea y al siguiente aparecía segando el heno con los campesinos. Otro día nos enterábamos de que estaba aprendiendo el oficio de zapatero y días más tarde de que estaba estudiando griego clásico para leer a Homero. Había momentos en los que nos sorprendía con el minucioso examen de conciencia al que se sometía, mientras en otros lo veíamos perder su hacienda por deudas de juego. Era una personalidad llena de contradicciones, desmesurada y seductora, cuya vida había quedado registrada en un diario.» El presente volumen es una selección amplia y significativa de los diarios que Lev Tolstói escribió entre 1847 y 1894. Poco dado a concesiones, Tolstói se nos presenta en ellos en su más íntima humanidad, en la lucha que mantuvo consigo mismo y con su entorno, en la búsqueda incesante de su plenitud como hombre y como escritor.
25. El oficio de vivir, Cesare Pavese.
Oficio de vivir, el: Amazon.es: Pavese, Cesare: LibrosProducto de su ahínco por desentrañar los más hondos secretos de una vida que desde muy joven se le hizo muy cuesta arriba, redacta uno de los textos autobiográficos más imponentes de la historia de la literatura, El oficio de vivir (Il mestiere di vivere), que podemos leer, disfrutar y estudiar en español a través de la laudable traducción de Ángel Crespo en Seix Barral, que se corresponde con la primera edición original en italiano, publicada originariamente en 1990 en la editorial Einaudi.

El oficio de vivir abarca un amplio arco temporal: desde el 6 de octubre de 1935 (cuando Pavese sobrepasaba apenas los 27 años y comenzaba a ser plenamente consciente no sólo de su vocación artística, sino de la radicalidad de algunos de los problemas existenciales que llevaba arrastrando durante algunos años) hasta el 18 de agosto de 1950, nueve días antes de quitarse la vida. Tres lustros, por tanto, en los que asistimos como privilegiados espectadores al taller de trabajo de Pavese, en el que no faltarán las –escasas– alegrías o –insuficientes– satisfacciones, tampoco los –amargos y numerosos– sinsabores, las –constantes– angustias y el –omnipresente– terror sobre la veleidad de cuanto existe. Si bien Pavese realiza todo tipo de digresiones (a modo de ensayo, de breves e incipientes investigaciones) sobre muy diversos temas, son los avatares de su vida personal y más íntima los que sin duda cobran más relevancia a lo largo de El oficio de vivir. (Carlos Javier González Serrano)



Valencia, 18 dic. (Àngels S. Amorós, Quelibroleo)
QUELIBROLEO


Antonio Muñoz Molina / Diarios

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Miguel Torga, poesía agreste
Miguel Torga
Antonio Muñoz Molina
DIARIOS

10 de febrero de 1994


A punto de morir de un cáncer, Miguel Torga publica el último volumen de su diario, en cuya página final ha escrito una elegía para sí mismo. Unos días antes de quitarse la vida, Cesare Pavese escribió la última anotación en el suyo, y luego se encerró en una habitación de hotel en la que tal vez echaría dé menos, mientras se aproximaba al suicidio, el hábito de escribir del que se había despedido al cerrar el diario: Ni una palabra más, había anotado, pero es seguro que su imaginación continué segregando palabras, y que se iría contando a sí mismo lo que hacía y lo que pensaba, escribiéndolo no en el papel, sino en la conciencia que estaba a punto de extinguirse y de la que ya no quedaría ningún testimonio final. Para ser fieles, las ediciones de ese diario, El oficio de vivir, deberían terminar con varias páginas en blanco.

Heroica desgracia 

El diario de Pavese es un documento devastador que puede hacerle mucho daño a quien lo lea sin una cierta dosis de desconfianza y de fortaleza moral: contiene sustancias tóxicas, como el alcohol y el opio, e igual que ellos puede engañarlo a uno con simulacros de resplandeciente -lucidez y de heroica desgracia. El de Miguel Torga, del que yo sólo conozco la selección que publicó Alfaguara hace algunos años, viene a ser exactamente lo contrario, una, celebración diaria de la vida y del mundo, de la historia personal de un hombre convertida en parábola de la experiencia y del conocimiento. A lo largó de seis décadas y de no sé cuántos volúmenes, Miguel Torga ha ido poniendo en su diario una energía tan enciclopédica como la que puso Neruda en el Canto general o Balzac en La comedia humana. Torga ha escrito día a día, a lo largo de su vida, La Iliada en prosa y la Enciclopedia universal de un solo hombre; como el acto de escribir ese diario no ha estado nunca separado del acto de vivir, la publicación de su último volumen equivale a un ingreso prematuro en la muerte, a un retirarse solitariamente hacia ella.

Cuando Don Quijote se entera de que uno de los galeotes a los que acaba de liberar es autor de un libro de memorias le pregunta si ya lo ha terminado, y el canallesco salteador, Ginés de Pasamonte, le contesta: "¿Cómo puede estar acabado si aún no es acabada mi vida?". La vida y el libro de Ginés de Pasamonte se pertenecen de tal modo que sólo en el instante de morir podrá escribirse el punto final. Miguel Torga da por terminado su diario porque comprende que su supervivencia de quimioterapias y hospitales ya es una vida póstuma de la que sólo puede dar cuenta la literatura siniestra de los partes médicos. Es, o era, uno de esos escritores que miran el mundo en primera persona y parece que escriben con la misma inmediata fluidez con que respiran o conversan. Hagan lo que hagan, siempre están escribiendo un diario personal sobre aquello que tienen en ése instante en la imaginación o delante de los ojos: el maravilloso, el ¡limitado señor de Montaigne, por. ejemplo, el Stendhal de los diarios y de las crónicas italianas de viajes. En España, ese arte lo han poseído en grado máximo Josep Pla y el Francisco Umbral de los primeros años setenta, y habría podido poseerlo César González Ruano de no haber sido por un exceso de apresuramiento o de codicia y también del conformismo franquista que encanalló y embotó a su generación.

Aunque Pla no hubiera publicado El cuaderno gris habría sido un diarista memorable, ya que en toda su vida, en la que escribió tanto, sólo escribió en realidad páginas de un diario que abarca uno por uno todos los volúmenes de sus obras completas. Pla y Torga practicaron en público su diarismo incurable: Manuel Azaña, como Thomas Mann o John Cheever, prefirió esconderse en sus cuadernos íntimos, dibujando en ellos un autorretrato que nadie pudo ver sino después de su muerte, y legando al mismo tiempo a la ingrata posteridad un monumento sumergido de la mejor prosa española. Azaña, que en público era un orador deslumbrante, adopta -en los diarios una voz próxima y conversadora que al cabo de unas cuantas páginas ya se nos ha vuelto familiar. No estamos leyendo o escuchando a un autor, sino a un hombre, como quería Pascal, alguien que disfruta de su ensimismamiento y que a la vez tiene muy abiertos los ojos hacia las cosas y habla de ellas y de sí mismo sin engolar la voz.

Es posible que el engolamiento sea una enfermedad literaria española, y que por eso resulten tan antipáticos y tan artificiales la mayor parte de los diarios de escritores que se publican. Lo que uno encuentra en Torga, en Pla y Azaña es lo mismo que ya lo ha conmovido en Montaigne y en Stendhal, la instantaneidad de la escritura, el equilibrio de la introspección y de la curiosidad, que se corresponde con la doble tarea de escribir para uno mismo y también para cualquiera, para el desconocido en quien se habrá convertido uno cuando vuelva al cabo de unos pocos años a esos cuadernos.

Pero la tradición de Azaña y de Pla se ha perdido entre nosotros. Tal vez para escribir una página que no merezca el olvido igual en una novela que en un diario íntimo haga falta un cierto grado de desprendimiento o de modestia, una disposición menos de soberbia que de gratitud, y esas virtudes gozan de muy escaso prestigio entre la clase intelectual española, que suele valorar el desdén muy por encima del entusiasmo y no se resiste casi nunca a encontrar méritos en las exhibiciones frenéticas de vanidad. Por eso es tan improbable en España una figura como la de Miguel Torga, que tiene siempre en las páginas de su diario la reservada naturalidad de una voz portuguesa. Aquí casi no se publican diarios, pero los pocos que aparecen poseen sobre todo un interés de orden clínico: tienden a atestiguar que la egolatría carece de pudor y, de límites y que es una pasión tan perfectamente estéril para la vida como para la literatura.

* Este artículo apareció en la edición impresa del jueves, 10 de febrero de 1994.

EL PAÍS

Antonio Muñoz Molina / Diario incesante de Virginia Woolf

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La veinteañera que fue Virginia Woolf – Lecturas Sumergidas
Virginia Woolf

Antonio Muñoz Molina

Diario incesante de Virginia Woolf


10 de febrero de 2012



Virginia Woolf (1882-1941), en los años treinta.Ampliar foto
Virginia Woolf (1882-1941), en los años treinta. THE GRANGER COLLECTION (AGE FOTOSTOCK)

A Virginia Woolf le gustaba fumar puros, jugar a los bolos y escribir a máquina. Era feminista y era pacifista, y una vez que le ofrecieron un doctorado honoris causa lo rechazó con tajante elegancia. Comparaba la felicidad de escribir impulsada por el entusiasmo de la inspiración y la perseverancia del trabajo con el ronquido de un Rolls Royce lanzado a cien kilómetros por hora; con la fuerza de las hélices de un avión. Un día estaba escribiendo en su diario y al levantar la cabeza vio por la ventana de su casa de campo un zepelín que navegaba silenciosamente en la noche, con una guirnalda de luces en la barquilla; paseando por el campo con su marido, Leonard Woolf, una mañana de primavera, vio en un prado, entre ovejas y vacas, un aeroplano de fuselaje plateado y alas azules.
Cuando la abatía la negrura de la depresión podía pasarse semanas encerrada en su dormitorio, mirando al techo, deseando morir; pero muchas más veces disfrutaba golosamente de la vida, del amor conyugal y tal vez del amor de aquella mujer a la que estaba tan unida, Vita Sackville-West, de la cercanía de sus amigos, de los paseos entre las multitudes de Londres o las caminatas solitarias por el campo; de verlo todo y apreciarlo todo; y sobre todo de la literatura, de escribir y leer, de recibir la intuición, la primera imagen de una novela y dejarse llevar por ella hasta encontrar su forma; y de escribir en su diario sobre la felicidad y la obsesión y la incertidumbre de escribir y sobre cualquier cosa que se le pasara por la imaginación y sobre cada impresión que le alertara los sentidos, sobre una visita a Thomas Hardy o un encuentro a la orilla del Támesis con George Bernard Shaw o sobre un perro que la miraba mientras trabajaba o sobre aquel aeroplano que ella y Leonard vieron un día brillando al sol en medio del campo como una prodigiosa libélula.


En ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje personal que los escritores varones no necesitan

Escribía el diario en volúmenes de páginas en blanco encuadernados por su marido en la editorial que habían fundado los dos, la Hogarth Press. Cada año empezaba un tomo distinto. Había llenado veintisiete cuando se quitó la vida el 28 de marzo de 1941, internándose en un río con los bolsillos llenos de piedras para que su cuerpo no flotara. En los últimos tiempos sus anotaciones se habían ido haciendo más secas, mucho más cortas. El miedo a la locura se correspondía con el colapso del mundo. Hitler se había apoderado de Europa entera y cada noche las bombas de la aviación alemana asolaban uno tras otro los barrios de Londres. La casa en la que Leonard y ella vivían estaba en ruinas. Virginia Woolf volvía a Londres desde su refugio en el campo y encontraba reducidas a escombros las calles que hasta hacía muy poco tiempo fueron los lugares usuales por los que se movía. Leonard era judío: si como era probable los alemanes invadían Inglaterra Virginia y él se matarían juntos.

Quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida sin falsificarla. Quiere la eliminación de los premioso o lo superfluo

Un síntoma de la depresión es que la realidad exterior parece confirmar las impresiones más sombrías de quien sufre su influjo. En los últimos años, según los síntomas de la guerra inminente se hacían más visibles, según caían Checoslovaquia y Austria y se hundía la República española, Virginia Woolf había sentido cada vez con más frecuencia la mordedura del trastorno mental, y cada vez le era menos útil el remedio que siempre le había ayudado a salvarse de él: el trabajo, la escritura constante, la entrega a aquella adicción que un amigo suyo comparaba con la adicción al opio. Su prosa es una tentativa constante de crear un estilo que fluyera como el curso del tiempo, que atrapara la fugacidad y la velocidad de las cosas, la simultaneidad armónica de las palabras, los estados de conciencia, las sensaciones, los sentimientos: pero ese estilo tiene en el fondo la urgencia de una huida, la falta de sosiego de alguien que sabe que si baja la guardia o se queda inmóvil será atrapado por la bestia oscura que le viene a la zaga.
En esa pulsación rítmica y entrecortada de la escritura Virginia Woolf no se parece a nadie. Aprendió de Proust la ambición de atrapar como un flujo de ondas y partículas la textura del tiempo, la simultaneidad del presente y de la memoria; y aunque Joyce le provocaba mucho recelo y bastante desagrado aprendió de Ulises la manera en la que la conciencia observadora, la yuxtaposición de las perspectivas y el caos visual y sonoro de la ciudad moderna pueden entretejerse casi musicalmente en un solo relato. Pero en ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje personal que los escritores varones no necesitaban. No imaginamos a Joyce ni a Proust confesando tan abiertamente las propias debilidades en un diario; reconociendo que los hieren y los humillan las críticas negativas y que no son insensibles a ningún elogio; llevando la cuenta de los ejemplares vendidos de una novela. Virginia Woolf tenía miedo de no ser tomada en serio y anotaba siempre con incredulidad las señales del éxito. Se reprochaba a sí misma el daño que le hacía una reseña cruel y vencía el pudor para copiar palabra por palabra el elogio que le había hecho alguien.
No descansaba nunca. Lo que más asombra del diario es su laboriosidad incesante. Anota con alivio el final de la primera escritura de una novela y a continuación la pasa a máquina y la corrige y se la da a leer a Leonard, la presencia benéfica que apuntala su vida. Al empezar a escribir se había dejado llevar por su propio entusiasmo, por la embriaguez de inventar y escribir: apenas publicado el libro ya se aleja de él y no es capaz de recordarlo sin remordimiento. Quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida sin falsificarla. Quiere el despojamiento de la poesía y la eliminación de lo premioso o lo superfluo. Aspira a que la novela terminada conserve la libertad de un borrador. Cada libro empieza siendo una promesa y termina parcialmente en una claudicación. Así que en seguida hay que empezar otro, no porque ella se lo proponga, sino porque surge una imagen, un hilo que habrá que seguir, y porque la inactividad desemboca rápidamente en abatimiento.
De modo que no hay más remedio que escribir siempre. Cada año empieza con un tomo encuadernado y en blanco y concluye con él lleno hasta el final de escritura. El de 1941 queda inconcluso, más de la tercera parte de las hojas en blanco. Años después, Leonard Woolf repasa los 27 cuadernos y va extrayendo de ellos los pasajes relacionados con el oficio de la literatura. Uno de los mejores libros de Virginia Woolf ha llegado a existir cuando ella ya estaba muerta. Leonard Woolf, tan atento en la muerte como en la vida, lo tituló A Writer’s Diary. No conozco otro testimonio mejor sobre la felicidad y la incertidumbre de escribir. No hay confesión de un escritor en la que haya tanta verdad como en este diario de Virginia Woolf.

Hertha Nathorff / Diario de una alemana / Reseña de Antonio Muñoz Molina

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Hertha Nathorff

Diario de una mujer alemana

En esta era de Trump, Bolsonaro y Salvini, los testimonios de judíos aplastados por el nazismo resuenan fuerte


Antonio Muñoz Molina
5 de julio de 2019





Un día de marzo de 1933, la doctora Hertha Nathorff fue al cine en Berlín con una amiga y vio a Hitler en el palco de honor. Nathorff era una ginecóloga distinguida, con una consulta privada muy próspera y un puesto de dirección en una clínica en la que atendía sobre todo a mujeres. Su marido, también médico, dirigía un hospital importante en Berlín. Tenían un hijo de 10 años. Vivían en un apartamento grande y confortable. Como la doctora era alta y rubia, con los ojos muy claros, los pacientes no pensaban que pudiera ser judía. Un día, una señora a la que Nathorff había salvado la vida unos años atrás en un parto muy difícil vino a visitarla con el hijo nacido entonces, vestido orgullosamente con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Muchas personas, observó la doctora, hacían comentarios antisemitas sin ningún tono de maldad, más bien como de oídas, como por distracción, por seguir la corriente. Cuando ella les hacía saber, con educación y firmeza, que también era judía, muchos de esos pacientes, hombres y mujeres, reaccionaban como avergonzados, o sorprendidos, o incómodos. Una señora le mandó después una carta pidiéndole disculpas y un ramo de flores.
Prisioneras del campo de concentración de Auschwitz, en torno a 1944.
Prisioneras del campo de concentración de Auschwitz, en torno a 1944. / GETTY IMAGES
La doctora Hertha Nathorff, una mujer cultivada que tocaba el piano y que en su juventud había vacilado entre hacerse médica o cantante de ópera, había anotado en su diario, el 30 de enero, el nombramiento de Hitler como canciller provisional de lo que todavía era la República de Weimar. En algunos pacientes había observado esos días caras de preocupación; en otros, de puro júbilo. Apenas dos meses después, la noche en que vio a Hitler en el palco del cine, ya había ardido el Reichstag y habían empezado las detenciones, los desfiles agresivos con antorchas, los primeros boicoteos a comercios judíos. Pero la fuerza narcótica de la normalidad es tan poderosa que muy pocas personas se daban cuenta de la escala de lo que ya estaba sucediendo. Hertha Nathorff llegó al cine con su amiga después de una jornada muy fatigosa en la clínica y observó que todo el mundo en el patio de butacas alzaba la mirada en la misma dirección, y allí estaba Hitler. Nathorff anota que había mucha agitación entre el público, pero no dice que sonara un aplauso. Lo que cuenta es que se fijó en los ojos y en las manos de Hitler, y le dijo a su amiga: "Este hombre será nuestra desgracia y la de Alemania. Lo tengo claro, ahora que he visto sus ojos y sus manos". De lo que había visto en esos ojos y esas manos no dice nada más. Sabemos que los ojos eran muy claros y redondos, y que miraban con una intensidad entre demente e hipnótica. No recuerdo haber leído nada sobre las manos de Hitler.
Las de la doctora Nathorff tendrían la suavidad sensitiva, la capacidad de máxima y delicada precisión requeridas para tocar el piano, para auscultar la carne humana dolorida y practicar la cirugía. Unos meses más tarde, Hertha ­Nathorff había sido expulsada de su trabajo en el hospital. Al cabo de menos de seis años, cuando se miraba las manos, las veía rojas y ásperas, gastadas por el trabajo de fregar y limpiar, y ya temía que nunca más volvería a tocar el piano ni a examinar a un enfermo. En muy poco tiempo lo que parecía inconcebible había sucedido, lo sólido y lo normal y razonable se había desmoronado, y Hertha Nathorff, su marido y su hijo, después de ir perdiendo uno por uno todos los asideros que habían dado por firmes en sus vidas, eran tres exiliados sin oficio ni beneficio, sin amistades, sin posición social, tratando malamente de buscarse la vida en Nueva York. Porque habían logrado escapar de Alemania podían contarse entre los privilegiados. Pero el trauma del acoso gradual, del terror, de la exclusión, de la soledad sin amparo en una ciudad abrumadora y en un idioma que aún no conocían es probable que ya no los abandonara nunca. Un día de septiembre de 1941, Hertha Nathorff sale de su casa y echa andar hasta que se hace de noche y llega a la orilla del Hudson. Escribe en el diario: "El agua me llamaba, me atraía… Así que me quité los zapatos, el abrigo y el sombrero, y lo dejé todo en un banco, al lado del bolso". La traducción de Virginia Maza es de una gran belleza. Parece que estamos leyendo una escena de esa tremenda novela de Isaac Bashevis Singer sobre exiliados europeos, Sombras sobre el Hudson. Cuando ya está a un paso del agua, Nathorff se detiene al oír una voz que le habla en alemán en la oscuridad: “¿Qué está haciendo? ¿Adónde va?”. A un desconocido, un compatriota igual de desterrado que se encontraba por azar junto al río, le debió esa noche Hertha Nathorff la vida.



En esta era de Trump, Bolsonaro y Salvini, los testimonios de judíos aplastados por el nazismo resuenan fuerte

Hemos leído otras veces historias semejantes. En el diario mucho más copioso de Victor Klemperer hemos podido asistir a ese acoso metódico y a la vez gradual que va haciendo que se vuelvan normales paso a paso crueldades y abusos inauditos. Habrá un día en que no podrás seguir ejerciendo como médico en la sanidad pública, aunque sí, temporalmente, mantener una consulta privada. Llegará otro en que no podrás ir por la acera, y otro en que no podrás sentarte en la mayor parte de los bancos públicos, aunque sí en algunos. La caída en el horror parece menos definitiva porque durante mucho tiempo habrá sido complicada, difusa, administrativa. Los que creías tus compatriotas, tus vecinos afables, hasta en algún caso tus amigos cercanos, no se habrán vuelto de golpe desconocidos y enemigos. Habrá alguno que te seguirá mandando una felicitación de cumpleaños, aunque con la precaución de no poner su nombre en el remite. Habrá quien te recomiende disimulo y paciencia, quien un día te vea de lejos y se cambie de acera. Todo son grados. Habrá quien aproveche tu desgracia para no devolverte un favor o pagarte una deuda, y quien no permita que su hijo siga jugando con el tuyo: y quien te delate, y quien te torture.
Llevo muchos años leyendo este tipo de testimonios, pero justo esta vez, al descubrir el diario de Hertha Nathorff, me doy cuenta de que ahora, en la edad de Trump, Bolsonaro, Salvini, Orbán, Putin, de las multitudes de nuevo intoxicadas por las pasiones cerriles del nacionalismo y la xenofobia, las leo de otra manera. La posibilidad de lo inimaginable y de lo peor ya no pertenece solo a los libros de historia.
Diario de una alemana. Hertha Nathorff. Traducción de Virginia Maza. Libros de Trapisonda, 2018. 223 páginas. 15,55 euros.

Lily King / Euforia I

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Lily King
EUFORIA




1

    Cuando dejaban a los mumbanyo les arrojaron algo que cabeceó sobre el agua a pocos metros de la popa. Algo de color pardo.
    —Otro bebé muerto —dijo Fen.
    Ya le había roto las gafas, así que ella no pudo saber si estaba bromeando.
    Ante ellos se extendía un claro luminoso en la curva de tierra verde por donde pasaría la canoa. Nell se concentró en aquello y no volvió a mirar atrás. Los pocos mumbanyo que había en la playa estaban cantando y tocando el gong de la muerte en su honor, pero no se giró a mirarlos por última vez. De vez en cuando, los cuatro remeros (todos de pie, dando voces a su gente o a los que iban en las otras canoas) bogaban simultáneamente y Nell sentía una tenue ráfaga de aire contra la piel húmeda. Las llagas le escocían y se le tensaban, como si tuvieran prisa por sanar con el aire seco. La brisa llegaba y paraba, llegaba y paraba. Notó el desfase entre el momento en que percibía el contacto con el aire y el instante en que lo reconocía, y supo que la fiebre estaba volviendo a hacer acto de presencia. Los remeros pararon un momento para acuchillar una tortuga cuello de serpiente y subirla al bote aún retorciéndose. A sus espaldas, Fen murmuró un canto fúnebre por la pobre tortuga, tan bajito que sólo ella podía oírlo.


    En la confluencia del Yuat y el Sepik los esperaba una lancha. A bordo había dos parejas blancas y el piloto, un hombre llamado Minton que Fen había conocido en Cairns. Ellas llevaban vestidos almidonados y medias de seda; ellos, esmoquin. No se quejaban del calor, lo que significaba que vivían allí, los hombres gestionando plantaciones o minas o encargándose de hacer cumplir las leyes que los protegían. Al menos no eran misioneros; en aquel momento no habría podido soportar a un misionero. Una de las mujeres tenía el cabello de un color dorado brillante; la otra tenía unas pestañas como helechos negros. Ambas llevaban bolsos de cuentas. La suave piel de sus brazos era tan blanca que parecía falsa. Habría querido tocar a la que tenía más cerca, subirle la manga y comprobar hasta dónde llegaba el blanco, igual que hacían con ella todas las tribus que visitaba la primera vez que la veían. Las mujeres los miraron con compasión al verlos subir a bordo, con sus fardos de lona y sus ojos enfermos de malaria.
    El motor arrancó con un ruido tan inesperado que se llevó las manos a las orejas en un movimiento reflejo casi infantil. Vio que Fen tuvo la misma reacción y sonrió instintivamente, pero a él no le gustó que lo advirtiera y se alejó para hablar con Minton. Nell se sentó con las mujeres en el banco de popa.
    —¿Qué se celebra? —le preguntó a Tillie, la del pelo dorado.
    Si ella hubiera tenido aquel cabello, los nativos no habrían dejado de tocárselo. Hubiera sido imposible hacer estudios de campo con aquel cabello.
    Las dos mujeres consiguieron oírla pese al ruido del motor y se rieron.
    —¡Es Nochebuena, tonta!
    Ya habían estado bebiendo, aunque no podían ser más de las doce del mediodía, y hubiera sido más fácil admitir que la llamaran tonta si no hubiera llevado un mugriento vestido de algodón sobre el pijama de Fen. Tenía heridas, un corte reciente en la mano que se había hecho con la espina de una palma de sagú, un esguince en el tobillo derecho y la neuritis en los brazos contraída en las Islas Salomón, además de un prurito entre los dedos de los pies que esperaba que no fuera otro episodio de tiña. Normalmente soportaba cualquier molestia mientras trabajaba, pero viendo a aquellas mujeres con sus sedas y sus perlas el picor se hacía más patente.
    —¿Creéis que estará el teniente Boswell? —preguntó Tillie.
    —Ella lo encuentra divino —explicó Eva, que era más alta e imponente y no llevaba alianza.
    —No creo que esté. Y a ti también te gusta —dijo Tillie.
    —Pero tú eres una mujer casada, querida.
    —No puedes esperar que una deje de fijarse en la gente en el momento en que le ponen la alianza —dijo Tillie.
    —No lo espero. Pero tu marido desde luego que sí.
    Nell iba tomando notas mentalmente:

    — adornos en cuellos, muñecas, dedos
    — pintura sólo en la cara
    — acentúan los labios (rojo oscuro) y los ojos (negro)
    — destacan la cadera apretándose la cintura
    — conversación competitiva
    — el elemento más valorado es el hombre, no necesariamente poseerlo, sino tener la capacidad de atraer a uno

    No podía evitarlo.
    —¿Ha estado estudiando a los nativos? —le preguntó Tillie.
    —No, viene del Baile a Media Luz en el Palacio Flotante —respondió Eva, que tenía un acento australiano más marcado, parecido al de Fen.
    —Pues sí —dijo ella—. Desde julio. Es decir, desde julio del año pasado.
    —¿Un año y medio perdida ahí arriba, por ese río? —exclamó Tillie.
    —¡Dios santo! —dijo Eva.
    —Primero un año en las montañas al norte de aquí, con los anapa —explicó Nell—. Y luego otros cinco meses y medio con los mumbanyo, a orillas del Yuat. Nos fuimos antes de tiempo. No me gustaron.
    —¿No le gustaron? —preguntó Eva—. Yo habría dicho que el objetivo más razonable sería mantener la cabeza pegada al cuello.
    —¿Eran caníbales?
    No era seguro darles una respuesta honesta. Nell no sabía quiénes eran sus hombres.
    —No. Comprenden y respetan absolutamente las nuevas leyes.
    —No son nuevas —precisó Eva—. Se impusieron hace cuatro años.
    —Yo creo que para una tribu antigua eso debe de parecerles nuevo. Pero obedecen. Y culpan de su mala suerte a la falta de homicidios.
    —¿Hablan de ello? —preguntó Tillie.
    Nell se preguntó por qué todos los blancos le preguntaban por el canibalismo. Pensó en Fen cuando volvió de sus diez días de cacería, en su lamentable intento de escondérselo. «La he probado —confesó por fin—. Y tienen razón, sabe a cerdo viejo.» Era una broma que solían hacer los mumbanyo, que los misioneros sabían como a cerdo viejo.
    —Hablan de ello con gran nostalgia.
    Las dos mujeres —incluso Eva, que tanto desparpajo había mostrado— se encogieron un poco. Y entonces Tillie preguntó:
    —¿Ha leído el libro sobre las Islas Salomón?
    —¿Donde todos los niños fornican entre los arbustos?
    —¡Eva!
    —Sí, lo he leído —dijo Nell, y luego no pudo contenerse y añadió—: ¿Les ha gustado?
    —Oh, no sé qué decir —respondió Tillie—. No entiendo muy bien el motivo de tanto escándalo.
    —¿Ha provocado un escándalo? —dijo Nell.
    No había oído nada sobre su recepción en Australia.
    —Diría que sí.
    Habría querido preguntar quién se había escandalizado y por qué, pero en aquel momento se acercó uno de los hombres con una enorme botella de ginebra para rellenar los vasos.
    —Su marido ha dicho que usted no querría —dijo a modo de disculpa, ya que no traía un vaso para ella.
    Fen estaba de espaldas a Nell, pero ésta se imaginaba la expresión de su rostro sólo por su postura, de pie, con la espalda arqueada y los talones ligeramente levantados. Estaría compensando sus ropas arrugadas y su extraña profesión con una intensa mirada viril. Sólo se permitiría una leve sonrisa en caso de que fuera él mismo quien hiciera la broma.
    Tillie dio unos sorbos a su copa y, más animada, siguió con sus preguntas:
    —¿Y qué escribirá sobre esas tribus?
    —Aún no lo tengo muy claro. Nunca sé qué voy a escribir hasta que vuelvo a mi despacho en Nueva York —dijo.
    Nell fue consciente de su propio impulso por competir, por imponer su dominio sobre aquellas mujeres guapas y limpias aludiendo a un despacho en Nueva York.
    —¿Es ahí adonde se dirige ahora? ¿Vuelve a su despacho?
    Su despacho. Su escritorio. La ventana en diagonal que daba a Amsterdam Avenue y la calle 118. A veces la distancia se sentía como una terrible claustrofobia.
    —No, vamos a Victoria, a estudiar a los aborígenes.
    —¡Pobre mujer! —respondió Tillie frunciendo los labios—. Ya parece bastante agotada con lo que lleva encima.
    —Si quiere, nosotras podemos decirle ahora mismo todo lo que necesita saber sobre los abos —dijo Eva.
    —Sólo han sido cinco meses con esta última tribu.
    No se le ocurría cómo podía definirlos. No había nada de los mumbanyo sobre lo que Fen y ella estuvieran de acuerdo. Él la había despojado de sus opiniones. Ahora se daba cuenta, asombrada, de cómo lo había conseguido. Tillie la miraba con la hueca preocupación de un borracho.
    —A veces te encuentras con una cultura que te rompe el corazón —añadió Nell por fin.
    —Nellie —llamó Fen—. Minton dice que Bankson sigue aquí —dijo, señalando con la mano río arriba.
    «Claro que sigue aquí», pensó ella, pero en cambio dijo, intentando hacer una gracia:
    —¿El que te robó el cazamariposas?
    —No me robó nada.
    ¿Qué era lo que había dicho, exactamente? Había sido en el barco, cuando volvían de las Islas Salomón, en una de sus primeras conversaciones. Estaban chismorreando sobre sus antiguos profesores. «A Haddon le gustaba yo —dijo Fen—, pero fue a Bankson a quien le dio su cazamariposas.»
    Bankson les había chafado los planes. Habían llegado en el año 1931 para estudiar dos tribus de Nueva Guinea, pero como aquél estaba en el río Sepik, ellos se fueron al norte, montaña arriba, donde estaban los anapa, con la idea de volver un año más tarde, esperando que Bankson se hubiera ido y poder escoger entre las tribus del río, de culturas menos aisladas y por tanto con una rica tradición artística, económica y espiritual. Sin embargo, él seguía allí, así que habían tenido que ir hacia el sur, alejándose de él y de los kiona que estaba estudiando, siguiendo el Yuat, un afluente del Sepik, donde habían encontrado a los mumbanyo. A la primera semana Nell ya sabía que estudiar aquella tribu era un error, pero tardó cinco meses en convencer a Fen para que se fueran de allí.
    Éste estaba de pie a su lado.
    —Deberíamos ir a verlo.
    —¿De verdad?
    Era la primera vez que sugería algo así. ¿Por qué ahora, cuando ya habían arreglado las cosas para irse a Australia? Fen había estado con Haddon, Bankson y su cazamariposas cuatro años atrás, en Sídney, y a Nell no le había dado la impresión de que se cayeran muy bien mutuamente.
    Los kiona de Bankson eran guerreros, habían sido los señores del Sepik antes de que el gobierno australiano hubiera aplicado mano dura, separando los poblados, asignándoles parcelas de terreno que no querían y metiendo en la cárcel a los que se resistían. Los mumbanyo, que también eran fieros guerreros, contaban historias de las proezas de los kiona. Por eso Fen quería visitar a Bankson. «La tribu del otro siempre resulta más atractiva», solía decirle ella. Pero era imposible no sentir envidia de los pueblos de los demás; hasta que no ponías todo en claro sobre el papel, tu propia tribu parecía un caos.
    —¿Crees que lo veremos en Angoram? —le preguntó.
    No podían perseguir a Bankson: habían tomado la decisión de ir a Australia. El dinero no les duraría mucho más de seis meses y tardarían varias semanas en asentarse entre los aborígenes.
    —Lo dudo. Estoy seguro de que evitará los puestos de control gubernamentales.
    La velocidad de la lancha la desorientaba.
    —Tenemos que tomar ese barco a Port Moresby mañana, Fen. Los gunai son una buena opción para nosotros.
    —También pensabas que los mumbanyo eran una buena opción cuando íbamos hacia allí —dijo él agitando el hielo de su vaso vacío.
    Parecía que tenía algo más que decir, pero dio media vuelta y volvió junto a Minton y los otros hombres.
    —¿Llevan mucho tiempo casados? —preguntó Tillie.
    —En mayo hará dos años —dijo Nell—. Celebramos la ceremonia el día antes de venir aquí. Una luna de miel exquisita.
    Ambas se rieron y la botella de ginebra volvió a circular.
    Durante las cuatro horas y media siguientes Nell
observó a aquellas parejas bien vestidas bebiendo, bromeando, flirteando, buscándose las cosquillas, riéndose, disculpándose, separándose y juntándose de nuevo. Observó sus jóvenes rostros inquietos, la fina capa de aplomo que los cubría y lo fácilmente que la perdían cuando nadie los miraba. De vez en cuando el marido de Tillie levantaba el brazo señalando algo en tierra: dos chicos con una red, un gato marsupial colgado de un árbol como un saco, un águila pescadora planeando hacia su nido, un loro rojo imitando el ruido de su motor... Nell intentó no pensar en los poblados que iban dejando atrás, las casas sobre pilotes, las hogueras y los niños cazando serpientes entre la paja con sus lanzas. Todos los pueblos que se estaba perdiendo, las tribus que nunca llegaría a conocer y las palabras que nunca oiría, la preocupación de que en esos momentos estuvieran pasando de largo el pueblo ideal para su estudio, un pueblo cuyo genio ella podría descubrir, y que a su vez despertaría sus ideas geniales, un pueblo que tuviera un modo de vida al que ella encontrara sentido. En lugar de eso, estaba observando a aquellos occidentales y a Fen, que daba lecciones a los hombres, cuestionando su trabajo, respondiendo defensivamente cuando le preguntaban por el suyo, yendo a buscarla para luego castigarla con unas palabas cortantes y una brusca retirada. Lo hizo cuatro o cinco veces volcando en ella su frustración, siguiendo una pauta que él mismo no reconocía. No se cansaba de cargar contra ella por querer dejar a los mumbanyo.
    —Es guapo su marido —dijo Eva cuando nadie más podía oírlas—. Apuesto a que además viste bien.
    La lancha bajó la velocidad, el agua se tiñó de un rosa salmón con la luz del atardecer y llegaron a su destino. Tres mozos vestidos con pantalones blancos, camisas azules y gorras rojas llegaron corriendo desde el Angoram Club para amarrar la barca.
    —Lukaut long —les gritó Minton en pidgin—. Isi isi .
    Entre ellos hablaban en la lengua de su tribu, probablemente taway. A los pasajeros que desembarcaban les dijeron «buenas tardes» con un marcado acento británico.
    Nell se preguntó hasta dónde llegaría su conocimiento del inglés.
    —¿Qué tal va la tarde? —le preguntó al chico más grande.
    —Muy bien, gracias, señora —dijo él, y le recordó al chico anapa que cazaba para ellos, siempre confiado y sonriente.
    —He oído que es Nochebuena.
    —Sí, señora.
    —¿Vosotros la celebráis?
    —Desde luego, señora.
    Los misioneros habían hecho su trabajo a conciencia.
    —¿Y tú qué esperas que te regalen? —le preguntó al segundo en edad.
    —Una red de pesca, señora —dijo él intentando ser tan conciso y frío como el otro, aunque no pudo evitar añadir—: Como la que le regalaron a mi hermano el año pasado.
    —¡Y lo primero que cazó con ella fue a mí! —gritó el más pequeño.
    Los tres chicos se rieron mostrando sus dientes de un blanco radiante. A su edad la mayoría de los niños mumbanyo ya no tenían muchos dientes: se les pudrían o los perdían en las peleas, y los pocos que les quedaban los tenían manchados de rojo por la nuez de betel que mascaban.
    En el momento en que el mayor de los tres jóvenes se disponía a explicarse, Fen llamó a Nell desde la pasarela. Las parejas blancas, ya en tierra, parecían estar riéndose de ellos, de la mujer vestida con un cochambroso pijama de hombre que intentaba hablar con los nativos, del australiano barbudo que quizá supiera vestir con elegancia o quizá no, que bregaba con sus bolsas mientras llamaba a su mujer.
    Nell les deseó a los chicos feliz Navidad, algo que le pareció muy gracioso, y ellos le desearon lo mismo. Le habría gustado sentarse a charlar con aquellos chicos en el muelle toda la noche.
    Fen no estaba enfadado. Se cargó ambas bolsas sobre el hombro izquierdo y le ofreció el brazo derecho como si ella también llevara un vestido de noche. Nell le pasó la mano izquierda por el brazo derecho y él se la agarró contra el cuerpo. La herida de la mano le dolió con la presión.
    —Es Nochebuena, por Dios. ¿Es que nunca dejas de trabajar? —dijo él, pero con tono de broma, casi de disculpa.
    «Estamos aquí —decía su brazo agarrado al de ella—. Hemos acabado con los mumbanyo.» La besó, y aquello también hizo que se avivara el dolor, pero no se quejó. A él no le gustaba verla fuerte, pero tampoco débil. Se había cansado hacía meses de enfermedades y dolores. Cuando había tenido fiebre, la había combatido con caminatas de sesenta kilómetros. Al encontrarse con un grueso gusano blanco que le crecía bajo la piel de la pierna, se lo había sacado él mismo con una navaja.

    Les dieron una habitación en el primer piso. La música del comedor del club, que estaba debajo, hacía vibrar los tablones del suelo.
    Nell tocó una de las dos camas. Estaba hecha, con sábanas blancas muy tiesas y una gruesa almohada. Levantó el extremo de la sábana de arriba, muy ajustada, y se metió dentro. No era más que un estrecho catre militar, pero le pareció una nube, una nube limpia, suave y almidonada. Tenía mucho sueño, un sueño pesado, como el de su infancia, que se apoderaba de ella.
    —Buena idea —dijo Fen quitándose los zapatos; había otra cama para él, pero se hizo un hueco a su lado y ella tuvo que ponerse de lado para no caerse—. Hora de procrear —canturreó.
    Sus manos se deslizaron por la parte trasera de los pantalones de ella, le agarraron con fuerza el culo y se le pegó. Nell pensó en cuando cogía dos muñecas de papel y pegaba la una a la otra como si se besaran, cuando ya era demasiado mayor para jugar con ellas pero aún no las había dejado. Pero aquello no funcionó, así que Fen le cogió la mano, la bajó hasta su entrepierna y se la movió arriba y abajo en una cadencia que ella conocía bien pero que él nunca le dejaba probar por su cuenta. La respiración se le volvió más rápida y agitada,
pero su pene tardó un buen rato en mostrar el mínimo signo de erección. Estaba mustio, entre las manos de los dos, como una medusa. En cualquier caso tampoco era una buena ocasión: Nell estaba a punto de tener la regla.
    —Mierda —murmuró Fen—. Maldita sea.
    La rabia debió de activar algo en su miembro porque de pronto reaccionó y se les disparó entre las manos, enorme, duro y de un morado encendido.
    —Métetela —dijo Fen—. Métetela enseguida.
    No cabía la posibilidad de razonar con él, de hablarle de sequedad, del mal momento o de las llagas o heridas que se abrirían con el roce contra la tela de lino. Dejarían manchas de sangre que las doncellas taway atribuirían a la menstruación y tendrían que quemar aquellas espléndidas sábanas limpias por superstición.
    Se la metió. Las escasas zonas del cuerpo que no le dolían las tenía insensibles, si no muertas. Fen apretó con fuerza.
    Cuando acabó dijo:
    —Ahí tienes tu bebé.
    —Al menos una pierna o dos —respondió ella en cuanto recuperó la voz.
    Él se rio. Los mumbanyo creían que había que hacerlo muchas veces para formar un bebé entero.
    —Esta noche nos pondremos con los brazos —dijo él; se giró y la besó—. Ahora preparémonos para esa fiesta.
    


    Había un enorme árbol de Navidad en la esquina más alejada. Parecía auténtico, como si lo hubieran enviado desde New Hampshire. La sala estaba llena, sobre todo de hombres, terratenientes y capataces, patrones de barco y kiaps del Gobierno, cazadores de cocodrilos con sus malolientes taxidermistas, comerciantes, contrabandistas y unos cuantos ministros dados a la bebida. Las elegantes señoritas del barco brillaban con luz propia, cada una en el centro de un círculo de hombres. Los criados taway, ataviados con delantales blancos, llevaban bandejas con copas de champán. Tenían las extremidades largas y la nariz larga y estrecha, sin perforaciones ni escaras. Nell supuso que serían un pueblo no guerrero como los anapa. ¿Qué pasaría si colocaran un puesto de control gubernamental en el río Yuat? A un mumbanyo no le puedes poner un delantal blanco. Si lo intentaras, te cortaría el cuello.
    Cogió una copa de una bandeja que le presentaron. En el otro extremo de la sala, más allá de la bandeja y del camarero taway que la sostenía, vio a un hombre junto al árbol, un hombre quizá más alto que el propio árbol, que tocaba una rama con los dedos.
     


    Sin sus gafas, mi rostro posiblemente fuera poco más que un borrón rosado entre muchos otros, pero dio la impresión de que sabía que era yo en cuanto levanté la cabeza.





Lily King / Euforia II

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Lily King
EUFORIA

2
 
   
 Tres días antes había ido al río, decidido a ahogarme.
 


    «¿En serio, Andy?» La pregunta me recorría el cuerpo a intervalos regulares, a veces en mi propia voz, otras en la de alguno de mis hermanos: en la de Martin, reflejando el sarcasmo de la situación; en la de John, más preocupada pero aun así con ese tono de quien levanta una ceja. Sentía el aire suave mientras atravesaba la vegetación más allá de mi pueblo, al noroeste, en dirección a un tramo del río sin gente. Unos pasos más cerca de Londres, sólo unos pasos. Hola, mamá; adiós, mamá. Te quería, sí que te quería, antes de que me echaras del hemisferio sangriento. No estaba seguro de estar absorbiendo oxígeno. No me sentía la lengua. «¿ No puede sentir la lengua o qué?», oía decir a Martin, dirigiéndose a John con la voz de nuestra vieja cocinera Mary. John se reía tanto que era incapaz de responder. Las piedras golpeteaban sonoramente contra mis muslos, de un modo ridículo. Ahora mis hermanos se reían de la chaqueta de lino, la de nuestro padre, la que tenía la mancha de huevo que Martin recordaría en aquel momento. A Andy le dio un ataque cuando le llamé la atención educadamente sobre la mancha. Seguí abriéndome paso por entre la espesa vegetación, con mis hermanos imitándome, riéndose de mí a mis espaldas, John diciéndole a Martin que dejara de hacerle reír o se mearía encima. Llegué al lugar donde aquel niño teket había sido mordido por una víbora de la muerte. Murió enseguida; el aparato respiratorio se cierra por completo. «Hay gente con suerte, ¿eh?», dijo Martin. Es curioso cómo te olvidas del dolor cuando estás decidido. La sensación que se me había pegado como la cera durante tanto tiempo había desaparecido y me sentía extrañamente eufórico, había recuperado el buen humor y tenía a mis hermanos más cerca de lo que los había sentido en años; casi como si fueran a hablar de verdad otra vez. A lo mejor todos los suicidios acaban siendo acontecimientos felices. A lo mejor es que en ese momento uno encuentra el sentido de todo esto: que una vez se ha nacido, no es otro que el de morir. Eso es lo único para lo que todos y cada uno de nosotros estamos programados, el destino al que nos dirigimos y que no podemos esquivar indefinidamente. Incluso mi padre, ya muerto también él, tendría que reconocerlo. ¿Era así como se sentía Martin cuando se dirigía a paso de marcha a Piccadilly? Así es como siempre me lo había imaginado, no caminando ni corriendo, sino a paso de marcha, marchando como John marchó a la guerra que se lo comió. Y luego la pistola, de su bolsillo a su oreja. No a su sien, sino a su oreja; eso lo habían dejado claro, por algún motivo. Como si hubiera querido dejar de oír, no dejar de vivir. ¿Habría tocado la piel el metal? ¿Se habría parado a sentir el frío o lo habría hecho todo en un instante, en un gesto fluido? ¿Se habría reído? En ese momento sólo me lo imaginaba riendo. Martin no se había tomado nada especialmente en serio. Desde luego no se tomaría en serio la imagen de un joven en Piccadilly con una pistola en la oreja. Eso es lo que me preocupó tanto cuando me enteré, cuando el director entró a buscarme a la clase de francés. ¿Por qué se había tomado tan en serio eso Martin? ¿No podía haberse tomado en serio alguna otra cosa? Sentí que volvía a abrirse ante mí el abismo, una especie de ahogamiento mental. El viejo Prall de la oficina se enteraría, y se sentiría como yo aquel día en el despacho del director, contemplando un helecho en el alféizar y poniendo en duda que Martin lo hubiera hecho en serio. Prall no sabría muy bien si reírse o llorar. «El jodido de Bankson se ha metido en ese río y se ha ahogado», diría, balbuciendo, a Maxley o a Henin en el pasillo. Y entonces alguien se reiría. ¿Cómo no iban a hacerlo? Pero yo no iba a volver a sentarme solo en aquella habitación con mosquiteras otra vez. Si no giraba hacia el río (que ya avistaba entre las carnosas hojas verdes grandes como platos) tendría que seguir caminando. Con el tiempo llegaría al poblado de los pabei. Nunca había visto uno. A la mitad los habían metido en calabozos porque se negaban a acatar las nuevas leyes.

    Me dirigí hacia el agua. Me mordí fuerte el músculo de la lengua. Más fuerte. No lo sentía, aunque la sangre salió, metálica, inhumana. Fui derecho hacia el río. Sí, probablemente fue un gesto único, del bolsillo a la oreja y bang. El agua estaba templada y la chaqueta de lino no flotó: cogió peso y se me quedó pegada al cuerpo. Oí un movimiento por detrás. Un cocodrilo, quizá. Por primera vez no me dieron miedo. Devorado por un cocodrilo: eso supera el saltarse la tapa de los sesos en Piccadilly Circus. Los cocodrilos eran sagrados para los kiona. Quizá me convirtiera en parte de su mitología, el desgraciado hombre blanco que se convirtió en cocodrilo. Me sumergí. No tenía la mente tranquila, pero no era infeliz. Desgraciadamente, siempre había sabido contener la respiración. Competíamos a menudo, Martin, John y yo. A ellos les parecía curioso que yo, el más pequeño de los tres, tuviera los pulmones más grandes, que fuera capaz de perder el conocimiento antes que rendirme. «Eres como una cabra miotónica, de ésas que se desmayan del susto, Andy», me decía mi padre.
    Me agarraron con tanta fuerza y tan rápido que tragué agua y, aunque volvía a estar rodeado de aire, no podía respirar. Los dos hombres me habían agarrado cada uno por debajo de una axila. Me arrastraron a la orilla, me dieron la vuelta, me aporrearon como a una torta de harina de sagú y me volvieron a poner en pie, sin dejar de aleccionarme en su idioma. Encontraron las piedras en mi bolsillo. Los dos hombres las agarraron con el cuerpo ya casi seco, al no llevar nada más que una cuerda atada en la cintura, mientras yo me tambaleaba por el peso de mi ropa. Con las piedras de mis bolsillos hicieron un montón en la playa y cambiaron de idioma, pasando a un kiona peor que el mío, explicándome que sabían que yo era el hombre de los teket, de Nengai. Las piedras son bonitas, dijeron, pero peligrosas. Las puedes coger, pero tienes que dejarlas en tierra antes de nadar. Y no hay que nadar con ropa. Eso también es peligroso. Y no hay que nadar solo. Eso sólo puede traer problemas. Me preguntaron si sabía cómo volver. Fueron secos y cortantes. Adultos sin paciencia para con un niño crecido.
    —Sí —les dije—. Estoy bien.
    —Nosotros no podemos ir más allá.
    —No pasa nada —dije poniéndome a caminar.
    Los oí a mis espaldas, alejándose río arriba. Hablaban rápido, en voz alta, en pabei. Oí una palabra que conocía, taiku , «piedras» en kiona. Uno la dijo, y luego la dijo el otro, más alto. Luego unas risas a carcajadas. Se reían como se reía la gente en Inglaterra antes de la guerra, cuando yo era un niño.
 
    Al final iba a estar vivo para Navidad, así que hice la bolsa y me fui a pasarla con los borrachos del puesto gubernamental de Angoram.




Lily King / Euforia III

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Lily King
EUFORIA

3



    -Bankson. ¡Dios mío! ¡Qué alegría verte, hombre!
    Recordaba a Schuyler Fenwick como un capullo estirado y picajoso que me tenía cierta manía, pero cuando le tendí la mano, la apartó y me rodeó con sus brazos. Yo le devolví el abrazo y aquella exhibición de afecto provocó las risas de los kiaps achispados que teníamos cerca. La garganta me ardía con la emoción inesperada del momento, y antes de que tuviera tiempo de recuperarme me presentó a su mujer.
    —Es Bankson —dijo como si no hablaran de otra cosa día y noche.
    —Nell Stone —dijo ella.


    ¿Nell Stone? ¿Fen se había casado con Nell Stone? Desde luego, al tipo se le daban bien los trucos, pero en este caso se había superado. Con todo lo que me habían hablado de Nell Stone, nadie me había mencionado nunca que fuera tan menuda o enfermiza. Me tendió una mano con una herida recién curada en la palma. Si se la cogía, le haría daño. Su sonrisa afloró con naturalidad, pero el resto de su rostro estaba hundido, y el dolor apagaba sus ojos. Tenía una cara pequeña y grandes ojos de color humo, como un cuscús, el pequeño marsupial que los niños kiona adoptaban como mascota.
    —Está herida.
    A punto estuve de decir «enferma». Le toqué la mano suave, brevemente.
    —Herida, pero no vencida —dijo ella esforzándose para esbozar algo parecido a una risa.
    Unos labios preciosos en un rostro absolutamente agotado. «Me estiraré un rato para sangrar —decía la balada que aún sonaba en mi cabeza—. Y luego me pondré en pie y lucharé de nuevo contigo.»
    —Qué fantástico que aún sigas aquí —dijo Fen—. Pensé que ya te habrías ido.
    —Eso debería haber hecho. Creo que, si me largara, mis kiona lo celebrarían con una semana de fiestas. Pero siempre esperas encajar alguna pieza más, aunque parezca que no tengas ninguna posibilidad.
    Se rieron con ganas, con una especie de complicidad profunda que cayó como un bálsamo sobre mis nervios destrozados.
    —Sobre el terreno siempre se tiene esa sensación, ¿no? —dijo Nell—. Luego vuelves y todo encaja.
    —¿Ah, sí? —pregunté yo.
    —Si has hecho el trabajo, sí.
    —¿Tú crees?
    Tenía que quitarme aquel tono de chiflado de la voz.
    —Vamos a tomar otra copa. Y a comer algo. ¿Quieres comer algo? Seguro que sí. ¿Nos sentamos?
    El corazón me golpeaba contra el pecho y sólo podía pensar en cómo lograr que no se fueran, que no se fueran. Sentía que la soledad se me hinchaba dentro como un bocio y no tenía muy claro qué hacer para ocultarlo.
    Había unas cuantas mesas vacías en la parte trasera de la sala. Nos dirigimos a la que estaba en la esquina, atravesando una nube de humo de tabaco, apretujándonos entre un grupo de oficiales de patrulla blancos y de buscadores de oro que bebían rápido y se gritaban unos a otros. La banda empezó con Lady of Spain ,pero no salió nadie a bailar. Yo paré a un camarero, señalé hacia la mesa y le pedí que nos trajera algo de cena. Ellos fueron delante; Fen primero, adelantado, y Nell más rezagada al cojear por algún dolor en el tobillo izquierdo. Yo la seguí de cerca. La parte trasera de su vestido azul de algodón estaba cubierta de arrugas.
    Nell Stone, para mí, era una figura mayor, una matrona. No había leído el libro que la había hecho famosa últimamente, el libro que hacía que la mera mención de su nombre convocase visiones de conductas lascivas en playas tropicales, pero yo me había imaginado a una clásica ama de casa americana rodeada de una banda de nativos lascivos de las Islas Salomón. Aquella Nell Stone, en cambio, era casi una niña, de brazos delgados y con una gruesa trenza que le caía por la espalda.
    Nos acomodamos junto a la mesita. Sobre nuestras cabezas colgaba un triste retrato del rey.
    —¿De dónde venís? —pregunté.
    —Hemos empezado en las montañas —respondió Nell.
    —¿En las tierras altas?
    —No, en las Torricelli.
    —Un año con una tribu que no tenía siquiera un nombre para ella misma.
    —Les pusimos el nombre de su pequeña montaña —dijo Nell—. Los anapa.
    —No podían ser más aburridos, ni aunque estuvieran muertos —observó Fen.
    —Eran amables y dulces, pero estaban débiles y malnutridos.
    —Desesperadamente sosos, querrás decir —insistió Fen.
    —Fen, básicamente, se pasó todo el año de caza.
    —Era el único modo de mantenerse despierto.
    —Yo me pasaba el día con las mujeres y los niños en los huertos, de donde apenas sacaban para que comiera todo el poblado.
    —¿Y acabáis de venir de allí? —dije intentando entender cómo y dónde había adquirido aquel mal aspecto.
    —No, no. ¿Los dejamos en...? —preguntó Fen girándose hacia ella.
    —En julio.
    —Bajamos y nos acercamos un poco a ti. Encontramos una tribu en el Yuat, río abajo.
    —¿Cuál?
    —Los mumbanyo.
    —No he oído hablar de ellos.
    —Unos guerreros temibles —señaló Fen—. Apuesto a que pondrían en serios apuros a tus kiona. Aterrorizaban al resto de las tribus del río. Y se aterrorizaban entre ellos.
    —Y a nosotros —apuntó Nell.
    —Sólo a ti, Nellie —dijo Fen.
    El camarero nos trajo la comida: ternera, puré de patata y unas alubias inglesas gruesas y amarillentas, de ésas que esperaba no volver a ver en mi vida. Devoramos la carne hablando sin parar, sin preocuparnos de taparnos la boca o esperar nuestro turno. Nos interrumpimos y nos solapamos. Criticamos nuestros trabajos respectivos, aunque quizá ellos, al ser dos, fueron los que más criticaron. Por la naturaleza de sus preguntas (las de Fen sobre religión y tótems religiosos, ceremonias, guerra y genealogía; las de Nell sobre economía, alimentación, gobierno, estructura social y crianza de los niños) tuve claro que tenían los campos de trabajo claramente divididos, y sentí una punzada de envidia. En todas mis cartas al departamento, en Cambridge, había pedido un compañero, algún joven que empezara y que quisiera un poco de orientación. Pero todo el mundo quería marcar su propio territorio. O quizá, pese al esfuerzo que hacía por ocultarlo, detectaban en mis cartas mi atasco mental, el punto de estancamiento al que había llegado mi trabajo, y preferían mantener las distancias.
    —¿Qué te has hecho en el pie? —le pregunté a Nell.
    —Me hice un esguince en el tobillo remontando el Anapa.
    —¿Cómo? ¿Hace diecisiete meses?
    —Tuvieron que cargarla colgándola de un palo —dijo Fen, divertido al recordarlo.
    —Me envolvieron en hojas de banano: parecía un cerdo empaquetado para la cena.
    Nell y Fen se rieron de pronto, con fuerza, como si fuera la primera vez que lo hacían en su vida.
    —Gran parte del tiempo me lo pasaba boca abajo —dijo ella—. Fen siguió adelante, llegó allí un día antes y no me envió ni una nota. Hicieron falta más de doscientos porteadores para llevar todo nuestro equipo.
    —Era el único que llevaba pistola —contó Fen—. Nos advirtieron de que las emboscadas no son infrecuentes. Esas tribus se mueren de hambre, y nosotros llevábamos todos nuestros víveres encima.
    —Debes de tenerlo roto —dije yo.
    —¿Qué cosa?
    —El tobillo.
    —Sí —dijo, y miró a Fen con cierto recato—. Supongo.
    Observé que no había comido como él y como yo. Se había limitado a mover la comida por el plato.
    A mis espaldas cayó una silla. Dos kiaps se agarraban por el uniforme, congestionados y trastabillando como una pareja de baile ebria, hasta que uno de los dos separó el brazo y lo lanzó de nuevo a gran velocidad para asestar un fuerte puñetazo en la boca del otro. Para cuando los separaron, tenían la cara como si les hubieran atacado con un rastrillo de jardinería y las manos cubiertas de sangre. Las voces aumentaron de volumen y el director de la banda inició una melodía rápida a todo volumen, animando a todo el mundo a bailar. Pero nadie le hizo caso. En el otro extremo de la sala se inició otra pelea.
    —Vámonos —propuse.
    —¿Irnos? ¿Adónde? —preguntó Fen.
    —Os llevaré río arriba. En mi casa hay mucho sitio.
    —Tenemos una habitación arriba —adujo Nell.
    —No dormiréis. Y si queman el edificio, no tendréis ni cama. Esta gente lleva bebiendo cinco días sin parar. Además, tengo medicinas para esos cortes —dije señalándole la mano y las heridas que acababa de descubrir que tenía en el brazo izquierdo—. No tienen pinta de haber sido tratados.
    Me puse en pie, esperando que se decidieran. Poc, poc. Os necesito. Os necesito. Cambié de táctica:
    —Has dicho que te gustaría ver a los kiona —le dije a Fen.
    —Me gustaría mucho. Pero nos vamos a Melbourne por la mañana.
    —¿Y eso?
    No habían mencionado que se iban de Nueva Guinea en las horas que llevábamos juntos.
    —Vamos a intentar robarle una tribu a Elkin.
    —No —no quería decirlo así, al menos no con aquel tono tan petulante—. ¿Por qué? ¿Los aborígenes? —No podían irse con los aborígenes—. ¿Qué pasa con los mumbanyo? Sólo habéis estado allí cinco meses.
    Fen miró a Nell para que ella se lo explicara.
    —No podíamos quedarnos más —dijo Nell—. Yo no podía, desde luego. Y teníamos la idea de que quizá en Australia encontraríamos una región que nadie hubiera reclamado.
    La palabra «reclamado» me ayudó a entenderlo. Supongo que ella también se dio cuenta.
    —No dejéis el Sepik por mí, bajo ninguna circunstancia. No es propiedad mía; ni lo quiero. Hay ochenta antropólogos por cada maldito navajo, y sin embargo a mí me dan un río de más de setecientas millas. Nadie se atreve a acercarse. Creen que es «mío». ¡No lo quiero! —Era consciente del tono lastimoso de mi voz, pero no me importaba. Me pondría de rodillas si hacía falta—. Por favor, quedaos. Os encontraré una tribu mañana mismo, hay cientos de ellas, muy, muy lejos de mí, si queréis.
    Accedieron tan rápidamente, y sin mirarse siquiera el uno al otro, que luego me pregunté si habían estado jugando conmigo desde el principio. No me importaba. Quizá ellos me necesitaran, pero yo los necesitaba mucho más.
    Mientras esperaba a que recogieran sus cosas de la habitación intenté recordar cada tribu de las que había oído hablar, río arriba y río abajo. La primera que me vino a la mente fue la de los tam. Mi informador, Teket, tenía una prima que se había casado con un tam, y cuando describía sus estancias con ellos siempre usaba la palabra «tranquilos». Había visto a unas cuantas mujeres tam comerciando con pescado en el mercado y había observado su actitud lacónica y profesional, cómo se mantenían firmes ante los kiona, duros regateadores, mientras otras tribus capitulaban. Pero el lago Tam estaba demasiado lejos. Tenía que pensar en otro pueblo mucho más cercano.
    Bajaron con sus bolsas.
    —No puede ser que eso sea todo lo que tenéis.
    —No, no exactamente —dijo Fen con una mueca.
    —El resto lo enviamos a Port Moresby —dijo Nell, que se había puesto una camisa blanca de hombre y unos pantalones marrones, como si esperara volver al trabajo a la mañana siguiente.
    —Puedo dar orden de que os lo vuelvan a enviar aquí. Es decir, si os quedáis.
    Cogí dos de sus petates y salí antes de que pudieran cambiar de opinión.
    En el repentino silencio, sentí que los oídos aún me retumbaban. Con la luz eléctrica que salía del puesto de control gubernamental, la música atenuándose hasta convertirse en un fino hilo musical y la corta hierba bajo los pies, podía dar la impresión de que salíamos de un baile en una cálida noche de Cambridge. Me giré y vi que Fen había cogido a su mujer de la mano.
    Los llevé al otro lado de la carretera, más allá de los muelles, los hice pasar por una abertura entre los matorrales y llegamos a la playita donde había dejado mi canoa. Incluso en la oscuridad pude ver cómo se les ensombrecía el semblante. Supongo que se habrían imaginado una lancha, con asientos y cojines.
    —Me la gané. Es una canoa de guerra. La conseguí disparando a un jabalí —expliqué, compensando su decepción con una gran energía.
    Lancé sus bolsas al interior y luego corrí de nuevo a la playa en busca del motor, que había ocultado tras una gruesa higuera. Se animaron considerablemente cuando lo vieron. Debían de haber pensado que iba a llevarlos hasta mi poblado a remo, lo cual me habría llevado toda la noche y parte de la mañana.
    —Desde luego esto no lo he visto nunca —dijo Fen cuando coloqué el motor en su sitio.
    Coloqué los petates en la proa, creando una especie de cama para que Nell pudiera dormir. La ayudé a situarse, puse a Fen en el centro y empujé la canoa unos metros. Subí de un salto, tiré de la cuerda y le di gas. Si tenían alguna duda de última hora, no la oí con el rugido del motor, que nos impulsó rápidamente sobre las oscuras y agitadas aguas en dirección a Nengai.





Lily King / Euforia IV

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Lily King
EUFORIA




4
  
    Me criaron en el respeto a la ciencia como otros crecen en el respeto a Dios, a los dioses o a los cocodrilos.


    
    Si nos situáramos en Nueva Guinea y apuntáramos con un arco hacia arriba para atravesar el globo, quizá la flecha apareciera por el otro lado en el pueblo de Grantchester, a las afueras de Cambridge, en Inglaterra. Hemsley House, la casa en la que me crie, había sido propiedad de los científicos Bankson durante tres generaciones, y cada mesa, cada cajón y cada armario estaban llenos de material científico: catalejos, tubos de ensayo, balanzas a dedo, lupas de bolsillo, brújulas y un telescopio de latón, cajas de diapositivas y alfileres para coleccionar insectos, geodas, fósiles, huesos, dientes, madera petrificada, escarabajos y mariposas enmarcados, y miles de carcasas de insectos sueltas que se convertían en polvo al contacto de los dedos.

    Mi padre era profesor de zoología en el St. John’s College de Cambridge y obtuvo los títulos de fellow y steward, como era de esperar. Mi madre y él se conocieron en 1897, se casaron en junio del mismo año y tuvieron tres hijos a intervalos de tres años: primero John, después Martin y luego yo.
    Mi padre tenía un gran bigote que a menudo ocultaba una pequeña sonrisa. Yo no entendí su humor hasta que me hice mayor y él ya lo había perdido, y me tomaba muy en serio lo que decía, lo cual también le divertía. Durante toda mi infancia se mostró muy interesado en los huevos. Al principio los incubó en la habitación de la niñera y luego, cuando ésta se quejó, en un cobertizo. Cuando estaban a punto, cogía cada huevo, escribía el número del corral, de la gallina y la fecha de la puesta, rompía la cáscara y estudiaba cada detalle del embrión. Crio ratones, palomas, conejillos de Indias, cabras y conejos; cultivó y estudió dragoncillos y guisantes. Nunca perdió la pasión por Mendel. Pensaba que a la teoría de Darwin le faltaba una pieza (como pensaba el propio Darwin) porque tenía que haber algo que explicara cómo se transferían los fenotipos de una generación a la siguiente. Su concepto de la genética partía de la imagen de una onda o una vibración. La carrera de mi padre (con sus altibajos, unas veces paria y otras héroe) fue resultado de su curiosidad, de su naturaleza inquisitiva. Era un apóstol de la ciencia, de la búsqueda de preguntas y respuestas, y esperaba que sus hijos también lo fueran.
    Cuando llegué a Nueva Guinea en 1931, a los veintisiete años, mi madre y yo éramos los únicos miembros de mi familia que seguíamos vivos, y ella se había convertido en una gran carga psicológica para mí, dependiente y déspota, una tirana que no parecía saber qué quería o qué le deseaba a su último vástago. Pero aquello no siempre había sido así. Recuerdo que en mis años de juventud era dulce y tierna y, aunque yo era el último de los hermanos, la recuerdo joven. Recuerdo que delegaba en mi padre todas las decisiones, a la espera siempre de su parecer sobre cualquier cosa, incapaz de darnos respuestas ni a las preguntas más inocentes: ¿podíamos llevar arañas a casa si las teníamos en un frasco? ¿Podíamos untar mermelada en la roca para ver cómo las hormigas intentaban llevársela? Teníamos un vínculo especial porque ella no quería que yo creciera y yo tampoco quería crecer. Viendo a mis hermanos, no me parecía tarea fácil. John estaba de acuerdo con todo lo que decía mi padre, y Martin con casi nada. Ninguno de los dos caminos me parecía fácil, así que no me importó vivir bajo las faldas de mi madre mucho tiempo.
    La visita a casa de la tía Dottie, hermana de mi padre, en el verano de 1910, es el primer recuerdo consistente que tengo. Era una de nuestras muchas tías solteras, y a mi modo de ver la más interesante. Tenía una exquisita colección de escarabajos, todos ensartados, enmarcados y etiquetados con su perfecta caligrafía, formando una cuadrícula sobre un fondo de terciopelo. Otras mujeres tenían joyas; la tía Dottie tenía escarabajos de todas las formas y todos los colores, todos ellos procedentes del New Forest, que estaba a diez millas de su casa. Allí íbamos cada día con ella, con nuestras botas de goma y entrechocando nuestros cubos. Había un estanque que le gustaba a una hora de camino y ella era siempre la primera en meterse en el barro, aunque a veces le llegara por encima de las botas. Más de una vez habíamos tenido que sacarla, tirando entre los tres en fila (yo el último, en terreno firme), riéndonos tanto que seguramente se nos iba la fuerza por la boca, pero la tía Dottie nos seguía el juego, fingía estar atascada, hundiéndose, y luego nos dejaba que la sacáramos poco a poco del agua. Siempre atrapaba las criaturas más asombrosas con su red (un sapo corredor, un tritón crestado, una mariposa con colas) y el único que podía hacerle competencia era John, que tenía más paciencia que Martin y que yo con la pesca de renacuajos. Eso es lo que me viene a la mente cuando pienso en John, a sus doce años, metiéndose en un estanque lleno de bichos en el New Forest en un cálido día de julio, con el cubo en una mano y la red en la otra, escrutando la superficie del agua, tensa como una película. Tras su muerte recibimos una carta de un oficial colega suyo donde éste nos decía que John afrontó la guerra como una larga excursión al campo.
    No quiero decir que no estuviera concentrado cuando hacía falta; era, como ya habrán sabido por sus superiores, un soldado excepcionalmente atrevido y responsable. Pero mientras sus compañeros tendían a quejarse de la vida en una trinchera de tres metros, John de pronto soltaba un gritito de júbilo al encontrar el fósil de un molusco plioceno o al ver una especie rara de halcón en el cielo. Tenía una gran pasión por esta Tierra, y aunque la abandonó y nos dejó demasiado pronto, estoy seguro de que allá donde esté se siente en casa.
    A mi madre no le gustó aquella carta, ni la sugerencia de que John estaba «en casa» después de que su cuerpo hubiera volado en pedazos desperdigándose por una granja belga, pero a mí me consoló. Había poco con lo que consolarse tras la muerte de John, y yo decidí buscar el consuelo donde podía encontrarlo.
    John era el que más potencial tenía para cumplir lo que mi padre esperaba de nosotros. Era un naturalista apasionado. Su identificación de una oruga extremadamente rara, a los quince años de edad, llegó a publicarse en TheEntomologist’s Record. Ganó el premio de biología en su último curso en la Charterhouse School. Si la guerra no hubiera interrumpido su trayectoria, lo más probable habría sido que se convirtiera en el cuarto Bankson que alcanzaba el título de don en Cambridge; al menos nosotros estábamos convencidos. John habría satisfecho las ansias de mi padre, y Martin habría podido hacer lo que quisiera. Pero John no quería matar a los seres que estudiaba. No le interesaban los huevos, los guisantes ni las células, ni lo que se había dado en llamar plasma germinal. Le interesaban las patas con triple articulación de los escarabajos y el plumaje de eclipse de los azulones. Lo que le gustaba era estar al aire libre, retozando por el campo. Pero ahora no sirve de nada analizar a John. Ha desaparecido, al igual que todo su potencial y sus grititos de júbilo en las trincheras de Rosières al encontrar un fósil excavando en la dura pared de tierra.
    Martin intentó apaciguar a mi padre y ayudarlo a superar el tremendo pesar tras la muerte de John estudiando biología, zoología y química orgánica. Sólo de vez en cuando, furtivamente, escribía algún poema o alguna obra de teatro. Pero no sacaba buenas notas, era infeliz y al final tuvo que contarle a mi padre la verdad: le interesaba más la creación literaria. Mi padre era un gran lector y un amante de las artes: cuando éramos niños nos llevaba al Museo Británico y a la Tate y nos leía a Blake y a Tennyson por las tardes. Pero no creía que el arte fuera cosa de ciudadanos normales y corrientes. El verdadero arte era algo anómalo, una extraña mutación; no ocurría simplemente porque alguien lo quisiera así. Para el hombre normal, consideraba que era una absoluta y exasperante pérdida de tiempo. La ciencia, por otra parte, necesitaba un ejército de hombres cultos. La ciencia era un lugar donde los hombres de inteligencia y cultura por encima de la media podían encontrar un punto de apoyo para empujar y ensanchar los muros del conocimiento. La ciencia necesitaba a sus genios ocasionales, pero también necesitaba a sus soldados de a pie. Mi padre había producido tres de aquellos soldados de a pie. Era difícil convencerlo de lo contrario. No sé todo lo que pasó entre mi padre y Martin tras la muerte de John. Yo estaba fuera, estudiando, primero en la Warden House y luego en la Charterhouse, pero creo que intercambiaron muchísimas cartas. «Tu padre ha recibido otra carta de Martin», decían habitualmente las cartas que me escribía mi madre. No contaba nada más, pero quería decir que mi padre estaba muy agitado y que ella me escribía para dar la impresión de estar ocupada y de que no se la podía interrumpir. Se había cansado de aquella polémica, aunque nunca se puso del lado de nadie que no fuera mi padre. Nunca. Incluso tras su muerte.
    Mis largos años de internado quedarían marcados por la muerte. Cuando tenía doce, me enteré en plena clase de latín de que John había muerto. Era tan frecuente que muriera el hermano de alguien que ya ni te sacaban de clase: recibías una nota, escrita en el papel amarillo del subdirector, y se te decía que podías abandonar el aula si lo necesitabas. Ni los más débiles emocionalmente de entre nosotros habríamos soñado siquiera con la posibilidad de admitir tal debilidad, así que me quedé en clase mientras el profesor seguía con su explicación y mis compañeros evitaban mirarme. No eran las lágrimas lo que sentías, al menos al principio. Era más bien como estar sumergido en el alcohol etílico que usábamos en casa para anestesiar a nuestros insectos. De noche llorabas porque todo el mundo lloraba, dormitorios y más dormitorios llenos de niños llorando a oscuras por sus hermanos. «Las lágrimas no son infinitas, de pronto no quedan más.» Ése es el verso que más me gusta de todos esos poetas de guerra.
    Aun así, tardé mucho tiempo en recuperar cualquier sensación.
    Estábamos en el trimestre de primavera de mi último año en la Charterhouse cuando me fueron a buscar a la sala de estudio y me dijeron que fuera al despacho del director. Me dijo que Martin se había pegado un tiro y estaba muerto. Mis padres habían dado instrucciones de que acabara el curso antes de volver a casa. Martin se había suicidado el día del cumpleaños de John, bajo la estatua de Anteros, en Piccadilly Circus. Hubo una investigación y una vista oral, y su fotografía apareció en la portada del Daily Mirror. Fue el suicidio más público de la historia de Inglaterra. Debió de ser un gran tema de conversación a mis espaldas. A mí nadie me dijo una palabra.
    Inicié mis estudios en Cambridge, donde me apunté a zoología, química orgánica, botánica y psicología. Había organizado un viaje con unos amigos para ir en Navidad a España, pero el plan se fue al garete y acabé viajando las tres millas que había hasta la casa de mis padres, donde mi padre me obligó a colaborar con él en un estudio del Museo Británico sobre las franjas anómalas en el plumaje de la perdiz roja. El trimestre siguiente empecé a sospechar, al igual que le había sucedido a Martin, que no estaba hecho para la ciencia. Y sin embargo tenía que estar hecho para la ciencia: Martin había dejado claro que no había ningún otro camino que valiera la pena tomar. El sentido de la vida es buscar la comprensión de la estructura y el orden del mundo natural: ése es el mantra con el que me educaron. Desviarse de aquello era el suicidio. Cuando me surgió una ocasión para ir a las Galápagos, el Santo Grial, la cogí al vuelo. Allí era donde podría renacer la llama, donde podría encontrar la iluminación. Pero el trabajo en aquel barco me resultaba tan tedioso como lo era el de la Sala de las Aves del Museo Británico con mi padre. Vi claro que todo el planteamiento darwiniano de los pinzones de pico gordo que comían frutos secos y los pinzones de pico fino que comían larvas era una memez porque todos estaban juntos, comiendo orugas tan a gusto. El único descubrimiento que hice fue el de que me encantaba el clima templado y húmedo. Nunca me había sentido tan bien. Pero volví a casa desalentado en cuanto a mi futuro como científico. Sabía que no podía pasarme la vida en un laboratorio.
    Me apunté a un curso de psicología. Entré en la Cambridge Antiquarian Society y un buen día me encontré subido en un tren a Cheltenham, de camino a una excavación arqueológica. Me había encaprichado de una chica de la Sociedad llamada Emma, y esperaba encontrar el modo de sentarme con ella, pero otro compañero había tenido la misma idea y algo más de iniciativa, así que me encontré solo, sentado tras ellos. Un hombre mayor, claramente un don de Cambridge, se sentó a mi lado y, una vez superada la contrariedad por lo de la chica, empezamos a hablar. Tenía curiosidad por mi viaje a las Galápagos, no por las aves o las orugas, sino por los mestizos ecuatorianos. Me hizo una serie de preguntas que no supe responder, pero que me parecieron fascinantes y que deseé haberme hecho cuando estaba allí. Era A. C. Haddon, y aquélla fue mi primera conversación sobre una disciplina que, como me descubrió él mismo, se llamaba antropología. Para cuando llegamos al final del trayecto, ya me había invitado a hacer la especialización en etnología. Un mes más tarde había abandonado la biología. Resultaba algo aterrador, como una caída libre, pasar de una ciencia física extremadamente ordenada y estructurada a una ciencia social naciente, de apenas veinte años de historia. La antropología, en aquella época, estaba en transición, pasando del estudio de los muertos del pasado al estudio de las personas vivas, y poco a poco iba dejando atrás la rígida convicción de que el objetivo natural e inevitable de cualquier sociedad es el modelo occidental.
    Emprendí mi primer viaje de estudio el verano después de graduarme. No veía la hora de irme. Mi padre había muerto aquel invierno (yo había estado junto a su lecho de muerte; había tenido ocasión de despedirme, lo que había hecho las cosas más fáciles) y mi madre se aferraba a mí más de lo habitual. Desarrolló al mismo tiempo una increíble dependencia y una insólita sangre fría. No sé si intentaba compensar la ausencia de mi padre o si su ausencia había liberado una parte de su personalidad latente durante su largo matrimonio. En cualquier caso, mi madre parecía al mismo tiempo ansiosa de contar con mi compañía y asqueada por el hombre en que se imaginaba que me estaba convirtiendo. Consideraba que la antropología era una ciencia débil, una falsa ciencia, una fantasmagoría de palabras sin fundamento ni objetivo. Se mostraba tan convencida e intransigente que incluso las visitas cortas ponían en peligro mis ya tambaleantes convicciones.
    En un principio se suponía que debía encontrar una tribu en el río Sepik, en el Mandato Australiano de Nueva Guinea, un territorio en el que aún no habían penetrado ni los misioneros ni la industria. Pero cuando llegué a Port Moresby me dijeron que la región no era segura: se había producido una oleada de ataques de los cazadores de cabezas. Así que me dirigí a la isla de Nueva Bretaña, donde estudié a los baining, una tribu intratable que se negó a decirme nada hasta que aprendí su idioma y, cuando lo aprendí, siguió negándose. Me indicaban que fuera a hablar con alguien a media jornada de camino y luego, cuando volvía, descubría que habían celebrado una ceremonia en mi ausencia. No pude sacarles nada y un año más tarde ni siquiera había llegado a comprender su genealogía a causa de la cantidad de tabúes que tenían con los nombres, que les impedían nombrar a determinados parientes en voz alta. Pero también hay que decir que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. El primer mes me lo pasé midiéndoles las cabezas con un calibrador, hasta que alguien me preguntó por qué y yo no encontré respuesta, salvo la de que me habían dicho que tenía que hacerlo. Tiré los calibradores a la basura, pero lo cierto es que nunca entendí qué se suponía que debía documentar. De vuelta a casa, paré en Sídney unos meses. Haddon daba clases en la universidad y me contrató como ayudante para sus clases de etnografía. En mi tiempo libre trabajé en una monografía sobre los baining. Cuando la leyó, Haddon me aseguró que era la primera persona que admitía tener limitaciones como antropólogo, no haber comprendido a los nativos cuando conversaban entre ellos, no haber presenciado una ceremonia en todo su esplendor, haber sido objeto de engaños, trucos y mofas. Le conmovió mi candor, pero fingir otra cosa habría sido un truco barato, como el del pobre Kammerer, que inyectaba tinta china a las patas de sus sapos parteros para demostrar la teoría de la evolución biológica de Lamarck, según la cual las características adquiridas tras el nacimiento podían transmitirse de una generación a otra. Al final del semestre, hice un breve viaje por el Sepik con mis estudiantes para ver un par de tribus, sólo para hacerme una idea de lo que me había perdido al no ir allí la primera vez. Me impresionaron bastante los kiona, aunque sólo fuera porque, cuando les hice una pregunta a través de un traductor, me la respondieron. Nos quedamos cuatro noches, y una semana más tarde regresé a Inglaterra.
    Había estado fuera tres años. Pensaba que aquello sería suficiente viaje por un tiempo, pero entre el tiempo plomizo del invierno, la presión incansable de mi madre y aquel humor elaborado, tímido y rancio que rezumaba por cada esquina de Cambridge, sentí la necesidad de volver con los kiona lo antes posible.






Lily King / Euforia V

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Gregory Bateson y Margaret Mead



Lily King
EUFORIA




5


    Mi poblado en Nengai se encontraba a cuarenta millas de Angoram, río arriba. Eso a vuelo de pájaro, pero el Sepik, el río más largo de Nueva Guinea, es extraordinariamente sinuoso, el Amazonas del Pacífico Sur, y serpentea tanto que, tal como supe una década más tarde en circunstancias muy diferentes, ha creado más de quince mil brazos muertos, lugares donde los meandros eran tan cerrados que se separaron del curso del río. Pero cuando viajas de noche en una canoa tallada, aunque lleve motor, no eres consciente de lo poco que se avanza con el zigzag de la ruta. Simplemente notas que el río se curva hacia un lado y luego hacia el otro. Te acabas acostumbrando a los bichos en los ojos y en la boca, a las siluetas rugosas y brillantes de los cocodrilos asomando en el agua, y al revoloteo y el trajín de miles de animales nocturnos poniéndose las botas mientras sus depredadores duermen. No sientes las veinte millas innecesarias que recorres de más. Si acaso, se te hace corto.

    La luna plateó la superficie del río. Tal como esperaba, Nell se acurrucó entre sus bolsas y parecía cómoda. Me sentí aliviado cuando se le cerraron los ojos, como si fuera mi propia hija, una niña enfermiza que necesitara descanso, y me quedé pensando en ello, asombrado ante aquella sensación, mientras hablaba con Fen. Hablamos no sobre el trabajo, sino sobre Cambridge, donde él había pasado un año mientras yo estaba con los baining, y sobre Sídney, donde nos habíamos conocido. Hablamos de fútbol, del primer ministro MacDonald y de la India. Lo último que había oído yo era que Gandhi había iniciado otra huelga de hambre, pero ninguno de los dos sabía cómo había acabado. La historia quedaba suspendida durante meses. Y yo disfrutaba de mi ignorancia.
    Tras aproximadamente una hora de total oscuridad en ambas orillas, llegamos a un recodo y vimos hogueras y las siluetas de cuerpos engalanados por toda la playa, en la orilla sur. Era el poblado olimbi de Kamindimimbut, que estaba en plena celebración. Nos llegó el olor a jabalí asado, y el repiqueteo de los tambores nos hizo vibrar el pecho.
    Cuesta creer, ahora que escribo este relato, que faltaran sólo seis años para la siguiente guerra mundial o que en nueve años los japoneses arrebataran el control del Sepik y de todos los territorios de Nueva Guinea a los australianos o que yo acabara permitiendo que el gobierno de Estados Unidos me interrogara a fondo para sacarme hasta el último dato que pudiera darles sobre la zona. ¿Habrían hecho lo mismo Fen y Nell? «Contribución antropológica», lo llamaban en la Oficina de Servicios Estratégicos. Un generoso eufemismo para la prostitución científica.
    Yo dirigí una operación de rescate por el Sepik con la que llegamos a este poblado a finales de 1942, y después los japoneses mataron a todos los hombres, mujeres y niños de Kamindimimbut, al enterarse de que unos cuantos hombres olimbi nos habían ayudado a encontrar a los tres agentes americanos capturados y retenidos en las cercanías. Más de trescientas personas asesinadas simplemente porque yo sabía qué grupo de casas sobre pilotes era el suyo, cuál era su playa.
    —Así pues, ¿cuánto sabes sobre mujeres, Bankson? —preguntó Fen sin venir a cuento nada más dejar atrás Kamindimimbut.
    Yo me reí.
    —Es una pregunta algo personal para nuestro primer viaje en canoa, ¿no?
    —Sólo me preguntaba si habías seguido la ruta de Malinowski. Sayers visitó a los trobriand el año pasado y me dijo que había unos cuantos adolescentes con la piel de un sospechoso tono mulato.
    —¿Y tú te lo crees?
    —¿Has visto a ese tipo en acción? Nell y yo coincidimos con él en una estación de Nueva York y lo único que me dijo fue: «Necesito un martini en la mano y una chica en la cama». En serio, chico, esto a solas es muy duro. Yo no creo que pudiera hacerlo otra vez.
    —La próxima vez me buscaré algún compañero. También se es más eficiente trabajando en equipo.
    —Yo no diría tanto.
    Su cigarrillo apagado trazó un pequeño arco anaranjado hasta caer al río. Disminuí la velocidad para que pudiera encenderse otro y luego volví a acelerar.
    A veces, de noche, me daba la impresión de que no era el motor el que impulsaba la embarcación, sino que era el propio río el que empujaba la embarcación y el motor, y que las ondas del agua no eran más que un dibujo, como un decorado que avanzaba con nosotros.
    —A veces pienso que me habría gustado ir al mar —dije, quizá simplemente por permitirme el lujo de expresar en voz alta un pensamiento efímero ante alguien que entendería lo que quería decir.
    —¿Ah, sí? ¿Y eso?
    —Creo que me muevo mejor en el agua que en la tierra. Me encuentro mejor en mi piel, como dicen los franceses.
    —Los capitanes de barco que he conocido eran todos unos imbéciles.
    —Sería agradable tener un trabajo que no consistiera en deshacer un gran nudo invisible, ¿no?
    No respondió, pero no me molestó. Me sentía halagado de que ya hubiéramos llegado a aquella fase, que pudiéramos dejar vagar la mente sin tener que disculparnos por ello. Atravesamos un gran enjambre de luciérnagas, miles de ellas brillando a nuestro alrededor, y fue como viajar por entre las estrellas.
    Las oscuras siluetas de la orilla se volvieron cada vez más familiares: el alto y estrecho árbol de quinina australiana que yo llamaba Big Ben, el saliente de esquisto azul, el alto terraplén fangoso del extremo oeste de la aldea kiona. Debí de bajar la velocidad porque Fen dijo:
    —¿Ya llegamos?
    —Faltan una o dos millas.
    —Nell —dijo en el mismo tono de voz, no para despertarla, sino más bien a modo de comprobación; satisfecho de que siguiera durmiendo, se inclinó hacia mí y me preguntó en voz baja—: ¿Los kiona tienen un objeto sagrado, apartado del poblado, algo que alimenten y protejan?
    Ya me había hecho muchas preguntas de ese estilo en Angoram.
    —Tienen objetos sagrados, desde luego: instrumentos, máscaras y cráneos de antiguos guerreros.
    —¿Los guardan en sus casas de ceremonias?
    —Sí.
    —Yo me refiero a algo más grande. Que tengan aparte. Algo de lo que quizá no te hayan hablado, pero que tengas la sensación de que existe.
    Estaba sugiriendo que, después de casi dos años, me estaban ocultando algún aspecto vital de su sociedad. Yo le aseguré que me habían enseñado todos los objetos totémicos que tenían.
    —A mí me dijeron que el suyo era un descendiente del de los kiona.
    —¿Quiénes? ¿Los mumbanyo? ¿Y de qué hablaban?
    —Hazme un favor y vuelve a preguntarles. Por una flauta. Que a veces guardan, aislada, y que tienen que alimentar.
    —¿Alimentar?
    —¿Podrías preguntárselo en mi presencia? Puede que tu informador no te diga la verdad, pero al menos podré observar su reacción.
    —¿Tú la has visto? —le pregunté.
    —No me enteré hasta pocos días antes de nuestra marcha.
    —¿Y la viste?
    —Me la presentaron, por decirlo así.
    —¿Como regalo?
    —Sí, eso creo. Como regalo. Pero entonces el otro clan (había dos clanes enfrentados en nuestro poblado) se la llevó antes de que pudiera examinarla bien. Yo quería convencer a Nell para que nos quedáramos más tiempo, pero cuando se le mete algo en la cabeza no hay manera de hacerla cambiar de opinión.
    —¿Por qué quería marcharse?
    —Quién sabe. No encajaban con el planteamiento de su tesis. Y ella es la que manda: dependemos del dinero de su beca de investigación. ¿Le preguntarás a tu hombre por una flauta sagrada?
    —Ya les he interrogado cientos de veces sobre esas cosas, pero de acuerdo, lo haré.
    —Gracias, amigo. Sólo por verle la cara, de verdad. A ver cómo reacciona.
    Al doblar la curva apareció mi playa.
    —¿Aún tienes el cazamariposas? —preguntó.
    —¿Qué?
    —Te lo dio Haddon en Sídney, ¿te acuerdas? Me dio cierta envidia.
    Yo no lo recordaba.
    Paré el motor y acerqué la barca a la orilla a remo, para no despertar al poblado. Esta vez Fen meneó a Nell para despertarla.
    —Nell, hemos llegado. Estamos con los famosos kiona.
    —Chis. No les despertemos —susurró ella—. O igual acabamos atravesados por las flechas de los Grandes Guerreros del Sepik.
    —Príncipes —la corrigió Fen—. Príncipes del Sepik.
    Mi casa estaba apartada del resto, y no había vivido nadie en ella durante muchos años. Estaba construida alrededor de un eucalipto arcoíris que atravesaba el suelo y salía por el tejado. Muchos kiona habían llegado a creer que era un árbol de los espíritus, un lugar donde sus familiares muertos se reunían y hacían sus planes, y algunos mantenían las distancias, dando un gran rodeo alrededor de mi casa al pasar por allí. Se habían ofrecido a construirme una casa más cerca del centro del poblado, pero yo había oído hablar de antropólogos que habían esperado meses a que les acabaran la vivienda y tenía prisa por instalarme. Me preocupaba que Nell tuviera dificultades con mi escalera, que era poco más que un grueso poste con pequeñas hendiduras a modo de peldaños, pero ella subió con facilidad, farol en mano. No vio el árbol hasta que estuvo dentro y la llama iluminó la estancia. Entonces soltó un gran «Uau» al más puro estilo americano.
    Fen y yo subimos los petates, y yo encendí mis tres lámparas de aceite para que el lugar se viera más amplio. El eucalipto ocupaba un espacio considerable. Nell lo acarició. La corteza se había desprendido y el tronco era liso, con manchas de color naranja, verde intenso y añil. No sería el primer eucalipto arcoíris que veía, pero era un ejemplar impresionante. Pasó la palma de la mano por una franja azul. Tuve la extraña sensación de que se estaban comunicando, como si le acabara de presentar a un viejo amigo y ya se llevaran bien. Porque lo cierto es que yo había acariciado aquel árbol más de una vez, le había hablado, había llorado contra su tronco. Me puse manos a la obra, recogí mis medicinas y busqué el whisky porque estaba cansado y algo sensible tras la larga noche y la larga travesía, y no estaba muy seguro de no echarme a llorar allí mismo si me hacía una sola pregunta sobre mi árbol.
    —Ah, justo lo que estaba deseando —dijo Fen al mirar dentro de la taza de metal que le pasé.
    Los dos nos sentamos en los pequeños sofás que me había hecho con tela de corteza de árbol y fibra de kapok, mientras Nell examinaba el lugar. Sentía el cuerpo como si aún estuviera surcando el agua del río.
    —No fisgues, Nellie —dijo él, mirando hacia atrás. Luego se dirigió a mí—: Los americanos son tan buenos antropólogos porque son así de maleducados.
    —¿Estás admitiendo que soy una buena antropóloga? —preguntó ella desde mi estudio.
    —Estoy diciendo que eres una fisgona.
    Ella estaba inclinada sobre mi mesa de trabajo sin tocar nada pero mirando atentamente. Vi que había una hoja de papel en la máquina de escribir, pero no recordaba qué decía.
    —Esas heridas que tiene necesitan tratamiento.
    Fen asintió.
    —Nunca he visto a otra persona trabajando en el terreno —dijo ella.
    —Supongo que yo no cuento —apuntó Fen.
    —¿Aquí dice hojas de mango? ¿Tienes una pregunta sobre las hojas de mango?
    —Y ahora te va a resolver el problema, apenas cinco minutos después de su llegada.
    Yo fingí no entender y fui al estudio con ella. Estaba mirando el lío de cuadernos, hojas sueltas y papel carbón que había en la mesa.
    —Esto hace que eche de menos el trabajo.
    —Sólo han pasado unos días, ¿no?
    —Con los mumbanyo nunca pude asentarme así.
    Miró mi montón de papeles desordenados como si tuviera valor, como si estuviera segura de que de algún modo de allí saldría algo importante.
    Vi la nota a la que se refería.
 

    hojas de mango otra vez en una tumba?
 

    Le expliqué que había asistido al funeral de un niño en otra aldea kiona y que sobre la tumba habían puesto con todo cuidado unas hojas de mango.
    —¿Esa figura ya la habías visto?
    —No, la figura que forman las hojas es diferente cada vez. Pero no he encontrado un patrón que defina las figuras.
    —Edad, sexo, estatus social, causa de la muerte, forma de la luna, posición de las estrellas, orden de nacimiento, rol familiar.
    Nell se detuvo para tomar aliento. Daba la impresión de tener otras cuarenta y cinco ideas que ofrecerme.
    —No. Ellos insisten en que no hay un patrón.
    —Quizá no lo haya.
    —Siempre es la misma anciana la que da las instrucciones en voz baja.
    —¿Y si le preguntas a ella directamente?
    —Déjalo, Nell —dijo Fen desde el sofá—. Lleva aquí el doble de tiempo que tú, por Dios bendito.
    —No pasa nada. No me iría mal algo de ayuda. La anciana es la única del lugar que no me habla.
    —¿Ni siquiera indirectamente, a través de un familiar?
    —Un hombre blanco mató a su hijo.
    —¿Conoces las circunstancias?
    —Hubo escaramuzas río abajo y los kiaps acudieron al asalto. Apresaron a la mitad del poblado. Este joven estaba visitando a su primo, no tenía nada que ver con los enfrentamientos, se resistió al arresto y murió de un golpe en la cabeza.
    —¿Has hecho algo para desagraviarla?
    —¿Cómo?
    —¿Le has ofrecido algo a esa mujer por el error cometido por los tuyos?
    —Esos cerdos no son nada mío.
    —Para esa mujer sí. No creen que haya más de una docena de los nuestros en todo el mundo.
    —Le he dado sal y cerillas y he intentado ganármela de todos los modos posibles.
    —¿Existe un ritual formal de redención?
    —No lo sé.
    Nell parecía exasperada conmigo.
    —No te puedes permitir tener a alguien en tu contra. Todo el mundo lo sabrá, y medirán las respuestas que te dan en función de eso. Esa mujer está distorsionando tus resultados.
    Fen soltó una carcajada desde detrás.
    —Esta vez no has tardado mucho. Quizá hayas batido tu propio récord. ¿Quieres que hagamos una hoguera con todas sus notas?
    Su rostro reaccionó como pudo, con un leve rubor.
    —Lo siento, yo... —dijo tendiéndome la mano.
    —Estoy seguro de que tienes razón. Debería descubrir cómo desagraviarla.
    No parecía creerse el tono de mi voz ni la expresión de mi rostro, y volvió a disculparse. Pero a mí no me había incomodado lo que me había dicho, más bien al contrario. Estaba ansioso, desesperado por recibir más. Ideas, sugerencias, críticas a mi enfoque. Fen quizá pensara que había sido demasiado, pero a mí me había parecido demasiado poco.
    —Vamos a ver qué podemos hacer con esas heridas de guerra.
    Fui a la parte trasera de la casa a coger las medicinas que había reunido y oí a Fen que decía:
    —Parece que le has dado un buen repaso, ¿eh?
    No oí la respuesta de Nell. Cuando volví, estaba sentada a su lado y su rostro había recuperado el tono amarillo pálido. Fen no hizo ningún movimiento, así que le pedí a Nell que tendiera primero la mano izquierda, la que tenía el corte en la palma. No entendía que se hubieran despreocupado tanto de aquellas heridas. La sepsis era uno de los mayores riesgos del trabajo de campo. Fen debió de ver algo en mi rostro.
    —Nuestras medicinas desaparecen en una semana —dijo—. Cada vez que llega una remesa, Nell las usa para las rozaduras y los golpes de todos sus niños.
    Apliqué yodo al corte, le puse una capa de ungüento de ácido bórico y se lo cubrí con una venda de gasa. Al principio su mano flotó inerte sobre la mía, pero muy pronto la dejó muerta y adquirió peso.
    Trabajé despacio, lo confieso. Después de la mano me ocupé de las lesiones cutáneas: dos en el brazo, una en el cuello y, tras levantarse la pernera del pantalón, otra en la espinilla derecha. A mí me parecieron pequeñas úlceras tropicales, no bubas infectadas. Sospechaba que habría más, pero no podía pedirle que se quitara la ropa. Le di aspirina para la fiebre. Fen, a su lado, se quedó observando hasta que se le cerraron los ojos.
    —Debo pedirte perdón por lo que he dicho antes sobre las hojas —dijo ella.
    —Si quieres que presente una disculpa formal a la señora, tendréis que jurarme que no me dejaréis para iros con los aborígenes.
    —Lo juro —dijo levantando la mano vendada.
    —Bueno, ahora cuéntame qué pasó con los mumbanyo. A menos que quieras irte a dormir.
    —Ya he descansado en la canoa. Gracias por las curas. Todo está mejor. —Tomó su primer sorbo de whisky—. ¿Sabes algo de ellos, de los mumbanyo?
    —Nunca he oído hablar de ellos.
    —La versión de Fen será muy diferente a la mía.
    Sus heridas brillaban con el ungüento que le había puesto.
    —Dame la tuya.
    Parecía abrumada ante mi petición, como si le hubiera pedido que escribiera una monografía sobre la tribu allí mismo. Pero justo cuando pensaba que me iba a decir que estaba muy cansada, se lanzó. Era una tribu con recursos, a diferencia de los anapa, que tenían que hacer esfuerzos cada día para salir adelante. El afluente de los mumbanyo proporcionaba mucha pesca, y cultivaban tabaco en la zona. Disponían de mucha comida y de abundantes conchasmoneda. Pero estaban llenos de miedo y agresividad, bordeando en la paranoia, y tenían la región sometida y aterrada con sus impulsivas amenazas.
    —Nunca antes había sentido aversión por ningún pueblo. Casi una repulsión física. No soy una neófita en la región: he visto muertes, sacrificios, escarificaciones que acaban mal. No soy... —Me miró con cara de espanto—. Matan a su primogénito. Matan a todos los gemelos. No en un ritual, no con emoción y ceremonia. Simplemente los tiran al río. Los tiran por la selva. Y a los niños que se quedan, apenas los cuidan. Los llevan bajo el brazo como un periódico o los meten en una cesta rígida y cierran la tapa, y cuando el bebé llora rascan la cesta. Ése es su gesto más cariñoso, el rascar el exterior de la cesta. Cuando las niñas tienen siete u ocho años, sus padres empiezan a practicar sexo con ellas. No es de extrañar que crezcan desconfiadas, resentidas y con instinto asesino. Y Fen...
    —¿Estaba intrigado?
    —Sí. Fascinado. Absolutamente cautivado. Tuve que sacarlo de allí —intentó reírse—. No dejaban de decirnos que estaban comportándose de un modo ejemplar por nosotros, pero que eso no duraría para siempre. Echaban la culpa de todo lo que iba mal a que no se estaba derramando la suficiente sangre. Nos fuimos siete meses antes de lo previsto. A lo mejor lo habrás notado, desprendemos cierto hedor a fracaso.
    —No lo he notado, no —dije.
    Me habría gustado hablarle de mi propia sensación de fracaso, pero me pareció que sería demasiado largo de explicar. En lugar de eso le miré los pies, enfundados en unos zapatos de piel de colegiala, con cordones, casi tan gastados como los míos. No podía estar seguro de que aún conservara todos los dedos de los pies. Eran lo primero que se perdía con aquellas úlceras tropicales.
    —Tienes una carta para tu madre en la máquina de escribir —dijo.
    —Suelo tenerla.


«Querida mamá, déjame en paz. Te quiere, Andrew.»


    —Andrew.
    —Sí.
    —Nadie te llama así.
    —Nadie. Sólo mi madre —dije, y noté que quería saber más—. Ella querría que estuviera en un laboratorio en Cambridge. En cada carta amenaza con cortarme el grifo. Y yo no puedo hacer este trabajo sin su apoyo; no tenemos la financiación que tenéis en Estados Unidos. Ni he escrito un best seller, ni ningún libro, a decir verdad.
    Estaba claro que iba a preguntarme por el resto de la familia, así que pensé que debía desviar el tema:
    —Todos los demás están muertos, así que me dedica toda su energía, y parece que tiene mucha —añadí.
    —¿Quiénes son todos los demás?
    —Mi padre y mis hermanos.
    —¿Cómo es eso?
    Ahí la tenía: una antropóloga americana. Nada de cambiar de tema delicadamente, nada de «Te acompaño en el sentimiento» o, incluso, «¡Qué duro habrá sido!», sino un directo y contundente «¿Cómo narices fue eso?».
    —John en la guerra. Martin en un accidente, seis años más tarde. Y mi padre de infarto, muy probablemente debido al hecho de que su legado había quedado reducido a mi mísera existencia.
    —No me parece que sea muy mísera.
    —A nivel cerebral. Mis hermanos eran genios, cada uno a su manera.
    —Todo el mundo se convierte en genio si muere joven. ¿En qué destacaban?
    Le hablé de John y de sus botas y su cubo, de la polilla extraña, de los fósiles en las trincheras. Y de Martin.
    —Mi padre pensó que el hecho de que Martin intentara escribir poesía era señal de un orgullo desmedido.
    —Fen me dijo que tu padre fue quien acuñó la palabra «genética».
    —No lo hizo aposta. Quería dar una clase sobre Mendel y lo que entonces se llamaba genoplasma, y le pareció que hacía falta darle un término más digno que «plasma».
    —¿Quería que tú continuaras donde lo dejó él?
    —Era incapaz de imaginar otro futuro para nosotros. Era lo único que le importaba. Estaba convencido de que era nuestro deber.
    —¿Cuándo murió?
    —Este invierno hizo nueve años.
    —Así que supo que habías desobedecido sus órdenes.
    —Sabía que estaba haciendo de profesor auxiliar de etnografía con Haddon.
    —¿Lo consideraba una ciencia menor?
    —Para él no era ciencia en absoluto. Me parece oírle aún: «Menuda tontería».
    —¿Y tu madre piensa igual?
    —Como Stalin para su Lenin. Tengo casi treinta años, pero sigo sometido a ella. Mi padre la dejó al mando para que fuera ella quien tirara de los hilos.
    —Bueno, al menos has conseguido crearte tu propia cárcel a una buena distancia de ella.
    Lo correcto habría sido sugerir que se fuera a dormir. «Tienes que descansar», debí haber dicho, pero no lo hice.
    —Lo de Martin no fue un accidente. Se suicidó.
    —¿Por qué?
    —Estaba enamorado de una chica y ella no lo quería. Se presentó en su piso con un poema que había escrito y ella no quiso leerlo. Así que se fue a Piccadilly Circus y se pegó un tiro bajo la estatua de Anteros. Tengo el poema. No es su mejor composición, pero las manchas de sangre le dan cierta dignidad.
    —¿Cuántos años tenías?
    —Dieciocho.
    —Pensaba que era Eros, el de Piccadilly —dijo ella.
    Jugueteó con un lápiz de mi escritorio; por un segundo pensé que iba a ponerse a tomar notas.
    —Mucha gente lo cree. Pero es su hermano gemelo, el vengador del amor no correspondido. Poético hasta el final.
    La mayoría de las mujeres disfrutan ahondando en una herida del pasado, hurgando la frágil costra, para consolarte después de haber provocado aún más dolor. Nell no.
    —¿Hay algo de todo esto que te guste particularmente? —preguntó.
    —¿Qué cosa?
    —De este trabajo.
    ¿Que me gustara particularmente? En aquel momento, había pocas cosas que no me dieran ganas de volver a correr al río con los bolsillos llenos de piedras. Meneé la cabeza.
    —Tú primero.
    Ella se mostró sorprendida, como si no se esperara que la pregunta se le volviera en contra. Frunció sus ojos grises.
    —Ese momento, a los dos meses, más o menos, cuando crees que por fin le has cogido el punto al lugar. De pronto te da la impresión de que dominas el terreno. Es una falsa ilusión (sólo llevas ahí ocho semanas), y justo después pierdes cualquier esperanza de entender nada. Pero en ese momento tienes la impresión de que el lugar es todo tuyo. Es un momento de euforia, brevísima y pura.
    —¡Caray! —dije, y me reí.
    —¿A ti no te pasa?
    —Por Dios, no. Para mí un buen día es cuando los niños no me roban los calzoncillos, me los agujerean con palos y me los vuelven a traer llenos de ratas.
    Le pregunté si creía que podría llegar a comprender realmente otra cultura. Le dije que, cuanto más tiempo pasaba, más inútiles me parecían mis intentos, y que lo que había acabado encontrando más interesante era cómo nos convencemos de que podemos ser objetivos de algún modo, nosotros que llegamos con nuestras propias definiciones personales de amabilidad, fuerza, masculinidad, feminidad, Dios, civilización, lo correcto y lo incorrecto.
    Me dijo que sonaba tan escéptico como mi padre. Que nadie tenía más que una perspectiva, incluso en las ciencias «puras». En todo lo que hacemos en el mundo, dijo, estamos siempre limitados por la subjetividad. Pero nuestra perspectiva puede ser amplísima, si le damos la libertad necesaria para abrirse. Fíjate en Malinowski, dijo. Fíjate en Boas. Ellos definieron sus culturas tal como las vieron, tal como ellos interpretaban el punto de vista de los nativos. La clave está, dijo, en desvincularse de todas las ideas que tenemos sobre lo que es «natural».
    —Aunque lo consiguiera, la próxima persona que venga aquí contará una historia diferente sobre los kiona.
    —Sin duda.
    —¿Y entonces de qué sirve?
    —Esto no se diferencia tanto del laboratorio. ¿De qué sirve que alguien busque respuestas? Algún día incluso Darwin acabará pareciéndonos un pintoresco Ptolomeo que sólo vio lo que quería ver, nada más.
    —Ahora mismo estoy un poco atascado.
    Me limpié el sudor del rostro con las manos, unas manos sanas: mi cuerpo se encontraba perfectamente en el trópico; era mi mente la que amenazaba con fallar.
    —¿A ti estas cuestiones no te hacen dudar? —le pregunté.
    —No. Pero yo siempre he pensado que mi opinión era la correcta. Es un pequeño defecto que tengo.
    —Un defecto americano.
    —Quizá. Pero Fen también lo tiene.
    —Entonces será un defecto típico de las colonias. ¿Por eso escogisteis este tipo de trabajo, para poder dar vuestra visión de las cosas y que la gente tenga que viajar miles de millas y escribir su propio libro si quieren refutar vuestras tesis?
    Ella sonrió abiertamente.
    —¿Qué pasa? —pregunté.
    —Es la segunda vez esta noche que he recordado una tontería, algo en lo que no había pensado durante años.
    —¿Y de qué se trata?
    —De mi primer boletín de notas en el colegio. No fui a clase hasta los nueve años, y el comentario de mi profesora al final del primer trimestre fue: «Elinor muestra un entusiasmo exacerbado por sus propias ideas y escaso interés por las de los demás, especialmente por las de su profesora».
    Me reí.
    —¿Cuándo ha sido la primera vez que has pensado en eso?
    —Al llegar, cuando estaba curioseando por tu mesa. Todas esas notas, esos papeles y esos libros... Sentí una avalancha de ideas, algo que hacía tiempo que no sentía. Había llegado a pensar que no me volvería a pasar. Parece que no me crees.
    —Te creo. Pero me aterra pensar en lo que puede ser ese entusiasmo exacerbado, si lo que veo ahora es un entusiasmo contenido.
    —Si te pareces lo más mínimo a Fen, no te gustará mucho.
    Supuse que yo no me parecía en absoluto a Fen. Nell miró a su marido, que estaba sumido en un sueño profundo a su lado, con los labios fruncidos y la frente arrugada, como si le estuvieran dando de comer y él se negara.
    —¿Cómo os conocisteis?
    —En un barco. Después de mi primer viaje de trabajo.
    —Un idilio entre las olas —constaté, aunque casi parecía una pregunta, como si tuviera dudas sobre si había sido demasiado precipitado, y enseguida añadí, sin mucho empeño—: Es lo mejor.
    —Sí. Fue muy repentino. Yo regresaba de las Salomón. Había un grupo de turistas canadienses que estaban muy impresionados con el hecho de que hubiera estudiado a los nativos sin acompañante, y yo tenía un montón de historias que contarles. Fen se pasó unos días merodeando entre las sombras. Yo no sabía quién era (nadie lo sabía), pero era el único hombre de mi edad y no quería bailar conmigo. Y de pronto un día se me acercó en el desayuno y me preguntó qué había soñado aquella noche. Me contó que había estado estudiando los sueños de una tribu llamada dobu, y que se dirigía a Londres para dar clase. La verdad es que descubrir que aquel australiano robusto y moreno era antropólogo como yo fue una gran sorpresa. Ambos regresábamos de nuestro primer viaje de estudio sobre el terreno y teníamos mucho de lo que hablar. Se lo veía lleno de energía y de buen humor. Los dobu son todos hechiceros, así que Fen se dedicó a lanzar embrujos y maleficios a todo el mundo, nos escondíamos y observábamos a ver si funcionaban. Éramos como niños excitados al encontrar a un amigo entre todos aquellos adultos estirados. Y a Fen le encanta vivir con esa mentalidad de «nosotros contra el mundo» que al principio resulta muy atractiva. El resto de los pasajeros fueron desapareciendo. Nos pasamos el viaje hasta Marsella hablando y riendo. Dos meses y medio. Después de todo ese tiempo con una persona acabas convencido de que la conoces.
    Tenía la mirada puesta en algún punto por encima de mi hombro izquierdo. No pareció darse cuenta de que había dejado de hablar. Me pregunté si se habría dormido con los ojos abiertos. Entonces retomó el discurso:
    —Él se fue a Londres a dar clase durante un semestre. Yo me fui a Nueva York a escribir mi libro. Un año más tarde estábamos casados y volvimos aquí.
    Estaba exhausta.
    —Deja que te prepare una cama —dije poniéndome en pie.
    Me dirigí a la pequeña habitación con mosquitera donde dormía. No había cambiado las sábanas desde hacía semanas y mi ropa estaba tirada por todas partes. Lo metí todo en el arcón que usaba como mesilla de noche y puse sábanas limpias sobre el colchón, creando lo más parecido que pude a una cama de verdad. Tenía una buena almohada, de casa de mi madre, pero la humedad había pegado las plumas entre sí, de modo que parecía más arcilla que plumón.
    Oí una risa a mis espaldas. Nell estaba de pie, al otro lado de la red, observando mis intentos por darle esponjosidad.
    —No te preocupes por eso, por favor. Pero dime dónde está la letrina, si hay.
    Salimos y la acompañé. En el trópico hay que construirlas bastante lejos de las casas. Eso lo aprendí a expensas de los baining. El cielo estaba claro y no necesitábamos linterna. No estaba muy seguro del estado en que se encontraría la letrina, pues nunca había pensado que la usaría una mujer, y quería echarle un vistazo antes de dejarla pasar, pero ella llegó antes y entró sin que pudiera detenerla.
    Ahora estaba en un dilema. Sentía que debía quedarme cerca, por si había una serpiente o un murciélago en el interior de aquel espacio reducido. Me había encontrado antes con ambas cosas, así como con un zorro volador y un precioso pájaro rojo y dorado que según Teket era producto de mi imaginación. Pero también sabía que para hacer sus necesidades todo el mundo precisa intimidad. Antes de que pudiera decidir a qué distancia sería correcto quedarme, oí que su orina fluyó con una fuerza asombrosa, y el flujo duró un buen rato. Luego salió y volvió al sendero conmigo, cojeando pero con energías renovadas.
    Cuando volvimos, Fen se había puesto de lado y expelía el aire a grandes
bocanadas, como una ballena en la superficie. Me pareció un ruido terriblemente íntimo y deseé haberle hecho pasar al dormitorio antes de darle ocasión de dormirse tan profundamente. Pensé que Nell se iría a la cama, pero me siguió a la parte de atrás de la casa, donde mi intención era prepararme una taza de té y ponerme a pensar dónde podría llevarlos para que encontraran una tribu decente.
    Me preguntó cuál era la última pieza del rompecabezas de los kiona, y yo le hablé de una ceremonia llamada Wai que sólo había visto una vez, al llegar, y de mis sospechas sobre el recurso al travestismo. Me preguntó si había probado a cotejar mis ideas con ellos. Me reí.
    —Algo así como: «Nmebito, ¿sabías que al dar salida a tu lado femenino esta noche has aportado cierto equilibrio a esta comunidad, amenazada por las exageradas agresiones masculinas propias de tu cultura?». ¿Es eso lo que quieres decir?
    —Quizá más bien: «¿Crees que el hecho de que los hombres se vuelvan mujeres y las mujeres se vuelvan hombres trae paz y alegría?».
    —Pero es que ellos no reflexionan tanto.
    —Claro que sí. Reflexionan sobre el momento en que han salido a pescar el día anterior, si les ha ido bien o si deberían volver al mismo sitio al día siguiente. Reflexionan sobre sus hijos, sus parejas, sus hermanos, sus deudas, sus promesas.
    —Pero no veo ninguna prueba evidente de que los kiona analicen sus propios rituales en busca de significado.
    —Estoy segura de que algunos lo hacen. Lo que ocurre, simplemente, es que han nacido en una cultura en la que no hay lugar para eso, así que el impulso se debilita, como un músculo que no se usa. Tienes que ayudarles a ejercitarlo.
    —¿Es eso lo que haces tú?
    —No todo en un día, pero sí. El significado está en su interior, no en el tuyo. Tú sólo tienes que sacarlo al exterior.
    —Estás presuponiendo una capacidad analítica que no estoy seguro de que posean.
    —Son humanos, con mentes humanas plenamente efectivas. Si no creyera que son tan humanos como yo misma, no estaría aquí. —Ahora tenía las mejillas sonrojadas de verdad—. No me interesa la zoología.
    «Observa, observa, observa», me habían enseñado siempre. Nada sobre compartir tus hallazgos o promover el análisis por parte de los propios sujetos.
    —¿Y este enfoque no crearía en el sujeto una conciencia individual que podría alterar los resultados?
    —Yo creo que observar sin compartir los resultados crea un ambiente extremadamente artificial. Ellos no entienden por qué estás aquí. Si te abres a ellos, todo el mundo se mostrará más relajado y más honesto.
    Volvía a tener el aspecto de un cuscús, con el gesto absolutamente despierto y aquellos grandes ojos grises ligeramente desenfocados.
    —¿Podemos sentarnos y tomarnos ese té? —propuso.
    Cuando lo hicimos, prosiguió:
    —Freud dijo que los primitivos son como los niños occidentales. Yo eso no me lo creo en absoluto, pero la mayoría de los antropólogos lo aceptan sin pestañear, así que lo aceptaremos porque me va bien para presentar mi argumento, que es que todos los niños buscan el significado de las cosas. Cuando tenía cuatro años recuerdo que le pregunté a mi madre, que estaba en avanzado estado de gestación: «¿Qué sentido tiene todo esto?» «¿Qué?», me preguntó. «Toda esta vida.» Recuerdo cómo me miró, y que tuve la sensación de haber dicho algo muy malo. Fue a sentarse a mi lado a la mesa y me dijo que acababa de plantear una pregunta muy grande, y que no encontraría la respuesta hasta que no fuera muy, muy anciana. Pero se equivocaba. Porque dio a luz, y cuando trajo a casa a aquella niña supe que ya lo había encontrado. Se llamaba Katie, pero todo el mundo la llamaba la Niña de Nell. Era mi niña. Yo me ocupaba de todo: le daba de comer, le cambiaba los pañales, la vestía, la acostaba. Y a los nueve meses enfermó. A mí me enviaron a casa de mi tía, a Nueva Jersey, y cuando volví la niña ya no estaba. Ni siquiera me dejaron despedirme. Ni siquiera pude tocarla o cogerla en brazos. Había desaparecido, como una alfombra o una silla. Sentí que había aprendido la mayoría de las lecciones de la vida antes de cumplir siquiera los seis años. Para mí, lo importante son las otras personas, pero las otras personas pueden desaparecer. Supongo que a ti no hace falta que te lo cuente.
    —Los kiona le dan a todo el mundo un nombre sagrado, un nombre de espíritu secreto para que lo usen en el otro mundo. Yo les puse nuevos nombres a John y Martin y eso me ayuda un poco; hace que de algún modo los sienta más cerca. —De pronto el corazón me latía con fuerza—. ¿Katie era tu única hermana?
    —Mi madre tuvo un niño dos años más tarde, Michael. Pero yo no podía ni acercarme. Decía cosas malas de él. Supongo que por eso acabaron enviándome a la escuela. Para apartarme del pobre Michael.
    —¿Y ahora qué sabes de él?
    —No mucho. Sé que está bastante enfadado conmigo porque no he cambiado mi apellido por el de Fen, y se ha publicado en los periódicos de varias ciudades.
    Yo también lo había oído en algún sitio.
    —¿Tus hermanos y tú estabais muy unidos? —me preguntó.
    —Sí, pero eso no lo supe hasta que murieron. —Sentía la garganta algo tensa, pero hice un esfuerzo para que las palabras salieran—. Cuando murió John yo tenía doce años y pensé que ojalá hubiera sido Martin. Pensé que podría haber llevado mejor la muerte de Martin porque me resultaba mucho más familiar e irritante. John era como un tío al que adoras, que venía a casa, me llevaba a cazar ranas y me compraba golosinas. Martin se metía conmigo y me imitaba. Y entonces, seis años después de John, murió Martin, y sentí...
    La garganta se me cerró del todo, ahora sí, y no pude hacer nada para abrirla. Se me quedó mirando y asintió en silencio, como si yo siguiera hablando y todo lo que dijera tuviera sentido.




Lily King / Euforia VI

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Gregory Bateson (Bankson), Margaret Mead (Nell) y Reo Fortune (Fen)


Lily King
EUFORIA




6

Una mosquitera no ofrece ninguna intimidad. A la mañana siguiente Fen y yo estábamos sentados a mi mesa con un mapa del río que habíamos trazado juntos. Nell, aún en la cama, se giró y se sentó lentamente. Apoyó la mejilla sobre una rodilla y se quedó inmóvil un buen rato.
    —Creo que hoy está peor —comenté.
    La fiebre de la malaria atacaba con fuerza, con un dolor de cabeza que era como si alguien te hubiera dado un hachazo en la nuca.
    —Nellie. Arriba y por ellos —dijo él sin girarse—. Tenemos tribus que visitar. El truco es ir por delante —añadió, dirigiéndose a mí—. Si dejas de moverte, estás acabado.
    —Por mi experiencia, la fiebre no siempre te da esa opción —le contesté.


    Cuando la había sufrido yo, era como si tuviera el cuerpo lleno de plomo, y tenía suerte si conseguía llegar al orinal. Cogí el botiquín.
    —Me voy al váter —le dijo él a través de la red—. No hagas que nos retrasemos.
    Si respondió, yo no lo oí. Seguía con la mejilla apretada contra la rodilla. Fen desapareció por el poste con travesaños.
    No estaba en absoluto desvestida —llevaba la misma camisa y los mismos pantalones de la noche anterior—, pero aun así no sabía si darle los buenos días. Quería transmitirle una falsa impresión de intimidad. Me puse a dar la vuelta a los ñames que tenía sobre las brasas y a lavar los platos en la parte de atrás, aunque sólo había dos platos y dos tazas y apenas necesitaban un aclarado.
    —¿Has dormido?
    Me giré. Estaba sentada junto a la mesa.
    —Un poco —dijo.
    —Mentirosa.
    Tenía dos amplios círculos rojos en las mejillas, como una muñeca, pero sus labios estaban pálidos y los ojos presentaban un tono amarillento. Saqué cuatro aspirinas y me las puse en la mano.
    —¿Demasiadas?
    Se inclinó desde el otro lado de la mesa observando atentamente las pastillas.
    —Perfecto.
    —Necesitas gafas.
    —Hace unos meses las pisé y se rompieron.
    —¡Bankson! Ha venido un tipo —dijo Fen desde abajo—. No entiendo qué quiere.
    —Bajo enseguida.
    Le di agua a Nell para las pastillas y me acerqué al baúl pequeño que tenía en mi despacho. Tanteé el mugriento fondo con la mano, moviéndola adelante y atrás, hasta que di con un pequeño estuche en una esquina. No lo había abierto desde el día en que me lo dio mi madre antes de zarpar.
    —No sé qué tal te irán —dije entregándoselo.
    Ella lo abrió. Las gafas tenían una montura sencilla de alambre, más fina de lo que yo recordaba, de un color plateado que combinaba casi a la perfección con sus ojos.
    —¿No las necesitas?
    —Eran de Martin.
    Un policía se presentó en la puerta de casa con ellas varios meses después de su muerte. Las habían limpiado a fondo, y del puente colgaba un cordón con una etiqueta.
    Ella pareció entenderlo todo. Las sacó con delicadeza del raído estuche y se las puso.
    —¡Oh! —dijo acercándose a la ventana—. Están en el agua con sus redes.
    Se volvió y me miró, aún sosteniéndose las gafas con ambas manos como si no fueran a aguantarse solas.
    —Y a usted no le iría mal un afeitado, señor Bankson.
    —Entonces, ¿van bien?
    —Creo que yo soy más miope que Martin, pero estamos cerca.
    Era estupendo oír que se refería a Martin en presente.
    —Quédatelas.
    —No podría.
    —Tengo muchas cosas suyas.
    No era cierto. Había un suéter o dos en el armario de mi madre, pero eso era todo. En cuanto sus arcones habían llegado desde Londres, mi padre había ordenado a los criados que lo dieran todo a una tienda de beneficencia.
    —Feliz Navidad —añadí.
    Ella sonrió al acordarse.
    —Las cuidaré bien.
    Eran grandes para su pequeño rostro de marsupial, pero de algún modo le quedaban bien. Lo habitual en aquel entorno era sentirse acosado a diario por gente que deseaba hacerse con las posesiones de uno, y resultaba agradable regalar algo que no me habían pedido.
    —¡Bankson, ven a ayudarme!
    Bajé a donde estaba Fen, que tenía delante a uno de mis informadores, Ragwa, quien debía llevarme a la ceremonia de asignación de un nombre a la aldea de su hermana aquella tarde. Ragwa había adoptado la posición de intimidación de los kiona, con los brazos arqueados y la barbilla adelantada, y Fen no había hecho más que alentarla al imitarla él mismo, fuera en tono de burla o de verdad, no sabría decirlo.
    —Pregúntale por el objeto sagrado —me susurró Fen.
    Pero Ragwa se adelantó y me dijo que su mujer estaba de parto y que no podría acompañarme más tarde. Después se fue a toda prisa.
    —¿Todos son así?
    —Está preocupado por su mujer. El bebé es prematuro.
    Unas semanas antes, Ragwa me había agarrado la mano y me la había colocado sobre el vientre de su esposa. Sentí cómo se movía el bebé bajo la piel tensa. Era algo que no había hecho nunca; lo cierto es que no tenía ni idea de que eso fuera así. La sensación se me quedó en la palma de la mano durante mucho tiempo. Era como poner la mano sobre la superficie del océano y poder sentir un pez dentro del agua. Ragwa se había reído sin parar al ver la expresión de mi rostro.
    —¿Puedo asistir al parto?
    Nell estaba de pie, en el umbral.
    —Pensaba que nos íbamos —dijo Fen sin fijarse en sus gafas.
    —Pero si el bebé es prematuro...
    —Llevan pariendo mucho tiempo sin ti, Nell.
    —Tengo cierta experiencia —me dijo.
    —Eres muy amable. Pero las mujeres sin hijos no pueden asistir a un parto. Es tabú.
    Ella asintió.
    —Los anapa hacían lo mismo —dijo, pero su voz había perdido algo de fuerza, y tuve la sensación de haber metido la pata.
    —La verdad es que nosotros tenemos que ver si encontramos algo, Nellie —insistió Fen, con una amabilidad insólita en la voz.
    Les di un paseo por el poblado y una hora más tarde nos pusimos en marcha para ver a los ngoni. Yo les había dado buenas perspectivas sobre esa tribu: eran hábiles guerreros, lo cual gustaría a Fen, y reputados curanderos, lo que suponía que interesaría —y podría servir de ayuda— a Nell. Pero el motivo por el que había escogido a los ngoni era que estaban a menos de una hora en barca de mi poblado.
    En cuanto nos metimos en el agua sentimos hambre. Yo había hecho acopio de comida para varios días, por si acaso. Comimos con las manos, hundiendo los dedos en los ñames asados aún templados y en la fresca pulpa del fruto del pan. Me aseguré de que la comida iba llegándole a Nell, que estaba en la proa, y que comía. Al hacerlo pareció reanimarse un poco, mirando hacia delante y luego girándose hacia mí, con el cabello levantado por el viento, haciendo preguntas sobre azuelas, conchas—moneda e historias de la creación.
    Los ngoni estaban justo detrás del arenal al que siempre tenía que estar atento cuando navegaba de noche. Las casas de la aldea estaban dispuestas en grupos de tres a cinco metros de la escarpada orilla del río y, como todas las de la región, montadas sobre pilotes para protegerse de las alimañas y de las crecidas del río.
    —¿No hay playa? —preguntó Nell.
    No había pensado en ello. Era cierto: la tierra acababa de forma abrupta en la orilla.
    —Es algo lóbrego, ¿no? —dijo Fen—. No hay mucho sol.
    Al oír el motor acercándose, unos cuantos hombres se habían reunido en el límite de su territorio.
    —Sigamos adelante, Bankson —dijo Nell—. No nos paremos aquí.
    A continuación estaban los yarapat, pero a Fen le pareció que las casas estaban demasiado cerca del suelo. Intenté señalar la elevación del terreno (el poblado de los yarapat se encontraba en una colina alta), pero él había sufrido una vez una inundación en las Islas del Almirantazgo, así que también pasamos de largo.
    Tampoco les gustó el aspecto del poblado siguiente.
    —Arte pobre —observó Nell.
    —¿Qué?
    —Esa cara es tosca —dijo señalando hacia la enorme máscara colgada sobre la entrada de la casa de ceremonias que se veía desde el agua—. No como las que hemos visto en otras partes.
    —Necesitamos arte, Bankson —exclamó Fen con gesto estirado desde su asiento, situado frente al mío—. Necesitamos arte y teatro y ballet, si no es mucha molestia.
    —¿Quieres parar aquí? —le preguntó Nell.
    —No.
    Ya estábamos a cuatro horas de Nengai, y el sol se estaba poniendo a toda prisa, como se pone cerca del ecuador. Ni siquiera habíamos bajado aún de la barca. Conocía una tribu más, los wokup, y ahí acababa mi familiaridad con el río en aquella dirección. Los wokup tenían playa, casas altas y arte de calidad.
    Cuando llegamos, dirigí la barca directamente hacia el centro de la playa, decidido a no parar ante cualquier objeción que pudieran idear. Aunque tenía la atención puesta en la orilla, más allá de Nell, noté que imitaba el gesto de contrariedad de mi rostro. Pero me parecía que se había mostrado muy quisquillosa con las otras tribus, y no le encontraba la gracia.
    No vino nadie a recibirnos al oír el motor. Entonces oí una llamada, no un tambor, y observamos algún movimiento rápido, oímos el gemido de un niño, y luego nada.
    Yo había tenido contacto con algunos wokup. No eran ajenos a los blancos; a estas alturas, ya ningún habitante del río lo era. En la mayoría de las tribus corrían historias de algún nativo metido en la cárcel o camelado por los reclutadores de mano de obra («cazadores de mirlos», como se los llamaba entonces) para las minas. Subí la canoa a la orilla y nos sentamos en ella, esperando, para no causar más agitación. Se oyó una segunda llamada y un minuto más tarde vinieron tres hombres a recibirnos. No les veía la espalda, pero las escaras de los brazos, en forma de mechones de cabello o rayos del sol, eran más largas que las de los kiona, que imitaban la piel del cocodrilo. Salvo por unos cuantos brazaletes, iban desnudos. Se posicionaron en la arena. Aunque nunca lo hubieran visto de primera mano, sabían que los blancos tenían poderes —hojas de acero, rifles, pistolas, dinamita— que ellos no poseían. Sabían que ese poder podía activarse de pronto, sin previo aviso. «Pero no tenemos miedo», decían con su postura: las piernas abiertas, la espalda arqueada y la mirada dura.
    El del centro me reconoció de haber comerciado en Timbunke y me habló con frases sueltas en kiona. Por lo que pude entender, el poblado esperaba un ataque de una tribu del pantano. Éstas, débiles y empobrecidas, ocupaban un lugar bajo en la jerarquía del Sepik, pero eran impredecibles. Les expliqué que mis amigos estaban interesados en vivir con ellos y comprender su modo de vida, que tenían muchos regalos para darles, pero él me hizo callar con un gesto de la mano antes de que pudiera acabar. Era un mal momento, dijo una y otra vez. Por el ataque que esperaban, y por algo más que no conseguí entender. Mal momento. Si queríamos podíamos pasar la noche (no podía garantizar que el camino de vuelta a oscuras fuera seguro si sus enemigos ya estaban de camino), pero por la mañana tendríamos que irnos.
    —No sé hasta qué punto es cierto todo eso —les dije a Nell y a Fen después de traducir todo lo que había dicho el jefe—. Quizá esté esperando algún incentivo.
    —Dile que podemos proporcionarles sal para diez años y cerillas para toda la tribu —dijo Fen.
    —No podemos mentir.
    —Aún tenemos un montón de cosas en Port Moresby.
    Pedir confirmación a Nell habría sido un insulto para él, pero me parecía imposible que después de un año y medio todavía tuvieran tanto que ofrecer.
    —Vamos bien provistos —dijo ella.
    Me dispuse a comunicárselo al jefe, pero él levantó la mano antes de que pudiera acabar, ofendido. Me explicó que no les faltaba de nada y que no necesitaban nada nuestro, pero que por nuestra seguridad y por la seguridad de su pueblo nos dejaría pasar la noche.
    Seguimos a los tres wokup hasta el centro del pueblo. Mandaron a un niño a que subiera por una escalera a una casa y al cabo de unos minutos bajaron una madre y cinco niños. Sin mirarnos, se dirigieron a una casa tres puertas más allá. Una vez dentro los niños lloriquearon un poco. Los adultos les hicieron callar, malhumorados.
    El jefe nos indicó que subiéramos. Primero subió Fen con nuestra bolsa, y luego bajó a ayudarme con el motor. Era una casa pequeña. Sospeché que debía de ser de la segunda o tercera esposa del jefe, cuya casa, al lado, era mucho más grande. Lo vimos subir por su escalera y desaparecer.
    Dentro, la oscuridad era prácticamente total. Todas las aberturas estaban cubiertas con tela de corteza teñida de negro. El poblado estaba en silencio. Casi podíamos oír el sudor saliéndonos por los poros.
    —Caray. También podrían habernos ofrecido algo de comer —se lamentó Fen.
    Nell le hizo callar.
    Rebuscó en el petate. Pensaba que iba a sacar alguna lata guardada, pero sacó un revólver. Sentí que la sangre se me agitaba en las venas, presionándolas.
    —Guarda eso, Fen —dijo Nell—. No lo necesitaremos.
    —Parece que van en serio. ¿Has visto todas esas lanzas?
    Nell no respondió.
    —Las lanzas apoyadas en la casa al otro lado de la del jefe. ¿No las habéis visto? —insistió, bastante excitado—. Afiladas, quizá envenenadas.
    —Fen, déjalo —respondió ella, muy seria.
    Él volvió a meter la pistola en la bolsa.
    —No se andan con tonterías.
    Se acercó a la entrada rápidamente, agachando la cabeza, y miró hacia los lados por una grieta en la tela de corteza.
    —Creo que deberíamos hacer turnos para dormir, Bankson.
    En cualquier caso tampoco íbamos a dormir mucho. En la casa no entraba la brisa y había un montón de bichos. Comimos de nuestras provisiones, jugamos unas manos de bridge a la luz de una vela y luego nos repartimos las camas. Los wokup dormían en hamacas cubiertas, no en sacos como los kiona o en esteras como los baining. Yo cogí la de la esquina más alejada. Daba la impresión de que me iba a faltar medio metro de hamaca, así que le dije a Fen que haría la primera guardia. Él me señaló el lugar donde estaba la pistola, pero yo la dejé en el petate.
    Levanté un poco la tela de corteza y me senté en el umbral, apoyándome en un travesaño. Sobre el río se extendía una niebla rasgada en algunos puntos. A mis espaldas, Nell y Fen intentaban acomodarse en sus hamacas.
    —Es como dormir metido en una bolsita de té —oí que decía él.
    Nell se rio y dijo algo que no oí pero que a él le hizo reír. Era la primera vez que me sentía a solas con ellos y aquello me cayó como un mazazo. Estaban allí, pero eran el uno del otro, volverían a irse y me dejarían solo otra vez.
    En el exterior los sonidos de la jungla sonaban cada vez más fuerte. Los animales croaban, reptaban, chillaban, gemían, gruñían, chapoteaban. Murmuraban, repiqueteaban, zumbaban. Daba la impresión de que todas las criaturas se habían puesto en movimiento. En mis peores noches en Nengai me las había imaginado acercándose lentamente, acechándome.
    Intenté pensar en el futuro inmediato, el día siguiente, y no en el enorme período de tiempo que se extendía peligrosamente tras aquello. Tendría que llevarlos al lago Tam. Otras tres horas río arriba, a siete horas de donde estaba yo. Mis visitas, si los visitaba, tendrían que ser planificadas, y sin duda menos frecuentes. Tendría que quedarme a pasar la noche, alterar su rutina. Me avergonzaba sentirme tan necesitado de estar con dos personas que eran prácticamente extraños, y allí sentado, en la oscuridad, intenté concentrarme en el trabajo, aunque daba la impresión de que aquélla era precisamente la vía más rápida de recuperar mis pensamientos suicidas. No obstante, horas antes había tenido otra conversación con Nell sobre el Wai, y mientras hablábamos se me ocurrió que quizá aquella ceremonia me serviría para contar la historia de los kiona. Tenía cientos de páginas de notas, pero no por ello estaba más cerca de entenderla bien. La ceremonia del Wai se ejecutaba ya con menos frecuencia, no como reconocimiento de un asesinato sino en honor del logro de algún joven: su primera captura pescando, su primer jabalí cazado con lanza, la construcción de su primera canoa... Sin embargo, en los últimos dos años me habían pasado por alto muchas primeras ocasiones, y aunque siempre me prometían que podría asistir a otro Wai muy pronto, no parecía que llegara nunca el momento.
    Cerré los ojos y recordé la ceremonia tal como la había presenciado. Había sido durante mi primer mes allí y yo estaba sentado con las mujeres (en las reuniones multitudinarias solían ponerme con las mujeres, los niños y los enfermos mentales). A mi izquierda estaba Tupani—Kwo, una de las mujeres más ancianas del poblado. Conseguí hacerle unas cuantas preguntas, pero muchas de las respuestas no las entendí. Fue algo caótico. El padre y los tíos del chico homenajeado salieron primero, con camisas sucias hechas jirones y unas cuerdas alrededor del vientre, como las que llevaban las embarazadas. Avanzaron renqueando, como si estuvieran enfermos o moribundos. A continuación aparecieron las mujeres, con tocados de hombre y collares hechos de ornamentos homicidas y grandes calabazas a modo de pene atadas sobre el pubis. Llevaban los estuches de cal de los hombres y metían y sacaban los aplicadores de cal, unos palos con muescas hechos de hueso tallado, para hacer ruido y para mostrar las borlas que colgaban del extremo, cada una en representación de un asesinato anterior. Las mujeres caminaban tiesas y orgullosas, seguramente disfrutando de su papel. El chico y algunos de sus amigos se les acercaron corriendo con grandes bastones en las manos y las mujeres dejaron en el suelo los estuches de cal, cogieron los palos y golpearon a los hombres hasta que éstos salieron corriendo.
    Me arrastré silenciosamente hacia el interior de la casa y cogí mi cuaderno de notas y mi vela de citronela. Fen y Nell eran dos ovillos oscuros colgados en sus hamacas. Volví a mi sitio en la entrada y escribí sobre mi última conversación con Tupani—Kwo. Me sorprendieron mis propias energías. Las ideas me venían rápidas y las atrapaba al vuelo; sólo me detuve una vez para afilar mi lápiz con un cortaplumas. Pensé en la euforia de Nell y casi me reí. Aquella pequeña avalancha de palabras era lo más cerca que había estado de algún tipo de entusiasmo en mi trabajo de campo.
    A mis espaldas oí el crujido de las rígidas fibras de una hamaca. Nell se acercó y se sentó a mi lado, apoyando los pies desnudos en el último peldaño de la escalera. Sí, conservaba los diez dedos de los pies.
    —No puedo dormir si alguien está trabajando —dijo.
    —Ya está —dije yo cerrando el cuaderno.
    —No, por favor, sigue. También es relajante.
    —Esperaba encontrar más palabras. Pero no creo que me vengan.
    Se rio.
    —¿Qué es lo que te divierte tanto?
    —Sigues recordándome cosas —dijo ella.
    —Cuéntame.
    —Es una historia que mi padre suele contar. Yo no recuerdo que ocurriera. Dice que cuando yo tenía tres o cuatro años me dio una gran pataleta y me encerré en el armario de mi madre. Le rompí los vestidos y la emprendí a patadas con sus zapatos, haciendo un ruido terrible. Luego se hizo un largo silencio. «Nellie —dijo mi madre—. ¿Estás bien?» Y según parece yo dije: «He escupido en tus vestidos, he escupido en tus sombreros y estoy esperando a que me venga más saliva para seguir escupiendo».
    Me reí. Me la imaginaba con la cara redonda, congestionada, y una mata de cabello rebelde.
    —Prometo que es la última anécdota de infancia de Nell Stone con la que te aburro.
    —¿Aún diviertes tanto a tus padres?
    Era algo que yo no me imaginaba haciendo nunca más.
    —En absoluto —dijo ella riéndose.
    —¿Por qué no?
    —Escribí un libro sobre la vida sexual de los niños nativos.
    —Eso es más indecoroso aún que escupir en los sombreros de alguien, ¿no?
    —Bastante más indecoroso —dijo ella imitando mi acento.
    Se puso las gafas de Martin que llevaba en la mano.
    —El libro provocó unas reacciones desproporcionadas. Menos mal que hui del país.
    —Lo siento; no lo he leído.
    —Tienes una buena excusa.
    —Debería haber pedido que me lo enviaran.
    —En Inglaterra no ha levantado pasiones —dijo—. Ahora duerme un poco. Me quedo yo de guardia. Oh, mira la luna.
    Era un gajo finísimo, y el resto de la luna, a oscuras, lo envolvía en una suave aura de luz.
    —«Anoche vi la luna nueva, con la luna vieja en brazos» —dijo ella con un marcado acento escocés.
    —«Y mucho me temo, mi querido señor...» —proseguí.
    —«Que desventura traiga acaso.»
    —«Apenas una legua mar adentro» —dije exagerando mi propio acento.
    —«Una legua, que no más.»
    —«A negro viró el cielo y sonoro bramó el viento...»
    —«Y furioso tronó el mar» —dijimos los dos al unísono.
    No aparté la vista de la luna, pero notaba la sonrisa en su voz. Los americanos a veces te sorprenden con las cosas que saben. No tengo muy claro qué dijimos después, si pasó mucho rato o poco antes de que se oyera un chasquido y un golpetazo a nuestras espaldas. Nos pusimos en pie de un brinco. Fen estaba en el suelo, envuelto en su hamaca. Acerqué la vela y Nell se agachó a ver. Fen tenía los ojos cerrados. Ella le abrazó y le preguntó si estaba bien.
    —Este tramo siempre es jodido —dijo él; y luego—: ¡Dale con el zapato, estúpido!
    Se dio media vuelta.
    —Creo que está intentando abrir una botella de cerveza.
    Nos reímos a gusto y lo dejamos en paz. Yo me hice un catre en la esquina bajo mi hamaca con la ropa que tenía. No pensaba llegar a dormir, pero sí lo hice, bastante profundamente, y cuando me desperté ya habían empaquetado y me estaban esperando.

 
    Casi todos los wokup se congregaron en la playa para despedirse de nosotros. Gritaron, nos vitorearon y los niños se tiraron al agua.
    —Se les dan mucho mejor las despedidas que las bienvenidas, ¿no? —comentó Fen.
    —No esperaban ningún ataque de las tribus del pantano —dije.
    —Seguramente no —comentó Nell.
    Fen me pidió que le dejara llevar la barca, así que aminoré y cambiamos de sitio. La barca osciló un poco. Le dio al gas y salimos. Disparados.
    —¡Fen! —chilló Nell, pero casi se le escapaba la risa; se volvió hacia nosotros y me rozó las espinillas con las rodillas—. No puedo mirar. Avisadme cuando estemos a punto de estrellarnos.
    Ya no llevaba trenzas, y el cabello ondeó hacia donde estaba yo. La fiebre y la melena suelta, de color castaño oscuro con mechones cobrizos y dorados, le daban una falsa imagen de lo más saludable.
    Si los tam no les iban bien, se irían a Australia. Era mi última oportunidad. Y estaba claro que ella no estaba convencida. Pero Teket había ido muchas veces al poblado de los tam a visitar a su prima, y sólo con que la mitad de lo que me había dicho fuera cierto, suponía que les valdría a aquel par de antropólogos tan quisquillosos.
    —Tendría que haberos llevado allí directamente —dije, aunque no tenía claro que quisiera hacerlo en voz alta—. Ha sido egoísta por mi parte.
    Ella sonrió, y le pidió a Fen que procurara no matarnos antes de llegar.
    

    Al cabo de unas horas vi el afluente que debíamos tomar. Fen viró hacia él, haciendo que entrara un poco de agua por la borda de babor. Era un estrecho arroyo de color marrón amarillento. El sol desapareció y sentimos el aire fresco contra el rostro.
    —Hay poca agua —observó Fen.
    —Tienes razón —dije yo, escrutando el agua por si veía el fondo.
    Las lluvias no habían llegado aún. Las orillas en ese punto eran altas, terraplenes de barro y retorcidas raíces blancas. Observé atentamente en busca del canal del que me había hablado Teket. Me había dicho que estaba poco después de la curva. En una embarcación con motor llegaríamos enseguida.
    —Aquí —dije, señalando a la derecha.
    —¿Aquí? ¿Dónde?
    —Aquí mismo.
    Casi nos lo habíamos pasado. La barca derrapó y luego se metió en un minúsculo canal oscuro entre lo que Teket llamaba kopi, unos arbustos que parecían manglares de agua dulce.
    —No lo dirás en serio, Bankson —dijo Fen.
    —Son helechos, ¿no? —observó Nell.
    —¿Esto es un helecho? ¡Que Dios nos ayude!
    El paso apenas tenía la anchura suficiente para una canoa. Las ramas nos rozaban los brazos y, al haber bajado la velocidad, nos vimos rodeados por nubes de insectos.
    —Esto es para perderse —dijo Fen.
    —Tú sigue el curso —ordené yo.
    Teket me había dicho que sólo había un camino.
    —Como si pudiera hacer otra cosa. ¡Joder, qué gordos son aquí los bichos!
    Seguimos por aquel estrecho canal un buen rato. Su confianza en mí iba menguando por minutos. Yo quería decirles todo lo que había oído sobre los tam, pero preferí mantener las expectativas al mínimo.
    —¿Estás seguro de que tienes suficiente gasolina? —preguntó Fen.
    Y justo entonces el paso se ensanchó.
    El lago era enorme, al menos tendría doce millas de ancho, el agua era negro azabache y estaba rodeada de colinas de un verde intenso. Fen puso el motor al ralentí y nos quedamos allí un momento, mecidos por el agua. En el otro extremo había una larga playa y, justo enfrente, a unos veinte metros, un arenal de un blanco brillante. O lo que me pareció un arenal, hasta que se levantó de golpe, se fragmentó y se dispersó en el aire.
    —Pigargos —dije yo—. Pigargos blancos.
    —¡Oh, Dios, Bankson! —exclamó Nell—. Esto es impresionante.



Gioconda Belli / El blog como diario

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Gioconda Belli

Gioconda Belli
¿ES EL BLOG
UNA SUERTE DE DIARIO?
No entiendo muy bien el Twitter, pero hoy se me empezó a ocurrir que quizás llegue a entender los blogs, ¿Vienen tal vez a sustituir a los diarios que solían escribirse antes? Hasta ahora para mí los blogs han sido como artículos que tienen la especial particularidad de que la gente los comenta y uno puede discutir con los comentaristas, pero estoy empezando a darme cuenta de que es más como un compartir que puede ser hasta cotidiano si uno quiere. Por ejemplo, yo podría escribir aquí casi todos los días, tratarlo como una rutina de recoger lo que la vida me puso al frente este día en particular y en vez de hacer notas cifradas sólo para mí, escribirlo como un diario que, en vez de ser personal, será público, que estará al acceso de otros y no metido en una gaveta bajo llave. En realidad, los mejores diarios son los que se escriben intuyendo que serán publicados o directamente escritos para ser publicados. La obra de Andrés Trapiello, escritor español bastante reconocido consiste enteramente en sus diarios (por cierto que lo conocí en Cartagena hace varios años en una de esas reuniones de escritores. Coincidimos en un microbus que nos llevaban a varios a leer a una escuela. Trapiello se comportó ufano y lejano como un aire de intelectual muy importante. Apenas me determinó. Se dedicó a hablar con Antonio Muñoz Molina, que, al contrario, es un ser importante, pero diáfano y accesible) Hay diarios que han marcado época como el de Samuel Johnson, los diarios de Anais Nin. Para mí, los diarios de Virginia Woolf son maravillosos, por ejemplo, y uno se da cuenta que falso es que ella haya sido una tristona, deprimida y lánguida larguirucha señora. Hay que ver la vitalidad que exudan esas páginas y lo alegre que la pasaba ella con su grupo de Bloomsbury, y lo intensa que era su vida, las discusiones con sus colegas, su amor por las letras. Virginia era una mujer excepcional. (hasta el día de hoy no perdono a Isabel Allende que, en una conversación pública que tuvimos ella y yo en un teatro, a raíz de la presentación de su novela: “La Isla bajo el Mar” me dijo, cuando le pregunté si no le habría gustado conocer a Virginia Woolf: “Uy, no, ¿para qué habría querido conocer a la Woolf? ¡Si se suicidó! Una mujer tan deprimida!” Ciertamente que Virginia tenía sus depresiones, pero si se suicidó fue precisamente porque disfrutaba tanto las capacidades y los gozos de su mente, que al sentir que estaba perdiéndola, que se le iba fuera de control, decidió que no quería vivir sin la lucidez magnífica que tanto placer le daba.Yo respeto esa decisión que tomó. Pocos suicidios entiendo, pero el de ella me es perfectamente comprensible y si lo entiendo es porque leí sus diarios. De manera que hay algo válido en este impulso de querer anotar lo que la vida le va dictando a uno. Y los blogs, en este sentido, dada la inmediatez con que podemos comunicarnos ahora, podrían entenderse como eso: impulsos comunicativos, conversaciones abiertas…
   Yo creo que a mí lo que me está pasando también es que estoy gestando palabras que todavía no saben dónde ir. Vuelvo a sentir la necesidad de escribir pero no sé aún si escribiré una novela o simplemente me dedicará a esto, a hacer reportajes de mis días, a escribir diarios, blogs, retazos de memorias. Por el momento, sé que escribir es lo único que me alivia la tristeza y la sensación de soledad. Raro ¿no? porque escribir es un oficio solitario, pero cuando escribo dejo de sentirme sola, le encuentro rumbo a la vida, sentido…







Andrés Trapiello / 25 años confesándose

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Andrés Trapiello y Manuel Borrás
Foto de Jaime Villanueva

Andrés Trapiello

25 años confesándose

Andrés Trapiello conversa con su editor Manuel Borrás, que le publica sus diarios desde hace un cuarto de siglo


JUAN CRUZ
Madrid 12 FEB 2016 - 12:20 COT


Este editor tenía veinticinco años menos cuando el escritor que tiene enfrente le llevó un mamotreto con sus confesiones. Esa noche, el editor, Manuel Borrás, de Pre-Textos, no pudo dormir, pero no pensando en cómo rechazar el manuscrito sino pendiente de lo que al autor, Andrés Trapiello (León, 1953), le había pasado el año que tan minuciosamente relataba. Desde entonces no sólo son editor y autor sino que también amigos. En ese mundo de egos confrontados que es el universo de los libros eso puede ser milagroso. Los dos hablan de esa relación (y de los diarios) en un café, El Espejo, cuyo nombre parece adecuado para charlar sobre la literatura del yo.
Aquel primer volumen, El gato encerrado, se refería a las peripecias personales de Trapiello en 1987, y se publicó en 1990. Este último, el decimonoveno, trata de 2005. ¿Es un milagro, Borrás, tener a alguien tanto tiempo en el catálogo y además ser su amigo? “No suele ser común, sí. A veces consigues mantener esa amistad, otras no. Si eres leal, eres sincero. Y si aceptan la verdad, todo discurre sobre ruedas”. ¿Pero no ha tenido usted la tentación de decirle: ¡oye, basta de diarios!? ¿Qué pensó cuando le llegó este material? “¡Uf, aquel volumen! Él me había hablado de la existencia de unos diarios. Que se lo había propuesto a cinco editores y se lo habían rechazado. Yo sería el sexto en rechazarlo, me dijo”. A Trapiello los editores del rechazo le explicaron cómo tendría que haberlo hecho. “Son cartas que conservo porque me divierten; no sólo me lo rechazaban sino que, como dice Ferlosio, ¡venían con inri!”… Los libros no tienen por qué gustar a todo el mundo. Y no, no me importó que me dijeran que no. Yo he sido editor desde muy joven… Lo que les interesaba era justificarse quizá porque creían que yo era un autor complicado”.
¿Y usted por qué le dijo que sí, Borrás? “Cuando me fui a la cama, con el original, estaba agotado y me lo leí de un tirón. ¡800 folios! Lo malcrié porque si ahora me manda un tocho así seguro que no lo leo en una noche!”. ¿Y no echó usted de menos los nombres propios, que hubiera tanta X no le interrumpía la lectura? “¡Pero las adiviné todas!”. “Hay mucha gente”, dice Trapiello, “que me ha reprochado tanta X. A otra le da igual. Era un lector muy asiduo de los diarios de Stendhal y en ellos encontraba el escollo de los nombres propios. ¡No sabía nada de ellos!”. Así que optó por las X, “además porque no son unos diarios propiamente, sino que están concebidos como una novela porque salen cinco, seis, siete o diez años después de lo que se cuenta… Si se leyeran dentro de cincuenta años y estuvieran los nombres propios nadie se enteraría de quiénes son, así que para qué… Cada X representa un comportamiento, una conducta moral, el nombre real es en muchos casos secundario. Sólo cuando es significativo el nombre (‘X no cree en Dios’ no es el mismo que ‘el Papa no cree en Dios’)”.
El primer volumen tardó en venderse diez años. ¿Usted, Borrás, como editor, no cree que se venderían mejor si hubiera un índice de nombres propios? “No lo sé. Un diario no se puede vender como un best seller; en el caso de Andrés lo efectivísimo ha sido el boca-oído… Y no sólo se vendió mal la primera entrega, también la segunda, la tercera, la cuarta… Pero seguí publicando porque creo que la misión del editor es también creer en aquello que estás sometiendo a la intemperie de los otros. ¡Publico un libro porque a mí me ha servido!”.
Trapiello ha escrito ya más de diez mil páginas de diario, minuciosamente. En este nuevo volumen, Seré duda, declara muy pronto: “Yo es nadie”. ¿La vida de yo es nadie tiene diez mil páginas? “En algún momento ya he explicado que este tipo de libros los escribe una persona que tiene la sensación de que llega tarde al lugar de los hechos o que se va demasiado pronto de donde suceden las cosas, alguien que está desplazado social, literaria y políticamente, e intenta encontrar ser un encaje en todo ello”.
—¿De veras se siente usted desplazado?
—Personalmente sí. De arranque, este es un diario, aunque luego sea una verdadera novela. Vamos al diario justamente aquellos que salimos de una conversación con la sensación de teníamos que haberle dicho esto a alguien…, porque siempre se nos ocurre la respuesta dos horas después… No, no me siento desplazado; en una obra literaria el autor no se siente desplazado… Estoy muy a gusto en el diario, tal vez no en la vida, pero sí en estos libros.
—¿Y por qué no en la vida?
—Nadie está a gusto en la vida o lo está muy relativamente, muy barojianamente, porque todo está bien relativamente.
—¿Le cura este proceso de escribir?
—¡Me debe curar porque llevo diecinueve tomos!... Son remedios homeopáticos, no son de choque sino de mantenimiento; me mantienen más o menos en forma.
—¿Y usted nunca ha desfallecido, Manuel, como editor, publicando esos diecinueve tomos?
—En ningún momento. Andrés ha tenido dudas por los resultados en algún momento; es inherente a su temperamento y por el ímprobo esfuerzo que hace. Él ha causado con los diarios polémicas y sinsabores; a mi también me han dolido algunas de sus caricaturas, pero jamás le he puesto puertas al campo.
EL PAÍS
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