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Diario de cine / Un verano con Mónica / 1953

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Ingmar Bergman
UN VERANO CON MÓNICA



Lars Ekborg y Harriet Andersson

Un verano con Mónica. 
Título original: Sommaren med Monika. Año: 1953. Duración: 97 min. País: Suecia. Director: Ingmar Bergman. Guión: Ingmar Bergman, Per-Anders Fogelström (Novela: Per-Anders Fogelström). Música: Erik Nordgren. Fotografía: Gunnar Fischer (B&W). Reparto: Harriet Andersson, Lars Ekborg, John Harryson, Georg Skarstedt, Dagmar Ebbesen, Bengt Eklund, Åke Fridell. Productora: Svensk Filmindustri. Género: Drama. Romance | Drama romántico


Ingmar Bergman era prácticamente un desconocido cuando se estrenó Un verano con Mónica, film que llamó la atención de la crítica francesa, como Jean Luc Goddard antes de convertirse en director de cine. Llamó la atención el primer plano en que Harriet Andersson mira fijamente la cámara rompiendo una de las mayores reglas de la historia del cine aunque ya ha habido anteriormente planos semejantes pero en este caso dicha mirada supone un desafío a las convenciones y al espectador.



Este hermoso pero triste film cuenta el despertar del amor y su posterior desengaño. Dos jóvenes se encuentran en un bar, intiman y se convierten en novios.


Como sus respectivas vidas eran poco gratificantes terminan por huir en un barco hacia la aventura. Tienen sus primeras relaciones sexuales, las escenas de desnudos entonces eran rompedoras y asombraban al público de la época. Pero las cosas no salen como les esperaban.


Si el novio, después marido, adopta hacia la vida una actitud combativa, desea estudiar para labrarse un porvenir y ofrecerle a su recién adquirida familia un futuro cómodo, Mónica en cambio se niega a madurar, a aceptar sus compromisos. Para ella la vida es sólo un juego, sólo está interesada en su diversión y placer inmediato sin pensar en sus consecuencias.


Algunas profesionales de la crítica le recriminaron a Bergman que el papel femenino sea negativo porque en este caso es la mujer quien abandona al marido con una hija y no al revés. Pero si se desea la igualdad para tener los mismos derechos que el hombre es justo que también lo sea para tener las mismas obligaciones.


Bergman presenta dos formas sobre cómo afrontar la vida. Si el chico decide afrontar las dificultades, luchar para superar su precariedad, mejorar y progresar, en cambio Mónica, sólo preocupada en su comodidad inmediata, decide abandonarlo todo.


Un verano con Mónica marcó la vida de muchos futuros cineastas entre ellos a Woody Allen y François Truffaut que en Los cuatrocientos golpes rinde un cálido homenaje a la presente película cuando Antoine Doinel roba fotos de Harriet Andersson mostrando su escote lo que provocará el despertar de la sexualidad de este muchacho.


Precisamente el despertar sexual, el nacimiento del amor, es el tema central de esta espléndida obra maestra filmada con sencillez pero con unos seres humanos muy complejos.

Salvador Sáinz













Las cuatro musas de Ingmar Bergman

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Ingmar Bergman



Las cuatro musas de Ingmar Bergmanue 

EL FETT
13 de julio de 2018


Según la mitología griega, el término “musa” corresponde a las divinidades del Olimpo inspiradoras del arte. Dicha expresión subsistió a través de los tiempos para referirnos a aquellas doncellas (por lo general) que a través del enamoramiento, hacen que los artistas se dirijan hacia ellas como su “fuente de inspiración”, su iluminación. En cuanto al quehacer cinematográfico, en la historia han existido casos sonados de dicha estimulación artística, por ejemplo el de Steven Spielberg con su musa Kate Capshaw, el de Kubrick con su esposa Christiane o hasta el de Hitchcock con sus coquetas rubias KellyHeddren o Leigh, sin embargo, nadie mejor para simular fuera del mito a la figura de Apolo, el representante y eterno acompañante de las musas, como el sueco Ingmar Bergman.
Nacido bajo el lecho de una familia pastora luterana, la educación religiosa y metafísica recibidas en su niñez y adolescencia serían tomadas en su “apolónica” y madura etapa como  un juego de doble moral, donde el sueco converge en su obra la muerte, fe, tentación y sensualidad, este último elemento altamente identificable a través del tono explícito y/o implícito de las relaciones hacía y con sus actrices, literalmente al también involucrarse románticamente con varias de aquellas musas que desbordaban belleza, talento y morbo. Como las 9 de ApoloIngmar pareciera haber existido dentro de un plano donde la sexualidad se encontraban exenta de toda atadura, un mito de donde emanaban aquellos manjares histriónicos y relacionales fuera y dentro de pantalla y a las que incluso pudo nombrar: IngridHarrietLivBibiAnitaElse, EllenGunKabi, de las cuales surgieron no solo 5 matrimonios, 4 amantes (conocidas) y situaciones polígamas, sino también una obra que abarca más de 70 créditos en 8 décadas ¡Todo gracias a ellas! A sus musas, el secreto de una coexistencia y simbiosis trascendental.
En un mundo sujeto tanto a las tendencias y la doble moral, como a los valores sociales y/o espirituales en su contraparte, no es de la incumbencia de este escrito ensalzar o criticar la conducta de Bergman (o la de las actrices), sino de manera neutral solo hacer mención a uno de los factores sociales e íntimos de mayor influencia en su carrera y que nos llevará al objetivo verdadero, el cual es rendir tributo especial a 4 de esas musas que de manera consiente labraron de igual manera, una soberbia carrera en el cine bajo la batuta y/o en asociación con el director, edificando su estatus de actrices leyenda en la historia fílmica.
¿Quiénes son ellas? ¿Qué hacen actualmente? ¿Cuál fue su aporte? ¿De dónde se forjó ese gran talento? Echemos un vistazo a Ingrid, a Harriet, a Bibi y a Liv.

Ingrid Thulin (1926 -2004)

Considerada por muchos críticos como la tercera mejor actriz sueca tras Greta Garbo e Ingrid BergmanThulin debutó con Bergman en la magnífica Fresas Salvajes de 1957, saltando a la fama tras un efímero lugar en la televisión. Comulgando de inmediato dentro de roles de carácter que se complementaban a su belleza nórdica y penetrante mirada, fue cuestión de tiempo para que Bergman y Thulin engendraran un romance secreto y 9 cintas más, de las que destacan sus poderosas interpretaciones para El Silencio (1963), La Hora del Lobo (1958) y Gritos y Susurros (1972). La camaleónica actriz fungió en una primera etapa como objeto del voyerismo narrativo de Bergman; en El SilencioLos Comulgantes (1963) y Tres Almas Desnudas (1958), se puede apreciar la cámara espía del cineasta hacía su figura y/o pisque (notarán que en sus primeros planos Ingmar aparece buscar el interior a través de sus grandes y expresivos ojos), sin embargo conforme su crecimiento y extensión como actriz de talla internacional (trabajando en Italia y Estados Unidos), fue en los últimos acompañamientos con Ingmar donde derivaron sus mejores papeles, consiente del peso dramático de los mismos y de la fascinación del director por la exploración de la muerte.
Ganadora a mejor actriz en Cannes en 1958 por Tres Almas Desnudas (premio que compartió con 3 de sus co-protagonistas), Thulin completaría 67 títulos actorales entre el cine y la televisión, así como también 3 créditos como directora sin mucha suerte. Se retiraría en 1991, 13 años antes de su muerte por cáncer en 2004.
De BergmanThulin díría en una ocasión: “Para contrarrestar la suposición de que Ingmar Bergman era lo opuesto a una mente liviana: Trabajamos a la ligera incluso en las partes más pesadas”.

Harriet Andersson (1932)

La lolita y primera gran musa y pasión de Bergman, solo con 21 años (y nueve antes de la Lolita de Kubrick), Harriet ya se había encargado de enamorar y desconsolar por igual al mundo con la odisea veraniega de Mónica (Un Verano con Mónica, 1953), denotando un potencial histriónico inigualable para su edad. A lo largo de sus 9 colaboraciones (donde mantuvo un amorío oficial entre 1952 y 1955), a Harriet se le vincularía con papeles complejos adeptos al estudio obsesivo de la mente y la muerte por parte del cineasta, confiándole no solo el majestuoso y ejemplar rol protagónico, demencial y semi auto biográfico en A Través del Espejo de 1961 (una de las mejores actuaciones femeninas de la historia según varios círculos de la crítica), sino también quizá el máximo simbolismo dentro de la obra de Bergman con respecto a la transición entre la vida y la muerte en Gritos y Susurros (1972) como la moribunda Agnes.
Musa e inspiración de otro cineasta nórdico, ganaría la Copa Volpi a la mejor actriz en el Festival de Venecia por Att alska (1964), obra de su actual marido el finlandés Jorn Donner. A pesar de negársele la fama internacional, entre sus últimas apariciones se encuentra Dogville (2003) de Lars Von Trier, manteniéndose activa hasta el 2013, año de su hasta ahora posible retiro, contando en la actualidad con 85 años, más de 102 créditos entre el cine y la televisión y 77 décadas de carrera fílmica.
Como dato curioso, su hija Petra fue nombrada así por el papel que interpretó en la comedia romántica de Bergman: “Sonrisas de una noche de Verano” de 1955, dado por sentado el cariño y la admiración que también en variadas ocasiones ha manifestado por el sueco.

Bibi Andersson (1935 – 2019)

La niña convertida en mujer, pupila de Bergman desde su surgimiento en la escena teatral de Malmo, debutó a la orden del director en un comercial para detergentes en 1951 para después conseguir una pequeña participación en 1955 en Sonrisas de una noche de Verano, año en el que también comenzaría un amorío con el cineasta que se prolongaría por 4 años. 13 serán las veces que trabajarían juntos, convirtiéndose en la adorable faceta, conmovedora y aniñada dentro de la feminidad fílmica del sueco, con papeles que desbordaban coquetería y ternura en un estudio de tomas que realzaban su belleza y finas facciones. En esta primera etapa Bibi se sumergiría en dicho arquetipo con roles en El séptimo sello (1957), Fresas salvajes (1957), En el umbral de la vida (1958), El rostro(1958), El ojo del diablo (1960) o ¡Esas mujeres! (1964), sin embargo todo cambiaría para 1966, año en el que aparecería tal vez la película de mayor culto en esta comunión artística: Persona, tratado surrealista sobre los temas que más inquietaron a Bergman; un compendio psicológico y metafísico, desde sátira social hasta ensayo sobre la muerte y el sexo femenino, donde Bibi se convierte en una actriz de carácter, proveyendo uno de los mejores monólogos en la historia fílmica.
Lograría la internacionalización trabajando a lado de cineastas como John Huston y Robert Altman, también teniendo presencia en países como Argentina e Italia. Ganaría el Premio de Cannes en 1958 por Tres Almas Desnudas (premio que compartió con 3 de sus co-protagonistas), y el Oso de Plata del Festival de Berlín en 1963.
Retirada en el 2010 tras 103 títulos entre el cine y la televisión, Bibi se ha dedicado a la escritura y a la publicación de su autobiografía.

Liv Ullman (1938 – )

Su nombre en noruego y sueco significa “vida”; japonesa de nacimiento, noruega por nacionalidad y sueca por amor, Liv mantuvo una relación íntima con el arte desde su infancia, logrando abarcar el teatro, el cine (como actriz y directora) y la escritura con legendarios resultados. Nominada al Oscar en dos ocasiones, ganadora del Globo de Oro y merecedora de reconocimientos en Venecia y San Sebastián, la hermosa actriz es considerada un icono feminista y cultural de los años 70’s gracias a su papel en Secretos de un Matrimonio de 1973, convirtiéndose gracias a su amado Ingmar en una de las actrices más respetadas de su época.
Se dice que no hubo mayor amor y musa para Bergman que Liv, a la cual además de dirigirla en 10 ocasiones, le construyó una casa en la Isla de Faro procreando una hija, la también escritora Linn Ullman. Como era la costumbre del cineasta, su relación comenzó en el rodaje de Persona, cinta en la que se conocieron forjando junto a Bibi uno de los mayores clásicos surrealistas en la historia, sin embargo a diferencia de sus otras relaciones, amantes y parejas, Bergman confiaría en Liv su propia vida, haciéndola partícipe no de sus estudios o proyecciones variopintas feministas o de mortandad, sino de sus relatos biográficos más íntimos y personales, siendo  gracias a dos guiones semiautobiográficos de Bergman, que Ullmann alcanzó renombre como directora en Encuentros privados (1996), que recreaba el infeliz matrimonio de los padres del sueco, e ‘Infiel’ (2000), crónica de la destrucción causada por el idilio entre una mujer y el mejor amigo de su marido.
Con una carrera 59 títulos como actriz y 7 como directora, se retiraría de la labor histriónica apenas en 2012, mientras que en 2014 lanzaría su última cinta detrás de banquillo: Miss Julie, un no muy afortunado romance de época con Jessica Chastain y Colin Farrell.
A pesar de nunca casarse y de su separación en 1970, Ingmar y Liv siguieron frecuentándose debido al gran amor, estima y admiración entre ambos en una relación que se extendió a más de 40 años. Antes de fallecer el cineasta, Liv declaró que sintió algo tan especial que voló de inmediato para estar a su lado sabiendo que Ingmar estaba por morir, queriéndolo abrazar una vez más para expresarle su amor y significado en su vida.
Como un dato extra, vale la pena ver el documental del indio Dheeraj Akolkar Liv Ingmar: painfully connected. Un retrato de la relación legendaria que los dos artistas sostuvieron

CINESCOPIA


Mujeres / Bimba Bosé

Mujeres / Joséphine Baker I

Mujeres / Joséphine Baker II

Joséphine Baker y su lucha contra el racismo

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Josephine Baker - La Soga | Revista Cultural
Joséphine Baker

Joséphine Baker 

y su lucha contra el racismo

Joséphine Baker fue la primera superestrella mundial de raza negra, espió para la Resistencia francesa y compartió estrado con Luther King en Washington.


EVA MILLET
28 de junio de 2019

El 15 de abril de 1975, cerca de veinte mil personas se agolparon en las calles de París para despedir a Joséphine Baker. Ese día, la estrella, para muchos “la Venus negra”, recibió un funeral con honores militares en la iglesia de La Madeleine. Por primera vez se homenajeaba así a una ciudadana francesa de origen estadounidense (la actriz adquirió la nacionalidad gala con su tercer enlace, con el empresario Jean Lion).
No en vano, Baker era, además de una gloria del teatro, un icono político. Desde muy pequeña tuvo claro que no renunciaría a sus sueños. Paradójicamente, su madre, una lavandera llamada Carrie McDonald, tuvo que olvidarse del suyo, ser bailarina, poco después de alumbrarla en un tugurio de Saint Louis, en Misuri. El padre, el batería Eddie Carson, la dejó plantada. Con solo ocho años, y con tres hermanos pequeños (fruto del matrimonio de su madre con Arthur Martin, un desempleado crónico), empezó a trabajar como sirvienta para blancos adinerados.
Su primera jefa, la Sra. Keiser, sumergió las manos de Joséphine en agua hirviendo como castigo por usar demasiada lejía en la colada. La segunda, la Sra. Mason, la despidió al observar que su marido la miraba con demasiado interés. En su casa le esperaba más trabajo duro, miseria y el temor a ser expulsada en cualquier momento.

CRISTINAPERISGRAU ILUSTRACIÓN | JOSEPHINE BAKER
Joséphine Baker

Furor en París
Tenía once años cuando su ciudad natal sufrió unos disturbios que ella siempre recordaría: un grupo de blancos entró en el gueto negro y devastó todo lo que encontró a su paso. Murieron 39 personas y un millar quedaron sin hogar. Sin mucho que la atara, a los trece se marchó de casa. No tardó en anunciar que se casaba con un tal Willie Wells –el matrimonio solo duraría unos meses–, ni en unirse al grupo de músicos callejeros Jones Family Band y a la banda femenina The Dixie Steppers.


Josephine Baker luciendo el traje de bananas en el Folies Bergère.
Josephine Baker luciendo el traje de bananas en el Folies Bergère. (TERCEROS)


La música y el talento para bailar estaban en sus genes, y el trabajo duro no le asustaba. De asistente de camerino ascendió a corista, y pisó por vez primera un escenario. Se casó y se divorció de nuevo, pero de su segundo marido, Willie Baker, conservó el apellido. Luego mintió sobre su edad para hacerse con un papel en Shuffle Along. Aquel musical, el primero que llevó a los negros a Broadway, en 1921, le sirvió de escaparate.
La Baker consiguió un contrato para actuar en París. Su sensual Danse sauvage de la Revue Nègre, donde bailaba prácticamente desnuda, causó furor en el Théâtre de Champs Elysées, en 1925. Un año después debutó como estrella del Folies Bergère vestida con su famosa falda de plátanos y con el torso al descubierto. Mientras en Francia su danza deslumbraba como el summum del exotismo, en otros países europeos que visitó de gira, de 1928 a 1929, era directamente un escándalo. En Alemania, además, Hitler acababa de publicar Mein Kampf, en el que calificaba a los negros de “semimonos”. Baker tomó conciencia de la amenaza del nazismo.



Baker adoptó a doce niños de distintas razas y religiones para demostrar que la fraternidad era posible.
Baker adoptó a doce niños de distintas razas y religiones para demostrar que la fraternidad era posible. (TERCEROS)

Cruzada contra el racismo
Durante la Segunda Guerra Mundial, la Venus colaboró con la Resistencia. A las órdenes de los servicios de inteligencia del gobierno de la Francia Libre, recabó información vital, ya fuera guardando mensajes en su ropa interior o camuflándolos con tinta invisible en sus partituras. Acabado el conflicto, Charles de Gaulle la condecoró con la medalla de la Resistencia, que Baker luciría durante la Marcha de Washington, y la nombró Caballero de la Legión de Honor.

La artista inició una cruzada por los derechos civiles que la llevó a incluir en sus contratos una cláusula de no discriminación, por la que no actuaría en locales que vetaran la entrada a los negros. Además, junto a su cuarto marido, el director de orquesta Joseph Bouillon, adoptó a doce niños de distintas nacionalidades y religiones. Con su “tribu del arco iris” –así la llamó– quiso demostrar que la fraternidad internacional era posible. Baker siempre invirtió en exceso en proyectos utópicos como este y acabó arruinada. Sin embargo, su legado ideológico es indudable.

Joséphine Baker, un mito en París, fue amante de Georges Simenon

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Georges Simenon según David Levine

Joséphine Baker, un mito 

en París, fue amante de 

Georges Simenon


Núria Escurt
7 de mayo de 2020

Georges Simenon, creador del comisario Maigret, sólo le interesaban dos cosas: los libros y el sexo. Por lo que se refiere a la literatura logró ser uno de los escritores más prolíficos en décadas. Su fecundidad artística generó 192 novelas publicadas con su nombre y otras 30 bajo 27 pseudónimos. Los tirajes de sus libros acumulan 550 millones de ejemplares.
En cuanto al sexo parece que fue obsesivo, práctico y nada selectivo. Casadas, solteras, burguesas, prostitutas, jóvenes y no tanto, bisexuales, había tiempo para todas. Se jactaba de haberse acostado con miles. “Sin ellas no podría escribir” llegó a decir; “sin eso” tal vez sería más correcto.



Exposición sobre George Simenon
Exposición sobre George Simenon (.)


Georges Joseph Christian Simenon, escritor belga en lengua francesa, aterriza en el mundo con un primer misterio: nace el 13 de febrero de 1903 pero anotan 12, por superstición. Creció en un piso de Rue Léopold, en Lieja, hijo de un pasante de seguros y la décimotercera hija de una familia acomodada. Empezó a leer y escribir con tres años, pasó por los jesuitas y tuvo su primera experiencia sexual a los doce. A los 15 ya trabajaba en “La Gazette” de Liège buceando en los barrios marginales que inspirarían algunos de sus libros.
Escribe 800 columnas humorísticas bajo el seudónimo “Le Coq,” entre 1919 y 1922, año en que se instala en París con su esposa Tigy, Régine Renchon. Hoteles y pensiones lamentables pero también champagne y charme. A pesar de estar casado frecuenta otras mujeres y una de ellas lo eclipsa.

Un flechazo inmediato

La conoce una noche de octubre de 1925 en el teatro. Es una joven de San Luis, Missouri, que baila en “La Revue negre” y que apenas tiene 20 años. El flechazo es inmediato. Le fascina su piel y su modo de convertir el humor en arte. Se llama Joséphine Baker y la relación durará hasta 1927, un periodo desbordante para el escritor, a nivel sentimental y laboral.
La que sería la “Diosa del Ébano”, cantante, actriz, bailarina, la carismática Baker le vuelve loco. Regine mira hacia otro lado como haría el resto de su vida. Llega a facilitar mujeres a su esposo, que reclama relaciones sexuales varias veces al día, y añade la leyenda que en el despacho de Simenon se abre una puerta que comunica con una pequeña estancia para sus “transacciones sexuales”.






Josephine Baker
Josephine Baker (.)


Vedette y espía, Joséphine Baker conquistó a París entero y Simenon huyó a La Rochelle para evitar su letal atracción. La más francesa de todas las americanas, titulaban los rotativos. La “Venus de bronce” que fascinó al escritor de la eterna pipa, fue la primera mujer afroamericana en protagonizar una película importante, “Zouzou”. Activista por los derechos civiles en EE.UU. y también amante de Colette, la mujer de la “Danse Sauvage” adoptó a doce huérfanos a los que denominó “la tribu del arco iris”.
En cuanto a Georges Simenon, todo lo que hizo lo resumió así: “Intenté interesarme por el hombre de la calle, comprenderlo de modo fraternal. Nada más”.

Héctor Abad / Desconéctate, desconéctame

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Héctor Abad Faciolince

Desconéctate, desconéctame

27 de enero de 2018

Creo que nunca en la vida he probado una droga tan adictiva como la del teléfono inteligente. Hace años mi último contacto con la realidad (o con la irrealidad) antes de dormirme eran las páginas de un libro, las letras que el sueño iba desenfocando, las ideas que ya no se entendían porque la mente empezaba a estar más cerca de Morfeo que de cualquiera de las diosas de la vigilia del día. Otro ritual de muchos, al acostarse, era una oración al dios o a la santa en que creían. O quizás una última caricia o un último beso a la vecina. Ahora, casi siempre, mi último contacto con la realidad (virtual) es el azuloso titilar de la pantalla de mi teléfono, abierto bien sea en un artículo, en una red social, en un chat.
Antes uno decía que su amada era la primera cosa en la que uno pensaba al despertarse. Ahora es difícil decirlo. Ahora la mano —como cualquier adicto a la nicotina empieza por buscar el paquete de cigarrillos— lo primero que busca al estirarse a ciegas es esa pequeña caja metálica que al hundir un botón nos dirá de qué noticias urgentes e impostergables nos perdimos durante el sueño. En la pantalla está la hora, sin duda, pero también los mensajes que no vimos porque nos llegaron de países con otro huso horario, las noticias de la noche, las actualizaciones en Facebook o en Twitter, los mails, los terremotos, los conocidos o desconocidos que murieron, o las viejas amigas que resolvieron esa noche volver a nuestras vidas.


No digo que no sea mágico, increíble, estupendo. Si no fuera magnífico, si no produjera una especie de satisfacción como la que produce (me imagino) la morfina, no estaríamos todos tan aficionados a esta hambre de saber, de conectarnos de inmediato y en pocos segundos creer que ya estamos al día.
La cuestión es que esta sed no se sacia a finales de la noche ni a principios del día. Como ocurre con los viciosos, necesitamos mirar a toda hora el aparatico. Interactuar con él, actualizarnos, dar un like o un retuit, escribir una respuesta irónica al insulto más ofensivo. Y con esto aparecen nuevas actitudes, nuevas molestias, nuevas caídas en el descuido de los otros y en la mala educación con quienes nos rodean. La atención ya no está dedicada a nadie por entero, sino que se comparte, dividida entre las personas que tenemos al frente y las que están, quizá, al otro lado del mundo. En el trabajo, en la mesa, en las reuniones, durante la clase, al desayuno, al almuerzo, a la comida. Si ya los niños no nos hablan por estar conectados, entonces ahora también los adultos hemos resuelto imitarlos y actuamos como niños ensimismados (más bien enajenados) en el contenido del pequeño smartphone en el que consultamos, con el que interactuamos, en el que nos hundimos distraídos.
Ya hay nuevas dolencias, que no son solo psicológicas, sino también físicas. Problemas de cuello, de tortícolis, de mala circulación cerebral, de postura. Si seguimos así, los seres del futuro serán jorobados, pacientes de los huesos cervicales. En un artículo que leí (en el teléfono) esta semana se dice que los adolescentes gringos están conectados casi todo el tiempo (“almost constantly on line”). Sé de muertos en accidentes, sé de parapléjicos, sé de fémures rotos por estar mirando el teléfono en bicicleta o mientras se camina. Sé de muchos matrimonios destruidos por una frase de más o un piropo de menos en el WhatsApp de la esposa o del marido. Ya hay más accidentes por mirar el teléfono que por manejar borrachos: “Uno de cada cuatro accidentes de tráfico en Estados Unidos ocurren por estar tecleando”.


De tanto mirar hacia abajo al iPhone, de tanto estar conectados, nos estamos desconectando de las personas de carne y hueso. No pienso renunciar al celular, al teléfono inteligente; voy a mandar a través de él, a muchos amigos, esta misma columna. Pero ya sé, como muchos de ustedes, que soy un adicto. Y como algunos amigos, quiero empezar una terapia para desconectarte, para desconectarme.

Escritores ‘influencers’ / Los veteranos conquistan las redes sociales

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Una imagen de la cuenta de Instagram de Chimamanda Ngozi.Chimamanda Ngozi

Escritores ‘influencers’: los veteranos conquistan las redes sociales

Mary Beard, Margo Glantz, Héctor Abad Faciolince o Chimamanda Ngozi Adichie usan las redes para promocionar su trabajo, pero también cuentan su vida como cualquier usuario


Ana Marcos
Madrid, 13 febrero de 2020

Margo Glantz es una gran bailarina de rock. La prueba está en su cuenta de Twitter, en concreto en un vídeo con casi 100.000 reproducciones en el que la escritora mexicana celebra hace pocos días su 90 cumpleaños con un grupo de amigos. “A veces Twitter puede ser excesivamente visible y sorprendente, el impudor para exhibir la intimidad me sorprende. Impudor en el que quizá caigo”, reconoce la autora que suma más de 47.000 seguidores y 54.000 tuits desde que en marzo de 2011 inauguró esta cuenta. “Lo entendí como un medio creativo y como la posibilidad de expresar en breve frases, ideas que se me ocurren y no tienen cabida en otro sitio”.



Como ella, cada vez más escritores se aventuran a usar las redes y sacudirse de los polvos de la intelectualidad que, en ocasiones, rodean a su profesión. No importa la edad, autores de todas las generaciones, no solo los más jóvenes, usan estas plataformas con fines que van más allá de la mera promoción de sus obras.


En el caso de Glantz, además de mostrar sus pasos de rock, recurre también a las redes sociales para ejercitar la ironía y el humor. Para comentar, dice, “lo que le parece fundamental del acontecer diario”. De esta manera, su cuenta de Twitter no es solo una herramienta de trabajo, es también una ventana por la que asomarse al mundo y, al revés, un escaparate por el que el mundo (sus lectores y potenciales lectores) puede verla.
Glantz identifica “un narcisismo rampante” en las redes, sobre todo en Facebook -especifica-, pero al mismo tiempo reconoce que le ponen delante un desafío al que no quiere renunciar: “Me provoca como un ejercicio literario, por eso de la constricción, a la manera en que Georges Perec practicó todo tipo de experimentos con formas literarias y retóricas inusitadas”. De esta práctica salió el libro Y por mirarlo todo, nada veía (Sexto Piso). “Coleccioné cientos de tuits que, combinados con textos breves míos, me permitieron ofrecer una lectura crítica de la influencia que las redes sociales ejercen sobre nuestro concepto de realidad”, cuenta la autora.
La misma atracción por experimentar con lo breve sintió Héctor Abad Faciolince (62 años, Colombia). “Fue por amor al aforismo”, confiesa el autor de Lo que fue presente (Alfaguara), “después me di cuenta de que, como periodista en Twitter podía (si escogía las páginas adecuadas) tener acceso rápido a las noticias”. En sus primeros años de tuitero, a mediados de la primera década de 2000, llegó a tener dos cuentas, una más personal, otra donde empezó a escribir una novela que nunca concluyó. En ese camino descubrió, en sus propias palabras, “la faceta más sucia y política de Twitter: vinieron los trolls, los insultos, las amenazas, los ataques en gavilla... Es lo que más caracteriza hoy a esta red, y por eso me impuse largas cuarentenas, ayunos higiénicos”, explica. Ya no tiene la aplicación en su teléfono: “Es una red social que puede ser luciferina, malévola y adictiva. Hay que tratarla como una droga dura”.



Más optimista -por el momento- es Mary Beard (65 años, Gran Bretaña). La catedrática especializada en estudios clásicos mantiene un ritmo acelerado de tuits a través de los que comparte su trabajo e información sobre descubrimientos que hasta hace pocos años solo hallaba en conferencias. “Es una gran vía de conectar con los lectores, de saber qué les interesa”, argumenta la autora de Mujeres y poder (Crítica) con casi medio millón de seguidores, “incluso de compartir con ellos el proceso de creación y sentir una gran cercanía”.



I shouldn’t have, but I did. That’s Alex @FaneProductions killing himself laughing. I didn’t run over anyone (this time). N Z: filled with temptations!



Video insertado


La comodidad de Instagram

Para encontrar esa sensación de tranquilidad y cercanía que describe Beard, Abad Faciolince se fue a Instagram, “una red mucho más tranquila, amigable, familiar”. Es decir, el lugar en el que comparte imágenes más íntimas y personales. Algo similar sucede con la cuenta de Chimamanda Ngozi Adichie (Nigeria, 42 años). Sus seguidores (casi medio millón) identifican las preferencias de la escritora de Americanah (Random House) por la ropa de colores llamativos, reconocen a sus padres y están al día de la última conferencia que ha dado en alguna esquina del planeta.
Luna Miguel llegó a Instagram en 2012, cuando tenía 21 años. Ahora suma casi 28.000 seguidores. Entonces ya había publicado cuatro libros y usaba la red social para compartir fotos de sus gatas, de fiestas con amigos y los libros que le gustaban. Con el tiempo –“Cuando me di cuenta de que la gente se fiaba de mi criterio lector”, dice- el perfil fue evolucionando para convertirse también en “un diario de lecturas”. Pero no solo de sus libros. “A la gente le pone nerviosa el autobombo”, opina la autora de El coloquio de las perras (Capitán Swing), “las redes sociales deberían servir para generar más contenido, ya sea alrededor de ese mismo texto, aunque con códigos diferentes”.



Conseguir crear material inédito en una red social con más de mil millones de usuarios activos, según datos de Instagram (pertenece a Facebook), en la que las estrellas del pop (no solo musical) compiten -con todas las armas posibles- por sumar seguidores, se antoja complicado para un colectivo, los escritores, que parecen más acostumbrados a los círculos literarios que al mainstream digital.
Por eso Ngozi dejó en manos de sus sobrinas su cuenta. Su objetivo desde 2017 es promocionar la moda de Nigeria. Pero, según explicó en una tribuna en el Financial Times, sus fotos no pasaban el filtro que exigían sus sobrinas así que confió en su criterio milenial y ella se limita a ejercer de modelo en un ejercicio casi de egoblogger (cuentas cuyos protagonistas posan para promocionar ropa y complementos). “Los ojos de mis sobrinas están condicionados por el estilo de las redes sociales”, narró en la publicación económica.
Édouard Louis (Francia, 27 años) no oculta a sus más de 27.000 seguidores con quién cenó la otra noche, muestra en redes su oposición al presidente Emmanuel Macron y la portada de su próximo libro (Quién mató a mi padre, Salamandra). Conoce el lenguaje de la red, algunos de sus selfies son con el móvil cubriendo parte de su cara delante de un espejo y cuando comparte una imagen de su infancia la acompaña con el hashtag #tbt (throw back Thursday, una etiqueta para agrupar imágenes del pasado).
Paulo Coelho, de otra generación más mayor que su colega francés, ha interiorizado los códigos de Instagram de otra manera. Su cuenta (más de dos millones de seguidores) es una sucesión de fotos de familia y frases inspiracionales -en la línea de su literatura- bien producidas. Es decir, acompañadas de diseños que hagan imposible no darle a compartir porque apelan directamente a las emociones -las buenas-.
Al otro lado de la pantalla del teléfono, Jia Tolentino (Temas de hoy publica el 25 de febrero Falso espejo en España) trata de escapar a la dependencia de las redes sociales desde 2014. Con 30 años, la escritora y periodista de The New Yorker reivindica tener la capacidad de decidir hacia dónde se dirige su atención, aunque la mayor parte de su trabajo se inspire, precisamente, en un análisis de la dependencia social -casi como si de una bombona de oxígeno se tratara- de las redes.
“Empecé a tuitear hace unos siete años”, relató en marzo de 2019 en un texto en la revista estadounidense. “Primero publicaba mis ensayos y entrevistas, después, para que mi cuenta pareciera menos aburrida, empecé a compartir mis pensamientos más flipantes”. Ya no era solo una plataforma para la proyección de su trabajo. Al poco tiempo consiguió su actual trabajo y, entonces, recicló lo que llama “su capacidad de ponerse a disposición de internet, para dejar de hacerlo. “Al brindarle a la economía de la atención acceso a mi yo, acumulé el capital profesional que me permitió cortarlo, si lo deseo”, resume en su columna de The New Yorker


La nueva vida de las pestes de Camus y Defoe

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La nueva vida de las pestes de Camus y Defoe

«Diario del año de la peste», de Daniel Defoe, y «La peste», de Albert Camus, recobran actualidad: crónica veraz y fuerza moral para hacer frente a la desolación

Fernando R. Lafuente
4 de mayo de 2020

John Blow, maestro de Purcell, en Venus and Adonis, 1683, escribió para el Coro en sol menor, «Weep for your huntsman, oh forsaken grove»: «Un hombre no es más que un recuerdo./Un hombre no es más que una promesa». O lo que sería «Un tránsito y un ocaso», así definiría Nietzsche el paso por la vida. Desde el siglo VI Europa ha conocido la peste negra, y muchos pensaron el 31 de diciembre del año 999 que algo terrible caería sobre la humanidad. Las procesiones de penitentes llenaron los campos y ciudades del continente, algo así refleja Igmar Bergman en El séptimo sello, esa procesión que recorre, bajo rezos y advocaciones, la redención. Se desencadenaron oleadas de desaliento y miedo, eran inmensas las zonas de sombra, inmensas las debilidades.
El historiador Henri Focillon escribió respecto a esos días: «En la historia hay elementos racionales y elementos irracionales (...). Los segundos nos hacen penetrar en regiones de la vida humana mucho menos definidas, mucho menos fáciles de analizar, porque los valores afectados viven en el eterno crepúsculo de los instintos». Para la Historia la búsqueda se traza en un recorrido que intenta salir del presente para descubrir el pasado, ascender hacia una visión que permita entrar en cada época con la perspectiva del conocimiento adquirido y, si es posible, aprendido.

Jinetes del Apocalipsis

Tres décadas después de esa noche invernal de 999, que se consideró el paso hacia lo desconocido, llegó la gran hambre, 1033, que asoló Europa. Se repetían los grandes azotes, augurados en las páginas del libro que se divulgó con singular celeridad por el continente, los Comentarios al Apocalipsis de San Juan del Beato de Liébana: el hambre, la enfermedad, la guerra y la muerte. Cuatro siniestros jinetes invisibles, que surgían de las tinieblas, del abismo.




En la apoteosis de la desolación Daniel Defoe (1660-1731), autor de la extravagante y singular historia de Robinson Crusoe (1719), recordó, de manera espeluznante, en su Diario del año de la peste (1722), el día a día de la peste que cayó sobre Londres en diciembre de 1664, una plaga que recorría casas, barrios, palacios, villas, caminos, de manera implacable. Pronto comenzaron las especulaciones de cómo había llegado, si desde Ámsterdam, desde Italia, desde el Levante, desde la flota turca, de Chipre.



Daniel Defoe
Daniel Defoe

Crónica soberana

Ya en noviembre, dos franceses habían perecido por tal brote en Dury Lane. El número de entierros, cuenta Defoe, comenzó a crecer de una forma hasta entonces poco habitual. La alarma corrió de boca en boca. Estamos en el siglo XVII. Defoe escribe un diario de ficción, apenas tenía el autor cinco años cuando los hechos que narra acaecieron, pero resulta una crónica soberana sobre los hechos sucedidos, por la precisa y concisa documentación recogida para su elaboración.
En sus páginas surge el aturdimiento, el desconcierto y la incertidumbre. Nadie sabe qué pasará mañana. Quien lo narra es un talabartero londinense. Recorre los lugares en donde la confusión y el miedo se han enseñoreado de la población.



El Londres de Defoe es un reguero de profecías, conjuros y nigromantes

Narra el hecho de los contaminados que no lo sabían, las inspecciones, la puesta de vigilancia en las casas contaminadas para que nadie salga, nadie entre y las familias queden encerradas hasta su trágico final. Relata, con precisión de entomólogo, cómo Londres se convierte en un reguero de profecías, conjuros astrológicos, nigromantes, supuestos remedios, píldoras antipeste, pócimas, brebajes, visiones, almanaques y libros de pronósticos, horóscopos para, lacónico, subrayar «mala época para estar enfermo», porque «la peste desafió toda medicina; hasta los médicos fueron atrapados por ella con sus protectores en la boca».
Se proclaman las órdenes del Lord Mayor de la City de Londres, centro de la epidemia: aislamientos, implacable persecución de las fugas, sobornos para salir de las casas condenadas, huidas desesperadas de la ciudad enferma, limpieza de las calles; creación de equipos de examinadores, inspectores, guardas, investigadores, cirujanos, enfermeras.
Los cementerios son un aluvión de víctimas. Comienzan las leyendas, las historias se suceden, algunas de una extraordinaria fuerza narrativa. Es un paisaje de desolación que inunda la ciudad, los campos se cierran, los pueblos limítrofes instalan fronteras. El talabartero describe lo que ve y lo que le cuentan a diario, incorpora cifras, cuadros de muertos, edades, condición y hasta un manual de sobrevivencia con las propuestas que considera racionales y científicas. Piense el lector que la obra se escribe cuando ha transcurrido cerca de medio siglo de sucedida la epidemia y aún los ecos se escuchan, las leyendas se han multiplicado y la sombra de los hechos queda en la memoria de los que, sin vivir la plaga, leen el libro de Defoe con un rictus de asombro y temor.



Albert Camus
Albert Camus

La vida es lo concreto

Cerca de tres siglos después el Nobel Albert Camus publica La peste (1947). Es cierto que, como bien afirmaba Mario Vargas Llosa hace unos días, no es la mejor novela de Camus; sin embargo conserva una llamada de inmensa fuerza moral, que impregnó cada página del resto de creación literaria y ensayística del autor de El hombre rebelde. Esta vez la ciudad es Orán, una plaga de ratas provocará la peste. A la crónica de Defoe, Camus incorpora no la aséptica descripción de los hechos, sino las consecuencias morales que conllevan los terribles acontecimientos. El paso del tiempo nunca es inocente.
La de Camus es una novela que narra los hechos de manera precisa, directa, con personajes y diálogos que apuntan en una dirección: «En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio». Entre esos hombres se encuentran el Dr. Bernard Rieux, quien es consciente de que «tener conocimiento es poder iluminar el presente con las enseñanzas del pasado», y el periodista Rambert, quien cambiará su destino para entregarse a los demás. Una de las claves de la novela es precisamente el cambio de Rambert; la otra, la abnegación de Rieux. Para Camus, «la vida es lo concreto», ese será el sentido de la existencia.
-Es un hecho, eso es todo -dijo con cansancio-. Registrémoslo todo y saquemos consecuencias.
-¿Qué consecuencias? -pregunto Rambert.
-¡Ah! -dijo Rieux-, no puede uno al mismo tiempo curar y saber. Así que curemos lo más aprisa posible, es lo que urge.



Para Camus es clave la acción del individuo y su libertad aun en los momentos más trágicos

Esta vez, los efectos de la plaga provocan un mutuo apoyo, para Camus resulta esencial la acción del individuo y su libertad, según transcurre la acción, vertiginosa y cruel, es lo que hay que proteger aún en los momentos más trágicos, porque es la que puede cambiar el rumbo y destino de cada uno. Sólo en libertad es posible lograr la unión de todos. «Pero sabía (Rieux) que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y el arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos».
Dos obras que se complementan. Lejos quedan los terrores del año 1000 y los Apocalipsis. La de Defoe desde el diario ficticio, pero veraz, se muestra como una crónica contada en tiempo presente; la otra desde la convicción de, en un término tomado de Iris Murdoch, «la soberanía del bien». Las dos para hacer frente al miedo y la desolación.




Henning Mankell / Poeta de pájaros

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La quinta mujer, Henning Mankell | Blogs Clubs Lectura das ...

Henning Mankell
POETA DE PÁJAROS

    
Poco después de las diez de la noche se dio al fin por satisfecho con el poema.
    Las últimas estrofas habían sido difíciles de escribir y le habían llevado mucho tiempo. Había tratado de encontrar una expresión melancólica que fuera al mismo tiempo hermosa. Varios borradores fueron a parar a la papelera. En dos ocasiones estuvo a punto de dejarlo. Pero ahora tenía el poema sobre la mesa. Era su elegía al pico mediano, un ave en vías de extinción en Suecia y que no se había vuelto a ver en el país desde los años ochenta. Otra ave más camino de ser desalojada por el hombre.
    Se levantó del escritorio y estiró la espalda. Cada año le resultaba más difícil pasar mucho tiempo sentado con sus escritos.


    «Un hombre viejo como yo ya no debe escribir versos», pensó. «A los setenta y ocho años los pensamientos de uno apenas tienen ya valor para nadie más que para sí mismo». Pero sabía que eso no era cierto. Que era sólo en occidente donde se miraba a los ancianos con condescendencia o con despreciativa compasión. En otras culturas la vejez era respetada como el tiempo de la lúcida sabiduría. Seguiría escribiendo versos mientras viviera. Mientras tuviera fuerzas para coger una pluma y su cabeza estuviera tan clara como ahora. No sabía hacer otra cosa. Ya no. Antes había sido un buen vendedor de coches. Tan bueno que había dejado atrás a otros vendedores. Tenía, con razón, fama de ser duro y difícil en las discusiones y los negocios. Y por supuesto que había vendido coches. En sus buenos tiempos había tenido sucursales en Tomelilla y en Sjöbo. Pudo reunir una fortuna lo bastante grande para vivir como vivía.
    Y sin embargo, eran los versos lo único que significaba algo. Todo lo demás eran necesidades superficiales. Los versos que estaban allí, en la mesa, le producían una satisfacción que no sentía apenas de otro modo.
    Corrió las cortinas de las grandes ventanas que daban a los campos que se ondulaban suavemente bajando hacia el mar, que estaba en alguna parte más allá del horizonte. Luego se acercó a la librería. Nueve poemarios había publicado durante su vida. Allí estaban, juntos. Ninguno de ellos había vendido más que pequeñas ediciones. Trescientos ejemplares, algo más tal vez. Los que habían sobrado estaban en cajas, abajo en el sótano. Pero no es que los hubiera desterrado él allí. Seguían siendo su orgullo. Sin embargo, había decidido tiempo atrás que un día los quemaría. Sacaría las cajas al patio y les aplicaría una cerilla. El día en que recibiera su sentencia de muerte, de la boca de un médico o por su propia intuición de que no le quedaba mucha vida por delante, se desharía de los delgados fascículos que nadie había querido comprar. No dejaría que nadie los tirase a la basura.
    Contempló los libros que estaban en los estantes. Toda su vida había leído poesía. Había aprendido muchos poemas de memoria. Tampoco se hacía ilusiones. Sus poemas no eran los mejores que se habían escrito. Pero tampoco eran los peores. En cada uno de los poemarios, aparecidos con un intervalo de aproximadamente cinco años desde finales de 1940, había estrofas que podían medirse con cualquiera. Pero él había sido vendedor de coches, no poeta. Sus poemas no habían sido reseñados en las páginas de cultura. No había recibido ninguna distinción literaria. Además, había costeado él mismo la edición de sus libros. El primer poemario que terminó lo envió a las grandes editoriales de Estocolmo. Finalmente, se lo devolvieron con breves notas impresas de rechazo. Un redactor, sin embargo, se había tomado la molestia de hacer un comentario personal diciendo que nadie podía tener interés en leer poemas que, al parecer, no trataban más que de pájaros. «La vida interior del aguzanieves no interesa», le escribió.
    Después de aquello, no volvió a dirigirse a las editoriales.
    Se había costeado sus ediciones él mismo. Cubiertas sencillas, texto negro sobre fondo blanco. Nada caro. Las palabras escritas entre las cubiertas eran lo único que importaba. Pese a todo, eran muchos los que, al cabo de los años, habían leído sus poemas. Muchos habían manifestado también su aprecio.
    Y ahora había escrito un nuevo poemario. Sobre el pico mediano, el hermoso pájaro que ya no se podía ver en Suecia.
    «Poeta de pájaros», pensó.
    «Casi todo lo que he escrito trata de pájaros. De aleteos, ruidos nocturnos, reclamos aislados en la lejanía. En el mundo de las aves he vislumbrado los secretos más profundos de la vida».
    Volvió al escritorio y cogió el papel. La última estrofa había salido bien por fin. Dejó caer el papel sobre la mesa. Sintió una punzada de dolor en la espalda al seguir andando por la gran habitación. ¿Estaría enfermando? Cada día se paraba a detectar señales de que su cuerpo había empezado a fallarle. Toda su vida se había mantenido en buena forma. Nunca había fumado, había sido sobrio con la comida y la bebida. Ello le había proporcionado una buena salud. Pero pronto cumpliría ochenta años. El final de su vida se acercaba cada vez más. Fue a la cocina y se sirvió una taza de café de la cafetera, que estaba siempre puesta. El poema que había escrito le llenaba de melancolía y de alegría a un tiempo.
    «El otoño de la edad», pensó. «Un nombre que le va bien. Todo lo que escribo puede ser lo último. Y estamos en septiembre. Es otoño. Tanto en el calendario como en mi vida».
    Cogió la taza de café y volvió al cuarto de estar. Se sentó con cuidado en una de las butacas de piel marrón que le habían acompañado durante más de cuarenta años. Las había comprado para celebrar su triunfo cuando obtuvo la representación de Volkswagen para el sur de Suecia. En una mesita junto al brazo del sillón estaba la fotografía de Werner, el pastor alemán que más echaba de menos de todos los perros que había tenido a lo largo de su vida. Hacerse viejo era quedarse solo. Las personas que han llenado la vida de uno se han ido muriendo. Al final, también los perros desaparecían en las tinieblas. Pronto sólo iba a quedar él. En un determinado momento de la vida, todas las personas estaban solas en el mundo. Sobre ese pensamiento había tratado de escribir un poema hacía poco. Pero no le había salido. ¿Tal vez debía intentarlo de nuevo ahora que había terminado la elegía sobre el pico mediano? Pero él sabía escribir sobre pájaros, no sobre personas. A los pájaros se les podía entender. Las personas eran casi siempre incomprensibles. ¿Se había entendido alguna vez a sí mismo siquiera? Escribir poemas sobre lo que no entendía sería como meterse en un terreno prohibido.
    Cerró los ojos y se acordó de pronto de la pregunta de las diez mil coronas, a finales de los años cincuenta, o tal vez a principios de los sesenta. La imagen de la tele era todavía en blanco y negro. Un hombre joven se había presentado al concurso sobre el tema «Pájaros». Un hombre joven, bizco y muy repeinado. Había contestado a todas las preguntas y recibido un cheque por la, en aquella época, enorme cantidad de diez mil coronas.
    Él no había estado en el estudio de la televisión, en la jaula insonorizada con los auriculares en las orejas. Él estaba justamente en este mismo sillón. Pero también había sabido todas las respuestas. Ni si quiera hubiera necesitado pedir más tiempo para pensar. Pero a él nadie le había dado diez mil coronas. Nadie sabía de sus enormes conocimientos sobre pájaros. Él había seguido escribiendo sus poemas. Salió de sus ensoñaciones con un respingo. Un ruido había captado su atención. Prestó oídos en la habitación a oscuras. ¿Andaba alguien por el patio?
    Desechó la idea. Eran sólo figuraciones. Hacerse viejo significaba entre otras muchas cosas que uno se inquietaba por nada. Tenía buenas cerraduras en las puertas. En su habitación, en el piso de arriba, tenía una escopeta de perdigones, y una pistola a mano en un cajón de la cocina. Si algún intruso llegaba a su aislada finca, situada justo al norte de Ystad, estaba en condiciones de defenderse. Y no dudaría en hacerlo.
    Se levantó del sillón. Sintió otra punzada en la espalda. El dolor iba y venía en oleadas. Dejó la taza de café en la encimera de la cocina y miró su reloj de pulsera. Casi las once. Era hora de salir. Miró con los ojos entrecerrados el termómetro de la parte de fuera de la ventana de la cocina y vio que la temperatura era de siete grados sobre cero. La presión atmosférica estaba subiendo. Un viento suave procedente del suroeste soplaba sobre Escania. Se daban las condiciones ideales, pensó. Esta noche pasarían bandadas de aves en dirección sur. Las voladoras de grandes distancias pasarían a millares con alas invisibles sobre su cabeza. Él no podría verlas. Pero sí sentirlas en la oscuridad, muy en lo alto. Durante más de cincuenta años se había pasado una incalculable cantidad de noches de otoño en los campos, sólo para poder experimentar la sensación de que las bandadas nocturnas estaban allí, sobre él.
    Es todo un cielo el que se traslada, pensaba muchas veces. Orquestas sinfónicas completas de silenciosas aves canoras que emigran ante el invierno que se acerca, en dirección a países más cálidos. Muy dentro de sus genes llevan el instinto de partir. Y su insuperable capacidad de navegar según las estrellas y los campos magnéticos las guía siempre con acierto. Buscan los vientos favorables, han almacenado sus capas de grasa, están en condiciones de mantenerse en el aire horas y horas.
    Todo un cielo, vibrante de alas, se va a su peregrinación de todos los años. Bandadas de pájaros hacia La Meca.
    ¿Qué es un hombre comparado con un ave migratoria nocturna? ¿Un hombre viejo y solo, pegado a la tierra? Y allá, muy en lo alto, todo un cielo que se va.
    Pensaba con frecuencia que era como realizar un acto religioso. Su propia misa solemne otoñal, estar allí en la oscuridad sintiendo cómo se iban las aves migratorias. Y luego, a la llegada de la primavera, estar allí también para recibirlas.
    Las bandadas nocturnas eran su religión.
    Fue al vestíbulo y se quedó de pie con la mano en el perchero. Luego volvió al cuarto de estar y se puso el jersey que estaba en un taburete junto al escritorio.
    Hacerse viejo significaba, además de todos los otros achaques, que también se empezaba a tener frío antes.
    Contempló una vez más el poema terminado en la mesa. La elegía al pico mediano. Había salido finalmente como él quería. Tal vez iba a vivir lo bastante para poder reunir los poemas suficientes para un décimo y último libro de poesía. Ya se podía figurar el título: «Misa solemne en la noche».
    Fue de nuevo al vestíbulo, se puso la cazadora y se encajó una gorra de visera bien baja sobre la frente. Luego abrió la puerta exterior. El aire del otoño estaba lleno de olor a tierra húmeda. Cerró la puerta tras de sí y dejó que los ojos se fuesen acostumbrando a la oscuridad. El jardín estaba desierto. A distancia se adivinaba un reflejo de la iluminación de Ystad. Por lo demás, vivía tan lejos de su vecino más próximo que sólo le rodeaban las tinieblas. El cielo estrellado estaba casi completamente despejado. Nubes aisladas se vislumbraban en el horizonte.
    Era una noche en la que las bandadas de aves iban a pasar sobre su cabeza.
    Echó a andar. La finca donde vivía era antigua, constaba de tres cuerpos. El cuarto se había quemado una vez a principios de siglo. Había conservado el canto rodado que había en el patio. Había invertido mucho dinero en hacer una profunda y continua renovación de su finca. A su muerte legaría todo a la asociación Kulturen, de Lund. No se había casado, no tenía hijos. Había vendido coches y se había hecho rico. Había tenido perros. Y luego habían estado los pájaros sobre su cabeza.
    «No me arrepiento de nada», pensó mientras seguía el sendero que le llevaba a la torre que él mismo había construido y donde acostumbraba a mirar las aves nocturnas. «No me arrepiento de nada puesto que carece de sentido arrepentirse».
    Era una hermosa noche de septiembre.
    Y sin embargo había algo que le desazonaba.
    Se detuvo a escuchar en el sendero. Pero todo lo que se oía era el débil susurro del viento. Siguió andando. ¿Era tal vez el dolor lo que le desazonaba? ¿Los pinchazos repentinos en la espalda? La inquietud nacía de su interior.
    Se detuvo de nuevo y se volvió. No había nada. Estaba solo. El sendero iba cuesta abajo. Luego llegaría a un montículo. Delante del montículo había una gran zanja en la que había colocado una pasarela. En lo alto del montículo estaba la torre. Desde la puerta exterior de la casa, eran exactamente doscientos cuarenta y siete metros. Se preguntó cuántas veces habría recorrido aquel sendero. Se sabía todos los recodos, todos los hoyos. Y sin embargo iba despacio y con cuidado. No quería correr el riesgo de caerse y romperse una pierna. El esqueleto de los viejos es frágil. Eso lo sabía. Si le ingresaban en un hospital con rotura de fémur se moriría porque no podría soportar estar acostado sin hacer nada en una cama de hospital. Empezaría a pensar en su vida. Y entonces no habría nada que pudiera salvarle.
    Se paró de repente. Un búho gritó. En algún lugar, cerca, se quebró una rama. El ruido había llegado de la arboleda de más allá del montículo de la torre. Permaneció inmóvil con todos los sentidos alerta. El búho volvió a gritar. Luego se quedó todo de nuevo en silencio. Masculló, descontento de sí mismo, cuando siguió andando.
    «Viejo y nervioso», pensó. «Con miedo a los fantasmas y a la oscuridad».
    Ahora ya podía ver la torre. Una sombra negra que se perfilaba contra el cielo de la noche. Veinte metros más y estaría en la pasarela que llevaba sobre la honda zanja. Siguió andando. No se volvió a oír al búho. Un cárabo, pensó.
    Sin ninguna duda, era un cárabo.
    De pronto se paró en seco. Había llegado a la pasarela que estaba sobre la zanja.
    Era algo en la torre de la loma. Algo que era diferente. Entrecerró los ojos para poder distinguir detalles en la oscuridad. No podía decir de qué se trataba. Pero algo había cambiado.
    «Figuraciones mías», pensó. «Todo está igual. La torre que construí hace diez años no ha cambiado. Son mis ojos, que se han vuelto turbios. Sólo eso» Dio unos pasos más, entró en la pasarela y sintió los tablones de madera bajo los pies. Siguió contemplando la torre.
    «No está igual», pensó. «De no saberlo, hubiera creído que se había hecho un metro más alta desde ayer noche. O que todo es un sueño. Que me estoy viendo a mí mismo allá arriba en la torre».
    En el mismo instante en que tuvo ese pensamiento, se dio cuenta de que era verdad. Había alguien arriba, en la torre. Una sombra inmóvil. Un ramalazo de miedo pasó por él como una ráfaga. Luego se enfureció. Alguien se había metido en sus propiedades, se había subido a su torre sin haberle pedido permiso. Probablemente era un cazador furtivo, al acecho de alguno de los venados que solían andar por el bosquecillo, al otro lado de la colina. Le parecía difícil imaginar que se tratara de otro observador de pájaros.
    Le gritó a la sombra de la torre. No hubo respuesta, no hubo movimiento. De nuevo se sintió inseguro. Tenían que ser sus ojos, que estaban turbios y le engañaban.
    Volvió a gritar sin obtener respuesta. Luego echó a andar por la pasarela.
    Cuando las tablas se quebraron cayó de cabeza. La zanja tenía más de dos metros de profundidad. Cayó de bruces y no tuvo tiempo de extender las manos para apoyarse.
    Luego sintió un dolor punzante. No procedía de ninguna parte y le atravesaba por completo. Era como si alguien aplicase hierros candentes en diferentes puntos de su cuerpo. El dolor era tan fuerte que ni siquiera fue capaz de gritar. Justo antes de morir se dio cuenta de que no había llegado al fondo de la zanja. Se había quedado colgando de su propio dolor.
    En lo último que pensó fue en los pájaros nocturnos que pasaban en bandadas por algún sitio muy por encima de él.
    El cielo que se movía hacia el sur.
    Por última vez intentó librarse del dolor.
    Luego se acabó.
    Eran las once y veinte, la noche del 21 de septiembre de 1994.
    Precisamente esa noche pasaron grandes bandadas de tordos y de zorzales en dirección sur.
    Venían del norte y volaban en una línea recta hacia el suroeste sobre el balneario de Falsterbo, camino del calor que les esperaba allá lejos.
  

*

  Cuando todo quedó en silencio, bajó cautelosamente la escalera de la torre. Iluminó la zanja con su linterna. El hombre que se había llamado Holger Eriksson estaba muerto.
    Apagó la lámpara y permaneció inmóvil en la oscuridad. Luego se alejó de allí con rapidez.

Henning Mankell
La quinta mujer
Tusquets Editores, Barcelona, 2003, pp. 23-29


El desorden de leer 1 / Bloom y Calvino tras el demonio de los clásicos

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El escritor y crítico literario Harold Bloom.
Harold Bloom

EL DESORDEN DE LEER 1

Bloom y Calvino tras el demonio de los clásicos

El crítico estadounidense y escritor italiano son dos grandes guías para saber qué no hay (todavía) en sus bibliotecas


Juan Cruz
20 de marzo de 2020


Harold Bloom escribe sobre sus clásicos con la pasión desenfadada con la que Pauline Kael escribía sus críticas de cine. Su libro Cómo leer y por qué leer no aspira a ser un canon (ya había hecho El canon occidental, también en Anagrama), sino una carta de batalla sobre sus sucesivas pasiones, entre las cuales están en lo más alto William Shakespeare y Miguel de Cervantes. Italo Calvino (Por qué leer a los clásicos, Siruela) tiene las herramientas del periodismo editorial, o al menos la misma posibilidad de despachar su escritura con los mecanismos de las contraportadas, pero es mucho más complejo, menos entretenido, excepto cuando explica, precisamente, qué son los clásicos.


Bloom y Calvino tras el demonio de los clásicos


Bloom se entretiene con Shakespeare y Cervantes como si fueran parte de una disputa de póker o de envite. A los dos les desnuda la escritura e incluso el cuerpo, no sólo como autores sino como personajes, como seres humanos cuyos textos transpiran la exudación de sus experiencias. A los dos les adjudica un arte mayor (según él) de la literatura, la ironía. Calvino es más esencial, más circunspecto, como Cesare Pavese, por cierto, que es uno de los personajes de su propio canon.
Calvino tenía iguales materiales que Natalia Ginzburg (Pequeñas virtudes, Alcantilado) para contar cómo era el autor de La luna y las hogueras. Pero mientras ella regresa “a la ciudad que amaba nuestro amigo” para contar cómo se parecía Pavese a Turín (“laboriosa, ceñuda en su actividad febril y terca, y, al mismo tiempo, apática y dispuesta a holgazanear y a soñar”), Italo Calvino rastrea en la escritura propia del ascetismo pavesiano “el tejido de signos visibles, de palabras pronunciadas”, para decir que “cada uno de esos signos tiene a su vez una faz secreta (un significado polivalente o incomunicable) que cuenta más que la faz evidente”. El “verdadero significado” de esos signos, al fin, “está en la relación que los vincula con lo no dicho”.
Lejos de esa solemnidad clásica a la que se aplica Calvino (que escribe en los años 80), hay que decir que Bloom se vale del desenfado que los años 2000 abrieron la puerta de salida a la pedantería de los estructuralismos, así que aborda lo que escribieron los clásicos viejos o nuevos (Marcel Proust, James Joyce, o los ya citados e indiscutibles maestros de la historia de la creación literaria) como si fueran amigos de juegos, a los que incluso les halla trazas de parentesco, pues ya se sabe que el personaje principal de Joyce también se apellidaba Bloom.


Bloom y Calvino tras el demonio de los clásicos


Para llegar a ello, a esa sencillez de tertulia amistosa, el profesor norteamericano (harto, como dice, del lenguaje de las clases) le hace caso a su maestro Samuel Johnson, y se limpia la cabeza de “tópicos seudointelectuales”. Así, vuelve a los libros de los que se vale para explicar “cómo leer y por qué” con igual entusiasmo que el que le asistía al leer de joven. “Lo triste de la lectura que se realiza por motivos profesionales es que sólo raras veces revive uno el placer de leer que sintió en su juventud”.
Bloom leía a Cervantes, a Dickens, a Dante, a Cervantes para conocer gente, aunque “el motivo más profundo y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil”. Mientras que Italo Calvino… He aquí el argumento del imprescindible autor de Por qué leer a los clásicos: “La única razón que se puede aducir [para explicar por qué hay que leer a los clásicos] es que leer a los clásicos es mejor que no leer a los clásicos”.
Y, puestos a seguir a Calvino, es mejor leerle a él y leer a Bloom que no leerles. En el caso de estos dos libros, porque si no los leen se perderían ustedes dos buenas ocasiones para saber qué no hay (todavía) en sus bibliotecas.


IMPRESCINDIBLES


Italo Calvino
Ovidio
Joanot Martorell
Voltaire
Dickens
Flaubert
Mark Twain
Jorge Luis Borges
Montale
Pasternak
Robert Louis Stevenson
Cesare Pavese 
Harold Bloom
Turguéniev
Chéjov
Maupassant
Thomas Mann
Nabokov
Twain 
Borges
Cervantes
Shakespeare
Dickinson
Emily Brontë
Henry James
Proust



El desorden de leer 2 / El canon personal de Caballero Bonald

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 El escritor José Manuel Caballero Bonald, en su casa de Madrid, en 2015.
José Manuel Caballero Bonald, en su casa de Madrid, en 2015. ALEJANDRO RUESGA


EL DESORDEN DE LEER 2

El canon personal de Caballero Bonald

‘Examen de ingenios’ y ‘Oficio de lector’ son vasos comunicantes, personajes y libros circulan juntos de la mano de un retratista (y autorretratista) formidable


Juan Cruz
25 de marzo de 2020

 
Dice José Manuel Caballero Bonald al principio de Oficio de lector (Seix Barral, 2013) que, a lo largo del tiempo, el gusto sucesivo arrincona lecturas que fueron preferidas, mientras que “libros que no merecieron ningún aprecio” terminan “redescubriéndose con alguna delectación. Tampoco es improbable”, continúa el maestro de Jerez, “que la natural movilidad de los hábitos selectivos de lectura motive que el canon personal de escritores verdaderamente duraderos acabe reducido a media docena de clásicos”.


El canon personal de Caballero Bonald


Después de ese libro Caballero Bonald publicó Examen de ingenios (2017) en la misma editorial. Este constituía una exhaustiva revisita suya a literatos o personajes de la vida cultural de las diversas generaciones del siglo XX, a los que frecuentó personalmente y leyó o trató de manera minuciosa. La combinación de ambos libros, uno de crítica (o como se le quiera llamar, pues él no se arroga “la ardua incumbencia del crítico”) y otro de retratos, conforma el perfil de una manera de ser, que es también una manera de leer, propia del autor de Ágata ojo de gato.

Lo que en estos libros sobresale de Caballero Bonald, uno de los más generosos literatos de la historia española del siglo XX, capaz de ayudar a todos los que han venido a su puerta, es la independencia radical de criterio, una forma insobornable de poner toda lectura al servicio soberano de su gusto y de no pedir jamás perdón por ello.

Uno y otro libro son un abundante, y movible, canon personal, que él desmenuza en Examen de ingenios para poner las cosas, y la historia, en su justo punto. Ya no son libros individuales, obras que son circunstancia en la trayectoria de los escritores, azar, por otra parte, del gusto del lector. Son exámenes de ingenios, de los que unos salen con heridas leves, otros quedan heridos gravemente y, finalmente, unos pocos salen confortados por la mirada del exigente maestro.
La exigencia del maestro jerezano está descrita en su consideración del más grande de cualquier canon. Miguel de Cervantes y sus atributos literarios le sirven para deslizar su modo de leer, su paradigma del gusto. La poesía, lo que de poesía hay en la escritura, le parece a Caballero Bonald la música insustituible de la literatura. Y Cervantes la tiene, en el Quijote y donde quiera que se le busque. Dice Caballero que “Cervantes es un gran poeta en prosa”, y que en función de ello su obra mayor merece ser considerada también, en partes significativas, el trabajo de un poeta.


El canon personal de Caballero Bonald


Examen de ingenios y Oficio de lector son vasos comunicantes, personajes y libros circulan juntos de la mano de un retratista (y autorretratista) formidable, que en los casos de sus contemporáneos (Aldecoa, Blas de Otero, José Hierro, Carlos Barral…, casi toda la nómina del siglo pasado) no son sólo tratados por sus virtudes literarias sino por sus prendas humanas, algunas de las cuales parecen verdaderamente andrajos. Como ya está felizmente casado (con Pepa Ramis, y desde varios siglos, como diría él), ni en aquel ni este libro se casa con nadie. Por eso, cuando salió Examen de ingenio, sobre todo, la cueva de egos en que se refugia la literatura española, o de cualquier sitio, se regocijó, se asombró o se sintió herida porque algunos de los popes saltaron del pedestal donde habían sido ensalzados (o arrinconados) por la pereza.
Volver a esos libros, un canon tan especial, tan exigente, tan divertido, además, garantiza el final de una época de legañas que de manera tan adusta y convencional ha convertido la literatura española en un mundo de buenos y malos que no eran tan buenos ni tan malos. Estaban, acaso, mal leídos o mal retratados, y Caballero Bonald vino a decir de cada uno de ellos, desde Azorín y Baroja a Juan Gelman y a Francisco Umbral, entre casi cuatrocientos, lo que había de grandioso, arenoso o deleznable en sus respectivas catedrales.


EXAMEN DE INGENIOS


Estos son algunos de los personajes, escritores o no, retratados por Caballero Bonald en Examen de ingenios.
Francisco Ayala
Jorge Luis Borges
Álvaro Cunqueiro
Rafael Alberti
La Niña de los Peines
Octavio Paz
Camilo José Cela
José Lezama Lima
Ángel González
Juan Marsé
Guillermo Cabrera Infante
Emilio Lledó
Rosa Chacel
Mario Vargas Llosa
Pepa Flores
EL PAÍS

El desorden de leer 3 / Alejandro Zambra / Salsa de tomate en mi ejemplar de ‘La montaña mágica’

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El escritor chileno Alejandro Zambra, el pasado mayo, en Barcelona.
Alejandro Zambra
Barcelona, 2020

EL DESORDEN DE LEER 3

Salsa de tomate en mi ejemplar de ‘La montaña mágica’

Descubrir o redescubrir 'No leer', del chileno Alejandro Zambra, procura un placer grande, picudo y redondo


JUAN CRUZ
1 DE ABRIL DE 2020

Qué placer tan grande, tan picudo y tan redondo, es leer, y aún más releer, pero nunca no leer, a Alejandro Zambra. Este libro, No leer (Anagrama, 2018; hubo ediciones anteriores, en Diego Portales y en Alpha Decay), prolonga desde dentro, como si fuera su diario de combate, su modo de tachar, como los surrealistas o los Beatles, todo aquello que fuera cursi o exagerado. En el prólogo él declara que muchas veces se pelearon con él poetas o narradores, por las críticas que aquí recoge en parte. Pero cuando se lee el libro se advierte, como si una navaja abriera el cerebro de los enfadados, que en los casos en que esos cabreos se produjeran quienes respiraron por la herida merecían, por lo menos, el silencio eterno. Pero ahí siguen, Zambra no los mató, sólo escribió de ellos, los puso de manifiesto.
Conocí a Zambra por culpa de un avión, el que venía de Santander a Madrid al principio del verano de 2006; acaba de salir a la calle Bonsái, una novela fulgurante que dura lo que un viaje de esa distancia. Me lo fue a llevar, desde la cola del avión hasta las medianías, la política y buena lectora que es Ana Pastor, ahora vicepresidenta del Congreso español. Vino veloz porque sentía que era urgente que, entre los habitantes del aéreo, al menos yo leyera esa obra de arte. Cuando descendí en Madrid yo era tan feliz de haber leído Bonsái que me dediqué, como si fuera su editor, que era ya desde entonces Jorge Herralde, a hacerlo saber a los cuatro vientos, entre ellos al viento del cine español. Éste no anduvo diestro y fue un chileno, Cristián Jiménez, el que más tarde la lanzó en celuloide. Esa experiencia de llevar su nombre en los títulos de una película, sin duda alegre para Zambra, es una de las mejores partes de este No leer, que es en efecto un libro en el que se hace crítica, incluso, de libros no leídos, o que el autor juró en su día no leer jamás.

No leer es una autobiografía de Alejandro Zambra mientras lee como si se desnudara. Él juega a veces con estas metáforas, pues leer es también vestirse con libros, o desvestirse de libros. Entre las ocurrencias que manifiesta haber tenido, por ejemplo, desliza su (supongo que cierta) iniciativa de hacer en Chile, su patria (cuya historia es, para él, “una novela triste”), “el primer Festival de la Novela Larga, que no llegó a realizarse pero que me parece una buena idea”. Una novela larga, apunta Zambra, es lo mejor que puede ocurrir cuando vienen las gripes, cuyo confinamiento pone a tu disposición, por ejemplo, tiempo para avanzar en una novela larga o lenta… “Por eso”, recuerda, “hay huellas de salsa de tomate en mi ejemplar de La montaña mágica”.
Todos estos textos fueron publicados en periódicos chilenos; el editor de muchos de ellos fue Andrés Braithwaite, que luchaba con Zambra para que no fuera excesivo o bruto, como sugiere Zambra que él mismo podía llegar a ser. Abarcan, suaves o demoledores, una larga lista de autores de su propio país; pero ningún texto, ninguno, renuncia a excursiones cosmopolitas que van de Jorge Luis Borges a Heinrich Böll, del que recoge un cuento maravilloso, el del hombre que colecciona silencios grabados distraídamente por técnicos de radio. Si yo ahora resumiera cualquiera de esos textos, es más, si les digo qué dice de los buenos o de los malos, de los leídos y de los que nunca leyó, ustedes se perderán una exploración que a mí me hizo tan pletórico que en algún momento sentí que si me daba fiebre sería de alegría por haber leído así a aquel Zambra que ya me había hecho hizo feliz volviendo en avión, otro confinamiento, desde Santander a Madrid una tarde de la que tengo ya el recuerdo.


El desorden de leer 4 / Vargas Llosa leyendo

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EL DESORDEN DE LEER 4

Vargas leyendo

'La verdad de las mentiras' no es un catálogo de sus conocimientos, sino de lo que aprendió leyendo a Thomas Mann, Ernest Hemingway, Vladimir Nabokov o Saul Bellow


Juan Cruz
7 de abril de 2020

Gente que quiera saber cómo lee Mario Vargas Llosa, o cómo empezó a leer y siguió leyendo, tuvo el último domingo 5 de abril una buena oportunidad si leyó el artículo que publicó en su Piedra de toque de EL PAÍS sobre el hermano Justiniano y su fértil iniciación a la lectura. Ese es un artículo delicioso, de sus mejores piezas de periodismo literario. Los que decidieron dejar de leer (o eso dijeron) a Vargas Llosa por, eso dicen, sus ideas políticas, se pierden ocasiones así, abundantes desde que empezó a compartir lo que iba leyendo. Uno de los libros en los que condensa su maestría de lector es La verdad de las mentiras, que con El pez en el agua forman parte de mi lista de preferencias de todo lo mucho que él ha escrito.
Antes, una pequeña crónica de Vargas leyendo. Los que lo hayan visto en los aviones sabrán que, físicamente, lo hace como si no hubiera mundo alrededor. Como le afecta el miedo al avión (como a su colega Gabriel García Márquez), se pertrecha con un libro abierto ante la ventanilla y así diluye por completo el paisaje del exterior. Se enfrasca, pues, aplicado como el buen estudiante que fue. Lleva un bolígrafo, siempre el mismo (¡mataría por ese bolígrafo!), y toma notas en una libretita. Su letra, como en las dedicatorias, es clara, como ya pensada, y rápida, lista para ser impresa. Su concentración es máxima, porque su memoria le ayuda, de modo que, años después de leído, es capaz de recitar párrafos de un libro como si acabara de terminarlo. Ha mantenido una costumbre que, sin duda, le ayudó, por ejemplo, a escribir La verdad de las mentiras: al final de cada ejemplar le pone nota a lo que acaba de leer. Así aprueba o suspende los libros, y escribe unos párrafos con su parecer.








Al final de cada ejemplar terminado, le pone nota a lo que acaba de leer. Así aprueba o suspende los libros, y escribe unos párrafos con su parecer

Como lector de avión tiene muchas anécdotas, pero hay una que ha contado varias veces, de modo que es pública. Al buen lector le interesa lo que el otro va leyendo. Así que, como cualquiera, él se fija en la lectura del pasajero de al lado. En un largo viaje transoceánico coincidió en el asiento de al lado con su colega Camilo José Cela. En el trayecto el gallego iba riendo a carcajadas mientras leía su ejemplar forrado. Vargas Llosa no podía adivinar ni título ni autor, hasta que Cela decidió ir al baño y dejó atrás el objeto de sus regocijos. Vargas Llosa supo entonces la razón de las carcajadas. Camilo José Cela iba leyendo Viaje al Pirineo de Lérida, de Camilo José Cela.
Una nota más sobre su curiosidad de lector esponja. En la última FIL de Guadalajara (México) coincidió con un amigo suyo en los desayunos del Hilton. Ese amigo (contó el propio Vargas en un artículo sobre las consecuencias literarias de ese encuentro) lo conminó a leer El encargo, el libro en el que el abogado Javier Melero cuenta su experiencia como defensor en el proceso del procés. Vargas Llosa agarró el libro con mucha reticencia. “Dudo que lo vaya a leer”. Esa misma noche lo empezó a leer. Su artículo sobre ese libro, las circunstancias de su lectura y su entusiasmo por los hallazgos casuales a los que está dispuesto señalan que aquel lector que se hizo con el hermano Justiniano no ha dimitido de su curiosidad sino que la ha acrecentado.
Una obra mayor de esa combinación de vocaciones que es su manera de afrontar los libros es La verdad de las mentiras, en el que visita libros que sirven para un confinamiento o para una alegría, y que él reconstruye, como lector, con la agilidad mental habitualmente pródiga en los lectores inteligentes. Es, en lengua española, el libro sobre libros que más he apreciado, porque es consecuencia del entusiasmo y no de la cicatería. No es una colección de lecciones sino una apuesta por cada una de las ficciones que aborda. No es un catálogo de sus conocimientos, sino de lo que aprendió, como lector, en los libros que aborda. Ahí están desde Thomas Mann a Ernest Hemingway, desde Vladimir Nabokov a Saul Bellow…
Aquí desarrolla Vargas Llosa su teoría, que es una práctica: escribir ficción es la libertad absoluta, el abrazo de los sueños, la aplicación constante, y exaltante, de la verdad de las mentiras. En su largo, y muy hermoso, ensayo sobre la narrativa de otro maestro de las ficciones, Juan Carlos Onetti, desarrolla esa inteligencia de darle a los sueños escritura para prolongar el placer de haber leído. Ese libro es la consecuencia de un hecho: Vargas Llosa es el escritor hispanoamericano que más ha leído a sus contemporáneos para, además, escribir sobre ellos. Sería imposible, por cierto, hallarlo en un avión leyendo un libro propio, no haría eso ni en peligro de muerte.















VERDADES DE LAS MENTIRAS


La muerte en Venecia Thomas Mann
Dublineses James Joyce
Santuario William Faulkner
El gran Gatsby Francis Scott Fitzgerald
Auto de fe Elías Canetti
El extranjero Albert Camus
No soy Stiller Max Frisch
El tambor de hojalata Günter Grass
El cuaderno dorado Doris Lessing
Opiniones de un payaso Heinrich Böll









El desorden de leer 5 / Richard Ford / Natalia Ginzburg / El retrato del escritor como amigo

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EL DESORDEN DE LEER 5

Retrato del escritor como un amigo

Richard Ford y Natalia Ginzburg firmaron sendos textos que se dan la mano, dos semblanzas excepcionales de dos grandes escritores del siglo XX: Raymond Carver y Cesare Pavese


JUAN CRUZ
14 de abril de 2020

Hay libros que uno adopta como si fueran amigos huérfanos. Ellos nacen, crecen, se reproducen, crean otros libros u otras referencias, y así pasan a ser nuevos para cualquiera que los lea. Pero cuando los descubres son libros singulares que no necesitan nada de ti, irán volando por las estanterías y llegarán a las manos de gente que, muy probablemente, los querrá igual que tu, o aún más, y harán de ellos una mejor lectura, un regocijo mayor, pues leer es regocijarse, como cuando te sientes contento del hijo (o del nieto) que, cómo no, te salió sabio.
En esa adopción del libro hay, por supuesto, una apropiación indebida, en la que yo he incurrido muchas veces. De manera muy destacada, con estos dos de cuya adopción voy a hacer propaganda. Son Flores en las grietas (Anagrama), de Richard Ford, y Las pequeñas virtudes (Acantilado), de Natalia Ginzburg. Los dos tienen sendos textos que se dan la mano y que realmente son los que me han llevado a recomendarlos, a regalarlos y a apreciarlos. Son los retratos realmente excepcionales, de belleza impar cada uno de ellos, de dos grandes escritores del siglo XX. Ford retrata el alma de Raymond Carver y Ginzburg llora, con palabras de admirable concisión, a su amigo Cesare Pavese. En este caso, solo la emoción elíptica de Natalia Ginzburg te lleva a la identidad de Pavese; ni la ciudad en la que vivió (Turín) ni su nombre propio aparecen en las páginas del texto, que titula, también elípticamente, Retrato de un amigo.


Hallé esta crónica casual, como si fuera de la presente grieta: “A menudo, un mal momento en el mundo es un buen momento para el arte”

Ambos libros están acompañados por otros textos sobre arte, ciudades, otras literaturas, pero esos dos textos brillan como cuadros pequeños en un enorme museo de obras desiguales (¡aquella luz de Luis Fernández, representando una vela sola, en un espacio diminuto!), pero debidas a la misma mano maestra. Flores en las grietas, por ejemplo, responde a la escritura exigente, absorbente, veloz, como de periodista en ruta, de Richard Ford. Donde quiera que amanezca tu mirada sobre el libro siempre hay, por prolongar su propia metáfora, una flor en cualquier grieta. Por ejemplo, para refrescar la memoria de mis numerosos subrayados, esta mañana de ya muy prolongado confinamiento, hallé esta crónica casual, como si fuera de la presente grieta: “A menudo, un mal momento en el mundo es un buen momento para el arte”. Lo dice en un contexto que le da sentido a su libro, como espacio de variadas lecturas. Ese texto se titula Qué escribimos, por qué lo escribimos y a quién le importa. En él Ford viaja por sus propias lecturas, gratas o desabridas (convendría subrayar, a mi parecer, su desdén por Bret Easton Ellis, cuyo American Psycho le merece este juicio: “Un libro que la gente quería más condenar y eliminar que leer pero que desapareció rápidamente no porque se lo eliminara sino porque la cultura lo trató por fin como un libro y no como un crimen de guerra”).
Donde el libro alcanza ese lugar de las flores, sin otra grieta que la misteriosa razón por la que en un momento determinado los dos se enemistaron, es en su larga descripción de sus años de fraternidad con Raymond Carver, El buen Raymond, como lo llama desde el título. Carver pasó a la historia por esa escritura desconchada, como si fuera un vómito de claroscuros que remitía a un hombre al que había que tratar con pinzas. “Le encantaba”, dice Ford, que se le recordara por esa “época desharrapada”, pero no es ese Carver el que prevaleció siempre ante su amigo.
Se conocieron cuando la suerte del buen Raymond estaba pasando “de no tan buena a muy buena”, pero de ambas suertes hubo en los años siguientes (desde 1977). En su escritura flotaba siempre “una densa sensación de lo nefasto”, y acaso si no existieran retratos como este esa sería, para los que solo lo hemos leído, el aroma roto tanto de su vida como de su escritura. Fue, dice Ford, “un amigo generoso”, que (enorme gesto en el oficio de ambos) lo recomendó a editores y a amigos. “Nunca (…) le oí una palabra de envidia por la buena fortuna ajena, desmerecer la gloria de nadie ni traicionar los sinceros esfuerzos propios o ajenos”. El buen Raymond.



Por recuerdos así he recomendado, y regalado, ese libro muchas veces desde que lo leí. Y por algo parecido, pero aún más hondo, como si fuera una caricia adusta de un corazón dolorido, regalé y recomendé ese hermosísimo Las pequeñas virtudes. Para llegar a esa flor civil, tan esencial, de tanta ternura sin empalago, hay que ir hasta la página 25 y detenerse. Detenerse a fondo, como si uno llegara a una ciudad insólita, llena de insólitos recuerdos luminosos sobre una frente sombría, la huella de un hombre que se ha suicidado. El viaje que hace Natalia Ginzburg empieza así: “La ciudad que amaba nuestro amigo sigue siendo la misma”. Es la lectura que sigue la que explica por qué aquel hombre, solitario, sobrio, modesto, generoso, desinteresado, trazó una línea en el suelo de su pueblo hasta el lugar, un hotel, en el que “quiso morir como un forastero”. Imaginó su muerte, la describió incluso.
Leer ahora ese texto de Natalia Ginzburg es como dar un abrazo a todos esos amigos a los que hemos perdido por el camino y en los que vimos, quizá, el aire que dejó tras de sí aquel hombre descrito por su amiga desde el herido silencio de la desgracia. El buen Cesare.


Álvaro Mutis / Mi verdadero encuentro con Aurelio Arturo

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Aurelio Arturo

Álvaro Mutis

MI VERDADERO ENCUENTRO 

CON AURELIO ARTURO
BIOGRAFÍA


    No recuerdo quién nos presentó. Tal vez fue Carlos Villar Borda o quizá Fernando Charry Lara. Recuerdo, sí, muy bien, la vez siguiente en que nos vimos. Me fue a saludar a mi oficina en el edificio en donde entonces estaba El Espectador. Y recuerdo también que, de nuevo, tornó a inquietar mi curiosidad su aspecto y sus maneras. No tenía Aurelio ninguno de los signos convencionales que en nuestra juventud admiramos como propios del poeta. Ni el engallado y envolvente entusiasmo de Carranza, ni el halo de silencio y distancia de Maya, ni la elegante bohemia de Ángel Montoya, ni, desde luego, el vikingo y picante colorido de León de Greiff, para referirme a los que solíamos ir a ver en las mesas del Café Asturias o del Molino y a quienes contemplábamos a distancia alelada mientras terminábamos la modesta cerveza o el ya abolido ¡helas!, sorbete de curaba. Recuerdo que el aspecto exterior de Aurelio y cierta reticencia de su trato personal me inhibieron para hablarle de literatura. Su corbatín, siempre en el clásico estampado “pays-ley”, sus trajes escogidos con cierta intención en donde la fantasía se hallaba gravemente encauzada por un vago dandismo del Harvard de los años veinte, su hablar apagado, casi monótono si no hubiera estado siempre al servicio de una como desdibujada ironía, su saber de las letras escanciado siempre con el dosificado entusiasmo de quien regresa de una experiencia con el escepticismo de los lúcidos, hicieron de mi trato con Aurelio una de las experiencias más gratificantes, tonificantes y exigentes de mis años de aprendizaje en las letras y en la vida.
    Nos veíamos con mucha frecuencia. Rota cierta prudente defensa que Aurelio sabía imponer a nuestros fervores literarios, tan efímeros a menudo, solíamos hablar larga y calurosamente de nuestras aficiones ya probadas por el tiempo y la relectura. Sana costumbre ésta que le debo precisamente a Aurelio. Sería tan larga la lista de los autores y libros que tienen para mí todavía, y tendrán siempre, el prestigio de haber sido indicados por Aurelio o haber corroborado con él mi entusiasmo. No solamente Eliot, Pound, Cecil Day Lewis o Hart Crane, sino también el Dickens de Barnaby Rudge ―aún escucho su risa gozadora cuando recordábamos al cuervo aquel que soltaba impertinencias desde el hombro del personaje principal de tan deliciosa obra― y de Great Expectations; Norman Douglas, los Garnett, Lytton Strachey y algunos otros miembros del grupo de Bloomsbury, Leon Paul Fargue y, obviamente, Milocz; las novelas policiacas de Dashiel Hammet, en fin, la lista se haría un tanto larga y demasiado personal por nostálgica y entrañable.

    Mi exilio en México suspendió nuestros encuentros mas no, desde luego, la amistad y cariño ya para entonces harto firmes. No hubo día en que no lo recordara en las páginas de un libro, en un rincón de Nueva Inglaterra, en ciertas tardes de lluvia cuando volvía a sus poemas como una manera de estar más cerca suyo, de dialogar de nuevo con quien fuera uno de mis mejores amigos de una Colombia, entonces lejana e imposible. Y aquí viene a cuento algo que me sucediera con la poesía de Aurelio Arturo y que quiero evocar ahora que ya no está con nosotros, a manera de homenaje al poeta y al amigo.

    Yo había leído Morada al sur y otros poemas, antes de conocerlo. Esa poesía me atrajo poderosamente por su ámbito de nostalgia y al mismo tiempo su rigor y transparencia; pero nunca fue, durante los años de nuestra amistad, la que más retuviera mi entusiasmo. Jamás hablé con él de sus poemas. No se prestaba a ello y evadía la menor alusión al asunto. En el exilio lo leía por un acto de afecto y una necesidad de diálogo, apreciaba de nuevo su condición marginal y su espléndida calidad, pero volvía de nuevo a mis poetas habituales extrañando a Aurelio y dejando su poesía en una penumbra de semiolvido.

    En uno de esos veranos que se instalan sobre México como un propósito deliberado de esta tierra de dioses sangrientos, de dar una lección a los hombres ajenos que la habitan ahora, resolví pasar un fin de semana en Tepoztlán al abrigo de los altos y frescos acantilados que la encierran misteriosamente. Llevé algunos libros de posible lectura. Entre ellos, vaya yo a saber debido a qué misteriosa señal secreta de mi inconsciente, estaba la edición de Morada al sur hecha por el Ministerio de Educación de Colombia: en Tepoztlán me sumergí en la delicia de ese ámbito de leve brisa que recorre como un pájaro ciego los altos farallones en donde pueden verse aún rastros de los toltecas y hasta una pirámide que se levanta en un lugar de imposible alcance, lo que suma aún más misterio al que su forma y su propósito ceremonial despiertan. La lectura se me hacía premiosa, difícil, esquiva. Ningún libro logró ganar mi curiosidad y alejarme del lugar que acaparaba toda la atención de mis sentidos y mi divagar sin pausa ni sosiego. Una tarde abrí el libro de Aurelio Arturo y empecé a leer sus poemas. Por una red de circunstancias que me niego a examinar, en ese instante las palabras de cada poema empezaron a decirme la plena y secreta hermosura de su designio, a mostrarme los más escondidos caminos que el poeta se propusiera recorrer en ese afán ciego y sin esperanza de crear para el hombre otros mundos y otros sueños que casi nunca merece. No recuerdo cuántas veces leí el breve libro. Lo que sí recuerdo muy bien es que durante un largo tiempo me fue imposible volver a ninguna otra poesía. Los poemas de Aurelio me acompañaban tan totalmente que no había cabida en mí para otras voces que no fuera la suya, para otra nostalgia sin salida que no fuera la de esas tierras del sur y esa infancia dichosa evocadas por él. Esta deslumbrada invasión de la poesía no me había ocurrido nunca antes ni creo que me ocurra ya jamás. Es un milagro que no puede repetirse.

    Regresé a Colombia. Torné a ver a Aurelio en mis esporádicas visitas a Bogotá. Hablamos de nuevo de nuestros asuntos, que nos habían esperado, intactos, durante diez años y nunca encontré palabras para contarle lo que me había sucedido con sus poemas. Siempre me proponía hacerlo en una ocasión más propicia y siempre había algo en él que me lo impedía. Ahora lo hago en la apresurada torpeza de estos recuerdos. Algo me dice que así ha sido mejor, que así lo hubiera querido el amigo y el poeta cuya ausencia empobrece mi vida para siempre.



 

William Ospina / Aurelio Arturo y la tierra que canta

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Aurelio Arturo



William Ospina

AURELIO ARTURO 

Y LA TIERRA QUE CANTA

BIOGRAFÍA


En una fábula de Borges, el rey pide al poeta unas palabras que no sean la descripción de la batalla sino la batalla. Y es el propio Borges quien nos dice que la diferencia entre el lenguaje verbal y la música está en que el lenguaje quiere expresar la tristeza o la alegría, pero la música es la tristeza y es la alegría. Tal vez la poesía sea ese soplo de inspiración misteriosa que hace que las palabras dejen de ser una alusión a la realidad, un modo de interrogarla o definirla, y se exalten mágicamente en esa realidad que están nombrando.
    Los países americanos de habla española vivieron durante siglos una dificultad casi inefable para que la lengua, llegada de tan lejos, expresara de un modo pleno el territorio. Pero ese fue su esfuerzo desde el comienzo, desde aquellas tardes del siglo XVI cuando Juan de Castellanos intentaba nombrar minuciosamente selvas y lagos, jaguares y anacondas, el salto venenoso de la rana escarlata y la dentellada del caimán en el flanco de la canoa. Esas crónicas tempranas ya vivían el anhelo de encontrar en la geografía ignota de America un hogar, una patria, y sólo así podemos entender la emoción de estas palabras de las “Elegías”: Tierra buena, tierra buena,/ tierra que pone fin a nuestra pena. Tardaría mucho en llegar esa alianza plena de la lengua con el mundo americano.

    Todo poeta hace sentir el amor por la tierra, pero en ningún poeta hispanoamericano que yo conozca se han fundido tanto una lengua y un territorio como en Aurelio Arturo, quien en la primera mitad del siglo XX vivió una de las aventuras más secretas y conmovedoras de la lengua castellana en América, y gracias a ella construyó con el lenguaje lo que él mismo llamaría su “Morada al Sur”.


    Ese era desde siempre un anhelo continental. Estaba en José Hernández y en Othón, en Bello y en Gutiérrez González. Y después de la aventura magnífica de los modernistas, que le dieron nueva gracia, elasticidad y eufonía a la lengua, pero que se proponían menos ser la voz de un territorio que el temblor de una época, algunos poetas de Hispanoamérica de los años treinta y cuarenta del siglo XX se propusieron tareas muy distintas por cierto de las que se trazaban los españoles de la generación del 27: los americanos necesitaban con urgencia que esa lengua tan nueva arraigara poderosamente en la tierra y la erigiera en morada. Así vimos aparecer a López Velarde en México, a César Vallejo en el Perú, a Carlos Mastronardi en Argentina, a Aurelio Arturo en Colombia y a Pablo Neruda en Chile.

    Otros poetas no lograron escapar de lo pintoresco y lo decorativo, otros están más centrados en sí mismos que en la tierra que nombran, hacen sentir con intensidad su yo desgarrado y alzan vuelo hacia territorios imaginarios. Pero la labor de estos poetas de la tierra: intensos, concentrados, lúcidos, modestos, fue fundamental para el reencuentro de la América hispánica con la complejidad de su territorio e inauguró una edad de asombros sólo comparable a la del primer descubrimiento, una edad que aún no termina.

    López Velarde está pensando amorosamente su tierra mexicana, (Suave patria, vendedora de chía/ quiero raptarte en la cuaresma opaca, / sobre un garañón, y con matraca, / y entre los tiros de la policía). “La suave patria” es el hermoso altar de la patria mestiza, que le debe por igual a la sensibilidad de Gutiérrez Nájera, a la pasión telúrica de Othón, a la elegancia helénica de Alfonso Reyes, y a la colorida imaginación de Diego Rivera. César Vallejo, (¿Qué estará haciendo a esta hora/ mi andina y dulce Rita de junco y capulí/ ahora que me asfixia Bizancio y que dormita/ la sangre, como flojo coñac, dentro de mí?) está impregnado hasta los húmeros del humus andino y, carcomido de nostalgia, deja oír en su voz, a veces hasta el desgarramiento verbal, esa doble frontera con la Francia surrealista y con el Perú prehispánico que hace que la lengua casi desespere de sí misma. Carlos Mastronardi nos dio en “Luz de Provincia” uno de los poemas más plenos de la lengua, (Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre,/ sus costas están solas y engendran el verano,/ quien mira es influido por un destino suave,/ cuando el aire anda en flores y el cielo es delicado…) y destila una voz amorosa y traviesa que se fusiona con la provincia de Entrerríos y con la Argentina toda, esquivando los énfasis de Almafuerte, las estampas de Carriego, el bordoneo de la estrofa gaucha, la orfebrería de Lugones y el peso de la biblioteca universal de su amigo y compañero de caminatas por las calles nocturnas, Jorge Luis Borges. Neruda es muchos poetas distintos, un poeta del amor, un poeta vanguardista, un poeta político, un poeta de la vida cotidiana y un poeta de la naturaleza, y en todos esos tonos renovó la música verbal, pero es esencialmente un poeta de la tierra y logra convertir a la lengua en expresión de su entrañable refugio chileno: (Todo lo que viví galopando en aquellas/ estaciones perdidas, el mundo de la lluvia/ en las ventanas, el puma en la intemperie/ rondando con dos puntas de fuego sanguinario./ Y el mar de los canales, entre túneles verdes/ de empapada hermosura, la soledad, el beso/ de la que amé más joven entre los avellanos,/ todo surgió de pronto cuando en la selva el grito/ del chucao cruzó con sus sílabas húmedas).

    De todos ellos tal vez Aurelio Arturo es el más secreto. No procuró jamás figurar como poeta, era cortés, silencioso, casi invisible. Ni siquiera parecía dedicarse a la poesía: era un abogado, un oscuro magistrado de tribunal, un periodista de ocasión, y en la soledad de su biblioteca un lector voraz, un apasionado de la antropología y la literatura, un lector de Dante y de Cervantes, de la poesía inglesa y francesa, un callado discípulo de T. S. Eliot y de Saint John Perse, de Neruda y de Wordsworth. Tal vez nadie como él encontró la perfecta fusión de la lengua y la tierra, ese recóndito manantial en donde las palabras atrapan el misterio profundo de la realidad y lo revelan en la alquimia irreductible de la poesía.

    Desde sus años tempranos en La Unión, Nariño, cerca de las cavernas de Berruecos, donde fueron asesinados en el siglo anterior el mariscal Antonio José de Sucre y el poeta Julio Arboleda, desde los primeros asombros en tierras de su padre, en su temprana relación con la naturaleza, con las nodrizas negras, con la música de su madre en el piano, que llenaba de ángeles de música toda la vieja casa, y su conocimiento de aquellos hombres que iban en ligeras canoas por los ríos salvajes, y la llegada de los libros que se abrían y se cerraban en los cuartos mientras la noche estrellada hervía afuera, todo en Aurelio Arturo era la búsqueda de un lenguaje que no fuera la descripción del mundo de su infancia sino ese mundo de la infancia ya condensado para siempre en la música.
    Es curioso que dos hombres, en los dos extremos de Colombia, Gabriel García Márquez y Aurelio Arturo, hayan sido capaces de construir con el recuerdo de su infancia un mundo de delirio y de fábula que nos parece más intenso y más bello que el mundo real. García Márquez condensó los mitos del Caribe, el hilo de la sangre del hijo que viaja por el pueblo buscando a su madre para darle la noticia de su muerte, la sensualidad perturbadora de esas mulatas cuya risa espanta a las palomas, la elocuencia de la lengua expresando el laberinto de las sangres, la sexualidad perturbadora y los destinos desmesurados del mestizaje americano. En Aurelio Arturo hablan los Andes: las montañas hechas de sueños, donde el verde es de todos los colores, los ríos impetuosos, el viento que viene vestido de follajes, el esfuerzo de unos linajes humanos por construir su morada en el corazón de la naturaleza. Hay que recordar que en las montañas de la región equinoccial de America mucho tiempo vivieron las familias en la soledad de los bosques, sumergidas en la naturaleza. Y también está en Arturo el modo como la lengua se agravaba de horror y de belleza en los relatos de los hijos de esclavos en los litorales del Pacífico.


    Leer a Aurelio Arturo es disfrutar del banquete infinito. Unos cuantos poemas, pero la lectura no se acaba jamás. Siempre es nuevo y siempre nos revela otras cosas. Cada vez que Arturo pone una palabra junto a otra ocurre un hecho no sólo en el lector sino en el mundo: se abren regiones, posibilidades desconocidas para la acción y para la conciencia. Otro poeta nos diría que el canto del pájaro tiene un sonido líquido, Arturo nos dice: Un pájaro de aire y en su garganta un agua pura. Un ensayista nos hablaría de la extraña contradicción de que la naturaleza, lo más antiguo, nos parece cada día lo más reciente. Arturo condensa así el asombro: Hace siglos la luz es siempre nueva. Otro nos diría que hay una suave tristeza de cosas perdidas en todo atardecer, Arturo escribe: Caen ya las primeras lágrimas de la noche. Y voluntariamente hablo de uno de sus poemas casi marginales, que no formaba parte original del río espléndido que es su libro “Morada al sur”, donde están algunos de los poemas más bellos de la lengua española.


    No es sorprendente que este libro sea el único que publicó. Permanecemos más tiempo leyendo los treinta poemas de Aurelio Arturo que los muchos de otros autores, porque en cada verso hay materia para continuas emociones y pensamientos. En estos versos densos y delicados, lo que la mente no entiende siempre lo entiende el corazón. Ignoramos qué signifique: Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro, la sensibilidad lo hospeda con emoción y con gratitud. A veces el tesoro está en la armonía verbal y en la construcción de atmósferas ineluctables: Te hablo de días circuidos por los más finos árboles./ Te hablo de las vastas noches alumbradas/ por una estrella de menta que enciende toda sangre. Recuerdo que un día Estanislao Zuleta me dijo, a propósito de estos versos: “solo un poeta es capaz de juntar lo mas lejano, que es una estrella, con lo mas cercano, que es un sabor”.

    Aurelio Arturo logró en pocos versos muchos milagros, y es justo declarar que sabía muy bien lo que buscaba y lo que hacía. Pues lo que conquistó es lo que declara con nitidez en su poema sobre la Palabra: Y cuando es alegría y angustia/ y los vastos cielos y el verde follaje/ y la tierra que canta/ entonces ese vuelo de palabras/ es la poesía/ puede ser la poesía.







    

El desorden de leer 6 / Sartre y el gran sol fúnebre de la gloria

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El escritor Jean-Paul Sartre, en una terraza del barrio parisiense de Montparnasse, en 1966.
Jean-Paul Sartre, en una terraza del barrio parisiense de Montparnasse, en 1966. 


EL DESORDEN DE LEER 6 Sartre

y el gran sol

fúnebre

de la gloria


La posteridad es esquiva con el autor de la 'La náusea' como lo fue con Camus, por ser incapaces de sintonizar con los que ajustician o perdonan


Juan Cruz
21 de abril de 2020


No, no ha tenido Jean-Paul Sartre “una posteridad amable”, y no la tendrá porque los clarines que ajustician o perdonan están apagados para él, en las librerías y en los periódicos. A Sartre hoy se ha acercado la muy amable, y profunda, pluma de Marc Bassets en EL PAÍS para decir precisamente eso, que a los cuarenta años de su muerte la posteridad sigue siendo esquiva con el autor de La náusea.
Es una injusticia como la que ocurrió con Albert Camus, por cierto. El autor de El extranjero, por razones inversas por las que luego se ha sepultado dos veces a Sartre, estaba silenciado para la historia de la literatura porque, a principios de los noventa, seguía sin sintonizar con los que ajustician o perdonan y permanecía ausente de las estanterías y de la cita intelectual o periodística. En 1993, por ejemplo, permanecía sin ser reeditado en España, arrinconado en la zona sin fondo de la época, aún dominada por el lugar común de buenos y malos a los que nos condenó aquella parte del siglo XX. En aquel entonces un buen editor generoso y culto, Rafael Martínez Alés (al frente entonces de Alianza), le encargó a otro editor, entonces en proceso de retirada, José María Guelbenzu, que preparara a Camus para salir de nuevo al campo. No fue tan solo eso, naturalmente, lo que hizo que Camus abandonara la sombra, pero sí contribuyó en gran medida a que ese extranjero en cualquier parte pasara a formar parte de la patria intelectual, literaria e incluso política del futuro.
Mientras tanto, la estrella de Sartre contradecía sus propias ambiciones, pues, como había escrito en un impresionante pasaje de Las palabras, él se figuraba, ya muerto, “bajo el sol fúnebre de la gloria”. Esa gloria lo acompañó hasta la hora de su despedida, tan potente en París, recoge Bassets en su crónica de hoy, como la que le dijo adiós a Victor Hugo. A lo largo de las décadas fue pregonado (por varias generaciones) como el gurú de los sucesivos tiempos. Su enorme erudición enciclopédica le sirvió para desentrañar las sombras del pensamiento pasado, y él se empeñó en crear su propia idea de la vida y de la creación literaria. Mezclado con su arrogancia intelectual y personal, asistido de una corte infinita de aduladores fanáticos, entre los que hubiera estado cualquiera de los que nos formamos en sus mejores tiempos, fue luego olvidado, antes incluso de su muerte, como un juguete roto, como una triste sombra de la inteligencia.
Si se lee hoy Las palabras, publicada en 1964, cuando él ya había publicado muchos de sus libros y, sobre todo, La náusea, se podría deducir que el filósofo literato de aquel entonces ya vio lo que se le venía encima cuando la gloria fuera tan solo, como él mismo escribió, un resplandor fúnebre. Ese es un libro extraordinario, lleno de humor y de lecturas. Ahí se muestra como un deudor de Víctor Hugo, precisamente, y de Flaubert, un hombre que aspira, además, a emularlos y a superarlos, aunque sabe, como escribe, que el futuro que él ya no controlará lo hará, en efecto, “un relámpago borrado por las tinieblas”.
El libro es un placer lleno de placeres. Es una descripción de varios amores, al abuelo, a la madre, que lo hicieron escritor, a la amistad y, en definitiva, al amor imposible y a la finitud. Es un libro lleno también de la arrogancia sartriana (la arrogancia y lo contrario, hay una autodestrucción latente, un espejo permanentemente roto o a punto de ser destruido), en la que no falta la autocomplacencia: “A los treinta años logré el estupendo hecho de escribir en La Náusea —se me puede creer que muy sinceramente—la existencia injustificada, salobre, de mis congéneres y de poner a la mía fuera de causa”. Ese Sartre que parecía dos a la vez, uno de los cuales renegaba del otro, escribía sobre el pasado anticipando esa posteridad sin lustre que le esperaba: “Engañado hasta los huesos y confundido, escribía alegremente sobre nuestra desgraciada condición. Era dogmático y dudaba de todo, excepto de ser el elegido de la duda: restablecía con una mano lo que destruía con la otra y tenía a la inquietud por la garantía de mi seguridad: era feliz”.
Fue, en ese momento de su gloria, cuando el espejo le devolvió el momento en que descubrió su fealdad y, a los siete años, se sentía como un muchacho que no tuviera billete para el viaje que le aconsejaban emprender. Le habían dicho en la casa que sería un escritor. En ese viaje estaba, en 1964, cuando descubrió que volvía a ser aquel niño y que la pared volvía a ser tan alta como su inseguridad. Abrumado por los fantasmas que en la niñez lo educaban para ser el dueño del mundo, se mostraba molesto con “mi notoriedad actual”. “No es la gloria”, decía, “ya que vivo, y esto basta sin embargo para desmentir mis viejos sueños, ¿o será que los sigo alimentando secretamente? Del todo, no”. La muerte siempre dictándole la solución, la desaparición tras el gran sol fúnebre de la gloria…
El tormento del presente era la señal del luto del futuro. “Ya que he perdido la posibilidad de morir desconocido, me enorgullezco a veces de vivir mal conocido”. Estas frases finales de su impresionante autobiografía, cubierto el tránsito de su descubrimiento de las palabras, son el epitafio anticipado de lo que luego la posteridad le daría: “Nunca he creído ser el feliz propietario de un talento; [de] lo único que se trataba era de salvarme —nada en las manos, nada en los bolsillos— por el trabajo y la fe. (…) Si coloco a la imposible Salvación en el almacén de los accesorios, ¿qué queda? Todo un hombre, hecho de todos los hombres y que vale lo que todos y lo que cualquiera de ellos”.
En algún momento, en Las palabras, Sartre dice: “A mi no me duran los rencores y confieso todo, complacientemente; estoy muy bien dotado para la autocrítica a condición de que no pretendan imponérmela. Han molestado mucho, en 1936 y en 1945, al personaje que tenía mi nombre; ¿qué tengo yo que ver con eso? Las afrentas recibidas las cargo en su débito: ese imbécil ni siquiera sabía hacerse respetar”. La posteridad es esquiva desde que amanece en la tumba oscura. Si este libro se releyera habría, al lado del “sol fúnebre de la gloria”, el sonido de aquellos pájaros junto a los que, en la niñez, le empezaron a decir que los libros iban a ser su felicidad y su destino. Luego sólo tuvo destino, y de momento este, como sugiere Marc Bassets en EL PAÍS, cuarenta años después de la muerte de Sartre, le ha deparado al filósofo inseguro y feo una implacable posteridad.

El desorden de leer 7 / Llamazares, contra la corriente

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Julio Llamazares
Julio Llamazares, 1998. 

EL DESORDEN DE LEER  7

Llamazares, contra la corriente del río

El éxito de 'La lluvia amarilla' fue inversamente proporcional a la nula pretensión de llegar a nada del escritor leonés, en un periodo en que la palabra 'triunfo' entraba como una pasión enfermiza en la literatura española


Juan Cruz
28 de abril de 2020

Si se hubiera llamado en inglés, por ejemplo, o en alemán, Julio Llamazares tendría altares más altos… en España. Pero él no ha buscado altares, siempre ha ido en contra de la corriente del río. Por eso se atrevió a escribir, por ejemplo, La lluvia amarilla, este libro que, leído ahora, tiene la misma y radical voluntad de poesía con la que arañan la tierra, y lo que hay debajo de la tierra, aquellos capaces de combinar música y rabia, ambición de decir y experiencia, metáfora y niebla, el silencio, en fin, que tiene el aire de las ruinas.
La lluvia amarilla apareció en 1989, cuando Llamazares tenía 33 años. Ahora, el 28 de marzo, acaba de cumplir 65. Tras aquel éxito que sigue siendo materia escolar y, también, parte de la mejor memoria literaria y poética de la segunda parte del siglo XX, su empeñó se desquitó de las alegorías falsas del triunfo y de otros oficios propios del envanecimiento. Con la constancia con que otros, a los que él sigue viendo, cultivan la tierra, él nunca dejó los territorios de los que viene, y a los que vuelve no sólo en épocas de ocio o alejamiento.
Como perdió la tierra natal, Vegamián, en León, sepultada por un aluvión industrial de agua, rehízo en otro sitio, también existente y ya perdido, Ainielle, el ámbito de su metáfora, la España desdeñada. La lluvia amarilla nació de la contemplación de ese espectro y se convirtió, cuando de la España vaciada sólo sabían quienes sufrían el desdén político de la geografía, en el símbolo mayor de la desertización interior del país.
Es difícil encontrar, en el pasado de los libros y también en su presente, un monumento igual a la palabra al servicio de la música y, a la vez, a la voluntad de silencio que habita en esos pueblos y en esas almas. Ahí está, como un antecedente ilustre, de silencio y música, Ágata ojo de gato, de Caballero Bonald, o, más cerca, En salvaje compañía, de Manuel Rivas, y otros hay, claro, pero de barro y de palabra esos tres son referencias que si no las digo me enveneno de mentira. De vez en cuando en La lluvia amarilla se oye un sonido mayor, un ruido, pero todo lo que sucede parece provenir de un susurro de la tierra y del hombre muriéndose. Leer este libro, pues, es tocar un hombre, y nadie podría decir que, aunque la metáfora sea tan extrema, ese hombre no sea el autor, impulsado por lo que de realidad tienen los fantasmas que lo impulsan a recorrer la tierra que ha perdido.
El éxito de este libro fue inversamente proporcional a la nula pretensión de llegar a nada que ha adornado a su autor toda su vida. En el periodo en que la palabra triunfo entraba como una pasión enfermiza en la literatura española, La lluvia amarilla se abrió paso en las estanterías con la lentitud con la que el propio Llamazares abordó ese y sus restantes libros, e incluso su propio paso físico sobre la misma tierra. Tanto quiso distanciarse del éxito como modo de conducta que, cuando más maduro podría estar su modo de decir, decidió adentrarse en la España de las catedrales para escribir, tras ese viaje al centro del espíritu monumental y religioso del país, dos volúmenes que ahora se tienen como ejemplar reportaje, literario y poético, de lo que este país es por dentro. Las catedrales. Ainielle y las catedrales. Dos realidades del mismo país, dos oraciones de la difícil sintaxis de la misma historia.


La lluvia amarilla es también un reportaje, porque todo lo que dice puede ser atribuido a alguien que se pasea por las ruinas de su memoria

Dos encuentros, pues, de Llamazares con la historia que lo sustenta. En ese sentido, aunque sea ficción (y él lo declara nada más abrir el libro), La lluvia amarilla es también un reportaje, porque todo lo que dice (en un caso, la crónica de la última temporada de un hombre en el infierno de la soledad; en el otro, la lucha del hombre por estar cerca del cielo) puede ser atribuido a alguien que se pasea por las ruinas en las que vive su memoria o por la grandeza de la ambición de quien quiere arañar el paraíso que pregona el firmamento.
El protagonista de La lluvia amarilla, el hijo huidizo, la mujer enajenada, la perra, los fantasmas que vienen a verle en la cocina, junto al lecho, y que se adentran en su propio progreso de locura, son personas y hechos que infunden en el ánimo del lector la sensación de que él mismo es el que se halla “erguido aún, a duras penas, sobre la podredumbre de la hiedra y el olvido, y, luego, al fondo, recortándose en el cielo, el perfil melancólico de Ainielle: ya frente a ellos, muy cercano, mirándoles fijamente desde los ojos huecos de sus ventanas”.
Los que tenemos la quizá funesta, pero inevitable, manía de subrayar lo escrito podríamos acabar subrayando todo el libro, y podría decir que no sólo línea a línea sino verso a verso, pues todas las páginas están hechas como si este hombre, Julio Llamazares, se hubiera sentado al borde del Ainielle en ruinas y estuviera contemplando, también, las habitaciones vacías, ya telúricas y fantasmales, del Vegamián que ya no pueden pisar los pies con los que más tarde transitó por la geografía extraña, tan pétreas, tan imperecederas, de las catedrales.
Leída cuando el mundo aún proporcionaba cumpleaños felices, releída ahora en los mediodías de las alegorías del confinamiento, La lluvia amarilla sugiere el aliento de una llamada de socorro de una tierra que ya ha decidido que no quiere salvarse. Releerla es habitar de nuevo una realidad cuyos fantasmas es posible que ya seamos nosotros mismos.
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