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El oficio de vivir / El diario íntimo de Cesare Pavese

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“El oficio de vivir”: el diario íntimo de Cesare Pavese

Carlos Javier González Serrano 
6 de diciembre de 2015

PaveseLiterato convencido, filósofo ocasional, genio prematuro, víctima de una personalidad –que fue también su verdugo– tan oscura como esclarecedora, Cesare Pavese nace en Santo Stefano de Belbo en 1908. En 1950, con apenas cuarenta y dos años, decide quitarse la vida en la ciudad de Turín, una vida a la que desde muy joven consideró un “vicio absurdo”.
Sin duda, Pavese fue una de las plumas más privilegiadas del siglo XX, cuya imparable actividad cultural y humanística le convirtió no sólo en escritor de novelas (quizás su faceta más conocida), sino también en traductor de autores de la talla de Melville, Dickens, Joyce o Hesíodo, e incluso, en dramaturgo, poeta y filósofo. Vertientes distintas todas ellas, pero comunes en un sentido muy determinado, a su juicio: y es que tanto la literatura novelística, la poesía, la dramaturgia, la traducción o la filosofía son producidas por el “ansia de realidades espirituales desconocidas, presentidas como posibles”.
Producto de su ahínco por desentrañar los más hondos secretos de una vida que desde muy joven se le hizo muy cuesta arriba, redacta uno de los textos autobiográficos más imponentes de la historia de la literatura, El oficio de vivir (Il mestiere di vivere), que podemos leer, disfrutar y estudiar en español a través de la laudable traducción de Ángel Crespo en Seix Barral, que se corresponde con la primera edición original en italiano, publicada originariamente en 1990 en la editorial Einaudi.
El oficio de vivir abarca un amplio arco temporal: desde el 6 de octubre de 1935 (cuando Pavese sobrepasaba apenas los 27 años y comenzaba a ser plenamente consciente no sólo de su vocación artística, sino de la radicalidad de algunos de los problemas existenciales que llevaba arrastrando durante algunos años) hasta el 18 de agosto de 1950, nueve días antes de quitarse la vida. Tres lustros, por tanto, en los que asistimos como privilegiados espectadores al taller de trabajo de Pavese, en el que no faltarán las –escasas– alegrías o –insuficientes– satisfacciones, tampoco los –amargos y numerosos– sinsabores, las –constantes– angustias y el –omnipresente– terror sobre la veleidad de cuanto existe. Si bien Pavese realiza todo tipo de digresiones (a modo de ensayo, de breves e incipientes investigaciones) sobre muy diversos temas, son los avatares de su vida personal y más íntima los que sin duda cobran más relevancia a lo largo de El oficio de vivir.
Pavese pipa
Un título que, de por sí, ya despierta nuestro interés. Referirse a la vida, la propia y la ajena, como un “oficio” por cumplir, es síntoma de un ánimo aletargado, apesadumbrado bajo la permanente obligación de llevar a cabo ese mismo oficio, esa tarea, esa ímproba imposición. El propio Pavese escribe: “Sufrir, sufrir, sufrir. ¿Y por qué? La vida, yo no la he pedido”. O en otra anotación: “Es mi alma: no puedo hacer nada por levantarla de su postración enferma de sueño […] [S]iento una zozobra resignada y triste, el destino más secreto e inexorable de mi vida […]. [S]ólo estoy cansado, horriblemente cansado”. Un cansancio que tiene que ver, por otro lado, con una inacabable dilación, relacionada con la llegada de lo Absoluto, de lo no fragmentario, de lo Uno en lo que no sea posible verse desamparado, triste, desgajado, incompleto. Pero, por esa misma razón, suspira Pavese, “mi corazón está anhelante de espera, tan anhelante que está cansado, cansado”. Sentimientos que en mucho se asemejan a los expresados por otra de las lumbreras del pasado siglo, Fernando Pessoa: “Llevo conmigo la conciencia de la derrota como un pendón de victoria.”. Así, escribe Pavese:
Pero no es la vida lo que juzgo, es a mí mismo. Yo sé, por convicción, por certeza matemática que ninguna alma puede cambiar de naturaleza y tal como uno ha nacido, así se arrastra hasta la tumba. Nadie puede huir de sí mismo. Si audaz, audaz; si débil, débil. Y yo siempre, en todas las cosas, yo estoy condenado a buscar así el sufrimiento. Es mi miseria, ser tan débil y tan cobarde.
El oficio de vivir PaveseEn El oficio de vivir Pavese realiza lo que él denomina un completo “examen de conciencia”, pues “cuando un hombre se encuentra en mi estado” no le queda otra opción que intentar desenterrar los motivos que le hacen hundirse de continuo. En esta tierra de traiciones y capítulos efímeros de felicidad nada se puede sentir sin que haya que pagarlo. Sólo una conclusión cabe, en este sentido: vivir trágicamente, bajo la espada de Damocles del deseo a la autodestrucción. Como ya dejara escrito el filósofo y poeta Philipp Mainländer en sus poemas, “el hilo de la vida está dañado” desde su mismo comienzo.
Por eso Pavese considera el suicidio no un hacer, sino un padecer: “el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente, anonadadamente”. El único aprendizaje real que cabe en el mundo es el proveniente de dirigir nuestra mirada hacia el abismo, observarlo, medirlo, sondarlo y, finalmente, descender a él.
La vida, de este modo, constituye a ojos de nuestro protagonista un eterno error que adornamos de maneras muy variadas: “Se descubre así que en la vida casi todo es pasatiempo”, “que lo real es una reclusión donde se vegeta y siempre se vegetará, y que todo lo demás, el pensamiento, la acción, es pasatiempo, tanto dentro como fuera”. El suicida asediado por estos pensamientos no siente culpa por la propia vida, sino por tener pensamientos suicidas y no cometerlos, pues “nada es más abyecto que el estado de desintegración moral que comporta la idea –la costumbre de la idea– del suicidio. Responsabilidad, conciencia, fuerza, todo flota a la deriva en ese mar muerto, y se hunde y sube a flote, para ludibrio de todos los estímulos”. Y es que “la gran, la tremenda verdad es ésta: sufrir no sirve para nada“.
Todos los hombres tienen un cáncer que les roe, un excremento cotidiano, un mal a plazos: su insatisfacción; el punto de choque entre su ser real, esquelético, y la infinita complejidad de la vida. Y todos, antes o después, se dan cuenta. De cada uno habrá que indagar, imaginar el lento darse cuenta o el fulminante intuir. […] Contemplar sin pausa este horror: lo que ha sido, será.
Cesare Pavese
“Lo trágico de la vida es que bien y mal son la misma materia de acción –acción– solamente, colorada de maneras opuestas”.
Aunque la oscuridad no es absoluta, como ya adujo Lucrecio en su De rerum natura: nos constituimos como seres errantes, portadores de una mínima luz que intenta iluminar las vastas tinieblas que rodean cada vértice de la existencia. Esa luz supone, a la vez, una esperanza y una condena. Una esperanza porque esa misma luz hace posible el perdón (“El arte de vivir es el arte de saber creerse las mentiras”) y, en ocasiones, un particular olvido de la reinante vacuidad, que nos permite pensar que es posible comenzar de nuevo, reemprender la tarea de vivir, este fastidioso oficio que es la vida: “La única alegría del mundo –escribe Pavese– es comenzar. Es bello vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante. Cuando falta este sentimiento –prisión, enfermedad, costumbre, estupidez–, querríamos morirnos”. Aunque también es condena, como apuntábamos, en tanto que la consciencia del comienzo queda trasnochada muy rápidamente por la certeza del dolor y de su gratuidad, de su estupidez: “Olvidas siempre que has nacido esclavo. Te parece siempre que sufres injusticias. ¿Pero puede un esclavo sufrir injusticias?”.
cesare-paveseEn un camino muy similar al trazado por Nietzsche en su Zaratustra, cuando el filósofo alemán se refiere a saber poner fin a la propia vida en el momento adecuado, Pavese asegura que, si bien no puede dejar de temblar ante la idea de la muerte, de un fin que vendrá irremediablemente, infalible y silencioso, tan natural como el caer de la lluvia, no quiere, sin embargo, resignarse a tal fatalidad: “¿por qué no se busca la muerte voluntaria, que sea una afirmación de libre elección, que exprese algo, en vez de dejarse morir? ¿Por qué? […] Llegará el día de la muerte natural. Y habremos perdido la gran ocasión de realizar por una razón el acto más importante de nuestra vida”. Así, en El caminante y su sombra (§ 185) asegura Nietzsche que “La muerte natural es la muerte independiente de toda voluntad, la muerte propiamente irracional. […] Fuera de la religión, la muerte natural no tiene nada de gloriosa. Adoptar una sabia postura ante la muerte es algo que pertenece a la moral que hoy nos parece inalcanzable e inmoral [la moral del superhombre], pero cuya aurora nos ha de producir un goce indescriptible”. O también en El crepúsculo de los ídolos (§ 36), donde leemos: “La muerte elegida libremente, la muerte realizada a tiempo, con lucidez y alegría, entre hijos y testigos; de modo que aún resulte posible una despedida real, a la que asista todavía aquel que se despide, así como una tasación real de lo conseguido y querido, una suma de la vida”.
En El oficio de vivir asistimos al despliegue biográfico completo de Pavese, en el que, libre y conscientemente, elige la vía del (aparente) no ser, teniendo en cuenta que el sufrimiento se convierte en el autor italiano en un camino no sólo de afectación, sino también y sobre todo de conocimiento, pues todo sufrir que “no sea conjuntamente conocimiento es inútil […]. Contemplar hasta el último momento sin pestañear es aún el sistema más práctico“. “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”: de esta manera finaliza Pavese su diario, uno de los documentos más bellos y prístinos de la historia de la literatura.
No nos matamos por el amor de una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, miseria, indefensión, nada.




Héctor Abad Faciolince / 'Tengo derecho a hablar mal de mí'

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Héctor Abad
Foto de JORGE PANCHOAGA

Héctor Abad Faciolince:

'Tengo derecho a hablar mal de mí'

¿Qué sentía y qué temía el escritor antes de su obra cumbre? Sus diarios personales lo revelan.
Liliana Martínez Polo
5 de enero de 2020

La vida literaria de Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) podría dividirse en antes y después de 'El olvido que seremos', la novela que publicó en el 2006, basada en la vida de su padre asesinado hace 25 años. Aunque ya era reconocido, con este libro el público se rindió a sus letras.

Ahora, en el abultado volumen de 'Lo que fue presente', Abad Faciolince recoge sus diarios íntimos –con los pensamientos, encrucijadas amorosas e inseguridades–, que dan cuenta del antes de su obra cumbre. Son las notas que tomó desde los 27 años, en 1985, cuando dudaba de su vocación , hasta la víspera de la salida al mercado de 'El olvido que seremos'.

Los diarios ahora encabezan listados de ventas, pero su publicación trajo para el autor algunos temores previos:
“El temor más grande era publicar la intimidad de otras personas -dijo Abad Faciolince en entrevista por escrito con EL TIEMPO-. Tengo derecho a hablar mal de mí, a contar lo que hice y dejé de hacer, pero no a decir que esto me pasó con tal mujer o con tal amigo. Hubo casos en que pedí permiso y fui autorizado a revelar detalles privados; hubo personas que me dijeron: ‘No me importa’. Otras me dijeron: ‘No quiero estar ahí’. Dependiendo de los casos, corté episodios, cambié nombres, circunstancias y pormenores para que ciertas personas no fueran fácilmente identificables”.

“También me angustiaba la reacción de mi familia. Pero ellos saben todo lo que los quiero y no les consulté ni les pedí permiso. Lo bueno de la familia mía es que es incondicional y ellos me sabrán perdonar. En cuanto a mis hijos, la angustia mayor, me dijeron: “Publícalos tranquilo, que nosotros no los vamos a leer”.
Tuve la tentación de mejorar a veces la escritura, pero me pareció que era falsear los diarios.


¿Se sorprendió al releer lo que escribía siendo más joven?
No me gusta releer lo que escribo. En el diario se cita una frase de Clarice Lispector, dura, pero cierta: “Releer lo que uno ha escrito es como comerse el propio vómito”.

Al copiar estos diarios me di cuenta de la medida de mis olvidos; hay cosas que sé que viví simplemente porque están escritas, no porque las recuerde. Supongo que hay olvidos voluntarios. Se me han olvidado pedazos feos, también cosas alegres y bonitas. Yo no releía, salvo que quisiera buscar algo concreto. Siempre he vivido el presente. Me interesa el pasado solo en cuanto fue presente, y por lo que de él se proyecte hacia el futuro.





Libro: Lo que fue presente



En la introducción aclara que hay aspectos de su vida quedan por fuera en el ejercicio de hacer diarios. ¿Le habría gustado complementar la historia?

Me hubiera gustado, pero sería imposible. Los diarios tienen un nivel de precisión y de detalle que la memoria (mi memoria) no tiene. Así que llenar los vacíos, contar los días o los períodos en que tuve una vida muy feliz (y estoy casi seguro de haberlos tenido) con un esfuerzo de la memoria, sería más bien inventar, escribir una novela, pura ficción, alegrías imaginarias.
Madurar, creo, es irse liberando de uno mismo y empezar a ocuparse con más interés e intensidad de los otros y del mundo.
¿Cuál fue el criterio de edición?

En la medida de lo posible, lo dejé tal cual. Corregí errores de ortografía, de gramática o de puntuación. Tampoco dejé repeticiones faltas de lógica. Tuve la tentación de mejorar a veces la escritura, el estilo, pero me pareció que era falsear los diarios: en ellos debía verse cómo evoluciona la forma de escribir de alguien que aspira, precisamente a dedicar la vida a ese arte, a ese oficio. Lo que sí tuvimos que hacer -entre los editores, algunos amigos y yo- fue recortar mucho. Si este libro tiene 600 páginas, el archivo de todo lo transcrito tenía el doble de palabras.

La edición consistió sobre todo en recortar. De algún modo he sido un grafómano y un obsesivo. Pusimos los diarios a dieta. y recortamos más que nada las repeticiones, porque los pensamientos y la vida se repiten, y más en un neurótico.
¿En algún momento pensó en convertir los diarios en un libro de memorias?

Yo llevaba diarios porque desde siempre he sabido que tengo una memoria muy frágil.

Si algo quería recordar, tenía que apuntarlo. Por eso nunca podría escribir memorias. Lo único que pude hacer fue transcribir los diarios, eso que se escribió siempre en caliente, desde hace muchos años, casi 35.

Y es verdad que los diarios van cambiando a medida que pasa el tiempo. Al principio soy un joven más melancólico y más angustiado, inseguro, quizá por eso más centrado en su propia insatisfacción. Madurar, creo, es irse liberando de uno mismo y empezar a ocuparse con más interés e intensidad de los otros y del mundo. Cambia la persona, cambia la escritura, cambia el ritmo. 
¿Qué evaluación hizo de percibir esa evolución convertida en un libro?

Prefiero al tipo que escribe al final. Al joven del principio le tengo cierta simpatía porque me da casi pesar de él. Es un pobre angustiado que se da látigo todo el tiempo. Un joven muy católico todavía, muy inhibido. Las mismas relaciones con las mujeres de quienes me enamoré y fueron importantes en mi vida, me fueron transformando y madurando. No es tan raro que los hombres maduremos despacio, mucho más que las mujeres. Yo vine a madurar muy tarde, creo que casi llegando a los 40. Antes solo era un costal de remordimientos y de inseguridad. Tal vez madurar sea un trabajo de toda la vida. Y cuando al fin uno madura, se muere.
El diario termina cuando está a punto de su gran éxito literario: 'El olvido que seremos'. Sorprende ver las veces que temió no alcanzar ese sueño. ¿Qué le dio impulso para no detenerse?

Lo que me ha dado la confianza en publicar las páginas que he escrito es la confianza que mi padre tenía en mí. A él le gustaban hasta los garabatos y las historias inconexas, los malos poemas que yo escribía cuando niño y adolescente. Si a él le gustaban, ¿qué importa que no me gusten a mí? Confío más en su criterio que en el mío. En el diario se ve que cuando estoy a punto de terminar 'El olvido', yo pensaba que había fracasado otra vez en la escritura de ese libro. En realidad, casi nunca estoy del todo satisfecho con lo que he escrito.
Lo que me ha dado la confianza en publicar las páginas que he escrito es la confianza que mi padre tenía en mí.
Como escritor reconocido puede ser que a través de su obra haya sido idealizado por algunos lectores ¿Puede ser que parte de esa idealización se vea en peligro ante diarios con temas tan personales y a veces tan íntimos?

Me parece bonita la aspiración humana a ser ángeles o santos. Yo mismo tuve alguna vez ilusiones de ese tipo, y sería agradable poderle decir que soy un ángel o un santo, que he tenido una vida ejemplar que se pueda poner de modelo. No. Desgraciadamente, soy solo un ser humano, como los ingenieros, las monjas, los pilotos, las maestras. En el grupo humano de los escritores la vida no tiene por qué ser muy distinta a la de las otras categorías sociales o profesionales.

Tengo un oficio hermoso: luchar con las ideas, las historias y las palabras. Pero he tenido una vida común y corriente, con actos innobles y actuaciones correctas, con lealtades y deslealtades. Ni ángel ni demonio. Y si algunos lectores idealizaron al escritor, me parece bien que se desilusionen y tengan una visión más realista. O que lean solo las ficciones y no los diarios.
Y si algunos lectores idealizaron al escritor, me parece bien que se desilusionen y tengan una visión más realista. O que lean solo las ficciones y no los diarios.
Hay un episodio que narra un aborto.  ¿Cómo lo afrontaría hoy? 

Hay en mi vida -pero no creo ser en esto tampoco una persona excepcional- actuaciones tristes e irresponsables. Crecí en una época en que el sexo se vivía con cierta frivolidad, con alegría, pero superficialmente.

Tengo amigas y amigos a quienes les ha ocurrido lo mismo. Incluso en la biografía de García Márquez, de Gerald Martin, se cuenta como una novia del gran escritor en París, una actriz española, decidió someterse a un aborto porque no consideraba que su pareja la amara lo suficiente.

No lo digo para justificarme, sino para señalar que en la vida son cosas que ocurren con cierta frecuencia, y no solo entre las personas menos educadas, sino también entre médicos, arquitectos o artistas, incluso entre curas: Hay niños por fuera del matrimonio, hay abortos, hay hijos que se reconocen e hijos que se abandonan y se desconocen. El episodio del aborto que cuento en mi diario fue muy doloroso, muy triste, y lo será siempre. No me siento orgulloso de él, pero es lo que fue: forma parte de mi vida.

Y si hoy me pasara algo parecido (aunque no lo veo posible) creo que mi reacción sería parecida. No hay que fecundar, ni tampoco traer al mundo hijos que no se desean.

¿Cómo evolucionó su relación con García Márquez después de los episodios que cuenta en los diarios?

Con García Márquez, después de un comienzo catasfrófico y casi humillante para mí, la relación fue cada vez mejor. Él y sus colegas de la revista me llevaron a trabajar como columnista en 'Cambio'; me pidió un prólogo para un libro periodístico suyo que publicó en esa misma revista. A él y a Mercedes los visité varias veces en México y en Cartagena. También fui tallerista en la Fundación que lleva su nombre. Pero sobre todo mi admiración por él y por su obra es enorme y en general no tiene grietas, aumenta con el tiempo. Hasta su última novela 'Memoria de mis putas tristes', de la que tantas personas hablan mal, a mí me parece extraordinariamente buena. Era un genio, y tuve la suerte de conocerlo.

Las intimidades de la película ‘El olvido que seremos’ emocionan en el Hay Festival

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Héctor Abad Faciolince y Fernando Trueba, en el Hay Festival.
Héctor Abad Faciolince y Fernando Trueba, en el Hay Festival. 

HAY FESTIVAL CARTAGENA 2020

Las intimidades de la película ‘El olvido que seremos’ emocionan en el Hay Festival

Héctor Abad Faciolince y el director español Fernando Trueba entusiasman con anécdotas de la adaptación al cine de la célebre novela sobre el padre del escritor colombiano
Sergio Torrado
1 de febrero de 2020
Las imágenes en blanco y negro recrean el estudio de la Universidad de Antioquia donde Héctor Abad Gómez grababa su programa de radio. El asesinado profesor y defensor de derechos humanos –encarnado por el actor español Javier Cámara– se lamenta frente al micrófono. “Los conservadores me tachan de marxista, a mí que nunca leí a Marx, y los marxistas me tachan de conservador, a mí que siempre he perseguido la libertad. ¿Y saben lo que soy? Simplemente un médico, y por eso estoy del lado de la vida”.
Es una de las primeras escenas que se conocen de El olvido que seremos, la película de Fernando Trueba que adapta una de las obras más emotivas de la literatura latinoamericana, la novela homónima en la que Héctor Abad Faciolince relata la vida y muerte de su padre. Ambos contaron intimidades del rodaje este sábado durante una de las presentaciones más esperadas del Hay Festival de Cartagena.
Nada más empezar la charla, el escritor antioqueño introdujo al cineasta madrileño como el ganador del Oscar por Belle Époque, y recordó que su aclamado libro comienza por mostrarlo como un niño que se niega a rezar debido a que ya no quiere ir al cielo, prefiere ir al infierno donde le han dicho que irá su papá, para acompañarlo. Era apenas la introducción a algunas anécdotas sobre la crianza católica con las que los ambos dejaron en evidencia su sintonía y complicidad. “Gracias a la Iglesia yo pasé aterrado toda mi infancia”, remató Trueba para despertar una sonora carcajada. Esa comunión incluso se trasladó a sus atuendos sobre el escenario del teatro Adolfo Mejía, donde los dos, con sus barbas y cabellos canosos, vestían pantalón claro y camisa azul de tonos acordes con el caluroso clima caribeño. En la mesa, un sombrero que bien podía pertenecer a cualquiera.
La risa ha sido muy importante en esa especie de matrimonio que tienen, en palabras de Abad, y la película se hizo con mucha alegría. “Cuando una muerte nos duele tanto es por ese amor profundo a la vida”, señaló el autor de Lo que fue presente, a manera de declaración de principios, para establecer el tono ameno de la conversación, a pesar de que la dolorosa muerte de su padre atraviesa tanto el libro como su adaptación. Ese intercambio era el preámbulo de la sorpresa con la que se echaron el público al bolsillo: un corto vídeo del detrás de cámaras de la esperada película grabada en Medellín y a la espera de su fecha de estreno.



Héctor Abad Faciolince y Fernando Trueba, durante su charla en Cartagena.
Héctor Abad Faciolince y Fernando Trueba, durante su charla en Cartagena. DANIEL MORDZINSKI


“Tenemos que redefinir lo que es un héroe”, afirmó Trueba en referencia a Héctor Abad Gómez, un médico y profesor universitario asesinado por sicarios el 25 de agosto de 1987 en la convulsa Medellín que sufría el asedio de paramilitares y cárteles del narcotráfico. La película llega justo cuando Colombia anhela pasar la página de más de medio siglo de violencia, después de sellar un acuerdo de paz con la extinta guerrilla de las FARC, y la ciudadanía protesta en las calles por el incesante asesinato de líderes sociales. El olvido que seremos, publicado originalmente en 2006, provocó en su momento una catarsis colectiva. Esa narración resuena hoy con fuerza en un país que reivindica el papel de los defensores de derechos humanos.
Si las múltiples versiones del Hay Festival buscan que fluyan ideas y complicidades, El olvido que seremos es un ejemplo inmejorable. Cuando Héctor Abad conoció a Trueba en una de las ediciones en Cartagena, él le comentó que le había gustado el libro. El novelista le propuso adaptarlo al cine después de que el productor colombiano Gonzalo Córdoba lo había convencido de embarcarse en el proyecto. Abad incluso le sugirió como protagonista a Javier Cámara –ganador de dos Goyas– porque su rostro le recordaba a su papá.
Aunque se sintió alagado, Trueba la consideró una misión imposible en un primer momento. El detallado paso del tiempo en la novela es difícil de llevar al cine, así como el tono íntimo de la escritura. “La otra razón de peso era mi cobardía de enfrentarme a un libro tan bueno”, se confesó Trueba ante la multitud. Pero finalmente lo convencieron, o se convenció, y su hermano David aceptó el desafío de escribir el guion.



Dos de los grandes protagonistas del Hay Festival en Cartagena, durante un paseo.
Dos de los grandes protagonistas del Hay Festival en Cartagena, durante un paseo. DANIEL MORDZINSKI


“Tenía mucho miedo de leerlo”, rememoró Abad, “miedo de que no me gustara”. Se tomó semanas, pero quedó deslumbrado por el resultado. Al leer el guion sintió que todo estaba ahí. Y cuando vio por primera vez el resultado final en la pantalla, “bajo una cortina de lágrimas”, quedó apabullado. El hijo no dudó en agradecer lo que considera una obra de arte al despedirse, ante una cerrada ovación. Trueba, antes de partir, recogió su sombrero.

Temporada de diarios / El género literario que se mira en el espejo

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Los diarios íntimos son una farsa - Revista Anfibia

Temporada de diarios: el género literario que se mira en el espejo

El confinamiento impuesto por el coronavirus ha dado el impulso definitivo al género que mejor ilustra la normalización de las letras en español tras siglos de represión de la intimidad. Andrés Trapiello, Elvira Lindo, Laura Freixas y Héctor Abad Faciolince hablan sobre su experiencia como autores y lectores



JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
16 MAY 2020 - 05:12 COT


Héctor Abad Faciolince está en Medellín (Colombia); Andrés Trapiello, en su casa de Las Viñas, en los campos del Pago de San Clemente (Cáceres); Elvira Lindo y Laura Freixas, en Madrid. Los cuatro son autores de diarios y Babelia los ha reunido por videoconferencia para conversar sobre un género que vive un tiempo de esplendor en la literatura en español. El confinamiento producido por la epidemia de coronavirus ha terminado de confirmar ese éxito.

PREGUNTA. ¿El confinamiento es un tiempo propicio para escribir un diario?
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE. Es un género que parecía minoritario, y de repente mucha gente está publicando diarios en los periódicos y en la Red. A lo que más se me parece esto es a 1816. En 1815 hubo una erupción del volcán Tambora, en Indonesia, y al año siguiente en el hemisferio norte nevó en verano. La gente se tuvo que encerrar y Lord Byron se juntó con otros escritores en el lago de Ginebra: de allí sale la historia de Frankenstein. Mientras, en Alemania se inventa la bicicleta. Hay que comerse los caballos porque la gente se muere de hambre y un señor se inventa un palo con dos ruedas. De situaciones así, algo bueno habrá que sacar.
ELVIRA LINDO. Mucha gente que no escribía diarios los está escribiendo para certificar lo que ocurre, que es algo común a todos. Pero lo que hace un escritor es traducir el presente y hacer de ello algo único. Yo tomo notas y me doy cuenta de que se parecen a lo que se escribe por ahí, por eso me interesa lo que hacen los no profesionales y los dibujantes. Ofrecen cosas diferentes.
ANDRÉS TRAPIELLO. Los diarios son la escritura de un tiempo excepcional. Si Ana Frank no hubiera estado confinada, probablemente nunca habría escrito. Y si se hubiera salvado, es posible que no hubiera vuelto a escribir. Un diario es como una huella digital. Todas se parecen y todas son diferentes.
LAURA FREIXAS. Hay un subgénero que es el diario de una experiencia concreta: de guerra, de cárcel, de enfermedad, de conversión. Lo que sucede es que —a diferencia de esas otras experiencias, que son traumáticas en sí— en un confinamiento no pasa nada. Todos los diarios van a contar ahora más o menos lo mismo. No creo que sea una época de especial interés para escribirlos, pero sí para leerlos porque el tiempo se ha detenido.





Temporada de diarios: el género literario que se mira en el espejo

El gato encerrado. Andrés Trapiello. Pre-Textos. Publicado hace 30 años, es el primero de los 22 tomos del gran diario español actual. Abrió muchas puertas al género del yo.

Pregunta. ¿Cuánto tiempo debe pasar desde que se escribe un diario hasta que se publica?
Laura  Freixas. Para mí, mucho. He estudiado sistemáticamente el tema del diario en España —algo relativamente fácil de hacer porque el corpus es muy pequeño— y he observado que cuanto menos se tarda en publicarlo, menos intimidad hay en él. El diario íntimo en el sentido más clásico es póstumo o se publica mucho después de escribirse.
Pregunta. Héctor Abad dice en el prólogo de los suyos que son póstumos.
Héctor Abad. Ya eran casi póstumos para mí porque los empecé a los 27 años, cuando tenía el pelo negro, y los dejo en 2006. Un tiempo prudencial en el que ya me siento casi otra persona. Pero se escriben en presente. Es la diferencia con una autobiografía.
Andrés  Trapiello. El criterio para juzgar un diario es la naturalidad. Que pase mucho tiempo no va a hacer que un libro sea mejor. Los diarios están llenos de excepciones. Está Elias Canetti, que dice que no se abra hasta que pase un siglo —como si fuera un secreto de Fátima—, y está el que dice que no toca nada, pero lo toca, claro, porque es comprometedor para sus hijos o para su mujer. Lo que tenemos que juzgar es lo que leemos. Si nos transmite una emoción, es suficiente. Yo no le pido al lector que me crea, sino que encuentre por sí mismo una verdad. Raramente escribo nombres completos. Los sustituyo por una X o por iniciales. Cuando dices “me he encontrado con X, que es una persona inteligente”, nadie se da por aludido. Pero si dices “me he encontrado con X, que me parece un idiota”, hay 20 personas que se postulan a esa X.
Elvira Lindo. Pensar en la posteridad me parece de una vanidad insoportable. En mi caso, al diario se unía una voluntad de cronista. Fue el diario de unos meses en que se dieron las temperaturas más bajas en Nueva York desde que hay registros. Lo escribí como manera de aferrarme a algo. No quería hablar sobre mí, sino sobre un tiempo. Igual que si leo los diarios de Morla Lynch estoy leyendo algo sobre la historia de mi país [la Guerra Civil]. El diario es una forma de salvarse en un tiempo hostil.
Laura Freixas. La diferencia entre autobiografía y diario de la que habla Héctor es muy interesante. Cuando escribimos una autobiografía lo hacemos con una cierta idea rectora: como la novela, es más redonda, más unitaria, tiene un sentido global y tal vez por eso es estéticamente más satisfactoria. El gran atractivo del diario es cómo refleja lo cambiantes que son las ideas, la incertidumbre. No sabes cómo va a acabar. Es interesante comparar el mismo incidente en una carta de Rousseau y en sus Confesiones. O en una novela de Annie Ernaux y en sus diarios.






Temporada de diarios: el género literario que se mira en el espejo

Noches sin dormir. Elvira Lindo. Seix Barrral. De enero a mayo de 2015, la autora de ‘A corazón abierto’ tomó notas de su último invierno en Nueva York tras 10 años en la ciudad.

Pregunta. ¿Hay límites para lo que se cuenta? Héctor reconoce que ha preferido publicar lo sombrío de su vida, no lo luminoso.
Héctor Abad. Andrés ha escrito que no hay diarios verdaderamente íntimos. No sé si lo sigue pensando.
Andrés Trapiello. Digo que no creo en el diario íntimo porque se puede hablar con intimidad de casi todas las cosas. En todo pones tu corazón al desnudo. Lo más difícil es escribir de escritores, pero son las personas con las que más me relaciono. Ojalá fuera carpintero.
Héctor Abad. Uno siempre escoge, primero lo que escribe y luego lo que publica. En el ejercicio de honradez que traté de hacer suprimí lo más aburrido, pero no lo que me hacía quedar peor, lo más vergonzoso. Los diarios suelen hablar de las peores facetas de la vida porque cuando uno está feliz no los escribe. Andrés dice que son como una huella digital. Para mí son como un tatuaje: episodios de la vida que quedan para siempre.
Elvira Lindo. Uno siempre es consciente de lo que publica. Y de los daños colaterales. Solemos escribir sobre nuestros padres porque hablamos con más libertad sobre ellos que sobre nuestros hijos, a los que podemos hacer un daño de por vida. No me creo eso de escribir con total libertad. Uno sabe hasta dónde puede llegar. Como sabéis, convivo con un escritor, y escribe diarios no para publicar, sino para él. Yo los veo acumulados en el armario y le digo que tenga ordenado lo que quiere que se publique y lo que no, porque, si le sobrevivo, no quiero esa herencia.
Laura Freixas. A mí me interesan los diarios que son a la vez íntimos y cotidianos, como los de André Gide, Virginia Woolf o Sylvia Platn. En los míos me interesa reflejar episodios en los que no salgo especialmente bien parada porque dan credibilidad. Los daños colaterales son algo muy serio. En España no, pero en Francia ha habido juicios por denuncias de aludidos.






Temporada de diarios: el género literario que se mira en el espejo

Lo que fue presente. Héctor Abad Faciolince. Alfaguara. Ejemplo perfecto de diario íntimo, retrata todas las miserias de su autor y del mundo de la literatura.

Pregunta. ¿A qué atribuyen la eclosión actual del género en español y su anterior escasez?
Andrés Trapiello. Somos de una generación cuyos padres eran poco menos que seres herméticos, y eso se ha traducido en la literatura, cómo no. A medida que en un país hay más democracia, más laicismo y menos tabúes, el diario tiene más presencia.
Laura Freixas. La explicación de la ausencia de intimidad en nuestra literatura es la Contrarreforma. Santa Teresa había empezado a explorar su vida interior, pero la Inquisición lo corta de raíz. Mal puedes explorar tu intimidad cuando no hay libertad para dudar, cuando hay una ortodoxia revelada que impone una única intimidad correcta: la que te dice tu confesor. El diario se desarrolla sobre todo en países protestantes —donde no existe la confesión— o donde hay libertad religiosa, como en Francia. En el caso de España, el diario íntimo empieza en Cataluña y ya entrado el siglo XX. Y casi a la vez en 1918, con Josep Pla, Marià Manent y Joan Estelrich. Tanto esa generación como Max Aub, Rosa Chacel y luego Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma tienen algo en común: su vinculación a culturas extranjeras. Por estudios, viajes o exilios. Otro factor sería la presencia de las mujeres en la cultura, que también se traduce en una mayor exploración de las emociones.
Elvira Lindo. Las mujeres lo hemos tenido más difícil para expresarnos sin pudor. Por eso me interesa más lo que cuentan: es muy revelador. Por otro lado, percibo que hay géneros que están interesando cada vez más a los lectores: diarios, memorias, autoficción. ¿Por qué? Porque la literatura ha dejado de contar historias. La experimentación está muy bien, pero en un libro uno quiere encontrar a otros seres humanos.
Héctor Abad. Yo añadiría un matiz. El hecho de que haya más o menos diarios depende no solo del grado de libertad o represión que haya en cada cultura, sino en cada familia. En las nuestras se usa mucho lo de que la ropa sucia se lava en casa, pero no se habla de ella. A la casa de Tolstói la llamaban la casa de los diarios. Todos los escribían y todos se los leían unos a otros. Como eso produce una neurosis espantosa, Tolstói llevaba tres diarios: uno público para que la gente lo leyera, uno privado para que creyeran que estaban leyendo algo especial y uno secreto cosido en la bota. El diarista muestra más cómo es cuando habla de los demás que cuando habla de sí mismo. Hay estupendos diarios de admiración, como el de Bioy Casares sobre Borges o el de Boswell sobre el doctor Johnson. O diarios de curiosidad, como el de Darwin a bordo del Beagle.
Elvira Lindo. Es verdad, hablamos mucho de diarios literarios, pero hay otros que son tanto o más importantes que los de los escritores: los de Thoreau, por ejemplo.





Temporada de diarios: el género literario que se mira en el espejo

Todos llevan máscara. Laura Freixas. Errata Naturae. Segunda entrega de los cuadernos de los años 90 de toda una especialista en literatura autobiográfica.

Andrés Trapiello. Los peores son los exhibicionistas: por cursis o por cipotudos. Lo que contaba Héctor de Tolstói me recuerda lo que decía González-Ruano cuando volvió de visitar a Sánchez Mazas: “¡Qué casa tan rara! Todos hablan mal de todos y todos tienen razón”. El diario de Ruano, por cierto, era de un mercadeo exhibicionista que repugna. Escribe: “He comido con el doctor tal, una eminencia de la medicina” para que no le cobre la factura. Me gustan los diarios de amor por las cosas. Las mejores páginas de los de Jünger son las de su pasión por los insectos. Cuando muestra su gran cultura, me distancio.
Héctor Abad. Luego está el de Thomas Mann, que es aburridísimo porque habla siempre de su digestión, aunque de repente cuenta que le encandila el hijo adolescente de un amigo. Esas partes hoy llevarían a un escritor a la cárcel. O el de Gil de Biedma, que ya cansa buscando muchachitos en Filipinas. Ese es el exhibicionismo del que hablas.
Pregunta. ¿Qué diario recomendarían?
Laura Freixas. El de Sylvia Plath, que encarna una gran virtud del diario: ser un laboratorio para afrontar vivencias que todavía no han sido aceptadas ni elaboradas socialmente. Lo empezó a los 17 años y lo terminó a los 30, poco antes de suicidarse, si bien los dos últimos volúmenes los destruyó su marido, Ted Hughes. Su gran tema es la dificultad de ser mujer y tener una vocación literaria y el deseo de que esa vocación la lleve al éxito. Ella lo vive de forma atormentada. Queda mal decirlo, pero es una suerte que muriera tan joven. Eso ha permitido que el diario nos llegara tal cual. De haber vivido, no se habría atrevido a publicarlo o lo habría edulcorado.
Elvira Lindo. Habría que explorar cuántas mujeres plasmaron en una novela lo que no se atrevían a contar en un diario. Elena Fortún, por ejemplo. A mí me gusta mucho el diario-confesión de John Cheever sobre su homosexualidad, al margen de su matrimonio y de sus hijos, y sobre su alcoholismo, al que le condujo seguramente no solo la época, sino también esa vida en el armario. Es el diario de una represión. Hay una película con Dennis Quaid basada en él: Lejos del cielo.
Andrés Trapiello. Yo acabo de descubrir un diario fílmico por gentileza de Jonás Trueba: el de un cineasta judío, David Perlov. Son seis horas, de los últimos años setenta a 1983, sobre su familia en Tel Aviv y Jerusalén. Al que se anime le digo lo mismo que me dijo Trueba: que llegue al final. Cuando terminas piensas: caramba, esto es lo que me hubiera gustado hacer a mí con lo que no me ocurre.
Héctor Abad. A mí el diario que más me gusta es el de StendhalVida de Henry Brulard. Abro al azar y sale un dibujito de Don Quijote. Cuenta que desde la muerte de su madre no se había reído. Y que cogió el Quijote y se moría de la risa. El padre le quitaba el libro y le prohibía leerlo porque se reía demasiado. Cuando lo leí pensé: si a Stendhal le servía escribir un diario, tal vez a mí también me sirva. Y por eso empecé el mío.
Andrés Trapiello. ¿Tú sabías, Héctor, que el de Stendhal fue el que me inició a mí en los diarios? Tiene una frase maravillosa que dice: “Cuando miento, me aburro”. Eso es lo que me hizo pensar que contar la verdad era más divertido que inventarse las cosas.

ÚLTIMAS NOTICIAS DE LA PRIMERA PERSONA

'Portal', de Matthew Spiegelman (El autor en su estudio con espejo, espejo de doble cara, soportes, abrazadera con ventosa, dos rotulas de trípode, tres flashes, cámara de gran formato 4x5”, objetivo 180mm) Variación 2.    www.matthewspiegelman.com    @matthewspiegelman
'Portal', de Matthew Spiegelman (El autor en su estudio con espejo, espejo de doble cara, soportes, abrazadera con ventosa, dos rotulas de trípode, tres flashes, cámara de gran formato 4x5”, objetivo 180mm) Variación 2.
www.matthewspiegelman.com
@matthewspiegelman

Diarios españoles (1928-1939). Carlos Morla Lynch. Renacimiento
Diarios. Iñaki Uriarte. Pepitas de Calabaza
Diario del asco. Isabel Bono. Tusquets
Nada personal. José Luis García Martín. Renacimiento
Reina. Elizabeth Duval. Caballo de Troya
Diario de cabotaje. Rafael García Maldonado. Anantes
Heridas abiertas. Begoña Méndez. WunderKammer
Todavía. Sergio Suárez Blanco. Pre-Textos
Escritor a la espera. Manuel Rico. Punto de Vista
Cavilaciones y melancolías. José Jiménez Lozano. Confluencias
Diario. Matilde Ras. Renacimiento
Y ahora, lo importante. Beatriz Navas Valdés. Caballo de Troya
Irse. Esmeralda Berbel. Comba
Diario. Raúl Ruiz. Universidad Diego Portales
Como aire africano. Liborio Barrera. Editora Regional de Extremadura
Cuidados paliativos. José Antonio Llera. Pepitas de calabaza
EL PAÍS


Lily King / Fiebre I

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Lily King
FIEBRE I




11

    Siete semanas. Esperé siete semanas completas y ya no pude esperar más. Subí a la canoa antes del amanecer y di gas a fondo, abriéndome paso por entre las negras nubes de mosquitos y algún cocodrilo que otro flotando como un tronco. El cielo estaba de un color verde pálido, como la pulpa de un pepino. El sol salió de pronto, derrochando luz. Empezó a hacer calor enseguida. Estaba acostumbrado al calor, pero aquella mañana, incluso con la velocidad de la canoa, me pilló por sorpresa. A medio camino empecé a ver brillos y se me oscureció la visión, y tuve que parar un rato.
    Sabía que los tam habían sido un éxito sólo con el recibimiento que me dispensaron. Las mujeres que estaban en medio del lago con sus canoas me saludaron con voces que oí pese al ruido del motor, y unos cuantos hombres y niños se acercaron a la playa y me saludaron con los ostentosos gestos típicos de los tam. Era un cambio notable con respecto a la contenida bienvenida de la que habíamos sido objeto seis semanas antes. Apagué el motor y acudieron varios hombres que tiraron de la barca hasta la orilla y, sin necesidad de decir una palabra, dos jovencitos de trasero respingón con una especie de bayas rojas enredadas entre el cabello rizado me llevaron por una cuesta y me hicieron luego bajar un camino, dejando atrás una casa de los espíritus con un enorme rostro tallado en la entrada: un tipo delgado e iracundo con tres huesos gruesos atravesándole la nariz y una gran boca abierta con numerosos dientes afilados y una cabeza de serpiente en lugar de lengua. Era una imagen mucho más elaborada que las rudimentarias representaciones de los kiona, con líneas más limpias y colores —rojo, negro, verde y blanco— mucho más vivos y brillantes, como si la pintura aún estuviera húmeda. Pasamos por delante de varias de estas casas de ceremonias; los hombres que había en la puerta les decían algo a mis guías y ellos respondían. Me llevaron en una dirección y luego, como si no fuera a darme cuenta, me hicieron dar la vuelta para ir en dirección opuesta, por delante de las mismas casas, hasta que el lago quedó de nuevo a la vista. Cuando empezaba a pensar que su plan era el de pasearme por el poblado todo el día, doblaron una esquina y se pararon frente a una gran casa de reciente construcción con una especie de porche delante y cortinas de tela azul y blanca en las ventanas y en la entrada. Al ver aquella especie de tetería inglesa rodeada de hierba alta en medio de la jungla no pude reprimir una carcajada. Unos cuantos cerdos escarbaban en el suelo alrededor de la escalera.


    Desde abajo oí pasos que hacían crujir el suelo de madera nueva. La tela de las ventanas y de la entrada osciló con el movimiento del interior.
    —¡Ah de la casa!
    Eso lo había oído en una película del Oeste.
    Esperé a que saliera alguien, pero no apareció nadie, así que subí y, una vez en el estrecho porche, llamé con los nudillos sobre uno de los postes. El sonido quedó engullido por el de las voces del interior, apagadas, casi susurros, pero insistentes, como el zumbido de un avión volando en círculos. Me acerqué algo más y abrí la cortina unos centímetros. Lo primero que me impactó fue el calor, luego el olor. Había al menos treinta tam en la sala de delante, en el suelo o encaramados a las sillas, en grupitos o incluso solos, pero todos con una tarea entre manos. Muchos eran niños y adolescentes, pero también había hombres, unas cuantas madres lactantes y ancianas. Algunos cruzaban la sala muy atareados, como si estuvieran en un banco o en un gabinete de prensa, pero con movimientos típicamente tam, con el peso del cuerpo atrás y deslizando los pies descalzos hacia delante. De vez en cuando tenía que girar la cabeza hacia un lado para respirar un aire más fresco y menos cargado de aquel fétido olor a cuerpos humanos, como un nadador girándose para coger aire. El olor a humanidad (sin jabones, sin lavarse, sin médicos que eliminen la podredumbre de los dientes o de los miembros) resulta penetrante incluso al aire libre, en una ceremonia, pero en el interior, con las cortinas cerradas y el fuego encendido para ahuyentar a los bichos, es casi asfixiante. Poco a poco, observando lo que tenía delante mientras respiraba el aire que tenía detrás, tomé constancia de lo numeroso de sus pertenencias. Yo pensaba que lo de que habían necesitado doscientos porteadores para el ascenso hasta la tribu de los anapa era una exageración, pero ahora entendía que tenía que ser cierto.
    Habían traído estantes, una cómoda holandesa y un pequeño sofá. Al menos había mil libros sobre los estantes y desparramados por el suelo en grandes pilas. Había lámparas de aceite sobre mesitas auxiliares. Dos escritorios en la gran sala con mosquiteras. Cajas y más cajas de papel blanco y papel carbón. Equipo de fotografía. Muñecas, juegos de construcción, trenes, un cobertizo de madera con animales, arcilla de modelar y material para pintar. Y aún quedaban grandes arcones por abrir. En la habitación con mosquitera vi un colchón, un colchón de verdad, aunque no un somier o canapé: estaba tirado en el suelo, y parecía hinchado y fuera de lugar. No entendía por qué los tam no estaban toqueteándolo todo, apretando las teclas de la máquina de escribir o arrancando las páginas de los libros, como habían hecho los pocos niños kiona a los que había dejado entrar en mi casa. Nell y Fen habían establecido un orden (y un nivel de confianza) que yo no habría podido imaginar siquiera.
    Justo cuando pensaba que era hora de dejar de curiosear y que más valía que volviera al centro del poblado a buscarlos, un niño que estaba en una esquina ladeó el cuerpo y la vi. Estaba sentada con las piernas cruzadas, con una niña en el regazo y otra cepillándole el cabello. Le mostraba una tarjeta a una mujer que tenía delante. La mujer, cuyo hijo mamaba con vehemencia de un pecho que parecía agotado, dijo algo, y ambas se rieron. Nell tomó unas notas y luego le mostró otra tarjeta. Los tam solían echar la barbilla hacia delante, como en actitud desdeñosa, y Nell también levantaba la barbilla con el mismo gesto. Después de pasar unas cuantas cartas, un hombre se acercó y ocupó el lugar de la mujer. Cuando Nell se puso en pie para recoger algo de su escritorio, vi que también había adoptado su forma de caminar, deslizando suavemente los pies.
    El niño que se había movido fue el que primero me vio. Dio un grito y Nell levantó la vista.
    Tranquilizó a sus invitados y se acercó a la puerta.
    —Has venido —dijo como si no esperara volver a verme.
    Yo me esperaba algo más cálido. Llevaba las gafas de Martin.
    —Estás trabajando.
    —Yo siempre estoy trabajando.
    —Ya han traído todas vuestras cosas. Y os han construido una casa —dije, como un idiota.
    Se la veía muy pequeña, del tamaño de los tam, y yo estaba allí de pie, como una farola. La niña que le había cepillado el cabello se lo había dejado crepado, convertido en una maraña esponjosa. Tenía las muñecas muy delgadas, pero parecía descansada y su rostro había recuperado el color. Me sentí abrumado ante su presencia, que era aún más fuerte de lo que yo recordaba. Con las mujeres solía pasarme lo contrario. Ahora me daba cuenta de lo mucho que había intentado no encontrarla atractiva seis semanas atrás. No recordaba sus labios, cómo el inferior asomaba ligeramente por el centro. Llevaba una blusa que no le había visto antes, de color azul claro con topos blancos. Le daba un brillo especial a sus ojos grises. De algún modo, viéndola allí con las gafas de mi hermano puestas, daba la sensación de ser algo mío. Se la veía estupenda, de nuevo sana y trabajando. Daba la impresión de que no tenía muy claro qué hacer conmigo.
    —No quería perderme la euforia. No me la he perdido, ¿no? Decías que aparecía a los dos meses.
    Me pareció que contenía una sonrisa.
    —No, no te la has perdido —miró hacia el hombre al que le estaba enseñando las tarjetas—. Habíamos perdido la esperanza de volver a verte.
    —Yo... —Todos los rostros se volvieron hacia nosotros escuchando nuestro extraño modo de hablar; Teket me había dicho que sonaba como a cascar nueces—. No quería estorbar.
    Ella me seguía mirando a través de las gafas de Martin, que le hacían los ojos redondos, dándole un aire cómico.
    —Recuérdame cómo se dice hola —le pedí.
    —Hola y adiós son lo mismo: baya ban —contestó—. Tantas veces como seas capaz de decirlo.
    Luego se giró hacia los demás. Me señaló y dijo unas cuantas frases entrecortadas, rápido pero sin rítmica, lo que me sorprendió. Fue repasando toda la sala, pasando de uno a otro, diciéndome el nombre de cada uno, y yo decía baya ban, la persona en cuestión decía baya ban y yo volvía a decir baya ban, y entonces Nell interrumpía a mi interlocutor con el nombre de la siguiente persona. Después de presentármelos a todos, llamó a alguien que estaba detrás de la cortina, en lo que supuse que era la cocina, y aparecieron dos chicos, uno desnudo y achaparrado, con una sonrisa teatral, y otro alto, más tímido, con unos pantalones cortos que le iban largos, evidentemente de Fen, atados a la cintura con una cuerda gruesa, bajo los cuales asomaban unas espinillas finas como una cuchilla. Intercambié saludos con ambos. Varios de los niños se rieron del atuendo de Bani y él rápidamente se retiró tras la cortina, pero Nell volvió a llamarle.
    —¿Qué estabas haciendo con esas tarjetas? —pregunté.
    —Son manchas de tinta.
    —¿Manchas de tinta?
    Mi ignorancia la divertía. Me hizo un gesto para que me acercara y yo me abrí paso por entre la maraña de piernas y todo su equipo hasta entrar en la sala con mosquitera. El escritorio que teníamos más cerca estaba cubierto de folios y papel carbón, cuadernos y carpetas. Había unos cuantos libros abiertos cerca de la máquina de escribir, con frases subrayadas y notas a los márgenes, y uno de ellos tenía un lápiz apoyado en el centro. El otro escritorio estaba vacío salvo por una máquina de escribir aún en su funda, y no había una silla donde sentarse. Me habría gustado sentarme en el escritorio desordenado, leer las notas y los subrayados, ojear los cuadernos y leer las páginas mecanografiadas. Era impactante ver a otra persona haciendo mi trabajo, siguiendo exactamente el mismo proceso. Viendo su escritorio, me parecía un trabajo de una gran profundidad, mientras que cuando miraba el mío me parecía algo prácticamente sin sentido. Pensé en cuando se había ido directamente a mi estudio en Nengai, con aquel respeto, casi veneración, en cómo me había querido ayudar a resolver el misterio de las hojas de mango.
    Se había dado cuenta de que tenía el cabello levantado, flotando en aquel aire cargado de humedad humana, y se apresuró a recogérselo hacia atrás con una goma, en un gesto rápido, dejando a la vista su largo cuello. Me pasó la tarjeta que estaba en lo alto del montoncito. Era exactamente eso: una mancha de tinta, una imagen especular de nada en particular a ambos lados de un eje central, aunque no era de fabricación artesana y no había un pliegue central.
    —No entiendo.
    —Son de Fen, de cuando estudiaba psicología —dijo sonriendo al verme confundido—. Siéntate.
    Me senté en el suelo y ella se sentó a mi lado, señalando la gran mancha simétrica.
    —¿Qué te parece que es esto?
    No pensé que decir «nada» fuera a dar muy buena impresión, así que dije:
    —¿Dos zorros peleándose por un jarrón?
    Sin hacer comentarios pasó a la siguiente.
    —¿Dos elefantes con unas botas enormes?
    Y la siguiente.
    —¿No se supone que no debes reírte de tu paciente? —señalé.
    Ella hizo un esfuerzo por no sonreír.
    —No me río —dijo mostrándome la tarjeta.
    —¿Unos colibríes?
    Dejó las cartas.
    —Dios santo. Está claro que puedes apartar al hombre de la biología, pero no puedes apartar la biología del hombre.
    —¿Es ése su diagnóstico completo, herr Stone?
    —Es mi observación. La valoración es algo más inquietante: extremada y preocupantemente anormal. ¿Elefantes con unas botas enormes?
    Se rio con ganas. Yo también me reí, y me sentí de pronto aliviado. Era como si pudiera flotar hasta el techo.
    —¿Qué utilidad pueden tener estas tarjetas aquí?
    —Yo creo que casi todo puede arrojar algo de luz sobre la psique de una cultura.
    «La psique de una cultura.» Asentí, pero me pregunté qué pensaba que quería decir aquello. Deseé poder sentarme a tomar una taza de té con ella y discutirlo, pero su trabajo estaba del otro lado de la mosquitera y no quería alterar más aún su programa matinal.
    —¿Puedo observarte mientras trabajas con ellos?
    —Bani nos está preparando algo de comer. Debes de estar hambriento. Haré dos cuestionarios más y luego podemos ir a buscar a Fen. Estará encantado de almorzar como Dios manda.
    Volvió a sentarse en la misma esquina con su cuaderno al lado y llamó a una mujer llamada Tadi. Yo me situé a un par de metros, apoyado contra un poste. Las tarjetas estaban como todo después de un tiempo en aquel clima: desgastadas, quebradas, húmedas y mohosas. Todas ellas tenían una hendidura idéntica en la parte inferior central, por donde las cogía con tres dedos, a la espera de una respuesta. Y la espera era larga. Tadi se quedó mirando la tarjeta de los zorros cogiendo el jarrón. Ella no había visto nunca un zorro ni un jarrón griego, así que estaba atascada. La miraba con una concentración exagerada. Era una mujer corpulenta, madre de muchos niños, por el aspecto de sus largos pezones y de la piel del vientre estriada, que le colgaba en unos pliegues uniformes como las sábanas apiladas en el armario de la ropa limpia de mi madre. Sólo tenía tres dedos en la mano izquierda y cuatro en la derecha. Llevaba pocos abalorios, sólo una fina cinta de corteza de melinjo atada alrededor de una muñeca con una pequeña caracola ensartada. Al igual que el resto de las mujeres, tenía la cabeza afeitada. Podía apreciar el temblor de su pulso en una vena de la coronilla. Y cuando me vio mirándola, sostuvo la mirada varios segundos hasta que yo aparté la mía. Las únicas mujeres kiona que me habían mirado a los ojos habían sido las más jóvenes o las más ancianas. Para las demás era tabú. Nell bajó la tarjeta y Tadi espetó algo, koni o kone. Nell tomó nota y le mostró otra.
    Después de Tadi pasó Amun, un niño de ocho o nueve años con una gran sonrisa. Amun miró alrededor para ver quién observaba y luego dijo una palabra que hizo que sus amigos se rieran y que los mayores le regañaran. Nell apuntó la palabra, pero no parecía contenta. Antes incluso de levantar la tarjeta siguiente el niño gritó otra palabrota y ella enseguida llamó a una mujer que estaba fumando con la pipa irlandesa de Fen para que ocupara su puesto. Amun cruzó la estancia y se acomodó en el regazo de una niña, que se apartó para hacerle espacio sin dejar de reparar una red. Nell pidió a la mujer que se sentara a su lado, como todos los demás, y le enseñó las tarjetas como si estuvieran ojeando una revista juntas.
    El tal Bani me trajo una taza de té y un montón de galletas. Yo pensé que eran demasiadas, hasta que casi todos los niños de la sala se pusieron en pie de un salto y me rodearon haciendo idénticos sonidos lastimeros. Partí las galletas en tantos trozos como pude y las fui pasando.
    Cuando acabó, Nell se puso en pie y los echó a todos sin mucha ceremonia, haciendo gestos con las manos en dirección a la puerta. Antes de salir volvieron a ponerlo todo en sus cajas y las cajas en los estantes, y al cabo de unos minutos la casa volvía a estar en orden y el suelo temblaba con los pasos de todos aquellos pies que se dirigían a la escalera.
    —Lo tienes muy bien organizado.
    Aunque me estaba mirando, no me había oído. Seguía enfrascada en su trabajo. Ella también llevaba una cinta de corteza de melinjo, justo por encima del codo. Me pregunté qué pensarían de aquella mujer que les daba tantas órdenes e iba apuntando sus reacciones. Curiosamente, todo parecía más vulgar cuando veías hacerlo a otra persona. Me sentía como mi madre, de repente asqueado ante todo aquello. Y sin embargo a Nell se le daba bien, mejor que a mí. Era sistemática, organizada, ambiciosa, un camaleón capaz no de imitarlos, sino de convertirse en su reflejo. No parecía que fuera algo consciente o calculado; era simplemente su forma de trabajar. Yo temía no poder librarme nunca de mi pose de «inglés entre salvajes», a pesar del respeto genuino que había desarrollado por los kiona. No obstante, ella, con sólo siete semanas, estaba más integrada entre los tam de lo que yo lo estaría nunca en ninguna tribu, por mucho tiempo que pasara. No era de extrañar que Fen hubiera acabado desanimándose.
    —Déjame que guarde todo esto —dijo, cogiendo las tarjetas y su cuaderno.
    Yo la seguí, deseoso de ver su despacho otra vez, de no perderme ni un paso de su proceso de trabajo. Dejó las tarjetas sobre un estante y el cuaderno al lado.
    —Perdona. Espera un momento —dijo, y abrió el cuaderno para añadir unas ideas más.
    Tras ella, en el estante de abajo, había más de un centenar de cuadernos como aquél. No cuadernos nuevos, sino muy ajados. Un registro de todos sus días desde julio de 1931, supuse. Por algún motivo me sentí de nuevo enfermo, febril, y vi aparecer unos brillos difusos en los bordes de mi campo de visión. No quería vomitar sobre sus cuadernos. Di un paso atrás y oí mi propia voz preguntando algo.
    —Por las mañanas —dijo ella, pero yo ya no sabía muy bien qué había preguntado.
    Me describió sus tardes, cuando visitaba todas las casas del camino de las mujeres. Dijo que también visitaba otras dos aldeas tam cerca de allí. Le pregunté si iba sola.
    —No hay peligro.
    —Estoy seguro de que habrás oído hablar de Henrietta Schmerler.
    Sí que había oído hablar de ella.
    —La mataron —dije intentando ser delicado.
    —Fue algo peor que eso, por lo que he oído.
    Estábamos ya fuera, en el camino que venía del lago. Las náuseas habían pasado pero aún no me encontraba del todo bien. Unos minutos antes el sudor me había cubierto todo el cuerpo, y ahora estaba helado.
    —La presencia de una mujer blanca los confunde.
    —Exactamente. No creo que me consideren del todo mujer. No creo que se les haya pasado por la cabeza violarme o asesinarme.
    —Eso no puedes saberlo —dije yo (¿no considerarla mujer?, ojalá pudiera hacer eso yo)—. Y el asesinato es uno de los primeros impulsos naturales que tiene cualquier criatura ante lo desconocido.
    —¿Ah, sí? Desde luego yo no lo tengo.
    Se había hecho un bastón para no cargar el tobillo. Golpeaba el suelo, junto a mi pie izquierdo, con una fuerza considerable.
    —Pareces tan interesada en las mujeres de aquí como en los niños o quizá más —dije, recordando lo rápido que había despachado a Amun.
    Nell y su bastón se pararon de golpe.
    —¿Has observado algo? ¿Te ha dicho algo Teket?
    —Nada. Pero sí he visto que esa mujer, Tadi, me aguantaba la mirada sin problemas, y que ese niño...
    —¿No tenía el autodominio habitual que ves en niños de esa edad?
    Me reí al ver la velocidad con que había completado mi frase. Su mirada era intensa. ¿Qué iba a decir sobre el niño? Casi ni me acordaba. El sol abrasaba el camino, no había sombra ni brisa. La curva de sus pechos a través de la fina camisa.
    —Supongo, sí.
    Ella golpeó la tierra seca y dura con su bastón.
    —Lo has visto. En menos de una hora, ya has visto eso.
    De hecho eran dos y media, pero no quise discutir. Alguien la llamó desde el camino.
    —Oh —dijo, acelerando el paso—. Tienes que conocer a Yorba. Es una de mis preferidas.
    Yorba también se apresuró, tirando de una compañera. Cuando nos encontramos, Nell y Yorba hablaron en voz muy alta, como si aún estuvieran en extremos opuestos del camino. Yorba tenía el sencillo aspecto de las mujeres tam, con la cabeza afeitada y un brazalete, pero su amiga llevaba joyas de conchas y plumas y una cinta en el pelo con escarabajos de color verde brillante. Yorba se la presentó a Nell, y Nell me presentó a mí a Yorba y luego me presentaron a su amiga, que se llamaba Iri, todo ello diciendo baya ban unas ochenta y siete veces para cada presentación. La amiga no me miró a los ojos. Nell me explicó que era la hija de Yorba, que se había casado con un hombre motu y que había ido de visita unos días. Seguíamos a pleno sol y supuse que seguiríamos adelante enseguida en busca de Fen, pero Nell las acribilló a preguntas. La hija, que no podía ser hija de Yorba realmente, ya que parecía unos años mayor, no ocultó su deleite al ver cómo Nell abusaba del lenguaje, cómo se detenía a buscar las palabras y luego las soltaba a chorro con su acento carente de matices. A Nell lo que más le interesaba era cómo veía Iri a los tam ahora que llevaba viviendo fuera de aquella cultura muchos años. Pero ambas mujeres llevaban grandes recipientes de cerámica en unas bolsas de malla colgadas de la espalda y el placer dio paso de inmediato a la impaciencia. Yorba le tiró a Iri de los brazaletes. Nell hizo caso omiso a su creciente incomodidad hasta que Yorba levantó ambas manos como si fuera a empujar a Nell para tirarla al suelo y le gritó lo que parecían improperios dirigidos a ella. Cuando acabó, cogió a Iri del brazo y las dos mujeres se fueron arrastrando sus pies desnudos.
    Nell sacó un cuaderno de un gran bolsillo cosido expresamente en su falda, y sin desplazarse siquiera a la sombra llenó cuatro páginas con sus pequeños jeroglíficos.
    —Me gustaría visitar a los motu en algún momento —dijo tras volver a guardar el cuaderno, en absoluto afectada por la manera como había acabado la conversación—. No sabía que Yorba tenía una hija.
    —Es imposible que sea hija suya.
    —Es sorprendente, ¿no? Yo he pensado lo mismo.
    —Deben de usar la palabra indiscriminadamente, como los kiona. Cualquiera puede ser una hija: una sobrina, una nieta, una amiga.
    —Ésta era hija suya de verdad. Se lo he preguntado.
    —¿Le has preguntado si era su hija biológica? —dije yo.
    Hasta expresiones como «de verdad» o «relación de sangre» no siempre significaban lo mismo para ellos.
    —Le he preguntado a Yorba si Iri había salido de su vagina.
    —No, no te creo —dije por fin.
    Nunca antes había oído en voz alta la palabra «vagina», y menos aún de boca de una mujer.
    —Sí que lo he hecho. Las palabras que me aseguro de aprender el primer día en cualquier lugar son madre, padre, hijo, hija y vagina . Muy útiles. No hay otro modo de estar seguro.
    Se puso a andar de nuevo, tomamos un sendero y fue golpeando los matojos con su bastón, lo cual supuse que enfurecería a las serpientes, más que asustarlas. Mientras atravesábamos la vegetación, intenté pasar lo más desapercibido posible.
    Llegamos a un pequeño claro, el último pedazo de terreno llano antes de que empezara la jungla. Fen estaba sentado, apoyado en un tocón, observando cómo unos hombres pintaban una canoa recién tallada con jugo de algas. No llevaba cuaderno, tenía las rodillas flexionadas e iba retorciendo un tallo de una hierba larga. Los hombres nos vieron y le dijeron algo a Fen, que se puso en pie de golpe y se acercó de un salto.
    —Bankson.
    Se había dejado crecer una espesa barba negra. Me abrazó igual que había hecho en Angoram.
    —Hombre, por fin. ¿Qué te ha pasado?
    —Siento haberme presentado sin avisar.
    —No pasa nada. De todos modos el mayordomo hoy tiene el día libre. ¿Acabas de llegar?
    —Sí —dijo Nell—. Bani nos está preparando un buen almuerzo. Hemos venido a buscarte.
    —¡Esto sí que es una novedad! —exclamó, y luego se dirigió a mí—. ¿Dónde has estado? Dijiste que volverías al cabo de una semana.
    —¿Eso dije? Pensé que era mejor daros algo de tiempo para que os situarais. No quería...
    —Mira, Bankson, somos nosotros los que estamos en tu territorio, no tú en el nuestro —dijo.
    Esa historia de que el Sepik me pertenecía a mí me ponía de los nervios.
    —Tenemos que poner fin a esto ya, a esta tontería —respondí, consciente de que la voz me salía con un tono mucho más brusco de lo deseado, pero no conseguía modularla—. No tengo más derecho a los kiona, a los tam o al río Sepik que ningún otro antropólogo o que cualquier otro mortal. No comparto esta idea de que el mundo primitivo se puede trocear y repartir entre unos cuantos que toman posesión de él, excluyendo a los demás. Un biólogo nunca se atribuiría la propiedad de una especie. Por si no os habéis dado cuenta, he pasado aquí veintisiete meses de desesperante soledad. No quería que os fuerais. Pero en cuanto me fui de aquí tuve la sensación de que ya no os podría servir de nada y que no me necesitabais merodeando por aquí. A algunas tribus les incomoda mi altura. Y doy mala suerte en el campo, soy absolutamente inútil. Ni siquiera conseguí suicidarme. Me he mantenido alejado todo el tiempo que he podido, y hasta ahora no me he dado cuenta de que he sido un maleducado al no venir antes. Perdonadme.
    En aquel momento los brillos volvieron a aparecer por todas partes, y sentí un gran dolor en los globos oculares.
    El mundo se oscureció, pero yo seguía de pie.
    —Estoy perfectamente —dije.
    Luego, por lo que me contaron más tarde, caí al suelo como un árbol de kapok.




Lily King / Fiebre II

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Lily King
FIEBRE II




12

    21/2 (21 de febrero) Bankson volvió y luego se desplomó, como muerto, en el camino de las mujeres. Ahora está tendido en nuestra cama, con fiebre. Lo vamos mojando con agua y le damos aire con hojas de palma hasta que nos duelen las articulaciones. Tiembla, tirita y a veces tira el abanico al otro extremo de la habitación. No encuentro el termómetro por ninguna parte, pero creo que tiene mucha fiebre —o quizá lo parezca por su piel de inglés—. Sin la camisa, se le ve enrojecido pero con la piel de gallina. Sus pezones son como los de un niño después de un baño frío: dos bolitas minúsculas y duras en su largo torso. Duerme y duerme, y cuando abre los ojos parece que está perfectamente consciente, pero no lo está. Habla en kiona y a veces frases cortas en francés con un acento bastante bueno. Fen refunfuña lamentándose de que Bankson nos ha evitado todas estas semanas para luego presentarse aquí enfermo, diciendo que no quería importunar, pero el caso es que ahora lo tenemos en nuestra cama, delirando. Yo veo que sus quejas esconden preocupación. Sus palabras hirientes, sus gestos agresivos... son todo preocupación, no rabia. La enfermedad le asusta. Al fin y al cabo así es como murió su madre. Ahora veo que todas las veces que ha rondado alrededor de mi cama riñéndome, apremiándome para que me levantara, era miedo, no enfado. No cree realmente que yo sea tan débil. Simplemente le aterra que me muera. Yo le digo que la fiebre de B. desaparecerá en un día o dos y él me hace un repaso de toda la gente, blancos y nativos, que hemos conocido o de los que hemos oído hablar, que han muerto de un acceso de malaria. Ahora mismo está fuera de casa; le he enviado con Bani a buscar agua. Es difícil hacer que B. beba. Parece darle miedo la taza. La aparta a manotazos como el ventilador. Sé que tiene un poco de miedo a su madre, así que hace unos minutos le he levantado la cabeza y le he dicho en mi mejor tono de arpía británica: «Andrew, te habla tu madre. Vas a beberte esta agua», le he colocado la taza entre los labios y ha bebido.

   
  
  23/2 La fiebre no ha bajado. Lo estamos probando todo. Malun se presenta con sopas y elixires. Me enseña las plantas de las que están hechos, pero no me suenan de nada. Bankson sería capaz de identificarlas. Pero confío en Malun. Me tranquilizo en cuanto entra por la puerta. Me coge de la mano y me da de comer sus tallos de lirio al vapor, que sabe que me encantan. Nunca antes había tenido una amiga que se preocupara de mí en el terreno de trabajo. La verdad es que muy a menudo, en todas mis relaciones, yo soy la madre. Incluso con Helen. Hoy Malun ha traído al curandero, Gunat, que ha colocado amuletos —trocitos de hojas y pajitas— en las esquinas de la casa y que ha cantado una canción por la nariz. La Estentórea canción nasal insufrible, tal como la ha bautizado Fen. Si no te mata, nada te matará. A Gunat le preocupaba que la mosquitera estuviera reteniendo los espíritus malignos, pero Fen lo ha sacado de allí antes de que empezara a hacerla jirones.
    No he podido darle a B. más que dos cucharadas del caldo que ha traído Malun. Fen tampoco. Pero al menos ha plantado cara. No ha salido huyendo, apuntándose a alguna expedición.
    Se ha quedado aquí, insistiendo en que yo continuara con mis rondas de la tarde, cambiando las sábanas de B., poniéndole compresas frías en la frente y ayudándole con el orinal (una gran calabaza). Todos esos cuidados han borrado cualquier duda y me han convencido de que será un buen padre, si llega el día.

   
    24/2 Fen ha encontrado una carta de navegación kiona en la barca de B. Es una cosa de lo más misteriosa: un tejido de laminillas de bambú con pequeñas caracolas atadas en determinados lugares. Lo levantas contra el cielo nocturno y alineas las caracolas con las estrellas para calcular tu posición. Es un instrumento exquisito. Nunca he visto nada igual. Ojalá pudiéramos salir remando los tres esta noche, nos perdiéramos y pudiéramos usarlo para encontrar el camino de vuelta.
   

    26/2 B. estaba bastante lúcido esta mañana, se ha disculpado profusamente y ha intentado levantarse de la cama, insistiendo en que debía dejarnos en paz. Pero le hemos vuelto a acostar y lleva durmiendo o delirando desde entonces.
 
  
    27/2 Mientras yo estaba fuera Bankson ha sufrido algún tipo de ataque. Fen está agitado y exhausto, pero no me deja relevarlo, no quiere apartarse de su lado y no deja de hablar, convertido en una especie de Sherezade de efecto inverso, como si sus palabras pudieran mantener a B. con vida.


Lily King / Fiebre III

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Lily King
FIEBRE III




13

    El tiempo se estiraba como un pelo agarrado por ambos extremos, más próximo a romperse a cada segundo. Tenso. Más tenso. Más tenso aún. Todo estaba de color naranja. Mis dedos jugaban con el fleco de una almohada en la cama de mi abuela. Una almohada naranja. Inglaterra. Yo era un niño pequeño. Un niño pequeño con una pequeña erección. Si no me la apretaba levantaba la sábana como una tienda de campaña. Un insecto parecido a una babosa del tamaño de un automóvil de juguete me pasó por encima, dejándome marcadas unas rodadas húmedas de neumático. Hacía calor, luego frío, luego calor. Unos rostros enormes de color naranja se inclinaban sobre mí y desaparecían con un temblor. No siempre podía tocarlos. Los ojos me lagrimaban. El pene me dolía cada vez más. Me giré y se deslizó en el interior de un ñame helado, duro y frío, y me dormí o me sumí en otro sueño. Soñé con mi cubo, tras la casa de Dottie: de madera, manchado de moho verde, con un asa de alambre que se te clavaba en la piel cuando pesaba mucho. Soñé que me faltaban dedos en las manos. Alguien se asomaba a mirarme, personas que sabía que debía reconocer, pero no los reconocía. Los globos oculares me pesaban un quintal cada uno. Cuando cerré los ojos vi las espirales de una oreja, una oreja gigante, y tuve que hacer un esfuerzo para abrir los párpados de nuevo y hacerla desaparecer.

    «Tengo un gusano en el pito», pensé.
    —¿De verdad? —respondió una señora.
    Por la voz, parecía sonreír. No me parecía que lo hubiera dicho en voz alta. Aunque estaba seguro de que tenía los ojos abiertos para evitar la oreja gigante, no veía si era Nanny imitando un acento extraño.
    John estaba en Francia, no en Bélgica, desnudo, en una carretera comarcal. Martin salió de detrás de los matorrales y lo tapó con la chaqueta de lino de mi padre. Les llamé, pero ellos no reaccionaron. Grité y grité para que se giraran. Intenté correr, pero un hombre barbudo me inmovilizó, sacó un cuchillo y, con toda delicadeza, se puso a sacarme larvas de moscarda de las llagas del estómago.
    «Hagas lo que hagas, Andrew —me dijo mi madre una vez—, no vayas por ahí aburriendo a la gente con tus sueños.»
    No sé si pasaron horas o días antes de poder identificar el lugar donde me encontraba. Era de noche, y distinguí el humo de cigarrillo y el sonido de una máquina de escribir. Mi habitación estaba en penumbra, pero veía la larga casa y, al fondo, la otra mosquitera donde una mujer con una trenza a la espalda, una trenza oscura sobre una camisa blanca, estaba escribiendo a máquina. A su lado había un hombre de pie, fumando. Luego él se agachó, con la mano que sostenía el cigarrillo apoyada en el respaldo de la silla, para ver sus palabras. Nell. Fen. Me sentí tan aliviado al reconocerlos como un niño al identificar a su madre y a su padre.

   
    —¡Bankson! ¡Ahí está nuestro pajillero febril!
    Me empujó, haciéndome girar hacia un lado y luego hacia el otro, le lanzó las sábanas sudadas a alguien y cogió otro juego.
    —¿Puedes levantar la espalda?
    —Sí —dije, pero no podía.
    —No te preocupes.
    Volvió a empujarme a un lado y al otro y al poco me encontré con sábanas limpias por encima y por debajo. Tenía el rostro humedecido del sudor. Había una silla junto a la cama y se sentó en ella. Me ofreció una taza de agua. Intenté aproximármela a los labios, pero no llegaba. Él me pasó una mano por detrás de la nuca y me acercó la cabeza hacia la taza, sosteniéndola mientras yo bebía.
    —Bien, bien —dijo, y volvió a bajarme—. ¿Quieres dormir un poco más?
    ¿Había estado durmiendo?
    —No.
    —¿Tienes hambre?
    —No.
    Alguien levantó la cortina de tela y oí voces al otro lado, sobre todo de niños, y sentí un viento cálido. Un joven caminaba hacia el agua con un fardo de sábanas blancas arrugadas. Wanji.
    —Hablemos —dije yo, echando la cabeza hacia delante.
    —¿De qué quieres hablar? —respondió aparentemente divertido.
    —Háblame de tu madre —dije.
    Yo estaba pensando en mi madre, en cómo era cuando yo era pequeño, y en su delantal de cocina y su mano, grande y fresca, que apoyaba en mi frente, y en el olor a polvos de naranja procedente de sus axilas.
    —No, no quiero hablar de eso.
    Empezó a dolerme la cabeza, y no podía pensar en otro tema. «Cuéntame lo que sea.» Pero antes de que pudiera decirlo, el sueño volvió a dominarme. No sé si los ojos se me habían quedado abiertos; quizá no le importara que se me hubieran cerrado. Pero cuando me desperté estaba hablando de los mumbanyo.
    —Lo vi otra vez, cuando lo trajeron de nuevo. El día antes de irnos. Le tocaba darle de comer a Abapenamo, y él me dejó que le siguiera.
    Había acercado la silla a la cama un poco más. Hablaba en voz baja. Tras dos años en los territorios de Nueva Guinea todos habíamos adelgazado, pero las clavículas de Fen se elevaban extremadamente, curvándose sobre los huecos oscuros que se le formaban en la base del cuello, y su rostro no era más que una estrecha cuña. Al sentir su aliento se me revolvió el estómago y tuve que apartarme.
    —Pensé que estaría en alguna cabaña a menos de media milla, pero estaba al menos a una hora de camino, y la mayor parte lo recorrimos a la carrera —bajó la voz hasta un murmullo—. Memoricé la ruta. Te juro que sería capaz de volver. La repaso mentalmente cada día para no olvidarme.
    Se levantó y miró por la ventana en ambas direcciones; luego volvió a sentarse.
    —No hay nada parecido en toda esta región. Tiene cientos de años. Grande, al menos mide dos metros. Y tiene símbolos, Bankson, logogramas tallados que cubren toda la mitad inferior y que cuentan sus historias. Pero sólo les enseñan a leerlos a unos cuantos hombres de cada generación.
    Incluso en mi sopor febril, era consciente de que aquello era algo emocionante e imposible a la vez. No se había descubierto ningún sistema de escritura en ninguna de las tribus de Nueva Guinea.
    —No me crees. Pero yo sé lo que vi. Era de día. La tuve en la mano. La toqué. Luego la dibujé.
    Su silla crujió, y al poco estaba de vuelta con unas páginas en la mano. Había usado los lápices de colores de Nell.
    —Te juro que éste es el aspecto que tenía. ¿Ves esto? —dijo, señalando un grupo de símbolos, como círculos, puntos y corchetes. Mover tanto los ojos me dolía—. Mira esto. Dos puntos en el círculo: significa mujer. Un punto, hombre. Esta V de aquí, con los dos puntos, cocodrilo. Abapenamo me los explicó todos. Abuelo, guerra, tiempo. Todo logogramas. Esto significa correr. Tienen verbos, Bankson.
    Era un buen artista. La flauta tenía la forma de un hombre, con un gran rostro furioso pintado y un pájaro negro posado en el hombro, con el largo pico curvo que le pasaba por encima hasta clavársele en el pecho. Debajo había un pene erecto con el glande cubierto. Y debajo, según Fen, había filas verticales de escritura.
    —Echa un vistazo aquí —dijo, pasando páginas—. Esto es un mapa que hice aquel mismo día. Lleva hasta allí. Has tardado tanto en volver que ahora casi no nos queda tiempo. Tenemos que volver allí y hacernos con esta cosa.
    —¿Hacernos con ella?
    Un crujido en las escaleras le hizo ponerse en pie de un salto y ocultar los dibujos en el mismo lugar de donde los había sacado, un arcón negro al otro lado de la cama. El crujido cesó y él se asomó por la ventana, girándose hacia la escalera. Una mujer buscaba a NellNell, y Fen le dijo dónde estaba, señalando hacia el camino.
    —No podemos irnos de aquí sin ella. La próxima vez que vengamos, estará en otro sitio. Yo sé dónde está ahora. Podríamos vendérsela al museo por un buen pellizco. Y luego se pueden escribir libros sobre el tema, libros que dejarán en nada Los niños del Kirakira. Esto nos solucionaría la vida, Bankson. Seríamos como Carter y Carnarvon cuando descubrieron a Tut. Podríamos hacerlo juntos. Somos el equipo perfecto.
    —Yo no sé nada de los mumbanyo.
    —Conoces a los kiona. Conoces el Sepik.
    Me sentía como si me hubieran colocado cien kilos más encima y unas cuantas flechas envenenadas me hubieran atravesado el cráneo.
    —Sé que estás enfermo, colega. No tenemos que seguir hablando de esto ahora. Recupérate, y luego lo planearemos.
 
  
    Soñé con la flauta, con su boca abierta y su pájaro siniestro. Soñé con orejas talladas en la madera y con la cara de Fen en forma de cuña.
    Nell me dio pastillas de las que yo le había dado. Me hizo beber. Me ofreció de comer, pero yo no podía tragar. La visión de la comida hacía que se me cerrara el estómago. No intentó hablarme de nada, aparte de aquellas transacciones básicas de líquido y medicina. Pero se sentó en la silla, no cerca de la cama como Fen, sino a un metro más o menos de mi pie izquierdo, levantándose a veces para colocarme un trapo húmedo en la frente, a veces leyendo, otras veces dándome aire con un gran abanico y otras mirando a un punto sobre mi cabeza. Si le sonreía ella me devolvía la sonrisa, y había veces en que casi fingía, casi me creía que era mi mujer.
    Cerré los ojos y Nell desapareció. En su lugar apareció Fen, que se sentaba mucho más cerca, casi dándome con el abanico, con trapos húmedos que goteaban. El agua me entraba en los ojos.
    Creo que me estaba hablando del tiempo que había pasado en Londres, qué ocurrió justo después de eso. Lo único que sé es que todo lo que era grande se volvió pequeño y todo lo que era pequeño se volvió grande. Una enorme inversión aterradora. Recuerdo que no era capaz de cerrar la boca. Después de eso no recuerdo nada, sólo que me desperté más o menos en los brazos de Fen, en el suelo. Él gritaba a pleno pulmón, escupiendo saliva a chorros. Después vino mucha gente, Nell y Bani y otros que yo no conocía, y me pusieron de nuevo en la cama, y cuando abrí los ojos sólo estaban Fen y Nell, y parecían tan horriblemente asustados que tuve que volver a cerrarlos. Cuando recobré la conciencia, Fen me estaba afeitando.
    —Te estabas rascando tanto que pensé que te dejarías la piel.
    Me echó la cabeza atrás para poder llegar bajo la barbilla.

   
    A través de la mosquitera vi que Nell lo agarraba por detrás para tranquilizarlo porque Fen estaba muy agitado.
    Oí:
    —Qué bueno eres con él.
    —Mejor que contigo, ¿eh?
    —Yo creer que tú buen papá.
    —Tú creer, pero no estás segura.

   
    —Has sufrido un ataque —dijo Fen—. Te has quedado rígido como un cadáver y luego te has retorcido como una culebra. Después te has quedado rígido otra vez, te ha empezado a salir de la boca esa porquería amarilla y has puesto los ojos en blanco. Eran dos pelotas blancas, así...
    Hizo una mueca horrible y unos ruidos inhumanos, y Nell le dijo que parara.
    Me dolía todo. Era como si me hubieran tirado desde lo alto de un rascacielos de Nueva York.

   
    Me bajó la fiebre. Eso me dijeron. Me trajeron platos de comida y parecía que esperaban que me levantara de la cama de un salto.

   
    Me desperté y ya tenía los ojos abiertos. Fen estaba hablando. Daba la impresión de que estábamos en plena conversación. Yo me había convertido en receptor de sus pensamientos frenéticos, y no le importaba especialmente que estuviera despierto o dormido, lúcido o confundido.
    —Mis hermanos eran problemáticos, todos ellos. Pero yo era el hijo menos querido. Me gustaban los libros. Quería libros. Mis profesores me elogiaban. Mis padres me zurraban. Odiaba el trabajo de la granja. Quería irme de casa antes incluso de tener palabras para poder expresarlo. Casi me hubiera ido mejor si me hubiera ido entonces, cuando tenía tres años, empaquetando cuatro cosas en una bolsita y dirigiendo mis pasos inciertos hacia la calle. No estoy seguro de que las cosas hubieran podido ir mucho peor. Nos criaron para que no supiéramos nada, para que no pensáramos nada. Para que masticáramos y tragáramos, como las vacas. Sin decir nada. Eso es lo que hacía mi madre: no decía nada. Yo me demostré tan inútil como pude para poder seguir en el colegio. Fui el único que lo hizo. Si no hubiera tenido tres hermanos mayores, mi padre nunca lo habría permitido.
    —Y una hermana —recordé.
    —Ella era más pequeña. En el colegio recibí algo cercano al afecto. En casa, incluso cuando conseguía ganar a mis hermanos jugando a algo, era ridículo. Entonces mi madre murió y la cosa empeoró.
    —¿Cómo murió?
    Hizo una pausa sorprendido por mi intervención.
    —Gripe. Se fue en cinco días. No podía respirar. El ruido que hacía era terrible. Lo único que vi por la puerta antes de que mi tía se me llevara fue un pie desnudo saliendo de un lado de la cama. Estaba de color azul pálido.

   
    En aquellas horas o días me daba la impresión de que me dormía y me despertaba con el sonido de su voz.
    —Estaba bastante majara cuando me subí en aquel barco. Veintitrés meses con los hechiceros dobu y luego unos días en Sídney, donde me declaré a una chica que pensaba que era mi novia y ella me rechazó. Una bruja dobu me había hecho un embrujo amoroso antes de irme, pero ya ves de qué sirvió. Después de aquello, no quería nada que tuviera que ver con las mujeres ni con la antropología. Aquella primera noche en el barco oí a Nell, sentada a una gran mesa, que no paraba de hablar durante la cena, y me imaginé que habría hecho un brillante viaje de estudios y que estaría compartiendo sus estúpidas revelaciones sobre la naturaleza humana y el universo, y eso era lo último que quería oír. Pero era prácticamente el único hombre joven del barco, y unas viejas metomentodo se las arreglaron para que bailara con ella. Lo primero que me dijo fue: «Aquí dentro me cuesta respirar». Yo le dije que a mí me pasaba lo mismo. Ambos sufríamos una especie de claustrofobia encerrados en aquellas salas. En cuanto pudimos escaparnos, dimos un paseo por la cubierta, el primero de una larga serie. Debimos de caminar unas cien millas durante aquel viaje. A ella la esperaba un colega en Marsella, yo quería que se quedara conmigo en Southampton. Nell no sabía qué hacer. Fue la última en bajar del barco, pero el colega me vio y supe que se quedaría conmigo. Lo vi en el rostro de aquel tipo.
     

    —Tenía el cuerpo de una fulana. Nada que ver con el de mi madre. Grandes pechos, cintura estrecha, una cadera hecha para las manos de un hombre. Yo tenía la horrible sospecha de que mis hermanos y yo habíamos creado ese cuerpo, que si no hubiéramos hecho lo que hicimos, ella no habría acabado como acabó —su voz era tan tenue que apenas podía distinguir las palabras—. Joder, esa granja estaba en medio de la nada. Nadie tenía ni idea de lo que pasaba. Salvo mi madre. Ella sí sabía. Sé que lo sabía.
    En ese momento la voz se le rompió, se quedó mirando a las vigas y se limpió las lágrimas. Mirándole a la cara, parecía que el pájaro negro estuviera perforándolo con su pico. Entonces alargó la mano, se encendió un cigarrillo y prosiguió, bastante tranquilo:
    —No hay nada en el mundo primitivo que me sorprenda, Bankson. O no, más bien, lo que me sorprende del mundo primitivo es cuando percibo cualquier indicio de orden y ética. Todo lo demás (el canibalismo, el infanticidio, los ataques, las mutilaciones) me resulta comprensible, casi razonable. Siempre he visto el salvajismo que se oculta bajo la pátina exterior de la sociedad. No está muy lejos de la superficie, vayas donde vayas. Incluso en Inglaterra, estoy seguro.
     

    Los oí en las esterillas que habían colocado en la gran habitación con mosquitera, junto a sus escritorios. Las esterillas crujían. Susurros. Respiraciones. El inconfundible ritmo del sexo. Un gritito ahogado de golpe. Risas.
     

    Era de día y él estaba gritando. Me giré y lo vi junto a Bani, que parecía minúsculo a su lado, agachado junto a la mesa del comedor. Fen le dio un bofetón en la oreja y el chico cayó al suelo, lloriqueando, hecho un ovillo.
    

    —¿Dónde está Nell? —dije.
    Tenía la sensación de que hacía días que no la veía sentada en la silla.
    —Fuera, contando bebés. Estoy haciendo un trabajo tan espléndido que me ha ascendido a enfermero jefe —estaba afeitándome de nuevo—. Eres como un oso —dijo, aunque él era mucho más peludo que yo.
    Olía a cigarrillos y a whisky, el olor de Cambridge y de la juventud. Yo no necesitaba un afeitado, no deseaba especialmente un afeitado, pero aspiré el olor de sus manos y de su aliento. Me limpió con una toalla seca.
    —Tienes tres pecas, justo encima del labio.
    Estaba borracho, bastante borracho, y di gracias de que no me hubiera cortado. Se acercó para tocar las pecas y siguió inclinándose hasta que su boca tocó la mía. Apenas tuve que ponerle una mano en el pecho y se apartó de un respingo, limpiándose los labios con la mano como si aquello lo hubiera provocado yo.
     

    Nell leía en voz alta Luz de agosto, que una amiga le había enviado hacía unos meses. Fen estaba estirado en la cama a mi lado y Nell leía desde la silla, con un tono algo altivo, con la misma pretensión con que recitan sus textos las actrices americanas. Estaba algo cohibida, leyendo en voz alta, algo que no le ocurría en absoluto en la vida real, cuando usaba sus propias palabras.
    Fen y yo cruzamos una mirada tras la primera frase. Él hizo una mueca y Nell me pilló sonriéndome.
    —¿Qué pasa? —dijo ella—. Es un buen libro, ¿no?
    —Es una típica bobada tendenciosa americana —dijo Fen—. Pero sigue.
    Se mostraba tan a gusto conmigo que empecé a preguntarme si el beso no habría sido una alucinación mía. Cuando Nell acabó de leer, se subió también ella a la cama y allí nos quedamos los tres, observando a los bichos que intentaban abrirse paso a través de la mosquitera, hablando del libro y de las narraciones occidentales en comparación con las historias que se contaban allí. Nell dijo que en las Islas Salomón quedó tan harta de oír sus mitos de la creación del hombre—cerdo y los mitos del enorme pene, que les contó toda la historia de Romeo y Julieta.
    —Lo escenifiqué con todo detalle. Representé la escena del balcón, los apuñalamientos. Por supuesto lo situé en un poblado como los suyos, con dos aldeas rivales y un curandero en lugar de un fraile, y cosas así. En realidad es una historia tribal, así que no me costó adaptarla para que les resultara familiar.
    Ella estaba en su lado y yo en el mío, mirándola, y Fen estaba boca arriba, entre los dos, de modo que sólo le veía media cara a Nell.
    —Así que por fin (tardé más de una hora, con aquel idioma asqueroso; ¡seis sílabas por palabra!) llegué al final. Julieta muere. ¿Y sabes qué hicieron los kirakira? Se rieron. Se partían de la risa, convencidos de que era el chiste más divertido que habían oído nunca.
    —A lo mejor lo es —dijo Fen—. Yo preferiría mil veces una historia del hombre—cerdo antes que esa porquería.
    —Yo creo que responden a la ironía —sugerí yo.
    —Oh, sin duda —dijo Nell, haciendo caso omiso de Fen—. Es curioso que la ironía nunca es trágica para ellos, sólo cómica.
    —Porque la muerte para ellos no es trágica, al menos no como lo es para nosotros —dije.
    —Lloran a sus muertos.
    —Sienten pena, una gran pena. Pero no es una tragedia.
    —No, no lo es. Saben que sus ancestros tienen un destino para ellos. No tienen la sensación de que sea algo malo. La tragedia se basa en la sensación de que se ha producido un terrible error, ¿no?
    —En comparación somos como unos enormes bebés dramáticos —apunté.
    Ella se rio.
    —Bueno, pues este bebé tiene que hacer un pipí —dijo Fen, levantándose y bajando por la escalera.
    —Usa la letrina, por favor, Fen —gritó Nell.
    Pero no debía de haberse apartado más de medio metro de la casa antes de que el chorro cayera al suelo con gran fuerza.
    —Esto durará un buen rato —dijo Nell.
    Y así fue. Estábamos mirándonos el uno al otro sobre la cama.
    —Y luego vendrá... —Fen se tiró un pedo—. Eso.
    —Togate—dijo Fen en voz baja, eso significa «perdón» en tam.
    Nos reímos. Ya sentía la cabeza clara. Nuestras manos estaban a unos centímetros de distancia, en el espacio caliente que antes ocupaba el cuerpo de Fen.



Cien obras literarias que transformaron el mundo

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Más que libros, lectores

Cien obras literarias que transformaron el mundo

En abril, BBC Culture sondeó a expertos alrededor del mundo para que eligieran cinco historias de ficción que consideraran que habían definido el pensamiento o influido en la historia.
"Rara vez encuentro a alguien, realmente a nadie, que no sepa una parte de esta historia: la idea del hombre perdido que no puede volver a casa después de la guerra … la mujer en casa con los pretendientes. Todos pueden contarme una versión de la misma, es decir, vive en ellos".
Tess Taylor, poeta, sobre La Odisea de Homero.
En abril, BBC Culture sondeó a expertos alrededor del mundo para que eligieran cinco historias de ficción que consideraran que habían definido el pensamiento o influido en la historia.
    Se recibieron respuestas de 108 autores, académicos, periodistas, críticos y traductores de 35 países, desde Uganda y Pakistán a Colombia y China.
    Sus elecciones incluyen novelas, poemas, cuentos populares y dramas en 33 idiomas, incluido el sumerio, el quiché y el ge‘ez. Solo el 51% de los encuestados dijo tener el inglés como su lengua materna.
    Y el 59% de los que respondieron son mujeres.







    Mujer leyendo.
    108 autores, académicos, periodistas, críticos y traductores de 35 países respondieron a la encuesta. Foto: GETTY IMAGES

    Shakespeare, Wolf y Kafka, los autores más populares

    "La Odisea" de Homero encabeza la lista, seguida de "La Cabaña del Tío Tom", ejemplos de las distintas formas en las que los encuestados interpretan una "historia que modela al mundo".

    Mientras que la epopeya griega sobrevivió e inspiró generaciones de relatos, la novela de 1852 de Harriet Beecher Stow fue alabada por ser "la primera novela política leída ampliamente en Estados Unidos".
    Frankenstein, 1984 y Things Fall Apart ("Todo Se Desmorona") redondean los cinco primeros lugares, entre los cuales encontramos a dos autoras.
    En total, 23 de los 100 autores principales fueron mujeres.




    Libro 1984.
    "1984", de George Orwell, también está entre los libros más influyentes. Foto: AFP

    Los autores más populares de las 100 mejores historias fueron Shakespeare, Virginia Wolf y Franz Kafka, con tres historias cada uno.
    Entre los clásicos incluidos en la lista se encuentran algunos textos menos conocidos a nivel mundial: The Jungle ("La Jungla") de Upton Sinclair, que condujo directamente a la introducción de nuevas leyes federales sobre la seguridad alimentaria en Estados Unidos, y Toba Tek Singh, de Saadat Hasan Manto, elogiada como "una historia corta clásica que traduce el trauma de la partición a través del intercambio de lunáticos a través de la frontera de India y Pakistán".
    No es una lista definitiva. Se trata solo de un punto de partida, con el objetivo de provocar una conversación sobre por qué algunas historias perduran y siguen resonando siglos y milenios después de su creación.
    Y por qué compartir esas historias es un impulso humano fundamental: uno que puede superar la división, inspirar el cambio e incluso generar revoluciones.







    Ejemplares de "Cien años de soledad"
    "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez, está entre los libros más influyentes. Foto: BBC MUNDO

    Top 100

    La lista se determinó mediante papeletas clasificadas y se colocaron primero en orden descendente por número de votos críticos, luego en orden descendente por puntos críticos totales y por último alfabéticamente (del 73 al 100, los títulos enumerados están empatados).
    1."La Odisea" (Homero, Siglo VIII a.C.)
    2. "La Cabaña del Tío Tom" (Harriet Beecher Stowe, 1852)
    3. "Frankenstein" (Mary Shelley, 1818)
    4. "1984" (George Orwell, 1949)
    5. "Todo Se Derrumba" (Chinua Achebe, 1958)
    6. "Las Mil y Una Noches" (Varios autores, siglos VIII al XVIII)
    7. "El Quijote" (Miguel de Cervantes Saavedra, 1605-1615)
    8. "Hamlet" (William Shakespeare, 1603)
    9. "Cien Años de Soledad" (Gabriel García Márquez, 1967)
    10. "La Ilíada" (Homero, siglo VIII a.C.)
    12. "La Divina Comedia" (Dante Alighieri, 1308-1320)
    13. "Romeo y Julieta" (William Shakespeare, 1597)
    14. "Poema de Gilgamesh" (autor desconocido, alrededor de los siglos XII-X a.C.)
    15. "Harry Potter", la serie (JK Rowling, 1997-2007)
    17. "Ulises" (James Joyce, 1922)
    18. "Rebelión en la Granja", (George Orwell, 1945)
    19. "Jane Eyre" (Charlotte Brontë, 1847)
    20. "Madame Bovary" (Gustave Flaubert, 1856)
    21. "Romance de los Tres Reinos" (Luo Guanzhon, 1321-1323)
    22. "Viaje al Oeste" (Wu Cheng‘en, alrededor de 1592)
    23. "Crimen y Castigo" (Fiodor Dostoievski, 1866)
    24. "Orgullo y Prejuicio"(Jane Austen, 1813)
    25. "A la orilla del agua" (atribuida a Nai‘an, 1589)
    26. "Guerra y Paz" (León Tolstói, 1865-1867)
    27. "Matar un Ruiseñor"(Harper Lee, 1960)
    28. "Ancho Mar de los Sargazos" (Jean Rhys, 1966)
    29. "Fábulas de Esopo" (Esopo, alrededor del 620 al 560 a.C.)
    30. "Cándido" (Voltaire, 1759)
    31. "Medea" (Eurípides, 431 a.C.)
    32. "Mahabharata" (atribuido a Vyasa, siglo IV a.C.)
    33. "El Rey Lear"(William Shakespeare, 1608)
    34. "La novela de Genji" (Genji Monogatari, Murasaki Shikibu, antes de 1021)
    35. "Las Penas del Joven Werther", (Johann Wolfgang von Goethe, 1774)
    36. "El Proceso" (Franz Kafka, 1925)
    37. "En Busca del Tiempo Perdido" (Marcel Proust, 1913-1927)
    38. "Cumbres Borrascosas" (Emily Brontë, 1847)
    39. "El Hombre Invisible" (Ralph Ellison, 1952)
    40. "Moby Dick" (Herman Melville, 1851)
    41. "Sus ojos miraban a Dios" (Zora Neale Hurst, 1937)
    42. "Al Faro" (Virginia Woolf, 1927)
    43. "La Verdadera Historia de Ah Q", (Lu Xun, 1921-1922)
    44. "Alicia en el País de las Maravillas" (Lewis Carroll, 1865)
    45. "Anna Karenina" (León Tolstói, 1873-1877)
    46. "El corazón de las tinieblas" (Joseph Conrad, 1899)
    47. "Monkey Grip" (Helen Garner, 1977)
    48. "La señora Dalloway" (Virginia Woolf, 1925)
    49. "Edipo Rey" (Sófocles, 429 a.C.)
    50. "La Metamorfosis" (Franz Kafka, 1915)
    51 "La Orestíada" (Esquilo, siglo V a.C.)
    52. "Cenicienta" (autor y fecha desconocidos)
    53. ""Aullido"(Allen Ginsberg, 1956)
    54. "Los Miserables" (Víctor Hugo, 1862)
    55. "Middlemarch" (George Eliot, 1871-1872)
    56. "Pedro Páramo" (Juan Rulfo, 1955)
    57. "Los amantes mariposa" (cuento tradicional, varias versiones)
    58. "Los cuentos de Canterbury" (Geoffrey Chaucer, 1387)
    59. "Panchatantra" (atribuido a Vishnu Sharma, alrededor del 300 a.C.)
    60. "Memorias póstumas de Blas Cubas" (Joaquim Machado de Assis, 1881)
    61. "La plenitud de la señorita Brodie" (Muriel Spark, 1961)
    62. "Los filántropos en harapos" (Robert Tressell, 1914)
    63. "La canción de Lawino" (Okot p‘Bitek, 1966)
    64. "El cuaderno dorado" (Doris Lessing, 1962)
    65. "Hijos de la Medianoche" (Salman Rushdie, 1981)
    66. "Condiciones nerviosas" (Tsitsi Dangarembga, 1988)
    67. "El Principito" (Antoine de Saint-Exupéry, 1943)
    68. "El maestro y Margarita", (Mikhail Bulgakov, 1967)
    69. "Ramayana" (atribuido a Valmiki, siglo XI a.C.)
    70. "Antígona" (Sófocles, alrededor del 441 a.C.)
    71. "Drácula" (Bram Stoker, 1897)
    72. "La mano izquierda de la oscuridad" (Ursula K. Le Guin, 1969)
    73. "Cuento de Navidad"(Charles Dickens, 1843)
    74. "América" (Raúl Otero Reiche, 1980)
    75. "Ante la Ley" (Franz Kafka, 1915)
    76. "Chicos de Gebelawi" (Naguib Mahfuz, 1959)
    77. "Cancionero"(Petrarca, 1374)
    78. "Kebra Nagast" (varios autores, 1322)
    79. "Mujercitas"(Louisa May Alcott, 1868-1869)
    80. "Las Metamorfosis" (Ovidio, 8 AD)
    81. "Omeros" (Derek Walcott, 1990)
    82. "Un día en la vida de Iván Denísovich" (Aleksandr Solzhenitsyn, 1962)
    83. "Orlando" (Virginia Woolf, 1928)
    84. The Rainbow Serpent (historia aboriginal australiana, fecha desconocida)
    85. "Vía revolucionaria" (Richard Yates, 1961)
    86. "Robinson Crusoe"(Daniel Defoe, 1719)
    87. "Canto a mí mismo" (Walt Whitman, 1855)
    88. "Las aventuras de Huckleberry Finn" (Mark Twain, 1884)
    89. "Las Aventuras de Tom Sawyer"(Mark Twain, 1876)
    91. "Historia del Campesino Elocuente", (cuento tradicional egipcio, alrededor del 2000 a.C.)
    92. "El traje nuevo del emperador" (Hans Christian Andersen, 1837)
    93. "La Jungla" (Upton Sinclair, 1906)
    94. "Khamriyyat" (Abu Nuwas, finales del siglo VIII-principios del siglo IX)
    95. "La marcha Radetzky" (Joseph Roth, 1932)
    96. "El Cuervo"(Edgar Allan Poe, 1845)
    97. "Los versos satánicos" (Salman Rushdie, 1988)
    98. "El secreto" (Donna Tartt, 1992)
    99. "Un día de nieve" (Ezra Jack Keats, 1962)
    100. "Toba Tek Singh" (Saadat Hasan Manto, 1955)
    SEMANA



    Sara Mesa / ¿Qué lee Marta Sanz en confinamiento?

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    La no acción del Estado está provocando un empeoramiento en la ...
    Sara Mesa

    ¿Qué lee Marta Sanz en confinamiento?

    "La pandemia es muy invasiva y nada inspiradora. No puedo escapar", dice la autora, que acaba de publicar 'pequeñas mujeres rojas'


    Berna González Harbour
    16 de abril de 2020

    Babelia ha recuperado el programa ¿Qué estás leyendo? en formato confinamiento, con el que intenta un recorrido por las lecturas de autores en distintas partes del mundo. Claudia Piñeiro, desde Buenos Aires, fue la primera. Hoy Marta Sanz nos habla desde Madrid.

    El confinamiento arrolló el lanzamiento de pequeñas mujeres rojas (Anagrama), la tercera entrega de las novelas de Marta Sanz protagonizadas por el detective Zarco. La autora (Madrid, 1967) resiste el encierro en su casa, donde cree que "esto nos va a cambiar la vida a todo el mundo". "Como escritora me siento invadida, no tengo ahora capacidad de concentración para ponerme a pensar en algo que no sean las cosas que están pasando fuera de mi casa, no tengo la capacidad de encapsularme y salvarme  a través de la escritura pensando en otros mundos y otras vidas. La pandemia es muy invasiva y nada inspiradora. Yo cuando escribo siempre estoy pendiente de tener las ventanas abiertas, los balcones abiertos, y ahora no puedo escapar", confiesa.
    Sanz habla de su libro y nos recomienda varias lecturas:
    – La invasión del pueblo del espíritu, de Juan Pablo Villalobos (Anagrama).
    – La forastera, de Olga Merino (Alfaguara).
    – El sueño de una lengua común, de Adrienne Rich (Sexto Piso).
    – Cómo maté a mi padre, de Sara Jaramillo (Angosta).


    EL PAÍS



    Lecturas para la cuarentena

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    Thomas Mann


    Lecturas para la cuarentena

    De Mario Vargas Llosa a Annie Ernaux, Richard Ford o Leila Slimani, 40 autores recomiendan lecturas para entender la pandemia del coronavirus y sobrellevar el confinamiento global


    Babelia
    20 de marzo de 2020

    1 - MARIO VARGAS LLOSA





    Mario Vargas Llosa, en febrero en Madrid.
    Mario Vargas Llosa, en febrero en Madrid.  NURPHOTO / GETTY


    Autor de Tiempos recios
    La montaña mágica. Thomas Mann. Dado que serán unas tres o cuatro semanas de encierro, es el momento de leer los grandes libros, que además son libros grandes. La montaña mágica, de Thomas Mann, el Ulises, de James Joyce, o En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Hay que aprovechar porque nos van a producir un infinito placer.

    2 - RACHEL KUSHNER

    Autora de Los lanzallamas
    No es país para viejos. Cormac McCarthy. No elijo este libro porque lo recomiende, sino porque ayer me lo leí de una sentada. Cormac es comida casera. Voy a sus libros en busca de una lectura reconfortante y familiar, lo cual no deja de ser gracioso, porque su literatura no es de las que ofrecen consuelo. El viejo Sherriff Bell dice esto, hacia el final del libro: “Arreglas lo que puedes arreglar y dejas pasar el resto. Porque si no hay nada que hacer, ni siquiera es un problema. Es solo un agravante”. Aplicado a la situación actual: yo no puedo solucionar esta pandemia, una tragedia histórica que se esparce por el mundo. Puedo hacer mi parte, adaptar mi vida y aislarme para ralentizar que se extienda, pero, de acuerdo, con lo establecido por McCarthy, no es realmente un problema. Es un agravante. Aunque me asuste, y con buen motivo. Aunque mate a millones y arruine la economía. Lo que tenemos que hacer es asumirlo e intentar encontrar una manera de ser positivos, tiernos, cuidadosos y atentos. Y, finalmente, de explotar los gozos de la vida que aún estén a nuestro alcance.

    3 - JAVIER CERCAS

    Autor de Terra Alta
    Zama, de Antonio di Benedetto. Esta novela se publicó en Mendoza, Argentina, en 1956, al año siguiente de Pedro Páramo; pero para mí, que no la he leído hasta hace poco -gracias a un ensayo de Emiliano Monge y otro de John M. Coetzee-, ha sido una de las grandes sorpresas de los últimos tiempos. Me parece, sencillamente, una de las mejores novelas escritas en castellano durante el siglo pasado -a la altura de la propia Pedro Páramo, sin ir más lejos- y no sé a qué atribuir el hecho de que no haya tenido todavía los lectores que merece. Aunque Di Benedetto es también autor de otras novelas y relatos, algunos de ellos excelentes -sobre todo, los relatos-, dudo que nada de lo que publicó esté a la altura de esta novela. Era muy difícil. Cyril Connolly escribió que el verdadero deber de un escritor consiste en producir una obra maestra. En Zama, Di Benedetto ya cumplió con él.

    4 - CRISTINA MORALES

    Autora de Lectura fácil
    La musa fingidaMax Besora. Recién editada en catalán por Males Herbes y en castellano por Orcini Press. Una novela pulp que saltándose absolutamente todas las reglas ortogramalexitemáticas, y precisamente por ello, consigue que te pongas cachonda como una perra y rabiosa como esa misma perra.

    5 - ENRIQUE VILA-MATAS





    Enrique Vila Matas, en Madrid en 2017.
    Enrique Vila Matas, en Madrid en 2017.  GETTY IMAGES


    Autor de Esta bruma insensata
    La vida secreta. Andrew O’Hagan. En cierto modo, la Red ha dado a todo el mundo los instrumentos para crear ficción. En Facebook y Twitter hay decenas ya de millones de nombres “inventados”, muchos de los cuales corresponden a gente que vive claramente una vida prestada, menos vulgar que la que tiene. De esto y de dónde quedan hoy los límites que separan lo real de lo ficticio habla La vida secreta, el tan recomendable libro del gran Andrew O’Hagan. Un ensayo en el que se nos cuentan tres “historias verdaderas”, destacando la de Julian Assange (WikiLeaks) que a los ojos de sus seguidores es un icono de la lucha por los derechos humanos, pero que, visto más de cerca, no llega ni a icono de la mediocridad.

    6 - ANNIE ERNAUX





    Annie Ernaux, en Roma en 2016.
    Annie Ernaux, en Roma en 2016.  GETTY


    Autora de Los años
    Némesis. Philip Roth. El último libro del escritor tiene como marco una terrible epidemia (ficticia) de polio, que se propaga rápidamente entre los jóvenes de la pequeña ciudad de Newark, allá por 1944. Es un gran libro sobre la condición humana y el azar de nuestras vidas.

    7 - RICHARD FORD

    Autor de Canadá y Lamento lo ocurrido
    El cinéfilo. Walker Percy. En los momentos difíciles, acudo a novelas de naturaleza burlona y amable. Es el caso de esta obra, ganadora del National Book Award de 1960, batiendo a Catch-22 y Vía revolucionaria, que tiene un pie en los cincuenta y otro en los sesenta. Percy creó una voz completamente nueva, inmensamente influyente y elocuentemente compleja dentro de las letras estadounidenses. Divertido, melancólico, ocurrente, observador y dulcemente travieso, el autor, un penitente que iba a misa todos los días (¡vaya!), capturó una fragancia y un espíritu del sur de Estados Unidos con el que Faulker, Flannery O’Connor o Carson McCullers nunca soñaron. Y, al hacerlo, abrió la puerta a toda una generación, incluyéndome a mí mismo.

    8 - VALERIA LUISELLI





    Valeria Luiselli, en Mantua en 2019.
    Valeria Luiselli, en Mantua en 2019.  GETTY


    Autora de Desierto sonoro
    El paisaje sonoro y la afinación del mundo. R. Murray Schafer. Este es un libro muy importante y peculiar. El autor, un compositor canadiense, argumenta que a nuestro paisaje sonoro cada día se suman más sonidos de aviones, calles, fábricas y también llantos, gritos o conversaciones susurradas entre humanos, y por ende empezamos a experimentar el mundo como ruido. Lo que intenta este libro es diseccionar, atomizar esos componentes sonoros para poder así escuchar el mundo y no el ruido que produce el conjunto. Es un libro maravilloso, raro de leer, pero que puede entrenar nuestras mentes para poder sentarnos a escuchar nuestro entorno de una forma mucho más atenta, serena e inteligente. En estos días quizá vale la pena aprovechar para desacelerar. Sentarnos a escuchar puede ser una actividad fundamental para reimaginar cómo queremos que suene nuestro mundo.

    9 - DOMINICO STARNONE

    Autor de Ataduras
    Los noviosAlessandro Manzoni. Recomiendo a los lectores españoles la lectura o relectura de esta formidable novela italiana del siglo XIX. Está ambientada en nuestra castigada Lombardía, en Milán y Bérgamo. Habla de un mundo profundamente injusto en el que golpea una terrible plaga. Los buenos logran superarlo. Los malos, no. Es apasionante, divertido, trágico. La fe religiosa consuela, pero no ayuda a evitar terribles desgracias. Cuidado con el final, es extraordinario. Es una lectura de la que aún puedes salir enriquecido.

    10 - LEILA SLIMANI





    Leila Slimani, en París en febrero pasado.
    Leila Slimani, en París en febrero pasado.  GETTY IMAGES


    Autora de Canción dulce
    Vida y destinoVassili Grossman. Es una novela voluminosa, de más de 800 páginas, que tendrá ocupados a los lectores durante cierto tiempo. Pero es, sobre todo, un libro poderoso y magnífico sobre el sitio de Estalingrado que narra, a la vez, el miedo y la soledad, pero también la solidaridad y la fuerza del amor. Una buena manera de relativizar nuestra situación actual.

    11 - PAOLO GIORDANO

    Autor de La soledad de los números primos
    Mi año de descanso y relejación. Ottessa Moshfegh. Es el libro que me preparó espiritualmente para la cuarentena, junto con el ensayo Spillover, de David Quammen, que leí muchos años antes de que todo esto comenzase. Los dos son indispensables durante estas semanas, por lo menos tanto como las mascarillas y el gel desinfectante.

    12 - ELENA PONIATOWSKA

    Autora de El amante polaco
    Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Albalucía Ángel. Desde luego sería un error y un pésimo consejo recomendar La peste, de Albert Camus, leída hace más de 60 años ahora que también en México estamos encerrados y ni siquiera mis dos gatos -Monsi y Vais- salen a la puerta ni para asomarse a la calle. ¡Aunque los periodistas seguimos al pie del cañón! Yo aprovecharía para recomendar a todas las escritoras mujeres: desde Marguerite Yourcenar hasta a una colombiana, Albalucía Ángel, autora de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, amiga de García Márquez y de quién no tengo noticias hace mucho y extraño también mucho.

    13 - JEFFREY EUGENIDES





    Jeffrey Eugenides, en Miame en 2019.
    Jeffrey Eugenides, en Miame en 2019.  WIREIMAGE / GETTY


    Autor de Middlesex y  La trama nupcial
    Berta Isla. Javier Marías. Es uno de mis escritores favoritos y fue uno de los libros que cogí al salir de Nueva York a toda prisa. Mientras me preparaba para permanecer recluido durante un tiempo en casa de un amigo en Connecticut, estaba más preocupado por cargar mi coche con suficiente arroz y judías para sobrevivir durante un mes, pero también tuve tiempo de recuperar algunos volúmenes: Tyll, del escritor alemán Daniel Kehlman –habla de la Guerra de los Treinta Años y de la peste, pero no es por eso que lo traje conmigo, sino porque quería leerlo a toda prisa–, y Paterson, el largo poema de William Carlos Williams sobre la ciudad de Nueva Jersey donde vivió. Siempre quise sumergirme en ese libro, que no es precisamente fácil de leer. Pensé que esta cuarentena podría proporcionarme la atmósfera perfecta para hacerlo, además de una escapatoria respecto a este momento de la historia.

    14 - AIXA DE LA CRUZ

    Autora de Cambiar de idea
    Progenie. Susana Martín Gijón. Me parece una lectura perfecta para estos días, al menos para quienes necesitemos entretenernos y evadirnos un poco de la vorágine informativa con una novela policíaca amena que, no obstante, contiene una carga de denuncia social, con una dimensión de género poco habitual en este tipo de libros, muy bien integrada en la trama.

    15 - SERGIO RAMÍREZ





    Lecturas para la cuarentena
    LALALIMOLA


    Autor de Ya nadie llora por mí
    BelovedToni Morrison. He terminado una segunda vuelta de Beloved, la misteriosa y tan fascinante novela de Toni Morrison, donde el mundo de los esclavos negros se vuelve un asunto íntimo y a la vez mágico. Una casa encantada en Ohio adonde una hija regresa de la muerte a cobrar cuentas de amor a la madre que fue capaz de matarla por dignidad y orgullo, para salvarla de la servidumbre; y las protagonistas son las mujeres, que todo lo desafían, y son ellas mismas la libertad.

    16 - MARINA GARCÉS

    Autora de Nueva ilustración radical
    La frontera como método. Sandro Mezzadra y Brett Nielson. Este ensayo explica, de manera muy clara y con documentación concreta, cómo funcionan las fronteras en el mundo global actual. Las fronteras no solo están allí donde las vemos, sino que organizan todo el sistema social, dentro y fuera de los Estados y sus territorios. Estamos viviendo una fronterización de la vida, que la experiencia del coronavirus no ha hecho más que intensificar, hasta el punto de convertir cada casa en una frontera. El libro, como todo el catálogo de la editorial Traficantes de sueños, es de libre acceso en pdf a través de su web. En este mundo de fronteras cada vez más duras y excluyentes, es también un momento para descubrir y apoyar la cultura abierta.

    17 - FRÉDÉRIC BEIGBEDER

    Autor de 13,99 euros y Una vida sin fin
    La carretera. Cormac McCarthy. Esta novela postapocalíptica, en la que un hombre y su hijo intentan sobrevivir tras el fin del mundo, es tan increíblemente sombría que, si la lees en este momento, te dirás que las cosas tampoco nos van tan mal.

    18 - SOLEDAD PUÉRTOLAS

    Autora de El fin y Música de ópera




    Lecturas para la cuarentena
    LALALIMOLA


    Los invisibles. Roy Jacobsen. Desde que leí está extraña y fascinante novela, la he ido recomendado a cuantos lectores interesados me he ido cruzando por el camino. En estos momentos de obligado confinamiento, resulta más indicada que nunca. Trata, precisamente, del confinamiento. Pone ante nuestros ojos sucesivas escenas de la vida de una familia en condiciones extremas. Transcurre en una pequeña isla del norte de Noruega, donde las circunstancias climatológicas marcan las variaciones del ritmo de la vida humana, siempre sometida a los dictámenes de la implacable naturaleza. Sin embargo, cada personaje, aislado dentro de sí mismo, es un mundo, y en él se pueden dar manifestaciones de vida que, inesperadamente, brillan con luz propia, la luz que atribuimos a la poesía.

    19 - JONATHAN LETHEM

    Autor de Huérfanos de Brooklyn
    Dhalgren. Samuel R. Delany. Estoy en casa con los niños, dando clases universitarias a distancia. La única tarea que he ordenado para el resto del semestre es leer esta gran epopeya –ya les he dicho a mis alumnos que todos tendrán sobresalientes, así que es más un club de lectura por correspondencia que una clase–, que tiene lugar tras un colapso social no especificado y que tiene que ver con esa larga secuela a la que llamamos vida. Cuando lo leí, de adolescente, sentí que describía la catástrofe de la existencia cotidiana, además de anticipar algunos aspectos del futuro. ¿Tal vez quieren unirse a nosotros?

    20 - HORACIO CASTELLANOS MOYA

    Autor de El sueño del retorno
    El mundo del ayerStefan Zweig. Este libro nos relata cómo la edad de oro de la seguridad europea se desmoronó de un momento a otro, sin que nadie lo previera, con el inicio de la Primera Guerra Mundial. Una obra inmensa para reflexionar sobre la vulnerabilidad de nuestras certezas.

    21 - CLAUDIA PIÑEIRO





    Claudia Piñeiro, en Madrid en 2019.
    Claudia Piñeiro, en Madrid en 2019.  GETTY


    Autora de Catedrales
    Autobiografía de mi madre. Jamaica Kincaid. Esta novela de Jamaica Kincaid es un libro desesperado y corrosivo, un texto que lastima con delicadeza, que hace pensar, y lo hace desde su propia autobiografía. Una niña, Xuela, nace en una isla del Caribe y en ese parto muere su madre. Su padre no se hace cargo de ella y la entrega a otra mujer, a quien Xuela nunca pudo querer. Kincaid es implacable para describir su dolor, su odio, la miseria, los estragos del colonialismo. Mientras avanza el relato esa niña huérfana se convierte en mujer, rodeada de otras madres, otros hermanos, otras familias. Un texto que deja huellas imborrables en quien lo lee.

    22 - YASMINA KHADRA

    Autor de El atentado y La deshonra de Sarah Ikker
    Leyendas de otoñoJim Harrison. En estos tiempos graves en los que nuestros pequeños hábitos se desmoronan, propongo llevar mejor el encierro con esta excelente novela, que es como una estancia maravillosa junto a una familia estadounidense arraigada en el campo y educada a la antigua, bajo la autoridad de un padre severo y austero, con un carácter forjado por el rigor militar. Una novela abrumadora, épica e inquietante, hecha de amor y de traición, de odio y negación, de guerra y absurdo. Pero también es un libro sobre la redención y la fatalidad, que personalmente me encantó.

    23 - BEATRIZ SARLO

    Autora de La intimidad pública
    Poesía. Mallarmé. Una larga novela del siglo XIX: Anna Karenina de Tolstoi o Los miserables de Victor Hugo. Quizás releer una vez más los diálogos perfectamente irónicos de Raymond Chandler. Atrapados en la ficción, nos olvidaremos del mundo por un rato. Pero yo apostaría más bien a escritores arduos, que nos hayan derrotado varias veces. Para concentrarse, nada mejor que un trabajo difícil: Mallarmé, por ejemplo, de quien abundan originales y traducciones en la web. ¿Por qué no tomar riesgos estéticos en el momento en que huimos de los riesgos pandémicos? Un golpe de audacia puede abolir el tedio.

    24 - CHIGOZIE OBIOMA

    Autor de Los pescadores
    Sin novedad en el frente. Erich Maria Remarque. He estado en casa, aislado como todo el mundo, y pensando en volver a leer este libro. Hay algo espectacular en él: esa idea de que los personajes no pueden plantar cara a la muerte, que se los lleva uno tras otro. A medida que los jóvenes alemanes, arrastrados por una guerra que nunca hubieran luchado por voluntad propia, se ven transformados por la violencia y la degradación que esta comporta, crece un aprecio más fuerte por la esencia de la humanidad. También quiero retomar El intérprete del dolor, de Jhumpa Lahiri, una antología de historias sobre las vidas íntimas de varios personajes y un remedio contundente para leer durante estos tiempos de aislamiento.

    25 - LILIANA COLANZI

    Autora de Nuestro mundo muerto
    El planeta inhóspitoDavid Wallace-Wells. Aunque estos días no tengo la concentración necesaria para leer otra cosa que no sean noticias, he pensado constantemente en este libro, que advierte sobre las devastadoras consecuencias del calentamiento global, un proceso que ya comenzó. Las pandemias son una de ellas, así como la escasez de agua, las hambrunas, el colapso económico. Si no cambiamos nuestra depredadora relación con la naturaleza, este horroroso capítulo que estamos viviendo es apenas el preludio de lo que nos espera.

    26 - BERNHARD SCHLINK





    Lecturas para la cuarentena
    LALALIMOLA


    Autor de El lector
    Odisea. Homero. Son días de poesía, de sentarse y leer unos versos en los que perderse y poder meditar. Si uno quiere disfrutar de un largo poema épico, no hay nada mejor que leer o releer de este libro, un maravilloso compañero de viaje por las aguas turbulentas de la actualidad.

    27 - ADELA CORTINA

    Autora de Ética mínima y Aporofobia
    Máquinas como yoIan McEwan. Adentrarse en el mundo de la inteligencia artificial es apasionante, y todavía más hacerlo a través de una novela inquietante, que combina conocimiento del tema, intriga, humor y ternura hasta el impactante desenlace. El libro atrapa al lector desde el principio y va creciendo la curiosidad por comprender mejor la diferencia entre esas máquinas inteligentes que, siguiendo a Kipling, no están hechas para entender una mentira, y la gente como nosotros que, al parecer, la entendemos sobradamente.

    28 - DAVID VANN

    Autor de Sukkwan Island y Acuario
    Antología poética. Elizabeth Bishop. Suelo recomendar Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, que es mi novela favorita, pero para estos días prefiero aconsejar los poemas de Bishop, que tenía una voz tan generosa y una mirada tan propia de una pintora que uno puede ver el mundo a través de ella mientras sigamos atrapados en casa. Su poesía es fácilmente accesible, pero también elegante, hermosa y duradera. Y, afortunadamente, no tiene nada que ver con el Covid-19.

    29 - MEG WOLITZER

    Autora de Los interesantes
    La señora DallowayVirginia Woolf. Lo elijo porque es un libro inusual y conmovedor, y porque recuerdo lo emocionada que me sentí cuando lo leí por primera vez. Durante este periodo de encierro no es mala idea reconectar con un libro que en otro tiempo te entusiasmó y que logra recordarte que hay un mundo complicado ahí afuera, a veces aterrador y otras veces maravilloso, que fue (y volverá a ser) descrito de manera elocuente por los escritores que amamos.

    30 - PHILIP PULLMAN

    Autor de La brújula dorada
    Berta Isla. Javier Marías. Me encuentro en Cumnor, en Oxfordshire, donde mi esposa y yo estamos viviendo como ermitaños, aunque eso nos deja tiempo para leer. Estoy leyendo, con gran placer y una admiración creciente, a este escritor maravilloso, cuyo trabajo he disfrutado durante años. Este volumen es particularmente interesante, al hablar de temas como la lealtad, el secreto, la discreción y cómo el hecho de trabajar para “la defensa del Reino” puede distorsionar e incluso corromper las relaciones más cercanas. También estoy leyendo a Anthony Trollope, un narrador prodigioso, cuyas novelas ofrecen una imagen vívida de lo que fueron la Iglesia, la política y la vida en las ciudades de provincias en la era victoriana. Tiene la capacidad inquebrantable de hacernos querer saber qué sucede a continuación, esa habilidad suprema de contar historias y de sorprender.

    31 - JULIA FRANCK

    Autora de La mujer del mediodía
    La plaça del Diamant. Mercè Rodoreda. Esta gran novela encabezaría una lista de lecturas que podría incluir títulos como El dolor, de Marguerite Duras; El gran cuaderno, de Agota Kristof; Los años, de Annie Ernaux; El paciente inglés, de Michael Ondaatje; Regreso a Reims, de Didier Eribon... Son libros que nos dan lecciones de amor, de pérdida y de empatía, que nos hablan de la condición humana en estos tiempos de angustia e incertidumbre. En momentos de aislamiento social, nos hacen tomar conciencia de la fuerza del amor y la importancia de los cuidados y el altruismo.

    32 - PETER FRANKOPAN

    Autor de Las nuevas rutas de la seda
    El quinto sol, una historia diferente de los aztecasCamilla Townsend. Leer libros de historia resulta útil en momentos como este, ya que nos obliga a pensar de manera más estructurada en los problemas del pasado y, por lo tanto, del presente y del futuro. Recomiendo esta reevaluación de la historia de los aztecas, que se aleja de las perspectivas tradicionales sobre América Central y la conquista española. Le podría añadir el Baburnama, las memorias del fundador del imperio mongol, escritas en el mismo periodo. A medida que se erigía un imperio en un lado del mundo, se formaba otro en el extremo opuesto.

    33 - AYELET WALDMAN

    Autora de El amor y otros imposibles
    Los desposeídosUrsula K. Le Guin. No sé si es su mejor novela, pero sí la primera que leí cuando era joven. Es un libro repleto de temas políticos y simbólicos, pero no me gustó solo por eso, sino por ser una historia jugosa, como todo lo que escribe. Cuando me hice mayor y lo volví a leer, entendí su complejidad. Añadiría los cuentos de Lorrie Moore y los de Lore Segal; la trilogía Regeneración, de Pat Barker, o El quinto hijo, de Doris Lessing, aunque no el resto de sus libros, en los que nunca conseguí entrar. Es una novela maravillosamente angustiosa, y el motivo por el que solo tengo cuatro hijos.

    34 - MARTA SANZ

    Autora de Pequeñas mujeres rotas
    Cosecha roja. Dashiell Hammett. Escritura-músculo, negra y roja, para contar que el veneno a veces viene de la epidemia -¿de los laboratorios?-, pero casi siempre lo que nos mata prematuramente o nos amarga la vida es la codicia, la violenta acumulación de capitales y la corrupción estructural. Magnífica prosa de un estilista político que sabe que las palabras son acciones y hacen sangre. Por las páginas de este libro camina una de las mujeres fatales más desastradas y auténticas de la historia de la literatura: Dinah Brand, con sus resacas y sus medias con carreras. Imprescindible.

    35 - EVA ILLOUZ

    Autora de Por qué duele el amor
    El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez. Florentino y Fermina se aman, pero la distancia y la oposición paterna a su matrimonio los separa, por lo que ella se casa con otro. Más de 50 años después, cuando el marido de Fermina fallece, viven un gran amor, pero un amor de personas mayores, muy diferente del juvenil. Es un libro sobre la paciencia, la virtud más necesaria en este momento, y también una celebración de la vejez. Las personas mayores son las que más debemos cuidar y celebrar en estos momentos, porque son las más vulnerables.

    36 - RAFAEL GUMUCIO

    Autor de Milagro en Haití
    Historia de la decadencia y caída del Imperio romanoEdward Gibbon. Es largo y está escrito como los dioses. Nos hace ver que nuestras plagas y dolores son viejos como el mundo. Nada mejor que leer, en el final del mundo que conocimos, sobre el final del otro imperio.

    37 - ANNA PACHECO

    Autora de Limpias, guapas, listas
    Mirarse de frente. Vivian Gornick. “Mi presencia llenaba aquel piso diminuto”, escribe la autora en su último libro, situado entre la autobiografía y la ficción, y en el que propone observarse a una misma. Gornick se siente sola y angustiada, reflexiona en torno a las limitaciones de los vínculos que creamos, piensa sobre un matrimonio fallido y la necesidad de dependencia. La idea de estar sola le gusta más que el propio hecho de estarlo. Gornick parece estar también confinada. Sus libros se acaban demasiado rápido, así que puede ser un buen momento para hacer una relectura de todas sus obras.

    38 - MARKUS GABRIEL

    Autor de Neoexistencialismo
    La sociedad de consumoJean Baudrillard. Este clásico de Baudrillard nos enseña, de manera ingeniosa y bien escrita, lo que está mal con el sistema de consumo que impulsa nuestra economía global y que, en realidad, mata a muchas más personas que el coronavirus.

    39 - LIONEL SHRIVER

    Autor de Tenemos que hablar de Kevin
    Los MandibleLionel Shriver. Soy consciente de mi descaro, y no tengo costumbre de aprovechar una crisis internacional como esta para hacer autopromoción, pero mi última novela resulta irresistiblemente pertinente en el momento actual, en el que, más que de un contagio, tengo miedo del potencial del Covid-19 para hacer implosionar nuestras economías. En Los Mandible, el presidente estadounidense no logra pagar la deuda nacional, el dólar se convierte en una moneda sin valor y la civilización estadounidense se desmorona. Esta autora quiere que se le reconozca haber adivinado que, en plena convulsión social a gran escala, el producto más atesorado sería el papel higiénico.

    40 - MARTHA C. NUSSBAUM

    Autora de La monarquía del miedo
    El aislamiento social no significa que uno deje de trabajar, de ir a la oficina o, en mi caso, de asumir la carga habitual de clases. Al revés, como profesora tengo que aprender a usar una nueva tecnología y otro estilo de enseñanza para dar esas clases a distancia. Eso nos deja mucho menos tiempo para leer que antes. La mayoría de gente que conozco se encuentra en esta situación, sin contar con los que han perdido sus trabajos y los que intentan seguir en vida o mantener vivas a sus familias. El confinamiento no es ocio. Mi sensación es que la lectura está sustituyendo al deporte en televisión. Dicho esto, como asidua a los conciertos y la ópera, a los que ahora ya no puedo ir, recomendaría escuchar Las bodas de Fígaro, de Mozart, o el Réquiem de guerra, de Benjamin Britten. Ambos tienen mucho que decir sobre el mundo de hoy.

    Los últimos días de Sándor Márai o el desprecio por la vejez

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    La pregunta última - Libertad Digital - Cultura
    Sándor Márai

    Los últimos años de Sándor Márai o el desprecio por la vejez



    María de Jesús Espinosa de los Monteros
    VALÈNCIA, 7 de junio de 2017

    Sándor Márai, el escritor húngaro que fue capaz de explicar aquello que le sucedía a la burguesía centroeuropea cuando se desmoronaba, se suicidó de un tiro en la cabeza el 22 de febrero de 1989, en San Diego. Lo hizo por cansancio y por tristeza. El primero, provocado por una larga vida detectando los errores y las alegrías de todo un continente; la segunda, surgida tras la muerte de su mujer Lola con la que había compartido seis décadas de su vida. 
    Los Diarios que publicó la editorial Salamandra en el año 2008 son los últimos que el escritor, dramaturgo y periodista escribió, pues abarcan los cinco últimos años de su vida: desde 1984 hasta 1989. Sin embargo, son los primeros traducidos al español por Eva Zsofia Cserhati. Es por ello que el tono general de los mismos es apesadumbrado y, en ocasiones, ciertamente agónico. El diario de aquel 1984 comienza con una entrada con referencia literaria incluida:
    7 de enero
    Empieza el año que da título al éxito de ventas de Orwell. Si bien su vaticinio no se ha cumplido, a cambio se ha impuesto la realidad diaria: el terror nuclear. 

    Resulta conmovedor leer ahora esta entrada, cuando nuestro 2017 se ha revelado también como el año en el que la obra de George Orwell -aquella distopía escrita en 1948 que narraba los totalitarismos del siglo XX- vuelve a ser un éxito rotundo de ventas, propiciado por el ascenso al poder de un tipo casi tan terrorífico como la carrera nuclear: Donald Trump. ¿Qué hubiera pensado Márai de Trump? En el diario abundan las entradas repletas de lucidez. Por ejemplo, aquellas que dedica al mundo editorial y al oficio de escritor. 
    Hoy en día, el escritor que intenta crear algo diferente de lo que la industria de consumo produce para alimentar a los lectores es como el cojo que anda con prótesis, pero de todas las formas intenta presentarse a una carrera de cien metros.
    En la literatura no existe la democracia; sólo hay solistas. El escritor que decida cantar en un orfeón descubrirá que su voz no se distingue del coro. 
    Hoy en día, en el mundo literario quedan pocos caballeros: casi todos quieren aparentar más de lo que son y apropiarse de lo que no es suyo.
    Los diarios reflexivos de Márai están repletos de amargura. En el año 1948 -el mismo por cierto en el que Orwell escribe 1984- Sandor Márai y su esposa se exiliaron de la Hungría comunista. Tras un largo periplo por Europa llegaron a San Diego, California. Allí vivirían hasta el final de sus días. Cuando los nazis tomaron el poder, Sándor fue uno de los primeros que denunciaron a Hitler a través de sus artículos. En una de las entradas de sus diarios de aquellos años, Márai afirmaba con ironía:
    Los alemanes son magos. Han acertado a realizar el milagro de que cualquier ser humano decente espere honestamente y lleno de anhelo a los rusos, a los bolcheviques que llegan como libertadores.
    Así pues, Márai señaló las atrocidades de ambos bandos. Sin ambages. Ello le acarreó, con la ocupación soviética de Hungría, una suerte de censura. Pronto fue tildado de burgués, de decadente, cosmopolita. Márai y su mujer no encajaban en esa sociedad colectivizada que estaba bajo el yugo comunista. En el exilio siguió escribiendo e incluso colaborando en la emisora Radio Europa Libre. Sin embargo, poco a poco, con la muerte de sus más allegados y una vejez que acechaba, Márai se fue apagando. El 4 de enero de 1986, Lola Matzner, su esposa, muere tras una larga enfermedad. Un mes después, Márai escribe una de las entradas más inconsolables y desoladoras que puedan leerse:
    Soy viudo, algo extremadamente grotesco. Vivo la realidad como antes, en primera persona del singular. Hemos estado juntos durante sesenta y dos años y ocho meses, el tiempo que ha transcurrido desde que “firmamos”. Fuimos hippies antes de tiempo, pues no celebramos una boda propiamente dicha, sólo “firmamos” un documento. (…) Durante seis décadas hemos estado siempre juntos, despiertos y dormidos, físicamente y de otras maneras, en todo tipo de circunstancias, y en cada ocasión nos hemos apoyado mutuamente mientras pasábamos por situaciones miserables o prodigiosas: siempre juntos. Ahora me encuentro solo, en un vacío similar al que rodea al astronauta en el espacio, donde ya no actúa la gravedad que lo mantenía sujeto a la Tierra. Todo flota, él mismo, los objetos, el mundo. 
    Uno de los temas que más obsesiona a Márai en estos diarios es la maldad que, según él, acompaña al inhumano negocio de la medicina en Estados Unidos. Será este temor de acabar en esas manos frías del negocio médico el que le impulsará a comprar una pistola con la que se quitará la vida. 
    La obra de Sándor Márai fue recuperada a comienzos del siglo XXI en España por la editorial Salamandra. Gracias a su labor, el húngaro volvió a la mesa de novedades de todas las librerías y los medios se hacían eco de sus extraordinarios libros: El último encuentro, La mujer justa, Confesiones de un burgués, La herencia de Eszter, El amante de Bolzano, Divorcio en Buda... Márai no fue un escritor maldito, tampoco una víctima política ni un marginado. Fue, más bien, un escritor burgués, culto y sereno que amó durante más de seis décadas a una misma mujer. Un hombre que al llegar a la vejez y perder al amor de su vida, decide que no tiene sentido existir. Esos últimos años de Sándor y Lola me recuerdan irremediablemente a la película dura y seca que rodó Michael Haneke en 2012, Amor.
    La última entrada del escritor está  anotada a mano en estos diarios. Después escribió una carta a su editor en la que decía que no podía más, que la debilidad no desaparecía y que deseaba evitarlo. Esta última entrada, concisa y seca, es de una dignidad absoluta. Ojalá todos pudiéramos escribir algo así como despedida del mundo:
    15 de enero de 1989
    Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora.
     

    CULTURPLAZA

    Cheever por sí mismo / Diario revela sus secretos y materiales

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    Cheever por sí mismo: diario revela sus secretos y materiales

    En sus reeditados Diarios (Literatura Random House), de la mano de una prosa exquisita, siempre en distancias cortas, John Cheever se deshace de su imagen de señor de una antigua propiedad rural criando perros de caza para adentrarnos en sus materiales de trabajo y desempolvar una figura marcada por el alcoholismo, la culpa y los secretos.

    Felipe Ojeda
    22 de noviembre de 2018

    John Cheever nunca terminó el colegio. Fue expulsado cuando lo sorprendieron fumando. Del incidente escribió un cuento ("Expelled") que vendió al periódico New Republic. Seguiría siendo su forma de ganarse la vida durante décadas junto con salir a recorrer los barrios y capturar los encantos y desilusiones de la clase media estadounidense. Luego de escribir, con una prosa corrosiva, enviaba sus ficciones a revistas como Atlantic y The New Yorker, que lo convirtió en un autor más de la casa. Por eso sería llamado "el Chéjov de los suburbios".
    Fallecido en 1982, Cheever dejó una narrativa notable. Pero no menos interesantes son sus Diarios, uno de los principales anuncios que hizo a comienzos de año Penguin Random House, recientemente editados con prólogo de su hijo, Benjamin H. Cheever, y notas —y una necesaria cronología— de Rodrigo Fresán.
    Precisamente después de la muerte del hombre de Bullet Park, Benjamin y sus hermanos encontraron veintinueve cuadernos que contenían más de tres millones de palabras, según el cálculo de Robert Gottlieb, quien editó una selección de casi quinientas páginas traducidas por Daniel Zadunaisky.
    Interrumpidos por la aparición de un tumor en el riñón derecho, los Diarios de Cheever configuran una aguda biografía del autor de Los Wapshot, más allá de su manida imagen de señor habitante de una antigua propiedad rural criando perros de caza, y vislumbran los materiales de su escritura.
    Casi cotidianamente, durante cuarenta años, sobrio o borracho, desesperado o feliz, Cheever se sentaba frente a la máquina de escribir para anotar en su diario. Un volumen que acaba de llegar a las librerías chilenas y que comienza así:
    En la madurez hay misterio, hay confusión. Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza misma del mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido un paso en falso, un viraje equivocado, pero no sé cuándo sucedió ni tengo esperanza de encontrarlo.




    Avergonzado, secreto, abatido

    Leer los diarios de Cheever es una experiencia arrebatadora. Su figura como escritor y su obra conocida y celebrada adquieren una profundidad nueva tras una lectura atenta, donde vislumbramos los manantiales secretos de su inspiración: el peso terrible de la vergüenza, el remordimiento y la culpa, la sensación permanente de sentirse un extranjero, así como la impostura, los secretos y el pozo negro del alcohol —era adicto al whisky y el ginebra—.
    Cheever, por así decirlo, no teme poner al descubierto sus sombras, sus contradicciones y sus inseguridades.
    Aparecen en Diarios no solo el hombre angustiado y avergonzado por sus impulsos bisexuales, el mismo que luego, durante sus últimos años, disfrutó con desenvoltura del amor de otros hombres jóvenes; también encontramos al padre que celebra la maravilla de una mañana luminosa o un paseo por el bosque junto a uno de sus hijos.
    Básicamente, lo que vemos es un panorama citadino de dolor, violencia y derrota, que surge desde cada ángulo de las tensiones de la vida doméstica. Incluso consigo mismo, como revela otro pasaje sin fechar, compuesto como la mayoría de manera directa, intermitente y genial:
    A medida que me acerco a los cuarenta sin haber conseguido ninguno de los objetivos que me había propuesto, sin haber alcanzado la profunda creatividad —por la que me he esforzado durante años—, siento que adopto una posición menor, oscura, mediocre, que no es mi destino pero sí culpa mía, como si en algún momento me hubiera faltado el ingenio y el valor para ajustarme de modo competente a las formas que tenía a mano.
    "Cuando [mi padre] empezó a escribir estos diarios no pensaba en publicarlos. Eran material de trabajo para sus obras de ficción. Y eran asimismo material de trabajo para su vida", escribe su hijo Benjamin en el prólogo de un libro necesario para comprender la cosmovisión del autor de ¡Oh, esto parece el paraíso!
    Uno que concluye su escritura casi de improviso, abatido por la enfermedad, con una entrada sin fechar que acaba siendo como una despedida:
    Me arranco la ropa, la dejo amontonada en el suelo, apago la luz, y caigo en la cama.


    Lily King / Xambun I

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    Lily King
    XAMBUN I




    17

        Se despertaron con un grito prolongado, seguido por muchos otros gritos confusos. Nell no tenía ni idea de qué hora era. El cielo estaba negro, no había ni una pizca de luz.
        En situaciones de crisis Fen se volvía aún más rápido... y felino. Desapareció de un salto por la escalera. Ella se apresuró para seguirlo. El alboroto procedía del camino de las mujeres. Fen dijo algo, pero no lo oía bien.
        Cuando doblaron la esquina, era como se temía: una masa de cuerpos gritando. Pararon a unos seis metros del borde exterior de la multitud, que miraba hacia el interior de la aglomeración, hacia la casa de Malun. En la oscuridad consiguió distinguir la larga espalda de Sanjo, los gruesos brazos de Yorba y la cabecita de Amun, pero sólo por un instante. Todos se movían, se agitaban y gritaban tan fuerte que le afectaba a la visión. Muchos se habían arrancado los collares, los brazaletes, los cinturones y las bandas de los brazos, e incluso las cintas del pelo, y los tiraban al suelo, abrazándose, llorando y gritando mientras se apretaban hacia el centro, hacia lo que fuera que estuviera sucediendo en el interior de aquella densa masa de cuerpos.
        Fen la cogió de la mano y se le acercó aún más. La agarró con más fuerza y se abrió paso entre la multitud.
        —Tenemos que... —dijo, pero el resto de la frase se perdió en el estruendo.
        Luego Nell perdió la mano de Fen. Todo el mundo empujaba hacia el interior, y la empujaron también a ella, apretándola y manoseándola. Intentó resistirse, mantener la posición, pero era inútil. No estaba segura de querer ver lo que estaba sucediendo, pero se vería obligada, empujada por un gran músculo tam que la impulsaba hacia delante. No entendía por qué reconocía a tan poca gente, por qué nadie la reconocía a ella. La gente estaba histérica, y el aliento y el sudor de todos aquellos cuerpos desquiciados creaban un olor acre a algo enterrado vivo. Estaba convencida de que se encontraría un cadáver en el centro. Esperaba que no fuera el de un niño. ¡Por Dios!, no más niños muertos. No estaba segura de si aquello lo había dicho a voz en grito. Sintió el sabor del vómito y de la sangre, pero no creía que fueran suyos. Por delante vio la luz de una llama temblorosa. Y luego los vio, a Malun y a un hombre con pantalones verdes. Estaban de pie, pero él estaba curvado sobre ella, que sostenía con gran esfuerzo su gran peso, llorándolo como quien llora a un muerto. Pero no estaba muerto. Unas cicatrices largas y profundas le surcaban la espalda desnuda, más recientes y mucho más brutales que sus cicatrices de iniciación, latigazos sin un trazado claro, pero no estaba muerto.
        


        «Ven en cuanto leas esto —decía la nota de Nell—. Xambun ha vuelto.»









    Lily King / Xambun II

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    Lily King
    XAMBUN II




    18

        La cuarta noche de fiestas por el regreso de Xambun, Fen volvió a casa desnudo y embadurnado con un aceite que olía a queso rancio, afirmando que había bailado con Jesús, con su tatarabuela y con Billy Cadwallader.
        Nell estaba frente a la máquina, escribiéndole una carta a Helen.
        —¿Quién es Billy Cadwallader? —preguntó.
        —¿Lo ves? Por eso sé que es de verdad. No podría haberme inventado un nombre así. No era más que un niño.
        Miraba por la puerta hacia el exterior, como si esos compañeros de baile pudieran haberlo seguido a casa. Tenía el cabello lleno de cuentas de arcilla pintadas y la ceniza de las hogueras se le había pegado al aceite de la piel. Abrió bien las piernas para mantenerse en pie, pero aun así se tambaleaba. Era puro hueso y músculo, como un nativo. Él nunca habría rechazado un alucinógeno; habría bebido, comido, esnifado o fumado lo que le hubieran ofrecido.
        —¿Sabes? Creo... —balbució haciendo sonar las cuentas al moverse, sonriéndole como si hasta aquel momento no hubiera observado su presencia—. Creo que mi madre quizá lo supiera.
        —¿Quizá supiera quién era el niño? —dijo ella.
        No le gustaba la manera como la miraba.
        —Sí.
        Él se acercó y el olor se hizo insoportable. Parecía estar buscando la palabra adecuada o cualquier palabra.
        —Sexo —dijo por fin—. Me gusta el sexo, Nell. El sexo de verdad.
        Afortunadamente, su pene no estaba escuchándole.
        —No tiene nada que ver con...
        Buscó la palabra, pero no la encontraba. «Hijos», supuso ella que quería decir.
        Se giró, como si fuera Nell la que desprendía un olor nauseabundo. Entonces se dio media vuelta de golpe, fijándose en ella de nuevo.
        —¿Trabajando, Nell Stone? Escribiendo, escribiendo, escribiendo... hay mucho que escribir, mucho que decir. Debe de ser agotador ser Nell Stone todo el rato —daba la impresión de que había encontrado un filón de palabras de pronto—. El ruido de esa jodida máquina es el ruido de tu jodido cerebro.
        Dio un puñetazo sobre las teclas. Las letras se retorcieron unas con otras y salieron volando. Antes de que pudiera hacer una valoración de daños, Fen tiró la máquina al suelo de un empujón. Cayó de lado, y el brazo plateado se desprendió con un chasquido.
        Fen se giró de nuevo y se fue, bajando la escalera con unos torpes movimientos que no parecían suyos, como si alguien lo guiara desde lo alto con unas cuerdas. Una vez, durante su primer mes juntos haciendo labor de campo, un anciano anapa se había acercado a Nell y le había dicho que no era seguro dormir a solas con su marido, y se ofreció para ser su hermano. En aquel entonces los dos se habían reído de aquello. Pero resultó que sí le habría hecho falta un hermano. Le habría hecho falta con los mumbanyo. Quizá no habría perdido a su bebé si hubiera tenido un hermano.
     
        Apagó la lámpara e intentó dormir, pero el corazón le latía demasiado rápido. Respiró hondo, pero no conseguía calmarlo. Tenía miedo de que volviera.
        Se levantó y se puso su ropa sucia. Wanji no había hecho la colada desde tres días antes de la llegada de Xambun. En la playa había menos gente de la que se esperaba, sólo unas cincuenta personas, unas veinte bailando y otras treinta dispersas alrededor. Todos los bailarines eran hombres, con cuentas en la cabeza como las de Fen y unas elaboradas calabazas curvadas atadas a la cintura que les recogían el pene. La danza giraba en torno a estas calabazas: las hacían saltar y girar y les daban empujones con ellas a las mujeres, que estaban en grupos dispersos, mirando sin mucho interés, divertidas pero hastiadas, como los clientes de un club de estriptis cuando llevan demasiado tiempo dentro. Y allí estaba Fen, perfectamente ataviado, girando y haciendo chocar su calabaza con la de sus compañeros, pero sin la fluidez de movimientos que tenían los demás. Todos los flautistas se habían ido ya a la cama, y el único que tenía un tambor iba escorándose hacia un lado y dándole sólo de vez en cuando. Algunas mujeres cantaban o seguían el ritmo con piedras o palos. La mayoría estaban tendidas, con las cabezas próximas, hablando, sin apenas mirar alrededor. Xambun no estaba por allí.
        El estado de ánimo con que se había presentado Fen en la casa se veía magnificado en aquel lugar. La fiesta había dado un giro. Los hombres estaban tensos, atontados, algunos apenas se sostenían en pie, otros echaban a correr de pronto como si intentaran escapar de sus propios cuerpos. Parecía un acto de muda desesperación, no la furia acumulada que se veía en una ceremonia mumbanyo, cuando tenía la impresión de que en cualquier momento podían liarse a cuchilladas. Aquélla no era una rabia homicida, sino suicida, como si la falta de interés de las mujeres, la desaparición de Xambun y la ausencia de lluvias fueran todo culpa suya.
        Se sentó junto a una mujer llamada Halana, que le pasó un poco de kava y de taro. Abrió su cuaderno. Era la quinta noche. Ya lo había visto todo. No había nada más que añadir. Oyó a Boas regañándola: «Todo es material, incluso tu propio tedio; nunca ves una cosa dos veces, no creas que ya la has visto antes porque no es verdad». «Estoy trabajando», se dijo; era uno de sus trucos para ver las cosas de nuevo, más claras, para ver más allá. Halana se la quedó mirando. Imitó su forma de agarrar el lápiz, mordisqueando el extremo, y luego hizo como que se comía el lápiz entero, provocando las carcajadas de sus amigas.
        La danza siguió y siguió, sin ningún tipo de forma, de principio o de fin. En un momento dado Fen le sonrió. Se le había pasado la rabia. Nell sintió que se dormía con los ojos abiertos. Y entonces observó un brillo, a la izquierda, más allá de los bailarines y cerca del agua. Forzó la vista. Era una luz minúscula, de color naranja, justo por encima de la roca que sobresalía desde la orilla. ¿Un cigarrillo? Se levantó y se acercó como si nada, como si fuera a tomar el camino de vuelta a casa, y luego giró y se metió entre los matorrales, en dirección a la roca. Miró a través de las hojas y comprobó que había visto bien: era el cigarrillo que una figura masculina encorvada, apenas discernible, tenía entre los dedos.
        Estar solo no era algo habitual entre las tribus que había estudiado. Desde muy pequeños se advertía a los niños contra el aislamiento. Si estabas solo te arriesgabas a que los espíritus te robaran el alma o que los enemigos te secuestraran el cuerpo. Si estabas solo corrías el riesgo de que el mal se apoderara de tu mente. Todas las culturas tenían proverbios que lo desaconsejaban. La que más repetían los tam era «ni siquiera una comadreja camina sola». El hombre que estaba sobre la roca era Xambun, y no estaba de cuclillas como estaría cualquier otro tam, sino sentado, con las rodillas ligeramente levantadas y el torso curvado hacia delante, con la mirada fija en un punto al otro lado del agua. Su cuerpo había engordado y adquirido forma de pera a causa del arroz y la carne en lata que daban de comer a los trabajadores de la mina. Los zapatos hacían más ruido que los pies descalzos (él sabría que era ella), pero no se giró. Se llevó el cigarrillo a la boca. Aún llevaba los pantalones verdes de la mina, pero no lucía ningún adorno, ni cuentas, ni huesos ni conchas.
        Un informador así en el terreno, un hombre criado en aquella cultura pero desplazado durante un tiempo, lo que le permitiría ver a su propia gente desde una perspectiva diversa, con la capacidad de comparar sus conductas con otras, era algo de valor inestimable. Y uno que hubiera estado expuesto a la cultura occidental... No recordaba a nadie que hubiera tenido acceso a un informador así en un lugar tan remoto.
        Quería acercársele. Quizá no volvería a tener una oportunidad como aquélla. Y sin embargo la necesidad de soledad de aquel hombre era evidente. Tenía la impresión de que ya conocía su historia: el héroe en edad precoz, las falsas promesas de los reclutadores de mano de obra, el trabajo prácticamente en condiciones de esclavitud en la mina, la peligrosa huida para regresar y la tensión que suponía intentar ocultárselo a todos salvo a su familia, a los que lo habían recibido con todos los honores. Pero Nell era consciente de que la historia que conocemos nunca es la de verdad. Ella quería la historia de verdad. ¿Qué diría Xambun de todo aquello? Se sentía capaz de escribir un libro entero sobre él.
        No se había movido, pero él se giró de pronto, la miró fijamente y le dijo que se fuera.
        Hasta que no se encontró a mitad de la escalera de su casa no cayó en que no se lo había dicho en tam ni en pidgin, sino en inglés.








    Lily King / Xambun III

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    Lily King
    XAMBUN III




    19

        15/3 (15 de marzo) Las fiestas para celebrar el regreso de Xambun no parecen tener fin. Cada mañana pienso que seguramente habrán pescado todos los peces que había que pescar y cazado todas las aves de gran calibre y los cerdos salvajes que había que cazar, que sin duda habrán agotado sus fuerzas, si no ya sus provisiones de alimentos. Y cada noche pienso que sin duda al día siguiente todo volverá a la normalidad, que las mujeres saldrán al lago al alba, que volverán mis visitas de la mañana, que los comerciantes irán al mercado, pero eso no acaba de ocurrir. Duermen todo el día porque se han pasado despiertos toda la noche. Justo antes del anochecer los tambores vuelven a sonar y las hogueras se encienden y arranca una nueva noche de comida, de bebida, de bailes, de gritos, de cantos y de llantos.
        Acaba de llegar alguien de la aldea vecina por la costa, y ha traído consigo nuevas danzas de playa. Hasta ahora las danzas de playa estaban prohibidas por los ancianos, pero esta semana todos las han aprendido. Dado que su danza estándar incluye giros rápidos e intensos del pene, imitando la copulación con una gran precisión, las nuevas danzas parecen tan inocuas como un juego infantil. Los hombres se han pintado los unos a los otros con unos elaborados diseños que no he visto ni en sus piezas cerámicas más caras. Todo el mundo se ha engalanado con sus mejores conchas, tiras y tiras de ellas, y hay que gritar para oírse con el ruido que hacen al entrechocar.
        He llenado unos cincuenta cuadernos en cinco días y aun así me aburro mortalmente. Sé que soy un bicho raro, agotada por esta actividad frenética, por las visiones y por la fornicación en público. Sé que, como antropóloga, debería estar exultante al poder presenciar esta manifestación del simbolismo de su cultura. Pero no me fío de las multitudes, cientos de personas juntas, sin conocimiento y siguiendo sólo los impulsos más básicos: comida, bebida, sexo. Fen sostiene que si liberas la mente encuentras otra mente, la mente del grupo, la mente colectiva, y que ésa es una estimulante forma de conexión humana que hemos perdido al abrazar la cultura del individuo salvo cuando vamos a la guerra. Que es exactamente lo que sostengo yo.
        Por no mencionar mi impaciencia por llegar a X., por poder hablar con él, para asediarlo con mis preguntas, como diría Bankson. Malun me promete que me conseguirá una entrevista en cuanto se acaben las fiestas. Ella sigue dándonos las gracias, y no parece que se convenza de que nosotros no hemos tenido nada que ver con su regreso.
        Ojalá B. no se hubiera ido antes de la llegada de X. Me habría ido bien tener a alguien con quien hablar, alguien que no esté flotando por los aires, colocado con semillas de campanilla y algo que llaman honi, y quién sabe con qué más. Le he pasado una nota a Tadi para que se la dé a los kiona cuando vaya al mercado, pero no ha ido. Nadie se ha alejado del lago en más de una semana.
        He llegado a pensar que esta celebración por Xambun es como un animal salvaje que se mueve para comer, pero que nunca acaba de irse a otra parte.









    Coronavirus en América / México registra más de 400 muertos por tercer día seguido

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    Una familia entierra a uno de sus miembros en un cementerio construido para las muertes por la pandemia en Chalco, México. En vídeo, imágenes de varios países de Latinoamérica durante la crisis del coronavirus. MARCO UGARTE

    Coronavirus en América 

    México registra más de 400 muertos por tercer día seguido

    La OMS sitúa a Sudamérica como el nuevo epicentro de la pandemia | El Gobierno de Brasil admite que más de 11.000 muertes sospechosas de coronavirus no podrán ser verificadas


    22 de mayo de 2020

    América atraviesa el momento álgido de la pandemia. Estados Unidos se mantiene como el foco rojo de la enfermedad en el mundo, supera los 1,6 millones de contagios y los 95.000 muertos. La crisis ha arrastrado en ese país a casi 39 millones de personas al desempleo. En América Latina y el Caribe ya se han detectado más de 500.000 contagios. El epicentro latinoamericano está en Brasil, que ha superado las 20.000 muertes. Mientras, Chile registró este viernes más de 4.000 contagios, el mayor número hasta la fecha. En México, la fase de aumento de la pandemia continua y por tercer día consecutivo registra más de 400 fallecimientos. Más del 20% de los casi 60.000 contagiados por covid-19 en México corresponde al personal sanitario.




    • En Estados Unidos, Trump exige a los gobernadores que abran los lugares de culto por ser “esenciales”. El país se acerca a los 100.000 fallecimientos
    • Brasil se convierte en el segundo país del mundo con más contagios
    • Perú cuenta más de 111.000 infectados
    • México registra casi 7.000 muertos
    • En el mundo, la pandemia ha superado hasta ahora los cinco millones de contagios y más de 328.000 personas han fallecido, según el conteo de la Universidad Johns Hopkins.

    En el día en que Donald Trump exigía a los gobernadores que abrieran los lugares de culto por ser "esenciales", después de una semana en que los estados han empezado a levantar cuarentenas, Estados Unidos cuenta 1.200 muertos más por la covid-19, superando los 95.000. 


    El Gobierno de México informa de que el país cuenta ya 6.989 muertes por covid-19 y 62.527 contagios acumulados, de los que 13.347 siguen activos. Son 479 nuevos fallecimientos, la mayor marca en un día que registra el país. Son ya tres días seguidos con más de 400 fallecimientos. 


    Argentina superó este viernes la barrera de los 10.000 casos positivos de covid-19, cuenta Mar Centenera desde Buenos Aires. El Ministerio de Salud informó hoy de 17 muertes y 718 contagios en las últimas 24 horas, una cifra récord. Con los datos actualizados, el total de infectados en todo el país asciende a 10.649 y las víctimas fatales suman 433.
    Del total de casos positivos, 948 (8,9%) son importados, 4.648 (43,6%) son contactos estrechos de casos confirmados, 3.314 (31,1%) son casos de circulación comunitaria y el resto se encuentra en investigación epidemiológica.
    Con 404 nuevos infectados y 4.606 acumulados desde marzo, la capital argentina se mantiene como el principal foco, seguida de la provincia de Buenos Aires, que registró 266 en las últimas 24 horas y una suma total de 3.575.

    Brasil ha superado este viernes a Rusia y ya es el segundo país que más contagios cuenta en el mundo, solo por detrás de Estados Unidos, cuenta Naiara Galarraga desde São Paulo. Con los 20.803 contagios detectados desde la víspera, el país suma 330.890 casos confirmados, según el balance diario difundido por el Ministerio de Sanidad. Son 1.001 las muertes contabilizadas en las últimas 24 horas, con lo que el total se eleva a 21.048 fallecidos. Otros 3.500 decesos sospechosos están en investigación. Brasil es uno de los países del mundo que menos test ha hecho a su población en general, por lo que la subnotificación de casos es superior a otros países como Estados Unidos. 
    Unos 135.000 brasileños que contrajeron el coronavirus ya se han curado, según destaca el Gobierno de Jair Bolsonaro. El mayor ensayo con cloroquina e hidroxicloroquina del mundo ha concluido que ambos fármacos aumentan el riesgo de muerte en los enfermos de covid-19. Las conclusiones se han conocido al día siguiente de que Bolsonaro aprobara su uso también en pacientes leves, los graves lo podían recibir con fines compasivos.

    Colombia ha registrado una cifra récord de muertos y contagios en las últimas 24 horas, cuenta Catalina Oquendo desde Bogotá. El Ministerio de Salud informó sobre 30 nuevos fallecimientos, con lo cual los decesos totales llegan a 682. El país cuenta además 801 contagios nuevos, lo que eleva la cifra total a 19.131. También, por primera vez desde el comienzo de la pandemia, el número de pruebas llegó a 7.964. Bogotá volvió a ser la ciudad donde más aumentaron los casos, pero comienzan a preocupar regiones como Valle y Atlántico.

    El Ministerio de Salud de Perú cuenta ya 3.244 fallecimientos, 96 más que ayer. Antes les contábamos que el presidente, Martín Vizcarra, ha prorrogado por quinta vez el estado de emergencia, que debía concluir este domingo 24 de mayo. La cuarentena y el toque de queda continuarán hasta el 30 de junio, aunque esta será de nueve de la noche a cuatro de la mañana, es decir, empezará una hora más tarde, pues rige desde las ocho de la noche en la mayor parte del país. Vizcarra ha anunciado que en ocho regiones, donde la propagación del virus es mayor, el toque de queda será de seis de la tarde a cuatro de la mañana: esto aplicará en Tumbes, Piura, Lambayeque, La Libertad, Loreto, Ucayali, Ica y las provincias costeras de la región Ancash (Santa, Casma y Huarmey).

    La ciudad y sus escritores

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    Policías en Times Square
    Nueva York, 2005
    Fotografía de Elvira Lindo


    La ciudad y sus escritores

    Cuatro autores (Amélie Nothomb, Elvira Lindo, Antonio Skármenta y Claudio Magris) nos descubren su guía secreta de París, Nueva York, Santiago de Chile y Trieste: unos destinos de novela. Apunta sus recomendaciones y exprime al máximo estas capitales. Y de paso, ya tienes libro para este verano.


    Nueva York

    Elvira Lindo: Nueva York
    Se ve a sí misma como testigo de la vida, ha cambiado el humor por la ironía y es capaz de hacer una entrevista sin grabarla ni tomar notas. «El habla y
    la observación de la gente siempre me ha apasionado, pongo mucha atención en lo que me dicen», explica. Acaba de publicar ‘Don de gentes’, virtud que admite no tener –«no soy aficionada a piropearme»–. Vive entre Manhattan y Madrid: «Nueva York ya es muy familiar para mí, la amo y la odio como a Madrid, con la misma confianza.» ¿Lo peor de la ciudad? «El tiempo.» ¿Lo mejor? «La calle, la música, mi barrio.»

    Central Park

    Sus direcciones favoritas:
    -Central Park. Recomienda venir aquí de pícnic.
    -McNally Jackson Books. Una librería con una gran selección de literatura en español. 52 Prince St.
    -Restaurante Marea. «Tiene una pasta con marisco buenísima». 240 Central Park South.
    -Restaurante Red Roaster Harlem. «El ambiente es heterogéneo y muy vivo». 310 Lenox Av.
    -Riverside Park. Es «mi parque, un lugar inspirador». Cuatro millas a lo largo del río Hudson.
    -Anthropologie. «En Nueva York, las rebajas son buenísimas y en esta tienda encuentras chollos.» Varias direcciones: us.anthropologie.com
    -Hotel Four Seasons. Le gusta tomar una copa en su barra. 57 East 57th St.
    -Carlyle. Este hotel esconde un bar «caro pero precioso». 35 East 76th St.


    Amélie Nothomb

    Amélie Nothomb: París
    Le gustan los días de lluvia... y los cementerios. Afincada desde hace años en París, la peculiar autora belga nos desvela la cara más gótica de esta ciudad.
    Su último libro: "Viaje de invierno" (Anagrama, 13 €).

    -Río Sena.

    -Río Sena. Le encanta pasear por los puestos de libros de ocasión.
    -Cementerio de Montmarte. Su preferido, aunque también recomienda el de Montparnasse y el Père Lachaise. A veces, va a leer las obras de grandes autores sobre sus tumbas. «Siento una emoción literaria intensa.»
    -Salón de té Angelina. Burgués y romántico, recomienda su chocolate a la taza. Rivoli, 226. www.angelina-paris.fr
    -Restaurante L’Astrance. De cocina francesa y con tres estrellas Michelin. Beethoven, 4.
    -Yellow Stone. Tienda gótica, favorita de Amélie. Prêcheurs, 5-10. boutique.yellow-stone.fr
    -Marie Mercié. Aquí compra sombreros, una de sus prendas fetiche. Saint Sulpice, 23. www.mariemercie.com

    Antonio Skármeta

    Antonio Skármeta: Santiago de Chile
    «Estoy convencido de que la fantasía y la imaginación bien aplicadas pueden introducir cambios en la sociedad», dice el escritor chileno. Eso mismo pasó en el plebiscito de Chile de 1988: se consiguió el NO a Pinochet gracias a una alegre campaña publicitaría que ahora inspira su libro ‘Los días del arcoíris’. Pero, ¿adónde nos llevaría si fuera nuestro anfitrión en Santiago de Chile?

    desierto de Atacama

    -Excursiones. Al norte, el desierto de Atacama, y al sur, los bellos glaciares.
    -Centro. «Conviven edificios modernos con preciosuras del pasado.»
    -Doña Tina. Restaurante con platos chilenos y música popular en directo: Los Refugios, 15125.
    -Casas de Neruda. «Tienen que ver la de Santiago, la de Valparaíso, y la de Isla Negra, que inspiró mi novela ‘El cartero de Pablo Neruda’.»
    -Bar La Unión Chica. Mítico. Nueva York, 11. Ritz Carlton. «Su bar es excelente para tomar una copa.» El Alcalde, 15.

    Claudio Magris:

    Claudio Magris: Trieste
    El escritor italiano, autor de ‘El Danubio’ (1986), nos desvela su guía:
    -Piazza Unità. La plaza más popular, con el Café de los Espejos como gran punto de encuentro.
    -Café San Marco. Intacto desde 1914, en él ha concebido algunas de sus obras. Via Cesare Battisti, 18.
    -Librería Antiquaria. Es preciosa y fue propiedad del poeta Umberto Saba. Via San Nicolo, 30.
    -La Risiera de San Sabba. Una arrocería que pasó a ser campo de concentración nazi. Via del Ratto della Pileria, 43.

    librería Antiquaria

    Imagen de la librería Antiquaria

    ‘De ciudad en ciudad’

    Las urbes de los clásicos
    Baudelaire se atormentó en el hotel del Grand Miroir de Bruselas; Kafka asistía a tertulias en el Café Louvre de Praga, y Dostoievski vivió en el actual museo Ruso de San Petersburgo. En ‘De ciudad en ciudad’ (Alianza Literaria, 22 €), Nedim Gürsel viaja por todo el mundo siguiendo la ruta de sus autores y novelas favoritas.

    WOMAN


    Woody Allen y Stephen King / A propósito de nada

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    Sciammarella | Opinión | EL PAÍS
    Woody Allen
    Sciammarella

    A propósito de nada



    Ignacio Echevarría
    23 de marzo de 2020


    Escribo esta columna dos días después de que la editorial Alianza haya confirmado que publicará en castellano las memorias de Woody AllenA propósito de nada, el próximo 21 de mayo. Tras el anuncio de Hachette de no publicarlas, hubo el temor de que Alianza también rectificara, pero afortunadamente no ha sido así. Al parecer, los trabajadores y las trabajadoras del Grupo Anaya, al que pertenece el sello, no han puesto, como los de Hachette, el grito en el cielo, o al menos no en número y tronerío suficientes. La noticia me tranquiliza. Ignoro cuáles son las condiciones laborales de los empleados de Hachette en Nueva York, supongo que muy buenas para que no encuentren mejor motivo para sus movilizaciones que silenciar la voz de un cineasta como Woody Allen.
    Aplaudo, conmovido, la sensibilidad de los directivos de Hachette ante las reclamaciones de sus trabajadores. Leyendo el comunicado de la empresa (“nos comprometemos a ofrecer un entorno de trabajo estimulante, de apoyo y abierto a todo nuestro personal”), me reafirmo en la presunción de que, a diferencia de la generalizada precariedad y sobrexplotación que caracterizan la situación de la industria editorial por estos pagos, lo de Hachette debe de ser poco menos que el país de Jauja, directivos y empleados compitiendo por quién vela más y mejor por la salud pública.
    Conforme informaba el diario The New York Times, Woody Allen tuvo que hacer rodar el texto de sus memorias durante varios meses y por varios sellos editoriales, recibiendo sucesivas negativas, hasta que Hachette compró los derechos, que estos días, después de repensárselo, le ha devuelto. No sé cuáles han sido las reacciones de los escritores e intelectuales norteamericanos a este hecho. A mis oídos sólo ha llegado el tuit que colgó Stephen King a las pocas horas de haberse hecho público el comunicado de Hachette: “La decisión de Hachette de abandonar el libro de Woody Allen me hace sentir incómodo. No es él: me importa un comino el señor Allen. Lo que me preocupa es quién será el siguiente en ser amordazado. Una vez que empiezas, el siguiente es siempre más fácil”.
    Ignoro cuáles son las condiciones laborales de los empleados de Hachette en Nueva York, supongo que muy buenas para que no encuentren mejor motivo para sus movilizaciones que silenciar la voz de un cineasta como Woody Allen
    Bien por King: acierta a poner la cuestión en su marco adecuado. Acierta a señalar por qué, sea cual sea la opinión que uno tenga de Woody Allen, sobre su cine o sobre su propia conducta personal, es altamente preocupante lo que está ocurriendo a su propósito. Semanas atrás dediqué una de estas columnas al “caso Matzneff”, bastante más sórdido que el de Allen, si bien con consecuencias semejantes: la renuncia de su editorial, en este caso Gallimard, a seguir publicándolo. En su caso, como en el de Allen, de nuevo vale la réplica que el mismo Stephen King dio a un tuitero que le reprochaba su toma de posición sobre Allen: “Si crees que es un pedófilo, no compres el libro. No vayas a ver sus películas. No vayas a escucharlo tocar jazz en el Carlyle. Vota con tu billetera… En Estados Unidos, así es como lo hacemos”.
    Así es como lo hacían, mejor dicho. Y también en Francia, donde el mundo editorial se movía por criterios que, mira por dónde, podrían formularse con las mismas palabras usadas por los directivos de Hachette en su comunicado: “Como editores, nos aseguramos todos los días en nuestro trabajo de escuchar diferentes voces y puntos de vista conflictivos”. Sólo que, paradójicamente, en estos tiempos esa amplitud de miras sirve ahora para censurar enfáticamente esas “diferentes voces y puntos de vista conflictivos”.
    Si nos pusiéramos a recapitular, la lista de memorias escritas por autores de dudosa moral y de conducta aún más dudosa sería interminable. Hasta hace poco, a nadie se le habría ocurrido que esos libros merecieran ya no la condena sino la censura. En el caso de Woody Allen, lo que algunos parecen buscar no es sólo que no pueda publicar sus memorias, sino que suspenda su propia actividad artística, o al menos que se impida su difusión. Escribo esto y la sola pretensión me parece tan alarmante, tan indignante, que me resulta casi increíble. Y sin embargo me temo que la victoria del fariseísmo apenas está empezando a hacerse notar. Es para ponerse a temblar.

    Y Mia Farrow devoró hasta las memorias de Woody Allen

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    Woody Allen y Mia Farrow
    DAVID MCGOUGH



    ...Y MIA FARROW DEVORÓ HASTA LAS MEMORIAS DE WOODY ALLEN

    A propósito de nada', la autobiografía de Woody Allen, sale hoy a la venta en España.

    Paloma Rando
    20 de mayo de 2020

    A propósito de nada (Libros Singulares (LS)): Amazon.es: Allen ...En A propósito de nada, la biografía de Woody Allen que sale hoy a la venta en España publicada por la editorial Alianza, el nombre Mia –Farrow– se puede leer en 295 ocasiones. El lector mejor intencionado puede no ver extraño, dadas las circunstancias (13 años de relación, 13 películas juntos y un escándalo que les unirá para siempre), que Allen se refiera tanto a ella.


    El nombre de Soon-Yi, con la que mantiene una sólida relación desde hace 28 años, figura 153 veces. Se lo dedica, eso sí: “Para Soon-Yi, la mejor. La tenía comiendo de mi mano y entonces me di cuenta de que me faltaba el brazo”.


    La necesidad de Woody Allen de explicarse con respecto al escándalo que ha empañado su trayectoria es comprensible. A pesar de que fue absuelto en 1993 tras una investigación de siete meses y ha hablado del caso en alguna ocasión, como en la entrevista que concedió a Time en 2001, la opinión pública del último lustro lo ha condenado gracias a los esfuerzos del hoy cuestionado Ronan Farrow.



    Las circunstancias han cambiado, Un día de lluvia en Nueva York estuvo a punto de no estrenarse y el rechazo de la publicación original de las memorias por Hachette, debido al boicot de sus empleados, no hacen más que darle la razón a Woody en su afán por explicarse.


    El problema es que le predica al coro. En un caso tan escrutado como esteel que no oye es que no tiene oídos para oír.


    La voz de Allen está en todo A propósito de nada, igual que la leímos en Cuentos sin pluma o en Cómo acabar con la cultura. Y no solo en su sentido del humor, también en su visión de la vida, inseparable de este, y sus intenciones. Unas memorias que el seguidor de Allen leerá asintiendo con la cabeza cuando por ejemplo se identifica con la Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo cuando exclama: “No quiero la realidad. Quiero magia”. “Siempre he despreciado la realidad y anhelado la magia”, dice. “Intenté ser un mago, pero me di cuenta de que solo podía manipular cartas y monedas y no el universo”. Entonces ese mismo lector estará pensando en La rosa púrpura de El Cairo y al momento leerá que es el personaje con el que más se siente identificado de su filmografía. Su infancia en Brooklyn, su familia, su pasión por el beisbol, sus visitas a Manhattan, sus primeros romances y su primer matrimonio, su vida como cómico... El paso de Allan Stewart Konigsberg a Woody Allen están contados de forma tan cándida y divertida es nostálgico hasta para el lector más ajeno a los primeros años de la vida del director. Y es pasmosa su modestia, que ese mismo lector entenderá como una cura en salud de las inseguridades y neurosis que la han nutrido.


    También lo es a la hora de reconocer sus carencias: “Nunca he visto un montaje de Hamlet. Ni ninguna versión de Our town. No he leído el Ulises, El Quijote, Lolita, Catch 22, 1984, nada de Virginia Woolf, nada de E.M. Forster, ni de D. H. Lawrence, las Brontë o Dickens”. “Por otro lado, soy uno de los pocos de mi entorno que se ha leído la novela de Joseph Goebbels”, remata. Y en cuanto al cine señala que nunca le entusiasmaron Con faldas y a lo loco, La fiera de mi niña, Qué bello es vivir, Vértigo, Ser o no ser y El gran dictador.


    Si queremos tirar de anécdotas nacionales, le podemos encontrar cantando las bondades de Oviedo: “Es un pequeño paraíso estropeado solo por la presencia antinatural de una estatua de bronce de un torpe”, “Me gustaría decir que hice algo nombre y valiente por Oviedo para merecer ese honor, pero aparte de visitarla, rodar un poco allí, caminar sus calles y disfrutar su estupendo clima (como en Londres, en el caluroso verano, es fresca y gris y siempre cambia) no hice nada para merecer ningún tipo de escultura”. Incluso una comida con Arthur Miller en Oviedo cuando en 2002 ambos recibieron el Príncipe de Asturias. Y cuando después de conocerle en la ceremonia el entonces príncipe Felipe acabó yendo a cenar a su apartamento de Nueva York. 


    También hay anécdotas para el lector al que le gusta pasar lista. Fellini, Truffaut, Godard, Tati, Tennesse Williams, Barbra Streisand, Paddy Chayefsky, Harpo Marx, Garry Marshall, Warren Beatty, Peter Sellers, Peter O’Toole, Hugh Hefner y hasta un Polanski que resultó no ser Polanski.



    Pero en el momento en el que A propósito de nada, hacia la mitad, entra en Mia Farrow. Todo es Mia Farrow. Y empieza por excusarse: “Mia tenía tres hermanas y tres hermanos. Uno de los hermanos murió detrás de los controles avión. Otro se suicidó con un arma. El tercero fue encarcelado por acosar niños. Ahora sé lo que están pensando: ¿Qué clase de idiota soy? Dado el perfil que acabo de recitar, ¿por qué no me largué, fingí mi propia muerte y empecé de nuevo en una situación con menos potencial para la combustión emocional? No tengo respuesta”.



    El enamoramiento de la actriz con Mike Nichols, su dificultad para mantener relaciones sentimentales no dañinas, su obsesión con tener hijos, su mal comportamiento con los que ya tenía... El número de alertas que le deberían haber saltado a alguien tan perspicaz como Woody Allen sobre el comportamiento de su por entonces novia son tan largas como exasperantes y fáciles de analizar a toro pasado. De la misma manera y como contraposición, pormenoriza el inicio de su romance con Soon Yi y que repasó Raquel Piñeiro en este artículo. Pero no ofrece casi nada nuevo en este sentido. Hasta los detalles más escabrosos, como la operación de piernas a la que Mia sometió a Ronan cuando terminó derecho para que pudiera ser algo más alto y favorecer así, según ella, su posible carrera política, ya eran de dominio público.


    No queda muy claro si este afán es fruto de su lejanía del mundo (no tiene móvil, ni correo electrónico, ni por supuesto redes sociales), de su necesidad de volver sobre algo creyendo que no se conoce (cuando la realidad es que no se quiere conocer) o simplemente la consecuencia de la frustración que supone ser un proscrito. Puede que algo de las tres. A Allen nunca ha parecido importarle demasiado la opinión que los demás tengan sobre él, pero se detiene de forma desapasionada a nombrar a bastantes de los actores que renegaron de haber trabajado con él, tal vez para señalar cómo el arte de adecuarse a la opinión pública, publicistas mediante, puede levantar carreras. O al menos intentarlo, como la ruindad marca Chalamet.

    Aun así, también hay sitio para agradecer a quienes le apoyaron, entre ellos Almodóvar. Y también para una posible reconciliación con su hija: “Soon-Yi y yo recibiríamos a Dylan con los brazos abiertos si alguna vez quisiera ponerse en contacto con nosotros, como hizo Moses, pero por ahora solo es un sueño”.

    Aun más desesperada resulta su actitud cuando señala lo evidente: “He trabajado con cientos de actrices, ha creado 106 papeles protagonistas femeninos con 62 nominaciones a diferentes premios para las actrices y nunca ha habido ni un mínimo atisbo de comportamiento inapropiado con ninguna de ellas. Ni con ninguna de las figurantes. Ni con las dobles. Y desde que soy independiente de los estudios he empleado a 230 mujeres detrás de las cámaras, por no mencionar que editoras, productoras y cualquier otra mujer del equipo siempre ha cobrado lo mismo que los hombres en mis películas”. Y lo que en otro resultaría una fanfarronería absurda, aquí parece parte de un innecesario alegato final.


    Y por si no había abordado el asunto desde todas las perspectivas añade una, la más interesante, tirando hacia el final: “Ronan Farrow animó a las mujeres a hablar, pero cuando Soon-Yi contó su historia, a él no le gustó lo que escuchó. Le parece bien que las mujeres digan la verdad mientras sea La versión de la verdad de mamá”.



    Esta amargura final solo se compensa con su sentido del humor en forma –“Siendo un misántropo la gente no puede decepcionarte nunca”– y en fondo –“Quizá no puedo transformar mi sufrimiento en arte elevado o en filosofía, pero puedo escribir buenos one-liners, que distraen momentáneamente y aportan un breve alivio a las irresponsables consecuencias del Big bang”–.



    Y con una de sus última voluntades –“que esparzan mis cenizas junto a una farmacia”– y otra de las penúltimas –“En lugar de vivir en los corazones y las cabezas del público, prefiero vivir en mi apartamento”– se despide un hombre que ha dedicado alrededor de 200 páginas a tratar de limpiar el espacio que ocupa en los corazones y las cabezas en las que no quiere vivir. Es justo, aunque no sea necesario.



    Woody Allen / A propósito de casi todo

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    A propósito de nada (Libros Singulares (LS)): Amazon.es: Allen ...


    Woody Allen, a propósito de casi todo


    Miguel Hidalgo
    20 de mayo de 2020



    Woody Allen en la película 'Stradust Memories' (1980), en el papel de un cineasta que se cansó del éxito
    A propósito de nada
    Woody Allen
    Traducción de Eduardo Hojman. Alianza Editorial. Madrid, 2020. 440 páginas, 19,50 euros. Ebook: 13,50 euros.  
    Allan Stewart Konigsberg (Nueva York, 1935), conocido como Woody Allen, es el cineasta vivo más importante y una de las personalidades creadoras más influyentes de los siglos XX-XXI. La cantidad de películas dirigidas -cincuenta-, escritas, protagonizadas y promovidas por él a lo largo de seis décadas, la excelente calidad de un buen número de ellas, su implantación en el universo intelectual y sentimental de millones de personas, su influencia dentro y fuera del ámbito del cine y su condición de relator e intérprete de las cuitas y comportamientos cotidianos de las mujeres y de los hombres contemporáneos -con preferencia, aunque no exclusivamente, de las clases medias y urbanas ilustradas- así lo indican.
    A esto habría que añadir -sobre todo, en Estados Unidos-, su papel relevante en el teatro -trece piezas escritas, interpretadas o/y dirigidas-, la prensa, la radio y la televisión -principalmente, en la primera parte de su carrera-, así como el alcance literario de sus libros y guiones publicados. Difusor incansable del jazz y ejecutante del clarinete en una banda -seis discos, al menos, y cientos de conciertos-, Allen se considera un músico aficionado y mediocre. ¡Quién hubiera podido ser el pianista Bud Powell!
    Además de como recordatorio genérico, sirva esta introducción para hacer una reflexión y un aviso. Alianza Editorial publica en exclusiva para todos los territorios de lengua española, A propósito de nada, la autobiografía de Woody Allen, con traducción del también novelista y profesor Eduardo Hojman.
    No concibo que los lectores del libro y de esta reseña estén interesados primordialmente por el enfrentamiento y el pleito entre Mia Farrow y Woody Allen a propósito del presunto abuso sexual de su hija adoptiva Dylan, del que fue exonerado por las investigaciones e instancias pertinentes. Remito a los lectores a las hemerotecas, a sus medios y periodistas de confianza y, por supuesto, al propio libro.
    Si no esperan estruendosas revelaciones, encontrarán más que suficiente la cantidad y cualidad de las observaciones que Allen deja
    No obstante, dos comentarios obligados, que contienen un atisbo de contradicción con lo que acabo de escribir: uno, la lectura de este libro indica con toda claridad que Allen ha sentido la imperiosa necesidad de proclamar y argumentar su inocencia con todos los datos, hechos y observaciones disponibles y, dos, las ciento y pico páginas -de un total de 440- que el cineasta ha escrito sobre el caso con dolor, ira y calma -sí, todo a la vez- conforman un relato escalofriante, en verdad terrorífico, y un retrato pavoroso de Mia Farrow, quien fue su pareja -no su esposa- durante doce años sin compartir nunca domicilio y la protagonista de trece de sus películas.
    Con una más que sobria portada en negro y con la tipografía en blanco de los títulos de crédito de sus películas, A propósito de nada está escrito en primera persona -obvio-, el narrador se dirige -«habla»– a sus lectores y el texto se presenta como un continuo compacto, sin capítulos, ni títulos, ni epígrafes, aunque con espacios en blanco que separan y fragmentan el relato.
    Es, pues, una narración densa y torrencial, que fluye sin altibajos, aunque interrumpida por digresiones y saltos atrás y adelante, con muy pocas fechas, con una fuerte sensación de oralidad compatible con su elaboración literaria, en la que priman la funcionalidad, la sencillez y el abundante humor, negro en no pocas ocasiones, y siempre muy reconocible como propio de Allen.
    Por deseo del autor, no hay índice de nombres ni de títulos de películas citados y la única fotografía es un retrato de Woody Allen en blanco y negro, hecho el año pasado por Diane Keaton, que ocupa la contraportada.
    Pese a no tener partes ni capítulos titulados, la estructura del libro es nítida: arranca con la infancia y juventud -padres, familia, barrio, escuela, amigos, aficiones…-, sigue con sus años como proveedor de chistes para columnistas y cómicos y con sus trabajos como escritor, intérprete o/y director de sus monólogos, shows, programas y piezas teatrales y, por último, se expansiona sobre la totalidad de su carrera cinematográfica.
    En este último y dilatado segmento es donde inserta buena parte de su calamitoso matrimonio con la actriz Louise Lasser, su segunda esposa -a la que nombra siempre con cariño-, y sus relaciones sentimentales con Diane Keaton -su mejor amiga y cómplice hasta hoy mismo-, Mia Farrow -con la que tuvo a su único hijo biológico, Ronan Farrow- y Soon-Yi -hija adoptiva de la anterior y del músico André Previn-, con la que se casó en Venecia hace veintitrés años y con la que adoptado dos hijas que van ya a la universidad.
    Las páginas escritas sobre el pleito conforman un relato escalofriante, en verdad terrorífico, y un retrato pavoroso de Mia Farrow
    Al empezar por la infancia y proseguir por los comienzos artísticos, A propósito de nada, como sucede con tantas autobiografías y memorias, no es un libro para impacientes. Pese a lo que sabemos o creemos saber sobre Allen, hay muchas diferencias, sobre todo de matices, entre la vida real de un creador y lo que de ésta se refleja en su obra y en sus declaraciones. Es preciso ir siguiendo paso a paso su relato testimonial y confesional para impregnarnos de un nuevo y mucho más detallado conocimiento de su persona.
    A propósito de nada no es una autobiografía -según se autoetiqueta- o unas memorias de una entidad literaria sobresaliente que justifique, si tal cosa fuera posible, una lectura autónoma del interés específico por las ideas, las opiniones, las ideas, la personalidad y la obra de su autor. A quienes están interesados por Woody Allen les va a complacer suficientemente su libro, que se despliega con las características de la lluvia fina, es decir, sin grandes núcleos de revelaciones o juicios, pero calando por constancia y acumulación.
    Llaman la atención algunas cosas. Pese a los tópicos más difundidos, o en contraste con ellos, Allen no se afana en explicar su punto de vista sobre el judaísmo, la religión y la cuestión de Dios, pasa de puntillas por el psicoanálisis y, reconociendo sobradamente su admiración por las mujeres y su gusto por el sexo y proporcionando algunos detalles, cubre con un pudoroso -y prudente- velo este tema. Eso sí, también se ve en la necesidad de aclarar algunos pormenores de su trato con las actrices Stacey Nelkin y Mariel Hemingway, que eran muy jóvenes cuando se relacionó con ellas. Y la muerte, otro de sus hits, sale bastante a relucir, pero siempre de pasada y, como la hipocondría, en el campo chispeante del humor.
    Allen niega no sólo ser un intelectual, sino también un hombre de gran cultura. De hecho, y respecto a lo segundo, no hay en el libro, ni mucho menos, una gran acumulación de citas y referencias, aunque sí las suficientes y esperables en el repaso de un artista a toda una vida, repaso que comienza con alusiones a Holden Caulfield (El guardián entre el centeno) y David Copperfield.
    Además de negar su condición de intelectual y de hombre de gran cultura -llega a dar una lista de grandes libros que nunca ha leído-, sostiene que nunca ha logrado hacer una obra maestra. Para él, las cumbres del cine están en Bergman -por supuesto-, Fellini, Truffaut, De Sica, Antonioni o Buñuel, entre otros que nombra y sobre los que cuenta anécdotas, y es en comparación con las películas de ellos cuando las suyas se le antojan menores.
    Allen niega no sólo ser un intelectual, sino también un hombre de gran cultura y llega a dar una lista de grandes libros que nunca ha leído
    La obra de ficción que más admira Allen, la que sería su sueño inalcanzable como creador, es Un tranvía llamado deseo, y se refiere tanto a la pieza teatral de Tennessee Williams -su ídolo- como a la película de Elia Kazan. En esa línea, lo que más le hubiera gustado a Allen -tan nulamente stanislavskiano- es haber formado parte del Group Theatre y, como contribución a la evidencia de que el teatro -Esquilo, O´Neill, Strindberg, Chéjov- siempre le ha interesado mucho más que la novela, ningún otro largo encuentro personal ha sido tan importante en su vida como el que mantuvo con el dramaturgo Arthur Miller en Oviedo.
    Amén de mencionar, además de a Buñuel -se acuerda de Los olvidados-, algunos nombres de la cultura española, Allen habla con entusiasmo de Oviedo, Barcelona y San Sebastián -ese “miniparaíso”-, donde el verano pasado rodó su última película, Rifkin’s Festival, que el certamen donostiarra -esto es de mi cosecha- espera poder proyectar días antes de su estreno en España, previsto para el día 25 de septiembre. También evoca brevemente la estancia de Felipe VI en su casa de Nueva York.
    Woody Allen, fascinado desde niño por la magia, la música y los deportes, estuvo embobado por las películas de Hollywood, sobre todo en la medida en que le ofrecían un mundo de lujo y ensueño tan distinto a su vida cotidiana y familiar en Brooklyn, que no recuerda con desagrado -gran cariño hacia su padre-, excepción hecha de la escuela y sus terribles maestras.




    Diane Keaton, Woody Allen y Jerry Lacy en la obra de teatro ‘Play It Again, Sam (Sueños de un seductor)’ en 1969

    Pero, curiosamente, este libro, destinado principalmente a los cinéfilos, no es el libro de un cinéfilo. Allen no detalla, ni mucho menos, el proceso por el que pasa de ser un niño y un joven subyugado con las películas de la Metro a ir forjándose una cultura y una formación cinematográficas digamos que adultas. Apenas evoca a los grandes maestros del cine norteamericano y no explica la determinación y el propósito que le llevaron a empezar a dirigir películas. En los años anteriores a su debut, su admiración se concentraba en el gran comediógrafo George S. Kaufman -guionista de los hermanos Marx- y, pásmate, era acérrimo seguidor de Bob Hope. Se deduce que fue la escritura la que le llevó al cine, principalmente el encargo de escribir en París el guión de ¿Qué hay de nuevo, Pussycat? (Clive Donner, 1965) -al que dedica divertidas páginas, aunque deplora la película- y que, a partir de ahí, y como suele decirse, una cosa llevó a la otra.
    Antes de ese debut como guionista, toda la parte dedicada a sus comienzos como escritor cómico y monologuista es magnífica por la descripción de ese mundo de la radio, la televisión, el teatro y los clubs (y sus profesionales), si bien es un universo que, siendo extraordinariamente popular en Estados Unidos, es bastante menos conocido por los lectores europeos.
    No le preocupan los bajos presupuestos, lo importante es un buen guión, colaboradores con imaginación y talento y buenos actores
    Bastante antes de la mitad del libro, Allen inicia el repaso cronológico de toda su carrera cinematográfica. Podríamos resumir el procedimiento seguido y el contenido que aguarda al lector de la siguiente manera: sin entrar en un autoanálisis en profundidad, Allen destaca dos o tres aspectos o anécdotas a su juicio cruciales de la producción y rodaje de cada una de sus películas; van entrando en escena los nombres de sus actores y de sus principales colaboradores técnicos y artísticos y la valoración que hace de su trabajo en común y, por último, va desgranando e intercalando su criterio y sus opiniones sobre todas y cada una de las fases y todos y cada uno de los aspectos creativos de su trabajo como director.
    Volvamos a recordar la técnica de la lluvia fina, es decir, que poco a poco, sin extenderse a lo ancho ni en profundidad, acumulando linealmente información y comentarios, Allen termina dando una visión muy completa de su filmografía y de su sistema creativo.
    Allen reitera su exigencia de independencia y de control absoluto de principio a fin sobre sus películas, que han sido las que él ha querido hacer y no otras. El percance mayor y más doloroso de su carrera fue su ruptura y su contencioso legal -por motivos económicos- con su íntima amiga y productora Jean Doumanian. Hicieron unas diez películas juntos en los años 90. Esto sucedió en 2001, en pleno proceso de producción de La maldición del escorpión de jade. Fue claramente un cataclismo personal y profesional, que tuvo una deriva, en parte relacionada, cuando, sólo tres años después, Allen dejó de encontrar inversores y productores en Estados Unidos dispuestos a financiar sus películas y a aceptar sus condiciones de no intervención.
    Allen repite varias veces que se considera un hombre que ha tenido mucha suerte en su vida, y entonces fue cuando en Londres aceptaron producir su guión de Match Point (2005) -y dos películas más- e inició, con idas y venidas, su periplo europeo por París, Roma y España.
    No le preocupan los bajos presupuestos -al contrario-, lo importante es tener un buen guión, poder elegir a colaboradores con imaginación y talento y contar con buenos actores, adecuados para sus papeles. Hay que ser muy torpe para, con esos ingredientes, no hacer una película al menos aceptable. La escritura del guión le apasiona y los rodajes -aunque en esto se contradice un poco-, también. Allen menciona siempre qué fallos explican el fracaso de varias de sus películas, dice cuáles le gustan más y cuáles menos y se muestra sorprendido ante el éxito de unas y ante la debacle crítica o económica de otras.
    Habla con elogios de todos los guionistas que han trabajado con él, reserva mucha atención a sus directores de fotografía y no para de ponderar la figura de un personaje muy poco conocido del gran público, su veterana directora de casting, Juliet Taylor, una de las innumerables mujeres que han trabajado con él con la máxima responsabilidad al frente de equipos y departamentos.
    Si no esperan estruendosas y refulgentes revelaciones, los aficionados, cinéfilos, estudiosos y profesionales del cine, que son los destinatarios objetivos de A propósito de nada –extraño e inquietante título, ¿no?-, encontrarán más que suficiente la cantidad y cualidad de las observaciones que Woody Allen deja en su libro sobre sus películas, su oficio y las personas que le han venido acompañando en su trabajo.
    Como sucede con tantas autobiografías y memorias, este no es un libro para impacientes. es preciso seguir paso a paso su relato
    El lector descubrirá que parte de la buena suerte de la que habla Allen ha consistido en poder llegar a vivir con desahogo económico en el Manhattan de sus sueños y escapadas infantiles desde Brooklyn, tener buenas casas, beber buenos vinos, frecuentar buenos restaurantes, alojarse en buenos hoteles, viajar en avión privado a las más bellas ciudades europeas… Un niño de clase media baja -como se autodefine- ha conseguido vivir con el lujo y las burbujas que le fascinaban cuando veía las comedias de la Metro.
    El libro está escrito por un anciano herido de 84 años, en delicada situación profesional y personal, pero que goza desde hace muchos años de la estabilidad y el cariño que le proporcionan un reducido grupo de amigos y, sobre todo, su mujer, Soon-Yi -bella, inteligente, culta, perspicaz y dotada para el mando, según él- y sus dos hijas.
    La lectura atenta de este libro nos deja la percepción de una personalidad todavía más compleja de la que, entre risas, hemos vislumbrado en sus películas, la de un tipo asocial, muy solitario, muy metido en su trabajo y en sus cosas, egoísta, narcisista a su modo, mucho más neurótico de lo previsto, muy inmaduro emocionalmente y con muy mala cabeza para las relaciones sentimentales, alguien, en verdad, difícil de llevar.
    ¿Qué haces con una persona que tiene, entre otras fobias, «fobia a entrar»? Ésa es la nueva fobia de Allen que, al menos yo, he descubierto en su libro. Fobia a entrar, habla bastante de ella en su libro. Llega a una casa, a un restaurante, a una reunión, eventualmente a una fiesta de compromiso y, de pronto, a diferencia de los burgueses de El ángel exterminador -que no podían salir-, Woody Allen no puede entrar.
    En un sentido amplio e, incluso, secretamente profundo, no es casual la frase con la que se refiere a la posteridad y con la que cierra su libro: «más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa».
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