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Alice Munro / Escapada

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Alice Munro

Escapada

Si hubiera sido alguien dispuesto a doblar para llegar a su puerta ya tendría que haber reducido la velocidad. Aun así Carla tenía la esperanza de que no fuera ella.
Lo era. Mrs. Jamieson volvió la cabeza por un instante —tenía que concentrarse en conducir el coche a través de las zanjas y los charcos dejados por la lluvia en la grava—, pero no levantó la mano del volante para saludar, no había distinguido a Carla. Carla vio de refilón el brazo bronceado desnudo hasta el hombro, el pelo de un color ligeramente más desteñido que antes —ahora más blanco que rubio plateado—, la expresión decidida, impaciente y divertida ante su misma impaciencia: precisamente como era de esperar que pareciera Mrs. Jamieson mientras sorteaba semejante camino. Cuando volvió la cabeza hubo algo parecido a un rutilante fogonazo —inquisidor, esperanzado—, que hizo retroceder a Carla.
Así fue.
Tal vez Clark no se hubiera enterado aún. Si estaba sentado ante el ordenador, daría la espalda a la ventana y al camino.
Pero Mrs. Jamieson quizá tuviera que hacer otro viaje. Al volver del aeropuerto a casa podría no haberse detenido para comprar víveres…, mas quizá lo haría cuando comprobara qué necesitaba. Entonces Clark podría verla. Y, cuando oscureciera, las luces de la casa la delatarían. Pero estaban en julio y no oscurecía hasta tarde. Podría estar tan cansada que no se molestaría en encender las luces, se iría a la cama temprano.
Lo que sí podría es telefonear. En cualquier momento.


Era un verano de lluvia y más lluvia. La lluvia era lo primero que se oía por la mañana, cuando caía con fuerza sobre el techo de la caravana. En los senderos el barro era profundo, la hierba alta estaba empapada, las hojas soltaban chorros de agua al azar, incluso en los ratos en que no caían aguaceros del cielo y las nubes parecían clarear. Carla llevaba un viejo sombrero de fieltro australiano y ala ancha cada vez que salía y se metía la trenza larga y gruesa dentro de la camisa.
No llegaba nadie para hacer senderismo aunque Clark y Carla habían dado vueltas poniendo carteles en todos los campamentos, en los cafés, en la pizarra de la oficina de turismo y en cualquier otro sitio que se les ocurriera. Sólo unos cuantos alumnos iban a tomar lecciones de equitación; eran los de costumbre. No los grupos escolares de vacaciones ni los autobuses llenos de los campamentos, que les había permitido mantenerse el verano anterior. Y, hasta los alumnos de costumbre con quienes contaban, aprovechaban para hacer viajes de vacaciones o, sencillamente, cancelaban las clases porque el tiempo los desanimaba. Si llegaban demasiado tarde Clark les cobraba como siempre. Un par de ellos se quejaron y dejaron de ir.
Todavía les proporcionaban alguna entrada los tres caballos que tenían pupilos. Esos tres, más los cuatro de su propiedad, estaban a esas horas en el campo, husmeando la hierba bajo los árboles. Parecía no importarles advertir que por el momento la lluvia había amainado como solía hacer a ratos por la tarde. Justo lo preciso para levantar el ánimo: las nubes se volvían blancas, eran menos espesas y dejaban pasar un resplandor difuso, que nunca llegaba a ser verdadera luz del sol y que, en general, desaparecía antes de la cena.
Carla había terminado de limpiar el establo. Le había costado su tiempo: le gustaba la rutina de los quehaceres domésticos, el espacio alto hasta el techo del establo, los olores. Fue a la pista de equitación para ver hasta qué punto estaba seco el suelo, en caso de que apareciera el alumno de las cinco.
La mayoría de los constantes chubascos no habían sido particularmente tupidos ni los afectó el viento pero, la última semana, llegó una repentina perturbación: una ráfaga atravesó las copas de los árboles y cayó un chaparrón casi horizontal, enceguecedor. Al cabo de un cuarto de hora pasó la tormenta. Pero quedaron ramas cruzadas en el camino, cayeron cables y se desprendió un gran trozo de plástico del cobertizo. En el extremo del picadero se formó un charco como un lago y Clark tuvo que trabajar hasta después del anochecer para cavar un canal que permitiera drenar el agua.
El cobertizo todavía no estaba reparado. Clark armó una cerca de alambre para evitar que los caballos se metieran en el barro y Carla señalizó una huella más corta.
En ese momento, Clark navegaba por Internet en busca de algún sitio donde comprar algo que sirviera para remendar la techumbre. Cualquier almacén con ofertas a precios que estuvieran a su alcance o alguien que quisiera deshacerse de material de segunda mano. No iba a ir a Hy and Robbers Buckley’s Building Supply del pueblo, que él llamaba Highway Robbers Buggery Supply1 porque les debía mucho dinero y había tenido broncas con ellos.
Clark no sólo tenía broncas con personas a quienes debiera dinero. Su simpatía, al principio conquistadora, podía volverse de pronto avinagrada. Había sitios adonde no entraba, adonde siempre hacía ir a Carla por culpa de alguna gresca. La droguería era uno de esos sitios. Una mujer mayor pasó delante de él, es decir, se había olvidado de algo, volvió y se le adelantó en vez de volver a ponerse en la cola. El protestó y la cajera le dijo: «Tiene enfisema». Clark contestó: «¿Ah, sí? Pues yo tengo almorranas». Llamaron al administrador. Dijo que era una grosería gratuita. La cafetería de la carretera era otro de esos lugares. Un día no le hicieron el anunciado descuento por el desayuno porque eran más de las once de la mañana. Clark discutió, luego dejó caer la taza de café al suelo y por poco no le da —eso decían— a un niño que estaba en su cochecito. Clark sostuvo que el niño estaba a ochocientos metros y que había tirado la taza porque no le habían hecho el descuento anunciado. Le dijeron que no lo había pedido. Contestó que no era cuestión de que él lo pidiera o no.
—Has perdido los estribos —dijo Carla.
—Es cosa de hombres.
Ella no le recordó su riña con Joy Tucker. Joy Tucker era la bi-bliotecaria del pueblo a quien le cuidaban el caballo. Era una yegua zaina joven y de mucho genio llamada Lizzie. Cuando Joy Tucker estaba de broma la llamaba Lizzie Borden.* El día anterior había llegado en su coche de un humor de perros, se había quejado de que todavía no estuviera arreglado el tejado del cobertizo y de que Lizzie tuviera un aspecto lamentable, como si hubiera cogido un resfrío.
La verdad es que a Lizzie no le pasaba nada. Clark intentó —a su manera— mostrarse complaciente. Pero entonces fue Joy Tucker quien perdió los estribos y dijo que ese sitio era un basural, que Lizzie merecía algo mejor. Clark contestó:
—¡Haga lo que le dé la gana!
Joy no se había llevado a Lizzie —o todavía no se la había llevado— como Carla esperaba. Pero Clark, para quien antes la pequeña yegua era su mascota, se negó a tener que ver con ella. En consecuencia Lizzie se sintió herida en sus sentimientos: se encabritaba durante los ejercicios y armaba un escándalo cuando había que examinarle los cascos como hacían todos los días para evitar que tuviera hongos. Carla tenía que estar atenta a los mordiscos.
Pero lo que más preocupaba a Carla era la ausencia de Flora, la cabra blanca que hacía compañía a los caballos en el establo y el campo. Hacía dos días que no había señales de ella. Carla temía que la hubieran atacado los perros salvajes, los coyotes o algún oso.
Había soñado con Flora esa noche y la noche anterior. En el primer sueño Flora llegaba directamente a la cama con una manzana roja en los labios pero, en el de la última noche, huía al ver acercarse a Carla. Parecía tener una pata lisiada y, sin embargo, huía a todo correr. Conducía a Carla hasta una barricada protegida por alambre de púas, que podría ser de un campo de batalla, para luego deslizarse como una anguila blanca a través de ella —con pierna lisiada y todo— y desaparecer.
Los caballos vieron a Carla cruzar hasta el picadero y todos se dirigieron a la cerca —parecían empapados a pesar de las mantas neozelandesas—, para llamar su atención cuando volviera. Les habló en voz baja, les pidió perdón por ir con las manos vacías. Les acarició el cuello, les restregó la nariz y les preguntó si sabían algo de Flora.
Grace y Juniper bufaron y se acurrucaron contra ella, como si reconocieran el nombre de Flora y compartieran su preocupación, pero Lizzie se metió entre ellos, apartó la cabeza de Grace de la mano acariciadora de Carla y, por si acaso, le dio un mordisco en la mano. Carla dedicó bastante tiempo a regañarla.


Hasta hacía tres años, Carla no se había fijado nunca en ninguna casa rodante. Tampoco les llamaba así. Como a sus padres, «casa rodante» le habría parecido un término rebuscado. Algunas personas vivían en caravanas. Eso era todo. Una caravana no se diferenciaba de otra. Cuando Carla se instaló en una de ellas, cuando eligió esa vida con Clark, empezó a ver las cosas de otra manera. Comenzó a decir «casa rodante» y prestó atención a cómo las habían arreglado. En las cortinas que tenían colgadas, en cómo habían pintado las molduras, en las antojadizas balconadas, patios o habitaciones extras añadidas. Estaba impaciente por hacer esas mejoras en la suya.
Durante un tiempo Clark le siguió la corriente. Hizo escalones nuevos, dedicó mucho tiempo a buscar antiguas barandas de hierro forjado. No se quejó en absoluto por el dinero gastado en pintura para la cocina y el baño ni en tela para las cortinas. Carla pintaba a toda prisa: entonces no sabía que era necesario quitar los goznes de las puertas de la alacena. Ni que era necesario forrar las cortinas, que ya se habían desteñido.
Pero Clark sí se mostró reacio a quitar la alfombra —la misma en todos los ambientes—, que Carla daba por sentado reemplazarían. El dibujo consistía en cuadraditos marrones con figuras y garabatos color habano sobre marrón rojizo. Durante mucho tiempo creyó que eran las mismas figuras y garabatos dispuestos de igual manera en cada cuadrado. Cuando tuvo más tiempo, muchísimo más tiempo para examinarlos, descubrió que eran cuatro trazos empalmados para formar grandes cuadrados idénticos. A veces podía distinguir con facilidad el diseño y otras tenía que esforzarse para verlo.
Estudiaba la alfombra cuando llovía, el humor de Clark pesaba en todo el espacio interior y él no quería prestar atención más que a la pantalla del ordenador. En esos casos lo mejor era inventar o recordar alguna tarea que hubiera que hacer en el establo. Los caballos no la miraban cuando no estaba contenta, pero Flora —a quien nunca ataban— se le acercaba, se restregaba contra ella y levantaba la vista con expresión no del todo de simpatía en sus relucientes ojos amarillo verdoso. Parecía más bien un gesto de burlona complicidad.
Flora era una cabrita a medio criar cuando Clark se la llevó de la granja adonde había ido a regatear el precio de una montura. Los dueños de la granja renunciaban a la vida de campo o, por lo menos, a la cría de animales. Habían vendido los caballos, pero no conseguían deshacerse de las cabras. Clark había oído decir que una cabra era capaz de dar sensación de bienestar y comodidad a un establo y quería comprobarlo. Los granjeros pretendieron que la cabra se preñara, pero ella nunca dio muestras de estar en celo.
Al principio sólo era la mascota de Clark. Lo seguía a todas partes, brincaba para llamarle la atención. Era rápida, garbosa y provocativa como un gatito. Su semejanza con una cándida chiquilla enamorada les hacía reír a los dos. Cuando creció pareció apegarse más a Carla y, con ese apego, se volvió de repente más lista, menos veleidosa: en cambio parecía capaz de tener una suerte de humor contenido y solapado. La conducta de Carla con los caballos era tierna, rigurosa y más bien maternal, pero su camaradería con Flora era muy distinta. Flora no le permitía en ningún sentido tratarla con superioridad.
—¿Sin señales de Flora todavía? —preguntó mientras se quitaba las botas que usaba en el establo.
Clark había puesto un aviso de «cabra extraviada» en la Web.
—Hasta ahora no —contestó con voz preocupada, pero no malhumorada.
Sugirió, y no por primera vez, que Flora podría haberse largado en busca de un macho cabrío.
De Mrs. Jamieson ni una palabra. Carla puso la tetera en el fuego. Clark murmuraba para sus adentros, como solía hacer cuando estaba frente al ordenador.
A veces se contestaba a sí mismo. «Mierda», decía ante cualquier reto. O se reía. Pero cuando después ella le preguntaba de qué, no recordaba cuál era la gracia.
Carla le gritó:
—¿Quieres té?
Para su sorpresa, él se levantó y fue a la cocina.
—Así es la cosa —dijo Clark—. Así es la cosa, Carla.
—¿Cómo?
—Pues que llamó por teléfono.
—¿Quién?
—Su Majestad. La reina Sylvia. Acaba de volver.
—No oí el coche.
—No te he preguntado si lo oíste.
—Bueno, ¿y para qué llamó?
—Quiere que vayas y le ayudes a poner la casa en orden. Eso dijo. Mañana. Le dije que con seguridad irías. Pero más vale que la llames y lo confirmes.
Carla dijo:
—No veo por qué tengo que hacerlo si ya se lo has dicho tú —echó el té en las tazas—. Le limpié la casa antes de que se marchara. No creo que haya nada que hacer por ahora.
—A lo mejor han entrado negros mientras ella estaba fuera y han hecho un batifondo. Nunca se sabe.
—No tengo por qué hablarle ya, en este momento —dijo Carla—. Quiero tomar el té y darme una ducha.
—Cuanto antes mejor.
Carla se llevó el té al baño y desde allí gritó:
—Tenemos que ir a la lavandería. Las toallas huelen a humedad hasta cuando están secas.
—No cambiemos de tema, Carla.
Incluso después de haberse metido bajo la ducha le gritó desde el otro lado de la puerta:
—No te voy a dejar escurrir el bulto, Carla.
Carla creyó que todavía estaría en la puerta cuando salió, pero había vuelto al ordenador. Se vistió como si fuera al pueblo —confiaba en que si salían, iban a la lavandería y tomaban un capuchino en el café, podrían hablar de otra manera y sería posible llegar a un ten con ten. Entró en el living a paso ligero y lo rodeó desde atrás con los brazos. Apenas lo hizo la envolvió una oleada de desconsuelo —el calor de la ducha habría dado rienda suelta a las lágrimas—, se inclinó sobre él derrumbada y llorando.
Clark apartó las manos del teclado, pero no se movió.
—No te pongas hecho una fiera conmigo —suplicó Carla.
—No soy una fiera. No soporto que te pongas así, eso es todo.
—Me pongo así porque eres una fiera.
—No me digas lo que soy. Me estás asfixiando. Empieza a hacer la cena.
Es lo que hizo. Era ya evidente que el alumno de las cinco no iba a ir. Sacó patatas y empezó a pelarlas, pero no podía contener las lágrimas ni ver lo que hacía. Se secó la cara con papel de cocina, cortó otro trozo para llevárselo y salió bajo la lluvia. No fue al establo porque sin Flora le resultaba demasiado deprimente. Caminó por el sendero de vuelta a los bosques. Los caballos estaban en el otro campo. Se acercaron a la valla para mirarla. Todos, excepto Lizzie que brincó y resolló un poco, tuvieron la sensatez de comprender que tenía la atención puesta en otra cosa.


Todo empezó cuando leyeron el aviso fúnebre, el aviso fúnebre de Mr. Jamieson. Estaba en el periódico de la ciudad y su cara apareció en el noticiero de la tarde. Hasta el año anterior no habían conocido a los Jamieson más que como vecinos encerrados en sí mismos. Ella enseñaba botánica en un College a sesenta y cinco kilómetros de distancia, de modo que pasaba mucho tiempo en la carretera. Él era poeta.
Es lo único que todo el mundo sabía. Pero él parecía estar ocupado en otras cosas. Para ser poeta y un hombre mayor -—tal vez tuviera veinte años más que Mrs. Jamieson— era recio y activo. Mejoró el sistema de desagüe de su casa, limpió la alcantarilla y la recubrió con piedras. Cavó, plantó y cercó un huerto; abrió sendas entre los bosques; se ocupaba de las reparaciones de la casa.
La casa en sí era un desatino triangular de aspecto extraño, construido por él hacía años con algunos amigos sobre los cimientos de una antigua granja derruida. Se decía que eran hippies, aunque Mr. Jamieson era un poco demasiado viejo para serlo, incluso antes de que apareciera Mrs. Jamieson. Corría el rumor de que cultivaban marihuana en los bosques, la vendían y guardaban el dinero en frascos sellados de cristal, enterrados por la finca. Clark oyó contar la historia a personas conocidas del pueblo. Decía que eran gilipolleces.
—Alguien habría entrado y cavado ya. Alguien habría encontrado la manera de hacerle decir dónde estaban.
Hasta que no leyeron la nota necrológica, Carla y Clark no se enteraron de que él hubiera ganado un premio importante cinco años antes de morir. Un premio como poeta. Nadie había hablado nunca de eso. Por lo visto a la gente le parecía creíble lo del dinero procedente de la droga enterrado en frascos de cristal, pero no que hubiera ganado dinero por escribir poesía.
Poco después Clark dijo:
—Podíamos haberle hecho pagar.
Carla supo en el acto de qué hablaba, pero lo tomó a broma.
—Ya es demasiado tarde —contestó—. No puedes pagar una vez muerto.
—Él no puede. Ella sí podría.
—Se ha marchado a Grecia.
—No se va a quedar en Grecia.
—Dijo que no lo sabía —afirmó Carla con más serenidad.
—No he dicho que lo hiciera.
—Ella no tiene la menor idea del asunto.
—Eso podríamos aclararlo.
—No, no —dijo Carla.
Clark continuó como si Carla no hubiera dicho nada.
—Podríamos decir que vamos a presentar una querella. La gente saca dinero de esas cosas a cada rato.
—¿Cómo lo ibas a hacer? No puedes querellarte con una persona muerta.
—Podríamos amenazar con acudir a los periódicos. Un poeta de primera. Los periódicos se lo tragarían. Lo único que tenemos que hacer es amenazarla y cederá.
—Deliras —dijo Carla—. Bromeas, ¿no?
—No —replicó Clark—. De verdad que no.
Carla declaró que no quería hablar más del asunto y él accedió.
Pero al día siguiente volvieron a hablar del asunto. Al siguiente, al otro y al otro. Clark tenía a veces ideas, como ésa, imposibles de poner en práctica, que hasta podrían ser ilícitas. Hablaba de ellas con creciente entusiasmo y luego —Carla no sabía bien por qué— las hacía de lado. Si la lluvia hubiera cesado, si la temporada se hubiera convertido en un verano normal, él podría haber dejado que la idea siguiera el camino de las otras. Pero no fue así y durante el último mes había insistido en el plan, como si fuera perfectamente factible y serio. La cuestión era cuánto dinero pedir. Si era demasiado poco, la mujer podría no tomarlos en serio, podría llegar a pensar que se estaban tirando un farol. Si era mucho podría soliviantarse y ponerse terca.
Carla dejó de decir que era una broma. Pero sí insistió en que no iba a funcionar. Además la gente esperaba que los poetas fueran así. De manera que no merecía la pena gastar dinero para ocultarlo.
Clark sostenía que la cosa funcionaría si se hacía bien. Carla debía derrumbarse y contar a Mrs. Jamieson toda la historia. Entonces entraría Clark como si el asunto hubiera sido una sorpresa para él, algo que acabara de descubrir. Se saldría de sus casillas, hablaría de contárselo a todo el mundo. Dejaría que fuera Mrs. Jamieson la primera que hablara de dinero.
—A ti te ofendían. Te importunaban y humillaban. Y a mí me ofendían y humillaban porque eres mi mujer. Es una cuestión de honor.
Clark le hablaba así una y otra vez. Ella trataba de desviar la conversación, pero él insistía.
—Convenido —dijo él—. Convenido.


Y todo por lo que ella le había contado, cosas de las que ahora no podía retractarse ni negar.


A veces se interesa por mí.
¿El vejestorio?
Cuando ella no está a veces me pide que entre en su cuarto.
Sí.
Cuando ella sale de compras y la enfermera tampoco está.


Una brillante idea suya que en el acto complace a Clark.


¿Y tú qué haces? ¿Entras?
A veces.
Te pide que entres en su habitación… Bueno, ¿y tú qué haces? ¿Entras?

Ella simula sentirse cohibida.

A veces.
Te llama a su habitación. ¿Y…? ¿Carla, y…?
Entro para ver qué quiere.
Bueno, ¿y qué quiere?

Todo preguntado y contestado entre susurros aunque no haya nadie que pueda oírlo, aunque estén en la intimidad recoleta de su cama. Una anécdota de alcoba en la que los detalles son importantes y hay que precisarlos cada vez, siempre con convincente reluctancia, timidez, risas sofocadas, lascivia. Y no era sólo él quien se sentía impaciente y complacido. También ella. Ansiosa por gustarle y excitarlo, por excitarse. Satisfechos cada vez que resultaba.
Y en una parte de su mente era verdad: veía al viejo cachondo, el bulto que formaba en la sábana, desde luego postrado, casi sin poder hablar, pero muy competente en el lenguaje por señas, indicando su deseo, intentando empujarla suavemente, toquetearla con su complicidad, predisponerla a participar en sus ardides e intimidades. (El obligado rechazo de Carla quizá, cosa extraña, un tanto decepcionante para Clark.)
De vez en cuando surgía una imagen que ella debía desbaratar si no quería estropearlo todo. Pensaba en el verdadero cuerpo inerte entre las sábanas, drogado y encogiéndose a ojos vista en su cama de hospital alquilada, apenas atisbado unas cuantas veces cuando Mrs. Jamieson o la enfermera de turno se olvidaban de cerrar la puerta. La verdad es que nunca había llegado a estar más cerca de él.
Lo cierto es que temía ir a casa de los Jamieson, pero necesitaba el dinero y le daba lástima Mrs. Jamieson que parecía tan acosada y desconcertada como si anduviera en sueños. Una o dos veces, Carla había estallado y hecho algo verdaderamente tonto, sólo para distender el ambiente. Lo mismo que hacía cuando los jinetes que montaban por primera vez a caballo cometían torpezas, se aterrorizaban y se sentían humillados. También trataba de hacerlo cuando Clark se empecinaba en sus momentos de mal humor. Con él ya no le servía de nada. Pero decididamente el cuento de Mr. Jamieson había dado resultado.
No había manera de evitar los charcos del sendero, la hierba alta empapada a lo largo del camino ni las zanahorias silvestres que acababan de florecer. Pero el aire era bastante templado para no enfriarse. Tenía la ropa empapada como si su mismo sudor o las lágrimas que le corrían por la cara la hubieran calado igual que la llovizna. El llanto se había apagado a tiempo. No tenía con qué sonarse la nariz —el pañuelo de papel chorreaba—, pero se inclinó y se sonó con fuerza en un charco.
Levantó la cabeza y lanzó el largo silbido vibrante con que Clark y ella llamaban a Flora. Esperó un par de minutos y llamó a Flora por su nombre. Una vez y otra: silbido y nombre, silbido y nombre.
Flora no contestó.
Sin embargo casi era un alivio sentir el sencillo dolor de haber perdido a Flora, de haber perdido a Flora quizá para siempre, comparado con el lío en que se había metido con Mrs. Jamieson y el suplicio de sus altibajos con Clark. Por lo menos la desaparición de Flora no tenía que ver en absoluto con lo que ella —Carla— pudiera haber hecho mal.


Sylvia no tenía nada que hacer en la casa más que abrir las ventanas. Y pensar —con una ansiedad que la consternaba sin sorprenderla demasiado— cuánto tardaría en poder ver a Carla.
Toda la parafernalia de la enfermedad había desaparecido. El cuarto que fuera dormitorio de Sylvia y su marido —luego convertido en cámara mortuoria—, estaba limpio, ordenado para que pareciera que allí no había pasado nunca nada. Carla le ayudó en esa faena durante los pocos días frenéticos transcurridos entre la cremación del marido y la partida de Sylvia rumbo a Grecia. Las prendas de ropa que León había usado y algunas que no se había puesto nunca —incluso regalos de las hermanas que jamás salieron de los paquetes—, fueron apiladas en el asiento trasero del coche y entregadas en la tienda de segunda mano Sus píldoras, sus enseres de afeitarse, las latas sin abrir de tónicos que lo sostuvieron tanto tiempo como fue posible, los paquetes de galletas de sésamo que una vez comiera a docenas, los frascos de plástico llenos de una loción que le aliviaba el dolor de espalda, las pieles de cordero donde yacía… Todo eso fue a parar a bolsas de plástico arrastradas afuera como la basura, sin que Carla cuestionara nada. Nunca dijo, «A lo mejor alguien podría usar eso», ni señaló que cartones enteros de latas estaban sin abrir. Cuando Sylvia dijo, «Querría no haber llevado la ropa al pueblo. Querría haberlo quemado todo en el incinerador», Carla no se mostró sorprendida.
Limpiaron el horno, restregaron las alacenas, enjuagaron paredes y ventanas. Un día Sylvia estaba en el salón repasando las cartas de pésame recibidas. (No había papeles acumulados ni libretas que fuera necesario revisar, como sería de esperar tratándose de un escritor. No había trabajos sin terminar ni borradores garabateados. Meses antes él le había dicho que lo había tirado todo. «Sin contemplaciones.»)
La pared en declive de la fachada sur de la casa tenía grandes ventanales. Sylvia levantó los ojos, sorprendida por la sombra de Carla, las piernas desnudas, los brazos desnudos en lo alto de la escalera, la cara resuelta coronada con un rizo de pelo color diente de león, demasiado corto para la trenza. Rociaba y restregaba vigorosamente el cristal. Cuando vio que Sylvia la miraba se detuvo, extendió los brazos como si estuviera despatarrada allí y puso cara de gárgola tontucia. Las dos se echaron a reír. Sylvia sintió que esa risa la recorría de pies a cabeza como una corriente juguetona. Volvió a sus cartas y Carla reanudó la limpieza. Decidió que todas esas palabras amables —sinceras o de cumplido, elogiosas o compungidas— podían seguir el camino de las pieles de cordero y las galletas.
Cuando oyó que Carla apartaba la escalera y se quitaba las botas en la terraza se sintió de pronto cohibida. Se quedó donde estaba con la cabeza inclinada mientras Carla entraba en la habitación camino de la cocina, para meter el cubo y los trapos bajo el fregador. Carla apenas hizo un alto, era rápida como los pájaros, pero de refilón dejó caer un beso en la cabeza inclinada de Sylvia. Siguió de largo silbando algo casi inaudible.
Desde entonces Sylvia no se quitaba el beso de la mente. No tenía ningún significado particular. Era una manera de decir «ánimo» o «casi he acabado». Significaba que eran buenas amigas, que habían hecho juntas muchas tareas dolorosas. O quizá sólo que había salido el sol. Que Carla pensaba volver a su casa y ocuparse de los caballos. Sin embargo, Sylvia lo consideró un florecimiento halagüeño, cuyos pétalos se le desparramaban por dentro con tumultuosa calidez, como sofocón menopáusico.
Era frecuente que entre sus alumnas de cualquiera de las clases de botánica hubiera alguna especial, una cuya inteligencia, dedicación y torpe egotismo —hasta cierta genuina pasión por el mundo de la naturaleza— le recordara su juventud. Esas chicas merodeaban a su alrededor, la idolatraban, esperaban alguna suerte de intimidad que, en la mayoría de los casos, ni siquiera imaginaban. Y no tardaban en crisparle los nervios.
Carla no se parecía en nada a ellas. Si a alguien se semejaba en la vida de Sylvia, sería a ciertas chicas conocidas en el instituto: las que eran brillantes, pero nunca demasiado brillantes; buenas atletas, pero no exageradamente competitivas; vitales, pero no bravuconas. Alegres por naturaleza.


—Estuve con mis dos viejas amigas en ese pueblecito, ese pueblecito minúsculo. Esa clase de lugares donde muy de tarde en tarde paran los autobuses de turistas, un pueblo perdido. Los turistas bajaban, echaban un vistazo y se quedaban desconcertados porque no estaban en ninguna parte. No había nada que comprar.
Sylvia hablaba de Grecia. Carla estaba a pocos palmos de ella. Fascinada, la muchacha de miembros largos estaba al fin sentada allí, molesta, en la habitación llena de recuerdos. Apenas sonreía, asentía con gesto tardo.
—Al principio —dijo Sylvia— yo también estaba desconcertada. Hacía muchísimo calor. Pero lo que se dice de la luz es verdad. Es maravillosa. Y entonces descubrí qué se podía hacer allí. Y sólo eran unas pocas cosas sencillas que, sin embargo, podían llenar el día. Caminas ochocientos metros por la carretera en una dirección para comprar aceite y ochocientos metros en dirección contraria para comprar pan o vino…, y ya ha pasado la mañana; comes algo bajo los árboles y después de comer el calor es demasiado intenso para hacer nada como no sea cerrar las persianas, echarte en la cama y, a lo mejor, leer. Al principio lees. Luego resulta que ni siquiera haces eso. ¿Por qué leer? Más tarde notas que las sombras son más largas, te levantas y vas a nadar. ¡Ay! —se interrumpió a sí misma—. Me olvidaba…
Pegó un salto y fue a buscar el regalo que había comprado. No lo había olvidado en absoluto. No quiso dárselo a Carla apenas llegó, quería que saliera a relucir con más naturalidad y, mientras hablaba, pensaba en el momento en que pudiera mencionar el mar, la ida a nadar. Para luego decir, como dijo:
—Al hablar de nadar me acordé de esto porque es una pequeña réplica, ¿sabes?, es la pequeña réplica de un caballo encontrado bajo el mar. Labrada en bronce. La sacaron al cabo de tantísimo tiempo. Se supone que es del siglo n a. C.
Cuando Carla entró y echó una mirada para ver qué trabajo le esperaba, Sylvia dijo:
—No, espera, siéntate un minuto, no he tenido con quién hablar desde que he vuelto. Por favor.
Carla se sentó al borde de la silla con las piernas separadas y las manos entre las rodillas. Por alguna razón tenía pinta de estar desolada. Como si buscara la manera de ser educada, pero distante, preguntó:
—¿Cómo lo ha pasado en Grecia?
Estaba de pie con el papel sedoso arrugado que envolvía el caballo y no había quitado del todo.
—Se dice que representa un caballo de carrera —explicó Sylvia—. Es el trote final, el último sprint para ganar la carrera. También se ve al jinete que espolea al caballo hasta llevarlo al límite de sus fuerzas.
No contó que el muchacho le recordó a Carla aunque no pudiera decir por qué. No tendría más de once o doce años. Es posible que el brazo que sostenía las riendas, las arrugas de su frente infantil o la concentración y el tremendo esfuerzo le recordaran en cierto modo a Carla, cuando la primavera anterior limpiaba los cristales. Las piernas firmes en shorts, los hombros anchos, los golpazos contra el cristal y la manera de estirarse como si invitaran y hasta obligaran a Sylvia a reírse.
—Eso se ve —dijo Carla examinando a conciencia la figura bronceada verdosa—. Muchas gracias.
—De nada. Vamos a tomar un café, ¿quieres? Acabo de hacerlo. En Grecia el café es demasiado fuerte, más fuerte de lo que me gusta, pero el pan es un manjar del cielo. Y los higos maduros son increíbles. Siéntate un momento más, por favor. No dejes que siga y siga hablando de lo mismo. ¿Y por aquí qué ha pasado? ¿Cómo han ido las cosas aquí?
—Ha llovido casi todo el tiempo.
—Ya lo veo. Veo que ha llovido mucho —gritó Sylvia desde el rincón de la cocina de la gran estancia.
Mientras servía el café decidió no decir nada del otro regalo que le había traído. No le costó nada (el caballo le había costado más de lo que la muchacha podía imaginar). El otro regalo era sólo una preciosa piedrecilla blanca rosada, recogida durante un paseo por la carretera.
«Ésta es para Carla», había dicho a su amiga Maggie, que caminaba con ella. «Sé que es una tontería. Sólo quiero que tenga un trocito de esta tierra.»
Ya les había hablado de Carla a Maggie y a Soraya, la otra amiga que viajaba con ella. Les había contado que la presencia de la muchacha contaba cada vez más para ella, que parecía haberse estrechado entre las dos un lazo inexplicable, que la consoló en los terribles meses de la primavera pasada.
«Era simplemente el placer de ver a alguien…, de ver entrar en casa a alguien tan lozana y saludable como ella.»
Maggie y Soraya se rieron con amabilidad, pero turbadas.
«Siempre hay una muchacha», dijo Soraya.
Estiró los brazos pesados y bronceados para desperezarse.
«En algún momento todas nos encaprichamos con una», agregó Maggie.
A Sylvia le enfadó vagamente esa palabra pasada de moda, «encapricharse».
«Tal vez sea porque León y yo no tuvimos hijos», contestó. «Es estúpido. Transferencia del amor maternal.»
Sus amigas hablaban al mismo tiempo. Decían de manera ligeramente distinta algo referente a que podría ser estúpido pero, de cualquier modo, amor.


Sin embargo, ese día la muchacha no se parecía en nada a la Carla que Sylvia recordaba, no era ese espíritu sereno y vital, la criatura joven, generosa y despreocupada, cuya imagen la acompañara en Grecia.
Apenas se interesó por el regalo. Se mostró casi huraña cuando le alcanzó la taza de café.
—Había algo que creo te habría gustado mucho —dijo Sylvia animosa—. Las cabras. Eran bastante pequeñas incluso cuando ya estaban del todo crecidas. Unas eran manchadas, otras blancas y brincaban alrededor por las rocas exactamente igual…, igual que los espíritus del lugar. —Se rió con risa forzada, no podía callarse—.
No me habría sorprendido que tuvieran diademas en los cuernos. ¿Cómo está tu cabrita? He olvidado el nombre.
—Flora —dijo Carla.
—Sí, Flora.
—Ya no la tengo.
—¿No la tienes? ¿La has vendido?
—Ha desaparecido. No sabemos qué ha sido de ella.
—¡Oh!, lo siento. Lo siento de veras. ¿Y no habrá posibilidad de que vuelva?
No hubo contestación. Sylvia miró de frente a la muchacha, cosa que hasta ese momento no había sido capaz de hacer. Vio que tenía los ojos cuajados de lágrimas, la cara llena de manchas —con aspecto casi sucio— y que parecía dominada por la angustia.
No hizo nada por evitar la mirada de Sylvia. Apretó los labios contra los dientes, cerró los ojos y se meció de atrás hacia adelante, como si ahogara un aullido. De pronto, para desconcierto de Sylvia, aulló. Aulló, lloró, tragó una bocanada de aire, las lágrimas le rodaron por las mejillas, moqueó y empezó a mirar desesperadamente alrededor en busca de algo para limpiarse. Sylvia salió corriendo y volvió con puñados de Kleenex.
—Tranquilízate, estás aquí, aquí estás bien —le dijo, pensando que lo que debía hacer era cogerla en brazos.
Pero no tenía ninguna gana de hacerlo y podría empeorar las cosas. La muchacha podría darse cuenta de que Sylvia lo hacía a desgana, de lo incómodo que le resultaba semejante situación.
Carla dijo algo y volvió a decirlo:
—¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!
—No, no lo es. Algunas veces todos tenemos que llorar. No pasa nada, no te preocupes.    ‘
—Es una barbaridad.
Y Sylvia no pudo evitar sentir que, conforme se prolongaba esa manifestación de dolor, la muchacha se volvía más y más vulgar, más parecida a fuellas alumnas lacrimosas suyas metidas en su despacho, el de Sylvia. Algunas de ellas lloraban por las notas, pero a menudo era un gimoteo táctico, breve, nada convincente. La mayoría de las veces se echaban a llorar como Magdalenas y resultaba que la cosa tenía que ver con algún lío amoroso, los padres o un embarazo.
—No se trata de tu cabra, ¿verdad?
—No. No.
—Más vale que tomes un vaso de agua —dijo Sylvia.
Dio tiempo a que el agua saliera fría, mientras trataba de pensar qué debía hacer o decir y, cuando volvió, Carla empezaba a tranquilizarse.
—Así. Así —dijo Sylvia al ver cómo tragaba Carla el agua—. ¿No estás mejor?
—Sí.
—No es la cabra. ¿Qué es?
Carla contestó:
—No puedo soportarlo más.
¿Qué era lo que no podía soportar?
Resultó que era al marido.
Siempre estaba enfadado con ella. Se portaba como si la odiara. No había nada que ella hiciera bien, no había nada que pudiera decir. Vivir con él la estaba volviendo loca. A veces creía estar ya loca. A veces creía estarlo.
—¿Te ha lastimado, Carla?
No. No la había lastimado físicamente. Pero la odiaba. La despreciaba. No podía soportar verla llorar y ella no podía evitar llorar porque él siempre estaba enfadado.
No sabía qué hacer.
—Quizá sí sepas qué hacer —dijo Sylvia.
—¿Marcharme? Lo haría si pudiera —Carla volvió a chillar—. Daría cualquier cosa por marcharme. No puedo. No tengo un céntimo. No tengo ningún sitio adonde ir en este mundo.
—Bueno. Piénsalo. ¿Es eso del todo verdad? —preguntó Sylvia con su mejor talante de consejera—. ¿No tienes padres? ¿No me has contado que te criaste en Kingston? ¿No tienes familia allí?
Los padres se habían trasladado a British Columbia. Odiaban a Clark. Les daba igual que estuviera viva o muerta.
¿Hermanos o hermanas?
Un hermano nueve años mayor que ella. Estaba casado y vivía en Toronto. A él tampoco le importaba nada. Clark no le gustaba. Su mujer era una esnob.
—¿Has pensado alguna vez en una casa de acogida de mujeres?
—Ahí no te quieren si no te han maltratado. Todo el mundo se enteraría y perjudicaría nuestro negocio.
Sylvia esbozó una sonrisa.
—¿Es momento para pensar en eso?
Carla se rió de verdad.
—Lo sé —dijo—, estoy loca.
—Escucha —pidió Sylvia—. Escúchame. Si tuvieras el dinero para irte ¿te irías? ¿Adonde te irías? ¿Qué harías?
—Iría a Toronto —contestó Carla sin titubear—. Pero no en busca de mi hermano. Me quedaría en un motel o algo así y conseguiría trabajo en un picadero.
—¿Crees que podrías hacerlo?
—Trabajaba en un picadero el verano que conocí a Clark. Ahora tengo más experiencia de la que tenía entonces. Mucha más.
—Lo dices como si lo tuvieras planeado —dijo Sylvia pensativa.
—Ahora sí.
—Entonces ¿cuándo te irías si pudieras?
—Ahora. Hoy. En este momento.
—¿Lo único que te detiene es la falta de dinero?
Carla dio un profundo suspiro:
—Es lo único que me detiene.
—Bueno, vale. Escucha lo que te propongo. No creo que debas ir a un motel. Creo que debes coger el autobús a Toronto y quedarte en casa de una amiga mía. Se llama Ruth Stiles. Tiene una casa grande, vive sola y le gustaría tener a alguien con ella. Puedes quedarte allí hasta que encuentres trabajo. Te ayudaré con algún dinero. Tiene que haber montones y montones de picaderos en Toronto.
—Los hay.
—Bueno, ¿qué te parece? ¿Quieres que llame y pregunte a qué hora sale el autobús?
Carla dijo que sí. Temblaba. Se pasaba las manos por lqs muslos de arriba abajo y sacudía bruscamente la cabeza de un lado a otro.
—No lo puedo creer —dijo—. Le devolveré el dinero. De verdad, gracias. Se lo devolveré. No sé qué decir.
Sylvia ya estaba en el teléfono, llamando a la terminal de autobuses.
—Chist… Estoy anotando los horarios. —Escuchó y colgó—. Sé que lo harás. ¿Estás de acuerdo con lo de Ruth? Se lo diré. Queda un problema pendiente. —Miró con ojos críticos los shorts y la camiseta de Carla—. No puedes ir con esa ropa.
—No puedo ir a casa para buscar nada —contestó Carla asustada—. Ya me las arreglaré.
—El autobús tendrá aire acondicionado. Te vas a congelar. Algo mío habrá que te sirva. ¿No tenemos más o menos la misma altura?
—Usted es diez veces más delgada.
—Pero no lo era.
Al final se decidieron por una chaqueta de hilo marrón apenas usada —Sylvia consideraba una equivocación haberla comprado, el estilo era demasiado llamativo para ella—, unos pantalones sastre color habano y una camisa de seda color crema. Las zapatillas de Carla tendrían que adaptarse al conjunto porque calzaba dos números más que Sylvia.
Carla fue a darse una ducha, cosa que no se había preocupado por hacer dado su estado de ánimo esa mañana.
Sylvia telefoneó a Ruth. Esa tarde tenía que acudir a una reunión, pero dejaría la llave en casa de los vecinos de arriba y todo lo que debía hacer Carla era llamar al timbre.
—Tendrá que tomar un taxi en la terminal. Supongo que podrá arreglárselas para hacerlo —advirtió Ruth.
Sylvia se echó a reír.
—No es ninguna inútil, no te preocupes. Es una persona que está pasando un mal momento, nada más.
—Muy bien. Quiero decir que me parece muy bien que lo supere.
—No es en absoluto una inútil —insistió Sylvia, mientras pensaba que Carla se estaba probando los pantalones y la chaqueta de hilo.
Qué pronto se había recuperado del ataque de desesperación y qué guapa estaba con la ropa nueva.
El autobús pararía en el pueblo a las dos y veinte. Sylvia decidió hacer unas tortillas francesas para el almuerzo, poner la mesa con el mantel azul oscuro, bajar los vasos de cristal y abrir una botella de vino.
—Espero que tengas hambre y comas algo —dijo, cuando Carla salió limpia y reluciente con la ropa prestada.
Tenía la piel pecosa y tersa arrebolada por la ducha, el pelo húmedo oscurecido sin trenzar, los graciosos rizos aplastados contra la cabeza. Dijo tener hambre pero, cuando intentó llevarse un trozo de tortilla a la boca con el tenedor, el temblor de las manos se lo impidió.
—No sé por qué tiemblo así. Debo estar excitada. Nunca creí que pudiera ser tan fácil.
—Es demasiado precipitado —contestó Sylvia—. Probablemente no te parezca del todo real.
—Y sin embargo lo es. Ahora todo parece verdaderamente real. Era antes cuando estaba en las nubes.
—Tal vez cuando tomas una decisión, cuando tomas una decisión de verdad, pase eso. O así debía ser.
—Si has conseguido una amiga —dijo Carla con sonrisa intencionada mientras el rubor le cubría la frente—. Si has conseguido una amiga, una verdadera amiga, como usted. —Dejó cuchillo y tenedor en la mesa, y levantó torpemente con las dos manos el vaso de vino—. Bebo por una verdadera amiga —exclamó sin demasiada soltura—. Seguramente no debería tomar ni un sorbo, pero lo haré.
—Yo también —replicó Sylvia aparentando alegría. Bebió, pero estropeó el momento al añadir—: ¿Lo vas a llamar por teléfono? Tiene que saberlo. Por lo menos tiene que saber dónde estás a la hora en que te espere en casa.
—No, no voy a telefonear —Carla parecía alarmada—. No puedo hacerlo. Quizás usted…
—No, yo no.
—No, sería una estupidez. No tendría que haberlo dicho. Es difícil pensar con sensatez. Lo que tal vez haga sea dejarle una nota en el buzón. Pero no quiero que la lea demasiado pronto. Ni siquiera quiero que pasemos delante de la casa cuando me lleve al pueblo. Quiero que vayamos por la parte de atrás. De modo que si escribo la nota…, si la escribo, ¿podría usted deslizaría en el buzón a la vuelta?
Sylvia aceptó. No se le ocurría otra alternativa.
Llevó papel y bolígrafo. Sirvió un poco más de vino. Carla se quedó pensativa y luego escribió unas palabras.

Me he marchado. Hestaré muy bien.

Eran las palabras que Sylvia leyó al desdoblar el papel cuando volvía de la terminal de autobuses. Estaba segura de que Carla sabía que «hestaré» se escribe sin «h». Sólo se trataba del exaltado estado de confusión en que «hestaba» al escribir la nota. En un estado de confusión tal vez más profundo de lo que Sylvia creía. El vino le había hecho brotar un torrente de palabras, que no parecía acompañado por ninguna pena ni ningún disgusto en particular. Habló del establo donde trabajaba cuando a los dieciocho años conoció a Clark y acababa de salir del instituto. Los padres querían que fuera al College, siempre que la dejaran estudiar veterinaria. Lo que en realidad quería y había querido toda su vida era trabajar con animales y vivir en el campo. En el instituto era una de esas chicas desgarbadas, una de esas chicas de quienes las demás se burlan, pero no le importaba.
Clark era el mejor profesor de equitación que tenían. Montones de mujeres estaban tras él, iban a clase de equitación sólo porque él era el profesor. Carla le tomaba el pelo por su círculo de admiradoras y al principio a él parecía gustarle, pero después empezó a fastidiarle. Ella le pidió disculpas y trató de remediarlo haciéndole hablar de su sueño —en realidad de sus planes—, de tener una escuela de equitación, un establo, en el campo. Un día Carla entró en el establo, lo encontró ensillando un caballo y se dio cuenta de que se había enamorado de él.
Ahora pensaba que se trataba de atracción sexual. Tal vez sólo fuera cuestión de sexo.


Cuando llegó el otoño y se suponía que ella dejaría el trabajo y entraría en el College de Guelph, se negó a marcharse. Dijo necesitar un año libre.
Clark era muy guapo, pero no había esperado a terminar ni siquiera la escuela secundaria. Perdió por completo el contacto con su familia. Pensaba que la familia era un veneno que se lleva en la sangre. Fue auxiliar en un hospital psiquiátrico; pinchadiscos de una estación de radio en Lethbridge, Alberta; miembro de un equipo de vialidad cerca de Thunder Bay; aprendiz de barbero; vendedor en un almacén de suministros militares. Era de los únicos trabajos de los que le había hablado.
Carla le puso el apodo de «Gypsy Rover» [Gitano Errante] por la canción, la antigua canción que su madre solía cantar. Le dio por cantarla sin parar en casa y la madre se dio cuenta de que algo pasaba.
La última noche ella durmió en cama de plumas con un edredón de seda por cubierta.Esta noche dormirá en el suelo duro y frío…Junto a su amante gitano. La madre le dijo: «Te va a partir el corazón, tenlo por seguro». El padrastro, que era ingeniero, ni siquiera le garantizaba que Clark tuviera tanto poder. «Es un perdedor», decía. «Un tiro al aire.» Como si Clark fuera un chinche que pudiera sacudirse de la ropa.
Por eso Carla contestó: «¿Es capaz un tiro al aire de ahorrar dinero para comprar una granja? Pues eso es lo que ha hecho». «No estoy dispuesto a discutir contigo», fue lo único que le contestó el padrastro. En todo caso no era hija suya, añadió, como si así diera por cerrada la cuestión.
Como es natural Carla se escapó con Clark. La conducta de los padres no podía conducir a otra cosa.
—¿Te pondrás en contacto con tus padres cuando te hayas establecido? —preguntó Sylvia—. ¿Cuando te hayas establecido en Toronto?
Carla enarcó las cejas, hundió las mejillas y formó una «O» con la boca:
—Ñopo —dijo.
Sin duda estaba un poco bebida.


De vuelta en casa después de haber dejado la nota en el buzón, Sylvia fregó los platos que todavía estaban en la mesa, lavó y le sacó brillo a la sartén, echó el mantel y las servilletas azules al cesto de ropa sucia y abrió las ventanas. Hizo todo eso con una vaga sensación de arrepentimiento e irritación. Había sacado una pastilla de jabón con aroma de manzana para que la chica se duchara y el olor flotaba por la casa, como estuvo flotando en el coche.
En algún momento, a última hora dejó de llover. No podía quedarse quieta y fue a dar una caminata a lo largo del sendero abierto por León. El agua se había llevado gran parte de la gravilla que él pusiera en los sitios cenagosos. Siempre salían a caminar en primavera para ver las orquídeas silvestres. Ella le decía los nombres de cada flor silvestre, que él olvidaba —excepto el de las lilas—. León solía llamar Dorothy Wordsworth a Sylvia. 3
La última primavera, Sylvia salió una vez y recogió un ramillete de petunias violetas. Él apenas las miró —como a veces la miraba a ella— con expresión de agotamiento, de rechazo.
Seguía viendo a Carla, a Carla que subía al autobús. Su agradecimiento era sincero, pero ya casi por compromiso; saludó con la mano y gesto desenfadado.
A alrededor de las seis, Sylvia llamó a Toronto —a Ruth—, a sabiendas de que Carla no podía haber llegado todavía. Respondió el contestador automático.
—Ruth —dijo Sylvia—. Soy Sylvia. Te llamo por la chica que te he mandado. Espero que no se convierta en una carga para ti. Espero que todo vaya bien. Te puede parecer un poco pagada de sí misma. Tal vez sea cuestión de juventud. Mantenme al tanto. ¿Vale?
Llamó de nuevo antes de acostarse, pero se volvió a encontrar con el contestador. «Soy Sylvia una vez más. Sólo quería saber cómo va todo.» Colgó. Eran entre las nueve y las diez de la noche, todavía no había oscurecido por completo. Ruth no habría vuelto y la muchacha no querría contestar el teléfono en casa ajena. Intentó acordarse del nombre de los vecinos del piso de arriba. Seguro que aún no se habrían ido a la cama. Pero no lo recordó. Más valía así. Telefonearles sería armar un lío, mostrarse demasiado ansiosa, exagerar demasiado.
Se metió en la cama pero le resultó imposible quedarse allí. Cogió un acolchado ligero, fue al salón y se echó en el sofá, donde había dormido los últimos tres meses de vida de León. No creía poder conciliar el sueño tampoco allí: no había cortinas en la ventana y, por el tono del cielo, supo que había salido la luna aunque no podía verla.
De pronto se encontró dentro de un autobús en alguna parte —¿sería en Grecia?—, con una cantidad de gente que no conocía. El motor del autobús hacía un ruido alarmante como de golpeteo. Despertó y se dio cuenta de que alguien aporreaba la puerta delantera.
«¿Carla?», pensó.
Carla mantuvo la cabeza baja hasta que el autobús dejó el pueblo atrás. Los cristales de las ventanillas eran polarizados, nadie podía ver nada desde fuera, pero ella debía evitar mirar. Por si acaso aparecía Clark. Podía salir de alguna tienda o estar esperando para cruzar la calle, por completo ajeno a que lo estaba abandonando, creyendo que era una tarde cualquiera. No, creyéndola la tarde en que el plan —el de él— se había puesto en marcha, ansioso por saber hasta qué punto lo seguiría ella.
Una vez fuera del pueblo levantó la vista, aspiró una profunda bocanada de aire, se fijó en los campos que, a través de los cristales, se veían ligeramente teñidos de violeta. La presencia de Mrs. Jamie-son la había rodeado de una notable sensación de seguridad, de cordura. Y había hecho que su escapada pareciera la cosa más razonable que imaginarse pueda, lo único que una persona en el pellejo de Carla podía hacer, si se respetaba a sí misma. Carla había sido capaz de hablar con desacostumbrada franqueza, incluso de demostrar madurez, de revelar su vida a Mrs. Jamieson de una manera que parecía dirigida a ganarse su simpatía, a ser al mismo tiempo contradictoria y sincera. Había optado por vivir de acuerdo con lo que, según creía, era el deseo de Mrs. Jamieson…, de Sylvia. Tenía, sí, cierta aprensión de decepcionar a Mrs. Jamieson —que se le antojaba persona excepcionalmente sensible y rigurosa—, pero no creía correr ningún peligro de hacerlo.
Si no se viera obligada a depender de ella demasiado tiempo.
El sol brillaba desde hacía rato. Cuando se sentaron a comer hacía relucir los vasos de vino. No había llovido desde temprano. El viento soplaba lo suficiente para levantar la hierba a los lados del camino y los juncos en flor, libres ya de los terrones empapados. Nubes veraniegas, no nubes de lluvia, cruzaban raudas el cielo. La campiña entera estaba cambiando, se sacudía y dejaba ir en la auténtica luminosidad de un día de julio. Y conforme avanzaban a toda velocidad no veía rastro alguno del pasado reciente: ni grandes charcos en los campos que mostraran dónde habían sido barridas por el agua las semillas, ni larguiruchos maíces mustios, ni granos de cereal caídos.
Se le ocurrió que debía comentarlo con Clark: por alguna razón inexplicable a lo mejor habían elegido un rincón húmedo y deprimente del país, habiendo otros lugares donde habrían podido prosperar.
¿O todavía podrían?
Luego se le ocurrió, por supuesto, que ya no le diría nada a Clark. Nunca jamás. No le importaría lo que le pasara a él, a Grace, a Mike, a Juniper, a Blackberry ni a Lizzie Borden. Si por casualidad volvía Flora, ella no se enteraría.
Era la segunda vez que dejaba todo atrás. La primera fue como la vieja canción de los Beatles: dejar una nota en la mesa, salir a hurtadillas de la casa a las cinco de la mañana, encontrar a Clark en el parking de la iglesia, un poco más allá. Tarareaba la canción mientras escapaban a toda velocidad. «Se va de casa. Adiós-adiós.» Recordaba cómo salía el sol tras ellos, cómo miraba las manos de Clark al volante, el vello negro de sus hábiles antebrazos, el olor del interior de la furgoneta, olor a combustible y metal, a herramientas y establos. A través de las junturas herrumbradas de la furgoneta se colaba el viento frío de la mañana otoñal. Era la clase de vehículo en el cual su familia no se habría metido nunca, el tipo de vehículo que rara vez aparecía en las calles donde vivían.
Recordaba la preocupación de Clark por el tráfico esa mañana (habían llegado a la autopista 401), su inquietud por cómo respondería el coche, sus contestaciones cortantes, la concentración de sus ojos, hasta su ligera irritación por la atolondrada alegría de ella… Todo eso la ilusionaba. Tanto como los desórdenes del pasado de Clark, su confesada soledad, la ternura que era capaz de tener con un caballo y con ella. Lo veía como el artífice de la vida que les esperaba, ella cautiva, con una sumisión a la vez genuina y exquisita.
«No sabes lo que estás dejando atrás», le decía su madre en la única carta recibida y nunca contestada. Pero en aquellos estreme-cedores momentos de la huida a primera hora del amanecer, sabía lo que dejaba atrás aunque sólo tuviera una vaga idea de lo que tenía por delante. Despreciaba a los padres, su casa, el patio trasero, los álbumes de fotos, las vacaciones, la licuadora, el «tocador de señoras», los vestidores, el sistema de riego subterráneo. En la breve nota que dejó escrita había usado la palabra «auténtico».
Siempre he echado de menos un estilo de vida más auténtico. Sé que no puedo esperar que lo comprendáis. El autobús paró en el primer pueblo de la carretera. La terminal estaba en una gasolinera. La misma a la que solían ir Clark y ella al principio para comprar combustible barato. En aquellos días su mundo abarcaba varios pueblos de la campiña que los rodeaba y a veces se portaban como turistas y probaban el plato del día en bares de hoteles de mala muerte. Pies de cerdo, chucrut, panqueques de patata, cerveza. Y cantaban en el camino de vuelta como paletos zafios.
Pero poco después empezaron a considerar las salidas como una pérdida de tiempo y dinero. Es lo que la gente hace antes de entender las realidades de la vida.
Lloraba, se le llenaron los ojos de lágrimas sin darse cuenta. Se dedicó a pensar en Toronto, en los primeros pasos que tenía por delante. El taxi, la casa que nunca había visto, la cama ajena donde dormiría sola. A la mañana siguiente miraría el listín telefónico en busca de direcciones de picaderos, iría adonde fuera necesario en busca de trabajo.
No podía imaginarlo. Ella viajando en metro o autobús, cuidando otros caballos, hablando con gente nueva, viviendo todos los días entre multitud de personas, ninguna de las cuales sería Clark.
Una vida, un lugar, elegidos precisamente por esa razón: para que no estuviera Clark.
Lo más extraño y tremendo que iba teniendo claro sobre ese, su futuro mundo —tal y como ahora lo veía—, es que en ese mundo ella no existiría. Se limitaría a caminar por ahí, abrir la boca y hablar, hacer esto o aquello. En realidad no estaría allí. Y lo que era aún más raro es que lo estaba haciendo con la esperanza de recuperarse. Como diría Mrs. Jamieson —y como habría dicho ella muy convencida— «se haría cargo de su vida». Sin que nadie la fulminara con la mirada, sin que el humor de nadie le contagiara su amargura.
Pero ¿qué más le daría? ¿Cómo sabría que estaba viva?
Mientras se escapaba —ahora de él—, Clark conservaba un lugar en su vida. Pero cuando la huida acabara, cuando no hiciera más que seguir adelante ¿qué pondría en lugar de Clark? ¿Qué otra cosa, qué otra persona podría significar nunca un desafío tan vital?
Se las arregló para dejar de llorar, pero empezó a temblar. Iba por mal camino y tendría que controlarse, tendría que dominarse. «Domínate», le decía a veces Clark, al pasar por algún sitio donde ella estuviera acurrucada tratando de no llorar. Y eso era precisamente lo que tenía que hacer.
Pararon en otro pueblo. Era el tercero desde que había subido al autobús. Quería decir que habían pasado por el segundo sin que se diera cuenta. El autobús habría parado, el conductor habría anunciado el nombre del pueblo y ella no había visto ni oído nada, sumida en el arrebato del miedo. No tardarían en llegar a la carretera principal y el autobús correría como un bólido hasta To-ronto.
Y ella estaría perdida.
Estaría perdida. ¿Qué sentido tenía coger un taxi, dar la nueva dirección, levantarse por la mañana, cepillarse los dientes y lanzarse al mundo? ¿Por qué tenía que conseguir un trabajo, llevarse comida a la boca, dejarse llevar por cualquier transporte público de un lado a otro?
Sentía que los pies estaban a enorme distancia de su cuerpo. En los flamantes pantalones, las rodillas le pesaban como plomo. Se hundía en la tierra como el caballo lisiado que no va a volver a levantarse.
El autobús ya había cargado a los pocos pasajeros que, con sus paquetes, esperaban en ese pueblo. Una mujer con un niño en el cochecito despedía a alguien con la mano. El edificio que tenían detrás, el café que servía de parada al autobús, también se movía. Por las ventanas y ladrillos cruzaba una vaharada nebulosa, que parecía fuera a disolverlos. Con peligro para su vida Carla impulsó su cuerpo enorme, sus miembros de plomo. Se tambaleó y gritó:
—Déjeme bajar.
El conductor frenó y gritó irritado:
—¿No iba usted a Toronto?
Los pasajeros le lanzaban miradas furtivas de curiosidad, nadie parecía entender su angustia.
—Tengo que bajar aquí.
—Hay baño al fondo.
—No. No. Tengo que bajar.
—No la voy a esperar. ¿Entendido? ¿Lleva equipaje abajo?
—No. Sí. No.
—¿Ningún equipaje?
Una voz dijo en el autobús:
—Claustrofobia. Eso es lo que le pasa.
—¿Está usted mareada? —preguntó el conductor. —No. Lo único que quiero es bajar.
—Bueno, muy bien. A mí tanto me da.
—Ven a buscarme. Por favor. Ven a buscarme.
—Ahí voy.


Sylvia había olvidado echar la llave de la puerta. Se dio cuenta de que en ese momento debería cerrar en vez de abrir, pero era demasiado tarde, ya había abierto.
Y allí no había nadie.
Sin embargo estaba segura, segurísima, de que el golpeteo era real.
Cerró la puerta, esta vez con llave.
Oyó un tamborileo guasón, un repiqueteo tintineante que venía de la pared de los ventanales. Encendió la luz, pero no vio nada y la volvió a apagar. Sería algún animal ¿quizás una ardilla? Las puertas francesas que se abrían entre las ventanas y daban al patio tampoco estaban cerradas con llave. Ni siquiera cerradas del todo. Las había dejado entreabiertas para ventilar la casa. Empezó a cerrarlas, alguien se rió muy cerca de ella, tan cerca que estaba en la habitación.
—Soy yo —dijo una voz de hombre—. ¿La he asustado?
Estaba apoyado contra el cristal, a su lado.
—Soy Clark, Clark, el que vive un poco más allá.
Sylvia no le iba a pedir que entrara, pero no se atrevía a cerrarle la puerta en las narices. El podría sujetarla antes de que pudiera hacerlo. Tampoco quería encender la luz. Dormía con una camiseta larga. Tendría que haber pegado un tirón al edredón del sofá y haberse envuelto en él, pero era demasiado tarde.
—¿Quiere vestirse? —preguntó Clark—. Aquí tengo precisamente lo que necesita.
Llevaba una bolsa de compras en la mano. Se la tiró, sin hacer ademán de alcanzársela.
—¿Cómo dice? —Sylvia hablaba con voz entrecortada.
—Mire y vea. No es una bomba. Ahí está, cójala.
Sylvia metió la mano en la bolsa sin mirar. Algo blando. Y en ese momento reconoció los botones de su chaqueta, la seda de la blusa, el cinturón de los pantalones.
—Se me ocurrió que era mejor devolverle esto. Es suyo, ¿no?
Sylvia apretó las mandíbulas para que no le castañetearan los dientes. La boca y la garganta se le habían secado de forma alarmante.
—Entendí que todo esto era suyo —dijo él en voz baja.
Sylvia tenía la lengua estropajosa. Le costó decir:
—¿Dónde está Carla?
—¿Se refiere usted a Carla, mi mujer?
Ahora podía verle mejor la cara. Podía ver cómo estaba disfrutando la escena.
—Mi mujer, Carla, está en la cama, en casa. Está durmiendo en la cama. En su sitio.
Era un hombre guapo con pinta de tonto. Alto, espigado, bien formado, pero con una actitud que parecía forzada. Un aire de amenaza intencionada y contenida. Un rizo de pelo negro le caía sobre la frente, un bigotito presumido, ojos que parecían a la vez prometedores y burlones, una sonrisa infantil siempre al borde de la ofuscación.
Nunca le había caído bien: lo había comentado con León. León decía que su actitud un tanto confianzuda no era más que inseguridad en sí mismo.
El hecho de que estuviera inseguro de sí mismo no significaba que en ese momento ella estuviera a salvo.
—Está agotada —dijo Clark—, después de su aventurilla. Tendría que haberse visto usted la cara… Tendría que haberse visto usted la cara que ha puesto al reconocer esa ropa. ¿Qué pensó usted? ¿Que la había asesinado?
—Me pilló por sorpresa —contestó Sylvia.
—Apuesto a que sí. Después de la generosa ayuda prestada para que escapara.
—La ayudé —dijo Sylvia con gran esfuerzo—. La ayudé porque parecía estar en un aprieto.
—Aprieto —repitió él como si estudiara la palabra—. Imagino que lo estaba. Se vio en un tremendo aprieto cuando saltó de ese autobús, buscó un teléfono y me llamó para que fuera a buscarla. Lloraba de tal manera que me costó adivinar lo que me decía.
—¿Quería volver?
—¡Oh, claro! Puede estar segura de que quería volver. Es una muchacha con muchos altibajos en sus emociones. No creo que usted la conozca tanto como yo.
—Parecía muy feliz con la idea de poder marcharse.
—No me diga… Bueno, creo en su palabra. No he venido aquí para discutir con usted.
Sylvia no dijo nada.
—Vine para decirle que no me hacen gracia sus injerencias en mi vida con mi mujer.
—Además de ser su mujer es un ser humano —dijo Sylvia a pesar de saber que haría mejor en callarse.
—¡Vaya por Dios! ¿Así es la cosa? ¿Mi mujer es un ser humano? ¿De veras? Gracias por la información. Pero no trate de hacerse la lista conmigo, Sylvia.
—No me estaba haciendo la lista.
—Bueno. Me alegro. No quiero enfadarla. Sólo tengo un par de cosas importantes que decirle. Una: no quiero que meta las narices nunca en nada que tenga que ver con la vida de mi mujer ni con la mía. Otra, que no quiero que ella vuelva por aquí. No es que Carla tenga demasiado interés en venir, de eso estoy segurísimo. Por el momento no tiene demasiada buena opinión de usted. Y ya es hora de que aprenda usted a limpiar la casa. Ahora —continuó—, ahora ¿le ha entrado esto bien en la cabeza?
—Más que de sobra.
—¡Vaya!, espero que sí. Espero que sí.
Sylvia dijo:
—Sí.
—¿Y sabe qué otra cosa se me ocurre?
—¿Cómo?
—Creo que me debe usted algo.
—¿Cómo?
—Creo que debe ofrecerme… Que debe ofrecerme sus disculpas.
—Muy bien. Si así lo quiere…, lo lamento.
Clark cambió de postura, quizá sólo para extender la mano y, al verlo moverse, Sylvia se estremeció.
El se echó a reír. Puso la mano en el marco de la puerta para asegurarse de que ella no fuera a cerrarla.
—¿Qué es eso? —preguntó Sylvia.
—¿Qué es qué? —repitió él como si ella estuviera maquinando un ardid, un ardid que no serviría de nada.
Pero en ese momento captó la imagen de algo reflejado en la ventana y giró en redondo para mirar.
Frente a la casa había una parcela lisa y ancha de terreno que, en esa época del año, se cubría con frecuencia de niebla por la noche. Esa noche la niebla estaba ahí, lo había estado todo aquel rato. Pero en ese momento se produjo un cambio. La niebla se había espesado, había tomado otro perfil, se había transformado en algo puntiagudo y radiante. Primero fue una bolita de diente de león que se tambaleaba hacia delante, luego se condensó en una especie de animal sobrenatural, blanco puro, endemoniadamente anguloso, algo así como un unicornio enorme, que se abalanzaba hacia ellos.
—¡Dios mío! —exclamó piadosamente Clark en voz baja.
Aferró a Sylvia por el hombro. El gesto no alarmó en absoluto a Sylvia: lo aceptó convencida de que lo hacía para protegerla o para tranquilizarse él.
Y en eso quedó al descubierto la visión. Salió entre la niebla, entre la luz creciente —parecía la de un coche que pasara por el camino trasero, probablemente en busca de sitio donde aparcar—, entre todo eso surgió una cabra blanca. Una saltarina cabrita blanca, apenas más grande que un perro pastor.
Clark soltó el hombro de Sylvia y dijo:
—¿De dónde demonios vienes?
—Es su cabra —aventuró Sylvia—. ¿No es su cabra?
—Flora —confirmó él—. Flora.
La cabra se detuvo a un metro de ellos, intimidada, y dejó caer la cabeza.
—Flora —repitió Clark—. ¿De dónde demonios vienes? Nos has acojonado.
Nos.
Flora se acercó sin levantar la vista. Embistió contra las piernas de Clark.
—¡Condenado y estúpido animal! —exclamó con voz temblorosa—. ¿De dónde vienes?
—Se había perdido —dijo Sylvia.
—Sí, se había perdido. La verdad es que no pensábamos volver a verla.
Flora alzó la cabeza. La luz de la luna captó el destello de sus ojos.
—Nos has asustado —insistió Clark—. ¿Estuviste por ahí buscando novio? Nos acojonaste ¿a usted no? Creimos que eras un fantasma.
—Fue efecto de la niebla —dijo Sylvia.
Cruzó la puerta y salió al patio. Del todo a salvo.
—Sí.
—Y además los faros de ese coche.
—Fue como una aparición —Clark se había recuperado.
Se alegró de haber encontrado esa palabra.
—Sí.
—La cabra del espacio sideral. Eso es lo que eres. Eres una condenada cabra del espacio sideral —repitió, acariciando a Flora.
Pero cuando Sylvia extendió la mano para hacer lo mismo —en la otra mano todavía tenía la bolsa con la ropa usada por Carla—, Flora bajó de inmediato la cabeza como dispuesta a dar un buen topetazo.
—Las cabras son impredecibles —comentó Clark—. Pueden parecer mansas, pero no lo son. Cuando ya están criadas no lo son.
—¿Flora ya está criada? Parece tan pequeña…
—Nunca será más grande de lo que es.
Se quedaron mirando a la cabra como si esperaran que les fuera a dar más tema de conversación. Pero por lo visto no iba a ser así. Desde ese momento no podrían avanzar ni retroceder. Sylvia creyó ver que una sombra de pesar cruzaba la cara de Clark.
El lo reconoció y dijo:
—Es tarde.
—Supongo que sí —como si se tratara de una visita cualquiera.
—Vamos, Flora, es hora de volver a casa.
—Ya me las arreglaré para conseguir quien me ayude si lo necesito. De cualquier modo, de momento creo que no hará falta —añadió casi riéndose—. Los dejaré en paz.
—Seguro. Será mejor que entre. Se va a enfriar.
—Antes la gente creía que las nieblas nocturnas eran maléficas.
—Eso sí que es una novedad para mí.
—Bien, pues, buenas noches. Buenas noches, Flora.
Sonó el teléfono.
—Con su permiso —dijo Sylvia.
Clark levantó la mano y se dio vuelta.
—Buenas noches.
Era Ruth.
—¡Ay! —contestó Sylvia—. Cambio de planes.



No durmió pensando en la cabrita, cuya aparición entre la niebla cada vez le parecía más prodigiosa. Hasta se le ocurrió que León podría haber tenido algo que ver. Si ella fuera poetisa escribiría un poema sobre un tema como ése. Pero sabía por experiencia que las cosas que ella creía podría escribir un poeta nunca habían atraído a León.


Carla no oyó salir a Clark. Pero se despertó cuando entró. Él le dijo que había estado dando una vuelta por el establo.
—Hace un rato pasó un coche por la carretera y sentí curiosidad por saber qué hacía aquí. No pude volver a dormirme hasta que salí para ver si todo estaba en orden.
—¿Y estaba todo en orden?
—Hasta donde pude ver…Una vez levantado se me ocurrió hacer una visita allá arriba. Devolví la ropa.
Carla se sentó en la cama.
—¿La despertaste?
—Sí, se despertó. Asunto arreglado. Tuvimos una pequeña conversación.
—¡Oh!
—Todo está aclarado.
—¿No le habrás hablado de aquello, verdad?
—Aquello era hablar por hablar. De veras. Créeme. Pura fabu-lación.
—Está bien.
—Tienes que creerme.
—Te creo.
—Lo inventé todo.
—Está bien.
Clark se metió en la cama.
—Tienes los pies fríos —dijo Carla—. Como si estuvieran húmedos.
—Hay mucho rocío. Ven aquí. Cuando leí tu nota me sentí vacío por dentro. De verdad. Si alguna vez te fueras, no quedaría nada de mí.
Siguió el buen tiempo. En las calles, en las tiendas, en el correo, los vecinos se saludaban unos a otros celebrando que por fin hubiera llegado el verano. Los pastizales y hasta las pobres cosechas dañadas levantaron cabeza. Los charcos se secaron, el barro se convirtió en tierra. Soplaba un ligero viento templado y todo el mundo tenía otra vez ganas de hacer cosas. El teléfono sonaba. Pedían información sobre senderismo, lecciones de equitación. Los campamentos de verano volvían a estar interesados y cancelaban las giras a museos. Llegaban furgonetas con su carga de niños revoltosos. Los caballos, libres de mantas, hacían cabriolas a lo largo de los cercos.
Clark se las arregló para hacerse con un trozo de techado bastante grande a buen precio. Dedicó todo el día siguiente al Día de la Escapada (así llamaba al viaje de Carla en autobús) al arreglo del picadero.
Durante un par de días, mientras cada uno se ocupaba de sus tareas, se saludaban con la mano. Si ella pasaba cerca de él y no había nadie alrededor, Carla le besaba el hombro a través de la tela ligera de la camisa veraniega.
—Si alguna vez intentas escaparte de mí te voy a poner morada.
—¿Serías capaz?
—¿Capaz de qué?
—¿De ponerme morada?
—Ya lo creo…
Estaba animoso, irresistible, como cuando lo conoció.
Pájaros por todas partes. Mirlos con alas rojas, tordos, un par de palomas que cantaban al amanecer. Muchos cuervos y gaviotas en misión de reconocimiento sobre el lago, grandes pavipollos sentados en las ramas de un roble seco a casi un kilómetro de distancia se secaban las voluminosas alas, se elevaban de vez en cuando para intentar volar, aleteaban un poco por ahí, luego recobraban la compostura dejando que el sol y el calor cumplieran con su deber. En poco más de un día estaban recuperados, volaban alto, hacían círculos y se dejaban caer en tierra, desaparecían por encima de los bosques y volvían para descansar en el árbol desnudo que les resultaba familiar.
Volvió a aparecer la dueña de Lizzie —Joy Tucker—, bronceada y cordial. Harta de la lluvia se había ido a pasar las vacaciones haciendo caminatas en las Montañas Rocosas. Ya estaba de vuelta.
—Una sincronización perfecta desde el punto de vista del tiempo —dijo Clark.
Joy Tucker y él empezaron a bromear enseguida como si no hubiera pasado nada.
—Lizzie parece estar en buena forma —declaró ella—. Pero ¿dónde está su amiguita? ¿Cómo se llama…? ¿Flora?
—Ha desaparecido —contestó Clark—. A lo mejor se ha largado a las Montañas Rocosas.
—Había montones de cabras allí. Con unos cuernos fantásticos.
—Eso he oído decir.

Durante tres o cuatro días estuvieron demasiado ocupados para fijarse si había algo en el buzón. Cuando Carla lo abrió encontró la factura del teléfono, la promesa de que si se suscribían a cierta revista podrían ganar un millón de dólares y la carta de Mrs. Jamieson.

Querida Carla:He estado pensando en los acontecimientos (más bien dramáticos) de los últimos días y me he encontrado muy a menudo hablando conmigo misma, en realidad contigo, y creo que debo transmitirte lo que siento aunque sólo sea por carta. Y no te preocupes, no tienes necesidad de contestar.
Mrs. Jamieson seguía diciendo que temía haberse involucrado demasiado en la vida de Carla y haber cometido en cierto modo el error de creer que la libertad de Carla y su libertad eran la misma cosa. Lo único que le interesaba era su felicidad y ahora se daba cuenta de que ella —Carla— debía encontrarla en su matrimonio. Esperaba que quizá la escapada y las turbulentas emociones hubieran hecho brotar sus verdaderos sentimientos y, tal vez al mismo tiempo, el reconocimiento de los verdaderos sentimientos de su marido.
Decía entender perfectamente que Carla quisiera evitarla en el futuro; que siempre agradecería la existencia de Carla en su vida en momentos tan difíciles.


Lo más extraño y maravilloso en esa cadena de acontecimientos creo que es la reaparición de Flora. La verdad es que más bien parece un milagro. ¿Dónde habría estado todo ese tiempo y por qué eligió ese momento para volver? Estoy segura de que tu marido te lo habrá contado. Estábamos hablando en la puerta del patio y yo —que estaba de frente— fui la primera que vio ese algo blanco, que bajaba hacia nosotros salida de la noche. Desde luego era efecto de la niebla a ras de tierra. Pero fue verdaderamente terrorífico. Creo que lancé un grito. En mi vida había sentido semejante hechizo, en el auténtico sentido de la palabra. Supongo que debo ser sincera y decir miedo. Allí estábamos, dos adultos muertos de frío y, en ese instante, salió de la niebla la pequeña, perdida, Flora.Tiene que haber algo especial en su aparición. Como es natural sé que Flora es un animalillo común y corriente, y que probablemente habrá pasado ese tiempo lejos ocupada en quedarse preñada. En cierto sentido su vuelta no tiene nada que ver con nuestras vidas de seres humanos. Sin embargo, su aparición en ese momento, sí tuvo profundo efecto en tu marido y en mí. Cuando dos personas separadas por sentimientos hostiles se encuentran al mismo tiempo desconcertadas —mejor dicho, asustadas— por la misma aparición, brota entre ellas un lazo y se encuentran unidas de la manera más inesperada. Unidas en su calidad humana… Es lo único que se me ocurre para explicarlo. Nos despedimos casi como amigos. De manera que Flora tiene su sitial de ángel bueno en mi vida. Quizá también lo tenga en la de tu marido y en la tuya.Con mis mejores deseos, Sylvia Jamieson
Tan pronto Carla leyó la carta la estrujó. Luego la quemó en el fregador. Las llamas se elevaron de forma alarmante, Carla puso el tapón, recogió toda esa asquerosa mezcla negra y la tiró al váter, que es lo primero que debía haber hecho.
Estuvo ocupada el resto del día, el siguiente y al otro. Durante ese tiempo tuvo que llevar a dos tandas de turistas por la senda, dar lecciones a niños individualmente y en grupo. Por la noche, cuando Clark la rodeaba con sus brazos —atareado como ahora estaba nunca se sentía demasiado cansado, nunca contrariado—, a Carla no le costaba nada mostrarse dispuesta.
Era como si tuviera una aguja envenenada en algún rincón de los pulmones y, respirando con cautela, pudiera evitar sentirla. Pero, de vez en cuando, debía hacer una aspiración profunda y allí seguía.
Sylvia alquiló un piso en el pueblo del College donde enseñaba. No puso la casa en venta o, por lo menos, no había ningún cartel en la fachada. León Jamieson había conseguido cierto premio póstumo: la noticia apareció en los periódicos. Esa vez no se habló de dinero.


Cuando llegaron los días secos y dorados del otoño —estación alentadora y provechosa—, Carla se dio cuenta de que se había acostumbrado a la punzante idea que llevaba dentro. Ya no era tan punzante… La verdad es que ya no la sorprendía. Estaba poseída por una idea casi seductora, una constante tentación.
No tenía más que levantar los ojos, no tenía más que mirar en una dirección, para saber adonde podría irse. Dar un paseo por la tarde, una vez acabadas las faenas diarias. Hasta el borde de los bosques, hasta el árbol desnudo donde se reunían los pavipollos.
Y en eso los huesecillos sucios en la hierba. El cráneo con unos cuantos jirones de piel ensangrentada pegados. Un cráneo que podía sostener con una mano, como una taza de té. La clave en una mano.
A lo mejor no. Allí no había nada.
Podían haber pasado otras cosas. El podría haber ahuyentado a Flora. O haberla atado a la parte trasera de la furgoneta para llevarla a cierta distancia y soltarla. Haberla devuelto al lugar donde la habían comprado para no verla alrededor, trayéndoles el recuerdo a la memoria.
Podría estar en libertad.
Pasaron los días y Carla no se acercó al lugar. Resistió la tentación.

* Lizzie Borden es un personaje que vivió en Falls River, Massachussetts, a fines del siglo xix. Acusada y absuelta de haber asesinado al padre y a la madrastra, su caso ha sido y sigue siendo tema de numerosos libros, ensayos, obras de cinc y teatro, canciones, un ballet y una ópera. (N. de la T.)
Alice Munro
Escapada
RBA, Barcelona, 2009


Jerry Lewis / El cómico con alma de niño

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Jerry Lewis
Ilustración de Óscar Cerdán

Jerry Lewis: el cómico con alma de niño

El próximo 20 de agosto se cumplirá el primer aniversario de la muerte de Jerome Joseph Levitch, al que conocimos en vida con el nombre de Jerry Lewis


CANAL TCM
Madrid 12 JUL 2018 - 07:03 COT

El próximo 20 de agosto se cumplirá el primer aniversario de la muerte de Jerome Joseph Levitch, al que conocimos en vida con el nombre de Jerry Lewis. Tenía 91 años y a sus espaldas dejaba una legendaria carrera en el cine y en los escenarios. En 1999 la Mostra de Venecia le otorgó un León de Oro de honor por toda su carrera y con ese motivo protagonizó una larga rueda de prensa que TCM ha recuperado en la serie de reportajes Con mi propia voz, que recoge las declaraciones que grandes cineastas y estrellas hicieron a su paso por los festivales de cine. Ante los periodistas, Jerry Lewis resumió su larga trayectoria artística. “La comedia es siempre lo mismo: un hombre en apuros”, explicó. Además, según él, una buena comedia debe tener otra característica imprescindible: la inocencia. Una inocencia que él identificaba con la infancia. “Si mantienes al niño que llevas dentro, entonces puedes hacer comedia fácilmente. El niño que hay dentro de mí tiene nueve años y no me avergüenzo”.
Jerry Lewis nació en Newark (Nueva Jersey), el 16 de marzo de 1926 en el seno de una familia de artistas judíos de origen ruso. Ya desde pequeño estaba claro de que lo suyo iba a ser el mundo del espectáculo. A comienzos de los años cuarenta hacía números de mimo e imitaciones y en 1946, cuando trabajaba en el Club 500 de Atlantic City, conoció al hombre que iba a cambiar su vida: Dean Martin.
Jerry Lewis y Dean Martin formaron la pareja cómica más popular de los Estados Unidos de aquella época. Juntos hicieron películas como Artistas y modelos o Un fresco en apuros. En 1956, después de rodar Loco por Anita y tras 10 años juntos, decidieron romper su relación artística. En sus memorias Jerry Lewis confesaba que esta ruptura le dejó sumido en una pequeña depresión. Poco tiempo después, sin embargo, su figura renació con más fuerza. Trabajó en la radio, en la televisión, en los casinos de Las Vegas, grabó discos y, por supuesto, continuó rodando películas. “Los cómicos en los años cincuenta éramos iguales a los de hoy. Es la sociedad la que cambia a la comedia”, explicaba en Venecia.
Su trabajo fue cada vez más valorado fuera de los Estados Unidos. La revista Cahiers du Cinéma lo elevó a la categoría de autor, el gran heredero de una tradición humorística que había nacido con Buster Keaton, Charles Chaplin o El Gordo y el Flaco. Él, sin embargo, se desprendía de todo revestimiento intelectual y recalcaba que su trabajo consistía simplemente en hacer reír. Sus personajes eran casi siempre muy parecidos: un hombre tímido, un patoso, un despistado, un ingenuo… “Los payasos son fáciles de entender. Los payasos son como niños. Cualquier cosa que tenga que ver con los niños hace mi trabajo muy fácil. El payaso es maravilloso para todo el mundo”, subrayaba ante los informadores de la Mostra.
En 1960 dirigió su primer largometraje, El botones, y tres años después realizaba y protagonizaba el que para muchos es su mejor trabajo: El profesor chiflado, una deliciosa parodia de El doctor Jekill y Mr. Hyde. “El actor es lo más importante y, como director, no puedo mantenerlo en la pantalla si la película no es divertida”, decía en Venecia para explicar la doble tarea que solía asumir en estos filmes. En 1982 trabajó a las órdenes de Martin Scorsese en El rey de la comedia y en 1993, con Emir Kusturica en El sueño de Arizona.
Políticamente Jerry Lewis fue siempre un hombre progresista, un luchador incansable contra el racismo y colaborador habitual de organizaciones ligadas a la infancia o a combatir enfermedades como la distrofia muscular, incluso fue propuesto para el premio Nobel de La Paz. En 2009 recibió un Oscar honorífico por su labor humanitaria, el premio Jean Hersholt, pero nunca ganó uno por su faceta artística, ni siquiera fue nominado.
Pero, aunque su propia salud se deterioraba, nunca dejó de trabajar. En 2013 rodó su último filme, Max Rose, y hasta casi el final de sus días siguió actuando en Las Vegas. Y aún permanece inédita -se podrá ver a partir de junio de 2024- , una película que dirigió e interpretó en 1972: The Day the Clown Cried, la historia, basada en hechos reales, de un payaso preso en un campo de concentración por burlarse de Hitler y que se dedica a alegrar los últimos días de los niños prisioneros. “Era mala”, confesó el actor en 2013 en el Festival de Cannes. “La escribí, la dirigí y era mala, porque perdí la magia”. Lo que nunca perdió Jerry Lewis fue su alma de niño, un alma infantil que seguimos disfrutando cada vez que vemos alguna de sus películas.

Mandzukic / El machaca de Croacia

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Mandzukic celebra el pase de Croacia a la final del Mundial.  

Mandzukic, el machaca de Croacia

El jugador de la Juventus recogió el premio a su pelea con un tanto histórico para su selección

LADISLAO J. MOÑINO

Moscú 11 JUL 2018 - 16:24 COT

Hay pocos delanteros tan secos y ariscos como Mario Mandzukic. Un tipo duro, de un fuerte carácter que se achaca a aquellas noches en las que se refugiaba debajo de un colchón cuando durante la guerra de los Balcanes escuchaba cercanos los disparos de las tropas serbobosnias. Su rictus es una oda al cabreo permanente. Sus pómulos afilados, su prominente y picuda nariz y la cabellera erizada le confieren unos aires de machaca que intimidan.
En el vestuario del Atlético relataban que cuando no le gustaba algo, mejor no contradecirle. Por temer, le temía hasta Diego Pablo Simeone, que no se atrevió muchas veces a obligarle a jugar caído en la banda como luego le situó Allegri en la Juventus. Eso sí, todos sus compañeros coincidían en que en el campo se partía el pecho por todos. Y las narices, como sucedió en más de una ocasión, si hacía falta.
Quizá nadie represente mejor el sufrimiento, el desgaste físico de Croacia para meterse por primera vez en la final de un Mundial. Su gol, apareciendo a la espalda de los centrales ingleses, fue un premio justo a su enorme desgaste. No ha habido partido en este Mundial en el que no haya bregado con los centrales rivales, que haya dado y recibido por igual.
Cuando marcó, el seleccionador croata, Zlatko Dalic, enloqueció. El primer tiempo de su equipo le había deprimido. Fervoroso practicante de la religión católica, su estampa con la mano en el bolsillo para tocar el rosario que lleva es uno de los tics que se han convertido en clásicos durante este Mundial. El hombre, al que su inquebrantable fe le lleva a regalar biblias a sus futbolistas, repite el ritual cada vez que percibe que Croacia lo pasa mal sobre el terreno de juego.
Que durante todo el primer tiempo, Dalic apenas sacara la mano derecha del saco de su pantalón, diagnosticaba el mal partido que estaban ejecutando sus futbolistas. Clavado en uno de los vértices del área técnica, el técnico croata tuvo que escuchar el Football's Coming Home, con el que la organización amplifica los goles de Inglaterra, cuando Trippier sacó esa parábola prodigiosa por encima de la barrera y Subasic se estiró para adornar la fotografía del gol. Paralizado en su esquinazo del tapete, Dalic veía pasar por delante de él a la centella Sterling y contemplaba a sus jugadores petrificados, encogidos, como si las prórrogas ante daneses y rusos y la trascendencia de la cita hubieran depositado hormigón sobre sus piernas y sus cabezas. Por un momento pareció que toda la tradición y la mística del fútbol inglés le caían encima a Croacia. Fue un primer tiempo atípico de los representantes de un país que tiene el gen resabiado y competitivo de la escuela balcánica.
Sorprendentemente la reacción de Croacia comenzó en Vrsaljko, un futbolista poco fiable emocionalmente, capaz de pedir un cambio si percibe que está nervioso. Sus proyecciones por la banda derecha tuvieron un efecto dominó al otro lado del costado del ataque croata. Perisic también se encorajinó y empaló una buena rosca de Vrsaljko. El lateral del Atlético también evitó un gol sacando bajo la línea un cabezazo de Stones en el primer tiempo de la prórroga. La acción dio paso a la prórroga. Y ahí, el machaca Mandzukic esperó para esbozar la sonrisa más grande de su carrera con ese histórico gol.

Una perspectiva única / Las fotos del fotógrafo arrollado por Croacia

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El fotógrafo de la agencia France Press durante el festejo del gol que dio la victoria a la selección de Croacia
El fotógrafo de la agencia France Press durante el festejo del gol que dio la victoria a la selección de Croacia. Getty/FIFA


Una perspectiva única: las fotos del fotógrafo arrollado por Croacia

"Se me cayó encima todo el equipo y no dejé de tomar fotos", dice Yuri Cortez



La selección de Croacia venció a Inglaterra en la prórroga y se clasificó a la final del Mundial de Rusia 2018. El gol de la victoria fue de Mario Mandzukic al minuto 109. Los jugadores croatas se enfilaron hacia la tribuna con sus aficionados, pero se tropezaron en la zona de fotógrafos. Allí se encontraba Yuri Cortez, reportero gráfico de la agencia France Press (AFP), con la cámara en la mano derecha bien firme. Desde el césped tuvo un ángulo inédito en la cobertura.



Una de las fotografías de Mandzukic que tomó desde el césped. Yuri Cortez (AFP)









El defensa Josip Pivaric celebra junto a sus compañeros el segundo gol ante Inglaterra. Yuri Cortez (AFP)



Mandzukic abraza a sus compañeros. Yuri Cortez (AFP)
Josip Pivaric festejó directo hacia la lente del fotógrafo salvadoreño radicado en México. Mandzukic, hombre del gol, le ofreció su mano para levantarle y le estrechó la mano. También se le acercó Iván Rakitic para preguntarle si estaba bien. Domagoj Vida, defensor, le plantó un beso en la frente durante la celebración.



Mandzukic le ofrece la mano al fotógrafo tras el festejo.. Yuri Cortez (AFP)



Ivan Rakitic sostiene la cabeza del fotógrafo Yuri Cortez después del segundo gol marcado por Mario Mandzukic. Carl Recine (Reuters)
“Anotan el gol y corre Mandzukic a nuestra esquina. Tengo el lente 400 (milímetros) y a la par el lente gran angular para ese tipo de situaciones. Se arremolinaron enfrente mío, llegaron los jugadores de la banca y empezaron a caer encima mío. Sentí cómo se volteó mi silla y tuve la cámara siempre en la mano y no dejé de disparar”, comenta Cortez a Verne vía telefónica.
El momento retratado por colegas de Cortez fue retomado por distintas cuentas en Twitter y compartida cientos de veces. En ellas destacaron la tenacidad para capturar imágenes desde un incómodo lugar así como la perspectiva que tuvo del festejo desde el césped. “Los jugadores me preguntaron si estaba bien, uno de ellos me dio mis lentes que terminaron doblados”, agrega el fotoperiodista que cubre su cuarta Copa del Mundo.



Reuters (Carl Recine)



Carl Recine (Reuters)



Iván Rakitic (izquierda) se disculpa después de chocar con el fotógrafo Yuri Cortez (derecha) en la celebración del gol de Mario Mandzukic. Lavandeira jr (EFE)
“Nunca me había sucedido algo así. Antes me había pasado algo más leve: festejan y se detienen en el córner, pero esta vez me cayó encima, prácticamente, todo el equipo y nunca dejé de tomar fotos”, menciona Yuri Cortez. Su teléfono móvil no ha parado de recibir mensajes y llamadas para entrevistarlo. “Salí prácticamente huyendo del estadio, había gente que iba detrás de mí. Mis jefes me preguntaron cómo estaba y me dijeron que fui parte de la nota del día”, cuenta.
Los usuarios de redes sociales destacaron la profesionalidad del fotógrafo que no retiró el dedo del disparador en ningún momento. El equipo de Croacia jugará por primera vez una final de la Copa del Mundo y lo hará contra Francia en Moscú, el próximo domingo.

Atropellado por el éxtasis croata, caído en el suelo, pero siempre con el dedo en el gatillo. Imagen para mostrar en las escuelas de fotografía. pic.twitter.com/nAr3E8Dvgh

Fútbol / Gesta de Croacia

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Mandzukic, con Stones tras él, marca ante Pickford el gol de la victoria de Croacia 


Gesta de Croacia

Los balcánicos se convierten en el país más pequeño en alcanzar una final desde Uruguay en 1930 y 1950 tras fundir en la prórroga a una Inglaterra de fútbol muy pedestre


JOSÉ SÁMANO
11 JUL 2018 - 16:24 COT

El fútbol ya tiene una nueva epopeya. La de una épica Croacia, el país más pequeño (cuatro millones de habitantes) en alcanzar una final mundialista desde Uruguay en 1930 y 1950. Toda una proeza, tan encomiable como meritoria tras una peripecia extraordinaria. Los croatas han precisado tres prórrogas y dos tandas de penaltis para citarse el próximo domingo con Francia en la gran despedida del Mundial. Por el camino, en semifinales fundió a la poderosa Inglaterra, una selección con un eco y un granero infinitamente superiores.


Croacia
4-1-4-1
ZLATKO DALIC
23
Subasic
2
Vrsaljko
21
Vida
6
Lovren
3
Cambio
Strinic
10
Cambio
Modric
4
1 goles
Perisic
11
Brozovic
7
Rakitic
18
CambioTarjeta amarilla
Ante Rebic
17
1 golesCambioTarjeta amarilla
Mandžukic
1
Jordan Pickford
2
CambioTarjeta amarilla
Walker
5
John Stones
6
Harry Maguire
18
Cambio
Ashley Young
7
Jesse Lingard
12
1 golesCambio
Trippier
20
Dele Alli
8
Cambio
Henderson
10
Cambio
Sterling
9
Kane
Inglaterra
3-1-4-2
GARETH SOUTHGATE

Con su versión agraria, supeditada a jugarse las habichuelas en las dos áreas, los pross, se quedaron a un dedo de la segunda final de su historia. Una decepción mayúscula para Inglaterra, con todo a favor como nunca, con el peaje más o menos despejado con escalas con Colombia, Suecia y Croacia. Buenos equipos, pero lejos de la gran nomenclatura del fútbol. Croacia le dio un vuelco absoluto a un partido que se le empinó muy rápido, pero Inglaterra se olvidó del juego y dio vidilla a Modric y sus camaradas. Con el corazón en los huesos y una sobredosis de entusiasmo, los balcánicos mandaron al garete a los ingleses.
Croacia, esa Uruguay europea, tiene un cesto limitado, un caladero de lo más escaso, pero ha sabido transitar por una gruta de espinas en un torneo que debiera habérsele hecho eterno. Pero estos chicos han metabolizado el optimismo hasta el hueso. Solo así se entiende su feliz e inaudito paso por Rusia. Una selección enganchada a un Modric que cumplirá 33 años en septiembre y a un Rakitic que acabará la temporada tras la final en Moscú como el futbolista que más partidos ha disputado este curso (71). Un conjunto que va tan en reserva que pese a que sus últimos tres asaltos han durado más de 120 minutos, frente a los ingleses solo agitó el banquillo ya iniciada la prórroga. Y por lesión de Strinic. Tremendo.




Croacia
Inglaterra
55.3%
44.7%
1
0
7
2
0
5
11
6
3
3
  • 0
    5
  • 2
    1
  • 0
    0
  • 13
    21
  • 23
    14
  • 184
    175
  • 81
    72
  • 1
    3
  • 0
    0

La odisea croata resultó aún más conmovedora visto el desarrollo de la semifinal. El equipo del modesto Zlatko Dalic, un técnico sin apenas relieve incluso en Croacia, tuvo que reponerse a su timorata puesta en escena. De entrada, Inglaterra puso el guión y Croacia siempre fue con el gancho. Sin pisadas de Modric, una escuadra demasiado envarada. Enfrente, una Inglaterra que por esa vía pedestre que propone —llevar de cabeza a sus rivales, en el sentido literal— se aupó sobre su adversario durante el primer acto. Máxime tras el gol de Trippier al ejecutar una falta directa a los cinco minutos. Inglaterra en estado puro: nueve de sus doce goles en Rusia se han originado en jugadas a balón parado.
Gareth Southgate, el seleccionador, ha convertido las áreas en un laboratorio inspirado en el fútbol americano y los bloqueos del baloncesto. Pero Southgate y sus muchachos no han querido reparar en que el medio campo no es un apeadero cualquiera. Con la pelota activada, la propuesta inglesa pasaba del punterazo de Pickford, su portero, a Kane, para que el ariete peinara el balón y Sterling acelerara como un jamaicano. Previsible, pero efectivo en el primer tramo, en el que Kane, extrañamente, tan clínico para el gol, marró el segundo tanto en una doble ocasión. Nada pareció alterar a Inglaterra, confiada en el sostén del rancho a cargo de sus centrales y el bizarro Pickford.
Ajena por completo a la pelota en marcha, Inglaterra propició el rearme croata. Llegado el segundo tiempo, emergió Perisic, invisible todo el Mundial, subió el volumen el fantástico Modric, no cejó el incombustible Rakitic y, por fin, tuvo foco Mandzukic. Con los británicos encapotados y sin hilo alguno ya con Kane o Sterling, Croacia remó y remó. Hasta que Perisic cogió en Marte a la zaga inglesa y empató. Y a punto estuvo de sellar el segundo con un disparo al poste derecho del meta inglés.
Inglaterra estaba sonada. Sintió la sacudida del gol ajeno incluso mucho más de lo que padecieron los croatas tras el tanto madrugador de Trippier. A los de Southgate se le vieron los costurones. Tiritaban los centrales, nadie tenía gobierno y Kane estaba extraviado. Alcanzada la prórroga, Inglaterra tuvo menos fuelle. El colchonero Vrsaljko evitó bajo el larguero un remate de Stones, pero Pickford tuvo que interferir de forma valiente una llegada de Mandzukic. Pero la gloria reservó una plaza para el ex delantero del Atlético, autor del gol terminal tras un desbarajuste de la zaga inglesa. Inglaterra, que tanto presumió de defensa, cayó en tanga. Croacia, suda que suda como una regadera, ya está en los cielos suceda lo que suceda con Francia.

Alice Munro / Pasión

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Alice Munro
PASIÓN

Hace poco, Grace fue a buscar la casa de verano de los Travers en el valle de Ottawa. No había estado en esa parte del país desde hacía muchos años y, naturalmente, estaba muy cambiada. La autopista 7 evitaba pueblos que antes atravesaba y era recta en lugares donde, según recordaba, había curvas. Esa zona del Escudo Canadiense está plagada de lagos pequeños, que los mapas corrientes no tienen sitio para identificar. Incluso cuando localizó Little Sabot Lake —o creyó haberlo localizado— parecía haber demasiados caminos que llegaran a él desde la carretera comarcal y luego, cuando ya se hubo decidido por uno de esos caminos, lo cruzaban varios otros asfaltados, todos con nombres que no recordaba. Es verdad que, cuando estuvo allí cuarenta años antes, las calles no tenían nombre. Ni estaban asfaltadas. Solo existía el camino de tierra que conducía al lago y el otro camino de tierra que corría bastante al azar por la orilla.
Ahora había un pueblo. O tal vez se lo podría llamar suburbio; no vio ninguna oficina de correos ni siquiera la menos prometedora tienda de comestibles. El asentamiento ocupaba cuatro o cinco calles hacia el interior a lo largo del lago, con casitas alineadas adosadas unas a otras o con reducidos terrenos. Algunas eran sin duda casas de veraneo: las ventanas ya estaban tapiadas, como siempre se hacía en la estación invernal. Pero otras tenían aspecto de estar habitadas todo el año: habitadas en muchos casos por gente que llenaba los patios de juegos de plástico, parrillas, bicicletas de entrenamiento, motocicletas y mesas de picnic, ante las cuales había personas almorzando o tomando cerveza ese todavía templado día de septiembre. También las habitaban personas que no estaban visibles… Podrían ser estudiantes o hippies que vivieran solos y colocaban banderas o papel aluminio a modo de cortinas. Casas pequeñas, baratas, la mayoría decentes, algunas preparadas para pasar el invierno, otras no.
Grace habría dado la vuelta de no haber visto la casa octogonal con grecas a lo largo del techo y puertas en todas las fachadas. La casa de los Woods. Recordaba que tenía ocho puertas, pero parecía no haber más que cuatro. Nunca había entrado para ver si el espacio estaba dividido en habitaciones. Tampoco creía que nadie de la familia Travers hubiera entrado nunca en ella. En otros tiempos, la casa estaba rodeada por grandes setos y brillantes álamos blancos, que el viento costero siempre hacía susurrar. Mr. y Mrs. Woods eran viejos —como ya lo era Grace— y no parecía que los visitaran amigos ni niños. La original y pintoresca casa tenía ahora aspecto abandonado, equívoco. Contra cualquiera de sus lados se aglomeraban los vecinos con sus trazas de gueto, sus vehículos a veces desguazados, sus juguetes y coladas.
Lo mismo pasaba con la casa de los Travers cuando la encontró, unos cuatrocientos metros más allá. En vez de terminar allí, ahora la carretera seguía más adelante y, otras casas, a los dos lados, estaban a pocos metros de distancia de la profunda galería que la rodeaba.
Era la primera casa, construida de esa manera, que Grace hubiera visto: solo tenía una planta y el tejado principal continuaba sin interrupción por los cuatro lados, cubriendo la galería. Después, en Australia, vio muchas casas como esa. Un estilo que hacía pensar en veranos calurosos.
Se podía salir corriendo desde la galería a través del extremo polvoriento de la senda de entrada, a través de una parcela de terreno —también propiedad de los Travers— cubierta de juncos y fresas silvestres, a través de la arena pisoteada y luego saltar —no, más bien, vadear— hasta meterse en el lago. Ahora era casi imposible ver el lago por culpa del caserón —una de las pocas viviendas suburbanas de los aledaños, con garage para dos coches—, que cortaba la mismísima carretera. ¿Qué era lo que verdaderamente buscaba Grace cuando emprendió la expedición? Tal vez lo peor sería que consiguiera precisamente lo que buscaba: techo para refugiarse, ventanas con mosquitero, el lago enfrente, el bálsamo de arces y cedros detrás; la conservación perfecta, el pasado intacto, cuando nada de eso podía decirse de ella. A la larga sería menos hiriente encontrar algo tan venido a menos —todavía existente, pero sin relación con nada—, como ahora parecía la casa de los Travers, con las ventanas abuhardilladas añadidas y la sorprendente pintura azul.
¿Y qué habría pasado si hubiera desaparecido del todo? Estás enredándote. Si cualquiera se acerca a escucharte, lloras la pérdida. Pero quitarte de encima antiguos lastres o confusiones ¿no te proporcionaría cierta sensación de alivio?

Mr. Travers había construido la casa —es decir, la había hecho construir — como regalo de boda para Mrs. Travers. Cuando Grace la vio por primera vez, la casa tendría unos treinta años. Los hijos de Mrs. Travers se llevaban muchos años de diferencia: Gretchen, de veintiocho o veintinueve, ya estaba casada y era a su vez madre; Maury de veintiuno hacía su último año de College. Además estaba Neil, que mediaba la treintena. Pero Neil no era Travers. Era Neil Borrow. Mrs. Travers estuvo casada antes con un hombre que había muerto. Ella se ganaba la vida y mantenía a su hijo como profesora de inglés comercial en una escuela de secretariado. Cuando Mr. Travers hablaba de esa época de la vida de Mrs. Travers —cuando él todavía no la conocía—, hablaba de esos días como tiempos de penurias, casi como de trabajos forzados difíciles de soportar, en lugar de la vida holgada, que a él le haría muy feliz proporcionarle.
Mrs. Travers no decía en absoluto lo mismo. Vivía con Neil en la ciudad de Pembroke, en una gran casa antigua dividida en departamentos, no lejos de las vías del tren. Y muchas de las anécdotas que contaba a la hora de las comidas eran de acontecimientos sucedidos allí, de los otros inquilinos y del propietario canadiense francés, cuyo áspero acento mezclado con el inglés imitaba. Los cuentos podían tener título, como los que Grace había leído de Thurber en Antología del humor americano, encontrado inexplicablemente en la estantería de la biblioteca, al fondo del aula del décimo curso. (En la estantería estaban también El último de los barones y Dos años al pie del mástil).
«La noche en que la vieja señora Cromarty salió al tejado». «Cómo cortejaba el cartero a Miss Flowers». «El perro que comía sardinas».
Mr. Travers nunca contaba anécdotas y tenía poco que decir durante las comidas pero, si te veía mirar —digamos— el suelo de piedra de la chimenea podía preguntar: «¿Te interesan las piedras?». Y te decía de dónde procedía cada una de ellas, cómo las buscó y buscó de ese granito rosa especial, porque Mrs. Travers se había maravillado ante una piedra igual que esa, atisbada en un corte de carretera. O te podía enseñar alguno de esos detalles no tan raros, que él había agregado al diseño de la casa: las baldas de la alacena esquinera de la cocina que giraban hacia fuera, el espacio para almacenar bajo los poyos de las ventanas. Era un hombre alto, encorvado, de voz suave y pelo fino estirado sobre el cuero cabelludo. Llevaba zapatillas de baño cuando se metía en el agua y, aunque con ropa corriente no parecía gordo, un rollo de carne blanca le asomaba por encima del bañador.


Grace trabajó ese verano en el hotel de Bailey’s Falls, al norte del lago Little Sabot. A principios de verano la familia Travers fue a cenar allí. No se fijó en ellos, no estaban en una de sus mesas y aquella había sido una noche muy ajetreada. Ponía la mesa para un grupo recién llegado cuando se dio cuenta de que alguien esperaba para hablarle. Era Maury. Le dijo:
—Estaba pensando si querría salir conmigo alguna vez.
Grace apenas levantó la vista de los cubiertos que a toda prisa colocaba en su sitio.
—¿Es una apuesta?
Porque Maury hablaba en voz alta, parecía nervioso y estaba ahí tieso como si se viera forzado a hablar. Y se sabía que a veces grupos de jóvenes de las cabañas apostaban a quién conseguía salir con una camarera. No era del todo broma: si ellas aceptaban acudían a la cita, aunque con frecuencia solo fuera para apoltronarse ahí, sin invitar al cine, ni siquiera a tomar un café. De modo que se consideraba más bien vergonzoso, más bien poco serio que las chicas aceptaran.
—¿Cómo? —preguntó él apenado.
Y entonces sí, Grace interrumpió la tarea, levantó la vista y lo miró. En ese momento creyó saber cómo era el verdadero Maury. Asustadizo, violento, inocente, decidido.
—Vale —contestó sin titubear.
Podría querer decir, vale, poco a poco, sé que no es una apuesta, sé que no lo harías. O, vale, saldré contigo. Ella misma no sabía qué había querido decir. Pero él dio por descontado que Grace había aceptado y, en el acto, sin bajar la voz ni hacer caso de las miradas que echaban los comensales de alrededor, dijo que la recogería la noche siguiente al salir del trabajo.
Y sí la llevó al cine. Vieron El padre de la novia. A Grace no le gustó. Aborrecía a chicas como la Elizabeth Taylor de esa película, aborrecía a las niñas mimadas a quienes nunca se les pide nada, pero ellas sí engatusan y exigen. Maury le dijo que solo pretendía ser una comedia, pero Grace insistió en que no era esa la cuestión. No fue capaz de aclarar cuál era la cuestión. Cualquiera habría dicho que era el hecho de que ella trabajara como camarera y fuera demasiado pobre para ir al College y que, si quisiera algo parecido a esa clase de boda, tendría que pasar años ahorrando para pagársela. (Maury sí lo pensó y se despertó en él un respeto casi reverencial por ella).
Grace no podía explicar ni entender que no era pura envidia lo que sentía, era rabia. Y no porque no pudiera comprar ni vestirse de esa manera. Así es como los hombres —la gente, todo el mundo— pensaba debería ser ella. Bonita, apreciada, mimada, egoísta, cabeza hueca. Así deben ser las chicas de quienes los hombres se enamoran. Después se convertiría en madre y se dedicaría ñoñamente a los bebés. Ya no sería egoísta, pero sí igual de cabeza hueca. Para siempre.
Echaba chispas con el tema, mientras estaba sentada al lado del muchacho que se había enamorado de ella porque —al instante— creyó en la entereza y singularidad de su mente y su alma. Consideraba que su pobreza le daba un toque romántico. (Habría sabido que era pobre no solo por el trabajo que desempeñaba sino por su pronunciado acento de Ottawa Valley, acento del cual ella todavía no era consciente).
Él aceptó sus opiniones sobre la película. La verdad es que después de haber visto los esfuerzos por explicarse, Maury luchaba a su vez por decirle algo. Dijo haberse dado cuenta de que no era nada tan sencillo, tan femenino, como la envidia. Eso lo veía. Era evidente que Grace no aguantaba tanta frivolidad, no se conformaba con ser igual que la mayoría de las chicas. Era distinta.
Grace siempre recordaría lo que llevaba puesto esa noche. Falda campana azul oscuro, blusa blanca —a través de cuyos volantes calados podía verse el nacimiento de sus pechos—, cinturón elástico ancho rosado. Había sin duda cierta contradicción entre su manera de vestir y en cómo quería que la juzgaran. Pero nada en ella era afectado, descarado ni rebuscado al estilo de la época. El dobladillo un poco irregular, las pulseras plateadas más baratas, el pelo largo, suelto y rizado que, cuando servía las mesas, llevaba recogido con una redecilla, le daban trazas de gitana. Era distinta. Maury le habló a su madre de Grace y la madre le dijo:
—Tienes que traer a esa Grace tuya a cenar.


Para ella todo era nuevo, todo delicioso. La verdad es que se enamoró de Mrs. Travers, tanto como Maury se había enamorado de ella. Desde luego no estaba en la naturaleza de Grace quedarse tan abiertamente sin habla, tan en actitud de veneración como estaba él.


A Grace la habían criado su tía y su tío, en realidad sus tíos abuelos. La madre había muerto cuando tenía tres años y el padre se había marchado a Saskatchewan, donde tenía otra familia. Sus padres adoptivos eran cariñosos y hasta estaban orgullosos de ella, aunque los desconcertara, pero no eran dados a las conversaciones. El tío se ganaba la vida haciendo sillas de mimbre y le enseñó a Grace a tejer los asientos para que pudiera ayudarle. Cuando con el paso del tiempo él fue perdiendo la vista, las hacía ella. En esa época fue cuando consiguió el trabajo en Bailey’s Falls durante el verano y, a pesar de lo duro que fue tanto para el tío como para la tía, la dejaron ir. Creían que debía tomarle gusto a la vida antes de establecerse.
Tenía veinte años y acababa de terminar el instituto. Habría terminado un año antes, pero tomó una decisión extraña. En la pequeñísima ciudad donde vivía —no estaba lejos de la Pembroke de Mrs. Travers— había un instituto de cinco cursos, que preparaba para los exámenes de funcionarios gubernamentales y lo que entonces se llamaba «matriculación mayor». Nunca era necesario estudiar todas las asignaturas impartidas y, al final del primer año —que tendría que haber sido su último año, el décimo tercero—, Grace se presentó a los exámenes de historia, botánica, zoología, inglés, latín y francés. Sacó notas más altas de las exigidas. Pero allí apareció otra vez en septiembre, decidida a estudiar física, química, trigonometría, geometría y álgebra aunque esas asignaturas se consideraban demasiado difíciles para las chicas. Cuando terminó aquel año había completado todas las asignaturas del décimo tercer curso excepto griego, italiano, español y alemán porque en la escuela no había ningún profesor que los enseñara. Lo hizo estupendamente en las tres ramas de matemáticas y ciencias, si bien los resultados no fueron tan espectaculares como los del año anterior. Incluso pensó aprender por su cuenta griego, español, italiano y alemán para presentarse a los exámenes del año siguiente. Pero el director de la escuela tuvo una conversación con ella y le dijo que no le serviría de nada, puesto que no iba a poder asistir al College y, en cualquier caso, ningún College exigía preparación tan completa. ¿Por qué lo hacía?, le preguntó. ¿Tenía algún proyecto?
Grace contestó que no. Que lo único que quería era aprender todo lo que pudiera por su cuenta. Antes de meterse de lleno en el oficio de tejedora de mimbre.
Era el director quien conocía al gerente de la posada y dijo que la recomendaría si quería probar el oficio de camarera durante un verano. También él habló de tomarle gusto a la vida.
De manera que, ni siquiera él, el director, creía que el aprendizaje tuviera nada que ver con la vida. Y cualquiera a quien Grace contara lo que había hecho —lo contaba para explicar por qué había tardado tanto en dejar el instituto—, decía algo así como: «Tienes que haber estado loca».
Salvo Mrs. Travers, a quien habían mandado a una escuela comercial en vez de al College porque le dijeron que debía ser útil. Y lo que más desearía en ese momento, decía, era en cambio: —o en primer lugar— atiborrarse la cabeza de cosas inútiles.
—Aunque no tengas más remedio que trabajar para ganarte la vida —dijo —. Trenzar mimbre parece algo útil de hacer. Ya veremos…
Ya veremos ¿qué? Grace no quería en absoluto pensar en el futuro.
Quería que la vida siguiera siendo como era. Cambió los turnos con otra chica para tener libres los domingos después del desayuno. Eso significaba trabajar hasta tarde los sábados. Significaba que había cambiado el tiempo que pasaba con Maury para pasarlo con la familia. Así pues, Maury y ella no podían ir nunca al cine ni tener una verdadera cita. Pero él la recogía cuando terminaba su turno, alrededor de las once, y se iban a dar una vuelta en coche, paraban a comer un helado o una hamburguesa —Maury tenía la precaución de no llevarla a ningún bar porque Grace todavía no tenía veintiún años— y acababan aparcando en cualquier parte.
Los recuerdos que Grace tenía de esas sesiones de parking —que podían durar hasta la una o dos de la madrugada— eran más borrosos que los de los ratos pasados alrededor de la mesa de comedor de los Travers —cuando por fin todo el mundo se levantaba y se iba con cafés o bebidas frescas—, en el sofá de piel rojiza, en las mecedoras o en las sillas de mimbre protegidas con almohadones, al otro extremo de la habitación. (No era necesario enredarse en quitar la mesa ni fregar los platos: una mujer a quien Mrs. Travers llamaba «mi amiga, la habilidosa Mrs. Abel», iría a la mañana siguiente).
Maury siempre arrastraba cojines a la alfombra y allí se sentaba. Gretchen, que nunca se vestía para la cena con nada que no fueran vaqueros o pantalones de fajina, solía sentarse con las piernas cruzadas en un sillón ancho. Tanto Maury como ella eran grandotes, anchos de hombros, con cierto parecido a la buena pinta de la madre: tenían el mismo pelo ondulado color caramelo, ojos cálidos color avellana. En el caso de Maury, hasta hoyuelos. «Guapo», decían las otras camareras de Maury. Le silbaban por lo bajo. «Guay, guay». Sin embargo Mrs. Travers no medía más de metro y medio y, bajo sus coloridas túnicas sueltas, no parecía gorda sino bien rellenita, como una niña que todavía no hubiera pegado el estirón. El brillo, la expresividad de sus ojos, su alegría expansiva siempre dispuesta a estallar, no se heredaba o no se podía heredar ni imitar. Tampoco el rojo desigual de las mejillas, que casi parecía sarpullido. Eso era seguramente consecuencia de salir hiciera el tiempo que hiciera sin preocuparse por el cutis y, como su silueta y sus túnicas, demostraba la independencia de su personalidad.
En esas noches de domingo a veces, además de la familia, había invitados. Una pareja o alguna persona sola, en general de la edad de Mr. y Mrs Travers y, también en general, parecidos a ellos porque las mujeres eran más vitales e ingeniosas, los hombres más callados, lerdos y tolerantes. Contaban historias divertidas, en las cuales se burlaban casi siempre de sí mismos. (Grace se enzarzaba tanto en esas charlas de sobremesa que, en algunas ocasiones, sentía náuseas también de sí misma y le resultaba difícil recordar por qué, en aquel entonces, le parecían tan insólitas. En su lugar de origen, la mayoría de las conversaciones animadas caían en bromas de mal gusto en las cuales, desde luego, ni su tía ni su tío participaban. En las raras ocasiones en que tenían invitados, las visitas elogiaban la comida, que ellos lamentaban no haber hecho mejor, hablaban del tiempo y anhelaban fervientemente que la reunión se diera por terminada lo antes posible).
Después de la cena, si el frío de la noche lo permitía, Mrs. Travers encendía la chimenea. Jugaban a lo que Mrs. Travers llamaba «bobos juegos de palabras», en los cuales la verdad es que era necesario ser bastante listo, hasta para inventar definiciones tontas.
Y era entonces cuando alguien que hubiera estado más bien callado durante la cena empezaba a lucirse. Podían armar aparentes trifulcas a propósito de afirmaciones disparatadas. Las iniciaba Wat, el marido de Gretchen, y, para deleite de Mrs. Travers y Maury, a los pocos segundos las seguía Grace. (Menos a Grace, a todos les hacía gracia que Maury gritara: «¿Lo veis? Os lo dije. Es muy lista»).
Era Mrs. Travers misma quien señalaba el derrotero de esa invención de palabras con argumentos estrafalarios, garantizando que el juego no se convirtiera en algo demasiado serio ni ningún participante lo tomara a la tremenda. La única vez que hubo un incidente y alguien se sintió incómodo con el juego fue cuando llegó a cenar Mavis, casada con Neil, el hijo de Mrs. Travers. Mavis y sus dos hijos se alojaban no muy lejos, en la casa que sobre el lago tenían los padres de ella. Esa noche no estaban más que la familia y Grace porque esperaban que Mavis y Neil fueran con los hijos. Pero Mavis fue sola. Neil era médico y ese fin de semana estaba muy ocupado en Ottawa. Aunque para Mrs. Travers fuera una desilusión, se sobrepuso y preguntó con burlona consternación:
—¡No me vas a decir que los niños también están en Ottawa!
—Desgraciadamente no —contestó Mavis—. Pero no estaban precisamente encantadores. Estoy segura de que habrían chillado durante toda la cena. El bebé está muy quisquilloso con el calor y sabe Dios qué le pasa a Mikey.
Era una mujer esbelta y bronceada. Llevaba un vestido color púrpura y una cinta ancha también púrpura haciendo juego, que le recogía el pelo negro hacia atrás. Bonita, pero con algún asomo de aburrimiento o disgusto ocultos en la comisura de los labios. Dejó casi toda la comida sin probar y dijo ser alérgica al curry.
—¡Ay, Mavis, qué vergüenza! —exclamó Mrs. Travers—. ¿Es nuevo eso?
—¡Oh, no! Hace añares que me pasa, rio lo decía por educación. Pero después pasaba la mitad de la noche vomitando.
—Si me lo hubieras dicho… ¿Qué te puedo ofrecer?
—No te preocupes. Estoy bien así. De cualquier manera, entre el calor y las alegrías de la maternidad, no tengo ganas de comer.
Encendió un cigarrillo. Después, cuando jugaban, se enzarzó en una discusión con Wat a propósito de una definición que él había dado y, cuando el diccionario demostró que era correcta, dijo:
—¡Oh, lo siento! Supongo que vosotros me lleváis ventaja.
Y, al llegar el momento de que todos anotaran su palabra en un trozo de papel para el siguiente turno, sonrió y sacudió la cabeza:
—No se me ocurre ninguna.
—Pero, Mavis… —dijo Mrs. Travers.
—Vamos, Mavis. Cualquier palabra antigua sirve —insistió Mr. Travers.
—Es que yo no sé ninguna palabra antigua. Lo lamento. Me siento estúpida esta noche. Vosotros podéis seguir jugando sin mí.
Cosa que hicieron, simulando que todo marchaba bien, mientras Mavis fumaba y seguía sonriendo con su empeñosa, desdichada y dulcemente sufrida sonrisa. Al poco rato se levantó, dijo estar cansadísima, no poder dejar más tiempo a los niños con los abuelos, haber hecho una visita muy agradable e instructiva y tener que volver a casa.
—La próxima Navidad tendré que regalaros un diccionario Oxford — añadió al salir sin dirigirse a nadie en particular, con cierto retintín enconado en la risa.
El diccionario de los Travers que Wat había usado era estadounidense. Cuando se fue ninguno de ellos miró al otro. Mrs. Travers dijo:
—Gretchen, ¿te quedan fuerzas para hacernos a todos una taza de café?
Gretchen se fue a la cocina murmurando:
—¡Menudo tostón! ¡Por el amor de Dios!
—Bueno. Con los dos pequeños está desquiciada.


Un día a la semana, Grace tenía descanso entre la hora de recoger las mesas del desayuno y la de ponerlas para el almuerzo. Cuando Mrs. Travers lo supo empezó a recogerla en el coche en Bailey’s Falls y la llevaba al lago durante ese tiempo libre. A esas horas, Maury estaba trabajando —en verano trabajaba en la reparación de la autopista 7—, Wat estaba en su despacho de Ottawa y Gretchen nadaba con los niños o salía a remar con ellos por el lago. En general, Mrs. Travers anunciaba que tenía compras que hacer, preparar la cena o escribir cartas y dejaba a Grace a solas en la gran sala comedor, con el eterno sofá gastado de piel y las estanterías atestadas de libros.
—Lee cualquier cosa que se te antoje —le decía— o acurrúcate y duerme si tienes ganas. Tienes un trabajo muy duro y debes estar cansada. Te aseguro que estarás de vuelta a tiempo.
Grace nunca dormía. Leía. Apenas se movía y, bajo los shorts, las piernas desnudas sudadas se pegaban a la piel del sofá. Tal vez fuera por el intenso placer de la lectura. Casi nunca veía a Mrs. Travers hasta que llegaba la hora de que la llevara de vuelta al trabajo.
Mrs. Travers no entablaba conversación hasta dar tiempo para que la cabeza de Grace se librara del libro en el cual se hubiera enfrascado. Luego podía comentar que ella también lo había leído y decir lo que pensaba de él… Siempre de una manera a la vez sensata y desenfadada. De Ana Karenina decía por ejemplo: «No sé cuántas veces lo he leído, pero sé que al principio me identificaba con Kitty y después con Ana… ¡Ay, con Ana fue tremendo! Y ahora ¿sabes?, simpatizo siempre con Dolly. Con Dolly cuando se va al campo con el montón de niños, tiene que encontrar la manera de lavar tanta ropa y hay inconvenientes con las bañeras…, supongo que así cambian las simpatías conforme te vas haciendo mayor. De cualquier modo no me hagas caso. No me lo haces ¿verdad?
—No sé si le hago demasiado caso a nadie —Grace se sorprendió a sí misma y la abochornó haberse mostrado engreída o infantil—. Pero me gusta oírla hablar.
Mrs. Travers se rio.
—Me gusta oírme a mí misma.


En aquella época, Maury empezó a hablar de matrimonio. Tardarían un buen tiempo, no sería hasta que él estuviera preparado para trabajar como ingeniero… Pero hablaba como si fuera algo que tanto ella como él daban por sentado. «Cuando estemos casados», decía. Y, en lugar de contradecirlo, Grace lo escuchaba con curiosidad.
Cuando estuvieran casados tendrían casa en Little Sabot Lake.
Ni demasiado cerca ni demasiado lejos de los padres. Desde luego no sería más que un sitio de veraneo. El resto del tiempo vivirían donde fuera que los llevara su profesión de ingeniero. Podría ser cualquier parte: Perú, Iraq, los Territorios del Noroeste. A Grace le encantaba la idea de esos viajes, bastante más que la idea de lo que él llamaba con formal orgullo «nuestra propia casa». Nada de eso le parecía en absoluto real. Pero también es cierto que la idea de ayudar al tío, de llevar la vida de artesana de sillas en la misma ciudad y en la misma casa donde se había criado, tampoco le había parecido nunca real.
Maury le preguntaba siempre qué había contado de él a sus tíos, cuándo lo iba a llevar a casa para conocerlos. Hasta la manera de usar con tanta soltura esa palabra —«casa»— le sonaba un poco fuera de lugar, aunque con certeza ella también la hubiera usado. Le parecía más apropiado decir «la casa de mi tía y mi tío».
La verdad es que no había dicho nada en sus breves cartas semanales, excepto que salía con un muchacho que trabajaba allí en verano. Podía haber dado la impresión de que él trabajaba en el hotel.
No es que nunca hubiera pensado en casarse. Esa posibilidad —casi una certeza— encajaba en sus ideas, junto con la vida dedicada a hacer sillas. A pesar del hecho de que nunca la había cortejado nadie, pensaba que —algún día— ocurriría, exactamente de esa manera, con el hombre que decidiera las cosas en el acto. Él la vería —a lo mejor había llevado una silla para arreglar — y al verla se habría enamorado. Sería guapo, como Maury. Apasionado, como Maury. Luego llegarían las intimidades físicas placenteras.
Y nada de eso había ocurrido. En el coche de Maury, en la hierba bajo las estrellas, ella estaba ávida. Y Maury estaba dispuesto, pero no ávido. Creía tener la responsabilidad de protegerla. Y la facilidad con que ella se le ofrecía lo desquiciaba. Tal vez sintiera que era falta de experiencia. Una entrega premeditada que no podía entender ni se ajustaba en absoluto a la idea que se había hecho de ella. La misma Grace no podía entender que fuera tan calculadora: creía que sus demostraciones de deseo conducirían a los placeres que, en solitario y a fuerza de imaginación, conocía. Creía que era Maury quien debía tomar la iniciativa. Cosa que él no hacía.
Esos arrechuchos los dejaban a los dos perturbados y levemente furiosos o avergonzados. Para compensarse uno a otro, cuando se daban las buenas noches no paraban de besarse, apretarse, decirse ternezas. Para Grace era un alivio quedarse sola, meterse en la cama en la residencia y borrar las dos últimas horas de su mente. Y pensaba que también sería un alivio para Maury conducir por la autopista a solas, reacomodando las huellas que su Grace dejaba en él, de manera que le permitiera seguir perdidamente enamorado de ella.


La mayoría de las camareras se iban pasado el Día del Trabajo para volver a sus escuelas o colleges. Pero el hotel seguía abierto hasta el Día de Acción de Gracias con personal reducido… Grace entre otros. Ese año se hablaba de volver a abrir a principios de diciembre para la temporada de invierno o, por lo menos, hasta Navidad. Pero nadie del personal de cocina ni de comedor parecía saber si de verdad lo harían. Grace escribió a sus tíos como si la temporada de Navidad fuera una certeza. No hablaba en absoluto de clausura alguna, a menos que existiera esa posibilidad después de Año Nuevo. Por lo tanto no debían esperarla. ¿Por qué lo hizo? No es que tuviera otros planes. Le había dicho a Maury que creía estar obligada a pasar ese año ayudando al tío e intentando buscar alguna persona que aprendiera a trenzar paja mientras él, Maury, hacía su último año de College. Incluso le prometió recibirlo de visita en Navidad para que pudiera conocer a su familia. Y él dijo que Navidad sería buen momento de formalizar el compromiso. Estaba ahorrando sus ganancias del verano para comprarle una sortija de diamantes.
Ella también había estado ahorrando su salario. Así podría tomar el autobús a Kingston y visitarlo durante el ciclo escolar.
Hablaba de eso y lo prometía con tanta facilidad… ¿Pero creía o quería que así fuera? —Maury es un hombre cabal —decía Mrs. Travers—. Bueno, eso lo puedes ver tú misma. Será un marido cariñoso y sin complicaciones, como su padre. No como su hermano. Neil es muy brillante. No quiero decir que Maury no lo sea, no se llega por cierto a ingeniero sin tener un cerebro, o dos, en la cabeza. Pero Neil es…, profundo. —Se rio de sí misma—. «Profundas cuevas insondables oceánicas de la foca»… Pero ¿qué estoy diciendo? Durante mucho tiempo Neil y yo solo nos tuvimos uno a otro. Por eso creo que es tan particular.
Y no digo que no pueda ser divertido. Pero a veces las personas más divertidas son también melancólicas ¿verdad? Piensa en ellas. Aunque ¿qué sentido tiene preocuparse por hijos ya crecidos? Neil me preocupa bastante, Maury muy poco. Y Gretchen no me preocupa en absoluto. Porque las mujeres siempre tienen algo que las hace salir adelante ¿no es así? Algo que los hombres no tienen.


La casa del lago nunca se cerraba hasta el Día de Acción de Gracias. Gretchen y los niños tenían por supuesto que volver a Ottawa por la escuela. Y Maury, cuyo trabajo había terminado, tenía que irse a Kingston. Mr. Travers solo iba los fines de semana. Pero generalmente, le dijo Mrs. Travers a Grace, ella se quedaba. A veces con invitados, otras sola. Ese año cambió de planes. En septiembre se volvió a Ottawa con Mr. Travers. Fue una decisión repentina… Se suspendió la cena de fin de semana. Maury contó que, de tanto en tanto, la madre tenía problemas nerviosos.
—Necesita descanso. Un par de veces ha tenido que ingresar en el hospital donde la estabilizan. Siempre sale estupendamente. Grace dijo que Mrs. Travers era la última persona en el mundo que se le hubiera ocurrido pudiera tener problemas de esa índole. —¿Qué se los provoca?
—No creo que se sepa —contestó Maury. Pero al cabo de un instante añadió—: Podría ser el marido. Me refiero a su primer marido. Al padre de Neil. A lo que pasó con él y demás.
Lo ocurrido con el padre de Neil es que se había suicidado.
—Era muy inestable, creo. Tal vez no sea eso —continuó—. Puede ser otra cosa. Problemas que tienen las mujeres cuando llegan a su edad. Es normal… Ahora la pueden controlar con facilidad, con drogas. Han conseguido drogas magníficas. No hay por qué preocuparse.


Como había anticipado Maury, el Día de Acción de Gracias, Mrs. Travers ya había salido del hospital y se sentía bien. La comida de Acción de Gracias se haría como de costumbre en el lago. Y se celebraría el domingo —cosa que también era usual—, así empacaban y cerraban la casa el lunes. Para Grace fue una suerte porque su día libre seguía siendo el domingo.
Estaría toda la familia. No habría invitados, a menos que Grace fuera considerada una invitada. Neil, Mavis y los hijos se alojarían en casa de los padres de Mavis y comerían allí el lunes, pero pasarían el domingo en casa de los Travers. Cuando Maury llegó con Grace al lago el domingo por la mañana, el pavo ya estaba en el horno. Por los niños la comida se servía temprano, alrededor de las cinco. En la mesada de la cocina estaban los pasteles: de ciruelas, manzana y frutos del bosque. Gretchen se hizo cargo de la cocina: sus movimientos eran igual de armónicos como cocinera que como atleta. Mrs. Travers estaba sentada a la mesa de la cocina, tomaba café y con la hija menor de Gretchen, Dana, trabajaba en un rompecabezas.
—¡Hola, Grace! —saludó y se levantó para abrazarla. Era la primera vez que lo hacía. Un movimiento torpe de la mano hizo que desparramara las piezas del rompecabezas.
Dana chilló:
—¡Abuela!
La hermana mayor, Janey, que la había estado observando con mirada crítica, recogió las piezas.
—Podemos volver a armarlas —dijo—. La abuela lo hizo sin querer.
—¿Dónde guardas la salsa de arándanos? —preguntó Gretchen.
—En la alacena —contestó Mrs. Travers, apretando todavía los brazos de Grace, sin hacer caso del rompecabezas desarmado.
—¿En qué parte de la alacena?
—¡Ay, la salsa de arándanos! No importa…, la hago. Primero pongo los arándanos en un poco de agua. Luego los dejo con el fuego bajo… No, creo que primero los dejo en remojo…
—Está bien, pero no tengo tiempo para eso. ¿Quiere decir que no tienes salsa en
conserva?
—Me parece que no. No debo tenerla porque la hago yo.
—Tendré que mandar a alguien a comprarla.
—¿Quieres pedírsela a Mrs. Woods?
—No. Apenas he hablado con ella. No me he atrevido. Alguien tendrá que ir a la tienda. —Querida, es Día de Acción de Gracias —le recordó Mrs. Travers amablemente—. No habrá nada abierto.
—Ese lugar de la carretera está siempre abierto —Gretchen había levantado la voz—. ¿Dónde está Wat?
—Ha salido con el bote de remos —gritó Mavis desde el dormitorio del fondo. Hizo que pareciera una advertencia porque estaba intentando dormir al bebé—. Se llevó a Mikey a remar. Mavis había llegado al volante de su coche con los dos niños. Neil iría más tarde: tenía que hacer algunas llamadas telefónicas. Y Mr. Travers se había ido a jugar al golf. —Necesito que alguien vaya a la tienda —dijo Gretchen. Esperó, pero del dormitorio no llegó ningún ofrecimiento. Levantó las cejas y miró a Grace.
—¿Sabes conducir? —preguntó. Grace dijo que no.
Mrs. Travers miró alrededor en busca de su silla y se sentó con un suspiro de alivio.
—Pues bueno, puede conducir Maury. ¿Dónde está Maury? —volvió a preguntar Gretchen. Maury estaba en el dormitorio de delante buscando su bañador, a pesar de que todos le habían dicho que el agua estaría demasiado fría para nadar. Dijo que la tienda no estaría abierta.
—Lo estará —afirmó Gretchen—. Venden gasolina. Y si ahí no tienen hay otra gasolinera justo antes de entrar en Perth…, la que vende helados.
Maury quería que Grace fuera con él, pero las dos niñas, Dana y Janey, la arrastraban para que viera el columpio que el abuelo había armado al lado de la casa, bajo el arce noruego. Al bajar los escalones notó que se le rompía la tira de una de las sandalias. Se quitó las dos sandalias y caminó sin ninguna dificultad por el suelo arenoso, los plátanos aplastados y las muchas hojas ensortijadas que ya habían caído.
Primero, ella empujó a las niñas en el columpio. Luego las niñas la empujaron a ella. Cuando saltó descalza del columpio cedió una de sus piernas y soltó un grito de dolor, sin saber qué había pasado. Era el pie, no la pierna. El dolor le subía desde la planta del pie izquierdo, donde se había hecho un corte con el filo agudo de una concha de almeja.
—Dana trajo esas cochas —dijo Janey—. Iba a hacer una casa para su caracol.
—Se escapó —explicó Dana.
Gretchen, Mrs. Travers y hasta Mavis habían salido corriendo de la casa, creyendo que el grito lo había lanzado una de las niñas.
—Le sangra el pie. Todo el suelo está cubierto de sangre —dijo Dana.
Y Janey aclaró:
—Se ha cortado con una concha. Dana se dejó esas conchas ahí, le iba a hacer una casa a Iván. A Iván, su caracol.
Sacaron una jofaina con agua para lavar el corte y una toalla. Todos le preguntaban si le dolía mucho.
—No, no es para tanto —contestó Grace, que subía cojeando los escalones.
Las dos niñas competían para sostenerla y lo que hacían era cruzarse en su camino.
—¡Ay, qué lástima! Pero ¿por qué ibas descalza? —preguntó Gretchen.
—Se le rompió una correa de la sandalia —dijeron a la vez Dana y Janey, al tiempo que un descapotable color vino tinto daba un volantazo y, casi sin hacer ruido, se metía limpiamente en el sitio destinado a aparcar.
—Esto es lo que yo llamo sentido de la oportunidad —dijo Mrs. Travers —. Aquí está el hombre que necesitamos. El médico. Era Neil, a quien Grace veía por primera vez. Era alto, enjuto, rápido de movimientos.
—Tu maletín —le gritó Mrs. Travers alegremente—. Acabamos de conseguir un caso para ti.
—Bonito pedazo de trasto tienes —dijo Gretchen—. ¿Es nuevo?
—Es un capricho —contestó Neil.
—Se ha despertado el bebé —Mavis dio un suspiro de vago reproche y volvió a entrar en la casa.
Janey dijo con severidad:
—No se puede hacer nada con ese bebé despierto.
—Más vale que te calles —le advirtió Gretchen.
—No me digas que no lo has traído —dijo Mrs. Travers.
Pero Neil sacó de un tirón el maletín del asiento trasero y ella continuó:
—¡Ah, sí! Lo has traído. Menos mal. Nunca se sabe.
—¿Eres tú la paciente? —preguntó Neil a Dana—. ¿Qué te pasa? ¿Te has tragado un sapo?
—Es ella —dijo Dana cargada de dignidad—. Es Grace.
—Ya. Es ella la que se ha tragado un sapo.
—Se ha hecho un corte en el pie. Le sale sangre y más sangre.
—Se ha cortado con una concha de almeja —explicó Janey.
Neil pidió a sus sobrinas:
—Quitaros de en medio —se sentó un escalón más abajo que Grace, le levantó el pie con mucho cuidado y pidió—: A ver, darme ese trapo o lo que sea.
También con mucho cuidado secó la sangre para echar una mirada al corte. Estaba tan cerca de ella que Grace notó el olor que había aprendido a distinguir ese verano en la posada: olor a licor con un toque de menta.
—Sí, ya lo creo que le sale sangre. Sangra y sangra. Eso es bueno, así se limpia mejor. ¿Te duele?
—Un poco —contestó Grace.
La miró a la cara un momento, escrutándola. Tal vez se preguntara si había notado el olor y qué le había hecho pensar.
—Sí, claro, ¡cómo no te va a doler! ¿Ves ese pellejo suelto? Tenemos que mirar debajo y ver si está limpio. Después te daré un par de puntos. Tengo aquí algo que te voy a pasar para que no te duela tanto. —Miró a Gretchen—. Oye, quita al público de aquí.
Todavía no le había dicho una palabra a la madre, que no dejaba de repetir lo oportunamente que había llegado.
—Boy Scout. Siempre listo —dijo él.
Ni sus manos ni sus ojos parecían los de un borracho. Tampoco parecía el tío jovial que pretendió ser cuando hablaba con las niñas ni el mismo que, con típica labia de médico, se empeñó en tranquilizar a Grace. Tenía la frente alta y pálida, un mechón de pelo negro grisáceo muy rizado, ojos grises brillantes, boca ancha de labios finos que daban la impresión de hacer una mueca de enérgica impaciencia, deseo o dolor.
Cuando allí mismo en los escalones la herida estuvo vendada —Gretchen había vuelto a la cocina y se había llevado a las niñas con ella, pero Mrs. Travers se quedó y observaba sin parpadear con los labios apretados, como si prometiera no interrumpir—, Neil dijo que lo mejor sería llevar a Grace al hospital de la ciudad.
—Para que le pongan la antitetánica.
—No parece tan grave —dijo Grace.
—No tiene nada que ver.
—De acuerdo —aceptó Mrs. Travers—. El tétanos…, es tremendo.
—No debemos demorarnos —afirmó Neil—. ¿De acuerdo, Grace? Yo te llevaré al coche.
La sujetó bajo un brazo. Grace se abrochó la correa de una sandalia y se las arregló para meter los dedos en la otra y poder arrastrarse. El vendaje estaba muy bien hecho y apretado.
—Está en rodaje —dijo él cuando estuvo sentada en el coche—. Preséntale mis disculpas —pidió a la madre. ¿A Gretchen? A Mavis.
Mrs. Travers bajó de la galería con su habitual aspecto de vago entusiasmo, desde luego ese día irreprimible, y puso la mano en la puerta del coche.
—¡Qué bien! ¡Muy bien! Eres una bendición caída del cielo, Grace. Tú te encargarás de mantenerlo alejado de la bebida hoy, ¿verdad? Sabrás cómo hacerlo.
Grace oyó esas palabras, casi sin hacer caso. Estaba demasiado consternada por el cambio de Mrs. Travers, por lo que parecía rigidez de movimientos, aire de benevolencia sin venir a cuento, llorosa alegría que le hacía lagrimear los ojos. Y una leve capa que parecía azúcar en la comisura de los labios.


El hospital estaba en Carleton Place a unos cinco kilómetros de distancia. Había una autopista que pasaba por encima de las vías del tren y la tomaron a tal velocidad, que Grace tuvo la impresión de que al llegar al punto más alto, el coche había despegado del asfalto y volaban. Casi no había tráfico, no tenía miedo y, en cualquier caso, no podía hacer nada.

Neil conocía a la enfermera que estaba de turno en Urgencias y, después de llenar el formulario y dejar que echara una mirada al pie de Grace (buen trabajo, dijo ella sin mayor interés), pudo entrar y ponerle la inyección él mismo. («Ahora no te va a doler, pero puede dolerte luego»). Acababa de ponerle la inyección cuando volvió a entrar la enfermera en el cubículo y dijo:
—Hay un muchacho en la sala de espera que la llevará a casa.
—Dígale que todavía no está lista —contestó Neil—. No, dígale que ya nos hemos ido.
—Le he dicho que estaban ustedes aquí.
—Pero cuando ha vuelto se encontró con que nos habíamos ido.
—Dice que es su hermano. ¿No va a ver su coche en el parking?
—Aparqué detrás, en el parking de los médicos.
—Bonita jugarreta —dijo la enfermera, mirándolo por encima del hombro.
Neil se dirigió a Grace.
—¿Verdad que no quieres volver todavía a casa?
—No —contestó Grace, como si hubiera visto escrita la palabra en la pared, frente a ella. Como si le estuvieran controlando la vista. Una vez más Neil le ayudó a llegar al coche. Grace llevaba la correa de los dedos de la sandalia suelta y se dejó caer en la tapicería color crema.
Tomaron por una calle trasera para salir del parking, un camino nada transitado, que salía de la ciudad. Grace sabía que no se encontrarían con Maury. No tenía que pensar en él. Y mucho menos en Mavis. Cuando más adelante contara ese pasaje, ese cambio en su vida, Grace podría decir —y decía—, que fue como si una puerta se hubiera cerrado de golpe tras ella. Pero en aquel momento no hubo ningún portazo: simplemente la recorrió una oleada de abandono; los derechos de quienes había dejado atrás quedaron neutralizados sin más. Su recuerdo de ese día permaneció nítido y preciso aunque hubiera variaciones en los momentos en que más le gustaba demorarse. E incluso en algunos de esos detalles debe haberse equivocado.


Primero circularon por la autopista A 7. Según lo que recordaba Grace no había ningún otro coche en la carretera y la velocidad cercana al vuelo sobrepasaba la permitida. Eso no puede haber sido verdad: tiene que haber habido gente en la carretera, gente que volvería a su casa ese domingo por la mañana, después de pasar el Día de Acción de Gracias con la familia. Camino de la iglesia o de la iglesia a casa. Neil habría bajado la velocidad cuando cruzaran pueblos o aledaños de las ciudades o curvas de la antigua autopista. No estaba acostumbrada a viajar en descapotables, el viento en los ojos, el viento adueñado del pelo. Eso daba la ilusión de la constante velocidad, el vuelo perfecto… No frenético sino milagroso, sereno.
Y aunque hubiera borrado de su mente a Maury, a Mavis y al resto de la familia, algún retazo de Mrs. Travers seguía ahí, rondando, emitiendo un susurro con risa sofocada, extraña, avergonzada: su último mensaje.
«Sabrás cómo hacerlo».
Es natural que ni Grace ni Neil hablaran. Según recordaba, habría sido necesario gritar para poder oírse. Y, a decir verdad, lo que recuerda de lo que debe ser el sexo, apenas se diferencia de sus ideas y sus fantasías en aquel momento. El encuentro fortuito, las señales mudas pero convincentes, el casi silencioso vuelo en el cual ella misma se veía más o menos como una cautiva. Una entrega etérea, que nada tenía que ver con la carne sino con una oleada de deseo.
Por fin se detuvieron en Kaladar y entraron en un hotel: el viejo hotel que todavía está ahí. Neil le cogió la mano y entrelazó sus dedos con los de ella, acortó el paso para ajustarlo a su disparejo andar. La llevó al bar. Grace se dio cuenta de que era un bar aunque nunca había entrado en ninguno. (Bailey’s Inn todavía no tenía licencia: se bebía en las habitaciones o en un llamado night club destartalado, al otro lado de la carretera). Ese era como ella esperaba: un recinto oscurecido falto de aire, con mesas y sillas al fondo puestas sin esmero después de una limpieza hecha de prisa y corriendo, olor a desinfectante que no quitaba el olor a cerveza, whisky, cigarrillos, pipas, hombres. No había nadie allí… A lo mejor no abrían hasta la tarde. ¿Pero no sería ya la tarde? Parecía fallarle la noción del tiempo. De otra habitación salió un hombre, que se dirigió a Neil:
—¿Qué hay, doctor? —y se metió detrás de la barra. Grace pensó que siempre sería así: fueran donde fueran, habría alguien que ya conociera a Neil.
—Ya sabe usted que es domingo —dijo el hombre en voz alta, severa, casi a gritos, como si quisiera que lo oyeran en el parking—. No puedo servirle nada aquí los domingos. Y a ella no puedo servirle nada nunca. Ni siquiera debería estar aquí. ¿Me entiende?
—¡Oh, sí, señor!. ¡Claro que sí! —contestó Neil—. Estoy completamente de acuerdo, señor. Mientras hablaban, el hombre que estaba tras la barra había cogido una botella de whisky de un estante oculto, llenaba un vaso y se lo alcanzaba Neil por encima del mostrador.
—¿Tienes sed? —preguntó el hombre a Grace. Al mismo tiempo abría una Coca-Cola. Se la dio sin vaso. Neil puso un billete en el mostrador y el hombre lo hizo desaparecer.
—Ya se lo he dicho. No puedo despachar.
—¿Y una coca? —preguntó Neil.
—No puedo vender nada. El hombre ocultó la botella, Neil bebió de un trago lo que tenía en el vaso.
—Es usted una buena persona —dijo—. El espíritu de la ley.
—Llévese la coca. Cuanto antes se vaya ella, mejor me sentiré.
—Seguro —contestó Neil—. Es una buena chica. Es mi cuñada. Mi futura cuñada. Eso tengo entendido.
—¿Es verdad eso? No volvieron a la autopista A7. Tomaron el camino rumbo al norte, que no estaba asfaltado, pero era aceptablemente ancho y estaba bien nivelado. En la manera de conducir de Neil el trago parecía haber tenido el efecto contrario al que se supone deben tener los tragos. Bajó la velocidad hasta la apropiada, incluso precavida, que exige ese tipo de camino.
—¿No te importa?
—Si no me importa ¿qué? —preguntó Grace.
—Que te arrastre hasta cualquier sitio por viejo que sea.
—No.
—Necesito tu compañía. ¿Cómo tienes el pie?
—Muy bien.
—Te debe doler un poco.
—No, de verdad que no. Está muy bien.
Neil le cogió la mano que no sostenía la botella de Coca Cola, le apretó su palma contra la boca, le pasó la lengua y la soltó.
—¿Creías que te estaba secuestrando con malas intenciones?
—No —mintió Grace, pensando qué diría la madre de Neil de esas palabras: «malas intenciones».
—Hubo un momento en que pudiste estar en lo cierto —dijo Neil, como si ella hubiera contestado que sí—. Pero hoy no. No lo creo. Hoy estás tan segura como en una iglesia.
El tono cambiado de su voz, que se había tornado íntima, sincera y serena; el recuerdo de sus labios apretados, la lengua que le había pasado por la piel habían afectado tanto a Grace que oía las palabras, sin entender el significado de lo que le decía. Sentía cientos, cientos de pasadas de lengua, una danza de súplicas por toda la piel. Pero decidió decir: —Las iglesias no siempre son seguras.
—Es verdad. Es verdad.
—Y no soy tu cuñada.
—Futura. ¿No dije «futura»?
—Tampoco lo soy.
—¡Ah, bueno! Supongo que no me sorprende. No. No me sorprende.
Volvió a cambiar el tono de voz, que se volvió profesional.
—Estoy buscando una salida por aquí, a la derecha. Hay un camino que tendría que reconocer. ¿Conoces siquiera estos campos?
—No, estos alrededores no.
—¿No conoces Flower Station? ¿Oompah, Poland? ¿Snow Road?
Grace no había ni oído hablar de ellos.
—Hay alguien a quien quiero ver.
Doblaron a la derecha aunque Neil mascullaba dudas. No había señales.
El camino era más estrecho y escabroso, con un puente de tablones y una sola dirección. Los árboles del bosque de maderas nobles entrelazaban las ramas en lo alto. Las hojas tardaban en marchitarse ese año por la temperatura inusualmente alta, de manera que las ramas todavía estaban verdes, excepto algunas aisladas que, de cuando en cuando, ondeaban como estandartes. Daban la sensación de santuario. A lo largo de kilómetros Grace y Neil permanecieron callados. Los árboles se sucedían sin interrupción, el bosque no tenía fin. Pero en eso Neil rompió el silencio.
—¿Sabes conducir?
Grace contestó que no y él dijo:
—Creo que debes aprender.
Quiso decir que debía aprender en ese momento. Paró el coche, bajó, dio la vuelta hasta su lado y Grace tuvo que moverse para quedar al volante.
—Ningún sitio mejor que este.
—¿Y si pasa algo?
—No pasará nada. Si pasa ya nos las arreglaremos. Por eso elegí un trecho recto. Y no te preocupes, todo lo que tienes que hacer es con el pie derecho.
Estaban al principio de un largo túnel bajo los árboles, en un camino salpicado por la luz del sol. No se molestó en explicarle cómo funcionaba un coche: simplemente le enseñó a poner el pie y le hizo practicar con los cambios de marcha. Luego le dijo:
—Bueno, ahora haz lo que te diga.
El primer arranque del coche la asustó. Trabó los cambios y creyó que Neil daría por terminada la lección ahí mismo. Pero él se rio y dijo:
—¡So…!, calma, calma. Sigue.
Grace obedeció. Neil no comentó su manera de llevar el volante ni que el volante le hiciera olvidar el acelerador, excepto para decir:
—Sigue, sigue, mantente en el camino, no dejes que se pare el motor.
—¿Cuándo puedo parar?
—Hasta que no te diga cómo, no.
Le hizo seguir conduciendo hasta que salieron del túnel y luego le dio instrucciones sobre los frenos. Apenas se detuvo, Grace abrió la puerta de modo que pudieran cambiar de asiento, pero Neil dijo:
—No. Esto es solo un respiro. No tardará en gustarte.
Al volver a ponerse en marcha Grace empezó a pensar que tal vez él tuviera razón. Su momentánea oleada de confianza por poco los hace caer en la cuneta. Aun así él seguía riéndose cuando tuvo que aferrarse al volante. Y la lección continuó. No la dejó detenerse hasta que no hubieron hecho lo que parecían kilómetros ni tomado —despacio— varias curvas.
Entonces Neil dijo que era mejor cambiar de turno porque, si no conducía, perdía el sentido de orientación. Le preguntó cómo se sentía y, aunque temblaba de pies a cabeza, contestó: —Perfectamente.
Él le recorrió el brazo desde el hombro hasta el codo y dijo:
—¡Qué mentirosa!
Más allá de eso no la tocó ni le hizo volver a sentir por ninguna parte el roce de su boca.
Tiene que haber recuperado el sentido de la orientación algunos kilómetros más adelante, cuando llegaron a un cruce, porque dobló a la izquierda. Los árboles se espaciaron, treparon por un camino escabroso una montaña larga y, al cabo de pocos kilómetros, llegaron a un pueblo o, mejor dicho, a un conjunto de construcciones levantadas a la orilla de la carretera. Una iglesia y una tienda, ninguna de las dos abiertas para servir a sus fines originales, pero probablemente habitadas a juzgar por los vehículos que había alrededor y las lastimosas cortinas de las ventanas. Un par de casas también en estado lamentable y, detrás de una de ellas, un granero caído sobre sí mismo lleno de heno viejo oscuro que, como tripas hinchadas, asomaba entre las vigas resquebrajadas.
Neil lanzó una exclamación para festejar haber visto aquello, pero no se detuvo allí.
—¡Qué alivio! —dijo—. ¡Qué… alivio! Ahora sé. Gracias a ti.
—¿A mí?
—Por dejarme enseñarte a conducir. Me he serenado.
—¿Te has serenado? ¿En serio?
—Tan verdad como que estoy vivo.
Neil sonreía, pero no la miraba. Una vez cruzado el pueblo parecía muy ocupado mirando de un lado a otro, a través de los campos que se extendían a lo largo del camino. Hablaba como si hablara consigo mismo.
—Esto es. Tenía que ser. Ahora sabemos.
Y así siguió hasta que, evitando piedras y trechos de enebro, doblaron por un sendero que no corría derecho sino que rodeaba el campo. Al final del sendero había una casa… y no estaba en mejor estado que las del pueblo.
—Ya estamos. En este sitio no te voy a hacer entrar. No tardaré más de cinco minutos.


Tardó más.
Ella se quedó en el coche a la sombra de la casa. La puerta de entrada estaba abierta, solo la mosquitera estaba cerrada. La mosquitera tenía remiendos, alambres nuevos entretejidos con los viejos. Nadie se acercó a ella, ni siquiera un perro. Y con el coche parado el día se había cargado de un extraño silencio. Extraño porque una tarde tan calurosa era de esperar que estuviera llena de zumbidos, murmullos y gorjeos de insectos en la hierba, en los matorrales de enebro. Aunque no se los viera por ninguna parte, sus ruidos tendrían que surgir de todo lo que creciera sobre la tierra, hasta alcanzar el horizonte. Pero el año estaba demasiado avanzado, tal vez fuera demasiado tarde hasta para oír graznar a los gansos que volaban rumbo al sur.
Por ninguna parte oía nada. Allí parecía que estuvieran en la cima del mundo o en una de las cimas. El campo caía en declive por todos lados, lo único visible eran los árboles de los alrededores porque crecían en terrenos más bajos.
¿A quién conocería él allí, quién viviría en esa casa? ¿Una mujer?
No parecía posible que la mujer que él deseara viviera en semejante sitio, pero no había límite para las rarezas con las que ese día podía tropezar Grace. No había límites.
Algún tiempo atrás, esa había sido una casa de ladrillos, pero alguien había empezado a tirar abajo las paredes. Quedaron a la vista simples paredes de madera. Los ladrillos que las cubrían estaban apilados de cualquier manera en el patio, quizás a la espera de venderlos. Los ladrillos que quedaban en ese lado de la casa formaban una fila diagonal de escalones. Grace, que no tenía nada que hacer, se echó hacia atrás y reclinó el respaldo para contarlos. Lo hacía tonta y rigurosamente a la vez, como se deshojan los pétalos de las margaritas, pero sin decir palabras tan poco recatadas como «me quiere», «no me quiere».
«Afortunada». «Desdichada». «Afortunada». «Desdichada». Es todo lo que se atrevía a decir.
Se dio cuenta de que era difícil seguir la pista de los ladrillos colocados en zigzag, sobre todo porque la fila desaparecía encima de la puerta.
Lo supo. ¿Qué otra cosa podía ser eso? Un reducto de contrabandistas. Pensó que el contrabandista estaría en casa: un viejo de piel curtida, demacrado, taciturno y desconfiado. La noche de Halloween se quedaba en el escalón delantero con un rifle. Y pintaba números en los leños apilados junto a la puerta para saber si le robaban alguno. Pensaba en él —o en ese—,amodorrado por el calor en la habitación de tierra pero ordenada (sabía que sería así por los parches de la mosquitera). Se levantaría de la litera o el catre desvencijados con la colcha manchada encima, que alguna allegada ya muerta le había hecho mucho tiempo atrás.
Aunque ella no había estado nunca en casa de un contrabandista, en su tierra no estaba demasiado clara la frontera entre las maneras de vivir respetables y otras que no lo eran. Ella sabía cómo eran las cosas.
Qué raro haber pensado en casarse con Maury. Habría sido una suerte de traición. Una traición a sí misma. Pero no era traición haberse ido de paseo con Neil, porque tenían bastantes cosas en común. Y ella sabía cada vez más y más de él.
Le parecía ver en la puerta de entrada a su tío, encorvado y perplejo, mirándola como si ella se hubiera alejado años y años. Como si hubiera prometido volver a casa, luego olvidara la promesa y, al cabo de tanto tiempo, él debiera estar muerto y no lo estaba.
Intentaba hablar con él, pero él estaba perdido. Se estaba despertando y moviendo. Estaba otra vez en el coche con Neil, en la carretera. Se había quedado dormida con la boca abierta y tenía sed. Neil se volvió hacia ella un instante y —a pesar del viento que soplaba alrededor— Grace notó olor a whisky recién tomado. Era verdad.
—¿Estás despierta? Dormías como un lirón cuando salí. Lo siento, tuve que hacer sociedad un rato. ¿Cómo está tu vejiga?
Lo cierto es que era un problema en el cual había pensado cuando estaban parados frente a la casa. Vio un retrete al fondo, más allá de la casa, pero le dio vergüenza bajar y caminar hasta allí.
Neil dijo:
—Este parece buen sitio —y paró el coche.
Grace bajó y caminó entre varas de llantén y ásteres silvestres, para encontrar un lugar donde acuclillarse. Él se quedó entre esas flores al otro lado de la carretera, de espaldas a ella. Cuando Grace volvió al coche vio la botella en el suelo al lado de sus pies. Más de la tercera parte del contenido había desaparecido.
Él la vio mirar.
—¡Oh, no te preocupes! No he hecho más que poner un poco aquí —dijo y le enseñó una petaca—. Es más cómoda cuando conduzco.
En el suelo había también otra Coca-Cola. Neil le pidió que buscara en la guantera el destapador.
—Está fría —dijo sorprendida.
—De la nevera. En invierno cortan hielo de los lagos y lo almacenan en aserrín. Lo guarda bajo la casa.
—Creí ver a mi tío a la entrada de esa casa —contó Grace—. Estaba soñando.
—Podrías contarme algo de tu tío. Contarme dónde vives. En qué trabajas. Cualquier cosa. Lo único que quiero es oírte hablar.
Tenía más energía en la voz y le había cambiado la cara, pero no la expresión frenética de la borrachera. Era como si hubiera estado enfermo — no gravemente enfermo sino deprimido por el calor— y quisiera demostrar que ya estaba mejor. Tapó la petaca, la puso en el suelo y buscó la mano de Grace. La apretó levemente, como señal de camaradería.
—Es bastante mayor —dijo Grace—. En realidad es tío abuelo. Es tejedor de paja…, es decir arregla sillas de paja. No te lo puedo explicar, pero te lo podría enseñar si tuviéramos alguna silla para arreglar…
—No veo ninguna.
Grace se rio:
—La verdad es que resulta aburrido.
—Entonces cuéntame qué te interesa. ¿Qué te interesa?
Grace contestó:
—Tú me interesas.
—¡Oh! ¿Qué te interesa de mí? —apartó la mano.
—Lo que vas a hacer ahora —contestó Grace muy decidida—.
—Y por qué.
—Estás hablando de la bebida. ¿Por qué bebo, verdad? —Volvió a destapar la petaca—. ¿Y por qué no me lo preguntas francamente?
—Porque sé lo que dirías.
—Pues dilo. ¿Qué diría?
—Dirías «¿qué otra cosa se puede hacer?». O algo por el estilo.
—Es verdad. Es lo que estaba a punto de decir. Pues bueno, entonces tú tendrías que decirme si estoy equivocado.
—No —dijo Grace—. No. No te lo diré.
Una vez dicho eso se quedó helada. Creía haber hablado en serio y en ese momento se dio cuenta de que había estado intentando impresionarlo con sus contestaciones, tratando de mostrarse tan mundana como él y, a medio camino, había llegado a esa vaga verdad. A esa falta de esperanza: auténtica, racional y eterna.
—¿No lo harás? No. No lo harás. Es un alivio. Tú eres un alivio, Grace.
Al rato Neil dijo:
—¿Sabes qué…? Tengo sueño. En cuanto encontremos un buen sitio me haré a un lado y dormiré. Un rato nada más. ¿No te molestará que lo haga?
—No. Creo que debes hacerlo.
—¿Me vigilarás?
—Sí.
—Así me gusta.
Encontró el sitio en una pequeña población llamada Fortune. Había un parque a las afueras al lado de un río y un espacio cubierto de gravilla para los coches. Echó el respaldo hacia atrás y se durmió en el acto. Caía la tarde, era cerca de la hora de la cena, prueba de que no era un día de verano. Poco antes alguien había estado haciendo su pícnic de Acción de Gracias en el lugar: todavía salía humo de la fogata hecha al aire libre y el aire olía a hamburguesas. El olor no despertó precisamente el apetito de Grace: sí le hizo recordar haber tenido hambre en otras circunstancias.
Apenas se durmió, Grace bajó del coche. Con tantas paradas y arrancadas durante la clase de conducción tenía bastante polvo encima. Bajo un grifo al aire libre se lavó lo mejor que pudo los brazos, las manos y la cara. Luego, para no forzar el pie herido, caminó despacio por la orilla del río. Vio lo poco profundo que era y los juncos que rompían la superficie. Un letrero advertía que en ese lugar las blasfemias, las obscenidades y el lenguaje vulgar estaban prohibidos y serían castigados. Probó los columpios instalados de cara al oeste. Impulsó el columpio bien alto, miró el cielo despejado: verde tenue, dorado apagado, en el horizonte una franja color rosa chillón. Estaba refrescando.
Había creído en la existencia del acuerdo mutuo. Bocas, lenguas, piel, cuerpos, choque de hueso con hueso. Arrebato. Pasión. Pero no era lo que les estaba destinado. Eso era un juego de niños, comparado con cómo lo conocía, con cómo y hasta dónde había llegado ahora a verlo por dentro.
Lo visto era definitivo. Como si estuviera al borde de una oscura masa de agua lisa, que se estirara más y más. Agua fría, desapasionada. Mirar ese agua fría, oscura, desapasionada y saber que no había nada más. No era culpa de la bebida. En cualquier caso, el problema siempre era el mismo. La bebida, la necesidad de beber…, era solo una forma de evadirse, como todo lo demás.
Volvió al coche y trató de despertarlo. Neil se movió, pero no despertó. Grace se puso otra vez a caminar para mantener el calor y ejercitar el pie por el camino más fácil. Cayó en la cuenta de que a la mañana siguiente estaría otra vez sirviendo desayunos. Lo intentó una vez más, le dirigió palabras apremiantes. Él contestó con distintas promesas, balbuceos y, otra vez, se quedó dormido. Cuando oscureció del todo Grace se dio por vencida. Instalado el frío de la noche se le aclararon algunos otros hechos. Que no podían quedarse ahí, que a pesar de todo todavía estaban en este mundo. Que ella tenía que volver a Bailey’s Falls. Con bastante dificultad lo empujó al asiento del acompañante. Si eso no lo despertaba era evidente que no lo despertaría nada. Tardó un rato en adivinar cómo se encendían los faros y luego empezó a mover el coche. Despacio, dando sacudidas, volvió a la carretera.
No tenía idea de qué dirección tomar y no había un alma en la calle a quien pudiera preguntar. Se limitó a seguir hasta el otro lado de la ciudad y allí, casi como una bendición, apareció la señal que, entre otros sitios, indicaba el camino a Bailey’s Falls. No estaba más que a catorce kilómetros.
Condujo a lo largo de la autovía de dos carriles, sin pasar nunca de los cincuenta kilómetros por hora. Había poco tráfico. Una o dos veces pasaron coches tocando la bocina y los pocos que se cruzó, también la tocaron. En un caso fue probablemente porque iba muy despacio; en otro porque no sabía cómo poner las luces bajas. No importaba. No podía detenerse para recobrar valor en medio de la carretera. No le quedaba más remedio que seguir adelante, como él le había dicho. Seguir adelante.
Al principio no reconoció Bailey’s Falls porque venía desde una dirección desconocida para ella. Cuando lo reconoció se asustó más aún de lo que había estado a lo largo de los catorce kilómetros. Una cosa era conducir en territorio desconocido, otra doblar y entrar por los portones de la posada.
Estaba despierto cuando ella se detuvo en el parking. No demostró ninguna sorpresa al encontrarse allí ni al ver lo que Grace había hecho. Dijo que lo habían despertado los bocinazos, hacía varios kilómetros, pero simuló seguir durmiendo porque lo importante era no sobresaltarla. Y no se preocupó. Sabía que sería capaz de arreglarse.
Grace le preguntó si ya estaba suficientemente despierto para conducir.
—Bien despierto. Tan lúcido como un dólar.
Le pidió que sacara el pie de la sandalia y lo apretó por distintos sitios antes de decir:
—Estupendo. No está caliente. No está hinchado. ¿Te duele el brazo? A lo mejor no.
La acompañó hasta la puerta y le agradeció la compañía. Ella seguía asombrada de estar de vuelta y a salvo. Apenas se dio cuenta de que había llegado el momento de despedirse.
La verdad es que hasta el día de hoy no sabe si llegaron a decir la palabra «adiós» o si él no hizo más que rodearla con los brazos y apretarla con tanta fuerza, tan repetidamente, cambiando tanto de postura, que parecía necesitar más de dos brazos. Se sentía acosada por él, con su cuerpo fuerte y ágil, exigiendo y renunciando a la vez, como si quisiera decirle que había hecho mal en confiar en él, que todo era posible. Para luego decirle que no había hecho mal, que pretendía aplastarse contra ella y marcharse.

Por la mañana temprano el gerente golpeó la puerta de la habitación y llamó a Grace. —Alguien al teléfono —dijo—. No te preocupes, solo querían saber si estabas aquí. Contesté que vendría a averiguarlo. Eso es todo.
Sería Maury, pensó ella. En todo caso cualquiera de los dos. Pero seguramente Maury. Ahora tendría que vérselas con Maury.
Cuando bajó a servir los desayunos —con bambas de lona— oyó hablar del accidente. Un coche se había estrellado contra el pilar del puente a mediocamino de la carretera a Little Sabot Lake. Se había estampado contra el pilar, quedó completamente destrozado y se incendió. Ningún otro coche estuvo involucrado en el accidente y, por lo visto, el conductor iba solo. Tendrían que identificarlo por el examen dental. Probablemente a esa hora ya lo habrían hecho.
—¡Vaya una manera de matarse! —exclamó el gerente—. ¡Más vale hacerse el harakiri! —Puede haber sido un accidente —dijo el cocinero, optimista por naturaleza—. A lo mejor se quedó dormido.
—Sí. Claro. A Grace le dolía el brazo como si le hubieran dado un golpe malintencionado.
No podía mantener la bandeja en equilibrio, tuvo que llevarla delante de ella, sujetándola con las dos manos.


No tuvo que entendérselas con Maury cara a cara. Él le mandó una carta.
Di que él te obligó a hacerlo.
Di que tú no querías ir.
Ella le contestó tres palabras:
Sí, quise ir.
Iba a añadir «Lo siento», pero se contuvo.
Mr. Travers fue a verla a la posada. Estuvo correcto, formal, firme, distante y nada antipático. Ahora lo veía en circunstancias en que él demostraba lo que era. Un hombre capaz de hacerse cargo de la situación, capaz de poner las cosas en su sitio. Dijo que era muy triste, que todos estaban muy tristes, pero que el alcoholismo era algo tremendo. Cuando Mrs. Travers estuviera un poco mejor se la llevaría de viaje, de vacaciones, a algún sitio de clima templado.
Después dijo tener que marcharse. Eran muchas las cosas pendientes. En el momento de darle la mano dejó en ella un sobre.
—Todos esperamos que hagas buen uso de esto —explicó.
El cheque era de mil dólares. De inmediato pensó devolverlo o hacerlo trizas y todavía cree que habría sido un gesto de dignidad hacerlo. Pero al final, claro, le faltó valor. En aquellos tiempos era suficiente dinero para empezar una nueva vida.


Alice Munro
Escapada
RBA, Barcelona, 2009


Anne Hathaway y Matthew McConaughey / Serenity

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Serenity

Anne Hathaway y Matthew McConaughey protagonizan una historia llena de traición en alta mar.



https://www.youtube.com/watch?v=nOakKgVoOFY


Chile solicita la extradición del asesino de Víctor Jara

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Victor Jara

Chile solicita la extradición del asesino de Víctor Jara

El exmilitar Pedro Barrientos, que actualmente reside en Estados Unidos, mató al cantautor y activista chileno en 1973

09 / 07 /2018
El ministro de Asuntos Exteriores de Chile, Roberto Ampuero, ha anunciado la reactivación de las gestiones para solicitar a Estados Unidos la extradición del exmilitar Pedro Barrientos, quien asesinó al cantautor y activista Víctor Jara durante el golpe de Estado del general Augusto Pinochet contra el presidente Salvador Allende en 1973.
«El Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile ha enviado a Estados Unidos los antecedentes que permiten sustanciar la petición de extradición. Se trata de un caso particularmente emblemático para nuestro país por cuanto estamos hablando de Víctor Jara, un artista de enorme influencia en la cultura chilena y latinoamericana», ha destacado Barrientos en declaraciones a la prensa.
Barrientos vive desde 1990 en Estados Unidos, donde ha sido declarado culpable por tortura y asesinato del cantautor como consecuencia de una demanda civil interpuesta por la familia Jara por la que tuvo que pagar una indemnización por daños y perjuicios.





«Los tribunales de Justicia de Chile han hecho oír su voz y esa voz la lleva el Ministerio de Relaciones Exteriores a Estados Unidos. Para Chile el respeto al Estado de Derecho y a los Derechos Humanos es esencial. El respeto de a los derechos humanos es un principio inspirador de nuestra política», ha añadido Ampuero.
Hasta ahora han sido condenados en la Corte de Apelaciones por el secuestro y asesinato de Jara ocho militares retirados a 18 años de prisión. Además ha sido condenado el exdirector de prisiones Littré Quiroga.
Durante el golpe de Estado encabezado por el general Pinochet contra el presidente Salvador Allende, el 11 de septiembre, Jara —conocido por su respaldo a las reformas políticas impulsadas por el presidente socialista— fue detenido junto a otros activistas, profesores y estudiantes y trasladado al Estadio Chile, que actualmente lleva su nombre.
Allí fue torturado durante horas: le cortaron los dedos y la lengua y le aplastaron las manos para después invitarle a cantar sus canciones. Finalmente fue acribillado a balazos.



Muchas mujeres y ningún español en la lista del premio Nobel de Literatura alternativo

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Chimamanda Ngozio Adichie


Muchas mujeres y ningún español en la lista del premio Nobel de Literatura alternativo

J.K. Rowling, Margaret Atwood, Patti Smith, Chimamanda Ngozio Adichie o Don DeLillo forman parte de los 46 candidatos que optarán el próximo otoño al galardón


EL PAÍS
Madrid 12 JUL 2018 - 12:55 COT

Margaret Atwood
J.K. Rowling, Elena Ferrante, Patti Smith, Margaret Atwood, Chimamanda Ngozio Adichie , Don DeLillo, Neil Gaiman o Louis Édouard forman parte de los 46 candidatos que optarán el próximo otoño al Premio Nobel Alternativo. Una iniciativa ideada por un centenar de escritores, actores, periodistas y otras figuras culturales tras la decisión inédita de la Academia Sueca de no entregar el Premio Nobel de Literatura 2018 tras el escándalo de abusos sexuales que implica el dramaturgo Jean-Claude Arnault, vinculado a la institución a través de su club literario, y esposo de una de sus miembros, Katarina Frostenson. El premio solo se había suspendido una vez en 1949, tras la segunda guerra mundial. 
La nueva institución, denominada New Academy, entregará el próximo 14 de octubre su propio galardón, siguiendo el mismo cronograma que el del Nobel oficial. "Hemos fundado la New Academy para recordar que la literatura y la cultura, en general, deberían promover la democracia, la transparencia, la empatía y el respeto, sin privilegios, prejuicios de arrogancia o sexismo", explicaron sus miembros al diario británico The Guardian, el pasado julio. 
Patti Smith

Entre los nominados figuran también Paul Auster, Haruki Murakami y Oz Amos aunque más de la mitad son mujeres. Y ningún escritor en lengua española. El propósito de New Academy es el de buscar escritores que hayan contado la historia de "los seres humanos en el mundo", en contraste con el Nobel, que tiene la intención de honrar al escritor que escribió, en palabras del testamento de Alfred Nobel, "la obra más destacada en una dirección ideal".
La New Academy lanza hoy la votación pública y los cuatro autores más populares se someterán al escrutinio de un jurado dirigido por la editora Ann Pålsson, la profesora de la Universidad de Gotemburgo, Lisbeth Larsson, y la bibliotecaria Gunilla Sandín. El ganador se anunciará en octubre, el mismo mes en que tradicionalmente se concede el Nobel.

Fútbol / Título francés, gloria croata

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Francia, campeón mundial


Título francés, gloria croata

La selección gala conquista su segundo Mundial tras imponer su exuberancia física ante un encomiable equipo balcánico. El conjunto de Modric, el mejor del torneo, fue superior hasta quedar fundido por dos discutidas decisiones arbitrales y el despegue final de Mbappé


JOSÉ SÁMANO
15 JUL 2018 - 14:21 COT

Venció Francia, que fue lo único que hizo en la gran final: ganar. La gloria, para Croacia, que hizo todo lo contrario a su adversario, jugar hasta que acabó reventada por el infortunio arbitral y un par de relámpagos de Mbappé en el segundo tiempo. Los éxitos no siempre son hijos del mejor fútbol, si se tiene por tal quien más amenaza en el área rival, quien mejor transita con la pelota y quien más bloquea el rancho de su portería. En todo fue superior la milagrosa selección croata durante gran parte del reto. Solo vencida tras las casualidades que le hicieron ir a rebufo de la bicampeona Francia.
Francia

Otra Francia mestiza como la de 1998. Y de nuevo como un himno a la integración. Croacia, con el corazón por bandera, quedó para la eternidad en el olimpo del fútbol. Hay subcampeones tan célebres como inolvidables. Aquella Hungría de Ferenc Puskas de 1954, aquella Holanda de Johan Cruyff de 1974. Y esta Croacia de Modric —etiquetado con justicia como mejor jugador del torneo—. Un cuadro balcánico llegado a la final de Moscú tras alistarse a última hora en una repesca con Grecia, pasar por tres prórrogas y dos tandas de penaltis. Marciano para un equipo con un caladero limitado a cuatro millones de habitantes. Croacia, ante una proeza tan alpina con unos reclutas con una edad media tres años superior a la de los franceses. Con todo, nadie disputó más minutos y rodó tantos kilómetros como estos croatas decididos a proclamar la heroicidad del débil.
La final no fue una excepción. Francia, que por algo no alistó a Rabiot y Payet, irrumpió en territorio ruso dispuesta a imponer su exuberancia atlética. Así fue de principio a fin. Con Griezmann como violinista, en esta selección predominaron las trompetas de un grupo de muy notables boinas verdes. De paso, el equipo de Didier Deschamps —tercero en ganar la Copa como jugador y entrenador tras Franz Beckenbauer y Mario Zagallo— explotó como nadie la pauta del torneo: seis de sus últimos nueve goles en Rusia se originaron con el balón detenido.
Contra el modelo francés nadie se rebeló más que Croacia, donde la pelota no para a pies de Modric y Rakitic. El sentido gregario le permitió competir como nadie hasta que notó una sacudida tremenda. Al cumplirse la hora, la realidad era la escoria de su ilusión. El fútbol tiene guiños inexplicables. Al descanso, no habría francés o croata capaz de argumentar la ventaja gala.

Francia ganaba a partir de la nada. Despegó con un gol en casa propia de Mandzukic —el primero en una final certificado de esa forma— tras una falta que se sacó Griezmann de la chistera. Un gol inopinado para un equipo encogido en su campo para hacer valer su hercúleo pelotón: Varane, Umtiti, Pogba, Kanté, Matuidi... Lo mismo le dio tener fuera de foco a Griezmann y Mbappé. El pelotazo no desordena, así que lo primero la manta en el entrecejo. Paradójico y relevante de lo que es esta Francia: por sus pies ha pasado el único 0-0 del Mundial (contra Dinamarca).



4-4-2 (D.P.)
Francia
DIDIER DESCHAMPS
1
Lloris
4
Varane
2
Benjamin Pavard
5
Umtiti
21
Tarjeta amarilla
Lucas
13
CambioTarjeta amarilla
Kante
14
Cambio
Matuidi
6
1 goles
Pogba
10
1 goles
Kylian Mbappe
7
1 goles
Griezmann
9
Cambio
Giroud
23
Subasic
3
Cambio
Strinic
2
Tarjeta amarilla
Vrsaljko
21
Vida
6
Lovren
4
1 goles
Perisic
7
Rakitic
11
Brozovic
10
Modric
18
Cambio
Ante Rebic
17
1 goles
Mandžukic
Croacia
4-1-4-1
ZLATKO DALIC

Croacia, bien gobernada por Modric, tan cenital que le cabe un campo de fútbol en las botas, y el poliédrico Rakitic, daba vuelo a Rebic y Perisic por los costados. Mientras, sus centrales tenían bajo arresto a los puntas franceses, tan enchironados por la zaga rival como por el desapego de sus camaradas por dar cualquier paso al frente. Por fútbol, empeño y constancia, Perisic selló el empate tras unos cuantos rebotes croatas en la fortaleza de Lloris. El jugador del Inter maniobró de maravilla ante ese extraordinario centurión que es Kanté y anotó. Por cuarta vez, Croacia logró enmendar una derrota inicial.
No había ni migas del ataque galo, siquiera un par de pases entre sus reclutas, cuando Griezmann lanzó un córner. La pelota superó a Matuidi, pero dio, más bien por azar, en la mano izquierda de Perisic. De repente, el VAR, que no se activaba desde octavos, se puso en on. Porque sí. La acción, interpretable, desapercibida para el colegiado, en ningún caso era un “error clamoroso” del árbitro. Los jueces se hicieron los lonchas sobre el espíritu del VAR y el argentino Néstor Fabián Pitana echó un vistazo y otro vistazo hasta que condenó al equipo balcánico. Griezmann no falló.
De azote en azote, Croacia aún tuvo impulso en el primer tramo tras la tregua entre actos. Quizá no supiera que desde Uruguay contra Argentina en 1930, nadie había logrado remontar un resultado adverso al intermedio de una final. Pero a Croacia le ha movido una sobredosis de fe. Hasta que Mbappé, encorsetado por Deschamps en una banda en favor del ariete de hormigón que es Giroud, cogió pista. El parisino, de 19 años, el tercero más joven en disputar una final tras Pelé (Suecia 1958) y Bergomi (España 1982), pidió paso y metió el turbo. Primero, este Ronaldo en superpotencia (Nazario, no Cristiano), sacó la cadena a Vida y casi marca. Luego, se lanzó hacia un horizonte imposible y originó el gol de Pogba. Al 4-1 se apuntó él mismo. Ya solo hubo carrete para una pifia descomunal de Lloris en el 4-2 de Mandzukic. Bingo galo, honores para Croacia. Broche para un Mundial que merece el reconocimiento a Rusia por su buen orden y hospitalidad.


Mbappé no quiere ser Peter Pan

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Mbappé

Mbappé no quiere ser Peter Pan



A la joven estrella francesa, que tiene la oportunidad de seguir la leyenda de Pelé en la final de hoy, no le gusta que le recuerden ni le juzquen por sus 19 años


Con solo 17 años, para llegar a ser uno de los integrantes de la selección brasileña que acudió al Mundial de 1958, Edson Arantes do Nascimento, Pelé, debió pasar una previa y exigente criba. El seleccionador, el Gordo Feola, elaboró primero una lista de 220 jugadores que fue reducida a 33 y finalmente a los 22 que acudieron a Suecia. “La mayor parte de ellos estaban en las mismas condiciones para la práctica del fútbol. Luego, comencé a eliminarlos. Las causas no fueron técnicas, sino físicas o de conducta. Se quedaron en Brasil los reacios a la disciplina, los violentos y los que se creían prima donnas”, contó años más tarde el ya fallecido Feola.
En las decisiones del seleccionador brasileño influyó el denominado Informe Carvalhaes, salvo en los casos de Mané Garrincha y de Pelé. Si en el veredicto del primero, el psicólogo y sociologo, de nombre Joao, se refería a una “inteligencia por debajo de la media”, en el de Pelé afirmaba categórico: “A sus 17 años presenta un evidente perfil infantil. Le falta el espíritu necesario para luchar. Es demasiado joven para aguantar golpes o agresiones y responder a ellos de forma adecuada. No tiene el sentido de la responsabilidad necesario ni espíritu de equipo. No es aconsejable su convocatoria”.
El intento de Pelé de abandonar la concentración previa al viaje a Suecia por no soportar el dolor en una de sus rodillas, golpeada con violencia por Ari, un defensor del Corinthians, durante un amistoso, provocó que Carvalhaes volviera a insistir en sacar a Pelé de la selección: “Es un niño, no para de llorar, no podemos llevarle al campeonato del mundo”. Feola, por segunda vez, desautorizó al especialista mental. Con su empeño en mantener a Pelé el técnico brasileño evitó que se truncara la hasta ahora irrupción individual más impactante de un futbolista en un Mundial.
Salvando las distancias, a sus 19 años Kylian Mbappé rememoró en los octavos de final contra Argentina (4-3) el espectacular brote de aquel menudo brasileño de 17 años que en Suecia se extrañaba de que en las otras selecciones no jugaran negros.
Desde su exhibición ante la mirada perdida de Messi, Mbappé no ha vuelto a firmar una actuación similar. Contra Uruguay, se le recuerda más por su espectáculo circense a lo Neymar, taconazo incluido ante el Cebolla Rodríguez, que por haber firmado una de esas galopadas que describen a la zancada más elegante y demoledora del momento. Contra Bélgica, detalles como un pase a Giroud dentro del área cosiendo una pisada a un taconazo fueron grandiosos, pero firmó otra actuación intermitente. La final de hoy representa para Mbappé una ocasión para seguir las huellas de la leyenda de Pelé. Una actuación determinante podría depararle el Balón de Oro, saltándose de un plumazo a Messi, Cristiano, Neymar e incluso a Griezmann y a Modric, que se han postulado como ser los sucesores.
La final para Mbappé se presenta en medio de la preocupación en el seno del equipo por cómo ha podido digerir el golpe que dio ante Argentina y su posterior descenso de prestaciones. El asunto llenó la concentración y las tertulias mediáticas en Francia de comentarios protectores que recomendaban la paciencia que requiere su juventud. Contra esto Mbappé se ha rebelado. Rechaza el síndrome de Peter Pan, resumido en el miedo a hacerse adulto y afrontar los problemas de la madurez.
Mbappé

“A Mbappé no le gusta que le recuerden su edad... Para molestarlo, a veces le dicen que tiene 15 años”, reveló el pasado jueves Samuel Umtiti. “Él es maduro, podemos hablar de todo con él, tiene la cabeza sobre los hombros. Él sabe dónde y cómo quiere ir. Está haciendo algo de locos, pero se mantiene igual”, abundó el central del Barcelona.
“A Kylian”, advierte Didier Deschamps, “le hablo igual que a todos los jugadores, es parte de los 23 y vive el mismo entorno, aunque por supuesto que por mi experiencia sé que es importante ser más indulgente con los jóvenes”. “Su experiencia no es muy grande, pero Kylian es inteligente, sabe escuchar, sabe lo que quiere, a veces podemos tener pequeñas discusiones pero es igual con los otros, cuando les digo algo no necesariamente positivo para corregir”, prosigue Deschamps. Al parecer, el chico pretende ser juzgado por el técnico, por sus compañeros y por los medios de comunicación como un integrante más del once titular sin tener en cuenta su edad. No quiere escudarse en su juventud para justificar sus bajones en la influencia del juego o para ser encumbrado si su rendimiento lo demanda.
Parte de la prensa francesa determina esa actitud en la ambición de Mbappé por llegar lo antes posible a la cima del fútbol mundial y en la fe que él mismo tiene en sus cualidades. Esto le lleva a pretender asumir un protagonismo central en los partidos que ahora recae más en la capacidad de Griezmann para manejar los tiempos del juego y los espacios que sobre sus devastadoras arrancadas.
 
Mbappé

El peso del ataque

Tras su explosión contra Argentina, Deschampslo ha alineado a la derecha para explotar su velocidad. Pocas veces ha ocupado el centro del ataque. Pegado a la cal es demoledor en velocidad, pero el técnico redujo en esos dos encuentros su campo de acción a la de un mero especialista. Deschamps se ha visto obligado a elegir a quién otorgarle el peso de los partidos en ataque de la misma manera que el holandés Rinus Michels tuvo que elegir entre Johan Cruyff y Van Hanegem en el Mundial de 1974, picados por ser uno la estrella del Ajax y el otro la del Feyenoord. Juvenal, legendario periodista de la revista argentina El Gráfico, le preguntó a un redactor de la publicación holandesa Voetbal Internacional por la cuestión. “¿El número uno es Cruyff y el número dos Van Hanegem?”, inquirió Juvenal. A lo que el periodista holandés respondió con una frase de Michels: “No. Cruyff es el número uno y el dos es el equipo”.

Fútbol / Modric o el bajito de las mil guerras

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Modric ante Kane, en la semifinal Croacia-Inglaterra.



Modric o el bajito de las mil guerras

El medio, ninguneado en sus inicios por su estatura y marcado por el conflicto bélico, se gana el respeto de compañeros y rivales por su liderazgo


JUAN I. IRIGOYEN
Moscú 15 JUL 2018 - 07:45 COT

A veces, no es necesario pelear para ganar una guerra, ni ser alto para pasar por gigante. A Luka Modric (Zadar, 32 años, 1,72m) lo sacudió la Guerra de lo Balcanes para después, cuando todo parecía florecer en su vida, ser expulsado por bajito del Hajduk Split. Hoy es la esperanza de Croacia que busca su primeraCopa del Mundo ante Francia en Moscú.
“Los que conocemos a Luka sabemos que tiene dos cosas, nunca se va a rendir y siempre, pero siempre, va a mirar hacia delante”, explica un amigo del futbolista del Madrid. A los seis años, acorralado por el salvajismo de una guerra que ya había fusilado a su abuelo y destrozado su pueblo, Modric y su familia escaparon a una isla cercana. “Todo esto ha influido en mi vida y me ha marcado. El pasado es eso, pasado. No me gusta hablar ni quiero recordarlo. Solo me interesa mirar al futuro”, subraya Modric, desde Luzhniki y con la Telstar 18, la pelota del Mundial como testigo.
Y fue justamente el balón, hoy su forma de vida, ayer un juguete, el bálsamo de Modric. Testigo de las alegrías del volante, escala previa en la amargura. Ni chistó cuando lo echaron del Hajduk Split. “No puedes jugar al fútbol profesional con ese físico”, le advirtieron. Pasó al Dinamo de Zagreb, que lo cedió en dos ocasiones (H. Š.K. Zrinjski y N. K. Inter-Zapreši), antes de abrirle las puertas del Estadio Maksimir. “No hay nada que les pueda decir a los que no confiaron en mí”, asegura Modric; “siempre he respetado las palabras y las expectativas de la gente, cuando me decían que no me esperaba un gran futuro como futbolista. Esas críticas me ayudaron, fueron una gran motivación. Yo nunca dudé de mí mismo”.
Ni la dura crítica cuando fichó por el Madrid lo desestabilizó. “Llegó al club a mitad de la pretemporada”, cuenta Karanka, entonces segundo de Mourinho, ahora al mando del Nottingham Forest; “eso no le permitió empezar tan bien. Sus compañeros alucinaban, ya no por su calidad, que todos la conocíamos, sino por la naturalidad con la que llevaba las críticas. Se decía que era el peor fichaje de la historia”.
Modric terminó por adueñarse del fútbol del Madrid, y hace tiempo es capitán general en su selección. “Es el ombligo del fútbol”, le define Hugo Sánchez. Para Valdano es creador de milagros. “Son esa clase de jugadores que nos vienen a recordar que hacer las cosas fáciles es lo más difícil. Hace todo con una naturalidad asombrosa”, suma Karanka. “Croacia tiene muy buenos jugadores, es verdad. Pero tiene a Modric, una guía que te puede llevar muy lejos”, completa Van Basten.

Más balones recuperados

Modric, además, añade a su talento una capacidad de sacrificio inédita en Rusia. Es hasta la última jornada el futbolista que más kilómetros ha corrido en el Mundial, 63,03 (25,44 con la pelota, 22,73 sin ella). Eso sí, también ha jugado más minutos que nadie: 604. Tiene una media de 100 metros recorridos por minuto. Kanté, por ejemplo, suma 110 metros por minuto, pero el francés tiene otra misión en el campo porque de los 62,69 kilómetros que ha recorrido, 27,41 han sido sin balón. “No es solamente que corre mucho, sino que corre bien. Todo lo que hace es en favor del equipo. Nunca va a poner sus intereses personales por encima del equipo”, apunta Dalic. Modric es el jugador que más pelotas ha recuperado en el Mundial (48) y el cuarto que más ocasiones ha creado (16), por detrás de Neymar de Trippier (24), Neymar y De Bruyne (23).
Ya con la Champions en el bolsillo, su nombre figura como aspirante para destronar el duopolio de Messi y Cristiano en el Balón de Oro. “Es el jugador más completo del mundo”, dice Bilic. “Se lo merece, no solo por este Mundial”, apunta Rakitic. A Modric, sin embargo, parece no inquietarlo demasiado. “Lo repito, no me interesa. No es algo que yo pueda controlar. Es agradable que la gente lo diga, pero a mí no me preocupan los premios individuales”, afirma el mediocampista del Madrid. Los que lo conocen hablan de un tipo cercano, muy positivo, siempre preocupado por el bien común. “Es un líder silencioso, trata a todo el mundo por igual, a Mourinho o al utilero”, cuenta Karanka. “Nunca va a decir nada fuera de lugar ni le va a poner una mala cara a un compañero. Te habla bien, es cercano y da siempre el ejemplo, en el campo y en la concentración”, completa Rakitic.
Modric jamás se dejó ganar por el derrotismo, mucho menos por el revanchismo. Supo olvidar la guerra y a los que lo ningunearon, siempre cerca de la pelota, siempre cerca de suelo. “¿Quién dijo que el fútbol es para los robustos?”, pregunta Modric, el bajito de las mil guerras.


Fútbol / Macron, champion

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Macron, champion, Macron, champion

El servicio de prensa de Putin inmortaliza la euforia del presidente en la promesa del regreso a la 'grandeur' y en la realidad de un equipo "franc-africano"


RUBÉN AMÓN
15 JUL 2018 - 17:12 COT

La foto del Mundial de Putin la ha difundido el propio Putin, expresión definitiva del propio ojo ubicuo y de la euforia ajena de Emmanuel Macron, cuya celebración en la cima del mundo tanto contradice las reglas del protocolo como precipita un comprensible ejercicio de hooliganismo y de paternalismo. Se diría que el presidente francés, sin chaqueta y con físico de runner, ha marcado el gol de la victoria. Y que el Kremlin no se ha resistido a difundir la fotografía, explorando un nuevo espacio de influencia y de instinto artístico, sin menoscabo de la cordialidad geopolítica que implica para Putin haber sido el anfitrión de un gran circo lúdico: ahora que Trump amenaza a Rusia y a la UE, se desprende que Moscú y París se reconcilian en el movimiento hipnótico del balón.
El fútbol es una forma cualquiera de hacer política. Y de inculcar un estado de ánimo, así es que Macron, desquiciado como una estrella de rock en el palco más vigilado del planeta, ha somatizado el título mundial con la desinhibición que ya demostró el presidente Pertini en 1982, cuando la victoria sobre los alemanes en el Bernabéu provocó que sobreviniera una tarantella.
A Macron solo le falta la guitarra eléctrica. Y le sobran argumentos para asumir como propio el optimismo de un país al que había prometido el regreso a lagrandeur. Ninguna manera más efectiva, pasional y propagandística de conseguirla que el juego de todos los juegos y el partido de todos los partidos, hasta el extremo de que ha reaparecido en los Campos Elíseos el hermanamiento black, blanc, beur (negro, blanco y magrebí) a semejanza de cuanto sucedió en 1998.
Era entonces Chirac presidente. Y desaprovechó la derivada pedagógico-social de aquella victoria, de forma que Macron, consciente de la coyuntura política y de su papel de timonel, tiene delante la segunda oportunidad, no ya aprovechando el testigo de Deschamps en el tránsito de una época a la otra, sino recreando la convivencia de un equipo “franc-africano” de hijos de inmigrantes en el que han proliferado como nunca los apellidos y orígenes subsaharianos: Mbappé y Umtiti (Camerún) Dembélé (Mali-Senegal), Kanté y Sidibé (Mali), Pogba (Guinea), Nzonzi y Kimpembe (Congo), Matuidi (Angola), Tolisso (Togo). Hay jugadores tan rubios como le gustan a Le Pen (Griezmann) y tan fornidos que podrían militar en la aldea de Astérix (Pavard, Giroud), pero además hay españoles (Lucas Hernández, Lloris), un exotismo filipino (Areola) y una menor representación magrebí de la habitual -Nabil Fekir- que convierte a Francia en el equipo de United Colors of Benetton, en la alegoría del mestizaje y en la expresión multiétnica del "ejército pacífico" de Francia.
Fue en los Campos Elíseos donde Macron se ungió presidente. La pirámide del Louvre, la estatua ecuestre de Luis XIV y el Arco de Triunfo napoleónico abastecieron una dramaturgia mesiánica y providencialista que ha redondeado Vladímir Putin con una fotografía para la historia y para la histeria. Macron, champion.

Disturbios en París / Un muerto, saqueos, enfrentamientos y casi 300 detenidos en Francia en la celebración del título mundial

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DISTURBIOS EN PARÍS

Un muerto, saqueos, enfrentamientos y casi 300 detenidos en Francia en la celebración del título mundial

Millones de franceses salen a la calle para festejar el triunfo de su selección


Agencias
16 de julio de 2018

Segundos después de que Francia lograse ayer su segundo Mundial de fútbol tras derrotar a Croacia en Moscú,millones de franceses saltaron a las calles para celebrar el triunfo de su combinado nacional, lo que marcó el inicio de una tarde noche de intenso trabajo para los 63.500 policías, 46.500 gendarmes, 44.000 bomberos desplegados para evitar incidentes. La fiesta del mundial se ha saldado de momento con una persona muerta, varios heridos, choques entre celebrantes y fuerzas del orden e incluso el saqueo de un centro comercial en París. Un total de 292 personas han sido detenidas en varias ciudades de Francia durante los incidentes, según ha informado este lunes el Ministerio del Interior.  

Millones de aficionados franceses han salido este domingo a las calles de París para celebrar la victoria, concentrándose en su mayoría en la icónica avenida en la capital francesa, los Campos Elíseos. A pesar de que las celebraciones han transcurrido sin incidentes durante la mayor parte de la tarde, un pequeño grupo de personas se ha enfrentado a la policía, causando daños materiales en varios establecimientos y viviendas cercanas a los Campos Elíseos.


Así, uno de los comercios de la citada avenida, el Drugstore Publicis, sufrió enormes destrozos después de que una treintena de individuos encapuchados entrara con botellas de alcohol y rompiera buena parte de las instalaciones, según atestiguan numerosas fotografías en redes sociales.
Según el canal BFMTV, agentes antidisturbios frenaron al grupúsculo unos 15 minutos después de los hechos usando gases lacrimógenos y procedieron a evacuar esa zona de la avenida, cercana al Arco del Triunfo. En paralelo, varios vídeos en Twitter mostraban a encapuchados rompiendo cristales en tiendas y escaparates, hasta la llegada de las fuerzas del orden.
En Annecy (sureste), un hombre de 50 años perdió la vida tras saltar a un canal, informó el diario regional Le Dauphiné Libéré, que aseguró que la víctima murió tras resultar gravemente herido en la nuca. En Nancy (norte), otro hombre resultó herido tras caer de una camioneta sobre la que festejaba la victoria de su equipo.
Además, los enfrentamientos con la Policía se sucedieron en otros puntos del país como Beauvais (norte) y Lyon (este), donde las autoridades también tuvieron que dispersar al público después de que algunos intentaran montar en sus vehículos.
Las autoridades movilizaron este fin de semana a 63.500 policías y 46.500 gendarmes, 44.000 bomberos, 143 unidades de antidisturbios y otros cuerpos de intervención especial. La Prefectura de Policía ha anunciado que las medidas se reforzarán este lunes, cuando continuarán los festejos tras la llegada de los Bleus.
Los incidentes se han saldado con 292 detenidos y 45 agentes heridos. En París fueron detenidas 102 personas, de las cuales 90 quedaron en detención preventiva para ser interrogadas, indicó la prefectura de París. "Teniendo en cuenta la multitud presente y a pesar de incidentes inaceptables, se trata de un balance moderado", ha declarado el prefecto de París, Michel Delpuech, en una rueda de prensa.

Stanley Kubrick / Barry Lyndon / Franz Schubert

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Escena final de 
Barry Lyndon
de Stanley Kubric
Franz Schubert


https://www.youtube.com/watch?v=2KYf9Le0Hdw
Barry Lyndon / Escena final / Franz Schubert



Leila Guerriero / Los escritores y su primer libro

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Leila Guerriero

Los escritores y su primer libro

El País, 11 de agosto de 2012

Escritores como Antonio Muñoz Molina, Lolita Bosch, Alberto Fuguet o Santiago Roncagliolo recuerdan cómo se estrenaron en la literatura



Una voz dice algo en el teléfono, o una mano escribe un par de frases, y, al otro lado de la línea, del buzón, de la pantalla, un ser humano recibe el impacto con el cerebro paralizado por la euforia, con un vahído de felicidad o desesperación, porque la voz o el par de frases son el punto de llegada —y de partida— de algo que busca su destino desde hace meses, o quizás décadas, y ahora, al fin, después de que una cantidad de azares o insistencias hicieran su trabajo, la llamada o las frases vienen a decir estimado, aunque a usted no lo conoce nadie, aunque no ha publicado nunca nada, hemos leído su manuscrito y se lo vamos a publicar. El vahído y el impacto y la parálisis eufórica se repetirán, después, con variaciones. Pero nunca —nunca— como en ese punto de la existencia en el que un escritor inédito recibe la noticia de que alguien lo publicará por primera vez.

 ***
La forma en la que una persona puede, al fin, corregir ese error de paralaje entre la pregunta “¿a qué te dedicás?” y la respuesta “soy escritor” depende de miles de estambres por los que corren pequeños ríos con dosis de buena suerte, momentos propicios, editores curiosos, llamados providenciales. El español Antonio Muñoz Molina, autor de El invierno en Lisboa, trabajaba como empleado municipal en Granada cuando empezó a publicar en un periódico local una serie de artículos. Después de un año, sus amigos lo alentaron a publicarlos en un libro y lo hizo en la editorial de uno de ellos. Así fue como, a los 27 años y en 1984, publicó El Robinson urbano.

“Recordar cómo empezaste es una lección de humildad. Mucha gente con talento no llega a nada”, dice Muñoz Molina
—No hizo que me sintiera más escritor, pero sí sirvió para lo que vino después. Porque Pere Gimferrer, editor de Seix Barral, fue a Granada, un amigo le dio mi libro, Gimferrer lo leyó y llamó para decir que le había gustado. Fue un impacto tremendo, porque yo estaba habituado a que nadie me hiciera caso. Cuando le envié la novela que estaba escribiendo y me dijo que la quería editar, fue la alegría de mi vida. Y le doy muchas vueltas a qué hubiera pasado si yo no publicaba aquel primer libro, si Gimferrer no iba a Granada. Es una lección de humildad, porque hay mucha gente con mucho talento que no llega a nada, o llega a mucho menos.
Lolita Bosch, en cambio, tenía un plan. Ella, catalana y residente en México desde los 18, decidió que iba a publicar solo cuando tuviera 35 años.
—Un año antes de cumplir los 35 fui a una librería y anoté nombres de editoriales. Envié cinco novelas para adultos, una novela para niños, y empecé a recibir rechazos de todas. Debo tener 50. Pero yo pensaba que era un proceso natural. Un día supe que un editor, Constantino Bértolo, estaba al frente de un sello llamado Caballo de Troya. Lo llamé, pero me decían: “No se puede poner”. Entonces llamé y dije: “Le hablo de parte de la agencia Balcells”. Y se puso. Le dije: “Mira, no te llamo de la agencia Balcells. Soy Lolita Bosch y tengo cuatro novelas”. Se las envié y doce horas más tarde me escribió diciendo que se había enamorado de tres. Y publiqué Tres historias europeas en 2005. No me cambió a mí, pero sí a mi entorno. Para empezar, todo el mundo deja de preguntarte de qué vas a vivir.

“Ser escritor es como ser padre, algo que vas a tener que demostrarte a vos mismo todos los días”, afirma Marcelo Figueras
Después de haber enviado una novela a catorce editoriales de cuatro países, y haber recibido el rechazo de todas, el peruano Santiago Roncagliolo, autor de Abril Rojo, se fue a España para intentar ser un escritor profesional. Allí supo que Ediciones del Bronce había iniciado una colección de libros sobre ríos y presentó una propuesta —el Amazonas— que fue aceptada. Pero él nunca había estado ahí, de modo que se encerró durante tres meses a leer todo lo que se hubiera publicado sobre el asunto y a fingir que estaba en Brasil.
—El libro se llamó El príncipe de los caimanes y salió en 2002. Un año después me llegó una carta de la editorial, preguntando si quería una caja con ejemplares, porque los iban a destruir. Pero yo sentía que había cumplido. “He publicado un libro en España. Si todo sale mal puedo volverme a Perú y trabajar como empleado bancario”.
No siempre el camino al primer libro está tapizado de jirones de piel de escritor. La española Mercedes Cebrián presentó un relato al Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid y se llevó el primer premio. Belén Gopegui, que estaba en el jurado, le dijo que, si tenía más, se los enviara a su marido, el editor Constantino Bértolo.
—Constantino empezó a hacerme una puntuación en plan escolar: “Este es un cuatro, este es el típico ‘qué listo soy”. Al final me dijo: “Si esto cambia, te lo publico”. Así fue que publiqué El malestar al alcance de todos en 2004. Si preguntas al ciudadano de a pie por mí, te dice: “Y quién es esa”, pero yo siento que me he podido hacer una profesión gracias a ese libro.

“Uno no debe aprender
en público, por eso quité
mis dos primeros libros de las contraportadas”, dice Juan Gabriel Vásquez
Berta Marsé, hija del novelista Juan Marsé, se crió en un mundo de escritores, pero quería dedicarse al cine. Habría que preguntarse, entonces, qué astros se movieron para que enviara un cuento a un concurso, ganara, la llamaran de la agencia de Carmen Balcells para alentarla a publicar y ella pensara en un hombre para cuya editorial había trabajado como lectora: Jorge Herralde, de Anagrama.
—Los cuentos las editoriales no los quieren, y Herralde habrá pensado: “Uf, qué compromiso, no solo la conozco sino que ahora resulta que también escribe”. Pero se lo di un viernes y me llamó un lunes. Me dijo que le habían gustado mucho, y publiqué En jaque en 2006.
Las reseñas que recibieron Cebrián y Marsé fueron buenas, pero los lanzazos beligerantes sobre la carne blanda de sus primeros libros produce, en los escritores, efectos tenebrosos. El argentino Marcelo Figueras, autor de Kamchatka, era un periodista joven cuando, en 1992, publicó El muchacho peronista, en Planeta.
—Todas las críticas fueron más o menos buenas, excepto la de Clarín. Era atroz. Mi siguiente novela, El espía del tiempo, es de 2002. Diez años me duró el trauma. Pero pensar que cuando publicás un primer libro te transformás en escritor es lo mismo que pensar que cuando sos padre por primera vez te transformás en padre. Es algo que vas a tener que demostrarte a vos mismo todos los días.

"Pensar que cuando publicás un primer libro te transformás en escritor es lo mismo que pensar que cuando sos padre por primera vez te transformás en padre", avisa Marcelo Figueras
El chileno Rafael Gumucio, autor deLa deuda, era, en los años noventa, un joven inédito pero conocido (asistía al taller de Antonio Skármeta, del que salió un grupo de talentos magnéticos), cuyo primer libro se esperaba con ansias. En 1995, cuando tenía 25 años, entregó sus relatos a Planeta.
—Se llamaba Invierno en la torre y El Mercurio publicó una reseña que se llamaba "A patadas con las palabras" y decía que la condena para el autor era pasar cinco años y un día sin escribir. En un programa de televisión donde había críticos y escritores preguntaron: “¿Cuál es el peor escritor de Chile?”, y una señorita dijo “Rafael Gumucio”. Me quedé bloqueado por años, hasta que escribí Memorias prematuras, en 1999, y dije, bueno, si está mal, es el final de todo. Pero hubo críticas halagüeñas y ahí empezó mi carrera real.
El chileno Alberto Fuguet, autor de Missing, consiguió su primer contrato porque Antonio Skármeta, a cuyo taller asistía, le habló con admiración de un texto suyo a un editor de Planeta.

“Solo puedes escribir tu primer libro una vez, nunca vas a pasar de nuevo por esa inocencia”, le dijo una profesora a Daniel Alarcón
—El editor me citó en un café y me hizo firmar un contrato en una servilleta. Fue como existir antes de existir. Tardé tanto en escribir esa novela que antes publiqué un libro de cuentos, Sobredosis, en 1990. Es superimportante cómo se lanza un escritor y en ese sentido yo siento que sobreviví a pesar de todo. La fiesta de lanzamiento se hizo en una discoteca, con cocaína, con actrices. La crítica que salió en El Mercurio fue atroz, pero el libro se agotó en cuatro días. Si bien me dolía no ser aceptado, tampoco me interesó porque yo quería ser director de cine. Y entonces me envalentonaba, y pensaba: “¿Quieren pelear? Vamos a pelear”.
***
Si Daniel Alarcón, nacido en Perú y criado en Alabama, no hubiera recibido una beca del programa de escritura creativa de Columbia y no hubiera tenido como profesor a un editor de la revista Harper’s y si ese editor no hubiera mostrado interés por sus textos y no le hubiera dado la tarjeta de Eric Simonoff, un agente literario, y si Simonoff no hubiera firmado contrato con él y si el editor del New Yorker no se hubiera retirado dando así lugar a que la editora que lo continuó quisiera dedicar un número a nuevos escritores, y si Simonoff no le hubiera hecho llegar a esa editora un relato de Alarcón y si esa editora no lo hubiera publicado, ese relato no hubiera despertado, como despertó, el interés de tantas editoriales y es probable que su primer libro, Guerra a la luz de las velas jamás se hubiera editado en Harper Collins en 2007.
—Una profesora me dijo: “Solo puedes escribir tu primer libro una vez, nunca vas a pasar de nuevo por esa inocencia”. Ahora he visto a muchos amigos que han fracasado, he visto a gente criticando escritores que nunca ha leído. Esas cosas son parte de perder la inocencia. Uno ya no vuelve a tener la sensación de escribir solo para uno mismo, sin pensar en la crítica ni en los lectores.
Los primeros libros son inevitables (para que haya un segundo debe haber un primero) y esa inevitabilidad tiene momentos altos, si se piensa en ponemos Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Céline, o La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Pero, a veces, la inevitabilidad es simplemente la inevitabilidad.
—A mis dos primeros libros los desheredé, los quité de las contraportadas —dice el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al caer, que, en los noventa, envió una novela a tres editoriales de Colombia y fue rechazado por las tres—. Al fin, la llevé a Magisterio y la aceptaron. Tenía 23 años, era 1997, todo me parecía un sueño. Firmé el contrato y me mudé a París. Allá recibí el libro, que se llama Persona. Ese libro y el segundo fueron escuelas de aprendizaje, sobre el segundo, que fue una gran lección acerca de todo lo que no se debe hacer. No creo que uno deba aprender en público y por eso los quité.
Para el escritor argentino Martín Kohan, autor de Bahía Blanca, la primera publicación fue consecuencia de una paradoja blindada.
—La condición que me ponían las editoriales grandes para publicar un primer libro era tener ya publicado un primer libro. Había un grupo de escritores que estaban formando una editorial, y me acerqué. En 1993 salió La pérdida de Laura, en Tantalia. A la novela le fue bien, tuvo buenos comentarios, y entonces fui a Sudamericana. Yo había cumplido mi parte. Ahora quería que el sistema editorial cumpliera con la suya. Y en efecto, me publicaron mi segundo libro. Yo creo que el primero me abrió una posibilidad de publicación. Hasta ese momento me parecía imposible que alguien pudiera editar un libro mío.

"La condición que me ponían las editoriales grandes para publicar un primer libro era tener ya publicado un primer libro", recuerda Martín Kohan.
Para el colombiano Andrés Felipe Solano, el primer libro publicado —Sálvame, Joe Louis, Alfaguara, 2007— fue, también, el primero que escribió.
—Yo era periodista, y la editora de Alfaguara me preguntó si tenía una novela. Yo estaba en eso, así que se la envié y me dijo que la quería publicar.
Lo difícil vino después, porque Solano estaba haciendo una labor de periodista encubierto en Medellín, trabajando como obrero en una fábrica para contar cómo se vive con el salario mínimo.
—Yo no podía contarle a nadie, y mi editora me llamaba y me decía: “¿Qué estás haciendo en Medellín, vendiendo un riñón?”. Tuve que ir a firmar el contrato a una notaría, y, como yo ya vivía con mi sueldo de obrero, la pequeña cantidad de dinero que tuve que pagar me descompletó el bus de la semana.
El argentino Ariel Magnus publicó su primer libro, Sandra, en 2005 y en Emecé pero, para entonces, ya había escrito decenas.
—No quería publicar, porque me parecía una traición a la libertad. Pero cuando me escribió el editor de Planeta que había leído unas notas mías en un suplemento para preguntarme si tenía algo de ficción, fue una alegría. Cuando fui a ver la tapa, el nombre del autor era Ariel Manguel. Pensaba: “A lo mejor lo ponen así por alguna razón”. Y no dije nada hasta que me dio miedo y dije: “Che, yo me llamo Magnus”. Y lo cambiaron. Pero la publicación de un libro es el antievento. Al principio, vas a las librerías y no está, no salen reseñas. Y sin embargo, para alguien que escribe hay un antes y un después de ser publicado.
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"Mi primera novela ganó el premio Clarín en 1998. Se vendieron 20 mil ejemplares, estaba en las librerías, en los kioscos. Me reconocían los taxistas. Fue arrasador", dice Pedro Mairal
Lo primero que publicó el argentino Pedro Mairal fue un libro de poemas, en 1996, y, si se comparan la discreta repercusión y los delicados comentarios que recibió ese libro con los de su primera novela, el resultado es porno duro.
—Yo había escrito Una noche con Sabrina Love, y un día un amigo me pasó las bases del Premio Clarín y la mandé. La novela ganó el premio en 1998. Se vendieron 20 mil ejemplares, estaba en las librerías, en los kioscos. Me reconocían los taxistas. Fue arrasador. Era una máquina de mercadeo puesta al servicio del libro, pero una máquina. Sentí que tenía que recuperar el silencio, hacerme invisible. Como si todo eso me quedara grande. Así que estuve cinco años sin publicar. Pero creo que el primer libro es importante, porque empieza a quedar claro un rol que era confuso: antes la gente se preguntaba, “¿y este qué hace?”. Después, sos el que hace libros.
La escritora argentina Samanta Schweblin publicó su primer libro para demostrarle a su familia que ella no estaba hecha para eso.
—Creían que yo merecía el Nobel, y para demostrarles que estaban equivocados junté diez cuentos y los presenté a dos premios y gané los dos. Después dejé el manuscrito en la recepción de Planeta, y al tiempo recibí un mail diciendo que me iban a publicar.
Se llamó El núcleo del disturbio, se publicó en 2002, y tuvo reseñas muy buenas.
—Pero fue devastador. Los periodistas me hacían preguntas como en qué tradición literaria me enmarcaba, y yo no entendía nada. Me asustó, me destrozó, deje de escribir durante dos años. Yo era muy chica. Mi segundo libro salió recién siete años después.
En los primeros noventa, Mariana Enríquez, argentina, autora de Cómo desaparecer completamente, tenía 21 años y estudiaba periodismo. Tenía una novela escrita, pero no había pensado en publicarla. Una periodista, hermana de su mejor amiga, se la pidió y la presentó a Planeta. Bajar es lo peor se publicó en 1994 y, aunque casi no salieron reseñas, esa historia atravesada por las drogas y el amor gay armó revuelo.
—Fue atroz. Me llevaban a programas de televisión bizarros, el 80% de las preguntas eran si me drogaba, un periodista me preguntó si yo estaba con la línea de los escritores autorreferenciales o narrativistas, y yo no tenía idea de qué era eso, entonces di una respuesta muy ignorante: “Bueno, me gustan las dos”. Durante mucho tiempo ese libro me dio vergüenza, como un peinado adolescente. El segundo es de 2004, para que veas el tamaño del trauma.
***

"Me llevaban a programas de televisión bizarros, el 80% de las preguntas eran si me drogaba, un periodista me preguntó si yo estaba con la línea de los escritores autorreferenciales o narrativistas"
Más allá del cliché autor que se desloma trabajando en una oficina y embiste tozudamente contra el sistema editorial, los caminos de la publicación son, a veces, tan insondables como simples. Juan Pablo Roncone es chileno y estudia abogacía, pero siempre quiso escribir. Una amiga le avisó que una editora, Andrea Palet, estaba recibiendo manuscritos para su editorial, Los libros que leo. Roncone le envió relatos, Palet los leyó y el resultado fue Hermano ciervo, un suave y prestigioso suceso de 2011. La misma editora, en 2005 y cuando trabajaba en Ediciones B, recibió una novela de ciencia ficción del amigo de un escritor al que estaba editando. La publicó y la novela, Ygdrasil, fue un éxito de ventas y de crítica.

"Descubrimos dos cosas: que él, aparte de catedrático de Filosofía, era el dueño y editor de KRK, y que yo, aparte de un profesor interino del sistema público, había escrito una novela", explica Ricardo Menéndez Salmón
—Hoy —dice su autor, Jorge Baradit— hay literatura fantástica chilena. Antes no había. Y no me cabe duda de que fue por Ygdrasil y por Andrea Palet.
El argentino Carlos Busqued, autor de Bajo este sol tremendo, finalista del Premio Herralde en 2009, es ingeniero metalúrgico, trabaja armando libros en una universidad tecnológica de Buenos Aires, y cuando mandó la novela al premio era un desconocido perfecto. “Cuando lo contraté”, cuenta Herralde, “le escribí a nuestra jefa de prensa en Buenos Aires, pero ella no tenía ni idea de quién era, ni tampoco ninguno de sus amigos escritores y periodistas”.
—Mandé la novela al premio porque era el único que no especificaba cantidad de páginas, y mi novela era muy corta. Herralde me mandó un correo que decía: “Estás entre los diez finalistas, y aunque no ganes te quiero publicar”. Recibir una muestra de respeto de una persona como él es importante. Es como si hubiera tocado jazz una sola vez en la vida y el disco me lo hubiera publicado Blue Note. Pero no me cambió la cotidianeidad. Yo tengo que seguir yendo a laburar y poner cara de “qué interesante es esto”.
El mexicano Juan Pablo Villalobos trabajaba en Barcelona en una empresa de comercio electrónico. Después de que en México le rechazaran unos cuentos, escribió una novela que fue rechazada en tres editoriales de México y de España. Un día, mirando las novedades de Anagrama en la web, vio que estaba abierta la convocatoria al premio Herralde.
—La mandé pero asumí que no iba a ir a ningún lado. Cuatro meses después Herralde me mandó un mail diciendo que quería hablar conmigo.
El día de la cita, Villalobos se sentó a esperar en la recepción de Anagrama, entre las fotos de Vila-Matas, Paul Auster, Sergio Pitol.
—Pensaba, “joder, es como el peso de la tradición literaria”. Ese día Herralde me dijo: “Si yo fuera un editor serio no te publicaría, porque nadie te conoce, pero la novela me gustó”. Cuando publicaron Fiesta en la madriguera yo me seguí sintiendo tan escritor como antes, pero la mirada de los otros cambia. El libro te legitima.
***
En Jérome Lindon, mi editor, Jean Echenoz, escribe: “He escrito una novela, es la primera, no sé si es la primera, no sé si escribiré otras. Todo lo que sé es lo que he escrito y que si pudiera encontrar un editor, estaría bien. Si este editor pudiera ser Jérome Lindon estaría, por supuesto, todavía mejor, pero no soñemos”. Lindon fue, en efecto, el editor de Echenoz, y la relación duró muchos años, hasta que Lindon murió, en 2001. El libro de Echenoz, escrito apenas después de esa muerte, es el recuerdo de esa relación entrañable. En 1998, el español Ricardo Menéndez Salmón trabajaba como profesor de filosofía y lo habían destinado a un instituto de Oviedo. “Una noche en que tenía una hora libre, subí a mi departamento y me encontré a un compañero, Benito García Noriega, ojeando unos papeles. Eran unas galeradas delViaje sentimental de Laurence Sterne. Descubrimos dos cosas: que él, aparte de catedrático de Filosofía, era el dueño y editor de KRK, y que yo, aparte de un profesor interino del sistema público, había escrito una novela. Benito me pidió que le mandara el manuscrito. Se lo dejé un viernes por la tarde y el sábado por la mañana me llamó entusiasmado. En febrero de 1999, KRK publicó La filosofía en invierno. Huelga decir que el libro pasó desapercibido. Hoy no solo ha conocido una segunda edición en KRK, sino que ha sido traducida al francés, lo cual no deja de causarme asombro y un raro sentimiento de gratitud: hacia Sterne, hacia el azar y hacia las viejas y románticas relaciones entre editor y autor”.
Fabián Casas, argentino y autor de Los lemmings, llegó a la publicación porque Juan Gelman, a quien había conocido en un encuentro de poetas, le presentó a José Luis Mangieri, editor de Tierra Firme, que lo leyó y lo quiso publicar. El resultado fue Tuca, elegido como el mejor libro de poesía de 1990 en Argentina.
—Mangieri era una persona increíble. Cada vez que yo andaba mal de plata, venía a verme. Cuando se iba, me había dejado plata escondida debajo de los libros que me traía de regalo. Lo mejor que me dio Gelman fue a José Luis Mangieri.
Hace unos años Mangieri se enfermó y, junto a su cama, turnándose con sus hijos para velar la agonía, estuvo Fabián Casas. Así, aun sabiendo que cargaría para siempre con esa muerte en la memoria, acompañó, hasta el final, al hombre que lo había ayudado a alumbrar aquel principio.






Alice Munro / Los muebles de la familia

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Alice Munro
Biografía
Los muebles de la familia


      Alfrida. Mi padre la llamaba Freddie. Eran primos hermanos y habían vivido en granjas vecinas y luego vivieron un tiempo en la misma casa. Un día estaban en un campo de rastrojo jugando con Mack, el perro de mi padre. Hacía sol aquel día, aunque no llegaba a fundir el hielo de los surcos. Ellos daban patadas al hielo, les divertía el crujido bajo los pies.

       ¿Cómo iba a recordar ella una cosa así?, decía mi padre. Se lo ha inventado.
       —No me lo inventé —contestaba Alfrida.
       —Y tanto que sí.
       —Que no.
       De repente habían oído redoble de campanas y silbido de sirenas. Sonaban las campanas de la iglesia y la del ayuntamiento. A cinco kilómetros, en la ciudad, silbaban las sirenas de las fábricas. El mundo había estallado en torrentes de alegría y Mack se abalanzó hacia el camino porque seguramente habría un desfile. Había acabado la Primera Guerra mundial.

       Tres veces a la semana leía el nombre de Alfrida en el periódico. El nombre, nada más: Alfrida. Salía impreso como escrito a mano, una fluida firma hecha con pluma. Por la Ciudad y Alrededores, con Alfrida. La ciudad de marras no era la más cercana sino la que estaba al sur de nuestra casa, la ciudad donde vivía Alfrida y que mi familia visitaba cada dos o tres años más o menos.

     Futuras novias de junio, ya es hora de que empecéis a registrar vuestras preferencias en El Armario Chino. Y he de deciros que si yo fuera una futura novia —cosa que, ay, no soy— tal vez me resistiría a los juegos de vajilla decorados, por exquisitos que sean, para inclinarme por los perlados y ultramodernos Rosenthal…
     Muchos tratamientos de belleza son flores de un día, pero os garantizo que con las mascarillas que preparan en el Salón Fantine —y hablo de novias— la piel os brillará como pétalo de azahar. Y para que la mamá de la novia —y la tía de la novia, y hasta la abuela de la novia, si me apuráis— se sienta como recién surgida de la Fuente de la Eterna Juventud…
       Por el modo en que hablaba, nunca se habría esperado que Alfrida escribiera en ese estilo.
       También era una de las personas que escribían bajo el seudónimo de Flora Simpson en la Página de Flora Simpson para las Amas de Casa. Miles de mujeres del campo creían escribir sus cartas a la rolliza señora de bucles canosos y sonrisa indulgente cuyo retrato presidía la página. Pero la verdad —que yo no debía contar— era que las notas situadas después de cada carta estaban escritas por Alfrida y un hombre llamado Caballo Henry, que además redactaba las necrológicas. Las mujeres se ponían nombres como Lucero del Alba, Lirio del Valle, Pulgar Verde, Pequeña Annie Rooney o Reina de la Bayeta. Algunos nombres eran tan populares que había que asignarles números: Rizos de Oro 1, Rizos de Oro 2, Rizos de Oro 3.
     Querida Lucero del Alba, escribían Alfrida o Caballo Henry, el eczema es una plaga espantosa, sobre todo con estos calores, y espero que el bicarbonato te alivie un poco. Sin duda debemos respetar los tratamientos hogareños, pero nunca hace daño recurrir al consejo del médico. Me parece estupendo que tu media naranja se encuentre de nuevo en pie y en activo. No debió de ser muy divertido que el tiempo os afectara a los dos juntos…
       En todas las ciudades pequeñas de esa región de Ontario, las amas de casa miembros del Club Flora Simpson celebraban un pícnic anual de verano. Flora Simpson siempre les enviaba saludos especiales pero explicaba que, con tantos acontecimientos como había, no podía presentarse en todos, y prefería no hacer diferencias. Alfrida decía que había considerado la posibilidad de enviar a Caballo Henry con peluca y cojines en el pecho, o presentarse ella como lasciva Bruja de Babilonia (ni siquiera ella, en la mesa de mis padres, podía citar bien la Biblia y decir «Ramera») con un pitillo pegado al carmín. Pero, oh, reflexionaba, el periódico nos mataría. Y de todos modos no hay que ser tan malos.
       Siempre llamaba pitillos a lo que fumaba. Cuando yo tenía quince o dieciséis años se inclinó sobre la mesa para preguntarme: «¿Tú también quieres un pitillo?». Acabábamos de comer cuando mi hermano menor y mi hermana ya se habían levantado de la mesa. Mi padre meneó la cabeza. Él ya había empezado a liar el suyo.
       Yo di las gracias, dejé que Alfrida me lo encendiera y por primera vez fumé delante de mis padres.
       Ellos hicieron como si se tratara de una broma muy cómica.
       —Pero ¿qué me dices de tu hija? —le preguntó mamá a papá. Puso los ojos en blanco, enlazó las manos sobre el pecho y con voz artificial y lánguida añadió—: Me voy a desmayar.
       —Tendré que sacar el látigo —dijo mi padre, incorporándose a medias en la silla.
       Fue un momento asombroso, como si Alfrida nos hubiera transformado en personas nuevas. Por lo común, mi madre decía que no le gustaba ver fumar a las mujeres. No decía que fuera indecente o indigno de una dama; sólo que no le gustaba. Y cuando mi madre decía con cierto tono que algo no le gustaba, no parecía hacer una confesión de irracionalidad sino abrevar en una inaccesible, casi sagrada, fuente de sabiduría. Cuando apelaba a aquel tono, y lo acompañaba de aquella expresión, como si estuviera oyendo voces interiores, la odiaba especialmente.
       En cuanto a mi padre, en esa misma sala me había pegado, no con un látigo pero sí con su cinturón, por infringir las reglas de mi madre, por herir sus sentimientos y por contestarle. Ahora parecía como si esas palizas sólo pudieran tener lugar en otro universo.
       Aunque Alfrida —y también yo— había acorralado a mis padres, ellos habían respondido con tal gracia y valor que realmente era como si los tres —mi madre, mi padre y yo— nos hubiéramos elevado a un nuevo nivel de soltura y aplomo. En aquel instante los vi —sobre todo a mi madre— capaces de una suerte de desenfado que rara vez se manifestaba.
       Todo gracias a Alfrida.
       De Alfrida siempre se hablaba como de una chica ambiciosa. Por eso siempre parecía más joven que mis padres, si bien era conocido que tenía más o menos la misma edad. También se decía que era una criatura de ciudad. Y por ciudad, cuando se hablaba así, siempre se entendía la ciudad en donde ella vivía y trabajaba. Pero además se entendía otra cosa: no simplemente otra configuración de edificios, aceras y líneas de tranvías; ni siquiera una aglomeración de individuos. Se entendía algo más abstracto que podría repetirse una y otra vez, una especie de colmena tempestuosa pero organizada, no exactamente inservible o falsa sino perturbadora y en ocasiones peligrosa. Uno iba a un lugar así por obligación; y lo abandonaba contento. No obstante, a algunos los atraía, como debía de haberle pasado a Alfrida, hacía mucho tiempo, y como me pasaba ahora a mí, mientras procuraba sostener el cigarrillo con displicencia, a pesar de que entre mis dedos pareciera haber cobrado el tamaño de un bate de béisbol.

       Mi familia no tenía vida social asidua; a casa no venía gente a cenar, no digamos ya a fiestas. Tal vez fuese una cuestión de clase. Los padres del chico con quien me casé, unos cinco años después de aquella escena de sobremesa, invitaban a cenar a amigos, no a parientes, e iban a reuniones de media tarde que con toda espontaneidad llamaban cócteles. Era una vida como la que yo había leído en las revistas y parecía situar a mi familia política en un privilegiado mundo de libros de cuentos.
       Lo que sí hacía mi familia era poner cartelitos en la mesa del comedor, dos o tres veces al año, para agasajar a mi abuela y a mis tías —las hermanas mayores de papá— y a sus maridos. Lo hacíamos para Navidad o Acción de Gracias, cuando nos tocaba, o bien cuando venía de visita algún pariente de otra comarca. El huésped siempre era una persona como las tías y sus esposos; nunca como Alfrida.
       Mi madre y yo empezábamos a preparar esas cenas con dos días de antelación. Planchábamos el mantel bueno, pesado como una frazada; lavábamos la vajilla fina, que se había llenado de polvo en el aparador chino, y limpiábamos las patas de las sillas del comedor, además de preparar las ensaladas con gelatina y las empanadas y los pasteles que debían acompañar el pavo o jamón al horno con verduras, que era el plato principal. Tenía que sobrar mucha comida, y de comida se hablaba sobre todo en la mesa: los invitados expresaban lo bueno que estaba todo, y eran urgidos a servirse más, y decían que no podían, que estaban ahítos, pero entonces los maridos de las tías cedían, se servían más, y las tías también tomaban un poco más, mientras decían que era una locura, que estaban a punto de estallar.
       Y aún faltaba el postre.
       No había prácticamente un atisbo de conversación general, y de hecho se presumía que toda conversación que excediera ciertos límites podía ser un trastorno, un alarde. La comprensión que mi madre tenía de los límites no era muy de fiar, y a veces era incapaz de tolerar las pausas ni hacer honor a la aversión a lo que venía después. De modo que cuando alguien decía, supongamos, «Ayer vi a Harley por la calle», era probable que ella preguntara: «¿Tú crees que un hombre como Harley es un solterón genuino?» o «¿no habrá encontrado a la persona adecuada?».
       Como si, por haber mencionado a una persona, se esperase de una que dijera algo más, algo interesante.
       Luego tal vez se hiciera un silencio, no por mala educación de los comensales sino porque estaban desconcertados. Hasta que en tono de embarazo y de sesgado reproche mi padre decía: «Parecería que se las arregla muy bien por sí solo».
       De no haber habido familiares presentes, con toda probabilidad habría dicho «por sí mismo».
       Y todo el mundo seguía cortando, hundiendo la cuchara, tragando al resplandor del mantel limpio y la clara luz que entraba a raudales por las ventanas que acababan de limpiar. Esas comidas siempre se hacían a mediodía.
       Los que se sentaban a la mesa eran muy capaces de hablar. En la cocina, mientras fregaban y secaban los platos, las tías contaban quién tenía un tumor, quién una infección en la garganta, quién unos forúnculos terribles. Hablaban de sus propias digestiones, de cómo les funcionaban los riñones y los nervios. No parecía que mencionar cuestiones corporales íntimas estuviese fuera de lugar o fuese tan sospechoso como hablar de algo leído en una revista o de un tema de actualidad; en cierto modo se consideraba impropio prestar atención a cualquier cosa no muy cercana. Mientras, descansando en el porche o dando un paseo para echar un vistazo a los cultivos, los maridos de las tías intercambiaban informaciones como que alguien estaba en apuros con el banco, o aún debía parte del crédito para la compra de una máquina cara, o había invertido en un toro reproductor que era un fiasco.
       Tal vez los constriñese la formalidad del comedor, los platos para el pan con mantequilla y las cucharas de postre, cuando lo habitual en otros momentos era poner un trozo de empanada directamente en el plato que se acababa de limpiar con miga de pan. (Sin embargo, no preparar la mesa así habría sido una ofensa. En sus propias casas, en ocasiones similares, esa gente habría sometido a los invitados al mismo protocolo). Tal vez fuese que comer era una cosa y hablar, otra.
       Cuando venía Alfrida todo cambiaba. Se tendía el mantel bueno y se usaba la vajilla fina. Mi madre se esmeraba con la comida y se preocupaba enormemente por los resultados; probablemente dejara de lado el habitual menú basado en pavo-relleno-con-puré-de-patatas para hacer algo como ensalada de pollo y budín de arroz con pimientos, y de postre una gelatina con claras montadas y crema cuya preparación le destrozaba los nervios porque, como no teníamos nevera, había que enfriarla en el sótano. Pero del acartonamiento, de la pesadez en la mesa, no había ni asomo. Alfrida no sólo aceptaba segundas raciones; las pedía.
       Y lo hacía casi distraídamente, y de la misma forma lanzaba los elogios, como si la comida, comer la comida, fuese algo agradable pero secundario, y hacía hablar a los demás, de modo que cualquier cosa que a una se le antojase decir —casi cualquiera— parecía adecuada.
       Siempre nos visitaba en verano, y por lo general llevaba vestidos de pícnic a rayas, sedosos, que le dejaban la espalda descubierta. No tenía una espalda vistosa, rociada como estaba de lunares oscuros, y los hombros eran huesudos y el pecho casi plano. Mi padre solía preguntarse cómo podía estar tan flaca con todo lo que comía. O ponía la verdad patas arriba señalando que, por quisquilloso que fuera su apetito, no se privaba de untar el pan en grasa. (En nuestra familia, los comentarios sobre gordura, delgadez, falta o exceso de color no se consideraban intempestivos).
       El pelo oscuro le caía en ondas sobre la frente y a los lados, según la moda de entonces. Tenía la piel más bien tostada, tramada de finas arrugas, y una boca ancha con el labio inferior algo grueso, casi caído, y pintada con un carmín intenso que dejaba huella en la taza de té y en el vaso de agua. Cuando abría bien la boca —como hacía a menudo, al hablar o reírse—, se veía al fondo que faltaban algunas muelas. No se podía decir que fuese guapa —para mí, toda mujer de más de veinticinco había dejado muy atrás la posibilidad de serlo, o en todo caso había perdido el derecho y quizás hasta el deseo—, pero era ardorosa y elegante. Con aire pensativo, mi padre aseguraba que tenía chispa.
       Alfrida le hablaba de cosas que pasaban en el mundo, de política. Mi padre leía el periódico, escuchaba la radio, tenía sus propias opiniones, pero rara vez tenía ocasión de exponerlas. Aunque los maridos de las tías también tenían opiniones, eran breves, invariables y expresaban una desconfianza eterna por todas las figuras públicas y en particular por los extranjeros, de modo que la mayor parte del tiempo poco más se les podía extraer que gruñidos y menosprecio. Mi abuela era sorda —nadie habría podido decir cuánto sabía ni qué pensaba de algo— y las tías, aparentemente, se enorgullecían de su vasta ignorancia y su escasez de intereses de atención. Mi madre había sido maestra, y sin esforzarse podía señalar en el mapa cada país de Europa, pero todo lo veía a través de una bruma personal, con el Imperio británico y la familia real encumbrados, enormes, y el resto minúsculo, mero revoltijo que a ella le era fácil pasar por alto.
       En realidad, los puntos de vista de Alfrida no distaban tanto de los de los tíos. Al menos así parecía. Pero, en vez de dejar pasar el tema con un gruñido, ella soltaba una risa ululante y contaba historias de primeros ministros, del presidente norteamericano John L. Lewis y del alcalde de Montreal —historias de las cuales todos salían mal parados—. También contaba historias de la familia real, pero en ese caso distinguía entre los buenos, como el rey, la reina y la hermosa duquesa de Kent, y los horribles, como los Windsor y el viejo rey Eddy, quien —decía ella— padecía cierta enfermedad y en un intento de estrangular a su esposa le había marcado el cuello, razón por la cual ella nunca aparecía sin su collar de perlas. Como esta distinción coincidía muy bien con una que hacía ella misma —pero pocas veces formulaba—, mi madre no la objetaba, aunque la referencia a la sífilis la crispase.
       Yo sonreía, cómplice, con una compostura insensata.
       Alfrida ponía a los rusos nombres graciosos. Milollansqui, Tío Joenesqui. Creía que estaban engatusando a todo el mundo, que las Naciones Unidas eran una farsa que no resultaría jamás, que Japón volvería a levantarse y que más habría valido aprovechar la oportunidad de liquidarlo. Tampoco confiaba en Quebec. Ni en el papa. Con el senador McCarthy tenía un problema: le habría gustado apoyarlo, pero el catolicismo del hombre era una losa. Al papa lo llamaba pupas. Se regodeaba pensando en la cantidad de timadores y granujas que había en el mundo.
       A veces daba la impresión de estar haciendo un número, una exhibición, tal vez para provocar a mi padre. De irritarlo, como habría dicho él, a ver si se cabreaba. Pero no porque no lo quisiera, ni para hacerlo sentir incómodo. Todo lo contrario. Lo atormentaba como las chicas atormentan a los muchachos en el colegio, cuando ambos lados se deleitan discutiendo y los insultos se toman como halagos. Mi padre discutía con ella siempre en voz suave y firme, pero estaba claro que se proponía aguijonearla. A veces, dando un giro, aceptaba que tal vez ella tuviera razón, que en el periódico podía haber fuentes de información que él desconocía. Me has dado un repaso, decía, si fuera sensato debería disculparme. Y ella decía: Anda, no me cameles.
       —Ay, cómo sois —decía mi madre con desesperación fingida y quizá verdadero cansancio, y Alfrida le recomendaba que fuera a echarse una siesta, se la merecía después de esa comida espléndida, ya nos ocuparíamos ella y yo de los platos. Mi madre sufría de un temblor en el brazo derecho, una rigidez en los dedos que según ella la atacaba cuando estaba exhausta.
       Mientras fregábamos la vajilla, Alfrida me hablaba de celebridades, actores y hasta estrellas de cine menores, que habían actuado en teatros de la ciudad donde vivía. En voz más baja, pero quebrada aún por una risa brutalmente irrespetuosa, me contaba historias sobre las malas costumbres de esa gente, rumores de escándalos privados que nunca llegaban a salir en las revistas. Mencionaba maricas, pechos artificiales, triángulos familiares, cosas todas que yo había atisbado en mis lecturas, pero que me daba vértigo oír, aun de tercera o cuarta mano, cuando venían de la vida real.
       Los dientes de Alfrida me llamaban tanto la atención que durante aquellos recitales confidenciales a veces perdía el hilo. Cada uno de los que le quedaban, todos delanteros, era de un matiz levemente distinto; no tenía dos dientes iguales. Algunos de esmalte bastante fuerte tendían a variedades del marfil oscuro; otros, a un ópalo con sombras liláceas y un brillo de escamas, o bien con bordes plateados, a veces un destello de oro. En aquel entonces, pocas personas exhibían dientes tan sólidos y elegantes como se ven hoy, a menos que fueran falsos. Pero los de Alfrida eran insólitos por su individualidad, su clara separación y su gran tamaño. Cuando Alfrida lanzaba alguna agudeza especial, deliberadamente licenciosa, parecían adelantarse como guardias de palacio, como joviales arqueros.
       —De hecho siempre ha tenido problemas con los dientes —decían las tías—. Le salían abscesos, ¿recuerdas?, tenía el sistema entero envenenado.
       Qué típico de ellas, pensaba yo, dejar de lado el ingenio y la clase de Alfrida para afligirse por los dientes.
       —¿Por qué no se los hace sacar todos y acaba de una vez? —preguntaban.
       —Probablemente no pueda costeárselo —dijo una vez mi abuela sorprendiendo a todos, como hacía a veces, demostrando que había seguido la conversación.
       Y sorprendiéndome a mí con la luz nueva y cotidiana que el comentario arrojaba sobre la vida de Alfrida. Yo había creído que Alfrida era rica, al menos en comparación con el resto de la familia. Vivía en un apartamento —yo nunca lo había visto, pero lo asociaba con la idea de una vida muy civilizada—, llevaba ropa que no estaba hecha en casa y no gastaba zapatos de lazo, como casi todas las mujeres adultas que yo conocía, sino sandalias con brillantes tiras de plástico, ese material nuevo. Era difícil saber si sencillamente mi abuela no vivía en el pasado, cuando hacerse dientes postizos era el gasto culminante de una vida, o si de verdad sabía cosas de Alfrida que yo jamás habría imaginado.
       Cuando Alfrida venía a comer a casa, nunca estaba presente el resto de la familia. No obstante, ella iba a visitar a mi abuela, que era su tía, la hermana de su madre. La abuela ya no vivía sola sino alternativamente con una u otra de mis tías, y Alfrida iba a la casa donde estuviese en aquel momento, pero no a la casa de la otra tía, que era tan prima suya como mi padre. Y nunca comía con ninguna de las dos. Por lo común venía primero a nuestra casa, se quedaba un rato y luego, juntando fuerzas, como de mala gana, hacía la otra visita. Cuando más tarde volvía y nos sentábamos a comer, no se decía directamente nada peyorativo sobre las tías y sus maridos, y por cierto nada irrespetuoso sobre mi abuela. De hecho, era la forma en que Alfrida se refería a mi abuela —una repentina sobriedad y una preocupación en la voz, incluso una pizca de miedo (¿Cómo está de la presión?, ¿ha ido al médico últimamente?, ¿qué le dijo?)— la que me hacía consciente de la diferencia, de la frialdad o tal vez la reticencia con que preguntaba por los demás. Luego, una reticencia similar en la respuesta de mi madre y una gravedad extra en la de mi padre —una caricatura de gravedad, se podría decir—, daban a entender cuán de acuerdo estaban todos en algo que no podían decir.
       El día en que fumé el cigarrillo, Alfrida decidió llevar la cosa un poco más lejos y dijo solemnemente:
       —Bueno, ¿y qué hay de Asa? ¿Sigue siendo el alma de las tertulias?
       Mi padre meneó tristemente la cabeza, como si la sombra del gárrulo tío Asa debiera agobiarnos a todos.
       —Y tanto que sí —dijo—. Y tanto.
       —Parece que los cerdos tienen la solitaria —añadí yo—. Psé.
       Salvo por el «psé», mi tío había dicho exactamente aquello, y lo había dicho en la misma mesa, invadido por una insólita necesidad de romper el silencio o pasar a algo importante que acababa de ocurrírsele. Y yo lo decía imitando su majestuoso rezongo, su solemnidad inocente.
       Mostrando los dientes festivos, Alfrida lanzó una risa plena y aprobatoria.
       —Perfecto —dijo—. Ese es él.
       Mi padre se inclinó sobre su plato, como para disimular que él también se estaba riendo, aunque por supuesto sin hacerlo, y mi madre sacudió la cabeza mordiéndose los labios, sonriendo. Tuve una aguda sensación de triunfo. No se dijo nada que me pusiera en mi lugar; nadie me echó en cara lo que a veces llamaban mi sarcasmo, mis ínfulas de lista. Cuando en mi familia se usaba para referirse a mí la palabra «lista», podía significar muy inteligente, y en ese caso se pronunciaba a regañadientes («Caray, en cierto modo es bastante lista»), muy entrometida, petulante, odiosa. No seas tan lista.
       A veces, tristemente, mi madre decía: «Qué mala lengua maligna tienes».
       A veces —y era mucho peor—, mi padre se disgustaba conmigo.
       —¿Qué derecho tienes tú de burlarte de una persona decente?
       Ese día no ocurrió nada por el estilo. Al parecer, yo era tan libre como cualquier huésped de la mesa, casi tan libre como Alfrida, y florecía bajo el estandarte de mi personalidad.

       Pero estaba a punto de abrirse una brecha, y puede que ésa fuera la última vez que Alfrida se sentara a nuestra mesa; la última. Siguió el intercambio de tarjetas de Navidad, posiblemente incluso de cartas —mientras mi madre tuvo fuerzas para sostener la pluma—, y no dejamos de leer el nombre de Alfrida en el periódico, pero no recuerdo que en los dos años que todavía pasé con mis padres fuese a visitarnos.
       Tal vez Alfrida preguntó si podía llevar a su amigo y le dijeron que no. Si ya vivían juntos, el motivo bien pudo ser ése, y si él era el mismo hombre con el que estaba más adelante, otro motivo habría sido que estaba casado. Esas cuestiones unían a mis padres. A mi madre la horrorizaba el sexo irregular o manifiesto —puede decirse que la horrorizaba todo tipo de sexo, porque el matrimonial y correcto no se reconocía en absoluto—, y en esa época de su vida mi padre también era estricto al respecto. También podría tener especiales reparos sobre un hombre capaz de controlar a Alfrida.
       A ojos de ellos debió de rebajarse. No me cuesta nada imaginármelos diciendo: No tenía ninguna necesidad de rebajarse.
       Pero a lo mejor no preguntó nada; a lo mejor le sobraba perspicacia para preguntar. En los tiempos de las primeras visitas animadas no debió haber un solo hombre en su vida, y cuando lo hubo, su atención pudo haberse desviado totalmente. Puede que Alfrida se volviera otra persona, cosa que sin duda ocurrió más tarde.
       O quizá la cansó la atmósfera especial de una casa donde hay una persona enferma que no mejora nunca. Así pasaba con mi madre, cuyos síntomas se coaligaban y escapaban de control, hasta que de incomodidad y fuente de preocupación se transformaron en su destino entero.
       —Pobrecilla —decían las tías.
       Y a medida que mi madre cambiaba de madre a presencia desvalida de la casa, las otras mujeres de la familia, hasta entonces tan limitadas, parecían ir ganando vivacidad y experiencia. Mi abuela se compró un audífono, algo que nadie se habría atrevido a sugerirle. Murió el marido de una de las tías —no Asa, sino el que se llamaba Irvine— y ella aprendió a conducir; consiguió trabajo en una tienda de arreglo de ropa y dejó de usar redecilla en el pelo.
       Pasaban a ver a mi madre y siempre veían lo mismo: que la más guapa de las tres, la que siempre les recordaba que ella era maestra, mes a mes se iba volviendo más lenta de movimientos, más rígida de miembros y más torpe y vacilante al hablar, y que no había nada que hacer.
       Me decían que la cuidara mucho.
       —Es tu madre —me recordaban.
       —Pobrecilla.
       Alfrida no habría sido capaz de decir ese tipo de cosas, y quizá no habría podido decir nada.
       A mí me parecía bien que no viniera a vernos. Yo no quería que viniera nadie. No tenía tiempo; me había vuelto un ama de casa frenética: enceraba los suelos, planchaba hasta los trapos de cocina y todo lo hacía para mantener a raya cierta desgracia (porque el deterioro de mi madre parecía una desgracia única que nos infectaba a todos). Lo hacía para dar la impresión de que vivía con mis padres, mi hermano y mi hermana en la casa de una familia normal; pero cualquiera que cruzaba el umbral y veía a mi madre se daba cuenta de que no era cierto y nos compadecía. Y eso yo no podía soportarlo.
       Gané una beca. No me quedé en casa a cuidar a mi madre ni nada por el estilo. Fui a la universidad. El colegio universitario estaba en la ciudad donde vivía Alfrida. Al cabo de unos meses, ella me invitó a cenar, pero no pude ir porque trabajaba todas las noches salvo los domingos. Trabajaba en la biblioteca pública, en el centro de la ciudad, y en la biblioteca de la universidad; las dos estaban abiertas hasta las nueve. Algo más tarde, en invierno, Alfrida volvió a invitarme y esta vez la invitación era un domingo. Le dije que no podía porque iba a un concierto.
       —Vaya… ¿Una cita? —preguntó ella, y yo dije que sí pero en ese momento no era cierto. Iría al concierto gratis de los domingos en el auditorio universitario con otra chica, o dos o tres chicas más, por hacer algo con la tenue esperanza de encontrar chicos—. Bien, alguna vez lo tienes que traer. Me muero de ganas de conocerlo.
       Hacia el final del año tuve por fin alguien a quien llevar, alguien a quien de hecho había conocido en un concierto. Al menos él me había visto en un concierto y me había llamado para salir. Pero nunca lo habría llevado a casa de Alfrida. Nunca habría llevado a conocer a Alfrida a ninguno de mis amigos. Mis nuevos amigos eran de los que decían: «¿Has leído Vuelve la vista a casa, Ángel? Ah, lo has leído. ¿Y has leído Los Buddenbrook?». Eran gente con quien iba a ver Juegos prohibidos y Les enfants du paradis cuando las traían al cineclub. El chico con quien salía, y con el cual después me prometí, me había llevado a la Casa de la Música, donde a la hora de comer se podían escuchar discos. Me había hecho conocer a Gounod, y gracias a Gounod yo adoraba la ópera, y gracias a la ópera adoraba a Mozart.
       Cuando Alfrida me dejó un mensaje en la pensión pidiendo que la llamara, no lo hice. Entonces no llamó más.
       Seguía escribiendo en el periódico; de vez en cuando yo miraba una rapsodia suya sobre estatuillas Royal Doulton, galletas de jengibre importadas o camisones de novia. Probablemente seguía respondiendo las cartas a Flora Simpson y riéndose de las amas de casa que las escribían. Ahora que vivía en la ciudad, yo apenas leía el periódico que en un tiempo me parecía el centro de la vida urbana —y en cierto modo el centro de la vida en nuestra casa, a noventa kilómetros—. Las bromas, la hipocresía compulsiva de personas como Alfrida y Caballo Henry me resultaban cursis y aburridas.
       No temía encontrármela, ni siquiera en una ciudad que al fin y al cabo no era tan grande. Nunca iba a las tiendas que ella mencionaba en su columna. No tenía motivos para pasar frente al edificio del periódico y ella vivía lejos de mi pensión, en la zona sur.
       Tampoco pensaba que Alfrida fuese de las que se dejaban ver por la biblioteca. La mera palabra «biblioteca», probablemente, la haría torcer la gran boca en una parodia de consternación, como la torcía en casa ante los libros de los estantes; libros no comprados en mis tiempos, algunos de ellos premios recibidos por mis padres en la adolescencia (estaba el nombre de soltera de mamá escrito con su hermosa letra perdida); libros que no me parecían compras de librería sino presencias de la casa, como presencias arraigadas en el suelo, y no simples plantas, eran los árboles que veía por la ventana. El molino junto al Floss, La llamada de la selva, El corazón de Midlotbian.
       —Mucho libro importante, aquí —habría dicho Alfrida—. Me juego algo a que no los abres muy a menudo.
       Y mi padre habría dicho que no, que no los abría, aceptando el desdeñoso y hasta ofensivo tono de ella, y en cierto modo mintiendo, porque en realidad los miraba, muy de tanto en tanto, cuando tenía tiempo.
       Eran ésas las mentiras que yo esperaba no volver a decir, el desprecio que esperaba no mostrar nunca más por las cosas que me importaban de veras. Y para no tener que hacerlo, lo mejor era mantenerme alejada de mis conocidos de antes.

       Al final del segundo curso estaba a punto de dejar la universidad. La beca sólo cubría dos años. Pero no importaba, porque de todos modos quería ser escritora. Y me iba a casar.
       Alfrida se había enterado y volvió a telefonearme.
       —Supongo que estabas demasiado ocupada para llamarme. O quizá no te pasaron los mensajes —dijo.
       Le contesté que podían haber sido las dos cosas.
       Esta vez acepté ir a su casa. Como no pensaba vivir en esa ciudad, la visita no me comprometía. Elegí un domingo, después de los exámenes finales, en que mi novio iba a Ottawa por una entrevista de trabajo. Era un claro día de sol de comienzos de mayo. Decidí ir andando. Como rara vez había estado al sur de Dundas Street o al este de Adelaide, había zonas de la ciudad que desconocía por completo. En las calles del norte, los árboles estaban echando hojas y tanto las lilas como los manzanos ornamentales y los macizos de tulipanes estaban en flor; las extensiones de césped parecían alfombras nuevas. Pero al cabo de un rato me encontré recorriendo calles sin árboles que dieran sombra; calles con aceras del ancho de un brazo extendido, donde las pocas matas de lilas —esas lilas que crecían en cualquier parte— eran pálidas, como insoladas, de perfume efímero. Además de casas, había allí edificios de apartamentos de dos o tres plantas, algunos con la utilitaria decoración de una guarda de ladrillos en torno a la puerta, otros con ventanas abiertas que dejaban escapar lacias cortinas.
       Alfrida vivía en una casa, no en un edificio. Tenía todo el piso de arriba. En la planta baja, al menos en la parte delantera, habían puesto una tienda que los domingos estaba cerrada. Era una tienda de segunda mano: a través de los cristales sucios vi montones de muebles indefinidos y pilas de utensilios y fuentes viejas. Lo único que me llamó la atención fue una cubeta de miel exactamente igual a la cubeta con un cielo azul y un panal dorado en la que a los seis o siete años yo llevaba el almuerzo a la escuela. Recordé cómo leía una y otra vez la leyenda que figuraba en un lado.
       Toda miel pura se cristaliza.
       Yo no tenía idea de qué significaba «cristalizar», pero el sonido de la palabra me gustaba. Parecía elaborado y delicioso.
       La caminata me había llevado más tiempo de lo que esperaba y tenía mucho calor. No había previsto que, habiéndome invitado al mediodía, Alfrida prepararía una comida como la de los domingos en casa, pero fue carne asada y verduras lo que olí al subir la escalera.
       —Pensé que te habías perdido —dijo Alfrida desde arriba—. Ya iba a reunir una cuadrilla de rescate.
       En vez del vestido de pícnic vestía una blusa rosa, con un lazo en el cuello, metida debajo de una falda marrón de tablas. Ya no llevaba el pelo ondulado, sino en ricitos muy cortos que enmarcaban las mejillas, con el castaño oscuro surcado de toscas mechas rojas. La cara, en mi recuerdo delgada y morena, estaba ahora más rellena y un poco abultada. A la luz del mediodía, el maquillaje se destacaba de la piel como pintura naranja.
       Pero la mayor diferencia eran los dientes postizos, de color uniforme, que le desbordaban levemente la boca y daban un filo de ansiedad a la vieja expresión de entusiasmo vehemente.
       —Vaya si has engordado —dijo—. Antes eras muy delgaducha.
       Era verdad, pero a mí no me gustaba oírlo. Como todas las chicas de la pensión, yo comía barato: copiosas comidas preparadas Kraft y paquetes de galletas rellenas de confitura. Mi novio, porfiado y posesivo devoto de todo cuanto tuviera que ver conmigo, decía que le gustaban las mujeres corpulentas y que yo le recordaba a Jane Russell. No me molestaba que lo dijera, pero por lo general me ofendía que los demás comentaran mi apariencia. Sobre todo si eran personas como Alfrida, gente que en mi vida había perdido importancia. Pensaba que no tenían derecho a mirarme ni a formarse opiniones de mí, no digamos ya a expresarlas.
       La casa era angosta, pero larga. Había una sala de estar con techo en doble declive y ventanas a la calle, una especie de saloncito comedor sin ventanas —a causa de las sendas habitaciones con mansardas que tenía a los lados—, una cocina, un cuarto de baño iluminado gracias al cristal esmerilado de la puerta y, en el contrafuerte, una galería acristalada.
       Los techos en caída daban a los ambientes un aire provisional, como si sólo fingieran ser otra cosa que dormitorios. Pero los muebles eran demasiados y muy serios —la mesa y las sillas del comedor, el sofá y el sillón reclinable de la sala, la mesa y las sillas de la cocina—, pensados para habitaciones más grandes, más cabales. Tapetes en las mesas, telas blancas con bordados que protegían los respaldos y brazos de los sillones, cortinas transparentes que cubrían las ventanas y a los lados paño floreado: no habría podido imaginar que iba a parecerse tanto a las casas de las tías. Y en la pared del comedor —no en la del cuarto de baño ni en la del dormitorio, sino en la del comedor— había un cuadro que era la silueta de una chica con falda deportiva hecha con cinta de satén rosa.
       Por el suelo del comedor, en el paso de la cocina a la sala, corría una banda de linóleo grueso.
       Alfrida pareció adivinar algo de lo que yo estaba pensando.
       —Sé que he juntado demasiadas cosas —explicó—. Pero son cosas de mis padres. No iba a regalar los muebles de la familia.
       Nunca se me había ocurrido que tuviera padres. Su madre había muerto hacía mucho tiempo y a Alfrida la había criado mi abuela, que era su tía.
       —De mi padre y mi madre —dijo Alfrida—. Cuando falleció papá, tu abuela los guardó porque decía que cuando yo creciera serían míos, y aquí los tienes. No iba a devolvérselos, con las molestias que se había tomado.
       En aquel momento recordé parte de la vida de Alfrida que ella había olvidado. El padre había vuelto a casarse. Había dejado la granja para ir a trabajar en el ferrocarril. Había tenido más hijos, la familia había deambulado de una ciudad a otra, y a veces Alfrida hablaba de ellos en tono jocoso un tanto relacionado con los muchos hijos que había, lo unidos que seguían todos y todas las veces que la familia había tenido que trasladarse.
       —Ven, que te presento a Bill —dijo Alfrida.
       Bill estaba en la galería. Como esperando que lo convocaran, se había sentado en un sofá bajo o camastro cubierto con una manta de cuadros marrones. La manta estaba arrugada —Bill debía de haberse recostado— y las persianillas de las ventanas caían hasta los vanos. La luz de la habitación —esa candente luz de sol que entraba por las rendijas de las persianas amarillas, marcadas por la lluvia—, la arrugada manta tosca y descolorida, el cojín aplastado y hasta el olor de la manta y de las pantuflas de hombre, viejas pantuflas ya sin forma ni motivo —como en las otras habitaciones los tapetes, los muebles muy lustrados, la niña de cintas del cuadro—, me recordaron las casas de mis tías. También allí una podía encontrarse con una guarida masculina con sus olores furtivos pero insistentes, su avergonzado pero terco aire de resistencia al dominio femenino.
       No obstante, Bill se levantó a darme la mano, gesto que los tíos nunca habrían tenido con una muchacha extraña. O con ninguna muchacha. No los habría frenado alguna grosería específica sino el simple miedo a mostrarse ceremoniosos.
       Era un hombre alto, de pelo cano, ondulado y brillante, y rostro suave pero no juvenil. Un hombre atractivo al que una salud frágil, la mala suerte o la falta de agallas habían drenado en cierto modo la belleza. Pero la ajada cortesía que conservaba, esa forma de inclinarse ante una mujer, sugería que el encuentro sería un placer para él y para ella.
       Alfrida nos condujo al comedor sin ventanas, donde en pleno mediodía había luces encendidas. Tuve la impresión de que la comida llevaba mucho tiempo lista y de que mi retraso les había alterado el programa habitual. Bill sirvió el pollo asado y la salsa; Alfrida, las verduras. Alfrida le dijo a Bill: «Cariño, ¿has visto lo que hay al lado de tu plato?», y él se acordó de desplegar la servilleta.
       Bill no tenía mucho que decir. Ofrecía salsa, me preguntaba si quería mostaza, sal o pimienta, seguía la conversación volviendo la cabeza hacia Alfrida o hacia mí. De vez en cuando dejaba escapar un leve silbido entre dientes, un sonido tembloroso de intención al parecer cordial o apreciativa y que al principio tomé por preludio a alguna observación. Pero no lo era, y Alfrida nunca hacía pausas al oírlo. Desde entonces he visto a ciertos bebedores reformados comportarse de forma parecida: metiendo alegremente la cuchara pero incapaces de ir más allá, irremediablemente preocupados. Nunca supe si Bill era uno de ellos, pero sin duda arrastraba una historia de derrotas, de problemas sufridos y lecciones aprendidas. También tenía un aire de aceptación elegante de decisiones erróneas o posibilidades truncadas.
       Las zanahorias y los guisantes eran congelados, dijo Alfrida. Por entonces, las verduras congeladas eran una novedad.
       —Son mucho mejores que las de lata —continuó—. Casi tan buenas como las frescas.
       Entonces Bill hizo una declaración completa. Dijo que eran mejores que las frescas. El color, el sabor, todo. Dijo que tanto lo que se estaba haciendo en materia de congelados como lo que se haría en el futuro era notable.
       Alfrida se inclinó hacia delante con una sonrisa. Casi parecía contener el aliento, como ante un hijo que echa a andar sin apoyo o hace su primer intento en la bicicleta.
       Habían descubierto que podía inyectarse una sustancia a los pollos, nos contó Bill, un procedimiento gracias al cual todos los pollos saldrían iguales, grandes y sabrosos. Atrás quedaría el riesgo de irse a casa con un pollo de menor calidad.
       —La especialidad de Bill es la química —dijo Alfrida.
       Como yo no tenía nada que decir, agregó:
       —Trabajó para Gooderhams.
       Más silencio.
       —La destilería —continuó—. Whisky Gooderhams.
       Si yo no decía nada no era por grosería o aburrimiento (no más grosería que la natural en mí por entonces, ni más aburrimiento que el que había esperado), sino porque no entendía la obligación de hacer preguntas, las preguntas que fuesen, para animar a un macho tímido a que conversara, sacarlo del ensimismamiento y establecerlo como hombre de cierta autoridad, y por lo tanto como hombre de la casa. No entendía por qué Alfrida lo miraba con una sonrisa tan ferozmente alentadora. Toda mi experiencia de mujer con los hombres, de mujer que escucha a un hombre y espera y espera verlo afianzarse como motivo de orgullo, tendría lugar en el futuro. Las únicas parejas que había observado eran mis padres y mis tíos, y esos maridos y mujeres parecían tener conexiones remotas, formales, y ninguna dependencia mutua evidente.
       Bill siguió comiendo como si no se hubiera mencionado su profesión ni su empresa, y Alfrida me interrogó sobre los cursos. Aún sonreía, pero la sonrisa era otra. Guardaba un temblor de impaciencia y desagrado, como si esperase a que yo acabara de contar para decir —como dijo—: «Yo no leería esas cosas ni por un millón de dólares».
       —Para dos días que vamos a vivir… —añadió—. ¿Sabes?, en el periódico a veces cogemos a algunos que tienen todos sus títulos. Cum Laude en Lengua. Cum Laude en Filosofía. No sabemos qué hacer con ellos. Lo que escriben no vale un céntimo. A ti te lo he contado, ¿no? —le dijo a Bill, y Bill alzó la vista con una sonrisa obsequiosa.
       Alfrida dejó reposar el tema.
       —Bueno, ¿y cómo te diviertes?
       Por entonces en un teatro de Toronto representaban Un tranvía llamado deseo y le conté que había ido a verla con un par de amigas, en tren.
       Alfrida dejó repicar cuchillo y tenedor en el plato.
       —Esa basura —exclamó con un gesto de repugnancia. Luego habló con más calma pero con una aversión todavía virulenta—. Te has ido hasta Torontopara ver esa basura.
       Habíamos acabado el postre y Bill escogió aquel momento para preguntar si lo excusábamos. Se lo preguntó a Alfrida y luego a mí con una levísima reverencia. Volvió a la galería y un ratito después olimos la pipa. Al irse Bill, Alfrida pareció olvidarse de mí y de la obra. Su expresión de ternura fue tal, que cuando se levantó pensé que lo seguiría. Pero sólo iba a buscar los cigarrillos.
       Me alargó el paquete y, cuando cogí uno, con un deliberado esfuerzo de jovialidad dijo:
       —O sea, mantienes la mala costumbre en que te inicié.
       Tal vez había recordado que yo ya no era una niña, que no tenía obligación de estar en su casa y que no tenía sentido ganarse una enemiga. Y yo no iba a discutir; me importaba un rábano qué opinaba Alfrida de Tennessee Williams. O qué opinaba de cualquier cosa.
       —Supongo que es asunto tuyo —dijo Alfrida—. Puedes ir a donde se te antoje. —Y añadió—: Al fin y al cabo pronto te casarás.
       El tono bien podía significar «Reconozco que has crecido» o «Pronto tendrás que sentar la cabeza».
       Empezamos a recoger los platos. Trabajando muy cerca una de otra en la cocina, en el pequeño espacio que había entre la mesa, el fregadero y la nevera, no tardamos en desarrollar tácitamente cierto orden armónico de raspado, división y almacenaje de las sobras en recipientes pequeños, llenado de la pila con agua caliente jabonosa y extracción de todo cubierto intacto para deslizado en el cajón con divisiones del aparador del comedor. Llevamos el cenicero a la cocina e hicimos altos periódicos para dar profesionales, restauradoras caladas al cigarrillo. Cuando dos mujeres trabajan juntas en algo así, pueden coincidir o no en ciertas cosas: si está bien fumar, por ejemplo, o es preferible no hacerlo para evitar que alguna ceniza migratoria se deposite en un plato limpio, o si hay que lavar todo lo que estuvo en la mesa aunque no se hubiese usado; y resultó que Alfrida y yo nos entendíamos. Cierto que la idea de que una vez lavados los platos podría irme me había vuelto serena y generosa. Ya había dicho que esa tarde tenía que ver a una amiga.
       —Son muy bonitos estos platos —dije. Eran de color crema amarillento con un ribete de flores azules.
       —Bueno, es la vajilla de bodas de mi madre —replicó Alfrida—. Es otra de las cosas que hizo por mí tu abuela. Embaló la vajilla de mi madre y la tuvo guardada hasta que yo pudiera usarla. Jeanie nunca se enteró de que existía. Con esa pandilla no hubiera durado mucho.
       Jeanie. Esa pandilla. La madrastra, los hermanastros y hermanas.
       —Sabías eso, ¿no? —dijo Alfrida—. ¿Sabías qué le pasó a mi madre?
       Claro que lo sabía. A la madre de Alfrida le había estallado una lámpara en las manos; había muerto de las quemaduras y mi madre y mis tías hablaban de eso a menudo. No podía hablarse de la madre o del padre de Alfrida, y muy poco de la propia Alfrida, sin que aquella muerte saliera a relucir y se añadiera algo nuevo. Por esa razón, el padre de Alfrida se había ido de la granja (siempre una especie de descenso moral, si no financiero). Era una razón para ser desesperadamente cuidadoso con el aceite de carbón, y una razón para agradecer la electricidad por mucho que costara.
       Y en cualquier caso era un hecho espantoso para una niña de la edad de Alfrida, en cualquier caso. (Es decir, independientemente de lo que hubiera hecho de sí desde entonces).
       De no haber sido por la tormenta, ella no habría encendido una lámpara a media tarde.
       Tardó toda la noche y todo el día siguiente en morir. Ojalá hubiera muerto en el acto.
       Y justo al año siguiente les llegó la electricidad y no tuvieron que usar más lámparas de aceite.

       Las tías y mamá rara vez pensaban lo mismo, pero respecto de esa historia compartían un sentimiento. Ese sentimiento les embargaba la voz cada vez que pronunciaban el nombre de la madre de Alfrida. Era como si la historia fuese para ellas un tesoro espantoso, algo que sólo nuestra familia podía esgrimir, una distinción que no se desvanecería nunca. Escuchándolas, siempre había sentido como si hubiera en marcha una connivencia obscena, un hurgar entusiasta en todo lo macabro y desastroso. Esas voces eran gusanos que me reptaban por dentro.
       En mi experiencia, los hombres no eran así. Los hombres apartaban la vista del horror lo antes posible, y actuaban como si de nada valiera mencionar las cosas o pensar de nuevo en ellas una vez que habían pasado. No querían escarbar dentro de ellos ni escarbar en los demás.
       De modo que si Alfrida iba a hablar del asunto, pensé, era una suerte que mi novio no hubiera ido. Una suerte que no tuviera que oír la historia de la madre de Alfrida, y encima descubrir cosas de mi madre y de la relativa y hasta considerable pobreza de mi familia. Él admiraba la ópera y el Hamlet de Laurence Olivier, pero para la tragedia —la sordidez de la tragedia— de la vida real no tenía tiempo. Sus padres eran sanos, guapos y prósperos (aunque desde luego él los tildaba de tontos), y al parecer no había tenido que tratar con nadie que no viviera en circunstancias harto felices. Veía los reveses vitales —reveses de suerte, de salud, de dinero— como fallos, y su decidida aprobación de mí no se extendía a mi destartalado origen.
       —En el hospital no me dejaron verla —dijo Alfrida; al menos hablaba con su voz normal, sin preparar el terreno para una piedad especial o una excitación untuosa—. Bien, yo tampoco me habría dejado ver si hubiera estado en su piel. No sé qué aspecto tenía. Probablemente la habían vendado toda, como a una momia. Y si no, habrían debido hacerlo. Yo no estaba cuando ocurrió. Estaba en el colegio. Se puso todo negrísimo, el maestro encendió las luces (en el colegio había electricidad) y tuvimos que estarnos todos quietos hasta que la tormenta acabó. Entonces tía Lily (tu abuela, vaya) fue a buscarme y me llevó a su casa. Y nunca volví a ver a mi madre.
       Creí que no iba a decir nada más, pero un momento después continuó, con una voz que de hecho se había animado un poco, como si se dispusiese a reír.
       —Yo gritaba y gritaba como una loca que quería verla. Seguía y seguía, y, como no podían callarme, al final tu abuela me dijo: «Más te vale no verla. Si supieras qué aspecto tiene, no querrías hacerlo. No querrías recordarla así». Pero ¿sabes qué dije yo? Recuerdo bien lo que dije. Dije: Pero ella querría verme a mí. Ella querría verme a mí.
       Entonces sí se rió, o lanzó un sonido ronco, evasivo y desdeñoso.
       —Debía de creerme fantástica, ¿no? Ella querría verme a mí.
       Esa parte de la historia yo no la había oído nunca.
       Y en el momento mismo en que la oí, sucedió algo. Fue como si de golpe se hubiera cerrado una trampa y me hubiera dejado esas palabras en la cabeza. No sabía exactamente qué uso podría darles. Sólo sentía que, de una sacudida, me habían liberado de pronto para respirar un aire diferente, sólo accesible para mí.
       Ella querría verme.
       Sólo muchos años después escribiría el cuento sobre esa historia cuando, para empezar, hubiera perdido importancia pensar quién me había metido la idea en la cabeza.
       Di las gracias a Alfrida y le dije que tenía que irme. Alfrida fue a llamar a Bill para que se despidiera, pero al volver me contó que se había dormido.
       —Cuando se despierte querrá morirse —dijo—. Le ha encantado conocerte.
       Se quitó el delantal y me acompañó hasta abajo. Al pie de la escalera había un sendero de grava que llevaba a la acera. La gravilla crujía bajo nuestros pies y Alfrida resbaló con los zapatos de andar por casa.
       —¡Ay! —exclamó—. ¡Mecachis! —Y se agarró de mi hombro. Luego preguntó—: ¿Cómo está tu padre?
       —Está bien.
       —Trabaja demasiado.
       —No tiene más remedio —dije yo.
       —Lo sé, mujer. ¿Y tu madre cómo está?
       —Más o menos igual.
       Se volvió hacia el escaparate de la tienda.
       —¿Tú crees que alguien puede comprar estos trastos? Mira esa cubeta de miel. Tu padre y yo llevábamos la comida a la escuela en cubetas como ésa.
       —Yo también —dije.
       —¿De verdad? —Me abrazó—. Dile a tu familia que pienso en ellos. ¿Lo harás?

       Alfrida no fue al funeral de mi padre. Me pregunté si había sido porque no quería verme. Hasta donde yo sabía, nunca había hecho público lo que tenía en mi contra; nadie más se enteraría. Pero mi padre lo había sabido. Una vez, de visita en casa, al enterarme de que Alfrida vivía no muy lejos —de hecho en la casa de mi abuela, que había acabado por heredar—, yo había propuesto que fuéramos a verla. Fue en el tiempo de agitación entre mis dos matrimonios y yo me sentía expansiva, recién liberada y capaz de entrar en contacto con quien eligiera.
       Mi padre dijo:
       —Bueno, ¿sabes?, Alfrida está un poco molesta.
       Ahora la llamaba Alfrida. ¿Desde cuándo?
       Al principio ni se me ocurrió qué podía haberla molestado. Mi padre tuvo que recordarme el cuento, publicado hacía unos cuantos años, y a mí me sorprendió, y hasta me impacientó y me enfadó un poco la idea de que Alfrida impugnara algo que ahora parecía tener tan poca relación con ella.
       —No era Alfrida en absoluto —le expliqué a mi padre—. Lo cambié todo, ni siquiera pensaba en ella. Era un personaje. Cualquiera podía darse cuenta.
       Pero el caso es que estaban la explosión de la lámpara, la madre en su osario de vendas, la niña devota y desamparada.
       —Ya —dijo mi padre.
       Aunque en general lo complacía mucho que yo me hubiera hecho escritora, tenía ciertas reservas respecto a lo que podía llamarse mi personaje. Respecto al hecho de que yo hubiera acabado mi matrimonio por razones personales —es decir, arbitrarias— y a mi modo de justificarme —o, como habría dicho él, de esquivar el bulto—. Claro que no lo decía; ya no era asunto suyo.
       Le pregunté cómo sabía que Alfrida estaba molesta.
       Contestó:
       —Una carta.
       Una carta, aunque no vivían muy lejos uno de otro. Lamenté de verdad que él hubiera cargado con el fardo de algo que bien mirado era una desconsideración mía, incluso una mala acción. También que él y Alfrida tuvieran una relación en términos tan formales. Me pregunté qué se estaría guardando. ¿Habría tenido que defenderme ante ella, como tenía que defender mi literatura frente a otros? Estaba siempre dispuesto a hacerlo aunque no le resultara fácil. Quizás en medio de la incómoda defensa se le hubiera escapado algo áspero.
       Por mi culpa se había visto envuelto en extrañas dificultades.
       Cada vez que volvía al territorio hogareño me acechaba un peligro. Era el peligro de ver mi vida a través de otros ojos.
       De verla como un creciente rollo de palabras como alambre de púas, intrincado, pasmoso, inquietante comparado con los variados productos, la comida, las flores, las prendas de punto de la vida doméstica de las demás mujeres. Cada vez costaba más decir que valía la pena.
       A lo mejor vale mi pena; pero ¿y la de los otros?
       Mi padre había dicho que ahora Alfrida vivía sola. Le pregunté qué había sido de Bill. Dijo que eso estaba fuera de su jurisdicción. Pero creía que había habido una especie de operación de rescate.
       —¿De Bill? ¿Cómo? ¿A cargo de quién?
       —Hombre, creo que de una esposa.
       —Una vez lo vi en casa de Alfrida. Me cayó bien.
       —Caía bien, sí. A las mujeres.

       Consideré que acaso la ruptura no tuviera nada que ver conmigo. Mi madrastra había apremiado a mi padre a hacer otro tipo de vida. Iban a la bolera y a la pista de hielo y periódicamente se reunían con otras parejas a tomar café con donuts en el Tim Horton’s. Ella se había quedado viuda hacía años y tenía muchos amigos que para él fueron amigos nuevos. Tal vez lo que había pasado entre él y Alfrida sólo fuera un cambio, un desgaste del vínculo, de esos que tan bien entendía yo en mi vida pero no preveía en la vida ajena; sobre todo, habría dicho, en la vida de mi familia.
       Mi madrastra murió poco antes que mi padre. Después de un matrimonio breve y feliz los enviaron a cementerios diferentes, a descansar cada uno junto a su conflictivo primer cónyuge. Antes de esas dos muertes, Alfrida se había marchado de nuevo a la ciudad. No había vendido la casa; la había dejado sin más. Mi padre me había escrito: «Curiosa forma de hacer las cosas».
       En el funeral de mi padre hubo un montón de gente que yo no conocía. Una mujer atravesó la hierba del cementerio para hablarme. Primero pensé que sería una amiga de mi madrastra; luego vi que tenía apenas unos años más que yo. La figura chaparra, la corona de rizos rubios grisáceos y la chaqueta floreada la hacían parecer mayor.
       —Te he reconocido por una foto —dijo—. Alfrida siempre presume de ti.
       —¿Alfrida no ha muerto? —pregunté.
       —Oh, no —respondió la mujer, y me contó que Alfrida estaba en un geriátrico, en una ciudad al norte de Toronto—. La trasladé allí para poder vigilarla.
       Ahora se percibía claramente —incluso en la voz— que era una persona de mi generación, y se me ocurrió que debía de ser de la otra familia, una hermanastra nacida cuando Alfrida ya era casi adulta.
       Me dijo su apellido, que por supuesto no era el mismo que el de Alfrida; debía de ser casada. Yo no recordaba que Alfrida hubiera mencionado a nadie de su segunda familia por el nombre.
       Le pregunté cómo estaba Alfrida y me contó que tenía tan mal la vista que formalmente era ciega. Además, un grave problema de riñones la obligaba a hacerse diálisis dos veces por semana.
       —Aparte de eso… —dijo, y se rió.
       Pensé que en efecto era una hermana, porque algo de Alfrida había en esa risa irredenta y agitada.
       —De modo que viajar no le sienta muy bien —añadió—. De no ser así, la habría traído. Aún recibe el periódico de aquí y a veces yo se lo leo. Así me enteré de lo de tu padre.
       Impulsivamente, me pregunté en voz alta si no debía ir a verla al geriátrico. Las emociones del funeral —los cálidos sentimientos de alivio y reconciliación desatados por la muerte de mi padre a una edad razonable— propiciaban la idea. Hubiera sido difícil llevarla a cabo.
       —Mi marido, mi segundo marido, y yo sólo nos quedaremos dos días más, antes de volar a Europa para tomarnos unas vacaciones ya retrasadas.
       —No sé si sacarás mucho en limpio —dijo la mujer—. Tiene sus días buenos. Y también sus días malos. Nunca se sabe. A veces pienso que me está tomando el pelo. Es que se pasa todo el día allí sentada y, le digas lo que le digas, siempre repite lo mismo. Sensible como un violín y dispuesta a amar. Eso repite el día entero. Sensible-como-un-violín-y-dispuesta-a-amar. Te vuelve loca. Pero otros días habla con absoluta normalidad.
       De nuevo la voz y la risa —esta vez medio sumergida— me recordaron a Alfrida y dije:
       —¿Sabes?, creo que yo te conocía. Me acuerdo de que una vez vino a vernos el padre de Alfrida con su mujer. O quizá sólo era él con algunos de los niños.
       —Ah, pero te confundes —aclaró la mujer—. ¿Has creído que era hermana de Alfrida? ¡Cielos, parece que aparento mi edad!
       Dije que no la veía bien, y era cierto. El sol de octubre ya había bajado y me daba en los ojos. Como la mujer estaba a contraluz, me costaba discernir las facciones y la expresión.
       Se encogió de hombros, nerviosa, solemne. Dijo:
       —Alfrida es mi mamá.
       Mamá. Madre.
       Luego me contó, sin extenderse mucho, una historia que debía de contar a menudo porque trataba de un acontecimiento decisivo en su vida y una aventura en que se había embarcado sola. Había sido adoptada por una familia del este de Ontario; no había conocido otra familia que aquélla («y los quería muchísimo») y se había casado y tenido hijos, y los hijos ya eran mayores cuando ella había sentido la urgencia de descubrir quién era su madre. Aunque no había sido fácil, dado cómo se suelen guardar los registros y el secreto («nadie supo que me había tenido»), hacía unos años había dado con la pista de Alfrida.
       —Y justo a tiempo —precisó—. Quiero decir, era el momento de que apareciera alguien para cuidarla. Dentro de mis posibilidades.
       —No lo sabía —dije yo.
       —No. Supongo que por entonces pocos se enteraron. Cuando te lanzas a una cosa así, te advierten que aparecer puede causar una conmoción. Para la gente mayor aún es más violento. Y sin embargo…, me parece que a ella no le molestó. Quizá le habría molestado hace años.
       Había en ella cierto aire de triunfo que no era difícil de entender. Si una tiene algo por decir que hará tambalearse a otro, y lo dice, y ocurre lo que esperaba, ha de experimentar un balsámico momento de poder. En ese caso era tan completo que sintió la necesidad de disculparse.
       —Perdona que haya hablado de mí antes de decirte cuánto me apena lo de tu padre.
       Se lo agradecí.
       —¿Sabes?, Alfrida me contó que un día tu padre y ella volvían a casa desde el colegio… Estaban ya en el instituto. No podían hacer todo el camino juntos porque en aquel entonces, ¿sabes?, un chico y una chica… Pues les harían bromas horribles. Por eso si él salía antes la esperaba donde solían dejar la calle principal, fuera del pueblo, y si la que salía antes era ella, hacía lo mismo, esperarlo. Y un día iban juntos cuando empezaron a sonar las campanas, ¿y sabes qué era? Que había acabado la Primera Guerra Mundial.
       Le dije que yo también había oído esa historia.
       —Pero pensaba que todavía eran niños.
       —¿Entonces cómo iban a estar volviendo del instituto?
       Expliqué que en la versión que conocía habían estado jugando en el campo.
       —Llevaban el perro de mi padre. Se llamaba Mack.
       —Tal vez estaba también el perro. Tal vez el perro iba a buscarlos. No me pareció que se le mezclaran los recuerdos. En todo lo de tu padre tiene muy buena memoria.
       Yo era consciente de dos cosas. Primero, que mi padre había nacido en 1902; segundo, que Alfrida tenía casi la misma edad. Mucho más probable, pues, era que hubiesen estado volviendo del instituto que jugando en el campo, y me extrañaba no haber reparado nunca en eso. Tal vez habían querido decir que volvían a casa a través del campo. Tal vez nunca habían dicho que estuvieran jugando.
       Aparte de esto, la docilidad, la afabilidad, el aire inofensivo que un rato antes yo había percibido en la mujer, se habían disipado.
       —Las cosas cambian —dije.
       —Exacto. La gente cambia las cosas. ¿Quieres saber qué dijo Alfrida de ti?
       Bueno. Ya me lo veía venir.
       —¿Qué?
       —Dijo que eras lista pero ni con mucho tan lista como te creías.
       Me forcé a seguir mirando el oscuro rostro que veía a contraluz.
       Lista, demasiado lista, no lo bastante lista.
       —¿Eso es todo? —pregunté.
       —Dijo que eras una especie de pescado frío. Son palabras de ella, no mías. Yo contra ti no tengo nada.

       Aquel domingo, después de comer en casa de Alfrida, me dispuse a volver a mi pensión caminando. Calculé que entre la ida y la vuelta habría hecho unos quince kilómetros a pie, lo cual debía neutralizar los efectos de lo que había comido. Me sentía atiborrada, no sólo de comida sino de todo lo que había visto y olido en el apartamento. De los muebles excesivos y anticuados. De los silencios de Bill. Del amor de Alfrida, terco como el lodo, inapropiado y sin esperanzas —hasta donde yo veía— en la mera base de la edad.
       Al cabo de haber andado un rato ya no sentía el estómago tan pesado. Juré no comer nada durante veinticuatro horas. Anduve hacia el norte y el oeste, hacia el norte y el oeste, por la ordenada cuadrícula de la pequeña ciudad. Los domingos por la tarde casi no había tráfico salvo en las vías principales. A veces mi ruta coincidía unas manzanas con la de alguna línea. Veía pasar un autobús con dos o tres pasajeros. Personas que no conocía y que no me conocían a mí. Qué bendición.
       Había mentido; no iba a encontrarme con amigos. Dondequiera que viviesen, la mayoría de mis amigos se habían ido a sus casas. Mi novio no volvería hasta el día siguiente; había ido a encontrarse con sus padres en Cobourg, en el camino a la casa familiar de Ottawa. Cuando llegara a la pensión no habría nadie, nadie con quien tuviera que molestarme en hablar, nadie a quien escuchar.
       Llevaba una hora andando cuando vi un drugstore abierto. Entré y pedí una taza de café. Era café recalentado y sabía a medicina, exactamente lo que yo necesitaba. Ya me iba sintiendo más aliviada y entonces empecé a sentirme feliz. Qué felicidad estar sola. Ver en la acera la luz candente del final de la tarde, las hojas incipientes en las ramas de un árbol, sus sombras escasas. Oír al fondo el relato del partido que el camarero escuchaba por la radio. No pensaba en el cuento que escribiría sobre Alfrida —no en ése en particular—, sino en el trabajo que quería hacer, más parecido en mi visión a arrebatarle algo al aire que a construir historias. Los gritos de la multitud me llegaban como grandes latidos llenos de pena. Hermosas olas de sonido ceremonioso con su aprobación y su lamento distantes, casi inhumanos.
       Eso quería yo. A eso me pareció que debía atender. Así quería que fuese mi vida.

Alice Munro
Odio, Amistad, Noviazgo, Amor, Matrimonio

Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage
McClelland and Stewart, Toronto, 2001



Cataplum en Lima

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Foto de Triunfo Arciniegas

CATAPLUM EN LIMA
Viaja con sus libros a Lima la directora de Cataplum, María Fernanda Paz-Castillo

Los niños tendrán su espacio en la FIL Lima 2018

Gina Vera Fernández
Lunes, 16 Julio 2018 19:14

Durante los diecisiete días de la Feria Internacional del Libro de Lima 2018 se podrán encontrar diferentes títulos y una cuidadosa selección de reconocidas editoriales latinoamericanas dedicadas a la producción de libros ilustrados para niños.

Polifonía es una de las editoriales participantes, que presentará la reedición "El capitán de los cielos intermedios" de Fito Espinosa, quien firmará libros en el stand 40 el sábado 4 de agosto a las 5:00 pm.

Además contará con la colaboración de dos editoriales dedicadas a los libros infanto-juveniles. Desde Argentina llegan los libros de Ojoreja y desde Colombia arriba el sello Cataplum Libros.


Asimismo, se tendrá la presencia de Maria Fernanda Paz-Castillo (directora editorial) y Sara Bertrand (escritora), para presentar el 24 de julio a las 5:00 pm "Cuando los peces se fueron volando", la más reciente publicación de Cataplum Libros.
También se darán a conocer las novedades de Pequeño Editor (Argentina) y Amanuta (Chile). Daniel Blanco (Chile) dictará el martes 24 de julio el taller Un diamante en el fondo de la tierra (Amanuta, 2015).
Por su parte, el jueves 26 de julio a las 6:00 pm en el Teatrín La Casa de Cartón, Paloma Valdivia, reconocida ilustradora chilena, ofrecerá un taller de ilustración para niños a partir del libro Nosotros (Amanuta, 2017 / Premio Fundación Cuatro Gatos 2018).


Asimismo, se contará con los productos ilustrados de El mundo papel, Lici Ramírez, Shila Alvarado, Javier Ramos Cucho, entre otras novedades.
El fin de fiesta será con Las pequeñas aventuras de Juanito y su bicicleta amarilla, quienes presentan la tercera edición del libro – disco escrito por Luigi Valdizán e ilustrado por Issa Watanabe. La cita es el domingo 5 de agosto a las 4:00 pm en el Auditorio Blanca Varela. 




De donde son los cantantes / Joss Stone y el crimen que no fue

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Joss Stone

DE DONDE SON LOS CANTANTES

Joss Stone y el crimen que no fue

Cadena perpetua para uno de los dos delincuentes que querían matar a la estrella de la música británica, tirar su cuerpo al mar y quedarse con el dinero


PATRICIA TUBELLA
Londres 7 ABR 2013 - 02:12 COT




Joss Stone.Ampliar foto
Joss Stone.  FILMMAGIC

La estrella británica de la música Joss Stone estaba descansando plácidamente en su residencia rural de Devon (sudoeste de Inglaterra) cuando dos individuos con armas blancas, una soga y bolsas de plástico como las utilizadas para transportar cadáveres fueron interceptados en los alrededores por la policía. Casi dos años después de aquel 13 de junio, un jurado acaba de declarar a Kevin Liverpool y Junior Bradshaw culpables de intento de asesinato y robo, el primero con una condena a cadena perpetua mientras su cómplice está a la espera de que el juez confirme si acaba recluyéndolo en una unidad psiquiátrica.
Después de tres semanas de proceso en un tribunal de Exeter, los miembros del jurado solo precisaron de cuatro horas para concluir por unanimidad que los acusados tenían la intención de decapitar a su víctima, de 25 años, y de deshacerse del cuerpo arrojándolo al río, para hacerse con un botín de “al menos un millón de libras”, según se desprende de sus propias notas halladas por los investigadores. La sentencia ha desestimado las alegaciones de la defensa sobre el supuesto desequilibrio mental de los dos hombres, aunque a lo largo del juicio sí quedo clara su total incompetencia a la hora de perpetrar el delito.
Joss Stone

El periplo protagonizado aquella jornada por Liverpool y Bradshaw, ambos naturales de Manchester y respectivamente de 35 y 32 años, resultaría hasta risible si no se tuviera en cuenta su macabro objetivo. Cuando tomaron el volante de su Fiat Punto con destino a Cullompton (Devon) ya hacía tres meses que habían elegido al azar el nombre de Joss Stone, protagonista de una meteórica carrera que ha colocado más de 10 millones de álbumes en el mercado, después de haber barajado otras posibilidades, como Beyoncé o el rapero británico Dizzee Rascal. Los dos amigos desde la infancia, que compartían piso en el extrarradio de Manchester (Longsight) y estaban en el paro, se habían armado con una espada de samurái, martillos, un cuchillo, cuerdas, un rollo de bolsas de plástico, pasamontañas y guantes.



Uno de los delincuentes había escrito que odiaba a la cantante por su éxito y por  ser cercana a la realeza británica.

La ruta se reveló accidentada desde el primer momento, cuando después de llenar el depósito del coche y huir de la gasolinera sin pagar, acabaron estrellándose contra una valla de metal. Una pareja de agentes de tráfico les tomó el parte, pero los dejó machar sin percibir la naturaleza del equipaje del automóvil y arribaron a Devon al cabo de dos horas. Como no conocían la zona de Stone (cuyo nombre real es Jocelyn Stoker) le preguntaron a un cartero, que dijo desconocerla.
Joss Stone

Por entonces, algunos vecinos ya se habían percatado de la presencia de dos individuos de “extraño comportamiento”, como relataron en sus llamadas a la policía. Perdidos en el entorno campestre, acabaron siendo localizados por los agentes, quienes en un primer momento los arrestaron solo como sospechosos de intento de robo. Un escrutinio posterior y más a fondo del Fiat Punto, así como del piso de Manchester en el que vivían, permitió a la investigación trazar una radiografía completa sobre las terribles intenciones de los detenidos.
Liverpool había dejado escrito el relato de lo que iba a ser el crimen contra una joven a la que despreciaba por su éxito y sus conexiones con la realeza británica, ante la que Joss Stone había actuado en un concierto, además de asistir como invitada a la boda de los duques de Cambridge. La imposición de la pena máxima significa que deberá cumplir un mínimo de diez años en la cárcel. En el caso de Bradshaw, cuyas huellas no han sido halladas en las armas ni en las anotaciones, deberá esperar su sentencia en una vista posterior, si bien su pasado médico (se le diagnosticó esquizofrenia) y su limitada capacidad mental probablemente acaben conduciéndolo a un centro médico.
Joss Stone sigue viviendo en el mismo Devon donde nació y también en la misma casa que pudo convertirse en una pesadilla. La diferencia es que ahora ha llenado el recinto de los cerrojos y alarmas que nunca creyó necesitar.

EL PAÍS


Joss Stone / “Simplemente quiero ver el mundo”

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Joss Stone


Joss Stone

"Simplemente quiero ver el mundo"



Juan Cálcena y Jorge Coronel
12 de marzo de 2015



Vendió más de 14 millones de discos en el mundo y cantó con Mick Jagger. Hoy, le pidió a su agente tocar en toda Sudamérica. La cantante británica Joss Stone está lista para conocer Paraguay.


Joss Stone



A lo largo de sus 27 años, su frenética vida la llevó a dejar sus marcas en lugares donde la gran mayoría de los mortales jamás pisaría. Mick Jagger, James Brown yBlondie son solo algunos de los artistas con quienes compartió escenario. Colaboró con discos de Jeff Beck y hasta del ex Beatle Ringo Starr. Abrió un Super Bowl y se presentó en la ceremonia de los Grammy, con un alabado tributo a Janis Joplin, en la ceremonia de 2005. Por supuesto, también pudo llevarse un gramófono a casa.

Joss Stone

Más allá de las alfombras rojas y lejos de los escándalos de la farándula, la cantante nacida en Dover, Inglaterra, hoy se centra a recorrer el mundo guiada solo por su amor a la música y sus deseos de reinventarse. Especialmente influenciada por géneros como el soul, el R&B, el blues y -más recientemente- el reggae, Joss Stonese embarca actualmente en su Total World Tour, una gira con la que por primera vez llegará a Paraguay.
Joss Stone
En una entrevista concedida a ABC Color, la bella dama británica del soul expone su visión de la vida y de la industria, mientras planea editar su próximo álbum:Water for Your Soul.
-¿Cómo fueron las negociaciones para que estés en Paraguay?
-No sé (risas). Simplemente le pedí a mi agente que me reserve actuaciones en todos los países de Sudamérica. Y él me dijo: “¡¿Qué?! No puedo hacer eso”. Y le dije: “No te preocupes, simplemente andá y hacelo, tranquilo”. Entonces casi se arrancó los pelos tratando lo mejor que pudo y encontró para mí actuaciones en cada lugar. Me dijo que era la primera vez en toda su vida –ha sido agente de espectáculos por más de 30 años– que planificó conciertos en Uruguay, Paraguay y Bolivia. Me sentí muy bien por eso, porque fue algo nuevo para él y algo nuevo para mí y fue algo nuevo para todos.
Joss Stone
You Had Me

-¿Cuánto dura el show que presentás en esta gira y qué discos destacás en la actuación?
-Durará unos 90 minutos y lo que llevo son canciones viejas, porque es lo que la gente quiere escuchar. Pero también estoy en búsqueda de un nuevo sonido, porque estoy lanzando un álbum nuevo más adelante dentro de este año. La gente no va a conocer esas canciones, pero solo quiero saber si les gusta. Es más un estilo reggae. Pero seguro haré cosas de los dos primeros discos y algo de LP1, pero también quiero cantar lo nuevo.
-¿Qué conocés de nuestro país?
-Casi nada. Hasta ahora sé que tienen dos idiomas. Eso me parece muy cool.
-A tu joven edad has alcanzado muchas metas, ¿cuáles son algunas de las cosas que le faltan a Joss Stone?
-Creo que simplemente quiero ver el mundo. Quiero hacer cosas buenas con mi tiempo. Si es que tengo la oportunidad de ayudar de cierta forma… porque creo que es cool. Sé que no sé mucho sobre muchas cosas, pero creo que puedo cantar y hacer que las personas se sientan bien. Entonces quiero usar eso como algo positivo. Eso es lo particular con este tour, que quiero hacerlo en todas partes y no solo en algunas partes. Quiero que esto sea una cuestión de todo el mundo. Esto ya no es una cuestión de dónde estoy cómoda, estoy harta de eso... ya no quiero eso. Hay tanta belleza y tantas cosas buenas que podemos dar como personas creativas, y me pregunto por qué la gente no lo hace. Estoy tratando de hacer eso.


Joss Stone

-¿Cómo te sentís sabiendo que sos parte de una nueva generación de músicos ingleses y llevando a tus espaldas la historia de un país que siempre fue dominante y fantástico en cuanto a música?
-Nunca lo pensé. Creo que tenemos historia con todo. Cuando estás cantando cosas –como en este álbum nuevo, canto mucho reggae– allí hay historia, hay mucha historia con el soul… creo que soy alguien más “del momento”. Y por más de que esta historia sea interesante, no me afecta hoy. No me importa si una canción es vieja o nueva, simplemente me gusta. Creo que cuanto más te preocupás por la música, más estresante se vuelve. Te preocupás por si le faltás el respeto, si no lo estás haciendo bien. Y entonces alguien se da vuelta y te dice que así no se hace, y así yo no puedo vivir, amigo.
-Está claro que las cosas que hacés, las hacés por la música. Cuando comenzaste en esto eras muy joven. ¿Cómo fue para que no cayeras en la tentación de la fama y el escándalo?
-Creo que solamente empecé con otra visión. No me gustan ni me gustaron nunca esas cosas (la fama e idolatría), nunca lo quise. No empecé a hacer esto para que la gente me tome fotos cada cinco malditos segundos. Amo cantar, amo hacer música, amo formar parte de la música, porque yo misma la disfruto y porque veo que hace muchísimo por la gente. No lo hago para pasearme por una “red carpet”. Hay una necesidad diferente. Yo quiero sentirme bien y ser feliz. Si hay mucha industria musical, o mucho “LA”, me hace infeliz. Lo odio, me estresa. Solo creo que es una cuestión de gustos. A algunos les gusta el chocolate y a algunos no.
-Compartiste proyectos con leyendas de la música como Mick Jagger, Ringo Starr y Jeff Beck. ¿Qué te dejaron esas colaboraciones? ¿Cómo fue cantar al lado de Mick Jagger? ¿Siguen siendo amigos?
-Simplemente cantamos juntos, como niños. Así son los músicos, ellos cantan como niños. Sentí emoción, claro, pero siento emoción de tocar con cualquiera. (Jagger) es solo una persona, un tipo que hizo muchas cosas.
-Tu participación del 'reality' Star For A Night fue fundamental en tu carrera. ¿Sos fan, hoy, de algún reality musical?
-Bueno, yo solo estuve espacio de televisión por un minuto y medio. Y era un programa de talentos, no un 'reality'. Pero ahora venden tu vida, hablan de tu familia, de tus traumas, de tu familia, de tu gordura… cuando en realidad debería ser “¡cantá la maldita canción! No me importa una mierda tu vida”. Tu vida es irrelevante y, lo peor de todo, es inventada. Me gustaría ver un programa en donde la música sea el centro de todo, pero no tenemos eso ahora, no tenemos esto en “The Voice”, no tenemos eso en “American Idol”. Es una vergüenza, pero seguro si es solo sobre música la gente se va a aburrir. No sé, amigo, capaz sea vieja y aburrida, pero pienso así.
-En 2010 disolviste tu contrato con EMI para crear tu propia compañía. ¿Sentís que las compañías independientes hoy son el mejor camino?
-Creo que sí, depende de cómo seas. Creo que las compañías independientes se esfuerzan por sí mismas y son amigables para los artistas, para gente que quiere hacer su arte. Pero también hay artistas que quieren ser famosos, que quieren vender millones de discos, y esa gente debería ir a los sellos más grandes, porque ellos les proveen de esas cosas, de algo diferente. Depende mucho de lo que quieras. Creo que para el futuro de la música como entidad, creo que lo independiente es mucho más saludable.
También realizaste participaciones en cine. ¿Hay planes de retomar una carrera como actriz?
-Me gustaría, pero ahora no tengo tiempo. Lleva mucho tiempo ir a miles de audiciones... por ahora, no.

JOSS STONE EN PARAGUAY

Con un repertorio que promete recorrer su discografía y estrenar nuevos temas, la cantante británica se presentará por primera vez en el país el 21 de marzo próximo, en el Gran Teatro del Banco Central del Paraguay. La artista podría compartir escenario con algún artista local, según adelantó la cantante. Las entradas para el concierto están a la venta a través de la Red UTS y los precios van desde los G. 145.000 (Palco) hasta los G. 615.000 (Joss Stone).




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