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Penolope Fitzgerald / A la deriva

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Penelope Fitzgerald

A la deriva, 

de Penelope Fitzgerald (1979)


Nenna James vive con sus dos hijas, Martha y Tilda, en un barco en el muelle de Battersea. Estamos en los años 60 en Londres. Aquellos que quisieran tener acceso a vivir en la gran ciudad tenían pocas opciones, y una de ellas era residir en un barco. A pesar de lo que pueda parecer, como bien se nos indica en la novela, un barco no es más confortable que una caravana. Y en una ciudad como Londres donde la niebla y la humedad lo inundan todo las condiciones no son las más idóneas para criar a dos niñas.

Nenna está medio casada. Medio, porque no está divorciada pero su marido Edward se niega a habitar en ese barco. Está absolutamente convencido de que las condiciones de vida no son las apropiadas para sus hijas, y alquila una habitación en la ciudad. Eso sí, él solo. Gracias a que Nenna está sola, Fitzgerald recrea la forma de vida y de convivencia en estas estructuras sociales que se formaban en torno a la vida en una barcaza. De la necesidad surge la amistad. Nos cuenta también cómo obtenían luz eléctrica y agua corriente, cómo el lechero y el cartero se negaban a hacer el reparto a domicilio tras más de un accidente, cómo la solidaridad y el hermanamiento eran parte de la vida en un barco.

Tendremos a Richard y a Laura, habitantes del Lord Jim, un matrimonio que no funciona todo lo bien que pueda parecer, y que para compensar sus frustraciones Richard ejerce de presidente de esta comunidad de vecinos. En el Grace residen Nenna, Martha y Tilda. Sus hijas viven libres y felices vagando por los muelles, rescatando tesoros escondidos y ejerciendo de guías de un primo lejano llegado de Viena. El Dreadnought de Willis, un barco que literalmente hace aguas por los cuatros costados. El Maurice, un barco rebosante de mercancía de contrabando, información que todos los vecinos del muelle fingen desconocer.
cheyne-walk-looking-east-riverside-1972
Entre subidas y bajadas de la marea transcurrirá la subsistencia de nuestros navegantes sin rumbo, con unas vidas a la deriva, ironizando sobre cómo su historia se desarrolla en un lugar concebido como medio de transporte, como forma de ir de un lugar a otro. Nuestra protagonista, Nenna, luchará contra las adversidades para tratar de mantener su romántico modo de vida. Pero la realidad es que las tres James están en la miseria y resulta difícil incluso obtener algo que llevarse a la boca.

Como encontrábamos en La libreríael argumento de esta obra es tan solo una excusa para mostrarnos una específica forma de vida en torno a un medio como es la vida en un barco. Los acontecimientos narrados no poseen una importancia grande, pero sí el pasar de los días y los pequeños acontecimientos que les suceden.

Resultan de especial interés los personajes de Martha y Tilda, dos seres libres y sin responsabilidades que en ocasiones son más cabales que su propia madre. Nenna se apoyará por completo en ellas, hasta tal punto que en ocasiones dudas sobre quién está al mando en ese barco. La falta de medios de su madre les obliga a tomar las riendas de sus propias vidas y a comprender que viven en la miseria.
Penelope-Fitzgerald

A la deriva tiene un fuerte componente autobiográfico. Al principio de los 60, Fitzgerald se mudó a Londres y no encontraba ninguna vivienda de la que se pudiese permitir pagar el alquiler. La opción más asequible y que fue bastante popular en su momento era alquilar un barco para vivir en él. Penelope tenía la determinación y el coraje suficientes para mantener a su familia lo mejor que podía, y lo consiguió con la inestimable ayuda de su marido Desmond.

Algunos de los personajes que aparecen en la novela están también inspirados en sus vecinos de aquel momento. Uno de los que mejor recuerdo guardó fue del que le sirvió de inspiración para Richard, utilizando un momento real de sus vidas para la novela. Para las niñas se inspiró en sus propias hijas Maria y Tina, con nombres muy similares a las noveladas, dejando fuera de la historia a su hijo Valpy que precisamente en aquellos años estaba estudiando y apenas convivió con ellos en el barco.

Con esta novela, Penelope Fitzgerald no solamente alcanzó la fama que merecía sino que obtuvo el Premio Booker de 1979. Ya había estado en las listas de candidatos el año anterior con La librería, y no sería la última vez que su nombre sonaría para el premio. Lástima que una novela tan aclamada esté descatalogada en nuestro país.



Título: A la deriva (Offshore).
Autor: Penelope Fitzgerald.
Traductor: Catalina Martínez Muñoz.
Editorial: Mondadori (2000)
Año de publicación: 1979.
Páginas: 168.





Penelope Fitzgerald / A la deriva / Prólogo de Alan Hollinghurst

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Penelope Fitzgerald
A la deriva
Traducción de Mariano Peyrou
Prólogo de Alan Hollinghurst

Ganadora del Booker Prize en 1979 y basada en la experiencia personal de la propia autora, A la deriva encumbró a Penelope Fitzgerald (La librería) a la fama, y supuso su consagración literaria.

Nenna James, una joven canadiense sin medios para alquilar una vivienda en el Londres de principios de los 60, vive con sus dos hijas en una barcaza anclada en el Támesis. Ninguna de las tres «pertenece ni al agua ni a la tierra firme», y comparten su existencia con unos vecinos que se encuentran, como ellas, a la deriva: Willis, un artista que intenta vender su decrépita nave a pesar de su pésimo estado; Richard, que vive a bordo del Lord Jim con su mujer, Laura, aunque ella preferiría mudarse a otro sitio, o Maurice, que ni siquiera protesta cuando su barcaza empieza a llenarse de objetos robados. Todos ellos van a contracorriente, en un espacio en el que podrían primar la sencillez y la libertad de la vida excéntrica, pero que se ve salpicado por los pequeños reveses cotidianos de cualquier existencia humana.




Penelope Fitzgerald / Una escritora a la deriva

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Penelope Fitzgerald
Foto de JILLIAN EDELSTEIN



Penelope Fitzgerald, una escritora a la deriva

Impedimenta recupera A la deriva, la novela que encumbró a Penelope Fitzgerald y supuso su consagración literaria haciéndole ganar el Booker Prize en 1979


EL CULTURAL | 25/04/2018 



Nenna James, una joven canadiense sin medios para alquilar una vivienda en el Londres de principios de los 60, vive con sus dos hijas en una barcaza anclada en el Támesis. Ninguna de las tres "pertenece ni al agua ni a la tierra firme", y comparten su existencia con unos vecinos que se encuentran, como ellas, a la deriva: Willis, un artista que intenta vender su decrépita nave a pesar de su pésimo estado; Richard, que vive a bordo del Lord Jimcon su mujer, Laura, aunque ella preferiría mudarse a otro sitio, o Maurice, que ni siquiera protesta cuando su barcaza empieza a llenarse de objetos robados. Todos ellos van a contracorriente, en un espacio en el que podrían primar la sencillez y la libertad de la vida excéntrica, pero que se ve salpicado por los pequeños reveses cotidianos de cualquier existencia humana.



Inspirada en la vida real de Penelope Fitgeraldpertenece a su ciclo de inspiración autobiográfica, al igual que The Golden ChildLa librería(recientemente llevada al cine por Isabel Coixet) o Human VoicesA la derivarinde homenaje a quienes en los años sesenta emprendieron una azarosa aventura personal, una nueva forma de vida, pero terminaron por ser arrastrados por la corriente. Penelope Fitzgerald, ganadora del Man Brooker Prize y del National Book Critics Circle Awrad, goza de un bien consolidado crédito en Inglaterra, donde su trayectoria literaria, emprendida muy tardíamente, además de respeto y admiración despierta en general cierta perplejidad, debida a la dificultad de concretar su encanto tan peculiar.

Como comentaba hace tres años en su columna Ignacio Echevarría, "Julian Barnes destaca su sentido del detalle, resultado muchas veces de una documentación concienzuda, combinada con una asombrosa concisión. El mismo Barnes cita una frase de Sebastian Faulks que entretanto se ha hecho célebre: 'Leer una novela de Penelope Fitzgerald es como salir de excursión en un automóvil impecable, en el que todo -el motor, la carrocería, el interior- inspira confianza, hasta que, recorridos unos pocos kilómetros, va uno y tira el volante por la ventana'". 









Penelope Fitzgerald / La librería

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Penelope Fitzgerald
La librería
Traducción de Ana Bustelo


Novela finalista del Booker Prize, La librería es una delicada aventura tragicómica, una obra maestra de la entomología librera. Florence Green vive en un minúsculo pueblo costero de Suffolk que en 1959 está literalmente apartado del mundo, y que se caracteriza justamente por «lo que no tiene».

Florence decide abrir una pequeña librería, que será la primera del pueblo. Adquiere así un edificio que lleva años abandonado, comido por la humedad y que incluso tiene su propio y caprichoso poltergeist. Pero pronto se topará con la resistencia muda de las fuerzas vivas del pueblo que, de un modo cortés pero implacable, empezarán a acorralarla. Florence se verá obligada entonces a contratar como ayudante a una niña de diez años, de hecho la única que no sueña con sabotear su negocio. Cuando alguien le sugiere que ponga a la venta la polémica edición de Olympia Press de Lolita, de Nabokov, se desencadena en el pueblo un terremoto sutil pero devastador.



Penelope Fitzgerald
Lincoln, 1916 - Londres, 2000

Penelope Fitzgerald, de soltera Knox, nació en 1916. Era la hija del editor de Punch, Edmund Knox, y sobrina del teólogo y novelista Ronald Knox, del criptógrafo Dilly Knox y del estudioso de la Biblia Wilfred Knox.

Fue educada en caros colegios de Oxford. Durante la segunda guerra mundial trabajó para la BBC. En 1941 se casó con Desmond Fitzgerald, un soldado irlandés, con el que tuvo tres hijos. Durante algunos años vivió en una casa flotante en el Támesis. Autora tardía, Penelope Fitzgerald publicó su primer libro en 1975, a los cincuenta y ocho años, una biografía del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones. En 1977 publicó su primera novela, The Golden Child, una historia cómica de misterio ambientada en el mundo de los museos. A lo largo de los siguientes cinco años publicó cuatro novelas vagamente autobiográficas, que la consagraron como una de las figuras más importantes de la nueva narrativa inglesa, comparable a Iris Murdoch o A. S. Byatt. Con La librería (1978) fue finalista del Booker Prize, premio que finalmente consiguió con su siguiente novela, A la deriva (1979). Siguieron Human Voices (1980) y At Freddie’s (1982). En este punto, Fitzgerald declaró que ya estaba cansada de escribir sobre su propia vida, y se decantó por la novela que desvelaba hechos y acontecimientos del pasado, desde un punto de vista histórico. La primera de ellas sería Inocencia (1986), desarrollada en la Italia de los años 50 y que narraba la historia de amor entre la hija de un aristócrata arruinado y un médico comunista. En 1988 publicó El inicio de la primavera, que tiene lugar en el Moscú de 1913, protagonizada por un pequeño impresor inglés perdido en los albores de la Revolución rusa. Siguieron La puerta de los ángeles (1990) y La flor azul (1995), centrada en la vida del poeta alemán Novalis. Penelope Fitzgerald murió en Londres en abril del año 2000.







Rodrigo Fresán / Elogio de Penelope Fitzgerald

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Elogio de Penelope Fitzgerald

Rodrigo Fresán
16 de marzo de 2016

Penelope Fitzgerald (Lincoln, Reino Unido, 1916-Londres, 2000) es una escritora raramente normal o normalmente rara. Nadie la definió mejor –tanto a ella como a lo suyo– que Sebastian Faulks cuando dijo que “leer una novela de Penelope Fitzgerald es como que te lleven de paseo en un auto muy peculiar. Todo en él es de la mejor calidad: el motor, la carrocería y el interior; todo te llena de confianza. Entonces, luego de dos o tres kilómetros, alguien arroja el volante por la ventanilla”.

La sensación –en cierto sentido– es la que se siente cuando se lee, también, algún título de su contemporánea Iris Murdoch. Pero, mientras que la expansiva Murdoch (de quien estos días se presenta su monumental y política y amorosa El libro y la hermandad, en Impedimenta, la editorial que también está publicando la obra de Fitzgerald) nos narra siempre el Big Bang y lo que sucede después, hasta el infinito y más allá, Fitzgerald (“Cuando entregué mi primer libro, mi editor le cortó los últimos ocho capítulos. Me dijo que nadie leería algo tan largo. Desde entonces, he adoptado ese principio. Siempre sentí que contarle demasiado a un lector es insultarlo”) opta por el camino inverso partiendo desde los confines del universo hasta alcanzar, en reversa y como se dice que tarde o temprano sucederá, el núcleo de la compresión absoluta: la mínima pero definitiva expresión del todo.

Y otra diferencia: las novelas de Murdoch acaban pareciendo capítulos sueltos y desordenados que acaban conformando un único tapiz colosal y shakespeareano, mientras que las de Fitzgerald –aunque compartan todas su prosa tan delicada como sintética– se plantan aisladas y aparentemente irreconciliables en sus tramas que coinciden, sí, en una propensión a la catástrofe de sus “héroes ingenuos” masculinos y en una vocación de contarlo todo desde la más mínima expresión. Alguien ha dicho que el efecto de un libro de Fitzgerald es, siempre, alcanzada la última página, la formulación de un reflejo y automático interrogante: “¿Cómo lo hizo?”

En lo personal, cuando leo a Fitzgerald –quien, como escribió alguien, “al igual que Jane Austen hace que los Sex Pistols parezcan un puñado de chiquillos inofensivos”– siento muchas ganas de no ser un lector que escribe. Es decir: me gustaría no ser escritor; y así no tener que ser todo el tiempo dolorosamente consciente de las constantes lecciones que imparte Fitzgerald. Me gustaría poder ser un lector puro, a secas; y no percibir, apenas entre líneas susurradas, pero como un estruendo divino, todo lo que Fitzgerald te demuestra que no fuiste y no eres y nunca serás como escritor, obligándote a preguntarte, sí, ¿por qué no podré hacerlo?

Y una última y atendible particularidad: es patrimonio de los grandes de verdad que sus fans y admiradores no se pongan de acuerdo acerca de cuál y qué es lo mejor que ha hecho Fitzgerald. Así, están los que prefieren las recreaciones londinenses sutilmente autobiográficas en Human Voices, At Freddie’s A la deriva (con la que ganó un discutido y neutral y por descarte Booker al no ponerse de acuerdo los jurados si le correspondía a William Golding o a V. S. Naipaul; Fitzgerald volvería a ser finalista del premio en tres ocasiones); los que vuelven una y otra vez a la tragicomedia casi pastoral de La librería (próxima a ser llevada al cine por Isabel Coixet); los que juran por la La flor azul perfumando la Alemania de Novalis; los que no dejan de viajar a esa suerte de reformulación muy personal del dionisíaco e italiano mundo de E. M. Forster que es Inocencia (mi preferida; con ese cameo desolador y epifánico de Antonio Gramsci) o a la miniaturización de la épica rusa de El inicio de la primavera; los que insisten en que La puerta de los ángeles (la última hasta ahora en ser traducida a nuestro idioma) revoluciona a la vez que cierra toda futura posibilidad para cualquier mistery filosófico con universidad y átomos y espectros; o los que defienden a su debutante y muy tardío y gracioso thriller victoriano-museológico-egipcio The Golden Child (escrito para divertir a su complicado y alcohólico y entonces agonizante marido y exmilitar). Los hay, incluso, quienes aseguran que la verdadera grandeza de Fitzgerald pasa por sus disciplinadas a la vez que sui generis biografías del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones; de la poeta suicida Charlotte Mew y su grupo; y del propio padre de Fitzgerald y sus hermanos: Eddie “Evoe” Knox, creador del semanario satírico Punch, y los tíos Dillwyn Knox, el scholar griego que trabajaba a la par de Alan Turing en la iluminación del código Enigma, y los influyentes sacerdotes y teólogos Wilfred y Ronnie descollando en tiempos eduardianos (por desgracia, quedó inconcluso el proyecto de una vida de su amigo L. P. Hartley). Y no faltan los que defienden como cima de su obra sus ensayos y reseñas (reunidos en A House of Air; aquí, su apreciación de El buen soldado de Ford Madox Ford apenas esconde una suerte de credo estético personal: “Un libro lo suficientemente breve como para contener dos suicidios, dos vidas arruinadas, una joven que se vuelve loca, otra muerte: parece extraño comprender una vez leído que la clave secreta para narrar todo esto es la contención y la represión”); sus imprevisibles cartas (recopiladas en So I Have Thought of You); y sus medulares pero inmensos relatos acorralados en The Means of Escape.

En cualquier caso, perderse en discusiones de qué es lo más alto de una escritora de vértigo como Fitzgerald (quien, luego de bastante periodismo, recién editó “en serio” a sus casi sesenta años “a pesar de provenir de una familia donde todos publicaron o están a punto de publicar… Lo que me sucedió a mí es que todo aquello que escribí a mis ocho o nueve años de edad no me trajo el éxito que esperaba”) y se fue convirtiendo sin prisa ni pausa no solo en una “escritora de escritores” (entre sus adoradores confesos destaca, de rodillas, Julian Barnes, junto a Alan Hollinghurst, A. S. Byatt, James Wood, Hilary Mantel, A. N. Wilson y siguen las firmas) sino también en alguien con una muy particular sintonía con aquello que lleva el desgraciado rótulo de “masa lectora” (La flor azul obtuvo el American National Book Critics Award en 1998) a ambos lados del Atlántico.

Una reciente y exhaustiva y (a la familia no le causó mucha gracia) muy reveladora biografía de Hermione Lee ha vuelto a traer a Fitzgerald al primer plano a la vez que convierte a la autora en lo que siempre se sospechó que era: el mejor personaje de Penelope Fitzgerald. Alguien que (aunque lo haya negado) se documenta exhaustivamente para cada uno de sus libros, pero utiliza solo lo imprescindible y mínimo necesario, alguien que no duda en hacer trampas una y otra vez cuando juega con sus nietos, alguien que miente para ver si cuela, alguien que espía en las maletas de sus compañeros de viaje para sustraer medias, alguien que se tiñe el cabello usando saquitos de té, alguien que se retira a su escritorio para invocar una y otra vez obras maestras, todas tardías en lo que hace a la extensión de una vida, pero segura de que “he llegado a entender al arte como lo más importante, pero no me arrepiento de no haber pasado toda mi vida a su lado”.

Cuenta Hermione Lee que –aprovechando una salida de su enfermera y cuidadora, discreta como siempre– Fitzgerald murió a solas. Cuenta también que se llamó a emergencias para certificar su fallecimiento y que la empleada de la oficina forense, una chica muy joven, miró el cuerpo de la escritora, leyó su nombre en el expediente y dijo: “Penelope Fitzgerald. Adoro sus libros.”

No se me ocurre un mejor epitafio/elegía –Fitzgerald hubiese apreciado su concisión– para una escritora inmejorable. ~



Diez títulos imprescindibles de la literatura australiana

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DIEZ TÍTULOS IMPRESCINDIBLES DE LA 

LITERATURA AUSTRALIANA

Cristina Domínguez 

5 de marzo de 2015 

¿Qué se ha escrito digno de mención en nuestras antípodas? En nuestro deseo por explorar todas las literaturas del mundo, sin excepción alguna, hacemos una incursión en un destino exótico, lo más lejano posible y a priori, fácil de recorrer, porque es una literatura joven, con solo un par de siglos de vida (los pueblos autóctonos de Australia no conocían la escritura, y por lo tanto, su obra poética se fue trasladando oralmente, y no fue recogida por escrito hasta el siglo XX).
Otra ventaja de la literatura australiana es que, al estar escrita mayoritariamente al inglés, tiene fácil salida al mercado internacional. De hecho, es probable que todos hayamos leído algún libro de algún autor australiano sin saber que lo estábamos haciendo. Sin embargo, veremos también que la mitad de estos libros imprescindibles no están traducidos al castellano. 
En todo caso, si quieres indagar en esa literatura australiana, te traemos hoy 10 propuestas indispensables. Al menos, en opinión de Philip Mead, profesor de literatura australiana en la Universidad de Western Australia. Aunque reconoce que elegir 10 libros es una tarea difícil y muy subjetiva. Pero estas son sus recomendaciones esenciales:

1. ‘The Fortunes of Richard Mahony’ – Henry Handel Richardson (1930)
‘Fortunas de Richard Mahony’, que no he conseguido encontrar en castellano, es una trilogía que cuenta las aventuras de Richard Mahony, un hombre respetable acosado por una enfermedad mental, durante la época de la fiebre del oro australiana (que tuvo lugar en los años 50 del siglo XIX). Sí podemos leer en Alba Editorial otra novela de la autora, El principio de la sabiduría

2. Tierra ignota  – Patrick White (1957)
Cuenta la historia de una expedición al interior del continente australiano, comandada por  el alemán John Ulrich Voss, en 1845 (está basada vagamente en la expedición real de Ludwig Leichhardt) y seduce por sus descripciones de una Australia aún salvaje y por la profundidad de sus personajes. Fue publicado en castellano por la editorial Icaro Ediciones en 2008.
3. Poemas de Kenneth Slessor
Kenneth Slessor (1901-1971) es uno de los poetas australianos más famosos, de estilo modernista, pero no es posible encontrar ningún poema suyo en castellano.
4. ‘The broken shore’ – Peter Temple (2005)
Peter Temple es uno de los autores de novela negra más reconocidos de Australia. Este libro está protagonizado por un detective que vuelve a su pueblo natal para investigar la muerte de un hombre rico de la zona. En castellano podemos leer ‘La verdad‘, gracias a RBA libros, también sobre una serie de asesinatos de la alta sociedad, en este caso, de Melbourne.
5. ‘Carpentaria’ – Alexis Wright (2006)
Esta novela del autor índigena Wright cuenta varias historias interconectadas que suceden en una ciudad ficticia del norte de Australia, y que tienen relación con diversos conflictos a los que se enfrenta un clan aborigen.



6. ‘El hombre que amaba a los niños – Christina Stead (1940)
Escalofriante novela de la vida familiar, de un hombre y una mujer que se odian, y de como manipulan a sus hijos para conseguir sentirse mejor.  Fue ambientada en Estados Unidos para lograr mayor proyección internacional, pero al principio pasó sin pena ni gloria. Hoy es considerada un clásico contemporáneo y está publicada en castellano por Pre-textos .

7. ‘La verdadera historia de la banda de Kelly – Peter Carey (2001)
Ned Kelly fue el bandolero más famoso de la Australia de su época (años 70 del siglo XIX) y en este libro es él mismo el que nos cuenta su (verdadera) historia:  huérfano, Edipo, ladrón de caballos, granjero, reformista, asaltador de bancos, asesino de tres policías, y finalmente, el Robin Hood de Australia.  La edición española corre a cargo de El Aleph.
8. ‘For the Terms of His Natural Life’ – Marcus Clarke (1874)
La novela está ambientada en una colonia penal australiana de principios del siglo XIX, y sigue las aventuras de Rufus Dawes, un hombre condenado por un robo que no cometió, y que aún así, como todos los convictos, se ve abocado a un tratamiento cruel e inhumano.

9. ‘The transit of Venus’ – Shirley Hazzard (1980)

Cuenta la historia de dos hermanas huérfanas que, tras la segunda II Guerra Mundial, dejan Australia para iniciar una nueva vida en Inglaterra. Aunque es considerada su mejor obra, no está disponible en castellano. Sí podemos leer, sin embargo, El gran incendio  (editorial Destino) sobre un héroe de guerra de la II Guerra Mundial que vuelve a Japón al fin de esta, para documentarse para su próxima obra sobre las consecuencias de la contienda en una sociedad ancestral.


10. ‘La bofetada  – Christos Tsolkas (2008)
Una mirada penetrante a la familia moderna a partir de un incidente conflictivo: la bofetada de un hombre, en una barbacoa, a un niño que no es hijo suyo. Lo publicó en castellano RBA libros.


Shirley Hazzard / El gran incendio / Una posguerra de fuegos fatuos

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Shirley Hazzard

EL GRAN INCENDIO

Una posguerra de fuegos fatuos


Con esta historia de amor entre un militar inglés y una joven australiana al final de la II Guerra Mundial, Shirley Hazzard obtuvo el National Book Award en Estados Unidos

Fernando Castanedo
6 de agosto de 2005

Baudelaire sostuvo que hay que ser totalmente moderno. Parece que Shirley Hazzard (Sydney, 1931) no comparte su opinión. Esta escritora australiana cuenta en su haber, entre otras obras, con una semblanza de Graham Greene titulada Greene en Capri (traducido aquí por Península), y una novela que recibió grandes elogios en su día, The Transit of Venus. La que se publica ahora, El gran incendio, es una novela bizantina que, como conviene al género, está ambientada en distintos lugares: Japón y China, Nueva Zelanda, el Reino Unido, Marsella y California. Hazzard relata la historia de amor entre el inglés Aldred Leith, sinólogo y militar condecorado en la II Guerra Mundial, y la australiana Helen Driscoll, la jovencísima hija de un brigadier y su esposa. Los amantes se conocen en el Japón de la posguerra, donde los padres de Helen y el capitán tienen encomendadas distintas tareas. Durante un tiempo los australianos alojan al inglés en su residencia, lo que da lugar al encuentro del capitán con su futura esposa y con Benedict, el moribundo hermano de Helen que se convertirá en el confidente de la pareja.



EL GRAN INCENDIO

Shirley Hazzard
Traducción de Roberto Frías
Destino. Barcelona, 2005
282 páginas. 20 euros

Aldred y Helen tendrán que

superar la diferencia de edad, las constantes separaciones y la oposición frontal de los padres de ella para hacer realidad su amor. No hace falta decir que ella es hermosa como Helena, casta como Lucrecia, sabia como Atenea y que en las larguísimas separaciones de su querido capitán le escribe unas cartas dignas de Eloísa. Aldred no se queda en zaga, porque si hubo alguna vez un compendio de virtudes masculinas, él lo encarna a las mil maravillas, siendo gentil y delicado al tiempo que firme y viril, valiente sin llegar a descerebrado, y constante ante la adversidad. Como no podía ser de otro modo, los amantes vencen los obstáculos y se reúnen finalmente gracias a la muerte del hermano.
Shirley Hazzard

Así las cosas, lo más llamativo de El gran incendio son las recuperaciones de información repartidas a lo largo del texto. No ayudan a comprender a unos personajes esencialmente planos, pero dan fe de la talla de Hazzard como narradora. Como resultado la novela tiene sus mejores momentos en los recuerdos de guerra, en los excursos y en los parergon que enmarcan una trama principal bastante más tibia de lo que sugiere el título. En este sentido la novela viene lastrada por la carencia de modernidad, entendida como el ejercicio de asumir riesgos, los que sean, para que el fuego de la palabra no sea fatuo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 6 de agosto de 2005



Shirley Hazzard / El gran incendio / El extranjero

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Shirley Hazzard


 EL EXTRANJERO

Shirley Hazzard
The Great Fire
Farrar, Straus & Giroux
Nueva York, 2003
278 págs.
Por Rodrigo Fresán


“Una de las razones por las que los hombres van a la guerra es porque la guerra parece simplificarlo todo. La paz nos obliga a inventarnos nuestro futuro yo”, reflexiona Aldred Leith en las primeras páginas de The Great Fire, ya desde su mismo y extraño nombre, un héroe a la antigua en una de esas novelas que ya no se escriben. Esto, claro, no le importa en absoluto a la escritora australiana Shirley Hazzard quien –luego de haber publicado el clásico moderno The Transit of Venus– se pasó los siguientes veintitrés años escribiendo The Great Fire para ganar con ella el último National Book Award a finales del año pasado. Las acusaciones de “anticuada” no le importan a Hazzard porque ella, también, es una escritora a la antigua: una defensora del Viejo Orden y de lo que se supone debe ser la Gran Literatura. Lo que no impide que –al mismo tiempo– The Great Fire sea una novela romántica en el sentido más estricto y noble de la palabra: romántica como ciertos libros de Fitzgerald y de Hemingway, y romántica como ciertas películas que pueden llamarse Casablanca o El paciente inglés.


The Great Fire, entonces, propone protagonista y escenario y época a la vieja usanza: el inglés Aldred Leith es un joven oficial condecorado –hijo de un célebre escritor y geólogo que alguna vez le robó una amante– que llega al Japón ocupado de 1947. Aldred arrastra consigo los horrores del frente de batalla, la tristeza de un divorcio en la retaguardia, y la amistad con Peter Exley, historiador de arte y también veterano del espanto, quien se convierte en el perfecto interlocutor epistolar a la vez que en el personaje más interesante del libro. Aldred es un cínico sentimental de 32 años que se siente como si fuera el más curtido de los octogenarios, un hombre sin mundo en un paisaje donde todavía humean las cenizas del “Gran Fuego” de la Segunda Guerra Mundial y en el que conoce a Benedict y Helen Driscoll, dos adolescentes luminosos y obsesionados por el poder redentor de la literatura. Benedict padece una enfermedad degenerativa incurable, Helen es una belleza lírica de dieciséis de la que Aldred –a quien Hazzard define de tanto en tanto como “el hombre”– no demora en enamorarse. Al final, Benedict muere en California no sin antes asegurarse que Aldred y Helen (quien ha sido enviada por sus padres a Nueva Zelanda con la esperanza de que la distancia apague este otro gran fuego) se amarán para siempre. Hasta el momento de reunirse, Aldred y Helen se escriben cartas muy poéticas y muy largas. Afuera hay “atardeceres atigrados” y epifanías masculinas donde, por supuesto, el sol también sale.


La pregunta es, entonces, si The Great Fire es una obra maestra o apenas un pastiche bendecido por un lenguaje exquisito y el conocimiento territorial de una autora habituada a vivir en países “exóticos” y quien, en su juventud, no sólo fue amiga de Graham Greene sino que, además, supo ser reclutada por la Inteligencia Británica para monitorear la guerra civil en China en el año 1947. La respuesta es las dos cosas, proponiendo así una rara experiencia para el lector: la de la carcajada y la emoción adentro de un mismo libro. David Lean hubiera construido una gran película con todo esto; ahora, supongo, le tocará a Anthony Minghella hacerse cargo del asunto.




Henry Handel Richardson / El principio de la sabiduría / Reseña

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Henri Handel Richardson




Henri Handel Richardson 
EL PRINCIPIO DE LA SABIDURÍA
UNA NOVELA DE INTERNADO


Cristina Domínguez 

11 de marzo de 2014

El principio de la sabiduría de Henry Handel Richardson es una novela de internado por definición: comienza cuando Laura Tweedle Rambothan se va al colegio a Melbourne y termina cuando Laura se gradúa. Pero si estás imaginando una historia al estilo de ‘Torres de Mallory’, nada más lejos de la realidad. Esta novela australiana es menos complaciente, menos amable y posiblemente, mucho más veraz (y no está destinada a un público joven).
La protagonista es una chica de 12 años de una familia bien venida menos, lo que significa que su madre tiene que hacer grandes esfuerzos, trabajando muchísimo, para que ella puede acudir a ese elitista y prestigioso internado. Es inteligente, es espontánea, es pasional: cualidades todas que no sirven de nada en su escuela (cuando no resultan directamente contraproducentes). Allí lo único importante es tener dinero, no llamar la atención y sobre todo, encajar.
Ese es el único objetivo de Laura, que obviamente no podrá cumplir, porque ella, mal que le pese, no es como las demás. Tiene una madre que tiene que trabajar para pagar las facturas (algo vergonzoso) y ha crecido silvestre y feliz, sin saber que las relaciones sociales (al menos entre los ricos) se basan en el interés, la hipocresía y el fingimiento. Laura sueña con ser como las demás y para hacerlo esta dispuesta a (casi) lo que sea. Y ese es uno de los mayores aciertos del libro, mostrar como “la educación” puede malear cualquier espíritu cándido, bueno. Porque quizá Laura nunca será como las otras, pero tampoco podrá seguir siendo la que antes era. Los valores, por equivocados que sean, de las otras niñas de esa alta sociedad en miniatura que es el internado,  se han adherido a su piel, y al llegar a casa en vacaciones, será con su familia despectiva y cruel, como las otras alumnas lo son con ella.
Y es que el principio de la sabiduría solo se puede adquirir al precio de la pérdida de la inocencia, y eso es de lo que trata en realidad esta novela. Lo hace con un estilo irónico, divertido y profundamente moderno, que hace que las 330 páginas del libro (en la edición de Alba) se lean casi del tirón.
Pero además es un retrato muy certero de los sinsabores de la adolescencia. La descripción de cuando Laura llega por primera vez al colegio, sin saber cómo comportarse, y siente un montón de ojos fijos en ella, es deliciosa, y todo el que recuerde como era ser un niño en un sitio nuevo puede corroborar su precisión. Las inseguridades, los miedos, los pequeños fracasos de la protagonista son narrados ingenuamente, pero sin concesiones. Como una crónica directa desde el corazón de Laura.
Sin duda un libro imprescindible para recordar, al estilo más rousseauniano, lo que la sociedad hace con nosotros. La historia está basada en las experiencia de la propia autora (que utilizó un pseudónimo masculino para evitar sesgos machistas) en un internado australiano a finales del siglo XIX y se trata de una novela de formación muy recomendable, aunque hoy en día completamente olvidada. Para H.G.Wells, se trataba de la mejor ‘School story’ que podíamos leer. Y creo que no se equivocaba.


Christos Tsiolkas / La bofetada

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CHRISTOS TSIOLKAS

LA BOFETADA


Lorena Alvarez González

26 de febrero de 2016

Dicen que el simple aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo. Un gesto, un segundo, un acto irreflexivo. Ya está, el cambio ya se ha operado, hay un antes y un después de ese no siempre inofensivo aleteo, como el efecto que causa una piedra arrojada a un estanque al perturbar la aparente tranquilidad de las aguas de la superficie. No nos engañemos, el cambio es mucho más profundo, no es solo superficial. Es más, cuanto más hacia adentro trascurre la trayectoria de la piedra más se perturba la parte visible del agua. Pero aunque no siempre nos demos cuenta, el peligro de tsunami siempre estuvo ahí, esperando en lo más profundo a que se abran las compuertas. El aleteo es tan solo el detonante, la piedra la que inicia la onda expansiva.
"Vio el brazo de su primo levantado, lo vio cortar el aire y luego vio la palma abierta descender y golpear al niño. La bofetada pareció resonar. Resquebrajó el crepúsculo. El niño levantó la vista hacia el hombre, conmocionado. Hubo un largo silencio. Era como si no pudiera comprender lo que acababa de ocurrir, la coincidencia entre la acción del hombre y el dolor que estaba empezando a sentir. El silencio se rompió, la cara del niño se contrajo y aquella vez no hubo lloriqueos: cuando empezaron a caer las lágrimas, cayeron en silencio."
Portada de La bofetada
La bofetada de la cita anterior es el aleteo de la mariposa que causará un antes y un después, es la piedra arrojada al estanque que perturbará la aparentemente tranquila convivencia de los allí presentes, la que hará que el efecto de la palma de la mano del hombre sobre la pequeña mejilla del niño alcance cual onda expansiva a todos los testigos de esa reveladora acción. Un pequeña fiesta, una reunión de familiares y amigos, un niño malcriado cuyo comportamiento saca de quicio al resto de niños y a varios de los adultos, un hombre que pierde los nervios y el autocontrol ante un niño que no es su hijo. Los padres del niño consideran el comportamiento del hombre inaceptable y quieren dar parte a la policía. El resto de invitados se sentirá inevitablemente posicionado a uno u otro lado pero en ese primer momento optarán por guardar silencio. La fiesta ha terminado.

Esta es la premisa de la que parte esta novela. A partir de ahí, veremos como este hecho que podría haber acabado en una triste y reprochable anécdota, afecta a este grupo de personas y a las relaciones que mantienen entre sí. Christos Tsiolkas divide su libro en ocho largos capítulos cada uno de ellos dedicado a un personaje diferente. Así, no solo conoceremos su opinión acerca de la bofetada, sino que iremos descubriendo lo que guardan, lo que esconden. Las aguas removidas bajo la superficie son profundas, algunas incluso oscuras. El mundo y la sociedad en la que se mueven son complejos, sujetos a leyes no escritas. Nosotros, lectores, tampoco podremos evitar posicionarnos a uno u otro lado de la brecha insalvable que ha abierto la bofetada, y a lo largo de la lectura del libro tal vez no cambiemos de opinión pero sí que se irá difuminando nuestra beligerancia, retiraremos apoyos y virará nuestra visión de los principales implicados.
"No es vergonzoso sentir las cosas con intensidad. No tienes que avergonzarte de que te indigne tanto lo que pueden hacer los adultos. Es una de las mejores cosas que tiene ser joven. Solo llega a ser un problema si dejas que la indignación se convierta en superioridad moral."
Lo que me llamó la atención de este libro es el tema de la educación de los niños: las consecuencias de una exagerada permisividad, el saber poner límites... Aunque no tengo hijos es algo que me preocupa y que siempre me ha interesado. Los niños y los jóvenes son el reflejo de la sociedad que los educa, ellos son nuestro futuro, ellos determinarán hacia donde se dirige nuestro mundo, y aunque en última instancia cada uno es responsable de sus propios actos, no puedo evitar pensar que las generaciones precedentes tenemos cierta responsabilidad sobre las generaciones futuras y su comportamiento. Lo que más me sorprendió sin embargo a medida que avanzaba en la lectura es que el libro no se quedaba solo ahí. El mundo en el que se mueven los personajes es complejo, tal y como he comentado en un párrafo anterior, no se puede entender a las personas individualmente sin tener en cuenta el complicado entarimado de relaciones que sostienen, sus vivencias, sus necesidades y carencias. Hay que saber de dónde vienen y a donde van, suponiendo que ellos mismos lo sepan.

Fotografía de Adina Voicu
La trama de esta novela trascurre en Melbourne. Una gran ciudad, cosmopolita, multiculturalmultirracial, en la que conviven también múltiples credos y religiones. Demasiados 'multis'. No debería ser tan difícil la convivencia cuando esta se ha mantenido a lo largo de los años. Lo es. No deberían existir prejuicios ante lo que aunque diferente ya nos es conocido. Los hay. Y luego está también el conflicto generacional, y las lealtades innatas y las adquiridas. La defensa de la familia por encima de todo, pero... ¿y la otra familia, la elegida, la que nos regala la vida, los amigos? ¿Y la familia política? ¿Ha de ser la lealtad hacia nuestras parejas extensible a sus familias? ¿Y la lealtad hacia nosotros mismos, a nuestras convicciones? Demasiados conflictos. Y no nos olvidemos, claro está, de cómo afronta cada uno su maternidad o su  paternidad. Y fijaos en que he separado ambas con una 'o' en lugar de unirlas con una 'y'. Madres, padres, cada uno asume su rol y pareciera que sus papeles les supusiera diferente implicación. Diferente, ni mejor ni peor. En este libro no hay soluciones ni recetas mágicas, en la vida real tampoco.
"No por primera vez suspiraba por dentro ante el conservadurismo innato de las mujeres. Era como si ser madre, el sufrimiento del parto, las enraizase eternamente con el mundo, las hiciera cómplices de las flaquezas, errores y estupideces de los hombres. Las mujeres eran incapaces de camaradería, sus propios hijos siempre pasaban por delante. No es que para él sus hijos no fuesen lo primero, no es que él no se hubiese sacrificado por ellos. Él se quedó allí, en aquella casa, con aquella mujer en aquella vida en particular se sacrificó por ellos. Pero no estaba ciego a lo que eran y quiénes eran sus hijos. Por supuesto, había hombres que pensaban como las mujeres, hombres cuyos hijos les hacían insensibles al valor de los demás. Pero eran hombres débiles, no pertenecían al mundo. Y desde luego, claro, también había mujeres fuertes, mujeres de fuego y espíritu, mujeres que dirigían revoluciones, mujeres que elegían el martirio. Pero eran raras. Las mujeres eran madres, y como madres, eran egoístas, impasibles, indiferentes ante el mundo."
Real, verídica, convincente, así es la novela de Christos Tsiolkas. Ambiciosa también, quiere abarcar mucho y consigue llegar a todo, sin aparente esfuerzo además, hace parecer fácil lo difícil. Escarba bajo la capa visible, la imagen que queremos ofrecer a los que nos observan y bajo ella crea túneles que sostienen una trama viva por impredecible. No deja flecos sueltos, todo lo que cuenta lo cuenta por algo, y el momento elegido para hacérnoslo saber no está dejado a la improvisación. La bofetada de su novela es un ágil e inesperado tortazo que sonroja y deja boquiabierta a nuestra sociedad. Su historia trascurre en nuestras antípodas geográficamente hablando, pero puede extrapolarse perfectamente a cualquier gran urbe de cualquier país occidental. Uno alberga ganas a veces de abofetear no solo a niños sino a adultos, por ese poder paralizante inherente al bofetón, ese efecto mariposa que lo para todo momentáneamente para que tomemos conciencia e iniciemos un cambio, y lo haría de buena gana si no fuese un comportamiento poco adulto. ¿A dónde vamos con nuestra hipocresía, nuestra intolerancia, nuestra violencia soterrada, nuestro comportamiento egoísta e infantil? ¿Qué ejemplo le estamos dando a nuestros hijos, qué mundo les estamos construyendo, cómo les estamos enseñando a manejarse en él? Y todavía hay personajes en esta novela que cuestionan el papel del estado diciéndonos lo que podemos y no podemos hacer, como si por nosotros solos fuésemos capaces de asumir la responsabilidad de nuestros actos. Y todavía tenemos la desfachatez de llamarnos a nosotros mismos ebrios de orgullo sociedades avanzadas. ¿Avanzadas...? ¿Hacia dónde?
"Hablaba de la responsabilidad y el amor que implicaba ser padre, pero odiaba el temor que sentía por sus hijos, detestaba la noción de estatus que se había convertido en parte de su mundo social, de sus amigos, su familia, en lo tocante a la educación de los hijos. Quiero que mis hijos vayan andando al colegio, quiero que jueguen en las calles, no quiero que estén tan protegidos que acaben teniendo miedo del mundo. "El mundo ha cambiado -afirmó ella-, es peligroso". "No -contestó él-, el mundo no ha cambiado... Somos nosotros los que hemos cambiado"."






Christina Stead / El hombre que amaba a los niños / Reseña

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Christina Stead
EL HOMBRE QUE AMABA A LOS NIÑOS

Miguel Galván
11 de octubre de 2012

El libro sobre el que les voy a contar ha sido mi libro del verano. No es una historia sencilla, al contrario, es tan compleja como escalofriante, y tan sombría como densa: una cucharada amarga pero de trago inevitable una vez que comienzas a sorberlo. El hombre que amaba a los niños es una novela que merece ser leída, aún a riesgo de sufrir durante el proceso; sin embargo,  al acabar, después de recobrar el pulso y volver a la realidad que te rodea, sentirás que te conoces más a ti mismo, y que el destino familiar es tan imponderable como inexplicable. No elegimos, somos o no somos, estamos o no estamos, aceptamos o rechazamos, pero, quieras o no quieras,  siempre un lazo invisible te unirá de por vida a tu orgánico linaje.  
  
¿Les sorprende que recomiende un libro de tales características? Lo se, lo se... no nos encontramos en una época en que la moda sea leer este tipo de literatura, más bien se lleva lo contrario: literatura de fácil consumo. Supongo que influye la crisis actual, y que ante tal oscuro panorama, no queremos historias que  nos compliquen la existencia, sino lecturas que nos hagan olvidar las penas y los problemas. Aunque, en mi opinión, influye más la configuración de la sociedad actual. Y viene bien esa palabra tan relacionada con la tecnología, configuración, porque actualmente vivimos a golpes de twits, de whatsapps, de actualización de Facebook, de revisión del correo electrónico, de lectura horizontal en la red de redes, de acceso a multitud de canales en televisión satélite, de publicidad que nos aparece en cualquier esquina tanto física como virtual... ante tal cantidad de posibilidades cada vez es más complicado concentrarse en una lectura de las llamadas clásicas, en este caso una novela tan poderosa y asombrosa como El hombre que amaba a los niños. Porque leer un libro de más de 700 páginas requiere otro ritmo, otro proceso, otro ritual,  otra interiorización... necesitamos ponernos en cuarentena, aislarnos para reflexionar,  olvidarnos del reloj y de las luces de neón que nos reclaman allá fuera. Por eso cobra mayor relevancia libros como el citado: la vuelta a los orígenes que nunca debemos olvidar; la búsqueda de un equilibrio que nos proteja ante la posibilidad de caer  engullidos en la ola de la rabiosa actualidad, tan necesaria, si,  pero también ligera y banal. Siempre necesitaremos navegar por mares procelosos y profundos, tanto para conocernos mejor, como para encontrarnos  a  nosotros mismos.

Sam Pollit es un naturalista con gran porvenir e hijo de una familia de menesterosos. A su vez, es padre de una familia numerosa. Es un hombre con grandes ideas y proyectos, la mayoría irrealizables, porque es un megalómano vanidoso e incorregible, y cree tener la solución a los problemas de la humanidad: la eugenesia. Exterminar al noventa por ciento de la población,   para así lograr así el advenimiento de una comunidad regida por las fuerzas del bien y de la belleza. Una de sus tantas fantasías. Su esposa, Henrietta Collyer,  nacida en una familia adinerada, está siempre angustiada, siempre dolida,  enfadada con el mundo porque está enfadada consigo mismo, y no soporta a la gente porque no se soporta así misma. Su lengua es viperina y afilada y no hay quien escape a sus dardos envenenados.

El matrimonio Pollit se lleva como el perro y el gato, o aún peor que eso, porque hay perros y gatos que se llevan bien, o que tienen momentos de paz. Su odio es feroz e inmisericorde y no hay lugar para el acercamiento. Los raros momentos de bonanza se producen porque se acerca otra borrasca. Los convidados de carne y hueso son sus hijos, seres inocentes que no tienen culpa de nada pero que utilizan como armas arrojadizas entre si. Sam para intentar hacer valer su autoridad moral y científica y moldear a los niños con sus quiméricos proyectos; Henny porque canaliza su ira contra Sam por medio de los niños: cuanto más los ponga en su contra más cerca estará de la hipotética victoria. En medio de este infierno los niños pagarán los platos rotos.

La prole está compuesta por siete hijos: cinco niños y dos niñas. Entre ellos, por edad y características, toma rápidamente protagonismo la mayor, Louisa, una preadolescente nacida del primer matrimonio de Sam, por lo tanto, hijastra de Henny. Lulú, como también la llaman, es una chica poco agraciada, torpe, pero de gran corazón e inteligencia. Tiene facilidad para la ensoñación, quizás porque ha tenido la necesidad de crear mundos paralelos que le ayuden a evadirse de la pesadilla que le rodea. Lee mucho, es  lectora de Shakespeare y de Shelley, escribe obras teatrales y sonetos y sueña con triunfar como dramaturga y como actriz.  Sus hermanos le profesan cariño y acuden a ella para que les cuente sus historias y fantasías que tanto les fascinan, quizás porque también necesitan abstraerse en otros mundos y ella se presta a ser la hada madrina.    

Louisa es el vértice de este triángulo aterrador. La redención del mundo se encuentra contenida en ella. Así como el afán de superación y liberación, de la lucha contra el cruel destino. Sufre las continuas burlas y amonestaciones de su padre, que parece entender el amor filial como legítimo instrumento de tortura. De su madrastra no recibirá sino odio e indiferencia, sin embargo le corresponde con una extraña condescendencia y comprensión. Y me surge la duda, no se si es tácita empatía femenina, o rechazo inconsciente de su padre; quizás pudiera ser una mezcla de ambas. Porque lo que Lulú necesita y demanda es amor, un amor que rara o ninguna vez le llega.

Pocas novelas nos provocarán tan pocas simpatías por los protagonistas (exceptuando a los niños). Tampoco odios. La autora tiene el don de ponernos en una situación equidistante. Y así comprendemos que los dos son verdugos y víctimas, dignos de rechazo pero también dignos de compasión.  Henny es un animal siempre zaherido, siempre a la defensiva. Es derrochadora, confundida, maquinadora, obsesionada por el dinero, descuidada con su prole, odia su pobreza: es un juguete roto. Sam es un puritano intransigente, un narcisista irredento, un charlatán que deforma las palabras y juega al retruécano. Es enemigo del alcohol y de las religiones, y le gustan los discursos descabellados, tanto dárselos a sus hijos como a cualquiera que le preste oídos. Creo que no he conocido personaje literario que me haya resultado más antipático que Sam Pollit, es muy difícil encontrarle una manilla de donde poder asirlo, y no por falta de ideales, al contrario,  pero de tan altos se vuelven irrealizables y empalagosos. Su alejamiento de la realidad nos produce rechazo. Aunque jugamos con ventaja, porque lo conocemos dentro y fuera de la casa.

El hombre que amaba a los niños fue publicado en 1940. Su autora es Christina Stead, que nació en Sydney (Australia) en 1902 y murió en su ciudad natal en 1983. Vivió en Francia, Estados Unidos y fugazmente en España, que abandonó nada más estallar la Guerra Civildel 36. Se casó con el escritor y economista William J. Blake. Su padre fue un biólogo marino y un pionero de las ideas conservacionistas de la naturaleza. Christina reconoció que Samuel Pollit es, en lo esencial, un trasunto de la figura paterna. Pero El hombre que amaba a los niños es una novela y, por lo tanto, no creo que los lectores tengamos derecho a ir más allá de esos límites ficticios. Una persona real es un modelo, pero no siempre un buen modelo hace un buen personaje. Lo que si es seguro es que Samuel Pollit es una gran creación literaria.

En España no se publicó hasta el pasado año 2011, es posible que debido a la complicada traducción que requiere. Pero gracias a la editorial Pre-Textos y a la traductora Silvia Barbero, estamos de enhorabuena: ambos han realizado un extraordinario trabajo. El hombre que amaba a los niños es un clásico en el ámbito anglosajón que no podía estar más tiempo sin edición en español. Necesitábamos poder leer semejante maravilla.  

Como les decía al principio, no es una novela fácil, sino todo lo contrario. Es más, ni siquiera es la típica novela decimonónica en que todas las desdichas y tragedias se armonizan para ofrecernos un final venturoso. No hay lugar para la compasión.  Es cruda, dolorosa, torturante, asfixiante, afilada como un cuchillo pero, curiosamente, aunque la mayoría no tengamos nada que ver con la historia que se nos ofrece, nos veremos reflejados en su espejo. Uno de los retratos más extraordinarios que jamás se hayan escrito sobre las miserias del alma humana. Merece la pena, sufriremos pero aprenderemos por el camino.

Además, El hombre que amaba a los niños tiene otra cualidad no menos importante. Mientras lo leía, mientras lo devoraba para ser más exactos, y cuando lo terminé, sentí de nuevo esa ansiedad adolescente por triturar literatura. Porque tiene el don de abrirte el apetito e interesarte por los libros por muy complejos que sean. De hecho,  de mi biblioteca personal, he comenzado a  tocar, a abrir, a ojear, y finalmente a leer, esos libros que tenía olvidados por complicados. El hombre que amaba a los niños contiene el don de recordarte que la gran literatura nunca pasará de moda y que siempre será necesaria. Otro aliciente más para leerlo, perdón, para devorarlo.





Johannes Vermeer / La joven de la perla

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Jonannes Vermeer
La joven de la perla (entre 1660 y 1665)
Óleo sobre lienzo, 44.5 x 39 cms
Museo Mauritshuis, La Haya, Holanda

Johannes Vermeer

La joven de la perla

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Esta preciosidad, a la que últimamente los más cursis llaman ‘La Mona Lisa del Norte’, ‘La Gioconda holandesa’ y otras estupideces sin sentido, fue adquirida por Des Tombes (un gran coleccionista y benefactor de ‘La Casa de Mauricio’ -Mauritshuis- en la que se expone) en una subasta en La Haya por ¡¡¡dos florines y treinta centavos!!!, lo que ya entonces, 1882, era un importe insignificante. Hoy, sin embargo, su precio sería enorme si estuviera a la venta, (que no es el caso), porque…
 
Este cuadro se aparta bastante de la norma general de Vermeer de pintar a una mujer sola sorprendida en sus quehaceres leyendo una carta, vertiendo la leche, o mirándose a un espejo, siempre modeladas en tres cuartos o cuerpo entero en el interior de viviendas muy bien amuebladas y pintadas con suma precisión. Pero aquí no, sin ser el único cuadro que cumple otras normas, La Joven de la Perla es un busto colocado contra un fondo oscuro. La mirada de la chica por encima del hombro en el preciso momento en el que el espectador la mira a ella es el motivo principal de este cuadro sencillo, tan sencillo que se ha evitado cualquier detalle trivial y su sencillez lo hace abrumadoramente bello destacando la belleza simple de la modelo, de sus ojos, de sus labios y de la perla.
El pintor ha intentado representar la realidad fielmente de manera precisa, pero sin hacer un retrato concreto, porque esta chica no es nadie conocido, sino una idealización. Un ejercicio de pintura que en aquella época era conocido entre los pintores con el nombre de ‘tronie’. No es de extrañar que sea considerado una idealización. Por favor, fíjate bien en el brillo de los labios, en los ojos cristalinos, y en la manera de resolver el brillo fulgurante de la perla, que es el punto más nítido de la imagen. Fíjate en la sobriedad de sus ropajes tan lisos que apenas nos fijamos en los fruncidos de su espalda, saborea la luz dentro de la sombra en su mejilla, los pliegues de su pañuelo amarillo, la tranquilidad que se desprende de toda la composición.
¿Ves?, pintar cosas complejas, barrocas, sobrecargadas de artificios, es al final más sencillo que pintar cosas simples y perfectamente bellas. Para la la adaptación cinematográfica del best seller de Tracy Chevalier, del mismo nombre que el cuadro, el director Peter Webber y su equipo habían realizado una compleja selección de actrices que duró casi trece meses y de la que al fin resultó elegida Scarlett Johansson. Solo la belleza de la actriz hace que el resultado pueda equipararse, simplemente porque no hay mucho más donde agarrarse, si exceptuamos esa luz tremenda y viva de Delft (el pueblo del pintor).
Todo es simple, genuino, bello y directo en esta imagen. La maestría del autor hace que la luz destaque en un fondo sin luz, que la modelo exponga su belleza personal sobre una apariencia de mujer sencilla y que cualquier detalle sea tan destacable que, a pesar de su reducido tamaño, estemos mucho tiempo sin poder apartar la mirada de la de ella.
Vermeer tuvo que haber gozado de cierta fama en su tiempo, formó parte del consejo directivo del Gremio de Pintores y sus obras se debían cotizar caras. Cuando en 1663 fue visitado por el noble francés Balthasar de Monconys, que iba con intención de comprarle algo, luego escribió en su diario: “No tenía ninguna obra en su casa, pero vimos una en la casa de un panadero que había pagado 600 libras por ella, aunque no estaba compuesta más que por una figura”.Sin embargo la crisis financiera producida por la guerra con Inglaterra y Francia en 1672 perjudicó mucho a los artistas y tras su muerte en 1675 se vio que Vermeer había dejado a su mujer (¡y a sus diez hijos!) cargados de deudas hasta el pescuezo.
Como consecuencia del reducido tamaño de sus pocas pero preciosas obras, su nombre fue paulatinamente olvidado hasta el siglo XVIII. Sus cuadros exportados al extranjero eran atribuidos a otros maestros holandeses, solo algunos expertos sabían realmente quién era. Hasta que en 1886, el crítico francés Theophile Thoré, bajo el seudónimo de William  Bürger, publicó una serie de artículos excelentes sobre la obra de este gran maestro que a partir de entonces ganó fama mundial y el valor de sus cuadros se multiplicó por diez en tan solo cinco años. Hoy su valor de entonces se ha multiplicado por mil quinientos.
Pero a pesar de todo, quiero destacar que no solo es la maestría del pintor la que ha hecho de La Joven de la Perla un cuadro extremadamente bello, sino la propia belleza de la modelo, si es que la hubo, porque cuando Vermeer acomete el retrato de otra joven de similares características su resultado es… digamos… bueno, pon tu el adjetivo:




Obras maestras de la pintura / La joven de la perla vuelve a su casa

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La joven de la perla
Vermeer

‘La joven de la perla’ vuelve a su casa

La obra maestra de Vermeer es la estrella de la reapertura del Mauritshuis de La Haya

  • El jilguero de La Haya
ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS La Haya 20 JUN 2014 - 18:17 CET


Un visitante toma una fotografía con su móvil de 'La joven de la perla'. / LEX VAN LIESHOUT (EFE)
El Mauritshuis ya no es un museo de cuento, es directamente de best-seller. La pequeña pinacoteca, verdadera caja de bombones del arte antiguo holandés situada en el corazón de La Haya, reabre la semana que viene sus puertas después de dos años de trabajos de ampliación y remodelación. Conocida por su espectacular colección, en sus paredes cuelgan entre otras joyas, iconos como La joven de la perla, de Vermeer, que vuelve a casa; La lección de anatomía, de Rembrandt y su estrella más reciente: El jilguero, de Carel Fabritius.
Más que a un lifting facial, el Mauritshuis se ha sometido a una delicada operación interna de 30 millones de euros, dirigida por Hans van Heeswijk, autor de las remodelaciones del Van Gogh y del Hermitage de Ámsterdam. Para revivir su vieja y noble figura, el museo ha duplicado su espacio gracias a la unión, por medio de un vestíbulo subterráneo, del edificio original con otro adyacente para exposiciones temporales, talleres educativos e investigación. La enorme expectación que despierta la exquisita colección de arte holandés del siglo XVII que posee ha convertido la reapertura en un acontecimiento amplificado por una curiosa circunstancia: el éxito de la última novela de Donna Tartt,cuyas más de mil páginas se venden ahora en la nueva tienda de souvenirs del museo junto a las postales que reproducen el pequeño cuadro que da título al libro, El jilguero. Theo Decker, el adolescente protagonista de la novela, se hace dueño de la pequeña tabla holandesa después de un figurado atentando en el Metropolitan de Nueva York. Es ahí donde su madre muere después de confesarle su obsesión por la obra, por ese pájaro, esa “criatura viva” que surge después de ver tantos bodegones de faisanes muertos.


La fachada del museo Mauritshuis de La Haya tras su remodelación. / LEX VAN LIESHOUT (EFE)
“Cuando el libro salió el cuadro estaba prestado a la colección Frick de Nueva York”, uno de los destinos de una gira con paradas en Japón, Italia y Estados Unidos, que ha servido para financiar las obras. “Y ya entonces despertó enorme interés”, recordaba recientemente en La Haya Emilie Gordenker, directora desde 2008 del museo y principal impulsora del nuevo giro del centro. “Pero lo más curioso es que poco después, Oprah Winfrey recomendó en su programa otra novela, La lección de anatomía, de Nina Siegal, que también crea una ficción a partir de otra de nuestras obras maestras”.
Para Gordenker se trata de algo más que de una coincidencia. “La pintura antigua holandesa posee algo único: nos habla de nuestras vida. Por eso la sentimos tan cercana, por eso nos gusta tanto contemplarla de cerca. Nos empuja a mirar, mirar y seguir mirando. Es esa intimidad la que crea una relación especial con el cuadro. Además, y no se sorprenda, creo que también tiene que ver con su reproducción: son cuadros que quedan bien en postales y póster. Y esa cualidad les hace especiales, más accesibles, más populares”.
El misterio del El jilguero ya está enjaulado en el Mauritshuis, donde ha pasado de lucir en un panel móvil en un pasillo a contar con un espacio de honor. Es una de las escasas obras que se conocen de Carel Fabritius, que murió a los 33 años, en 1654, víctima de la terrible explosión que destruyó Delft. Demasiadas víctimas —reales y de ficción— para la memoria de un pobre pajarito. La directora del museo reconoce el extraño poder de la obra, la ilusión óptica que crea contemplarlo. El pájaro realmente parece vivo.



Un visitante fotografía 'La joven de la perla'. / PETER DEJONG (AP)
La remodelación del Mauritshuis, una casona del siglo XVII, se decidió al ver que el edificio necesitaba cambiar su climatización y sus ventanas. Su situación, puerta con puerta con el parlamento holandés, complicaba cualquier ampliación, que finalmente se resolvió con un sensato ejercicio de sostenibilidad: utilizar un edificio vecino, de principios del siglo XX y en desuso, en el que ahora están ubicadas las oficinas, la biblioteca y las demás nuevas dependencias.
En el viejo edificio solo hay una concesión a la nueva vida del museo: un ascensor circular y transparente que une la calle con el nuevo lobbysubterráneo (donde está la tienda, la cafetería y la nueva entrada de acceso a los dos edificios). El resto, una vez cruzadas las puertas de la pinacoteca, es una explosión de historia y antigüedad. Paredes enteladas en colores oscuros, maderas nobles y una sala, llamada la habitación dorada, restaurada hasta el detalle para revivir sus 15 murales de Pellegrini. Un guiño al esplendor de esta vieja gloria que aún flota sobre el lago Hofvijver.
Quizá lo que más preocupa ahora a la directiva del museo es la creciente popularidad del lugar, algo que choca con los propósitos de intimidad y recogimiento que proponen las salas y que pretenden preservar. “En realidad no sabemos qué pasará y nos preocupa porque la visita debe ser confortable y tranquila. Cuando cerramos teníamos unas 260.000 visitas. Ese porcentaje no puede crecer más de un 25%. No podemos tener un millón. No lo pretendemos tampoco. Nos importa la calidad no la cantidad. En ese sentido lanzamos un mensaje contrario al del resto de los museos del mundo. No queremos colas, gracias”.



Alice Munro / Dimensiones

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Alice Munro
Biografía

Doree tenía que coger tres autobuses, uno hasta Kincardine, donde esperaba el de London, donde volvía a esperar el autobús urbano que la llevaba a las instalaciones. Empezaba la excursión el domingo a las nueve de la mañana. Debido a los ratos de espera entre un autobús y otro eran casi las dos de la tarde cuando había recorrido los ciento sesenta y pocos kilómetros. Sentarse en los autobuses o en las terminales no le importaba. Su trabajo cotidiano no era de los de estar sentada.
Era camarera del Blue Spruce Inn. Fregaba baños, hacía y deshacía camas, pasaba la aspiradora por las alfombras y limpiaba espejos. Le gustaba el trabajo, le mantenía la cabeza ocupada hasta cierto punto y acababa tan agotada que por la noche podía dormir. Rara vez se encontraba con un auténtico desastre, aunque algunas de las mujeres con las que trabajaba contaban historias de las que ponen los pelos de punta. Esas mujeres eran mayores que ella y pensaban que Doree debía intentar mejorar un poco. Le decían que debía prepararse para un trabajo cara al público mientras fuera joven y tuviera buena presencia. Pero ella se conformaba con lo que hacía. No quería tener que hablar con la gente.
Ninguna de las personas con las que trabajaba sabía qué había pasado. O, si lo sabían, no lo daban a entender. Su fotografía había aparecido en los periódicos, la foto que él había hecho, con ella y los tres niños: el recién nacido, Dimitri, en sus brazos, y Barbara Ann y Sasha a cada lado, mirándolo. Entonces tenía el pelo largo, castaño y ondulado, con rizo y color naturales, como le gustaba a él, y la cara con expresión dulce y tímida, que reflejaba menos cómo era ella que cómo quería verla él.
Desde entonces llevaba el pelo muy corto, teñido y alisado, y había adelgazado mucho. Y ahora la llamaban por su segundo nombre, Fleur. Además, el trabajo que le habían encontrado estaba en un pueblo bastante alejado de donde vivía antes.
Era la tercera vez que hacía la excursión. Las dos primeras, él se había negado a verla. Si se negaba otra vez, ella dejaría de intentarlo. Aunque aceptara verla, a lo mejor no volvería durante una temporada. No quería pasarse. En realidad, no sabía qué haría.
En el primer autobús no estaba muy preocupada; se limitaba a mirar el paisaje. Se había criado en la costa, donde existía lo que llamaban primavera, pero aquí el invierno daba paso casi sin solución de continuidad al verano. Un mes antes había nieve, y de repente hacía calor como para ir en manga corta. En el campo había charcos deslumbrantes, y la luz del sol se derramaba entre las ramas desnudas.
En el segundo autobús empezó a ponerse un poco nerviosa, y le dio por intentar adivinar qué mujeres se dirigían al mismo sitio. Eran mujeres solas, por lo general vestidas con cierto esmero, quizá para aparentar que iban a la iglesia. Las mayores tenían aspecto de asistir a iglesias estrictas, anticuadas, donde había que llevar falda, medias y sombrero o algo en la cabeza, mientras que las más jóvenes podrían haber formado parte de una hermandad más animada, que permitía los trajes pantalón, los pañuelos de vivos colores, los pendientes y los cardados.
Doree no encajaba en ninguna de las dos categorías. Durante el año y medio que llevaba trabajando no se había comprado ropa. En el trabajo llevaba el uniforme, y en los demás sitios, vaqueros. Había dejado de maquillarse porque él no se lo consentía, y ahora, aunque podría hacerlo, no lo hacía. El pelo de punta de color maíz no pegaba con su cara lavada y huesuda, pero no importaba.
En el tercer autobús encontró un asiento junto a la ventanilla e intentó mantener la calma leyendo los rótulos, los de los anuncios y los de las calles. Tenía un truco para mantener la cabeza ocupada. Cogía las letras de cualquier palabra en la que se fijara e intentaba ver cuántas palabras nuevas podía formar con ellas. De «cafetería», por ejemplo, le salían «te», «té», «fea», «cara», «cafre», «rifa», «cate» y…, un momento…, «aire». Las palabras no escaseaban a la salida de la ciudad, pues el autobús pasaba por delante de vallas publicitarias, tiendas gigantescas, aparcamientos e incluso globos amarrados a los tejados con anuncios de rebajas.
Doree no le había hablado a la señora Sands de sus dos últimas tentativas y probablemente tampoco le hablaría de esta. Según la señora Sands, a quien veía los lunes por la tarde, había que seguir adelante, aunque llevara tiempo, sin forzar las cosas. Ella decía que lo estaba haciendo bien, que estaba descubriendo poco a poco su propia fortaleza.
—Ya sé que te dan ganas de matar a quien te dice esas palabras, pero es verdad —dijo.
Se sonrojó al oírse decir aquello, «matar», pero no quiso empeorarlo disculpándose.
Cuando Doree tenía dieciséis años —de eso hacía siete— iba a ver a su madre al hospital todos los días al salir del colegio. Su madre se recuperaba de una operación en la espalda, que al parecer era grave pero no peligrosa. Lloyd era celador. Tenía algo en común con la madre de Doree: los dos habían sido hippies, aunque Lloyd era unos años más joven. Siempre que tenía tiempo Lloyd entraba a charlar con ella sobre los conciertos y las manifestaciones de protesta a los que habían asistido, la gente estrambótica que habían conocido, los viajes y colocones que los habían dejado hechos polvo y cosas así.
Lloyd caía bien a los pacientes, por sus bromas y porque transmitía seguridad y fuerza. Era fornido, de hombros anchos, y lo suficientemente serio para que a veces lo tomaran por médico. (No le hacía ninguna gracia; opinaba que gran parte de la medicina era una mentira y que muchos médicos eran unos gilipollas.) Tenía la piel rojiza y sensible, el pelo claro y la mirada insolente.
Un día besó a Doree en el ascensor y le dijo que era una flor en el desierto. Después se rió de lo que había dicho y añadió:
—¿Has visto lo original que puede llegar a ser uno?
—Es que eres poeta, pero no lo sabes —dijo Doree, por cortesía.
La madre de Doree murió una noche, de repente, de una embolia. Tenía muchas amigas, que habrían recogido a Doree —de hecho, se quedó con una de ellas una temporada—, pero ella prefería a su nuevo amigo, Lloyd. Antes de su siguiente cumpleaños estaba embarazada, y poco después casada. Lloyd no se había casado nunca, aunque tenía al menos dos hijos, de cuyo paradero no sabía gran cosa. De todos modos, ya serían mayores. Con la edad, Lloyd había adoptado otra filosofía de vida: creía en el matrimonio y en la fidelidad, pero no en el control de la natalidad. Y le pareció que la península de Sechelt, donde vivían Doree y él, estaba en aquella época demasiado llena de gente: viejos amigos, viejas maneras de vivir, antiguas amantes. Al poco Doree y él se trasladaron a la otra punta del país, a un pueblo que eligieron por el nombre mirando un mapa: Mildmay. No se instalaron en el pueblo; alquilaron una casa en el campo. Lloyd encontró trabajo en una fábrica de helados. Plantaron un jardín. Lloyd sabía mucho de jardinería; también de carpintería, y de cómo encender una estufa de leña y mantener bien un coche viejo.
Nació Sasha.
—Es muy natural —comentó la señora Sands.
—¿Sí? —dijo Doree.
Doree siempre se sentaba en una silla de respaldo recto ante una mesa, no en el sofá, con tapicería de flores y cojines. La señora Sands movió su silla hacia un lado de la mesa, para poder hablar sin ninguna barrera entre las dos.
—Casi me lo esperaba —dijo—. Creo que yo a lo mejor habría hecho lo mismo en tu lugar.
La señora Sands no habría dicho eso al principio. Hace un año, sin ir más lejos, habría sido más prudente, consciente de que Doree se habría sublevado ante la idea de que alguien, algún ser viviente, pudiera ponerse en su lugar. Ahora sabía que Doree se lo tomaría como una manera, una manera humilde incluso, de intentar comprender.
La señora Sands no era como algunas de las demás. No era dinámica, ni delgada, ni guapa. Ni tampoco demasiado mayor. Tenía más o menos la edad que tendría la madre de Doree, pero no el aspecto de una antigua hippy. Llevaba el pelo entrecano muy corto y tenía una verruga en lo alto de un pómulo. Vestía zapatos planos, pantalones holgados y blusas de flores. Aunque fueran de color frambuesa o turquesa, las blusas no transmitían una verdadera preocupación por la ropa; más bien parecía que alguien le había dicho que tenía que arreglarse un poco y ella, obediente, había ido a comprarse algo que pensaba que podía servirle. La amable, impersonal y sincera sobriedad de la señora Sands despojaba aquellas prendas de todo entusiasmo agresivo, de toda ofensa.
—Pues las dos primeras veces ni lo vi —dijo Doree—. No quiso salir.
—¿Y esta vez sí? ¿Salió?
—Sí, pero apenas lo reconocí.
—¿Había envejecido?
—Supongo. Supongo que ha adelgazado un poco. Y esa ropa. De uniforme. Nunca lo había visto así.
—¿Te pareció una persona diferente?
—No.
Doree se mordió el labio superior, intentando pensar cuál era la diferencia. Estaba tan quieto… Doree nunca lo había visto tan quieto. Ni siquiera pareció darse cuenta de que tenía que sentarse enfrente de ella. Lo primero que le dijo Doree fue: «¿No te vas a sentar?».
Y él contestó: «¿Estará bien?».
—Parecía ausente —dijo Doree—. ¿Lo tendrán drogado?
—Quizá le dan algo para mantenerlo estable. Pero la verdad, no lo sé. ¿Entablasteis una conversación?
Doree pensó si de verdad había sido una conversación. Le había hecho unas cuantas preguntas, normales, absurdas. ¿Qué tal estaba? (Bien.) ¿Le daban suficiente de comer? (Él creía que sí.) ¿Había algún sitio donde pudiera ir a pasear si le apetecía? (Con vigilancia, sí. Él suponía que podía decirse que era un sitio. Suponía que podía decirse que era pasear.)
—Tienes que tomar el aire —le dijo Doree.
—Es verdad —le dijo Lloyd.
Doree estuvo a punto de preguntarle si tenía amigos. Como le preguntas a tu hijo por el colegio. Como se lo preguntarías a tus hijos, si fueran al colegio.
—Sí, sí —dijo la señora Sands, empujando suavemente la oportuna caja de kleenex.
A Doree no le hacía falta, tenía los ojos secos. El problema estaba en la boca del estómago. Las náuseas.
La señora Sands se limitó a esperar. Era lo bastante lista para no meterse en más honduras.
Y, como si hubiese adivinado lo que Doree estaba a punto de decir, Lloyd le había contado que había un psiquiatra que iba a verlo para hablar con él cada dos por tres.
—Yo le digo que está perdiendo el tiempo —añadió Lloyd—. Yo sé tanto como él.
Fue el único momento en que a Doree le pareció que volvía a ser el de antes. Durante toda la visita el corazón le latió con fuerza. Pensó que igual se desmayaba o se moría. Le cuesta tanto trabajo mirarlo, encajar en su campo de visión a aquel hombre delgado y canoso, inseguro pero frío, que se mueve mecánicamente pero sin coordinación…
No le había contado nada de eso a la señora Sands. La señora Sands podría haber preguntado —con mucho tacto— de quién tenía miedo. ¿De él o de sí misma?
Pero Doree no tenía miedo.
Cuando Sasha tenía un año y medio nació Barbara Ann, y cuando Barbara Ann tenía dos años, tuvieron a Dimitri. Habían elegido el nombre de Sasha entre los dos, y después hicieron un pacto: él elegiría los nombres de los niños y ella los de las niñas.
Dimitri fue el primero con cólicos. Doree pensó que a lo mejor no tenía suficiente leche, o que su leche no era lo bastante nutritiva. ¿O era demasiado nutritiva? Lloyd llevó a una señora de la Liga de La Leche para que hablara con Doree. Pase lo que pase, no le dé ningún biberón complementario, dijo la señora. Eso sería el principio del fin, porque dentro de poco el niño rechazaría el pecho.
No sabía la señora que Doree ya le estaba dando biberones complementarios. Y parecía verdad que el niño los prefería; cada día estaba más tiquismiquis con el pecho. Al cabo de tres meses solo tomaba biberón, y entonces ya no hubo forma de ocultárselo a Lloyd. Doree le dijo que se había quedado sin leche y que había tenido que empezar a darle el complemento. Lloyd le apretujó un pecho y después el otro con frenética determinación, y logró sacarle unas tristes gotitas de leche. La llamó mentirosa. Se pelearon. Él le dijo que era una puta, como su madre. Dijo que las hippies esas eran todas unas putas.
Pronto hicieron las paces. Pero siempre que Dimitri se quejaba de algo, o estaba resfriado, o le daba miedo el conejito que tenía algún niño por mascota, o cuando seguía agarrándose a las sillas a la edad en que su hermano y su hermana ya andaban solos, salía a relucir el fracaso en lo de darle de mamar.
La primera vez que Doree fue al despacho de la señora Sands, una de las otras mujeres le dio un folleto. En la cubierta había una cruz dorada y varias palabras en morado y oro. «Cuando tu pérdida parece insufrible…» Dentro había una imagen de Jesucristo en colores pálidos y unos caracteres más menudos que Doree no llegó a leer.
Sentada ante la mesa, aferrando el folleto, Doree se echó a temblar. La señora Sands se lo tuvo que arrancar de la mano.
—¿Te lo ha dado alguien? —preguntó la señora Sands.
Doree dijo:
—Esa. —Y señaló con la cabeza la puerta cerrada.
—¿No te interesa?
—Cuando estás fatal es cuando intentan pillarte —dijo Doree, y entonces cayó en la cuenta de que era algo que había dicho su madre cuando fueron a verla al hospital unas señoras con un mensaje parecido—. Se creen que vas a ponerte de rodillas y que todo irá estupendamente.
La señora Sands suspiró.
—Bueno, en realidad no es tan sencillo —dijo.
—Ni siquiera posible —añadió Doree.
—Quizá no.
Nunca hablaban de Lloyd en aquellos días. Doree nunca pensaba en él, si podía evitarlo, y si no podía pensaba en él como si fuera un terrible accidente de la naturaleza.
—Aunque creyera en esas cosas —dijo, refiriéndose a lo que había en el folleto—, solo sería para…
Lo que quería decir era que creer en eso le resultaría muy práctico, pues así podría imaginarse a Lloyd ardiendo en el infierno o algo por el estilo, pero fue incapaz de continuar, porque le parecía una estupidez hablar de algo así. Y porque se lo impedía algo ya muy conocido, una especie de martilleo en la tripa.
Lloyd era partidario de que sus hijos estudiaran en casa. No por razones religiosas —como no creer en los dinosaurios, los hombres de las cavernas, los monos y todas esas cosas—, sino porque quería que estuvieran junto a sus padres y que se adentrasen en el mundo poco a poco y con cuidado, no que los lanzaran a él de golpe. «Es que da la casualidad de que pienso que son mi hijos —decía—. O sea, nuestros hijos, no los hijos del Departamento de Educación.»
Doree no estaba muy segura de poder manejar aquello, pero resulta que el Departamento de Educación tenía sus directrices y sus planes de estudios, que podían encontrarse en la escuela del pueblo. Sasha era un chico inteligente que prácticamente aprendió a leer solo, y los otros dos eran demasiado pequeños para aprender gran cosa. Por las noches y los fines de semana Lloyd le enseñaba a Sasha geografía, el sistema solar, la hibernación de los animales y cómo funciona un coche, tratando cada tema a medida que surgían las preguntas. Sasha enseguida se adelantó a los planes de estudios de la escuela, pero Doree iba a recogerlos de todos modos y lo ponía a hacer los ejercicios a tiempo para cumplir con la ley.
Había otra madre del barrio que también educaba a los niños en casa. Se llamaba Maggie y tenía una furgoneta pequeña. Lloyd necesitaba el coche para ir a trabajar y Doree, que no había aprendido a conducir, se alegró cuando Maggie se ofreció a llevarla una vez a la semana para entregar los ejercicios terminados y recoger los nuevos. Naturalmente, se llevaban a todos los niños. Maggie tenía dos chicos. El mayor sufría tantas alergias que la madre tenía que vigilar estrechamente todo lo que comía; por eso le daba clase en casa. Y después Maggie pensó que el pequeño también podía quedarse allí. El niño quería estar con su hermano, y además tenía problemas de asma.
Qué agradecida se sintió Doree, al compararlos con los tres suyos, tan sanos. Lloyd decía que era porque los había tenido de joven, mientras que Maggie había esperado hasta llegar casi a la menopausia. Lloyd exageraba la edad de Maggie, pero era cierto que había esperado. Maggie era optometrista. Su marido y ella habían sido compañeros de trabajo y no tuvieron familia hasta que ella pudo dejar la consulta y encontraron una casa en el campo.
Maggie tenía el pelo entrecano, muy corto y pegado al cráneo. Era alta, de pecho plano, jovial y de ideas fijas. Lloyd la llamaba la Lesbi. Solo a sus espaldas, claro. Bromeaba con ella por teléfono pero a Doree le decía, solo moviendo los labios: «Es la Lesbi». A Doree no le importaba mucho, Lloyd llamaba lesbis a muchas mujeres, pero le daba miedo que a Maggie las bromas le parecieran demasiado amistosas, inoportunas o al menos una pérdida de tiempo.
—¿Quieres hablar con mi señora? Sí. Aquí la tengo, dándole a la tabla de lavar. Sí, soy un auténtico negrero. ¿No te lo ha contado?
Doree y Maggie adquirieron la costumbre de ir juntas a la compra después de recoger los papeles en el colegio. Luego a veces se llevaban unos cafés de Tim Hortons e iban con los niños al Riverside Park. Se sentaban en un banco mientras Sasha y los hijos de Maggie echaban carreras o se subían a los aparatos, Barbara Ann se columpiaba enérgicamente y Dimitri jugaba en el cajón de arena. O se sentaban en la furgoneta, si hacía frío. Hablaban sobre todo de los niños y de lo que cocinaban, pero de algún modo Doree averiguó que Maggie se había pateado media Europa antes de estudiar optometría, y Maggie se enteró de lo joven que era Doree cuando se casó. También de la facilidad con la que se había quedado embarazada al principio, de que ya no le resultaba tan fácil, y de que eso despertaba las sospechas de Lloyd, que registraba los cajones del tocador de Doree en busca de píldoras anticonceptivas, pensando que debía de estar tomándolas a escondidas.
—¿Y lo haces?
Doree se quedó horrorizada. Dijo que ni se le ocurriría.
—O sea, me parecería una cosa terrible, sin decírselo a él. Es una especie de broma lo que hace cuando las busca.
—Ah —dijo Maggie.
Y en una ocasión Maggie preguntó:
—¿Te va todo bien? O sea, en tu matrimonio. ¿Eres feliz?
Doree dijo que sí, sin dudarlo. Después empezó a tener más cuidado con lo que contaba. Comprendió que había ciertas cosas a las que ella estaba acostumbrada que otra persona quizá no entendería. Lloyd veía las cosas de una manera especial; era su forma de ser. Ya era así cuando lo conoció en el hospital. La enfermera jefe era muy estirada, y él la llamaba señora Malbicho en lugar de por su apellido, Mitchell. Lo decía tan deprisa que costaba trabajo darse cuenta. Pensaba que tenía sus favoritos y que él no era uno de ellos. Ahora, en la fábrica de helados, detestaba a una persona a quien llamaba Louie Chupapalos. Doree no sabía cómo se llamaba en realidad aquel hombre, pero al menos eso demostraba que no eran solo las mujeres quienes lo irritaban.
Doree estaba segura de que esa gente no era tan mala como creía Lloyd, pero de nada valía contradecirlo. Quizá los hombres necesitaban tener enemigos, como necesitan gastar sus bromitas. Y a veces Lloyd hacía broma de sus enemigos, como si se riera de sí mismo. Incluso le permitía a Doree reírse también, siempre y cuando no fuera ella quien empezara.
Doree esperaba que Lloyd no se pusiera en ese plan con Maggie. A veces tenía miedo de que la mujer se viera venir algo así. Si él no la dejara ir en el coche al colegio y a la compra con Maggie sería un fastidio, y grande. Pero peor sería la vergüenza. Tendría que inventarse alguna mentira absurda para explicarlo. Pero Maggie se daría cuenta; como mínimo se daría cuenta de que Doree mentía y lo interpretaría como que estaba peor de lo que realmente estaba.
Y Doree se preguntó por qué tenía que importarle lo que Maggie pensara. Maggie era una extraña, ni siquiera se sentía a gusto con ella. Fue Lloyd quien lo dijo, y tenía razón. La verdad de las cosas entre ellos, su vínculo, no era algo que pudiera entender nadie y no era asunto de nadie. Si Doree podía mantener su lealtad, todo iría bien.
Todo empeoró, poco a poco. Ninguna prohibición directa, pero sí más críticas. Lloyd dejaba caer la teoría de que las alergias y el asma de los hijos de Maggie podían ser culpa de la madre. Muchas veces el motivo es la madre, decía. Lo había visto en el hospital. Una madre demasiado dominante, normalmente demasiado culta.
—Algunos niños simplemente nacen con algo —dijo Doree, imprudente—. No puedes decir que siempre es la madre.
—Ah. ¿Y por qué no puedo?
—No quiero decir tú. No quiero decir que no puedes. O sea, ¿no pueden nacer con cosas?
—¿Desde cuándo eres una eminencia médica?
—Yo no he dicho que lo sea.
—No. Es que no lo eres.
De mal en peor. Lloyd quería saber de qué hablaban, Maggie y ella.
—No sé. De nada en particular.
—Qué curioso. Dos mujeres en un coche. La primera vez que lo oigo, que dos mujeres no hablen de nada. Lo que quiere es separarnos.
—¿Quién? ¿Maggie?
—Conozco a esa clase de mujeres.
—¿Qué clase?
—Su clase.
—No seas tonto.
—Cuidadito. No me llames tonto.
—¿Para qué querría hacer algo así?
—¿Y yo cómo lo voy a saber? Solo quiere hacerlo. Espera y verás. Irás a su casa llorando a mares por lo hijo de puta que soy. Un día de estos.
Y así ocurrió, tal y como él había dicho. Al menos eso debió de parecerle a Lloyd. Doree se vio una noche en la cocina de la casa de Maggie, alrededor de las diez, sonándose y tomando una infusión. El marido de Maggie dijo: «¿Qué demonios…?» cuando llamó a la casa; Doree lo oyó desde detrás de la puerta. Él no sabía quién era Doree. Ella dijo: «Siento muchísimo molestar…» mientras él se quedaba mirándola, con las cejas enarcadas y los labios apretados. Y entonces apareció Maggie.
Doree había ido hasta allí andando en la oscuridad, primero por la pista de gravilla junto a su casa, después por la carretera. Cada vez que se acercaba un coche se apartaba hasta la cuneta, y eso la retrasó considerablemente. Echaba un vistazo a los coches que pasaban, pensando que en uno de ellos podía ir Lloyd. No quería que la encontrase, todavía no, no hasta que se hubiera asustado de su propia locura. Otras veces ella había sido capaz de atemorizarlo, llorando, dando alaridos, incluso golpeándose la cabeza contra el suelo mientras salmodiaba: «No es verdad, no es verdad, no es verdad». Al final él se echaba atrás. Decía: «Vale, vale. Te creo. Tranquila, cariño. Piensa en los niños. Te creo, en serio. Déjalo ya».
Pero esa noche Doree se había plantado aun antes de empezar el número. Se puso el abrigo y salió por la puerta mientras él gritaba: «¡No lo hagas! ¡Te lo advierto!».
El marido de Maggie, que no parecía muy contento con la situación, se había ido a la cama mientras Doree no paraba de decir: «Lo siento. Lo siento mucho, presentarme así en tu casa a estas horas de la noche».
—Venga, cállate —dijo Maggie, en tono serio pero amable—. ¿Quieres una copa de vino?
—Yo no bebo.
—Entonces mejor que no empieces ahora. Voy a prepararte una infusión. Te relajará. Manzanilla y frambuesa. No es por los niños, ¿verdad?
—No.
Maggie le quitó el abrigo y le dio un montón de kleenex para la nariz y los ojos.
—No me cuentes nada todavía. Enseguida te tranquilizarás.
Ni siquiera cuando se calmó un poco Doree quiso soltar toda la verdad y dejar que Maggie se enterase de que ella era el meollo del problema. Además, no quería tener que explicar nada de Lloyd. Por muy agotada que la dejara, él seguía siendo la persona a quien estaba más unida en el mundo y Doree tenía la sensación de que todo se vendría abajo si se atreviese a contarle a alguien cómo era él exactamente, si le fuera tan desleal.
Dijo que Lloyd y ella habían retomado una antigua discusión y que estaba tan harta de todo que lo único que quería era salir de allí. Pero ya se le pasaría, dijo. A los dos.
—A todas las parejas les ocurre alguna vez —dijo Maggie.
Entonces sonó el teléfono y Maggie contestó.
—Sí. Está bien. Solo quería dar un paseo para desahogarse un poco. Muy bien. Vale. La llevaré a casa por la mañana. Ningún problema. Vale. Buenas noches.
»Era él —dijo—. Supongo que lo has oído.
—¿Cómo hablaba? ¿Parecía normal?
Maggie se echó a reír.
—Bueno, yo no sé cómo habla cuando está normal, ¿no? Pero no parecía borracho.
—Él tampoco bebe. En casa no tenemos ni café.
—¿Quieres una tostada?
Maggie la llevó a casa por la mañana temprano. El marido de Maggie todavía no se había ido a trabajar y se quedó con los niños.
Como Maggie tenía prisa por volver, se limitó a decir: «Adiós.
Llámame si necesitas hablar», mientras daba la vuelta con la furgoneta en el jardín.
Era una mañana fría de principios de primavera, aún había nieve en el suelo, pero Lloyd estaba sentado en las escaleras, sin chaqueta.
—Buenos días —dijo en voz alta, en tono sarcástico y cortés—.
Y Doree le dio los buenos días, fingiendo que no había notado su retintín.
Él no se apartó para dejarla pasar.
—No puedes entrar.
Doree decidió no tomárselo en serio.
—¿Ni siquiera si lo pido por favor? Por favor.
Lloyd la miró pero no contestó. Sonrió con los labios apretados.
—Lloyd —dijo Doree—. ¡Lloyd!
—Será mejor que no entres.
—No le he contado nada, Lloyd. Siento haberme marchado. Supongo que necesitaba respirar un poco.
—Mejor que no entres.
—¿Qué te pasa? ¿Dónde están los niños?
Lloyd movió la cabeza, como cuando Doree decía algo que no le gustaba, una pequeña ordinariez, por ejemplo «me cago en…».
—Lloyd. ¿Dónde están los niños?
Lloyd se apartó un poco, justo para que Doree pudiera pasar si quería.
Dimitri todavía en la cuna, tumbado de costado. Barbara Ann en el suelo, al lado de su cama, como si se hubiera caído o la hubieran sacado a empujones. Sasha junto a la puerta de la cocina; había intentado escapar. Era el único con moretones en el cuello. La almohada se había encargado de los otros dos.
—Cuando llamé por teléfono anoche, ¿sabes? —dijo Lloyd—, cuando llamé ya había ocurrido. Tú te lo buscaste.
Lo declararon demente y no pudieron juzgarlo. Era un delincuente psicótico, había que llevarlo a una institución segura.
Doree había salido corriendo de la casa e iba dando traspiés por el jardín, apretándose el estómago con los brazos como si la hubieran abierto de un tajo e intentara que no se le salieran las tripas. Esa fue la escena que vio Maggie cuando regresó. Había tenido un presentimiento y al llegar a la carretera dio la vuelta. Lo primero que pensó es que a Doree su marido le había dado un puñetazo o una patada en el estómago. No supo interpretar los gemidos de Doree. Pero Lloyd, que seguía sentado en las escaleras, se apartó cortésmente para dejarla pasar, sin pronunciar palabra, y ella entró en la casa y se encontró con lo que ya esperaba encontrarse. Llamó a la policía.
Doree se pasó un buen rato metiéndose en la boca cuanto tenía a mano. Después de la tierra y la hierba, sábanas, toallas y su propia ropa. Como si intentara ahogar no solo los alaridos, sino la escena que veía en su cabeza. Le pusieron una inyección de algo, cada cierto tiempo, para calmarla, y funcionó. Lo cierto es que se quedó muy tranquila, aunque no catatónica. Dijeron que se mantenía estable. Cuando salió del hospital y la trabajadora social la llevó a otro sitio, la señora Sands se hizo cargo de ella, le encontró una casa donde vivir y un trabajo, e impuso la rutina de hablar con ella una vez a la semana. Maggie habría ido a verla, pero era la única persona a la que Doree no soportaba ver. La señora Sands aseguraba que ese sentimiento era natural, que era la asociación. También decía que Maggie lo comprendería.
La señora Sands dijo que si Doree quería seguir visitando a Lloyd era cosa suya.
—Yo no estoy aquí para autorizar o desautorizar. ¿Te sentiste bien al verlo? ¿O mal?
—No lo sé.
Doree no era capaz de explicar que en realidad tenía la sensación de que no lo veía a él. Era casi como ver un fantasma. Tan pálido. Con ropa holgada de colores claros, zapatos que no hacían ruido, probablemente zapatillas. Le daba la impresión de que se le había caído un poco de pelo, su pelo abundante, ondulado, del color de la miel. Parecía haber perdido la anchura de los hombros, el hueco de la clavícula donde ella apoyaba la cabeza.
Lo que Lloyd dijo después a la policía —y apareció textualmente en los periódicos— fue lo siguiente: «Lo hice para evitarles el sufrimiento».
¿Qué sufrimiento?
«El sufrimiento de saber que su madre los había abandonado.»
A Doree esas palabras se le habían quedado grabadas en el cerebro, y quizá cuando decidió intentar verlo fue con la idea de obligarlo a retirarlas. Hacerle ver, y reconocer, qué había ocurrido en realidad.
«Me dijiste que o dejaba de contradecirte o me marchaba de casa. Así que me marché. Solo pasé una noche en casa de Maggie. Tenía intención de volver. No había abandonado a nadie.»
Doree recordaba perfectamente cómo había empezado la discusión. Había comprado una lata de espaguetis con una ligera abolladura. Por eso estaba de oferta, y Doree se puso muy contenta de haber ahorrado. Pensó que era muy lista. Sin embargo, no se lo dijo a Lloyd cuando empezó a interrogarla. Por alguna razón pensó que era mejor fingir que no se había dado cuenta.
Cualquiera se habría dado cuenta, dijo él. Podríamos habernos intoxicado todos. Pero ¿qué le pasaba? ¿O era eso lo que tenía en mente? ¿Quería probarlo con los niños o con él?
Doree le dijo que si se había vuelto loco.
Lloyd dijo que no era él quien estaba loco ¿Quién sino una mujer loca compraría veneno para su familia?
Los niños se quedaron observando desde la puerta del salón. Esa fue la última vez que Doree los vio con vida.
De modo que ¿eso era lo que Doree estaba pensando, que al final podría hacerle comprender quién de los dos estaba loco?
Cuando se dio cuenta de lo que le pasaba por la cabeza, Doree debería haberse bajado del autobús. Podría haberse bajado incluso ante la verja, con las pocas mujeres que subían lentamente por el camino. Podría haber cruzado la carretera y esperar el autobús para volver a la ciudad. Probablemente había gente que lo hacía. Iban allí de visita y de repente decidían que no. La gente seguramente lo hacía a menudo.
Pero quizá había sido mejor seguir adelante y verlo tan raro y destrozado. No era yo una persona a la que merece la pena culpar de algo. Ni siquiera una persona. Era como un personaje de un sueño.
Doree tenía sueños. En uno de los sueños huía de la casa después de haberlos encontrado y Lloyd se echaba a reír como antes, con su risa fácil. Después oía a Sasha riéndose detrás de ella y entonces caía en la cuenta, encantada, de que todos estaban gastándole una broma.
—¿Me preguntó usted que si me había sentido bien o mal al verlo? ¿La última vez que me lo preguntó?
—Sí —dijo la señora Sands.
—Tuve que pensármelo.
—Sí.
—Llegué a la conclusión de que me sentí mal. Así que no he vuelto.
Con la señora Sands nunca se sabía, pero que asintiera con la cabeza dio a entender cierta satisfacción o aprobación.
Así que cuando Doree decidió volver a pesar de todo, pensó que sería mejor no hablar del asunto. Y como resultaba difícil no hablar de cualquier cosa que le ocurriera —porque la mayoría de las veces era tan poco—, llamó y canceló la cita. Dijo que se iba de vacaciones. Empezaba el verano y las vacaciones eran lo normal. Con una amiga, dijo.
—No llevas la misma chaqueta que la semana pasada.
—No fue la semana pasada.
—¿No?
—Fue hace tres semanas. Ahora hace calor. Esta es más fina, pero la verdad es que no la necesito. No hace falta chaqueta.
Él le preguntó por el viaje, qué autobuses tenía que coger desde Mildmay.
Ella le contó que ya no vivía allí. Le dijo dónde vivía y lo de los tres autobuses.
—Es un buen trecho. ¿Te gusta vivir en un sitio más grande?
—Allí es más fácil encontrar trabajo.
—¿Así que trabajas?
La última vez le había contado dónde vivía, lo de los autobuses, dónde trabajaba.
—Trabajo en un motel, limpiando habitaciones —dijo Doree—. Te lo conté.
—Ah, sí. Se me había olvidado. Perdona. ¿Has pensado en volver a la escuela? ¿A la escuela nocturna?
Doree dijo que sí lo pensaba pero que nunca lo bastante en serio para hacer nada. También que no le importaba trabajar de limpiadora.
Y después se quedaron como si no se les ocurriera nada más que decir.
Lloyd suspiró.
—Perdona —dijo—. Perdona. Supongo que no estoy acostumbrado a una conversación.
—¿Y cómo pasas el tiempo?
—Pues leo. Medito. De todo un poco.
—Ah.
—Te agradezco que vengas. Significa mucho para mí. Pero no pienses que tienes que seguir. O sea, hazlo cuando quieras. Si pasa algo, y si te apetece… Lo que quiero decir es que el solo hecho de que quizá vengas, aunque vinieras una sola vez, es mucho para mí. ¿Me entiendes?
Doree dijo que sí, que eso creía.
Él dijo que no quería entrometerse en su vida.
—No lo haces —contestó ella.
—¿Era eso lo que ibas a decir? Pensaba que ibas a decir otra cosa.
En realidad, Doree había estado a punto de decir: ¿qué vida?
No, en serio, nada más, dijo Doree.
—Bien.
Tres semanas más tarde la llamaron por teléfono. Era la señora Sands, no una de las mujeres de la oficina.
—Ah, Doree. Pensaba que a lo mejor no habías vuelto. De las vacaciones. ¿Así que ya has vuelto?
—Sí —dijo Doree, intentando pensar dónde diría que había estado.
—Pero aún no te ha dado tiempo de concertar otra cita, ¿no?
—No. Todavía no.
—No importa. Solo quería estar segura. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien.
—Estupendo. Ya sabes dónde estoy si me necesitas. Si quieres charlar un rato.
—Sí.
—Bueno, cuídate.
No mencionó a Lloyd, no preguntó si habían continuado las visitas. Bueno, por supuesto, Doree dijo que no habían seguido, pero a la señora Sands normalmente se le daba muy bien percatarse de lo que pasaba. Y también se le daba muy bien callarse cuando comprendía que con preguntar no llegaría a ninguna parte. Doree no sabía qué habría contestado si le hubiera preguntado, si habría dado marcha atrás y habría contado una mentira o si habría soltado la verdad. Lo cierto era que había vuelto el domingo siguiente de que él le dijera, más o menos, que no importaba que fuera a verlo o no.
Lloyd estaba resfriado. No sabía cómo lo había pillado.
A lo mejor ya lo tenía la última vez que la vio y por eso había estado tan taciturno, dijo.
«Taciturno.» Ahora Doree casi nunca se relacionaba con gente que empleara una palabra así, y le pareció raro. Pero Lloyd siempre había tenido la costumbre de utilizar palabras como esa, y por supuesto antes a Doree no le impresionaban tanto como ahora.
—¿Te parezco una persona distinta? —preguntó Lloyd.
—Bueno, eres distinto —dijo Doree con prudencia—. ¿Yo no?
—Tú estás preciosa —dijo él con tristeza.
Doree se ablandó un poco, pero se resistió.
—¿Te sientes distinta? —preguntó Lloyd—. ¿Te sientes una persona distinta?
Ella dijo que no lo sabía.
—¿Y tú?
—Totalmente —dijo él.
Días más tarde, esa misma semana, a Doree le dieron un sobre en el trabajo. Llevaba la dirección del motel e iba dirigido a su atención. Dentro había varias hojas, escritas por las dos caras. Al principio no pensó que fuera de Lloyd; tenía la idea de que en la cárcel no se permitía escribir cartas. Pero claro, él era otra clase de preso. No era un delincuente, era un delincuente psicótico.
En el escrito no había fecha, ni siquiera un «Querida Doree». Empezaba hablándole de tal manera que Doree pensó que sería una especie de invitación religiosa.
La gente anda buscando la solución. Tienen la mente irritada (de tanto buscar). Hay tantas cosas que los zarandean, que les hacen daño… En sus caras se ven todos sus dolores y sus heridas. Están preocupados. Van de un sitio a otro. Tienen que ir de compras y a la lavandería y a cortarse el pelo y ganarse la vida o recoger el cheque del paro. Los pobres tiene que hacer eso y los ricos tienen que buscar con todas sus fuerzas la mejor manera de gastarse el dinero. Eso también es trabajo. Tienen que construir las mejores casas con grifos de oro para el agua caliente y la fría. Y sus Audi y los cepillos de dientes mágicos y todos los artilugios imaginables y las alarmas antirrobo para protegerse de las matanzas y ni (ve) viejos ni jóvenes, pobres o ricos, tienen paz de espíritu. Iba a escribir «vecinos» en lugar de viejos, ¿por qué sería? Aquí no tengo vecinos. Donde estoy al menos la gente ha superado mucha confusión. Saben lo que poseen y siempre poseerán y ni siquiera tienen que comprar la comida ni cocinar. Ni elegirla. Toda posibilidad de elección queda eliminada.
Lo único que podemos conseguir los que estamos aquí es lo que saquemos de nuestra mente.
Al principio en la cabeza solo tenía perturvación (¿se escribe así?). Era una continua tormenta y me daba golpes contra el cementó con la esperanza de librarme de ella. Parar mi sufrimiento y mi vida. Y me impusieron castigos. Me redujeron con una manguera, me ataron y me introdujeron drogas en el torrente sanguíneo. No es que me queje, porque tenía que aprender que de eso no se saca ningún provecho. Ni tampoco hay diferencia con el llamado mundo real, donde la gente bebe, monta escándalos y comete crímenes para eliminar los pensamientos dolorosos. Y muchas veces se los llevan y los encarcelan pero no es suficiente para que salgan al otro lado. ¿Y qué es eso? Es la demencia absoluta o la paz.
La paz. Yo he alcanzado la paz y sigo cuerdo. Supongo que al leer esto pensarás que voy a decir algo de Jesucristo o quizá de Buda como si me hubiera convertido a alguna religión. No. No cierro los ojos y me siento elevado por ningún Poder Superior concreto. La verdad es que no sé qué quieren decir con todo eso. Lo que hago es Conocerme a Mí Mismo. Conócete a Ti Mismo es una especie de Mandamiento de algún sitio, probablemente de la Biblia, así que al menos he seguido el Cristianismo. También Sé Fiel a Ti Mismo, eso lo he intentado si es lo que también está en la Biblia. No dice a qué partes, las buenas o las malas, ser fiel, o sea, que no se trata de una guía de moralidad. Tampoco Conócete a Ti Mismo tiene relación con la moralidad como la entendemos en Conducta. Pero la Conducta en realidad no me preocupa porque me han juzgado correctamente como persona en la que no se puede confiar para que juzgue cómo debería comportarse y esa es la razón por la que estoy aquí.
Volvamos a la parte del Conocer del Conócete a Ti Mismo. Puedo decir con toda seriedad que me conozco a mí mismo y sé lo peor de lo que soy capaz y sé que lo he hecho. El Mundo me considera un Monstruo y no tengo nada en contra de eso, aunque de paso podría decir que a los que sueltan bombas o queman ciudades o matan de hambre o asesinan a cientos de miles de personas normalmente no se los considera Monstruos sino que les llueven medallas y honores, pues solo los actos contra pocas personas se consideran malos y terribles. Lo cual no es una excusa sino una simple observación.
Lo que Conozco de Mí Mismo es mi propia Maldad. Ese es el secreto de mi consuelo. Quiero decir que conozco lo Peor de mí. Puede que sea peor que lo peor de otras personas, pero la verdad es que no tengo que pensar ni preocuparme por eso. No hay excusas. Estoy en paz. ¿Soy un Monstruo? El Mundo dice que sí y si lo dice yo estoy de acuerdo. No obstante, también digo que el Mundo no tiene ningún significado real para mí. Yo soy Yo y no tengo posibilidades de ser otro Yo. Podría decir que entonces estaba loco, pero ¿qué significa eso? Loco. Cuerdo. Yo soy Yo. No podía cambiar mi yo entonces y no puedo cambiarlo ahora.
Doree, si has seguido leyendo hasta aquí, hay algo especial que quiero contarte pero que no puedo escribir. Si tienes pensado volver aquí alguna vez, a lo mejor lo haré. No pienses que soy cruel. No es que no quisiera cambiar las cosas si pudiera, es que no puedo.
Voy a enviarte esto a tu trabajo, pues lo recuerdo y recuerdo el nombre del pueblo, así que mi cerebro funciona bien en algunos aspectos.
Ella pensó que tendrían que hablar de esa carta la próxima vez que se vieran y la leyó varias veces, pero no se le ocurrió nada que decir. De lo que realmente quería hablar era de lo que él decía que no podía poner por escrito. Pero cuando volvió a verlo, él actuó como si no le hubiera escrito nada. Ella, por sacar un tema de conversación, le contó que un cantante de folk, famoso en su momento, se había alojado en el motel. Le sorprendió que él supiera más cosas que ella sobre la trayectoria del cantante. Resulta que tenía televisión, o que al menos podía verla, y solía ver algunos programas y, por supuesto, las noticias. Eso les dio algo más de lo que hablar, hasta que Doree ya no pudo reprimirse más.
—¿Qué es eso que solo puedes contarme personalmente?
Lloyd dijo que ojalá no se lo hubiera preguntado. No sabía si estaban preparados para hablar de ello.
Y entonces a Doree le dio miedo de que fuera algo que no pudiera controlar, algo insufrible, como que él seguía amándola. No soportaba oír la palabra «amor».
—Vale —dijo—. Quizá no lo estamos. —Y añadió—: De todos modos, será mejor que me lo cuentes. Si al salir de aquí me atropellara un coche nunca lo sabría, y tú ya no tendrías otra oportunidad de contármelo.
—Es verdad —dijo él.
—Bueno, ¿qué es?
—El próximo día. El próximo día. A veces no puedo hablar. Quiero hablar, pero me quedo en blanco.
Doree, he estado pensando en tí desde que te marchaste y lamento haberte decepcionado. Cuando estás sentada enfrente de mí me emociono más de lo que quizá demuestro. No tengo derecho a emocionarme delante de ti, puesto que tú tienes más derecho que yo y tú siempre te controlas. Así que voy a invertir lo que dije porque he llegado a la conclusión de que en realidad me cuesta menos escribirte que hablarte.
A ver por dónde empiezo.
El Cielo existe.
Esa es una forma, pero no está bien porque yo nunca he creído en el Cielo y el Infierno, etc. Para mí todo eso eran gilipolleces, así que debe de parecer muy raro que saque a relucir el tema.
De modo que lo único que voy a decir es que he visto a los niños.
Los he visto y he hablado con ellos.
Ya está. ¿Qué piensas en este momento? Estarás pensando: bueno, este está como una auténtica cabra. O: es un sueño y no sabe distinguir un sueño, no entiende la diferencia entre estar dormido y estar despierto. Pero quiero decirte que entiendo la diferencia y que sé que existen. Digo que existen, no que están vivos, porque vivos significa en nuestra misma Dimensión, y no estoy diciendo que estén aquí. La verdad es que creo que no. Aunque existen y debe de ser que hay otra Dimensión o a lo mejor innumerables Dimensiones, pero lo que sé es que yo he llegado a la que están ellos. Posiblemente lo he conseguido porque paso tanto tiempo solo y tengo que pensar y pensar y porque tengo tanto en que pensar. Así que después de este sufrimiento y soledad hay una Gracia que ha visto la manera de darme una recompensa. A mí, precisamente el que menos la merece según el modo de pensar del mundo.
Bueno, si has seguido leyendo hasta aquí y no has roto esto en mil pedazos, querrás saber algo. Cómo están, por ejemplo.
Están bien. Son muy felices y muy listos. No parecen tener ningún recuerdo de nada malo. A lo mejor están un poco mayores que antes pero es difícil saberlo. Parecen comprender a diferentes niveles. Sí. A Dimitri le notas que ha aprendido a hablar, cosa que antes no podía hacer. Están en una habitación que reconozco en parte. Es como nuestra casa pero más espaciosa y bonita. Les pregunté qué tal los cuidaban y se rieron y dijeron algo como que podían cuidarse solos. Creo que fue Sasha quien lo dijo. A veces no hablan por separado, al menos yo no puedo distinguir sus voces, pero sus personalidades son muy claras y debo decir que muy alegres.
Por favor, no llegues a la conclusión de que estoy loco. Ese es el miedo que me impidió contártelo antes. Estuve loco una época pero créeme que me he librado de mi antigua locura como el oso muda el pelaje. O quizá debería decir como la serpiente muda la piel. Sé que si no lo hubiera hecho no se me habría concedido esta capacidad para reconectar con Sasha, Barbara Ann y Dimitri. Ojalá también te la dieran a ti, porque, si es una cuestión de méritos, tú me sacas ventaja. Puede que a ti te cueste más trabajo porque vives mucho más en el mundo que yo, pero al menos puedo darte esta información, la Verdad, y al decirte que los he visto espero que te animes.
Doree se preguntó qué diría o pensaría la señora Sands si le leía esta carta. Naturalmente, la señora Sands tendría cuidado. Procuraría no emitir un veredicto rotundo de locura, sino que encauzaría con cautela y delicadeza a Doree en esa dirección.
O quizá se podría decir que no la encauzaría, sino que despejaría la confusión para que Doree tuviera que enfrentarse con una conclusión a la que parecería haber llegado ella sola. Tendría que quitarse de la cabeza esos disparates peligrosos (así hablaría la señora Sands).
Por eso Doree no quería ni verla.
Doree tenía la certeza de que Lloyd estaba loco. Y en lo que había escrito había indicios de su antigua chulería. Ella no le contestó. Pasaron los días, las semanas. No cambió de opinión, pero siguió guardando en secreto sus escritos. Y de vez en cuando, mientras estaba pulverizando el líquido limpiador en el espejo de un cuarto de baño o estirando una sábana, la embargaba una emoción. Durante casi dos años no se había fijado en las cosas que solían alegrar a la gente, como el buen tiempo o las flores o el olor de una panadería. Aún no experimentaba esa sensación espontánea de felicidad, no la sentía, pero sí había algo que le recordaba cómo era. No tenía nada que ver con el tiempo que hiciera ni con las flores. Era la idea de que los niños estaban en lo que él llamaba su Dimensión lo que se adentraba furtivamente en ella y por primera vez le proporcionaba una sensación de tranquilidad, no de dolor.
Desde que pasó lo que pasó siempre había tenido que librarse de cualquier pensamiento relacionado con los niños, sacárselo inmediatamente de la cabeza como un cuchillo clavado en el cuello. No podía pensar en sus nombres, y si oía un nombre parecido a los de sus hijos, también tenía que arrancárselo. Incluso tenía que echar las voces de los niños, sus chillidos y el chapoteo de sus pies cuando entraban y salían de la piscina del motel por una especie de puerta que ella era capaz de cerrar de golpe para dejar de oír. En cambio ahora tenía un refugio al que podía acudir en cuanto la acechaban esos peligros.
¿Y quién se lo había proporcionado? Desde luego, no la señora Sands, con tantas horas que había pasado ante la mesa con los kleenex discretamente a mano.
Se lo había proporcionado Lloyd. Lloyd, esa persona terrible, esa persona aislada y demente.
Demente, por llamarle de alguna manera. Pero ¿no cabía la posibilidad de que lo que decía fuera verdad, de que hubiera salido al otro lado? ¿Y quién podía asegurar que las visiones de una persona que había hecho tal cosa y tal viaje no significaran algo?
Esa idea se coló en su cerebro y allí se quedó.
Junto al pensamiento de que quizá Lloyd fuera la única persona con quien debería estar. ¿Para qué otra cosa serviría ella en el mundo —le parecía estar diciéndoselo a otra persona, probablemente a la señora Sands—, para qué estaba allí si no era al menos para escucharlo?
No he dicho «perdonar», le contó mentalmente a la señora Sands. Jamás lo diría. Jamás lo haría.
Pero a ver. ¿No me rechazan a mí tanto como a él por lo que pasó? Nadie que lo supiera me querría a su lado. Lo único que hago es recordarle a la gente lo que nadie puede soportar que le recuerden.
Era imposible disfrazarse, francamente. Esa corona de pinchos amarillos daba lástima.
Y un día se vio otra vez en el autobús, por la carretera. Recordó aquellas noches después de la muerte de su madre, cuando se escapaba para ver a Lloyd, mintiéndole a la amiga de su madre, la mujer con quien vivía, sobre adónde iba. Recordaba el nombre de la amiga, el nombre de la amiga de la madre. Laurie.
¿Quién sino Lloyd recordaría ahora los nombres de los niños, o el color de sus ojos? Cuando tenía que hablar de ellos la señora Sands los llamaba «tu familia» y los metía a todos en el mismo saco.
En aquella época, cuando iba a ver a Lloyd, cuando mentía a Laurie, no se sentía culpable; solo tenía una sensación de fatalidad, de sumisión. Tenía la impresión de que la habían puesto en la tierra únicamente para que estuviera con él e intentara comprenderlo.
Pues ya no era así. Ya no era lo mismo.
Iba sentada en el asiento delantero, al otro lado del conductor. Tenía una buena vista por la ventana. Y por eso fue la única pasajera del autobús, la única persona aparte del conductor, que vio una camioneta saliendo de una carretera lateral sin siquiera disminuir la velocidad, que la vio enfrente de ellos al otro lado de la carretera, vacía aquel domingo por la mañana, dar sacudidas y caer en la cuneta. Y la única que vio algo aún más extraño: al conductor de la camioneta volando por los aires de una manera que pareció al mismo tiempo rápida y lenta, absurda y digna. Aterrizó en la grava, junto a la acera.
Los demás pasajeros no sabían por qué el conductor había frenado y había parado de forma tan brusca y desabrida. Al principio lo único que pensó Doree fue: ¿cómo ha salido? El joven o el chaval, que debía de haberse quedado dormido al volante. ¿Cómo había salido volando de la camioneta y se había lanzado con tanta elegancia al aire?
—Ese tipo se nos ha puesto delante —les dijo el conductor a los pasajeros. Intentaba hablar alto, con calma, pero su voz temblaba de asombro, entre el respeto y el temor—. Se ha estrellado contra la cuneta. Continuaremos en cuanto podamos, pero mientras tanto, por favor, no bajen del autobús.
Como si no lo hubiera oído, o como si tuviera un derecho especial a ser útil, Doree bajó detrás del conductor. Él no la reprendió.
—Si será gilipollas… —dijo el conductor mientras cruzaban la carretera. En su voz solo había rabia e indignación—. Gilipollas de chaval. Pero ¿usted ha visto?
El chico estaba tumbado de espaldas, con las piernas y los brazos extendidos, como si hiciera el ángel en la nieve. Sin embargo, a su alrededor había grava, no nieve. No tenía los ojos completamente cerrados. Era muy joven, un niño que había dado el estirón antes de empezar a afeitarse. Posiblemente sin carné de conducir.
El conductor hablaba por teléfono.
—Como a kilómetro y medio de Bayfteld, en la Veintiuno, el lado este de la carretera.
Un hilillo de espuma rosa salía por debajo de la cabeza del chico, junto a la oreja. No parecía sangre, sino la espuma que se retira de las fresas cuando se hace mermelada.
Doree se agachó junto a él. Le puso una mano en el pecho. No se movía. Doree acercó una oreja. Le habían planchado la camisa hacía poco; desprendía ese olor.
No respiraba.
Pero los dedos de Doree encontraron pulso en el cuello terso del chico.
Recordó algo que le habían contado. Se lo había contado Lloyd, por si uno de los niños tenía un accidente y él no estaba. La lengua. La lengua puede impedir la respiración si se ha desplazado al fondo de la garganta. Puso los dedos de una mano sobre la frente del chico y dos dedos de la otra mano bajo la barbilla. Apretar la frente, presionar la barbilla hacia arriba, para despejar la laringe. Una inclinación leve pero firme.
Si seguía sin respirar, Doree tendría que insuflarle aire.
Le pellizca las aletas de la nariz, aspira una bocanada de aire, sella la boca del chico con sus labios y espira. Espirar dos veces y comprobar. Espirar dos veces y comprobar.
Otra voz masculina, no la del conductor. Debía de haberse parado un automovilista. «¿Le pongo esta manta debajo de la cabeza?» Doree negó con un leve movimiento de cabeza. Acababa de recordar otra cosa, que no hay que mover a la víctima para no lesionar la médula espinal. Cubrió la boca del chico. Apretó su piel cálida, lozana. Espiró y esperó. Espiró y volvió a esperar. Y le pareció que una ligera humedad le ascendía a la cara.
El conductor dijo algo pero Doree no podía levantar la vista. Entonces lo notó, sin lugar a dudas: de la boca del chico salía aliento. Extendió una mano sobre la piel del pecho y al principio no sabía si subía o bajaba porque ella estaba temblando.
Sí, sí.
Era aliento de verdad. La laringe estaba abierta. Respiraba él solo. Estaba respirando.
—Póngasela encima —le dijo Doree al hombre de la manta—. Para que no se enfríe.
—¿Está vivo? —preguntó el conductor, inclinándose sobre ella.
Doree asintió. Sus dedos volvieron a encontrar el pulso. La espantosa sustancia rosa había dejado de manar. A lo mejor no era nada importante, no salía del cerebro.
—No puedo retener el autobús para esperarla —dijo el conductor—. Ya vamos con retraso.
El automovilista dijo:
—Está bien. Ya me encargo yo.
Callaos, callaos, habría querido decirles Doree. Le parecía que era necesario que hubiese silencio, que el mundo entero tenía que concentrarse alrededor del cuerpo del chico, ayudarlo a no perder de vista su obligación de respirar.
Tímidos soplidos, pero regulares, una mansa obediencia bajo el pecho. Sigue, sigue.
—¿Lo ha oído? Este hombre dice que se queda a vigilarlo —insistió el conductor—. Los de la ambulancia van a venir lo más rápidamente posible.
—Usted siga —dijo Doree—. Iré con ellos al pueblo y lo alcanzaré a usted cuando vuelva esta noche.
El conductor tuvo que inclinarse para oírla. Doree había hablado con desdén, sin levantar la cabeza, como si su respiración fuera la que estuviera en juego.
—¿Seguro? —dijo el conductor.
Seguro.
—¿No tiene que ir a London?
No.


 Alice Munro
Too Much Happiness (Demasiada felicidad), 2009


ALICE MUNRO
FICCIONES

Short Stories

Abusos sexuales en su infancia, drogas y un talento descomunal / Así fue la vida de Whitney Houston

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Whitney Houston

Abusos sexuales en su infancia, drogas y un talento descomunal: así fue la vida de Whitney Houston

Un documental de Kevin Macdonald indaga en la turbulenta trayectoria privada y artística de la cantante, que falleció a los 48 años


Gregorio Belinchón
18 de mayo de 2018

Ningún otro artista ha logrado siete números 1 consecutivos en la lista de los más vendidos en EE UU como sí hizo Whitney Houston. Ni Elvis, ni los Beatles, ni Michael Jackson. Y probablemente nadie haya aunado a la vez una presencia física y un encanto tan imponente con una voz de tal magnitud como Houston. Todo eso está en Whitney, el documental que se ha estrenado hoy fuera de concurso en Cannes. Pero junto a ese talento también había una mujer que había sufrido abusos sexuales de niña, una desorbitada presión materna para lograr el éxito, un marido celoso, unas profundas dudas sobre su orientación sexual y que tuvo acceso a cuanta droga y alcohol se le antojó. El recorrido vital de Houston es muy similar al de Michael Jackson o al de Amy Winehouse (que ya tuvo en Cannes su propio documental), otras estrellas musicales cuyas vidas acabaron dramáticamente. El caso de Whitney Houston, en la bañera de una habitación del hotel Beverly Hilton el 11 de febrero de 2012, a sus 48 años.

Whitney Houston
Kevin Macdonald, el director de Whitney, sabe lo que hace. Tiene un largo currículo en el mundo del documental (son soberbios Touching the Void, el ganador del Oscar Un día de septiembre o el centrado en Bob Marley, y él mismo se declara insatisfecho del filmado sobre Mick Jagger), además de haber trabajado en ficción en largos como El último rey de Escocia o La sombra del poder. En Whitney ha apostado por un desarrollo cronológico de la historia, pero se guarda la revelación de los abusos sexuales para el tercio final del metraje, cuando indaga en los demonios interiores que impulsaban a Houston (Newark, 1963 - Beverly Hills, 2012) a no abandonar sus adicciones, bien fueran estas las drogas y el alcohol, bien fuera su marido, Bobby Brown (en el documental, el músico se niega a hablar de estupefacientes). Y aunque ha entrevistado a más de 70 personas, solo 40 aparecen en los 120 minutos de película, porque según el cineasta, muchos mentían.





Se aporta una nueva reflexión sobre la orientación sexual de Houston, y su amistad con Robyn Crawford, la mujer que diseñó su imagen

Para entender a Whitney Houston, hay que recordar que su madre, Cissy Houston, era una cantante más conocida por ser corista de grandes estrellas como Aretha Franklin o Elvis Presley. Whitney nunca le perdonó a su progenitora que se liara con el pastor de su iglesia (el lugar donde actuó por primera vez con público). Así que tras el divorcio de sus padres, Whitney y sus dos hermanos mayores pasaron su infancia en casas de otros familiares durante las giras maternas. Esa pista la da su hermano, por parte de madre, Gary Garland-Houston, que acabó jugando en la NBA: "Pasamos mucho tiempo en cuatro o cinco casas distintas de otros familiares, como si estuviésemos de acogida". Casi todas ellas también de artistas, como sus primas Dionne y DeDe Warwick. Y Garland es quien cuenta que de los siete a los nueve años una mujer abusó de él, y eso se le quedó marcado en el corazón. También lo hizo con Whitney. Fue DeDe Warwick. Mary Jones, tía de Whitney Houston, confirma que se lo contó la artista. Jones, además, fue quien descubrió su cadáver en la bañera del Beverly Hilton.
A través de esa revelación, la vida de Houston se observa de manera muy distinta. Por ejemplo, aporta nuevas luces sobre su orientación sexual. Ante la presión de su madre, que proyectó en ella todas sus ambiciones aunque también educó su voz para que fuera única, a los 18 años Houston se fue a vivir con su mejor amiga, Robyn Crawford, la gran ausente del documental. Una de las peluqueras de Houston cuenta que cantante era "lo que hoy en día se denomina como sexualmente fluida” y que incluso le regaló un vibrador en Navidad para que colmara sus deseos. De Crawford no quieren hablar los hermanos Houston, que la acusan de ser un demonio por su lesbianismo. Pero Crawford acertó en sus decisiones artísticas: ella diseñaba los vestidos de las actuaciones, los decorados de las giras y de los vídeos musicales. Si la voz de Houston fue obra de su madre (que la enseñó a diferenciar entre cantar con las tripas, el corazón o la cabeza), la imagen fue cosa de Crawford.






Cuando Whitney Houston se casó con el rapero Bobby Brown, Crawford siguió a su lado. Sin embargo, cuando estalló el exitazo de El guardaespaldas y Brown se convirtió en un torbellino de celos con respecto a su esposa, Crawford fue expulsada de su círculo. Dos testimonios en el documental aseguran que el demonio interior de la cantante nació de que no fue capaz de aceptar una orientación sexual que había quedado ensuciada por los abusos de su prima. Y que las posteriores y fallidas decisiones vitales nacían de aquella infancia: no se divorció hasta muy tarde de Brown porque no quería ser como sus padres separados y porque ansiaba cumplir con lo considerado normal en la sociedad estadounidense, se llevó durante años de gira a su hija para que nadie la tocara... y eso acabó con una niña rodeada de adultos drogados y borrachos. Bobbi Kristina Brown fue otra vida descarrilada. Si su madre ya había probado la cocaína y la marihuana a los 16 años, Kriss empezó antes.
Alguien cuenta que a veces Houston quedaba con Michael Jackson y se sentaba juntos sin hablarse durante horas en alguna habitación de hotel. "Probablemente, no había nadie sobre la Tierra que pudiera entenderla mejor". Macdonald muestra esos momentos de relax y felicidad en el documental, que ha contado con la colaboración de la familia, aunque la decisión del montaje final se la reservara el director, al que contactó Nicole David, la agente cinematográfica de Houston, para que filmara la vida de su exrepresentada.






También hay espacio durante las dos horas a disfrutar de sus canciones, de su dicotomía entre la artista, Whitney Houston, y Nippy, su apodo familiar, una niña sencilla que solo quería dormir y ver la tele. De su triunfo ante quienes criticaron su paso del soul y el r'n'b a un pop más cercano al gusto blanco imperante. En un hábil giro social y musical, su interpretación en la SuperBowl de 1991 del Star-Spangled Banner, el himno estadounidense, con un cambio de ritmo del habitual 3/4 a un 4/4, con lo que lo hizo más afroamericano, le reconcilió con todas las capas sociales posibles. Si El guardaespaldas, en 1992, y la canción principal de esa película, I Will Always Love You, la convirtieron en la artista más popular del momento (hasta Saddam Hussein utilizó una versión árabe de la canción para una campaña electoral), los siguientes años fueron los de su caída en picado, con giras desastrosas y millones de dólares tirados en infructuosas grabaciones de álbumes inéditos.
Whitney Houston

Solo tras divorciarse intentó rehabilitarse, pero entonces ya no tenía dinero para poder pagar su ingreso en una clínica. Ella, la mujer a la que su padre, el rey de los trapicheos ilegales en Newark y posterior contable de su hija, llegó a demandar por 100 millones de dólares por dinero no recibido tras su despido. Ella, que mantuvo a sus hermanos, primos y familia en general en nómina durante décadas. La película acaba casi como empieza, con las imágenes de la primera actuación en televisión en 1983 de la estrella. Y una coda final: su hija también apareció en una bañera ahogada, también tras consumir drogas y estupefacientes, pero con tan solo 22 años. Falleció en 2015 tras seis meses en coma.


DE OTROS MUNDOS
Whitney Houston y Bobbi Kristina / El trágico final

DRAGON






Kevin Macdonald / “Whitney Houston no maduró emocionalmente por los abusos sexuales”

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Whitney Houston



“Whitney Houston no maduró emocionalmente por los abusos sexuales”

Kevin Macdonald estrena su documental sobre la gran estrella del pop de los noventa, que vivió enganchada a las drogas y al alcohol hasta que murió a los 48 años


GREGORIO BELINCHÓN
Madrid 6 JUL 2018 - 16:00 COT

Sentado en un sofá, con ojeras, en una de las carpas asentadas en mayo en La Croisette, la playa de Cannes, Kevin Macdonald no parece el cineasta que ha revolucionado el festival de cine. Su sonrisa sí le delata. "Ha sido el documental más complicado de mi vida", cuenta el director, un escocés de 50 años -aparenta una década menos- con una impresionante trayectoria en el documental (Touching the Void, el ganador del Oscar Un día de septiembre) como en el largo de ficción (El último rey de Escocia o La sombra del poder). Y con esta frase se refiere a Whitney, su último trabajo, que se estrena hoy en España, una durísima indagación en la vida de la estrella del pop Whitney Houston, que apareció muerta en la bañera de una habitación del hotel Beverly Hilton el 11 de febrero de 2012, a sus 48 años, víctima de un cóctel explosivo de drogas, abusos sexuales en su infancia, presiones desaforadas maternales para que lograra el éxito y dudas sobre su orientación sexual acalladas a golpe de relaciones sentimentales mediáticas.
Macdonald se presenta al periodista, y tras revisar su correo electrónico en el móvil inquiere al periodista: "Doy por hecho que Houston era también muy famosa en España". Y tanto. "Lógico, hubo unos años, cuando enlazó sus siete números 1 consecutivos en EE UU, que no había nadie como ella".
Whitney Houston
Pregunta. Al final del documental, uno se da cuenta de que la peor fuente de información es la misma Whitney Houston. Que por mucho que este filme haya sido rodado con el beneplácito de la familia, no es de la cantante de donde procede la información.
Respuesta. Por eso ha sido tan complicado. Sus canciones no hablaban de sus experiencias en detalle, al contrario que otra estrella malograda, Amy Winehouse. Nunca contó intimidades en entrevistas, salvo en alguna extraña ocasión. Ella es un enigma. Y precisamente eso me intrigó como cineasta. El reto estuvo entrar en el alma de alguien ya fallecido para averiguar cómo era.
P. ¿Tan poco le ayudaron a usted sus amigos y su familia?
R. Hice unas 70 entrevistas, y solo he usado material de poco más de 40. Porque muy pocos hablaban con sinceridad. Casi todos soltaban banalidades para quedar bien. Fue duro indagar e indagar.








Kevin Macdonald, detrás de su operador de cámara, durante las entrevistas de 'Whitney'.
Kevin Macdonald, detrás de su operador de cámara, durante las entrevistas de 'Whitney'.


P. ¿De verdad que Bobby Brown, el exmarido de Houston, no fue capaz de decir algo más inteligente?
R. De verdad. Y he dejado esas pequeñas citas para que quedara constancia de cómo es. En cuanto a su amiga y posible amante Robyn Crawford, nos cruzamos emails y conocía y alabó mi trabajo previo, pero nunca quiso hablar ante las cámaras. Sí me parecen muy reveladoras para entender la cultura de la droga en la que se movían las declaraciones de los hermanos de Houston.
P. Ha realizado un montaje en el que se impone el ritmo del thriller. ¿Por qué?
R. Porque así se planteó al inicio y las revelaciones confirmaron ese esquema. Para mí era una investigación. ¿Qué le pasó a Whitney Houston? ¿Por qué acabó falleciendo tan joven y destrozada? La información sobre los abusos sexuales realizados por su prima, DeDe Worwick, me llegó al final, en una de las últimas entrevistas, la que le hicimos a Mary Jones, la tía de Houston. Estábamos entrevistando y montando muy rápido, y lo que se ve en pantalla es, también, mi viaje como cineasta. Un trayecto en el que me iba creyendo algunas cosas y que de repente sentí que todo lo aprendido previamente tenía que reconsiderarlo por completo. Periodísticamente es grande, porque los abusos iluminan un montón de zonas oscuras y explican su comportamiento.








Una secuencia de 'Whitney'


P. ¿Es necesario llevar una vida así para ser una megaestrella?
R. Desde luego, si piensas en Amy Winehouse, Michael Jackson, Prince... Gente con talento que probaron el lado salvaje de la vida. Sufrimiento y dolor en la vida privada parecen interconectados con la habilidad de comunicar a través de la música grandes sentimientos. Por suerte, sabemos que no tiene que ser así. Ha habido enormes artistas felices.
P.  Algunas imágenes subrayan esa imagen de alegría de vivir que surgían de algunas canciones de Houston y su relación con iconos de la época como Reagan o Coca-cola.
R. Es que somos producto de nuestro tiempo. Existimos dentro de un contexto y a Whitney nos la vendieron así. También quería que el público se diera cuenta de que la cultura imperante en los ochenta era la cultura superficial creada por blancos. Y ella formó parte, de manera contradictoria, de ese triunfo del pop vacío. Y no me refiero a la música, sino a toda una manera de vivir.




"Las tres grandes estrellas negras de los ochenta, Whitney, Prince y Michael Jackson, tuvieron vidas paralelas marcadas trágicamente por las adicciones, y estaban aisladas del resto del mundo. Creo que tiene que ver con los problemas raciales"

P. Pues sí que le ha llevado lejos este filme, y eso que se negó a aceptar el encargo.
R. Cierto. Nicole David, su agente cinematográfica, me llamó un día y me contó que a pesar de todo el tiempo que transcurrieron juntas, ella nunca había llegado a entender ni el comportamiento ni el final de Houston. Al principio no lo vi claro, pero Nicole me convenció que su interés era auténtico y honesto.
P. ¿Ha sido un documental más complicado que sus trabajos previos?
R. Increíblemente más difícil. Hubiera necesitado mucho más dinero, tiempo y sinceridad en los entrevistados. Ha sido año y medio volcado en él, más que los anteriores. Nadie me explicaba nada, y probablemente ni siquiera Whitney fue capaz de entenderse a sí misma. Creo que dejó de crecer emocionalmente, no maduró, por culpa de los abusos. Su carácter se quedó... sin completar, y por ello se comportó de adulta como una niña caprichosa.
P. Hay un momento asombroso cuando compara las increíbles similitudes vitales entre Whitney Houston y Michael Jackson.
R. Y eso que no eran amigos. Si te fijas, también puedes incluir a Prince. Es curioso, las tres grandes estrellas negras de los ochenta, de edad similar, tuvieron vidas paralelas marcadas trágicamente por las adicciones, y estaban aisladas del resto del mundo. Es fascinante. Creo que tiene que ver con los problemas raciales, con lo complicado que era en aquella época ser una estrella afroamericana en un Estados Unidos eminentemente blanco. Y por eso desconectaron de la realidad.
P. Ahí hay una historia.
R. Pero no seré yo quien la encare.
P. ¿Y qué va a hacer ahora?
R. Tengo en marcha dos proyectos simultáneos, pero poco más puedo contar.
Acabado el festival de Cannes, se anunció que uno de ellos sería un documental en formato serie de televisión de seis capítulos sobre la tragedia de Lockerbie [en 1988 un avión de la Pan Am estalló por un atentado terrorista en pleno vuelo encima de esa ciudad británica y murieron las 259 personas que viajaban a bordo y 11 más en tierra]. El otro filme es la adaptación de The Encounter, la obra de teatro que recrea el viaje en 1969 del fotógrafo Lorne McIntyre a lo más profundo del Amazonas y su encuentro con la tribu de los matis, los conocidos como hombres gato, en el valle brasileño del Javarí.

Alice Munro / La temporada del pavo

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Girl holding turkey, 1957
Joe Hester
Alice Munro
Biografía
La temporada del pavo
The Turkey Season
A Joe Radford

      Cuando tenía catorce años conseguí un trabajo en el Corral del Pavo durante la temporada de Navidad. Era demasiado joven para conseguir trabajo en una tienda, o como camarera a tiempo parcial; también era demasiado nerviosa.

       Yo limpiaba pavos. Las demás personas que trabajaban en el Corral del Pavo eran Lily, Marjorie y Gladys, también limpiaban pavos. Irene y Henry los desplumaban; Herb Abbott, el capataz, supervisaba toda la operación y se ponía donde se le necesitaba. Morgan Elliot era el propietario y jefe. Él y su hijo Morgy se ocupaban de la matanza.
       A Morgy le conocía de la escuela. Lo encontraba tonto y despreciable, y me molestaba tener que considerarle bajo una nueva luz, y posiblemente superior, como hijo del jefe. Pero su padre le trataba tan rudamente, gritándole y renegando, que no parecía ser más que el peor de los trabajadores. La otra persona emparentada con el jefe era Gladys. Su hermana, y en su caso sí parecía estar en alguna clase de posición privilegiada. Trabajaba despacio, se iba a casa si no se sentía bien, y no era cordial ni con Lily ni con Marjorie, aunque sí lo era un poco conmigo. Había vuelto para vivir con Morgan y su familia después de haber trabajado durante muchos años en Toronto, en un banco. Aquélla no era la clase de trabajo a la que estaba acostumbrada. Lily y Marjorie, hablando de ella cuando no estaba presente, decían que había tenido una crisis nerviosa. Decían que Morgan la hacía trabajar en el Corral del Pavo para hacerle pagar su manutención. También decían, sin preocuparse por la contradicción, que había cogido el trabajo porque iba detrás de un hombre, y que el hombre era Herb Abbott.
       Durante las primeras noches, todo lo que veía al salir de allí, cuando cerraba los ojos, eran pavos. Los veía colgando patas arriba, destripados y tiesos, pálidos y fríos, con las cabezas y los cuellos fláccidos, los ojos y las cavidades nasales cuajadas de sangre oscura; los restos de las plumas, también oscuros y sangrientos, parecían formar una corona. No los veía con aversión sino con una sensación de trabajo interminable por hacer.
       Herb Abbott me enseñaba lo que tenía que hacer. Pones el pavo sobre la mesa y le cortas la cabeza con el hacha. Después coges la piel suelta de alrededor del cuello y tiras de ella hacia atrás para descubrir el buche, alojado en la hendidura entre el esófago y la tráquea.
       —Busca la cachuela —decía Herb animándome. Me hacía cerrar los dedos alrededor del buche. Luego me enseñó cómo bajar la mano por detrás para cortarlo, y también el esófago y la tráquea. Utilizaba tijeras para cortar las vértebras—. Aprieta, aprieta —decía tranquilizándome—. Ahora pon dentro la mano.
       Lo hice. Hacía un frío de muerte allí dentro, en los oscuros interiores del pavo.
       —Cuidado con las astillas de los huesos.
       Trabajando con cuidado en la oscuridad, tenía que tirar de los tejidos conectivos y extraerlos.
       —¡Arriba! —Herb le dio la vuelta al ave y le dobló cada pierna—. Rodillas arriba, mamá Brown. Ahora.
       Cogió un pesado cuchillo y lo puso directamente sobre los nudillos de las rodillas y cortó la canilla.
       —Echa un vistazo a los gusanos.
       Cuerdas de color blanco perlado salían de la canilla, y se arrastraban por su cuenta.
       —Son sólo los tendones contrayéndose. ¡Ahora viene lo bonito!
       Cortó el ave por su parte inferior, que dejaba salir un olor putrefacto.
       —¿Estás informada?
       No supe qué decir.
       —¿Qué es ese olor?
       —Ácido sulfhídrico.
       —Informada —dijo Herb, suspirando—. Muy bien. Pasa los dedos por alrededor y suelta las tripas. Despacio, despacio. Mantén los dedos juntos y las palmas hacia adentro. Tienes que notar las costillas con el dorso de la mano, y has de notar las tripas en tu palma. ¿Lo notas? Sigue. Rompe los tendones, tantos como puedas. Sigue. ¿Notas un bulto blando? Es el corazón. ¿Sí? Bien. Pon tus dedos alrededor de la molleja. Despacio. Empieza a tirar por aquí. Eso es. Eso es. Empieza a sacarla.
       No era nada fácil. Ni siquiera estaba segura de que lo que tenía fuese la molleja. Mi mano estaba llena de pulpa fría.
       —Estira —dijo, y saqué una masa brillante y de aspecto parecido al hígado.
       —Ya lo tienes. Ahí están los bofes. ¿Sabes lo que son? Pulmones. Ahí está el corazón, ahí la molleja, ahí la hiel. No tienes que romper nunca la hiel dentro, o amargará todo el pavo.
       Discretamente, quitó lo que yo me había dejado, incluyendo los testículos, que eran como un par de uvas blancas.
       —Bonito par de pendientes —dijo Herb.
       Herb Abbott era un hombre alto, fuerte y rollizo. Tenía un pelo negro y fino que le arrancaba desde la mitad de la frente hacia atrás, y los ojos ligeramente oblicuos, lo que le hacía parecer un chino pálido o un retrato del diablo, sólo que tenía un rostro amable y bondadoso. Cualquier cosa que hiciera por el Corral del Pavo, destripar, como ahora, o cargar el camión, o colgar las carcasas, lo hacía con movimientos eficientes y precisos, rápida y enérgicamente.
       —Fíjate en Herb, siempre camina como si estuviera sobre un barco —dijo Marjorie, y era cierto. Herb trabajaba en los barcos del lago, durante la temporada, como cocinero. Luego trabajaba para Morgan hasta después de Navidades. En el tiempo restante ayudaba en el salón de billar, haciendo hamburguesas, recogiendo, evitando peleas antes de que comenzasen. Allí era donde vivía; tenía una habitación sobre el salón de billar de la calle principal.
       En todas las actividades del Corral del Pavo parecía ser Herb quien tenía continuamente la eficacia y el honor del negocio en la cabeza; era él quien lo mantenía todo bajo control. Viéndole en el corral hablando con Morgan, que era un hombre bajo y grueso, de cara roja, un pendenciero impredecible, uno estaba seguro de que Herb era el jefe y Morgan el ayudante contratado. Pero no era así.
       Si no hubiera tenido a Herb para enseñarme, no creo que hubiese aprendido a destripar pavos. Yo era torpe con las manos y me había sentido avergonzada por ello tan a menudo, que la menor muestra de impaciencia por parte de la persona que me enseñase me hubiera podido provocar una parálisis nerviosa. No podía soportar que me mirase nadie, si no era Herb. En particular, no podía soportar que me mirasen Lily y Marjorie, dos hermanas de mediana edad, que limpiando pavos eran muy rápidas, concienzudas y competentes. Cantaban mientras trabajaban y hablaban de modo insultante e íntimo a los cadáveres de los pavos.
       —¡No me pinches, maricón!
       —¡Eres un pavo de mierda!
       Nunca había oído a mujeres que hablasen así.
       Gladys no era rápida trabajando, aunque debía de ser meticulosa, si no Herb hubiese hablado con ella. No cantaba nunca y, sin duda, tampoco era mal hablada. Yo la consideraba bastante mayor, aunque no era tan mayor como Lily y Marjorie; debía de tener más de treinta años. Parecía ofendida por todo lo que ocurría y daba la impresión de guardarse cantidad de opiniones desagradables para sí. Yo no intenté hablar nunca con ella, pero ella me habló un día en el frío y pequeño lavabo del cobertizo donde se limpiaban los pavos. Se estaba poniendo maquillaje compacto en la cara. El color del maquillaje era tan distinto del color de su piel que parecía que estuviese dando palmadas con pintura naranja sobre una pared encalada y desigual.
       Me preguntó si yo tenía el pelo rizado natural.
       Le dije que sí.
       —¿No te tienes que hacer la permanente?
       —No.
       —Tienes suerte. Yo tengo que arreglarme el mío cada noche. La química de mi sistema no me permite hacerme la permanente.
       Las mujeres tienen distintas maneras de hablar de su aspecto. Algunas dejan claro que lo que hacen para estar arregladas lo hacen por el sexo, por los hombres. Otras, como Gladys, se toman el trabajo como una especie de trabajo doméstico, de cuyas dificultades se jactan. Gladys era elegante. Me la podía imaginar en el banco, con un vestido azul marino con el tipo de cuello blanco separable que se puede lavar por la noche. Era gruñona y correcta.
       Otra vez me habló de sus períodos, que eran abundantes y dolorosos. Quería saber cómo eran los míos. Había una expresión inquieta, remilgada y agitada en su rostro. Me salvó Irene, que estaba utilizando el lavabo y gritó: —Haz como yo, y te librarás de tus problemas por un tiempo.
       Irene sólo era unos años mayor que yo, pero se había casado recientemente (ya embarazada), y estaba muy adelantada.
       Gladys la ignoró, pasándose agua fría por las manos. Las manos de todas nosotras estaban rojas y tenían un aspecto inflamado por el trabajo.
       —No puedo utilizar ese jabón. Si lo uso me sale un sarpullido —dijo Gladys—. Si traigo aquí mi propio jabón, no puedo permitirme que otras personas lo utilicen, porque me cuesta mucho dinero; es un jabón anti-alérgico especial.
       Creo que la idea que Lily y Marjorie fomentaban, de que Gladys iba detrás de Herb Abbott, nacía de su creencia de que los solteros debían ser importunados y avergonzados siempre que fuera posible, y del interés que sentían por Herb, que daba la impresión de que alguien debería de ir tras él. Sentían curiosidad por él. Lo que se preguntaban era: ¿Cómo puede un hombre necesitar tan poco? Sin esposa, sin familia, sin casa. Los detalles de su vida cotidiana, las preferencias menudas, eran de interés. ¿Dónde se había criado? (Por aquí, por allí y por todas partes.) ¿Cuánto tiempo había ido a la escuela? (El suficiente.) ¿Dónde estaba su novia? (No se sabía.) ¿Bebía café o té, si le daban a elegir? (Café.)
       Cuando decían que Gladys iba tras él, debían de querer hablar realmente de sexo, lo que él quería y lo que tenía. Debían de sentir una curiosidad voluptuosa por él, como yo. Él provocaba estos sentimientos por ser discreto y no gastar las bromas que gastaban algunos hombres, y por no ser al mismo tiempo ni remilgado ni fino. Algunos hombres, al mostrarme los testículos del pavo, hubiesen actuado como si su misma existencia fuese de algún modo una broma pesada para mí, algo por lo que se podría ridiculizar a una chica; otra clase de hombre se hubiese sentido turbado y hubiera pensado que tenía que protegerme de la vergüenza. Un hombre que no parecía sentir ni de una manera ni de otra era una rareza tanto para las mujeres mayores, probablemente, como para mí. Pero lo que era tan bien acogido por mí podía haber sido inquietante para ellas. Querían empujarle. Incluso querían que Gladys le empujase, si podía.
       Entonces no se tenía idea (al menos en Logan, Ontario, a finales de los años cuarenta), de que la homosexualidad iba más allá de unos confines muy estrechos. Las mujeres, ciertamente, creían en su rareza y en límites definidos. Había homosexuales en la ciudad, y sabíamos quiénes eran: un empapelador elegante, de voz fina y cabello ondulado, que se titulaba a sí mismo decorador de interiores; el hijo único de la viuda del pastor, gordo y mimado, que llegaba tan lejos como para participar en concursos de cocina y que había hecho un mantel a ganchillo; un organista hipocondríaco de la iglesia y profesor de música, que mantenía el coro y a sus alumnos a raya con estridentes rabietas. Una vez se ponía la etiqueta, había bastante tolerancia hacia esas personas, y sus dotes para la decoración, para el ganchillo y para la música eran apreciadas, en especial por las mujeres.
       —Pobre chico —decían—. No hace ningún daño.
       Realmente parecían creer, las mujeres lo creían, que el factor determinante era la inclinación por la cocina o por la música, y que era esta actividad la que hacía del hombre lo que era, no otro desvío que pudiera, o que deseara tomar. El deseo de tocar el violín podía ser considerado como una mayor desviación de la virilidad que el deseo de evitar a las mujeres. En realidad, se tenía la idea de que cualquier hombre viril desearía huir de las mujeres, pero la mayoría de ellos eran pescados con la guardia baja y para siempre.
       No quiero entrar en la cuestión de si Herb era o no homosexual, porque la definición no me sirve. Creo que probablemente lo era, pero quizá no lo fuese. (Aún considerando lo que luego sucedió, lo creo así.) Él no es un rompecabezas que se pueda resolver tan arbitrariamente.

       El otro desplumador que trabajaba con Irene, era Henry Streets, un vecino nuestro. No había nada notable en él, excepto que tenía ochenta y seis años y todavía era, como él decía, un demonio para el trabajo. Llevaba whisky en el termo y se lo iba bebiendo durante el día. Fue Henry quien me dijo, en nuestra cocina:
       —Tendrías que conseguir trabajo en el Corral del Pavo. Necesitan otra persona para limpiar pavos.
       Mi padre dijo enseguida:
       —Ella no, Henry. Es muy torpe.
       Y Henry dijo que sólo estaba bromeando, que era un trabajo sucio. Pero yo ya estaba decidida a probarlo, tenía una gran necesidad de tener éxito en un trabajo como aquél. Estaba casi en el estado de una persona mayor que se siente avergonzada de no haber aprendido nunca a leer, de tanto que me afectaba mi incapacidad para el trabajo manual. El trabajo, para todas las personas que yo conocía, significaba hacer cosas para las que yo no servía, y el trabajo era de lo que las personas se enorgullecían y por lo que se medían las unas a las otras. (Ni que decir tiene que las cosas para las que yo servía, como los trabajos escolares, eran sospechosas o eran simplemente despreciadas.) De modo que fue una sorpresa, y luego un triunfo para mí, el que no me despidieran y ser capaz de limpiar pavos a una velocidad que no era deshonrosa. No sé si realmente comprendía lo mucho que esto se debía a Herb Abbott, pero a veces me decía:
       —Buena chica.
       O me daba una palmada en la cintura y decía:
       —Estás aprendiendo a limpiar muy bien los pavos, llegarás lejos.
       Y cuando notaba su contacto rápido y amable a través del grueso suéter y del sangriento delantal que llevaba, sentía que mi rostro ardía y que deseaba apoyarme contra él cuando estaba detrás mío. Quería apoyar mi cabeza contra su ancho y carnoso hombro. Cuando me iba a dormir por la noche, tumbada sobre un costado, frotaba mi mejilla contra la almohada y pensaba que era el hombro de Herb.
       Estaba interesada en cómo le hablaba a Gladys, en cómo la miraba o la observaba. Este interés no era celoso. Creo que quería que algo sucediera entre ellos. Yo me estremecía de curiosa expectación, al igual que Lily y Marjorie. Todas queríamos ver la señal de la sexualidad en él, escucharla en su voz, no porque pensásemos que le haría parecerse más a otros hombres, sino porque sabíamos que en él sería completamente distinta. Era más amable y más paciente que la mayoría de las mujeres, tan severo y distante, en algunos aspectos, como cualquier hombre. Queríamos ver cómo se le podía impresionar.
       Si Gladys también lo quería, no dio señales de ello. Es imposible para mí decir de las mujeres como ella si son tan apagadas y cadavéricas como parecen, sin necesitar más que oportunidades para la irritación y el desdén, o si las ahogan tenebrosos fuegos y pasiones inútiles.
       Marjorie y Lily hablaban de matrimonio. No tenían muchas cosas buenas que decir sobre él, a pesar de que a su parecer era un estado del que a nadie debiera serle permitido quedar fuera. Marjorie decía que poco después de casarse había ido a la leñera con la intención de ingerir verde de Schweinfurt
[polvo verde brillante muy venenoso, utilizado como insecticida y pigmento]. 
       —Lo hubiese hecho —dijo—. Pero llegó el hombre del camión de comestibles y tuve que salir a comprar víveres. Eso fue cuando vivíamos de la granja.
       Su marido era cruel con ella entonces, pero después tuvo un accidente: volcó el tractor y quedó tan gravemente herido que sería un inválido toda su vida. Se trasladaron a la ciudad, y ahora Marjorie era el jefe.
       —La otra noche empezó a ponerse de malhumor y a decir que no quería la cena. Bueno, sólo tuve que cogerle por la muñeca y levantarla. Tuvo miedo de que le retorciese el brazo. Vio que lo haría. De modo que dije: «¿que tú, qué?» Y dijo: «Me la comeré».
       Hablaban de su padre. Era un hombre de la vieja escuela. Tenía un lazo corredizo en la leñera (no en la del insecticida, ésta debía ser una anterior, en otra granja), y cuando le ponían nervioso acostumbraba a ponerlos en fila y a amenazarlos con colgarles. Lily, que era la menor, temblaba hasta caerse. Este mismo padre arregló el matrimonio de Marjorie con uno de sus compinches cuando sólo tenía dieciséis años. Aquél era el marido que la había llevado al verde de Schweinfurt. Su padre lo hizo porque quería estar seguro de que no se quedaba embarazada.
       —Fogosa —dijo Lily.
       Yo me horroricé y pregunté:
       —¿Por qué no te escapaste?
       —Su palabra era ley —dijo Marjorie.
       Decían que ése era el problema con los críos hoy en día, eran los niños quienes mandaban. La palabra de un padre debería ser ley. Ellas criaban a sus propios hijos de manera estricta, y ninguno había salido malo todavía. Cuando el hijo de Marjorie mojaba la cama ella le amenazaba con cortarle el pito con el cuchillo de carnicero. Eso lo curó.
       Decían que el noventa por ciento de las chicas jóvenes de hoy en día bebía, eran mal habladas y les daba por ir por ahí acostándose. No tenían hijas, pero si tuvieran y las pillaran en algo así, las pegarían hasta dejarlas en carne viva. Irene, decían, iba siempre a los partidos de hockey con los pantalones de esquí rajados sin nada debajo, para tenerlo después más fácil en los ventisqueros. Terrible.
       Yo quería señalar algunas contradicciones. Las mismas Marjorie y Lily bebían y hablaban mal y, ¿dónde estaba lo maravilloso en la intransigente voluntad de un padre que te aseguraba toda una vida de infelicidad? (Lo que yo no veía era que Marjorie y Lily no eran infelices del todo, no podían serlo, por su sentido del rango, su orgullo y su estilo.) Yo me enrabiaba entonces por la falta de lógica en lo que hablaban la mayoría de los adultos, por la forma en que se atenían a sus declaraciones sin importarles la evidencia que les pudiera ser presentada. ¿Cómo podían ser tan dotadas, tan delicadas y hábiles las manos de aquellas mujeres (porque yo sabía que serían tan buenas para docenas de otros trabajos como lo eran limpiando pavos; servirían para hacer cobertores, para zurcir, para pintar, para empapelar, para amasar pasta y sembrar) y su forma de pensar tan chapucera, desatinada y exasperante?
       Lily dijo que ella nunca dejaba que su marido se le acercase si había estado bebiendo. Marjorie dijo que desde una vez que casi se murió de una hemorragia nunca había dejado que su marido se le acercara, punto. Lily dijo rápidamente que sólo intentaba algo cuando había estado bebiendo. Pude ver que era una cuestión de orgullo no dejar que el esposo se acercara, pero apenas podía creer que «acercarse» significara «tener relaciones sexuales». La idea de que Marjorie y Lily fuesen solicitadas para dichos propósitos parecía grotesca. Tenían los dientes mal, los estómagos les colgaban, y los rostros pálidos y manchados. Decidí entender «acercarse» en sentido literal.
* * *
      Las dos semanas antes de Navidad eran un tiempo frenético en el Corral del Pavo. Comencé a ir una hora antes de la escuela y también después de la escuela y durante los fines de semana. Por la mañana, cuando iba a trabajar, las farolas estaban todavía encendidas y brillaban las estrellas matutinas. Allí estaba el Corral del Pavo, en el límite de un campo blanco, con una hilera de grandes pinos detrás, y siempre, sin importar el frío ni el silencio que hubiera, estos árboles elevaban sus ramas, suspiraban y se extendían. Parece poco probable que de camino al Corral del Pavo, para limpiar pavos durante una hora, hubiese yo experimentado tal sensación de promesa y al mismo tiempo de perfecto e impenetrable misterio en el universo, pero así era. Herb tenía algo que ver con aquello, y también el corto período de frío: la serie de inclementes y claras mañanas. La verdad es que entonces no era difícil tener esas sensaciones. Yo las tenía, pero sin saber cómo podían estar relacionadas con algo en la vida real.
       Una mañana había en el Corral del Pavo otra persona para limpiar pavos. Era un muchacho de dieciocho o diecinueve años, un extraño llamado Brian. Parecía ser un pariente, o quizá sólo un amigo de Herb Abbott. Vivía con Herb. Había trabajado en un barco del lago el verano anterior. Dijo que acabó harto y lo dejó.
       Lo que dijo fue:
       —¡Joder con los barcos! Acabé harto.
       El lenguaje en el Corral del Pavo era grosero y directo, pero aquélla era una palabra que no se había oído nunca allí. Y Brian no parecía utilizarla descuidadamente, más bien alardeando, en una mezcla de insulto y provocación. Quizá era su estilo en general el que lo hacía parecer así. Tenía un aspecto asombrosamente atractivo: cabello castaño claro, ojos de un azul clarísimo, piel lozana, cuerpo bien formado... la clase de atractivo sobre el que nadie discrepa ni por un momento. Pero un engreimiento único e inexorable se había apoderado de él de tal manera, que no podía evitar el convertir todas sus ventajas en una parodia. Tenía una boca bonita y ligeramente abierta la mayor parte del tiempo, los ojos medio cerrados, su expresión era una mirada lasciva y prometedora, y sus movimientos indolentes, exagerados, provocadores. Quizá si le hubiesen puesto en un escenario con un micrófono y una guitarra y le hubiesen dejado gruñir y dar alaridos, y retorcerse y excitar, hubiera parecido un verdadero celebrante. Al faltarle el escenario, no era convincente. Al cabo de un rato parecía simplemente alguien con un grave problema de hipo; su insistente sexualidad era así de monótona y vacía.
       Si se hubiera moderado un poco, Marjorie y Lily probablemente lo hubieran pasado bien con él. Podrían haber seguido el juego de decirle que cerrara su sucia boca y que se guardase las manos. Tal como era, decían que estaban hartas de él, y lo decían de veras. Una vez Marjorie cogió el cuchillo con el que limpiaba los pavos.
       —Mantén las distancias —le dijo—. Quiero decir conmigo, con mi hermana y con esa cría.
       No le dijo que mantuviera las distancias con Gladys porque Gladys no estaba allí en aquel momento y Marjorie de todos modos no hubiera sentido ganas de protegerla. Pero era a Gladys a quien Brian le gustaba molestar especialmente. Ella tiraba el cuchillo, se iba al lavabo, se quedaba allí diez minutos y luego salía con una cara pétrea. Ya no decía que se encontraba mal y se iba a casa, como antes. Marjorie decía que Morgan estaba molesto con Gladys por vivir a su costa y que ya no podía seguir haciéndolo impunemente.
       Gladys me dijo:
       —No puedo soportar eso. No puedo soportar que la gente mencione esa clase de cosas, ni esa clase de... gestos. Me da náuseas.
       Yo la creía. Estaba terriblemente pálida. Pero ¿por qué, en ese caso, no se quejaba a Morgan? Quizá las relaciones entre ellos eran demasiado incómodas, quizá no podía decidirse a repetirlas ni a describirlas. ¿Por qué no se quejó ninguna de nosotras, si no a Morgan al menos a Herb? Nunca lo pensé. Brian parecía algo que había que soportar, como el frío helado del cobertizo de limpiar pavos y el olor de la sangre y de los desperdicios. Cuando Marjorie y Lily amenazaban con quejarse, era de la holgazanería de Brian.
       No era un buen limpiador de pavos, sus manos eran demasiado grandes. Así que Herb le sacó de limpiar y le dijo que tenía que barrer y limpiar, hacer paquetes con los menudillos y ayudar a cargar el camión. Eso significaba que no tenía que estar en ningún sitio ni hacer ningún trabajo en un momento determinado, así que la mayor parte del tiempo no hacía nada. Empezaba a barrer, lo dejaba y limpiaba las mesas, lo dejaba y se fumaba un cigarrillo, repantigado contra la mesa y molestándonos hasta que Herb le llamaba para que ayudase a cargar el camión. Herb estaba entonces muy ocupado y pasaba mucho tiempo haciendo reparto, de modo que es posible que no supiera el alcance de la holgazanería de Brian.
       —No sé por qué Herb no te despide —decía Marjorie—. Supongo que la respuesta será que no quiere que estés haraganeando por ahí y viviendo a su costa, sin un lugar donde ir.
       —Sé dónde ir —respondió Brian.
       —Mantén tu sucia boca cerrada —dijo Marjorie—. Compadezco a Herb. Cargando contigo.

       El último día de escuela antes de Navidades salimos pronto por la tarde. Yo fui a casa a cambiarme de ropa y llegué a trabajar sobre las tres. Nadie estaba trabajando. Todo el mundo estaba en el cobertizo de limpiar, donde Morgan Elliot estaba blandiendo un hacha sobre la mesa de limpiar y gritando. No pude entender por qué gritaba, y creí que alguien debía haber cometido una terrible equivocación en el trabajo; quizá había sido yo. Entonces vi a Brian al otro lado de la mesa, a quien se veía enfurruñado y miserable, muy echado hacia atrás. La mirada lasciva no había desaparecido del todo de su rostro, pero estaba aminorada y mezclada con una mirada de mal genio impotente y algo de miedo. Ya está, pensé: «a Brian le están despidiendo por ser tan chapucero y gandul». Incluso cuando entendí que Morgan le llamaba «pervertido», «obsceno» y «maníaco» seguí pensando que aquello era lo que sucedía. Marjorie y Lily, e incluso la descarada de Irene, estaban alrededor con la mirada baja y bastante hipócrita, como la de los niños cuando alguien está recibiendo una terrible regañina en la escuela. Sólo el viejo Henry parecía capaz de mantener una cauta sonrisa en la cara. A Gladys no se la veía. Herb estaba más cerca de Morgan que nadie. No intervenía, pero vigilaba el hacha. Morgy estaba llorando, aunque no parecía estar en un peligro inmediato.
       Morgan le estaba gritando a Brian que se fuera.
       —Y fuera de esta ciudad; lo digo en serio. ¡Y no esperes a mañana si quieres conservar tu culo de una pieza! ¡Fuera! —gritó, y el hacha se inclinó dramáticamente hacia la puerta.
       Brian empezó a dirigirse hacia esa dirección pero, tanto si tuvo intención de hacerlo como si no, movió las nalgas contoneándose y de forma provocativa. Eso hizo que Morgan soltase un bramido y corriese tras él, blandiendo el hacha de forma teatral. Brian corría y Morgan corría tras él. Irene gritó y se agarró el estómago. Morgan estaba demasiado grueso para correr cualquier distancia y probablemente tampoco hubiese podido lanzar muy lejos el hacha. Herb miraba desde el umbral. Al cabo de poco Morgan volvió y arrojó el hacha sobre la mesa.
       —¡Vuelvan todos al trabajo! ¡Ya basta de estar aquí mirando! ¡No se os paga por mirar! ¿Qué te pasa? —preguntó, mirando duramente a Irene.
       —Nada —respondió Irene mansamente.
       —Si se te está adelantando, vete de aquí. —No, estoy bien.
       —¡Está bien entonces!
       Nos pusimos a trabajar. Herb se quitó el delantal manchado de sangre, se puso la chaqueta y salió, probablemente para encargarse de que Brian estuviese listo para salir en el autobús de la hora de la cena. No dijo una palabra. Morgan y su hijo salieron al corral, e Irene y Henry volvieron al cobertizo anexo, donde desplumaban a los pavos, trabajando con plumas hasta las rodillas. Se suponía que Brian era el encargado de barrer.
       —¿Dónde está Gladys? —pregunté en voz baja.
       —Recuperándose —dijo Marjorie. Ella también hablaba en un tono más bajo del habitual, y «recuperándose» no era la clase de palabra que ella y Lily utilizaban normalmente. Era una palabra a utilizar hablando de Gladys, con intención burlona.
       No querían hablar de lo que había sucedido, porque tenían miedo que entrase Morgan y las cogiera en ello y las despidiera. Buenas trabajadoras como eran, tenían miedo a eso. Además, no habían visto nada. Les debió molestar no haberlo visto. Todo lo que averigüé fue que Brian o bien le había hecho o le había enseñado algo a Gladys cuando ella salía del lavabo y ella había comenzado a gritar y a ponerse histérica.
       Ahora probablemente tendría que guardar cama por otro colapso nervioso, dijeron. Y él estaría ya saliendo de la ciudad. Y en buena hora, dijeron, nos hemos librado de los dos.

       Tengo una fotografía del personal del Corral del Pavo hecha en Nochebuena. Fue tomada con una cámara con flash que era el despilfarro de Navidad de alguien. Creo que de Irene. Pero Herb Abbott debió de ser quien hizo la foto. Era el único en quien se podía confiar que supiera o que aprendiera inmediatamente a manejar cualquier cosa nueva, y las máquinas de fotografiar con flash eran completamente nuevas en aquella época. La fotografía fue tomada sobre las diez en Nochebuena, después de que Herb y Morgy hubiesen vuelto de hacer el último reparto, de que hubiésemos lavado la mesa de limpiar los pavos y de que hubiésemos barrido y fregado el suelo de cemento. Nos habíamos quitado nuestros ensangrentados delantales y gruesos suéters y habíamos pasado a la pequeña sala llamada comedor, donde había una mesa y un calentador. Todavía llevábamos puesta nuestra ropa de trabajo: batas y faldas. Los hombres llevaban gorras y las mujeres pañuelos, anudados al estilo del tiempo de la guerra. A mí se me ve robusta, alegre y con aire de compañerismo en la fotografía, transformada en alguien que ni siquiera recuerdo haber sido o haber fingido que era. Aparento ser mucho mayor de catorce años. Irene es la única que se ha quitado el pañuelo, soltándose el largo y rojo cabello. Se asoma con una mirada suave, sucia y provocativa que casaría con su reputación, pero no se parece a ninguna mirada suya que yo recuerde. Sí, debía de ser su cámara; está posando para ella, con aquella mirada, más deliberada que la de nadie. Marjorie y Lily sonríen, como era de esperar, pero sus sonrisas son avinagradas y excesivas. Con el cabello oculto, y con unas siluetas como las que tienen envueltas, parecen un par de trabajadores fuertes y joviales, pero malhumorados. Los pañuelos se ven fuera de lugar; unas gorras estarían mejor. Henry está de buen humor, encantado de formar parte del equipo de trabajadores, sonriendo y aparentando veinte años menos de los que tiene. Luego Morgy, con su aspecto de pocos amigos, sin confiar en la bondad de la ocasión, y Morgan, muy sonrojado y en su papel de jefe, y muy satisfecho. Nos acaba de dar nuestro pavo de regalo. A cada uno de esos pavos le falta una pierna o un ala, o tiene una malformación de alguna clase, de modo que ninguno de ellos es vendible al precio íntegro. Pero Morgan se ha esforzado mucho en decirnos que a menudo la mejor carne es la de los cojos, y nos ha enseñado que él mismo se lleva uno a casa.
       Todos tenemos jarras en las manos, o tazas de porcelana grandes y gruesas, que no contienen el té habitual, sino whisky de centeno. Morgan y Henry han estado bebiendo desde la hora de la cena. Marjorie y Lily dicen que sólo quieren un poco y que sólo se lo tomarán porque es Nochebuena y tienen los pies entumecidos. Irene dice que ella también los tiene, pero que eso no significa que sólo quiera un poco. Herb ha puesto bastante no sólo para ella, sino también para Lily y para Marjorie, y no le hacen ninguna objeción. Ha medido el mío y el de Morgy al mismo tiempo, muy poca cantidad, y ha puesto Coca-Cola. Ésta es la primera bebida alcohólica que he tomado nunca, y de resultas de esto durante años creeré que whisky y Coca-Cola es una clase corriente de bebida y siempre la pediré, hasta que me doy cuenta de que muy pocas personas más la beben y de que me sienta mal. Pero aquella Nochebuena no me sentó mal; Herb no me había puesto suficiente. A no ser por un gusto extraño y mi propia sensación de importancia, era como beber Coca-Cola.
       No necesito que Herb esté en la fotografía para recordar su físico. Es decir, siempre y cuando conserve el mismo aspecto de la época en que estuve en el Corral del Pavo y de las pocas veces que me lo encontré en la calle. El mismo de todas las ocasiones que lo vi en mi vida, excepto una.
       La vez que parecía algo distinto a sí mismo fue cuando Morgan estaba maldiciendo a Brian y, después, cuando Brian huyó calle abajo. ¿Cuál era este aspecto distinto? He intentado recordarlo, porque lo examiné detenidamente en aquel entonces. No era muy distinto. Su rostro se veía más emotivo y más serio entonces, y si se tuviera que describir la expresión que había en él, tendría que decir que era una expresión de vergüenza. ¿Pero de qué tendría él que avergonzarse? ¿De Brian, por cómo se había comportado? Sin duda era demasiado tarde; ¿cuándo se había comportado Brian de otro modo? ¿Avergonzado de Morgan, por comportarse con tanta ferocidad y de un modo tan teatral? ¿O de sí mismo, porque era famoso por cortar de raíz peleas y manifestaciones de esa clase y no había podido hacerlo aquí? ¿Estaría avergonzado por no haber defendido a Brian? ¿Esperaba haber hecho eso, defender a Brian?
       Todo eso era lo que yo me preguntaba en aquel momento. Más tarde, cuando supe más, al menos sobre sexo, decidí que Brian era el amante de Herb, que Gladys estaba realmente intentando llamar la atención de Herb, y que era por eso por lo que Brian la había humillado, con o sin la connivencia y el consentimiento de Herb. ¿No es cierto que las personas como Herb, dignas, reservadas y honorables, escogen a menudo a alguien como Brian, y malgastan su inútil amor en alguna persona inmoral y tonta que ni siquiera es mala, ni un monstruo, sino sólo un pesado estorbo? Decidí que Herb, con toda su delicadeza y cuidado, se estaba vengando de todos nosotros, no sólo de Gladys, sino de todos nosotros, con Brian, y que lo que estaba sintiendo cuando estudié su rostro debió de ser un desprecio salvaje y regocijado. Pero también turbación, turbación por Brian y por sí mismo y por Gladys, y hasta cierto punto por todos nosotros. Vergüenza por todos nosotros, eso es lo que yo pensé entonces.
       Algo más tarde, cambié de opinión acerca de esta explicación. Llegué a una etapa en la que cambié mi opinión sobre todas las cosas que no podía saber realmente. Ahora me basta pensar en el rostro de Herb con aquella mirada especial y afligida; pensar en Brian haciendo payasadas a la sombra de la dignidad de Herb; pensar en mi propia concentración desorientada en Herb, en mi necesidad de pillarle, si alguna vez tenía la ocasión, y luego instalarme y quedarme junto a él. Cuán atractiva, cuán deliciosa es la perspectiva de intimidad, con la misma persona que nunca la otorgará. Aún puedo sentir la atracción de un hombre así, que promete y rechaza. Aún quisiera saber cosas. No importan los hechos. Tampoco importan las teorías.
       Al terminar mi bebida quise decirle algo a Herb. Estaba a su lado y esperé un momento en el que no estuviera escuchando ni hablando con nadie más y en el que la creciente y ruidosa conversación de los demás tapase lo que yo tenía que decir.
       —Siento que tu amigo tuviera que marcharse.
       —Gracias.
       Herb me respondió amable y divertido, y de este modo cortó cualquier otro derecho a examinar o a hablar de su vida. Él sabía lo que yo me proponía. Debía haberlo sabido antes, con muchas mujeres. Sabía como hacerlo.
       Lily se puso un poco más de whisky en la jarra y contó cómo ella y su mejor amiga (ahora muerta, de una enfermedad de hígado) se vistieron una vez de hombre y fueron a la zona de los hombres en la cervecería, al lado en el que ponía «Sólo hombres», porque querían ver cómo era. Se sentaron en un rincón a beber cerveza, con los ojos y los oídos abiertos, y nadie las miró dos veces ni pensó nada de ellas, pero pronto surgió un problema.
       —¿Dónde íbamos? Si íbamos al otro lado y alguien nos veía entrar en el de señoras, gritarían como condenados. Y si íbamos al de hombres, seguro que alguien se daría cuenta de que no lo hacíamos de la forma adecuada. ¡Mientras tanto la maldita cerveza nos iba bajando!
       —¡Qué es lo que no se hace cuando uno es joven! —dijo Marjorie.
       Varias personas nos dieron consejo a mí y a Morgy. Nos dijeron que nos divirtiéramos mientras podíamos. Nos dijeron que no nos metiéramos en problemas, que ellos habían sido todos jóvenes una vez. Herb dijo que éramos un buen equipo y que habíamos trabajado bien, pero que él no quería ponerse a malas con ninguno de los maridos de las mujeres haciendo que se quedasen allí demasiado rato. Marjorie y Lily expresaron indiferencia hacia sus maridos, pero Irene hizo saber que ella quería al suyo y que no era verdad que le hubiesen traído arrastrando desde Detroit para casarse con ella, dijera lo que dijese la gente. Henry dijo que era una vida buena si no se flaqueaba. Morgan dijo que nos deseaba a todos una muy sincera feliz Navidad.
       Cuando salimos del Corral del Pavo estaba nevando. Lily dijo que era como una postal de Navidad, y así era, con la nieve arremolinándose alrededor de las farolas de la ciudad y alrededor de las luces de colores que la gente había puesto en la parte exterior de sus puertas. Morgan llevaba a Henry y a Irene a casa en su camioneta, como deferencia hacia la edad, el embarazo y la Navidad. Morgy tomó un atajo a través del campo y Herb se marchó solo, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, caminando con un ligero vaivén, como si estuviese en la cubierta de un barco del lago. Marjorie y Lily se cogieron del brazo conmigo como si fuésemos antiguas compañeras.
       —Cantemos —dijo Lily—. ¿Qué vamos a cantar?
       —¿«Nosotros los Tres Reyes»? —dijo Marjorie—. ¿«Nosotras las tres limpiadoras de pavos»?
       —«Sueño con una Blanca Navidad»
       —¿Por qué soñar? ¡Ya la tienes!
       De modo que cantamos. 




Alice Munro
Lunas de Jupiter

The Moons of Jupiter
Macmillan Canada, Toronto, 1982.


Así fue el rescate de los niños en la cueva tailandesa

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Marinos tailandeses entran en la cueva. FOTO: MARINA TAILANDESA (EFE) / VÍDEO: REUTERS/EPV









Así fue el rescate de los niños en la cueva tailandesa

Las autoridades del país asiático difunden en un vídeo las primeras imágenes de la operación


EL PAÍS
Madrid 11 JUL 2018 - 11:13 COT

Las autoridades tailandesas han difundido este miércoles las primeras imágenes del rescate de los 12 niños y su entrenador de fútbol que estuvieron atrapados durante 18 días en la cueva Tham Luang, en el norte del país. La operación para sacar al grupo de la gruta, que se inundó tras las fuertes lluvias, se prolongó a lo largo de tres días y finalizó el martes con éxito pese a las grandes dificultades técnicas. Todos los rescatados fueron trasladados al hospital de la capital de provincia, donde se están recuperando. 
Los niños y su monitor, todos ellos miembros de un equipo de fútbol local, entraron a visitar la cueva, una conocida atracción turística de la zona, el pasado 23 de junio. Una fuerte tormenta inundó varias partes de la gruta y el grupo quedó atrapado. Unos buzos británicos les localizaron después de nueve días. Desde entonces se consideraron diferentes alternativas para sacarles: construir un túnel alternativo en la roca, enseñarles a bucear, o intentar drenar toda el agua para que pudieran salir caminando. Al final se optó por una combinación entre la segunda y la tercera opción.
El grupo recibió clases de buceo y natación y las autoridades empezaron a drenar el agua en el interior de la gruta. Cuando consideraron que el nivel había bajado a un nivel razonable, y ante una nueva amenaza de fuertes lluvias, las autoridades dieron luz verde a la operación de rescate. La salida se efectuó de manera escalonada —cuatro niños por día, y el tercer día también fue rescatado el entrenador— y contó con la participación de las autoridades locales y de voluntarios tanto tailandeses como extranjeros.


La ruta para sacar a los niños estaba llena de dificultades. Sin luz, con desniveles, inundada en algunos puntos y con tramos muy estrechos. La principal preocupación era un pasadizo angosto, en forma de U, complejo incluso para buceadores profesionales, que tardan 11 horas en ir y volver al punto de la cueva donde se encontraban los niños, 2,5 kilómetros en el interior del túnel. Uno de los buzos voluntarios que participó en la misión falleció el pasado 6 de julio al quedarse sin oxígeno. 


Fútbol / Siempre nos quedará Modric

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Modric, en el partido contra Rusia.
Modric, en el partido contra Rusia.  AP

Siempre nos quedará Modric

Caídos Messi y Cristiano, y con Neymar por los suelos, no hay jugador de más altura en el Mundial que el croata


Oscar Sanz
9 de julio de 2018

Está el fútbol de enhorabuena. Eso dirán (diremos) algunos, hartos del eterno duelo deportivo, mediático, popular y cansino, sobre todo cansino, entre Messi y Cristiano. El Mundial ha puesto fin a un tiempo que parecía eterno en el que uno y otro, el otro y el uno, han acaparado todos los focos, todos los elogios, todas las críticas incluso, como si no hubiera más fútbol a un metro de las narices de ambos. Pero lo había y lo hay. Y en Rusia se ha demostrado. Se podrá pensar que no hay futbolista con la calidad de Messi en el planeta fútbol. Bien pensado está. Como se podrá pensar que nadie posee el gen competitivo y la capacidad goleadora de Cristiano. Estupendo pensamiento. Pero a partir de ya habrá que echar un ojo alrededor de ambos, más cerca que lejos, y certificar no ya que todo toca a su fin, que también, sino que hay gente que merece sentarse en el trono del fútbol mundial aunque sea un ratito, aunque sea de medio lado. Gente que es capaz de liderar a una selección sin demasiadas ínfulas, de clase media, de las que se espera valentía y dignidad. ¿Se les ocurre alguien?
Comenzó Cristiano el Mundial en modo atronador. Tres goles marcó a España, uno de penalti, otro por la gracia de De Gea y un tercero merced a un excelente lanzamiento de falta. Y amplió su racha ante Marruecos, en un partido en el que la selección africana sacó los colores a Portugal. Y ya. Hasta ahí el papel del todavía (al menos a la hora en la que se pergeñan estas líneas) jugador del Real Madrid. Podrá decirse que el 7 de todos los sietes andaba ofuscado por su deseo de irse del Madrid y, más ofuscado aún, porque el club blanco le haya abierto la puerta de salida amén de envolverle en un papel de regalo llamado 100 millones.

En octavos cayó Cristiano, la misma ronda en la que dijo adiós la Argentina de Messi. Tampoco el jugador del Barça tuvo la mejor de sus actuaciones, mal acompañado como estuvo y peor dirigido por Sampaoli, ese técnico que parecía llamado a entrar en el selecto club de los inventores del fútbol. Dejó Messi, como no podía ser menos, un gol de bandera, el que logró ante Nigeria, que no sirvió más que para alargar la agonía de una agónica Argentina. Pocas noticias más se tuvieron de un Messi que acabó despellejado por los medios de comunicación de su país, expertos como son en el despellejamiento de Messi.


Apagados los dos faros que han guiado el fútbol mundial en la última década, a razón de cinco Balones de Oro por faro, quedaba la esperanza de que el llamado a ser su heredero demostrara que estaba dispuesto a calarse la corona que aquellos habían dejado olvidada en el cajón de los fracasos. Para entender el torneo de Neymar nada mejor que acercarnos al Sir Walter Pub, afamado tugurio ubicado en la zona norte de Río de Janeiro. No se le ocurrió otra cosa al regente del citado local que, durante el partido que enfrentaba a Brasil con Serbia, invitar a una ronda de chupitos a todos los presentes por cada caída al suelo de Neymar. Este opinante desconoce si el amigo Walter agotó las existencias, pero no cuesta imaginar que las cogorzas que se produjeron allí fueron de época. Y es que Neymar ha vivido un Mundial a ras de suelo, que fue este su elemento natural algunas veces por las duras entradas de los rivales y otras por su incorregible apego al derrumbe.
Y si los reyes ya no están y el príncipe heredero tampoco, no queda otra que buscar en la plebe a quienes de verdad están dando lustre al Mundial. Y echando un vistazo a los semifinalistas, quien esto escribe se queda con el fútbol de ataque, directo y apasionante de Bélgica, esa selección que dirigen Hazard y De Bruyne y no pierde un segundo en un toque de más, con el juego y la madurez de Griezmann y, por encima de todo y de todos, con el número 10 de Croacia, sí, ese que están ustedes imaginando, y al que más pronto que tarde, con o sin Balón de Oro, el mundo del fútbol acabará reconociendo como lo que es: el mejor centrocampista del planeta. Modric, se llama.

Fútbol / Modric, el genio incombustible

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Modric, en el partido contra Rusia.
Modric, en el partido contra Rusia.  AFP


Modric, el genio incombustible

El capitán de Croacia deslumbra tanto por su técnica como por su despliegue físico


LADISLAO J. MOÑINO
San Petersburgo 11 JUL 2018 - 10:46 COT

“¡Atacar, atacar!”. La orden de Luka Modric durante el intervalo de la prórroga del partido de cuartos entre Croacia y Rusia tronó con fuerza mientras el seleccionador Zlatko Dalic daba sus últimas consignas. El mensaje del capitán croata fue recibido por sus compañeros con una mezcla entre perplejidad y admiración. Alguno como Brozovic confesó que le parecía “increíble” que aún le quedaran fuerzas: “Verle a él correr por todo el campo nos contagió al resto”. “Es un jugador que ha enseñado su calidad durante muchos años. A nadie le sorprende verlo esprintar de la manera en la que lo hace. Lo hace desde siempre. Eso muestra su carácter, su deseo de ganar. Contagia a sus compañeros a hacer algo. El equipo siempre espera algo de él. Con Luka todo es posible, está jugando el mejor fútbol de su vida”, argumentó Dalic ayer antes de la semifinal de hoy (20.00, Telecinco) ante Inglaterra.
“Es nuestro líder y lo que necesitamos. Nosotros tuvimos a Boban en el 98 y ahora a Luka. A veces, necesitas gente como él para llegar lejos”, admitía feliz el presidente del fútbol croata, Davor Suker, tras la clasificación.


A sus 32 años, con la tez pálida y al borde de la deshidratación, el extenuante derroche físico de Modric sobre la hierba del estadio Luzhnikí de Moscú acentuó aún más sus pómulos. Su vaciado físico y sus incursiones en ataque a fuerza de cambios de ritmo y largas conducciones fueron antológicos. Dalic le había adelantado y había fijado a Rakitic por detrás de él para guardarle las espaldas. Dio igual, también se vio a Modric retroceder hasta su propia área para defender en los últimos instantes del encuentro en el que Croacia alcanzaba las semifinales del Mundial 20 años después. “Yo le veía muerto en la prórroga, pero él seguía corriendo. Fue un esfuerzo tremendo el que hizo”, dice Paulino Granero, que como preparador físico de Rusia asistió en directo al despliegue. “Las carreras del final de la prórroga me han dejado muerto”, confesó el propio Modric al término del encuentro que le ha lanzado en la carrera por el Balón de Oro.

Polémica en su país

“Lleva jugando a un gran nivel muchos años, es uno de los centrocampistas de más elegancia y nivel que he visto. Trabaja muy fuerte, es nuestro capitán y le seguimos”, apostilla Mandzukic. El excelso campeonato del volante madridista ha generado un consenso mundial sobre la relevancia de su figura. “En Argentina no tenemos centrocampistas así”, lamentó Maradona. “Más allá de los títulos que ha logrado con el Real Madrid, por su juego es el mejor futbolista de la historia de Croacia”, aseguró Robert Prosinecki antes del Mundial. “Es un jugador que tiene un talento muy distinto, mejora a cualquiera que tenga a su alrededor. Se nota cuando él no está en el campo”, dijo a este periódico Iván Rakitic en una reciente entrevista.
El Mundial también está ayudando a Modric a restañar su imagen en Croacia tras su implicación en el proceso por el que ha sido condenado a seis años de cárcel el expresidente del Dinamo de Zagreb, Zdravko Mamic. El patrón del fútbol croata fue acusado de corrupción y malversación de fondos en varios traspasos, uno de ellos el de Modric al Tottenham. Cuando se conoció el caso, en el hotel en el que se refugió la familia de Modric durante la guerra de la independencia de Croacia apareció una pintada: “Lujka, te acordarás de este día”. Tras conocerse la condena a Mamic el pasado 6 de junio, los responsables de prensa de la selección croata han cortado cualquier intento de preguntar sobre el asunto.
En el Tottenham, Modric convivió con Walker, Rose, Henderson y Harry Kane. “Harry estaba empezando, era muy trabajador, tengo una anécdota de él que me guardaré”, dijo Modric, el genio incombustible de Croacia.





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