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Llevan al teatro las dos obras de Hilary Mantel ganadoras del Booker

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Llevan al teatro las dos obras de Hilary Mantel ganadoras del Booker

El doble estreno de En la Corte del Lobo y su secuela Una Reina en el Estrado arrasa en la taquilla de Stratford-upon-Avon

Londres ambiciona el traslado de las dos obras, que tienen como protagonista a Thomas Cromwell, mano derecha del rey Enrique VIII




PATRICIA TUBELLA
Londres 1 ENE 2014 - 07:11 COT


Cartel de 'En la corte del lobo'.
Cartel de 'En la corte del lobo'.


La trama de intrigas en la corte de los Tudor que esta temporada escenifica la Royal Shakespeare Company no responde a una de las grandes obras del Bardo, sino al universo recreado en las novelas de la escritora superventas Hilary Mantel. Esta autora británica que aúna el aprecio de la crítica y el público ha colaborado en la adaptación a las tablas de los dos títulos que le merecieron sendos premios Man Booker, En la Corte del Lobo y su secuela Una Reina en el Estrado (ambas en editorial Destino), un doble estreno que arrasa en la taquilla teatral de Stratford-upon-Avon. Londres deberá esperar a que finalicen las representaciones, el 29 de marzo para conseguir el traslado a la capital de uno de los hot tickets del 2014.


La figura central de los dos libros es el estadista Thomas Cromwell, mano derecha de un Enrique VIII desesperado por tener un heredero varón y que intenta obtener del Papa la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón

La figura central de los dos libros es el estadista Thomas Cromwell, mano derecha de un Enrique VIII desesperado por tener un heredero varón y que intenta obtener del Papa la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. La negativa del Pontífice sellará la ruptura con la iglesia de Roma y la segunda boda del rey con Ana Bolena hasta la caída en desgracia de la dama…. El escritor Mike Poulton ha sido el encargado de trasladar la ficción histórica de Mantel, una narración innovadora y moderna de aquellos acontecimientos del siglo XVI, al formato del teatro. Ambos estuvieron en contacto permanente hasta la puesta a punto de una producción cuyo preestreno en diciembre, en el teatro Swan de la compañía shakesperiana, desbordó todas las expectativas: las entradas ya se habían agotado cuando salieron a la venta medio año antes.
Tal es el gancho de Hilary Mantel, escritora, crítica literaria y articulista, que tras una dilatada producción consiguió el reconocimiento definitivo gracias a la primera entrega de su proyectada trilogía. En la Corte del Lobo le procuró el galardón más preciado de las letras anglosajonas (2009) y, tres años después, Una Reina en el Estrado le brindaba el hito de convertirse en la primera pluma británica en recibirlo por segunda vez. Ahora ultima la tercera y última novela de la serie (The Mirror and the Light) que todavía no tiene fecha de salida en el mercado.





El fenómeno de las novelas de Mantel trasciende de las librerías no sólo para recalar por todo lo alto en el teatro

El Cromwell que maniobra en la compleja estructura del poder hasta convertirse en el consejero indispensable de Enrique VIII, el hombre que maneja los hilos tras el juicio y ejecución de Ana Bolena porque el monarca se ha encaprichado de la doncella Jane Seymour (la tercera de sus siete esposas), es interpretado en el escenario del Swan por un rostro familiar entre los televidentes británicos. Aunque bregado en el teatro y en la propia compañía Royal Shakespeare Company, el actor Ben Miles debe su popularidad al ramillete de series de la pequeña pantalla en las que ha participado, como la humorística Coupling o el drama Dracula. Otro asiduo de la parrilla televisiva, Nathaniel Parker, le acompaña en el papel del rey, un año después de haber encarnado con éxito en el West End al ex primer ministro Gordon Brown en la obra La Audiencia (un gran éxito protagonizado por Helen Mirren, transmutada en Isabel II).
El fenómeno de las novelas de Mantel trasciende de las librerías no sólo para recalar por todo lo alto en el teatro. La BBC proyecta la traslación a televisión del primer título de la trilogía novelística, y para ello ha reclutado a uno de los nombres más rutilantes de la escena, el actor Mark Rylance en el rol protagonista de Cromwell. El personaje erigido en la gran estrella de la función y de la temporada.


Hilary Mantel / “La feminidad es un campo de minas para las mujeres de hoy”

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Hilary Mantel


“La feminidad es un campo de minas para las mujeres de hoy”

Hilary Mantel, doble ganadora del Booker, da pistas sobre su aplaudido y polémico título de cuentos: 'El asesinato de Margaret Thatcher'. La BBC ha estrenado una serie basada en su libro de Cromwell



WINSTON MANRIQUE SABOGAL
Madrid 11 MAY 2015 - 17:09 COT


La escritora Hylary Mantel, en Londres.
La escritora Hylary Mantel, en Londres. GETTY IMAGES

“Una ceja levantada puede destruir una vida tan eficazmente como una bala”. Ahí está. Es el usurpador que se esconde silencioso en cada individuo. Y ella, Hilary Mantel, sabe de sus fugaces e inesperados rostros, once de los cuales desenmascara en El asesinato de Margaret Thatcher (Destino), que toma el título de “ese seudohombre que no valoró a otras mujeres. Todo en ella parecía artificial”.
Es un volumen de historias que en las manos de Mantel enriquecen los predios del género del cuento, como ya hiciera con el de la novela, y en concreto la novela histórica. Se convirtió en la primera mujer en obtener dos veces el Premio Booker, por la primera y segunda parte de su trilogía de Thomas Cromwell (En la corte del lobo, 2009, y Una reina en el estrado, 2012). Y ya se verá si hace historia con la tercera, The Mirror and the Light, en pleno proceso creativo.
Hilary Mantel (Derbyshire, 1952) lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a sorprender con un libro que recorre los pliegues de la condición humana. Escribió las onces historias mientras sus dos premiadas novelas eran llevadas al escenario por la Royal Shakespeare Company y colaboraba en la versión televisiva de la miniserie que la BBC se ha estrenado con éxito esta primavera, protagonizada por Damien Lewis (de la serie Homeland); al tiempo que sigue lidiando con su dolorosa endometriosis.







Damian Lewis como Enrique VIII, en la adaptación televisiva de la novela de Hilary Mantel para la BBC.
Damian Lewis como Enrique VIII, en la adaptación televisiva de la novela de Hilary Mantel para la BBC.BBC/COMPANY PRODUCTIONS LTD


Leída en casi 40 idiomas, esta vez en El asesinato de Margaret Thatcher la escritora británica deja las imposturas e intrigas de la época de Enrique VIII para rastrear en el presente al usurpador que habita entre las sombras del Yo de cada individuo. Ese que en sus escritos deja asomar en situaciones cotidianas engendradas de lo ridículo, lo absurdo o lo dramático. Cuentos que perturban, inquietan y hacen reflexionar con episodios esparcidos de sonrisas cómplices o vergonzantes que culebrean como si nada, pero que llevan desde el principio el nudo y el desenlace gestado a los ojos de todos, casi sin ser vistos, como en un acto de magia.
Mantel prefiere conversar por email sobre su última y múltiple criatura literaria donde no falta la crueldad. Reconoce que el éxito de público y crítica no la intimidad, ni la asustan. Por el contrario, le dan dado dosis de seguridad y energía. “Es alentador saber que los lectores están dispuestos a leer otro libro tuyo. La gran presión, como siempre, viene de adentro”, confiesa. Cada día de escritura es su primer día como escritora. “Es una exploración sin fin. El camino que tomé ayer no me ayudará hoy”, asegura; y, lo mejor, es que no sabe a dónde la pueden conducir esos escritos al final de cada día.





La escritura es una exploración sin fin. El camino que tomé ayer no me ayudará hoy”

Mucho menos en los cuentos. Ella afirma no ser consciente de qué autores la han influido, pero admira nombres como los de Maupassant y Alice Munro. De lo único que dice ser consciente de esos cuentistas es la manera dolorosa en que le recuerdan la brecha que hay entre ellos y ella. Las historias, desvela, “me vienen a la cabeza y allí merodean durante años hasta que toman cuerpo”.
Aquí once cuentos. Once mundos de una misma galaxia literaria. El volumen se abre y se cierra con sendas historias de mujeres que un día estando solas en casa suena el timbre de la puerta, abren, es un hombre, intercambian algunas palabras y él entra. Ahí, diagnostica Mantel, se esconde parte de “la naturaleza esencial de la experiencia femenina. Él pide entrar por un motivo. Y ella puede saber su nombre y todo acerca de él, es posible que lo conozca de años, confíe, pero lo que nunca se sabe realmente es qué quiere un hombre de una mujer”.
En medio de esos dos episodios, otras personas, en otras partes con sus respectivos meandros vitales enfrentan sentimientos nuevos o familiares en una narración llena de suave tensión e impresionismo literario donde no faltan la ironía, el sarcasmo y el humor. “Ese es el misterio de la voz del escritor... la expresión de la personalidad del autor mediada por el estilo”.





La señora Thatcher no fue un buen ejemplo para las mujeres en la vida pública. Ella era un seudohombre que no valoró a otras mujeres. Todo en ella parecía artificial”

El mismo que permite que ese desenlace puesto casi desde el principio de cada historia, pero que nadie atisba a reconocer, genera el choque o encuentro de culturas o modos de ver la existencia que dan pie a los cuentos. Lo que la autora define como aquello que genera el drama. “El conflicto es central para cada historia. Pero no tiene que ser un choque evidente. A veces, una ceja levantada puede destruir una vida tan eficazmente como una bala”.
Es el asomo del usurpador.
Margaret Thatcher lo era para Hilary Mantel. “Lo que no soporto es la falsa feminidad”, exclama la protagonista del último relato del volumen. Unas palabras que llevan a la escritora a analizar la feminidad hoy y la manera como las mujeres y los hombres la asumen: “La feminidad es un problema para las mujeres en la vida pública, sobre todo en Reino Unido. Son criticadas. Todo lo que llevan, su peso, su maquillaje, su peinado, todas sus opciones personales y sin importancia son examinadas de una manera hostil por parte de algunos sectores de los medios, y este escrutinio no sólo socava la seriedad de lo que dicen y hacen estas mujeres, sino que sus vidas se hacen mucho más difíciles que la de sus homólogos masculinos. Se institucionalizó la misoginia. Es un campo de minas para las mujeres de hoy”. Se trata de un diagnóstico severo que hunde parte de sus raíces en la exprimera dama de Reino Unido: “La señora Thatcher no fue un buen ejemplo para las mujeres en la vida pública. Ella era un seudohombre que no valoró a otras mujeres. Todo en ella parecía artificial”.
Son palabras del mundo real, sobre una personal real, que dan claras señales de un mundo ficticio creado por una mujer que estudió derecho, ha trabajado en un geriátrico y vivido en países como Botswana y Arabia Saudi. En los relatos de Hilary Mantel el aire está quieto, o el aire está agitado, da igual, el destino no tiene una ruta preferida y el cambio irrumpe, incluso sin aire.




Hilary Mantel / “La historia debe ser peligrosa”

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Hilary Mantel: “La historia debe ser peligrosa”


La escritora sufre para terminar la trilogía de Cromwell, como si se resistiera a regresar de una época fascinante en la que lleva años sumergida

Pablo Guimón
20 de enero de 2016







La escritora Hilary Mantel, en su casa de las afueras de Londres.
La escritora Hilary Mantel, en su casa de las afueras de Londres. LIONEL DERIMAIS

Hilary Mantel, nacida en el norte de Inglaterra hace 63 años, eligió la escritura porque sus ritmos arbitrarios se adaptaban a los que imponía su mala salud. Se zambulló sin red en el oficio. Un éxito apabullante le sobrevino a los 57 años, con su décimo libro, después de casi cuatro décadas de carrera. En la corte del lobo (2009) fue la primera de sus novelas de Thomas Cromwell, el estratega de Enrique VIII que aporta una nueva luz a la manida época de los Tudor. Aquel libro, convertido después en popular serie de televisión, revitalizó un género denostado. Si hoy abunda la narrativa histórica con personajes reales, es por Hilary Mantel. Tanto En la corte del lobo como su continuación (Una reina en el estrado, 2012)obtuvieron el Premio Booker, uno de los más prestigiosos de la lengua inglesa. Algo insólito. Hoy Mantel sufre para terminar la trilogía, como si se resistiera a regresar de una época fascinante en la que lleva años sumergida. Entretanto, se publica en España Experimento de amor. Una novela, escrita en 1995, sobre tres jóvenes mujeres que luchan por abrirse paso en el mismo mundo hostil en que creció la autora. Un ejemplo de la fina literatura contemporánea que practicó después de no lograr publicar su primera novela —un tomo sobre la Revolución Francesa que nadie comprendió que era posmoderno y que vería la luz años después— y antes de que Cromwell la arrastrara de vuelta a su terreno natural. Su marido, un científico a quien ella siguió por África y Arabia Saudí y que ahora es su asistente, abre la puerta de su coqueto apartamento de las afueras de Londres, donde la escritora atiende sus compromisos profesionales. Lejos del refugio junto al mar, en Devon, donde vive, Hilary Mantel habla, con un hilo de voz pausado, de una pasión que vive con una intensidad y un compromiso fuera de lo común.
PREGUNTA. Carmel, protagonis­ta de Experimento de amor, es de extracción humilde. Igual que usted, Cromwell y muchos otros de sus personajes. ¿Le resultaría difícil escribir sobre alguien nacido con privilegios?
RESPUESTA. Todos los escritores tienen cosas que comprenden instintivamente y las convierten en suyas. Una de las mías es la escalada, la ambición, su precio; la soledad y el riesgo que conlleva. Un personaje como Enrique VIII es fascinante, pero carece del elemento de riesgo que tiene Cromwell.

P. ¿Contar la historia es un ejercicio político?

R. Absolutamente. Es parte de una batalla ideológica entre la derecha y la izquierda. De ahí el miedo a proporcionar a la gente las herramientas críticas para desentrañar la versión recibida. La historia debe ser peligrosa. Debe ser siempre desestabilizadora. Debe abrirse camino, bajo la tierra, para perturbar.
P. El equilibrio entre la precisión y la creatividad al que obliga este tipo de escritura se antoja delicado.
R. Quiero dar al lector la seguridad de que lo que digo que pasó, pudo haber pasado. Alguien como Thomas Crom­well está muy bien documentado. Si quiero que vaya de viaje tengo que encontrar una grieta, dos o tres días en los que no están recogidos sus movimientos. ¿Dónde pudo haber estado? Los espacios en blanco en los diarios o entre cartas son mis oportunidades. Cuanto más sabes, más piensas en las cosas que no sabes. Me mueve la curiosidad, el potencial de los espacios vacíos. El fuego, el agua, las ratas tienen un gran impacto en la historia, sustrayendo los documentos. Tomamos la historia como lo que pasó. Pero es lo que pasó, basado en los trocitos que quedan.






"No suscribo la idea romántica de que la enfermedad es buena para escribir".

P. Escribe sobre la formación de una nación en un momento en que la tendencia es a separarse.
R. Creo que Escocia en un futuro no muy lejano se convertirá en una nación independiente. Y espero que Reino Unido siga en Europa, es alarmante la manera en que el Gobierno actual se equivoca.
P. Thatcher se abrió hueco en su ficción. ¿Habrá sitio para Cameron o Corbyn?
R. No puedes saber quién es interesante hasta muchos años después. Me fascina la reputación, su subida y su caída. Pero necesito alejarme para observar. Si no, sería periodista política. Hay que distinguir la ficción del periodismo. A mí me interesa el juego largo.
P. ¿La realidad supera la ficción?
R. Sí. La ficción tiende a crear formas ordenadas. Pero la verdadera historia es informe y despiadada. Juego de tronos me encanta porque, aunque tiene un componente fantástico, es como la historia real: matan a los héroes.
P. ¿Cómo va la tercera entrega de su trilogía?
R. Necesito al menos un año más.
P. Eso mismo decía hace un año.
R. Es impredecible. Sucede con todas las novelas, pero aquí los retos técnicos son colosales. He escrito muchísimo ya. Tengo escenas con 12 versiones. Estoy tan absorta que casi no sé ni quién soy. Amo tanto el material que no puedo pensar en el momento en que mi curiosidad sea satisfecha.
P. ¿Sumergirse en la historia le aleja de la realidad?
R. Me interesa la actualidad, pero decidí alejarme de las controversias. He vivido lo suficiente para saber que las opiniones instantáneas son perniciosas. No estoy en redes sociales, guardo mis opiniones para mí. Aunque soy una escritora profundamente política.
P. Perdió su fe católica a los 12 años. ¿Por qué?
R. Se fue. Miré la Iglesia católica desde los ojos de una joven y no me gustó lo que vi. Entonces me pregunte a mí misma en qué creía y no parecía haber nada ahí. Una vez se abrió el primer agujero en la estructura, toda empezó a caer.
P. ¿El sentimiento de culpa es un poso que la religión ha dejado en su obra?
R. Antes existía la esperanza de la vida eterna, pero para los católicos de mi generación era difícil creer en el cielo y el infierno. Todo lo que tenías era un sentimiento perpetuo de que te quedabas corta, de que no eras lo suficientemente buena. Puedes escapar de la religión, pero eso permanece.





"La verdadera historia es despiadada. Juego de tronos me encanta porque es como la historia real: matan a los héroes"

P. Recuerda en sus memorias una visión que tuvo a los siete años en el jardín de su casa, una criatura terrorífica.
R. Sigue siendo algo que no puedo explicar. Fue una experiencia de desolación espiritual. Era algo mucho más allá del rango de los sentidos. Nunca he olvidado el sentimiento de malestar y náusea, los temblores. Yo era una niña muy infeliz en esos días, pero no creo que eso sea suficiente explicación. No sé lo que fue. Y mi labor como escritora es agarrarme a la experiencia, más que interpretarla.
P. Ha dicho alguna vez que, si no hubiera sido educada, podría haber sido médium en vez de escritora.
R. ¡Sí!
P. Escribir novela histórica es otra forma de hablar con los muertos…
R. Cierto. Los videntes y los escritores pasamos el día con personas ficticias o muertas. Los dos oficios consisten en abrirte y decir: “Voy a ser el vehículo de tu historia, habla a través de mí”. Un proyecto como el de Cromwell te convierte en sirviente de los muertos. No puedes apartarte totalmente del cuadro, pero puedes encogerte en una esquina del marco para darles a ellos el mayor espacio posible.
P. Ha estado enferma toda su vida adulta, y nadie dio con el diagnóstico hasta que usted, investigando por su cuenta, descubrió que padecía endometriosis. Ha dicho que los prejuicios sobre las mujeres estuvieron a punto de matarla.
R. Mi cuerpo estaba siendo destruido, pero me decían que era psicosomático. Una chica joven relata unos síntomas y lo primero que piensan, no lo último, es que es psicológico. Uno de los médicos me diagnosticó ambición [risas]. No llegaron a la conclusión de que ellos eran ignorantes, sino de que yo estaba loca. Cuando hubo un diagnóstico, ya era tarde. Ahora tengo mejor salud de la que he tenido nunca en mi vida adulta. Es lo que me ha permitido involucrarme en las producciones teatrales y televisivas. Me ha abierto muchas oportunidades. Mejor tarde que nunca.
P. ¿La enfermedad le ha ayudado a ser mejor escritora?
R. No lo creo. Comprendí que debía tener un oficio que estuviera bajo mi control, y pensé que la escritura encajaría. Pero he perdido mucho tiempo por la enfermedad, podría haber tenido una vida mucho más placentera y variada. Está bien una vida solitaria si la eliges, pero si te viene impuesta puede ser desolador. No suscribo la idea romántica de que la enfermedad es buena para el escritor. Solo he tratado de sacar algo de las ruinas.
Experimento de amor. Hilary Mantel. Traducción de Albert Vitó i Godina. Destino. Barcelona, 2016. 320 páginas. 18 euros.

Jacinton Antón / Que le corten la cabeza / Ana Bolena y otros decapitados

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Ana Bolena

¡Que le corten la cabeza!

Ana Bolena y otros decapitados

Me obsesiona perder la cabeza. Literalmente. Así que me producen un morbo especial las decapitaciones. Es algo que hunde sus raíces en mi infancia: siempre que estaba enfermo me hacían leer vidas de santos -a ver si cundía el ejemplo, supongo: yo era un niño travieso- y lo que más me interesaba era cuando llegabas al final y a tantos de esos edificantes personajes ¡chas!, les cortaban la cabeza. Estaban, claro Juan el Bautista y Judas Tadeo (al que hay que invocar si tienes migraña, por alusiones, supongo), pero mis preferidos eran san Denis obispo, que después de ser decapitado anduvo seis kilómetros con la cabeza bajo el brazo hasta entregársela a una piadosa dama -¡cómo estaría el París de la época que había que caminar tanto para encontrar una mujer honrada!-, tras lo cual el resto del santo se desplomó, y san René Goupil (patrón de los anestesistas), que a la sazón evangelizando a los iroqueses perdió la cabeza a golpes de tomahawk, lo que desde luego es una bella forma de juntar el santoral con El último mohicano.
Hay una atracción por las decapitaciones, los verdugos y las víctimas. 'Los Tudor' se ha deleitado en ella. En el fondo, el interés por saber qué se siente en ese trance en el tajo
La historia de san Denis y la de un fulano pecador cuyo nombre no recuerdo pero la cabeza del cual fue capaz de un acto de contrición e incluso de comulgar después de separada del cuerpo despertaron en particular mi insano interés acerca de lo que se experimenta cuando te decapitan. Me alegró descubrir años después que no era el único con esa morbosa curiosidad. Una de las grandes leyendas urbanas de la decapitación es la de que el gran Lavoisier cuando iba a ser guillotinado en 1794 pidió que le secundaran en un último experimento, y viva el empirismo: para que pudiera despejarse la cuestión de si la cabeza cortada seguía poseyendo conciencia -como todos nos tememos-, él trataría de pestañear el tiempo que fuera capaz: se dice que fueron 15 terribles segundos.
Más allá del secreto placer que me dio conocer el tajante destino del padre de la química, materia que me causó tantos problemas durante el bachillerato, el relato me tuvo conmocionado mucho tiempo. Además descubrí el caso de Henri Languille, un asesino que en 1905 se prestó a que un tal doctor Beaurieux, asistiera a su cita con Madame Guillotin y estudiara las reacciones de su cabeza. El médico aguardó a que los movimientos espasmódicos de los párpados y los labios cesaran y entonces, cuando la cabeza pareció relajada (¡) gritó: "¡Eh, Languille!". El decapitado abrió los ojos. Como lo oyen. Beaurieux se asomó a ellos y lo que vio, dijo, fue "una mirada viva". Los párpados volvieron a cerrarse y el médico volvió a llamar. ¡Y volvieron a abrirse! A la tercera llamada ya no hubo, gracias a Dios, respuesta...
Pensaba haber superado el asunto y tener la cabeza en otro sitio, por así decirlo, pero la reciente afluencia de decapitaciones en la pequeña pantalla ha resucitado mi viejo morbo. Entre otras, Los pilares de la tierra y sobre todo Los Tudor han mostrado cortes de cuello a mansalva con una asombrosa deleitación.
Las decapitaciones de John Fisher -cuya cabeza, es fama, pareció rejuvenecer una vez cocida y clavada en el puente de Londres- y Thomas More ya son duras, ya. Pero la de Buckingham, aterrado y lloroso, y las sucesivas de los acusados por adulterio con el pendón de Ana Bolena, cuyos cuerpos, agitándose convulsos, dejan el patíbulo hecho un mar de sangre, resultan espantosas. Lo digo con conocimiento de causa porque las he revisado con renovado horror, estudiando hasta el último macabro detalle, en Internet, donde las puedes disfrutar como si fueran videoclips de Shakira. Qué decir de lo de Thomas Cromwell -la ejecución, no el videoclip-, con ese verdugo ¡en baja forma!, incapaz de acertar el cuello en cuatro golpes consecutivos hasta que uno de los guardias de la Torre, un Beefeater -eso es lo que te hace falta al ver la escena: un gin tonic bien cargado-, le arrebata el hacha y acaba el asunto él mismo...
Es imposible no pensar en los sentimientos que experimentaría uno en el cadalso. ¿Estaríamos a la altura de la situación?, ¿nos flaquearían las piernas?, ¿trataríamos de ganar tiempo? A veces, de noche, puedo sentir el frío tacto del hacha en la piel del cuello cuando el verdugo realiza unos toquecitos previos para calcular el golpe. Imagino los instantes antes del hachazo brutal. Mi mirada fijándose en un último detalle absurdo y entonces, ¡chas!
Lo más tremendo es ese tiempo infernal del patíbulo, los minutos inexorables que concentran la esencia de nuestra condenada humanidad. El público expectante, el verdugo impaciente, aterrador bajo la máscara, el vuelo de un vencejo que corta el cielo acerado de la fría mañana postrera. Lo implacablemente irremediable de la situación, te pongas como te pongas. Atender las instrucciones -"Cuando estiréis los brazos golpearé"-. Intentar llevarlo con dignidad, con compostura. Aunque no siempre es fácil: "¡Vamos acabando!", le grita la chusma a uno de los reos en Los Tudor cuando el pobre tipo intenta articular un conmovedor discurso de despedida. Qué difícil encontrar unas buenas últimas palabras. "Preferiría estar pescando", fueron las de un condenado. "¿Qué tengo que hacer?", dijo Jane Grey. "Seis guineas para ti si no me decapitas como hiciste con Lord Russell", le susurró el duque de Monmouth a su verdugo que no había acertado a la primera el corte del cliente previo.
Que te tocara un buen profesional garantizaba un trance menos penoso. Cratwell era un verdadero carnicero. Bull falló a la primera con María, la reina de Escocia, y le dio con el hacha en la nuca, para estupefacción de los testigos -y ni te digo lo que debió pensar la reina-. Peor era John Thrift, propenso al nerviosismo. En cambio Richard Brandon, que de niño practicaba decapitando perros y gatos, nunca necesitó más de un golpe: ¡chas!, listo. La cima de su carrera fue, claro, decapitar a Carlos I.
He visto hachas de decapitar, de verdad, instrumentos terribles, y en una escalofriante ocasión sostuve en mis manos temblorosas una espada para el mismo fin, de un verdugo alemán (Scharfrichter) del XVII. Un arma impresionante, sin punta, todo filo. El poder de esas espadas era asombroso, bien manejadas lograban un momentum tan enérgico que se podía llegar a decapitar a dos personas a la vez, como hizo un carnifex germano, recompensado por el público con grandes aplausos. Mijaíl Kuráyev me habló una vez de la tradición rusa de enterrar las espadas de verdugo cuando habían segado una cantidad determinada de vidas y se las consideraba ahítas de sangre. Aún se encuentran, me dijo, armas de esas, que parecen resplandecer con un aura oscura de dolor.
Había que ser un artista para usar la espada y la víctima tenía que ser capaz de permanecer muy quieta. Si se hacía mal era un desastre: en 1626 se precisaron 29 tajos para decapitar al conde de Chalais y a Angeline Tiquet en 1699 un verdugo chapucero le rebanó una oreja y la mejilla y aún hicieron falta dos golpes más para cortarle la cabeza.
Para decapitar a Ana Bolena -la única en Inglaterra para la que no se empleó el hacha, atención especial del agradecido Henry por los servicios prestados- hubo que traer un especialista francés de Calais. Eran los mejores. Finos estilistas. Charles-Henri Sanson Charlot (de la famosa dinastía de cortacuellos, y que luego manejaría con tino la guillotina) decapitó en 1776 al Chevalier de la Barre con tanta habilidad que la cabeza permaneció unos segundos balanceándose sobre el cuello. "Sacudíos señor, está hecho", cuentan que le dijo a la víctima. Con la espada, tenían que decapitarte erguido, sin el tajo, generalmente de rodillas. Lo de la Bolena aunque supuestamente considerado -la espada era mucho más limpia que la brutal hacha y el ejecutor mantuvo escondido su instrumento y distrajo a la chica antes de despacharla con un único golpe- fue duro. Separada la cabeza, párpados y labios se abrieron y cerraron convulsivamente un rato, según explica Geoffrey Abbott, Yeoman retirado, en su morbosamente indispensable Lords of the Scaffold, a history of the executioner (Hale, 1991).
Como ven el asunto es jugoso, y no hemos hablado de las cucarachas, que según Scientific American poseen la extravagante capacidad, afortunadas criaturas, de sobrevivir varias semanas sin cabeza (¡y la cabeza también!). Extraño y morboso mundo...
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 16 de julio de 2011


Hilary Mantel / "Thatcher fue una fuerza destructiva y su legado sigue vivo"

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Hilary Mantel
 Ilustración de Louise Weir


Hilary Mantel: “Thatcher fue una fuerza destructiva y su legado sigue vivo”




La escritora británica mira hacia los años 70, con un viaje a la Inglaterra 'prethatcheriana' en su novela 'Experimento de amor'
CARLOS FRESNEDA

ACTUALIZADO 26/01/201604:01
Tener buenas críticas y millones de lectores es una carambola que pocos escritores alcanzan en vida. Volver a ganar el Booker con dos libros de la misma trilogía (En la corte del lobo y Una reina en el estrado) es algo insólito. A sus 63 años, a punto de cerrar su particular visión de la época de los Tudor, Hilary Mantel mira hacia atrás, hacia los años 70, con Experimento de amor (Destino), un viaje a la Inglaterra prethatcheriana que se publica por fin en España.

Usted publicó Experimento de amor cuando tenía excelentes críticas pero muy pocos lectores. ¿Qué queda de aquella escritora anónima de hace 20 años?
Aquella escritora es básicamente la misma, con nuevas inquietudes y más experiencia. Hubo un momento, es cierto, en que estaba resignada de tener buenas críticas y poco lectores. Creí que era el destino reservado para los autores literarios, a diferencia de los que escriben con la pretensión de llegar a las masas.

¿Y encontró la fórmula mágica en la novela histórica?
No precisamente. Mi primera novela, La sombra de la guillotina, fue la quinta en publicarse, un pinchazo en toda regla. Me sirvió para descubrir que a los británicos les importa un pimiento la Revolución Francesa.

Entonces, ¿cuál fue el secreto de su éxito? 
Si tengo que ser honesta, creo que el acierto fue a la hora de elegir el tema. Los Tudor y Enrique VIII siguen ejerciendo una perversa fascinación no sólo en los británicos, sino en todo el mundo. La novedad de En la corte del lobo estuvo en todo caso en la mirada de Thomas Cromwell, que no era un personaje suficientemente conocido y que me ha permitido recrear aquella época desde otro ángulo.
¿Cómo va por cierto la tercera y última entrega de la trilogía?
Avanza a su ritmo, que siempre es lento en el caso de las novelas históricas. Yo no escribo además de un modo cronológico, sino más bien acumulativo. Creo que le queda un año más o menos. No quiero forzar el resultado ni defraudar las expectativas.

¿Hay vida después de Thomas Cromwell? ¿Margaret Thatcher está tal vez ocupando de antemano el vacío?
Espero que haya vida, sí, aunque su sombra me persigue. Tengo muchos proyectos en mente, sobre todo en teatro, y algunos le incluyen también a Cromwell. Margaret Thatcher no podrá ocupar nunca su lugar. Como política, sigo viendo a Thatcher como una fuerza tremendamente destructiva en este país, y su legado sigue vivo. Ahora bien, como personaje me parece fascinante. Pero necesitamos que pase más tiempo y podamos verla desde la distancia. De momento, Thatcher es carne de biógrafos y periodistas.

Pero usted se atrevió con El asesinato de Margaret Thatcher, y la reacción política fue de órdago.
Era de esperar. Aunque lo más hiriente fue ver a viejos políticos conservadores criticándome sin haberlo leído y diciendo: "Con ese título ya tengo suficiente"... Ese relato tardó por cierto más de 30 años en fraguar, desde que coincidí con ella en un hospital cuando fue a operarse de la vista. Tuve que esperar a que muriera para poder escribirlo.
En Experimento de amor, que discurre en los años 70, hay ya una primera aparición de Thatcher...
Sí, cuando era ministra de Educación y visitó una residencia de estudiantes. Otro encuentro premonitorio.

¿Qué hay de usted en esa niña, Carmel, que rompe las barreras de clases?
Su familia es distinta y su ciudad también. Nuestras experiencias son muy similares: las primeras en nuestras familias que lograban acabar también con la discriminación femenina y llegar a la Universidad.

¿Cómo sería Carmel en la era de Cameron?
Creo que nuestro país es el más clasista de Europa. El thatcherismo sigue vivo en todo lo que estamos viendo estos años. La austeridad no es más que la excusa: detrás de todo esto hay una ideología que pretende desmantelar la noción de Estado que teníamos en el siglo XX. Puede que las mujeres lo tengan más fácil, pero la discriminación hacia los jóvenes es tremenda. No tienen la facilidad que teníamos en nuestra época; ahora salen de la universidad con el peso de una deuda que arrastrarán durante años... si son capaces de encontrar trabajo.

¿Hay tensión entre la Hilary Mantel novelista contemporánea y la novelista histórica?
 En absoluto. Son la misma escritora. La única diferencia es que la novela histórica lleva más tiempo. Tampoco tengo que cambiar de registro: cada libro tiene su propio estilo.

¿Es cierto que le tienta cada vez más el teatro? Háblenos de su devoción por Shakespeare.
 Empecé a leerlo a los diez años, y siempre ha estado ahí, trasmitiéndome esa pasión que ahora he podido desarrollar con las adaptaciones teatrales de mis novelas. Pero lo que hacía Shakespeare es distinto. En su época, la historia y el mito se daban la mano en una misma cosas. Digamos que Shakespeare no hacía distinciones entre una historia real y una buena historia. Yo necesito investigar cómo eran realmente mis personajes antes de ponerme a jugar al ajedrez con ellos.
EL MUNDO




Manuel Vicent / Albert Camus y el maestro de escuela

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Albert Camus

El maestro de escuela y aquel niño


MANUEL VICENT
15 JUL 2012 - 06:37 COT


1. El maestro de escuela y aquel niño

Albert Camus dedicó el discurso del Premio Nobel, en Estocolmo, a su maestro de escuela primaria, el señor Germain, y después de la ceremonia le escribió una carta muy emotiva para expresarle cuánto le debía de ese honor que acababa de recibir. “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, no hubiera sucedido nada de esto… Sus esfuerzos, el corazón generoso que usted puso en ello, continuarán siempre vivos en uno de aquellos escolares, que pese a los años no ha dejado de ser su alumno agradecido”. Aquel maestro de primaria se había empeñado en que un alumno lleno de talento, que se llamaba Albert Camus, estudiara el bachillerato; lo había preparado a conciencia, había vencido la reticencia de aquella familia de toneleros que se negaba a darle estudios porque necesitaba que el chaval llevara dinero a casa; el maestro le acompañó en tranvía al examen de ingreso, esperó el resultado sentado en un banco en la plaza del instituto y luego se desvivió para que le concedieran una beca. Era un chico espabilado, hijo de una madre sordomuda, de un padre muerto en la batalla de Verdun en la I Guerra Mundial y que crecía en el barrio obrero de Bellcourt en Argel, entre árabes pobres y franceses subalternos, al cuidado de una abuela. El maestro señor Germain le contestó a la carta: “Creo conocer bien al simpático hombrecillo que eras. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. El éxito no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo el mismo Camus”.
En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un niño superdotado que se encontró con un buen maestro como el señor Germain. Por los ventanales de la escuela de un pueblo perdido salía la cantinela de la tabla de multiplicar, con la lluvia en los cristales, según los versos de Machado. Tal vez el niño llegaba a la escuela municipal en invierno atravesando el campo a pie bajo la nevada y en el aula con un dedo lleno de sabañones señalaba en el atlas abierto mares e islas, que a buen seguro nunca podría navegar. O tal vez jugaba en un descampado en las afueras de la ciudad con otros golfillos si más horizonte que el de ser un perdedor el resto de su vida. En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un maestro de escuela que un día puso la mano en el hombro de ese niño e hizo todo lo posible para que su talento no se desperdiciara. Convenció a los padres, pobres y analfabetos, de que su hijo debía estudiar y lo preparó personalmente para el ingreso en el instituto.
Hoy es un famoso arquitecto. Tiene 59 años. Ha levantado edificios en Brasil y en Singapur. En el álbum de fotos que contempla ahora junto con sus tres nietos aparece la imagen de un niño muy bien peinado con la raya partida, sonriente, con chaqueta y corbata al lado de un hombre mayor que le pone la mano en el hombro. Los nietos le preguntan quién es ese señor desconocido. Fue la foto que se hizo en el parque el día que aprobó el ingreso en el bachillerato. Todos los éxitos que ha tenido este arquitecto en la vida proceden de aquella mañana en que su destino tomó el sendero apropiado. En la escuela del pueblo quedaron otros compañeros que no pudieron estudiar y que hoy juegan al tute en el hogar del jubilado con gorra y jersey de pico. En el descampado del barrio marginal de la ciudad siguen hoy otros chavales jugando como perros sin collar a merced de la fortuna.

En cualquier tiempo, hubo un niño superdotado que se encontró con un buen maestro como el señor Germain

Era un día de junio. El niño se levantó temprano. Su madre le lavó la cara y el pelo con jabón en una palancana en el corral, le fregó la roña de las rodillas con un estropajo, le ayudó a vestirse con los pantalones cortos, la chaqueta, la camisa blanca y la corbata, todo nuevo, estrenado para el caso. El padre se despidió de su hijo sin palabras antes de ir al campo a trabajar de jornalero. El maestro acompañó a este niño en el tren hasta la ciudad. En el vestíbulo del instituto lo dejó en medio de la ruidosa algarabía de otros niños que eran vástagos de la burguesía ciudadana. El niño se sentó por primera vez en un pupitre y esperó las preguntas del examinador. Lengua, historia, geografía, matemáticas. A la salida del examen el maestro de escuela se lo llevó a tomar un bocadillo y un refresco a un aguaducho del parque. Allí posaron juntos para una foto del pajarito con palomas a los pies. El arquitecto repasa el álbum y recuerda a sus nietos que aquel día fue el más feliz de su vida. El maestro se llamaba don Manuel y ya hace mucho tiempo que ha muerto.

Carta de Albert Camus a su maestro de primaria

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Albert Camus, 2014
Kuin Heuff

La carta de Albert Camus dando las gracias a su maestro de primaria después de ganar el Nobel

"Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido"


EMILIO SÁNCHEZ HIDALGO
 13 NOV 2017 - 07:17 COT


Albert Camus (1913 Argelia) es uno de los escritores más importantes del siglo XX. Es un referente de la literatura en francés, con decenas de novelas, obras teatrales y ensayos. Es posible que El extranjero (1942) o La peste (1947) nunca hubiesen sido escritos si el autor no hubiese coincidido con el señor Germain cuando era un niño. Era su profesor en primaria, al que mandó una carta cuando recibió el Nobel de Literatura. La misiva ha sido recuperada en redes sociales por @literlandweb1.


Debajo puedes leer la transcripción de la carta
La carta también fue muy difundida en Twitter en enero de 2016, entre otras ocasiones. Es nomal: una misiva como esa es el mejor reconocimiento que puede obtener un profesor. Esta es la transcripción de la carta, que Camus envió a su profesor el 19 de noviembre de 1957
Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Le abrazo con todo mi corazón.
Albert Camus.
La carta de Camus a Louis Germain fue difundida 35 años después de su muerte, con la publicación de su obra póstuma El último hombre (1995). Camus falleció en un accidente de tráfico sin terminarla en 1960. Entonces no contaba con demasiado apoyo de las élites francesas, que rechazaban su posición moderada ante la guerra entre Francia y Argelia. De ahí que su familia declinase publicarla, pero cambiaron de opinión tres décadas después, ya que"tendría un valor extraordinario para aquellos interesados en su vida", según su hija.
Se trata de una obra autobiográfica, en la que Camus explica su vida en Argelia cuando aún era una provincia francesa. Allí conoció al señor Germain, "del que se sabe muy poco más allá del retrato que se incluye en el libro", explica Chicago Tribune en una reseña que dedicó al libro. "En la historia de la literatura, pocos profesores han tenido tanto efecto en un alumno", añade.
"Germain no solo estimuló la mente de Camus y le dio clases extraescolares. Además, convenció a su madre para que intentase obtener una beca para que acudiese al instituto. Germain fue el primero de una serie de sustitutos del padre -fallecido cuando era un niño- y mentores intelectuales", indica The New York Times sobre la relación del autor con el profesor en el artículo que dedicaron al libro en 1995. En El primer hombre, Camus también destaca el papel en su vida de su profesor de instituto.
Manuel Vincent contaba en 2012 más detalles sobre la relación entre el profesor y el autor en EL PAÍS: "Aquel maestro de primaria se había empeñado en que un alumno lleno de talento, que se llamaba Albert Camus, estudiara el bachillerato; lo había preparado a conciencia. El maestro le acompañó en tranvía al examen de ingreso, esperó el resultado sentado en un banco en la plaza del instituto y luego se desvivió para que le concedieran una beca".
Germain contestó a la carta de Camus en 1959, en una misiva que también fue difundida con la publicación de El primer hombre. “Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo [...] Tu celebridad no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo el mismo Camus”, dice Germain en su carta, que puedes leer íntegra aquí. El agradecimiento de alumnos a profesores es un clásico de internet.
EL PAÍS

Hilary Mantel / ¿El asesinato de Margaret Thatcher? / Reseña

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¿El asesinato de Margaret Thatcher?



La tentación de los novelistas de cambiar el rumbo de la historia es casi irresistible. Si pueden crear universos enteros, ¿por qué no extender el territorio de la ficción a la historia y matar a un dictador, o a una primer ministro?

Isabel Turrent
6 de noviembre de 2014


En una tarde londinense atípica, soleada y sin lluvia, un hombre arma un rifle tan ligero que “cabe en una caja de cereal”, frente a la ventana de una recámara. La alcoba está situada en el piso superior de una de las casas viejas y elegantes que se levantan a lo largo de una calle plácida que se desliza entre curvas serpentinas. Los últimos días han sido caóticos para los vecinos: guardaespaldas y periodistas han ocupado la calle a la espera de Margaret Thatcher, la primer ministro británica, que está internada en una clínica oftalmológica que desemboca en la callejuela. El asesino, miembro del IRA, encuentra una cómplice impensada y al final de la historia, apunta a la inconfundible cabeza de Thatcher, coronada siempre por un casco de cabello rubio y tieso y murmura, “Rejoice”, ”fucking rejoice”. Un final que sería perfecto, a la altura de la maestría literaria de su autora Hilary Mantel, si no fuera por el hecho de que el lector sabe desde el título y la primera línea del cuento (“Imagine primero la calle donde exhaló su último suspiro”) que, en el cuento, Thatcher murió, en efecto, ese atardecer de 1983.

Otro autor británico escribió alguna vez que escribir ficción no es un servicio público, sino una neurosis privada. Este cuento inédito que cierra y da nombre al último libro de relatos cortos de Mantel es una manifestación sin retoques de una neurosis privada. En una entrevista reciente, la autora declaró que detestaba a Thatcher, que había destruido Inglaterra con sus políticas, y había llegado y conservado el poder fingiendo una domesticidad femenina insufrible y actuando como un male impersonator. No es la única inglesa que odia aún ahora a Margaret Thatcher. Pero no todos los británicos tienen el talento literario de Hilary Mantel (que ganó dos Man Booker Price con los primeros magníficos libros de lo que será una trilogía sobre Thomas Cromwell). Así que Mantel puso su pluma al servicio de su neurosis privada y mató literariamente y a destiempo a Margaret Thatcher.

¿Se vale? ¿Puede un novelista alterar la historia? Es una pregunta que se ha hecho cualquiera que haya escrito novelas históricas, y sus críticos. El debate reciente ha abarcado a otros autores de la categoría literaria de Mantel, como Martin Amis. Cynthia Ozick publicó a fines de octubre en el blog de The New Republic una reseña muy crítica —y justa— del último libro de Martin Amis: Zone of Interest, un término que carga un lastre terrible. En alemán, Interessengebiet era el área que rodeaba a un campo de concentración y que había sido sometido a una limpieza étnica para albergar a los alemanes que administraban los campos y fingían vivir en plena normalidad, en medio del hedor de millones de cuerpos incinerados. Las críticas a Amis se han centrado en el idilio imaginado que creó, entre la esposa del administrador del campo —una disidente embozada que escucha la radio enemiga— y un subalterno que se regocija al final por la derrota nazi.

El problema de Amis, es que no hay un solo ejemplo histórico de una esposa de administrador de campo de concentración que haya conservado un solo rasgo de humanidad. Eran tan criminales, brutales y despiadadas como sus maridos. Mucho menos de un funcionario nazi —que, para colmo, compartía la mesa de Hitler— que haya disfrutado la derrota de Alemania en 1945.

La tentación de los novelistas de cambiar el rumbo de la historia es casi irresistible. Si pueden crear universos enteros, con atmósferas propias y personajes que casi cobran vida, ¿por qué no extender el territorio de la ficción a la historia y matar a un dictador tiránico como Trujillo, o a una primer ministro dominante y obcecada, o darle un dejo de humanidad a dos habitantes imaginarios del infierno nazi?

El mismo León Tolstói, el maestro de la novela histórica, debió haber sentido esa tentación cuando escribió La Guerra y la Paz. ¿Por qué no modificar la historia con un buen twist de ficción y asesinar a Napoleón en el corazón de Moscú?

Y sin embargo, en La Guerra y la Paz Napoleón no muere en Moscú y el Napoleón de la novela es el mismo que vivió en la historia. Y En La fiesta delChivo, Vargas Llosa respetó también al personaje histórico que era Trujillo. Poner a convivir a personajes de ficción con personajes históricos impone una responsabilidad con la verdad histórica. No hay twist que valga. 







Hilary Mantel / El asesinato de Margaret Thatcher

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Hilary Mantel

EL ASESINATO DE MARGARET THATCHER



6 de Agosto 1983


Traducción de José Manuel Álvarez Flórez

25 DE ABRIL DE 1982, DOWNING STREET:
Anuncio de la recuperación de Georgia del Sur, en las Islas Falkland.
Sra. Thatcher: Damas y caballeros, el ministro de Defensa acaba de comunicarme una magnífica noticia…
Ministro: Hemos recibido el mensaje de que las tropas británicas han desembarcado en Georgia del Sur esta tarde, poco después de las cuatro, hora de Londres… El comandante de la operación ha enviado el siguiente mensaje: «Me complace informar a Su Majestad de que el Pabellón Blanco ondea junto a la Union Jack en Georgia del Sur. Dios salve a la Reina».
Sra. Thatcher: Alegrémonos de esa noticia y felicitemos a nuestras fuerzas armadas y a nuestros infantes de marina. Buenas noches, caballeros.
La señora Thatcher se vuelve hacia la puerta del nº 10 de Downing Street.
Periodista: ¿Vamos a declarar la guerra a Argentina, señora Thatcher?
Sra. Thatcher (deteniéndose en el escalón de la entrada): Alegrémonos.
Imagina primero la calle en la que ella exhaló su último aliento. Es una calle tranquila, sosegada, sombreada por viejos árboles: una calle de casas altas, las fachadas lisas como glaseado blanco, la mampostería del color de la miel. Algunas son georgianas, de fachadas planas. Otras son victorianas, con miradores relucientes. Son demasiado grandes para viviendas modernas y muchas se han dividido en pisos. Pero eso no elimina la elegancia de la proporción ni merma el intenso lustre de las puertas principales de paneles, guarnecidas de latón y pintadas de azul marino o verde bosque. El único inconveniente del vecindario es que hay más coches que espacio donde ponerlos. Los residentes los aparcan pegados unos a otros, con los permisos a la vista. Los que tienen caminos de acceso para coches se ven a menudo bloqueados en ellos. Pero son vecinos pacientes, orgullosos de su hermosa calle y dispuestos a sufrir por vivir en ella. Si alzas la vista, ves un frágil montante georgiano, o una cálida extensión de tejas de terracota, o un brillo de cristal coloreado. En primavera, los cerezos sueltan sus exóticos volantes de flores. Cuando el viento desprende los pétalos, remolinean en rosadas derivas y alfombran las aceras, como si unos gigantes hubiesen celebrado en la calle una boda. En verano, flota música que sale de las ventanas abiertas: Vivaldi, Mozart, Bach.
La calle en sí describe una curva suave, uniéndose a la vía principal cuando abandona la ciudad. La iglesia de Holy Trinity, insularizada, tiene colgadas banderas de guarnición. Mirando la ciudad desde la ventana de un piso alto (como hice yo el día del asesinato) sientes la presencia próxima de la fortaleza y el castillo. Miras a tu izquierda, y surge amenazadora imponiéndose sobre los cristales la Torre Redonda. Pero los días de aguanieve y nubes a la deriva la torre se achica, como el dibujo de un aficionado medio borrado. Sus líneas se suavizan, sus bordes se difuminan; se encoge en el frío crudo del río, parece más una montaña con un velo de niebla que un castillo construido para reyes.
Las casas a la derecha de Trinity Place (es decir, la derecha si miras hacia fuera de la ciudad) tienen jardines grandes, compartido ya por tres o cuatro vecinos cada uno de ellos. A principios de la década de 1980, Inglaterra no había sucumbido al olor a quemado. El tufo carbonizado de la barbacoa de fin de semana era desconocido, salvo en los «palacios de ginebra», los restaurantes de la ribera de Maidenhead y Bray. Nuestros jardines, aunque inmaculadamente conservados, veían pocas pisadas; no había niños en la calle, sólo parejas jóvenes que aún no habían engendrado y parejas mayores que podrían, como mucho, abrir una puerta para dejar que una fiesta vespertina se derramase en la terraza. El césped se asaba descuidado a lo largo de las tardes de calor, y en la tierra desmigajada de las urnas de piedra dormitaban enroscados los gatos. En otoño, compostaban en los patios montones de hojas que eran paleadas por los irritados propietarios de las plantas bajas. Las lluvias invernales empapaban los matorrales, sin que nadie lo viera.
Pero en el verano de 1983 este elegante rincón, por el que pasan de largo compradores y turistas, se había convertido en foco de interés nacional. Detrás de los jardines de los números 20 y 21 hay un hospital privado, un edificio pálido y gracioso que hace esquina. Tres días antes del asesinato, la primera ministra ingresó en ese hospital para una operación menor de la vista. La zona había quedado dislocada. Desde entonces. Los desconocidos daban empujones a los residentes, periodistas y equipos de televisión bloqueaban la calle y aparcaban sin permiso en los caminos de acceso de vehículos. Les veías subir y bajar por Spinner Walk’s arrastrando cables y focos, la mirada fija en las puertas del hospital de la carretera Clarence, las correas de las cámaras al cuello. Coagulaban cada pocos minutos en una masa de gruesas guerreras, como para asegurarse mutuamente de que no ocurría nada, pero de que podría ocurrir más tarde. Esperaban, y mientras esperaban sorbían zumo de naranja de envases de cartón y cerveza de latas; comían, derramándose migas por el pecho, tirando las bolsas de papel sucias en los parterres de flores. La panadera de la carretera St. Leonard se quedaba sin panecillos de queso a las diez de la mañana y sin todo lo demás al mediodía. Los windsorianos se agrupan en Trinity Place, bolsas de compras apoyadas en los muretes bajos. Especulamos sobre por qué se nos habría otorgado aquel honor, y sobre cuándo podría irse ella.
Windsor no es lo que piensas. Tiene su intelectualidad. Una vez que bajas del castillo hasta el final de la calle Peascod, no todos son aduladores monárquicos; y si cruzas la intersección hasta la carretera St. Leonard puedes olfatear republicanos secretos. De todos modos, era un triste consuelo en las elecciones para los socialistas locales, y la gente murmuraba que eran votos desperdiciados; tenían que mostrar la fuerza de sus sentimientos con una votación táctica, y la de su espíritu asistiendo a acontecimientos extravagantes en el centro artístico. Instalado en el parque de bomberos recientemente remodelado, era un lugar donde poetas autopublicados encontraban una plataforma, y se dispensaba vino blanco agrio de envases de cartón; los sábados por la mañana había clases de autoafirmación, yoga y enmarcado.
Pero cuando vino la señora Thatcher, los disidentes salieron a las calles. Se reunieron en grupos, inspeccionando a la prensa y girando los hombros hacia las puertas del hospital, donde una hilera de valiosas zonas de aparcamiento estaban marcadas y reservadas: SÓLO DOCTORES.
Una mujer dijo:
—Yo tengo un doctorado, y me siento a menudo tentada de aparcar ahí.
Era temprano y su barra aún estaba caliente de la panadería; la apretaba contra ella como si fuera un perrito. Añadió:
—Hay algunos comentarios fuertes circulando por ahí.
—El mío es una daga y vuela directamente hacia el corazón de él — dije yo.
—Tu sentimiento — dijo ella admirativamente— es el más fuerte que he oído.
—Bueno, tengo que volver a casa. Espero al señor Duggan para que arregle la caldera.
—¿Un sábado? ¿Duggan? Te hace un gran honor. Más vale que corras. Si no estás, te cobrará la espera. Es un tiburón ese hombre. Pero ¿qué vas a hacer?
Buscó un boli en el fondo del bolso.
—Te daré mi número. — Lo escribió en mi brazo desnudo, pues ninguna de las dos tenía papel—. Llámame. ¿Vas alguna vez al centro artístico? Podemos vernos allí y tomar un vaso de vino.
Cuando estaba metiendo el agua Perrier en la nevera sonó el timbre de la puerta. Había estado pensando: ahora no lo sabemos, pero recordaremos luego con cariño los días que la señora Thatcher estuvo aquí; nuevas amistades hechas en la calle, chismorreo sobre fontaneros que tenemos en común. El interfono emitía su crepitar habitual, como si alguien hubiese prendido fuego a la línea.
—Suba, señor Duggan — dije. Convenía ser respetuosa con él.
Yo vivía en la tercera planta, las escaleras eran empinadas, y Duggan, voluminoso y pesado. Así que me sorprendió que llamara a la puerta del piso tan rápido.
—Hola — dije—. ¿Ha conseguido aparcar la furgoneta?
En el descansillo (o más bien en el último escalón, pues yo estaba sola allí arriba) había un hombre de cazadora barata acolchada. Mi idea inocente fue: es el hijo de Duggan.
—¿La caldera? — dije.
—Sí — dijo él.
Entró con su bolsa de calderero. Estábamos nariz con nariz en un recibidor tamaño caja. Su cazadora, más que adecuada para el verano inglés, ocupaba el espacio que había entre nosotros. Me eché hacia atrás.
—¿Qué le pasa? — dijo.
—Gruñe y golpetea. Ya sé que estamos en agosto, pero…
—No, hace bien, hace bien, nunca se puede fiar uno del tiempo. ¿Se calientan los radiadores?
—A trozos.
—Aire en el sistema — dijo él—. Lo purgaré mientras espero. Podría hacerlo. Si tiene usted una llave. Entonces me asaltó una sospecha. «Espero», decía. ¿Espera qué?
—¿Es usted fotógrafo?
No contestó. Estaba tanteándose, buscando en los bolsillos, fruncía el ceño.
—Yo esperaba al fontanero. No debería haber entrado así.
—Usted me ha abierto la puerta.
—No a usted. De todos modos no sé por qué se ha molestado. No puede ver las puertas delanteras desde este lado. Tiene que salir de aquí — dije con acritud— y girar a la izquierda.
—Dicen que va a salir por la parte de atrás. Y queda muy a tiro desde aquí.
En mi dormitorio había una vista perfecta del jardín del hospital; cualquiera que diese un rodeo a la casa podía suponerlo.
—¿Para quién trabaja? — le pregunté.
—No necesita usted saberlo.
—Quizá no, pero sería correcto que me lo dijera.
Cuando retrocedí y entré en la cocina, me siguió. La habitación estaba inundada de sol y entonces lo vi claramente: un hombre corpulento, treinta y tantos, desastrado, con una cara redondeada y amistosa y pelo revuelto. Dejó la bolsa en la mesa y se quitó la cazadora. Su tamaño disminuyó a la mitad.
—Digamos que trabajo por mi cuenta.
—Aun así — dije—, yo debería recibir algo por el uso de mi piso. Es lo justo.
—No se podría poner un precio a esto — dijo él.
Era, por el acento, de Liverpool. Nada que ver con Duggan ni con el hijo de Duggan. Pero no había hablado hasta que estaba en la puerta del piso, así que ¿cómo iba a saberlo yo? Podría haber sido un fontanero, me dije. No había sido tan tonta, en realidad; de momento, lo único que me preocupaba era no perderme el respeto a mí misma. Antes de dejar entrar a un desconocido, aconseja la gente, pídele que se identifique. Pero imagina el follón que habría armado Duggan si yo hubiese hecho esperar a su chico en las escaleras, impidiéndole llegar a la caldera siguiente de su lista y mermando sus posibilidades de saqueo.
La ventana de la cocina daba a Trinity Place, que era un hervidero de gente en aquel momento. Si estiraba el cuello podía ver nueva presencia policial a mi izquierda, que subía de los jardines privados de Clarence Crescent.
—¿Quiere uno de éstos? — El visitante había encontrado sus cigarrillos.
—No. Y preferiría que no fumara.
—Está bien.
Se guardó la cajetilla en el bolsillo y sacó un pañuelo hecho una bola. Retrocedió de la alta ventana limpiándose la cara; cara y pañuelo estaban ambos arrugados y grises. No era claramente algo a lo que estuviese acostumbrado, colarse en casas particulares.
Me sentía más enojada conmigo misma que con él. Tenía que ganarse la vida, y quizá no pudieses culparle por colarse si una tonta le abría la puerta.
—¿Cuánto tiempo se propone estar aquí? — dije.
—La esperan dentro de una hora.
—Está bien. — Eso explicaba el aumento del ruido y el zumbido de la calle—. ¿Cómo lo sabe?
—Tenemos una chica dentro. Una enfermera.
Le entregué dos hojas del papel de cocina.
—Gracias. — Se secó la frente—. Ella va a salir y los médicos y las enfermeras se pondrán en fila para que pueda darles las gracias. Recorrerá la fila con su gracias-gracias y su adiós-adiós, luego dará vuelta a la esquina, entrará en una limusina y se irá. Bueno, ésa es la idea. No sé el momento exacto. Así que pensé que si estaba aquí pronto, podría instalarme, comprobar los ángulos.
—¿Cuánto conseguirá si todo sale bien?
—Perpetua sin condicional — dijo él. Me eché a reír.
—No es ningún crimen.
—Eso pienso yo.
—Hay bastante distancia — dije—. Quiero decir, ya sé que tienen lentes especiales, y es el único que está aquí arriba, pero ¿no prefiere tirarla de cerca?
—No — dijo él—. Mientras haya una vista despejada, la distancia no importa.
Arrugó el papel de cocina y buscó con la mirada el cubo de basura. Le cogí el papel, él gruñó, luego se aplicó a abrir la bolsa, una bolsa de lona para todo que yo suponía que sería tan adecuada para un fotógrafo como para cualquier trabajador manual. Pero fue sacando una a una piezas de metal que, incluso en mi ignorancia, comprendí que no formaban parte del equipo de un fotógrafo. Empezó a montarlas; tenía unas yemas de los dedos delicadas. Cantaba mientras trabajaba, casi entre dientes, una cancioncilla de las gradas de los campos de fútbol.
Eres de Liverpool, un liverpuliano cochino, tu papá anda robando, tu mamá traficando, sólo eres feliz cuando los del paro te mandan el giro. A nuestros tapacubos, por favor, no les eches mano.
—Tres millones de parados — dijo—. Casi todos viven en nuestra zona. Aquí no sería un problema, ¿verdad?
—Oh, no. Hay muchas tiendas de regalos para dar trabajo a todo el mundo. ¿No ha ido hasta la calle High?
Pensé en las masas de turistas echándose unos a otros de la acera, peleándose por las bobadas de recuerdo y los nerviosos Beefeaters. Podría haber sido otro país. No llegaban voces de abajo, de la calle.
Nuestro hombre tarareaba, ensimismado. Me pregunté si su canción tendría una segunda estrofa. Limpiaba las piezas que iba sacando de la bolsa con un paño que estaba más limpio que su pañuelo, manejándolas con delicado respeto, como haría un monaguillo que limpiase los cálices para la misa.
Cuando el mecanismo estuvo montado lo alzó para que yo lo inspeccionara.
—Material plegable ––dijo—. Qué maravilla, ¿eh?¿Cabe en un paquete de copos de maíz. Lo llaman el haceviudas. Aunque no en este caso. Pobre Denis, ¿verdad? A partir de ahora, tendrá que hervirse él los huevos.
Parece, retrospectivamente, como si hubiera por delante horas, mientras estábamos los dos sentados en el dormitorio, él en una silla plegable cerca de la ventana de guillotina, su vaso de té acunado en las manos, el arma a los pies; yo sentada en el borde de la cama, sobre la que había echado rápidamente el edredón para adecentarla. Él había traído su cazadora de la cocina; quizá los bolsillos estuviesen llenos de cosas esenciales de asesino. Cuando la echó en la cama, resbaló en ella y cayó al suelo. Intenté cogerla y mi palma resbaló en el nailon; parecía tener vida propia, como un reptil. La eché en la cama a mi lado y la cogí por el cuello. Él miraba con indulgente aprobación.
Seguía mirando su reloj, aunque decía que no tenía ninguna hora fija. Frotó una vez la esfera con la palma, como si pudiera estar brumosa y ocultase debajo una hora diferente. Comprobaba, con el rabillo del ojo, que yo seguía donde debía estar, con las manos a la vista: prefería, como explicó, que lo estuvieran. Luego fijaba la mirada abajo en los pradillos de césped, en las verjas traseras. Echaba la silla hacia delante sobre las patas delanteras, como si pretendiera estar así más cerca de su objetivo.
—Lo que no soporto es la falsa feminidad — dije—, el que falsee la voz. Y cómo se ufana de su papá el tendero y lo que le enseñó, aunque es evidente que si pudiese lo cambiaría todo para nacer de gente rica. Y cómo ama a los ricos, cómo los adora. Su filisteísmo, su ignorancia y esa forma que tiene de recrearse en ella. Su falta de compasión. ¿Por qué necesita operarse de la vista? ¿Porque no puede llorar? Cuando sonó el teléfono dimos los dos un salto. Yo interrumpí lo que estaba diciendo.
—Conteste — dijo él—. Será para mí.
Me resultaba difícil imaginar la atareada red de actividad que había tras los planes del día.
«Un momento», le había dicho después de preguntarle «¿té o café?» mientras encendía el hervidor.
—¿Sabía que yo estaba esperando al calderero?
Estoy segura de que no tardará en venir.
—¿Duggan? — dijo él—. No.
—¿Conoce a Duggan?
—Sé que no vendrá.
—¿Qué le han hecho?
—Vamos, por amor de Dios — replicó—. ¿Por qué íbamos a hacerle algo? No hay necesidad. Recibió el aviso. Tenemos camaradas en todas partes.
Camaradas. Una palabra agradable. Casi arcaica. «Santo cielo — pensé—: Duggan, un hombre del IRA.» Aunque mi visitante no hubiese indicado su filiación, yo me lo había dicho ya a voz en grito mentalmente. La palabra, las iniciales, no me causaban la conmoción ni  el desasosiego que os causarían a vosotros, tal vez. Le dije esto mientras iba a la nevera a por leche y esperaba a que hirviese el agua:
—Le impediría hacerlo si pudiese, pero sería sólo porque me da miedo por mí misma y por lo que va a pasarme a mí después de que lo haya hecho; lo cual, por cierto, ¿qué será? No soy amiga de esa mujer, aunque no creo — me sentí obligada a añadir— que la violencia resuelva nada. Pero no le traicionaría, porque…
—Sí — dijo él—. Todo el mundo tiene una abuela irlandesa. Eso no garantiza absolutamente nada. Estoy aquí por la situación de su piso. Me tienen sin cuidado sus afinidades. No se acerque a la ventana delantera y no toque el teléfono, o le doy un golpe que la mato. Me tienen sin cuidado las canciones que le cantaban sus condenados tíos abuelos los sábados por la noche.
Asentí. No era más que lo que yo misma había pensado. Era sentimiento sin ninguna sustancia.
El joven cantor a la guerra se va,
en las filas de los muertos lo encontrarás.
A la cintura lleva la espada de su padre,
y colgada a la espalda un arpa indomable.
Mis tíos abuelos (él tenía razón respecto a ellos) no habrían reconocido un arpa indomable aunque hubiese aparecido de pronto y les hubiese mordido en el trasero. El patriotismo sólo era una excusa para lo que ellos llamaban coger una buena, mientras sus mujeres tomaban té con pastas de jengibre y luego rezaban el rosario en la trascocina. Todo el asunto era una excusa: porque estamos oprimidos. Porque nos encontramos aquí sentados estando oprimidos, mientras gente de otras tribus prospera por sus propios impíos esfuerzos y se compra trajes de tres piezas.
Mientras nosotros estamos paralizados aquí dándole al la-la-la vieja Irlanda (porque a esta distancia en el tiempo se nos escapan las palabras), nuestros vecinos van resolviendo sus disputas, perdiendo sus orígenes y avanzando hacia formas más modernas no sectarias de estigma, expresadas en canciones modernas: eres liverpuliano, un cochino liverpuliano. Yo no lo soy, personalmente. Pero el norte es todo igual para los sureños. En Berkshire y en los Home Counties, todas las causas son la misma, todas las ideas por las que una persona podría querer morir: son molestias, una ruptura de la paz, y es probable que interrumpan el tráfico o hagan retrasarse los trenes.
—Parece que sabe sobre mí — dije. Mi tono parecía resentido.
—Todo lo que necesita saber cualquiera. Es decir, no que sea usted nada especial. Puede ser una ayuda si quiere, y si no quiere, nosotros podemos obrar en consecuencia.
Hablaba como si tuviese compañeros. Era un solo hombre. Aunque corpulento, incluso sin la cazadora. Supongamos que yo hubiese sido una conservadora de pura cepa, o una de esas almas devotas incapaces de aplastar un mosquito: no habría intentado de todos modos hacer ninguna trampa. Dada la situación, él contaba con que yo fuese dócil, o quizá confiase en mí hasta cierto punto, pese a su actitud burlona. De todos modos, me dejó seguirle al dormitorio con mi vaso de té. Él llevaba el suyo en la mano izquierda y el arma en la derecha. Dejó las esposas y el rollo de cinta adhesiva en la mesa de la cocina, donde los había dejado al sacarlos de la bolsa.
Y ahora me permite coger la extensión del teléfono de la mesita de noche y dárselo. Oí una voz de mujer joven, tímida y lejana. No parecía que estuviese en el hospital de la esquina. «¿Brendan?», dijo. Supuse que no era su verdadero nombre.
Posó el receptor tan fuerte que repiqueteó.
—Una puñetera demora. Serán unos veinte minutos, me dice. O treinta, podrían ser incluso treinta. — Dejó escapar el aliento como si hubiese estado reteniéndolo desde que había subido por las escaleras—. Qué putada. ¿Dónde está el retrete?
Puedes sorprender a una persona con «afinidades», pensé, y luego decir «¿Dónde está el retrete?». No es una expresión de Windsor. Tampoco había mucha duda en realidad. El piso era tan pequeño que su distribución era obvia. Se llevó el arma con él. Le oí orinar. Abrir un grifo. Chapotear. Salir, subiéndose la cremallera. Tenía la cara roja donde había aplicado la toalla. Se sentó con firmeza en la silla plegable. Se oyó un gemido del frágil entramado de caña.
—Tiene un número escrito en el brazo.
—Sí.
—¿Un número de qué?
—De una mujer.
Me humedecí el índice con la lengua y lo pasé por la tinta.
—Así no lo borrará. Tiene que usar jabón y frotar bien.
—Muy amable por tomarse tanto interés.
—¿Lo ha anotado ya? ¿Ese número?
—No.
—¿No lo quiere?
«Sólo si tengo un futuro», pensé. Me planteé cuándo sería adecuado preguntar.
—Prepare otro brebaje. Y póngale azúcar esta vez.
—Ah — dije; me avergonzó aquel fallo como anfitriona—.
No sabía que tomase azúcar. Puede que no tenga blanca.
—La burguesa, ¿eh?
Me enfadé.
—El orgullo no le impide disparar desde mi ventana de guillotina burguesa, ¿verdad?
Se echó hacia delante, la mano buscando el arma. No era para dispararme a mí, pero mi corazón saltó. Miraba furioso hacia abajo, hacia los jardines, tan tenso como si fuese a atravesar el cristal con la cabeza. Emitió un pequeño gruñido insatisfecho y volvió a aposentarse en la silla.
—Un puñetero gato en la verja.
—Tengo azúcar moreno — dije—. Supongo que sabrá igual una vez revuelto.
—No habrá pensado ponerse a gritar por la ventana de la cocina, ¿verdad? — preguntó él—. O intentar lanzarse escaleras abajo.
—¿Qué? ¿Después de todo lo que he dicho?
—¿Cree que está de mi lado? — Sudaba otra vez—. No sabe cuál es mi lado. Créame, no tiene ni idea.
Entonces se me pasó por la cabeza que tal vez no fuese un «provisional», sino de uno de los grupos locos escindidos de los que se hablaba. Yo no estaba en posición de poder pararme en nimiedades, al final el resultado sería el mismo. Pero dije:
—¿Burguesía? ¿Qué clase de expresión de politécnico es ésa?
Estaba insultándole, y me proponía hacerlo. Para aquellos de tierna edad debería explicar que los politécnicos eran institutos de educación superior para los jóvenes que se perdían el acceso a la universidad: para aquellos que eran lo suficientemente brillantes para decir «afinidades», pero aun así llevaban cazadoras baratas de nailon.
Frunció el ceño.
—Haga el té.
—Creo que no debería burlarse de mis tíos abuelos por ser irlandeses de pega; si habla en tópicos, qué puede esperar.
—Era una especie de chiste — dijo.
—Ah, vaya. ¿De veras? — me quedé sorprendida—. No parecía que tuviese mucho más sentido del humor que ella.
Señalé con un cabeceo los jardines del otro lado de la ventana, donde la primera ministra iba a morir en breve.
—Yo no la culpo de no reírse — dijo—. No la culparé por eso.
—Pues debería hacerlo. Es lo que le impide darse cuenta de lo ridícula que es.
—Yo no diría que es ridícula — dijo él, testarudo—. Cruel y malvada, sí, pero ridícula no. ¿Puede dar risa eso?
—Todos los humanos se ríen. Todas las cosas humanas dan risa — dije.
—Jesús lloró — repuso él después de pensárselo un poco.
Esbozó una sonrisa burlona. Sonrió. Vi que se había relajado al saber que, debido al puñetero retraso, aún no tendría que asesinar.
—La verdad es que tal vez ella se riese de nosotros si nos viera ahora. Piense que probablemente se reiría si estuviese aquí — dije—. Se reiría porque nos desprecia. Mire su anorak. Ella desprecia su anorak. Mire mi pelo. Ella desprecia mi pelo.
Alzó la vista. No me había mirado antes, no para verme; yo sólo era la que hacía el té.
—Cuelga así, sin más — expliqué—, en vez de ondularse. Y debería llevarlo lavado y arreglado. Debería ir en rulos graduados, ella sabe lo que significa ese tipo de peinado. Y no me gustan sus andares. «A pasitos», ha dicho antes. «Daría la vuelta a pasitos.» Lo ha dicho bien, ¿sabe?
—¿De qué cree usted que va esto? — me preguntó.
—Irlanda.
Asintió.
—Y quiero que lo entienda. No voy a dispararle porque no le guste la ópera. O porque a usted no le gusten…, ¿cómo demonios los ha llamado?…, sus accesorios.
No se trata de su bolso. No se trata de su peinado. Es por Irlanda. Sólo Irlanda, ¿entiende?
—Oh, no sé — dije—. Me parece que también usted es un poco falso. No está más cerca de la madre patria que yo. Sus tíos abuelos podían conocer tal vez la música pero no la letra. Así que podría necesitar razones de apoyo. Adjuntos.
—A mí me educaron en una tradición — dijo—. Y mire, nos trae aquí.
Miró alrededor como si no lo creyese: el acto decisivo de una vida de entrega, dentro de diez minutos, de espaldas a un armario ropero de conglomerado embellecido con contrachapado blanco; una mampara de papel plegado, una cama sin hacer, una desconocida y el último té sin azúcar.
—Pienso en esos muchachos en huelga de hambre — dijo—, el primero de ellos muerto casi dos años después del día que ella fue elegida por primera vez. ¿Lo sabía usted? Tuvieron que pasar sesenta y seis días para que Bobby muriera. Y otros nueve muchachos después de él. Dicen que cuando llevas cuarenta y cinco días sin comer te sientes mejor. Ya no te dan arcadas y puedes beber agua de nuevo. Pero ésa es tu última oportunidad, porque a los cincuenta días apenas puedes ver ni oír. Tu cuerpo se digiere a sí mismo. Se come a sí mismo desesperado. ¿Se extraña de que ella no sea capaz de reír? No veo nada de lo que reírse.
—¿Qué puedo decir? — le pregunté—. Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho.
Vaya y haga usted el té y yo me quedaré aquí sentada con el arma.
Pareció considerarlo por un momento.
—No acertaría usted. No tiene ningún entrenamiento.
—¿Cómo se entrenó usted?
—Blancos.
—No es como una persona viva. Podría dar a las enfermeras. A los médicos.
—Podría, desde luego.
Oí su tos larga de fumador.
—Ah, sí, el té — dije—. Pero ¿sabe otra cosa? Ellos pueden haber estado ciegos al final, pero tenían los ojos abiertos cuando empezaron. No se puede forzar a la piedad a un gobierno como el de ella. ¿Por qué iba a negociar? ¿Por qué esperarlo? ¿Qué era una docena de irlandeses para ellos? ¿O un centenar? Toda esa gente eran reos de pena capital. Pretenden ser modernos, pero si los dejaran acabarían sacando ojos en las plazas públicas.
—Podría no ser una mala cosa — dijo él—. Ahorcar.
En determinadas circunstancias.
Lo miré fijamente.
—¿Para un mártir irlandés? De acuerdo. Sí. Más rápido que morir de hambre.
—Desde luego. En eso tiene razón.
—¿Sabe lo que dicen los hombres en el bar? Dicen: «Nombra un mártir irlandés». Dicen: «Venga, venga, no puedes, ¿verdad?».
—Podría darle una retahíla de nombres — dijo él—. Estaban en el periódico. Dos años, ¿es demasiado para no recordarlo?
—No. Pero aguarde un momento, ¿quiere? Quienes lo dicen son ingleses.
—Tiene razón. Son ingleses — dijo con tristeza—. No recuerdan absolutamente nada. Ni una puta cosa.
«Diez minutos», pensé. Diez minutos más o menos. Me deslicé, desafiándole, hasta la ventana de la cocina. La calle había caído en el letargo del fin de semana; las multitudes estaban a la vuelta de la esquina. Debían de esperarla en breve. Había un teléfono en la encimera de la cocina al alcance de mi mano, pero si lo descolgaba él oiría sonido en la extensión del dormitorio y vendría a matarme no con una bala sino de alguna forma más discreta que no alertara a los vecinos y le echara a perder el día.
Esperé junto a la tetera mientras el agua hervía.
«¿Habrá sido un éxito la cirugía ocular? — me pregunté—. ¿Podrá ver cuando salga como una persona normal? ¿Tendrán que guiarla?  ¿Llevará los ojos vendados?»
No me gustó la imagen que se pintó en mi mente. Le grité a él para que me lo dijera.
«No, los viejos ojos serán agudísimos — gritó en respuesta—, tan agudos como una chincheta.»
«No hay ni una lágrima en ella — pensé—. Ni por la madre bajo la lluvia en la parada del autobús, ni por el marinero que se abrasa en el mar. Ella duerme cuatro horas por noche. Se sustenta con los vapores de whisky y el hierro de la sangre de su presa.»
Cuando volví con la segunda taza de té, con el azúcar moreno revuelto en ella, él se había quitado el maltrecho jersey, que estaba deshilachándose por los puños; «se viste para la tumba — pensé—, capa sobre capa, pero no impedirá que pase el frío». Debajo de la lana llevaba una camisa de franela desteñida, el cuello retorcido hecho un ovillo; «parece un hombre que se lava la ropa él mismo», pensé.
—¿Hay alguien que deje a su suerte? — dije.
—No — dijo él—. Yo no llego muy lejos con las chicas. — Se pasó una mano por el pelo para alisarlo, como si el ajuste pudiese cambiar su suerte—. Ningún crío; bueno, ninguno que yo sepa.
Le pasé el té. Bebió un trago e hizo una mueca.
—Después… — dijo.
—¿Sí?
—Localizarán enseguida la procedencia de los disparos, lo sabrán al momento. En cuanto baje las escaleras y salga por la puerta principal de la casa me tendrán allí en la calle. Llevaré el arma, así que me matarán en cuanto me vean. — Hizo una pausa y luego añadió, como si yo hubiese puesto reparos—: Es lo mejor.
—Ah — dije—. Yo creía que tenía un plan. Quiero decir, algo distinto a que le mataran.
—¿Qué plan mejor podría tener? — Sólo había un leve sarcasmo—. Es una bendición, esto. El hospital. Su piso. Su ventana. Usted. Es barato. Es pulcro. Queda hecho el trabajo y sólo cuesta un hombre. Yo le había dicho antes que la violencia no resolvía nada. Pero era sólo un tópico piadoso, como una oración antes de comer la carne. No estaba atendiendo a su significado cuando lo decía, me sentí hipócrita. Es sólo lo que los fuertes predican a los débiles: nunca lo oirás a la inversa; los fuertes no dejan sus armas.

—¿Y si yo pudiese ayudarle? — dije—. ¿Y si se pusiese cazadora para disparar y estuviese preparado para irse, dejar el arma aquí y salir con la bolsa vacía como un calderero, lo mismo que entró?
—En cuanto salga de esta casa estoy liquidado.
—Pero ¿y si sale de la casa de al lado?
—¿Y cómo podría hacerlo? — dijo.
—Acompáñeme — dije.
Lo ponía nervioso dejar su puesto de centinela, pero ante esa promesa debía hacerlo.
—Aún tenemos cinco minutos — dije—, y lo sabe, así que venga, deje el arma con cuidado debajo de la silla.
Se amontonó detrás de mí en el vestíbulo y tuve que decirle que retrocediera para así poder abrir la puerta.
—Eche el pestillo para que no se cierre — me aconsejó—. Sería una sandez que nos quedáramos en la escalera con la puerta cerrada.
Las escaleras de estas casas no tienen luz diurna. Puedes pulsar un interruptor temporal en la pared e inundar los descansillos de un resplandor amarillo. Tras los dos minutos asignados vuelves a la oscuridad. Pero la oscuridad no es tan profunda como te parece al principio.
Esperas, respirando suave, regularmente, los ojos adaptándose. Pies silenciosos sobre la gruesa alfombra, bajas sólo media planta. Escucha: la casa está silenciosa. Los inquilinos que comparten esta escalera están fuera todo el día. Las puertas cerradas amortiguan y anulan el mundo exterior, el cacareo de los boletines de noticias de las radios, el zumbido de los viajeros de la parte alta de la ciudad, hasta el apocalíptico estruendo de los aviones que descienden hacia Heathrow. El aire, que no circula, tiene un olor a alcanfor, como si la gente que vivió primero aquí estuviese abriendo chirriantes armarios, sacando su ropa de luto. Ni dentro ni fuera de la casa, visible pero no visto, podrías acechar aquí una hora sin que nada te molestara, podías pasarte un día entero. Podrías dormir aquí; podrías soñar. Ni inocente ni culpable, podrías ocultarte aquí durante décadas, mientras la hija del regidor envejece: envejecer también tú entre escalón y escalón, desprenderte del lazo corredizo de tu nombre. Un día Trinity Palace se derrumbará, en un soplo de yeso y de hueso empolvado. El tiempo llegará a un nivel cero, un punto: los ángeles buscarán entre las ruinas levantando a patadas los pétalos de las alcantarillas, los brazos envueltos en astrosas banderas.
En las escaleras, una palabra susurrada:
—¿Y me matará a mí?
Es una pregunta que sólo puedes hacer en la oscuridad.
—La dejaré atada y amordazada — dice—. En la cocina. Puede explicarles que lo hice en cuanto irrumpí en el piso.
—Pero ¿cuándo lo hará realmente? — La voz un susurro.
—Justo antes. Después no hay tiempo.
—Así no. Quiero ver. Yo no me pierdo esto.
—Entonces la ataré en el dormitorio, ¿de acuerdo?
La ataré de forma que pueda ver.
—Podría dejarme bajar las escaleras discretamente antes. Llevaré una bolsa de la compra. Si nadie me ve, diré que estuve fuera todo el tiempo. Pero no se olvide de forzar la puerta, ¿eh? Como un allanamiento…
—Veo que conoce mi trabajo.
—Estoy aprendiendo.
—Creía que quería ver cómo pasaba.
—Podría oírlo. Será como el estruendo del circo romano.
—No. No haremos eso. — Un toque: mano que roza un brazo—. Enséñeme eso que dice. Sea lo que sea estoy aquí para eso, perdiendo tiempo.
A la mitad del tramo de escalera hay una puerta. Parece la puerta de un armario de las cosas de la limpieza.Pero es pesada. Cuesta abrirla, la mano resbala en la manilla de metal.
—Puerta de incendios.
Me echa a un lado y la abre de un tirón.
A pocos centímetros de distancia, otra puerta.
—Empuje.
Empuja. Deslizarse lento, oscuridad en similar oscuridad. El mismo olor leve, estancado, acumulado, el olor de ese margen donde se encuentran el mundo público y el privado: gotas de agua de lluvia sobre moqueta, paraguas mojado, cuero de zapato empapado, olor metálico penetrante de llaves, la sal del metal en la palma. Pero ésta es la casa de al lado. Mira abajo la oscura caja de escalera. Es la misma, pero no. Puedes salir de un edificio y entrar en el otro. Entras en el número 21 como un asesino. Sales por el número 20 como un fontanero. Más allá de la escalera de incendios hay otras casas con otras vidas.
Historias diferentes que están próximas; están enroscadas como animales en invierno, la respiración superficial, el pulso imperceptible.
Lo que necesitamos, está claro, es tiempo. El obsequio de unos cuantos minutos para librarnos de una situación que parece innegociable. Hay una anomalía en la estructura del edificio. Es una posibilidad remota pero la única. De la puerta de la casa de al lado él saldrá unos metros más cerca del final de la calle: más cerca del final de la derecha, lejos de la ciudad y del castillo, lejos del crimen. Debemos suponer que no se propone morir si puede evitarlo: que en algún lugar de las calles del entorno, ilegalmente aparcado en el sitio reservado a un residente o bloqueando la salida de otro, hay un vehículo esperándole, para ponerle a salvo y disolverle como si nunca hubiera sido.
Él vacila, mirando la oscuridad.
—Inténtelo. No encienda la luz. No hable. Pase.
¿Quién no ha visto la puerta en el muro? Es el consuelo del niño inválido, la última esperanza del prisionero. Es la salida fácil para el agonizante, que no perece en la presa mortal de un ruidoso estertor, sino que se va en un suspiro, como una pluma que cae. Es una puerta especial y no obedece a ninguna de las leyes que gobiernan la madera o el hierro. Ningún cerrajero puede vencerla, ningún alguacil puede abrirla de una patada; los policías que patrullan pasan de largo, porque sólo es visible para los ojos de la fe. Una vez que la cruzas, regresas como ángulos y aire, como chispas y llama. Sabes que el asesino era un centelleo en su marco. Al otro lado de la puerta de incendios se funde, y por eso es por lo que nunca le has visto en las noticias. Por eso no conoces su nombre, su rostro. Por eso es por lo que, para tu conocimiento cierto, la señora Thatcher siguió viviendo hasta que se murió. Pero fíjate en la puerta: fíjate en la pared: fíjate en el poder de la puerta en la pared que nunca viste que estaba allí. Y fíjate en el viento frío que sopla cuando la abres un poco. La historia podría haber sido siempre de otro modo. Pero está el tiempo, el lugar, la negra oportunidad: el día, la hora, la inclinación de la luz, la furgoneta de los helados que campanillea en una carretera lejana cerca de la vía de circunvalación.
Y de vuelta atrás, al número 21, el asesino resopla y ríe.
—¡Chis! — le digo.
—¿Es ésa su gran sugerencia? ¿Que me maten en la misma calle un poco más allá? Bien, lo intentaremos. Salir por otro sitio. Una sorpresita.
Queda ya poco tiempo. Regresamos al dormitorio. Él no había dicho si yo viviría o si tenía otros planes. Me lleva a la ventana.
—Ábrala ya. Luego retroceda.
Teme que un ruido súbito sobresalte a alguien abajo. Pero aunque la ventana es pesada, y tiembla a veces en el marco, se desliza con suavidad hacia arriba. No tiene por qué temer. Los jardines están vacíos. Pero más allá, en el hospital, detrás de las verjas y los matorrales, hay movimiento. Están empezando a salir: no la camarilla oficial, sino un grupo de enfermeras con sus batas y sus gorros.
Él coge el haceviudas, lo coloca tiernamente sobre las rodillas. Inclina la silla hacia delante y, como veo que sus manos están una vez más resbaladizas de sudor, le llevo una toalla y él la coge sin hablar y se seca las palmas. Vuelvo a tener el recuerdo de algo sacerdotal: un sacrificio. Haraganea una avispa en el alféizar. El aroma del jardín es acuoso, verde. Entra bamboleante la tibia luz del sol, abrillanta los zapatones sucios de él, avanza tímidamente por la superficie del tocador. Deseo preguntar: «Cuando suceda lo que ha de suceder, ¿será ruidoso? ¿Desde donde esté sentada yo? ¿Voy a estar sentada? ¿O de pie? ¿De pie dónde? ¿Junto a su hombro? Quizá debiera arrodillarme y rezar».
Ya estamos a segundos del blanco. La terraza, los céspedes, gorjean con personal del hospital. Se ha formado una línea de recepción. Médicos, enfermeras, empleados. Se incorpora el chef, con su uniforme blanco y su gorro. Es un tipo de sombrero que yo sólo he visto en los cuentos infantiles ilustrados. Me río sin poder evitarlo. Percibo cada subir y bajar de la respiración del asesino. Cae un silencio: sobre los jardines y sobre nosotros.
Tacones altos sobre el sendero musgoso. Tip-top. Pasito a pasito. Ella se está esforzando, pero se acerca muy deprisa a ninguna parte. El bolso en el brazo cuelga como un escudo. El traje sastre exactamente como yo he previsto, el lazo de gatito, un largo collar de perlas y (un toque nuevo) grandes gafas protectoras. Para protegerla, sin duda, de las pruebas de la tarde. Va recorriendo la línea dando la mano. Ahora que estamos aquí al fin, hay todo el tiempo del mundo. El asesino se arrodilla, colocándose en posición. Ve lo que yo veo, el casco reluciente de pelo. Lo ve brillar como una moneda de oro en una alcantarilla, lo ve grande como la luna llena. La avispa revolotea en el alféizar, se queda suspendida en el aire quieto. Un fácil guiño del ojo ciego del mundo:
—Alegrémonos — dice él—. Alegrémonos, joder.


Así es como Maureen O'Hara denunció el acoso sexual en Hollywood hace 72 años

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Ls actriz Maureen O'Hara, conocida en los cincuenta como "La reina del Technicolor", en una imagen promocional.
Ls actriz Maureen O'Hara, conocida en los cincuenta como "La reina del Technicolor", en una imagen promocional. GETTY IMAGES

Así es como Maureen O'Hara denunció el acoso sexual en Hollywood... hace 72 años

Una noticia publicada por el periódico 'The Mirror' en 1945 recobra hoy actualidad y se está convirtiendo en un fenómeno viral

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6 de noviembre de 2017

Este es el extracto de una noticia que el periódico The Mirror publicó el 27 de mayo de 1945. Fue publicado en el Twitter del músico y escritor James Rhodes. Dice así:
"La estrella de cine irlandesa Maureen O'Hara acusó hoy a productores y directores de Hollywood de llamarla 'una patata fría sin atractivo sexual' porque se niega a permitir que hagan el amor con ella, según el corresponsal neoyorquino del Mirror.
'Estoy tan harta de eso que estoy dispuesta a retirarme de Hollywood', dice Maureen. 'Se ha vuelto tan insoportable que odio venir a trabajar cada mañana'. 
'Soy una víctima indefensa de una campaña de descrédito en Hollywood. Por no haber permitido que el productor o el director me besen cada mañana o me toqueteen, han contado por toda la ciudad que yo no soy una mujer, sino una fría estatua de mármol. Supongo que Hollywood seguirá sin considerarme otra cosa que no sea un frío trozo de mármol hasta que me divorcie de mi marido, abandone a mi bebé y ponga mi nombre y fotografía en todas las portadas. Si esa es la idea que Hollywood tiene de lo que debe ser una mujer, estoy preparada para marcharme ahora". 

Tras la oleada de acusaciones vertidas contra el productor Harvey Weinstein por varias víctimas que permanecieron calladas durante años (décadas, en algunos casos) y la comprobación de que tuvo que estallar ese escándalo para que se denunciase a otros hombres de la industria por motivos parecidos (el actor Kevin Spacey, los directores Brett Ratner y James Toback), es increíble ver desde 2017 como una jovencísima estrella de cine (O'Hara tenía entonces 25 años) se atrevió a hablar sin miedo de este mismo problema en 1945, hace más de siete décadas. 
Uno de los grandes miedos de las víctimas de estos acosadores tan poderosos es perder trabajo, nombre y posibilidades en la industria. Es llamativo que O'Hara (que cuando habló de ese modo tan abierto ya tenía éxitos en su haber como Qué verde era mi valle, de 1941) pasó a tener sus mayores éxitos después de ese año, cuando soltó la bomba. 
Llegarían después más trabajos con John Ford (El hombre tranquilo o Río Grande) y clásicos de la comedia como Tú a Boston y yo a California. O'Hara permaneció en activo hasta la década de los 2000, publicó su autobiografía Ella misma en 2004 y recibió un Óscar honorífico en 2014 de manos de Liam Neeson y Clint Eastwood. Falleció en 2015 a los 95 años debido a causas naturales en su casa de Idaho, mientras dormía. No pudo ver, por poco tiempo, como 72 años después de su valiente gesto, Hollywood empezaba a hacerse responsable de aquello que ella denunció antes que ninguna. 

Padma Lakshmi recrea el lado más satánico de Salman Rushdie

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Padma Lakshmi

Una exesposa recrea el lado más satánico de Rushdie

  • Padma Lakshmi describe al escritor con un apetito sexual insaciable y sin piedad



Al margen de las conspiraciones machistas, lo cierto es que un murmullo se propagó por la sala.
Cómo no evocar, a pesar de la distancia de los 6.000 kilómetros y los casi doce años transcurridos, la irrupción de Salman Rushdie en aquel invento barcelonés –o maragallada–, denominado Fòrum de les Cultures.
Pero el suspiro, a su entrada en la conferencia de prensa, no estuvo auspiciado por la admiración hacia el autor de Los versos satánicos, sino por la belleza de la mujer que paseaba de la mano.
El deslumbramiento literario es más reposado e interior. La lectura no deja de ser un estadio íntimo y de silencio. El asombro que provocó Padma Lakshmi, con una imagen que cuadra en la llamada guapura exótica, fue mucho más hormonal, de inspiración festiva si se quiere decir.
Parafraseando el tópico, y como exculpación a la frivolidad de los allí reunidos, una imagen vale más que cualquier verso.
Padma Laksmi y Salman Rushdie

Eran carne y uña. Sucedió a mediados de mayo del 2004. Salman y Padma, los dos de originarios de India, se hallaban todavía en plena luna de miel. Habían contraído matrimonio hacía un mes escaso, el 17 de abril.
La viva estampa de la felicidad. A Rushdie lo invitaron al recinto del Besòs para reflexionar sobre “el valor de la palabra”. Por lo visto, queda demostrado que en ocasiones resulta escaso. Ya se sabe eso de que las palabras se las lleva el viento. Como los sentimientos, depende como sopla.
Viró rápido el rumbo. A los tres años, la pareja rompió y, según parece, de pésimas maneras.
Padma Lakshmi (septiembre de 1970), modelo y actriz, ha logrado fama en Estados Unidos como presentadora en televisión del Top Chef, programa de cocina con el que ganó un Emmy.
Aunque publicó un par de recetarios, esta semana lanza su primer libro de memorias, en el que pergeña el retrato más satánico de su exmarido. Rushdie (junio de 1947) dejó muescas entre los iraníes por su novela basada en el Corán –el ayatolá Jomeini proclamó una fatwa o pena de muerte– y en su cuarta esposa por su agitada convivencia.
Heridas profundas, siempre a partir de los avances de Love, loss and what we ate (el amor, la pérdida y lo que comimos). Ese trayecto que va de aquellos días de vino y rosas en el Fòrum al desengaño posterior, lo explica de esta manera: un apetitoso menú que luego provocó una intoxicación emocional.


Padma Lakshmi y Salman Rushdie

En sus páginas describe al autor como un tipo egocéntrico, que reclamaba una atención constante, que le pusiera la comida en la mesa, sin olvidar que siempre se debía mostrar dispuesta a mantener relaciones sexuales, al estilo aquí te pillo, aquí...
Su versión incluye la total falta de sensibilidad de Rushdie en los momentos en que ella se encontraba enferma y en los que el acto carnal se le hacía un suplicio.
A Lakshmi –luce una cicatriz en el brazo derecho por un accidente de coche a los 14 años– le diagnosticaron una endometriosis. Esta afección causa un fuerte dolor pélvico. En una ocasión en que le rechazó, él le espetó que era “una mala inversión”. Afirma que enfureció al saber de ese dictamen médico puesto que no podría satisfacer su tórrido apetito.
Se habían conocido en 1999, en una fiesta organizada por la editora Tina Brown. El escritor, nacionalizado británico y reconocido como Sir, seguía casado con Elisabeth West. Se divorcio en el 2004 para contraer matrimonio con Padma. Entonces le llevaba el desayuno a la cama cada mañana. Una reina. Asistía a las fiestas con los amigos de su marido, entre los que se cuentan figuras de la talla de Susan Sontang o Don DeLillo.
El declive del idilio se produjo, sostiene en su narración, cuando Lakshmi empezó a despuntar en los shows televisivos. Que Newsweek la pusiera en su portada –“La nueva India”– no lo pudo soportar.
“La única vez que Newsweek me ha puesto en portada ha sido cuando alguien ha intentado meterme una bala en la cabeza”, le dijo.
Pese a su enfermedad, él insistía en el sexo. Después de una intervención quirúrgica, de la que regresó cargada de puntos, él cogió las maletas y se marchó. Se entregó a la bohemia neoyorquina.
Lakshmi hizo, deshizo y volvió a rehacer su vida. Se unió al millonario Ted Fortsman que, entre otros, cumplió su deseo de cenar en El Bulli. En medio, ella flirteó con el inversor Adam Dell (hermano del de los ordenadores) que la dejó embarazada. Bollywood se queda pequeño para Padma.

Padma Lakshmi, ex de Salman Rushdie, denuncia un abuso sexual cuando era niña

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Padma Lakshmi

Padma Lakshmi, ex de Salman Rushdie, denuncia un abuso sexual cuando era niña



EUROPA PRESS
09/03/201618:56

Padma Lakshmi, la presentadora de la versión estadounidense de Top chef, en la estadounidense Bravo, confiesa que dudó de la identidad del padre de su única hija, Krishna. En sus memorias, la que fuera esposa del escritor Salman Rushdieademás revela que fue víctima de abuso sexual.
Durante una entrevista con el periodista Matt Lauer, la actriz y modelo de 45 años afirmó haber decidido mantener dos relaciones simultáneamente después de su fracasado matrimonio con el autor de Los versos satánicos.

Padma Lakshmi

"Probablemente no fue la mejor opción, pero fue la elección que hice en ese momento", dijo a Lauer. "No quería estar en una relación seria. Todavía estaba sufriendo mi divorcio. Probablemente no debería haber estado con nadie y haberme tomado el tiempo que necesitaba para mí. Pero fui presentada a dos hombres muy diferentes e interesantes. Los hombres lo hacen todo el tiempo", señaló la modelo hindú.
Uno de los hombres en cuestión era el multimillonario Teddy Forstmann. En sus memorias, Lakshmi detalla la reacción de Forstmann al descubrir que él no era el padre de la pequeña Krishna. En última instancia, él se mantuvo al lado de Lakshmi e incluso dejó en herencia parte de su fortuna al bebé de Krishna cuando falleció en noviembre de 2011. Al final, el padre biológico resultó ser el inversor Adam Dell, con el que llegó a un acuerdo para compartir la custodia y darle su apellido en marzo de 2012.

Padma Laksmi

La celebridad, que va de plató en plató promocionando su biografía, Love, loss and what we ate, también ha hablado abiertamente sobre la endometriosis que estuvo a punto de impedirle ser madre. "Desde el momento en que tenía 13 años hasta que el tiempo me diagnosticaron, echaba de menos el 25% de mi vida. Es muy debilitante", apuntó Lakshmi en el espacio Today.
Padma sorprendía al asegurar que había sido víctima de abusos por parte de un amigo de su padastro cuando era niña y éste dormía con ella en un pequeño apartamento en Queens (Nueva York) donde vivía su madre. "Una noche desperté con su mano en mi ropa interior. Él tomó mi mano y la puso dentro de sus pantalones. No sé cuántas veces pasó esto antes, sospecho que estuve dormida en algunos de esos momentos", relata en su historia. Después de contarle lo sucedido a su madre, fue enviada a la India. "Él debió ser el que se tuvo que ir. Años después, con lágrimas, mi mamá admitió que ese fue un grave error", afirma la celebridad.





DANTE



Hilary Mantel / El QT largo

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Hilary Mantel

El QT largo

Traducción de José Manuel Álvarez Flórez



Él tenía cuarenta y cinco cuando su matrimonio terminó, sin remisión, un cálido día de otoño, el último del tiempo de las barbacoas. Nada de aquel día lo planeó él, nada se lo propuso él, aunque más tarde podías ver que todos los elementos del desastre estaban en su sitio. Estaba en su sitio sobre todo Lorraine, de pie al lado del cavernoso refrigerador americano, dando golpecitos en sus pulidas puertas de acero con las puntas de sus dedos lacados. 
—¿Nunca te metes en él? —preguntó —. En un día que hace calor de verdad, quiero decir… 
—No sería seguro —dijo él—, podrían cerrarse las puertas. 
—Jodie te echaría de menos. Te abriría. 
—Jodie no me echaría de menos. — No cayó en la cuenta de lo que decía hasta que lo dijo—. De todos modos, no ha hecho tanto calor como para eso — añadió. 
—¿No? —dijo ella—. Lástima. 
Se estiró y le besó en la boca. 
Aún tenía el vaso de vino en la mano y él lo sintió rodar, fresco y húmedo, por la parte posterior del cuello, y desencadenar un culebreo espina dorsal abajo. La atrajo hacia sí: un movimiento de generoso aprecio, rodeando con ambas manos su trasero. Ella susurró algo, estiró un brazo para bajar el vaso, luego le otorgó su atención total, su boca abierta. 
Él había sabido siempre que ella era asequible. Pero no la había encontrado nunca sola, en una tarde de calor, su cara un poco ruborosa, a tres vasos de vinho verde de la completa sobriedad. Nunca sola porque Lorraine era el tipo de chica que se movía en un grupo de chicas. Era rolliza, amable, de nivel bajo para el barrio y no tenías que esforzarte para que te gustase. Decía cosas graciosas, como: «Es tan triste tener nombre de quiche…». Olía deliciosamente a cosas de cocina: ciruelas y vainilla, chocolate. 
La soltó, y al hacerlo oyó tintinear en el suelo de nuevo sus tacones. 
—Eres una muñequita —dijo. Se irguió cuan alto era. No podía imaginarse su propia expresión mientras bajaba la vista hacia ella: burlona, tierna, divertida; casi no se reconocía. Ella seguía con los ojos cerrados. Esperaba que la besara de nuevo. Esta vez la cogió más elegantemente, por la cintura, ella de puntillas, lengua jugueteando con lengua. Despacio y suave, pensó. Sin apresuramiento. Pero luego su mano, como si tuviese voluntad propia, culebreó toscamente rodeando la espalda de ella. Sintió la cinta del sostén. Pero un giro, un sobresalto le dijo ahora no, aquí no. Entonces ¿dónde? Difícilmente podían pasar los dos entre los invitados y subir al piso de arriba. 
Sabía que Jodie andaba trajinando por la casa. Sabía (y lo reconoció más tarde) que podría irrumpir en cualquier momento. A ella no le gustaban las fiestas que incluían puertas abiertas e invitados pasando entre la casa y el jardín. Podrían entrar desconocidos, y avispas. Era demasiado fácil plantarse en el umbral con un cigarrillo encendido, charlando, ni dentro ni fuera. Te podían robar sin que te dieras cuenta. Pasaba recogiendo vasos entre los grupos de invitados, invitados que se reían y se pasaban entre ellos teléfonos móviles, invitados que estaban, por amor de Dios, intentando relajarse y disfrutar de la velada. Había gente que la complacía apurando lo que le quedaba en el vaso y entregándoselo. Si no, ella decía: «Perdona, ¿has acabado con eso?». A veces hacían pequeñas pilas de vasos, para ayudar, y decían: «Aquí tienes, Jodie». Le sonreían indulgentes, sabiendo que estaban ayudándola en su hobby. La veías allí retirada en su pequeño mundo propio, de espaldas a todos, cargando el lavaplatos. Se daba el caso, era algo sabido, de que había veces que completaba un ciclo de lavado antes de una hora de fiesta. Llegaba el momento, después de anochecer, en que las esposas se ponían sensibleras y los maridos arrogantes y belicosos, en que estallaban disputas sobre la enseñanza privada y las raíces de los árboles y los permisos de aparcamiento; entonces, decía ella, cuantos menos vasos hubiera, mejor. Él decía: «Haces que parezca una pelea de bar por una herencia». «Por amor de Dios, mujer —le decía él—, deja ya el pulverizador de las avispas». 
Pensaba todo esto mientras mordisqueaba a Lorraine. Ella lo acarició, le desabotonó la camisa, le deslizó la mano sobre el cálido pecho y dejó que los dedos se detuvieran sobre el corazón. Si aparecía Jodie, él simplemente le pediría con calma que no montara una escena, que respirase hondo y que fuese más francesa con el asunto. Luego, cuando la gente se hubiese ido a casa, ya le explicaría: era hora de que aflojase las riendas. Él era un hombre que había conseguido llegar a la cima y debía tener alguna compensación. Gracias a sus esfuerzos como profesional, podían disfrutar de cocinas artesanales. Estaba haciéndose con una cantidad que superaba con mucho todo lo que ella pudiese haber esperado, y su sagacidad los había situado casi a cubierto de la maldita crisis; ¿quién podía decir lo mismo entre los conocidos? Además, estaba dispuesto a ser justo: «No es una calle de una sola dirección», le diría. Ella era una agente libre, lo mismo que él. Podría querer tener también una aventura. Si podía conseguirla. 
Bajó la cabeza para susurrarle a Lorraine al oído: 
—¿Cuándo follamos? 
Ella dijo: 
—¿Qué tal la semana que viene, el martes? 
Fue entonces cuando llegó su mujer, y se paró en la entrada. Sus brazos desnudos eran tallos caídos, y de las puntas de los dedos colgaban vasos como frutos. Lorraine respiraba cálidamente sobre su pecho, pero debió de notar que él se ponía tenso. Intentó separarse, susurrando: «Oh, mierda, es Jodie, métete en el refrigerador». Él no quiso separarse de ella; la sujetó por los codos, permaneció inmóvil un instante y miró furioso a su esposa por encima de la mullida cabeza de Lorraine. 
Jodie avanzó unos dos pasos en el interior de la cocina. Pero se detuvo, mirándolos, y pareció quedarse congelada. Colgó en el aire un leve tintineo al temblar los vasos en sus dedos. No dijo nada. Movió los labios como si fuese a hablar, pero sólo brotó un chillido. 
Luego abrió las manos. El suelo era de piedra caliza y el cristal estalló. El estruendo, el grito de la otra mujer, la luz astillada a sus pies: todo esto pareció conmocionar a Jodie y hacerla reaccionar. Emitió un pequeño gruñido, luego un jadeo, y apoyó la mano derecha, ya vacía, en la encimera de pizarra; luego se arrodilló. «¡Cuidado!», exclamó él. Se hundió en los fragmentos de cristal con la misma suavidad que si fuesen de raso, como si fuesen nieve, y la piedra caliza brillaba a su alrededor como un helero, cada mosaico con su borde hinchado almohadillado, cada uno con un dibujo oscuro leve como el aliento. Resolló. Parecía aturdida, aporreada, como si hubiese roto un espejo metiendo la cabeza en él. Extendió la mano izquierda y estaba cortada y afloraba en ella un pozo de sangre ramificado en afluentes por la palma. Lo miró, casi despreocupadamente, y emitió un jadeo ahogado. Se dobló limpiamente hacia atrás sobre los talones. Cayó de lado, con la boca abierta. 
Él pisó los cristales para acercarse a ella haciéndolos crujir como si fuera hielo. Pensó que aquella era su oportunidad para abofetearla, que ella estaba fingiendo para asustarle, pero cuando le tiró del brazo estaba inerte, pesado, y cuando gritó «Dios Todopoderoso, Jodie» ella no se inmutó, y cuando le volvió la cabeza brutalmente para verle la cara tenía ya los ojos vidriosos. 
Así le pareció más tarde, cuando tuvieron que repasar los acontecimientos de la noche. Él quería llorar sobre el hombro de los de la ambulancia y decir «sólo la curiosidad y una leve lujuria me llevaron a eso, y una especie de rebeldía infantil, y el hecho de que estuviese allí para mí, en bandeja, ¿comprende lo que quiero decir?». Dijo: «Tenía pensado pedirle que fuera francesa. Probablemente no lo habría sido, pero no pensé que fuera a caerse de aquel modo… Quiero decir, ¿cómo podía saberlo? ¿Cómo iba a imaginar eso? Y que se arrodillase, que se arrodillase en el cristal». 


Durante el primer día o así no estuvo coherente. Pero nadie se interesó por su estado mental; no como lo habrían hecho si lo hubieran detenido por matar a su mujer de un modo más obvio. Un médico se lo explicó, cuando le pareció que ya podía asimilarlo. Síndrome de QT largo. Un trastorno en la actividad eléctrica del corazón, que provoca arritmia y, en determinadas circunstancias, parada cardíaca. Genético, probablemente. Infradiagnosticado en la población general. Los médicos podemos tomar muchas medidas si lo detectamos a tiempo: marcapasos, betabloqueantes. Pero nadie puede hacer gran cosa si el primer síntoma es una muerte súbita. Puede causarla una conmoción, dijo, o una emoción fuerte, una emoción fuerte de cualquier tipo. Puede ser horror. O repugnancia. Pero no tiene por qué ser eso. A veces, dijo, la gente se muere riendo.






Cuentos


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Short stories





Los secretos del caso Kennedy / El aviso desoído del FBI y la conspiración que vieron los soviéticos

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El presidente John F. Kennedy, en su toma de posesión en 1961.
El presidente John F. Kennedy, en su toma de posesión en 1961. AP

Los secretos del caso Kennedy: el aviso desoído del FBI y la conspiración que vieron los soviéticos

Los documentos liberados sobre el asesinato del presidente de EE UU en 1963 están destinados a ahondar el enigma



JAN MARTÍNEZ AHRENS

Washington 27 OCT 2017 - 17:20 COT

Las sombras se resisten a abandonar el crimen que hizo temblar el Siglo XX americano. La liberación de 2.891 informes secretos sobre el asesinato del presidente John F. Kennedy está destinada a ahondar las incógnitas. No sólo porque aún se mantienen ocultos 200 documentos considerados demasiado sensibles para la seguridad nacional, sino porque los expedientes sacados a la luzdestapan las contradicciones del tenebroso mundo de los servicios de inteligencia. Un viaje turbio y subterráneo donde, entre mucha chatarra informativa y memoriales desfasados, figuran las obsesiones de una época: el odio a Fidel Castro, la política de bloques, la extraña vida del magnicida y las sospechas de una conspiración.

La URSS creía en la teoría de la conspiración

La muerte de Kennedy el 22 de noviembre de 1963 puso en guardia los comunistas americanos y a los propios soviéticos. El asesino, el exmarine Lee Harvey Oswald, había vivido en la URSS y profesaba el credo marxista-leninista. Por ello, nada más se conoció el atentado se aprestaron a mostrar su repudio. No bastó. Durante años, los servicios de inteligencia estadounidenses sondearon en aguas comunistas en busca de algún indicio. Uno de los puntos más escrutados fue la Embajada de Cuba en México. Allí se había dirigido Oswald, 54 días antes del magnicidio, en busca de un visado para la URSS. Un espía estadounidense en la legación cubana, el prolífico Litamil 9, despejó muchas dudas al describir la preocupación que el atentado generó entre el personal y el rechazo que el estadounidense había inspirado en todos ellos.






Fidel Castro y el líder soviético Nikita Khruschev.
Fidel Castro y el líder soviético Nikita Khruschev. AP


Esto tranquilizó a EE UU, pero no a los rusos. En aquellos años confusos, la rueda de la sospecha giró de tal modo que al final fueron los propios soviéticos quienes empezaron a poner en duda la versión oficial estadounidense. Un memorándum clasificado como alto secreto y fechado el 1 de diciembre de 1966 establece: “De acuerdo con nuestra fuente, los altos cargos del Partido Comunista de la Unión Soviética creen que se trató de una conspiración bien organizada por la ultraderecha de Estados Unidos para dar un golpe. Están convencidos de que el asesinato no fue la obra de un solo hombre sino de un cuidadoso operativo”.




En esta línea, el informe recoge el miedo de Moscú a que el crimen fuese utilizado para ahondar “los sentimientos anticomunistas en EE UU, cerrar las negociaciones con la URSS, atacar a Cuba y desencadenar una guerra”. Para apuntalar esta tesis, Moscú consideraba a Oswald un “maniaco neurótico desleal a su país y a cualquier cosa”. Un desertor que en su estancia en la URSS ni siquiera había sido reclutado por la inteligencia soviética.
Esa fue de hecho la impresión que dio a los agentes del KGB que le habían recibido en la Embajada rusa en Méxicoun mes antes del atentado. "Me reuní con Oswald cuando vino a buscar la forma de ir a la URSS. Él no pudo ser el ejecutor material del asesinato. Es imposible. Era un hombre desgastado, extremadamente flaco y pobremente vestido. Le temblaba todo, de las manos a los pies. Ni siquiera le pude estrechar la mano", declaró este viernes a Efe Nikolai Leónov, quien posteriormente fue subdirector del KGB.

Matar a Castro

Muerto. EE UU lo quería muerto y enterrado. En la época del magnicidio, Fidel Castro era la pesadilla de los servicios de inteligencia. Los planes para liquidarlo se multiplicaron y ocuparon una parte considerable de las posteriores investigaciones. No sólo por la adhesión de Oswald a la causa comunista, sino por la sospecha de que el asesinato de Kennedy hubiese podido deberse a una respuesta de La Habana o Moscú a las intentonas americanas para acabar con Fidel.






Lee Harvey Oswald, tras su detención.
Lee Harvey Oswald, tras su detención.


Entre los planes descritos en los informes figura un operativo (ya conocido) diseñado con apoyo del mafioso Sam Giancana para acabar con Castro mediante la bacteria del botulismo. Dos veces fracasó esta trama. Una por el temor del agente que recibió las pastillas con el tóxico y otra porque Castro dejó de acudir al restaurante donde le esperaba el camarero que debía verter las bacterias en su comida.
Otro proyecto, que no pasó de la fase larval, consistía en aprovechar la afición de Castro al submarinismo para regalarle un equipo de buceo contaminado de hongos y bacilos de la tuberculosis. Tampoco llegó muy lejos la descabellada idea de suministrar a un infiltrado un bolígrafo-bala. El mismo espía lo vio imposible, dada la escolta que acompañaba a Castro, y pidió armas convencionales. Nunca fueron utilizadas.

El aviso desoído del FBI

Oswald siempre será una incógnita. Su muerte a manos del mafioso Jack Ruby es el principal puntal de las teorías de la conspiración. Entre los papeles liberados hay uno destinado a hacer las delicias de los amantes de las sombras. Un informe secreto del legendario director del FBI, J. Edgar Hoover, en el que señala que su agencia avisó del riesgo de asesinato de Oswald. Escrito el 24 de noviembre de 1963, el mismo día en que el magnicida fue liquidado, Hoover recuerda: “La noche pasada recibimos una llamada en nuestra oficina de Dallas de un hombre que, hablando con voz calmada, dijo que era un miembro de un comité organizado para matar a Oswald. Lo notificamos al jefe de la estación policial y este nos aseguró que Oswald tendría suficiente protección. Esa mañana llamamos otra vez avisándole de la posibilidad de alguna tentativa contra Oswald y nos volvió asegurar que le sería dada la protección adecuada. Sin embargo, esto no ocurrió”. 

Marta Lucía Ramírez expone falso humanismo de Petro, cómplice de Maduro

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Gustavo Petro


Marta Lucía Ramírez expone falso humanismo de Petro, cómplice de Maduro


POR FELIPE FERNÁNDEZ 
AGO 11, 2017, 1:33 PM




En el foro participaron los 12 precandidatos que fueron divididos en bloque, y empezó con las intervenciones de Martha Lucia Ramírez, Gustavo Petro, Sergio Fajardo, Carlos Holmes Trujillo, Humberto de la Calle y Jorge Enrique Robledo.
En el foro participaron los 12 precandidatos que fueron divididos en bloque, y empezó con las intervenciones de Martha Lucia Ramírez, Gustavo Petro, Sergio Fajardo, Carlos Holmes Trujillo, Humberto de la Calle y Jorge Enrique Robledo.

Los precandidatos presidenciales en Colombia estuvieron este jueves 10 de agosto en la ciudad de Cartagena (al norte de Colombia) donde dieron a conocer sus propuestas de gobierno y posiciones relativas a la situación socioeconómica del país, desarrollo empresarial, entre otros temas objeto de discusión.
En el foro participaron los 12 precandidatos que fueron divididos en bloque, y empezó con las intervenciones de Martha Lucia Ramírez, Gustavo Petro, Sergio Fajardo, Carlos Holmes Trujillo, Humberto de la Calle y Jorge Enrique Robledo.

Los candidatos hablaron sobre el rumbo que debe adoptar el país en materia económica y también dieron a conocer sus posturas sobre algunos temas relativos a la implementación del Acuerdo Santos-FARC y la crisis en Venezuela.

Durante la intervención, la dirigente conservadora, Martha Lucia Ramírez, se pronunció sobre la situación que se vive en Venezuela y los desmanes adelantados por el régimen en ese país contra la población civil.

Y sin mencionar estrictamente al precandidato de izquierda, Gustavo Petro, sí habló de su eslogan de campaña “Colombia Humana”, el cual es recogido de su antiguo lema de campaña de gobierno “Bogotá Humana”, cuando fue alcalde mayor de la capital colombiana.
Exactamente, Ramírez dijo:
“Una cosa es tener prudencia y otra cosa es tener ambigüedad, en materia de relaciones exteriores no se puede tener ambigüedad y mucho menos en la defensa de la democracia y muchísimo menos en la defensa de los derechos humanos. Hay algunos que hablan por ejemplo de la Colombia Humana, con todo respeto, entonces nos dicen no a las corridas taurinas, pero silencio absoluto cuando matan jóvenes en Venezuela, ¡hay que alzar la voz!”.
Martha Lucia Ramírez criticó la vacilación de Petro con el régimen venezolano y su ambigüedad respecto a lo que viene ocurriendo en el país vecino.
El foro que tuvo lugar en Cartagena y es el segundo Congreso Empresarial Colombiano y 73 de la Asociación de Industriales de Colombia (ANDI).
Fuentes








Marta Lucía Ramírez dijo que Petro es lo mismo que Hugo Chávez pero más bajito

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Hugo Chávez


Marta Lucía Ramírez dijo que Petro es lo mismo que Hugo Chávez pero más bajito


REDACCIÓN CARIBE
13 DE NOVIEMBRE DE 2017

La precandidata presidencial, Marta Lucía Ramírez, dijo en una entrevista al Canal Caracol que le parecer que su contrincante político, Gustavo Petro es lo mismo que el desaparecido expresidente de Venezuela, Hugo Chávez, con la diferencia de que él es un poco más bajito.
Las declaraciones las dio la mujer, cuando el periodista le iba preguntando qué pensaba de sus rivales en las próximas elecciones presidenciales, y fue entonces cuando dijo que le parecía que era un Chávez, pero un poco más bajito.

https://www.youtube.com/watch?v=YUwjU5esZkw
Entrevista con Juan Roberto Vargas
Noticias Caracol
“Gustavo Petro me parece que es Chávez un poquito más bajito. Es clarísimo que es exactamente la misma línea de pensamiento, su misma estructura política, su misma manera realmente de ver la sociedad. Su misma manera de ver a los que han estado en el pasado en el ejercicio del poder. Lo que uno ve realmente es una actitud de rechazo, de odio, de resentimiento hacia todo lo que estuvo antes. Y yo creo que hay muchos políticos que están muy dados a eso. Políticos y políticas”.


Hilary Mantel / El asesinato de Margaret Thatcher / Reseña

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‘El asesinato de Margaret Thatcher’, Hilary Mantel



Por Víctor G.

Colocada como una de las cien personas más influyentes según la revista Time, con su obra convertida en Bestseller del The New York Times y multitud de premios recogidos a lo largo de su carrera, Hilary Mantel sigue provocando muecas de satisfacción en los lectores con El asesinato de Margaret Thatcher.
Una colección de once relatos que coge por título el nombre del último que la compone. Con la maestría que la ha convertido en la única mujer galardonada con dos premios Booker, Hillary Mantel sigue desplegando historias que entran en el lector agitándolo, despeinándolo; buscando y consiguiendo la esencia de la Literatura. Cargada de esa ironía ácida tan británica que acompaña a los autores que están de vuelta de todo, que han saboreado todo tipo de calamidades y frustraciones en su vida y han decidido transmitir su experiencia al lector, quizás creyendo que así podrán evitar que el lector pase por lo mismo. Leer a esta autora nacida en el Reino Unido es comprender la cantidad de miradas que puede haber hacia la realidad. Mantel convierte lo casual en extraordinario. Sus cuentos son composiciones sublimes en las que un narrador cercano te acompaña de la mano y va susurrando en tu oído lo que te quiere contar, de fondo; hasta que de repente se dirige exclusivamente a ti, te avisa, te alerta, y es ahí donde te das cuenta, donde dudas, de si es verdad que lo estás leyendo o realmente lo estás oyendo de alguien.
En todos sus relatos se encuentra la puya indirecta (y en muchos casos directa), camuflada por la inteligencia de alguien que escribe para buscar respuestas a todo lo que su mente se pregunta, y sabiendo que nunca las va a encontrar. Aquí, el lector prevenido ante la obra de Mantel podría pensar, ¿y entonces para qué leerla? Para eso mismo, para entrar en ese dilatado mundo en el que las preguntas luchan por resolverse sabiendo que su gracia está en ser preguntas. La cabeza, y por consiguiente la mano, el bolígrafo, las palabras de Mantel son un nido de ideas interminable, un flujo constante de preguntas por la vida, de guiños al desengaño, de una tormenta que abrasa a su prosa enganchando de manera incontrolable al lector.
En definitiva, Hilary Mantel es uno de esos autores del después, que saben lo que va a pasar, porque siempre va a pasar nada, y ellos son los mejores explicándolo. Es una escritora convencida de que si nada tiene sentido, por lo menos que la Literatura sirva de aquello que nos dice una hermosa canción: «mi chupa de cota de malla contra la desdicha».
CULTURAMAS



Cuentos



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Short stories





Hilary Mantel / Terminal

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Hilary Mantel

TERMINAL 


Traducción de José Manuel Álvarez Flórez


El 9 de enero, poco después de las once de una mañana oscura de aguanieve, vi a mi difunto padre en un tren que salía de Clapham en dirección a Waterloo.
Aparté la vista, pues no lo reconocí de inmediato. Estábamos en vías paralelas. Cuando miré otra vez, el tren había acelerado y se lo llevaba.
Mi mente se desplazó de inmediato hacia delante, hacia la confluencia en la estación de Waterloo, y el encuentro que estaba segura que debía producirse. Él viajaba en un tren antiguo, de los de seis asientos por vagón y pasillo, las ventanillas casi opacas por la acumulación del invierno y un decenio de mugre pegada a su metal. Me pregunté de dónde vendría: ¿Windsor? ¿Ascot? Te darás cuenta de que viajo mucho por la región y una llega así a conocer el material rodante.
No había luces en el vagón que él había escogido. (Las bombillas suelen ser objeto de robo o vandalismo.) Su rostro tenía un tinte desagradable; los ojos estaban intensamente ensombrecidos y la expresión era pensativa, casi taciturna.
Mi propio tren se puso en marcha al fin, liberado por la señal verde. El ritmo era majestuoso y pensé que mi padre debía de llevarme sus buenos siete minutos, desde luego más de cinco.
En cuanto lo vi, allí sentado triste pero erguido en el vagón de enfrente, mi mente volvió atrás a aquella vez que…, aquella vez que… Pero no. No volvió atrás. Lo intenté, pero no podía encontrar una vez. Aunque rebusqué en los rincones del cerebro, no pude dar con una. Me gustaría ser rica en anécdotas. Fértil para inventar. Pero no hay ninguna vez, sólo el conocimiento de que ha pasado un determinado número de años.
Cuando desembarcamos el andén estaba suavizado por el frío, resbaladizo bajo los pies. Había avisos de bombas pegados por todas partes, y también otros de advertencia a los mendigos y carteles que dicen «procura no resbalar ni caerte», que son ofensivos para el público, pues pocas personas lo harían si pudiesen evitarlo: sólo tal vez unos pocos que buscasen llamar la atención. Una decisión arbitraria había colocado a un hombre a recoger los billetes, así que actuaba con torpeza y mucho más despacio. Esto me irritó; quería acabar con todo aquel asunto, cualquier clase de asunto que fuese a ser.
Caí en la cuenta de que él había parecido más joven, como si la muerte le hubiese trasladado una etapa atrás. Había en su expresión, por melancólica que fuese, algo intencional; y yo estaba segura de esto: de que su viaje no era casual. Y fue así esa percepción, más que cualquier experiencia del pasado (¿es la experiencia siempre pasado?), la que me llevó pensar que acercándose a mí y luego alejándose, en su tren de Basingstoke o tal vez de tan lejos como Southampton, podría estar haciendo tiempo para un encuentro conmigo.
Escucha una cosa: si te propones encontrarte con alguien en la estación de Waterloo, traza bien tu plan y por adelantado. Formalízalo por escrito, como precaución extra. Me quedé allí plantada como una piedra en la zafia corriente, mientras los viajeros entrechocaban y se amontonaban a mi alrededor. ¿Adónde iría él? ¿Qué querría? (Yo no había sabido, válgame Dios, que los muertos andaban sueltos.) ¿Una taza de café? ¿Una ojeada al estante de éxitos de venta de bolsillo? ¿Algo de la parafarmacia Boots, una cura para el catarro, una botella de algún aceite aromático?
Algo pequeño y duro, que estaba dentro de mi pecho, que era mi corazón, se hizo entonces más pequeño aún. No tenía ni idea de lo que podría querer él. Las posibilidades ilimitadas que Londres proporciona… si pasara sin que le viese yo y consiguiera salir a la ciudad…, pero incluso entonces, entre las posibilidades ilimitadas, no se me ocurría ni una sola cosa que él pudiese querer.


Así que le busqué, eché un vistazo en W. H. Smith y en la boutique Costa Coffee. Mi mente intentaba aportar ocasiones a las que él pudiera volver, no se me ocurría ninguna. Me entraron ganas de algo dulce, una taza de chocolate para calentarme las manos, un barquillo italiano espolvoreado con polvo de cacao. Pero notaba mi mente fría y urgencia en mi propósito.
Se me ocurrió de pronto que él podría estar saliendo para el Continente. Podría coger el tren desde allí para Europa, y ¿cómo iba a seguirle yo? Me pregunté qué documentos era probable que él necesitase, y si llevaría dinero en efectivo. ¿Son administraciones diferentes? ¿Pueden pasar los puertos como fantasmas? Pensé en un tribunal de embajadores fantasmas, con carteras fantasmas metidas dentro de sus togas.
Hay un ritmo (tú lo sabes) al que se mueve la gente en cualquier gran espacio público. Hay una cierta velocidad que no es decisión propia sino que se pone en marcha todos los días, poco después de amanecer. Rompe el ritmo y lo lamentarás, porque te darán patadas y chocarán los codos. Farfulleo británico brutal de oh, perdón, perdón…, salvo que a menudo los viajeros están demasiado furiosos, creo yo, para la cortesía normal; vacila demasiado tiempo o cojea y te quitarán de en medio de un golpe. Se me ocurrió por primera vez que ese ritmo es un verdadero misterio, controlado no por los ferrocarriles ni por los ciudadanos sino por un poder superior; que es una ayuda para el disimulo, una guía para los que de otro modo no sabrían cómo actuar.
Porque, ¿cuántos de todos estos miles que surgen son sólidos y cuántos de esos supuestos son trucos de la luz? ¿Cuántos, pregunto yo, están conectados en todos los puntos, cuántos están total y convincentemente en el estado en que afirman estar: es decir, vivos? ¿Ese hombre cetrino, perdido, sin objeto, un extranjero con la maleta a la espalda; esa mujer cuya cara de hambre recuerda a una de las víctimas de las fosas comunes de la peste? ¿Los moradores de las casas marrones de Wandsworth, los habitantes de pisos con balcones y pasajes cubiertos; los usuarios de los trenes de cercanías congregados para Virginia Water, esos cuyas casas están encaramadas en terraplenes, o cuyos tejados satinados por la lluvia pasan volando por la ventanilla del viajero? ¿Cuántos?
Para distinguirme, ¿quieres? Distíngueme «la cosa distinguida». Tradúceme la textura de la carne. Indícame qué es, en el timbre de voz, lo que diferencia a los vivos de los muertos. Muéstrame un hueso que tú sepas que es un hueso vivo. Blándelo, ¿quieres? Encuentra uno y enséñamelo.


Siguiendo, miré por encima del refrigerador con sus comidas embalsamadas para viajeros. Capté el vislumbre de una manga, de un abrigo que pensé que podría ser familiar, y mi estrecho corazón brincó hacia un lado. Pero el hombre se volvió y su cara estaba empapada de estupidez, y era alguien distinto, y menos de lo que yo necesitaba que fuese.
No quedaban muchos sitios. Miré en el puesto de pizzas, aunque no creía que él comiese en un sitio público, y menos algo extranjero. (Mi mente se lanzó de nuevo hacia delante, hacia la Gare du Nord y las posibilidades de llegar a tiempo.) Ya había mirado en el bureau de change, y había apartado la cortina de la cabina fotográfica, que parecía vacía en aquel momento aunque pensé que podría ser un truco o una prueba.
Así que no quedaba ningún sitio ya. Considerando de nuevo su expresión (recordarás que sólo la había visto un momento y en sombras), discerní algo que no había visto al principio. Era, casi, como si su mirada se estuviese volviendo hacia dentro. Había una lejanía, un deseo de intimidad: como si él fuese el guardián de su propia identidad.
De pronto —el pensamiento nació en un segundo— comprendí: está viajando de incógnito. La vergüenza y la rabia me hicieron entonces apoyarme contra el cristal cilindrado, contra el escaparate de la librería; consciente de que mi propia imagen nada detrás de mí, y que mi fantasma, en su abrigo de invierno, se ve obligado a entrar en el cristal, obligado a estar allí y fijado para que cualquiera que pase lo mire, vivo o muerto, mientras yo no tenga fuerza o poder para moverme. Mi experiencia de la mañana, hasta entonces sin procesar y escasamente considerada, llegó en aquel momento dentro de mí. Había levantado la vista, había alzado los ojos, había mirado con curiosidad desnuda el vagón de la vía paralela y por una indecente coincidencia había dado la casualidad de que vi algo que jamás debería haber visto.
Parecía urgente ya ir a la ciudad y a mi encuentro. Me recogí la capa, mi atuendo habitual de negro solemne. Miré en el bolso para comprobar que todos mis papeles estaban en orden. Fui a un puesto y entregué una moneda de libra, por la que me dieron a cambio un paquete de pañuelos de papel en una funda de plástico fina como piel, y haciendo uso de mis uñas la arañé hasta que la membrana se partió y el papel propiamente dicho estuvo en mi mano: era una precaución, por la posibilidad de lágrimas impropias. Aunque el papel me tranquiliza, su tacto. Es lo que respetas.
Este es un invierno crudo. Hasta los viejos confiesan que es más frígido de lo habitual, y es bien sabido que cuando esperas en la cola de los taxis, te punzan los ojos los vientos de los cuatro puntos cardinales. Voy camino de una habitación gélida en la que hombres que podrían haber sido mi padre pero más cariñosos resolverán algunas resoluciones, transarán algunas transacciones, se pondrán de acuerdo sobre las actas: me doy cuenta de lo fácilmente que, en la mayoría de los casos, los comités se ponen de acuerdo sobre las actas, pero cuando somos singulares y vivimos nuestras vidas independientes discutimos (¿verdad que sí?) cada segundo que creemos poseer. No se está en general de acuerdo, no se percibe mucho el que la gente esté dividida por toda clase de cosas, y que, francamente, la muerte es la menor de ellas. Cuando las luces florezcan por los parques y por los bulevares, y la ciudad asuma una sagesse victoriana, yo estaré de nuevo en marcha. Veo que tanto los vivos como los muertos viajan en cercanías, usan sus trenes familiares. Yo no soy, como habrás advertido, una persona que necesite una falsa emoción, o una innovación simulada. Estoy dispuesta, sin embargo, a romper con el horario de los trenes y emprender algunas nuevas rutas; sé que encontraré en alguna terminal improbable una mano destinada a posarse en la mía. 





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Hilary Mantel / La coma

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Hilary Mantel

La coma 


Puedo ver a Mary Joplin ahora, acuclillada en los matorrales con las rodillas separadas y la falda estirada sobre los muslos. En el más cálido de los veranos (y aquel lo era) Mary tenía mocos y frotaba meditativamente la punta de su respingona nariz con el dorso de la mano, e inspeccionaba el brillante rastro caracolero que en él quedaba. En cuclillas las dos, la hierba cosquilleante nos llegaba hasta las orejas: la misma hierba que, cuando pasaba la mitad del verano, dejaba de hacer cosquillas y arañaba y trazaba líneas blancas, como el arte de una tribu primitiva, en nuestras piernas desnudas. A veces nos levantábamos a la vez, como si tiraran de nosotras unos hilos invisibles. Apartando en franjas la áspera hierba, nos acercábamos un poco más a donde sabíamos que estábamos yendo, a donde sabíamos que no debíamos ir. Luego, como por una señal predeterminada, nos agachábamos de nuevo para hacernos medio invisibles por si Dios echaba una ojeada a los campos.
Hablábamos ocultas en la hierba: yo monosilábica, reservada, ocho años, con unos pantalones cortos demasiado pequeños, a cuadros blancos y negros, que habían sido de mi talla un año antes; Mary con los brazos flacos y huesudos, las rótulas como platitos de hueso, las piernas llenas de cardenales, su risilla y su cacareo burlón y sus sorbetones. Alguna mano desconocida, tal vez la suya, le había colocado en las greñas una cinta blanca retorcida; por la tarde se le había desplazado hacia un lado, de modo que su cabeza parecía un paquete mal atado. Mary Joplin me hacía preguntas: 

—¿Vosotros sois ricos? 
Eso me sorprendió. 
—Creo que no. Somos medianos, más o menos. ¿Vosotros sois ricos? 
Lo consideró. Me sonrió como si fuésemos ya camaradas. 
—Nosotros somos también medianos, más o menos. 
Pobreza significaba unos ojos azules implorantes y un cuenco de limosnas. Un niño de la caridad. Remiendos de colores en la ropa. En los dibujos de los cuentos de hadas vives en el bosque bajo unos aleros goteantes, tu tejado es de paja. Tienes un cesto cubierto con paño de retales con el que te aventuras a ir a ver a tu abuela. Tu casa es de pastel. 


Yo iba a casa de mi abuela con las manos vacías, y me mandaban ir sólo para que le hiciese compañía. Yo no sabía lo que significaba eso. A veces me quedaba mirando a la pared hasta que ella me dejaba volver a casa. A veces me dejaba desvainar guisantes. A veces me hacía sostener la madeja mientras ella la devanaba. Me chistaba para llamarme la atención si yo bajaba las muñecas. Cuando le decía que estaba cansada, ella decía que yo no sabía lo que significaba esa palabra. Ya me enseñaría ella lo que era cansarse, me decía. Y seguía murmurando: «Cansada, ya le enseñaré quién está cansada, yo la cansaré con un buen sopapo». 
Cuando se me caían las muñecas y me fallaba la atención era porque estaba pensando en Mary Joplin. Sabía que no debía mencionar su nombre y la presión de no nombrarla iba haciéndola en mi imaginación fina y aplastada, atenuada, liquidada por hambre, una sombra de sí misma, hasta que no estaba ya segura de si existía cuando no estaba con ella. Pero luego, al día siguiente, en el primer resplandor de la mañana, cuando estaba en la escalera de la puerta de casa, veía a Mary apoyada en la casa de enfrente que, con una sonrisa burlona, se rascaba por debajo del vestido, y me sacaba la lengua estirándola hasta la raíz. 
Si mi madre miraba fuera la veía también; o puede que no. 


En aquellas tardes rumorosas, soñolientas, nuestro vagabundeo tenía un velado propósito y nos íbamos acercando más y más a la casa de los Hathaway. Yo no la llamaba así entonces, y hasta aquel verano ni siquiera sabía que existiese; fue como si se materializase durante mi mediana infancia, cuando nuestras fronteras se ensancharon, cuando nos alejamos más del núcleo de la aldea. Mary la había descubierto antes que yo. Se alzaba sola, sin ninguna edificación más cerca de ella, y supimos sin discusión que era la casa del rico; de piedra, con una torre redonda alta, se alzaba en sus jardines rodeada por un muro, pero no tan alto que nosotras no pudiéramos escalarlo para dejarnos caer suavemente entre los matorrales del otro lado. Desde allí veíamos que en los parterres de aquel jardín los rosales ya estaban agostados con gruesas ampollas marrones en el tallo. Los pradillos de césped estaban resecos. Los ventanales relumbraban y alrededor de la casa, en el lado por el que nos aproximábamos, corría una galería o arcada o terraza; yo no sabía cómo se llamaba y era inútil preguntárselo a Mary. 
Ella dijo alegremente, mientras vagábamos campo a través: 
—Mi papá me dice: tú eres tonta de remate, Mary, ¿lo sabes? Dice: cuando te hicieron a ti, cariño, rompieron el maldito molde. Dice: Mary, tú no sabes distinguir un ojo del culo del martes. 
En aquel primer día en la casa de los Hathaway, cobijadas al fondo de los matorrales, esperamos a que los ricos salieran de aquellas ventanas relucientes que eran puertas también; esperábamos para ver lo que hacían. Mary Joplin me susurró: 
—Tu mamá no sabe dónde estás. 
—Bueno, tu mamá tampoco. 
Mientras transcurría la tarde, Mary se hizo un hoyo o un nido. Se asentó cómodamente bajo un matorral. 
—Si hubiese sabido que iba a ser tan aburrido —dije yo—, habría traído mi libro de la biblioteca. 
Mary jugueteaba con las hojas de hierba, a veces tarareaba.
—Mi papá dice: espabila, Mary, o tendrás que ir al reformatorio. 
—¿Qué es eso? 
—Es donde te pegan todos los días. 
—¿Por qué? 
—Por nada, porque sí. 
Me encogí de hombros. Parecía algo muy posible. 
—¿Te pegan los fines de semana o sólo los días de escuela?
Me sentía soñolienta. Me daba igual lo que contestara. 
—Te pones en una cola —dijo Mary —. Cuando te toca el turno… 
Mary tenía un palito que estaba clavando en el suelo, haciéndolo girar y girar en la tierra. 
—Cuando te toca el turno, Kitty, tienen un garrote grande y te dan una zurra tremenda con él. Te pegan en la cabeza hasta que te saltan los sesos. 
Nuestra conversación cesó: falta de interés por mi parte. Con el tiempo empecé a sentir dolor y calambres en las piernas, que tenía dobladas debajo de mí. Cambié de posición irritada, señalé con la cabeza hacia la casa. 
—¿Cuánto tenemos que esperar? 
Mary tarareó. Cavaba con su palo. 
—Pon las piernas juntas, Mary — dije—. Es de mala educación sentarse así. 
—Escucha —dijo ella—, estuve aquí cuando una cría como tú estaba en la cama. He visto lo que tienen en esa casa. 
Yo estaba despierta ya. 
—¿Qué es lo que tienen? 
—Algo a lo que no podrías ponerle un nombre —dijo Mary Joplin. 
—¿Qué clase de cosa? 
—Envuelta en una manta. 
—¿Es un animal? 
Mary se echó a reír. 
—Un animal, dice. ¿Un animal se envuelve en una manta? 
—Podrías envolver a un perro en una manta. Si estuviese malo. 
Esto me parecía verdad; quise insistir; se me calentó la cara.
—No es un perro, no, no, no. —La voz de Mary se tomó su tiempo, sin revelarme su secreto—. Porque tiene brazos. 
—Entonces es humano. 
—Pero no tiene una forma humana. 
Me sentí desesperada. 
—¿Qué forma tiene? 
Mary pensó. 
—De coma —dijo lentamente—. Una coma, ¿sabes?, como la que ves en un libro. 
No hubo modo de que dijera nada más. 
—Sólo tendrás que esperar —dijo —. Si realmente quieres verlo esperarás, y si verdaderamente no puedes aguantarlo y te da igual perdértelo, lárgate y entonces podré verlo todo yo sola. 
Al cabo de un rato dije: —No puedo estar aquí parada toda la noche esperando por una coma. Me he perdido la cena. 
—A nadie le importará eso —dijo Mary. 


Tenía razón. Entré sigilosamente, tarde, y nadie dijo nada. Fue un verano que, a finales de julio, había privado a los adultos de su resolución. A mi madre se le pusieron los ojos vidriosos al verme, como si yo representase un esfuerzo extra. Te derramabas encima zumo de grosella negra y conservabas las manchas pegajosas. Con pies mugrientos y la cara sucia vivías entre los matorrales y la hierba alta, y ardía todos los días un sol como los que pintan los niños, en un cielo que el calor hacía blanco. La ropa lavada colgaba en el tendedero como banderas de rendición. La luz se prolongaba mucho más al anochecer, terminando con una capa de rocío y una oscuridad desnuda. Cuando te llamaban al fin te sentabas bajo la luz eléctrica y te arrancabas a fajas y tiras la piel quemada por el sol. Había una sensación desvaída de asado en lo más profundo de tus miembros, pero ninguna sensación cuando te pelabas como un vegetal. Te mandaban a la cama cuando te entraba el sueño, pero como el calor de las sábanas te irritaba la piel volvías a despertarte. Te quedabas despierta en la cama haciendo rodar las uñas sobre las picaduras de insectos que tenías. Había algo que picaba en la hierba alta cuando te acuclillabas en ella, esperando el momento adecuado para escalar el muro; quizá también había algo que picaba cuando esperabas, espiando, entre los matorrales. El corazón latía emocionado toda la breve noche. Sólo con la primera luz llegaba un poquito de fresco, y el aire era claro como el agua. 
Y en esa luz clara de la mañana entrabas paseando en la cocina y decías despreocupadamente: 
—¿Sabéis que hay una casa arriba, más allá del cementerio, en la que vive gente rica? Tienen invernaderos. Mi tía estaba en la cocina en ese preciso momento. Estaba echando copos de maíz en un plato y cuando levantó la vista derramó algunos. Miró a mi madre, y se transmitió entre ellas algún secreto en el chispazo de un parpadeo, de un movimiento de la comisura de los labios. 
—Se refiere a los Hathaway —dijo mi madre—. No hay que hablar de eso. —Parecía casi un ruego—. Ya es bastante malo sin necesidad de que las niñas pequeñas hablen de ello. 
—¿Qué es malo…? —estaba preguntando yo cuando mi madre llameó como un chorro de gas. 
—¿Ahí es donde has estado? Espero que no hayas subido hasta allí con Mary Joplin. Porque si te veo jugando con Mary Joplin, te desuello viva. Escucha lo que te digo, porque yo lo que digo lo hago. 
—No subí allí con Mary Joplin — mentí veloz y fluidamente—. Mary está mala. 
—¿Qué tiene? 
Dije lo primero que se me ocurrió. 
—Tiña. 
Mi tía soltó una risotada. 
—Sarna. Liendres. Piojos. Pulgas. —Era placentero aquel dulce bordado. 
—Nada de eso me sorprendería gran cosa —dijo mi tía—. Lo único que me sorprendería sería que Sheila Joplin retuviera en casa un solo día de su vida a esa golfilla. Te lo aseguro, viven como animales. Ni siquiera tienen ropa de cama, ¿sabes? 
—Al menos los animales salen de casa —dijo mi mamá—. Los Joplin no salen nunca. Hay cada vez más de ellos viviendo amontonados y peleándose como cerdos. 
—¿Se pelean los cerdos? —pregunté yo. Pero no me hicieron caso. Estaban repasando un famoso incidente ocurrido antes de que yo naciera. Una mujer llevó a la señora Joplin, por lástima, una cazuela de guisado, y la señora Joplin, en vez de decir un «no gracias» educado, escupió en ella. 
Mi tía, la cara ruborosa, interpretó el dolor de la mujer con el guiso; la historia estaba fresca como si nunca la hubiera contado. Mi madre intervino en su relato, entonando, en un decrescendo, las palabras con que concluía la historia: 
—Y así lo echó a perder para la pobrecilla que lo había hecho y para cualquier pobrecilla que pudiera querer comerlo después. 
Amén. Con esa coda, me fui sigilosamente. Mary, como encendida por el tic de un interruptor, estaba en la acera, oteando el cielo, esperando por mí. 
—¿Has desayunado ya? —me preguntó. 
—No. 
No tenía sentido preguntar por el desayuno de ella. 
—Tengo dinero para caramelos —dije. 
Si no fuese por la persistencia de esa historia sobre Sheila Joplin y el guiso, yo habría pensado, en la vida posterior, que había soñado a Mary. Pero todavía hablan de ella en el pueblo y se ríen de ella; se ha desprendido de la repugnancia y la indignación originales. Qué buena cosa, que el tiempo haga eso por nosotros. Que nos espolvoree de indulgencia como polvo de hadas. 
Yo me volví, antes de salir corriendo aquella mañana, enmarcada en la puerta de la cocina. 
—Mary ha cogido miasis —había dicho—. Tiene gusanos. 
Mi tía se echó a reír a carcajadas. 


Llegó el mes de agosto y recuerdo las rejillas puestas de pie vacías, la brea hirviendo en la carretera y las cintas atrapamoscas, una ciruela amarilla glaseada y tachonada, colgando inerte en el escaparate de la tienda de la esquina. Tronaba todas las tardes a lo lejos y mi madre decía: «Estallará mañana», como si el verano fuese un cuenco agrietado y estuviésemos debajo de él. Pero no estallaba nunca. Palomas golpeadas por el calor se arrastraban al fondo de la calle. Mi madre y mi tía clamaban: «Que se te enfría el té», lo que evidentemente no era cierto, pero ellas lo tragaban a litros en su fe desesperada. «Es mi único placer», decía mi madre. Estaban repantigadas en tumbonas, las blancas piernas al aire. Tenían los cigarrillos metidos en el puño como los hombres, y se les filtraba el humo entre los dedos. La gente no se fijaba en cuándo entrabas y salías. No necesitabas comida; comprabas un polo en la tienda; el motor del congelador gemía. 
No recuerdo mis viajes con Mary Joplin pero, fuera cual fuese el recorrido que hiciéramos, terminábamos siempre a las cinco cerca de la casa de los Hathaway. Recuerdo la sensación de mi frente apoyada en la piedra fría del muro antes de saltarlo. Recuerdo la arena fina en las sandalias, cómo la sacudía pero luego estaba allí de nuevo, incrustada en las plantas de los pies. Recuerdo el roce coriáceo de las hojas de los matorrales donde nos refugiábamos, cómo sus dedos enguatados exploraban suavemente mi rostro. La conversación de Mary atronaba en mi oído: «Y mi papá dice, y mi mamá dice…». Era al anochecer, me prometió, era entre dos luces cuando se presentaba la coma, que ella juraba que era humana. Siempre que yo intentaba leer un libro, ese verano, las letras se desdibujaban. Mi mente se disparaba a recorrer los campos; mi mente acariciaba la forma de Mary, su boca sonriente, la cara sucia, la blusa alzándose de pronto de su pecho y mostrando las moteadas costillas. Me parecía llena de sombras, al descubierto donde no debería estar, pero luego de pronto se bajaba la manga, eludiendo una caricia, poniéndose hosca si le dabas un codazo, dando un respingo. Su conversación se centraba, torpemente, en los destinos que podían aguardarte: golpes, retorcimientos, despellejaduras. Yo sólo podía pensar en lo que iba a enseñarme. Había preparado de antemano mi defensa en caso de que se me viese revoloteando por los campos. Andaba puntuando, diría. Andaba puntuando, buscando una coma. Sola, no con Mary Joplin, nada de eso. 
Debí de quedarme hasta bastante tarde, oculta entre los matorrales, porque estaba soñolienta y cabeceaba. Mary me dio un codazo; me espabilé asustada, con la boca seca, y habría gritado si ella no me hubiese plantado en la boca una de sus zarpas. «Mira». El sol estaba más bajo, el aire era templado. Habían encendido una luz en la casa, tras los ventanales. Abrieron uno de ellos y observamos atentas: primero una mitad; una pausa; y luego la otra. Apareció algo ante nuestra vista: era una larga silla con ruedas que empujaba una señora. Rodaba ligera, sin dificultad, sobre las losas, y fue la señora la que atrajo mi atención; lo que yacía en la silla de ruedas parecía sólo una forma oscura tapada, y lo que atrapó mi mirada fue su delicado vestido de flores, la forma estrecha de su cabeza permanentada; no estábamos bastante cerca para olerla, pero yo imaginé que usaba perfume, agua de colonia. La luz de la casa parecía bailar con ella, alegre, fuera en la terraza. Movía la boca; hablaba y sonreía al bulto inerte al que empujaba. Asentó la silla, colocándola con cuidado, como respondiendo a una señal que conociese. Miró a su alrededor, alzando la mejilla hacia la luz dulcificada del sol poniente, luego se inclinó para poner otra capa sobre la cabeza del bulto, algún cobertor o chal, ¿con el tiempo que hacía? 
—¿Ves cómo la envuelve? —me susurró Mary. 
Lo vi; vi también la expresión de la cara de Mary, que era ávida y perdida, ambas cosas a la vez. La dama se volvió, con una palmada final a las mantas, y oímos el tintineo de sus tacones sobre las baldosas cuando cruzó hacia la puerta ventana y se fundió en la luz de la lámpara. 
Mira a ver si ves dentro. Salta —urgí a Mary. 
Ella era más alta que yo. Saltó una vez, dos veces, tres veces, golpeando el suelo cada una con un pequeño gruñido; queríamos saber qué había en el interior de la casa. Mary se paró bamboleante a descansar; volvió a acuclillarse; nos conformaríamos con lo que pudiéramos conseguir; estudiamos el bulto, dejado fuera para nuestra inspección. Su forma, bajo las mantas, parecía moverse con una ondulación; la cabeza, tapada, era enorme, colgaba. Parecía una coma, Mary tenía razón: aquel garabato de cuerpo, la cabeza colgante. 
—Hazle un ruido, Mary —dije. 
—No me atrevo —respondió ella. 
Así que fui yo quien, desde la seguridad de los matorrales, ladré como un perro. Vi que la cabeza colgante se volvía, pero no pude ver una cara; y al momento siguiente, las sombras de la terraza vacilaron, y de entre los helechos de sus grandes macetas de porcelana salió la dama del vestido estampado y, dando sombra a los ojos con la mano, miró directamente hacia donde estábamos nosotras, pero no vio nada. Se inclinó sobre el bulto, el largo capullo, y habló; alzó la vista como para calcular el ángulo del sol poniente; retrocedió, poniendo las manos en los brazos de la silla y con un delicado movimiento balanceante maniobró con ella, la bamboleó hacia atrás y le dio la vuelta, posándola de modo que la cara de la coma pudiese recibir la última calidez del día; al mismo tiempo, inclinándose de nuevo y cuchicheando, retiró el chal. 
Y vimos… nada; vimos algo que aún no había llegado a ser; vimos algo, no una cara sino quizá, pensaba yo, cuando pensaba en ello más tarde, quizá una posición negociadora para una cara, quizá una noción imprecisamente imaginada de una cara, como la de Dios cuando estaba intentando formarnos; vimos un espacio en blanco, vimos una esfera, no tenía rasgos, no tenía sentido y su carne parecía escaparse del hueso. Me tapé la boca con la mano y me encogí, acuclillándome. «Estate quieta». El puño de Mary se disparó contra mí. Me alcanzó dolorosamente. Se me llenaron los ojos de lágrimas mecánicas, arrancadas por el golpe. 
Pero en cuanto me las enjugué me levanté, la curiosidad como un anzuelo clavado en la garganta, y vi que la coma estaba sola en la terraza. La dama había vuelto a entrar en la casa. Le cuchicheé a Mary: «¿Puede hablar?». Comprendí, comprendí plenamente entonces lo que quería decir mi madre con lo de que en la casa de los ricos estaban bastante mal las cosas. ¡Albergar una criatura como aquella! Ser buena con la coma, envolverla en mantas… Mary dijo: 
—Voy a tirarle una piedra, así veremos si puede hablar.
Deslizó la mano en el bolsillo y lo que sacó fue una piedra lisa y grande que parecía recién cogida en la costa, en la playa. Aquello no se encontraba en cualquier sitio, así que debía de haber ido preparada. Me gusta pensar que le puse una mano en la muñeca, que dije: «Mary…». Pero puede que no. Se levantó de donde estaba escondida, lanzó un único grito y lanzó la piedra. Tuvo buena puntería, casi buena. Oímos el sonido metálico de la piedra al dar en la estructura de la silla y luego un grito sordo, no como una voz humana, sino como algo distinto. 
—Has visto cómo le he dado —dijo Mary. 
Se mantuvo un instante alta y resplandeciente. Luego se agachó, se dejó caer a plomo a mi lado, ruidosamente. Después las sombras crepusculares serenas de la terraza se fracturaron, se escindieron. Llegó, con paso rápido, la señora, irrumpiendo a través de las altas sombras arqueadas que lanzaba hacia atrás el jardín sobre la casa, de la sombra de verjas y espalderas, de las pérgolas con sus rosas maltrechas. En las flores oscuras de su vestido habían estallado los pétalos y sangraban en la noche. Corrió los pocos pasos hacia la silla de ruedas, se detuvo una décima de segundo, la mano revoloteando sobre la cabeza de la coma. Luego se volvió hacia la casa y gritó, con voz áspera: 
—¡Traed una linterna! 
Me chocó la aspereza en una garganta que yo que había pensado que zurearía como una paloma, como un palomo; pero luego se volvió otra vez y lo último que vi antes de que saliéramos corriendo fue cómo se inclinaba sobre la coma y envolvía con el chal, muy tiernamente, el cráneo quejumbroso. 


Mary no fue a la escuela en septiembre. Yo esperaba estar ya en su clase, porque había pasado de curso, y aunque Mary tenía diez años era bien sabido que nunca pasaba de curso: se quedaba siempre donde estaba. No pregunté por ella en casa, porque como el sol estaba ya escondido para el invierno y yo sellada y segura en mi piel, sabía que sería doloroso que me la arrancaran, y mi madre, como ella había dicho, era una mujer de palabra. Si te desuellan, pensaba yo, al menos cuidan de ti. Te envuelven en mantas en una terraza y te hablan suavemente y te vuelven hacia la luz. Recordaba la avidez en la cara de Mary y la comprendía en parte, pero sólo en parte. Si te pasabas el tiempo intentando comprender las cosas que pasaban cuando tenías ocho años y Mary tenía diez, desperdiciabas tus años productivos trenzando alambre de púas. 
Una chica mayor me dijo aquel otoño: 
—Se fue a otra escuela. 
—¿Al reformatorio? 
—¿Qué? 
—Que si es un reformatorio. 
—No, ha ido a la escuela de los tontos. 
—La chica sacó la lengua y la movió lentamente de lado a lado—. ¿Entiendes? 
—¿Les pegan todos los días? 
La chica mayor sonrió. 
—No creo que se tomen la molestia. Espero que por lo menos le afeiten la cabeza: la tenía llena de piojos. 
Me llevé una mano a mi propio pelo, sentí la falta de él, el frío y en mi oreja un susurro, como el susurro de la lana; un chal alrededor de mi cabeza, una suavidad como lana de oveja: un olvido. 


Deben de haber sido veinticinco años. Podrían haber sido treinta. No vuelvo mucho: ¿lo harías tú? La vi en la calle, iba empujando un carrito, sin bebé en él, sólo con una gran bolsa con un derrame de ropa sucia rebosante; una camiseta de bebé con un soplo de vómito, algo reptante como la bocamanga de un chándal, la esquina de una sábana sucia. Pensé inmediatamente: «Bueno, un espectáculo que alegra la vista, ¡alguien de esa familia va a la lavandería! Tengo que decírselo a mamá —pensé—. Para que pueda decir: nunca dejarás de asombrarte». 
Pero no pude evitarlo. La seguí a poca distancia y dije: 
—¿Mary Joplin? Tiró del cochecito hacia ella, como para protegerlo antes de volverse: sólo la cabeza, la mirada por encima del hombro, despacio, recelosa. Su cara, al principio de la edad madura, se había hecho imprecisa, como cera: parecía esperar el pellizco o el retorcimiento que le diese su forma. «Tendrías que haberla conocido bien antes para conocerla ahora —pensé de pronto, mirándola de reojo—, haber pasado horas con ella». La piel parecía colgar suelta y no había mucho que leer en los ojos de Mary. Yo esperaba, quizá, una pausa, un guion, un espacio, un espacio al que pudiera seguir una pregunta… «¿Eres tú, Kitty?» Se inclinó sobre su carrito y asentó la ropa sucia con una palmada, como para tranquilizarla. Luego se volvió hacia mí y me otorgó un escueto reconocimiento: un solo cabeceo, un punto final. 


Daphne du Maurier / Don`t look now / Relatos

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Daphne du Maurier

Don´t look now, de Daphne Du Maurier [Relatos de D. Du Maurier 1]















"No mires ahora" o "No después de medianoche" son dos frases que resumen toda la magia de dos magníficos relatos. Una sola frase que destila toda la obra de arquitectura que se va a ir montando ante nuestros ojos en relatos de apenas 40-50 páginas.


Du Maurier es otra de esas escritoras que me ha dado muy buenos ratos (muchos de ellos) a lo largo de mi vida lectora. Incluso cuando costaba esfuerzo sobrehumano encontrar algo traducido al castellano de esta autora (y en traducciones de hace decenios, de calidad más que cuestionable) fuera de "Rebecca". Lo mismo que me ocurrió en su día con Chesterton (encontrar algo que no fueran relatos del Padre Brown o "El hombre que fue jueves" era un sufrimiento hasta que encontré sus obras completas en español en edición de los años 50-60). Igual también con las obras de Aldous Huxley que se salían de "Un mundo feliz" (en este último caso felizmente vino Edhasa a resolver muy dignamente la situación).




El reduccionismo de ver a Du Maurier solo como la autora de "Rebecca" le hace a la autora flaco favor. No porque la novela no sea magnífica, que lo es (mejor que la película, por buena que esta sea), sino porque en ella se mezcla la admiración por Hitchcock con el hecho de que la gente que ha visto la película es infinitamente mayor que la que ha leído la novela. Esta escritora tiene el dudoso honor de ser la única que conozco de las que he leído con relativa frecuencia a la que los señores del comité "ad hoc" del English Heritagese negaron a colocarle una "Blue Plaque" en su casa porque no consideraban especialmente significativa su aportación literaria (¿?). No obstante no hubo problema en darle título (Dame Daphne Du Maurier) o aceptarla como "Fellow" de la Royal Society of Literature. Curiosamente Alfred Hitchcock si que tiene su Blue Plaque, concretamente en una gasolinera que ocupa hoy el lugar donde estuvo su casa familiar (el barrió en que se crió hoy no existe).

De hecho la vida de Daphne fue una eterna pelea con el mundo del cine en lo tocante a las adaptaciones de sus novelas y sus relatos. Salvo su satisfacción con la adaptación de "Rebecca" su relación con Hitchcock fue tensa en lo tocante a los "retoques" que este introducía en sus obras y en lo tocante a la elección de los actores para interpretarlas. Además la historia de como parió a "Rebecca" es para leerla con detenimiento y aprender mucho de la profesión de escritor (en el volumen "The Rebecca Notebook"). Llevaba varios años dando vueltas a escribir una novela sobre el tema de los celos, tratando sin éxito de rellenar papeles con su máquina de escribir mientras se encontraba en Alejandría (donde estaba destinado el batallón de su marido) y obteniendo nada de nada hasta que un día saltó la chispa. Es bien conocido (al menos para los que leemos a Du Maurier) que la mayor influencia que recibió Daphne para escribir esta novela fue la profunda admiración que sentía por "Jane Eyre", siendo la obra de Charlotte Brontë "una de las mejores que nunca hubiese leído".

Rebecca. Joan Fontaine no estaba nada mal,
pero la señora Danvers daba un miedo...
Por otra parte siempre he culpados a las películas de Hitchcock basadas en novelas o relatos de Du Maurier (Rebecca, Los pájaros, Posada Jamaica) y en general a casi todas las adaptaciones al cine de su obra de haber transmitido un aura de romanticismo a la obra de esta escritora que es totalmente ajeno a la misma. No son los de Du Maurier nunca libros que giren en torno a amores apasionados. No siquiera suelen acabar de manera muy feliz (alguno ni siquiera acaba). Predomina en ellos una atmósfera de misterio, a veces son un tinte sobrenatural que me recuerda a escritores como Arthur Machen. De hecho ya en vida le cabreaba sobremanera que mientras los escritores masculinos contemporáneos eran catalogados nada menos que como "Angry Young Men" a ella la tenían en círculos literarios como una "Tarta de fresa" o poco menos. Como una escritora semiromántica anclada en unas formas literarias un poco pasadas de moda en aquellos años. Una de tantas injusticias literarias.

Gerald Du Maurier, padre de Daphne, famoso actor conocido
por su maestría en el seductor manejo del cigarrillo en pantalla,
De hecho una casa de cigarrillos adoptó su apellido como marca.


No olvidemos por otra parte que dos de las películas de Hitchcock basadas en relatos de Du Maurier marcaron el límite entre las carreras británica y americana del bueno de Alfred. "Jamaica Inn" (La Posada de Jamaica, 1939), fue su última película inglesa y "Rebecca" (1940) fue el inicio de su idilio con Hollywood. La primera es considerada una de las peores películas del director. La segunda una de las mejores. Cuando se rodó "Rebecca" dicen que fue el productor (David O. Selznick) y no el propio director quien insistió en seguir la obra de Du Maurier casi a pies juntitas, pero parece que Hitchcock fue responsable de que se respetaran ciertos toques maestros de la novela (como el hecho de que nunca llegamos a saber el nombre propio de la protagonista, interpretada por Joan Fontaine).

Du Maurier puede lidiar sin problema con el suspense (con bastante soltura), lo sobrenatural (a veces bordeando la ciencia ficción, sin adentrarse en ella), psicópatas y asesinos (especialmente mujeres, Du Maurier fue otra de las mujeres que escribía mucho más y mejor acerca de las mujeres que de los hombres), las relaciones humanas, a veces se iba cerca del género policiaco (pero sin policías), el estilo casi gótico... un mix bastante apasionante casi siempre.

Daphne Du Maurier, por Curtis Moffat sobre 1925

De Du Maurier me encantan sus novelas en general (Tengo debilidad por "The Scapegoat"), sus relatos y sus obras de ensayo (su biografía de Francis Bacon o su sorprendente biografía "The Infernal World of Branwell Brontë", un estupendo ensayo sobre la vida del único hermano varón de las Brontë. Incluso le eché un vistazo una vez a un libro sobre su Cornwall natal, la región que más adoraba, que parecía estupendo (no lo compré por su precio más que inflado). Así que comentaré algo acerca de los relatos de este volumen.

La primera de las historias, que da título al volumen de cinco, "Don't look now" ("No mires ahora") es no sólo un magnífico relato sino un magnífico exponente del arte de Du Maurier. ¿Qué tendrá la ciudad de Venecia que tanto atrae a los escritores que quieren narrar historias de misterio un poco retorcidas, un poco "decadentes" y un mucho tenebrosas. Siempre asocio mentalmente Venecia con este relato y con la novela de Ian McEwan "El placer del viajero", ambas me pusieron un poco de los nervios la primera vez que las leí. Personajes más o menos extraños, giros inesperados que te dejan casi sin respiración y suspense en su estado más puro. "No mires ahora" es justo la frase con que se abre el relato. Una matrimonio, sentado en la terraza de un bar de Venecia retoma un antiguo juego que disfrutaban en común tiempo atrás. Mirar a otras personas sentadas en el bar y comenzar a inventar una historia acerca de ellas ("No mires ahora, pero justo detrás tienes sentada a una pareja de mujeres mayores, gemelas al parecer que en mi impresión deben esconder algún negocio sucio, incluso creería que son hombres disfrazados"). Digo que lo disfrutaban antes porque ahora están de viaje para superar el duelo producido por la muerte de su hija. Bien, pero ¿y si ocurre que la historia que uno ha trenzado e inventado para reírse un poco empieza a mezclarse con una realidad mucho más extraña aún?. Si la esposa sigue a una de las hermanas gemelas al servicio para continuar la broma con su marido y al volver viene transfigurada porque ha tenido una conversación con la anciana que cambiará definitivamente el curso de la vida del matrimonio. O puede que no, que todo estuviera escrito en el éter o en cualquier sitio mucho tiempo atrás. No sigo, que me pierdo y os pierdo. La trama es magnífica y aunque el final no es de mis preferidos, el relato es excepcional. Lo dicho, nada de amoríos (que no es que sean malos, sino que aquí no pegan) y si llevar el corazón en la boca a medida que uno va intuyendo hacia donde se van a decantar los acontecimientos que corren (literalmente) ante nuestros ojos.

Venecia de noche. Algunos rincones pueden ser suficientemente "tétricos"
como para dar lugar a la acción de obras como esta (© RGatward).

De este relato se hizo una película en 1973 que es de las pocas que gustó a Du Maurier (y muchos críticos cinematográficos) y que sin embargo a mi no me pareció muy convincente. Deben ser los trajes y peinados "años 70"...



El segundo relato, titulado "Not After midnight" es también estupendo. Relata la historia de un profesor de escuela preparatoria infantil que en su periodo de vacaciones viaja a Creta con la finalidad de buscar un rincón natural en el que dar rienda suelta a su pasión principal: pintar óleos. Una vez allí descubre que la cabaña de un complejo hotelero en el que se aloja era previamente habitada por un inquilino que fue encontrado muerto en la playa. Movimientos extraños en las zonas vecinas y una trama detectivesca que podría dar para un rato de reflexión a Hitchcock.

Daphne Du Maurier (¿Que es eso que tiene detrás?)
Y de repente comienza una historia aparentemente diferente, más íntima. "A Border-line case" es la historia de Shelagh (como me gustan los nombres propios irlandeses), una muchacha cuyo padre muere en sus brazos de manera inesperada, justo cuando se está recuperando de una grave enfermedad y todos lo daban por salvado.  Justo antes de morir, como a vuelapluma, Shelagh capta una frase de su padre, el deseo de arreglar un problema que le separó de un amigo. Y ahí que se va Shelagh a perseguir el arreglo del entuerto. Pero claro, Daphne ya no se pudo contener más y entonces comienzan a ocurrir cosas extrañas que tenéis que leer.

Aun más sorprendete es "The Breakthrough" en el que nada de misterio o suspense hace su aparición. Nos muestra a un grupo de turistas británicos en Jerusalén, unidos momentáneamente en una excursión por la ciudad. Un sacerdote (que hace de guía), tres matrimonios, una solterona y un niño. La visita a los distintos monumentos de la ciudad en un día da lugar a las más diversas situaciones, alianzas y disputas entre ellos. Es magnífico. Y además el ritmo frenético que impone la oleada de gente que inunda los monumentos y la Via Dolorosa transmiten una agitación y agobio al lector que muchos fantasmas no logran.

Bueno, como suele ocurrir, hay que leerlo para juzgarlo. Ya me contareis que os parecen. Si es que no los habéis leído ya, claro.

En la próxima entrega otro clásico de la asociación Du Maurier - Hitchcock: "Los pájaros"

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En inglés: Daphne Du Maurier. Don´t look now. Edt Penguin 2010. 274 pps
En español No conozco una recopilación en español con estos relatos exactamente. Hay diversas recopilaciones de relatos de suspense y terror que incluyen relatos de Du Maurier. Al menos tengo dos de ellas que incluyen los dos primeros relatos, los mejores. Hay que tener un poco de paciencia y buscarlos. Con otros libros de relatos (como el próximo que comentaré) hay más suerte.




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