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Truman Capote, el de Palafrugell

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TRUMAN CAPOTE, 

EL DE PALAFRUGELL

Pocos lo sabían entonces, pero el mundano autor que llegó a la Costa Brava en 1960 resultó ser Capote. Buscaba tranquilidad para escribir una obra maestra sobre cierto asesinato múltiple



LOURDES MORGADES

15 AGO 2009


Llegó la primavera de 1960. Era el mes de abril, apenas cinco meses después de que cuatro de los cinco miembros de la familia Clutter fueran asesinados en su granja de Holcomb, en Kansas, Estados Unidos. Buscaba un lugar tranquilo donde escribir la que iba a ser su obra maestra, A sangre fría, la novela de ese crimen, y el escritor y periodista estadounidense Robert Ruark le recomendó la Costa Brava, donde él se había instalado desde mitad de la década de 1950, según el cronista de los famosos que por allí pasaron Lluís Molinas. Así llegó Truman Capote a Palamós, donde, hasta 1962, residió durante tres períodos de tiempo, siempre de primavera a otoño.




Esa franja de la Costa Brava, festoneada entonces por tranquilas playas de arena dorada y pequeñas calas jalonadas por salvajes acantilados poblados de pinos, era ya conocida en el mundo desde 1950 gracias a la Pandora y el holandés errante y las andazas de su protagonista, Ava Gardner, durante su filmación. De hecho, cuando el mundano escritor llegó a Palamós, los numerosos rodajes internacionales realizados habían convertido la zona en una suerte de Costawood por el constante desfile de glamourosas estrellas de Hollywood.


Esto, y la singular indiferencia que las gentes del lugar mostraron siempre por el éxito y los famosos, hizo que aquel americano llamado Truman Capote, que ya había publicado Desayuno con diamantes y había vendido los derechos para su adaptación cinematográfica, pasara inadvertido. Bueno, casi inadvertido. Sus amanerados ademanes llamaron bastante la atención. "Éste es de Palafrugell", decían eufemísticamente para no mentar la palabra marica. Pero ni una entrevista, ni la más mínima reseña en la prensa española de la época de su estancia. Sólo era un escritor.





Seguir el rastro de Capote en Palamós no resulta fácil. Sus habitantes se enteraron realmente que había vivido allí durante una época cuando en febrero de 2006 se estrenó en España la oscarizada biografía del escritor que protagonizó Philip Seymour Hoffman. Y al año siguiente, el Ayuntamiento colocó una placa en el edificio frente al puerto de pescadores donde había estado la primera casa en que vivió. En la placa se puede leer el fragmento de una carta que envió desde allí al poco de llegar: "Esto es un pueblo de pescadores, el agua es tan clara y azul como el ojo de una sirena. Me levanto temprano porque los pescadores zarpan a las cinco de la mañana y arman tanto ruido que ni Rip Van Winkle podría dormir".




Todavía queda gente en Palamós, muy poca, que lo conoció y trató. Josep Pagés, camarero jubilado, y su hermano gemelo merendaban cada tarde en la segunda casa que Capote alquiló, situada sobre un acantilado en el término municipal vecino de Sant Antoni de Calonge. Allí vivió con su compañero y amante, el también escritor Jack Dunphy, su gata Tiatia y su perro bulldog Charlie J. Fatburger. La madre de Josep, Pepita Blanch, fue la mayordoma y cocinera del escritor. Llegaba a la casa cada día a las siete de la mañana y lo primero que hacía era encender la chimenea. "Siempre la tenían encendida, aunque estuviéramos a 30 grados, y andaban por la casa todo el día en taparrabos", recuerda Pagés.

Apenas alteraba la rutina. Desayunaba temprano, acompañaba en coche a Pepita a Palamós para que hiciera la compra, atendía la abundante correspondencia que le llegaba a un apartado de correos y al mediodía almorzaba. Le gustaba mucho la zarzuela de pescado, señala Josep. Luego, entre las dos y las ocho de la tarde, dormía. Cenaba y empezaba a escribir. Paseaba con frecuencia por los pinares de la zona y los domingos el marido de Pepita, paleta de profesión, le llevaba a pasear en barca por el mar. La propina era espléndida, 500 pesetas. El sueldo de una semana poniendo tochos.



Apenas se relacionaba con la gente, ni con los famosos que vivían en la zona ni con las celebridades de Hollywood que por allí pasaban. Sí que recibía, de vez en cuando, visitas que llegaban de Estados Unidos. Su amiga escritora Nelle Harper Lee, que le traía nuevas sobre el caso de los asesinos de los Clutter; la princesa Lee Radziwill, hermana de Jacqueline Kennedy; Babe Paley, icono social de la época, o la artista Gloria Vanderbilt, entre otros. ¿Orgías? "¿Qué orgías?", inquiere Josep. Bebía, y mucho, recuerda. En especial, ginebra. "Y no había drogas", apostilla.

Capote se enamoró en Palamós del paraje y la casa que poco antes de la Guerra Civil se había hecho construir el armador inglés Lord Inskape en medio de un pinar en Sanià, entre la pequeña cala Canyers y la playa El Castell. Desechó la idea de comprarla porque a Jack Dunphy le gustaba más la nieve y ya había adquirido un chalet en Vevier (Suiza). Abandonó Palamós en otoño de 1962 y jamás regresó.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 15 de agosto de 2009





Truman Capote regresa a Palamós

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Truman Capote según Sciammarella

Capote regresa a Palamós

El escritor y periodista pasó 18 meses en el pueblo gerundense, donde acabó 'A sangre fría'. -Hoy celebra los 50 años de su llegada



El escritor Truman Capote (1924-1984) estaba en Palamós (Girona) cuando se enteró de la muerte de Marilyn Monroe. Esa mujer a la que describió cruelmente en una Adorable criatura había aparecido inconsciente sobre su cama el 4 de agosto de 1962. Capote supo del suicidio unos días después por la prensa internacional que llegaba al pueblo mediterráneo. Compró el periódico, una botella de ginebra y regresó consternado al hotel Trias. "¡Mi amiga ha muerto! ¡Mi amiga ha muerto!", repetía desolado al dueño, Josep Colomer. 
Ese fue el último verano que Capote pasó en Palamós. Hoy la localidad celebra los 50 años de su llegada con una teatralizada puesta en escena: a las ocho de la tarde un Capote de mentirijilla llegará al auditorio La Gorga junto a su secretario y amante, Jack Dunphy, como hiciese en 1960 por primera vez. Después se proyectará la película que protagonizó Philip Seymour Hoffman. El municipio quiere dejar constancia de los 18 meses de Capote en Palamós. Mesas redondas, conferencias y una ruta literaria servirán para "transmitir aquellas sensaciones y emociones" que invadieron al periodista y escritor en sus días de asueto gerundense.


Capote pasó tres temporadas en la Costa Brava, que entonces era otra costa, menos construida, más virgen, más oculta. Primero se alojó en el hotel Trias, luego escogió una casa en el centro del pueblo y cuando ya conocía los rincones mágicos y secretos, Capote alquiló una mansión en un pequeño montículo en una cala, frente al mar. Lejos de las jaranas de la corte de intelectuales, actores y ricachones que le rodeaba, Capote escribió las últimas páginas de la novela A sangre fría, la historia del asesinato de una familia en Kansas; la historia que le destruyó.En Palamós no despertó grandes pasiones. Capote, ensimismado y atormentado, se paseaba en bata por el pueblo (daba igual si hacía frío o calor), junto a Charlie, su inseparable bulldog, para comprar la prensa, la ginebra y los comestibles. La primera casa en la que vivió luce una placa con sus impresiones: "Esto es un pueblo de pescadores, el agua es tan clara y azul como el ojo de una sirena. Me levanto temprano porque los pescadores zarpan a las cinco de la mañana y arman tanto ruido que ni Rip Van Winkle podría dormir [el protagonista de un cuento de Washington Irving que se quedó dormido 20 años bajo la sombra de un árbol]".La actriz británica Madeleine Carroll fue la culpable de que durante los años sesenta Palamós viviese un espejismo de glamour. Ella sedujo al periodista Robert Ruark, y este a Capote para que pasase temporadas en la Costa Brava. Antes la puso de moda Ava Gardner, con su película rodada en Tossa de Mar Pandora y el holandés errante.  
Esta tarde se podrá revivir algo de aquel glamour perdido. A las ocho llega el falso Capote. El viernes de la semana que viene los que le conocieron hablarán sobre él en la biblioteca municipal. El 4 de junio, el museo de la pesca exhibirá fotos y recortes de prensa de la época. 
Hasta el 19 de junio no se podrá hacer la ruta literaria, basada en el libro del periodista Màrius Carol, L'home dels pijames de seda. El Ayuntamiento aún está acabando los últimos detalles. La lástima es que no se podrá visitar ninguna de las casas en las que vivió el escritor. La que tuvo en el pueblo fue derribada y se levantó otra nueva. La de cala Sanià es de propiedad privada. Sólo queda el hotel Trias, por donde de vez en cuando se deja ver Josep Colomer, el anterior propietario y la persona que consoló a Capote cuando se enteró de la muerte de Marilyn.

Truman Capote / Mister Jones

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Truman 

Capote

Biografía



Mister Jones



Mr. Jones


urante varios meses del invierno de 1945 viví en una pensión de Brooklin. No era un lugar sucio, sino una casa agradablemente amueblada, de vieja piedra arenisca, mantenida con una limpieza de hospital por sus dueñas, dos hermanas solteras.

Míster Jones vivía en la habitación contigua a la mía. Mi cuarto era el más pequeño de la casa y el suyo el más amplio, una hermosa habitación soleada, lo que estaba muy bien, porque míster Jones jamás salía de ella: todo lo que necesitaba, la comida, la compra, el lavado de ropa, era atendido por las maduras patronas. Además, no le faltaban visitas; por lo general, una media docena de personas diferentes, hombres y mujeres, jóvenes, viejas, de mediana edad, frecuentaban diariamente su habitación desde por la mañana temprano hasta últimas horas de la tarde. No era traficante de drogas ni adivino; no, iban simplemente a hablar con él y por lo visto, le hacían pequeños regalos de dinero por su conversación y consejo. De no ser así, carecía de medios manifiestos para mantenerse.

Yo nunca entablé conversación con míster Jones, circunstancia que desde entonces he lamentado a menudo. Era un hombre guapo, de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo negro y rostro distinguido; de cara pálida y descarnada, pómulos salientes y un lunar en la mejilla izquierda, un pequeño defecto carmesí en forma de estrella. Llevaba gafas con montura de oro y cristales oscuros como boca de lobo: era ciego, y también inválido; según las hermanas, el uso de las piernas le fue arrebatado por un accidente de la infancia, y no podía desplazarse sin muletas. Siempre iba vestido con un recién planchado traje de tres piezas gris oscuro o azul, y una corbata discreta: como si estuviera a punto de salir para una oficina de Wall Street.

Sin embargo, como digo, nunca abandonaba sus dominios. Simplemente se sentaba en su alegre habitación, en un cómodo sillón, y recibía visitas. Yo no tenía idea de por qué iban a verlo aquellas personas de aspecto más bien ordinario, ni de qué hablaban, y yo estaba demasiado preocupado con mis propios asuntos como para extrañarme de ello. Cuando me picaba la curiosidad, me figuraba que sus amigos habrían encontrado en él a un hombre inteligente y amable, que sabía escuchar bien y a quien se confiaban y consultaban sus problemas: una mezcla entre sacerdote y terapeuta.

Míster Jones tenía teléfono. Era el único inquilino con línea particular. Sonaba constantemente, a menudo después de medianoche y a horas muy tempranas, como las seis de la mañana.

Me mudé a Manhattan. Algunos meses después volví a la pensión para recoger una caja de libros que dejé allí guardados. Mientras las patronas me ofrecían té y pastas en su «salón» de cortinas de encaje, pregunté por míster Jones.

Carraspeando, una de ellas dijo:

—Eso está en manos de la policía.

La otra explicó:

—Hemos dado parte de él como persona desaparecida.

La primera añadió:

—El mes pasado, hace veintiséis días, mi hermana le subió el desayuno a míster Jones, como de costumbre. No estaba. Todas sus pertenencias seguían allí. Pero él se había marchado.

—Qué raro...

—...que un hombre totalmente ciego, un inválido paralítico...



Diez años pasan.

Ahora es una tarde de diciembre, con un frío de cero grados, y estoy en Moscú. Viajo en un vagón del metro. Sólo hay otros pocos pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado frente a mí, que lleva botas, un abrigo grueso y largo y un gorro de piel de estilo ruso. Tiene ojos brillantes y azules, como de pavo real.

Tras un momento de duda, lo miro embobado porque aun sin las gafas oscuras, no hay equivocación sobre aquel rostro distinguido y descarnado, con sus pómulos salientes y el lunar rojo en forma de estrella.

Me dispongo a cruzar el pasillo y hablarle cuando el tren llega a una estación, y míster Jones, sobre un par de espléndidas y robustas piernas, se levanta y sale del vagón. Rápidamente, la puerta se cierra tras él.




A sangre fría / Flores para los Clutter

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A SANGRE FRÍA

Flores para los Clutter

Hace 50 años que Holcomb fue testigo del crimen que inspiró al escritor Truman Capote para su obra maestra, 'A sangre fría'. El pueblo, enclavado en el corazón de EE UU, mantiene intacto el recuerdo de esa noche de 1959, en que cuatro disparos acabaron con seis vidas


VERÓNICA CALDERÓN
15 NOV 2009

A Robert Rupp le tiembla un poco la voz cuando habla de Nancy Clutter. "Era una chica muy especial... muy bonita, ¿sabe?", recuerda. Fueron novios cuando él tenía 17 años, y ella, 16. "Estábamos juntos todo el tiempo", relata por teléfono desde su hogar en Holcomb, Kansas (Estados Unidos). Hoy tiene 68 años, y aún transmite la ilusión juvenil que le unió a ella. La que rompieron dos convictos en libertad condicional la noche de noviembre de 1959 en que cuatro disparos acabaron con seis vidas. Perry Smith y Richard Hickock la mataron a ella, a sus padres, Herbert y Bonnie, y a su hermano menor, Kenyon. Robert fue el último que los vio con vida. Los asesinatos inspiraron a Truman Capote para escribir su obra maestra, A sangre fría. Pero Robert -Bobby para Capote- no ha leído el libro. No le interesa, comenta. "Pasaron años en que sólo pensaba en ellos, todo el tiempo, todos los días", recuerda. Sus cadáveres fueron hallados la mañana del 15 de noviembre de 1959. Hoy hace 50 años. También era un domingo.



"Nancy Clutter era una chica muy especial", recuerda Robert Rupp, entonces novio de una de las víctimas
En el pueblo se miraba con recelo al excéntrico escritor y con menos simpatía aún su investigación
"Esas cosas no pasaban aquí. Nunca ha ocurrido algo similar, ni antes ni después", comenta una de las vecinas
Unos 700 kilómetros separan la tumba donde está enterrada la familia Clutter de las de sus asesinos

Desde su publicación en 1965, A sangre fría se convirtió en un éxito. La novela ha sido traducida a decenas de idiomas y es considerada como una pionera en el género de no ficción. El escenario de la tragedia descrita por Capote no podía ser más emblemático delamerican way of life. Los campos dorados de Kansas son uno de sus estereotipos, y no es exagerado decir que es "el corazón de Estados Unidos", como dice su lema. El hogar de Dorothy, la heroína de El mago de Oz,se enclava justo en el centro del país norteamericano. Unos 2.600 kilómetros le separan tanto del océano Atlántico como del Pacífico.Hasta 1959, Holcomb era un pueblo anónimo. Pese a la posterior fama derivada de la novela de Capote, los crímenes apenas se asomaron en los titulares en su momento. El relato ocupó una anodina columna en la página 39 de The New York Times del día siguiente. "Asesinados un granjero adinerado y tres miembros de su familia", reza el titular. "Fueron muertos a tiros de escopeta". "Las líneas de teléfono estaban cortadas". "Los cuerpos fueron hallados por dos amigas de la hija". 283 palabras que describen, escuetas, la tragedia que cambió al pueblo para siempre.


"Esas cosas no pasaban aquí, no en Holcomb", recuerda Dolores Hope, que trabajaba en el periódico de la comunidad, The Garden City Telegram, en el momento de los asesinatos. "Nunca ha ocurrido algo similar, ni antes ni después", comenta por teléfono. "Herbert era un líder en nuestra comunidad, su muerte y la de su familia causaron una herida muy profunda". El presidente Dwight Eisenhower había nombrado al jefe de la familia Clutter miembro del Fondo Federal de Créditos Agrícolas (Federal Farm Credit Board), aunque nunca vivió en Washington. "Era un señor respetable... era una muy buena familia", comenta Dolores. Ella y su esposo, Clifford, fueron anfitriones de varias cenas con Capote y su compañera de viaje, Harper Lee, durante la investigación de lo que inicialmente era una serie de reportajes para la revista New Yorker. "Eran amigos de la infancia y formaban una pareja rara... muy rara, pero muy simpática", relata. Los Hope, según cuenta Dolores, guardan un recuerdo entrañable de Capote: "Era un excelente conversador, muy gracioso". Eso sí, Hope destaca que fue Harper Lee la que ayudó a romper el hielo. Dos intelectuales neoyorquinos no eran precisamente los invitados habituales de las familias conservadoras de la rural Kansas. Dolores se deshace en elogios para Lee. "Es encantadora, se hizo amiga de todas las esposas del pueblo". Lee y Capote fueron invitados a la cena de Navidad del matrimonio Hope. Y algo de aquella amistad ha subsistido hasta el día de hoy. Dolores afirma que aún mantiene contacto con la autora de Matar a un ruiseñor. 
Aun así, en Holcomb se miraba con recelo al excéntrico escritor y con todavía menos simpatía a su investigación. "Algunas personas estaban en contra de que escribiera sobre los crímenes, les parecía que faltaba al respeto de los muertos", comenta. Tampoco ayudó el hecho de que el relato se concentrara en los asesinos y no en la familia Clutter. "Muchos en Holcomb pensaron que se había aprovechado de su dolor", explica. Capote, según un artículo de The New York Times fechado en 1965, cobró unos dos millones de dólares por la publicación. 
La tragedia dejó un profundo rastro de dolor en el pequeño pueblo. Tan honda era la herida que durante décadas no existió un solo recuerdo dedicado a la familia, pese a que mantenía una notable participación en su comunidad y en actividades benéficas. No hace ni dos meses que fue inaugurada una placa en su memoria en el parque del pueblo. La idea vino de Robert; su esposa, Colleen, y otros amigos de la familia. "No tiene nada que ver con el libro", subraya Rupp. Las dos hermanas supervivientes, Beverly y Eveanna, ahora rozan los 70 años y evitan a los medios de comunicación. Se sabe muy poco de ellas. Eveanna, que ya estaba casada en el momento de los asesinatos, vive en Illinois. Beverly, entonces una estudiante en la Universidad de Kansas, se casó con Vere English apenas unas semanas después del funeral de su familia y actualmente vive en Newton, a unos 340 kilómetros de Holcomb. "Ellas piensan que Capote no hizo justicia a su familia", explica Jerry Roth, miembro del comité que organizó el homenaje a la familia Clutter y amigo de Nancy y Kenyon. "Ojalá nunca lo hubiera escrito", declaró a Associated Press la nuera de uno de los hermanos de Herbert Clutter, Shirley, uno de los contados miembros de la familia que ha accedido a conversar con la prensa. 
Incluso algunos no entienden el interés mundial por los crímenes y la novela. "Es sólo un libro sobre un asesinato en un pueblo pequeño", recuerda el abogado Duane West, el fiscal del juicio contra los dos asesinos, que terminó por condenarles a muerte. El hotel Wheat Land, en la cercana localidad de Garden City (a 10 kilómetros de Holcomb), apenas dedica una mención a que fue ahí donde Capote se hospedó durante su investigación. Un editorial publicado en The Garden City Telegram en 1960, al inicio del proceso contra Smith y Hickock, alega: "Desde el asesinato de la familia Clutter han ocurrido muchos crímenes similares en todo el país. Este juicio no es más que uno de tantos que la gente lee y se olvida". Muchos en Holcomb aún comparten esa idea. Llama más la atención recibir una llamada tan lejana que el relato de las muertes en sí. "Ah... sobre los Clutter... a la gente no le gusta hablar mucho del tema", explica Robin, una secretaria de la oficina del Ayuntamiento. El alcalde, Greg Cox, añade que "hay muchas personas que conocían a los Clutter personalmente. Para ellos no es una novela, es una tragedia que marcó sus vidas". La pequeña biblioteca de Holcomb guarda ocho copias de A sangre fría, pero son pocos los que en el pueblo han leído el libro. Durante muchos años, la novela era señalada como la culpable de que no cerraran las heridas y la causa de la no siempre bienvenida visita de turistas, explica Cox. No obstante, hay quienes defienden el trabajo del autor. "Un escritor decide qué es lo que necesita su relato", comenta Clifford Hope, esposo de Dolores y abogado de la familia asesinada. "Creo que él [Capote] hizo un retrato justo de los Clutter". Su esposa coincide: "Es un libro estupendo". Aun así, Capote no es un personaje popular en el pueblo. El autor nunca se libró de las acusaciones de que simpatizaba con los asesinos y que incluso mantuvo una relación personal con uno de ellos, Perry Smith. 
El diario Wichita Eagle realizó un sondeo en todo el Estado para medir el impacto de los crímenes. "Fue un momento crucial para la gente de Kansas. Fue a partir de ahí cuando se comenzó a echar la cerradura y a sospechar de cualquier extraño", describe la periodista Beccy Tanner. Holcomb no es el mismo pueblo que Capote conoció, añade su alcalde. Apenas sumaba unos 260 habitantes en 1960 y ahora roza los 2.000. Además, Kansas es considerado uno de los Estados con mayor diversidad étnica. Una cuarta parte de su población es de origen latinoamericano. Y el escenario del crimen, la finca de los Clutter, es el hogar de Leonard y Donna Malder. Los Malder compraron la propiedad en 1990 para contar con un sitio grande en el que recibir a sus seis hijos y sus cerca de 20 nietos. 
Pero el recuerdo de esa noche aciaga no se apaga. Los protagonistas de la historia descansan entre el paisaje rural que Capote describió con tanta meticulosidad y que hacía parecer tan extraño que un crimen tan horrendo hubiese ocurrido ahí. Los Clutter fueron enterrados en el cementerio Valley View, en Garden City. Robert Rupp cuenta que acude cada año para llevar un ramo de flores. "Lo haré hasta que muera", relata. Su tono es dulce cuando recuerda a Nancy y su familia, y rehúsa dedicar una sola palabra a los asesinos. "Nunca quise tener nada que ver con eso", afirma. Unos 700 kilómetros separan la tumba de los Clutter de las de sus verdugos. Después de morir ejecutados en la horca en abril de 1965, Perry Smith y Richard Hickock fueron enterrados en el cementerio Mount Muncie, en Lansing (Kansas). Las autoridades penitenciarias afirman que entre 10 y 15 personas visitan sus tumbas cada día. Y que también ha habido días en que alguien les ha llevado alguna flor.

Audrey Hepburn / La canción más tierna del mundo

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Audrey Hepburn


La canción más tierna del mundo

'Desayuno con Diamantes', con Audrey Hepburn


GREGORIO BELINCHÓN
20 ENE 2012 - 15:33 COT



Audrey Hepburn
Es una mujer con ambiciones, una belleza que magnetiza. Es alguien también que aparenta tener un dinero que no posee, viaja en taxi, va a fiestas elegantes, pero siempre lleva el mismo vestido negro aunque con distintos accesorios. Holly Golightly, una chica de compañía, quiere ser subir en la escala social, y sin embargo no prospera. Ni habiendo dejado atrás su nombre: Lullamae, que ha cambiado por el más sencillo de Holly. Para Truman Capote, el creador de esta sirena varada en mitad de Nueva York y cuya cola empieza a oler a podrido, Golightly, la protagonista de Desayuno con diamantes, tenía el rostro de Marilyn Monroe, y en su adaptación al cine lo vio clarísimo: Marilyn era la actriz a contratar.
La actriz Audrey Hepburn protagoniza la película 'Desayuno con diamantes'

Por su parte, Lee Strasberg avisó a su protegida del peligro que entrañaba encarnar a una chica acompañante. Los productores del drama dudaron y finalmente, tras descartar a Jean Seberg, a Kim Novak y a Marilyn, volaron a Suiza a por Audrey Hepburn. Aceptó el papel, pero pidió un cambio de director: no conocía a John Frankenheimer. Adiós a Frankenheimer, hola a Blake Edwards. 
Desayuno con diamantes era una novela, estupenda, de Truman Capote; después fue una excepcional película, un regalo para el cinéfilo, una oda a la belleza de Audrey Hepburn y a su talento. Porque con un bonito rostro, y ella lo tenía, no se puede componer un personaje tan complejo, tan rico en matices y dolor como el de Holly, que empieza a enamorarse de su nuevo vecino, encarnado por George Peppard, un escritor que, desde luego, no le servirá para ascender. La novela se desarrollaba en 1943, la versión cinematográfica en los años sesenta, y quien tomara esa decisión para acercar la historia a un tiempo más liberal acertó... aunque el flirteo de Holly con la bisexualidad se borró del guion para que Hepburn no se sintiera incómoda con el personaje.












Hepburn es uno de los rostros más famosos del cine, y Desayuno con diamantes,uno de sus trabajos determinantes. Curiosamente, años después, la actriz confesaría que nunca se sintió cómoda con el personaje, que creía no haber sido la adecuada para dar vida a Holly, y que lo más horrendo que tuvo que hacer jamás en un rodaje le pasó en esta tragicomedia: arrojar a un gatito a la calle, donde una lluvia mojaba sin compasión al minino. Chica sensible.


Audrey Hepburn

Hoy en día, en la memoria colectiva occidental, además del inicio ante el escaparate de Tiffany’s, resuenan los ecos tiernos de Moon river, la canción que Henry Mancini escribió ex profeso para Hepburn en la película: una mujer con una guitarra y el pelo recién lavado en una ventana. Pocas imágenes describen también el desamparo, la soledad y, a la vez, el afán por sobrevivir. 
EL PAÍS


El refugio de Truman Capote bate récord inmobiliario

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El refugio de Truman Capote 

bate récord inmobiliario

La mítica mansión amarilla en que vivía el escritor en Brooklyn ha sido vendida por nueve millones de euros a una familia anónima


BARBARA CELIS
Nueva York 9 MAR 2012 - 06:05 COT


El mundo está en crisis, pero el sector inmobiliario neoyorquino no solo no se ha enterado si no que atraviesa por uno de sus mayores momentos de gloria. Además de que los precios de los alquileres alcanzaron recientemente los picos más altos de su historia, se siguen batiendo récords en ventas. El último lo ha protagonizado la casa en la que residió Truman Capote, ubicada en el barrio de Brooklyn y vendida este mes por nueve millones de euros.
Pese a que el autor de Desayuno con diamantes falleció hace ya casi 30 años, la mansión amarilla que fue su hogar entre 1955 y 1965 siempre ha tenido un halo hipnótico para los neoyorquinos. Y aunque el escritor nunca llegó a ser su propietario y durante la mencionada década se limitó simplemente a pagar el alquiler para ocupar el bajo de esta residencia de tres pisos, en su interior cocinó dos obras maestras de la literatura: A sangre fría, con la que cambió el curso de la literatura y el periodismo, y Desayuno con diamantes, que en su versión cinematográfica y protagonizada por Audrey Herpburn, se convirtió en un clásico imprescindible del cine.
De ahí que siempre se haya considerado una casa especial. Construida en 1839, con tres pisos de escaleras en madera de caoba, 38 ventanas, once habitaciones con sus once chimeneas, siete cuartos de baño, dos cocinas, un porche y un mural copiado del que el presidente John F. Kennedy ordenó pintar en el interior de la Casa Blanca, la mansión, situada en el corazón de Brooklyn Heights (uno de los barrios pudientes de Brooklyn) ha sido adquirida por una familia que no tiene relación ni con la literatura ni con las artes, según informaba el diario local The Brooklyn Paper. “Es una casa mágica y simplemente nos enamoramos de ella”, dice su nueva y anónima propietaria en el citado periódico. Ella y su familia se convierten así en los protagonistas de la compra más cara de la historia de Brooklyn, que hasta ahora la ostentaba una casa vecina y sin pedigrí de famosoque se vendió hace dos años por 8,3 millones de euros.
Curiosamente, la casa en la que residía Holly Golightly, el personaje de ficción que protagoniza Desayuno con diamantes, también está a la venta. Su fachada quedó inmortalizada en aquel filme en 1961 y en el año 2000 fue adquirida por 1,3 millones de euros por Peter Bacanovic, un corredor de bolsa de éxito que desde Merrill Lynch manejaba la fortuna de la reina del hogar neoyorquino, la empresaria Martha Stewart. Sin embargo, ambos fueron cazados haciendo trampas financieras en 2004 y pasaron una temporada en la cárcel. Ahora Bacanovic, que no parece tener demasiados problemas de dinero, acaba de poner a la venta la mansión por la nada despreciable suma de 3,7 millones de euros.

Truman Capote / La ‘celebrity’ de las ‘celebrities’

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Philip Seymour Hoffman en un fotograma de 'Truman Capote'.

Truman Capote

La ‘celebrity’ de las ‘celebrities’


GREGORIO BELINCHÓN
Madrid 22 MAY 2014 - 07:26 COT

Su voz sonaba al canto de un grillo desafinado, su apellido —que en inglés se pronuncia capoti— podía provocar la risa, su aspecto pequeño y afeminado generaba ciertas burlas. Pero su cerebro..., su cerebro era una máquina de producir frases contundentes e ingeniosas, críticas aceradas, sentencias como cuchillos, artículos periodísticos que levantaban ampollas y generaban controversia. No ha habido otro Truman Capote porque dos no cabían en un mismo planeta. Para entender el siglo XX en Estados Unidos es obligatorio leer a este creador, infatigable conversador, mente preclara... y por tanto carne debiopic. Y no de uno, sino de dos, porque en muy corto espacio de tiempo, en dos años, dos directores estrenaron sendas películas sobre el escritor.
Philip Seymour Hoffman (Truman Capote) y Catherine Keener (Harper Lee)
Capote, 2005

La visión de Bennett Miller solo podía contar con Hoffman como Capote. Lógico: director y protagonista habían estudiado juntos en la universidad, y de ahí había surgido una férrea amistad y una compañía teatral. Hoffman puede recordar, por rostro, a Capote, pero no por cuerpo. Hoffman era mucho más grande, en altura y peso. Si lo primero no tenía arreglo, lo segundo sí, y adelgazó casi 25 kilos antes de ponerse delante de las cámaras. Rodada en 36 días, estrenada el día del cumpleaños del escritor, el 30 de septiembre, Truman Capote está repleta de aciertos. Empezando por su reparto: para otra gran escritora americana, Harper Lee, la amiga del alma de Capote, los productores pensaron en Sandra Bullock. Finalmente contrataron a Catherine Keener, y acertaron, porque Bullock encarnó a Lee en el otro biopic de Capote, Historia de un crimen (2006), y en la comparación Keener sale vencedora.
Philip Seymour Hoffman
Premio Oscar por el papel de Capote

Y Hoffman, por supuesto. El guión se centra en la escritura de A sangre fría, una de las grandes obras del nuevo periodismo, en cómo Capote, una de las estrellas de The New Yorker, se siente fascinado y a la vez repelido por un brutal asesinato —estamos en 1959— en Kansas, donde mueren cuatro miembros de una misma familia. El celebrity Capote, el escritor que indagaba en la vida de otros famosos, de repente se lanza a la América profunda a mancharse de sangre y tinta, a bucear en la mente y el alma de los dos asesinos. Nadie, hasta Emmanuel Carrère en El adversario, hizo una novela sobre un personaje tan hipnótico como repulsivo como lo que escribe Capote. Y la película transmite hábilmente —mejor dialogada que dirigida, eso sí— todo esa compleja relación amor / odio, autor / personaje, Fausto / Mefistófeles.
Puede que a esta película le falte un director como Roman Polanski detrás de las cámaras, pero delante tiene a Hoffman, que absorbe la inteligencia, el ego y la afectación de Capote para recrearlo con exacta precisión. El actor se diluye en el personaje, y el público se olvida que ante él hay un capote falso. Eso es talento.

Truman Capote / Treinta años después

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Truman Capote, 1965
Fotografía de Irving Penn

Truman Capote, viaje al origen 30 años después de su muerte


Por Winston Manrique Sabogal
El País, 25 de agosto de 2014

Hoy, 25 de agosto, se cumplen 30 años de la muerte del autor de obras como Desayuno en Tiffany´s y A sangre fría
Truman-capote
Truman Capote en la foto de la contraportada de la primera edición de Otras voces, otros ámbitos (1948).

Dicen que las luces de su temprana fama y éxito lo obnubilaron.
Cuentan que después de contribuir a abrir un camino importante en la forma de abordar y escribir periodismo él se extravió.
Aseguran que Truman Capote vivió más del pasado y de la promesa de futuro que del presente que vivía.
Yo creo que siempre fue aquel niño nacido hace 90 años en Nueva Orleans, el 30 de septiembre de 1924, que jugaba solo mientras anhelaba que alguien apareciera para invitarlo a jugar: él a ellos o ellos a él. Es entonces cuando sus sentidos aprenden a ver y a escuchar el mundo, a escudriñar la vida, el alma humana, y a buscar o imaginar diferentes salidas a lo que todos ven a primer golpe de vista.
Capote-asangrefriaCapote no inventó el llamado Nuevo periodismo, pero sí contribuyó a su divulgación, incluso bautizo, y fama con obras como A sangre fría. Tampoco inventó la forma de hacer perfiles de personajes ilustres o retratos de hechos o personas poco conocidas, pero sí aportó y renovó la mirada sobre la vida que merece ser contada.
Sus piezas no inauguraron la unión de periodismo y literatura, pero sin duda creó un estilo y señaló vías por donde los periodistas podían entrar sin miedo. Enseñó, y ese es tal vez su principal legado, e invitó a mirar por un prisma la realidad, a perder el miedo a la hora de concebir una historia y de escribirla.

Pero hoy más que del periodismo Capote quiero hablar de algo que me gusta abordar y explorar en todos los creadores: ir a sus orígenes, rastrear las huellas, en este caso de su escritura. Me gusta ir a aquel o aquellos momentos donde reside lo que habrá de ser el autor, donde palpita la promesa del creador futuro. Por eso recuerdo hoy dos obras: Crucero de verano, su primera novela escrita con 19 años (1943) y desaparecida y encontrada a comienzos de este siglo; y Otras voces, otros ámbitos, su segunda novela escrita con 23 años (1948), aunque siempre figuró como su ópera prima, y que desde su presentación obtuvo la admiración de crítica y público.
Capote-otrasvocesotrosambitosEmpiezo por Otras voces, otros ámbitos por sus resonancias autobiográficas juveniles: la vida de un muchacho en el campo que un día sale en busca de su padre y al ir tras él también busca, sin darse cuenta, su propia identidad. Un viaje hacia afuera que lo lleva hacia dentro hasta empezar a tomar su lugar en el mundo. Pero, sobre todo, Otras voces,otros ámbitos me gusta por lo que tiene de futuro en Capote, en la manera de ver, sentir y comprender su entorno, visible e invisible. 
Capote-crucerodeveranoEse es un universo personal y público si se quiere, mientras que Crucero de verano recrea y desvela un ecosistema más íntimo, el de los deseos y sueños más privados donde deja ver lo que pensaba ese joven de 19 años, edad en quempieza a escribir la novela, sobre la atracción, el deseo, la pasión, y, especialmente, sobre los sentimientos y el amor. ¡Y en su Nueva York! En esas páginas hay dos escenas donden Capote revela su romanticismo y momento fundacional de su estilo como narrador y periodista:
"-Grady, ¿por qué demonios quieres quedarte en Nueva York en pleno verano?
Grady quería que la dejasen tranquila; seguían insistiendo, la mañana misma en que zarpaba el barco: ¿quedaba por decir algo más de lo que ya había dicho? Después de aquello sólo quedaba la verdad, y no tenía del todo la intención de decirla.
- Nunca he pasado un verano aquí -dijo, eludiendo los ojos de ellas, y miró por la ventana: el resplandor del tráfico realzaba el silencio de la mañana de junio en Central Park, y el sol, lleno de joven verano que seca la corteza verde de la primavera, atravesó los árboles que había delante de la plaza, donde estaban desayunando-. Soy terca; haced lo que queráis. (...)
A Grady le ascendía por dentro una risa incontenible, una agitación feliz que convertía el verano blanco extendido ante ella en un lienzo desenrollado donde dibujar esos primero trazos, puros y toscos, que son libres".
El joven Truman Capotet habla de una chica de 17 años que quiere dar rienda suelta a sus impulsos para alcanzar la felicidad, saber qué es eso que llaman dicha, y en cuya carrera descubrirá los diversos estadios del amor, la pasión y el erotimos, hasta desviarla por rutas insospechadas. Pocos como Truman Capote para contarnos una iniciación en variados ámbitos de la vida de una muchacha rica y sola en la Gran Ciudad. Pero mucho más allá de esas arandelas que encantaban a Capote, es su ópera prima, el relato que empezó a escribir antes de su emblemático y oficial y autobiográfico debut de 1948 con Otras voces, otros ámbitos. Pues este Crucero de verano lo empezó a redactar en 1943 en unos cuadernos escolares y lo continuó puliendo hasta mediados de los años sesenta donde ya eran cuatro cuadernos que al final se extraviaron en unas cajas que reaparecieron en 2004. Una novela corta que es el relicario creativo, o el big bang del universo Truman Capote, autor de obras como El arpa de hierbaDesayuno en Tiffany´sA sangre fríaLos perros ladranMúsica para camaleones y Plegarias atendidas. 
Pero volvamos a aquel primer nido creativo de Capote, a la novela preotagonizada por la joven Grady, y empecemos a descubrir por qué no quiere ir con sus padres en un crucero por Europa. Ella está enamorada en secreto de un muchacho mayor que ella, de 23 años, que trabaja en un aparcamiento y es de una clase social inferior. Eso no es obstáculo para ella, se siente correspondida y quiere hacer realidad su felicidad, y es aquí donde, en un instante, Capote parece desvelar una visión de su mundo:
"Él estaba dormido en el asiento trasero del coche. Aunque la capota estaba bajada, no le había visto porque estaba hecho un ovillo y quedaba oculto. En la radio sonaba el débil zumbido del noticiario, y Clyde tenía en las rodillas una novela policiaca abierta. Una de las muchas magias que existen es la de observar cómo duerme alguien a quien amamos: sin ojos e inconsciente, por un momento te adueñas de su corazón; indefenso, es entonces, por irracional que sea, todo lo que esperabas que fuese: puro como un hombre, tierno como un niño".
Ahí están los acordes iniciales de la prosa rítmica, sencilla, directa y trascendente de Truman Capote. La novela despliega su sarcástica mirada sobre sus congéneres y sus juicios inclementes, su debilidad por la vida glamurosa, sus metáforas y trazos sobre el paisaje real, el abismo que circunda a la realidad... su baile narrativo entre la comedia y la tragedia, su tendencia a la aventura y dejarse llevar por las emociones, hasta poner el freno de mano... Y es ahí donde, incluso, nace uno de sus personajes más famosos: la Holly Goligtly de Desayuno  en Tiffany's
Lo que fue y quiso ser como autor el propio Capote lo contó en el prefacio de Música para camaleones, en uno de cuyos pasajes dice: "Creo que la mayoría de escritores, incluso los mejores, son recargados. Yo prefiero escribir menos. Sencillo, claramente, como un arroyo del campo".
Siempre estuvo rodeado de ruido, de toda clase, desde 1948 cuando publicó Otras voces, otros ámbitos, hasta su muerte el 25 de agosto de 1984 en Los Ángeles. Una vida con éxito o sin él donde lo que se ve es a un Truman Capote con el brazo estirado tratando de alcanzar, con mayor o menor fortuna, lo que quiso y quiere, lo que busca, lo que sueña, lo que anhela, lo que le prometieron, lo que él mismo se prometió.
Mentado por todos, escritores y periodistas, Truman Capote fue precoz en la creación literaria, fue despiadado,ingenioso, cruel, vanidoso, tierno, astuto, eficaz, orgulloso, audaz, talentoso... Vivió la orfandad del creador. Siempre es un placer leerlo. Él lo sabía, jugaba a ello, por eso hoy, 30 años después de su fallecimiento, un epígrafe de su libro Los perros ladran (una suerte de autobiografía con textos de diferentes temas, épocas y estilos) sirven para acompañar parte de la filosofía de su vida, palabras de un proverbio árabe: "Los perros ladran, pero la caravana avanza". Sigue adelante.






Truman Capote / Mojave

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Ilustración de Mushku

Truman 

Capote

Biografía


Mojave




las cinco de aquella tarde de invierno, ella tenía cita con el doctor Bentsen, en otro tiempo su psicoanalista y su amante en la actualidad. Cuando su relación cambió de lo analítico a lo emocional, él insistió, basándose en razones éticas, en que ella dejara de ser su paciente. No es que tuviera importancia. No había sido muy útil como analista, y como amante, bueno, lo vio una vez corriendo para coger el autobús, un intelectual de Manhattan, de doscientas veinte libras de peso, bajo, cincuentón, con el pelo rizado, de caderas anchas y miope, y ella se había reído: ¿cómo era posible que pudiese amar a un hombre tan malhumorado, tan poco favorecido como Ezra Bentsen? La respuesta era que no lo amaba; de hecho, no le gustaba. Pero, al menos, no lo relacionaba con la resignación y la desesperanza. Ella temía a su marido; no tenía miedo del doctor Bentsen. Sin embargo, era a su marido a quien amaba.

Poseía dinero; en cualquier caso, recibía una sustanciosa asignación de su marido, que era rico, y así podía mantener su escondite, un estudio apartamento donde se encontraba con su amante quizá una vez a la semana, a veces dos, pero no más. Asimismo, se permitía hacerle regalos que él parecía esperar en aquellas ocasiones. No es que apreciase su calidad: gemelos de Verdura, clásicas pitilleras de Paul Flato, el obligado reloj de Cartier y (más apropiado) ocasionales y precisas cantidades de dinero que le pedía «prestadas».

Nunca le había hecho a ella un solo regalo. Bueno, uno: una peineta española de madreperla que él consideraba un tesoro, afirmando que era herencia de su madre. Por supuesto, no podía ponérsela, porque llevaba la cabellera, mullida y de color tabaco, como una aureola infantil en torno a su ingenuo y juvenil rostro. Gracias a la dieta, a particulares ejercicios con Joseph Pilatos y a los cuidados dermatológicos del doctor Orentreich, parecía contar poco más de veinte años; tenía treinta y seis.

La peineta española. Su cabellera. Eso le recordaba a Jaime Sánchez y algo que había ocurrido ayer. Jaime Sánchez era su peluquero, y aunque apenas hacía un año que se conocían, se habían hecho, a su modo, buenos amigos. Ella confiaba un tanto en él; él confiaba en ella mucho más. Hasta hacía poco, había creído que Jaime era un joven feliz, casi demasiado dichoso. Compartía un piso con su atractivo amante, un joven dentista llamado Carlos. Jaime y Carlos habían sido compañeros de colegio en San Juan; salieron juntos de Puerto Rico, instalándose primero en Nueva Orleáns y luego en Nueva York, y fue Jaime, con su trabajo de cosmetólogo de talento, quien había pagado a Carlos los estudios de odontología. Ahora, Carlos tenía su propio consultorio y una clientela de prósperos negros y puertorriqueños.

Sin embargo, durante sus últimas visitas, había notado que los ojos de Jaime Sánchez, por lo común despejados, estaban sombríos, amarillentos, como si tuviera resaca, y sus manos, diestramente articuladas y de ordinario tan calmas y capaces, temblaban un poco.

Ayer, mientras le pasaba las tijeras por el pelo, se interrumpió y se quedó jadeando, resollando, no como si le faltara aire, sino como si luchara por reprimir un grito.

Ella le preguntó:

—¿Qué le pasa? ¿Está usted bien?

—No.

El se acercó a un lavabo y se salpicó la cara con agua fría. Mientras se secaba, dijo:

—Voy a matar a Carlos. —Aguardó, como si esperase a que le preguntara por qué; cuando ella, simplemente, lo miró con fijeza, prosiguió—: Es inútil hablar más. No entiende nada. Mis palabras no significan nada. La única manera en que puedo comunicarme con él es matándolo. Entonces entenderá.

—Yo no estoy segura de entenderlo, Jaime.

—¿Nunca le he mencionado a Angelita? ¿A mi prima Angelita? Llegó hace seis meses. Siempre ha estado enamorada de Carlos. Desde que tenía, ¡oh!, doce años. Y ahora Carlos se ha enamorado de ella. Quiere casarse con ella y tener una familia, hijos.

Se sintió tan incómoda, que lo único que se le ocurrió decir fue:

—¿Es bonita?

—Demasiado bonita —cogió las tijeras y volvió a cortar—. No, lo digo en serio. Es una chica excelente, muy petite, como un loro bonito, y demasiado encantadora; su amabilidad resulta cruel. Aunque no comprende que lo es. Por ejemplo... —ella miró el rostro de Jaime, que se movía en el espejo por encima del lavabo; no tenía la expresión alegre que a menudo la había atraído, sino asombro y dolor fielmente reflejados—. Angelita y Carlos quieren que viva con ellos después de que se casen, todos juntos en un piso. Fue idea de ella, pero Carlos dijo: «¡Sí, sí! Debemos estar todos juntos y de ahora en adelante él y yo viviremos como hermanos.» Esa es la razón por la que tengo que matarlo. Si ignora que estoy pasando un infierno semejante es que nunca ha debido amarme. Me dice: «Sí, te quiero, Jaime; pero Angelita..., eso es diferente.» No hay diferencia. Se ama o no se ama. Se destruye o no se destruye. Pero Carlos jamás lo entenderá. Nada le alcanza, nada puede..., salvo una bala o una navaja de afeitar.

Ella quería echarse a reír, pero no podía, pues era evidente que hablaba en serio; además, estaba convencida de que algunas personas sólo reconocerían la verdad forzándolas a entender: sometiéndolas a la pena capital.

Con todo, se rió, pero de modo que Jaime no lo interpretara como una verdadera carcajada. Fue algo semejante a encogerse de hombros en señal de simpatía.

—Jamás podría usted matar a nadie, Jaime.

Empezó a peinarla; los tirones no eran suaves, pero ella sabía que la ira que entrañaban se dirigía contra él mismo, no contra ella.

—¡Mierda! —y seguidamente—: No. Y ésa es la razón de la mayor parte de los suicidios. Alguien le está torturando a uno. Uno quiere matarlo, pero no puede. Todo ese dolor es porque se quiere a ese alguien y no se le puede matar porque uno lo ama. Así que, en cambio, uno se mata a sí mismo.

Al marcharse, pensó besarlo en la mejilla, pero se decidió por estrecharle la mano.

—Sé lo trillado que resulta esto, Jaime. Y, de momento, no le va a servir realmente de ayuda. Pero recuerde: siempre hay algún otro. Simplemente, no busque a la misma persona, eso es todo.


***

El piso de la cita estaba en la calle Sesenta y Cinco Este. Hoy fue a pie desde su casa, un pequeño edificio particular en Beekman Place. Hacía viento, había restos de nieve en la acera y el aire amenazaba más, pero ella iba bastante cómoda con el abrigo que su marido le había regalado para Navidad: una prenda de ante oscuro con forro de marta cibelina.

Un primo suyo había alquilado aquel piso con su propio nombre. Su primo, que estaba casado con una vieja gruñona y vivía en Greenwich, en ocasiones visitaba el apartamento con su secretaria, una japonesa gorda que se empapaba con tales cantidades de Mitsouko que a uno se le encogía la nariz. Esta tarde el apartamento apestaba al perfume de la dama, por lo que ella dedujo que hacía poco que su primo había estado allí, divirtiéndose. Eso significaba que debía poner sábanas limpias.

Después de cambiarlas se preparó. En una mesa junto a la cama, colocó una cajita envuelta en brillante papel azul oscuro que contenía un mondadientes de oro comprado en Tiffany, regalo para el doctor Bentsen, porque uno de sus desagradables hábitos consistía en escarbarse constantemente los dientes, hurgándoselos, por si fuera poco, con una interminable serie de cerillas de papel. Había pensado que el mondadientes de oro haría todo el proceso un poco menos desagradable. Puso una pila de grabaciones de Lee Wiley y Fred Astaire en el tocadiscos, se sirvió un vaso de vino blanco frío, se desnudó por completo, se lubrificó y se tumbó en la cama, tarareando, cantando junto con el divino Fred, atenta al ruido que haría en la puerta la llave de su amante.

A juzgar por las apariencias, los orgasmos eran acontecimientos angustiosos en la vida de Ezra Bentsen: hacía muecas, rechinaba los dientes, se quejaba como un perro asustado. Por supuesto, ella siempre se sentía aliviada cuando oía el quejido; significaba que su sudoroso cuerpo pronto rodaría de encima de ella, porque no era alguien que se quedara musitando tiernos cumplidos: sencillamente se separaba al instante. Y hoy, habiéndolo hecho así, alargó ansiosamente la mano hacia la caja azul, sabiendo que era un regalo para él. Después de abrirlo, gruñó.

Ella le explicó:

—Es un mondadientes de oro.

Lanzó una risita, insólito sonido viniendo de él, pues tenía un pobre sentido del humor.

—Es muy mono —dijo, empezando a escarbarse los dientes—. ¿Sabes qué pasó anoche? Le di una bofetada a Thelma. Pero buena. Y también un puñetazo en el estómago.

Thelma era su mujer; era psiquiatra infantil, y excelente, de acuerdo con su reputación.

—Lo malo de Thelma es que no se puede hablar con ella. No entiende. A veces, ésa es la única manera en que uno puede transmitirle el mensaje. Hincharle un labio.

Ella pensó en Jaime Sánchez.

—¿Conoces a una tal señora Rhinelander? —preguntó el doctor Bentsen.

—¿Mary Rhinelander? Su padre era el mejor amigo del mío. Poseían conjuntamente una cuadra de caballos de carreras. Uno de sus caballos ganó el derby de Kentucky. Pero pobre Mary. Se casó con un verdadero bastardo.

—Eso me ha dicho.

—¡Ah! ¿Es la señora Rhinelander una nueva paciente?

—Enteramente nueva. Qué curioso. Vino a verme más o menos por la misma causa que tú; su situación es casi idéntica.

¿La misma causa? En realidad, ella tenía una serie de problemas que contribuyeron a su seducción final en el sofá del doctor Bentsen, y el principal consistía en que no era capaz de tener relaciones sexuales con su marido desde el nacimiento de su segundo hijo. Se había casado a los veinticuatro años; su marido era quince años mayor que ella. Aunque habían tenido muchas peleas y celos mutuos, los primeros cinco años de su matrimonio permanecían en su memoria como una limpia perspectiva. Las dificultades comenzaron cuando él le pidió que tuvieran un hijo; si ella no hubiese estado tan enamorada de él, nunca habría consentido: de pequeña, tenía miedo de los niños, y la compañía de uno de ellos seguía molestándola. Pero le había dado un hijo, y la experiencia del embarazo la había traumatizado: cuando no sufría realmente, se imaginaba que sufría, y después del parto cayó en una depresión que se prolongó más de un año. Todos los días dormía catorce horas con un sueño de Seconal; en cuanto a las otras diez, se mantenía despierta suministrándose anfetaminas. El segundo hijo, otro niño, fue un accidente de borrachera, aunque ella sospechaba que, en realidad, su marido la había engañado. En el momento que supo que estaba otra vez embarazada, insistió en tener un aborto; él dijo que si lo llevaba adelante, se divorciaría. Bueno, ya había tenido tiempo de lamentarlo. El niño nació dos meses antes de tiempo, casi murió y, a causa de una hemorragia interna general, ella también; ambos oscilaron por encima de un abismo a lo largo de meses de cuidados intensivos. Desde entonces, jamás había compartido el lecho con su marido; ella quería, pero no podía, porque su desnuda presencia, la idea de su cuerpo dentro de ella, le provocaba terrores insoportables.

El doctor Bentsen llevaba gruesos calcetines negros con ligas, que nunca se quitaba mientras «hacía el amor»; ahora, mientras enfundaba sus piernas con ligas en unos pantalones de sarga azul con los fondillos brillantes, dijo:

—Vamos a ver. Mañana es martes. El miércoles es nuestro aniversario...

—¿Nuestro aniversario?

—¡El de Thelma! Nuestro vigésimo. Quiero llevarla a... Dime, ¿cuál es ahora el mejor restaurante de por aquí?

—¿Y qué importa? Es muy pequeño y elegante, y el dueño jamás te daría mesa.

Su falta de sentido del humor se confirmó:

—Esa es una afirmación muy extraña. ¿Qué quieres decir con que no me daría mesa?

—Exactamente lo que he dicho. No hay más que mirarte para darse cuenta de que tienes pelos en los talones. Hay algunos que no quieren servir a gente con pelos en los talones. Ese es uno de ellos.

El doctor Bentsen estaba al tanto de su costumbre de emplear jerga poco familiar, y había aprendido a simular que comprendía su significado; él se encontraba tan fuera del ambiente de ella como ella del suyo, pero la veleidosa flaqueza de su carácter no le permitía reconocerlo.

—Bueno, entonces —dijo él—, ¿está bien el viernes? ¿Sobre las cinco?

Ella le dijo:

—No, gracias —él se estaba haciendo el nudo de la corbata y se detuvo; ella seguía echada en la cama, destapada, desnuda; Fred cantaba By Myself—. No, gracias querido doctor B. Creo que nunca más nos veremos aquí.

Ella notó que se había alarmado. Claro que la echaría de menos: era hermosa, considerada, nunca le molestaba que él le pidiera dinero. El se arrodilló junto a la cama y le acarició el pecho. Ella observó un helado bigote de sudor en su labio superior.

—¿Qué pasa? ¿Drogas? ¿Alcohol?

Ella se rió y dijo:

—Lo único que bebo es vino blanco, y no mucho. No, amigo mío. Es, sencillamente, que tienes pelos en los talones.

Como muchos analistas, el doctor Bentsen tenía una mentalidad enteramente literal; sólo por un instante, ella pensó que iba a quitarse los calcetines y a examinarse los pies. En forma grosera, como un niño, dijo:

—Yo no tengo pelos en los talones.

—Oh, sí, los tienes. Como un caballo. Todos los caballos ordinarios tienen pelos en los talones. Los puras sangres, no. Los talones de los caballos de buena casta son lisos y relucientes. Da recuerdos a Thelma.

—Sabidilla. ¿El viernes?

El disco de Fred Astaire se acabó. Ella bebió el resto del vino.

—Quizá. Te llamaré —dijo ella.

Pero no lo llamó, y no volvió a verlo salvo una vez, después, cuando se sentó en una banqueta vecina a la suya en La Grenouille; comía con Mary Rhinelander, y le divirtió ver que la señora Rhinelander firmaba la cuenta.


***

La amenazada nieve ya caía cuando volvió, a pie otra vez, a la casa de Beekman Place. La puerta de entrada estaba pintada de amarillo pálido y tenía un llamador de bronce en forma de garra de león. Anna, una de las cuatro irlandesas que administraban la casa, abrió la puerta y le notificó que los niños, agotados por una tarde de patinaje sobre hielo en el Rockefeller Center, ya habían cenado y los habían acostado.

Gracias a Dios. Ya no tendría que pasar por media hora de juegos y de contar cuentos y de dar besos de buenas noches con que habitualmente se concluía la jornada de sus hijos; quizá no fuese una madre cariñosa, pero sí meticulosa, igual que lo había sido su propia madre. Eran las siete, y su marido había telefoneado diciendo que estaría en casa a las siete y media; a las ocho tenían que ir a cenar con los Sylvester Hale, unos amigos de San Francisco. Se bañó, se perfumó para borrar recuerdos del doctor Bentsen, volvió a ponerse maquillaje, del que llevaba muy escasa cantidad, y se vistió con un caftán de seda gris y sandalias de seda del mismo color con hebillas de perlas.

Cuando oyó los pasos de su marido por las escaleras se colocó junto a la chimenea de la biblioteca, en el segundo piso. Adoptó una postura llena de gracia, seductora, como la habitación misma, una insólita estancia octogonal con paredes barnizadas de color canela, el suelo esmaltado de amarillo, estanterías de cobre (idea tomada de Billy Baldwin), dos enormes matas de orquídeas pardas situadas en jarrones chinos de color ambarino, un caballo de Marino Marini erguido en un rincón, unos Mares del Sur de Gauguin sobre la repisa de la chimenea y un fuego frágil palpitando en el hogar. Las ventanas del balcón ofrecían el panorama de un jardín en sombras, nieve llevada por el viento, y remolcadores iluminados flotando como faroles en el río Este. Frente a la chimenea, había un voluptuoso sofá tapizado en terciopelo de angora, y delante de él, sobre una mesa encerada con el amarillo del suelo, reposaba un cubo de plata lleno de hielo; y embutida en el cubo, una botella rebosante de rojo vodka ruso aderezado con pimienta.

Su marido titubeó en el umbral, y asintió hacia ella en forma aprobatoria: era uno de esos hombres que verdaderamente apreciaban el aspecto de una mujer, que con una mirada captaban el ambiente en su integridad. Valía la pena vestirse para él, y ésa era una de las razones menores por las que lo amaba. Otra, más importante, era que se parecía a su padre, la persona que había sido, y por siempre sería, el hombre de su vida; su padre se había pegado un tiro, aunque jamás supo nadie por qué, pues era un caballero de discreción poco menos que anormal. Antes de que eso pasara, ella había roto tres compromisos, pero dos meses después de la muerte de su padre conoció a George, y se casó con él porque en presencia y modales se aproximaba a su gran amor perdido.

Avanzó para encontrarse con su marido en medio de la habitación. Lo besó en la mejilla, y la carne que tocaron sus labios parecía tan fría como los copos de nieve en la ventana. Era un hombre alto, irlandés, de pelo negro y ojos verdes, y guapo aun cuando últimamente hubiese ganado bastante peso y también un poco de papada. Desprendía una vitalidad superficial; hombres y mujeres por igual se sentían atraídos hacia él sólo por eso. Si se le observaba de cerca, sin embargo, notaba uno cierta fatiga secreta, una falta de auténtico optimismo. Su mujer se daba exacta cuenta de ello, y ¿por qué no? Ella era la causa principal.

Ella le dijo:

—Hace una noche tan horrible, y pareces tan cansado... Quedémonos en casa y cenemos junto al fuego.

—¿De verdad, querida..., no te importaría? Me parece que es hacer un desprecio a los Hale, aunque ella sea una gilipollas.

—¡George! No digas esa palabra. Sabes que la odio.

—Lo siento —dijo él; y lo sentía. Siempre tenía cuidado de no ofenderla, al igual que ella tenía la misma atención para con él: consecuencia de la paz que los mantenía juntos y, al mismo tiempo, separados.

—Los llamaré y les diré que has cogido un resfriado.

—Bueno, no sería mentira. Así me siento.


***

Mientras ella llamaba a los Hale y daba órdenes a Anna para que dentro de una hora les sirvieran la cena, sopa y soufflé, engulló él una sorprendente dosis del vodka escarlata y sintió que se le encendía un fuego en el estómago; antes de que su mujer volviera, se sirvió un respetable trago y se tumbó cuan largo era en el sofá. Ella se arrodilló en el suelo, le quitó los zapatos y empezó a darle masaje en los pies: «Dios sabe que él no tiene pelos en los talones.»

El gruñó:

—Hum... Qué bien sienta eso.

—Te quiero, George.

—Yo también te quiero.

Ella pensó en poner un disco, pero no, el rumor del fuego era lo único que necesitaba la habitación.

—¿George?

—Sí, querida.

—¿En qué estás pensando?

—En una mujer llamada Ivory Hunter.

—¿De veras conoces a alguien que se llame Ivory Hunter?[1].

—Bueno. Ese era su nombre artístico. Había sido bailarina de variedades.

Ella se echó a reír.

—¿Qué es eso? ¿Parte de tus aventuras de Facultad?

—Yo no la conocí. Sólo oí hablar de ella en una ocasión. Fue al verano siguiente de licenciarme en Yale.

Cerró los ojos y apuró el vodka.

—El verano que hice auto-stop por Nuevo Méjico y California. ¿Recuerdas? Cuando me rompieron la nariz. En una pelea de taberna en Needles, California. —A ella le gustaba su nariz partida, que difuminaba la extrema gentileza de su rostro; él habló una vez de que se la partieran de nuevo para que pudiesen arreglársela, pero ella le quitó la idea—. Fue a principios de septiembre, y ésa siempre ha sido la época más calurosa del año en el Sur de California; más de cien grados[2] todos los días. Debería haber comprado un billete de autobús, al menos para cruzar el desierto. Pero, como un loco, me metí en el Mojave, cargado con un petate de cincuenta libras y sudando hasta quedarme sin gota. Juraría que hacía ciento cincuenta grados a la sombra. Sólo que no había sombra alguna. Nada sino arena y mezquite y aquel hirviente cielo azul. Una vez pasó un camión grande, pero no me paró. Lo único que hizo fue matar a una serpiente de cascabel que reptaba por la carretera.

»No dejaba de pensar que en alguna parte tenía que aparecer algo. Un garaje. De cuando en cuando pasaban coches, pero bien podría haber sido invisible. Empecé a compadecerme de mí mismo, a comprender lo que significaba estar desamparado, y a entender por qué es bueno que los budistas envíen a mendigar a los monjes jóvenes. Es purificante. Arranca esa última capa de grasa infantil.

»Y entonces me encontré a míster Schmidt. Pensé que acaso fuera un espejismo. Un viejo de pelo blanco a eso de un cuarto de milla carretera arriba. Estaba erguido en la cuneta, con oleadas de calor agitándose a su alrededor. Al acercarme, vi que llevaba un bastón y gafas oscuras, e iba vestido como si fuese a la iglesia: traje blanco, camisa blanca, corbata negra, zapatos negros.

»Sin mirarme, y aún a cierta distancia, gritó:

»—Me llamo George Schmidt.

»Yo le dije:

»—Sí. Buenas tardes, señor.

»El me preguntó:

»—¿Son tardes?

»—Las tres pasadas.

»—Entonces, debo estar aquí de pie desde hace dos horas, o más. ¿Le importaría decirme dónde estoy?

»—En el desierto Mojave. A unas dieciocho millas al oeste de Needles.

»—Figúrese —explicó—. Dejar a un ciego de setenta años perdido y solo en el desierto. Con diez dólares en el bolsillo y ni un billete más que me pertenezca. Las mujeres son como las moscas: se instalan en azúcar o en mierda. No digo que yo sea azúcar, pero estoy seguro de que ella se ha plantado ahora en la mierda. Me llamo George Schmidt.

»Yo repuse:

»—Sí, señor, ya me lo ha dicho. Yo soy George Whitelaw.

«Quería saber adonde iba yo y qué estaba haciendo allí, y cuando le dije que hacía auto-stop y me dirigía a Nueva York, me preguntó si quería cogerlo de la mano y ayudarle durante un trecho, quizá hasta encontrar a alguien que nos llevara. Me he olvidado de mencionar que tenía acento alemán y era extraordinariamente robusto, casi gordo; parecía como si se hubiera pasado toda la vida tumbado en una hamaca. Pero cuando le tomé la mano, sentí su dureza, su enorme fuerza. Uno no querría un par de manos como ésas en torno a su garganta. Dijo:

»—Sí, tengo manos fuertes. He trabajado de masajista durante cincuenta años, los doce últimos en Palm Springs. ¿Tiene usted un poco de agua?

»Le di mi cantimplora, que aún estaba medio llena, y añadió:

»—Me dejó aquí, sin una gota siquiera de agua. Todo el asunto me pilló de sorpresa. Aunque no puedo decir que debiera sorprenderme, conociendo bien a Ivory, como la conocía. Es mi mujer. Se llama Ivory Hunter. Era bailarina de cabaret. Actuó en la Feria Mundial de Chicago, en 1932, y podría haberse convertido en estrella de no haber sido por esa Sally Rand. Ivory inventó la cosa esa de la danza del abanico y la tal Rand se lo robó. Eso decía Ivory. Nada más que otra de sus mentiras, probablemente. ¡Eh, eh! Cuidado con esa cascabel, está por ahí, en alguna parte, la oigo silbar. Hay dos cosas que me dan verdadero miedo. Las serpientes y las mujeres. Tienen mucho en común. Algo que tienen en común es: lo último que se les muere es la parte de abajo.

«Pasaron un par de coches y yo extendí el pulgar mientras el viejo trataba de pararlos haciéndoles señas, pero debíamos tener un aspecto demasiado raro: un sucio muchacho con vaqueros y un viejo gordo y ciego vestido con sus mejores ropas de ciudad. Creo que aún estaríamos allí si no hubiera sido por aquel camionero. Un mejicano. Estaba aparcado junto a la carretera, arreglando una rueda. El sabía decir cuatro cosas en tejano-mejicano, todas palabrotas, pero aún recordaba yo mucho español del verano que pasé con tío Alvin en Cuba. Así que el mejicano me dijo que iba de camino a El Paso, y que si ésa era nuestra dirección, seríamos bienvenidos a bordo.

»Pero míster Schmidt no estaba muy convencido. Prácticamente tuve que meterlo a rastras en la cabina de cola.

»Odio a los mejicanos. No he conocido nunca a un mejicano que me gustase. Si no fuera por un mejicano... El sólo con diecinueve años y ella, diría que..., afirmaría que por el tacto de su piel, Ivory ya pasa de los sesenta. Cuando me casé con ella, hace un par de años, dijo que tenía cincuenta y dos. Mire, yo vivía en ese campamento de remolques de la Autopista 111. Uno de esos campamentos de remolques que están a medio camino de Palm Springs y Cathedral City. ¡Cathedral City! Vaya nombre para una pocilga donde no hay sino burdeles y salones de billar y bares de maricones. Lo único que puede decirse en su favor es que allí vive Bing Crosby. Si es que eso significa algo. En cualquier caso, en el remolque vecino al mío vive mi amiga Hulga. Desde que murió mi mujer —el mismo día que murió Hitler—, Hulga me ha estado llevando a trabajar; trabaja de camarera en ese club judío del que soy masajista. Todos los camareros y camareras del club son alemanes grandes y rubios. A los judíos les gusta; en realidad, no los dejan parar. Un día me dice Hulga que la va a visitar una prima suya. Ivory Hunter. He olvidado su nombre auténtico, está en el certificado de matrimonio, pero no lo recuerdo. Había tenido unos tres maridos; probablemente, ni se acordaba del nombre con que nació. De todos modos, Hulga me dijo que su prima, Ivory, fue una bailarina famosa en otro tiempo, pero que ahora acababa de salir del hospital y de perder a su último marido por haberse pasado un año en la clínica con tuberculosis. Por eso es por lo que Hulga la invitó a Palm Springs. Por el aire. Además, no tenía sitio alguno a donde ir. La primera noche que estuvo allí, Hulga me invitó a su casa, y su prima me gustó inmediatamente; no hablamos mucho, escuchamos la radio, sobre todo, pero Ivory me gustó. Tenía una voz realmente bonita, muy lenta y suave, se asemejaba a la que deberían tener las enfermeras; dijo que no fumaba ni bebía y que era miembro de la Iglesia de Dios, lo mismo que yo. Después, fui casi todas las noches a casa de Hulga.


***

George encendió un cigarrillo, y su mujer le sirvió otro vasito de vodka aderezado con pimienta. Para su sorpresa, se sirvió otro para ella. Una serie de cosas en la narración de su marido había acelerado su ansiedad, constante, aunque por lo general amortiguada con Librium; no podía imaginarse adonde lo llevarían sus recuerdos, pero sí sabía que existía una meta, porque George raras veces divagaba. Se licenció con el tercer puesto de su clase en la Facultad de Derecho de Y ale, nunca ejerció la abogacía, pero aventajó a toda su promoción de la Escuela de Comercio de Harvard; en la última década le habían ofrecido un cargo en el gabinete presidencial y una embajada en Inglaterra o Francia, o en cualquier parte que quisiera. Sin embargo, lo que a ella le había hecho sentir la necesidad del vodka rojo, un juguete de rubí brillando a la luz del fuego, era la inquietante forma en que George Whitelaw se había convertido en míster Schmidt; su marido era un mimo excepcional. Podía imitar a algunos de sus amigos con irritante precisión. Pero aquello no era mímica normal; parecía en trance: un hombre fijado en la mente de otro hombre.

—«Yo tenía un viejo Chevy que nadie había conducido desde la muerte de mi mujer. Pero Ivory lo mandó poner a punto, y muy pronto ya no era Hulga quien me llevaba a trabajar y volvía a traerme a casa, sino Ivory. Al pensarlo, comprendo que todo fue una maquinación entre Hulga e Ivory, pero entonces no até cabos. Todo el mundo del parque de remolques y todo aquel que la conocía, decían que era una mujer muy hermosa, con grandes ojos azules y piernas bonitas.

Me figuraba que era por pura bondad, la iglesia de Dios..., suponía que por eso era por lo que se pasaba las noches haciendo la cena y cuidando la casa para un viejo ciego. Una vez estábamos escuchando el Hit-Parade en la radio, me besó y me pasó la mano por la pierna. En seguida empezamos a hacerlo dos veces al día: una antes de desayunar y otra antes de cenar, y yo con sesenta y nueve años. Pero era como si ella estuviese tan loca por mi polla como yo por su cono...»

Ella arrojó su vodka a la chimenea, una rociada que hizo crecer y sisear las llamas; pero fue una protesta inútil: a míster Schmidt no podían hacérsele reproches.


***

«Sí, señor, Ivory era todo sexo. En todos los sentidos que quiera usted emplear la palabra. Pasó exactamente un mes desde el día que la conocí al día que me casé con ella. No cambió mucho, me daba bien de comer, siempre tenía interés en oír cosas de los judíos del club, y fui yo quien redujo la sexualidad, bastante, por la presión sanguínea y todo eso. Pero ella nunca se quejó. Recitábamos la Biblia juntos, y todas las noches ella leía revistas en voz alta, buenas revistas, como Reader's Digest y The Saturday Evening Post, hasta que me quedaba dormido. Siempre decía que esperaba morirse antes que yo, porque se le partiría el corazón y quedaría desamparada. Era cierto que no tenía mucho que dejarle. Ningún seguro, sólo algunos ahorros en el banco que convertí en una cuenta conjunta, además de poner el remolque a su nombre. No, no puedo decir que hubiera una mala palabra entre nosotros hasta que se peleó con Hulga.

«Durante mucho tiempo no supe por qué se habían enfadado. Lo único que sabía era que ya no se hablaban más la una a la otra, y cuando le pregunté a Ivory lo que pasaba, me contestó: "Nada." Por lo que a ella concernía, no había tenido ningún distanciamiento con Hulga: "Pero ya sabes cómo bebe." Eso era verdad. Bueno, como le he dicho, Hulga era camarera del club, y un día irrumpió en la sala de masaje. Yo tenía un cliente encima de la mesa, y ahí estaba, despatarrado y con el culo al aire, pero a ella le importaba un bledo: olía como una fabrica de Four Roses. Apenas podía tenerse en pie. Me dijo que acababan de despedirla y, de pronto, empezó a blasfemar y a mearse. Se puso a chillarme mientras se meaba por todo el suelo. Dijo que todo el mundo del parque de remolques se burlaba de mí. Dijo que Ivory era una puta vieja. Que Ivory se había enganchado a mí porque estaba en la ruina y no encontraba nada mejor. Y me preguntó qué clase de necio era yo. ¿Es que no sabía que Freddy Feo se la estaba pasando por la piedra desde Dios sabía cuándo?

»Bueno, mire, Freddy Feo era un chico tejano-mejicano; acababa de salir de la cárcel, y el administrador del parque de remolques lo había sacado de algún bar de maricones de Cat City, poniéndolo a trabajar de mozo. No creo que fuera maricón del todo, porque entretenía por dinero a muchas solteronas de por allí. Una de ellas era Hulga. Estaba loca por él. Durante las noches de calor, él y Hulga solían sentarse a la puerta de su remolque, en su mecedora, y bebían tequila solo, sin preocuparse del limón, y él tocaba la guitarra y cantaba canciones latinas. Ivory me la describió como una guitarra verde que llevaba su nombre en letras de diamantes de imitación. Tengo que decir que el chicano sabía cantar. Pero Ivory siempre afirmaba que no podía soportarlo; decía que era un mejicano barato que le sacaría a Hulga hasta el último níquel que tuviera. Yo no recuerdo haber cruzado diez palabras con él, pero no me gustaba por la forma en que olía. Tengo una nariz de sabueso y podía olerlo a cien yardas de distancia: tal cantidad de brillantina llevaba en el pelo, y otra cosa que Ivory dijo que se llamaba Atardecer en París.

«Ivory juró una y otra vez que no era verdad. ¿Ella? ¿Dejar ella que un mejicano asqueroso como Freddy le pusiera un dedo encima? Explicó que Hulga estaba furiosa y celosa porque ese chico la había dejado pelada y creía que se estaba jodiendo a todo bicho viviente entre Cat City e Indio. Afirmó que yo la había ofendido prestando oídos a tales mentiras, aun cuando Hulga era más digna de lástima que de insultos. Y se quitó el anillo de boda que yo le había dado —perteneció a mi primera mujer, pero ella dijo que no importaba, porque sabía que yo había amado a Hedda y que eso le añadía valor—, y me lo tendió diciendo que si no la creía, que ahí tenía el anillo y que cogería el primer autobús que saliera hacia cualquier parte. Así que se lo volví a poner en el dedo y nos hincamos de rodillas en el suelo y rezamos juntos.

»La creí; al menos me figuré que la creía; pero, de algún modo, había como un balancín en mi cabeza; sí, no, sí, no. Además, Ivory había perdido su soltura; antes, tenía una gracia en el cuerpo que era como la suavidad de su voz. Pero ahora era toda alambre, estaba en tensión como esos judíos del club que no dejan de quejarse y de lamentase y de regañar porque uno no puede quitarles las penas a restregones. Hulga encontró trabajo en el Miramar, pero en el parque de remolques siempre me daba la vuelta cuando olía que venía. Una vez se acercó a mí y me dijo con una especie de murmullo: "¿No sabes que esa dulce esposa tuya le ha dado al mejicano un par de pendientes de oro? Pero su amigo no se los deja poner." No sé. Ivory rezaba todas las noches conmigo para que el Señor nos mantuviera juntos, sanos de cuerpo y de espíritu. Pero observé... Bueno, en aquellas calurosas noches de verano cuando Freddy Feo rondaba por allí, en alguna parte de la oscuridad, cantando y tocando la guitarra, ella apagaba la radio justo en medio de Bob Hope o de Edgar Bergen o de cualquiera que fuese, e iba a sentarse fuera a escuchar. Decía que contemplaba las estrellas: "Apuesto a que en ningún otro sitio del mundo pueden verse las estrellas como aquí." Pero, de pronto, resultó que odiaba Cat City y Palm Springs. El desierto entero, las tormentas de arena, veranos con temperaturas por encima de los ciento treinta grados, y nada que hacer si uno no es rico ni pertenece al Racquet Club. Sencillamente, afirmó eso una mañana. Dijo que deberíamos levantar el remolque y volver a plantarlo en cualquier parte donde hubiese aire fresco. Wisconsin. Michigan. La idea me pareció bien; me dejó la cabeza tranquila acerca de lo que podría estar pasando entre ella y Freddy Feo.

»Bien, yo tenía un cliente en el club, un tipo de Detroit, que me dijo que podría meterme de masajista en el Athletic Club de Detroit; nada fijo, sólo que a lo mejor se despedía alguno. Pero eso fue suficiente para Ivory. Nos largaríamos el veintitrés; ella desenterró el remolque, después de quince años de plantar flores por todo el terreno, puso el Chevy a punto para el viaje, y todos nuestros ahorros quedaron convertidos en cheques de viajeros. Anoche me restregó de arriba abajo, me lavó el pelo, y esta mañana partimos poco después de rayar el día.

»Me di cuenta de que algo andaba mal, y me habría enterado si no me hubiese quedado dormido nada más salir a la carretera. Debió ponerme píldoras para dormir en el café.

»Pero cuando me desperté, lo olí. Estaba escondido en el remolque. Ahí enroscado, en la parte de atrás, como una serpiente. Esto fue lo que pensé: Ivory y el chico van a matarme y a dejarme para los buitres. Me lo figuré todo. Le dije: "Para el coche." Ella quiso saber por qué. Porque tenía que orinar. Paró el coche y la oí llorar. Al apearme, dijo: "Has sido bueno conmigo, George, pero yo no sé hacer otra cosa. Y tú tienes una profesión. Siempre habrá un sitio para ti en alguna parte."

»Me bajé, oriné y, mientras estaba ahí parado, el coche arrancó y ella se marchó. No sabía dónde estaba hasta que apareció usted, míster...

»George Whitelaw.

»Y le dije:

«"Dios mío, eso es igual que un crimen. Dejar a un ciego perdido en medio de esto. Cuando lleguemos a El Paso, iremos a la comisaría de policía."

»El replicó:

«"¡Diablos, no! Ya tiene bastantes problemas sin los polis. Se ha plantado en la mierda: que se quede ahí. Ivory no va a ningún lado. Además, la amo. Una mujer puede hacer cosas así, y uno la sigue queriendo."


***

George volvió a servirse vodka; ella colocó un tronco pequeño en el fuego, y el nuevo embate de las llamas sólo fue un poco más brillante que el furioso calor que súbitamente afluyó a sus mejillas.

—Las mujeres hacen eso —dijo ella con tono agresivo, desafiante—. Sólo una loca... ¿Crees que yo podría hacer algo semejante?

La expresión en los ojos de él, cierto silencio visual, la sobresaltó, haciéndole apartar la vista y retirar la pregunta.

—Bueno, ¿qué le pasó?

—¿A míster Schmidt?

—A míster Schmidt.

El se encogió de hombros.

—La última vez que lo vi, estaba bebiéndose un vaso de leche en una casa de comidas, una parada de camiones en las afueras de El Paso. Yo tuve suerte; conseguí que un camionero me llevara directamente a Newark. En cierto modo, me olvidé de él. Pero durante los últimos meses, me ha dado por pensar en Ivory Hunter y George Schmidt. Debe ser la edad; empiezo a sentirme viejo.

Ella volvió a arrodillarse junto a él; le cogió la mano, entrelazando los dedos en los suyos.

—¿Con cincuenta y dos años? ¿Y te sientes viejo?

El se apartó; al hablar, lo hizo con el sorprendido murmullo de un hombre que se dirige a sí mismo:

—Siempre he tenido una confianza tan grande. Sólo al ir por la calle sentía tal ritmo. Notaba las miradas de la gente —en la calle, en un restaurante, en una fiesta—, envidiándome, haciendo comentarios sobre mi personalidad. Siempre que acudía a una fiesta, sabía que la mitad de las mujeres serían mías con sólo desearlo. Pero eso se acabó. Es como si el viejo George Whitelaw se hubiera convertido en el hombre invisible. Ni una sola cabeza se vuelve a mi paso. La semana pasada llamé dos veces a Mimi Stewart, y no me devolvió las llamadas. No te lo he dicho, pero ayer pasé por casa de Buddy Wilson, daba un pequeño cóctel. Debía haber unas veinte chicas bastante atractivas, y todas se limitaron únicamente a echarme un vistazo; para ellas, yo era un tipo viejo y cansado que sonreía demasiado.

Ella le dijo:

—Pero yo pensaba que seguías viendo a Christine.

—Te contaré un secreto. Christine se ha comprometido con Rutherford, ese chico de Filadelfia. No la he visto desde noviembre. Para ella está muy bien; es feliz, y me alegro de que lo sea.

—¿Christine? ¿Con cuál de los Rutheford? ¿Kenyon o Paul?

—Con el mayor.

—Ese es Kenyon. ¿Lo sabías y no me lo has dicho?

—Hay muchas cosas que no te he dicho, cariño.

Sin embargo, eso no era enteramente cierto. Porque cuando dejaron de dormir juntos, empezaron a comentar cada una de sus aventuras, colaborando realmente en ellas. Alice Kent: cinco meses; se acabo porque ella le exigió divorciarse y casarse con ella. Sister Jones: se terminó al cabo del año cuando su marido lo averiguo. Pat Simpson: una modelo de Vogue que se marchó a Hollywood; prometió volver y jamás lo hizo. Adele O’Hara: hermosa, alcohólica, turbulenta provocadora de escenas; aquello lo rompió él mismo. Mary Campbell, Mary Chester, Jane Vere-Jones. Otras. Y, ahora, Christine.

Unas cuantas las había conocido él mismo; la mayoría eran «idilios» arreglados por ella: amigas de las que se fiaba, compañeras que le había presentado para que le proporcionaran un escape sin pasarse de la raya.

—Bueno —dijo ella, suspirando—. Supongo que no podemos culpar a Christine. Kenyon Rutherford es un partido excelente.

Sin embargo, estremecida como las llamas entre los leños, su mente daba vueltas buscando un nombre que llenara el vacío. Alice Combs: disponible, pero demasiado sosa. Charlotte Finch: demasiado rica, y George se sentía impotente ante mujeres —u hombres, para el caso— más ricas que él. ¿La Ellison, quizás? La soignée señora Ellison, que estaba en Haití consiguiendo un divorcio rápido...

Dijo él:

—Deja de fruncir el ceño.

—No estoy frunciendo el ceño.

—Eso sólo significa más silicona, más facturas de Orentreich. Prefiero ver arrugas humanas. No importa de quién sea la culpa. A veces todos nosotros dejamos a los demás ahí fuera, a la intemperie, y nunca comprendemos la razón.

Un eco, cavernas resonantes: Jaime Sánchez, Carlos y Angelita; Hulga, Freddy Feo, Ivory Hunter y míster Schmidt; doctor Bentsen y George, George y ella misma, el doctor Bentsen y Mary Rhinelander...

El dio un leve apretón a sus dedos entrelazados y, con la otra mano, le levantó la barbilla e insistió en que sus miradas se encontraran. Se llevó su mano a los labios, besándola en la palma.

—Te quiero, Sarán.

—Yo también te quiero.

Pero el roce de sus labios, la velada amenaza, la puso en tensión. Oyó el campanilleo de la plata en el piso de abajo: Anna y Margaret subían con la cena para ponerla junto al fuego.

—Yo también te quiero —repitió ella, con fingida somnolencia, y con simulada languidez fue a correr los cortinajes de la ventana. Una vez corrida, la gruesa seda ocultó la noche del río y de las barcazas iluminadas, tan envueltas en la nieve y tan mudas como el dibujo de una noche de invierno en un pergamino japonés.

—¿George?

Un ruego apremiante antes que las irlandesas llegaran con la cena, llevando en experto equilibrio sus ofrendas:

—Por favor, cariño. Ya pensaremos en alguien.



[1] Cazador(a) de Marfil. (N. del T.) 

[2] La temperatura se mide en grados Farenheit. (N. del T.)


Benjamín Prado / El inagotable vicio de publicar una vez muerto

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El inagotable vicio de publicar 

una vez muerto

El libro póstumo tiene de su parte la nostalgia de los lectores, que no nos resignamos a dejar de esperar una nueva obra


BENJAMÍN PRADO
16 JUN 2014 - 17:00 COT

En el mundo de la literatura, el más allá está a la vuelta de la esquina y por eso muchos autores siguen escribiendo después de muertos, cuando sus familias, sus albaceas o sus editores empiezan a desenterrar obras inéditas o perdidas con las que aprovechar el tirón publicitario de las necrológicas. El libro póstumo tiene de su parte la nostalgia de los lectores, que no nos resignamos a dejar de esperar una nueva obra de nuestros autores favoritos, y eso hace que sea muy fácil imaginar los ríos de tinta que recorrerían el mundo si apareciesen, como por arte de magia, el manuscrito de La cordillera, de Juan Rulfo, la novela en la que trabajó durante diez años el autor de Pedro Páramo y que supuestamente destruyó por no estar satisfecho; o, por ejemplo, la famosa maleta llena de originales que la primera mujer de Ernest Hemingway perdió en una estación de tren en Francia.
Es verdad que gracias a esos hallazgos han llegado hasta nosotros los poemas secretos que guardaban en sus baúles Emily Dickinson o Fernando Pessoa, el Ariel de Sylvia Plath, que es uno de los poemarios más célebres del siglo XX, o El oficio de vivir, de Cesare Pavese. Pero también es cierto que, en muchas ocasiones, parece que el negocio está por encima de la necesidad, porque ¿realmente le añade algo a la poesía de Federico García Lorca que se dieran a conocer sus poemas escolares; o a la de Luis Cernuda que se añadiesen a La realidad y el deseo los textos que él había dejado fuera por no considerarlos a la altura de los demás? ¿A Julio Cortázar le habría gustado ver impresa, bajo el título de Papeles inesperados, aquella colección de descartes de Historias de cronopios y de famasLibro de Manuel o Un tal Lucas que sus herederos juntaron con algunos poemas, relatos o artículos dispersos, antes de ponerla en nuestras manos? ¿No es inquietante que Roberto Bolaño no pare de publicar libros desde que pasó a mejor vida: 2666El secreto del malLa universidad desconocidaEl Tercer Reich…? Quizá esas preguntas no admiten un sí o un no como respuesta, sino sólo un depende: cualquier lector del propio Hemingway se alegrará de que tras su suicidio saliera a la luz París era una fiesta, y muy pocos de que años después lo hicieran Islas a la deriva y, sobre todo, El jardín del Edén.
“Todo hombre tiene la estatura del desastre. / Todo hombre es una amenaza amiga de la ruina”, dejó escrito Leopoldo María Panero en uno de los poemas deRosa enferma, aparecido poco después de su fallecimiento en el sello Huerga & Fierro. No es difícil imaginar que en el futuro aparecerán más versos suyos, porque a este lado del más allá la eternidad va muy deprisa: cuando la editorial Visor acaba de dar a conocer la última creación de Juan Gelman, Hoy, ya se anuncia en México, donde vivía el premio Cervantes argentino, la inminente llegada de otro volumen, Amaramara.
Nunca sabremos si a Truman Capote le hubiese agradado que llegasen a ver la luz sus inacabadas Plegarias atendidas o Crucero de verano, la novela que mandó tirar a la basura durante una mudanza y que rescató del naufragio el portero de la casa. O qué hubiese pensado Alberto Moravia al ver en los escaparates Los dos amigos, que nunca llegó a dar por terminada. Yo no los imagino felices, sino un poco contrariados, “como un hombre hostil a sí mismo / que enseña a otros hombres / el pez incompleto que lleva en la mano”, según dice en su Rosa enferma el heterodoxo Leopoldo María Panero.


Relatos tempranos / Truman Capote sin máscaras

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RELATOS TEMPRANOS

Truman Capote sin máscaras

Relatos tempranos’ reúne por primera vez los cuentos inéditos del autor de ‘A sangre fría’, que escribió entre los nueve y los 19 años



WINSTON MANRIQUE SABOGAL
17 MAR 2016 - 03:25 COT


Tiene dos años. Su madre va a una fiesta y lo deja encerrado en una habitación de hotel con la única compañía del propio llanto. Ahí está; esa parece ser la semilla de la que emergerá el Truman Capote literario que aprenderá a ver en la oscuridad. Es el primero de un rosario de abandonos y desencantos, al que sigue el divorcio de su madre, Lillie Mae Faulk, quien lo envía a vivir con cuatro años al campo en Alabama con unas tías. Para sobrevivir, aflora el niño prodigio que aprende a escribir y a leer solo y, ya desde los nueve o diez años, cambia el llanto por una voz con la que empieza a escribir en secreto sobre los laberintos de la soledad, la marginalidad, la temporalidad y los sentimientos impregnados de orfandad y desconsuelo amoroso.
Entre 80 y 70 años estuvieron guardados esos primeros latidos de la voz de Truman Capote (Nueva Orleans, 1924-Los Ángeles, 1984), que ahora ven la luz en español bajo el título Relatos tempranos (Anagrama). Son una veintena de relatos y una docena de poemas escritos entre 1935 y 1943, con los que el autor intentaba conjurar las heridas de la infancia, probaba las máscaras que habría de poner a su vida con unos argumentos y un estilo que le darían la gloria literaria, con obras como Otras voces, otros ámbitosDesayuno en Tiffany’sMúsica para camaleones o A sangre fría, que ensancharía las formas del periodismo.
Historias rescatadas
El asomo a la génesis de ese mundo inédito se ha reunido por primera vez en este volumen, que recoge 14 de esos cuentos. Historias que en el verano de 2014 fueron sacadas de la oscuridad donde dormían en una de las 39 cajas de cartón que el autor legó tras su muerte a la Biblioteca Pública de Nueva York. El otoño pasado, se publicaron en Estados Unidos. El 9 de marzo llegarán a las librerías españolas.
En su prólogo, Hilton Als, crítico de The New Yorker, analiza el hallazgo; en el epílogo, Anuschka Roshani, editora alemana de Kein & Aber, quien descubrió los relatos junto a Peter Haag, director de dicho sello, repasa las conexiones entre vida y obra del autor.
No es la pérdida lo que late en esas narraciones precoces. Son las huellas, los estragos del abandono, el deseo y la lucha por encontrar a quién amar y ser correspondido. Es la oscuridad de aquel cuarto de hotel que no lo abandona. Para salir de allí, el niño Truman Streckfus Persons, su nombre verdadero, aprende a ver en la oscuridad. Desarrolla una mirada distinta sobre el mundo. Se siente en la orilla de la vida. Se vuelve un observador agudo, acerado, crítico y hasta divertido, y, a veces, pérfido. Esa será el arma con la que se defenderá, al tiempo que será admirado por unos y rechazado por otros.

Ese ecosistema íntimo se aprecia en relatos como Los caminos se separanLa señorita Belle Rankin, HildaLa polilla en la llamaEsto es para Jamie, sobre su deseo de una madre ideal, o Tráfico Oeste, sobre la fe y la ley, con escenas breves, nítidas y detalles que anticipan ya su futuro estilo.
“Las historias ocurren en mundos donde imperan el machismo y la pobreza, y la confusión y la vergüenza que tales lacras engendran. Estos relatos son precursores de Otras voces, otros ámbitos, cuya mejor lectura sería la de un reportaje sobre el terreno emocional y racial que contribuyó a formarle”, escribe Als. "Lo que hallé más interesante en estos relatos, a pesar de las limitaciones de Capote, fue que siempre brilló a pesar de su amaneramiento y que deseó expresar su forma de ser en una época que no era segura para los gays porque eran arrestrados en EE UU", añade el crítico  EL PAÍS. Según él, “Capote concebía la verdad como una metáfora tras la que ocultarse, la mejor forma de mostrarse ante un mundo no precisamente cordial con un ‘marica’ nacido en el Sur y con una voz aflautada”. En esos relatos ya destaca la mirada del reportero con descripciones minuciosas y los primeros acordes de la tensión triangular entre las personas, los sentimientos y el lugar.
Su letra pequeña como de camino de hormigas y sus hojas amarillentas a máquina con tachaduras aquí y allá “muestran que Capote entendía la escritura como un arte que trabajó con autoexigencia”, dijo Peter Haag cuando hizo público el descubrimiento de las narraciones.










Fotografía de archivo del escritor estadounidense Truman Capote. EFE


Textos maduros

Capote siempre dijo que empezó a escribir a los ocho o nueve años. Nunca se supo de esos relatos, hasta que Haag los encontró en una caja en la que se podía leer High School Writings. Se dio cuenta de que solo unos pocos los había publicado en una revista. Comprobó que tenían un valor en sí mismos, que no eran solo los escritos de un niño y un adolescente que se ha propuesto ser escritor. Son los trabajos que precedieron a su debut con su relato Miriam, publicado en 1945 en la revista Mademoiselle.
Supone una novedad más importante que la de 2004, cuando en una subasta apareció la que pasaría a ser su primera novela: Crucero de verano, una historia que Capote empezó con 19 años, justo después de los escritos ahora revelados.
Son unos textos “maduros desde un punto de vista dramatúrgico y lingüístico, pero también sentimental; con gracia en el tono y, si es que existe tal cosa, repletos de inteligencia emocional”, destaca en el epílogo Anuschka Roshani. Capote deja entrever, agrega la editora, “un acceso natural a una verdad poética superior. Su elegante polifonía resuena desde sus primeros tanteos literarios”.
Es la búsqueda de un paraíso materno y familiar nunca tenido. Fue un hijo indeseado. Es la nostalgia enigmática por lo negado y desconocido, pero anhelado. En su caso, el amor. Esa es su plegaria. Una de ellas la transfigura en el relato Si te olvidara, la historia de una joven cuyo novio se marcha del pueblo, pero en vista de que él no se va a despedir de ella decide acudir a su casa. Cuando está en la cima del camino, se detiene y aquí se escucha la voz del adolescente Truman Capote como auténtico credo de vida:
“Mientras no le dijera adiós lo tendría para ella. Se sentó a esperarle en la suave hierba de la noche, a un lado del camino.
—Mi esperanza— se dijo, con la mirada fija en el cielo oscuro lleno de luna— es que no me olvide. Supongo que es lo único que tengo derecho a esperar”. 



Hallado un texto de Harper Lee sobre el crimen que inspiró ‘A sangre fría’

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Harper Lee

Hallado un texto de Harper Lee sobre el crimen que inspiró ‘A sangre fría’

La autora de 'Matar un ruiseñor' escribió en 1960 un artículo para una revista especializada


Harper Lee (1926-2016), la autora de Matar un ruiseñor —la novela de 1960 sobre la segregación racial en el sur de Estados Unidos que ha marcado a generaciones de estadounidenses—, era una escritora de una única obra hasta que el verano pasado publicó la secuela, Ve y pon un centinela, escrita en la década de los cincuenta y desempolvada en 2014. Este lunes se ha descubierto otro texto inédito de la creadora de Atticus Finch, el abogado protagonista de Matar un ruiseñorSegún The GuardianCharles J Shields, su biógrafo, dice haber encontrado un escrito de Lee sobre el múltiple asesinato de la familia Clutter, el crimen en torno al que gira la novela A sangre fría, del que fuera su amigo Truman Capote.


El texto inédito de Lee para el gran público fue escrito en marzo de 1960 para Grapevineuna revista para profesionales del FBI. Aunque el escrito no está firmado, Shields afirma que, según sus investigaciones, pertenece a la escritora.
El biógrafo encontró el texto, según informa The Guardian, revisando la biografía que escribió sobre Lee en 2006, Mockingbird: a Portrait of Harper Lee, en busca de alguna pista que podría haber pasado por alto. Comenzó estudiando detenidamente los periódicos de Kansas y, en el Garden City Telegram, encontró una columna de una amiga de la escritora que le puso sobre la pista. En la misma, se explicaba que la historia de los asesinatos de la familia Clutter, cubierta por Lee y Capote, aparecería en Grapevine. Según el diario británico, en la columna, también se informaba de que la primera novela de la escritora estaba prevista para primavera y que estaba destinada a ser un éxito, como ha sucedido con los más de treinta millones de ventas de Matar un ruiseñor.
A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, Lee acompañó a Capote —eran compañeros desde la infancia— a Kansas a documentarse sobre el crimen de la familia Clutter. La bonhomía y amabilidad de la escritora, que se basó en su amigo para crear al personaje de Dill en Matar un ruiseñor, ayudó al autor de A sangre fría a ganarse la confianza de los testigos y habitantes del pueblo, Holcomb, conmovido por los asesinatos.

El artículo de Lee, que volverá a imprimirse en Grapevine el próximo mes, versa sobre el asesinato de Herbert Clutter, su esposa Bonnie y sus hijos Kenyon, de 15 años, y Nancy, de 16. En él, la escritora, que falleció el pasado febrero, califica el crimen de Holcomb como "el asesinato más extraordinario en la historia del Estado". Además, informa de que las víctimas, "metodistas y líderes en actividades de la comunidad", habían sido "atadas de manos y pies y disparadas a corta distancia... Las gargantas de los Clutter habían sido cortadas".
Lee continúa: "El papel del detective Dewey era doblemente difícil; Herbert era un amigo personal... Los asesinos se llevaron consigo el arma y proyectiles utilizados para asesinar a la familia; la cinta adhesiva usada para amordazar a tres de las víctimas podrían haber sido comprada en cualquier lugar... Sin embargo, en el cuarto de la caldera del sótano donde se encontró uno de los cuerpos, los investigadores descubrieron una huella grabada con sangre...".
La documentación que Capote realizó con la ayuda de Lee en Kansas dio lugar en 1966 a la novela A sangre fría, que se convertiría en un referente del Nuevo periodismo, una corriente en la que se combinaban elementos literarios con otros propios de la investigación. La obra, que Capote dedicó a Lee, fue publicada por capítulos en la revista The New Yorker en la década de los sesenta. La historia de los dos amigos en Holcomb fue llevada al cine en 2007 en Historia de un crimen, con Toby Jones en el papel del escritor y Sandra Bullock en el de la autora. Dos años antes se estrenó Capote, filme por el que Philip Seymour Hoffman ganó el Oscar a mejor actor principal.

Las cenizas de Truman Capote, vendidas por 40.000 euros, irán de fiesta

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Truman Capote,1979
Andy Warhol

Las cenizas de Truman Capote, vendidas por 40.000 euros, irán de fiesta


Los compradores llevarán los restos a eventos a los que era aficionado el escritor estadounidense, según la casa que los subastó


EL PAÍS
Madrid 26 SEP 2016 - 07:25 COT

Las cenizas de Truman Capote "continuarán sus aventuras". Los restos del escritor estadounidense fueron subastados este sábado por 40.000 euros a unos compradores que lo llevarán "al cine o a jugar", según informó Darren Julien, el presidente de la casa de subastas Julien's, quien abrió la puja en Los Ángeles, California.

Aunque se desconoce la identidad de quien adquirió el contenedor de madera tallada con los restos del autor de A sangre fría y Desayuno en Tifanny's, Julien dijo a la agencia de noticias DPA que el comprador ofreció 10 veces más del precio final estimado y 20 veces más que el importe de salida, que se había fijado en 1.700 euros.
Las cenizas, que están fechadas el 28 de agosto de 1984 (tres días después de la muerte del también periodista), fueron conservadas durante años por Joanne Carson —que falleció el año pasado—, amiga íntima de Capote y exesposa del popular presentador de televisión Johnny Carson. El escritor falleció en casa de Carson el 25 de agosto de 1984. "Él no quería terminar en un estante", señaló Julien.
La caja de madera fue puesta a subasta como parte del lote titulado Iconos e ídolos de Hollywood que celebra cada año Julien's. También se incluían otros objetos relacionados con el escritor de Nueva Orleans como fotografías, libros, ropa y botes de pastillas.
"Estoy seguro de que mucha gente creerá que esto es irrespetuoso", aseguró Julien a la revista Vanity Fair en agosto pasado, cuando fue anunciada la subasta. "Pero es un hecho: Truman Capote amaba el elemento sorpresa. Le encantaba la publicidad. Y estoy seguro de que está mirando abajo, riendo y diciendo: 'Esto es algo que habría hecho yo'. Fue un personaje extraordinario", añadió.
"Aún no hemos visto lo último de Truman Capote", afirmó el directivo, quien dijo que los compradores han prometido llevarlo a fiestas y otros eventos, "para continuar con los deseos" del autor.



Truman Capote / Vueltas nocturnas / O cómo practican la sexualidad los gemelos siameses

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Truman Capote
Fotografía de Richard Avedon
Ilustración de T.A.

Truman 

Capote

Biografía


Vueltas nocturnas 

O cómo practican la sexualidad los gemelos siameses



Nocturnal Turnings


TC:¡Caramba! ¡Completamente despiertos! ¡Dios Santo! No hemos dormido ni un minuto. ¿Cuánto tiempo nos hemos quedado adormilados, querido?
TC:Ya son las dos. Tratamos de dormirnos a eso de medianoche, pero estábamos demasiado tensos. Así que dijiste que por qué no nos masturbábamos, y yo dije que si, que eso nos relajaría, normalmente nos relaja, de manera que nos masturbamos y nos dormimos inmediatamente. A veces me pregunto: ¿qué haríamos nosotros sin Madre Puño y sus Cinco Hijas? Desde luego, a través de los años han sido para nosotros como un manojo de amigas. Compañeras de verdad.
TC: Dos horas asquerosas. Dios sabe cuándo volveremos a pegar ojo. Y no se puede hacer nada. No podemos echar un traguito de algo porque no da resultado. Ni ninguna de esas pastillas para dormir, porque tampoco surten efecto.
TC:Vamos. Acabemos con ese asunto de Amos y Andy. No me siento con ánimo esta noche.
TC:Nunca estás de ánimo. Ni siquiera querías masturbarte.
TC: Sé justo. ¿Alguna vez te he negado eso? Cuando quieres masturbarte, siempre me tumbo y te dejo.
TC: Porque no tienes otra elección, por eso.
TC:Prefiero, con mucho, la satisfacción solitaria a algunos excesos que me obligas a soportar.
TC:Eso es asunto tuyo. Nunca tenemos actividad sexual con nadie, salvo el uno con el otro.
TC: Sí, pero piensa en toda la miseria que eso nos habrá evitado.
TC:¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo, jo, jo! «Es un terremoto o sólo un estremecimiento? ¿Es auténtica sopa de tortuga o sólo una imitación? ¿Es el Lido lo que veo o Asbury Park?» ¿O es, por último, una mierda?
TC:No sabes cantar. Ni siquiera en el baño.
TC:Qué puñetero estás esta noche. Quizá podamos pasar algún tiempo trabajando en tu Lista de Puñeteros.
TC: Yo no la llamaría Lista de Puñeteros. Es algo más parecido a lo que tú llamarías Lista de Grandes Insoportables.
TC:Bueno, ¿quién nos desagrada más esta noche? De los vivos. Si no están vivos, no resulta interesante.
TC:Billy Graham
Princesa Margarita
Princesa Ana
El reverendo Ike
Ralph Nader
Juez del Tribunal Supremo, Byron «Centrifugadora» White
Princesa Z
Werner Erhard
La princesa Real
Billy Graham
Madame Gandhi
Masters y Johnson
Princesa Z
Billy Graham
CBSABCNBCNET
Sammy Davis, junior
Señor Jerry Brown
Billy Graham
Princesa Z
J. Edgard Hoover
Werner Erhard
TC:¡Un momento! J. Edgard Hoover está muerto.
TC: No, no lo está. Al viejo Johnny lo han reproducido clónicamente, y está en todas partes. Lo mismo han hecho con Clyde Thompson, y así pueden seguir ininterrumpidamente. El cardenal Spellman, en versión clónica, se une de vez en cuando a ellos para echar una partida.
TC:¿Por qué la insistencia en Billy Graham?
TC:Billy Graham, Werner Erhard, Masters y Johnson, Princesa Z: todos rebosan de estiércol de caballo. Pero el reverendo está más lleno que nadie.
TC:¿El que está más lleno de todos?
TC:No, la Princesa Z está mucho más rellena.
TC:¿Cómo es eso?
TC:Bueno, después de todo, ella es un caballo. Es muy natural que un caballo pueda contener más estiércol de caballo que un ser humano, por grande que sea su capacidad. ¿No te acuerdas de la Princesa Z, esa potranca que corrió en la quinta de Belmont? Apostamos por ella y perdimos un montón. Y tú dijiste: «Es lo que solía decirnos tío Bud: Nunca pongas tu dinero en un caballo que se llame Princesa.»
TC: Tío Bud era inteligente. No como nuestra prima Sook, pero inteligente. De todos modos, ¿quiénes son los Más Simpáticos para nosotros? Por lo menos esta noche.
TC:Nadie. Están todos muertos. Algunos recientemente, otros hace siglos. Muchos de ellos están en Pére Lachaise. Rimbaud no está allí; pero uno se sorprende de la gente que hay. Gertrude y Alice. Proust. Sarah Bernhardt. Oscar Wilde. Me pregunto dónde estará enterrada Agatha Christie...
TC:Lamento interrumpirte, pero, ciertamente, habrá alguien vivo entre los Más Simpáticos.
TC: Es muy difícil. Un problema realmente complicado. Muy bien. La señora de Richard Nixon. La emperatriz del Irán. Míster William «Billy» Cárter. Tres víctimas. Tres santos. Si Billy Graham fuera Billy Cárter, entonces Billy Graham sería Billy Graham.
TC:Eso me recuerda una mujer junto a la cual me senté a cenar la otra noche. Dijo: «Los Angeles es el sitio perfecto para vivir... si uno es mejicano.»
TC:¿Y qué otro chiste te contaron luego?
TC:Eso no era un chiste. Era una precisa observación social. En Los Angeles, los mejicanos se encuentran con su propia cultura que, además, es auténtica; el resto no tienen nada. Una ciudad de Uriah Heeps tostados por el sol.
Sin embargo, me dijeron algo que me hizo reír. Algo que D. D. Ryan le dijo a Greta Garbo.
TC:Ah, sí. Viven en el mismo edificio.
TC:Y han vivido ahí durante más de veinte años. Es una lástima que no sean buenas amigas, se gustan la una a la otra. Ambas tienen persuasión y sentido del humor, pero sólo se han intercambiado palabras graciosas en passant, y nada más. Hace unas semanas, D. D. se metió en el ascensor y se encontró sola con Greta Garbo. D. D. iba vestida en la sorprendente forma en que acostumbra, y Garbo, como si nunca la hubiera observado en realidad, dijo: «¡Vaya, señora Ryan! Está usted preciosa.» Y D. D., divertida, pero realmente emocionada, contestó: «Mira quién fue a hablar.»
TC:¿Esoes todo?
TC:C'est tout.
TC:Me parece un poco absurdo.
TC:Mira, olvídalo. No tiene importancia. Vamos a dar la luz y a sacar pluma y papel. Empezaremos ese artículo para la revista. No tiene sentido quedarse aquí tumbado charlando con un zoquete como tú. Más valdría tratar de ganar un níquel.
TC:¿Te refieres a ese artículo, Auto-entrevista, en el que tienes que entrevistarte a ti mismo? ¿Formular tus propias preguntas y contestarlas?
TC:Ajá. Pero ¿por qué no te quedas tranquilamente ahí tumbado mientras lo hago? Necesito descansar de tu perversa frivolidad.
TC:Muy bien, bolsa de basura.
TC:Pues ahí va.
P:¿De qué tiene miedo?
R:De sapos de verdad en jardines imaginarios.
P: No, en la vida real...
R:Estoy hablando de la vida real.
P: Permítame formularlo de otro modo. De todas sus experiencias, ¿cuál ha sido la más alarmante?
P: Traiciones. Abandonos.
¿Pero quiere usted algo más concreto? Bueno, los recuerdos de mi primera infancia son más bien de terror. Tendría tres años, probablemente, quizá menos, y estaba visitando el Zoo de Saint Louis, acompañado de una negra alta que mi madre había contratado para que me llevase allí. De pronto, se produjo un pandemonio. Niños, mujeres y hombres adultos gritaban y se apresuraban en todas direcciones. ¡Dos leones se habían escapado de la jaula! Dos bestias sedientas de sangre acechando por el parque. A mi niñera le entró el pánico. Simplemente, se dio la vuelta y echó a correr, dejándome solo en el camino. Eso es todo lo que recuerdo de aquella ocasión.
Cuando tenía nueve años me mordió una serpiente mocasín de agua. Junto con unos primos míos fui de exploración a un bosque solitario que estaba a unas seis millas del pueblo de Alabama en donde vivíamos. Había un río estrecho, poco profundo y cristalino, que discurría a través del bosque. En medio, había un enorme tronco caído que iba de orilla a orilla, como un puente. Mis primos, guardando el equilibrio, cruzaron el tronco, pero yo decidí vadear el riachuelo. Justo cuando estaba a punto de alcanzar la otra orilla, vi una enorme mocasín nadando, moviéndose sinuosamente por la sombría superficie del agua. La boca se me puso tan seca como el algodón; me quedé paralizado, pasmado, como si me hubieran pinchado en todo el cuerpo con novocaína. La serpiente siguió deslizándose, avanzando hacia mí. Cuando estaba a unas pulgadas de distancia, di una vuelta en redondo, y resbalé en un lecho de escurridizos guijarros de arroyo. La mocasín me mordió en la rodilla.
Confusión. Mis primos se turnaron llevándome a cuestas hasta que encontramos una granja. Mientras el granjero enganchaba la mula al carro, su único vehículo, su mujer cogió unos cuantos pollos, los destripó vivos, y me aplicó a la rodilla las calientes aves sangrantes. «Esto saca el veneno», dijo ella, y la carne de los pollos, en efecto, se volvió verde. Durante todo el camino a casa, mis primos fueron matando pollos y poniéndomelos en la herida. Una vez en casa, mi familia telefoneó a un hospital de Montgomery, a cien millas de distancia, y cinco horas después llegó un médico con un suero para serpientes. Me convertí en un niño enfermo, y lo único bueno de todo ello fue que falté dos meses a la escuela.
Una vez, en viaje hacia Japón, pasé una noche en Hawai con Doris Duke en el extraordinario palacio, un tanto persa, que ella había construido en una colina de la Cabeza del Diablo. Apenas había amanecido cuando me desperté y decidí salir de exploración. La habitación en que había dormido tenía balcones que daban a un jardín que dominaba el océano. Quizá llevase medio minuto paseando por el jardín cuando, como por arte de magia, apareció una terrorífica jauría de dobermans; me rodearon, dejándome cautivo en el círculo de ladridos que formaron. Nadie me había advertido de que todas las noches, después de que miss Duke y sus invitados se retiraban, esa jauría de caninos homicidas quedaba suelta para disuadir, y posiblemente castigar, a intrusos inoportunos.
Los perros no intentaron tocarme; nada más se quedaron ahí, mirándome fríamente y temblando de rabia contenida. Yo tenía miedo de respirar; notaba que si movía una pizca el pie, aquellas bestias se abalanzarían hacia adelante para destrozarme. Me temblaban las manos; y también las piernas. Tenía el pelo tan empapado como si acabara de salir del océano. No hay nada tan agotador como quedarse absolutamente quieto, pero lo logré durante más de una hora. El rescate llegó en la forma de un jardinero, quien al ver lo que pasaba, se limitó a silbar y a dar palmadas, y todos aquellos perros diabólicos se precipitaron a saludarlo amistosamente meneando la cola.
Esos son casos de terror concreto. Sin embargo, nuestros miedos reales son el rumor de pasos caminando en los corredores de nuestra mente, y las angustias, los fantasmas flotantes que crean.
P: Díganos algunas cosas que sepa hacer.
R: Sé patinar sobre hielo. Sé esquiar. Puedo leer al revés. Sé montar en un patín de tabla. Puedo dar a una lata lanzada al aire con un revólver del 38. He conducido un Maserati (al amanecer, en una carretera llana y solitaria de Tejas) a 170 millas por hora. Sé hacer un soufflé Furstenberg (es todo un malabarismo: una mezcla de queso y espinacas que requiere introducir seis huevos escalfados en la pasta antes de meterlo al horno; el truco consiste en que las yemas de los huevos queden suaves y líquidas al servir el soufflé). Sé bailar zapateado. Puedo mecanografiar sesenta palabras al minuto.
P: ¿Y algunas de las cosas que no sabe hacer?
R: No sé recitar el alfabeto, cuando menos no correctamente ni todo seguido (ni siquiera bajo hipnosis; un obstáculo que ha fascinado a varios psicoterapeutas). Soy un imbécil para las matemáticas; sé sumar, más o menos, pero no sé restar, y por tres veces me suspendieron en álgebra de primer año, aun con la ayuda de un profesor particular. Puedo leer sin gafas, pero no puedo conducir sin ellas. No sé hablar italiano, aun cuando he vivido en Italia un total de nueve años. No puedo pronunciar un discurso preparado: tiene que ser espontáneo, «al vuelo».
P: ¿Tiene usted algún «lema»?
R: Algo parecido. Lo apunté en un diario de colegial: Yo anhelo. No sé por qué escogí esas palabras en particular; son extrañas, y me gusta la ambigüedad: ¿anhelo el cielo o el infierno? Sea lo que fuere, poseen un innegable timbre de nobleza.
El invierno pasado estaba paseándome por un cementerio de la costa cerca de Mendocino; era de un pueblo de Nueva Inglaterra en la punta norte de California, un sitio escarpado donde el agua está demasiado fría para bañarse y por donde las ballenas pasan tranquilamente. Era un cementerio pequeño y encantador, y las sepulturas, verdegrises por el mar, pertenecían en su mayor parte al siglo diecinueve; casi todas ellas tenían una inscripción de alguna clase, algo que revelaba la filosofía de su ocupante. Una decía: sin comentarios.
De manera que empecé a pensar qué pondría yo en mi tumba, sólo que yo no tendré sepultura, porque dos adivinadoras de mucho talento, una de ellas haitiana y la otra una india revolucionaria que vive en Moscú, pronosticaron que desaparecería en el mar, aunque no sé si por accidente o por elección (comme ga, Hart Crane). De cualquier modo, la primera inscripción en que pensé, fue: contra mi propia voluntad. Luego se me ocurrió algo más peculiar. Una disculpa, una frase que empleo en casi todo compromiso: intente evitarlo, pero no pude.
P: Hace algún tiempo, hizo usted su debut como actor de cine (en Murder by Death). ¿Y bien?
R: No soy actor; no tengo deseos de serlo. Lo hice por diversión; creí que sería divertido, y lo fue, más o menos, pero también fue un trabajo duro: levantarse a las seis y no salir del estudio hasta las siete o las ocho. En su mayoría, los críticos me ofrendaron un ramillete de ajos. Pero me lo esperaba; igual que todo el mundo; fue lo que podría llamarse una reacción obligada. En realidad, estuve adecuado.
P: ¿Cómo le sienta a usted el «factor popularidad»?
R: No me molesta nada, y es muy útil cuando se quiere pagar con un cheque en un local desconocido. Además, en ocasiones puede tener consecuencias divertidas. Por ejemplo, la otra noche estaba sentado con unos amigos en una mesa de un bar atestado de gente en Key West. En una mesa vecina, había una mujer medianamente bebida con su marido, completamente borracho. Al poco, se me acercó la mujer y me pidió que le firmara una servilleta de papel. Todo eso pareció enfadar a su marido; vino dando bandazos a nuestra mesa, y después de abrirse la bragueta y sacar todo el aparato, dijo: «Ya que usted firma cosas, ¿por qué no me firma esto?» Las mesas de alrededor se quedaron en silencio, así que muchísima gente oyó mi respuesta, que fue: «No sé si cabrá mi firma, pero quizá pueda ponerle mis iniciales.»
Normalmente, no me importa conceder autógrafos. Pero hay una cosa que me molesta: sin excepción, todo hombre adulto que alguna vez me haya pedido un autógrafo en un restaurante o en un avión, siempre ha tenido cuidado de decir que lo quería para su mujer, su hija o su novia, pero nunca, jamás, exclusivamente para sí mismo.
Tengo un amigo con quien a veces me doy largos paseos por las calles de la ciudad. Con frecuencia, algún otro paseante se cruza con nosotros, muestra una expresión de ¿será o no será?, luego se para y me pregunta: «¿Es usted Truman Capote?» Entonces, mi amigo frunce el ceño y me zarandea y grita: «¡Por amor de Dios, George! ¿Cuándo vas a interrumpir esto? ¡Algún día te meterás en un lío serio!»
P: ¿Considera a la conversación como un arte?
R: Sí, uno agonizante. La mayoría de los conversadores famosos —Samuel Johnson, Osear Wilde, Whistler, Jean Cocteau, lady Astor, lady Cunard, Alice Roosevelt Longworth— son monologuistas, no conversadores. Una conversación es un diálogo, no un monólogo. Por eso es por lo que hay tan pocas conversaciones buenas: debido a la carencia, rara vez se encuentran dos conversadores inteligentes. De la serie que acabo de mencionar, los dos únicos que he conocido personalmente son Cocteau y la señora Longworth. (En cuanto a ella, lo retiro: no es una ejecutante de solos; deja que uno comparta la melodía.)
Entre los mejores conversadores con los que he hablado se cuentan Gore Vidal (si no se cae víctima de su chispa mundana, y a veces nada mundana), Cecil Beatón (quien, de manera nada sorprendente, se expresa casi por entero con imágenes visuales, algunas muy hermosas y otras sublimemente perversas). El extinto genio danés, la baronesa Blixen, que escribió bajo el seudónimo de Isak Dinesen, fue, a pesar de su marchito aunque distinguido aspecto, una auténtica seductora, una seductora por conversación, ¡Ah!, qué fascinante era, sentada a la chimenea de su preciosa casa, en un pueblo danés al lado del mar, fumando sin parar cigarrillos negros con filtros plateados, refrescando su lengua vivaz con tragos de champaña, y atrayéndole a uno de un tema a otro: sus años de granjera en África (asegúrese de leer, si aún no lo ha hecho, su autobiográfico Out of África, uno de los libros más espléndidos del siglo), la vida bajo los nazis en la Dinamarca ocupada («Me adoraban. Discutíamos, pero no les importaba lo que yo dijera; no les importaba lo que dijese ninguna mujer: era una sociedad enteramente masculina. Además, no tenían idea de que yo ocultaba judíos en el sótano, junto con manzanas de invierno y cajas de champaña»).
Nada más que rozándome la parte alta de la cabeza, me vienen otros conversadores a los que tengo gran estima: Christopher Isherwood (nadie lo supera en candor absoluto, aunque graciosamente expresado) y la felina Colette. Marilyn Monroe era muy divertida cuando se sentía lo suficientemente relajada y había bebido lo bastante. Lo mismo podría decirse del añorado guionista de cine Harry Kurnitz, un caballero extraordinariamente sencillo que conquistaba a hombres, mujeres y niños de todas clases con sus vuelos verbales. Diana Vreeland, la excéntrica abadesa de la Alta Costura y antigua directora de Vogue durante largo tiempo, es una conversadora de lo más hechizante, una encantadora de serpientes.
Cuando tenía dieciocho años, conocí a la persona cuya conversación más me ha impresionado, quizá porque la persona en cuestión es la que más mella me ha hecho. Ocurrió como sigue:
En Nueva York, en la calle Setenta y Nueve Este, hay un refugio muy agradable conocido como la New York Society Library, y durante 1942 pasé allí muchas tardes investigando para un libro que tenía intención de escribir, pero no escribí. De vez en cuando, veía a una mujer cuyo aspecto casi me hipnotizaba, sobre todo sus ojos: azules, del azul pálido y luminoso de los cielos sin nubes de la llanura. Pero, aun sin ese rasgo singular, tenía una cara interesante, de mandíbulas firmes, hermosa, algo andrógina. Su cabello entrecano se dividía en el medio. Sesenta y cinco años, más o menos. ¿Lesbiana? Pues sí.
Un día de enero, salí de la biblioteca al atardecer, encontrándome con que caía una copiosa nevada. La dama de los ojos azules, que llevaba un abrigo negro de buen corte con cuello de marta cibelina, estaba esperando en el bordillo de la acera. Su mano, enguantada y en posición de llamar a un taxi, estaba suspendida en el aire, pero allí no había taxis. Me miró y sonrió y dijo: «¿Crees que nos vendría bien una taza de chocolate caliente? Hay un Long-champ a la vuelta de la esquina.»
Pidió chocolate caliente; yo pedí un martini «muy» seco. Medio en serio, dijo: «¿Eres lo bastante mayor?»
—Bebo desde los catorce años. Y también fumo.
—Pues no pareces tener más de catorce.
—Cumpliré diecinueve en el próximo setiembre.
Luego le conté unas cuantas cosas: que era de Nueva Orleans, que había publicado varios relatos breves, que quería ser escritor y estaba trabajando en una novela. Y ella quiso saber cuáles escritores norteamericanos me gustaban. «Hawthorne, Henry James, Emily Dickinson...» «No, vivos.» Ah, bueno, hum, vamos a ver: contando con el factor de la rivalidad, qué difícil es para un autor contemporáneo, o para un aspirante a escritor, confesar su admiración por otro. Al fin, dije: «Hemingway, no: un hombre verdaderamente deshonesto, todo de salón. Thomas Wolfe, tampoco: todo ese vómito púrpura; claro que no está vivo. Faulkner, a veces: Luz de agosto. Fitgerald, en ocasiones: The Diamond as Big as the Ritz, Suave es la noche. Me gusta mucho Willa Cather. ¿Ha leído usted My Mortal Enemy?
Sin ninguna expresión particular, dijo: «En realidad, la he escrito yo.»
Había visto fotografías de Willa Cather de hace mucho tiempo, hechas, quizás, a comienzos de los años veinte. Más blanda, más sencilla, con menos elegancia que mi acompañante. Sin embargo, al momento supe que era Willa Cather, y fue uno de los frissons de mi vida. Empecé a barbullar sobre sus libros como un colegial; mis favoritos: A Lost Lady, The Professor's House, My Antonia. No era que, como escritor, tuviese yo algo en común con ella. Yo nunca hubiera elegido su clase de temas, ni hubiese imitado su estilo. Era, sencillamente, que le consideraba una gran artista. Tan buena como Flaubert.
Nos hicimos amigos; ella leía mi trabajo y siempre era un juez imparcial y útil. Estaba llena de sorpresas. En primer lugar, ella y su amiga de toda la vida, miss Lewis, vivían en un espacioso piso de Park Avenue, amueblado con encanto; en cierto modo, la idea de que miss Cather viviese en un piso de Park Avenue parecía incongruente con su educación de Nebraska, con el tono sencillo y casi elegiaco de sus novelas. En segundo lugar, su interés principal no era la literatura, sino la música. Iba constantemente a conciertos, y casi todas sus amistades íntimas eran personalidades musicales, en especial Yehudi Menuhin y su hermana Hepzibah.
Como todas las conversadoras genuinas, era una oyente extraordinaria, y cuando le tocaba el turno de hablar, no era parlanchina, iba a lo importante con brillantez. Una vez me dijo que yo era demasiado sensible a la crítica. Lo cierto era que ella acusaba más receptividad que yo ante las críticas superficiales; cualquier referencia menospreciativa a su trabajo le causaba una caída del ánimo. Al hacérselo notar, ella dijo: «Sí, ¿pero acaso no buscamos siempre en otros nuestros propios defectos para reconvenirles por tal posesión? Estoy viva. Tengo pies de barro. Sin duda alguna.»
P:¿Tiene usted alguna diversión favorita, como espectador?
R:Fuegos artificiales. Rociadas de dibujos evanescentes de mil colores centelleando en el cielo de la noche. En Japón he visto los mejores; los maestros japoneses crean ígneas criaturas en el aire: dragones culebreantes, gatos explosivos, rostros de deidades paganas. Los italianos, los venecianos, sobre todo, hacen estallar obras maestras por encima del Gran Canal.
P: ¿Tiene usted muchas fantasías sexuales? r: Cuando tengo una fantasía sexual, normalmente trato de transferirla a la realidad; a veces, con éxito. Sin embargo, por lo general me veo vagando entre ensoñaciones eróticas que se quedan simplemente en eso: sueños.
Recuerdo que una vez mantuve una conversación sobre este tema con el difunto E. M. Forster, el mejor novelista inglés de este siglo. Me dijo que, cuando era colegial, los pensamientos sexuales dominaban su mente. Me dijo: «Creí que cuanto mayor me hiciera, más disminuiría esa fiebre, que incluso me abandonaría. Pero ése no fue el caso; rugió entre los veinte y los treinta, y pensé: Bueno, seguramente para cuando cumpla los cuarenta obtendré algún alivio de este tormento, de esta constante búsqueda por el objeto amoroso perfecto. Pero no sería así; a lo largo de los cuarenta, el deseo acechó en mi cabeza. Y después cumplí los cincuenta, y luego los sesenta, y nada cambió: imágenes sexuales continuaban girando en torno a mi cerebro como personajes en un carrusel. Aquí estoy ahora, con setenta, y sigo siendo prisionero de la imaginación sexual. No puedo librarme ni siquiera a una edad en que ya nada tengo que ver con ello.» p: ¿Ha pensado alguna vez en suicidarse?
R:Desde luego. Y lo mismo ha hecho todo el mundo, menos el tonto del pueblo, posiblemente. Poco después del suicidio del estimado escritor japonés Yukio Mishima, a quien yo conocía bien, se publicó una biografía de él, donde para mi desmayo, el autor cita las siguientes palabras suyas: «Oh, sí. Pienso mucho en el suicidio. Y conozco a una serie de gente que estoy seguro de que se suicidarán. Traman Capote, por ejemplo.» No puedo figurarme lo que le habría llevado a esa conclusión. Mis visitas a Mishima siempre fueron alegres, muy cordiales. Aunque Mishima era un hombre sensible, extraordinariamente intuitivo, y no alguien para ser tomado a la ligera. Pero en este aspecto creo que le falló la intuición; yo jamás tendría el valor de hacer lo que él hizo (que un amigo suyo lo decapitara con una espada). De todos modos, como antes he dicho en alguna parte, la mayoría de las personas que se quitan la vida, lo hacen porque en realidad quieren matar a otro —un marido galanteador, una amante infiel, un amigo traidor—, pero no tienen agallas para hacerlo. Yo no lo haría; cualquiera que me condujese a esa clase de postura, se encontraría a sí mismo frente al cañón de una escopeta.
P: ¿Cree en Dios, o, en cualquier caso, en algún poder superior?
R:Creo en una vida posterior. Mejor dicho, siento simpatía hacia la idea de reencarnación.
P:En su vida posterior, ¿en qué le gustaría reencarnarse?
R:En un pájaro; preferiblemente, en un buitre. Un buitre no tiene que molestarse acerca de su aspecto o habilidad para gustar y seducir; no tiene que darse muchos aires. De todos modos, no va a gustar a nadie; es feo, indeseable, mal acogido en todas partes. Hay mucho que decir de la clase de libertad que eso posibilita. Por otra parte, no me disgustaría ser una tortuga de mar. Pueden vagar por la tierra, y conocen los secretos de las profundidades del océano. Además, tienen una vida larga y sus ojos encapuchados encierran mucha sabiduría.
P:Si le concedieran un deseo, ¿cuál elegiría?
R:Despertarme una mañana y sentir que al fin soy una persona madura, vacía de resentimientos, ideas vengativas y otras emociones infantiles e inútiles. En otras palabras, descubrirme a mí mismo como adulto.
TC:¿Todavía estás despierto?
TC: Algo aburrido, pero aún despierto. ¿Cómo puedo dormirme si tú no estás dormido?
TC:¿Y qué te parece lo que he escrito ahí? ¿Más o menos?
TC:Bueno..., ya que lo preguntas, diría que Billy Graham Crackers[1] no es el único a quien le resulta familiar el estiércol de caballo.
TC:Puñetero, puñetero y puñetero. Lamentarte y putear. Eso es lo único que haces. Jamás dices una palabra amable.
TC:Oh, no me refiero a que haya algo que esté muy mal. Sólo unas cuantas cosas aquí y allá. Minucias. Quiero decir que a lo mejor no eres tan honrado como pretendes.
TC:No pretendo ser honrado. Soy honrado.
TC:Disculpa. No quería fastidiar. No ha sido un comentario; sólo un desliz.
TC:Ha sido una táctica de distracción. Me llamas deshonesto, me comparas con Billy Graham, y ahora tratas de salir con subterfugios. ¡Por amor de Dios! Dime. ¿Qué he escrito ahí que sea deshonesto?
TC:Nada. Minucias. Como ese asunto de la película. Lo hiciste por diversión, ¿eh? Lo hiciste por la pasta; y para satisfacer esa vertiente tuya, tan exasperante, de payaso. Líbrate de ese tipo. Es un latoso.
TC:Oh, no sé. Es caprichoso, pero le tengo cariño. Es parte de mi; igual que tú. ¿Y cuáles son esas otras minucias?
TC:Lo siguiente..., bueno, no es una minucia. Es el modo en que respondiste a esta pregunta: ¿cree en Dios? Ahí te pasaste. Dijiste algo de otra vida, de reencarnación, de volver en forma de buitre. Tengo noticias para ti, compañero, no tienes que esperar a la reencarnación para que te traten como a un buitre; ya lo hace mucha gente. Multitudes. Pero eso no es lo más falso de tu respuesta. Es el hecho de que no salieras inmediatamente diciendo que si crees en Dios. Te he oído confesar, tan fresco como una lechuga, cosas que harían ruborizarse de azul a un babuino y, sin embargo, no has admitido que crees en Dios. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que te consideren un Cristiano Renacido, un Jesús Freak?
TC:No es tan sencillo. Creo en Dios. Y luego no creo. ¿Recuerdas cuando éramos muy pequeños y solíamos ir al bosque con nuestra perra Queenie y la querida prima Sook? Cogíamos flores silvestres, espárragos. Atrapábamos mariposas y las dejábamos ir. Pescábamos percas y volvíamos a tirarlas al riachuelo. A veces encontrábamos enormes hongos venenosos, y Sook nos decía que ahí era donde vivían los elfos, debajo de los preciosos hongos venenosos. Nos decía que el Señor había dispuesto que vivieran allí, igual que había ordenado todo lo que veíamos. Lo bueno y lo malo. Las hormigas y los mosquitos y las serpientes de cascabel, cada hoja de los árboles, el sol en el cielo, la luna llena y la luna nueva, los días de lluvia. Y nosotros la creíamos.
Pero después ocurrieron cosas que destruyeron esa fe. Primero fue la iglesia y el escuchar con comezón en todo el cuerpo a algún predicador ignorante, un palurdo del Sur, que hablaba demasiado; luego, esos colegios de pensión y el acudir a la capilla todas las malditas mañanas. Y la propia Biblia: nadie que tenga algo de juicio puede creerse lo que le pidan que crea. ¿Dónde estaban los hongos venenosos? ¿Dónde estaban las lunas? Y por fin, la vida; la vida sin adornos se llevó los recuerdos de la poca te que aún quedaba. No soy la peor persona que se ha cruzado en mi camino, de ningún modo, pero he cometido algunos pecados graves, varios de ellos con deliberada crueldad; y no me han molestado ni un ápice, nunca he pensado en ellos. Hasta que tuve que hacerlo. Cuando la lluvia empezó a caer, era una fuerte lluvia tenebrosa, y no hizo sino seguir cayendo. Así que empecé a pensar en Dios otra vez.
Pensé en San Julián. En el relato de Flaubert Sí. Julien L'Hospitalier. Hace mucho tiempo que leí ese cuento, y donde yo me encontraba, en un sanatorio, muy lejos de las bibliotecas, no pude conseguir un ejemplar. Pero recuerdo (al menos, así creo que iba más o menos) que de niño adoraba Julián vagar por los bosques y amaba a todos los animales y a todas las cosas vivas. Vivía en una gran propiedad, y sus padres lo reverenciaban; querían que tuviese todas las cosas del mundo. Su padre le compró los caballos más finos, arcos y flechas, y le enseñó a cazar. A matar a los animales que él había amado tanto. Y aquello fue desastroso, porque Julián descubrió que le gustaba matar. Sólo era feliz después de una jornada de la más sangrienta carnicería. La matanza de animales y pájaros se convirtió en una manía, y tras admirar primero su destreza, los vecinos lo odiaron y temieron por sus ansias sanguinarias.
Ahora viene una parte de la historia que ha quedado bastante vaga en mi memoria. En cualquier caso, de un modo u otro Julián mató a su padre y a su madre. ¿Un accidente de caza? Algo parecido, algo terrible. Se convirtió en paria y penitente. Vagó por el mundo descalzo y en harapos, buscando perdón. Envejeció y enfermó. Una noche fría estaba junto a un río esperando a que un barquero le cruzara en su bote de remos. ¿Sería quizá el río Estigia? Porque Julián estaba agonizando. Mientras esperaba, apareció un viejo repugnante. Era un leproso, y tenía los ojos ulcerados, la boca podrida y fétida. Julián no lo sabía, pero aquel repulsivo viejo de pernicioso aspecto era Dios. Y Dios lo probó para ver si todos sus sufrimientos habían cambiado verdaderamente el brutal corazón de Julián. Le dijo a Julián que tenía frío, y le pidió compartir su manta, y Julián accedió; luego quiso el leproso que Julián lo abrazase, y Julián accedió; después, El hizo una última petición: le rogó a Julián que besara sus labios podridos y enfermos. Julián lo hizo. Entonces, Julián y el viejo leproso, que se había súbitamente transformado en una luminosa visión deslumbrante, ascendieron juntos al cielo. Y así fue como Julián se convirtió en San Julián.
Así que ahí estaba yo, bajo la lluvia, y cuanto más fuerte caía, más pensaba en San Julián. Rogué que tuviera la suerte de abrazar a un leproso. Y entonces fue cuando empecé a creer en Dios otra vez y comprendí que Sook tenía razón, que todo era Su designio: la luna llena y la luna nueva, la fuerte lluvia que caía, y que sólo con pedirle que me ayudara, El lo haría.
TC:¿Y lo hizo?
TC:Sí. Cada vez más. Pero aún no soy un santo. Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio. Claro que podría ser todas esas cosas dudosas y, no obstante, ser un santo. Pero aún no soy un santo; no, señor.
TC:Bueno, Roma no se construyó en un día. Vamos a dejarlo ya y a tratar de pegar un poco el ojo.
TC:Pero, antes, recemos una oración. Nuestra vieja oración. La que solíamos rezar cuando éramos muy pequeños y dormíamos en la misma cama con Sook y con Queenie, con las mantas apiladas encima de nosotros porque la casa era muy grande y muy fría.
TC:¿Nuestra vieja oración? Muy bien.
TC y TC:Ahora me tumbo a dormir. Ruego al Señor mi alma guardar. Y si antes del despertar debiera morir, ruego al Señor mi alma llevar. Amén.
TC: Buenas noches.
TC:Buenas noches.
TC:Te quiero.
TC:Yo también te quiero.
TC:Más te vale. Porque si nos ponemos a profundizar, sólo nos tenemos el uno al otro. A nadie más. Hasta la tumba. Y ésa es la tragedia, ¿no?
TC:Te olvidas. También tenemos a Dios.
TC: Sí, tenemos a Dios.
TC: Zzzzzzz.
TC:Zzzzzzz.
TC y TC:Zzzzzzzzz.

Hollywood rueda dos filmes sobre la vida de Truman Capote

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Philip Seymour Hoffman en el papel de Truman Capote

Hollywood rueda dos filmes sobre la vida de Truman Capote

El autor de 'A sangre fría' fascina al sector del cine de EE UU



ROCÍO AYUSO
Los Ángeles 23 MAR 2005

El nombre de Truman Capote conjura numerosas imágenes. Entre ellas, la del creador de ese género que gustaba describir como "novelas reales", o la del homosexual hedonista, habitante de las noches neoyorquinas. Como dice Sandra Bullock, "la vida de Truman Capote da para millones de películas". La actriz habla con conocimiento de causa, pues forma parte de uno de los dos filmes que Hollywood está realizando sobre este autor.

Las dos películas, Capote y Every word is true (Cada palabra es cierta), coinciden en estar centradas en el detallado proceso de elaboración que llevó a Capote, escritor fallecido hace dos décadas, a escribir A sangre fría - recreación con una lírica magistral de un asesinato real- y su fascinación por uno de los asesinos. "Es algo así como presenciar el principio del fin", afirma Bullock resumiendo ese sentimiento general de que con esta novela, publicada en 1966, Capote alcanzó la cúspide personal de su carrera, su mayor obra, momento en el que comenzaría su lento declive artístico.

Ésta no es la primera ocasión en que Hollywood se embarca simultáneamente en dos proyectos idénticos. Tan sólo en la última década, pasó, por ejemplo, con meteoros (Deep Impact y Armageddon) o con las dos películas basadas en J. M. Barrie que se rodaron simultáneamente y que, según un pacto de caballeros entre estudios, se estrenaron con un año de diferencia, Peter Pan y Descubriendo Nunca Jamás.

Además, es fácil de entender el renacido interés en la figura de Capote, autor que el pasado año habría celebrado su 80º cumpleaños. "Truman Capote es una personalidad literaria fascinante", admitió Danny Rosett, al frente de United Artist, productores de Capote. Mucho más difícil de ver es el futuro comercial de ambas cintas sobre la fascinación literaria y sexual por esos dos asesinos, Dick Hickcock y Perry Smith, con los que el escritor pasó gran cantidad de tiempo antes de que fueran ejecutados por el asesinato en Kansas de una familia de cuatro miembros sin ninguna razón aparente. "Lo que está claro es que nadie se mete a hacer una mala película", defiende Bullock, que interpreta el papel de la también escritora y amiga de Capote, Harper Lee, en el proyecto que lleva por título Every word is true.

La película, producida por los estudios Warner por unos 13 millones de dólares, tiene como ventaja la fama de sus protagonistas. Junto a Bullock, el reparto incluye a Ashley Judd, Sigourney Weaver y Gwyneth Paltrow, esta última en el papel de la cantante y actriz Peggy Lee. Mark Ruffalo aceptó ser Perry Smith, el asesino al que Robert Blake dio vida en la versión de A sangre fría que Richard Brooks dirigió en 1967. Ruffalo obtuvo el papel cuando Mark Wahlberg lo dejó vacante y después de haber rechazado el mismo trabajo en el proyecto rival.

El único desconocido de Every word is true es precisamente su protagonista, Capote, trabajo que recae en las manos de Toby Jones (parte del reparto de Descubriendo Nunca Jamás y la voz de Dobby en Harry Potter y la cámara de los secretos) cuando rostros más conocidos, como los de Johnny Depp, Matt Damon, Jude Law o Sean Penn dijeron que no. Según Bullock, el parecido de Jones con el autor de Desayuno en Tiffany's es increíble. "Puedo decir que no conozco a Toby. Sólo conozco a Truman, a su Truman. Y me alegro de no ser Toby, porque toda la responsabilidad recae en sus hombros", admite la estrella de un filme para el que tuvieron acceso a las anotaciones y grabaciones de Capote con los asesinos, guardadas en la biblioteca pública de Nueva York.

Ventaja
En el caso de Capote, la responsabilidad de interpretar al escritor recae en un rostro más conocido y más respetado, en especial en el ámbito del cine independiente. Se trata de Philip Seymour Hoffman, actor al que acompañan en esta producción de siete millones de dólares Catherine Keener, como Harper Lee, la autora de Matar a un ruiseñor. Un reparto mucho menos conocido para el público general, pero que cuenta con una importante ventaja a su favor, que ya ha concluido el rodaje.


Basado en el libro Capote: una biografía, de Gerald Clarke, Capote se encuentra en posproducción. Está previsto su estreno para el verano. La filmación de Every word is true acaba de comenzar tras un retraso en el comienzo. Un pequeño detalle que puede darle a Capote la victoria en la taquilla porque está demostrado que, menos en el caso de Armaggedon, cuando hay proyectos repetidos, el que estrena primero se lleva el público.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Miércoles, 23 de marzo de 2005



Truman Capote / Plegarias

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Harper Lee y Truman Capote

Truman Capote

Plegarias

Uno tiene que soportar que la vida mande siempre en la obra, y nunca que la obra mande en la vida salvo para acallarla


MANUEL JABOIS
19 FEB 2016 - 18:00 COT

La película Capote, como ocurre con algunas obras de ficción cuando en ellas se entromete la vida, mejora con la autodestrucción de Philip Seymour Hoffman, el actor que da vida al protagonista. Su descalabro pone en perspectiva el del propio Capote, al que la película exhibe bañado en alcohol y sin poder vocalizar mientras se desespera por el retraso de la ejecución de los dos asesinos de A sangre fría,otra obra que mejora cuando se sabe que está hecha de vida y ficción: más increíble la primera que la segunda (“si suspenden la condena me muero”, decía el autor, pendiente del punto final; “le quiero y le he querido siempre”, le dice a Capote uno de los condenados camino a la horca).

A sangre fría pudo referirse también, como título, a la relación entre dos amigos de la infancia, Truman Capote y Harper Lee, que acaba de morir después del primer párrafo. Él “tenía el pelo blanco como nieve y pegado a la cabeza lo mismo que si fuera plumón de pato”, escribió ella en Matar a un ruiseñor, en donde uno de los niños está inspirado en su amigo. Tuvieron finales distintos. 
Capote fue circular: en uno de sus primeros cuentos escrito a los 11 años, que no sabía que se iba a publicar, se burlaba de sus vecinos de Monroeville, Alabama. En su último libro el escritor desnuda con crudeza sus últimas amistades de alta sociedad en un intento que definió, humildemente, proustiano. Esta obra, Plegarias atendidas, sí la quería publicar, pero murió antes de acabarla. 

Después de Matar a un ruiseñor Harper Lee se marchó de la literatura. El año pasado se publicó una novela inédita, tan anterior a Matar a un ruiseñor como parte de ella, la materia prima de la que salió su obra maestra. Era un making off, la vida que había detrás de la historia de Atticus Finch. En la decepción de la crítica se adivinó una última lección que empequeñecía su figurita de anciana llena de cautelas: la discreción artística ha de ser aún más extrema que la personal.

Uno escribe de las cosas que pasan pero no puede escribir para que pasen cosas, ni puede provocar cosas para escribir de ellas, y tiene que soportar que la vida mande siempre en la obra, y nunca que la obra mande en la vida salvo para acallarla. Pero puede tener un poder gigantesco, como el que tuvo Lee en Matar a un ruiseñor; un poder, el de inmiscuirse en la sociedad, que no tuvo Capote con tanta intensidad en ninguna de sus obras. Siendo sin embargo un escritor mayor, un artista tan consciente de sí mismo que sacrificó al ser humano para alimentarse de él: sin vida detrás, su obra se resintió.

Truman Capote / Miriam

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Truman 

Capote

Biografía


Miriam


Traducción de Juan Villoro






esde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H. T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.
Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.  La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas.  Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.
Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final.  Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.
Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.  Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente.
La niña se le acercó:
—¿Podría hacerme un favor?
—Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.
—Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.  Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película.
—Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs. Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no?  Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?
La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs.  Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.
Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:
—¿Cómo te llamas?
—Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una información conocida.
—¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!
—Sólo Miriam.
—¿No te parece curioso?
—Medianamente. —Miriam presionó la pastilla con su lengua.
Mrs. Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.
—Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.
—¿Sí?
—Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—. ¿Te gustan las películas?
—No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca.
El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.
—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—.
Encantada de haberte conocido.
Miriam asintió apenas.
Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por supuesto.
Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate.  Luego, tras ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.  Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.
—Ya voy, ¡paciencia!
El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no paraba.
—¡Basta! —gritó.
El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.
—Por el amor de Dios, ¿qué...?
—Hola —dijo Miriam.
—Oh..., vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros en el recibidor—. Si eres aquella niña. 
—Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón.
Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?  No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.
—Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.
—Es tardísimo...
Miriam la miró inexpresivamente:
—¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el apartamento.
Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.
—Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste.  ¿Verdad que son tristes las imitaciones? —Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.
—¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller.
—Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie.  Se dejó caer en un taburete.
—¿Qué quieres? —repitió.
—¿Sabe?, creo que no se alegra de verme.
Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.
—¿Cómo has sabido dónde vivía?
Miriam frunció el entrecejo.
—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?
—Pero si no estoy en la guía telefónica.
—Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?
—Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula.  Le debe faltar un tornillo.
Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbo bajo la cubierta.
—Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.
—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.
—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de leche.
—Mira —Mrs. Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa?  Seguro que es más de medianoche.
—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro.
Mrs. Miller trató de controlar su voz:
—No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que te irás.
Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.
—Muy bien —dijo—. Lo prometo.
¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, Mrs. Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿ Y por qué ha venido? Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.
—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy. 
No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario.  Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro... Atención, tenía que dominarse.
Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.
No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.
—¿Qué haces? —preguntó.
Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.
—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.
—¿Y si lo dejas en su sitio...? —De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.
—Por favor, niña..., es un regalo de mi marido...
—Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.
Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.  Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.
—Estaba buenísimo —asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?  Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.
—¿No hay dulce, un pastel?
Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra.
Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.
—Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.
—¿En serio? ¿Eso he dicho?
—Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.
—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.
Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:
—Déme un beso de buenas noches.
—Por favor..., prefiero no hacerlo.
Miriam alzó un hombro y arqueó un ceja:
—Como guste. —Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Ella pisoteó el ramo después que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.  Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás:
«¿Adónde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada..., tan blanca y deslumbrante?» El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.  Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft’s, donde desayunó y conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.  Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.  No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.
Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio.  Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento.  Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.
El hombre estaba junto a una columna del tren elevado.  Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.  Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró.  También él se detuvo, irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.  La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.
—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.
—Sí —dijo ella—, rosas blancas.
De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.
Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.
En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.
Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.  A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.
—Vete —dijo Mrs. Miller.
—Dése prisa, por favor..., que traigo un paquete pesado.
—Vete.
Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.
—Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.
Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta.  Miriam estaba apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.
—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.
Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad.  Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.
—Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.
Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:
—Sólo hay ropa, ¿por qué?
—Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!
—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!
—¿... y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—. Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas...
La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía.  Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.
Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.
—Oiga, ¿qué coño es esto?
—¿Pasa algo, amor? —Una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos. Mrs. Miller se dirigió a ella:
—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero..., bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y... —Se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo...  La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.
—¿Y bien?
—Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo..., va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!
—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre.
Mrs. Miller negó con la cabeza:
—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.
—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.
Ella dijo:
—La puerta está abierta: es el 5 A.
El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.
—Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta, pero esa niña perversa...
—Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.
Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:
—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.
—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.
—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.
Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras.
Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.
—Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse largado.
—Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el tiempo y habríamos visto... —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.
—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?
—Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?
—No. No, señora.
La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:
—Bueno, para haber pegado ese alarido...
Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente.  Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía.  Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?
Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.
Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes. En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar:
Mrs. H. T. Miller.
En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos. Mrs.
Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija:



Adela Fernández / La jaula de la tía Enedina

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Adela 

Fernández

Biografía


LA JAULA 

DE LA TÍAENEDINA


esde que tenía ocho años me mandaban a llevarle la comida a mi tía Enedina, la loca. Según mi madre, enloqueció de soledad. Tía Enedina vivía en el cuarto de trebejos que está al fondo del traspatio. Conforme me acostumbraron a que yo le llevara los alimentos, nadie volvió a visitarla, ni siquiera tenían curiosidad por ella. Yo también le daba de comer a las gallinas y a los marranos. Por éstos sí me preguntaban, y con sumo interés. Era importante para ellos saber cómo iba la engorda; en cambio, a nadie le interesaba que tía Enedina se consumiera poco a poco. Así eran las cosas, así fueron siempre, así me hice hombre, en la diaria tarea de llevarles comida a los animales y a la tía.

Ahora tengo diecinueve años y nada ha cambiado. A la tía nadie la quiere. A mí tampoco porque soy negro. Mi madre nunca me ha dado un beso y mi padre niega que soy hijo suyo. Goyita, la vieja cocinera, es la única que habla conmigo. Ella me dice que mi piel es negra porque nací aquel día del eclipse, cuando todo se puso oscuro y los perros aullaron. Por ella he aprendido a comprender la razón por la que no me quieren. Piensan que al igual que el eclipse, yo le quito la luz a la gente. Goyita es abierta, hablantina y me cuenta muchas cosas, entre ellas, cómo fue que enloqueció mi tía Enedina.

Dice que estaba a punto de casarse y en la víspera de su boda un hombre sucio y harapiento tocó a la puerta preguntando por ella. Le auguró que su novio no se presentaría a la iglesia y que para siempre sería una mujer soltera. Compadecido de su futuro le regaló una enorme jaula de latón para que en su vejez se consolara cuidando canarios. Nunca se supo si aquel hombre que se fue sin dar más detalles, era un enviado de Dios o del diablo.

Tal como se lo pronosticó aquel extraño, su prometido sin aclaración alguna desertó de contraer nupcias, y mi tía Enedina bajo el desconcierto y la inútil espera, enloqueció de soledad. Goyita me cuenta que así fueron las cosas y deben de haber sido así. Tía Enedina vive con su jaula y con su sueño: tener un canario. Cuando voy a verla es lo único que me pide, y en todos estos años yo no he podido llevárselo. En casa a mí no me dan dinero. El pajarero de la plaza no ha querido regalarme uno, y el día que le robé el suyo a doña Ruperta por poco me cuesta la vida. Lo escondí en una caja de zapatos, me descubrieron, y a golpes me obligaron a devolvérselo.

La verdad, a mí me da mucha lástima la tía, y como no he podido llevarle su canario, decidí darle caricias. Entré al cuarto... ella, acostumbrada a la oscuridad, se movía de un lado para otro. Se dio cuenta que su agilidad huidiza fue para mí fascinante. Apenas podía distinguirla, ya subiéndose a los muebles o encaramándose en un montón de periódicos. Parecía una rata gris metiéndose entre la chatarra. Se subía sobre la jaula y se mecía con un balanceo algo más que triste. Era muy semejante a una de esas arañas grandes y zancudas de pancita pequeña y patas largas.

A tientas, entre tumbos y tropezones comencé a perseguirla. Qué difícil me fue atraparla. Estaba sucia y apestosa. Su rostro tenía una gran similitud con la imagen de la Santa Leprosa de la capilla de San Lázaro; huesuda, cadavérica, con un Dios adentro que se gana mediante la conformidad. No fue fácil hacerle el amor. Me enredaba en los hilachos de su vestido de organdí, pero me las arreglé bien para estar con ella. Todo esto a cambio de un canario que por más empeñaba que puse, no podía regalarle.

Después de aquella morosidad, cada vez que llegaba con sus alimentos, sacaba la mano de uñas largas en busca de mi contacto. Llegué a entrar repetidas veces, pero eso comenzó a fastidiarme. Tía Enedina me lastimaba, incrustando en mi piel sus uñas, mordiendo, y sus huesos afilados, puntiagudos se encajaban en mi carne. Así que decidí buscar la manera de darle un canario costara lo que costara.

Han pasado ya tres meses que no entro al cuarto. Le hablo de mi promesa y ella ríe como un ratón, babea y pega de saltos. Me pide alpiste. Posiblemente quiere asegurar el alimento del prometido canario. Todos los días le llevo un poco de ese que compra Goyita para su jilguero.

Ha transcurrido más de un año y lo del canario parece imposible. Me duele comunicarle tal desesperanza, tampoco quiero hacerle de nuevo el amor. Le he propuesto a cambio de caricias y canario, el jilguero de Goyita. Salta, ríe, mueve negativamente la cabeza. Parece no desear más tener un pájaro, sin embargo insiste en los puños diarios de alpiste que le llevo. Cosas de su locura, el dorado de las semillas debe en mucho regocijarla.

Me sentí demasiado solo, tanto que decidí volver a entrar al oscuro aposento de la tía Enedina. Desde aquellos días en que yo le hacía el amor, han pasado ya dos años. A ella la he notado más calmada, puedo decir que vive en mansedumbre. Pensé que ya no me arañaría. Por eso entré, a causa de mi soledad y de haberla notado apacible.

Ya adentro del cuarto, quise hacerle el amor pero ella se encaramó en la jaula. Motivado por mi apetito de caricias, esperé largo rato, tiempo en que me fui acostumbrando a la penumbra. Fue entonces cuando dentro de la jaula, pude ver dos niñitos gemelos, escuálidos, albinos. Tía Enedina los contemplaba con ternura y felizmente, como pájara, les daba el diminuto alimento.

Mis hijos, flacos, dementes, comían alpiste y trinaban...

Adela Fernández
Duermevelas
Editorial Katún, México, D.F, 1986, pp.  7-11





Julio Cortázar / Casa tomada
Horacio Quiroga / El hombre muerto
Jorge Ibargüengoitia / La ley de Herodes
Octavio Paz / Mi vida con la ola
Julio Garmendia / La hoja que no había caído en su otoño
Alejo Carpentier / El viaje a la semilla
Jorge Luis Borges / El Sur
Felisberto Hernández / El cocodrilo
Cristina Peri Rossi / Desastres íntimos
Juan Carlos Onetti / El infierno tan temido
Juan Rulfo / Diles que no me maten
María Luisa Bombal / El árbol
João Guimarrães Rosa / La tercera orilla del río
Adolfo Bioy Casares / En memoria de Paulina
Edmundo Valadés / La muerte tiene permiso
Gabriel García Márquez / El ahogado más hermoso del mundo
Onelio Jorge Cardoso / Francisca y la muerte
Virgilio Piñera / La carne
Juan José Arreola / El guardagujas
José Revueltas / Virgo
Augusto Roa Bastos / El baldío
Abelardo Castillo / La madre de Ernesto
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Mario Benedetti / El presupuesto
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Clarice Lispector / Una gallina
Rubem Fonseca / Feliz año nuevo
Guillermo Cabrera Infante / Abril es el mes más cruel
Samanta Schweblin / Un hombre sin suerte
Rosario Ferré / La muñeca menor
Luis Britto García / Helena

Adela Fernández / La jaula de la tía Enedina



Elvira Lindo / Coño, esa palabra de moda

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Coño, esa palabra de moda

No tengo nada en contra de esa expresión, la utilizo con bastante frecuencia, pero no como reclamo o para llamar la atención



ELVIRA LINDO
7 OCT 2016 - 11:24 COT


Hubo un tiempo en el que algunas mujeres achacaban a los hombres la mala costumbre de pensar con la polla. Pensar con la polla era estar prisionero, pero a mucha honra, de los instintos más primarios. De un hombre que pensara con la polla una mujer no se podía fiar. Un hombre que pensaba con la polla no valoraría a una mujer en su conjunto, intelecto y físico, sino que sólo se detendría a valorar si una chica era lo suficientemente atractiva para esa parte del cuerpo con la que pensaba, la polla. Yo conocía a hombres así de transparentes, algunos incluso me hacían gracia por su evidente primitivismo, pero no eran mi tipo. Los había que sostenían que incluso aquellos varones que aparentaban más sofisticación intelectual, a la hora de la verdad, pensaban con esa parte concreta del cuerpo que señala, según la inclinación de su ángulo, lo que un hombre bien constituido piensa.
Fueron muchos años de escuchar aquello de “lo hago porque me sale de la punta de la polla”. Casi de manera inconsciente, algunas, yo creo que las más listas, encontramos a hombres que tenían un pensamiento más sofisticado y tanta capacidad como nosotras de pensar con la cabeza en unos momentos y de dejarse llevar por sus instintos cuando terciaba. De alguna manera, sabiendo elegir, demostramos que hay muchos hombres con los que una relación igualitaria es posible. Los hay. Los hemos tenido como pareja y los hemos criado. Hombres que no tienen ningún interés de mostrarse como especímenes dominados por instintos animales, hombres que no presumen de su potencial, que no piensan continuamente en términos de cacería.
Pero hay un tipo de feminismo ahora que no llego a entender, que tiende a ver a los hombres como a una masa compacta de hormonas, donde unos individuos no se diferencian de otros. Pareciera que estuvieran infectados por ese mal definido como heteropatriarcado del que no pueden escapar. Los pobres. Es ese tipo de feminismo que gusta hablar en plural siempre y afirma “nos matan”, “nos violan”, como convirtiendo a todas las mujeres en víctimas: tanto a las vivas como a las muertas, a las que han sufrido una violación como a las que se han tenido que enfrentar a un simple patoso. Porque hay patosos, sí, pero lo que hay que predicar es la defensa, no el victimismo. Desde los 19 años, como trabajadora me he topado con más de uno, pero he aprendido a pararles los pies, y es una victoria que tengo en el saco. No siempre me han sacado otros las castañas del fuego.
Y hay mujeres que han entendido que la igualdad está en pronunciar tantas veces la palabra “coño” como ellos lo hicieron con sus palabra fetiche, “polla”. Igual que los hombres reducían sus aspiraciones a lo que expresara una parte de su cuerpo, parece que ahora el coño ha tomado el relevo. Consideramos heteropatriarcal que un señor actúe como le sale de la polla, pero nos parece progresista y transgresor hablar de nuestro coño como significante de nuestra libertad. Una actriz porno, Amarna Miller, nos habla de porno feminista y nos explica lo atrasadísima que está España porque, al parecer, lo que cuenta en términos de liberación de la mujer es lo que se realiza con cierta parte del cuerpo. Leo que una joven feminista, Diana López Varela, publica No es país para coños, para mostrarnos de qué manera aún no hemos conseguido la igualdad: interesante, pero ¿por qué elegir un título reduccionista que vuelve a insistir en esa separación arcaica de las pollas a un lado y los coño a otro? El otro día, una artista plástica señaló que ella era nacionalista de su coño. Bravo.
No tengo nada en contra de esa palabra, coño, la utilizo con bastante frecuencia, pero no como reclamo o para llamar la atención. Debieran saber quienes la usan como si fuera transgresora, que un término audaz que se repite con excesiva frecuencia acaba siendo, simplemente, una vulgaridad, tanto como una película de destape de los setenta, tipo El fontanero, su mujer y otras cosas de meter, o aún peor, la demostración pueril de un papanatismo ideológico que en dos años suena ineficaz y viejuno.
Tenemos claro que la liberación está ligada al sexo, pero también a la interrupción del embarazo (véase Polonia), a la procreación (los niños no vienen de París, pero digo yo que habrá palabras más delicadas para expresar de dónde salen nuestros hijos), a la igualdad laboral tanto en puestos como en remuneraciones, al trato que se nos da, a la consideración social como iguales. Si siempre sentí algo de vergüenza ante ese lenguaje machorro, invasivo, ordinario, primario, entiendo que las cosas no se cambian usando el mismo estilo. Por mucho que esa palabra, coño, en la intimidad pueda sonar a deseo, a deseo con amor. O sin él.
EL PAÍS

Insonmia / La pesadilla de Donald Trump

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Donald Trump

‘Insomnia’

Trump es la pesadilla hecha realidad de un partido republicano histérico y radical


DAVID TRUEBA

12 MAY 2016 - 17:00 COT


En el estupendo diario de Elvira Lindo, Noches sin dormir, la autora cuenta sus últimos días antes de dejar las largas estancias en Nueva York con íntima sinceridad, pero también con una mirada limpia sobre aquel país. Existe un acuerdo universal para tratar de no quebrar el mito de los Estados Unidos, porque en el fondo sigue siendo la esencia de un sueño compartido, el destilado de fabricaciones idílicas no siempre reales. Por eso es interesante recalar en el desamparo de quienes viven en Nueva York, en la soledad, la incomunicación, la fragilidad de los servicios públicos, en la falta de protección, sin caer en soflamas ideológicas ni satanizaciones del capitalismo, sino concentrados en no copiar sus defectos. Gracias al cine y la televisión, la música y la literatura, un pedazo de nuestros sueños son siempre sueños norteamericanos. Pero cuando uno ve conformarse las ciudades europeas a imagen y semejanza de algunos de sus peores errores urbanísticos y humanos, agradece que se repare en la contradicción de las sociedades tan desiguales como la norteamericana. Aunque solo sea para prevenir de unas políticas que azotan Europa en la última década y que están abriendo más y más la brecha entre las clases sociales. 

En un episodio contado a vuelapluma en el diario, hay una madre que recibe una amonestación del colegio neoyorquino donde estudia su hijo, porque al ver un anuncio de lencería de marca fina, de esa de los angelitos sexy, el niño exclama: mira, chicas de topless. Afeada la madre por la clase de referencias que maneja su hijo, se confirma en esa escena algo bastante divertido. La confusión esencial de un país puritano, pero que al mismo tiempo explota comercialmente la transgresión, la hipersexualidad, la violencia y el exceso. Cualquiera que conozca Estados Unidos conoce sus brutales contrastes, capaces de lo mejor y lo peor, del respeto a la sabiduría casi reverencial en algunas instituciones, pero también el ensalzamiento de la majadería en tantas otras. 

Ahora parece llegada la hora de consagrar a Donald Trump como la alternativa republicana a las dos últimas presidencias demócratas. Hillary Clinton podría enfrentarse al gran fantasma de su vida, que en ocasiones anteriores ha ensombrecido sus ambiciones, ese capricho del carisma posado en sus adversarios y jamás en ella, pese al tesón y el ahínco por coronar su carrera como la primera mujer presidenta del país. Trump es la pesadilla hecha realidad de un partido republicano histérico y radical. Es el candidato bananero, que iguala a su país con las repúblicas que más desprecia. No es un accidente. Es una consecuencia. Eso es lo más triste del asunto.



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