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Truman Capote quería terminar su último libro "y luego morir"

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Truman Capote

quería terminar su último libro "y luego morir"

Biografía



Los Ángeles 
28 AGO 1984
"Él me había dicho que deseaba vivir lo suficiente para terminar su último libro y luego quería morir", declaró Gerald Clarke, biógrafo y amigo del escritor norteamericano Truman Capote, fallecido el sábado en Los Angeles a los 59 años. Capote había pedido prestado un bolígrafo a Joanne Carson, la ex esposa del presentador de televisión Johnny Carson, pocas horas antes de que ella le encontrase muerto. Él le había dicho que había sentido la necesidad de terminar su novela Answered prayers, basada en una frase de santa Teresa sobre las lágrimas vertidas por las plegarias respondidas, en la que había estado trabajando desde hace diez años.El cuerpo del autor de A sangre fría y Desayuno en Tiffanys fue encontrado sin vida por Joanne Carson el sábado, en casa de esta úItima, donde Capote había ido a pasar unos días y celebrar s,as 60 años, que hubiera cumplido el práximo 30 de septiembre. Joanne Carson, amiga de Capote desde hace muchos años, informó que el escritor estuvo trabajando en los últimos fragmentos de su novela la noche del viernes. 
Se ignora hasta el momento la causa de la muerte del escritor. Los exámenes que se le han efectuado no arrojan riingun resultado esclarecedor. Los primeros exámenes han servido para confirmar que Capote sufría de epilepsia y de una afección en la pierna, probablemente debida a una flebitis. Se ha prescrito un examen toxicológico, cuyos resultados se conocerán dentro de una semana, a fin de de teriminar si la muerte de Capote se debió a un exceso de alcohol combinado con una alta dosis de barbitúricos. El novelista solía tomar grandes dosis de tranquilizantes, por lo que en varias ocasiones fue internado en hospiltales para curas de desintoxicación.

En relación a su novela, no se sabe en este momento en qué fase se encontraba. Alan Schwarz, amigo y asociado literario de Capote, declaró que revisará el manuscrito para determinar si puede publicarse. En una entrevista para Los Angeles Times, Joanne Carson dijo que Capote se encontraba obsesionado por concIuir Answered prayers, y citó las últimas líneas que escribió en el manuscrito: "Había flores en todos los sitios, masas de violetas, prímulas y rosas con bordes de lavanda. Libros bellamente encuadernados se alineaban en todas las paredes del salón".
* Este articulo apareció en la edición impresa del Martes, 28 de agosto de 1984


Rosa Montero / Capote

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Truman Capote
según Francisco Javier Olea

Capote


Biografía

ROSA MONTERO
29 AGO 1984

Truman Capote ha tenido la trágica habilidad de morirse en pleno agosto. Él, que siempre gustó de llamar la atención, ha sabido desaparecer en el mes más pobre de noticias, y los periódicos estiran sus páginas con verdadero alivio y las llenan de artículos mortuorios. No cabe duda de que el autor del estremecedor A sangre fría reunía méritos suficientes como para que su fallecimiento ocupase un lugar de honor informativo, fuera cual fuese la fecha de su defunción. Pero el aburrimiento del verano le ha proporcionado mayor holgura, de modo que hemos podido enterarnos de una infinidad de detalles de su vida. De hechos fundamentales, pero también de aparentes menudencias.De la existencia de sus objetos, por ejemplo. Diario 16 publica un artículo de Warhol. Cuenta que la casa de Truman está llena de porcelanas y cacharros. Que además el escritor coleccionaba pisapapeles y marfiles. Siempre me han llamado la atención los coleccionistas, que son algo así como fetichistas elevados a su máximo grado de perversión. Los fetichistas se aferran a objetos que han jugado algún papel en sus biografías, que simbolizan algo o a alguien, en un desesperado afán por anclar la siempre fugaz memoria, por convertir la vida que se nos fue en algo tangible y perdurable. Los coleccionistas van mucho más állá en este esfuerzo inútil y acaparan objetos sin sentido. No es que pretendan revivir su pasado a través de las cosas: es que confunden la posesión de las cosas con el vivir. 
Ahora los periódicos nos explican las chucherías que atesoraba Truman Capote. Los lectores españoles, perfectos extraños para el difunto escritor, nos enteramos así de que poseía pájaros y plátanos de marfil, y una palmera del mismo material con un mono trepando por el tronco. Hay algo profundamente impúdico en esta detallada descripción de los objetos de Capote, tan íntimos pese a su carácter decorativo, tan llenos de ansiedad de vida. Patéticos. 
Capote ha muerto. Ya no existe, no es nada. No es él quien me preocupa, porque ya no hay él. Lo que me desasosiega son sus posesiones, sus objetos. Qué será de sus pisapapeles, su palmera y su colección de marfil huérfano.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Miércoles, 29 de agosto de 1984

Truman Capote / Una luz en la ventana

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Truman 

Capote

Biografía


Una luz 

en la ventana



A Lamp in the Window



na vez me invitaron a una boda; la novia sugirió que hiciera el viaje desde Nueva York con una pareja de invitados, el señor y la señora Roberts, a quienes no conocía. Era un frío día de abril, y en el viaje a Connecticut, los Roberts, un matrimonio de cuarenta y pocos años, parecieron bastante agradables; no el tipo de gente con los que uno quisiera pasar un largo fin de semana, pero tampoco tremendos.


No obstante, en la recepción nupcial se consumió gran cantidad de licor, y debo decir que mis conductores ingirieron la tercera parte de ello. Fueron los últimos en dejar la fiesta —aproximadamente, a las once de la noche—, y yo me sentía muy reacio a acompañarlos; sabía que estaban borrachos, pero no me di cuenta de lo mucho que lo estaban. Habríamos recorrido unas veinte millas, con el coche dando muchos virajes mientras el señor y la señora Roberts se insultaban mutuamente en un lenguaje de lo más extraordinario (efectivamente, parecía una escena sacada de ¿Quién teme a Virginia Wolf?), cuando míster Roberts, de modo muy comprensible, torció equivocadamente y se perdió en un oscuro camino comarcal. Seguí pidiéndoles, y terminé rogándoles que pararan el coche y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus invectivas que me ignoraron. Por fin, el coche paró por voluntad propia (temporalmente), al darse una bofetada contra el costado de un árbol. Aproveché la oportunidad para bajarme de un salto por la puerta trasera y entrar corriendo en el bosque. En seguida partió el condenado vehículo, dejándome solo en la helada oscuridad. Estoy convencido de que mis anfitriones no descubrieron mi ausencia; Dios sabe que yo no les eché de menos a ellos.

Pero no era un placer quedarse ahí, perdido en una fría noche de viento. Empecé a andar, con la esperanza de llegar a una carretera. Caminé durante media hora sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana alumbrada por una lámpara. De puntillas, entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.

Llamé a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:

—Siento molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría utilizar su teléfono para llamar a un taxi.

—¡Oh, vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tenga teléfono. Soy demasiado pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho. ¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi marido; murió hace seis años.

Dije que un poco de whisky me vendría muy bien.

Mientras ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly —pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: era Emma, de Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.

Cuando la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de bourbon, dijo:

—Siéntese, siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.

Me pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba de todo lo que ella necesitaba comprar.

—Albert. ¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?

Cuando le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:

—Hizo usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor borracho lo atropelló. Si no fuera por mis gatos...

Acarició a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.

Hablamos ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color de avellana, igual que la lamparita brillaba encima de la mesa, a su lado. Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella, las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»). Finalmente:

—Disculpe mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.

Me acompañó al piso de arriba y, tras estar cómodamente instalado en una cama de matrimonio bajo un dichoso peso de bonitas colchas confeccionadas con trozos de desecho, volvió y me dio las buenas noches, deseándome felices sueños. Me quedé despierto, pensando en todo aquello. Qué experiencia tan extraordinaria: ser una vieja que vive sola y apartada, que un desconocido llame a la puerta en plena noche y no sólo abrirla, sino darle una cálida bienvenida, nacerle entrar y ofrecerle albergue. Si nuestra situación hubiera estado invertida, dudo que yo hubiera tenido valor para hacerlo, por no hablar de la generosidad.

A la mañana siguiente me dio de desayunar en la cocina. Café, gachas de avena con azúcar y leche condensada, pero me encontraba hambriento y me supo a gloria. La cocina estaba más sucia que el resto de la casa; el fogón, un traqueteante frigorífico, todo parecía al borde de la extinción. Todo salvo un objeto amplio y en cierta forma moderno, un congelador encajado en un rincón de la habitación.

Ella estaba con su cháchara:

—Adoro los pájaros. Me siento muy culpable por no echarles migas durante el invierno. Pero no puedo tenerlos alrededor de la casa. Por los gatos. ¿Le gustan a usted los gatos?

—Sí, una vez tuve una gata siamesa llamada Toma. Vivió doce años y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Y cuando murió, no tuve corazón para buscarme otro.

—Entonces, quizás entienda usted esto —dijo, llevándome hacia el congelador y abriéndolo. En el interior no había sino gatos: montones de gatos congelados, perfectamente conservados, docenas de gatos. Aquello me produjo una extraña impresión—. Todos mis viejos amigos. Que se han ido a descansar. Es que, sencillamente, no podía soportar el hecho de perderlos. Completamente. —Se rió y añadió—: Supongo que pensará que estoy un poco loca.

Un poco loca. Sí, un poco loca, pensaba yo al andar bajo el cielo gris en dirección a la carretera que ella me había indicado. Pero radiante: una lámpara en una ventana.

Truman Capote
Música para camaleones


Truman Capote / Ajuste de cuentas

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Truman Capote

Biografía

El ajuste de cuentas


ÁNGEL S. HARGUINDEY
4 ENE 1998

Todo lanzamiento editorial que se precie, sobre todo en Estados Unidos, el país de los lanzamientos comerciales y del marketing, tiene que surgir de una frase rotunda. La biografía reportajeada de George Plimpton sobre Truman Capote ya la tiene: La vida del autor a quien mató el éxito de 'A sangra fría', su obra maestra.A partir de ahí parece producirse el inevitable, y en este caso tardío, ajuste de cuentas.Capote no sólo ha sido uno de los más brillantes escritores del presente siglo estadounidense; ha sido, también, un lúcido y cruel analista de lo que sus conciudadanos y su industria del ocio han mimado con mayor esmero: los mitos Populares. Y si a los 18 años, instalado ya en la base del Imperio, Nueva York, comenzaba su irresistible despegue, a los 41 publicaba A sangre fría, una extraordinaria crónica de sucesos envuelta en forma de novela y difícilmente superable. Entre una y otra fecha había dejado sobrada constancia de su talento literario, de su desarrollada inteligencia y de su acerado ingenio: demasiadas virtudes para salir indemne del empeño.Naturalmente, y mal que les pese a los publicitarios de la biografía de Plimpton, Capote siguió publicando: El invitado del día de acción de gracias, Los perros ladran, la recopilación de sus fantásticos retratos en Música para camaleones y la inacabada novela Plegarias atendidas.Sin embargo parece que ha llegado el momento de la vendetta y ahora se afirma sin rubor que Truman Capote no pudo superar la ejecución de sus protagonistas, que volvió a las drogas, al alcohol y a la promiscuidad (como si alguna vez las hubiera dejado), en fin,torpezas o habilidades del marketing para el que el escribir en una vida una obra maestra es sólo parte de una obligación por la que, al parecer, se deben escribir una o dos al año. 
Capote murió a los 60 años de edad semienloquecido y solo -y se podría añadir que como casi todo el mundo-, dominó a los exquisitos y poderosos, marcó normas de comportamiento social, atacó y fue atacado, escribió una espléndida colección de libros, relatos y perfiles... y ahora, por fin, sabemos que no pudo superar su obra maestra. Así es la vida. ¡un asco!
* Este articulo apareció en la edición impresa del Domingo, 4 de enero de 1998



Truman Capote / Arriesgarse al límite

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Truman Capote

Biografía

Arriesgarse al límite


CLARA SANCHEZ
17 OCT 2002


A veces fantaseo con la idea de que los escritores que admiro son mis parientes. Por ejemplo, Thomas Mann sería un tío mío, al que recordaría vestido siempre con traje y chaleco en medio de una biblioteca tan grande y solemne como una catedral, y al hablar con él mediría mucho las palabras para no decir tonterías. Nada que ver con mi primo pequeño, el de Nueva Orleans, completamente informal en todo, a quien podría contarle cualquier cosa que se me pase por la cabeza porque él escribe sobre lo que ve y oye. Tiene nombre de persona fornida (Truman Capote), sin embargo, es menudo y de rasgos delicados con inocentes ojos azules y pelo rubio, lo que inspira confianza y le será de gran utilidad para sonsacar información cuando en 1959 se traslade a ese pueblecito de Kansas, Holcomb, para narrar desde el mismo lugar de los hechos el incomprensible asesinato de la familia Clutter, una familia tan normal y corriente como la mía, que de repente, sin ningún motivo, es arrancada de su bonita casa, de sus apacibles campos y de su dorada y monótona realidad hacia ningún sitio.


Una vez allí, me atrevería a decir que más que el crimen le impresiona encontrarse metido de lleno en el mundo ya inexistente y fantasmal de los Clutter, y ver cara a cara el destino ineludible a que todos estamos encaminados, pero que siempre vemos cumplido en los demás. Y otra cosa, la gratuidad del crimen, que hace pensar que si los Clutter no hubieran podido dejar de vivir, nadie los habría matado. Quizá en Kansas certifica lo que ya sabe, que la vida es puro azar, puro humo. Y desde luego si no hubiese sido por su empeño, que dura seis años, nadie recordaría este suceso, nadie recordaría a los muertos, ni a Dick y Perry, sus ejecutores (que por cierto son detenidos mientras Capote escribe esta historia), ni a los policías que llevan el caso, ni a los vecinos y amigos de los Clutter, y nadie podría leer una de las novelas más hermosas del siglo XX sobre perdedores y sueños vencidos: A sangre fría. Pero francamente, no sé hasta qué punto Truman Capote hace bien en involucrarse tanto en la historia real y mantener una relación tan estrecha con los acusados hasta el mismo instante de su ejecución. Esta situación le crea muchos conflictos morales y emocionales, lo que para algunos constituye el origen de todos sus males posteriores, pero que sin duda le ayudan a crear unos asesinos profundamente complejos y humanos hasta el punto de que, sin justificar sus actos, logra presentarlos como víctimas de la sociedad. Y más aún, decide convertir a Perry en el más atormentado de todos los personajes, en el más sensible y suspicaz, en el más soñador, más supersticioso, más perdido, y en el más necesitado de un amor que por el mero hecho de sentirlo le tendría que haber sido dado. Y también a Capote, y a todos nosotros. 
Lo que sí sé es que como escritor Truman Capote se juega el todo por el todo, se arriesga al límite y nunca es autocomplaciente. Y esos son sus grandes males, los otros proceden de una infancia desgraciada e insegura, que trata de olvidar en Nueva York, donde decide triunfar, y donde triunfa rotundamente como escritor y como personaje del que no se puede prescindir en ninguna fiesta. Se codea con lo mejor de lo mejor. Por entonces su homosexualidad no es ningún secreto, pero la convierte en literatura en Otras voces, otros ámbitos, obra con la que culmina el que él mismo llama su primer ciclo. Desayuno en Tiffany's culmina el segundo. Y A sangre fría, el tercero. La apoteosis total, todo el mundo le admira, le quiere, le necesita. Pero lo que es la vida, en el mejor momento de su carrera, llegan esos extraños males llamados dudas y juicio crítico, y en lugar de escribir se dedica durante años a revisar sin piedad cada una de sus palabras ya publicadas. Le parece que los escritores en general son recargados y que su misma escritura se está volviendo demasiado densa, pone objeciones a A sangre fría. En ocasiones, la lucidez y la inteligencia son un rayo que mata. Y el suyo cae del infierno al darse cuenta de que 'escribir fue divertido hasta que averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal'. Al leer ahora estas líneas recuerdo algo muy importante que me dijo una vez: 'Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse'. Y nada más hay que verle para saber que así es: drogas, alcohol, caos sentimental, mientras busca desesperadamente una forma ideal tan lejana e inalcanzable como una nube. A nadie le resulta ya ni divertido ni encantador y menos tras la publicación en 1976 de unos capítulos de su esperada obra, Plegarias atendidas, que provoca la indignación general. 

Aun así, en 1980 hace un último esfuerzo por mejorar su imagen y publica Música para camaleones. Muere cuatro años más tarde. Desde entonces conservo como un tesoro algo que escribió para mí: 'Florie, cariño, te lo digo en serio, espero que no alcances nunca el centro del planeta Tierra y que nunca descubras uranio, rubíes y Monstruos Perfectos. De todo corazón, el que aún me queda, espero que te vayas al campo y vivas allí por siempre feliz'. Lo intentaré, te lo prometo.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Jueves, 17 de octubre de 2000 
EL PAÍS

Veinte años sin Truman Capote

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Veinte años sin Truman Capote

un cotilla temible y genial

Talento y excesos marcaron la vida del autor de 'A sangre fría'. Una nueva edición de sus cuentos completos incluye un inédito



RAQUEL GARZON
31 AGO 2004


A Truman Capote (1924- 1984) le encantaba escandalizar. "Soy alto como una escopeta e igual de ruidoso", se jactaba desde su metro cincuenta y cinco el padre de la novela de no ficción, género que inauguró en 1966 con la sobrecogedora A sangre fría. Y cumplió, desde su primer libro, Otras voces, otros ámbitos (1948), en el que planteaba abiertamente el tema de la homosexualidad, hasta su último proyecto inconcluso, Plegarias atendidas, una novela imaginada en los sesenta y publicada parcialmente en la revista Esquire en 1976, en la que desenterró un crimen arduamente silenciado y confidencias sexuales de ricachones que hasta entonces lo habían considerado uno más del club. Los daños colaterales de esa indiscreción incluyeron un suicidio (el de Anne Woodward) y la expulsión de Capote de los círculos que solía frecuentar. De genio precoz a paria, sin escalas.
Veinte años después de su muerte, ocurrida el 25 de agosto de 1984, y a pocas semanas del que hubiera sido, el 30 de septiembre, su cumpleaños número 80, Capote vuelve a ser noticia: Random House ha anunciado para septiembre la publicación de The complete stories of Truman Capote, una edición de sus cuentos completos que incluye un texto inédito de 1950, The Bargain, "la melancólica historia de un ama de casa suburbana de fortuna cambiante". El libro aparecerá en castellano, editado por Anagrama, en noviembre o diciembre, confirmó ayer el editor Jorge Herralde y se sumará a la Biblioteca TC, que desde 1987 ha publicado 10 títulos.
Su historia roza la leyenda. Quiso ser el Proust americano, bailó con Marilyn Monroe hasta que le dolieron los pies, jugó al ajedrez con Marcel Duchamp, compartió limusina con Liz Taylor ("el sueño de cualquier presidiario") y Richard Burton ("una sonrisa repleta de costosos dientes"), sacudió el profundo sur estadounidense que le había visto nacer y retrató (desolló, dirían algunos) a la jet set neoyorquina con mordacidad y ternura parejas, mientras la seducía siendo el alma de todas las fiestas. Durante ese viaje vital, que incluyó largas estancias europeas, litros de alcohol y píldoras como para montar una farmacia, Truman Capote escribió. Adictivamente. Con esmero, con desesperación, con arte. Novelas, cuentos (el memorable Un recuerdo navideño, entre ellos), guiones cinematográficos, retratos, reportajes periodísticos...
La fiebre de escribir -el don y el látigo, a la vez, como la definió- le llegó a los ocho años y el joven Capote comenzó a llenar cuadernos como un poseído. "Los escritos más interesantes que realicé en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario", confesaría luego. "Descripciones de algún vecino. Habladurías de barrio. Una suerte de reportaje, un estilo de ver y oír". Muy temprano, el aspirante a escritor había descubierto algo que el periodista convertiría en arte: el relato de andar por casa, lo cotidiano como noticiable. De esa intuición será hijo, muchos años después, un reportaje antológico -Un día de trabajo (1979)- en el cual el escritor acompaña a su asistenta, Mary Sánchez, y mientras ambos recorren los apartamentos que ella limpia (una excursión antropológica por el Nueva York de entonces), desnudan la vida de sus dueños y fuman canutos como chimeneas.
Famoso desde los 23 años gracias a Otras voces, otros ámbitos, un relato con elementos autobiográficos sobre la búsqueda de identidad de un joven sureño, Capote trabajaba para The New Yorker y la crítica y el público le sonreían. Desayuno en Tiffany's (1958), una deliciosa novela llevada luego al cine con el rostro de Audrey Hepburn, probaría su habilidad para componer personajes inolvidables. Dos años antes, había publicado El duque en sus dominios, un retrato de Marlon Brando, que tuvo tanto éxito como cola: le valió una demanda por calumnias. "El secreto del arte de entrevistar es dejar que el otro crea que te está entrevistando a ti. Empiezas hablando de ti y lentamente vas tendiendo la tela de araña y acaba contándotelo todo. Así cacé a Marlon", confesó. Según Gerald Clarke, biógrafo del escritor, Brando confirmó luego el método Capote: "El pequeño hijoputa se pasó toda la noche hablándome de sus problemas", explicó a un amigo. "Supuse que lo menos que podía hacer era contarle alguno de los míos". Entre ellos, el alcoholismo de su madre y sus presuntos encuentros homosexuales.
El periodismo seguía ganando terreno en la obra de Capote. "Quería realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa y la precisión de la poesía". En 1959 la noticia del asesinato de la familia Clutter en su granja de Arkansas le dio la oportunidad que buscaba. Durante seis años investigó el caso, habló con los vecinos y entrevistó cientos de veces a los homicidas, Perry Smith y Dick Hickock. Cuando A sangre fría salió, la fama de Capote rozó el Olimpo (sólo en España el libro ha agotado 16 ediciones).
"Todos los que han hecho el relato de su vida en tono de confesión parten de un momento en que vivían de espaldas a la realidad, en que vivían olvidados", escribió la filósofa María Zambrano. Una fauna, la de los olvidados, a la que el propio Capote pertenecía como hijo de padres divorciados, criado por parientes, y en la cual abrevó tanto a la hora de la ficción como del periodismo. Un arte, el de la confesión, que tampoco le fue extraño: "Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio", se definió en Música para camaleones, su último libro. Un striptease no menor que aquel que ofició al decir: "Las palabras me han salvado siempre de la tristeza".
* Este articulo apareció en la edición impresa del Martes, 31 de agosto de 2004

La conmovedora carta de la viuda de Robin Williams

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Robin Williams y su mujer, Susan Schneider, en 2009. CORDON PRESS

La conmovedora carta 

de la viuda de Robin Williams


“No tenía poder para ayudarle a ver su propia genialidad", dice Susan Schneider sobre los síntomas de la demencia con cuerpos de Lewy que sufría el actor





EL PAÍS
Madrid 30 SEP 2016 - 12:36 COT

Desde que Robin Williams se quitara la vida en agosto de 2014, son pocas las veces que su viuda ha hablado sobre él en público. Ahora, Susan Schneider ha publicado una conmovedora carta en la revista Neurology sobre la enfermedad neuronal que padecía el actor, y que fue uno de los motivos que le llevaron a suicidarse a los 63 años. Titulada El terrorista dentro del cerebro de mi marido, la artista habla sobre la demencia con cuerpos de Lewy, un desorden neurodegenerativo que afecta a la memoria y a las capacidades motoras, y que destruyó la vida de uno de los intérpretes más queridos de Hollywood, quien, además, sufría párkinson.

“La demencia con cuerpos de Lewy es lo que mató a Robin”, sentencia la artista, que no descubrió que su marido padecía esta enfermedad hasta que le dieron el informe completo de la autopsia tres meses después de su muerte. La enfermedad le causaba al actor “paranoia, alucinaciones, insomnio, fallos de memoria” así como “respuestas emocionales que nada tenían que ver con su carácter”, relata en el escrito que ha publicado en la revista oficial de la Academia de Neurología de Estados Unidos. Tanto Williams como Schneider desconocían las causas de esos síntomas, y por eso el último año de vida del oscarizado intérprete vivieron rodeados de frustración. Y, según cuenta Schneider, él solía decir: “Solo quiero reiniciar mi cerebro”.

“Nunca sabré la verdadera profundidad de su sufrimiento o lo duro que estaba luchando. Pero desde mi posición, vi al hombre más valiente del mundo interpretando el rol más difícil de su vida”. En la carta, Schneider, pareja del actor durante siete años, también aprovecha para descartar que Williams estuviera sufriendo una depresión, como se dijo en el momento de su muerte. “Robin estaba limpio y sobrio, y, de alguna manera, rociamos esos meses de verano con felicidad, alegría y las cosas simples que amábamos: comidas y celebraciones de cumpleaños con la familia y amigos, meditar juntos, masajes y películas, pero, por encima de todo, simplemente coger la mano del otro”.

Susan Schneider y Robin Williams, en un estreno 
en Los Ángeles en 2010. CORDON PRESS
Aunque en sus bonitos recuerdos también hay espacio para conceder que en los últimos meses de su vida mostró algunos síntomas de depresión y episodios de ansiedad, y lo duro que era para ambos verle lúcido y, solo cinco minutos después, totalmente perdido. “No tenía poder para ayudarle a ver su propia genialidad… Por primera vez, mis razonamientos no tenían ningún efecto para que mi marido encontrara la luz en los túneles del miedo en los que estaba metido”.

Según el relato, Schneider conoció la enfermedad neuronal de Robin Williams tres meses después de su muerte, y desde entonces estuvo un año encontrándose con profesionales médicos para tratar de entenderla. Y aunque lamenta que no se hubiera diagnosticado correctamente al actor, “el terrorista iba a matarlo de todas formas. No hay ninguna cura y el rápido declive de Robin estaba asegurado”. Desde entonces, Susan Schneider trabaja con la asociación estadounidense de esta enfermedad para darle una mayor visibilidad para poder ayudar en su diagnóstico. Un propósito que la ha llevado ahora a escribir una carta tan personal. Y una misión que se ha tomado en serio, pues consciente del interés que suscitaba su testimonio la primera vez que habló en televisión sobre la muerte de su marido ya lo hizo para hablar de esta enfermedad.

Robin Williams, entre su mujer y su hija Zelda, en 2011.





El editor de Truman Capote recopila material para la edición de una novela póstuma del autor

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Truman Capote

El editor de Truman Capote


recopila material para la edición de una novela póstuma del autor


AGENCIAS
Washington 12 SEP 1984


Joseph M. Madox, editor del novelista Truman Capote, está recopilando todo el material dejado por el escritor, que falleció el pasado 25 de agosto, para ver si es posible editar una novela. En el momento de su muerte, Capote, estaba escribiendo Answered prayers, una novela comenzada en 1972, de la que había publicado algunos capítulos en la revista Esquire. Capote legó toda su fortuna, valorada en 600.000 dólares (unos 100 millones de pesetas) a John Paul Dunphy, su compañero de vida durante muchos años, con la previsión de crear un premio literario.

El novelista norteamericano no había entregado a su editor ninguna parte del manuscrito de su libro en los últimos cinco o seis años, antes de su muerte el mes pasado, según informó el periódico The New York Times. "Lo que tengo en mis archivos son aproximadamente 250 folios que estoy enviando a su agente literario", afirmó Joseph M. Fox, editor de Capote en la editorial Random House. "Él está recopilando cada apunte al que le pueda echar mano, luego él y yo los revisaremos para ver si se trata del texto parcial de un libro que a Truman le hubiera agradado que se publique", concluyó.El autor de A sangre fría venía reuniendo material para su novela Answered prayers, que él consideraba sería su mejor obra. Las últimas horas previas al sueño que precedió su muerte, las dedicó, según explicó su amiga Joanne Carson, en cuya casa se encontraba Capote en el momento de morir, a escribir las últimas líneas de la novela que tanto había preparado. Según Joanne Carson, Capote le pidió prestada una pluma porque sentía la imperiosa necesidad de concluir aquella noche su novela. Objetivo que al parecer no cumplió.

Premio Truman Capote
El novelista norteamericano Truman Capote, fallecido a finales de agosto por causas todavía desconocidas, legó toda su fortuna, estimada en 600.000 dólares (unos 100 millones de pesetas), al que fue su compañero de vida durante muchos años, John Paul Dunphy.Cuando muera Dunphy, los fondos deberán ser destinados a establecer uno o varios premios anuales para galardonar la excelencia en crítica literaria, según indica el testamento, revelado hoy en un tribunal de Nueva York.
La decisión de publicar, póstumamente una obra concluída o inconclusa, será decidida por sus herederos. Y los herederos (especialmente desde el punto de vista de los críticos literarios) están dando su aprobación con demasiada frecuencia, algunas veces en contra de los deseos del autor.
Los críticos han acusado en muchas oportunidades a los editores de buscar el beneficio del último dólar de derechos de autor, con escritos que el fallecido escritor no hubiera permitido Jamás que se publiquen.
A pesar de que los motivos económicos no pueden dejar de ser tomados en cuenta en la decisión de publicar póstumamente, no siempre pueden resumirse en la palabra "dinero", los únicos motivos. A veces los beneficios que ha obtenido el público han sido tan amplios como la herencia que ha dejado el autor al mundo. Es el caso de Max Brod, quien ignoró el deseo de Franz Kafka de destruir sus manuscritos inéditos, o cuando Sonia Orwell dejó de cumplir los deseos de su esposo George Orwell de que no fuera escrita una biografía sobre él.
Libros de autores muertos hace muchos meses o varias décadas, como Mr. Noonde D. H. Lawrence, novela autobiográfica que no había sido publicada en su versión completa, censurada por sus contenidos sexuales por el editor norteamericano, saldrá publicada en octubre por la Universidad de Cambridge en su versión original.
Otro caso es el de El diario de Virginia Woolf, último volumen de los cinco que escribió en sus últimos 26 años la autora, y que saldrá publicado el 20 de septiembre. Father Abraham, relato de William Faulkner escrito en 1926, publicado por primera vez el año pasado en una corta edición, será presentado el mes próximo en una edición facsimilar. Hace tres meses se publicó también una colección de 14 poemas inéditos de Faulkner.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Miércoles, 12 de septiembre de 1984


Sale a subasta el manuscrito de Summer crossing, obra inédita de Capote

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Sale a subasta el manuscrito de Summer crossing, obra inédita de Truman Capote

Biografía

El autor escribió 'Summer crossing' de joven y nunca quiso publicarla


Bárbara Celis
Nueva York, 3 de diciembre de 2004


El espíritu de Truman Capote (Nueva Orleans, 1924-Los Ángeles, 1984) volverá a pasearse mañana entre los rascacielos de Nueva York, la ciudad que le vio hacerse célebre y en la que cualquier oportunidad es buena para hacer dinero con sus mitos. El manuscrito de Summer crossing, la primera novela que escribió el autor de A sangre fría y que nunca llegó a publicarse porque el propio Capote la consideró mediocre, será subastado hoy por Sotheby's, que ha estimado su precio entre 60.000 y 80.000 dólares (de 45.000 a 60.000 euros, aproximadamente).
Los cuatro cuadernos y 90 folios de correcciones que componen el libro se creían desaparecidos, ya que el escritor dijo haberlos destruido cuando se fue de su apartamento de Brooklyn en 1966. Sin embargo, la persona a la que contrató para que cuidara de aquella casa después de su partida encontró en una caja un montón de papeles abandonados por el escritor, entre los que había, además del manuscrito, una primera versión de su primera novela oficialOtras voces, otros ámbitos, y dos relatos cortos, La ganga y Una guitarra de diamante, que también se subastarán.
Descubrimiento literario
"Es una especie de pre Desayuno en Tiffany's", asegura Julian Caldwell, uno de los expertos de Sotheby's. "Sin duda, es un descubrimiento literario destacado que ofrecerá detalles clave sobre los años de formación de este gran autor, puesto que la escritura de esta novela arranca antes de la publicación de su primer trabajo y continúa después", añade Caldwell.
El borrador completo de la novela El arpa de hierba, el manuscrito de la adaptación de esa novela al teatro; el guión inacabado Plegarias atendidas; el cuaderno en el que, estando en Italia, escribió su famoso relato breve La casa de las flores; fotografías y un centenar de cartas, incluidas las misivas de amor a uno de sus primeros amantes, el crítico literario Newton Arvin, completan la oferta de la subasta de Sotheby's.
Capote comenzó a trabajar en Summer crossing sin haber llegado a cumplir los 20 años, en 1943, mientras escribía para la revista The New Yorker. Tras ser despedido al final de aquel año, decidió regresar a Alabama, donde se había criado, para terminar la novela sobre una joven de 17 años a la que sus padres dejan sola mientras ellos se van de vacaciones a Europa. Tras una estancia de varios meses en Alabama, Capote regresó a Nueva York sin haber terminadoSummer crossing y en diciembre de 1944 escribió, según la biografía de Gerald Clarke: "Dije buenas noches, me encerré en mi cuarto, cogí el manuscrito deSummer crossing, lo metí en el fondo de un cajón de mi cómoda, cogí varios lápices, un montón de folios, me metí en la cama vestido y con patético optimismo escribí Otras voces, otros ámbitos, una novela de Truman Capote".
* Este articulo apareció en la edición impresa del Viernes, 3 de diciembre de 2004


Truman Capote / Escritor vence a personaje

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Truman Capote

Escritor vence a personaje



Javier Aparicio Maydeu
18 de diciembre de 2004

Larga lista de cuentos, uno inédito, que permite descubrir la cara y el alma del autor sureño desde su dura infancia. Una joya envuelta por el drama y la sátira más aguda.

Con ocasión del que hubiera sido su octogésimo aniversario, el pasado 30 de septiembre, sus editores de Nueva York, Random House, le han rendido homenaje publicando una exquisita reedición de su primera novela, Otras voces, otros ámbitos (1948), polémica por el modo en que ventilaba cuestiones homosexuales, un volumen recopilatorio que recoge por primera vez sus jugosas cartas, Too Brief a Treat: The Letters of Truman Capote, editadas por su biógrafo Gerald Clarke, y una esperada y esmerada edición de sus Cuentos completos -sus relatos jamás habían sido reunidos- cuya no menos esmerada traducción -espléndidas las versiones de Murillo y Villoro- reseñamos ahora, advirtiendo sin preámbulos que este volumen, que incluye un relato inédito (y nada desdeñable) descubierto este mismo año, La ganga (1950), y varios publicados por vez primera en castellano (Un visón propio, Las paredes están frías, En los umbrales del paraíso, La leyenda de Preacher y La forma de las cosas), cambiará por completo la imagen que de Capote tengan quienes sólo hayan leído su deliciosa nouvelle Desayuno en Tiffany's (1958) o aquel libro que inauguró por sí solo el género de la novela de no ficción, A sangre fría (1966), pues no en vano estos cuentos revelan la cara humana de un Capote capaz de retratar también al individuo, y no sólo su clase social. Aquí está el escritor, no el periodista.
El volumen, que incluye una insustancial y prescindible introducción del profesor Reynolds Price (desperdiciada ocasión para un análisis riguroso del estilo y de los motivos de la dependencia que Capote tuvo siempre del género del relato), reúne cuentos de distinta naturaleza. De un lado, los que construyen mundos cercanos a la narrativa gótica de escritoras del Sur de los cuarenta y los cincuenta, como Carson McCullers o Flannery O'Connor, cuyos relatos enturbiados por visiones decadentes, trágicas supersticiones y un envolvente ruralismo mítico, trufado de niños y ancianos encerrados en cualquier pueblo asfixiante de la América profunda, están muy presentes en los candorosos cuentos del Capote más temprano, que se enriquecen asimismo con los episodios autobiográficos del pequeño Truman Strekfus Persons, abandonado por su mamá en la campiña de Monroeville, Alabama, junto a tías solteronas y Tom Sawyers de medio pelo, recuerdos de los que jamás pudo ya desembarazarse Capote. No son escasos los cuentos anclados en la dolorosa infancia del autor que figuran sin duda entre lo mejor de su literatura. La tendencia de Capote a narrar en forma de fábula moral -nunca de mero costumbrismo- se encuentra ya en La botella de plata, Mi versión del asunto, caricatura de la literatura grotesca -amores frustrados, fracasos domésticos-, que cultivaban Styron y otros coetáneos de Capote, Un recuerdo navideño, célebre y entrañable memoria de su propia infancia rural entre miedos indefinidos y una soledad apenas atenuada por ilusiones efímeras -en la que aparece una curiosa lista de lo que la protagonista sabe hacer, anunciando la que Capote escribirá sobre sí mismo en Música para camaleones (1980)-, Miriam, el cuento juvenil sobre la niña perversa que hizo famoso a Capote en 1945 y que, pese a su marco urbano, pertenece sin duda al claustrofóbico mundo gótico que se llevó consigo desde el Sur a Nueva York, El invitado del día de Acción de Gracias (interesante narrador autoconsciente con sugestivos apóstrofes al lector), La leyenda de Preacher, la muerte rondándole a un negro analfabeto en mecedora (formidable traducción de Jaime Zulaika), Niños en sus cumpleaños o el que cierra el volumen, Una Navidad.


Un segundo grupo de cuentos lo forman las historias desplazadas al sofisticado ambiente neoyorquino en el que Capote supo moverse como pez en el agua, donde conviven caprichosas flappers podridas de dinero, amas de casa venidas a menos, vida nocturna, matrimonios liberales, juguetes rotos, esnobs de chaise-longue adornando su insípida conversación con alguna que otra palabra francesa, parejas gays y mucha clase media refugiada en el cine o las páginas de Life. Hablamos de fragmentos de dramas arrancados de Tennessee Williams, de sátira de costumbres, de cuentos como El halcón decapitado, Profesor miseria, La ganga,un crudo y sutil relato de diferencias sociales y presuntas banalidades, cimentado en el sarcasmo y en los gossip que tanto le gustaban a Capote, el aplaudido Un árbol de noche, tres extraños en un tren al límite de la sordidez; Las paredes están frías, cuyas páginas se dirían extraídas de una cinta de cine negro;En el umbral del paraíso, una solterona acechando a un viudo ante la tumba de su esposa (imposible escribirle a Jack Lemmon un guión más perfecto), o Un visón propio, con diálogos que podría uno leer en los cartoons del The New Yorker,donde Capote trabajó. En casi todos ellos comprobará el lector que Capote despliega su condición de aventajado discípulo de Henry James o de sureño que jugó a ser Proust, esto es, de observador agudo del mundo social.
Mailer dejó escrito que Capote fue el mejor de su generación por sus frases perfectas y su ritmo calculado con metrónomo. Y por sus silencios y el despliegue teatral del texto (Capote escribe como si sus palabras saliesen a un escenario), tanto como por la brillantez de sus comparaciones, añade todavía este lector aportando un ejemplo: "Como si el cielo fuera un espejo roto por un rayo, la lluvia cayó entre ellos como una cortina de cristales astillados"). O por sus maniáticas recurrencias -camafeo, noviembre, las tartas, la orquídea, el otoño, abrigos de marta cibelina, Fred Astaire-, que logran crear un mundo propio.
De modo que los lectores de Capote tienen por qué estar de enhorabuena: las mencionadas novedades editoriales (a las que habrá que sumar la inminente reedición del libro de Lawrence Grobel, Conversations with Capote, Da Capo Press, 2000) no son moco de pavo, y estos Cuentos completos resultan prueba irrefutable de que aquella frenética esquizofrenia que aquejó al autor de Nueva Orleans, escindido entre la literatura y la vida, se ha resuelto finalmente en favor de la primera, pues la mera lectura de estos cuentos muestra que el Capote escritor vence al Capote personaje, y que el mejor antídoto contra el show de Truman, contra el Capote rutilante, chismoso y freak es su propia literatura, tan buena que en realidad jamás necesitó de esa enloquecida promoción que, en cambio, sí fue para su autor la vida (o la muerte) misma.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 18 de diciembre de 2004

EL PAÍS


Hollywood rueda dos filmes sobre la vida de Truman Capote

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Philip Seymour Hoffman en el papel de Truman Capote

Hollywood rueda dos filmes sobre la vida de Truman Capote

El autor de 'A sangre fría' fascina al sector del cine de EE UU



ROCÍO AYUSO
Los Ángeles 23 MAR 2005

El nombre de Truman Capote conjura numerosas imágenes. Entre ellas, la del creador de ese género que gustaba describir como "novelas reales", o la del homosexual hedonista, habitante de las noches neoyorquinas. Como dice Sandra Bullock, "la vida de Truman Capote da para millones de películas". La actriz habla con conocimiento de causa, pues forma parte de uno de los dos filmes que Hollywood está realizando sobre este autor.

Las dos películas, Capote y Every word is true (Cada palabra es cierta), coinciden en estar centradas en el detallado proceso de elaboración que llevó a Capote, escritor fallecido hace dos décadas, a escribir A sangre fría - recreación con una lírica magistral de un asesinato real- y su fascinación por uno de los asesinos. "Es algo así como presenciar el principio del fin", afirma Bullock resumiendo ese sentimiento general de que con esta novela, publicada en 1966, Capote alcanzó la cúspide personal de su carrera, su mayor obra, momento en el que comenzaría su lento declive artístico.

Ésta no es la primera ocasión en que Hollywood se embarca simultáneamente en dos proyectos idénticos. Tan sólo en la última década, pasó, por ejemplo, con meteoros (Deep Impact y Armageddon) o con las dos películas basadas en J. M. Barrie que se rodaron simultáneamente y que, según un pacto de caballeros entre estudios, se estrenaron con un año de diferencia, Peter Pan y Descubriendo Nunca Jamás.

Además, es fácil de entender el renacido interés en la figura de Capote, autor que el pasado año habría celebrado su 80º cumpleaños. "Truman Capote es una personalidad literaria fascinante", admitió Danny Rosett, al frente de United Artist, productores de Capote. Mucho más difícil de ver es el futuro comercial de ambas cintas sobre la fascinación literaria y sexual por esos dos asesinos, Dick Hickcock y Perry Smith, con los que el escritor pasó gran cantidad de tiempo antes de que fueran ejecutados por el asesinato en Kansas de una familia de cuatro miembros sin ninguna razón aparente. "Lo que está claro es que nadie se mete a hacer una mala película", defiende Bullock, que interpreta el papel de la también escritora y amiga de Capote, Harper Lee, en el proyecto que lleva por título Every word is true.

La película, producida por los estudios Warner por unos 13 millones de dólares, tiene como ventaja la fama de sus protagonistas. Junto a Bullock, el reparto incluye a Ashley Judd, Sigourney Weaver y Gwyneth Paltrow, esta última en el papel de la cantante y actriz Peggy Lee. Mark Ruffalo aceptó ser Perry Smith, el asesino al que Robert Blake dio vida en la versión de A sangre fría que Richard Brooks dirigió en 1967. Ruffalo obtuvo el papel cuando Mark Wahlberg lo dejó vacante y después de haber rechazado el mismo trabajo en el proyecto rival.

El único desconocido de Every word is true es precisamente su protagonista, Capote, trabajo que recae en las manos de Toby Jones (parte del reparto de Descubriendo Nunca Jamás y la voz de Dobby en Harry Potter y la cámara de los secretos) cuando rostros más conocidos, como los de Johnny Depp, Matt Damon, Jude Law o Sean Penn dijeron que no. Según Bullock, el parecido de Jones con el autor de Desayuno en Tiffany's es increíble. "Puedo decir que no conozco a Toby. Sólo conozco a Truman, a su Truman. Y me alegro de no ser Toby, porque toda la responsabilidad recae en sus hombros", admite la estrella de un filme para el que tuvieron acceso a las anotaciones y grabaciones de Capote con los asesinos, guardadas en la biblioteca pública de Nueva York.

Ventaja
En el caso de Capote, la responsabilidad de interpretar al escritor recae en un rostro más conocido y más respetado, en especial en el ámbito del cine independiente. Se trata de Philip Seymour Hoffman, actor al que acompañan en esta producción de siete millones de dólares Catherine Keener, como Harper Lee, la autora de Matar a un ruiseñor. Un reparto mucho menos conocido para el público general, pero que cuenta con una importante ventaja a su favor, que ya ha concluido el rodaje.


Basado en el libro Capote: una biografía, de Gerald Clarke, Capote se encuentra en posproducción. Está previsto su estreno para el verano. La filmación de Every word is true acaba de comenzar tras un retraso en el comienzo. Un pequeño detalle que puede darle a Capote la victoria en la taquilla porque está demostrado que, menos en el caso de Armaggedon, cuando hay proyectos repetidos, el que estrena primero se lleva el público.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Miércoles, 23 de marzo de 2005


Truman Capote / La moral de los buitres

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Truman Capote
Fotografía de Irving Penn
Poster de T.A.

Truman Capote

La moral de los buitres


TOMAS ELOY MARTÍNEZ
6 ENE 2005

Casi todos los escritores han dicho alguna vez que sin entrega plena no hay literatura verdadera. En rigor, ninguna pasión del hombre tiene sentido si no se pone en juego todo el ser. Hasta para el amante, los caminos a medias son siempre una certeza de fracaso.
En 1956, William Faulkner llevó esas exigencias a sus extremos de individualismo y amoralidad: "El artista es responsable sólo ante su obra", declaró en The Paris Review. "Si es un buen artista, será completamente despiadado. ... Arroja todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir su libro".
Esas palabras son escandalosas pero no excesivas: en el horizonte de la historia, los hombres terminan por ser su obra antes que ellos mismos. A mediados de octubre, Random House -la editorial de Nueva York- dio a conocer, por fin, el epistolario de alguien que pensaba como Faulkner, pero con mayor malicia: Truman Capote. El volumen, compilado por el biógrafo Gerald Clarke, se titula Too Brief a Treat (Un placer demasiado breve) y es parco en revelaciones.
La mayor, quizá, desmiente la leyenda de que Capote prefería la diversión a la disciplina. Nada de eso: era un obsesivo, para quien la obra estaba por encima de todo. Y, a semejanza de Faulkner, parecía vivir en un mundo en el que pasaban pocas cosas fuera de las que les pasaban a ellos mismos y a quienes los rodeaban.
Answered Prayers (Plegarias atendidas), el mayor fracaso de Capote, fue también la novela en la que pensó durante más tiempo. Empezó a hablar de ella en una carta a su editor, el fundidor de Random House, Bennett Cerf, en 1958, advirtiéndole que sería superior a En busca del tiempo perdido, "pero debo mantenerme callado sobre el tema para no alarmar a las amigas que me sirven de modelos". Como se sabe, las alarmó, llegaban hasta la desesperación y el suicidio.
Apremiado por los editores que le habían adelantado una fortuna, publicó en la revista Esquire, a fines de 1975, uno de los capítulos, 'La Côte Basque'. Allí reunía en la mesa de un restaurante neoyorquino a millonarios adúlteros y princesas chismosas fáciles de reconocer. En cuestión de horas, Capote perdió casi todas sus relaciones y, a la vez, su brillo social. Nadie lo saludaba ni lo atendía al teléfono. En vez de genio, lo llamaban canalla.
En las cartas, sin embargo, Capote dista de prodigar rumores o chismes. Más bien exige a sus corresponsales que se los cuenten: "Cuanto más viles sean, mejor". Si le preguntan sobre algún conocido con el que se ha cruzado en California o en Taormina, responde de manera siempre elusiva: "Mejor no escribir sobre eso. Es algo que prefiero contarte en persona". O bien: "Estoy demasiado involucrado en el tema como para decirte algo".
Hasta 1956, Capote era sólo el golden boy, el muchacho dorado que se dejaba admirar. Desde los 21 años publicaba narraciones en la revista más refinada de los Estados Unidos, The New Yorker, donde también trabajaba como mandadero. Su lenguaje era vaporoso, elegante, con ciertos ecos remotos de Carson McCullers y Eudora Welty.
Sus hábitos estaban en las antípodas del ejercicio periodístico: escribía numerosas versiones a lápiz de un mismo relato, en posición invariablemente horizontal, "en la cama o en un diván", y dejaba reposar el texto durante un par de semanas antes de resolver si quería o no quería publicarlo.
Mientras trabajaba en su obra maestra, In Cold Blood (A sangre fría), se volvió alcohólico. Cuando la publicó, a comienzos de 1966, ninguna adulación le parecía suficiente. En las cartas se queja todo el tiempo de que sus libros no han recibido los grandes premios que sí se les concedieron a sus imitadores, entre los que menciona a Norman Mailer y a Gore Vidal.
Las tragedias y trivialidades del mundo se le convierten en una sucesión de chismes sobre señoras que se han estirado la cara "¡por cuarta vez!" o sobre celebridades como Greta Garbo, a la que destruye en pocas palabras: "Es la muerte en persona, pero tostada por el sol".
En el memorable prefacio de Música para camaleones, Capote se preguntaba por qué "nunca, ni una sola vez en toda mi vida de escritor, exploté por completo todo lo que sé".
Poco antes de su muerte en 1984, en un diálogo con el editor y escritor Charles Ruas, entrevió la respuesta: porque a la libertad con que vivía le faltaba mucho para ser absoluta, porque no había bebido suficiente ácido de los abismos, porque se acercaba a la realidad con escrúpulos en vez de mancharse de sangre, como lo exigía su conciencia. Un escritor no tiene por qué andar cuidando a los personajes de que se alimenta, dicen las cartas: si alguien deserta, otro ser humano puede reemplazarlo. ¿La humanidad no es acaso una fuente inagotable? El límite no está en el cálculo profesional, sino en el grado de ternura que profesa por la especie.
En una carta de 1958, Faulkner dijo que aspiraba a reencarnarse en un buitre, alguien a quien nadie ama, ni odia, ni envidia, ni necesita. En 'Vueltas nocturnas', texto final de Música para camaleones, Capote plagia la frase con descaro: "Me gustaría reencarnarme en un buitre. Un buitre no tiene que molestarse por su aspecto ni por su habilidad para seducir; no tiene que darse aires. De todos modos no va a gustar a nadie: es feo, indeseable, mal recibido en todas partes. Hay mucho que decir sobre la libertad que se obtiene a cambio".
Tanto a Faulkner como a Capote no les importaba ser condenados por la historia. Sólo estaban atentos a su obra, es decir, a ese banquete de buitres en el que cualquier realidad, hasta la más insulsa, puede transfigurarse en palabras inmortales.

Tomás Eloy Martínez es escritor y periodista, autor de Santa Evita y de El vuelo de la reina.Distribuido por The New York Times Syndicate. © Tomás Eloy Martínez.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Jueves, 6 de enero de 2005


Truman Capote / Un día de trabajo

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Noticias de la niebla
Times Square, NY, 2012
Foto de Triunfo Arciniegas

Truman Capote

Biografía

Un día de trabajo

A Day's Work

scenario: Una lluviosa mañana de abril de 1979. Camino por la Segunda Avenida de la ciudad de Nueva York, cargado con un capacho de hule para la compra lleno de artículos de limpieza que pertenecen a Mary Sánchez, quien va a mi lado tratando de mantener un paraguas por encima de los dos, lo que no es difícil, pues es mucho más alta que yo: mide seis pies.
Mary Sánchez es una asistenta que trabaja por horas, a cinco dólares la hora, seis días a la semana. Trabaja aproximadamente nueve horas al día, y visita una media de veinticuatro domicilios distintos entre lunes y viernes; por lo general, sus clientes sólo requieren sus servicios una vez a la semana.
Mary tiene cincuenta y siete años, nació en un pequeño pueblo de Carolina del Sur y ha «vivido en el Norte» durante los últimos cuarenta años. Su marido, puertorriqueño, murió el verano pasado. Tiene una hija casada que vive en San Diego y tres hijos, uno de los cuales es dentista, otro que está cumpliendo una condena de diez años por robo a mano armada, y un tercero que «sencillamente se ha ido, Dios sabe a dónde. Me llamó la pasada Navidad, parecía muy lejos. Le pregunté: ¿dónde estás, Pete?, pero no me contestó, de modo que le dije que su papá había muerto, y él contestó que bueno, que era el mejor regalo de Navidad que podía hacerle, así que colgué el teléfono de golpe y espero que no vuelva a llamar nunca. Escupir de esa manera en la tumba de papá. Bueno, es cierto que Pedro no fue bueno con los chicos. Ni conmigo. No hacía más que emborracharse y jugar a los dados. Se iba con mujeres malas. Lo encontraron muerto en un banco del Central Park. Tenía una botella casi vacía de Jack Daniels en una bolsa de papel sujeta entre las piernas; aquel hombre sólo bebía lo mejor. Con todo, Pete se pasó al decir que se alegraba de la muerte de su padre. Le debía el don de la vida, ¿no es cierto? Y yo también le debía algo a Pedro. Si no hubiera sido por él, seguiría siendo una baptista ignorante, perdida para el Señor. Pero cuando me casé, lo hice por la iglesia católica, y la iglesia católica llevó un resplandor a mi vida que nunca ha desaparecido ni lo hará jamás, ni siquiera cuando yo muera. Crié a mis hijos en la fe; dos me salieron bien buenos, y de ello doy más crédito a la iglesia que a mí misma».
Mary Sánchez es fuerte, pero tiene una cara redonda, pálida y suave, con una nariz algo respingona y un bonito lunar en la mejilla izquierda. No le gusta el término «negro», aplicado en forma racial. «Yo no soy negra. Soy castaña. Una mujer de color castaño claro. Y le diré algo más. No conozco a mucha otra gente de color que les guste que les llamen negros. Quizás a algunos jóvenes. Y a esos radicales. Pero no a gente de mi edad, ni aun a los que tienen la mitad de mis años. Ni a la gente que son negros de verdad les gusta. ¿Qué tienen de malo los negros? Yo soy negra y católica, y estoy orgullosa de afirmarlo.»
Conozco a Mary Sánchez desde 1968, y ha trabajado periódicamente para mí durante todos estos años. Es concienzuda, y se toma un interés más que circunstancial por sus clientes, a bastantes de los cuales apenas ha visto o no conoce en absoluto, porque muchos de ellos son trabajadores solteros y mujeres que no están en casa cuando ella va a limpiarles el piso; se comunica con ellos, y ellos con ella, por medio de notas: «Mary, por favor, riegue los geranios y dé de comer al gato Espero que se encuentre bien. Gloria Scotto.»
Una vez le sugerí que me gustaría seguirla durante el transcurso de un día de trabajo, y ella dijo que de acuerdo, que no veía nada malo en ello y que, en realidad, disfrutaría de mi compañía: «A veces, éste puede ser un trabajo bastante solitario.»
Y por eso es por lo que caminamos juntos en esta mañana de abril pasada por agua.
TC:¿Qué demonios lleva usted en este capacho?
Mary:Vamos, démelo. No quiero que maldiga.
TC: No. Lo siento. Pero pesa.
Mary:Quizá sea la plancha.
TC:¿Plancha usted la ropa? Nunca plancha la mía.
Mary: Es que alguna de esa gente no tiene utensilios Por eso tengo que cargar con tantas cosas. Yo les dejo notas: compre esto, compre lo otro. Pero se olvidan. Es como si toda mi gente estuviera absorta en sus problemas. Como ese míster Trask, a cuya casa vamos. Lo tengo desde hace siete u ocho meses, y aún no lo conozco. Pero bebe demasiado, su mujer lo abandonó por eso y debe facturas en todas partes, y si alguna vez contesto al teléfono, es alguien que trata de cobrar. Sólo que ahora le han cortado el teléfono.
(Llegamos a la dirección, y de su bolso de bandolera saca un enorme aro metálico en el que tintinean docenas de llaves. El edificio, de color pardo rojizo, tiene cuatro pisos con un ascensor diminuto.)
TC(después de entrar y echar una ojeada al piso de Trask Una habitación de gran tamaño con verduzcas paredes de color arsénico, una cocina pequeña y un cuarto de baño con un retrete roto que mana constantemente): Hmm. Ya entiendo lo que quiere decir. Este tipo tiene problemas.
Mary(abriendo un armario viscoso y lleno de ropa para lavar con olor a sudor): ¡Ni una sábana limpia en esta casa! ¡Y mire esa cama! ¡Mayonesa! ¡Chocolate! Migas, migas, chicle, colillas de cigarrillos. ¡Lápiz de labios! ¿Qué clase de mujer estaría dispuesta a meterse en una cama como ésta? No he podido cambiar las sábanas durante semanas. Meses.
(Enciende varias lámparas con las pantallas torcidas; y mientras se afana en organizar el desorden circundante, observo la estancia con mayor cuidado. En realidad, parece que un ladrón la hubiese saqueado, dejando algunos cajones de la cómoda abiertos y otros cerrados. Encima de la cómoda hay una fotografía con marco de cuero de un hombre rechoncho y moreno y de una rubia desdeñosa de la Júnior League[1], y de tres chicos pelirrubios, sonrientes, dentones y tostados por el sol, el mayor de unos catorce años. Sujeta en un espejo empañado, hay otra fotografía sin marco: otra rubia, pero, sin duda, no de la Júnior League, quizás un ligue de Maxwell's Plum; me figuro que el lápiz de labios de las sábanas de la cama será de ella. Un ejemplar del número de diciembre de la revista True Detective yace en el suelo, y en el cuarto de baño, junto al retrete, incesantemente agitado, hay un montón de revistas de chicas, Penthouse, Hustler, Oui: aparte de eso, parece haber una total ausencia de pertenencias culturales. Pero por todas partes hay centenares de botellas de vodka vacías: del tipo de miniaturas que sirven en las líneas aéreas.)
TC:¿Por qué cree usted que sólo bebe esas miniaturas?
Mary:Quizá porque no puede comprar nada mayor. Sólo compra lo que puede. Tiene un buen trabajo, si es que logra conservarlo, pero su familia lo tiene arruinado.
TC:¿En qué trabaja?
Mary:En aviación.
TC:Eso lo explica. Esas botellitas las consigue gratis.
Mary:¿Sí? ¿Y cómo? No es camarero. Es piloto.
TC:¡Oh, Dios mío!
(Suena un teléfono con un ruido amortiguado, porque el aparato está hundido bajo una manta arrugada. Con expresión malhumorada y las manos jabonosas de agua de fregar, Mary lo desentierra con delicadeza de arqueólogo.)
Mary:Se lo deben haber conectado otra vez. ¿Diga? (Silencio.) ¿Diga?
Voz de Mujer:¿Quién es ahí?
Mary:Esto es la residencia de míster Trask.
Voz de Mujer: ¿La residencia de míster Trask? (Carcajada; luego, en tono altanero): ¿Con quién hablo?
Mary:Soy la doncella de míster Trask.
Voz de Mujer:Conque míster Trask tiene doncella, ¿eh? Vaya, eso es más de lo que tiene la señora Trask. ¿Querría la doncella de míster Trask decirle, por favor, a míster Trask que a la señora Trask le gustaría hablar con él?
Mary:No está en casa.
Señora Trask:No me diga eso. Póngame con él.
Mary: Lo siento, señora Trask. Creo que está volando.
Señora Trask (con amarga alegría): ¿Volando? Siempre está volando. Siempre.
Mary:Quiero decir que está trabajando.
Señora Trask:Dígale que me llame a casa de mi hermana en Nueva Jersey. Que me llame nada más llegar, si es que sabe lo que le conviene.
Mary: Sí, señora. Le dejaré el recado. (Cuelga.) Tiene mal genio, la mujer. No es raro que él esté en esas condiciones. Y ahora está fuera, trabajando. Me pregunto si me habrá dejado mi dinero. Aja. Ahí está. Encima de la nevera.
(En forma sorprendente, al cabo de una hora se las ha arreglado de alguna manera para ocultar el caos y dar a la estancia un aspecto no enteramente ordenado, pero sí medianamente respetable. Con un lápiz garabatea una nota y la sujeta contra el espejo de la cómoda: «Querido míster Trask, su mujer quiere que la llame a casa de su hermana sinceramente Mary Sánchez.» Luego suspira, se sienta en el borde de la cama y de su bolso de mano saca una cajita de hojalata que contiene un surtido de canutos de marihuana; selecciona uno, lo encaja en una boquilla y lo enciende, inhalando profundamente, reteniendo el humo en los pulmones y cerrando los ojos. Me ofrece uno.)
TC:Gracias. Es demasiado pronto.
Mary:Nunca es demasiado pronto. De todos modos, tiene que probar este material. Mucho cojones[2]. Me lo regaló una clienta, una señora realmente católica; está casada con un tipo del Perú. Se lo manda su familia. Directamente por correo. Nunca lo utilizo para colocarme. Sólo lo suficiente como para levantar un poco el ánimo. Esa pesadez. (Da chupadas al petardo hasta que casi le quema los labios) Andrew Trask. Pobre diablo asustado. Podría terminar como Pedro. Muerto en el banco de un parque, sin nadie a quien le importe. No es que a mí no me importara aquel hombre. Últimamente me sorprendo recordando los buenos tiempos que pasé con Pedro, y supongo que eso es lo que le pasará a la mayoría de las personas que hayan amado alguna vez a alguien y lo hayan perdido; se borra lo malo y uno piensa en las buenas cosas que tenían, en lo que te gustaba de ellos al principio. Pedro, el joven de quien me enamoré, bailaba divinamente, ¡oh!, sabía el tango, sabía la rumba, me enseñó los movimientos y me hacía bailar hasta caerme. Éramos habituales del salón de baile del Savoy. Iba arreglado y era limpio; incluso cuando le dio por la bebida siempre llevaba las uñas cortadas y arregladas. Y sabía cocinar cualquier cosa. Así se ganaba la vida, como cocinero de platos rápidos. He dicho que nunca hizo nada bueno por los chicos; pero les preparaba las cestas de comida que llevaban al colegio. Toda clase de bocadillos envueltos en papel encerado. Jamón, manteca de cacao y gelatina, huevos en ensalada, bonito, y fruta, manzanas, plátanos, peras, y un termo de leche caliente mezclada con miel. Resulta doloroso imaginárselo ahí, en el parque, y pensar que no lloré cuando la policía se presentó a decírmelo; que nunca lloré. Debería haberlo hecho. Se lo debía. También le debía un puñetazo en la mandíbula.
Voy a dejarle las luces encendidas a míster Trask. No tiene sentido que vuelva a casa y se encuentre con una habitación a oscuras.
(Cuando salimos del edificio, la lluvia había cesado, pero el cielo estaba revuelto y se había levantado un viento que lanzaba basura a las alcantarillas y causaba que los viandantes se calaran el sombrero. Nuestro destino estaba a cuatro manzanas; un modesto pero moderno edificio de pisos con un portero uniformado, domicilio de miss Edith Shaw, una joven de unos veinticinco años que formaba parte de la plantilla de redacción de una revista. «Una especie de revista de actualidad. Debe tener cerca de mil libros. Pero no tiene aspecto de ratón de biblioteca. Es una chica muy maja, y tiene muchos novios. Demasiados; sencillamente, parece que no puede quedarse mucho tiempo con un solo tipo. Somos amigas porque... Una vez llegué a su casa y estaba muy enferma. Acababa de abortar. Normalmente, no tolero eso; va contra mis creencias. Le pregunté que por qué no se había casado con aquel hombre La verdad era que ella no sabía con quién casarse; no sabía quién era el padre. Y, de todas formas, lo último que quería era un marido o un crío».)
Mary(inspeccionando el ambiente desde la puerta abierta del piso de dos habitaciones de miss Shaw): Aquí no hay mucho que hacer. Quitar un poco el polvo. Lo tiene bien arreglado. Fíjese en todos esos libros. Del suelo hasta el techo no hay otra cosa que libros.
(Excepto por las atestadas estanterías, el piso era atrayentemente parco, blanco y luminoso, como escandinavo. Había una antigüedad: un escritorio de tapa corrediza con una máquina de escribir encima; miré lo que había escrito en ella:
«Zsa Zsa Gabor tiene

305 años

Lo sé

Pues le conté

Los anillos.»

Y tres espacios más abajo, escrito en la máquina:
«Sylvia Plath, te odio a ti

Y a tu maldito papi.

Me gustaría, ¿me oyes?

¡Me gustaría que me metieras

La cabeza

En un horno calentado a gas!»)

TC:¿Es poetisa miss Shaw?
Mary:Siempre está escribiendo algo. No sé qué es. Lo que he visto, a mí me suena a droga. Venga, quiero enseñarle algo.
(Me lleva al cuarto de baño, una estancia sorprendentemente amplia y resplandeciente. Abre la puerta de un armarito y señala un objeto en un estante: un consolador de plástico rosa moldeado en forma de un pene de tamaño normal.)
¿Sabe qué es eso?
TC:¿Usted no?
Mary:Yo soy la que pregunta.
TC:Es un consolador en forma de pene.
Mary:Sé lo que es un consolador. Pero nunca he visto uno como ése. Dice: «Hecho en Japón.»
TC:¡Ah, bueno! La mentalidad oriental.
Mary:Viciosos. Pero tiene algunos perfumes exquisitos. Si es que le gustan los perfumes. Yo sólo me pongo un poco de vainilla detrás de las orejas.
(Mary se puso entonces a trabajar, a fregar los encerados suelos sin alfombras, a quitar el polvo de las estanterías con un plumero; y mientras trabajaba, tenía abierta su caja de canutos y la boquilla cargada. No sé cuánta «pesadez» tendría que levantar, pero sólo el aroma me estaba colocando.)
Mary:¿Seguro que no quiere probar un par de caladas? Usted se lo pierde.
TC:No me fuerce.
(¡Cielo santo! He fumado alguna hierba potente, nunca lo bastante como para adquirir hábito, pero sí lo suficiente para apreciar la calidad y conocer la diferencia entre hierba mexicana corriente y contrabando de lujo, como la tailandesa y la suprema Maui-Wowee. Pero tras acabar de fumarme un porrito de Mary, y mientras estaba a la mitad de otro, me sentí como atrapado por un delicioso demonio, abrazado por un júbilo loco y maravilloso: el demonio me hacía cosquillas en los dedos de los pies, me rascaba la hormigueante cabeza, me besaba ardientemente con sus azucarados labios rojos, me metía su fiera lengua dentro de la garganta. Todo echaba chispas; mis ojos parecían tener un objetivo con zoom: podía leer los títulos de los estantes más altos: La personalidad neurótica de nuestro tiempo, de Karen Horney; Eimi, de e. e. cummings; Cuatro cuartetos; Poemas completos, de Robert Frost.)
TC: Desprecio a Robert Frost. Era un bastardo perverso y egoísta.
Mary:Pues si nos ponemos a maldecir...
TC:Y él con su halo de cabellos desgreñados. Un egocéntrico, sádico y traicionero. Arruinó a toda su familia. A varios de ellos. ¿Ha comentado alguna vez esto con su confesor, Mary?
Mary:¿Con el padre McHale? ¿Comentado el qué?
TC: EL El precioso néctar que estamos devorando tan divinamente, mi adorable paro carbonero. ¿Ha informado al padre McHale de esta deliciosa iniciativa?
Mary: Lo que no sepa, no puede hacerle daño. Tome, ahí tiene algo de menta. Peppermint. Hace que este material sepa mejor.
(Era raro, no parecía colocada, ni una pizca. Yo acababa de pasar Venus, y Júpiter, el viejo y placentero Júpiter, me hizo señas desde la lejanía planetaria de color lila, encandilada por las estrellas. Mary se acercó al teléfono y marcó un número; lo dejó sonar un rato antes de colgar.)
Mary:No están en casa. Eso es algo de agradecer al señor y la señora Berkowitz. Si hubieran estado en casa, no podría llevarlo a usted allá. A causa de esos pomposos judíos. ¡Y ya sabe usted lo pretenciosos que son!
TC:¿Judíos? ¡Sí, por Dios! Muy pomposos. Deberían estar en el Museo de Historia Natural. Todos ellos.
Mary: He pensado en despedir a la señora Berkowitz. El problema es que míster Berkowitz, que trabajaba en prendas de vestir, está jubilado, y siempre están los dos en casa. Estorbando. A menos que vayan a Greenwich, donde tienen una propiedad. Allí es donde deben haber ido hoy. Hay otra razón por la que me gustaría dejarlos. Tienen un loro viejo: lo ensucia todo. ¡Y es estúpido! Lo único que ese loro necio sabe decir son dos cosas: «¡Vaca sagrada!» y «¡Oy vey!» Cada vez que entra uno en esa casa, empieza a gritar: «¡Oy vey!» Me ataca los nervios de un modo horrible. ¿Qué tal? Vamos a fumarnos otro porrito y a salir de este garito.
(Había vuelto a llover y tenía más fuerza el viento, una mezcla que hacía que el aire pareciera como un espejo haciéndose añicos. Los Berkowitz vivían en Park Avenue, más arriba del ochenta, y sugerí que tomáramos un taxi, pero Mary dijo que no, que qué clase de marica era yo, que podíamos ir andando, así que me di cuenta de que, a pesar de las apariencias, ella también viajaba por sendas estelares. Fuimos caminando despacio, como si hiciese un cálido día tranquilo con cielo de color turquesa y las duras calles resbaladizas fuesen una playa caribeña de color perla. Park Avenue no es mi bulevar favorito; es de ricos y carece de encanto; si la señora Lasker plantara tulipanes en todo el trayecto de la Estación Centralal Spanish Harlem, sería en vano. Sin embargo, hay ciertos edificios que despiertan recuerdos. Pasamos uno donde Willa Cather, la escritora norteamericana que más he admirado, vivió los últimos años de su vida con su compañera, Edith Lewis; con frecuencia solía sentarme frente a su chimenea y bebía Bristol Cream mientras observaba cómo la lumbre inflamaba el pálido azul de la llanura de los geniales y serenos ojos de miss Cather. En la Calle Ochenta y Cuatro reconocí un edificio en donde una vez asistí a una pequeña cena de etiqueta dada por el senador John F. Kennedy y señora, entonces tan joven y despreocupada. Pero, a pesar de los agradables esfuerzos de nuestros huéspedes, la noche no fue tan instructiva como yo había previsto porque, después de que se hubiera dejado ir a las mujeres y los hombres se quedaran solos en el comedor para saborear sus cordiales y sus puros habanos, uno de los invitados, un modisto de mentón más bien oblicuo llamado Oleg Cassini, acaparó la conversación con el relato de un viaje a Las Vegas y las innumerables chicas de revista a las que allí había probado recientemente: sus medidas, sus especialidades eróticas, sus exigencias financieras; un recital que hipnotizó a oyentes, ninguno de los cuales estaba más divertido y más atento que el futuro presidente.
Cuando llegamos a la Calle Ochenta y Siete, señalé a una ventana del cuarto piso del número 1060 de Park Avenue e informé a Mary:«Mi madre vivió ahí. Esa era su habitación. Era guapa y muy inteligente, pero no quería vivir. Tenía muchas razones, al menos ella lo creía así. Pero, al final, el único motivo fue su marido, mi padrastro. Era un hombre que se hizo a sí mismo, muy próspero; ella lo adoraba, y él era verdaderamente un buen tipo, pero jugaba, se metió en líos, malversó un montón de dinero, perdió su negocio y lo llevaron a Sing-Sing.»
Mary meneó la cabeza: «Igual que mi chico. Lo mismo que él.»
Los dos nos quedamos parados, mirando a la ventana, mientras el chaparrón nos empapaba. «De modo que una noche se vistió toda de gala y dio una cena; todo el mundo dijo que estaba preciosa. Pero después de la fiesta, antes de irse a acostar, se tomó treinta pastillas de Seconal y jamás se despertó.»
Mary se enfada; echa a andar con rápidas zancadas bajo la lluvia: «No tenía derecho a hacer eso. No tolero esas cosas. Van contra mis creencias.»)
Loro chillón:¡Vaca sagrada!
Mary:¿Lo oye? ¿Qué le había dicho?
Loro:Oy vey! Oy vey!
(El loro, un collage surrealista de plumas verdes, amarillas y naranjas, está situado en una percha de caoba en el salón rigurosamente formal del señor y la señora Berkowitz, una estancia que sugiere estar enteramente hecha de caoba: los suelos de parqué, los paneles de la pared y los muebles, costosas reproducciones de grandiosos muebles de época, aunque sabe Dios de cuál, quizá de comienzos de la Gran Confluencia.Sillas de respaldo recto; sofás que habrían puesto a prueba la paciencia de un profesor de modales. Cortinajes de seda de color morado vendaban las ventanas que, de manera incongruente, estaban cubiertas de visillos venecianos de color marrón mostaza. Por encima de una repisa de chimenea de caoba tallada, un retrato con marco de caoba de míster Berkowitz, carrilludo y cetrino, lo pintaba como un caballero rural vestido para la caza del zorro: chaqueta encarnada, corbata de seda, una trompa de caza apretada debajo de un brazo y una fusta bajo el otro. No sé qué aspecto tendría el resto de aquella casa, de mezclados estilos, porque aparte del salón, no vi nada salvo la cocina.)
Mary:¿Qué es tan divertido? ¿De qué se ríe?
TC:De nada. Sólo es ese tabaco peruano, querube mío. Entiendo que míster Berkowitz monta a caballo.
Loro:Oy vey! Oy vey!
Mary:¡Calla! Antes de que retuerza tu maldito pescuezo.
TC:Pues si nos ponemos a maldecir... (Mary refunfuña; se santigua.) ¿Tiene nombre ese bicho?
Mary:Aja. Intente adivinarlo.
TC: Polly.
Mary(sorprendida de verdad): ¿Cómo lo sabe?
TC:Porque es hembra.
Mary:Es un nombre de chica, así que debe ser hembra. Sea lo que sea, es una zorra. Pero fíjese en toda esa porquería del suelo. La tengo que limpiar yo toda.
TC:Ese lenguaje. Ese lenguaje.
Polly:¡Vaca sagrada!
Mary:¡Qué nervios! Tal vez sería mejor que nos colocáramos un poquito. (Fuera sale la caja de hojalata, los porros, la boquilla, las cerillas.) Y vamos a ver qué localizamos en la cocina Tengo muchas ganas de dulce.
(El interior de la nevera de los Berkowitz es una fantasía de glotón, una cornucopia de golosinas cebadoras. No era de extrañar que el dueño de la casa tuviese tales carrillos. «¡Oh, sí¡», confirma Mary, «son un par de cerdos. Ella tiene un estómago que parece que va a soltar los quintillizos de Dionne. Y todos los trajes de él están hechos a medida; no le vale nada comprado en la tienda. ¡Hmm, qué rico! Me siento golosa de verdad. Esos pastelitos de coco parecen apetitosos. Y no me importaría meterle el diente a esa tarta de moka. Podemos ponerle encima un poco de helado». Alcanzamos unos enormes cuencos de sopa y Mary los llena de pastelitos y de tarta de moka y les añade cucharones del tamaño de un puño llenos de helado de pistacho. Volvemos al salón con ese banquete y caemos sobre él como huérfanos maltratados. No hay nada como la hierba para despertar el apetito. Tras acabar la primera ración y echarnos dos porritos más, Mary vuelve a llenar los cuencos con raciones aún más grandes.)
Mary:¿Qué tal se encuentra?
TC: Me encuentro bien.
Mary:¿Cómo de bien?
TC:Realmente bien.
Mary:Dígame exactamente cómo se siente.
TC: Estoy en Australia.
Mary:¿Ha estado alguna vez en Austria?
TC: En Austria, no. En Australia. No, pero allí es donde estoy ahora. Y todo el mundo dice siempre que es un sitio muy aburrido. ¡Eso demuestra lo que saben! El mejor surfing del mundo. Estoy en el océano, sobre una tabla de surf, cabalgando sobre una ola tan alta, como... tan alta como...
Mary:Tan alta como usted. ¡Ja, ja!
TC:Está hecha de esmeraldas fundidas. La ola. El sol me calienta la espalda y la espuma me salta a la cara y me rodean tiburones hambrientos. Aguas azules, muerte blanca. Qué película tan terrorífica, ¿verdad? Hambrientos y blancos devoradores de hombres por doquier, pero no me inquietan; francamente, me importan tres cojones...
Mary(con ojos desorbitados de miedo): ¡Cuidado con los tiburones! Tienen dientes asesinos. Puede quedarse paralítico de por vida. Y mendigará por las esquinas de las calles.
TC:¡Música!
Mary:¡Música! Eso es lo que se necesita.
(Como un luchador atontado, avanza tambaleándose hacia un objeto en forma de gárgola que hasta entonces había escapado, afortunadamente, a mi atención: una consola de caoba que combina televisión, tocadiscos y radio. Sintoniza la radio hasta encontrar una emisora donde hay una música retumbante con ritmo latino.
Sus caderas evolucionan, sus dedos chasquean, se abandona elegante pero suavemente, como si recordara una sensual noche de juventud y bailara con una pareja fantasma alguna coreografía memorable. Y es cosa de magia cómo responde su cuerpo, ahora sin edad, a los tambores y guitarras, cómo da vueltas al ritmo más sutil: está en trance, en el estado de gracia que supuestamente alcanzan los santos cuando experimentan visiones. Y yo también oigo la música; corre velozmente por mi cuerpo, como anfetamina, cada nota resonando con la separada nitidez de las campanas de una catedral en un silencioso domingo de invierno. Me acerco a ella, voy a sus brazos y nos conjuntamos paso a paso el uno al otro, riendo, vibrando, y aun cuando la música se interrumpe por un locutor que habla español tan rápido como el cascabeleo de las castañuelas, seguimos bailando, porque las guitarras están ahora encerradas en nuestras cabezas, igual que nosotros somos prisioneros de nuestro abrazo, de nuestras carcajadas, cada vez más altas, tan altas que no reparamos en una llave que chasca, en una puerta que se abre y luego se cierra. Pero el loro lo oye.)
Polly: ¡Vaca sagrada!
Voz de Mujer:¿Qué es esto? ¿Qué ocurre aquí?
Polly:Oy vey! Oy vey!
Mary:¡Vaya! ¡Hola, señora Berkowitz, señor Berkowitz! ¿Qué tal están ustedes?
(Y ahí se quedan, flotando en el aire, como los globos de Mickey y Minnie Mouse en un desfile de Mary del Día de Acción de Gracias. No es que esos dos tengan nada ratonil. Sus encolerizados ojos, los de ella colorados detrás de unas gafas de arlequín con montura adornada de lentejuelas, absorben la escena: nuestros picaros mostachos de helado, el acre humo de la hierba polucionando la habitación. La señora Berkowitz se adelanta airosamente y apaga la radio.)
Señora Berkowitz:¿Quién es este hombre?
Mary:Creía que no estaban en casa.
Señora Berkowitz:Evidentemente. Le he preguntado: ¿quién es ese hombre?
Mary:No es más que un amigo mío. Me está ayudando. Hoy tengo mucho trabajo que hacer.
Míster Berkowitz:Está usted borracha, mujer.
Mary(engañosamente dulce): ¿Cómo dice usted?
Señora Berkowitz:Dice que está usted borracha. Estoy sorprendida. Sinceramente.
Mary:Ya que hablamos con sinceridad, francamente tengo que decirle esto: hoy es el último día que hago de negra por aquí... La despido a usted.
Señora Berkowitz: ¿Que usted me despide a mí?
Señora Berkowitz: ¡Fuera de aquí! Antes de que llame a la policía.
(Sin bulla, recogemos nuestras pertenencias. Mary saluda al loro con la mano: «Hasta luego, Polly. Tú eres buena. Eres buena chica. Sólo estaba de broma.» Y en la puerta donde sus antiguos patronos se han situado con firmeza, declara: «Y para que tomen nota, nunca he bebido una gota en mi vida.» Afuera, sigue lloviendo. Caminamos pesadamente por Park Avenue y luego cruzamos a Lexington.)
Mary:¿No le dije que eran pomposos?
TC:Son piezas de museo.
(Pero ha desaparecido la mayor parte de nuestra vivacidad; la energía de la hierba peruana retrocede, y en su lugar aparece cierta depresión, se hunde mi tabla de surf, y ahora cualquier tiburón a la vista podría hacer que me muera del susto.)
Mary:Todavía tengo que hacer el de la señora Kronkite. Pero es simpática; me disculpará si no voy hasta mañana. Quizá me vaya a casa.
TC:Permítame que llame a un taxi.
Mary:Odio darles ocupación. A esos taxistas no les gusta la gente de color. Incluso cuando ellos mismos son de color. No, puedo tomar el metro ahí abajo, en Lex esquina a Ochenta y Seis.
(Mary vive en un piso de renta limitada cerca del Yankee Stadium; dice que estaba atestado cuando su familia vivía con ella, pero ahora que está sola parece inmenso y peligroso: «Tengo tres cerrojos en cada puerta y todas las ventanas clavadas. Me compraría un perro policía si no tuviese que dejarlo solo tanto tiempo. Sé lo que es estar solo, y no se lo desearía a un perro».)
TC:Por favor, Mary, permítame que la lleve en taxi.
Mary:El metro es mucho más rápido. Pero antes quiero detenerme en un sitio. Sólo está un poco más abajo.
(El sitio es una exigua iglesia atrapada entre vastos edificios en una callejuela. Dentro, hay dos breves hileras de bancos, un altar pequeño y, encima, una imagen de escayola de Jesús crucificado. Un olor a incienso y cirios domina las sombras. En el altar, una mujer enciende una vela cuya luz oscila como el sueño de un espíritu tembloroso; aparte de ella, somos los únicos suplicantes presentes. Nos arrodillamos juntos en el último banco y Mary saca de su bolso un par de rosarios («Siempre llevo uno de más»), uno para ella y otro para mí, aunque no sé cómo manejarlo, pues nunca he usado uno. Los labios de Mary se mueven susurrantes.)
Mary:Dios Santo, danos tu gracia. Por favor, Señor, ayuda a míster Trask a dejar de beber y a no perder su trabajo. Por favor, Señor, no dejes que miss Shaw sea un ratón de biblioteca y una solterona; debería traer a tus hijos a este mundo. Y, Señor, te ruego que recuerdes a mis hijos y a mi hija y a mis nietos, a todos y a cada uno. Y te ruego que no permitas que la familia de míster Smith lo envíe a un hogar de jubilados; él no quiere ir, llora todo el tiempo...
(Su lista de nombres es más numerosa que las cuentas de su rosario, y sus ruegos en favor de ellos tienen la gravedad de la llama del cirio en el altar. Se interrumpe para mirarme.)
Mary:¿Está rezando?
TC:Sí.
Mary:No lo oigo.
TC:Estoy rezando por usted, Mary. Quiero que viva para siempre.
Mary:No ruegue por mí. Yo ya estoy salvada. (Coge mi mano y la estrecha.) Ruegue por su madre. Ruegue por todas esas almas ahí perdidas, en la oscuridad. Pedro. Pedro.





[1]Asociación norteamericana de antiguas mujeres universita rías dedicada a actividades sociales. (N. del T.)
[2]Sic en el original (N. del T.)


Truman Capote
Música para camaleones
Buenos Aires, Emecé, 1981



MÚSICA PARA CAMALEONES


Truman Capote / El inocente y melancólico sureño

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Truman Capote
Foto de Irving Penn
Poster de T.A.

Truman Capote


El inocente y melancólico sureño



ELVIRA LINDO
8 AGO 2005



La Cote Basque, el restaurante de la Calle 55, dio nombre al relato con el que Truman Capote se hundió para siempre. La Cote Basque ya no es lo que era. En el momento en el que Capote escribió el cuento se trataba del típico sitio donde uno iba a ver y ser visto. Hoy es simplemente un buen restaurante en una de esas calles de paso en las que te cruzas con el tipo de hombre joven de negocios que anda como si el fracaso estuviera a punto de atraparle. Tiene enfrente, eso sí, la tienda de Manolo Blahnik, discreta y distinguida, visitada por mujeres que quieren subir sus pies en tacones de más de seiscientos dólares, mujeres como la dama que protagoniza el cuento: sofisticada, bella, de cuello largo, uno de esos cisnes de la alta sociedad en la que Truman Capote creyó reinar. El cuento en sí no es más que la historia de un gran cotilleo que en aquellos años corría entre esos ricos que formaban la aristocracia americana: Kennedy, Radziwill, Vanderbilt, Guiness, Paley..., un chisme de esos que nunca llegan a verse publicados porque pertenecen a la intimidad de gente demasiado poderosa. Capote se atrevió y lo puso por escrito: un empresario judío, casado con una mujer preciosa, se acuesta con la mujer católica y poco agraciada del gobernador. Es evidente que el empresario sólo lo hace por el morbo que le provoca echar un polvo con la esposa de un político importante. La experiencia sexual, catastrófica, es contada en sus detalles más bochornosos. El cuento, leído cuando ya todos sus protagonistas están muertos, es divertidísimo; pero en su momento, al ser publicado por la revista Esquire, provocó un escándalo tal que el escritor no pudo sobreponerse. No sólo los personajes eran identificables, sino que la esposa del empresario era Babe Paley, amiga íntima del escritor, una millonaria que lo adoptó y lo introdujo en el mundo de la jet. Ella nunca perdonó la traición. El escritor fue expulsado de la alta sociedad, y aunque, según cuenta su editor, Capote solía afirmar que la literatura lo justificaba todo ("¿Qué creían, que estaba con ellos para entretenerles?"), el que fuera el niño mimado de la gente rica no pudo superar el desprecio al que fue sometido. Tampoco hoy los críticos americanos aceptan la excusa de "lo literario" -este año, en el que se ha publicado su correspondencia y un relato inédito, hablaban de esa época como la de su total declive creativo-. Tampoco nadie sensato cree que La Cote Basque formara parte de una novela, Plegarias atendidas, que ya estaba escrita. Esa novela, que daría cuenta de la vida neoyorquina a la manera proustiana, nunca apareció, aunque aún circula la leyenda de que el manuscrito se encontrará algún día en la consigna de una estación. Por no creerse, tampoco sus conocidos creen que leyera a Proust. No tuvo tiempo. El tiempo que otros escritores entregan a la lectura, Capote los dedicó a rastrear almas, a ejercer esa habilidad que tenía para sonsacar intimidades, e inventó un estilo narrativo que nacía más de un don innato que del bagaje intelectual.



Es fácil distinguir a Truman, ese niño sabiondo que vive con sus tías y que inventa historias fascinantes sobre su padre ausente
Ni tan siquiera existe un antes y un después en la aceptación de su homosexualidad; siempre lo fue abiertamente

Todo el mundo sabía que era un mentiroso. En eso no engañó a nadie. Los que le conocieron de niño tomaban sus mentiras como parte de su impactante atractivo. El mejor retrato que de él se ha escrito lo hizo Nelle Harper Lee, la escritora de Matar un ruiseñor, su mejor amiga de infancia. Nelle y Truman vivían en casas contiguas en Monroeville, un pueblecito de Alabama, ajeno a cualquier atractivo turístico pero que pasará a la historia por haber visto crecer a dos grandes escritores norteamericanos. La coincidencia no puede ser más extraordinaria. La infancia sureña de los dos está retratada con fidelidad en la conmovedora historia de Harper Lee. Es fácil distinguir a Truman, ese niño sabiondo que vive con sus tías y que inventa historias fascinantes sobre un padre ausente. Truman, Dill en la novela, es el niño diferente, tan diminuto y tan listo que parece irreal, abandonado por sus padres pero mimado por las tías, sobre todo por su tía Sook, una mujer con cierto retraso mental que aparece a menudo en los cuentos del escritor como un personaje muy poético. 
Capote fue abandonado por una madre que se fue a Nueva York movida por un deseo irreprimible de ascenso social. Lejos de acomplejarle este abandono, los aires de grandeza de Lillie Mae, su madre, que responde al tipo de belleza sureña tantas veces descrito en la literatura americana, fueron heredados por él. Los juicios y mentiras de Capote sobre los personajes famosos de la vida nocturna neoyorquina fueron tremendamente crueles; sin embargo, las mentiras relacionadas con su infancia en el sur no despegaban nunca de la puerilidad. Solía afirmar que su madre había sido Miss América. La realidad es que sólo llegó a Miss Alabama. Lillie Mae ascendió socialmente gracias a su segundo marido, Joseph García Capote, al que Truman apreciaba y del que tomó ese apellido que concedió a su nombre una sonoridad exótica. Una de las cosas que menos se ha destacado del escritor es el gran parecido que tenía con su madre, no sólo físico sino en ese empeño paleto de integrarse en una élite en la que nunca dejaron de estar de prestado. La humanidad de Truman Capote se encuentra en su literatura, en el mimo con el trata a sus personajes, en la melancolía hacia el sur, que simboliza la infancia. Tan atractivos son esos dos paletos de Kansas que asesinaron A sangre fría a toda una familia como su pobre tía Sook o como esa Marilyn Monroe que él recreó para la literatura en el retrato más preciso que de ella se ha hecho, plagado probablemente de mentiras pero cuyo resultado final es mucho más exacto que los que hiciera Arthur Miller contando verdades a medias. Pero él no era periodista, sino literato, y la literatura convierte la mentira en verdad con el paso del tiempo. 
Si su madre consiguió ser la anfitriona de fiestas de cierta relevancia en su apartamento de Park Avenue, el hijo tocó el cielo tras el éxito de A sangre fría organizando la fiesta del Blanco y el Negro, en la que convocó a la gente más influyente de su país. Pero creyó, con más inocencia de la que cabía esperar, que tenía poder para contar lo que quisiera, que el valor de las palabras es más grande que el del dinero, que sus travesuras, sus traiciones, serían perdonadas. Si a un escritor se le ha de juzgar sólo por lo que escribe, Truman Capote está de sobra perdonado. Aquellos que le odiaron ya están muertos, las mentiras de entonces ya no son moneda de cambio, su espíritu malicioso es parte del atractivo biográfico. Su literatura, en cambio, sigue brillando, la habilidad mágica con la que utilizaba el lenguaje no ha perdido lustre, y lo que pervive, lo que ha superado el paso del tiempo, no es esa malicia compulsiva que marcó su personalidad, sino un alma literaria que se muestra sensible hacia los humildes y sarcástico hacia quien lo tiene todo. Su vida, sin embargo, estuvo entregada al triunfo más vulgar, vivir arrimado, divirtiendo, a gente de apellido ilustre y vida regalada. 
Miss Alabama se suicidó antes de cumplir los cincuenta años. Cabría pensar que él siguió su ejemplo, como siempre, pero optó por una autodestrucción lenta. Seguramente el alcohol y las drogas le concedían la creencia ilusoria de que habría una segunda oportunidad, esa redención que, como decía Scott Fitgerald, no existe en América. 
Truman Capote tuvo siempre la misma edad. De niño era un viejo, de mayor poseía un extraño aspecto infantil. Ni tan siquiera existe un antes y un después en la aceptación de su homosexualidad; siempre lo fue abiertamente. 
Su voz femenina, agudísima, su pequeña estatura, su necesidad de ser escuchado, hacen válida para todas sus edades la descripción que de él hizo Harper Lee en Matar un ruiseñor: "Cuando nos contaba una vieja historia sus ojos azules brillaban y se oscurecían. Su risa era brusca y feliz. Se peinaba el pelo rubio, casi blanco, dejando un remolino en el centro de la frente. Nosotros nos acercábamos a él como a un Merlín de bolsillo, admirando esa mente en la que bullían planes excéntricos, extraños deseos y pintorescas fantasías".
* Este articulo apareció en la edición impresa del Lunes, 8 de agosto de 2005

Truman Capote / Un seductor con oído paciente

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Truman Capote
Foto de Marion Ettlinger


Truman Capote

Biografía

Un seductor con oído paciente


ELISA SILIÓ
Madrid 8 AGO 2005
La fascinación que provoca aún la figura de Truman Capote, 21 años después de su muerte, explica que el pasado invierno Hollywood rodase dos películas biográficas del autor de A sangre fría. Truman Streofkus Persons, verdadero nombre de Capote, nació en 1924 en Nueva Orleans y se crió escribiendo cuentos en un pueblo de Alabama. Muy joven, se mudó a Nueva York y empezó a escribir relatos cortos para revistas como The New Yorker. Otras voces, otros ámbitos (1948), su primera novela, fue un éxito inmediato y causó gran revuelo por su contraportada, en la que el escritor posaba como una especie de Lolita.
Pequeño y de voz atiplada, se convirtió en el enfant terrible de Nueva York, que seducía a los hombres como un encantador de serpientes y se ganaba a las féminas con su oído paciente. Tras publicar Desayuno en Tiffany's y un ácido retrato de Marlon Brando, entre otros encargos periodísticos, Capote necesitaba volver a la ficción. Por eso propuso a The New Yorker un reportaje sobre una familia asesinada en Kansas por 40 dólares. Su trabajo comenzó en 1959 y terminó seis años más tarde cuando, tras ser testigo del ahorcamiento de los asesinos por invitación de éstos, parió A sangre fría. "Aquello", recuerda Vanity Fair, "fue para la literatura lo que la beatlemanía para la música". Nada volvió a ser lo mismo. Lo visto le estalló el alma. Nunca terminó una novela larga y se sumergió en el alcohol, la droga, el cotilleo y la promiscuidad. Hasta que en 1984, a los 59 años, Capote, que padecía ataques epilépticos y tomaba drogas sedantes, no despertó en casa de una amiga en Los Ángeles. "Sólo diré que no soy una persona feliz. Sólo los imbéciles o los idiotas son felices", repetía.

* Este articulo apareció en la edición impresa del Lunes, 8 de agosto de 2005

EL PAÍS


Maruja Torres / El 'show' de Truman

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Truman Capote

El 'show' de Truman

Fue un genio de la literatura. Truman Capote supo moverse entre lo sórdido y lo poético, entre la 'jet-set' y los asesinos de 'A sangre fría'. Su vida de cine es ahora la película 'Capote', elegida por los críticos estadounidenses como la mejor de 2005, y una de las favoritas a conseguir un Oscar.


MARUJA TORRES
12 FEB 2006

Truman Capote fue uno de los mejores escritores de su generación, alguien dotado de un oído infalible para captar la musicalidad de la lengua inglesa y para reproducir el habla de la gente. Añádanle a ello la magistral habilidad con que mezclaba lo oscuro y lo poético, la angustia que serpentea bajo las aguas mansas, y también la altura descriptiva de su prosa. Era un genio, como él mismo dijo (la modestia no fue su fuerte), tras alardear también de ser alcohólico y drogadicto. Pero estas dos últimas características no siempre estuvieron en él, aunque sí la pulsión que acabaría por entregarle a tales adicciones, el miedo a ser abandonado, que se inició en su terrible infancia y no le abandonó hasta el final.



"No hay día en que aquello no proyecte una sombra sobre mí", decía Capote sobre los asesinos de 'A sangre fría'

En realidad, Capote, que nació en Nueva Orleans en 1924 y falleció en agosto de 1983 de una lenta y repetida sobredosis de licores y fármacos, vino a este mundo apellidándose Pearsons. Con un don, y con bastantes cargas. Pasó la mayor parte de su infancia en Monroeville, con sus tías, mientras su madre, que había huido de un marido tarambana en dirección al Norte para pescar un hombre que la hiciera rica, se limitó a mandar dinero para su manutención y algo de ropa por correo; su padre, cuando no vagabundeaba e intentaba poner en pie sueños imposibles, estaba en la cárcel.
El pequeño Truman creció en la espesa sensualidad sureña que tantos otros escritores propiciaron -el más grande, William Faulkner-, rodeado de magia y de susurros, de narraciones en el porche y personajes alucinados. Desarrolló una capacidad de seducción sin límites, encerrada en un pequeño cuerpecillo de duende rubio y frágil. Cuando, por fin, su madre le llamó para que su nuevo marido, Joe García Capote -su abuelo fue un español que había luchado en Cuba contra los norteamericanos-, cuidara de él y le diera su apellido, Truman ya tenía unas cuantas cosas muy claras y una característica especial.
Las primeras se referían a su necesidad imperiosa de convertirse en escritor y abrirse camino como tal; la segunda era su homosexualidad, que ni de niño ocultó, vistiéndose con excentricidad y exhibiendo sin complejos su voz aguda, aflautada y femenina. Muchos años más tarde publicaría el cuento Deslumbramiento, muy sureño, en el que narra la relación de una supuesta maga con un niño que, en secreto, desea ser mujer.
En el prólogo del libro que lo contenía, Música para camaleones, Capote -era 1980: faltaban sólo tres para su muerte- escribió que "cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse". Truman lo sabía bien. Para entonces, y desde la década de los cuarenta, lo sabía todo acerca de la gloria literaria, los placeres de la vida mundana, el brillo y las sombras de la café-society, de la que había sido niño mimado, y la tortura de escribir. El látigo predominaba en su existencia.
Pero hubo un tiempo en que decir Truman Capote era nombrar lo más alto y brillante de la literatura, y lo más osado y vibrante de un espectáculo social que no se detenía nunca, y en cuyo interior giraba como un torbellino. Una espiral en la que se vio atrapado -y de la que se vio escupido- cuando se publicaron en la revista Esquire los primeros capítulos de su último e inacabado libro, Plegarias atendidas.
Vayamos por partes. Ya de adolescente, Truman Capote había plasmado su intenso deseo de hacer carrera en un poema que escribió en el colegio: "Como el poderoso cóndor […], he aguardado y acechado a mi presa. Mi víctima es la inmortalidad. Ser alguien y ser recordado". No lo escribió en broma. En 1942, a los 18 años, entró como corrector de pruebas en su adorado y elitista The New Yorker, en donde sufrió la decepción de ver que no le daban la menor oportunidad de publicar sus relatos, aunque su aspecto estrafalario llamaba la atención: llevaba ya un fular que arrastraba casi por el suelo, que ondeaba al viento, y eso que aún no había alcanzado el metro cincuenta de estatura, que sería lo más alto a lo que llegaría su bonita y rubia cabeza. Por suerte, en Harper's Bazaar y su revista hermana, Mademoiselle, consiguió su oportunidad. Tras haber sido reclamado en la oficina de reclutamiento, en donde fue rechazado a primera vista por su nervioso amaneramiento, Truman se presentó en el edificio de las mencionadas publicaciones femeninas, que se vanagloriaban de contar con los mejores escritores del país.
Efectivamente, entre anuncios y reportajes de modas publicaban sus narraciones gente como Virginia Wolf, Christopher Isherwood, Colette, W. H. Auden y Carson McCullers. Allí encontró a sus primeros protectores y protectoras, allí se hizo querer. Porque Truman no se parecía a nadie, era bullicioso y conquistaba a toda costa a quienes necesitaba en un sentido o en otro; no por manipulador, o no sólo por eso, sino porque siempre estuvo necesitado de afecto. Los Capote, con quienes había crecido, no habían resultado finalmente de gran ayuda sentimental, en especial su madre, Nina, que le vituperaba por su homosexualidad y exhibía ya una marcada tendencia al alcoholismo.
Desde que publicó sus primeros relatos (eran tiempos, vaya por Dios, en que un buen relato corto se comentaba como hoy los amores de Bisbal), y sobre todo desde que salió su primera narración larga, Otras voces, otros ámbitos, el éxito le inundó como el sol de su tierra sureña. Desarrolló, al mismo tiempo, una actividad social frenética, pues su arrolladora personalidad no dejó indiferentes ni a los homosexuales que integraban gran parte del mundo de la edición y la literatura, ni a la gente de la alta sociedad que tenía como deporte cazar ingenios para su entretenimiento. A su publicidad -y a que el personaje, ya entonces, empezara a devorar al escritor- contribuyó el hecho de que el propio Truman eligió para la contraportada de esa primera novela una fotografía en la que aparecía tumbado en un canapé, con el flequillo sobre la frente y la mirada fija en la cámara; como un lolito. No se podía ser más audaz para la época.
Como consecuencia, la revista Life publicó un artículo. "Desde entonces, ha sido un veredicto inevitable. Si eres célebre, eres célebre. Y punto. Eso no se puede cambiar", confesó años más tarde en sus conversaciones con el periodista Lawrence Grobel. Y no parecía disgustado.
Fiestas, viajes, yates. Mujeres célebres. Las hermanas Lee Radziwill y Jacqueline Kennedy, millonarias como Babe Paley y Gloria Vanderbilt. Y, por supuesto, toda clase de reinonas de la literatura, como Gore Vidal (odio a muerte: incluido un pleito), Tennessee Williams, con quien mantuvo intermitencias de amistad y rechazo; así como Noel Coward, que le adoraba, y el fotógrafo Cecil Beaton.
Se encontró en la cúspide -y mejor: seguía en ella- tras la publicación de Desayuno en Tiffany's, que pasó al cine con Audrey Hepburn como protagonista (Truman la quería, pero no la consideró adecuada; al final de su vida sostenía que Jodie Foster habría sido ideal), y continuaba siendo la mascota de la jet-set. Su inquietud interior le llevaba a viajar con su amante Jack Dumphy y sus perros y gatos: Portofino, Ravello, París, Roma, Taormina, el Caribe. En algunos lugares se detenía y escribía.
Gran parte de A sangre fría la escribió en Palamós, en la Costa Brava. Lo que llamó novela de no ficción (se habían hecho algunos experimentos antes, pero él fue quien fundó el género; y se diferencia del llamado nuevo periodismo, que inspiró, en el hecho de que en su libro nunca aparece el narrador) constituyó el cenit de su carrera. Después vino la debacle.
Un día de noviembre de 1959 cayó en sus manos un periódico en el que se informaba del asesinato brutal de una familia típica norteamericana, en una granja típicamente norteamericana, en el condado de Kansas. Se preguntó cómo sería para aquella gente normal la súbita interrupción de la muerte. Por aquellos días, el crimen violento y sin sentido todavía no formaba parte de la rutina diaria.
Partió con su amante y con su amiga de infancia Nelle Harper Lee (quien, más adelante, publicaría la célebre Matar a un ruiseñor) para ahondar en el material que sólo iba a servir, creía, para un reportaje largo, como el que años antes había escrito sobre la gira soviética de la compañía que representaba el musical Porggy and Bess. Cuatro años después, deshecho, Truman Capote todavía esperaba, impaciente, el hecho final gracias al que podría escribir el último capítulo de su libro: la ejecución de los dos asesinos, varias veces aplazada.
Lo que ocurrió entre Truman y los dos asesinos (que planificaron deliberadamente el exterminio de la familia Clutter, de ahí el título del libro de Capote: A sangre fría) se cuenta en la biografía del escritor, escrita por Gerald Clarke (Ediciones B), que ha dado pie a la película Capote, con Philip Seymour Hoffman -acaparador de premios por su actuación-, pero lo que hubo en el fondo nunca se sabrá. Truman desarrolló una especie de amistad, de afecto, con las dos víctimas, pero sobre todo con Perry, el más articulado de los dos culpables; y quizá hubo cierta tensión sexual, sobre todo por parte del convicto. En cualquier caso, estuvo allí durante el ahorcamiento, a su lado. "No hay día en que aquello no proyecte una sombra sobre mí", diría.
Tras el éxito abrumador de 'A sangre fría', Truman Capote cometió dos inmensos errores: darse unas largas vacaciones (las merecía: cuatro años metido en la sordidez carcelaria no reclamaban menos), pero demasiado largas, descuidando la disciplina de la escritura. Y dar lo que se llamó la fiesta de la década, un baile de máscaras en blanco y negro que planificó como un relato y al que invitó a los personajes más importantes de la jet-set internacional. La invitada de honor era Katharine Graham, propietaria de The Washington Post. Hubo intentos de suicidio por parte de algunos que no fueron invitados.
A partir de aquí, nada pudo ser como antes, y fue entonces cuando el alcohol, los tranquilizantes y la cocaína entraron en su vida, así como las desintoxicaciones. Música para camaleones y la inacabada Plegarias atendidas, así como sus famosos retratos de famosos, es cuanto escribió en sus últimos años. Murió sentado en la cama, con su amiga Joanne Carson. Se sintió mal y la mujer quiso llamar al hospital. "No, déjalo, no soportaría pasar otra vez por eso". Siguieron charlando apaciblemente hasta que se durmió para siempre, según cuenta el libro de Gerald Clarke.
Es una lástima que en esta edición actual de su biografía, por razones publicitarias, figure Philip Seymour Hoffman en su caracterización de Capote, y no el propio autor. Una vez más, el personaje se come al genio. Pero busquen sus obras y léanle. Es eterno.
La película 'Capote' se estrena en España el próximo día 24 de febrero (de 2005).
* Este articulo apareció en la edición impresa del Domingo, 12 de febrero de 2006

Rosa Montero / Truman Capote su pudrió

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Truman Capote


Truman 

Capote se pudrió

ROSA MONTERO
26 MAR 2006

Viendo el otro día la estupenda película Truman Capote me quedé pensando una vez más en que no es nada fácil vivir una existencia entera manteniendo la dignidad, la vitalidad, la curiosidad y la entereza. Si no mueres joven, los años te ofrecen muchas otras posibilidades de morirte por dentro. Puedes corromperte, adocenarte, amedrentarte. Puedes equivocarte totalmente y convertirte en algo que de joven despreciabas. Puedes petrificarte en tus emociones y tus ideas, o deprimirte, o quizá alcoholizarte. Hay incalculables formas de perderse y todos llevamos dentro la posibilidad de hacer de nuestras vidas un disparate. 
Eso es exactamente lo que le sucedió a Truman Capote, ese inmenso escritor que vendió su alma al diablo por una desmedida ambición de ser rico y famoso. Ansiaba tanto triunfar que no le importó sacrificar vidas humanas para ello; es decir, deseó durante años y con todas sus fuerzas que ejecutaran a los dos asesinos en los que basó su obra maestra, A sangre fría, en la equivocada creencia de que la muerte de esos hombres (con los que había desarrollado una larga y estrecha relación) pondría el broche de oro a su libro. Personalmente creo que fue toda esa miseria lo que destruyó a Capote. Vivió veinte años más después de A sangre fría, pero, aparte de unos pocos cuentos, no consiguió terminar ningún otro libro. Y cuando murió, con 59 años, era un personaje patético y enfermo, un ser profundamente infeliz destrozado por las drogas y el alcohol. 
Hace muchos años que leí la formidable biografía de Capote hecha por Clarke en la que está basada la película, y ahora no recuerdo si el autor pone en algún momento esa fatídica frase que suelen decir todos los biógrafos: "Esos fueron los mejores años (o meses) de su vida". Soy una amante del género biográfico y les aseguro que siempre se me ponen los pelos de punta cuando me tropiezo con semejante afirmación: entonces, ¿todo lo demás, el resto de la existencia del personaje, fue un puro decaer? ¿Las vidas pueden estropearse así, sin previo aviso? ¿Y habré gastado y superado yo ya, sin darme cuenta, mi periodo de gracia y plenitud? ¿Estaré al borde de algún oscuro precipicio, como Capote lo estaba al publicar A sangre fría, aunque, cegado por el estruendoso éxito, seguramente creyera que estaba empezando lo mejor de su vida? Es una reflexión escalofriante. 
Vivimos en una sociedad que mitifica de tal modo la juventud que, a la hora inevitable de envejecer (un trayecto que tenemos que hacer todos) no sólo no solemos contar con apoyos para el viaje, sino que, por el contrario, se nos bombardea con mensajes inquietantes. Por ejemplo, otra cosa que me fastidia de las biografías es que suelen dedicar el grueso del volumen a la infancia, la juventud y la primera madurez, y que luego, alcanzada cierta edad del personaje, normalmente despachan el resto de sus días (a veces, en los longevos, más de veinte años) en un puñadito de páginas, como si el último tercio de la vida fuera algo carente de interés y valor. Y lo mismo sucede en las encuestas: habrán visto que están divididas por sectores de edad, de manera que hay un apartado dedicado, pongamos, a los que están entre 15 y 24 años, otro a los que caen entre 25 y 40, un tercero entre los 41 y los 55, por ejemplo, y después… Después muchos de estos estudios abren un inquietante tramo ilimitado: "De 56 en adelante". Es como si a partir de esa edad entraras en la bruma que todo lo deshace, como si fueras escupido al espacio exterior de la vida rica y verdadera. 
Y, sin embargo, cada vez vivimos más. Qué paradoja. Yo siempre he pensado que la vejez es la edad épica del ser humano. Que es difícil envejecer con dignidad y manteniéndose verdaderamente vivo hasta el final, y que cumplir esa aventura, es decir, conseguir desarrollar una existencia entera lo más plena y feliz, es la mayor ambición a la que uno puede dedicar su vida. Verdaderamente envejecer tiene muy pocas cosas buenas, pero las que tiene son formidables. La primera, la maravillosa evidencia de que no has muerto joven. Y la segunda, el hecho de que, si te esfuerzas un poco, sin duda la vejez te hace más sabio (por el contrario, si te rindes y te dejas llevar, lo más probable es que acabes siendo un imbécil). Ser más sabio es conocerte mejor, es llegar a encontrar tu lugar en el mundo, es aceptarte y aceptar a los demás, es descubrir la oculta armonía de la vida. Es decir, es una sabiduría que creo que te ayuda a ser feliz. Lo mejor está siempre por venir, a pesar de lo que digan los biógrafos. 
* Este articulo apareció en la edición impresa del Domingo, 26 de marzo de 2006
EL PAÍS

Truman Capote para mitómanos / Una subasta

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Truman Capote
Arnold Newman

Truman 

Capote

 para mitómanos

Biografía

El 'show' de Truman

Una subasta de objetos que pertenecieron a Capote congrega a coleccionistas y mitómanos


JORDI PUNTI
Nueva York 11 NOV 2006


El último episodio de la atracción por el mundo de Truman Capote tuvo lugar el pasado jueves. En plena semana de ventas de arte, la casa Bonham subastó 337 lotes con objetos que pertenecieron al autor de A sangre fría. A su muerte, en 1984, muchos de sus enseres pasaron a manos de su amiga Joanne Carson, casada entonces con el presentador de televisión Johnny Carson. Ahora, tras 22 años, la señora Carson decidió sacarlos a subasta para, con una parte de los beneficios, constituir una fundación de ayuda a los animales abandonados. "Truman y yo misma fuimos niños abandonados, y ambos sentimos siempre una gran pena por los animales que sufrían el mismo trato", contó la albacea. 
Expuesto durante varios días, el legado que salió a subasta constituía un variado paseo por la vida de Capote. Uno podía encontrar allí desde una espléndida pluma de plata comprada en Tiffany's hasta uno de sus pasaportes, pasando por un buen número de joyas, libros, manuscritos, muebles victorianos, zapatillas... Los vestigios de cajones olvidados convivían con los recuerdos más preciados. Una litografía de Chagall, que Capote compró en París, se vendía junto a los diplomas honorarios que en su día el autor debió recoger con hastío. También salía a la venta una parte de su ajuar: camisas chillonas, trajes exclusivos, pantalones y sombreros que recordaban su figura enjuta. A su lado, para dar veracidad y valor a las piezas, una foto donde vestía dicha ropa. Un trofeo de caza que perteneció a Hemingway convivía en la misma vitrina con una escultura precolombina, unos vasos de plata con unas cajetillas de tabaco con el nombre de Capote. He ahí una escenografía para el show privado de Truman.
Truman Capote
Foto de Irving Penn
Poster de T.A.



Nada más resolverse la primera puja, la señora Carson gritó: "¡Muchas gracias de parte de los animales!"

El poder mitómano de todo este material salió a relucir durante la subasta. A lo largo de seis horas, un subastador dio juego a postores de toda condición. Observando a los asistentes que llenaban la sala, uno podía distinguir las diferentes facciones: los coleccionistas formales con sus móviles a la oreja -mucho acento británico-; los fans nostálgicos y nerviosos; los curiosos que conocieron una vez a Capote, o simplemente se cruzaron con él en un ascensor. Todos anhelaban alguna pieza que les acercara más al escritor. 
Quien animó de verdad la soirée fue la señora Carson. Nada más resolverse la primera puja, gritó: "¡Muchas gracias de parte de los animales!". Ya nadie la pudo parar. Una primera edición, firmada, de A sangre fría llegó a los 7.000 dólares (5.456 euros). Un sofá victoriano de madera trabajada, a 4.000. La obra más preciada fue el manuscrito inédito del último artículo que escribió Capote, un día antes de morir: 14.000 dólares. 
Para quien no fuera un entendido, la subasta no tenía mucha lógica: un ejemplar de una novela cualquiera, pero que conservaba una lista de invitados escrita por el propio Truman, 1.000 dólares. ¡Adjudicado! Una postal que envió desde Mallorca, 100 dólares. ¡Adjudicado! Se subastó un pisapapeles de cristal en forma de obelisco. ¿Está un poco resquebrajado?, preguntó alguien del público. "Sí, está roto", saltó la señora Carson, "¡pero se le cayó al propio Truman!". Qué menos. El obelisco se vendió bien. A ratos incluso podía parecer que la egolatría que caracterizó al escritor se contagiaba a sus admiradores: dos cartas de amor de su compañero Jack Dunphy, 150 dólares. ¡Adjudicado! Una tarjeta de crédito firmada por él, 2.750 dólares. Los placeres del fanático son imprevisibles. 
Con el último lote del catálogo -una polaroid tomada a Capote poco antes de su muerte- se llegó al final de la sesión. El voceador parecía exhausto, aunque no había perdido ni un segundo la compostura; la señora Carson daba las gracias por enésima vez a todo el mundo y los compradores contemplaban en las vitrinas a sus nuevas criaturas, pedazos de memoria de Truman Capote.

Truman Capote / La mariposa entre las flores

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Truman Capote
Ilustración de Barry Moser

Truman Capote: la mariposa entre las flores


Manuel Vicent
17 de mayo de 2008


Descubrió muy pronto que era raro, guapo, pequeño y divertido y convirtió cada uno de estos adjetivos en un arma. Un día la maldad absoluta vino a su encuentro cuando se hallaba con un martini en la mano, y dio por terminado su baile.
Tengo más o menos la altura de una escopeta y soy igual de estrepitoso" -así se describió Truman Capote y no creo que haya una definición más certera. En todo caso se trataba de una escopeta, que sólo disparaba cartuchos de sal en el trasero de las celebridades en las fiestas locas de Manhattan, donde la inteligencia frívola y mordaz era un don muy apreciado. "Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio". Venía socialmente de muy abajo y tal vez pensó que llegaría a la cumbre seduciendo a los famosos con el ingenio vengador que brotaba con mucha naturalidad de su lengua venenosa, pero hubo un momento en que descubrió el rostro de la verdadera maldad y esta mariposa dio por terminado su baile entre las flores.



La necesidad de huir le impulsó a viajar a Europa; la de no renunciar al propio deslumbramiento le forzaba a volver siempre a Nueva York
Cuando la pareja de asesinos cayó con la soga al cuello, Capote estaba allí sin saber que también él se hallaba ya en el corredor de la muerte

Nació en Nueva Orleans en 1924 y la madre, recién divorciada y ya un poco borracha, cedió al niño al cuidado de los abuelos y después al de unos primos de Monroeville de Alabama, pero el marido de su segundo matrimonio, un cubano llamado Joe Capote, lo adoptó, le dio el apellido y se lo llevó con su madre a Nueva York, donde el adolescente descubrió muy pronto que era raro, guapo, pequeño y divertido y convirtió cada uno de estos adjetivos en un arma. La mariposa sobrevoló varios colegios, unos episcopalianos y otros militares, hasta que consiguió graduarse en el Franklin School, un instituto privado del West Side de Manhattan.
Durante el último curso era ya ayudante del corrector de pruebas en The New Yorker. Aquel jovenzuelo débil y adorable cargó la propia escopeta y comenzó a mandar relatos cortos a las revistas femeninas Mademoiselle y Harper's Bazaar, por donde pasaron otros, como él, que también fueron grandes. Tenía estilo. Amaba las palabras bien colocadas. Ante la evidencia de su talento la editorial Random House le tentó con un dinero por adelantado para que se midiera ante una novela. Tenía entonces 22 años. Se puso a escribirla durante unas vacaciones en la residencia veraniega de artistas, escritores y músicos de Yaddo, en el Estado de Nueva York. Todo el limo cenagoso de su infancia poblado de personajes arrumbados por la suerte emergió a la superficie. En aquella residencia de verano, mientras el joven Capote hurgaba en la memoria pantanosa de un niño que se descubre homosexual, enamoró al catedrático de literatura Newton Arvin, con el que convivió una larga temporada. La novela Otras voces, otros ámbitos le llevó a una fama repentina. Fue su primera forma de flagelarse, un rito que ya no abandonaría nunca.
La necesidad de huir de sí mismo le impulsó a viajar a Europa; la necesidad de no renunciar al propio deslumbramiento le forzaba a volver siempre a las fiestas de Nueva York para quemarse las alas junto a sus criaturas. En su explosión feliz de los años cincuenta, pese a tantos golpes, un peso interior lo mantenía siempre en pie como un muñeco tentetieso y en aquella época no había lugar de moda que no estuviera asimilado al nombre de Truman Capote. Con el que sería su novio oficial hasta el final de sus días, Jack Dunphy, también escritor, se extasió entre los geranios de Taormina, en las fiestas de Roma, de París, en la nieve de Saint-Moritz, en la Costa Azul, en Ischia y Capri, en Positano, en los turbios almohadones de Tánger, siempre rodeado de personajes desenfadados, hasta alcanzar la otra cara del alcohol y de los barbitúricos. La mariposa fue atraída también por la fascinación del cine. Escribió el guión de Stazione Termini, que dirigió Vittorio de Sica. Hacía reportajes, crónicas de viajes y entrevistas de alta sociedad. Sobrevolaba todas las flores sin decepcionar nunca a quienes esperaban de él una salida malvada e ingeniosa. Con un talento achampañado, como si nunca hubiera dejado de desayunar con diamantes en Tiffany's, su estilo fluía con la eufonía perfecta de las palabras justas que se iban ondulando a lo largo de cada frase. Truman Capote parecía ignorar que debajo de su propia vida se hallaban las podridas entradas de la sociedad.
Un día la maldad absoluta vino a su encuentro cuando se hallaba con un martini en la mano. En The New York Times leyó que en Kansas una familia de granjeros, los Cutter, había sido asesinada con un extraño y metódico satanismo. Capote dejó a un lado la copa y recortó con unas tijeras aquella noticia. Algo le sacudió por dentro. Se acabaron las fiestas, el mundo dejaba de ser divertido. Propuso a la revista The New Yorker escribir una historia por entregas con los pormenores de aquel asesinato. Como un corresponsal en el infierno viajó a Kansas con su amiga Harper Lee y usando los recursos literarios de la ficción describió todos los detalles del crimen, el ambiente, los policías, los vecinos, los testigos y cuando los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith, fueron detenidos, su interés por escarbarlos hasta el fondo de su alma se convirtió en una obsesión. Aquellas criaturas eran mucho más excitantes que las celebridades de Nueva York y ahora estaban a disposición de su talento. Truman Capote se refugió con su amigo en la Costa Brava, primero en Palamós y después en Platja d'Aro, con intervalos en Suiza, y allí la mariposa se convirtió en oruga para hilar de nuevo este capullo de sangre.
En ese momento ya era un drogadicto sin retorno. Había terminado la parodia de felicidad que se había empeñado en representar con su propio látigo. Ahora trataba de salvarse del inminente abismo mediante aquella historia. La publicación de A sangre fría se inició por capítulos en The New Yorker y en un punto de la trama la compasión por los asesinos y la necesidad del éxito en la novela entraron en colisión. Semejante tortura moral no pudo solventarla sino con más alcohol y más pastillas. Si Cristo en lugar de ser crucificado hubiera sido condenado a doce años y un día el asunto hubiera carecido de interés y no habría existido la Iglesia. Necesitaba que los asesinos fueran llevados al patíbulo para que la novela se pudiera salvar. Durante las visitas se había enamorado de uno de los reos. Te amo, pero deberás morir, para que yo triunfe como escritor, pensó mientras le daba un beso en la boca de despedida. Con este deseo tan estético puso de relieve la maldad que existe a veces en el fondo de la belleza.
Cuando la pareja de asesinos cayó en el foso con la soga al cuello Capote estaba allí entre los invitados sin saber que también él se hallaba ya en el corredor de la muerte. La novela A sangre fría fue un éxito mundial. Para celebrarlo el escritor obligó a todos los famosos de Nueva York a vestirse de blanco y negro para asistir a la fiesta que dio en el hotel Plaza. Allí aquel niño desamparado de Nueva Orleans llegó a la cima. Después quiso vengarse de sí mismo y de sus propias criaturas. Trató de seguir jugando para convertir en alta literatura los chismes con los que las divertía, pero ellas le dieron la espalda y la mariposa comenzó a sumergirse en el alcohol y a sobrevolar toda suerte de pastillas. Al final, en agosto de 1984, a los 60 años, en Los Ángeles, la muerte fue la última de las plegarias que le había sido atendida.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de mayo de 2008


El nuevo show de Truman Capote

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El (nuevo) 'show' de Truman Capote


Biografía

JORDI COSTA
15 JUN 2007


Truman Capote presumía de tener una memoria que le permitía recordar un 94% de las conversaciones mantenidas durante el proceso de investigación de A sangre fría. Quizá fue ese 6% de incertidumbre el que le llevó a inmortalizar unas últimas palabras de Perry E. Smith, uno de los asesinos, que nunca fueron pronunciadas a pie de patíbulo. También en ese 6% podría estar la clave de la genialidad de Capote, sus secretos como maestro de la construcción narrativa y su naturaleza vampírica. Historia de un crimen, de Douglas McGrath, es la segunda película en poco tiempo que aprovecha la grieta de ese 6% para, entre otras cosas, rellenar el espacio neutro que ocupaba el actor Paul Stewart en la modélica adaptación de A sangre fría que realizó Richard Brooks en 1967. En la piel del ficticio periodista Jensen (contrafigura de Capote), Stewart encarnaba un arquetipo funcional: un cronista preciso de los hechos, cuya voz desapasionada al desgranar los detalles del juicio, condena y ejecución de los asesinos no dejaba lugar a dudas sobre el doble sentido del título empleado por el escritor. Tanto Truman Capote (2005), de Bennett Miller, como Historia de un crimen sugieren una lectura adicional: junto a la de los asesinos y a la de la comunidad que gestiona el sacrificio de éstos, emerge la sangre fría del autor que necesita un desenlace, al precio que sea.


HISTORIA DE UN CRIMEN

Dirección: Douglas McGrath. Intérpretes: Toby Jones, Sandra Bullock, Daniel Craig, Jeff Daniels. Género:drama. Estados Unidos, 2006. Duración:110 minutos.
Lo que en principio podía parecer una contrariedad -la proximidad de dos películas sobre el mismo tema, con incluso algunos diálogos compartidos- ha acabado desembocando en un estimulante diálogo de tonos y enfoques. No puede haber dos películas más distintas entre sí que la de Miller y la de McGrath: con ellas, la adaptación de Richard Brooks, el libro original de Capote y las diversas aproximaciones biográficas al autor podría articularse un curso universitario (o varios) sobre las relaciones entre cine y literatura y sobre la atomización de la verdad. 
Si Miller -que construyó una película recorrida por la gravedad incluso en la cadencia de sus cré-ditos finales- partió de la biografía canónica de Gerald Clarke, McGrath opta por una fuente más inestable y arriesgada: la biografía oral de George Plimpton Truman Capote: In which various friends, enemies, acquaintences and detractors recall his turbulent career, montaje de más de cien entrevistas que convertía la vida del autor en un colosal ejercicio de cotilleo high-brow, algo que, probablemente, hubiese fascinado al interesado.

En un golpe de genio, la película se abre con un número musical que, sutil, profetiza la fractura interior que sufrirá Capote. Frente a la contenida afectación de Philip Seymour Hoffman, el británico Toby Jones afronta a Capote en registro de puro exceso, casi como una gelatina amanerada, pero no es fácil discernir qué clave interpretativa está más cerca de la verdad. Puntuada por falsas entrevistas que intentan recrear la diversidad de voces orquestada por Plimp-ton, Historia de un crimen juega a un muy gratificante sentido del espectáculo de vieja escuela: la llegada de Capote y Harper Lee a Holcomb se narra en clave de comedia y la relación entre el escritor y Perry Smith desvela su subtexto, a veces rozando el tono de lo sublime ridículo. Si el resultado final está más cerca del chismorreo que del dato quizá importe menos que reconocer su intensidad, su riqueza y su eficacia.

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