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Las series de 2015 / El año de Jon Nieve y Don Draper

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Kit Harington / Jon Nieve
Juego de tronos

Las series de 2015: 

el año de Jon Nieve y Don Draper

Un repaso a los estrenos, regresos, despedidas y tendencias de la televisión extranjera

    Juego de tronos
    Una imagen de la quinta temporada de 'Juego de tronos'.
    Se calcula que en 2015 solo en Estados Unidos se han producido más de 400 series entre cadenas en abierto, canales por cable y plataformas online. El año con más ficción televisiva estadounidense hasta el momento (y quién sabe si la cifra seguirá aumentando en años venideros). Más cantidad y también más calidad. 2015 ha visto nacer nuevos fenómenos televisivos, ha consolidado algunos títulos y ha confirmado que una nueva televisión ha llegado para quedarse.

    Mad Men

    Si ha habido alguien que ha generado debate en 2015 ese ha sido Jon Nieve. La quinta temporada de Juego de tronos se despedía con un capítulo lleno de acontecimientosque dejó a sus miles de seguidores pendientes del futuro de sus personajes, especialmente, del bastardo de los Stark. Desde la propia serie se han alimentado las teorías (y casi obsesión) que surgieron tras el incierto final. La solución, en 2016. Pero no es la única serie que ha jugado con la supuesta muerte de alguno de sus personajes. The Walking Dead también sacudió el mundo seriéfilo mientras jugaba con los sentimientos de sus seguidores por culpa de uno de los protagonistas de una serie que este año ha contado incluso con una ficción nacida de su propio universo, Fear the Walking Dead.

    Don Draper
    Mad Men

    Más allá de fenómenos televisivos masivos, otro foco seriéfilo en primavera estuvo en el adiós definitivo de Don Draper. Mad Men echó el cierre con siete capítulos que sabían a final de una era. Los publicistas neoyorquinos no han sido los únicos que han dicho adiós este año a la pequeña pantalla (Hannibal, Justified, Parks and Recreation, Revenge, Dos hombres y medio, El mentalista, Glee...) pero sí ha sido el final más significativo y simbólico, con premio a Jon Hamm incluido en los Emmy.

    Este también ha sido un año en el que, con sus segundas temporadas, series como The Affair o The Knick se han confirmado como grandes títulos a tener en cuenta en el panorama televisivo. Al igual que Fargo y ese peculiar universo nacido al calor de los hermanos Coen pero que ha conseguido encontrar su propio estilo a base de enfrentamientos entre bandas criminales, tipos corrientes envueltos en truculentas circunstancias y mucha sangre sobre paisajes nevados. Una suerte muy diferente corrió la segunda temporada de True Detective, que en verano se convirtió en diana de múltiples críticas tras las altas expectativas generadas por su primera entrega.

    En el territorio de las novedades, Better Call Saul se postuló a principios de año como una digna heredera del universo de Breaking Bad contando la historia pasada del chanchullero abogado Saul Goodman. Algo después llegó Empire, centrada en una familia dueña de una discográfica de hip hop y que se convirtió en todo un fenómeno de audiencias en Estados Unidos con su primera temporada. En verano, la conversación seriéfila se centró en los hackers de Mr Robot y la trastienda del reality de citas en el que se ambienta Un Real. Pero uno de los títulos más relevantes del año se encuentra fuera del campo de la ficción. La serie documental The Jinx, producida por HBO, se centraba en el caso real de Robert Durst que, tras las pruebas y la confesión que recogía la serie, fue detenido como sospechoso de asesinato.

    También 2015 ha sido el año en el que se ha asentado definitivamente la nueva televisión, la que se produce para ser vista cómo y cuando el espectador desee. La plataforma online Netflixllegó a España en octubre para continuar con su estrategia expansiva, que incluye el estreno casi constante de series propias, como Narcos, Unbreakable Kimmy Schmidt, Sense8, Daredevil o Jessica Jones. Estas dos últimas se suman a la cada vez mayor presencia de superhéroes en la televisión, territorio que también ha añadido este año títulos como Supergirl o la resurrección de Héroes.
    En el territorio de la comedia, el antirromanticismo se ha hecho fuerte con la británica Catastrophe o la estadounidense You're the Worst, mientras que las tragicomedias siguen ganando terreno con ejemplos como GirlsLouie, Transparent o Master of None. Uniendo comedia y política, Veep ha destacado este año como una de las series del momento (así lo reconocieron los premios Emmy) en su alocado reflejo de la que podría ser la cara B de una Casa Blanca que en House of Cards sigue hurgando en sus cloacas.

    Si se dirige la mirada más allá de las fronteras estadounidenses, 2015 ha dejado en Reino Unido, entre otras, la temporada final de Downton Abbey (que puso su broche de oro el día de Navidad), una nueva entrega de Doctor Who o la miniserie de época Wolf Hall, que en los próximos Globos de Oro opta a tres galardones. De Alemania procede Deutschland 83, protagonizada por un joven de la Alemania del Este enviado como espía al lado occidental. Francia presenció el estreno de la segunda temporada de Les Revenants y el debut de la superproducción Versailles, haciendo bastante ruido pero con poca resonancia posterior.





    Juego de tronos / La serie más descargada de 2015

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     Lena Headey / Cersei Lannister
    Juego de tronos

    ‘Juego de tronos’, la serie más descargada de 2015

    La ficción de HBO vuelve a liderar la lista de descargas por cuarto año consecutivo


    Juego de tronos no tiene rival en las listas de series más descargadas. Ya lleva cuatro años consecutivos liderando la clasificación que a final de año publica la web Torrentfreak y que recoge las ficciones televisivas que más descargas han tenido a través de BitTorrent. El capítulo final de la quinta temporada de la serie de HBO ha acumulado unas 14,4 millones de descargas ilegales en todo el mundo, con lo que se ha convertido en la emisión televisiva más descargada del año.
    Juego de tronos







    La serie de HBO, ganadora este año del Emmy al mejor drama, vuelve a liderar la lista de descargas a pesar de los esfuerzos de la cadena por luchar contra la piratería a través del estreno simultáneo de la serie en 170 países. Sin embargo, ese estreno simultáneo quedó embadurnado por la filtración  en Internet antes del estreno de la quinta temporada de sus primeros cuatro capítulos.
    En cualquier caso, en Juego de tronos siempre han asumido la piratería como parte de la promoción de la serie. Michael Lombardo, presidente de programación de HBO, aseguró que ve la piratería como "un complemento" publicitario y un "halago" hacia la serie.
    Juego de tronos le sigue en la lista The Walking Dead. La serie de los zombis vuelve a ocupar el tercer puesto con 6,9 millones de descargas para un episodio. En el tercer puesto repite otro año más la comedia The Big Bang Theory (4,4 millones de descargas para un capítulo). Arrow, The Flash, Mr Robot, Vikings, Supergirl, The Blacklist y Suits completan el top ten de series más descargadas del año.

    Las series más descargadas

    1. Juego de tronos (14.4 millones de descargas)
    2. The Walking Dead (6.9 millones)
    3. The Big Bang Theory (4.4 millones)
    4. Arrow (3.9 millones)
    5. The Flash (3.6 millones)
    6. Mr. Robot (3.5 millones)
    7. Vikings (3.3 millones)
    8. Supergirl (3 millones)
    9. The Blacklist (2.9 millones)
    10. Suits (2.6 millones)


    Cómo ha logrado Colombia volver a ser destino de grandes citas musicales

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    The Rolling Stones


    Cómo ha logrado Colombia volver a ser destino 

    de grandes citas musicales

    Un cambio en la legislación, la recuperación económica y el posible final del conflicto atraen a artistas que nunca antes habían actuado en el país


    The Rolling Stones visitarán Colombia por primera vez en 2016 / REUTERS
    Horas antes de que Bon Jovi se subiera al escenario del Campín, el principal estadio de fútbol de Bogotá, el líder conservador Álvaro Gómez Hurtado, candidato a la presidencia del país, fue asesinado cuando salía de la universidad donde impartía clases. Era 1995, pero los estadounidenses decidieron continuar con el concierto y unirse a la escueta lista de artistas internacionales que se habían atrevido a tocar en un país donde las balas silbaban más fuerte que los acordes. Dos décadas después, Colombia se despierta de la oscura pesadilla de más de 50 años de guerra y no solo recupera la esperanza por la paz, también la posición como una de las ciudades claves del subcontinente para albergar grandes citas musicales.
    “Estamos en el centro de la región, a cinco horas de Nueva York, a tres de Miami, a cinco de México y a seis de Santiago de Chile y Buenos Aires, esta ubicación estratégica siempre ha permitido que nos lleguen las influencias musicales en el momento”, explica Felipe Hoyos, miembro de la dirección de artes del Ministerio de Cultura de Colombia. “El problema era que podíamos escucharla, pero no verla en directo”.
    Las prioridades a finales del siglo XX eran otras. “Había que preocuparse de la violencia”, recuerda Hoyos. El narcoterrorismo de Pablo Escobar, que dominó el país de mediados de los ochenta a principios de los noventa el país, era una potente arma de disuasión cultural. Guns ‘n Roses fueron de los pocos que también se atrevieron a viajar a Bogotá en esos años de plata o plomo. Axl Rose y su banda llegaron a Colombia una lluviosa tarde de noviembre de 1992, como dice su canción, en su mejor momento musical con la gira Use your illusion world tour. Tiempo después, el cantante diría que aquel concierto es “uno de sus mejores recuerdos”.
    Los años que siguieron a esta actuación fueron silenciosos, excepto por alguna esporádica visita de artistas de países vecinos. “A la mayoría tuvimos que verlos cuando ya se habían consagrado: The White Stripes en 2005, Iron Maden en 2007, Metallica en 1999 o a Roger Waters que trajo a Colombia Dark side of the moon en 1996”, enumera Gabriel Arjona, asesor también en la dirección de artes.
    Cuando a los espectadores y a las bandas se les pasó el miedo, emergieron nuevos problemas. “En este país ha habido una gran cultura de la gratuidad”, opina Philippe Siegenthaler, director de booking de Absent Papa/T310, una de las promotoras musicales más importantes del país, responsable del festival Estéreo Picnic y de la llegada de Sónar y Lollapalooza a territorio colombiano. “Rock al Parque [estatal y de libre acceso] fue durante mucho tiempo la única alternativa para vivir la música en directo, por suerte no solo ha habido un cambio empresarial, también cultural, el público ha entendido que hay que pagar por ir a un concierto”.

    La maraña burocrática

    La recuperación económica latinoamericana de la última década llenó los bolsillos de un público deseoso de música en vivo. Los colombianos estaban dispuestos a saldar su deuda, solo necesitaban que los promotores y la legislación también hicieran su parte. La transformación del modelo cultural llegó a principios del nuevo siglo, primero al cine y casi 10 años después a las artes escénicas, categoría en la que se incluyen los conciertos. “Tenemos un ministerio que se creó en 1997, después de que en la Constitución de 1991 se reconociera por primera vez que Colombia era un país multicultural”, apunta Arjona.
    Estos cimientos se erigieron en una institución que contemplaba cómo a su alrededor se tejía una maraña burocrática que terminó por convertirse en la trampa perfecta para, por ejemplo, no pagar impuestos. “Un promotor tenía que pagar un 69% de tributos de media para organizar un concierto”, explica el asesor, “y toda esa recaudación iba a la bolsa de Hacienda, a Deportes y a los pobres, pero nunca al sector cultural”. De cada 100 pesos, entre 70 y 80 se destinaban al IVA, a impuestos nacionales y locales, y a retenciones sobre la renta para justificar la contratación de servicios artísticos. En el caso de intérpretes extranjeros, el impuesto podía llegar al 33%. “Ante esta situación, se inventaron prácticas como pagar solo una pequeña parte de los contratos en Colombia o no poner los precios en las boletas para que la Administración no supiera cuánto le correspondía”. Desde el ministerio cuentan que una de las razones por las que Paul McCartney se negó a venir durante muchos años a Colombia era porque rechazaba este tipo de prácticas.
    La alta carga tributaria tenía aparejado otro problema, las tediosas gestiones. “En el caso de Bogotá había que superar más de 20 trámites ante distintas entidades solo para conseguir la autorización de un evento”, explica Arjona. “El proceso podía alargarse meses, ha habido casos en los que un artista estaba cantando al mismo tiempo que se aprobaban los papeles”.
    En 2012, durante la primera legislatura de Juan Manuel Santos, y después de siete años de negociaciones, entró en vigor una ley que transformó el sector. Desde aquel momento, en Colombia se excluye del pago de IVA (16%) a todos los servicios artísticos de un evento. La retención por contratación de artistas extranjeros bajó 25 puntos hasta el 8%, y todos los impuestos locales y nacionales se derogaron para las artes escénicas (música, teatro, magia, circo sin animales y danza). “Además, se creó una contribución parafiscal cultural”, dice Arjona. “Un tributo que no es un impuesto”. Es decir, ahora las entradas se gravan siempre que cuesten más de 27 dólares, y ese dinero, recaudado por Cultura en colaboración con la DIAN (organismo de Hacienda), se invierte en infraestructuras culturales; con la particularidad de que al no ser un impuesto per se, puede ir a instituciones públicas y también a las privadas.
    La medida ha supuesto una recaudación de 2012 a noviembre de 2105 de más de 52.000 millones de pesos (unos 15 millones de dólares). “Y nada se ha robado”, aclaran los asesores del Ministerio, celebrando este nuevo sistema más transparente. La consecuencia directa es una mejora en las infraestructuras de 65 teatros y salas en todo el país; la posibilidad de prestar una vez al mes los estadios deportivos (antes los alcaldes se negaban por presiones del sector y la prensa futbolística); un sistema de venta online de entradas seguro y legal; y la disminución de los requisitos a solo siete.
    Sobre el papel, los gerentes regionales aún deben mejorar mucho sus espacios culturales. En la práctica, los colombianos ya han podido ver a Madonna, Beyoncé, Katy Perry y The Chemical Brothers en el Sónar. “Colombia lleva años en el punto de mira como ejemplo de cambio”, dice Enric Palau, codirector del festival de músicas avanzadas que celebró su primera edición en Bogotá a principios de diciembre. “En Europa, Medellín es uno de los modelos urbanísticos y sociales más reconocidos”.

    Y el próximo año le toca el turno a los esperados The Rolling Stone. Por primera vez en la historia, Mick Jagger y los suyos actuarán en la capital colombiana en marzo de 2016. No importó que las entradas alcanzaran hasta los 300 dólares, volaron en horas. “Hace un tiempo hubiera sido inimaginable, ningún promotor se hubiera atrevido a traerlos por los problemas burocráticos y la incapacidad técnica para acoger un espectáculo así”, asegura Hoyos. Parece que Colombia empieza a saldar, por fin, su deuda.




    Rosa Montero / Aviso a navegantes

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    Aviso a navegantes

    Ah, si de joven yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir, creo que hubiera vivido de otra manera

    Esto es una advertencia: ayer mismo me acosté teniendo 16 años y hoy me he despertado con más de sesenta. Quiero decir que la vida vuela. Ah, si de joven yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir, creo que hubiera vivido de otra manera. Lo que acabo de decir es una boutade, lo sé; pero, al mismo tiempo, es cierto que, con los años, llegas a un territorio, el de la vejez y la Parca merodeante, que antes nunca habías visto con verdadera claridad. Y entonces te dices: ah, cuánto tiempo perdido. Y no porque mi existencia me desagrade, al contrario, creo que ha sido y es muy intensa y que he hecho todo cuanto he querido hacer. Pero con qué nervios, de qué forma tan atormentada o tan aturullada, cuántas veces he vivido con el cuerpo aquí y la cabeza en otra parte. Por no hablar de la cantidad de tiempo y de energía perdidos en tonterías, como, por ejemplo, en creerme fea a los 18 años (cuando estaba más guapa que nunca), o en reconcomerme de angustia temiendo no estar a la altura en algún trabajo. Por eso, repito: si yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir, hubiera vivido de otra manera.
    Todo esto viene al hilo, claro está, del cambio de año. Esto del calendario no es más que una convención, pero cómo remueve y cómo escuece. En estas fechas es imposible no dedicar siquiera un minuto a sentir el viento del tiempo contra la cara, a revisar someramente el pasado, a preguntarte sobre tu futuro. Acabo de leer un libro extraordinario que viene bien para acompañar estas congojas. Se trata de Instrumental: memorias de música, medicina y locura, de James Rhodes (Blackie Books). El británico Rhodes tiene una biografía totalmente improbable. Por ejemplo, es pianista, un buen concertista. Sin embargo, empezó a estudiar piano mal y tarde, y luego lo dejó por completo durante 10 años hasta retomar la música en sus veintimuchos. No creo que haya habido en el mundo un caso así. Si abandonas un instrumento de ese modo, simplemente no es posible ser un músico de esa calidad. Pero él lo es. He aquí su primer milagro.
    Nunca seremos tan jóvenes como hoy y la vida se conquista día a día
    Tiene varios más, algunos espeluznantes. El libro de Rhodes cuenta con una crudeza que yo no había visto la experiencia de una víctima de pedofilia. A los seis años recién cumplidos, James fue violado por su profesor de boxeo del colegio. Y el tipejo lo siguió haciendo durante cinco años impune y sistemáticamente, hasta que Rhodes cambió de escuela. El niño, amenazado por el pedófilo, avergonzado y amedrentado, no dijo nunca nada a nadie; pero otros profesores lo veían llorar, lo veían salir con las piernas sangrando del despacho del monstruo y no hicieron nada. El libro de Rhodes es un grito indignado a esa pasividad tan común ante los abusos infantiles. Como las pequeñas víctimas no se atreven a denunciar, es muy cómodo ignorar un horror que se queda escondido, como los malvados ogros de los cuentos, en los cuartos oscuros y en las pesadillas de los niños. Y otra enseñanza más de este tremendo libro: las violaciones dejan secuelas. En primer lugar, graves secuelas físicas, porque es una brutalización continuada de un cuerpo muy pequeño (el músico tuvo que ser operado varias veces); y, por supuesto, una catarata de catástrofes psíquicas. Prostitución en la adolescencia, un año de internamiento en un psiquiátrico, tres intentos de suicidio, cortes autoinfligidos con una cuchilla, drogas, furia y dolor. Y este es el segundo milagro: ha sobrevivido a todo eso.
    Tercer milagro: James es la prueba de que el arte y la belleza ayudan. En el caso de James, es la música lo que amansó su fiera interior. Todos podemos y debemos recurrir a ello: cuanta más belleza en nuestras vidas, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.
    Pero aún queda por contar un cuarto milagro. Aunque la existencia de Rhodes parece larguísima y convulsa, sólo tiene 40 años. Guau, eso es vivir deprisa. Como decía Lou Reed: mi día equivale a tu año. Pues bien, al final el autor apuesta por su segunda esposa, Hattie, y se atreve a dar unos consejos para el bien amar. Antes, al leer el libro, Rhodes me había parecido un hombre conmovedor y admirable, pero también furioso y herido, demasiado intenso como para tenerlo muy cerca. Pero en estas páginas finales habla de la convivencia con tan modesta, honda sabiduría que me ha dejado admirada. Como, por ejemplo: “Lo que más deteriora una relación es tratar de salir ganando”. Pequeña gran verdad. Hace falta vivir mucho y pensar mucho para llegar a tan poco. O sea, que se puede aprender, aunque vengas con las heridas más crueles. Se puede recomenzar una y otra vez. Aviso a navegantes para sortear los escollos de este año: recordemos que, como prueba Rhodes, siempre hay futuro. Nunca seremos tan jóvenes como hoy y la vida se conquista día a día.


    The Rolling Stones / Ronnie Wood

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    El guitarrista de los Rolling Stones, Ron Wood, y Sally Humphreys en París, el pasado 25 de octubre.
    El guitarrista de los Rolling Stones, Ron Wood, y Sally Humphreys en París, el pasado 25 de octubre.

    Ronnie Wood, de los Rolling Stones, se casó con una mujer 31 años más joven que él

    Por: AFP

    El guitarrista de 65 años, contrajo matrimonio con Sally Humphreys, de 34.

    22 Dic 2012 - 5:18 pm

    El guitarrista de los Rolling Stones, Ronnie Wood, se casó en Londres con su novia, una productora de teatro que tiene 31 años menos que él, informa este sábado la prensa británica.

    Ronnie Wood, de 65 años, se casó con Sally Humphreys, de 34, su novia desde hace ocho meses, en el hotel Dorchester de Londres, en una ceremonia discreta a la que asistieron Rod Stewart, testigo del matrimonio, y Paul McCartney.

    "Me siento muy bien", habría declarado Ronnie Wood, según el diario The Sun.

    Las fotos muestran a Sally Humphreys con un vestido de novia blanco y al novio en traje negro, con un paquete de cigarrillos en la mano.

    "Fue excelente, todo bien. Sensacional", ha comentado.

    Citada por el diario Daily Mirror, Sally Humphreys dijo que estaba "loca de alegría. Y, por si a alguien le interesa, llevo el vestido de novia de mi madre".

    "El viejo rockero podría necesitar toda su famosa energía. Con 34 años su mujer tiene la mitad de años que él. Esperemos que ella tenga un poco de compasión por el viejo diablo...", dice por su lado, en un artículo editorial, The Sun.

    Ronnie Wood, que tocó con los Rolling Stones desde 1975 y ha hecho pública su lucha contra las drogas y el alcohol, dejó a su segunda esposa, Jo Karslake en 2008 por un ex camarera de 21 años, Ekaterina Ivanova.

    Su divorcio de Jo, con quien estuvo casado por más de 20 años y que es madre de dos de sus hijos, culminó el año pasado. Antes, de 1971 a 1978, estuvo casado con Krissy Findlay, con quien tuvo un hijo.

    Las memorias Jo Wood van a ser publicadas en febrero.

    Los Rolling Stones celebran este año su 50 aniversario y han dado con este motivo conciertos en Londres, París y Nueva York.

    The Rolling Stones / Cocksucker blues

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    Cocksucker blues: los Stones más escabrosos

    Por:  07 de junio de 2013 


    Aunque cueste creerlo. Hubo un tiempo en que los Rolling Stones disfrutaban incordiando a las autoridades, a los poderes establecidos, a la moral convencional. Por ejemplo, en 1970. Creían que, con la edición del directo Get yer ya-ya's out, ya completaban sus compromisos con la discográfica Decca y podían volar por su cuenta, en un sello propio. Pero los abogados de Decca pasaron su contrato por el microscopio y descubrieron que el grupo todavía debía una canción, susceptible de ser editada en single. ¿La respuesta de los Stones? De acuerdo, os vamos a pasar un tema nuevo pero, ah, jamás os atreveréis a publicarlo. Nació así “El blues del chupapollas”.




    En verdad, fue bautizada oficialmente como “Schoolboy blues”. Exagerando su querencia por los modos de los viejos bluesmen, Jagger retrataba a un colegial que llegaba al centro de Londres ansioso por convertirse en chapero. Un chapero dispuesto a hacérselo incluso con un policía (Mick usa el habitual “cerdos” para referirse a los uniformados, expresión entonces común en la contracultura, con lo que un despistado podía detectar incluso una sugerencia de bestialismo). Cabe imaginar el horror entre los ejecutivos de Decca, que habían logrado imponer sus criterios de "buen gusto" respecto a, por ejemplo, la portada deBeggars banquet, que inicialmente presentaba un retrete convenientemente pintarrajeado. 


    Efectivamente, Decca no fue capaz de publicar “Schoolboy blues” (y eso que explotaron todo TODO lo que tenían de los Stones, en recopilaciones oportunistas que indignarían al grupo). Hacía 1983, se anunció su publicación en una caja alemana, The rest of the best, pero a última hora se eliminó la canción maldita. Nos quedamos sin saber si iban a sacar la versión acústica o la eléctrica. 

    En realidad, “Cocksucker blues” no fue tan maldita. Está en el mercado: se han publicado versiones de otros artistas (mención especial para los australianos Beasts of Bourbon), imagino que con todos los permisos. Incluso, los Stones jugaron a recuperarla para su repertorio de directo. En 1978, ensayando en los estudios Bearsville de Woodstock, tocaron un extenso “Blues del chupapollas” con el añadido de Sugar Blue soplando armónica. No llegó al escenario. 



    Por cierto, por cierto. Musicalmente, “Cocksucker blues” desciende de la melodía vocal de una pieza psicodélica de Dr. John, entonces un artista muy underground, muy apreciado por Mick y buena parte de los modernos de Londres. “Lonesome guitar strangler” cierra el disco Babylon (1969) y es una extraña fantasía de venganza que citaba a Gabor Szabo, Ravi Shankar, Eric Clapton o Jimi Hendrix:

    "Soy el solitario estrangulador de la guitarra/ tan lleno de odio, ya ves/ estoy tras la pista de todos vosotros, copiones/ que copiáis a Wes Montgomery".

    Ya sabemos que los Stones se conceden gran tolerancia para atribuirse derechos de autor pero, dado que no llegaron a editar “Cocksucker blues”, el Doctor Juan no exigió su tajada.  
    Naturalmente, “Cocksucker blues” también sirvió para titular la película prohibida de los Stones. En 1972, todavía permitían “acceso completo” a los periodistas mientras recorrían Estados Unidos. En aquel circo viajaron Truman Capote, Terry Southern, Stanley Booth o Robert Greenfield (los dos últimos escribirían libros indispensables). De aquella extraordinaria tolerancia se benefició Robert Frank, el fotógrafo y cineasta suizo que había concebido la envoltura de Exile on Main Street (y que tenía el salvaconducto de haber lidiado con las estrellas de la beat generation). Le encargaron rodar un documental de la gira, sin límites. No solo los Stones: también sus empleados debían mostrarse tal como eran ante Frank. A la mínima prohibición, Frank podía largarse. Al menos, así lo contaba él. 


    En realidad, Frank respetó bastante (demasiado, diría yo) la intimidad de los Stones; de hecho, se autocensuró. Le resultó menos problemático rodar a los secundarios, incluyendo a deslumbradas groupies que se abrían de piernas (literalmente) y se inyectaban ante su cámara. Ellas y miembros menores del STP (Stones Touring Party) protagonizaron los momentos más truculentos. Siempre que lo veo, me he preguntado si los retratados en tales momentos firmaron algún tipo de documento para permitir que esas intimidades formaran parte de una película teóricamente destinada a los cines.

    El relato tópico de Cocksucker blues viene a explicar que los Stones se acojonaron al ver el resultado y prohibieron su exhibición. Tiene lógica: con el grupo convertido en codiciada caza mayor para las policías de medio mundo, resultaba absurdo enseñar al otro medio cómo se drogaban y cuanto follaban, en qué entretenían las horas encerrados en hoteles. 

    Lo cierto es que Robert Frank tardó un par de años en hacer el montaje definitivo. Y que alardeó demasiado de lo que tenía: salía de su estudio del Bowery y mostraba fragmentos en fiestas, para asombrar a los invitados. Cuando pudieron verlo completado, los Stones no se sintieron impresionados: rodada en blanco y negro y, ocasionalmente, en color, la película tenía deficiencias técnicas. Tampoco se tragaban la retórica del cinéma vérité que vendía Frank: sabían que escenas como la orgía en el avión habían sido propiciadas por el propio cineasta. Se transmitía el tedio de una gira pero ni los Stones ni su música salían bien parados. Bueno, sí: había potentes temas de directo, pero esos precisamente no habían sido filmados por Robert. 

    Con la detención de Richards en Toronto (1977), el destino de Cocksucker blues quedó sellado. Enfrentado a una acusación de tráfico de drogas, sencillamente no podían permitirse el capricho de dejar circular una visión entre babilónica y tenebrosa de su estilo de vida. Sería el equivalente de -metáfora favorita de Keith- “dispararse en el pie.” 




    Terminó en los tribunales, cómo no. Frank alegaba que, artista reconocido internacionalmente, era dueño de su obra; los Stones, que se trataba de un encargo y que le habían pagado adecuadamente. El juez determinó que el grupo era propietario de la cinta y que Frank solo tenía derecho a exhibirla en público una vez al año, siempre que estuviera presente en la sala. 

    Inevitablemente, los avances tecnológicos convirtieron la sentencia en papel mojado. A partir de los ochenta, Cocksucker blues vendió cantidades inmensas en video pirata; todavía ahora se encuentra sin problemas en DVD. Cuando le preguntan a Jagger sobre la posibilidad de una edición legal, tiene la excusa perfecta: ahora mismo, cualquiera puede verla en su ordenador. Pero, no lo duden, un día se limpiará imagen y sonido para lanzarla con gran aparato publicitario. Y alguien se pondrá lírico, evocando el hedonismo suicida de una generación, la tranquila majestad con que los Stones cabalgaban sobre el caos. 

    Nota: el presente texto parte de una ponencia, La realidad y el deseo: cómo los Rolling Stones vetaron Cocksucker blues, presentada en la UIMP de Valencia el 30 de mayo en el seminario Rock y cine: Historia visual de la música popular, dirigido por Manuel de la Fuente.




    Javier Rodríguez Marcos / El gran año del pastiche

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    El gran año del pastiche

    “Hay libros que han sido injustamente olvidados; ninguno es injustamente recordado”

    La literatura nacida de la mezcla de géneros dio títulos importantes en 2016



    El escritor argentino Osvaldo Lamborghini (1940-1985), en su casa de Barcelona. / HANNA MUCK
    En La mano del teñidor, un clásico sobre el ejercicio de leer, el poeta W. H. Auden lanzó un aviso pertinente para cualquier fin de año: “Hay libros que han sido injustamente olvidados; ninguno es injustamente recordado”. Los puristas que han leído todas las novelas, ensayos y poemarios publicados en 2015 dicen que el que acaba ha sido un curso ramplón. Los que solo hayan leído unos pocos tal vez recuerden que muchos merecieron la pena. Aquellos que persiguen la ballena blanca de las letras mundiales viven decepcionados desde 1615, fecha de culminación del QuijoteEntretanto, aquellos que no olvidan que la literatura tiene más impurezas que el agua de piscina habrán disfrutado estos meses un puñado magistral de pastiches. Por ejemplo, estos cinco (plagados de virtudes):

    Promiscuidad. El cavernícola argentino Osvaldo Lamborghini se parapetó durante años en un apartamento de Barcelona para marear una obra —narrativa y poética— difícil de clasificar incluso para alguien inclasificable como César Aira, su valedor máximo. Mientras, se dedicó a hacer collages manipulando revistas pornográficas a los que tituló Teatro proletario de cámara. El Macba los expuso en enero y los recogió en un volumen —El sexo que habla— con textos del propio Aira, Alan Pauls, Beatriz Preciado, Valentín Roma y Antonio Jiménez Morato. Algún día será pasto de bibliófilos. Por ahora, un aviso: no dejar al alcance de los niños; ni de los epígonos.



    Collage del 'Teatro proletario de cámara', de Osvaldo Lamborghini.
    Santidad. Los que piensan que el centenario de un clásico solo sirve para inaugurar estatuas harían bien leyendo Malas palabras, la novela en la que Cristina Morales habla sin pelos en la lengua por boca de Santa Teresa. Dicen que esta suerte de cara B del Libro de la vida fue un encargo de la editorial Lumen. ¿Y? ¿No fue un encargo la Eneida?
    Enfermedad. “La industria del libro sería mucho mejor sin los escritores”, le suelta un editor a un escritor en Patria o muerte (Tusquets), la novela en la que Alberto Barrera Tyszka narra la vida de media docena de venezolanos —ancianos y niños, analógicos y digitales, favorables y contrarios al Gobierno— durante los últimos días de Hugo Chávez (marzo de 2013). Barrera combina lo mejor del periodismo y lo mejor de la literatura. Ficción casi en tiempo real pero sin fecha de caducidad.
    Curiosidad. El científico Jorge Wagensberg saca chispas de todo lo que toca y en el caso de Algunos años después (Now Books) lo que toca es su infancia empezando por la llegada a Barcelona de sus padres, judíos polacos que en los años 30 cambiaron el gran mal (el Holocausto) por un mal menor (la Guerra Civil). “Solo los niños saben lo poco que saben los adultos de los niños”, escribe allí un adulto que no ha perdido la curiosidad y que cuenta su niñez como si la silbara.


    Sobriedad. Digámoslo a lo grande: aunque en 2015 solo se hubiera publicado Otra vida (traducido por Martin Lexell y Mónica Corral para Destino), el año sería uno de los mejores de los últimos tiempos. Escritas en tercera persona, las memorias del novelista ydramaturgo sueco Per Olov Enquist son un retrato de la segunda mitad del siglo XX y a la vez el retrato de un hombre que salió del alcohol como antes salió del atletismo: por la tremenda. Tienen, además, la virtud de las obras maestras del género: no hace falta haber leído una sola línea de Enquist para quedar atrapado en su vida. Dicho esto, solo queda desear que 2016 sea un año tan malo como este.

    Patricio Pron / Al rescate del escritor callado

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    Sándor Márai
    Al rescate del escritor callado

    Varias editoriales recuperan autores olvidados tras décadas de silencio

    La actualidad de una obra o su ingreso en el dominio público pueden devolverla a la fama

    El alemán Hans Fallada, en una imagen de archivo.
    William Blades, quien estudió por primera vez de manera sistemática los peligros a los que están expuestos los libros, sostuvo en 1881 que estos eran el fuego, el agua, el polvo, la negligencia, los insectos, los coleccionistas, los libreros y los niños. Algo más de cien años después, y aunque es evidente que cosas como el fuego y los libreros pueden todavía hacerle un daño considerable a un libro (y a su autor), los peligros a los que éstos están expuestos se han multiplicado en la misma medida en que aumentaban el número de títulos publicados cada mes y el de los autores.
    En ese sentido, ¿qué determina, en el contexto de una oferta editorial superior a la demanda lectora, que un autor destaque y sea recordado, digamos, cinco semanas después de publicar su libro? Responder es una de las preocupaciones clave de aquellos editores que todavía tienen implicación emocional o intelectual con su trabajo, pero hacerlo en un momento histórico como el actual parece más dificultoso que en el pasado, cuando el público lector estaba restringido a una clase social (alta y media-alta), una raza (blanca) y un género (masculino). A esta diversificación del público y de los estímulos que recibe se deben atribuir algunas de las dificultades a las que se enfrentan autores y editores, pero también la recuperación de escritores y libros que, por estas u otras razones, no fueron comprendidos, no fueron apreciados, fueron dejados de lado por los lectores de su tiempo y los que vendrían.
    Esto es lo que sucedió con Stefan Zweig, cuyo suicidio en Brasil en 1942 supuso el punto de partida para un lento pero persistente declive de su obra; también los del húngaro Sándor Márai y el alemán Hans Fallada. Antes de su recuperación (en español, gracias a Acantilado, Salamandra y Maeva, respectivamente), los tres autores permanecían en un cono de sombra del que ni su calidad literaria podía sacarlos; cuando fueron rescatados, la demanda de títulos por parte de los lectores los convirtió prácticamente en contemporáneos, como demuestra el caso de Fallada: hacía 36 años que no se publicaba un título suyo en español cuando Maeva editó Pequeño hombre, ¿y ahora qué? en 2009; desde entonces y hasta el 2015, han sido publicadas 12 obras suyas en español y catalán.
    No es difícil comprender las razones por las que los tres autores regresaron del olvido en el que parecían definitivamente instalados: por una parte, sus libros narran el fin de un período, el de entreguerras, al que épocas posteriores y menos autorizadas para la ingenuidad como la nuestra tienden a añorar; por otra parte, sus obras pueden ser comercializadas como grand littérature europea en la línea de libros como La montaña mágica o La muerte de mi hermano Abel de Gregor von Rezzori sin que el lector se vea confrontado con las dificultades que entraña leer esa grand littérature. (En mayor o menor medida, los tres eran autores de literatura popular en su época, y su lectura no era mucho más ambiciosa que la de Gillian Flynn o Suzanne Collins en nuestros días).


    Frédéric Mistral, en abril de 1909. / RUE DES ARCHIVES / CORDON PRESS

    Contra los prejuicios

    La recuperación de autores olvidados parece más dificultosa si los prejuicios raciales, de clase o de género que los expulsaron del ámbito de lo que su época podía aceptar permanecen vigentes. Así, la recuperación por parte de Errata Naturae de la novela La muerte de la bien amada de Marc Bernard (de orígenes obreros, formación autodidacta y militancia antifascista durante la Guerra Civil, pero también Premio Goncourt en 1942) parece haber recibido una atención menor que la que obtuvo la de Jean Genet por parte de la misma editorial, en buena medida porque nuestra época parece más cómoda con las otras sexualidades que con el activismo político. Algo similar podría decirse de la recepción de Kallocaína, la novela distópica de Karin Boye rescatada por Gallo Nero, en oposición a las recuperaciones de Los amores de un bibliómano de Eugene Field y La librería encantada de Christopher Morley, más amables con el lector, por parte de la editorial Periférica.
    Además de su ingreso al dominio público, que permite publicar una obra entre cincuenta y setenta años después de la muerte de su autor sin que sea necesario ningún desembolso en concepto de derechos (situación en la que están autores como Jane Austen, Charles Baudelaire, Vicente Blasco Ibáñez y Antón Chéjov), la recuperación de los escritores olvidados parece corresponderse, también, con la forma en que un puñado de actores relevantes del negocio editorial define el pasado literario, lo que implica una cierta idea de necesidad desvinculada de los méritos o reconocimientos del autor en cuestión. Piénsese por ejemplo en Frédéric Mistral, de quien no se publica una obra desde hace diez años, o en Rudolf Christof Eucken, de quien después de 1960 sólo se editaron una obra en 1985 y otra en 2002:ambos obtuvieron el Nobel de Literatura; el segundo, en reconocimiento a su “búsqueda fervorosa de la verdad, su poder penetrante de pensamiento, su amplio rango de visión y la calidez y la fuerza” de una obra que hoy en día está (como es evidente) olvidada, sin que insectos o niños tengan ninguna responsabilidad en ello.




    Thomas Bernhard / Unas palabras a jóvenes escritores

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    Thomas Bernhard

    Unas palabras a jóvenes escritores 


    Lo que necesitáis, jóvenes escritores, no es más que la vida misma, nada más que la belleza y depravación de la tierra; es el campo de mi padre y la inaudita perseverancia de mi madre, es la lucha de vuestras almas a la que tiene que arrastraros vuestra propia hambre y vuestra propia depravación, es el ansia de fama que atormentaba a un Verlaine o un Baudelaire en los «campos elíseos». Lo que tenéis que tener no son seguros de enfermedad y becas, premios y becas de estímulo; es la falta de hogar de vuestras almas y la falta de hogar de vuestra carne, el desconsuelo cotidiano, la desolación cotidiana, la helada cotidiana, el dar media vuelta todos los días, un pan solo cotidiano que en otro tiempo hicieron surgir criaturas tan maravillosas y miserables como Wolfe, Dylan Thomas y Whitman, ciudades, paisajes, es decir, logros frente al polvo, el mensaje de una existencia atormentada, incorregible, que se devora de hora en hora para crear poesías nuevas y poderosas. Lo que necesitáis está por todas partes, donde uno se levanta y muere, donde la lluvia lava la piedra y donde el sol se hace tormento.
    Sin embargo, ¿dónde estáis vosotros, que os dejáis mimar como poetas de nuestro pueblo, que camináis como futuras obras completas sobre un asfalto que revienta? ¿Dónde estáis? ¿Qué hacéis con el tiempo, que solo está ahí una vez para vosotros, una vez para todos nosotros, y que se os deshace en la lengua antes de que hayáis podido probarlo?
    No os veo donde está la vida violenta y valiente, sino como pulcros custodios de archivos, funcionarios amargados, como lacayos de bien retribuidos consejeros del organismo de protección de la Naturaleza o de algún departamento de cultura provincial o municipal. Estáis metidos en el café, sin lágrimas ni humor, odiándoos a vosotros mismos y odiando vuestro entorno, muy lejos de la vida, de los bosques, de las montañas, de la vecindad, muy lejos de toda poesía… Habéis vendido vuestro carácter y sentís un miedo desenfrenado de la necesidad, miedo de vuestros pensamientos, miedo de vuestra malignidad, miedo del campo y la trilla, los picos y las palas, miedo de la verdad, de vuestra propia inferioridad y de vuestra propia grandeza. Capituláis ante la pequeñez, ante el título de doctor y ante el partido, hoy en el consejo municipal, mañana en la redacción de cultura de vuestro periódico de provincia; vuestras reverencias son indescriptibles; os inclináis ante cualquier desharrapado con «influencia». Y así habéis creado la gran época de los consorcios de lírica y trusts de prosa, que es también la época de los seguros y pragmatizaciones. Sin embargo, ¿qué cabe esperar de autores pragmatizados? ¿De vosotros, los poetas pragmatizados, que habéis entrado en una sociedad por acciones en las páginas P. y L. y tenéis en el bolsillo un acuerdo con la industria que os garantiza todos los premios de las academias?
    Los libros que escribís son aburridos, son de papel, vuestra lengua es ficticia (no sois ya capaces de hablar como corresponde a vuestro origen), ofende el lenguaje de Hölderlin, Whitman, Brecht; vuestros libros son de papel de guirnaldas de Todos los Santos y vuestros versos saben a madera de escritorio. Es como si no hubierais vivido nada, como si vivierais de los libros de los viejos primos, como si os llenarais el estómago en el desayuno, comida y cena con tísicos Rilkes y su pálida parentela, como si vuestros abuelos no hubieran sido cerveceros, carniceros, comerciantes en grano, guerreros, feriantes, gitanos… y verdaderos poetas.
    Vuestra prosa no tiene primavera ni verano, ni otoño ni invierno, no es negra ni roja; se filtra en el estómago como unas gachas sin sal. Pero como no vivís como los cerveceros, carniceros, feriantes y gitanos, como tenéis miedo del cayado del tiempo y de vuestra propia desesperación, por eso no tenéis ya nada que decir.
    La época en que cantabais vuestra propia hambre, la época en la que los jóvenes escritores se alzaban contra los presidentes, la época en que hicisteis la revolución ¡ha pasado! Ha pasado la época en que Hamsun vagaba por Nueva York, en que Sillanpää no pudo recoger su premio Nobel, porque él, que vivía, tenía siete hijos, pero ni un centavo para viajar en el bolsillo del abrigo. Y ha pasado la época en que cantabais vuestros versos con un laúd. El pueblo de los poetas y pensadores se ha convertido en un pueblo de asegurados, un pueblo de funcionarios y miembros del partido, una región de débiles, un paisaje de portadores impasibles de documentos. ¡El pueblo de los exaltados se ha convertido en un pueblo de agentes de comercio!
    Sin duda, ¡nadie se hunde ya en los rincones de la tierra! Nadie degenera ya para gloria de la poesía. ¡Pero nadie conoce ya tampoco la hierba y los ríos! Y si seguís pagando tranquilamente vuestras primas de seguro, hasta los sesenta años, y haciendo reverencias a los payasos de la gaceta de las amas de casa y las revistas líricas y filosóficas, no seréis nunca un Lorca ni un Gottfried Benn ni un Charles Péguy ni mucho menos un Whitman. Las subvenciones en chelines que aguardáis os aniquilarán.
    *
    Thomas Bernhard
    En busca de la verdad
    Discursos, cartas de lector, entrevistas, artículos

    Eds. Wolfram Bayer, Raimund Fellinger y Martin Huber
    Trad. Miguel Sáenz
    Alianza, Madrid, 2014, pp. 37-40



    Las mujeres más bellas del mundo / Déborah François

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    LAS MUJERES MÁS BELLAS DEL MUNDO
    Déborah François 







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    http://docs.actricesdefrance.net/Deborah_Francois/Deborah_Dim_02.jpg















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    Muchos me quisieron acabar / Sara Corrales en México

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    Sara Corrales

    Sara Corrales

    «Muchos me quisieron acabar, pero logré salir adelante» 

    Viernes 24 de enero de 2014
    Esta provocación es ahora la tentación de los mexicanos. Su sueño es quedarse y ser una diva del cine.
    odría ser la devoradora de hombres que algunos se imaginan. Un premeditado movimiento suyo seguro podría causar un desastre. Pero no lo va a hacer, o no lo va a hacer fuera de un escenario, o solo lo haría si fuera totalmente necesario. Porque definitivamente, a pesar de que muchos lo crean, no es una mujer fatal, aunque podría serlo si se le diera la gana.  
    Llegó a México hace un año. Aunque dice que no quemó las naves, parece como si lo hubiera hecho. En Colombia terminó con su pareja, con la que llevaba dos años y medio, dejó una carrera que iba para arriba y se despidió de la adoración de su vida: su mamá. Salió del país por una propuesta de Telemundo para hacer uno de los papeles principales de la serie El señor de los Cielos. Matilde, su personaje, tuvo tanto «pegue» que los libretistas le dieron una participación mucho mayor que la que estaba presupuestada al principio. Untado el dedo, untada la mano. Sara vio la oportunidad de quedarse y aceptó un cambio radical de vida. 
    «No tengo hijos, ni esposo, ni perro, nada que me ate. Siempre quise vivir en otro país y estaba estudiando el mercado mexicano hace mucho tiempo. Cuando se presentó esta oportunidad, la recibí como una señal, y yo soy experta en aprovechar las oportunidades».
    La serie se convirtió en una de las de mayor rating en 2013 en Estados Unidos y en varios países latinoamericanos. ¡Y eso que todavía no se estrena en México! Cuando suceda, seguramente se le abrirán muchas puertas. 
    Sara se levanta todos los días a las cinco de la mañana. Desayuna, termina de alistar las tres comidas del día, y una hora después está en el gimnasio. A las nueve, casi siempre, ya está grabando. En la tarde, al terminar, se da unos minutos para ella. Pocos. Duerme ocho horas y el ciclo se vuelve a repetir. Día tras día. No es la vida glamurosa y rumbera que uno se imagina de una diva en ciernes. A la vida de diva le gana una ambición mucho más grande, una poderosísima urgencia de comerse el mundo. «Yo me puse unos objetivos en Colombia que ya cumplí. Le tengo pánico a estancarme. Necesitaba airearme, conocer nuevas opciones, nuevos mercados, nuevas empresas. A mí los retos me dan fuerza».

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    «¿Pero fue difícil dejar Colombia?», pregunto. A lo que responde: «A mí no me dolió el cambio, yo llegué feliz, yo soy todo terreno. No tengo apegos. Y acá soy como una niña chiquita sorprendiéndose».
    Hace un frío insoportable en la ciudad de México, mucho más frío que el día más frío de Bogotá. Un frío que hace suponer que Sara estará envuelta dentro de una chaqueta de invierno durante toda la entrevista. Se levanta, se sienta, gesticula, va a servir agua, cambia la música, cambia de silla, recibe a alguien que le trae unos muebles. Después de 15 minutos de hiperactividad y de responder algunas preguntas, se quita la chaqueta, deja ver algo de piel, algo mínimo, suficiente para entender por qué todos quieren con Sara. «Puede que muchos quieran con Sara –dice entre risas–  pero Sara quiere con pocos». 
    De la fama al anonimato
    Su apartamento queda en la colonia Roma, uno de los barrios más bonitos de Ciudad de México. 
    Un lugar bohemio, lleno de cafés y restaurantes, poblado por extranjeros y la fauna hipster del DF. Es un apartamento de 70 metros, muy sencillo, en el que lo único que se escapa de una decoración simple, casi aburridora, es un mensaje en el espejo del baño escrito entre corazones  rosados y azules y dirigido a su novio. Tan cursi que no vale la pena reproducirlo. 
    Vive feliz a unas cuadras del parque España, donde confiesa haberse enamorado a primera vista de su novio colombiano mientras los dos entrenaban crossfit, y a pocas cuadras de la avenida Reforma, la calle más importante de la ciudad, donde todos los domingos va a bailar en la calle. Sí, a bailar. ¡Y en la calle! Reggaetón, salsa, lo que le pongan, en unas actividades gratuitas que ofrece la ciudad, a las que va gente de cualquier clase social y de cualquier edad. «Voy y me la bailo. Yo no tomo un trago, no trasnocho. Esa es mi rumba».
    Ser una extraña. Esa parece ser de las cosas que más disfruta Sara de su autoexilio. «Me da tranquilidad salir a la calle sin que la gente se voltee a hablar y a cuchichear.
    »Recuperar eso ha sido increíble. La fama trae cosas hermosas, como que la gente se te acerque y te quiera. ¡Ah!, qué bonito es sentir el amor de la gente, pero poder hacer esto también libera mucho». 
    Se refiere a pasar inadvertida, aunque es difícil lograrlo, por más trapos que se ponga encima. Sara es una estatua, su cuerpo es tan firme como sus ambiciones, y lo trabaja y lo consiente de una forma obsesiva. Detrás de unas gafas de graduación esconde unos ojos verdes que parecen inverosímiles para el color de la piel. Pero si uno está frente a ella, la mirada terminará siempre en la boca, exactamente en su labio inferior. Parece que toda su sensualidad estuviera concentrada allí. «Gozo que la gente quede impactada conmigo. Yo vivo súper orgullosa de mi cuerpo. Llevo una vida sana, duermo ocho horas, como sano, me cuido la piel. Y todo eso me hace sentir llena de vida y energía. Sí, me siento súper sexi».

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    Sara es hija única y, según ella, es un milagro de María Auxiliadora. Su mamá dice que tuvo cinco embarazos fallidos antes de tenerla a ella. La rudeza de la actriz contrasta con la fragilidad de su madre, que se la pasa la mitad del tiempo en Colombia y la otra mitad en México, al lado de su hija. Se pasea por el apartamento, siempre pendiente de ella. «Yo la protegí desde que mis papás se separaron. Mi personalidad ruda se desarrolló a partir de ahí. Mi mamá es mi adoración y mi punto vulnerable». 
    Sí, la rudeza de Sara pareciera tener puntos débiles. Porque Sara llora. Casi siempre de rabia, pero llora. La última vez fue por el incumplimiento de unos técnicos que  le debían arreglar la señal de Internet. Cuando alguna pregunta la pone nerviosa lo expresa con un sonido gutural, infantil, pero inmediatamente se recompone y retoma el poder que le otorga su casi impenetrable sensualidad. Pero no es invulnerable, y al recordar algunos episodios y golpes que le ha dado la vida, no puede atajar las lágrimas, y esas no son de rabia. Por ejemplo:

    ¿En que se han equivocado los medios acerca de usted?
    ―Nadie tiene ni idea de lo que pasa acá ni acá –señala el pecho y la cabeza–. A través de los años he podido demostrar quién soy de verdad. Ya pasó y aprendí. Todos tenemos caídas. Yo tengo la frente en alto. Muchos me quisieron acabar, medios y personas, pero logré salir adelante. Me siento mucho más ganadora en este momento. En algún momento pensaron que era una femme fatale.

    ¿Y no le gusta tener esa imagen?
    ―Pudo ser una herramienta que en algún momento funcionó. Pero en mi vida diaria vivo de jeans y zapato plano. Sí, que rico que les guste esa Sara, pero yo digo: vengan y les presento otra Sara que es mucho más interesante.
    Durante toda la entrevista sigue moviéndose por todo el apartamento. No puede parar. Verla caminar es un placer. Cuando se sienta, no puede quedarse en una sola posición y entonces mira a los ojos, me agarra el brazo para enfatizar lo que está diciendo, se palmotea ella misma en las piernas. 
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    Sobre la mesa de centro hay un libro abierto que conozco perfectamente. Se trata de El mono desnudo, un famoso best seller de finales de los sesenta escrito por el zoólogo Desmond Morris y que estudia las características animales que hacen peculiar a la especie humana. Llegó a ese libro porque su novio lo usa constantemente de referencia. Se emociona al hablar sobre las ideas contenidas en el libro, sobre sexo, sobre maternidad, sobre lactancia. Lo que en algún momento pensé –un lapso de no más de 15 minutos– que podía ser una trampa, no lo era. Lo ha leído, lo entendió y lo puede citar perfectamente. Sara no es una intelectual, pero no es una tonta. 

    Más que farándula
    A pesar de que le encanta bailar –lo ha hecho con obsesión desde que era una niña–, sus fines de semana parecen ser un accesorio de los demás días de la semana. Cena, va a cine, va a teatro, trabaja y hace deporte. Si sale, no le gustan los lugares de moda y, aunque hace parte de la farándula, parece que ese mundo no le interesa. Va a algún evento cuando tiene que ir, y ya. «¿Parche?, no, yo soy muy “cusumbosola” –dice con desparpajo–. Pero cuando salgo soy cochinita, prefiero los lugares más "bajomundo"». 
    ¿Cómo se le cae a Sara Corrales?
    –Si me quieren deslumbrar con lo que poseen, ya perdieron. Tienen que entrarme con mucho tacto, con respeto. Amo un man brillante. Yo lo tengo que admirar, no puedo con un hombre que tengo que mirar para abajo. Y no estoy hablando de plata. Tiene que ser inteligente, tiene que tener ganas de sacarla del estadio, de comerse el mundo igual que yo. Un man estancado, sin sueños, no. Y no creas, no me caen manes todo el tiempo, bájate de esa nube.
    Sara lleva seis meses con su novio, un ejecutivo colombiano que no tiene nada que ver con el medio. Y está enamorada, confiesa. Pocos mexicanos parecen haber sido tan audaces como para caerle. «El mexicano es mucho más penoso que el colombiano». En su novio parece haber encontrado esa química que necesita para convertir a la mujer ruda en –según sus propias palabras– «un dulce que derrama caramelo». «Lo primero que busco en un tipo es que sea auténtico, me gusta un man mucho más real, que sea divertido, adoro la posibilidad de acostarme en un parque público a comer fruta picada. Un man que me dé tranquilidad. Yo me entrego tanto que se me acaba el planeta masculino cuando estoy en una relación». 
    ¿Pero quiere casarse y tener hijos?
    –¡Pero claro! Creo que será lo más importante de mi vida cuando llegue el momento. 


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    Sara está enfocada en lo que quiere, y en el momento eso significa triunfar en México. «Quiero hacer cine acá. Todos los directores de casting que me interesan ya tienen mi perfil», asegura. Su ambiciones no son puntuales pero su determinación es absoluta. No se irá sin triunfar.
    ¿Piensa volver?
    –Colombia es el país que amo. Allá está mi familia. Sé que es una carrera que me puede llevar a vivir a muchos lados y si en algún momento encuentro un proyecto que me interese, volveré. Me jala muchísimo mi familia, aunque mi mamá venga y se quede uno o dos meses. 
    Sara no es el tipo de mujeres que huye. Es de las mujeres que buscan. Y eso precisamente es lo que está haciendo en México. 
    ¿Todavía responde cuando le preguntan su edad?
    –Sí, pero no lo cuentes –ríe–. Todavía estoy en el segundo piso.  
    Fotografia: Hernan Puentes
    Agradecimientos: Management Fernan Martinez Communications

    Camilo Olarte / ciudad de méxico | Cromos.com.co




    Las mujeres más bellas del mundo / Eva Green

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    Las mujeres más bellas del mundo
    Eva Green





























     




    Escritoras olvidadas / Jean Rhys

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    Jean Rhys
    Ilustración de Triunfo Arciniegas

    ESCRITORAS OLVIDADAS

    Las voces recuperadas de Jean Rhys



    Los lectores de la inmortal Jane Eyre -y la propia Jane- recordarán siempre a la mujer fantasmal que vive encerrada bajo llave en Thornfield Hall, la mansión del reconcentrado y atormentado Rochester, esa mujer que una noche prende fuego a sus habitaciones en un ataque de locura en una escena memorable. Poco sabremos de ella: que era una criolla antillana con quien Rochester, obligado a un exilio en las colonias por su padre y su hermano, contrajo un matrimonio de interés. El padre y el hermano mueren y Rochester hereda la fortuna y propiedades familiares y puede volver a Inglaterra, lo que hace acompañado de su esposa, que sufre periódicos ataques de locura y a la que se ve obligado a enclaustrar. Pues bien, aquí tenemos, en El ancho mar de los Sargazos, un reto literario de primer orden: novelar la vida de aquella mujer, Antoinette Cosway, bajo la sombra imponente de una de las grandes novelas del siglo XIX inglés, Jane Eyre, de Charlotte Brontë.

    El ancho mar de los Sargazos 

    Una sonrisa, por favor

    Jean Rhys
    Traducción de Catalina Martínez Muñoz
    Lumen. Barcelona, 2009
    190 y 198 páginas. 17,90 euros cada uno
    La hazaña de Jean Rhys es singular, única. Formidable creadora de personajes femeninos solitarios, desamparados y desnortados, tiene en el de Anna Morgan (Voyage in the dark) el antecedente más directo de su Antoinette. Jean Rhys, al cabo de cinco novelas bien acogidas por la crítica y pronto olvidadas porque se adelantaban a su época, desapareció de la vida literaria y reapareció muchos años más tarde por casualidad: era una anciana que vivía en Cornualles y preparaba una novela, la que ahora nos ocupa. Su edición, tras variaciones interminables, le concedió la fama que se le había negado y murió poco después. Como su Sasha Jensen, el olvido, el alcohol y la desdicha la escondieron del mundo, pero al contrario que ella, alcanzó la gloria literaria con una novela imperecedera.
    Antoinette es una joven criolla de familia esclavista. Se acaba de aprobar la Ley de Emancipación y Jamaica se convierte en un hervidero de odios y pasiones que sumar al ambiente misterioso, telúrico y sensual de la propia isla. Jean Rhys aprovecha al máximo su infancia en las islas para crear un escenario de una fuerza conmovedora en el que se entrelazan la añoranza de felicidad de la infancia y la progresiva pérdida del paraíso. Antoinette no tiene otro anclaje que el de su tierra amada y por él resiste todas las dificultades que le crean una madre histérica, dama criolla que no soporta los cambios que se están produciendo en su entorno social, y un matrimonio concertado por razones un tanto turbias que, finalmente, la arrancará de su último refugio. Jean Rhys cuenta todo ello con un estilo absolutamente moderno, por medio de dos voces: en la primera parte narra Antoinette y ahí quedan retratados su hipersensibilidad, sus miedos y su inestabilidad emocional. En la segunda parte quien narra es Rochester: si la voz de Antoinette se mueve a impulsos y se expresa a ráfagas de manera fascinante, la de Rochester es una voz ordenada que muestra tanto el fastidio por su situación de hijo y hermano repudiado como la incomprensión del mundo antillano, tan distinto de su Inglaterra natal, el cual se lo hace pagar a Antoinette. La audacia de Jean Rhys presentando esta cara de Rochester es sólo propia de un escritor de raza. Por último, en la tercera parte habla Antoinette de nuevo, pero esta vez desde su encierro en Thornfield Hall, presa de la locura y la frustración por la pérdida absoluta de sus raíces; es una parte que, con exquisito tacto y sabiduría, la autora resuelve en unas pocas páginas justas.
    Hace años escribí en este mismo periódico que, tras la publicación de esta novela, ya no se podía volver a leer Jane Eyre con inocencia y ahora lo ratifico. Es una historia dura y sensual a la vez, de una intensidad conmovedora porque Jean Rhys sabe contar como pocos la fragilidad, el desamparo y la desafección, la soledad más sórdida y los sentimientos más depurados. Precisamente acompaña a esta nueva edición y traducción un libro inédito, Una sonrisa, por favor, intento de memorias que Jean Rhys no llegó a completar, en las que cuenta su infancia y adolescencia en Antillas y juventud en París y Londres, donde vivió en los tumultuosos años veinte trabajando como corista, haciendo de extra, viviendo en pensiones, siempre justa de dinero..., en fin, la experiencia que la llevó a concebir el ambiente de sus novelas y la mujer que albergó dentro de sí las vidas escritas de Anna Morgan, Marya Zelli, Julia Martin y Sasha Jensen, las derrotadas heroínas de sus novelas. Un camino que la lleva desde sus amadas, violentas y sensuales islas Windward a la Inglaterra fría y distante donde finalmente se escondió con su vida rota hasta que una adaptación teatral de una de sus obras obligó a buscarla por una cuestión de derechos de autor y la devolvió a la luz.



    Secuelas / Con o sin permiso

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    Jean Rhys
    Ilustración de Triunfo Arciniegas

    Secuelas

    CON O SIN PERMISO

    MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 25 JUL 2012 - 00:23 CET


    Elizabeth Costello, protagonista de la ficción homónima de Coetzee (2003), había escrito en su juventud una novela con el punto de vista de la gribaltareña Molly Bloom, la infiel Penélope del Ulises joyceano. John Stoppard centró en dos personajes secundarios de Hamlet su drama existencial Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1966), en el que —justicia poética— el irresoluto príncipe de Dinamarca juega un papel muy marginal. Alonso Fernández de Avellaneda aprovechó el éxito apabullante de la primera parte del Quijote para continuar a su modo envidioso las aventuras del hidalgo, lo que obligó a su legítimo autor a modificar en la segunda parte el itinerario de su criatura inmortal.
    Ancho mar de los Sargazos (1966), de Jean Rhys, es una precuela de Jane Eyre en la que se nos relata la existencia caribeña de quien, posteriormente, acabaría loca y casada con el señor Rochester (la verdad, no sé qué es peor). Alexandra Ripley logró cierta fama (y se hizo millonaria) gracias a Scarlett (1991), la insufrible secuela (autorizada) de Lo que el viento se llevó. Elizabeth Bennet, la sensata e independiente protagonista de Orgullo y prejuicio, ha reaparecido en numerosas narraciones posteriores; en algunas de las más recientes se ha mostrado como lesbiana, caníbal, asesina o zombi. Incluso la muy conservadora P. D. James la ha vuelto a resucitar, junto al resto de los personajes de la más célebre novela de Austen, para su thriller La muerte llega a Pemberley. James Bond, otro personaje muy secuelado (por Kingsely Amis, John Gardner, Sebastian Faulks o Jeffrey Deaver, entre otros,) volverá pronto de la mano de William Boyd, quien considera "una oportunidad magnífica" el ofrecimiento de los derechohabientes de Ian Fleming para que escriba una nueva aventura del mejor agente del MI6. No me extraña: hay mucha pasta de por medio y, además, Bond, un de los grandes iconos de la cultura popular, sigue siendo un personaje fascinante.

    Buena parte de la historia de la literatura consiste en un diálogo (que puede llegar al plagio) más o menos consciente entre historias y personajes que han logrado apasionar a los lectores incrustándose en el imaginario de las sucesivas generaciones. Precuelas y secuelas las ha habido siempre, pero su número aumenta exponencialmente en épocas, como la nuestra, en que crece la demanda de ficciones y la gente no siempre encuentra satisfacción en el mainstream de nuevo cuño.
    Existen dos formas de publicar una secuela (o precuela) de la obra de un escritor sujeta a copyright: con o sin su permiso (o el de los titulares del derecho). En el segundo caso, al autor de la secuela y a su editor les aguardan los tribunales. De modo que, si yo deseara, por ejemplo, darle otra oportunidad literaria a José María Bueno de Guzmán, el promiscuo protagonista de Lo prohibido (Galdós, 1885), podría hacerlo tranquilamente; pero si lo que quisiera es desarrollar por mi cuenta (y publicar) determinadas particularidades del carácter de Jaime Leza, o las ulteriores relaciones sentimentales de Judith Biely, la amante americana de Ignacio Abel, no tendría más remedio que pedirles permiso a Javier Marías o Antonio Muñoz Molina, sus respectivos propietarios intelectuales. Y no creo que me lo concedieran. Por lo demás, rara vez (aunque sucede en ocasiones) las secuelas o precuelas ajenas están a la altura del original, por más que las firme alguien de prestigio. De modo que ya veremos si el Bond de Boyd consigue convertirse en una nueva excepción a la regla.



    Jean Rhys / Que lo llamen Jazz

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    Jean Rhys
    BIOGRAFÍA
    Que lo llamen Jazz

    Un luminoso domingo por la mañana tengo un bochinche con mi casero de Notting Hill porque me pide un mes de alquiler por adelantao. Me lo dice cuando llevo aquí desde el invierno, pagando cada semana sin falta. No tengo trabajo en ese momento, y si le doy el dinero apenas me queda ná. O sea que me niego. El tipo ya está borracho tan temprano y me insulta: sólo palabras, a mí no me asusta. Pero su mujer es un mal bicho: ahora entra en mi cuarto y dice que tengo que darle el dinero. Cuando le digo que no, le pega una patá a mi maleta, que se abre. Se cae mi mejor vestido, y ella se ríe y le da otra patá. Dice que lo corriente es pagar un mes por adelantao y que si no puedo pagar que me busque otro sitio.

    No me vengáis con cuentos sobre Londres. Hay mucha gente en Londres con el corazón como una piedra. Y si te quejas te contestan, «demuéstrelo». Pero, ¿cómo voy a demostrar ná si no hay nadie que lo vea, ningún testigo? Así que hago la maleta y me voy, pienso que es mejor no tener nada que ver con esa mujer. Es muy conchuda, y ni Satanás miente mejor que ella.

    Me pongo a caminá hasta un sitio cercano que está abierto y donde podré tomar un café y un bocadillo. Allí empiezo a hablar con un hombre que se sienta a mi mesa. El ya me ha hablao, le conozco, pero no sé su nombre. Al cabo de un rato me pregunta:

    —¿Qué pasa? ¿Algo va mal?

    Y cuando le digo lo que me pasa dice que puedo usar un piso suyo que está vacío hasta que encuentre otra cosa.

    Este hombre no es como los otros ingleses. Entiende a la primera, decide a la primera. Los ingleses tardan mucho en decidir: antes de que se hayan decidido tú ya estás casi muerta. Y además éste va muy al grano, como si ná. Habla como si supiese muy bien cómo se vive cuando se vive como yo, por eso acepto y voy.

    Dice que alguien ocupaba el piso hasta la semana pasada, o sea que lo encontraré todo arreglao, y me dice cómo ir allí: tres cuartos de hora en tren desde Victoria Station, subir una calle muy empinada hasta arriba, torcer a la izquierda, la casa es inconfundible. Me da las llaves y un sobre con un número de teléfono apuntao detrás. Debajo ha escrito: «A partir de las seis de la tarde, pregunte por Mr. Sims.»

    Esa tarde en el tren me siento una mujer afortunada, porque caminá por Londres un domingo sin tener adónde ir es algo que podría destrozarte el corazón.

    Encuentro el sitio, y el dormitorio del piso de la planta baja está muy bien amueblao: dos espejos, armario, cómoda, sábanas, tó. Huele a perfume de jazmín, pero también a humedad.

    Abro la puerta de enfrente y hay una mesa, un par de sillas, una cocina de gas y una despensa, pero esta habitación es tan grande que parece vacía. Cuando levanto la cortina veo que el empapelao, se cae a tiras y que en las paredes crecen hongos; una cosa como jamás podríais imaginá.

    El baño lo mismo, los grifos completamente oxidaos. Dejo las otras dos habitaciones y hago la cama. Luego escucho, pero no oigo ná. En esa casa no entra ni sale nadie. Estoy despierta mucho rato, luego decido no quedarme y por la mañana empiezo a prepararme antes de que cambie de idea. Quiero ponerme mi mejor vestido, pero pasa una cosa curiosa: cuando cojo ese vestido y me acuerdo de la patá que le dio la casera me pongo a llorá.

    Lloro y no puedo dejar de llorá. Cuando paro me duelen hasta los huesos de cansera, como si fuese una vieja. No quiero mudarme de nuevo: tengo que forzarme. Pero al final salgo al pasillo y encuentro una postal a mi nombre. «Quédese todo el tiempo que quiera. Iré a verla pronto, quizás el viernes. No se preocupe.» No lleva firma, pero ya no me siento tan triste y pienso, «Muy bien, esperaré aquí hasta que venga. Quizás sepa de un trabajo pa mí.»

    En la casa no vive nadie más, aparte de un matrimonio en el último piso: gente tranquila que no molesta. No tengo nada en contra de ellos.

    La primera vez que veo a la señora está abriendo la puerta de la calle y me mira inquisitivamente. Pero la vez siguiente sonríe un poco y yo le devuelvo la sonrisa. Una vez ha hablao conmigo. Me dice que la casa es muy vieja, de hace ciento cincuenta años, y que ella y su marido viven ahí desde hace muchísimo. «Es una propiedad muy valiosa— dice— que hubiera podido conservarse. Pero, claro, nadie hizo nada.» Luego me cuenta que el actual dueño —si es que es el dueño—tuvo que vérselas con el ayuntamiento y dice que le han puesto trabas. «Esa gente está dispuesta a derribar todas estas casas antiguas tan bonitas, es vergonzoso»

    Y yo estoy de acuerdo en que hay muchas cosas vergonzosas. Pero, ¿qué hacer? ¿Qué hacer? Le digo que es una casa elegante, que, en comparación, las demás casas de la calle parecen bajareques, y ella parece complacida. Es que además es verdá. Es una casa triste y remota, sobre tó de noche. Pero tiene estilo. El segundo piso está cerrao, y el mío, bueno, entré en las dos habitaciones vacías una vez, pero no he vuelto a pisarlas nunca.

    Debajo hay una bodega llena de viejos tablones y muebles rotos: un día veo por allí una rata grande. No era un sitio para vivir sola, os lo aseguro, y me acostumbro a comprá una botella de vino casi todas las noches, porque el whisky no me gusta y el ron de aquí es muy malo. Ni siquiera sabe a ron. Me gustaría saber qué le hacen.

    Después de beberme uno o dos vasos puedo cantá y cuando canto se me va toda la pena del corazón. A veces invento canciones pero a la mañana siguiente ya las he olvidao, así que otras veces canto las antiguas como "Hechicera" o "No me molestes ahora".

    Pienso que me iré pero no me voy. En lugar de irme espero la noche y el vino y eso es todo. He vivido siempre en cualquier parte sin que me importara en absoluto, pero esta casa ya es diferente: vacía y sin ruidos y llena de sombras, tantas que a veces me pregunto qué hacen todas esas sombras en una habitación vacía.

    Como en la cocina, luego lo limpio todo y lo dejo arreglao y me doy un baño pa refrescarme. Luego apoyo los codos en el alféizar y miro al jardín. Flores rojas y azules se mezclan con las malas hierbas y hay cinco o seis manzanos. Pero la fruta cae y se queda en el césped, tan amarga que nadie la quiere. Atrás, junto al muro, hay un árbol más grande. Este jardín es enorme, quizás es por eso que quieren derribar la casa.

    No llueve apenas en todo el verano, pero tampoco brilla el sol. Más bien reverbera desagradablemente. El césped acaba poniéndose pardo y seco, las malas hierbas se hacen muy altas, las hojas de los árboles cuelgan. Sólo las flores rojas, las amapolas, levantan la cabeza pese a esa luz; todo lo demás parece agotao.

    No me preocupo por el dinero, pero con el vino y los chelines para el tragaperras de la luz, se va rápidamente; por eso no desperdicio casi ná en comida. Por la noche salgo fuera: no del lado de los manzanos, sino del de la calle, no es tan solitario.

    En este lado no hay tapia y puedo ver a la vecina que me mira por encima del seto. Al principio le digo buenas noches, pero ella me da la espalda, así que luego ya no digo ná. A menudo hay un hombre con ella, un hombre con un sombrero de paja con una cinta negra y gafas de montura dorá. El traje le cuelga por todas partes como si le fuera demasiado grande. Parece que es el marido y me mira peor que su mujé: me mira como si yo fuese una fiera suelta. Una vez me río en su cara: a ver por qué tiene que ser así esa gente. No le molesto. Al final ya no les dirijo ni siquiera una sola mirá. Tengo muchas otras cosas por las que preocuparme.

    Para que veáis cómo me siento. No lo recuerdo con exactitud. Pero creo que es el segundo sábado desde mi llegada cuando me encuentro en la ventana justo antes de salir a comprá el vino y noto una mano en mi hombro y es Mr. Sims. Debe caminá muy silenciosamente porque no me entero de ná hasta que me toca.

    Dice hola, luego dice que me he adelgazado terriblemente, pregunta si como alguna vez. Le digo que claro que como, pero él insiste en que no me sienta bien estar tan delgada y que irá a comprarme un poco de comida al pueblo. (Eso de pueblo lo dice a. Aquí no hay ningún pueblo. No es tan fácil salir de Londres.)

    A mí me parece que él tampoco tiene muy buena facha, pero sólo le digo que prefiero que me traiga un trago, no tengo hambre.

    Regresa con tres botellas: vermú, gin y vino tinto. Luego pregunta si el diablillo que vivía aquí antes llegó a romper todos los vasos y yo le digo que rompió algunos, yo misma recogí los pedazos, pero no todos.

    —¿Se peleó usted con ella, eh?

    El se ríe, pero no contesta. Sirve las bebidas y luego dice:

    —Cómase ahora los bocadillos.

    Algunos hombres no te inquietan mucho cuando los tienes ahí a tu lado. Con esta clase de hombres harías todo lo que te dijeran con los ojos cerraos, porque te quitan las penas del corazón y te dan la sensación de que no corres ningún riesgo. Por eso no hablo con él en serio: no quiero echar a perder esa noche. Pero le pregunto por la casa, y por qué está tan vacía y a dice:

    —¿Ya ha tenido que oír las habladurías de esa vieja andrajosa de arriba?

    —Ella cree que les van a crear problemas a ustedes—le digo.

    —Maldito el día que compré esta casa —dice y habla de revender el arriendo o algo así. No le presto mucha atención.

    Estábamos entonces junto a la ventana y el sol estaba bajo. Ya no deslumbraba. El me pone la mano sobre los ojos:

    —Demasiado grandes, demasiado grandes para tu cara.

    Y me besa como besarías a un recién nacido. Cuando retira la mano veo que se ha puesto a mirar el jardín y dice esto:

    —Es un fastidio. Ya lo creo que sí.

    Sé que no se refiere a mí, por eso le pregunto:

    —¿Por qué venderla entonces? Si le gusta, siga aquí.

    —¿Vender qué?—dice—. No estaba hablando de esta condenada casa.

    Le pregunto de qué está hablando.

    —De dinero—dice—. De dinero. De eso hablo. De cómo ganar dinero.

    —Yo no pienso apenas en el dinero. Yo no le gusto al dinero, pero qué más me da.

    Yo estaba bromeando, pero él se vuelve, tiene la cara empalidecida y me dice que estoy loca. Dice que me pasaré la vida empujada de un sitio para otro y que moriré como un perro, y hasta peor, porque a un perro moribundo lo rematan pero a mí me dejarán seguir viviendo hasta que no sea más que una caricatura de mí misma. Eso es lo que dice:

    —Una caricatura de ti misma.

    Dice que maldeciré el día que nací y a todos y a todo lo que hay en este mundo antes de que me muera.

    —No, nunca llegaré a sentirme así —le digo.

    Y él sonríe, si es que a eso puede llamársele una sonrisa, y dice que se alegra de que me conforme con la suerte que me ha tocao.

    —Me decepcionas, Selina. Creía que tenías más coraje.

    —Ya estaría bien con que me conformase —le contesto—. No veo por ahí a muchos que parezcan conformarse.

    Estamos de pie mirándonos cuando suena el timbre de la puerta.

    —Es un amigo mío—dice—. Le haré pasar.

    En cuanto al amigo, va muy etiquetero con unos pantalones a listas finas y una chaqueta negra y lleva una cartera. De aspecto muy vulgar, pero con una voz especialmente suave.

    —Maurice, te presento a Selina Davis —dice Mr. Sims, y Maurice sonríe con mucha habilidad pero no es muy sincero, luego se mira el reloj y dice que tienen que irse.

    En la puerta, Mr. Sims me dice que la semana próxima vendrá a verme y yo le contesto directamente:

    —La semana que viene no estaré aquí porque quiero encontrá un trabajo y aquí no voy a conseguirlo.

    —Precisamente de eso voy a hablar ahora. Aplázalo una semana más, Selina.

    —Quizás me quede algunos días más—digo—. Luego me largo. Quizás me vaya antes.

    —No, no te irás—dice.

    Caminan rápidamente hacia la puerta del jardín y se van en un coche amarillo. Luego noto unos ojos mirándome y es la mujer y su marido que miran desde el jardín de al lado. El hombre hace algún comentario y ella me mira tan odiosa, con tanto odio que cierro en seguida la puerta de la casa.

    No quiero más vino. Quiero acostarme temprano porque tengo que pensá. Tengo que pensá en el dinero. Es cierto que no me preocupa. M siquiera cuando alguien me robó mis ahorros —ocurrió poco después de mi llegada a la casa de Notting Hill—; lo olvidé pronto. Unas treinta libras me robaron. Las tenía enrolladas dentro de unas medias, pero un día fui al cajón y ya no había dinero. Al final tuve que decírselo a la policía. Ellos me preguntan la cifra exacta y les digo que últimamente no lo había contado, unas treinta libras.

    —¿No sabe cuánto?—dicen—. ¿Cuándo lo contó por última vez? ¿Lo recuerda? ¿Fue antes de que se mudara o después?

    Me confunden, digo todo el rato lo mismo, «No me acuerdo», aunque recuerdo muy bien que lo había visto dos días antes. Ellos no me creen y cuando viene a la casa un policía, oigo a la casera que le dice:

    —Seguro que no tenía dinero cuando llegó aquí. No pudo pagar el alquiler de un mes por adelantado a pesar de que es una norma de la casa.

    «Toda esa gente son unos mentirosos terribles», le oigo decir y yo pienso, «tú sí que eres una terrible mentirosa, porque cuando vine dijiste por semanas o meses, como quieras>>. Es desde entonces que ya no me habla y quizás es ella la que me lo robó. Lo único que sé es que no he vuelto a ver ni un penique de mis ahorros, lo único que sé es que ellos fingieron que yo nunca había tenido ná, pero como ya ha pasao no sirve de nada llorá por ello. Luego se me va la cabeza a mi padre, porque mi padre es blanco y pienso mucho en él. Ojalá pudiera verle aunque sólo fuera una vez, porque yo era demasiao pequeña para recordarle cuando estaba allí. Mi madre es una mujé de color bastante claro, más claro que yo, dicen, y ella tampoco se quedó mucho conmigo. Tuvo una oportunidad de irse a Venezuela cuando yo tenía tres o cuatro años y no regresó. En lugar de volvé me mandaba dinero. La que me cuidó fue mi abuela. Es muy negra, lo que nosotros llamamos de chocolate, pero es la mejor persona que conozco.

    Ella ahorró todo el dinero que mandaba mi madre, no se guardó ni un penique para ella: así es como llegué a Inglaterra. Tardé un poquito en empezá a ir a la escuela, iba ya para los doce, pero sé cosé muy bonito, muy bien, y pensé que podría encontrá un buen trabajo, quizá en Londres.

    Pero aquí me dicen que todas esas costuras tan bonitas hechas a mano cuestan demasiao tiempo. Son una pérdida de tiempo, demasiao lento. Quieren alguien que trabaje deprisa, y al diablo las puntadas bien hechas y apretás. En conjunto las cosas no me van muy bien, lo admito, y pienso que ojalá pudiese ver a mi padre. Llevo su nombre: Davis. Pero mi abuela me dijo:

    —Cada palabra que salió de sus labios era una mentira. Es un mentiroso de primera, aunque en lo demás sea de tercera.

    De modo que quizás no llevo su verdadero nombre.

    Lo último que veo antes de apagá la luz es la postal en el tocador: «No te preocupes».

    ¡Que no me preocupe! Al día siguiente es domingo, y es lunes el día que los de al lado se quejan de mí a la policía. Esa noche la mujer está junto al seto, y cuando paso delante de ella me dice en voz muy tranquila y dulce:

    —¿Por qué tienes que quedarte aquí? ¿No podrías irte?

    Yo no contesto. Salgo a la calle para librarme de ella. Pero ella corre al interior de la casa, se asoma a la ventana, aún me ve. Entonces empiezo a cantá, para que comprenda que no le tengo miedo. El marido grita:

    —Si no deja de armar alboroto llamaré a la policía.

    Yo le contesto secamente:

    —Váyase al diablo—le digo—y llévese también a su mujer.

    Y sigo cantando, más alto.

    La policía viene en seguida. Un par. Quizás estaban junto a la vuelta de la esquina. Todo lo que puedo decir de la policía y de su modo de actuá es que creo que todo depende de con quién tratan. Jamás me mezclaré por mi propia voluntad con la policía. Jamás.

    Uno de ellos dice, aquí no está permitido organizar tanto jaleo. Pero el otro me hace muchas preguntas. ¿Cómo me llamo? ¿Soy arrendataria de un piso en el número 17? Ultimo domicilio y así sucesivamente. Me enfado por su forma de hablarme y le digo:

    —Vine aquí porque alguien me robó mis ahorros. ¿Por qué no busca mis ahorros en lugar de ladrarme así? Sudo lo que gano. Ninguno de ustedes hizo ná por encontrarlos.

    —¿De qué está hablando? —dice el primero, y el otro me dice:

    —Está prohibido hacer tanto ruido aquí. Váyase a su casa. Está usted bebida.

    Veo a esa mujé que me mira y sonríe, y otras personas en las ventanas, y estoy tan furiosa que vuelvo a cantá a gritos hacia ellos.

    —Tengo el más absoluto y perfecto derecho a está en la calle, el mismo que los demás, y tengo el más absoluto y perfecto derecho a preguntarle a la policía por qué no buscó mi dinero cuando desapareció. Y no lo busca porque el maldito ladrón era un inglés —les digo.

    Todo esto termina con que tengo que ir ante un magistrao, y él me pone una multa de cinco libras por embriaguez y escándalo público, y me da dos semanas para pagarla.

    Cuando regreso del juzgao, camino por la cocina de arriba abajo, de arriba abajo, esperando que sean las seis porque no me quedan cinco libras, y no sé qué hacer. A las seis telefoneo y una mujer me contesta seca y cortante, luego se pone Mr. Sims y no parece tampoco muy contento cuando le cuento lo ocurrido.

    —¡Dios mío! —dice, y yo le digo que lo siento.

    —Bueno, no te asustes —dice—. Yo pagaré la multa. Pero mira, me parece que no...

    Se interrumpe y habla con otra persona que está en la habitación. Y sigue:

    —Quizás sería mejor que no te quedaras en el número 17. Creo que podré arreglarlo para que vayas a otro sitio. Te llamaré el miércoles..., el sábado a lo más tardar. Pórtate bien hasta entonces.

    Y colgó antes de que pudiera contestarle que no quiero esperá hasta el miércoles, y menos hasta el sábado. Quiero salir de esta casa inmediatamente y sin retraso. Lo primero que pienso es volvé a llamarle, luego cambio de idea porque sonaba muy enfadao.

    Me preparo, pero el miércoles no viene y el sábado no viene. Estoy toda la semana en el piso. Sólo salgo una vez y lo arreglo para que me traigan el pan, la leche y los huevos, y me da la sensación de haberme cruzao con muchos policías. No me miran, pero seguro que me ven. No quiero beber: me paso el tiempo escuchando, escuchando y pensando, ¿cómo podría irme antes de saber si han pagao mi multa? Me digo que la policía vendría a decírmelo, seguro. Pero no me fío de ellos. ¿Qué les importa mi suerte a ellos? La respuesta es que no les importa nada. A nadie le importa. Una tarde llamo al piso de la vieja de arriba, porque se me ocurre que podría darme un buen consejo. La oigo ir de un lado para otro, hablando, pero no contesta y no vuelvo a probá.

    Pasan así casi dos semanas, luego telefoneo. Habla la mujer y dice:

    —Mt. Sims no está en Londres en este momento.

    —¿Cuándo estará de regreso? —digo—. Es urgente.

    Y ella cuelga.

    No me sorprende. En absoluto. Sabía que ocurriría. De todos modos me siento tan pesada como el plomo. Cerca de la cabina de teléfonos hay una farmacia, así que les pido que me den algo que me haga dormí, durante el día ya es bastante malo, pero pasá toda la noche en vela, ¡eso no! Me da un frasquito con una etiqueta que dice: «Una tableta o dos solamente», y me tomo tres al acostarme porque cada vez estoy más convencida de que dormí es lo mejor de todo. Sin embargo permanezco tendida, los ojos de par en par como siempre, así que me tomo otras tres. Lo siguiente que veo es la habitación llena de sol, así que debe ser media tarde, pero la lámpara todavía está encendía. Me da vueltas la cabeza y no puedo pensá bien. Al principio me pregunto cómo he llegao a este sitio. Luego me viene el recuerdo, pero en imágenes: la de la casera dándole la patá a mi vestido, y cuando compro el billete en Victoria Station, y la de Mr. Sims diciéndome que coma los bocadillos, pero no recuerdo nada con claridá, y me siento mareadísima y tengo arcadas. Recojo la leche y los huevos en la puerta, voy a la cocina y trato de comé pero la comida es tan dura que me resulta casi imposible tragarla.

    Es en el momento de retirar las cosas cuando veo las botellas, escondidas en el estante más bajo de la despensa.

    Queda mucho en todas, y os aseguro que me alegro. Porque no soporto sentirme así. Ya no lo soporto más. Mezclo gin con vermú y lo bebo deprisa, luego mezclo otro vaso y me lo bebo despacio junto a la ventana. El jardín está distinto, nunca lo había visto así. Sé muy bien lo que tengo que hacer, pero ahora es tarde, mañana. Tomo otro trago, ahora de vino, y luego me viene a la cabeza una canción, la canto y la bailo, y cuanto más canto, más segura estoy de que es la mejor canción que se me ha ocurrido en la vida.

    La luz del crepúsculo que entra por la ventana es de oro. Mis zapatos suenan fuerte contra los talones. Así que me los quito, también las medias y sigo bailando peto la habitación me hace sentirme encerrá, no puedo respirá, y salgo fuera sin dejá de cantá. Quizás bailo también un poco. Me olvido de tó lo referente a la mujer hasta que la oigo decir:

    —Henry, fíjate en esto.

    Me vuelvo y la veo en la ventana.

    -Oh, sí. Quería hablá con usté —le digo—. ¿Por qué llamó a la policía y me metió en un lio? A ver, por qué.

    —Y dígame usted qué está haciendo aquí —dice ella—. Este es un barrio respetable.

    Luego viene el hombre:

    —Fuera de aquí, joven. Debería avergonzarse de su comportamiento.

    «Es escandaloso», dice él dirigiéndose a su mujer, pero en voz tan alta que puedo oírle, y ella también, por una vez, habla en voz muy alta:

    —Las otras fulanas que trajo ese tipo al menos eran blancas —dice.

    —Es usted una cochina mentirosa—digo—. Ya hay suficientes chicas de ésas en este país. Tan innumerables como las arenas del mar. No me necesitan a mí para eso.

    —Desde luego que no puede decirse que tenga usted un éxito clamoroso—con una voz otra vez dulzona—. Y no crea que volverá a ver mucho a su amigo Mr. Sims. El también está metido en un lío. Váyase a otro lado. Busque a otro. Si puede, claro.

    Cuando dice eso mi brazo se mueve solo. Cojo una piedra y ¡bam! por la ventana. No por la que ellos ocupan, sino la siguiente, que tiene cristales de colores, verde y púrpura y amarillo.

    Jamás he visto una mujé poné tal cara de sorpresa. Se le queda la boca abierta de tanta sorpresa. Yo empiezo a reir, cada vez más fuerte: río como mi abuela, con las manos en las caderas y la cabeza hacia atrás. (Cuando reía así se la podía oír desde el otro extremo de la calle.) Por fin les digo:

    —Bueno, lo siento. Un accidente. Mañana a primera hora haré que lo arreglen.

    —Ese cristal es irreemplazable —dice el hombre—. Irreemplazable.

    —Mejor —le digo—. Esos colores me daban arcadas. Les compraré otros mejores.

    El me amenaza con el puño.

    —Esta vez no se saldrá sólo con una multa —dice.

    Luego corren las cortinas. Yo les llamo a gritos.

    —¿Por qué huyen? Siempre huyen. Desde que vine aquí siempre me han estado persiguiendo porque yo no contestaba. Desvergonzaos.

    Trato de cantar «No me molestes ahora»:

    No me molestes ahora Tú no tienes honor. No sigas mis pasos Tú no tienes vergüenza.

    Pero la voz no me sale bien, así que vuelvo a casa y bebo otro vaso de vino: todavía tengo ganas de reír, y todavía me acuerdo de mi abuela porque ésa era una de sus canciones.

    Habla de un hombre cuyo amorcito le dice adiós cuando encuentra a un tipo rico, y él se va a Panamá. Mucha gente muere allí de las fiebres cuando hacen ese canal de Panamá tan largo hace muchísimo tiempo. Pero él no muere. Regresa con dólares y la chica va a recibirle al muelle, muy elegante y sonriente. Entonces él le canta: «Tú no tienes honor; tú no tienes vergüenza». Sonaba muy bien en el patois de Martinica: «Sans honte».

    Después me pregunto: «¿Por qué he hecho eso? No soy así. Pero si te menosprecian una y otra vez llega el día que revientas y eso es lo que pasa.»

    Además, Mr. Sims no puede decirme ahora que no tengo coraje. No me importa, me duermo en seguida y me alegro de haberle roto esa fea ventana a la mujer. Pero mi canción..., mi canción se me ha ido y nunca volverá. Una pena.

    A la mañana siguiente me despierta el ruido del timbre. La gente de arriba no baja, y el timbre sigue sonando como una furia. Así que me levanto a ver, y fuera hay un policía y una policía. En cuanto abro la puerta la mujé mete el pie. Lleva sandalias y medias gruesas y en mi vida había visto un pie tan grande ni tan feo. Parecía que quisiera aplastá el mundo entero. Luego entra ella detrás del pie, y su cata tampoco es bonita precisamente. El policía dice que mi multa está sin pagá y que la gente ha presentado graves acusaciones contra mi, de modo que me llevan otra vez al magistrao. Me enseña un papel y yo lo miro, pero no lo leo. La mujé me empuja hacia el dormitorio, y me dice que me vista rápidamente, pero yo me quedo mirándola, porque pienso que a lo mejor ya estoy a punto de despertarme. Luego le pregunto qué tengo que ponerme. Ella dice que supone que ayer debía llevar algo puesto. ¿O no?

    –Qué más da, póngase cualquier cosa—dice.

    Pero busco ropa interior limpia y medias y los zapatos de tacón alto, y me peino el cabello. Empiezo a limarme las uñas, porque pienso que las tengo demasiado largas para el magistrao, pero ella se enfurece:

    —¿Piensa venir sin ofrecer resistencia o qué? —dice.

    Así que me voy con ellos y nos metemos en el coche que está en la calle.

    Espero mucho rato en una habitación llena de policías. Entran, salen, telefonean, hablan en voz baja. Luego me llega el turno, y lo primero que llama mi atención en el juzgao es un hombre con negras cejas fruncidas. Está sentado debajo del magistrao, vestido de negro y tan guapo que no puedo apartar los ojos de él. Cuando él se da cuenta frunce el entrecejo más incluso que antes.

    Primero viene un policía a testimoniar que he provocao alborotos, y luego viene el señor viejo de la casa de al lao. Repite eso de toda la verdá y nada más que la verdá. Luego dice que por las noches hago un ruido horrible y uso un lenguaje abominable, y bailo obscenamente. Dice que cuando tratan de cerrá las cortinas porque su mujer está aterrada por el espectáculo que yo estoy dando, yo me pongo a tirá piedras y rompo una valiosa ventana de cristal emplomao. Dice que su mujer hubiese quedado gravemente hería si la hubiese alcanzao, y que se encuentra padeciendo una terrible crisis nerviosa y que el doctor está con ella. «Te aseguro— pienso—, que si hubiese apuntao a tu mujer le hubiera dao. Puedes estar completamente seguro.»

    —No hubo provocación —dice—. En absoluto.

    Después otra señora de la acera de enfrente dice que es verdá. Que no oyó la más mínima provocación, y jura que ellos cerraron las cortinas pero que yo seguí insultándoles y utilizando un lenguaje repugnante y que lo vio y lo oyó todo.

    El magistrao es un señó menudo de voz tranquila, pero estas voces me inspiran ahora mucho recelo. Me pregunta por qué no pagué la multa, y le digo que porque no tenia dinero. Me huelo que quieren averiguar todo lo referente a Mr. Sims, porque están escuchando con mucha atención. Pero a mí no me van a sacar ná. Me pregunta cuánto tiempo hace que estoy en el piso y le contesto que no me acuerdo. Sé que quieren confundirme como me confundieron cuando lo de mis ahorros, así que no contesto. Al final me pregunta si tengo algo que decí, pues no se me puede permití que siga causando molestias. «Soy una molestia porque no tengo dinero, y eso es todo», pienso. Quiero hablá y contarle que me robaron tós mis ahorros, y que cuando el casero me pidió un mes por adelantao no se lo pude dar. Quiero decirle que la mujer de la casa de al lado hace mucho tiempo que me está provocando y que me insulta, pero que hablaba con una vocecita dulzona y nadie la oía: por eso le rompo la ventana, pero estoy dispuesta a comprarle otra. Quiero decir que lo único que hago es cantá en ese viejo jardín, y quiero decirlo en voz tranquila. Pero me oigo hablá a gritos y veo mis manos que se agitan en el aire. Además es inútil, no me creerán, así que no termino. Callo y me noto las lágrimas en la cara.

    —Demuéstrelo.

    Eso es lo único que dicen. Susurran, susurran. Asienten con la cabeza todo el tiempo.

    Luego vuelvo a estar en el coche con una policía diferente, muy elegante. No lleva uniforme. Le pregunto a dónde me lleva y dice «Holloway», simplemente eso, «Holloway».*

    Le cojo la mano porque tengo miedo. Pero ella la retira. Su mano se aparta fría y suave y su cara es de porcelana: suave como la de una muñeca, y yo pienso «Es la última vez que le pido algo a alguien. Lo juro.»

    El coche sube a un castillo negro y rodeao de callejuelas mezquinas. Un camión bloquea las puertas del castillo. Cuando se aparta entramos y ya estoy en la prisión. Primero hago cola con otras que están esperando para entregar los bolsos y todas sus pertenencias a una mujé que está detrás de una rejilla, como en una oficina de correos. La chica de delante saca una polvera muy bonita, yo diría que de oro, un lápiz de labios a juego y una cartera llena de billetes. La mujer se queda el dinero pero le devuelve los polvos y la barra de labios y casi le sonríe. Yo tengo dos libras, siete chelines y seis peniques en monedas de penique. Ella me coge el bolso, luego me tira la polvera (que es barata), mi peine y mi pañuelo, como si todo lo que hubiera en mi bolso estuviera sucio. Así que pienso, «Aquí también, aquí también». Pero me digo «¿Y qué esperabas, eh, chica? Todos son iguales. Todos.»

    Algunas cosas que pasan luego no las recuerdo, o quizás es mejor no recordá. Me parece que empiezan tratando de atemorizarme. Pero conmigo fracasan porque ahora no me importa ná, como si el corazón se me hubiese quedado duro como una piedra y no sintiese ná.

    Después estoy en lo alto de una escalera con muchas mujeres y chicas. Mientras bajamos me fijo que la barandilla de un lado es muy baja, muy fácil de saltá, y mucho más abajo hay un pasillo de piedra gris que parece que me esté esperando.

    Cuando pienso esto una mujer de uniforme se acerca rápidamente y me coge del brazo.

    —Ah no. Eso sí que no—dice.

    Simplemente estaba fijándome que la barandilla era muy baja, eso es todo: pero no vale la pena decirlo.

    Otra larga cola espera para el médico. Avanza lentamente y tengo las piernas terriblemente cansadas. La chica de delante es muy joven y llora y llora.

    —Tengo miedo —dice todo el tiempo.

    En cierto sentido tiene suerte, porque lo que es yo no volveré a llorá nunca más. Se me ha quedao todo seco y endurecido. Eso, y muchas cosas más. Al final le digo que pare, porque hace precisamente lo que esa gente quiere que haga.

    Ella deja de llorá y empieza a contá una larga historia, pero mientras habla su voz se aleja muchísimo, y no puedo vé claramente su cara.

    Luego estoy en una silla, y una de esas mujeres con uniforme me empuja la cabeza poniéndomela entre las rodillas, pero que empuje lo que quiera: de todos modos las cosas siguen alejándose de mí.

    Me ponen en el hospital porque el médico dice que estoy enferma. Tengo una celda para mí sola y se estaría bien si no fuese porque no duermo. Las cosas que dicen que más te fastidian son las que me dan igual.

    Cuando cierran ruidosamente la puerta pienso, «Me encerráis, pero lo que hacéis es dejar fuera a todos esos malditos diablos. Ahora no pueden alcanzarme.»

    Al principio me fastidia que se pasen toda la noche mirándome. Abren una ventanita de la puerta y me miran. Pero me acostumbro a eso y me acostumbro al camisón que me dan Es muy recio, y en mi opinión no está tampoco muy limpio: pero, ¿qué más da? Pero la comida no me la puedo tragá, sobre todo las gachas. La mujer me pregunta sarcástica:

    —¿Huelga de hambre?

    Pero luego puedo dejarlo casi todo y no me dice ná.

    Un día viene una chica bonita con unos libros y me da dos, pero no tengo ganas de leé. Además uno habla de un asesinato, y el otro de un fantasma y me parece que las cosas no son como dicen esos libros.

    Ahora no quiero ná. Es inútil. Que me dejen en paz y tranquila, no pido ná más. La ventana tiene rejas pero no es pequeña, de modo que veo a través de las rejas un árbol delgadito y me gusta mirarlo.

    Después de una semana me dicen que estoy mejor y puedo salir con las demás a hacer ejercicio. Caminamos dando vueltas y más vueltas a uno de los patios del castillo: hace buen tiempo y el cielo está de un azul pálido, pero el patio es un lugar terriblemente triste. Cae la luz del sol y muere. Me canso de andá con tacones altos y me alegro cuando esto termina.

    Nos dejan hablá, y un día sube una vieja y me pide una cosa que no entiendo. Se lo digo y ella empieza a murmurá contra mí como si estuviese furiosa. Otra mujer me dice que quería decir colillas, así que le digo que no fumo. Pero la vieja sigue enfadá, y cuando nos vamos me da un empujón y estoy a punto de caerme. Me alegra alejarme de esa gente, oír el estrépito de la puerta al cerrarse y quitarme los zapatos.

    A veces pienso, «Estoy aquí porque quería cantá» y me tengo que reí. Pero en mi celda hay un espejo pequeño y me miro y soy otra persona. Como una persona desconocida. Mr. Sims me dijo que estaba demasiado delgada, pero, ¿qué diría ahora si viera esa persona del espejo? Así que no vuelvo a reí.

    Generalmente no pienso ná. Todas las cosas y todas las personas parecen muy pequeñas y muy lejanas, ese es el único problema.

    El doctó viene a verme dos veces. El no dice casi ná y yo no digo casi ná, porque siempre está ahí una mujer de uniforme. Pone cara de estar pensando, «Ahora empiezan las mentiras». Por eso prefieo no hablá. Así estoy segura de que no podrán hacerme caer en ninguna trampa. Entonces me dejarían aquí, o me llevarían a un sitio peor. Pero un día ocurrió esto.

    Estábamos dando vueltas y más vueltas al patio cuando oí cantá a una mujer: la voz venía de muy arriba, de una de las ventanitas enrejadas. Al principio no podía creerlo. ¿Por qué iba nadie a cantá aquí? En la cárcel nadie tiene ganas de cantá, nadie tiene ganas de hacé ná. No hay por qué y no hay esperanza. Pienso que debo estar durmiendo, soñando, pero estoy despierta, seguro, y veo que todas las demás también escuchan. Esa tarde está con nosotras una enfermera en lugar de una policía. Se para y mira hacia la ventana.

    Es una voz como de humo, un poco ronca a veces, como si fuesen esos mismos muros viejos y oscuros los que se quejaran, porque ven demasiada miseria, demasiada. Pero la voz no cae al patio ni muere en él; me da la sensación que podría fácilmente saltá por encima de las puertas de la prisión e irse muy lejos, y que nadie podría detenerla. No oigo la letra, sólo la música. Canta un verso y luego empieza otro, y luego se interrumpe de repente. Todo el mundo empieza a caminá otra vez, y nadie dice una palabra. Pero cuando entramos le pregunto a la que va delante de mí quién cantaba.

    —Es la canción de Holloway—dice—. ¿No la conocías aún? Cantaba desde las celdas de castigo, y nos decía a todas adiós y no os rindáis jamás.

    Luego yo tengo que irme por un lado, hacia el bloque del hospital, y ella por otro, y no volveremos a hablar nunca.

    De vuelta en mi celda no puedo esperar la hora de acostarme. Paseo arriba y abajo y pienso, «Algún día oiré esa música tocada por unas trompetas y estos muros caerán y descansarán.» Tengo tantísimas ganas de salí que podría ponerme a aporreá la puerta, porque ahora sé que todo puede ocurrí, y no quiero estar encerrada aquí y perdérmelo.

    Luego tengo hambre. Me como todo lo que me traen y a la mañana siguiente tengo todavía tanta hambre que me como las gachas. La siguiente vez que viene el doctó a verme dice que tengo mejor aspecto. Luego le cuento parte de lo que pasó en esa casa. No mucho. Soy cautelosa.

    El me mira fijamente como si estuviese sorprendido. Desde la puerta agita un dedo y dice, «Y que no te vuelva a ver por aquí nunca más».

    Esa tarde la mujer dice que me voy, pero le revienta tanto que me vaya que no le pregunto ná. Muy temprano, antes de que amanezca abre la puerta de golpe y me dice a gritos que me apresure. Mientras caminamos por los pasillos veo a la chica que me dio los libros. Está en fila con las otras haciendo ejercicios. Arriba Abajo, Arriba Abajo, Arriba. Pasamos muy cerca y me fijo que está muy pálida y cansada. Es una locura, todo es una locura. Lo de arriba abajo y todo lo demás también. Cuando me dan mi dinero me acuerdo de que me he dejado la polvera en la celda, así que pregunto si puedo ir a buscarla. Tendríais que haber visto la cara de esa policía cuando me dijo, «Anda, largo».

    No hay un automóvil sino un camión y las ventanas están tapadas. La tercera vez que se para salgo con otra, una jovencita, y es el mismo juzgao que la otra vez.

    Esperamos las dos en una habitación pequeña, completamente solas, y al rato la chica dice, «¿Qué diablos hace esa gente? No pienso pasarme aquí el día entero». Va al timbre y lo aprieta y no lo suelta. Cuando la miro me dice:

    —¿Para qué los ponen si no?

    Esa chica tiene la cara tan dura como un tablón: podría cambiarla por la de otras muchas y no notaríais la diferencia. Pero no hay duda de que consigue resultaos. Viene un policía, muy sonriente, y entramos en el juzgao. El mismo magistrao, el mismo hombre ceñudo sentao debajo de él, y cuando oigo que mi multa ha sido pagá quiero preguntar quién lo ha hecho, pero él me chilla:

    —Silencio.

    Creo que nunca entenderé ni la mitá de lo que ocurre, pero me dicen que puedo irme, y eso sí lo entiendo. El magistrao me pregunta si voy a irme de ese barrio y yo digo sí, luego vuelvo a está en la calle, y otra vez hace muy buen tiempo, otra vez me da la sensación de está soñando.

    Cuando llego a la casa veo dos hombres hablando en el jardín. Tanto la puerta de la calle como la del piso están abiertas. Entro, y el dormitorio está vacío, no hay nada aparte del reverbero que se cuela porque se han llevao las persianas. Cuando me pregunto dónde puede está mi maleta, y dónde la ropa que dejé en el armario, suena un golpe y es la anciana del piso de arriba que trae mi maleta hecha, y el abrigo en el brazo. Dice que me ha visto llegá.

    —Le guardé sus cosas.

    Empiezo a darle las gracias pero ella se da la vuelta y se va. Aquí son así, y mejó no esperá más. Además, apuesto a que le han dicho que soy una persona horrible.

    Entro en la cocina, pero cuando veo que están talando el árbol grande del jardin de atrás no me quedo a verlo.

    En la estación espero el tren y una mujer me pregunta si me encuentro bien.

    —Tiene aspecto de estar muy cansada —dice—. ¿Viene de muy lejos?

    Pero yo le digo:

    —Sí, estoy perfectamente. Pero no soporto el caló.

    Ella dice que tampoco lo soporta, y hablamos del tiempo hasta que llega el tren.

    Ya no les tengo miedo: al fin y al cabo, ¿qué más podrian hacerme? Sé lo que hay que decí y tó marcha como un reló.

    Tomo una habitación cerca de Victoria porque la patrona acepta una libra de adelanto, y al día siguiente encuentro un trabajo en un hotel cercano. Pero no me quedo mucho tiempo. Oigo hablá de otro trabajo en unos grandes almacenes: poner a medida vestios de señoras y cosas así. Miento y les digo que he trabajao en una tienda muy cara de Nueva York. Hablo con osadía y expresión tranquila, y ni siquiera comprueban lo que digo. Me hago amiga de una chica de alli, Clarice, muy clara de coló, muy lista, que tiene mucho trato con las clientes y se ríe de algunas de ellas a su espalda. Pero yo le digo que no es culpa suya si los vestíos no les sientan bien. Un vestío hecho especialmente para una es muy caro en Londres. Por eso nos pasamos el día remetiendo y ensanchando costuras. Clarice tiene dos habitaciones bastante cerca de los almacenes. Las va amueblando ella misma poco a poco y da fiestas algunos sábados por la noche. Es ahí donde empiezo a silbar la canción de Holloway. Un hombre se me acerca y dice:

    —Repite eso otra vez.

    De modo que vuelvo a silbá (ahora no canto nunca) dice:

    —No está mal.

    Clarice tiene un piano viejo que le dio alguien de los almacenes y él toca la melodía, dándole ritmo de jazz.

    —No, no es así—le digo.

    Pero tós los demás dicen que tal como la toca él queda de primera. Bueno, no vuelvo a pensá más en eso hasta que él me manda una carta diciendo que ha vendido la canción y que como le ayudé considerablemente me incluye cinco libras y su agradecimiento.

    Leo la carta y podría haberme puesto a llorá. Porque al fin y al cabo esa canción era tó lo que yo tenía. No encajo en ningún sitio, ni tengo dinero para comprarme el derecho a encajar en alguna parte. Tampoco quiero.

    Pero cuando esa chica se puso a cantá, me cantaba a mí, y cantaba para mí. Yo estaba allí porque tenía que está alli. Estaba escrito que yo lo oiría. De eso estoy segura.

    Ahora dejo que la toquen mal, y dejará de ser mía, como las demás canciones, como todo lo demás. Ya no hay ná que sea mío.

    Pero luego me digo que todo esto es una bobá. Incluso si la tocaran con trompetas, incluso si la tocaran como hay que tocarla, como yo quería, incluso entonces ningún muro caería de golpe. «Que lo llamen jazz», pienso, y les dejo que la toquen mal. Eso no cambiará en lo más mínimo la canción que yo oí.

    Con el dinero me compro un vestido rosa pálido.


    * Hollaway: así se llama la cárcel de mujeres de Londres.




    Jean Rhys / Los tigres son más hermosos / Reseña

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    Jean Rhys
    Ilustración de Triunfo Arciniegas

    Los tigres son más hermosos, de Jean Rhys: una obra maestra del género de relatos.


    Jerof
    20 de julio de 2015
    Tigers are Better-looking
    Los relatos de Los tigres son más hermosos habían sido escritos durante ese período de ostracismo, de pensiones, casas míseras, alcohol, vagabundeo siguiendo a un segundo marido, aislamiento cuidando del tercero, broncas con los vecinos, visitas a comisaria, multas... y contienen el eco de todo eso pero, como toda obra de arte, lo trascienden: no se trata de relatos más o menos autobiográficos, sino de auténticas obras maestras del género.

    Si hay algo que llama la atención desde el primer momento que se lee a Jean Rhys es su rareza: su sabor extraño y familiar al tiempo. Es tentador ponerla en compañía de otro par de excéntricas contemporáneas, Djuna Barnes y Jane Bowles, pero aun en tan singular compañía, Jean sigue siendo un caso aparte. Leyendo Los tigres son más hermosos me ha venido a la mente el nombre de otra mujer alérgica a los moldes, la baronesa Blixen; y no porque la temática o el estilo de los cuentos de una y otra tengan nada que ver, sino por la particularidad de que ambas te obligan a jugar con sus reglas desde el principio, como dos Circes en sus islas de papel.

    Abre el fuego "Hasta septiembre, Petronella", una miniatura sobre un fin de semana en el campo de dos parejas de artistas ( ellos)/ coristas ( ellas) en lo que parecen los años 20, narrada con asombrosa naturalidad y en donde ya aparecen los temas recurrentes del esnobismo inglés, la hipocresía inglesa, la ironía destructora inglesa, lo frío, lo gris, etc... Lo sigue "El día que quemaron los libros", relato que bien podrían haber escrito Truman Capote, Carson McCullers o cualquier otro niño perdido del Sur. "Que lo llamen jazz" es sencillamente magistral: abunda en los temas del primer relato pero la construcción de la protagonista/narradora lo mejora. Antológico, sin duda. "Los tigres son más hermosos" vuelve a hacer referencia a la oposición espontaneidad-sinceridad con hipocresía-ironía ( inglesas, por supuesto) y aparecen la policía, la cárcel, los juzgados... "Fuera de la máquina" es más convencional, aunque muestra cómo se reproduce la sociedad inglesa en una sala de hospital francés. "El loto" es de los más flojos, aunque eso significa que es mejor que la mayor parte de lo que se publica. O tal vez parece el más flojo porque el siguiente, "Una casa sólida", me tiene aún con la boca abierta. Sólo se me ocurre la palabra asombroso para describirlo. Diré que iguala uno de los más famosos relatos de Henry James, y no digo más; de lo mejor que he leído nunca. "El ruido del río" es más convencional, pero es un buen cuento.

    Leer estos relatos lleva a pensar en lo que llamamos el genio o el don; como el Espíritu Santo, sopla donde quiere y sólo Él sabe dónde va: uno puede ir a cien talleres de relato, hacer veinte cursos de escritura creativa, pasar por dos o tres departamentos de literatura y no ser más - pero nada menos- que un competente artesano. Jean Rhys, que aprendió a leer en casa, que hasta los veinte años bien entrados, en un piso miserable de Chelsea, no descubrió que podía escribir, que se pasó la vida a base de ginebra, de pensiones y pueblos hostiles y a pesar de eso no pensaba más que en escribir para que su vida no fuera un fracaso, como atestiguan sus cuadernos y diarios, fue siempre una gran artista.

    Jerof


    Raúl Teixidó / Las mujeres solitarias de Jean Rhys

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    Ilustración de Triunfo Arciniegas

    Raúl Teixido
    Las mujeres solitarias de Jean Rhys

    Dentro de la narrativa de la primera mitad del Siglo XX, es de rigurosa justicia destacar el nombre de Jean Rhys (1894-1979), escritora inglesa que se dio a conocer entre 1927 y 1939, con cinco novelas breves, y se sumió luego en un largo silencio –27 años, ni uno menos—durante el que fue virtualmente relegada al olvido. Tras aquel prolongado paréntesis, reapareció, ya en plena madurez, con una novela que se haría famosa (El ancho mar de los Zargazos) y un volumen de cuentos, que supusieron una tardía restauración de su prestigio literario.

    Las novelas del período de entreguerras a que aludimos, constituyen, sin embargo, el “centro de gravedad”, por así decirlo, de su obra. Superaron, con creces, la prueba del tiempo, concitando el interés de la crítica, que puso de relieve, junto a su perfecta ejecución, su moderna mentalidad, su espíritu: de hecho, podrían considerarse un nítido precedente de la novela existencialista (lo que permitió que un lector de los años 60 estuviese en posición más idónea para comprenderlas que sus contemporáneos de hacía tres décadas).

    Exceptuando su primer libro (La orilla izquierda, 1927) –relatos acerca de la bohemia parisina, que la autora conocía muy bien—las cuatro novelas que siguieron, reproducen, curiosamente, el perfil de un personaje de similares características, que atraviesa un período crítico de su vida: una mujer, en el ecuador de su vida, lúcida y desengañada, que pugna por sobrevivir en un entorno declaradamente hostil, con las únicas armas de un orgulloso menosprecio y un declinante charme personal.

    La primera comparescencia de esta protagonista reiterativa, descrita con profundidad y envidiable sutileza, tiene lugar en la novela Cuarteto (1928).

    Se llama Marya Zelli, vive en Londres y París, sucesivamente, conforme lo determinan los avatares de su existencia, precaria y poco edificante, en términos generales: su marido reaparece en su vida para luego abandonarla y, después, un amante decide hacer lo propio. Sus frágiles recursos para sobreponerse a la adversidad y su casi morbosa “sumisión” ante los acontecimientos, le impiden encontrar una salida. Hundida anímicamente, sin amigos ni afecto, acabará prostituyéndose.

    En Después de dejar al Sr. Mackenzie (1930), este fantasma se reencarnará, por decirlo de algún modo, en Julia Martin. Abandonada por su “protector”, se reduce a malgastar su tiempo en encuentros ocasionales con desconocidos y a beber, a solas, en su habitación de un hotelucho del Quai des Grands Augustins. Agotado el dinero que le dio, por última vez, el distante Sr. Mackenzie –a quien no volverá a ver—frecuenta lugares de baja estofa y lúgubres pensiones; a medida que transcurren los días, se le hará más difícil ocultar su insolvencia y su adicción a la bebida, abocada a una progresiva e irremediable degradación.

    Anna Morgan (su alter ego, según nuestro punto de vista), corista de una compañía teatral ambulante (Marya Zelli, de Cuarteto, también lo había sido en cierta época), convive con el hombre que la sedujo en su adolescencia (Viaje a la oscuridad, 1934). Y, de igual modo que sus antecesoras literarias, pese a presentir que un día u otro aquel inescrupuloso sujeto la dejará, se reconoce impotente para plantearse alguna alternativa de futuro en dichas circunstancias.

    Con la indolencia y el patetismo propio de los “perdedores”, vive la angustia de un declive anticipado. Convaleciente de un aborto, en un hospital de la Sanidad Pública, el médico que la atiende, ajeno a los hechos, declara: “Quedará perfectamente, señora. Lista para volver a empezar…” Sin atisbo de porvenir y a punto de ser devuelta al infierno cotidiano de la lucha por la vida, estas palabras, por su impremeditada y lapidaria ironía, pesan como una losa en el corazón de Anna.

    Buenos días, medianoche (1939), cuarta y última novela del ciclo, no por casualidad lleva un título tomado de unos versos de Emily Dickinson, la poetisa de la melancolía.

    Sophia Jansen (así se llama ahora nuestro personaje), tras una juventud accidentada, se encuentra a las puertas de una madurez que adivina amarga y solitaria. Deambula por calles y plazas, sin objeto preciso, y regresa cada noche, con una enorme sensación de derrota, a su habitación, que para ella representa algo así como un seno materno o una madriguera. Entre gigolòs e intelectualoides que la aburren hasta la desesperación (quienes, a su vez, se marchan cuando se han hartado de su compañía), en el umbral de su incuestionable decadencia (“hay una cosa que se llama espejo”), acabará por convivir con un desconocido que vive en la misma pensión, un vecino de escalera, sujeto irrelevante, sin nada que ofrecerle, excepto su propia indigencia y precariedad. Una nueva herida (¿la última?) que, pese a todo, ya no parece causarle daño.

    Se ha observado, atinadamente, tal como adelantamos que, bajo la fisonomía espiritual de estas cuatro mujeres, subyace una única identidad, con ligeros rasgos diferenciales. Entre las vidas de Marya Zelli y Anna Morgan existe, en efecto, una perfecta solución de continuidad; ambas, a su vez, se entremezclan con la de Julia Martin, en cuyo pasado existió también un marido, alguna que otra aventura sentimental y hasta un hijo, prematuramente fallecido… Extremos, por otra parte, compatibles con la “biografía” mínima de Sophia Jansen, carente de opciones, deprimida y de frágil salud.

    La vulnerabilidad y la ausencia de un proyecto vital plausible (agravadas por el hecho de encontrarse próximas a las horas crepusculares de su existencia), representan una constante en la trayectoria de estas modernas heroínas de bulevar. Y también su inútil intento de aceptar los “roles sociales”, tal como vienen asignados, en un universo convencional que les repugna. “No sirve de nada querer adaptarse, hay que haber nacido con esa mentalidad”: una frase que cualquiera de ellas podría suscribir.

    Anna Morgan es una muchacha “temblorosa y soñadora”, cuya indolencia determina que las circunstancias gobiernen su vida; en la mirada esquiva de Julia Martin se advierte que “jamás podría triunfar en una carrera azarosa, por muy dispuesta que se encontrase a ser astuta y actuar sin escrúpulos, como hacen todos los seres débiles en su lucha por sobrevivir, sin que los fuertes los dominen y subyuguen”.

    Todas ellas, en algún momento, consiguen mantener un precario equilibrio, treguas de corta duración, casi siempre finalizadas de modo abrupto. Una especie de “juego ruin” que las condena a subsistir a cualquier precio –a la postre, siempre el mismo: la autodestrucción–, es decir, la pérdida definitiva de la “sabiduría y el alma” que, en la práctica, se traduce en una vida sin objeto, inútil y vacía.

    Tarde o temprano, todas ellas experimentan la desasosegante sensación de no pertenecer a ninguna parte, de encontrarse a la deriva, ajenas por completo incluso a cuanto hasta hacía poco tiempo podían considerar, en cierta medida, suyo o personal. “No tengo orgullo, ni nombre, ni rostro, ni país. No soy de ninguna parte –reflexiona Sophia Jansen–. Soy como una de esas pajas que flotan al borde de un remolino y que, poco a poco, son llevadas hacia el centro, que las engulle. Al centro muerto, donde todo está en calma…” Julia Martin, a su vez, anhela solo caminar en línea recta hasta un sitio fiable y seguro, pero su recorrido es sinuoso y vacilante, a su pesar, un círculo que la devuelve inexorablemente al punto de partida. Sophia, la silenciosa inquilina del cuarto piso, primera puerta a la izquierda, a quien ya conocemos, recorre las calles de todas las tardes, de todas las horas, atenta únicamente al curso de sus sombríos pensamientos: “Volver al hotel. Al Hotel de la Llegada, al Hotel de la Partida, al Hotel del Futuro… De regreso al hotel sin nombre, en una calle sin nombre…”

    Julia se siente “a salvo” encerrándose en su dormitorio; Sophia duerme los domingos durante quince horas seguidas, soñando con no despertar. “Este maldito cuarto –se dice, en cuanto abre los ojos–: Es igual a todos los cuartos en los que he dormido, como lo son todas las calles por las que he caminado… El olor a moho, los bichos, la soledad… Este cuarto, que es parte de la calle, es todo lo que quiero de la vida…”

    Cafetines de Montparnasse (cuando el hambre aprieta y es preciso captar algún cliente), hoteluchos de la Rive Gauche, pensiones del “literario” Bloomsbury, habitaciones en los aledaños de Notting Hill Gate y su depauperada población de ciudadanos de “segunda clase”. París, Londres: campos de batalla urbanos, de neón y concreto, en los que estas mujeres tejen y destejen las horas y los días de sus vidas desperdiciadas, inmersas en una sensación de extrañeza (concepto que, muchos años después, pondría en boga el existencialismo), de pérdida de sus propias señas de identidad (es decir, alienación pura y dura, en el sentido marxista del término).

    Esfinges sin secreto que han renunciado a sus sueños y viven, hasta cierto punto, una existencia “prestada”, a la que se añade el don inservible de un tiempo sin contenido ni ilusiones. Cada nuevo día, descienden un peldaño más hacia su hundimiento definitivo. Sus emociones, su capacidad afectiva, no encuentran destinatario…

    ¿Puede sorprendernos que, víctimas de una severa indigencia espiritual, y ante un “porvenir” presumiblemente desfavorable, en el alma de estos personajes vaya cobrando carta de naturaleza, poco a poco, la idea del suicidio?

    “La semana que viene, el mes que viene, el año que viene, me mataré –piensa Sophia Jansen–. No hay apuro, tengo la eternidad aguardándome”.

    Marya Zelli, Anna Morgan, Julia Martin, Sophia Jansen son, incuestionablemente, mujeres de ninguna parte, a quienes podemos imaginar, recorriendo con su andar cansino, calles y plazas, bajo la llovizna, o deteniéndose unos momentos, a la luz de las farolas, para encender un cigarrillo, en el anochecer otoñal de cualquier ciudad cosmopolita.


    Entrañables en su callada desesperación, en su irrenunciable dignidad, asomadas al ocaso de sus vidas –nada mezquinas, ni vulgares, porque sus almas tampoco lo son–. Corazones cálidos, incluso generosos, cuyo íntimo fulgor, sin embargo, nadie ha sido capaz de percibir. Comparables a personajes de una tragedia, que acaban por metamorfosear el estigma de la fatalidad que las acompaña, en una forma de existencia, acaso la más desgarradora, una especie de mal du siècle para el que no hay paliativos, que las aniquila impunemente en la superpoblada jungla de las grandes urbes.

    Por encima de feminismos avant la lettre (reducidos, con frecuencia, a decepcionantes simplificaciones), más allá de modas literarias perecederas, Jean Rhys, autora de culto, describió con tono magistral a un conjunto de personajes, verosímiles, inmediatos, en situaciones-límite, (que trascienden, además, las referencias de época que les son afines), determinando que su breve bibliografía –en especial, la del período reseñado, 1927-1939—posea el indiscutible valor de una rara gema, a lo que sin duda contribuye una prosa impecable, dúctil y plena de vida.

    El crítico Francis Windham, tardío “descubridor”, como tantos otros, de la obra rhysiana, manifiesta: “La elegante superficie y el fondo paranoico, la brutal honestidad de la psicología femenina y la acallada nostalgia de una belleza perdida, producen, en conjunto, un efecto incuestionablemente actual”.

    Jean Rhys / El ruido del río

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    Ilustración de Triunfo Arciniegas

    Jean Rhys
    BIOGRAFÍA
    EL RUIDO DEL RIO


    La bombilla eléctrica colgaba de un corto cable desde el centro del techo de la habitación, y como no había luz suficiente para leer se tumbaron en la cama y charlaron. El viento nocturno empujaba las cortinas y entraba, suave y húmedo, por la abierta ventana.

    —Pero, ¿de qué tienes miedo? ¿A qué te refieres cuando dices miedo?



    —Me refiero —dijo ella— a ese mismo miedo que tienes cuando quieres tragar una cosa y no puedes.

    —¿Constantemente?

    —Casi constantemente.

    —Dios mío, qué cosa. Eres idiota.

    —Ya lo sé.

    Pero no por esto, pensó ella, no por esto.

    —No es más que un estado de ánimo —dijo ella—. Pasará.

    —Eres muy contradictoria. Tú elegiste este sitio y fuiste tú la que quiso venir aquí. Yo creía que te parecía bien.

    —Y me parece bien. Me parece bien el páramo y la soledad y todo el paisaje, pero sobre todo la soledad. Sólo me gustaría que, además, dejase de llover de vez en cuando.

    —La soledad está muy bien —dijo él—, pero hace falta que la acompañe el buen tiempo.

    Si pudiese decirlo con palabras quizás desaparecería, pensaba ella. A veces puedes decirlo con palabras —casi— y así librarte de ello —casi—. A veces puedes decirte admitiré que hoy tenía miedo. Tenía miedo de las caras pulcras y uniformes, de las caras de rata, de la forma que reían en el cine. Tengo miedo de las escaleras y de los ojos de las muñecas. Pero no hay palabras para decir este miedo. Aún no se han inventado las palabras para decirlo.

    —Volverá a gustarme en cuanto deje de llover —dijo ella.

    —¿Verdad que no te gustaba hace un momento? Cuando estábamos en el río.

    —Bueno —dijo ella—. No mucho.

    —Esta noche había un ambiente un poco fantasmal ahí abajo. ¿Qué podías esperar? Nunca consigues elegir un sitio donde haga buen tiempo. (Ni tampoco ninguna otra cosa, pensó él.) Hay demasiados abetos por todos lados. Te sientes encerrado.

    –Sí.

    Pero, pensó ella, no son los abetos, ni el cielo sin estrellas, ni la flaca luna perseguida, ni las bajas colinas sin cresta, ni las colinas abruptas, ni las grandes rocas. Es el río.

    —El río es muy silencioso —dijo ella—. ¿Se debe a que va muy lleno?

    —Supongo que acabas acostumbrándote al ruido. Entremos. Podemos encender la chimenea del dormitorio. Ojalá tuviésemos una copa. Daría muchísimo por una copa, ¿tú no?

    —Podemos tomarnos un café.

    Mientras volvían a entrar él había mantenido la cabeza vuelta hacia el agua.

    —Con esta luz tiene un aspecto curiosamente metálico. No parece agua.

    —Tan uniforme como si el río estuviese helado. Y mucho más ancho.

    —Yo no diría helado. Muy vivo, aunque de forma misteriosa. Como una cabellera ondulada—dijo él como si hablara consigo mismo.

    O sea que él también lo había notado. Ella se tendió y recordaba la forma cómo, a la luz de la luna, había cambiado, la superficie rota, la rápida corriente del río. Las cosas tienen más fuerza que las personas. Siempre lo he creído. (Si le tienes miedo a ese caballo es que no eres hija mía. Si tienes miedo de marearte en el barco es que no eres hija mía. Si tienes miedo de la forma de una montaña, o de la luna cuando se hace vieja, es que no eres hija mía. De hecho, no eres hija mía.)

    —Ahora no está tan silencioso, ¿verdad? —dijo ella—. Me refiero al río.

    —No, desde aquí arriba hace mucho ruido —bostezó—. Pondré otro tronco en el fuego. Ransom ha sido muy amable prestándonos el carbón y la leña. No nos prometió esta clase de lujos cuando vinimos a esta casa. ¿Verdad que no es mal tipo?

    —Tiene buen corazón. Y, además, después de tanto tiempo debe haberse acostumbrado al clima.

    —A mí me gusta —dijo él cuando volvía a meterse en la cama—, a pesar de la lluvia. Seamos felices aquí.

    —Sí, seámoslo.

    Esta es la segunda vez. Ya lo había dicho antes. Lo dijo el día en que llegaron. Tampoco entonces había contestado ella, «Sí, seámoslo» inmediatamente, porque el miedo que había estado esperándola se le había acercado, la había tocado, y habían pasado algunos segundos antes de que pudiese hablar.

    —Lo que vimos esta tarde debía ser una nutria—dijo él—, porque era muy grande para ser simplemente una rata de agua. Se lo diré a Ransom. Le encantará saberlo.

    —¿Por qué?

    —No hay muchas nutrias por esta zona.

    —Pobrecillas, si no hay muchas seguro que no les va muy bien por aquí. ¿Qué hará Ransom? ¿Organizará una cacería? Quizás no. Los dos pensamos que es un hombre de buen corazón. Esta región es un refugio de pájaros, ¿lo sabías? Es muchas cosas. Le diré a Ransom que vi ese pájaro del pecho amarillo. Quizás él sepa qué era.

    Aquella misma mañana lo había visto aletear al otro lado del cristal de la ventana: un destello amarillo en medio de la lluvia.

    «Qué pájaro tan bonito.» El miedo es amarillo. Tú eres amarillo. Este pájaro tiene una mancha amarilla. Tienen razón, el miedo es amarillo. «¿Verdad que es bonito? ¡Y qué persistente! Está decidido a entrar...»

    —Voy a apagar esta luz —dijo él—. No sirve de nada. Es mejor el fuego.

    Encendió una cerilla para fumar otro pitillo y cuando la cerilla prendió ella vio profundas bolsas bajo sus ojos, la piel tensa sobre sus pómulos, y el delgado puente de su nariz. El sonreía como si supiera lo que ella había estado pensando.

    —¿Hay alguna cosa de la que no tengas miedo cuando te sientes así?

    —Tú —dijo ella. La cerilla se apagó. Pase lo que pase, pensó ella. Hagas lo que hagas. Haga lo que haga. Tú nunca. ¿Me oyes?

    —Bueno —dijo él—. Eso es un alivio.

    —Mañana hará buen día. Ya lo verás. Tendremos suerte.

    —No te fíes de nuestra suerte. A estas alturas, ya deberías haberlo aprendido—murmuró él—. Pero tú eres de las que nunca aprenden. Por desgracia, los dos somos de los que nunca aprenden.

    —¿Estás cansado? Parece que lo estés.

    —Sí—suspiró él, y se dio la vuelta—. Bastante.

    Cuando ella dijo «Tengo que encender la luz, quiero una aspirina», él no contestó, y ella extendió el brazo por encima de él y tocó el interruptor de la débil bombilla eléctrica. Estaba durmiendo. El cigarrillo encendido se había caído en la sábana.

    —Menos mal que lo he visto —dijo ella en voz alta. Apagó el cigarrillo y lo tiró por la ventana, buscó la aspirina, vació el cenicero, posponiendo el momento en que tendría que tenderse, estirada, escuchando, en que cerraría los ojos aunque sólo para que se volviesen a abrir de golpe.

    «No te duermas —pensó mientras permanecía tumbada—. Quédate despierto y confórtame. Estoy asustada. Te aseguro que aquí hay algo que da miedo. ¿Por qué no puedes notarlo tú? Cuando dijiste, «Seamos felices» el primer día, había en alguna parte un grifo que goteaba en un fregadero lleno, y hacía una música alegre y horrible. ¿No lo oíste? Yo lo oí. No te des la vuelta ni suspires ni te duermas. Quédate despierto y confórtame.»

    Nadie va a confortarte, se dijo, ya deberías haberlo aprendido. Reúne todas tus fuerzas, desperdiga todas tus fuerzas. Hubo una vez. Hubo una vez. Además me dormiré en seguida. Siempre queda el recurso de dormir, y mañana hará buen tiempo.

    «Sabía que hoy haría buen tiempo—pensó ella cuando vio la luz del sol a través de las delgadas cortinas—. El primer día que lo hace.»

    —¿Estás despierto?—dijo ella—. Hace buen tiempo. He tenido un sueño muy gracioso— dijo sin dejar de mirar la luz—. He soñado que caminaba por un bosque y los árboles gruñúan y después soñaba que el viento soplaba contra los cables del telégrafo, bueno, algo parecido, pero fortísimo. Todavía lo oigo: te juro de verdad que no me lo invento. Todavía lo tengo en la cabeza y no se parece a nada, sólo un poco al viento soplando contra los cables del telégrafo.

    «Hace un día precioso —dijo ella tocándole la mano.

    »Cariño, estás helado. Iré a buscar una botella de agua caliente y haré el té. Ya lo hago yo: esta mañana me siento llena de energías, y tú te quedas descansando, aunque sólo sea una vez.

    «¿Por qué no contestas? —dijo ella sentándose y asomándose sobre él para mirarle—. Me estás asustando—dijo, con voz más fuerte—. Me estás asustando. Despierta —dijo, sacudiéndole.»

    En cuanto le tocó, su corazón empezó a hinchársele hasta que le tocó la garganta. Se le hinchó y de él salían afiladas garras y las garras se le clavaban cada vez más profundamente.

    «Dios mío», dijo ella y se levantó y descorrió las cortinas y vio la cara de él al sol. «Dios mío», dijo mirando su cara al sol y se arrodilló junto a la cama tomándole su mano entre las suyas sin hablar ni pensar ya.



    —¿No oyó nada durante la noche? Dijo el médico.

    —Creí que era un sueño.

    —¡Oh! ¡Creyó que era un sueño! Ya entiendo. ¿A qué hora se despertó?

    —No lo sé. Teníamos el reloj en la otra habitación porque es muy ruidoso. Supongo que serían las ocho y media o las nueve.

    —Usted sabía naturalmente lo que había ocurrido.

    —No estaba segura. Al principio no estaba segura.

    —Pero, ¿qué estuvo haciendo? Eran más de las diez cuando me telefoneó. ¿Qué estuvo haciendo?

    Ni una sola palabra de consuelo. Receloso. Tiene los ojos pequeños y las cejas pobladas y parece receloso.

    —Me he puesto un abrigo —dijo ella— y me he ido a casa de Mr. Ransom, que tiene teléfono. He ido corriendo, pero parecía estar muy lejos.

    —De todos modos, como máximo eso puede haberle llevado diez minutos.

    —No, parecía muy lejos. Yo corría pero parecía que no avanzase. Cuando he llegado no había nadie en la casa y la habitación del teléfono estaba cerrada. La puerta principal está siempre abierta pero cuando sale suele cerrar esa habitación. Entonces he vuelto al camino pero no he visto a nadie. No había nadie en la casa ni en el camino y tampoco había nadie en la ladera de la montaña. De un alambre colgaban al viento unas sábanas y algunas camisas de hombre. Y estaba el sol, claro. Era el primer día de sol que teníamos. El primer día bueno.

    Miró la cara del doctor, se interrumpió, y luego prosiguió en una voz distinta.

    —Estuve primero andando arriba y abajo un rato. No sabía qué hacer. Luego se me ha ocurrido que quizás podría forzar la puerta. Lo he intentado y cedió. Se partió una tabla y entré. Pero parecía que pasaba muchísimo tiempo antes de que alguien contestara.

    Sí, claro que lo sabía, pensó. Tardé mucho porque tenía que quedarme allí, escuchando. Entonces lo oí. Se fue haciendo más fuerte y sonaba más cerca, y estaba dentro de la habitación, conmigo. Oí el ruido del río.

    Oí el ruido del río.



    Jean Rhys

    Jean Rhys / Fantástica

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    Jean fantástica

    VICENTE MOLINA FOIX 13 AGO 2011

    Una vida sin ti cuenta en cuatro novelas la vida de una joven que lleva nombres distintos en cada una pero siempre es la misma. Son novelas breves y dislocadas, como intenso y fraccionado es el tiempo, que uno calcula no superior a tres lustros, en que la autora llegó a Europa desde las Antillas, viajó sin parar, amó casi tanto como sufrió, tuvo un aborto y fue también muy feliz. En todos esos años de adolescencia y juventud, Rhys no escribió; bastante tenía con divertirse, con enamorarse, mientras, eso sí, miraba el mundo a su alrededor con un ansia de apoderamiento que es propia de los grandes artistas. Fruto de ese periodo frenético y de esa atenta mirada posesiva fue su primer libro (de cuentos), aparecido en 1927, cuando ella ya tenía los 37, y prologado por Ford Madox Ford, quien resaltó el "singular sentido de la forma" que aquella debutante aportaba a la literatura inglesa. Un año después apareció su magistral Cuarteto, primera de cuatro novelas claramente autobiográficas, todas muy estimadas por los connoisseurs pero poco atendidas por el gran público. Después vino el silencio. Cuando iba camino de los ochenta años, Rhys, hallada casi por azar en su retiro de Cornualles, reapareció con otra obra maestra, Ancho mar de los Sargazos, y el resto de su vida, que aún duró hasta 1979, pertenece al ámbito del culto legendario.

    Una vida sin ti

    Jean Rhys
    Traducción de Catalina Martínez Muñoz
    Lumen. Barcelona, 2011
    621 páginas. 24 euros
    Una vida sin ti recoge, en muy buena traducción, esas cuatro novelas centrales de la no muy extensa obra (ocho títulos) de la autora, que Lumen ofrece juiciosamente no según el orden de su publicación original sino siguiendo la cronología vital de la(s) protagonista(s). En Viaje a la oscuridad (aparecida en 1934) se narra la llegada a Londres de Anna, una antillana blanca y adolescente que siempre ha querido ser negra y a la que el frío de las Islas Británicas maltrata, casi tanto como los hombres. Su trabajo de corista, el ambiente de los teatritos provinciales, de los bares a punto de cerrar, de las pensiones sórdidas, marca un relato que, en Cuarteto (1928), nos presenta en París a la misma joven más crecida y ahora bajo el nombre de Marya, enredada en un triángulo amoroso con historia, pues está basado en el que Rhys mantuvo con el gran escritor Ford Madox Ford, descubridor, protector y manipulador -asistido por su propia esposa- del juego de seducción, sofisticado abuso y cruel desdén que la novela describe de modo fascinante.
    Leída en el orden de esta edición o al aire de cada lector, Una vida sin ti es una sinfonía de cámara en cuatro movimientos y para una orquesta reducida, que interpreta, con un pequeño elenco de voces y en escenarios recurrentes, la peripecia vital de la narradora en sus agitadas variaciones, en sus gozosos crescendos y sus ayes de dolor. Si destaco Cuarteto es porque en el descenso infernal que en ella se cuenta, la ciudad, en este caso París y Cannes, adquiere una ultrarrealidad subyugante: el episodio del despertar con la melodía del pastor de cabras que pasa bajo las ventanas de la muchacha es característico del impresionismo lírico de la escritura de Rhys, atemperado a menudo por la visión prismática de las cosas. ¿Prosa cubista? No creo que a la autora le gustara el calificativo. Se trata más bien de su fenomenal capacidad de ver en la realidad lo que está debajo de la realidad, descomponiendo el componente superficial de las apariencias. Con ese don visionario, Jean Rhys se muestra siempre como una fantaseadora desbordada, y de manera acusada en Buenos días, medianoche, última de las cuatro en esta edición y en la fecha de composición, 1939. Es la más amarga y caleidoscópica, quizá porque, escrita a punto de cumplir cincuenta años, Rhys, con su agudeza intacta, empezaba a serenarse.



    Jean Rhys / Los tigres son más hermosos

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    Jean Rhys
    Los tigres son más hermosos
    «Mein Lieb, Mon Cher, My Dear, Amigo», empezaba la carta: 
    Me largo. Quería irme desde hace algún tiempo, como indudablemente sabes, pero estaba esperando el momento de tener valor para dar el paso que me expusiera otra vez al frío mundo. No me apetecía una escena de despedida. 
    Dejando a un lado muchas otras cosas que es mejor olvidar, no tienes ni idea de lo harto que estoy de todas ésas falsas declaraciones de comunismo, y de todas las falsas declaraciones sobre todo lo demás, si vamos a eso. Todos vosotros sois exactamente iguales, comoquiera que os llaméis a vosotros mismos: Intocables. Os creéis indispensables, y os moriríais de languidez si no tuvierais alguien a quien mirar desde arriba e insultar. Me dio la sensación de que estaba rodeado de un montón de tigres tímidos que esperaban a saltar en cuanto apareciese alguien con algún problema o sin dinero. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees?

    Tomaré el autobús de Plymouth. Tengo mis planes.

    Vine a Londres cargado de esperanzas, pero todo lo que he sacado ha sido una pierna rota y suficientes abucheos para mis próximos treinta años de vida si llego a vivir tanto, Dios no lo quiera.

    No creas que olvidaré tu amabilidad después de mi accidente, cuando tuve que vivir en tu casa y todo eso. Pero assez quiere decir basta.

    Me he bebido la leche que había en la nevera. Estaba sediento después de la fiesta de ayer noche, pero si vosotros le llamáis a eso una fiesta yo le llamaría un funeral. Además, ya sabes lo poco que me gusta esa charlatanería (¡Freud! ¡ ¡San Freud!!). De modo que, amigo mío, compóntelas como puedas sin mí.

    Adiós. Volveré a escribirte cuando vengan mejores tiempos.



    HANS



    Había también una posdata:

    A ver si hoy escribes un artículo fantástico, pedazo de yegua mansa.


    Mr. Severn suspiró. Siempre había sabido que Hans se iría tarde o temprano, pero entonces, ¿por qué aquel sabor en la boca, como si hubiese comido polvo?

    Un artículo fantástico.
    La banda tocaba en los Embankment Gardens. La misma canción de siempre. El mismo estribillo tierno de siempre. Cuando empezaron a asomar los carruajes, parte de la muchedumbre prorrumpió en vítores y un hombre gordo dijo que no veía nada y que iba a encaramarse a lo alto de una farola. Las figuras de los carruajes saludaban con inclinaciones a derecha e izquierda: las víctimas se inclinaban ante sus propias víctimas. Era la gran exhibición del sacrificio incruento, el recordatorio de que el sol brilla en algún lado, aunque no brille para todos.
    -Parecía una figura de cera, ¿verdad? -dijo satisfecha una mujer...
    Nada. No funcionaba.
    Se asomó a la ventana y miró los carteles de la edición de mediodía de los vespertinos en el quiosco de enfrente. «FOTOS DEL JUBILEO-FOTOS-FOTOS» y «SE ACERCA UNA OLA DE CALOR».
    Una mujer disoluta de mediana edad ocupaba el piso que había encima del quiosco. Pero aquel día sus ventanas con visillos de encaje, que normalmente no eran enemistosas, contribuían a aumentar la desolación que sentía. Y lo mismo las palabras «FOTOS-FOTOS-FOTOS».

    A las seis el piso estaba cubierto de periódicos y comienzos arrugados y abandonados del artículo que escribía cada semana para un periódico australiano.
    No encontraba la música. La música es lo importante, como todo el mundo sabe. La música es lo que otros llamarían el ritmo de la frase. En cuanto lo encontrara podría seguir escribiendo con la facilidad de un caballo al trote, diciendo todo lo que le pidieran.
    «Pedazo de yegua mansa», pensó. Luego cogió uno de los periódicos y, como tenía manía estadística, empezó a contar los anuncios. Dos medicinas para el estreñimiento, tres para dolores y gases estomacales, tres cremas faciales, una sustancia nutritiva para la piel, un crucero a Marruecos. Al final de los anuncios por palabras, en letra pequeña: «A todos aniquilaré el día de mi Ira, dijo el Señor Dios, y nadie se librará de ella.» ¿Quién paga la publicación de estos anuncios?, ¿quién los paga?

    «Siempre esta perpetua amenaza encubierta», pensó. «Todo se basa en ella. Repugnante. ¿Qué dirán? Y al final de la página ves lo que te va a ocurrir como no te sometas. Te matarán y no podrás escapar. Amenazas y burlas, amenazas y burlas...» Y desolación, abandono y periódicos arrugados por toda la habitación.

    El único consuelo tolerado era el dinero con el que compraría el cálido resplandor de un trago antes de la comida, y luego la carcajada del Jubileo. Jubiloso-Jubileo-Júbilo... Las palabras daban vueltas en su cabeza, pero no conseguía que adquiriesen una forma.
    «Si no quiere salir, no saldrá», le dijo a su máquina de escribir antes de lanzarse escaleras abajo, contando los escalones a medida que descendía.
    Después de dos whiskies dobles en su bar de siempre, el Tiempo, que había estado arrastrándose tan pesadamente durante todo el día, empezó a ir más aprisa, empezó a galopar.
    A las siete y media Mr. Severn paseaba Wardour Street arriba y abajo entre dos mujeres jóvenes. La de cosas que hace uno de rebote.
    A una de ellas la conocía bastante bien, a la más gorda. Iba a menudo a ese bar y a él le gustaba charlar con ella, y a veces le aguantaba las borracheras porque era una chica de buen carácter y nunca le hacía sentirse nervioso. Ese era su secreto. Si el mundo fuera justo, su epitafio debería decir: «Nunca puse nervioso a nadie..., al menos adrede.» Una chica predestinada al fracaso, desde luego, y precisamente por ese mismo motivo. Pero era agradable charlar con ella y, generalmente, también mirarla. Se llamaba Maidie, Maidie Richards.
    A la otra no la había visto hasta entonces. Era muy joven, tenía una sonrisa verdaderamente resplandeciente y un acento que Mr. Severn no acababa de reconocer. Se llamaba Heather No-sécuántos. En medio del ruido del bar le pareció que decía Hedda.
    -¡Qué nombre tan raro! -había observado él.
    -No he dicho Hedda, sino Heather. ¡Hedda! Antes muerta que tener un nombre así.
    Era una chica aguda, brillante, serena: no había nada de fofo en ella. Fue ella la que había sugerido ir a tomar esta última copa.
    Las chicas se pusieron a discutir. Cada una de ellas había enlazado un brazo en uno de los de Mr. Severn, y discutían por encima de él. Llegaron a Shaftesbury Avenue, dieron media vuelta y volvieron a recorrer Wardour Street.

    -Te juro que está en esta calle erijo Heather-. El «JimJam». ¿No has oído hablar nunca de él?
    -¿Estás segura? -dijo Mr. Severn.
    -Claro que lo estoy. Está en la acera de la izquierda. No sé cómo, pero debemos haberlo dejado atrás.
    -Bueno, pues yo estoy harta de caminar arriba y abajo buscándolo -dijo Maidie-. Además, es un agujero cochambroso. No tengo ningún interés especial en ir, ¿y tú?
    -Tampoco -dijo Mr. Severn.
    -Ahí está -dijo Heather-. Hemos pasado dos veces por delante. Le han cambiado el nombre, eso es lo que ocurría.
    Subieron por una estrecha escalera de piedra y en el primer rellano un hombre de cara cetrina salió de detrás de unas cortinas corridas y les lanzó una mirada asesina. Heather sonrió.
    -Buenas tardes, Mr. Johnson. He traído a un par de amigos conmigo.
    -¿Son tres? Eso serán catorce chelines.
    -¿No costaba media corona la entrada? -dijo Maidie tan agresivamente que Mr. Johnson la miró con sorpresa y explicó: -Esta noche es especial.
    -En cualquier caso, esa orquesta es una mierda -observó Maidie cuando entraron en la sala.
    Una mujer anciana con gafas de aro de acero atendía el mostrador. El mulato que tocaba el saxofón se inclinó hacia delante y gritó alegremente.
    -Tocan tan fatal -dijo Maidie cuando el grupo se sentó a una mesa que estaba junto a la pared- que cualquiera diría que lo hacen a propósito.
    -Deja ya de gruñir -dijo Heather-. El resto de la gente no está de acuerdo contigo. Este sitio se llena todas las noches. Además, ¿por qué tendrían que tocar bien? ¿Importa mucho?
    -Ajá -dijo Mr. Severn.
    -Si quieres saber mi opinión, me importa un comino. La gente habla sin saber lo que dice.
    -Exacto -dijo Mr. Severn-. Todo es una ilusión. Una botella de cerveza de jengibre -pidió al camarero.
    -Tenemos que tomarnos una botella de whisky -dijo Heather-, si a ti no te importa. ¿Verdad que no?
    -Claro, claro, nena -dijo Mr. Severn-. Sólo estaba bromeando... Una botella de whisky -le dijo al camarero.
    -¿Les importa pagar ahora? -preguntó el camarero cuando les llevó la botella.
    -¡Qué caro! -dijo Maidie frunciéndole el ceño osadamente al camarero-. Qué más da, me parece que en cuanto le haya pegado unos tragos me habré olvidado de todos mis problemas.
    Heather hizo un puchero con los labios:
    -A mí muy poquito.
    -Bien, vamos a emborracharnos -dijo Mr. Severn-. Toquen Dinah -le gritó a la orquesta.
    El saxofón le miró y le dirigió una sonrisa disimulada. No lo vio nadie más.
    -Siéntese y tome un trago, ¿no? -le dijo Heather a Mr. Johnson cogiéndole de la manga cuando pasaba junto a la mesa.
    Pero él le respondió altivamente:

    -Lo siento, pero creo que en este momento no puedo -y siguió su camino.
    -Es curiosa la actitud de esta gente con la bebida -observó Maidie-. Primero te hacen beber todo lo que pueden y luego se ríen a tus espaldas por haber bebido tanto. Pero por otro lado, si tratas de dejar de beber y no pides nada, se comportan con la mayor grosería. Sí, pueden llegar a ser muy groseros. La otra noche fui a un sitio donde tocan música, el International Café. Pedí un whisky y me lo bebí bastante aprisa porque tenía sed y estaba triste y todo eso. Entonces pensé que tenía ganas de escuchar música -allí no tocan tan mal, dicen que son húngaros- y de repente un camarero empieza a gritar: «Vamos a cerrar. Ultima copa.» «¿Puede darme un poco de agua?», le dije. «No estoy aquí para servirle agua», dijo él. «Aquí no se viene a beber agua», me dijo, así, sencillamente. Y a gritos. Todo el mundo se quedó mirándome.
    -¿Y qué esperabas? -dijo Heather-. ¡Pedir agua! No tienes ni el más mínimo sentido común. No, no quiero más, gracias -dijo poniendo la mano sobre el vaso.
    -¿No confías en mí? -preguntó Mr. Severn, con una sonrisa concupiscente.
    -No confío en nadie. ¿Por qué? Pues, porque no quiero que me den ningún chasco.
    -Esta chica es el colmo de la sofisticación -dijo Maidie.
    -Prefiero ser sofisticada que tan condenadamente fácil de convencer como tú -replicó Heather-. ¿Verdad que no te importa que me levante un momento para hablar con unos amigos que he visto allí?
    -Admirable -dijo Mr. Severn mientras la miraba cruzar la sala-. Admirable. Desdeñosa, elegante y además con una gota de sangre negra, si no me equivoco. Precisamente mi tipo. Uno de mis tipos. ¿Cómo es que no...? Ah, ya lo tengo.
    Sacó un lápiz amarillo del bolsillo y empezó a escribir en el mantel:
    Fotos, fotos, fotos... Caras, caras, caras... De hiena, de cerdo, de cabra, de mono, de loro. Pero no de tigre, porque los tigres son más hermosos, ¿no crees?, como dice Hans.
    -Tienen un lavabo de señoras precioso -estaba diciendo Maidie-. He estado charlando con la mujer; es amiga mía. La ventana estaba abierta y daba la sensación de que la calle estuviera fría y pacífica. Por eso he tardado tanto.
    -¿No te parece que Londres cada día es un sitio más raro? -dijo Mr. Severn con voz velada-. ¿Ves esa mujer alta que está allí, la del traje de noche con el escote en la espalda? Desde luego, tengo mi propia teoría sobre los trajes de noche con escote en la espalda, pero no es el momento de exponerla. Bien, pues, ese pastelito tiene que estar en Brixton mañana por la mañana a las nueve y cuarto para dar una clase de música. Y su mayor ambición es conseguir un puesto de camarera en un transatlántico que haga la ruta de Sudáfrica.
    -Bueno, ¿y qué tiene eso de malo? -dijo Maidie.
    -Nada, pensaba solamente que es un poco contradictorio. No importa. ¿Y ves a esa pareja que está en el mostrador, esa encantadora pareja de negros? Pues cuando estaba a su lado, esperando que me dieran otra copa, trabé conversación con ellos. El hombre me cayó simpático, así que les pedí que vinieran a mi casa algún día. Cuando les di mis señas la chica preguntó inmediatamente, «¿Eso cae en Mayfair, no?». «Por Dios Santo, no. Está en el más oscuro y cochambroso rincón de Bloomsbury.» «No he venido a Londres para visitar barrios bajos», dijo ella con el más perfecto, cuidado, punzante, claro y destructor acento inglés. Luego me dio la espalda y se llevó al hombre al otro extremo del mostrador.
    -Las chicas siempre lo captan todo en seguida -afirmó Maidie.
    -¿Te refieres al clima social de una ciudad? -dijo Mr. Severn-. Sí, imagino que sí. Pero hay hombres que tampoco son precisamente lentos. Bien, bien, los tigres son más hermosos, ¿no crees?
    -Parece que no te ha estado yendo del todo mal con el whisky, ¿eh? -dijo Maidie algo incómoda-. ¿De qué tigres estás hablando?
    Mr. Severn volvió a dirigirse a la orquesta a voz en grito:
    -Toquen Dinah. Estoy harto de esa condenada canción que insisten en tocar. Todo el rato la misma. No me van a engañar. Toquen Dinah, como ella no hay ninguna. Esa sí que es una buena canción de las de antes.
    -No grites tanto -dijo Maidie-. Aquí no les gusta que te pongas a gritar. ¿No ves cómo te está mirando Johnson?
    -Que mire.
    -Cállate. Ahora nos manda un camarero a advertirnos.
    -En este local se prohibe pintar dibujos obscenos en los manteles -dijo el camarero al acercarse.
    -Váyase al infierno -dijo Mr. Severn-. ¿De qué dibujos obscenos está hablando?
    Maidie le dio un codazo y sacudió violentamente la cabeza en sentido negativo.
    El camarero quitó el mantel y les llevó otro limpio. Mientras lo alisaba hizo un gesto serio y lanzó una mirada severa a Mr. Severn:
    -En este local se prohibe pintar toda clase de dibujos en los manteles -dijo.
    -Pintaré todo lo que me dé la gana dijo Mr. Severn en tono desafiante.
    E inmediatamente dos hombres le agarraron del cuello y le empujaron hacia la puerta.
    -Déjenle en paz -diijo Maidie-. No ha hecho nada. Son ustedes unos gallinas.
    -Calma, calma -dijo Mr. Johnson, sudoroso-. No hace falta hacerlo así. Os he dicho siempre que no os propaséis.
    Cuando le arrastraban frente al mostrador Mr. Severn vio a Heather que miraba la escena con ojos lagrimosos y desaprobadores y su rostro alargado por la sorpresa. Mr. Severn le dirigió una horrible mueca.
    -¡Dios mío! -dijo Heather, y apartó la mirada-. ¡Dios mío!
    Fueron solamente cuatro los hombres que les empujaron escaleras abajo, pero cuando llegaron a la calle parecía que fueran catorce, y todos aullaban y les abucheaban.
    «Vamos a ver, ¿quiénes son todos estos?», pensó Mr. Severn. Entonces alguien le golpeó. El hombre que le había golpeado era exactamente igual al camarero que había cambiado el mantel de su mesa. Mr. Severn le devolvió el golpe con toda su fuerza y el camarero, si es que era el camarero, cayó tropezando contra la pared y se desplomó lentamente hasta el suelo. «Le he derribado», pensó Mr. Severn. «¡Le he derribado!»
    -¡Jiú-jú! -chilló imitando al cazador de zorros-. ¿Cuánto ofrecen por la yegua mansa?
    El camarero se levantó, dudó un momento, se lo pensó dos veces, dio media vuelta y en lugar de darle a él le pegó a Maidie.
    -Cierra el pico, maldita ramera -dijo alguien cuando ella se puso a blasfemar, y le dio una patada. Tres hombres cogieron a Mr. Severn, le arrastraron hasta la calzada y le dejaron tendido en medio de Wardour Street. Y allí se quedó, muy mareado, escuchando los gritos de Maidie. Para él la pelea había terminado.
    -¡Calla ya! -gritaba la gente alrededor de ella.
    Pero luego se abrió el corro para dar paso, servil y respetuosamente, a dos policías.
    -¡Eh, carabobos! -chilló Maidie desafiante-. ¡Desgraciados! Yo no estaba haciendo nada. El tipo ese me ha tirado de un tortazo.
    ¿Cuánto os paga Johnson cada semana por hacer esto?
    Mr. Severn se levantó, pero seguía sintiéndose muy mareado. Oyó una voz:
    -Ha sido ése. Ese de ahí. Fue él quien empezó todo el jaleo.
    Dos policías le cogieron por los brazos y le hicieron caminar. Maidie, también entre dos policías, marchaba delante, llorando.
    Cuando pasaron por Picadilly Circus, vacía y desolada, Maidie gimió:
    -He perdido un zapato. Tengo que volver a recogerlo. No puedo andar sin él.
    El más viejo de los policías parecía querer forzarla a seguir, pero el más joven se detuvo, recogió el zapato y se lo dio con una mueca sonriente.
    «¿Por qué tiene que llorar?», pensó Mr. Severn.
    -Hola, Maidie. Anímate. Anímate, Maidie -le gritó.
    -A callar -dijo uno de sus policías.
    Pero cuando llegaron a la comisaría Maidie ya había dejado de llorar, según comprobó con satisfacción Mr. Severn. Maidie se empolvó la cara y empezó a discutir con el sargento que estaba sentado a la mesa.
    -¿Quiere que la vea un médico? -le dijo el sargento.
    -Desde luego que sí. Es escandaloso, verdaderamente escandaloso.
    -¿Quiere también usted que le vea un médico? -preguntó el sargento, fríamente educado, mirando a Mr. Severn.
    -¿Por qué no? -contestó Mr. Severn.
    Maidie volvió a empolvarse la cara y gritó:
    -Dios salve a Irlanda. Al diablo todos los soplones y todos los payasos y compañía.
    «Solía decirlo mi padre», dijo por encima del hombro cuando la soltaron.



    En cuanto le encerraron en una celda, Mr. Severn se tumbó en el catre y se quedó dormido. Cuando le despertaron para que le viera el médico ya estaba completamente sobrio.

    -¿Qué hora es? -preguntó el médico. 

    ¡Con un reloj encima de su cabeza, el muy tonto! 
    Mr. Severn contestó fríamente: 
    -Las cuatro y cuarto.
    -Camine en linea recta. Cierre los ojos y apóyese en un solo pie -le pidió el médico, y el policía que contemplaba su exhibición soltó una vaga sonrisilla burlona, como los colegiales cuando el maestro castiga a un chico de los que no despiertan simpatías.
    Cuando regresó a su celda Mr. Severn no consiguió dormir. Se tumbó, estuvo mirando el asiento del inodoro y pensó que al día siguiente tendría un ojo morado. En su cabeza seguían girando atormentadoramente palabras y frases sin sentido.
    Leyó las inscripciones de las mugrientas paredes: «Asegúrate de que tus pecados sabrán dónde encontrarte. B. Lewis.» «Annie es una buena chica, una de las mejores, y no me importa que lo sepa todo el mundo. (firmado) Charlie S.» Otro había escrito: «Dios mío, sálvame, que perezco.» Y debajo, «sos, sos, sos (firmado) G.R.»
    «Muy apropiado», pensó Mr. Severn. Sacó su lápiz del bolsillo y escribió, «sos, sos, sos (firmado) N.S.», y puso la fecha.
    Luego se tendió de cara a la pared y, a la altura de sus ojos, leyó, «Morí esperando».




    Mientras permanecía sentado en la furgoneta de la prisión, antes de que partiera el vehículo, oyó que alguien silbaba The Londonderry Air, y una chica que hablaba y bromeaba con los policías. Tenía una voz grave y suave. Inmediatamente se le ocurrió la palabra que mejor la describía: una voz sexy.

    «Sexo, sexy», pensó. «¡Qué palabra tan ridícula! ¡Qué saldo!»
    «Lo que hace falta -decidió- es un montón de palabras nuevas, de palabras que signifiquen algo. Ahora sólo hay una palabra que significa algo, muerte; y además, para ello tiene que ser mi propia muerte. Tu muerte no significa gran cosa.»
    -Ah, si fuera un pájaro y tuviese alas -dijo la chica-, podría escapar volando...
    -Y quizás te derribarían de un tiro -contestó uno de los policías.
    «Debo estar soñando», pensó Mr. Severn. Trató de localizar la voz de Maidie, pero no volvió a oírla.
    Entonces la furgoneta se puso en marcha.
    El viaje hasta Bow Street le pareció muy largo. En cuanto salió de la furgoneta vio a Maidie, que tenía aspecto de haberse pasado la noche llorando. Ella se llevó la mano al cabello como para disculparse.
    -Me dejaron sin el bolso. Es horrible.
    «Ojalá hubiese sido Heather», pensó Mr. Severn. Trató de sonreír de manera agradable.
    «Pronto habrá terminado todo esto, basta con que nos declaremos culpables.»
    Y todo terminó rápidamente. El magistrado apenas les miró, pero por motivos que él debía saber, les multó a cada uno con treinta chelines, lo cual suponía que tenían que telefonear a algún amigo, conseguir que un mensajero especial se presentara con el dinero, y soportar una espera interminable.

    Eran ya las doce y media cuando por fin salieron a la calle. Maidie permaneció quieta un momento, vacilante, y con peor aspecto que nunca bajo aquella luz lívida y amarillenta. Mr. Severn llamó a un taxi y se ofreció a llevarla a su casa. Era lo mínimo que podía hacer, pensó. Y también lo máximo.

    -¡Qué ojo te han dejado! -dijo Maidie-. ¿Duele mucho?
    -Ahora no me duele nada. Me siento asombrosamente bien.
    El whisky debía ser bueno.
    Maidie se miró en el espejo partido de su bolso.
    -¿Verdad que tengo un aspecto terrible yo también? De todos modos, no tiene remedio. No consigo nunca arreglarme la cara cuando llego a estos extremos.
    -Lo siento.
    -Me sentía muy mal por culpa del tortazo y la patada que me dio aquel tipo, y luego por la forma que tuvo el doctor de preguntarme cuántos años tenía. «Esta mujer está muy borracha», dijo. Pero no lo estaba, ¿verdad que no?... Bueno, y cuando volví a mi celda, lo primero que vi fue mi nombre escrito allí. ¡Dios, qué susto me llevé! Gladys Reilly, así es como me llamo en realidad. Maidie Richards me lo he inventado yo. Y mi nombre me miraba cara a cara desde la pared: «Gladys Reilly, 15 de octubre de 1934... ». Además, detesto que me encierren. Cada vez que pienso en la gente a la que encierran para muchos años me estremezco de pies a cabeza.
    -Ya -dijo Mr. Severn-. A mí me pasa lo mismo. Morí esperando.
    -Yo preferiría morir deprisa, ¿y tú? -También.
    -No conseguía dormir y todo el rato estaba acordándome del doctor cuando me dijo de aquella manera, «¿Cuántos años tiene usted?», y todos los policías se partían de risa como si fuera un chiste. Supongo que no se divierten mucho por lo general. Por eso cuando volví no podía parar de llorar. Y cuando me he despertado me había desaparecido el bolso. La vigilante me prestó un peine. No era tan antipática. Pero estoy harta... ¿Recuerdas la habitación en la que estaba esperándote mientras telefoneabas pidiendo dinero? -dijo Maidie-. Había una chica preciosa.
    -¿Ah sí?
    -Sí, una chica muy morena, bastante parecida a Dolores del Río, pero más joven. Pero no son las bonitas las que triunfan..., oh no, todo lo contrario. Esa chica, por ejemplo. No hubiera podido ser más bonita; era encantadora. E iba vestida maravillosamente bien, con una chaqueta y una falda negras, y una blusa blanca encantadoramente limpia y un sombrerito blanco y unas medias y unos zapatos encantadores. Pero estaba asustada. Estaba tan asustada que temblaba de pies a cabeza. No sé muy bien cómo, pero se adivinaba que no va a ser capaz de soportar las cosas. No, no basta con ser bonita... Y había otra, una con las piernas grandes y peludas y sin medias, sólo sandalias. Creo que las mujeres que tienen pelos en las piernas tendrían que ponerse medias, ¿no crees? O hacer algo para arreglarlo. Pero no, ella no hacía más que reír y bromear, y se notaba que sería capaz de superar todo lo que le cayese encima. Tenía una cara grande, roja y cuadrada, y las piernas esas tan peludas. Pero le importaba todo un rábano.
    -Quizás la clave consista en ser sofisticada -sugirió Mr. Severn-, como tu amiga Heather.
    -Oh, ella... Tampoco conseguirá arreglárselas. Es demasiado ambiciosa, quiere demasiadas cosas. Es tan punzante que acaba pinchándose a sí misma, podríamos decir... No, la clave no está en ser bonita ni en ser sofisticada. Más bien en... adaptarse. Precisamente eso. Y no sirve de nada querer adaptarse, hay que haber nacido con esa mentalidad.
    -Está clarísimo erijo Mr. Severn. Adaptarse al cielo lívido, a las casas feas, a los policías burlones, a los letreros de los escaparates de las tiendas.
    -También hay que ser joven. Hay que ser joven y capaz de disfrutar una experiencia como ésta..., más joven que nosotros -dijo Maidie cuando el taxi aparcaba.
    Mr. Severn se quedó mirándola, demasiado escandalizado para poder enfadarse.
    -Bien, adiós.
    -Adiós -dijo Mr. Severn dirigiéndole una mirada negra e ignorando la mano que ella le tendía. «Más joven que nosotros», ¡sin duda!



    Doscientos noventa y seis pasos por Coptic Street. Ciento veinte tras doblar la esquina. Cuarenta escalones hasta su piso. Doce pasos una vez dentro. Dejó de contar.
    Su sala de estar tenía buen aspecto, pensó, a pesar de los periódicos arrugados. Era uno de sus mejores momentos: la luz era perfecta, aquella suma de colores y formas incoherentes se convertía en un todo que incluía la pared de ladrillos blanco-amarillentos en la que estaban sentadas algunas palomas del Museo Británico, el tubo de desagüe plateado, las chimeneas de las más fantásticas formas imaginables, redondas, cuadradas, en punta, ésa tan especial con un misterioso agujero en medio a través del que te miraba el cielo gris acerado, los árboles solitarios, y todo ello enmarcado por las cortinas de hule plateado (fue idea de Hans), y después, girando la cabeza, vio las xilografías de Amsterdam, los sillones tapizados de zaraza y el jarrón con las flores marchitas reflejados en el largo espejo.
    Un caballero anciano con sombrero de fieltro y bastón cruzó frente a la ventana. Se detuvo, se quitó el sombrero y el abrigo y, poniendo en equilibrio su bastón sobre la punta de la nariz, dio unos pasos adelante y atrás, expectante. No ocurrió nada. Nadie pensó que el espectáculo valiera un solo penique. Volvió a ponerse el abrigo y el sombrero y, llevando el bastón de forma respetable, desapareció doblando la esquina. Y mientras lo hacía también desaparecieron las frases atormentadoras: «¿Quién va a pagar? ¿Les importa pagar ahora? Morí esperando. Morí esperando. (¿O decía morí odiando?) Solía decirlo mi padre. Fotos, fotos, fotos. También hay que ser joven. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees? SOS, SOS, SOS. Si fuera un pájaro y tuviese alas podría escapar volando, ¿no es cierto? Y quizás te derribarían de un tiro. Pero los tigres son más hermosos, ¿no crees? Hay que ser más joven, más joven que nosotros...» Otras frases, suaves y rápidas, las desplazaron.
    Lo importante es el ritmo, la cadencia de la frase. Ya estaba.
    Se miró a los ojos en el espejo, luego se sentó a la máquina y con gran aplomo tecleó, «JUBILEO...».

    Jean Rhys
    Los tigres son más hermosos



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