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Italo Calvino / Sobre la escritura

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Italo Calvino, 1969
Foto de Carla Cerati
Italo Calvino
SOBRE LA ESCRITURA

Escribo a mano y hago muchas, muchas correcciones. Diría que tacho más de lo que escribo. Tengo que buscar cada palabra cuando hablo, y experimento la misma dificultad cuando escribo. Después hago una cantidad de adiciones, interpolaciones, con una caligrafía diminuta.
Me gustaría trabajar todos los días. Pero a la mañana invento todo tipo de excusas para no trabajar: tengo que salir, hacer alguna compra, comprar los periódicos. Por lo general, me las arreglo para desperdiciar la mañana, así que termino escribiendo de tarde. Soy un escritor diurno, pero como desperdicio la mañana, me he convertido en un escritor vespertino. Podría escribir de noche, pero cuando lo hago no duermo. Así que trato de evitarlo.
Siempre tengo una cantidad de proyectos. Tengo una lista de alrededor de veinte libros que me gustaría escribir, pero después llega el momento de decidir qué voy a escribir ese libro.
Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo que trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero.


Enrique Vila-Matas / Calvino, treinta años después

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Italo Calvino

Calvino, treinta años después


A lo largo de la última semana, mientras releía a Cesare Pavese, autor que intuyo medio olvidado, no podía dejar de acordarme de sus palabras sobre la lectura y la soledad: “Incluso un libro en chino está hecho para ti. Se trata siempre de aprender las palabras de un hombre. Todos los libros que valen están escritos en chino, y no siempre hay un traductor. Llega el momento en que estás solo ante la página, así como estaba solo el que la escribió”.
Estos días, leyendo al gran Pavese de El oficio de vivir, llegué a tener hasta miedo de caer en manos de cualquier otro autor, y me acordé de Lichtenberg cuando decía que el único defecto de los escritores realmente buenos era que casi siempre ocasionaban que hubiera muchos malos o regulares.
Cuando finalmente quise probar suerte con otro autor, me refugié en Italo Calvino, lo que fue como llamar al timbre del mejor vecino de Pavese y continuar el camino sin sobresaltos. En el caso de los libros de Calvino, no parece haber hoy en día ni el menor fantasma del olvido. Es más, a los treinta años de su muerte, se ha convertido en un clásico contemporáneo, quizás porque se adelantó a su tiempo; se adelantó en parte porque leyó bien a Pavese, que fue un atrevido renovador.
La primera vez que leí a Calvino, su escrito giraba en torno precisamente de la “obra ejemplar” de Pavese. Allí explicaba que del autor de El oficio de vivir (Seix Barral) había aprendido que aquello que la literatura podía enseñarnos no eran métodos prácticos, sino sólo las posiciones: el resto no era una lección que debiera extraerse de la literatura, pues era la vida la que debía enseñarla.
Al mundo de Calvino, donde confluyen tantos registros literarios distintos, se puede entrar por donde uno quiera, porque las grandes alegrías y tristezas están aseguradas. Con el tiempo, cada lector acaba teniendo su propio Calvino, su propio libro predilecto de este autor. Me acuerdo de que Carmen Martín Gaite tenía predilección por El caballero inexistente, por un fragmento que nos recitó en un día de lluvia, en un taxi que circulaba muy lento por la Costa da Morte: “La voz del caballero Agilulfo llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si no fuera una garganta, sino la propia chapa de la armadura la que vibrase. Y es que, en efecto, la armadura estaba hueca, Agilulfo no existía”.
En mi caso, el libro favorito es Seis propuestas para el próximo milenio (Siruela), donde Calvino propone una literatura que haga suya “el gusto por el orden mental y la exactitud, la inteligencia de la poesía y al mismo tiempo de la ciencia y de la filosofía”. Dicen que para Seis Propuestas fue providencial entre nosotros el cambio del título Lezioni americane por el del epígrafe inglés, Six Memos for the Next Millennium. Pero lo que de verdad tuvo que ser decisivo fue la fascinante inteligencia de sus seis propuestas. Si Levedad fue mi “lección americana” preferida durante dos décadas, con el tiempo Multiplicidad fue ganando posiciones, tanto que aún celebro a diario la propuesta.




Vargas Llosa / Venezuela libre

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Venezuela libre

Si el Ejército mantiene la neutralidad, el desmontaje del chavismo puede ser pacífico. Lo peor ha pasado, pero los zarpazos del régimen moribundo pueden hacer aún mucho daño


Venezuela libre
FERNANDO VICENTE
El chavismo y su arrogante etiqueta ideológica, “el socialismo del siglo XXI”, han comenzado a desmoronarse luego de las elecciones del domingo pasado y la aplastante victoria de las fuerzas de oposición agrupadas en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). Un viento de libertad corre ahora por la tierra venezolana, devastada por 17 años de estatismo, colectivismo, represión política, demagogia y corrupción que han llevado a la ruina y al caos a uno de los países potencialmente más ricos del mundo.
La oposición al Gobierno de Maduro cuenta con 112 diputados, dos tercios de la Asamblea Nacional, lo que en teoría le permite desmontar toda la maquinaria económica y política del chavismo, aprobar una ley de amnistía para los presos políticos e, incluso, convocar un plebiscito revocatorio del jefe de Estado. Pero es probable que, tal como ha propuesto Henrique Capriles, el más moderado de los líderes de la oposición, ésta proceda con cautela, consciente de que el problema más urgente para el pueblo venezolano es el del hambre, el desabastecimiento y la carestía de un país que tiene la inflación más alta del mundo y las mayores tasas de criminalidad (luego de Honduras) en América Latina.
Aunque, como ocurre siempre con las alianzas en el seno de una democracia, hay entre las fuerzas de oposición tendencias diversas, lo peor que podría ocurrirle a Venezuela en estos momentos es una querella interna en la MUD. Una oposición dividida sería un verdadero regalo de los dioses para el régimen chavista que, a consecuencia de la brutal derrota electoral que acaba de recibir, comienza a dar síntomas de divisiones y discordias internas.
Hay toda clase de teorías para explicar la misteriosa razón por la que el Gobierno de Maduro ha aceptado este apabullante veredicto electoral que significa el principio del fin del “socialismo del siglo XXI”. No ha sido por convicción democrática, desde luego, pues, desde el principio, y sobre todo a partir de la subida al poder del heredero de Chávez, la deriva autoritaria —censura de prensa, encarcelamiento de opositores, toma y clausura de canales de televisión, estaciones de radio y revistas y periódicos, desapariciones y torturas de los críticos de su política— ha sido una constante del régimen.


Lo peor que podría ocurrirle a Venezuela en estos momentos es una querella interna en la MUD


Mi impresión es que el fraude estaba preparado y que, simplemente, no pudo llevarse a cabo por la abrumadora superioridad del voto opositor (cerca de ocho millones contra cinco) y por la actitud del Ejército, que impidió al Gobierno chavista ponerlo en práctica. La exasperación de Diosdado Cabello, exjefe de la Asamblea Nacional y segundo hombre del régimen —perseguido por la justicia internacional acusado de vinculaciones con el narcotráfico— contra el jefe del Ejército y ministro de Defensa, el general Vladimir Padrino López, a quien quiere destituir, es bastante significativa. Como lo es que el general Padrino López se negara a propiciar un fraude que hubiera podido saldarse con una horrenda matanza de civiles exasperados porque quisieran arrebatarles con fusiles lo que habían ganado con sus votos en las urnas.
La postura del Ejército venezolano será decisiva en los días que se avecinan. Si mantiene la neutralidad que ha tenido durante el proceso electoral y se niega a ser utilizado como fuerza de choque del régimen para clausurar la Asamblea Nacional o condenarla a la inoperancia, el desmontaje del chavismo puede ser gradual, pacífico y acelerar, mediante el apoyo internacional, la recuperación económica de Venezuela. En caso contrario, el espectro de una guerra civil y de una sanguinaria represión contra el pueblo que acaba de manifestar su repudio del régimen, son previsibles.

La postura que adopten las fuerzas armadas será decisiva en los días que se avecinan
Hay que quitarse el sombrero y aplaudir con fervor al pueblo venezolano por su formidable gesta. En todos estos años, aun cuando parecía que una mayoría se había enrolado en la ilusión antihistórica y retrógrada del chavismo, hubo venezolanos lúcidos y valientes que se enfrentaron con razones e ideas a las consignas y amenazas de un régimen que pretendía resucitar un sistema que en todas partes —Rusia, China, Vietnam, la misma Cuba— hacía aguas y discreta u ostentosamente renunciaba al estatismo y al colectivismo y viraba hacia el capitalismo (de Estado y con dictadura política, eso sí). Muchos de ellos fueron víctimas de atropellos que los privaron de sus bienes, empresas, empleos, que los llevaron a la indigencia o a la cárcel o al exilio. Pero lo cierto es que siempre hubo una oposición activa contra el chavismo que mantuvo viva la alternativa democrática en todos estos años, mientras el país se iba hundiendo en la anarquía institucional, se empobrecía y corrompía, y los niveles de vida se desplomaban golpeando sobre todo a los más humildes e indefensos. Millones de esos venezolanos engañados por la fantasía de un paraíso comunista abrieron los ojos y fueron a votar el domingo pasado contra aquel engaño. Ellos han dado la victoria a la MUD, es decir, a la cultura de la libertad, la coexistencia y la legalidad.
Lo que queda por delante es difícil, pero sin duda lo peor ha quedado ya atrás. Ahora lo importante es tener conciencia de que una fiera herida es más peligrosa que una sana y que los zarpazos del régimen moribundo pueden hacer todavía mucho daño a la golpeada Venezuela. Las medidas más urgentes son por supuesto abrir las cárceles a fin de que Leopoldo López, Antonio Ledezma y las decenas de demócratas encarcelados salgan en libertad y puedan trabajar hombro a hombro con sus compatriotas en la democratización de Venezuela y en la recuperación económica de un país tan rico en recursos naturales y humanos. Es indispensable que la ayuda internacional se vuelque apoyando esta tarea hercúlea, devolver al país la credibilidad financiera y la legalidad y la eficacia institucional que ha perdido en estos años de desvarío y locura chavista. Por fortuna, Venezuela es uno de los países que cuenta con una naturaleza privilegiada así como con cuadros profesionales, técnicos y empresariales de muy alto nivel. Muchos de ellos tuvieron que exilarse en los años del desorden y el autoritarismo chavista. Pero no hay duda de que buen número está ansioso por regresar y contribuir con su esfuerzo a la redención de su país luego de esta noche siniestra de 17 años.

La medida más urgente es abrir las cárceles para que los opositores ayuden a democratizar el país
Quisiera destacar el papel jugado por la mujer en la victoria del domingo pasado. Ante todo la de Lilian Tintori, la esposa de Leopoldo López, a quien las circunstancias sacaron a la calle y empujaron a un activismo político de primer orden con el que nunca soñó. Y es imprescindible también mencionar a María Corina Machado, golpeada y despojada de su curul de diputada de manera arbitraria, que no perdió en ningún momento su entusiasmo ni su compromiso cívico. Para ambas y muchas otras venezolanas tan gallardas como ellas el resultado de las elecciones del domingo ha sido el mejor desagravio.



Vargas Llosa / La batalla de un hombre solo

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Simon Leys

La batalla de un hombre solo

Simon Leys se enfrentó a una corriente colectiva de eminencias intelectuales con el propósito de disipar la maraña de mentiras sobre la "revolución cultural" de Mao, aquella locura inspirada por un viejo déspota



FERNANDO VICENTE
En los años setenta tuvo lugar un extraordinario fenómeno de confusión política y delirio intelectual que llevó a un sector importante de la inteligencia francesa a apoyar y mitificar a Mao y a su “revolución cultural” al mismo tiempo que, en China, los guardias rojos hacían pasar por las horcas caudinas a profesores, investigadores, científicos, artistas, periodistas, escritores, promotores culturales, buen número de los cuales, luego de autocríticas arrancadas con torturas, se suicidaron o fueron asesinados. En el clima de exacerbación histérica que, alentada por Mao, recorrió China, se destruyeron obras de arte y monumentos históricos, se cometieron atropellos inicuos contra supuestos traidores y contrarrevolucionarios y la milenaria sociedad experimentó una orgía de violencia e histeria colectiva de la que resultaron cerca de 20 millones de muertos.
En un libro que acaba de publicar, Le parapluie de Simon Leys (El paraguas de Simon Leys), Pierre Boncenne describe cómo, mientras esto ocurría en el gigante asiático, en Francia, eminentes intelectuales, como Sartre, Simone de Beauvoir, Roland Barthes, Michel Foucault, Alain Peyrefitte y el equipo de colaboradores de la revista Tel Quel, que dirigía Philippe Sollers, presentaban la “revolución cultural” como un movimiento purificador, que pondría fin al estalinismo y purgaría al comunismo de burocratización y dogmatismo e instalaría la sociedad comunista libre y sin clases.
Un sinólogo belga llamado Pierre Ryckmans, que firmaría sus libros con el nombre de pluma de Simon Leys, hasta entonces desinteresado de la política —se había dedicado a estudiar a poetas y pintores chinos clásicos y a traducir a Confucio—, horrorizado con esta superchería en la que sofisticados intelectuales franceses endiosaban el cataclismo que padecía China bajo la batuta del Gran Timonel, se decidió a enfrentarse a ese grotesco malentendido y publicó una serie de ensayos —Les Habits neufs du président Mao, Ombres chinoises, Images brisées, La Fôret en feu,entre ellos— revelando la verdad de lo que ocurría en China y enfrentándose con gran coraje y conocimiento directo del tema al endiosamiento que hacían de la “revolución cultural”, empujados por una mezcla de frivolidad e ignorancia, no exenta de cierta estupidez, buen número de los iconos culturales de la tierra de Montaigne y Molière.

Los ataques que recibió Simon Leys por atreverse a ir contra la corriente y desafiar la moda ideológica imperante en buena parte de Occidente, que Pierre Boncenne documenta en su fascinante libro, dan vergüenza ajena. Escritores de derecha y de izquierda y las páginas de publicaciones tan respetables como Le Nouvel Observateur y Le Monde lo bañaron de improperios —entre los cuales, por cierto, no faltó el de ser un agente y trabajar para los americanos—, y lo que más debió dolerle a él siendo católico fue que revistas franciscanas y lazaristas se negaran a publicar sus cartas y sus artículos explicando por qué era una ignominia que conservadores como Valéry Giscard d’Estaing y Jean d’Ormesson y progresistas como Jean-Luc Godard, Alain Badiou y Maria Antonietta Macciocchi consideraran a Mao “genio indiscutible del siglo XX” y “el nuevo Prometeo”. Nunca tan cierta como en aquellos años, la frase de Orwell: “El ataque consciente y deliberado contra la honestidad intelectual viene sobre todo de los propios intelectuales”. Pocos fueron los intelectuales franceses de aquellos años que, como un Jean-François Rével, guardaron la cabeza fría, defendieron a Simon Leys y se negaron a participar en aquella farsa que veía la salvación de la humanidad en el aquelarre genocida de la revolución cultural china.
La silueta de Simon Leys que emerge del libro de Pierre Boncenne es la de un hombre fundamentalmente decente, que, contra su vocación primera —la de un estudioso de la gran tradición literaria y artística de China fascinado por las lecciones de Confucio—, se ve empujado a zambullirse en el debate político en el que, por su limpieza moral, debe enfrentarse, prácticamente solo, a una corriente colectiva encabezada por eminencias intelectuales, para disipar una maraña de mentiras que los grandes malabaristas de la corrección política habían convertido en axiomas irrefutables. Terminaría por salir victorioso de aquel combate desigual, y el mundo occidental acabaría aceptando que la “revolución cultural”, lejos de ser el sobresalto liberador que devolvería al socialismo la pureza ideológica y el apoyo militante de todos los oprimidos, fue una locura colectiva, inspirada por un viejo déspota que se valía de ella para librarse de sus adversarios dentro del propio partido comunista y consolidar su poder absoluto.

Leys se atrevió a desafiar la moda ideológica imperante en buena parte de Occidente
¿Qué ha quedado de todo aquello? Millones de muertos, inocentes de toda índole sacrificados por jóvenes histéricos que veían enemigos del proletariado por doquier, y una China que, en las antípodas de lo que querían hacer de ella los guardias rojos, es hoy una sólida potencia capitalista autoritaria que ha llevado el culto del dinero y del lucro a extremos de vértigo.
El libro de Pierre Boncenne ayuda a entender por qué la vida intelectual de nuestro tiempo se ha ido empobreciendo y marginando cada vez más del resto de la sociedad, sobre la que ahora no ejerce casi influencia, y que, confinada en los guetos universitarios, monologa o delira extraviándose a menudo en logomaquias pretenciosas desprovistas de raíces en la problemática real, expulsada de esa historia a la que tantas veces recurrieron en el pasado para justificar enajenaciones delirantes, como esa fascinación por la “revolución cultural”.

Una cultura en la que las ideas importan poco condena a la sociedad al fin del espíritu crítico
No hay que alegrarse por el desprestigio de los intelectuales y su escasa influencia en la vida contemporánea. Porque ello ha significado la devaluación de las ideas y de valores indispensables, como los que establecen una frontera clara entre la verdad y la mentira, nociones que hoy andan confundidas en la vida política, cultural y artística, algo peligrosísimo, pues el desplome de las ideas y de los valores, a la vez que la revolución tecnológica de nuestro tiempo, hace que la sociedad totalitaria fantaseada por Orwell y Zamiatin sea en nuestros días una realidad posible. Una cultura en la que las ideas importan poco condena a la sociedad a que desaparezca en ella el espíritu crítico, esa vigilancia permanente del poder sin la cual toda democracia está en peligro de desmoronarse.
Hay que agradecerle a Pierre Boncenne que haya escrito esta reivindicación de Simon Leys, ejemplo de intelectual honesto que no perdió nunca la voluntad de defender la verdad y diferenciarla de las mentiras que podían desnaturalizarla y abolirla. Ya en el libro que dedicó a Revel, Boncenne había demostrado su rigor y su lucidez, que ahora confirma con este ensayo.



Vargas Llosa / La gran coalición

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La gran coalición

Un pacto entre las tres fuerzas inequívocamente democráticas, proeuropeas y modernas —PP, PSOE y Ciudadanos— exige realismo, generosidad y espíritu tolerante

La gran coalición
FERNANDO VICENTE
Todo el mundo parece de acuerdo en que las recientes elecciones en España acabaron con el bipartidismo y una inequívoca mayoría parece celebrarlo. Yo no lo entiendo. La verdad es que ese período que ahora termina en el que el Partido Popular y el Partido Socialista se han alternado en el poder ha sido uno de los mejores de la historia española. La pacífica transición de la dictadura a la democracia, el amplio consenso entre todas las fuerzas políticas que lo hizo posible, la incorporación a Europa, al euro y a la OTAN y una política moderna, de economía de mercado, aliento a la inversión y a la empresa produjo lo que se llamó “el milagro español”, un crecimiento del producto interior bruto y de los niveles de vida sin precedentes que hizo de España una democracia funcional y próspera, un ejemplo para América Latina y demás países empeñados en salir del subdesarrollo y del autoritarismo.
Es verdad que la lacra de esos años fue la corrupción. Ella afectó tanto a populares como socialistas y ha sido el factor clave —acaso más que la crisis económica y el paro de los últimos años— del desencanto con el régimen democrático en las nuevas generaciones que ha hecho surgir esos movimientos nuevos, como Podemos y Ciudadanos, con los que a partir de ahora tendrán que contar los nuevos Gobiernos de España. En principio, la aparición de estas fuerzas nuevas no debilita, más bien refuerza la democracia, inyectándole un nuevo ímpetu y un espíritu moralizador. Acaso el fenómeno más interesante haya sido la discreta pero clarísima transformación de Podemos que, al irrumpir en el escenario político, parecía encarnar el espíritu revolucionario y antisistema, y que luego ha ido moderándose hasta proclamar, en boca de Pablo Iglesias, su líder, una vocación “centrista”. ¿Una mera táctica electoral? Tengo la impresión de que no: sus dirigentes parecen haber comprendido que el extremismo “chavista”, que alentaban muchos de ellos, les cerraba las puertas del poder, e iniciado una saludable rectificación. En todo caso, el mérito de Podemos es haber integrado al sistema a toda una masa enardecida de “indignados” con la corrupción y la crisis económica que hubieran podido derivar, como en Francia, hacia el extremismo fascista (o comunista).

¿Y ahora qué? El resultado de las elecciones es meridianamente claro para quien no está ciego o cegado por el sectarismo: nadie puede formar Gobierno por sí solo y la única manera de asegurar la continuidad de la democracia y la recuperación económica es mediante pactos, es decir, una nueva Transición donde, en razón del bien común, los partidos acepten hacer concesiones respecto a sus programas a fin de establecer un denominador común. El ejemplo más cercano es el de Alemania, por supuesto. Ante un resultado electoral que no permitía un Gobierno unipartidista, conservadores y socialdemócratas, adversarios inveterados, se unieron en un proyecto común que ha apuntalado las instituciones y mantenido el progreso del país.
¿Puede España seguir ese buen ejemplo? Sin ninguna duda; el espíritu que hizo posible la Transición está todavía allí, latiendo debajo de todas las críticas y diatribas que se le infligen, como han demostrado la campaña electoral y las elecciones del domingo pasado que (salvo un mínimo incidente) no pudieron ser más civilizadas y pacíficas.

La aparición de Podemos y Ciudadanos no debilita la democracia sino que la refuerza
Sólo dos coaliciones son posibles dada la composición del futuro Parlamento, el PSOE, Podemos y Unidad Popular, que, como no alcanzan mayoría, tendría que incorporar además algunas fuerzas independentistas vascas y/o catalanas. Difícil imaginar semejante mescolanza en la que, como ha dicho de manera categórica Pablo Iglesias, el referéndum a favor de la independencia de Cataluña sería la condición imprescindible, algo a lo que la gran mayoría de socialistas y buen número de comunistas se oponen de manera tajante. Pese a ello, no es imposible que esta alianza contra natura, sustentada en un sentimiento compartido —el odio a la derecha y, en especial, a Rajoy— se realice. A mi juicio, sería catastrófica para España, pues probablemente las contradicciones y desavenencias internas la paralizaría como Gobierno, retraería la inversión y podría provocar un cataclismo económico para el país de tipo griego.
Por eso, creo que la alternativa es la única fórmula que puede funcionar si las tres fuerzas inequívocamente democráticas, proeuropeas y modernas —el Partido Popular, el Partido Socialista y Ciudadanos—, deponiendo sus diferencias y enemistades en aras del futuro de España, elaboran seriamente un programa común de mínimos que garantice la operatividad del próximo Gobierno y, en vez de debilitarlas, fortalezca las instituciones, dé una base popular sólida a las reformas necesarias y de este modo consiga los apoyos financieros, económicos y políticos internacionales que permitan a España salir cuanto antes de la crisis que todavía frena la creación de empleo y demora el crecimiento de la economía.

El espíritu que hizo posible la Transición late debajo de todas las críticas y diatribas
Esto es perfectamente posible con un poco de realismo, generosidad y espíritu tolerante de parte de las tres fuerzas políticas. Porque este es el mandato del pueblo que votó el domingo: nada de Gobiernos unipartidistas, ha llegado —como en la mayoría de países europeos— la hora de las alianzas y los pactos. Esto puede no gustarle a muchos, pero es la esencia misma de la democracia: la coexistencia en la diversidad. Esa coexistencia puede exigir sacrificios y renunciar a objetivos que se considera prioritarios. Pero si ese es el mandato que la mayoría de electores ha comunicado a través de las ánforas, hay que acatarlo y llevarlo a la práctica de la mejor manera posible. Es decir, mediante el diálogo racional y los acuerdos, con una visión no inmediatista sino de largo plazo. Y ver en ello no una derrota ni una concesión indigna, sino una manera de regenerar una democracia que ha comenzado a vacilar, a perder la fe en las instituciones, por la cólera que ha provocado en grandes sectores sociales el espectáculo de quienes aprovechaban el poder para llenarse los bolsillos y una justicia que, en vez de actuar pronto y con la severidad debida, arrastraba los pies y algunas veces hasta garantizaba la impunidad de los corruptos.
España está en uno de esos momentos límites en que a veces se encuentran los países, como haciendo equilibrio en una cuerda floja, una situación que puede precipitarlos en la ruina o, por el contrario, enderezarlos y lanzarlos en el camino de la recuperación. Así estaba hace unos 80 años cuando prevaleció la pasión y el sectarismo y sobrevino una guerra civil y una dictadura que dejó atroces heridas en casi todos los hogares españoles. Es verdad que la España de ahora es muy distinta de ese país subdesarrollado y sectarizado por los extremismos que se entremató en una guerra cainita. Y que la democracia es ahora una realidad que ha calado profundamente en la sociedad española, como quedó demostrado en aquella Transición tan injustamente vilipendiada en estos últimos tiempos. Ojalá que el espíritu que la hizo posible vuelva a prevalecer entre los dirigentes de los partidos políticos que tienen ahora en sus manos el porvenir de España.



Alejandra Arciniegas / Trespies / Mochilas

Jennifer Lawrence / La revolución se llama J.Law

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Jennifer Lawrence

Sinsajo 2: La revolución se llama J.Law

La protagonista de 'Los juegos del hambre' se ha convertido en una guerrera tanto dentro como fuera de la pantalla

Jennifer Lawrence, en la premiere de Sinsajo 2
Jennifer Lawrence, en la premiere de 'Sinsajo 2'. / GRANT LAMOS IV (FILMMAGIC)r

En inglés J.Lo y J.Law suenan casi igual. Ingeniosas abreviaturas para ingeniosas mujeres que han revolucionado Hollywood. La primera, Jennifer López, la estrella hispana que más allá de su talento y sus curvas fue la primera “latina” que consiguió como actriz un sueldo por encima del millón de dólares. Tres lustros más tarde Jennifer Lawrence se ha convertido en la mujer mejor pagada de la industria con un sueldo de 20 millones de dólares y una fortuna que en 2015 llegó a los 52 millones. Una guerrera tanto dentro como fuera de la pantalla, ya sea con el personaje de Katniss Everdeen capaz de levantar en armas a toda una nación en la saga de Los juegos del hambre o en su propia cruzada por la igualdad de géneros que tiene a sus compañeras de profesión, desde Sandra Bullock a Emma Watson pasando por Meryl Streep, unidas en el aplauso.

Lawrence es una guerrera fuera de la pantalla en su propia cruzada por la igualdad de géneros 
“No es un problema de dinero. No tengo queja”, se sinceró la joven de 25 años con EL PAÍS. “Es un problema de respeto. Me parece bien que me paguen menos que a un hombre si él trabaja más”, añadió. No hay contrición por llamar a los hombres “gente afortunada por tener un pene” en su reciente carta abierta. El deseo de todo su discurso es el de inspirar a las mujeres, que no se sientan víctimas y se sumen a la conversación. “Estoy encantada de servir de plataforma”, añadió.
De otras revoluciones no quiere hablar tanto. Defiende la saga millonaria que protagoniza como algo más que una de aventuras para el público adolescente. En su opinión la saga de Los juegos del hambre muestra sin glamour las consecuencias de la guerra, un mensaje que le gusta mostrar. “También habla de los sacrificios personales que hay que hacer para conseguir el cambio”, continuó. Eso sí, en su discurso no sale de sus personajes o de la trama de ficción. Incluso preguntas cercanas al tema que trata la película como la actual crisis de refugiados que vive Europa se quedan sin respuesta. “No sé lo suficiente del tema para poder contestar”, se justificó. La ironía hace que uno de los lugares donde se rodó la cinta en Berlín, el majestuoso edificio del que fue el aeropuerto de Tempelhof, convertido para Sinsajo Parte 2 en el Distrito 2 y los túneles del Capitolio, sea ahora en la realidad uno de los campos de refugiados en Alemania.
Más cerrado es el silencio durante la première de esta semana en Los Ángeles. Lionsgate ha cancelado cualquier entrevista en la alfombra roja “en respeto a los recientes acontecimientos en París” y obviamente para evitar cualquier pregunta sobre el tema a las estrellas de esta saga que ya ha superado los 2.000 millones de dólares en la taquilla internacional con sus tres entregas anteriores.

En su opinión la saga de Los juegos del hambre muestra sin glamour las consecuencias de la guerra
Aún así, J.Law sigue viendo Los juegos del hambre como una historia que deja poso. “Porque estamos empezando a perder la sensibilidad, a perder el contacto con la realidad”, aseguró contenta con la respuesta que la obra de Suzanne Collins ha tenido entre sus fans a lo largo de estos años. Tampoco se llama a engaño y reconoce que no todos saldrán concienciados con la posibilidad de luchar por un mundo mejor y con menos desigualdades. “Los hay que solo van a ver la cinta por el brillo de sus explosiones”, reconoció.
Acabada esta saga a Lawrence le espera otra realidad. Un estreno,Joy, de nuevo junto a David O.Russell que podría conseguirle este año una cuarta candidatura al Oscar. Y otros dos estrenos para el año que viene. Una ajetreada agenda que como todos los años pondrá en pausa para pasar las próximas festividades junto a su familia en Kentucky (Estados Unidos). “Esa es mi realidad, la de dar caza a los locos que me persiguen hasta la puerta de mi casa. Pero hasta en eso he mejorado. Ya no me lo tomo a la tremenda. Simplemente llamo a la policía”, anunció la estrella para desanimar al que lo lea.


Dakota Johnson / La sexualidad es muy interesante

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Dakota Johnson

Dakota Johnson

“La sexualidad es muy interesante”

La actriz dice que lleva el éxito de 'Cincuenta sombras de Grey' con la máxima dignidad

Dakota Johnson, fotografiada en la sede de Estrella Damm de Barcelona. / MASSIMILIANO MINOCRI
Es difícil no acudir expectante a la cita con una actriz cuyo nombre está en boca de todos y que en la última película que le he visto —Cincuenta sombras de Grey, obviamente— se pasa una gran parte del tiempo en bragas cuando menos, es decir, cuando más. Dakota Johnson (Austin, Texas, 1989) llega a la entrevista en la planta sótano de la antigua fábrica de Estrella Damm en Barcelona procedente de la terraza, en la que se celebra una fiesta para brindar por el éxito de Vale, el corto cervecero de Alejandro Amenábar para la campaña veraniega de la firma y que Johnson protagoniza con Quim Gutiérrez. Me levanto como un resorte para recibirla. Anastasia Steele, supongo, musito. Al natural —si se le puede llamar así a su cuidadísimo aspecto— parece más joven que en pantalla, su piel es extraordinariamente luminosa y en su rostro destacan unos ojos de color gris azulado en los que baila una mirada que puede significar cualquier cosa aunque en este preciso momento trasluce la fatiga e incluso el hastío que le provocan los compromisos promocionales. Y eso que para despertar su interés he dejado sobre la mesa un ejemplar premeditadamente muy usado de La Venus de las pieles, que ni mira.

La actriz viste y peina como para un nuevo remake de El gran Gatsby; el traje crema de tirantes finos deja al descubierto buena parte de cuerpo lo que permite observar toda una serie de tatuajes: golondrinas en un hombro, inscripciones en un brazo, en el tobillo. Alcanzo a leer una frase en latín, pero ante una chica así mi latín flojea. Mmmm… "Acta non verba", ¡Dios mío! Como precisamente dudo un estúpido momento entre si besarla en las mejillas o no —luego me entero de que todo el mundo lo hace- adelanta la mano, pero entonces, al observar mi decepción, y con gran cortesía, toma la mía entre las dos suyas en un gesto muy cordial. A cambio le señalo que nacimos el mismo día (4 de octubre) pero luego estropeo el efecto diciéndole que yo el año de su madre (1957). Para romper el fuego (desde luego no para encenderlo) le pregunto por el corto. Entiendo que no es el colmo de la originalidad pero no voy a empezar por Sacher-Masoch.
"Ha sido una experiencia extraordinaria", responde. "Amenábar es una persona tan tranquila, agradable y con tanto talento… Admiro mucho su trabajo. Me siento muy afortunada de haber formado parte de este proyecto". ¿Hay en ella algo de Rachel, su personaje enVale? "Debido al cine he viajado mucho, y conozco el estilo de vida mediterráneo, en eso somos diferentes. Rachel lo experimenta por primera vez. En fin, en realidad yo no había estado nunca en Ibiza". Vaya, ¿y qué le ha parecido? "¡Maravillosa! Seguro que en la temporada alta debe ser muy divertida". Aprovechando el brote de entusiasmo le pregunto si se iría a ver las estrellas con un tipo patoso y monolingüe como Víctor (Quim Gutiérrez). "Sí, ¿por qué no?", responde con una sonrisa encantadora. Trago saliva involuntariamente. ¿Le gustaría hacer una película con Amenábar? "¡Totalmente!, tengo muchísimas ganas de rodar algo más con él".

“Me gustaria interpretar a un personaje del comic. ¡Me encanta Betty Boop!”
En la filmografía de Johnson figura otro cortometraje, All that glitters, dirigido por el inefable novelista Bret Easton Ellis, el autor del best seller Menos que cero, una interesante conexión, sugiero; la historia es un retrato generacional de los jóvenes desnortados hijos de papá del mundo del cine y la televisión de Los Ángeles. "He leído la novela", dice poniéndose muy seria. "No tengo ninguna relación, mi vida ni es ni ha sido así. No he crecido como una privilegiada. Aunque es verdad que mi familia era muy conocida, yo desde niña he tenido un estilo de vida muy normal". Procuro no arquear demasiado las cejas y cambio de tercio: es una graciosa coincidencia que ella haya hecho un spot de cerveza y a su abuela, Tippi Hedren —la madre de su madre Melanie Griffith— la descubriera Alfred Hitchcock en un anuncio de bebidas. "No lo había pensado", vuelve a sonreír. "Me siento muy cercana con mi abuela, hablamos mucho, es mi mujer favorita de todo el mundo". ¿Aún conserva su zoo particular? "Oh sí, tiene sesenta tigres y leones y un guepardo con tres patas", explica reflejando el asombro de una niña. "Pero son muy peligrosos y no se relacionan con los humanos". ¿Le da consejos como actriz? "A veces. En situaciones diferentes. La admiro mucho, tiene tanta clase".Me parece que ahoga un bostezo así que le pregunto para recuperar su atención qué se siente al ser una de las actrices más conocidas del mundo actualmente. "Oh, gracias", responde halagada, "no me siento así, no tengo esa sensación. Me tengo por alguien muy sencillo y normal. Mi vida es muy normal, insiste. "Estoy continuamente asombrada y agradecida ante el regalo que me ha hecho la vida".
Dakota Johnson confiesa sentir una gran afinidad con Jane Birkin, cuyo papel de Penélope, la joven que viene a complicar la vida de Alain Delon y Romy Schneider en el filme de Jacqued Deray La piscine, interpreta en el remake, A bigger splash. "Oh, sí, siento el parecido, también en la vida real. Aunque en la película tenemos un enfoque distinto, mi personaje es más psicópata".
¿Cómo lleva el éxito? "Con la máxima dignidad que puedo. Es algo muy extraño, tu vida cambia de repente y gente que no te conoce siente que le perteneces". Miro al suelo, lo que me permite observar sus llamativos zapatos azules. "Pero también entiendo que tengo que estar muy agradecida". ¿Ha tenido la sensación de haberse expuesto mucho con Cincuenta sombras de Grey? "Sí, a veces. Pero tampoco sé lo que sería haberme hecho tan popular con otro tipo de película". Afirma que no tiene miedo a encasillarse en el papel de Anastasia Steele. "No creo que me pase. Tengo pensado hacer todo tipo de películas".

"No tengo miedo a encasillarme en el papel de Anastasia Steele"
En realidad hasta ha hecho una versión cinematográfic de una obra de Shakespeare, Cymbeline. "¡Ha sido una de las experiencias más gratificantes de mi vida. He leído muchas obras de Shakespeare. Es formidable interpretar a cualquiera de sus personajes, con tantas capas. Todo lo que escribió es increíble, hay una historia dentro de cada historia".
¿Cómo es la vida en el clan? Dakota Johnson sonríe de nuevo y pone cara de vaya, por fin hemos llegado, eh? "Mi familia es muy pintoresca. Tenemos cenas muy interesantes". ¿Quién la ha influido más, su madre o su padre? "Los dos, por igual". Pero como actriz más Melanie Griffith, ¿no? "Realmente no".
Afirma no ser actriz del Método. "No tengo un estilo específico, depende del papel". Pero ¿compone de dentro afuera o de afuera adentro? "Depende" Como veo que mira alrededor pidiendo silenciosamente la hora, entro a fondo. ¿Qué tal la relación con Antonio Banderas ahora? "Buena", zanja.
Explica que la segunda parte de Cincuenta sombras de Grey, Cincuenta sombras más oscuras, la empezarán a rodar en Año Nuevo. ¿Dónde cree que radica el éxito de la historia? "En la extraña mezcla de cosa secreta (las relaciones sexuales poco convencionales) y a la vez revelada, a la gente le gusta poder ver algo que normalmente es muy privado; y al hecho de que son personajes con los que todo el mundo puede identificarse". Asiento pensando en cuánto se parece mi colección de corbatas a la de Christian Grey. A la actriz le encanta la comparación de la película con Nueve semanas y media. Ambas tienen un punto de vista algo edulcorado sobre el sexo límite. “Sí, en una película solo puedes ir hasta un cierto punto. La novela de E. L. James, por otro lado, quiere ser una visión romántica de esa clase de relación, pero en fin, en realidad no sé de qué estoy hablando, nunca he experimentado cosas así en primera persona”. ¿Y ahora, ha desarrollado interés por el sadomasoquismo? “He hecho mucha investigación. Bueno, en realidad he leído mucho”, aclara. “Es increíblemente interesante la sexualidad, tan importante como interesante”.
¿Y qué le gustaría hacer luego? “Un personaje de comic”. Vaya, pues con ese peinado se parece a Betty Boop. “¡¿De verdad?! ¡Me encanta el personaje! ¡Y a mi madre también, le va a entusiasmar cuando se lo diga!”.




Cate Blanchett se toma un respiro

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Cate Blanchett
Foto de Daniel Jackson

Cate Blanchett se toma un respiro
La actriz deja Hollywood para pasar más tiempo con sus hijos
Se aleja de los rodajes, pero aún tiene estrenos pendientes.

La actriz Cate Blanchett en el estreno de 'Carol'.
La actriz Cate Blanchett en el estreno de 'Carol'. / CORDON PRESS
Cate Blanchett se va a tomar un respiro de Hollywood. La ganadora de dos Oscar —mejor actriz de reparto por El aviador y mejor intérprete por Blue Jasmine— ha decidido tomarse una baja por maternidad: “No pretendo trabajar mucho en 2016”, ha confesado a la edición británica de la revista Harper’s Bazaar. La australiana, de 46 años, asegura que desea dedicarle más tiempo a Edith, la niña que adoptó este año, así como a sus otros tres hijos, fruto de su matrimonio con el director teatral Andrew Upton.
Como Blanchett, son más las actrices que han anunciado su deseo de alejarse de Hollywood para cuidar de sus hijos. Entre ellasDrew Barrymore, exniña prodigio y hoy madre junto a Will Kopelman de dos niñas, Olive y Frankie, de 3 y 2 años. O Gwyneth Paltrow, quien tras separarse de Chris Martin anunció que se tomaba un tiempo sin rodajes para dedicárselo a sus dos hijos. Pero ninguna de ellas vive el momento profesional del que Blanchett disfruta. Solo este año la intérprete ha protagonizado tres películas, Cenicienta, La verdad y Carol.

Su proceso de adopción


La actriz Cate Blanchett durante la promoción de 'Carol', en noviembre.
La actriz Cate Blanchett durante la promoción de 'Carol', en noviembre. /CORDON PRESS
Aunque a Blanchett no le gusta entrar en detalles sobre el proceso de adopción de Edith —“estás en una lista y te llaman”, dijo—, durante una entrevista con EL PAÍS agradeció a su amiga Deborra-Lee Furness la llegada del nuevo miembro de su familia. La esposa del actor Hugh Jackman tiene dos hijos adoptivos y, además, está volcada en diferentes asociaciones que fomentan la adopción. “Tengo un gran respeto por Deborra y por el trabajo que está haciendo para cambiar las cosas”, dijo. “No diré que adoptar era nuestro sueño pero siempre fue parte de nuestra conversación”, concluyó Blanchett.
A pesar de sus deseos de abandonar temporalmente su trabajo, aún queda Blanchett por un tiempo. La intérprete dará voz a la nueva entrega de Cómo entrenar a tu dragón y a la nueva versión de El libro de la selva.





Mujeres de carne y hueso

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Estas son las mujeres de carne y hueso que inspiraron las ilustraciones pin-up | PlayGround | Actualidad Musical



Estas son las mujeres de carne y hueso que inspiraron las ilustraciones pin-up

La sensualidad y la simpatía de las chicas de póster no siempre era fruto de la imaginación de un ilustrador

Por Carlota Ming
Las encontramos en pósters, en las cubiertas polvorientas de novelas rosa, en la contraportada de las revistas antiguas, en miles de productos vintage. Las pin up son esas chicas más o menos imaginarias, voluptuosas y sensuales que siempre llevan una sonrisa en los labios.
Desde 1920, endulzan el mundo con sus cuerpos y actitudes coquetas. Las ilustraciones o las fotografías en las que siempre son representadasson consideradas como una representación de erotismo popular, perfectamente aceptado por la sociedad: las Pin Up saludan y guiñan el ojo mientras la falda les vuela, como Marilyn; son bellezas pret à porter más simpáticas que pecaminosas.
Más allá de Bettie Page y de su heredera actual Dita Von Teese, nunca nos habíamos preguntado de dónde surgieron todas esas ilustraciones entre el cómic y los personajes apasionados de folletines eróticos. ¿De la imaginación del autor?
Pues no. Había mujeres comunes que posaban en cuartuchos mal iluminados, y esas fotografías servían al autor como referencia. Un ejemplo es Gil Elvgreen, un pintor de Minessota que trabajaba para la industria de la publicidad: su archivo fotográfico datado de los años cincuenta acaba de ser descubierto. A través de estas imágenes es posible saber cómo eran las chicas normales que inspiraron la posterior versión picante del ilustrador.
Si comparamos los posados en blanco y negro con las ilustraciones finales, no solo vemos que las chicas han cambiado su ropa anodina por prendas más vistosas. Con sus pinceles, Elvgreen efectuaba una especie de photoshop primario: estilizaba los cuerpos de las mujeres, estrechaba, sobre todo, las cinturas, alargaba las piernas y exageraba los bustos y los pómulos de las modelos. Feminizaba y suavizaba sus rostros con gran sutileza.
Es curioso comprobar que las dos versiones, la idealizada y la natural, difieren en realidad muy poco, pero ese mínimo perfeccionamiento físico revela un ideal de belleza imposible que, desgraciadamente, es el que tenemos como referencia.
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women
The REAL women

Vanity Fair / La portada del año

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Caitlyn Jenner protagoniza la portada del año

'Vanity Fair' consiguió la cabecera más efectiva e icónica del 2015

Caitlyn Jenner, en la portada de 'Vanity Fair'.
Caitlyn Jenner, en la portada de 'Vanity Fair'.
Cada año por estas fechas, la revista Adweek compila su lista de portadas más y menos efectivas, las que consiguieron vender más ejemplares y las que se estrellaron. El informe sirve indirectamente para comprobar qué personajes están al alza y cuáles van de capa caída
En 2015 hay poca discusión: el titular del año es sin duda ese “Llamadme Caitlyn” con el que se daba a conocer Caitlyn Jenner, antes Bruce, tras salir del armario como mujer transexual. Vanity Fairtrabajó esa portada del mes de julio en el máximo secreto, en ordenadores sin conexión a internet, y la mantuvo oculta incluso de los empleados de la revista, que estuvieron trabajando en una portada falsa hasta el último minuto. El esfuerzo valió la pena. Vendieron más de 400.000 ejemplares de ese número, muy por encima de su media habitual, que está en torno a los 165.000. Aunque también bastante por debajo de lo que conseguían sus bombazos de hace una década. La primera entrevista que dio Jennifer Aniston en 2005 hablando de su divorcio con Brad Pitt, acompañada de una portada en la que la actriz de Friends llevaba solo una camisa blanca entreabierta, colocó más de 730.000 copias. Un año después, el reportaje que Annie Leibovitz dedicó a la que era la pareja del momento, Tom Cruise y Katie Holmes, presentando a su pequeña Suri, también rebasó las 700.000.

Sarah Jessica Parker.
Sarah Jessica Parker. / GETTY IMAGES
Caitlyn y su penúltima hija, la modelo Kendall demostraron tener más tirón en 2015 que la supuesta estrella de su clan, Kim Kardashian. Las portadas que protagonizó la esposa de Kanye West en el tabloide Life & Style están entre las peor vendidas de esa publicación. Tampoco funcionó bien Sarah Jessica Parker, que lleva años sin tener un éxito en el cine o la televisión. Sus dos portadas para Harper’s Bazaar y Cosmopolitan (ediciones estadounidenses) bajaron la media de venta de ambas cabeceras.
Según Adweek, las actrices que pasan de los 40 años vendieron pocas revistas en el segmento más amarillista. Sandra Bullock encabezó los números menos exitosos de Star y Life&Style, mientras que Sofia Vergara y Cameron Diaz estaban en la portada menos efectiva de Ok! La regla tiene tan solo dos excepciones: Angelina Jolie y Jennifer Aniston, quienes al parecer siguen cautivando igual que hace diez años.
El informe sirve también para conocer los gustos de los lectores de cada publicación. Si a veces se bromea con que nada le gusta tanto al comprador de Vanity Fair estadounidense como un Kennedy muerto —los números lo corroboran: en el pasado se han marcado tantos con John, Jackie, John John y Carolyn Bessette— también está claro que los seguidores de Rolling Stone prefieren a estrellas de antaño que a cualquiera que cope ahora las listas de éxitos. Stevie Nicks y John Belushi le dieron a la cabecera sus portadas más efectivas de 2015, por encima de Nicki Minaj o Katy Perry.
La histórica portada de Caitlyn Jenner en Vanity Fair lidera también otra lista, la que elabora Time con las mejores portadas del año, no en términos comerciales sino gráficos y periodísticos. Para el editor de la revista de Condé Nast, Graydon Carter, el éxito de esa rotunda cabecera se debe a tres cosas: “Un personaje conocido, una sorpresa mayúscula y un giro cultural que despunta”.


Gloria Vanderbilt / La azarosa vida de una pobre niña rica

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Gloria Vanderbilt

Gloria Vanderbilt
La azarosa vida de una pobre niña rica

El festival de Sundance estrenará un documental sobre Gloria Vanderbilt, la diseñadora y heredera que fue amante de Sinatra y Marlon Brando, y su hijo, el presentador Anderson Cooper


Gloria Vanderbilt, y su hijo, el presentador Anderson Cooper. / CORDON PRESS














Él es la principal cara de CNN, el “zorro plateado”, como se le suele llamar debido a su pelo cano, de la información estadounidense y una voz con peso en la comunidad gay. Ella, la heredera de los Vanderbilt y fundadora de la marca que lleva su nombre. Ha estado casada cuatro veces y se le adjudican romances con Marlon Brando, Howard Hughes, Roald Dahl y Frank Sinatra. Ambos han sido famosos desde el mismo día en que nacieron y creen que ha llegado el momento de contarlo todo en un documental. Anderson Cooper y su madre, Gloria Vanderbilt, que tiene ya 91 años, protagonizan Nothing Left Unsaid, producida por HBO y que se estrenará en enero, durante el festival de Sundance. El nombre de la directora, Liz Garbus, que firmó hace escasos meses una aclamada y bastante amarga exploración de la vida de Nina Simone, What Happened Miss Simone? (disponible en Netflix), indica ya que la confesión de los Vanderbilt Cooper no se tratará de un trabajo de relaciones públicas.
Gloria Vanderbilt, en 1958.

Gloria Vanderbilt, en 1958. / CORDON PRESS
En cualquier caso, Garbus tiene suficiente material para una miniserie, si es preciso. Cooper, que declaró públicamente su homosexualidad en 2012, a pesar de que sus relaciones con otros hombres eran vox populi, es el pequeño de los dos hijos que Vanderbilt tuvo con su cuarto marido, el escritor Wyatt Emory Cooper. El mayor, Carter, se suicidó en 1988. La diseñadora explicó en uno de sus libros de memorias, A Mother's Story, cómo presenció el momento en que su hijo, que sufría depresión, saltó del balcón de su apartamento en Nueva York. “Hubo un instante —le contó a Anderson en una entrevista en 2012— en que parecía que no iba a saltar. Estaba sentado en el balcón, en el piso 13, con un pie dentro y otro colgando. Le supliqué que no lo hiciera y cuando lo hizo, lo hizo como un atleta. Quedó colgando y le dije que volviese. Por un momento pensé que lo haría”.
La diseñadora y escritora es nieta de Cornelius Vanderbilt, el millonario que se encargó de extender el ferrocarril por todo EE UU. El hijo de Cornelius y padre de Gloria murió alcoholizado cuando ella era apenas un bebé y quedó a cargo de su madre, que frecuentaba la alta sociedad junto a su hermana gemela, amante del Príncipe de Gales. Cuando cumplió los 10 años, su tía paterna, la fundadora del museo Whitney de Nueva York, pidió su custodia en los tribunales, temerosa de lo que su excuñada estaba haciendo con la fortuna de la pequeña. El caso fue seguido por la prensa y la sentencia solo permitía a la niña ver a su madre durante los veranos.

Frank Sinatra y Gloria Vanderbilt, en el Hotel Ambassador de Nueva York la Nochevieja de 1954.
Frank Sinatra y Gloria Vanderbilt, en el Hotel Ambassador de Nueva York la Nochevieja de 1954. / CORBIS
Desde aquel momento, Vanderbilt nunca interrumpiría su relación más duradera, la que ha mantenido con los medios, que fueron siguiendo todas las etapas en la vida de la “pobre niña rica”. Los gacetilleros vieron cómo Gloria se hacía un hueco en las fiestas de Hollywood y mantenía romances pasajeros con hombres mucho mayores que ella, como Howard Hughes y Errol Flynn. A los 17 años se casó con el representante Pat DiCicco, que la sometió a malos tratos. Antes de divorciarse, Vanderbilt ya había conocido al que sería su segundo marido y padre de sus dos hijos mayores, el director de orquesta Leopold Stokowski, casi 40 años mayor que ella, del que se separaría tras mantener un romance con Frank Sinatra. Por entonces, apareció brevemente en Broadway. Sin embargo, era mucho más conocida por su frenética vida social. Se rumoreó que Vanderbilt fue el modelo para Holly Golithly, la protagonista de Desayuno con diamantes. Aunque Capote era su amigo y pudo haber tomado detalles para su criatura, la concubina de lujo que odia los días rojos, no parece que la heredera necesitara jamás vivir de las propinas que daban los millonarios, como le ocurre a la desdichada Golithly.

El despunte como creativa

A mediados de los setenta, divorciada ya de su tercer marido, el cineasta Sidney Lumet, lanzó una colección de vaqueros. Cada par llevaba bien visible un cisne y su propia rúbrica bordada. Hasta entonces, los tejanos habían sido una prenda utilitaria que a nadie se le había ocurrido promocionar como un objeto de lujo. Hacia finales de la década, se vendían unos 10 millones de jeans Vanderbilt al año y la marca se expandió como uno de los primeros imperios de estilo de vida, con un catálogo que incluía fragancias, vajillas y ropa para el hogar.

Casi todo se esfumó tan rápido como llegó: Vanderbilt, que vendió los derechos de su propio nombre en 1987 al grupo Murjani, inició una batalla legal con los socios de su empresa y contra su abogado, que la habría estafado. Aunque los tribunales le dieron la razón, la millonaria descubrió que debía millones de dólares en impuestos atrasados y se vio obligada a vender su casa de veraneo en los Hamptons y su piso de Nueva York.
Cooper, que ha cubierto in situ todos los grandes sucesos, desde la guerra de Irak al huracán Katrina, suele decir de su madre que es la persona más cool que ha conocido. Cuando se puso a rodar un documental con ella, seguramente ya tenía asumido que, por muy estrella de la televisión que sea, su anciana progenitora le robaría todos los planos.



Nabokov / La seducción de Lolita

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Lolita

Palabra, cine y seducción

LA SEDUCCIÓN DE LOLITA
BIOGRAFÍA DE NABOKOV


Stanley Kubrick puso su genio particular sobre la obra maestra de Nabokov

Carlos REVIRIEGO | El Cultural, 06/01/2005

Batallando contra las puritanas imposiciones de la censura, Stanley Kubrick convirtió en siniestra comedia negra una obra que le convertiría en cineasta de culto. El Cultural entrega el día 6 de enero de 2005, por sólo 8,95 euros, el DVD Lolita (1962), la primera y más turbadora adaptación de la obra de Vladimir Nabokov, de cuyo guión se encargó el propio autor de la novela.



Como todos los cuentos morales norteamericanos, o al menos los más recordados, el de Lolita termina en tragedia. Esto no es ninguna novedad ni siquiera para quien no haya visto aún la película -un paso previo recomendable para leer la novela-, porque las primeras y violentas imágenes de la versión cinematográfica de Kubrick ya se encargan de dejar las cosas claras: lo que usted verá a partir de ahora es lo que ha conducido a esto, a un maníaco que lo ha perdido todo matando a otro maníaco que le ha robado todo.


El todo es Dolores Haze, la nínfula Lolita, un bello animal de inteligencia y sensualidad precoces. El enfermizo amor y el irresistible, imposible deseo sexual de un hombre culto de mediana edad por una niña de catorce años (en la novela tiene doce, pero para Hollywood años sesenta hubiera sido demasiado) no puede acabar en matrimonio feliz, tal y como Kubrick y su productor Harris prometieron a un tal Shurlock -el director de la oficina de autocensura de Hollywood- cuando consiguieron las opciones a la adaptación de la novela.



Sue Lyon como Lolita




Para un hombre como Kubrick, que con tanto rigor cumplía y hacía cumplir los contratos, es una suerte que aquella promesa no quedara escrita. Seguramentesólo accedió para asegurarse el privilegio de ser el cineasta que llevaría la obra maestra de Vladimir Nabokov a las pantallas.


Es evidente que un happy end a un relato tan oscuramente vitalista como Lolita,aún cuando fuera legal en algunos estados contraer matrimonio con menores -coartada jurídica que eliminaba el elemento de perversión ante la censura-, no era sólo ridículo, sino completamente inverosímil dadas las circunstancias. Las cosas no podían acabar bien para el triángulo de perversión formado por Humbert Humbert, Claire Quilty y la joven Lolita.

Y menos si cabe en una película de Kubrick, donde se sabe que los desplazados no tienen derecho a triunfar. Convencido de que sólo su autor sabría cómo hacer de la novela un guión, Kubrick envió un telegrama a Nabokov solicitando su ayuda.

Es lógico preguntarse cómo entonces, en aquellos años de listas negras y puritanas aplicaciones del Código, alguien tuviera la osadía de convertir en imágenes un texto tan desafiante con las reglas sociales, una sátira de América tan inquietantemente erótica como la soñada por Nabokov. No en vano, su guión tendría finalmente sólo una relación tangencial con la amarga comedia negra que finalmente realizó Kubrick.

La película se resiente de las lógicas limitaciones a la evocadora prosa del profesor Humbert, de cuyo diario se desprenden los fragmentos más románticos y sensuales del texto, los que conectan con el ardor de su alma enferma por la pequeña nínfula; pero bien es cierto que no sólo la censura sino las limitaciones propias del formato cinematográfico impedían una traslación fidedigna de texto a imágenes.

Es admirable, sin embargo, cómo a pesar de que ni siquiera se permitió la filmación de un beso entre los amantes fugitivos, ciertas escenas -Lolita en el jardín, Humbert pintándole las uñas de los pies- logren transmitir un inequívoco y turbador erotismo.





Objetivo imposible

En todo caso, la sublimación erótica no era el (imposible) afán de Stanley Kubrick -sí lo fue para Adrian Lyne en su olvidable versión de 1995-, sino más bien dar cuenta del siniestro, inevitable camino a la perdición cuando se vive a expensas del oscuro objeto del deseo. La rivalidad por Lolita, enfermiza y acuciante para Humbert, transforma el filme a partir de la segunda mitad en un tour de force entre los personajes, extensible a los actores.


El infierno habita en los ojos de James Mason, consumidos por el deseo, el pánico, la locura y la culpa; también en las extravagancias del camaleónico Peter Sellers, aportando distinción y misterio al filme, y en la maquiavélica indiferencia que transmite la debutante Sue Lyon cuando Lolita toma conciencia de su poder. La intervención de Shelley Winters confirma que Lolita es de esas películas bendecidas por su reparto. Se hace muy difícil pensar en otros actores, como también en otro director que no fuera Kubrick para dirigir esta controvertida película, que le convertiría ya para siempre en cineasta de culto.




Detrás de la pantalla
-Neil Coward y Laurence Olivier rechazaron el papel de Humbert Humbert por considerar que podía tener efectos negativos sobre sus carreras. David Niven, Marlon Brando y Errol Flyn también fueron considerados para el papel.
-El nombre del personaje Vivian Darkbloom, la compañera muda y siniestra de Claire Quilty, es un anagrama de Vladimir Nabokov.
-Cerca de 800 actrices aspiraron al papel de Lolita, pero ninguna convencía a Kubrick. Cuando Nabokov vio una foto de Sue Lyon, dijo que se la imaginaba exactamente igual.
-La película que Humbert y Lolita ven desde el coche es La maldición de Frankenstein, de Terence Fischer. 



EL CULTURAL





Nabokov / El beso

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Vladimir Nabokov
BIOGRAFÍA
LOLITA
Dominique Swain y Jeremy Irons
Música: "Dream", de Priscilla Ahn



Vladimir Nabokov
El beso

Pero ese jueves reveló una gota de preciosa miel en su pulpa. Haze debía llevar a Lo al campamento casi de madrugada. Cuando me llegaron los diversos ruidos de la partida, salté de la cama y me asomé a la ventana. Bajo los álamos, el automóvil ya estaba con el motor en marcha. De pie en la acera, Louise se protegía los ojos con la mano como si la pequeña viajera ya se alejara bajo el fuerte sol matinal. Pero el ademán resultó prematuro. «¡Apúrate!», gritó Haze. Mi Lolita, que había cerrado la puerta del automóvil y bajaba el vidrio de la ventanilla y saludaba a Louise y los álamos, (a ninguno de los cuales volvería a ver nunca más), interrumpió el movimiento fatal: miró hacia arriba y... corrió hacia la casa. Haze la llamó furiosa. Un instante después, oí cómo mi amor corría escaleras arriba. Mi corazón se ensanchó con tal fuerza que casi estalló en mi pecho. Me sujeté los pantalones del pijama, abrí la puerta y simultáneamente Lolita apareció jadeante con su vestido dominguero, y cayó en mis brazos, y la boca inocente de mi adorada palpitante se fundió bajo la feroz presión de unas oscuras mandíbulas masculinas. En seguida la oí –viva, inviolada– bajar las escaleras. El movimiento fatal se reanudó. La pierna dorada se introdujo en el automóvil, la puerta se cerró –volvió a cerrarse– y Haze, la conductora sentada al violento volante, se llevó a mi vida mascullando con sus labios color rojo-goma palabras enfurecidas e inaudibles. Mientras tanto, sin que ni ellas ni Louise la vieran, la señorita Vecina, inválida, agitaba la mano débil pero rítmicamente en su galería con enredaderas.


Vladimir Nabokov
Lolita, Primera Parte, 15




Nabokov / Lolita / Cuatro revistas y una caja de dulces

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Evan Rachel Wood
Vladimir Nabokov
BIOGRAFÍA
Lolita, Primera Parte, 33
Cuatro revistas y una caja de dulces

En la alegre ciudad de Lepingville le compré cuatro revistas de historietas, una caja de dulces, una caja de toallas higiénicas, dos tortas, un juego de manicura, un reloj de viaje con cuadrante luminoso, un anillo con un topacio verdadero, una raqueta de tenis, patines, zapatos blancos de talones altos, anteojos largavista, una radio portátil, goma de mascar, un impermeable transparente, algunas prendas de vestir –pantalones de vestir, toda clase de vestidos para el verano–. En el hotel tomamos cuartos separados, pero en mitad de la noche vino a mí sollozando, e hicimos el amor sin prisas. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente ninguna parte a donde ir.






2016 / Postales de Año Nuevo

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Una vez más DE OTROS MUNDOS agradece sus lecturas.
Con casi dos mil entradas y dos y medio millones de visitas, el blog ya es una biblioteca literalmente al alcance de la mano.
No ha sido un año fácil, por supuesto, pero ahí vamos, contra viento y marea.
Felicidades.

T.A.
1 de enero de 2016


Postales de Año Nuevo


Katherine Mansfield / El canario

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Ilustración de Triunfo Arciniegas

Katherine Mansfield
BIOGRAFÍA
El canario



Katherine Mansfield / The Canary (Dragon)
Katherine Mansfield / O canário (Pessoa)

        

  ¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.

          ...No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.

          ¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol de la goma. Entonces le murmuraba: «¿Ya estás aquí, amor mío?». Y en aquel instante parecía brillar sólo para mí. Parecía que lo comprendiera...; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.

          ...Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:

          -¿Ya estás aquí, amor mío?

          Desde aquel instante fue mío.

          ...Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres muchachos pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba una verdadera diversioncita nuestra. Solía poner una hoja de periódico en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. «Eres un verdadero comediante», le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio chile. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era, de natural, de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y sólo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: «Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren». Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza... ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.
          ...Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres muchachos que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los periódicos. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así, que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban «el adefesio». No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella. noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: «¿Sabes cómo la llaman a tu señora?». Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.
          ...¿Has tenido pájaros alguna vez?... Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: «¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario». No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como que al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: «He soñado un sueño horrible» o «Protégeme de la oscuridad». Estaba tan asustada, que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil «¡Tui-tuí!». La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. «¡Tui-tuí!», volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: «Aquí estoy, señora mía: aquí estoy». Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.
          ...Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que yo tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.
          Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía?

1922


Katherine Mansfield / Veneno

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Ilustración de Triunfo Arciniegas
Katherine Mansfield
BIOGRAFÍA
VENENO
Traducción de Agustina Jojärt

El correo estaba atrasado. Cuando regresamos de nuestro paseo después del almuerzo aún no había llegado.
-Pas encore, Madame -dijo Annette mientras acudía corriendo a sus tareas en la cocina.
Llevamos los paquetes al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre la imagen de una mesa puesta para dos -solamente para dos personas-, y aún puesta, tan perfecta que no había espacio posible para un tercero; daba una rara sensación, a la vez fugaz, como si me hubiese impactado la luz plateada que reverberaba sobre el mantel blanco, los cristales, la sombra del bowl con fresias.
-¡Echa al cartero! No me importa lo que le haya pasado -dijo Beatrice- Deja esas cosas, querido.
-¿Dónde te gustaría? -alzó la cabeza; sonrió dulce y burlona.
-En cualquier lugar, tonto. 
Pero yo sabía muy bien que no existía tal lugar para ella; y habría permanecido meses, años, parado cargando la pesada botella de licor y los dulces, en vez de correr el riesgo de darle otro pequeño ataque de nervios a su exquisito sentido del orden.
-Aquí, yo los tomo. -los dejó caer sobre la mesa con sus guantes largos y una canasta de higos.
-El almuerzo, un cuento de... de... -tomó mi brazo- Vamos a la terraza -y la sentí temblar -Ca sent de la cuisene... -dijo suavemente.
Con el tiempo noté (habíamos estado viviendo en el sur por dos meses) que cuando quería hablar de la comida, del clima o, en broma, del amor que sentía por mí, lo hacía siempre en francés.
Nos colgamos de la balaustrada bajo el toldo. Beatrice se apoyó mirando hacia abajo, hacia la calle blanca con los guardias de cactus filosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, su maravilla era tal, que hubiera podido ir desde ésta hasta el vasto brillo del mar abajo y decir con la voz entrecortada "Ya sabes, su oreja. Tiene orejas que son simplemente únicas".
Estaba vestida de blanco, con perlas alrededor de la garganta y azucenas por dentro del cinturón. En el dedo mayor de su mano izquierda usaba un anillo con una perla; no era una alianza. 
-¿Por qué debería, mon ami? ¿Por qué debería fingir? ¿A quién podría importarle? 
Por supuesto que estuve de acuerdo, aunque en privado; en lo profundo de mi corazón, hubiese dado mi alma por estar parado junto a ella en un gran sí, en una importante y moderada iglesia, atiborrada de gente, con los viejos curas, con "The Voice that breathed o´er Eden", con palmas y el aroma del perfume, y saber que había una alfombra roja y papelitos de colores esperándonos afuera, y champagne, un zapato forrado en satén para arrojar desde el auto; si hubiese podido colocarle la alianza en su dedo...
No era que me preocupara semejante exposición, sino que sentía que tal vez hubiese sido posible que desacelerara esta horrenda sensación de absoluta libertad, de su absoluta libertad, por supuesto.
Por Dios, qué tortuosa era la felicidad; qué angustiosa... Alzaba la vista hacia la villa, hacia las ventanas de nuestro dormitorio que estaban misteriosamente escondidas detrás de la persiana de fresas verdes. ¿Era posible que siempre apareciera moviéndose a través de la luz verde y brindando esa sonrisa secreta, lánguida, brillante que era sólo para mí? Ponía el brazo alrededor de mi cuello; la otra mano peinaba suavemente mi cabello hacia atrás.
Quién eres... . Quién era... . Ella era una mujer.
... Durante la primera tarde cálida de la primavera, cuando las luces brillaban como perlas a través del aire lila y las voces murmuraban en el fresco jardín florecido, era ella quien cantaba en la gran casa con cortinas de tul. A medida que uno se adentraba en la luz de la noche por la ciudad foránea, su sombra era la que se percibía a través del oro reverberante de los postigos. Cuando la lámpara estaba encendida, pasaba cerca de la puerta con la tranquilidad de un bebé. Buscaba en el crepúsculo del otoño, pálida, con su abrigo de piel, a medida que el coche desaparecía...
En resumen, para ese entonces yo tenía 34. Cuando ella se tendía boca arriba, con las perlas amontonadas en su mentón, y suspiraba "Mi querido, tengo 30 años. Donne-moi un orange", con gusto me hubiera lanzado de cabeza a la boca de un cocodrilo para quitarle una naranja (si los cocodrilos comieran naranjas).

"Si tuviera un par de alitas livianas 
y fuera un pajarito liviano...", cantaba Beatrice.

Le saqué la mano:
-Yo no me iría volando.
-No lejos, no más allá del final del camino.
-¿Por qué diablo allí?
- "Él no vino, dijo ella..." -citó Beatrice.
-¿Quién? ¿El tonto del cartero? Pero si no esperas correspondencia... 
-No, pero es igualmente molesto... ¡ah! -de repente rió y se apoyó sobre mí -Ahí está, mira, parece un escarabajo azul.
Apretamos nuestras mejillas y observamos cómo el escarabajo azul empezaba a trepar.
-Mi querido- exhaló Beatrice. La palabra pareció quedar suspendida en el aire, vibrar como la nota de un violín.
-¿Qué es esto?
-No lo sé -sonrió ligeramente -Un gesto de... de afecto, supongo. -La abracé.
-¿Entonces no te irás volando? -Y contestó de manera rápida y suave.
-No, no, imposible... en verdad, no. Amo este lugar. Disfruté estar aquí. Podría quedarme años, creo. No he sido tan feliz hasta estos últimos dos meses, y tu has sido tan perfecto para mí, en todo sentido.
Era tanta felicidad, tan extraordinario y único el oírla hablar de ese modo que traté de tomármelo en broma.
-No. Parece que te estuvieras despidiendo.
-Puras tonterías. No se dicen esas cosas ni en broma -deslizó su mano pequeña por debajo de mi chaqueta blanca y tomó mi hombro.
-¿Fuiste feliz, verdad?
-¿Feliz? ¡Por Dios! Si supieras lo que siento justo en este momento. ¡Feliz! ¡Mi maravilla! ¡Mi alegría!
Me dejé caer a la balaustrada y la abracé alzándola en mis brazos, y mientras la levantaba apreté mi cara contra su pecho y murmuré "¿Eres mía?"; y por primera vez en todos esos meses desesperantes en que la conocí, incluso el último mes, indudablemente paradisíaco, creí en ella de manera absoluta cuando respondió "Sí, soy tuya".
El chillido de la puerta de entrada y los pasos del cartero sobre el pedregal nos distrajo. Comenzaba a sentirme mareado. Me quedé parado allí sólo sonriendo y me sentí algo estúpido. Beatrice se dirigió hacia las sillas de mimbre.
-Ve tú; ve por la correspondencia -dijo. Salí casi disparando, pero llegué tarde. Annette venía corriendo. 
-Pas de lettres!- dijo. 
Quizá la sorprendió mi sonrisa sin sentido como respuesta cuando me entregaba el periódico. Sentí desbordarme de alegría. Tiré el periódico por el aire y grité "¡No hay cartas, querida!", y fui hacia un amplio sillón.
Por un instante no dijo nada, y luego, al tiempo que quitaba el envoltorio del periódico, dijo muy despacio "El mundo olvida, el mundo ha olvidado".
Hay momentos en los que un cigarrillo es lo único que puede ayudar a sobrellevar una situación; es más que un cómplice, es un perfecto amigo secreto que te conoce y entiende de manera absoluta. Mientras fumas, lo miras, sonríes o frunces el ceño, depende de la ocasión; inhalas profundamente y exhalas el humo con un suave soplido. Era uno de esos momentos. Caminé hacia las magnolias y las respiré hasta llenarme. Luego regresé y me eché sobre sus hombros; rápidamente apartó el periódico y con un giro lo colocó sobre la piedra.
-No hay nada en él, nada. Sólo hay algo sobre un juicio por envenenamiento; sobre si un hombre envenenó a su mujer o no, y 20.000 personas acudieron cada día a la corte y 2 millones de palabras se publicaron en todo el mundo después de cada proceso. 
-¡Qué mundo tonto! -dije hundiéndome en otro sillón. Quería olvidarme del periódico y regresar de manera sutil, claro, al momento antes de que llegara el cartero. Pero cuando ella respondió supe que ese momento había terminado por ahora. No importa; ahora que lo sabía, estaba dispuesto a esperar quinientos años si era necesario.
-No tan tonto -contestó Beatrice-. Después de todo, las 20.000 personas no lo hacen por morbosa curiosidad.
-¿Y qué es, querida? -Dios sabe que no me interesaba.
-¡Culpa! ¡Culpa!- gritó- No te diste cuenta. Se sienten cautivados igual que se sienten los enfermos ante cualquier cosa. Ni un mísero artículo acerca de sus propios casos. El hombre acusado puede ser inocente, pero las personas en la corte son todas un poco envenenadoras. ¿Nunca pensaste -estaba pálida y eufórica- en la cantidad de envenenadores que jamás se descubren?. Es la excepción encontrar matrimonios que no se envenenen el uno al otro (matrimonios y noviazgos) La cantidad de tazas de té, de café, de copas de vino que están contaminadas. La cantidad que yo misma he bebido, incluso sabiéndolo... y arriesgándome. La única razón por la que tantas parejas sobreviven es que uno de ellos teme darle al otro la dosis fatal. ¡La dosis fatal enerva! Pero llega, tarde o temprano, porque una vez que se ha administrado la primera dosis ya no hay vuelta atrás. ¿Es el principio del fin, no lo crees? ¿Entiendes lo que quiero decir?.
No esperó a que contestara. Se quitó las orquillas con azucenas y se echó hacia atrás pasándolas frente a sus ojos.
-Mis dos maridos me envenenaron. -continuó Beatriz- el primero me dio inmediatamente una buena dosis, pero el segundo era un artista en este sentido. Sólo una diminuta gotita una y otra vez, inteligentemente administrada, hasta que una mañana desperté y había minúsculos granitos de veneno en cada partícula de mi cuerpo, hasta en la punta de mis dedos. Estaba lista...
Odiaba oírla hablar de sus maridos tan tranquila, en especial en días así; me lastimaba. Iba a hablar pero de pronto dijo con tristeza:
-¿Por qué? ¿Por qué me tuvo que pasar a mí? ¿Qué hice? ¿Por qué he sido la elegida para eso toda mi vida? Es una conspiración.
Traté de decirle la razón: ella era demasiado perfecta, exquisita y refinada, para este mundo horrible, y eso asustaba a las personas. Hice una broma inocente:
-Pero yo no voy a envenenarte. - Beatriz rió de extraña manera y golpeó el tallo de la azucena.
-¡Tu no matarías ni a una mosca!
Raro; sin embargo el comentario me hirió terriblemente.
Justo después Annette fue por un aperitivo. Beatrice se inclinó para tomar una copa de la bandeja y alcanzármela. Noté el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Cómo podría herirme su comentario?
-Y tú -le dije tomando la copa -no has envenenado a nadie.
Eso me dio una idea; traté de explicar. 
-Tú haces lo opuesto. Cómo se le llama a alguien que, como tú, en vez de envenenar, completa a las personas, a cualquier persona, al cartero, al chofer que nos trajo hasta aquí, al que conduce nuestro bote, al vendedor de flores, a mí; los completas con vida renovadora, con algo de tu propio brillo, de tu belleza....
Sonrió como en un ensueño y así me miró.
-¿En qué estabas pensando, mi dulce?
-Me preguntaba -contestó Beatrice- si después del almuerzo no podrías ir al correo y ver qué pasó con las cartas de la tarde. ¿Podrías, amor? No es que esté esperando correspondencia, pero sólo pensaba que tal vez sería tonto no tener las cartas si es que están en el correo, no crees. Sería tonto tener que esperar hasta mañana.
Hizo girar la copa entre sus dedos tomándola del tallo. Su hermosa cabeza estaba hacia un lado. Tomé mi copa y bebí, casi a sorbos, muy lentamente, observando su cabeza oscura y pensando en carteros y escarabajos azules, y despedidas que no eran en verdad despedidas... 
¡Bueno, dios! ¿No es extraño? No, no es extraño. El trago sabía asquerosamente amargo, raro. (1921)

______________________________________________________

N.T.: En el texto original, no hay muchos datos certeros de que los personajes de este cuento sean un hombre y una mujer. La primera traducción trataba, más allá de la trama del cuento, de dos mujeres que vivían a escondidas en una casa alejada de la civilización, ocultando una relación poco común debido a los prejuicios sociales. Además, había basado mi convicción sobre un curioso dato: Katherine Mansfield escribió este cuento durante el tiempo que vivió con su gran amiga Ida Baker en la Villa Isola Bella. La casa que se describe en el relato, es la misma casa que habitaron ambas mujeres en Menton. Más tarde, hallé el fragmento de una carta en donde Mansfiel explica el cuento "Veneno", y fue cuando corregí los géneros:
"... Acerca de Veneno. Podría escribir páginas y páginas sobre eso. Pero intentaré condensar lo que tengo para decir. La historia es contada (evidentemente) por un hombre mundano, bastante cínico (no del todo) en contra de sí mismo (aunque no del todo) cuando era tan absurdamente joven. Se sabe cuán joven por su idea de la mujer. Hasta el momento, ella ha sido tan sólo la visión, sólo la que pasa. ¿Te das cuenta? Y él ha puesto toda su pasión en esta Beatrice. Es un amor promiscuo, que los que son como él no entienden, y los que son como ella entienden perfectamente. Pero te das cuenta de que viven una vie de luxe, la mesa misma: dulces, licores, lirios, perla. ¿Y te das cuenta de que ella espera una carta de alguien que la llama desde otro lado? ¿Qué no hace más que esperarla? Y eso justifica su despedida y su declaración. Y cuando no llega asoma su vulgaridad... el roce con un periódico de una mujer así. No puede disfrazar su pena. Se entrega a ella... Él, por supuesto, se ríe de eso, ahora, y se ríe de ella. Fíjate en lo que dice acerca del "sentido del orden" de ella y el cocodrilo. Pero también lamenta la muerte de ese yo que hubiera sido suficientemente joven como para desear verdaderamente casarse con una mujer así. Pero quise hacerlo leve... flotante, y que no obstante se entreviera -oh, muy sutilmente- el lamento por la fe juvenil. Es la clase de confesión rápida que una percibe a veces de un guante o un cigarrillo o un sombrero.
Supongo que tal vez no lo conseguí en Veneno. Hacía falta una mano leve, muy leve... y después, con ese periódico una súbita... déjame ver... bajada del todo, como ocurre con el amor promiscuo cuando ha acabado la pasión. Un atisbo de lo estancado. Y la historia es contada por un hombre que se delata y que al mismo tiempo oculta sus huellas. ..."


La sexta temporada de ‘Juego de tronos’ saldrá antes que el libro

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La sexta temporada de ‘Juego de tronos’ 

saldrá antes que el libro

George R. R. Martin admite que no ha conseguido terminar la penúltima novela de la saga

La serie de HBO adelantará en abril a la obra original

‘Juego de tronos’, la serie más descargada de 2015


"El paseo de la vergüienza", una de las escenas de la última temporada de la serie.
Los lectores de las novelas del mundo de Juego de tronos siempre han podido mirar a los aficionados de la serie con una sonrisa presumida y de compasión. Viene a ser algo así como: “Si supierais lo que va a pasar…”. Sin embargo, a partir de ahora el proceso será exactamente opuesto: George R. R. Martin, autor de la saga literaria Canción de hielo y fuego, en la que está basada la superproducción televisiva de HBO, ha anunciado que no terminará la próxima entrega, Vientos de invierno, antes del estreno de la sexta temporada de la serie. Es decir, la trama en la pantalla adelantará a los libros y serán los lectores quienes ahora teman sufrir algún spoiler.
“Queríais una actualización y aquí va. Y no os va a gustar. Vientos de Invierno no está terminado. Creedme, no me da ningún placer escribir esas palabras. Estaréis decepcionados, y no estaréis solos. Mis editores están decepcionados, HBO está decepcionada, mis agentes, editores y traductores extranjeros están decepcionados… pero nadie podría estar más decepcionado que yo. Durante meses he deseado más que cualquier otra cosa poder decir: ‘He terminado y entregado Vientos de invierno”, asegura el escritor en el Livejournal donde publica habitualmente detalles sobre sus avances en el proceso de escritura.
Por tanto, el estreno de la sexta temporada de Juego de tronos, en abril, será la única manera de saber cómo continúan las tramas y las intrigas de cuantos luchan por el Trono de Hierro, al menos hasta la publicación del libro, cuya fecha se desconoce. La serie obtiene así otro elemento más de interés, por si lo necesitaba: la producción está ya considerada una de las más exitosas de la historia, respaldada por sus millones de seguidores y las numerosas candidaturas a los Emmy y los Globos de Oro a lo largo de los años.
Vientos de invierno es la penúltima novela de las que conforman Canción de hielo y fuego. De hecho, Martin preveía inicialmente que fuera el cierre de la saga, pero decidió que añadiría otra entrega más, Un sueño de primavera. Mientras, el escritor ha contado también a los guionistas de la serie el desenlace de la historia.
A lo largo de su publicación, el escritor pide disculpas varias veces a sus fans, reconoce haberles “fallado”, explica lo mal que lleva las fechas límites de entrega que les ponen los editores y responde —más o menos— a la pregunta que todos sus lectores se están haciendo: “¿La serie hará spoilers sobre los libros?”. “Sí y no”, defiende Martin, que recuerda que, al fin y al cabo, la trama literaria y la televisiva ya han tomado caminos distintos en varios aspectos, de ahí que no necesariamente lo que se vea en la sexta temporada quedará reflejado en Vientos de invierno. Pese a las disculpas del autor, cientos de fans críticos han llenado las redes sociales de comentarios indignados y resentidos con Martin. 
Al fin y al cabo, los años que suele tardar Martin en acabar sus libros han sido una tortura desde hace tiempo para sus fans. El anterior libro, Danza de dragones, fue publicado en 2011 después de seis años de trabajo por parte del autor. Martin confiaba en acelerar el proceso para estos últimos dos libros, pero finalmente no le ha sido posible. El autor lleva escribiendo Vientos de invierno desde 2010.




Katherine Mansfield / En la bahía

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Katherine Mansfield
BIOGRAFÍA
En la bahía


Katherine Mansfield / At the Bay (Dragon)

I
      De mañana, muy temprano. Aún no se había levantado el sol, y la bahía entera se escondía bajo una blanca niebla llegada del mar. Al fondo, las grandes colinas recubiertas de maleza, aparecían sumergidas. No se podía ver dónde acababan, dónde empezaban las praderas y los bungalows. La carretera arenosa había desaparecido, con los bungalows y los pastos al otro lado; más allá, no se veían más que dunas blancas cubiertas de una hierba rojiza; nada indicaba qué era playa, ni dónde se encontraba el mar. Había caído un abundante rocío. La hierba era azul. Gruesas gotas colgaban de los matorrales, dispuestas a caer sin acabar de caer; el toï-toï plateado y flecudo pendía flojamente de sus largos tallos. La humedad inclinaba hasta la tierra todos los ranúnculos y claveles de los jardines. Estaban mojadas las frías fucsias. Redondas perlas de rocío descansaban en las hojas llanas de las capuchinas. Se hubiese dicho que el mar había venido a golpear dulcemente hasta allí, en las tinieblas, que una ola inmensa y única había venido a chapotear, a chapotear... ¿Hasta dónde? Quizá, al despertarse a mitad de la noche, se hubiera podido ver un pez gordo rozar bruscamente la ventana y huir.

      ¡Ah... ah... ah... !, decía el mar adormecido. Y de la maleza llegaba el son de los arroyuelos que corrían vivamente, ligeramente, se deslizaban entre las piedras lisas, penetraban, saltando, en las tazas de las fuentes, sombreadas por helechos, de donde volvían a salir. Se oía el ruido de gruesas gotas salpicando hojas anchas, el ruido de algo más —¿qué sería?—, un vago estremecimiento, una ligera sacudida, una ramita que se quebraba; después, un silencio tal que parecía como si alguien escuchase.
      Dando la vuelta al ángulo de la bahía, entre las ma­cas amontonadas de los pedruscos de rocas, avanzó un rebaño de corderos con un tic-tac de menudos pasos. Se apretaban unos contra otros, pequeña masa lanuda, oscilante, y sus patas delgadas, semejantes a varitas, tro­taban muy de prisa, como si el frío y el silencio les hubiesen asustado. Tras ellos, un viejo perro de pastor, con sus patas mojadas y cubiertas de arena, corría, el hocico en el suelo, pero con aire distraído, corno si pen­sase en otra cosa. Luego, en el agujero encuadrado por las rocas, asomó el pastor. Era un viejo, flaco y tieso, vestido de una zarnarra que recubría una red de gotitas menudas, de unos pantalones de terciopelo, atados bajo la rodilla y de un ancho sombrero con un pañuelo azul doblado y anudado alrededor del borde. Llevaba puesta en su cinturón una mano: con la otra sujetaba un palo amarillo, maravillosamente pulido. Y mientras caminaba sin prisa, no cesaba de silbar muy dulcemente, li­eramente, lejana y aérea flauta pastoril de sonido tierno y melancólico. El viejo perro bosquejó una o dos de sus cabriolas de otro tiempo; luego se detuvo vivamente, avergonzado de su frivolidad, y dió al lado de su amo, algunos pasos llenos de dignidad. Los corderos avanzaban corriendo, a paso menudo, con pequeños arranques; se pusieron a balar, y unos rebaños fantasmas, contestaron bajo el mar: “¡Be... e... e! ¡Be... e... e!”
      Durante algún tiempo les pareció hallarse siempre en el mismo trozo de terreno. Allí, por delante de ellos, se extendía la carretera arenosa con sus charcos poco profundas; a cada lado se veían los mismos matorrales mojados, las mismas empalizadas sumergidas en la sombra. Luego algo inmenso apareció: un gigante enorme con la cabeza desmelenada, con los brazos extendidos. Era el gran eucaliptus que había delante de la tienda de la señora Stubbs y, cuando pasaron frente a él, exhaló una fuerte bocanada aromática. Y ahora relucían en la bruma gruesas manchas luminosas. El pastor cesó de silbar; frotó en su manga mojada su nariz roja, su barba húmeda, y, arrugando los párpados, lanzó una mirada en dirección del mar. Se levantaba el sol. Era maravilloso ver con qué rapidez se clarificaba la niebla, se disolvía en la llanura poco profunda, rodaba sobre la maleza, al levantarse, y desaparecía, como si tuviese prisa de escapar; grandes jirones retorcidos, enrollados en bucles, se tropezaban, se empujaban unos a otros a medida que los rayos de plata se hacían más anchos. El cielo lejano, de un azul puro y deslumbrador se reflejaba en los charcos; las gotas ele agua que resbalaban a lo largo de los postes telegráficos, se transformaban de, repente en puntos luminosos. Ahora el mar saltarín, centelleante, era de un tal brillo, que dolían los ojos al mirarlo. El pastor sacó ele su bolsillo una pipa de horno tan pequeña como una bellota; encontró, a fuerza de andar por los bolsillos, un mogote de tabaco manchado, del cual raspó algunas briznas y llenó su pipa. Era un viejo grave y gallardo. Mientras encendía su pipa y el humo azul salía en volutas alrededor de su cabeza, el perro lo contemplaba y parecía orgulloso de él.
      “¡Be ... e ... e! ¡Be... e... e!” Los corderos se desplegaron en abanico. Cruzaron por la colonia escolar antes de que el primer durmiente hubiera dado una vuelta en la cama y levantado su cabeza soñolienta; el balido retumbó en medio del sueño de los chiquillos... que tendieron los brazos para atraer, para mimar a los lindos corderitos rizados del ensueño. Apareció entonces el primero de los habitantes: era Florrie, la gata de los Burnell, colocada en lo alto de la pilastra del portal, despierta demasiado temprano, corno de costumbre; y que acechaba a la lechera. Cuando vió al viejo perro del pastor, saltó rápidamente, arqueó la espalda, recogió su cabeza abigarrada de gris y de rojo y pareció estre­mecerse con un ligero escalofrío de desdén. “¡Uf! ¡Qué grosera y asquerosa criatura!” —dijo Florrie. Pero el viejo perro, sin levantar los ojos, pasó balanceándose, estirando las patas por un lado, luego por otro. Sólo una de sus orejas se crispó para demostrar que la había visto y que la consideraba como una joven muy tonta.
      La brisa matutina se alzó sobre la maleza, y el olor de las hojas y de la tierra negra y mojada se mezcló al olor penetrante y vivo del mar. Miríadas de pájaros cantaban. Un jilguero voló por encima de la cabeza del pastor y, colocándose en la extremidad de una ramita, se volvió hacia el sol y erizó las plumitas de su pechuga. Y ya el rebaño había pasado la cabaña del pescador, pasado el pequeño whare negruzco y como calcinado donde Lela, la lecherita, vivía con su abuela. Los corderos se derramaron por la pantanosa y amarilla pradera, y Wag, el perro, los siguió con su paso elástico y mudo, los juntó, los dirigió hacia la garganta rocosa, más abrupta y más estrecha, que partía de la bahía del Croissant hacia la caleta de la Madrugada. “¡Be... e... e!” Débil, indeciso, venía el grito, mientras el rebaño seguía bamboleándose por la carretera, que se secaba de prisa. El pastor deslizó la pipa en su bolsillo, de manera que el depósito colgase por fuera. Y el dulce silbido aéreo se reanudó en seguida Wag se puso a correr a lo largo del filo de una roca, en busca de algo que estaba oliendo, y se volvió rápidamente, disgustado. Entonces, empujándose, atropellándose, apresurándose, los corderos dieron la vuelta a la carrera y el pastor les siguió y desapareció con ellos.
II
      Algunos momentos después, la puerta trasera de uno de los bungalows se abrió y una forma vestida con un traje de baño de anchas rayas se lanzó a través del cercado; de un salto franqueó la barrera, se precipitó en medio de la hierba tupida, penetró en la torren­tera, subió, tropezando, la pendiente arenosa y emprendió una carrera a toda velocidad por encima de los gruesos guijarros porosos, por encima de las piedras frías y húmedas, hasta la arena dura que relucía como el aceite. ¡Flic-flac! ¡Flic-flac! El agua hervía alrededor de las piernas de Stanley Burnell, mientras avanzaba chapoteando. Resplandecía de júbilo; él era el primero, como de costumbre. Una vez más les había vencido a todos. Se zambulló bruscamente para remojarse la ca­beza y el cuello.
      —¡Salud, oh hermano! ¡Salud a ti, oh Poderoso!
      Una voz de bajo, aterciopelada, sonora, resonaba, retumbaba, por encima del agua.
      ¡Caramba! ¡El diablo se lo lleve! Stanley se levantó para ver a lo lejos una cabeza oscura tambaleante y un brazo levantado. ¡Era su cuñado, Jonathan Trout... allí, antes que él!
      —¡Magnífica mañana! —cantó la voz.
      —Sí, muy hermosa —dijo secamente Stanley.
      Por qué diablos no se contentaba aquel muchacho con su parte de mar? ¿ Por qué necesitaba venir hasta este rincón para zambullirse? Stanley dió un puntapié, extendió su brazo y se puso a nadar over arm. Pero Jona­than le podía. Lo alcanzó, con el pelo negro brillando sobre su frente, con su barba corta, reluciente y lisa.
      —¡Tuve anoche un sueño extraordinario! —gritó.
      Pero, ¿qué tenía aquel hombre? Esa manía de conversación impacientaba a Stanley como no cabe imaginar. Y era siempre la misma cosa, siempre alguna bo­bada a propósito de un sueño que él había tenido, o de alguna idea barroca que se le había metido en la cabeza, o de alguna gansada que acababa de leer. Stan­ley se volvió de espaldas y lanzó puntapiés hasta con­vertirse en un vivo surtidor de agua. Pero aun eso no pudo...
      —He soñado que me asomaba por encima de unas rocas de altura espantosa y que gritaba a alguien de debajo...
      —¡Eso le parecía a usted! —pensó Stanley.
      No pudo aguantar más. Cesó de hacer brotar el agua.
      —Óigame, Trout —dijo—, tengo bastante prisa esta mañana.
      —¿Usted tiene qué?
      Jonathan estaba tan sorprendido —o aparentaba estarlo— que se dejó hundir en el agua; luego reapareció, soplando.
      —Todo lo que quiero decir —repuso Stanley— es que no tengo tiempo de... de contar chilindrinas. Quiero acabar con ello. Tengo prisa. Tengo que trabajar esta mañana... ¿Comprende?
      Aún no había terminado Stanley, cuando ya Jonathan había desaparecido. ¡Pase, amigo! —dijo, dulcemente, la voz de bajo, y se esquivó, deslizándose a través del agua casi sin una ondulación... Pero ¡qué pedazo de bruto! Había estropeado el baño de Stanley. ¡Qué idiota, privado de todo buen sentido; resultaba aquel hombre! Stanley nadó de nuevo mar afuera; luego, con la misma rapidez, volvió a ponerse a nadar hacia tierra y se precipitó para alcanzar la playa. Se sentía fracasado.
      Jonathan se quedó, un poco más de tiempo en el agua. Flotaba agitando suavemente las manos como aletas, dejando que el mar balancease su largo cuerpo aperga­minado. El caso era curioso, pero, a pesar de todo, quería mucho a Stanley. Verdad es que a veces sentía una perversa comezón de incomodarle, de acribillarle a bromas, pero en el fondo aquel muchacho le inspiraba lástima. Había algo patético en su resolución de tomarlo todo en serio. Uno no podía dejar de presentir que algún día aquel hombre sería derrotado y, entonces, ¡qué formidable tumbo! En este instante una ola inmensa alzó a Jonathan, lo sobrepasó al galope y vino a romperse a lo largo de la playa con un gozoso ruido. ¡Qué hermosa era! Otra llegó después. ¡He aquí cómo había que vivir! Con indolencia, con temeridad, entre­gándose por entero. Se puso de pie y volvió hacia la orilla hundiendo sus plantas en la arena firme y arrugada. Tomar fácilmente las cosas, no luchar contra la corriente y el reflujo de la vida, sino abandonarse a ellos, he aquí lo que necesitábamos. ¡Vivir, vivir! Y la mañana perfecta, tan fresca, tan encantadora, bañándose voluptuosamente en la luz como riéndose de su propia belleza, parecía murmurar: “¿Por qué no?”.
      Pero ahora, ya fuera del agua, Jonathan se iba quedando azul de frío. Todo su cuerpo le dolía; era como si alguien lo hubiese retorcido para exprimirle la sangre. Y subiendo la playa, a largos pasos, estremeciéndose, con todos los músculos tensos, sintió, él también, que el placer de su baño se había estropeado. Había permanecido en el agua demasiado tiempo.
III
      Beryl estaba sola en la sala común, cuando Stanley apareció en traje de sarga azul, cuello almidonado y corbata de lunares. Tenía el aspecto limpio y bien cepillado hasta un punto casi excesivo; iba a la ciudad, a pasar el día. Se dejó caer en su silla, sacó su reloj y lo colocó junto a su plato.
      —Me quedan exactamente veinticinco minutos —dijo—. Usted podría ir a ver sí el porridge está dispuesto, Beryl.
      —Mamá acaba de ir a verlo —contestó Beryl.
      Ella se sentó a la mesa y sirvió el té a su cuñado.
      —Gracias.
      Stanley bebió un sorbo.
      —¡Vaya! —dijo en tono de sorpresa—, ha olvidado usted el azúcar.
      —¡Oh! ¡Perdón!
      Pero Beryl, aun entonces no lo sirvió: empujó hacia el el azucarero. ¿Qué significaba aquello? Los ojos azules de Stanley, mientras se servía, se dilataron; parecían estremecerse. Lanzó una rápída mirada a su cuñada y se echó hacia atrás.
      —No ocurre nada malo, ¿verdad? —preguntó negligentemente, arreglándose la corbata.
      Beryl inclinaba la cabeza y hacía al plato dar vueltas entre sus dedos.
      —Nada —dijo con tenue voz.
      Después levantó también sus ojos y sonrió a Stanley.
      —¿Por qué iba a ocurrir nada malo?
      —¡Oh! Por nada que yo sepa. Me parecía que tenía usted un aire algo...
      En este momento la puerta se abrió y tres niñas apa­recieron llevando cada una su plato de porridge. Venían uniformadas con jerseys azules y pantalones cortos; sus morenas piernas estaban desnudas y todas ellas iban peinadas con trenzas aderezadas en la forma que en­tonces se llamaba una cola de caballo. Tras ellas venía la abuela Fairfield, con la bandeja.
      —¡Cuidado, niñas! —dijo la abuela.
      Pero las niñas tenían el mayor cuidado. Les encan­taba que se les permitiese llevar objetos.
      —¿Habéis dado los buenos días a vuestros padres?
      —Sí, abuela.
      Las niñas se instalaron en el banco frente a Stanley y Beryl.
      —Buenos días, Stanley.
      La anciana señora Fairfield le tendió su plato.
      —Buenos días, madre. ¿Cómo está el pequeño?
      —Admirablemente. No se ha despertado anoche más que una sola vez. ¡Qué mañana tan ideal!
      La anciana se interrumpió con la mano sobre la ho­gaza de pan para mirar el jardín, por la puerta abierta. Se oía el mar. A través de la ventana abierta de par en par el sol inundaba los muros pintados de amarillo y el entarimado desnudo. Todo sobre la mesa brillaba y centelleaba. En el centro había una vieja ensaladera llena de campanillas rojas y amarillas. Sonrió, y una expresión de profundo júbilo brilló en sus ojos.
      —Podrías cortarme una rebanada de ese pan, madre —dijo Stanley—. Sólo me quedan doce minutos y me­dio antes que pase el coche.
      —¿Ha dado alguien mis zapatos a la criada?
      —Sí, ya están listos.
      La calma de la señora Fairfield no se había pertur­bado.
      —¡Oh! ¡Kezia! ¿Por qué eres tan sucia? —exclamó Beryl desesperada.
      —¡Yo, tía Beryl!
      Kezia la miró abriendo los ojos. ¿Qué había hecho ella ahora? Sólo cavar un canalillo justamente en mitad de su plato de papilla; lo había llenado de leche y estaba comiendo los bordes. Pero esto lo venía haciendo todas las mañanas sin que nadie le hubiese dicho nada hasta aquel día.
      —¿Por qué no puedes comer correctamente, como Isabel y Lottie?
      ¡Qué injustas son las personas mayores!
      —Pero Lottie hace siempre una isla, ¿verdad, Lottie?
      —Yo no —dijo categóricamente Isabel—. Espolvoreo simplemente de azúcar mi papilla, pongo leche por encima y me la como. Únicamente los niños pequeños son los que juegan con lo que tienen para comer.
      Stanley apartó su silla y se levantó.
      —¿Podrías hacer que trajesen mis zapatos, madre? Y usted, Beryl, si ha terminado, quisiera que se llegase hasta la puerta e hiciese parar la diligencia. Isabel, corre a preguntar a tu madre dónde ha puesto mi sombrero hongo. Espera un minuto: ¿Habéis estado jugando con mi bastón, niños?
      —No, papá.
      —Pues yo lo había dejado aquí.
      Stanley empezó a refunfuñar.
      —Me acuerdo exactamente de haberlo colocado en este rincón. Ahora, ¿quién lo ha tomado? No hay tiempo que perder. ¡De prisa! Es preciso encontrar el bastón.
      Hasta Alicia, la criada, tuvo que tomar parte en las pesquisas.
      —¿No se ha servido usted de él para atizar el fuego de la cocina por casualidad?
      Stanley se precipitó en la habitación donde Linda es­taba acostada.
      —¡He aquí algo insensato! No consigo guardar una sola de mis cosas. ¡Ahora han escamoteado mi bastón!
      —¿Tu bastón, amigo mío? ¿Qué bastón?
      En circunstancias semejantes, el aire incierto de Linda no podía ser sincero, pensó Stanley. ¿Nadie, pues, sim­patizaba con él?
      —¡El coche! ¡El coche, Stanley! —gritó desde la puerta del jardín, la voz de Beryl.
      Stanley agitó el brazo en dirección de Linda: “¡No tengo tiempo de decir adiós!” —gritó. Y tenía la intención de castigarla así.
      Cogió bruscamente su sombrero, se lanzó fuera de la casa y bajó corriendo a la avenida del jardín. Sí, la diligencia estaba allí, esperando, y Beryl, asomándose por encima de la puerta abierta, reía, con el rostro le­vantado hacia alguien, exactamente como si nada hu­biese ocurrido.
      ¡Las mujeres no tienen corazón! ¡Qué maneras tie­nen de considerar como una cosa muy natural que el papel del hombre sea fatigarse por ellas, mientras ellas ni siquiera se molestan en evitar que se pierda su bastón!
      El conductor pasó ligeramente su látigo por la espalda de los caballos. “¡Adiós, Stanley!” —gritó Be­ryl, con una voz suave y alegre—. Era bastante fácil decir adiós. Y ella se quedaba allí, ociosa, resguardándose los ojos con su marro. Lo peor era que Stanley estaba obligado a gritar también adiós, con el fin de salvar las apariencias. Luego la vió volverse, esbozar un sal­tito, y regresar corrienclo a casa. ¡Estaba contenta de desembarazarse de él!
      Sí, estaba complacida por ello. Entró corriendo en la sala y gritó: “¡Se ha marchado!” Linda llamó desde su habitación: “¡Beryl! ¿Se ha marchado Stanley?” La vieja señora Fairfield apareció, llevando el bebé vestido con una chaquetita de franela.
      —¿Se ha marchado?
      —¡Se ha marchado!
      ¡Oh, qué alivio! ¡Qué diferencia cuando el hombre abandona la casa! Sus mismas voces eran ya otras, al llamarse entre ellas; su tono era más cálido y tierno; se hubiera dicho que guardaban un secreto común. Be­ryl fué hacia la mesa: “Toma otra taza de té, mamá.Está todavía caliente”. Ella tenía gana de celebrar, de alguna manera, el hecho de que podían hacer ahora lo que quisiesen. Ya no había allí hombre que las mo­lestase; todo un magnífico día era suyo.
      —No, gracias, pequeña —dijo la anciana señora Fairfield; pero su manera, en aquel momento, de hacer saltar al bebé y de decirle: “¡A-gue..., a-gue..., a-ga!”, indicaba que su sentimiento era el mismo. Las niñitas huyeron al cercado, como pollitos escapados de una jaula.
      Aun Alicia, la criada, que estaba fregando en la cocina, fué ganada por el contagio y prodigó el agua preciosa de la cisterna de una manera en absoluto ex­travagante.
      —¡Oh, esos hombres! —dijo ella.
      Y sumergió la tetera en el barreño y la mantuvo bajo el agua, aunque ya las burbujas habían acabado de subir, como si la tetera fuese también un hombre y el ahogarlo fuera un destino demasiado suave.
IV
      —¡Espérame, I-sa-bel! ¡ Kezia, espérame!
      He aquí que la pobrecilla Lottie quedaba de nuevo atrás, porque le parecía terriblemente difícil trasponer sola la barrera. Ya cuando se detenía en el primer escalón, sus rodillas empezaban a temblar; se agarraba al montante. Entonces había que pasar una pierna por encima, pero ¿cuál? Jamás era capaz de decidirlo. Y cuando por fin ponía un pie del otro lado, pateando con una especie de compás desesperado..., entonces la sensación era espantosa. Estaba todavía mitad en el cercado y mitad en la hierba tupida. Estrechaba el poste con desesperación y levantaba la voz:
      —¡Esperadme!
      —¡No, no la esperes, Kezia! —dijo Isabel—. Es una verdadera tonta. Siempre con sus historias. ¡Ven!
      Y tiró del jersey de Kezia.
      —Podrás tornar mi cubo si vienes conmigo —dijo gentilmente—. Es más, grande que el tuyo.
      Pero Kezia no podía dejara Lottie sola. Volvió hacia ella, corriendo. En aquel momento, Lottie tenía la cara completamente encarnada y respiraba penosamente.
      —Vamos, pasa el otro pie por encima —dijo Kezia.
      —¿Dónde?
      Lottie la miraba como desde lo alto de una montaña.
      —Aquí, donde tengo la mano.
      Kezia aporreó el sitio.
      —¡Oh! Es allí donde quieres decir.
      Lottie lanzó un profundo suspiro y pasó el segundo pie por encima.
      —Ahora... haz como si dieses la vuelta, siéntate y déjate resbalar —dijo Kezia.
      —Pero no hay nada para sentarse encima, Kezia —dijo Lottie.
      Acabó por salir del paso y, tan pronto como hubo, terminado, se sacudió y resplandeció de alegría.
      —Adelanto mucho en saltar por encima de las ba­rreras, ¿verdad, Kezia?
      Lottie tenía una de esas naturalezas que esperan siempre.
      La capelina rosa y la capelina azul siguieron a la capelina de rojo vivo de Isabel, hasta la cumbre de esa colina resbaladiza, que huía bajo los pies. En lo alto, te, detuvieron para decidir a dónde irían y para mirar bien quién estaba ya allí. Vistas por detrás, en pie, sobre el fondo del cielo, gesticulando vigorosamente con sus palas, hacían el efecto de unos minúsculos exploradores muy apurados.
      Toda la familia Samuel Joseph estaba ya allí, con la señorita que ayudaba a la madre en los cuidados da la casa. Sentada en una silla de tijera, mantenía la disciplina por medio de un silbato que llevaba colgado del cuello y de una varita con la cual dirigía las operaciones. Nunca los Samuel Joseph jugaban solos, ni conducían por sí mismos su partida. Si por acaso ocurría, los chicos acababan siempre por derramar agua en el cuello de las chicas, o las chicas por tratar de deslizar cangrejitos negros en los bolsillos de los chicos. De aquí que la señora Samuel Joseph y la pobre señorita, elabo­raran cada mañana lo que la primera —que padecía un constipado crónico— llamaba brograma para divertir a los niños e imbedir que hiciesen tonterías. Ese pro­grama consistía siempre en concursos, carreras o juegos de sociedad. Toda comenzaba por un estridente silbido de mademoiselle y acababa por lo mismo. También ha­bía premios —gruesos paquetes envueltos con papel bastante sucio que, mademoiselle, con una sonrisita agria, sacaba de la abultada bolsa. Los Samuel Joseph lucha­ban frenéticamente para ganar, hacían trampas, se pellizcaban mutuamente los brazos, pues todos sobresalían en este arte. La única vez que los niños Burnell habían tomado parte en sus juegos, Kezia se había llevado un premio y, al desplegar luego tres trozos de papel, había descubierto un minúsculo corchete de botones completamente enmohecido. No había podido entender por qué hacían tantas historias...
      Pero ellas, ahora, no jugaban nunca con los Samuel Joseph y no iban ni siquiera a sus santos. Los Samuel Joseph, cuando estaban en la bahía, daban siempre fiestas de niños y allí había siempre la misma merienda. Una gran fuente de ensalada de frutas toda ennegre­cida, unos brioches partidos en cuatro pedazos y un jarro lleno de algo que mademoiselle llamaba “limona­da”. Y a la noche, se volvía a casa con medio volante de su vestido arrancado, o con el pechero del delantal ornamentado con vainicas, completamente salpicados de algo, mientras los Samuel Joseph se quedaban a brincar como salvajes sobre su césped. ¡No, la verdad! ¡Eran demasiado terribles!
      Del otro lado de la bahía, muy cerca del agua, dos chiquillos de pantalón remangado, se agitaban como ara­ñas. Uno cavaba en la arena, el otro daba trotecitos, entrando y saliendo en el agua para llenar un cubito. Eran los pequeños Troud, Pip y Rags. Pero Pip estaba tan ocupado en cavar y Rags tan ocupado en ayudarle que no vieron a sus primas hasta tenerlas ya muy cerca.
      —¡Mirad! —dijo Pip—. ¡Mirad lo que he descu­bierto!
      Y les mostró un zapato viejo, chorreante de agua y aplastado. Las tres niñitas abrieron enormemente los ojos.
      —¿Qué vas a hacer con él? —preguntó Kezia.
      —¡Pues, guardarlo!
      Pip adoptó un aire muy desdeñoso.
      —Es un hallazgo... ¿No ves?
      Sí, Kezia lo veía. Pero...
      —Hay montones de cosas enterradas en la arena —explicó Pip—. Las arrojan al mar en los naufragios. Es un botín. Qué... podríamos encontrar...
      —Pero ¿por qué hace falta que Rags vierta siempre agua encima? —preguntó Lottie.
      —¡Oh! Es para mojar la arena —dijo Pip—. Para facilitar un poco el trabajo. Anda, sigue, Rags.
      Y Rags, el dócil chiquitín, siguió corriendo y ver­tiendo en el agujero el agua que se oscurecía, como de color chocolate.
      —Ea, ¿queréis que os enseñe lo que encontré ayer? —dijo Pip, misteriosamente; y plantó su pala en la arena.
      —Prometed no decir nada.
      Ellas prometieron.
      —Decid “cruz de hierro, cruz de madera...”.
      Las niñitas lo dijeron.
      Pip sacó algo de su bolsillo, lo frotó mucho tiempo en la pechera de su jersey, sopló luego encima y volvió a frotar.
      —Ahora, ¡de espaldas! —mandó.
      Ellas se volvieron de espaldas.
      —¡A mirar todas por el mismo lado! ¡No moverse! ¡Ahora!
      Y se abrió su mano; levantó a la luz algo que cente­lleaba, algo de un verde maravilloso.
      —Es una esmeralda —dijo Pip, con solemnidad.
      —¿Verdad que sí, Pip?
      Hasta Isabel estaba impresionada.
      La hermosa cosa verde parecía bailar en los dedos de Pip. Tía Beryl tenía una esmeralda en una sortija, pero era muy pequeña. Aquella esmeralda era tan gorda como una estrella y mucho, mucho más hermosa.
V
      Como avanzaba la mañana, aparecieron en lo alto de las dunas numerosos grupos que bajaron a la playa para bañarse. Era sabido que a las once; el mar perte­necía a las mujeres y a los niños de la colonia veraniega. Las mujeres se desnudaban las primeras, se ponían sus trajes de baño, se tapaban la cabeza con horribles gorras parecidas a bolsas de esponjas; luego desabro­chaban los trajes de los niños. La playa estaba sem­brada de montoncitos de vestidos y de zapatos; los gran­des sombreros de so!, con sus piedras en los bordes para impedir que el viento se los llevase, parecían inmensas conchas. Era extraño que hasta el mar pareciese tomar un sonido diferente, cuando todas esas formas salta­rinas, riendo y corriendo, penetraban en las olas La an­ciana señora Fairfield, con un vestido de algodón lila, un sombrero negro atado por debajo de la barbilla, reunía su polladita y preparaba sus pajarillos. Los pequeños Trout se quitaban rápidamente sus camisas por la ca­beza, y los cinco niños comenzaban a correr mientras su abuela permanecía sentada, con una mano en la bolsa donde guardaba su labor de punto, dispuesta a sacar de ella la pelota ele lana tan pronto como tuviese la certeza de que los chiquillos estaban ya en el agua sanos y salvos.
      Las niñas, de cuerpo firme y compacto, no eran ni la mitad de valientes que los niños, de aspecto blanco y delicado. Pip y Rags, estremecidos, se ponían en cu­clillas, golpeaban el agua, no dudaban nunca. Pero Isabel, que podía nadar doce brazadas, y Kezia, que era capaz de hacer casi ocho, les seguían sólo cuando estuviese estrictamente convenido que no las salpicarían. En cuanto a Lottie no les seguía de ninguna manera. Le gustaba que, si tenían a bien, la dejasen entrar en el agua a su manera. Y su manera consistía en sentarse completamente al borde con las piernas rectas y las rodillas apretadas una contra otra, y hacer con sus brazos vagos movimientos, como si esperase ser llevada dulcemente hacia alta mar. Pero cuando una ola más fuerte que las otras, una vieja ola greñuda, llegaba balanceándose hacia ella, se ponía precipitadamente en pie, con el horror pintado en su rostro, y retrocedía a la playa a toda velocidad.
      —¿Quieres guardarme esto?
      Dos sortijas y una delgada cadena de oro cayeron en el regazo de la señora Fairfield.
      —Sí, querida, Pero ¿no te vas a bañar aquí?
      —N... n... no.
      La voz de Beryl se arrastraba; su tono era indeciso.
      —Me desnudo más lejos, por allá. Voy a bañarme con la señora Harry Kember.
      —Muy bien.
      Pero la señora Fairfield apretó los labios. Tenía mala opinión de la señora Harry Kember. Beryl lo sabia.
      —¡Pobre mamá viejita! —se decía a sí misma, son­riendo, mientras rozaba los guijarros con sus pies—. ¡Po­bre mamá viejita! ¡Vieja! ¡Oh, qué alegría, qué delicia ser joven!
      —Tiene usted el aire de estar contenta —dijo la señora Harry Kember.
      Estaba sentada sobre las piedras, apelotonada, con los brazos anudados alrededor de sus rodillas, fumando.
      —¡Hace un día tan adorable! —dijo Beryl, sonriéndole.
      —¡Oh! ¡Querida niña!
      El timbre de la voz de la señora Harry Kember pa­recía decir que no era fácil de engañar. Pero la verdad es que el timbre de su voz daba siempre a entender que sabía acerca de uno mucho más que uno mismo. Era una mujer alta, de aspecto extraño, de manos estrechas y pies estrechos. Su rostro también era estrecho y largo, con una expresión extenuada; hasta el fleco rubio y rizado de su pelo parecía quemado, desecado. Era, en la bahía, la única mujer que fumaba, y fumaba sin cesar, con el cigarrillo entre los labios mientras habla­ba, retirándolo sólo cuando la ceniza se alargaba tanto que no podía uno comprender por qué no se caía. Cuan­do no jugaba al bridge —jugaba al bridgetodos los días de su vida—, pasaba su tiempo tumbada a pleno sol. Era capaz de aguantar el ardor del sol durante quién sabe el tiempo; nunca tenía bastante. Y, sin embargo, el sol no parecía recalentarla. Enjuta, marchita, fría, ya­cía tendida sobre las piedras como el pedazo de madera de algún buque náufrago, arrojado allí por las olas. Las mujeres de la bahía pensaban que aquella mujer tenia unos modales muy libres. Su falta de vanidad, su argot, su manera de tratar a los hombres, como si ella fuese uno de ellos, el hecho de cuidar de su casa como un pez podía cuidar de una manzana, y el de llamar a su criada, Gladys,Ojos dulces, constituía una vergüenza. De pie, sobre los escalones de la veranda, la señora Kember decía con su voz indiferente y cantaba: “Dígame,Ojos dulces, ¿me podría usted tirar un pañuelo si queda por ahí uno de ellos, eh?” Y Ojos dulces, que llevaba un nudo de cinta roja en el pelo en lugar de cofia, y calzaba zapatos blancos, acudía sonriendo des­vergonzadamente. Era un verdadero escándalo. Verdad es que no tenía niños, y en cuanto a su marido... Aquí las voces se exaltaban siempre, se enfebrecían. ¿Cómo habría podido casarse con ella? ¿Cómo? ¿Cómo? De seguro por el dinero, naturalmente, pero ¡aun siendo ásí!
      El marido de la señora Kember tenía por lo menos diez años menos que ella y una tan increíble hermosura, que parecía una máscara de cera, o sacada de uva ilustración extraordinariamente acertada de novela americana, en vez de un hombre. Pelo negro, ojos azul oscuro, labios rojos, una lenta sonrisa soñolienta, exce­lente jugador de tenis, bailarín perfecto, era además un misterio. Harry Kember se parecía a alguien que se pasease completamente dormido. Los otros hombres no podían soportarlo, eran incapaces de sacar una palabra de aquel mozo; parecía ignorar la existencia de su mu­jer, exactamente como ella parecía ignorar la del ma­rido. ¿Cómo vivía? Naturalmente se contaban histo­rias, y ¡qué historias! Era imposible repetirlas, senci­llamente. Las mujeres eon las cuales lo habían visto, los sitios donde lo habían atrapado...; pero nada era nunca cierto, nada exacto. Algunas de esas señoras. en la bahía, creían en secreto que acabaría algún día por cometer un asesinato. Sí, en el mismo instante en que hablaban con la señora Kember y tomaban buena nota del espantoso barullo de prendas que vestía, la veían tendida, ta! como yacía en la playa, pero ya fría, ensan­grentada, y siempre con el cigarrillo clavado en el ángulo de la boca.
      La señora Kember se levantó, bostezó, se desabrochó bruscamente la hebilla de su cinturón, y dió unos tiro­nes al cordón de su blusa.. Y Beryl dejó caer su falda, dió un paso, se despojó del jersey y se quedó de pie en enagua blanca, corta, en cubrecorsé, con nudos de cinta en los hombros.
      —¡Bondad divina! —dijo la señora Harry Kember—. ¡Qué encanto de chiquilla!
      —¡Por Dios! —replicó dulcemente Beryl; pero, al quitarse una media, luego otra, tenía la sensación de ser, efectivamente, una chiquilla encantadora.
      —Querida..., ¿por qué no? —dijo la señora Harry Kember, pisoteando su enagua.
      ¡La verdad es que... su ropa interior! Un par de pantalones de algodón azul y un cuerpo de tela que hacía pensar, no se sabe por qué, en una funda de almohadón...
      —Y usted no lleva corsé, ¿verdad?
      Palpó el talle de Beryl, y Beryl se apartó de un salto, dando un pequeño grito afectado. Luego: “¡Jamás!” —dijo ella, con firme acento.
      —¡Qué suerte! —suspiró la señora Harry Kember, desabrochándose el suyo.
      Beryl volvió la espalda y se puso a hacer los com­plicados movimientos de alguien que trata de quitarse la ropa y de ponerse un traje de baño a la vez.
      —¡Oh, querida mía!... No pase usted cuidado por mí —dijo la señora Harry Kember—. ¿Por qué esa timidez? No me la voy a comer. Yo no me voy a es­candalizar, como esas necias.
      Y se rió de su propia risa extraña, parecida a un relincho, haciendo muecas en dirección de las otras mujeres.
      Pero Beryl estala molesta. Jamás se desnudaba de­lante de alguien. ¿Era necedad? La señora Harry Kember le daba la razón de que era tonto obrar así, de que tal timidez debiera producirle a uno vergüenza. ¿A qué fin tanto encogimiento? Echó una mirada rápida a su amiga, que tan audazmente se quedaba allí, con su camisa desgarrada, encendiendo un nuevo cigarrillo; y un sentimiento audaz, rápido, perverso, ascendió por su pecho. Con sonrisa indiferente, dejó resbalar por su cuerpo el flojo traje de baño, espolvoreado de arena y que aun no estaba completamente seco, y se abrochó los botones abollados.
      —Eso va mejor —dijo la señora Harry Kember.
      Empezaron juntas a bajar por la playa.
      —Verdad es que resulta un crimen ir vestida cuando sé es como usted, querida. Alguien, forzosamente, se lo dirá a usted un día u otro.
      El agua estaba completamente tibia. Era de un azul maravilloso y transparente, tornasolado, de plata; pero arena, en el fondo, parecía de oro; cuando se la golpeaba con la punta de los pies, se alzaba una nubecilla de polvo de oro. Ahora, las olas llegaban exacta­mente al pecho de Beryl. Ella permanecía con los brazos extendidos, con la mirada en el horizonte. A cada ola que venía, daba un saltito imperceptible, de modo que parecía era la ola quien tan dulcemente la alzaba.
      —Mi opinión es que las muchachas guapas tienen derecho a pasarlo bien —dijo la señora Harry Kember—. ¿Por qué? No vaya a engañarse, querida. Diviértase usted.
      Y de repente, cayó de espaldas, desapareció y se des­lizó, nadando a toda prisa, tan de prisa como un ratón. Luego hizo un brusco viraje e inició su vuelta a la playa. Iba a decir algo todavía. Sentía Beryl que esta fría mujer estaba envenenándola; sin embargo, tenía un mortal deseo de saber. Pero ¡oh! ¡Qué extraño, qué horrible! Cuando la señora Harry Kemper se le acercó, con su gorro impermeable de caucho negro, con su rostro soñoliento, erguido por encima del agua que rozaba su barbilla, ¡parecía una horrible caricatura de su marido!
VI
      En una chaise longue plegable, bajo un manuka que crecía en medio del césped, frente a la casa, Linda Burnell pasaba la mañana soñando. No hacía nada. Miraba las hojas sombrías apretadas y secas de manuka, los intersticios azules entre las hojas y, de vez en cuando, llovía sobre ella una flor minúscula y amarillenta. Lin­das florecillas... Sí, si tuviésemos una en la palma no la mano y la mirásemos de cerca, es una cosa deliciosa. Brillaba cada pétalo amarillo pálido, como si cada uno fuese la obra cuidada por una mano tierna. La len­güita menuda, en el corazón, le daba la forma de una campanilla; y cuando se le daba vuelta, el exterior era de un color bronce oscuro. Pero una vez abiertas caían y se esparcían. Mientras se habla, pasáis la mano por el vestido para hacerlas caer; estas horribles criaturitas se prendían en vuestro pelo. Entonces, ¿por qué florecer? ¿Quién se toma el trabajo —o el goce— de hacer todas esas cosas que se pierden, se pierden?... Eso es pro­digalidad.
      Cerca de ella, en la hierba, acostado entre dos almohadas, descansaba su niño. Estaba allí, profundamente dormido, dando la cara al lado opuesto de su madre. Su pelo oscuro y fino parecía más bien una sombra que verdadero pelo, pero su oreja era de un rosa de coral vivo y cálido. Linda anudó sus manos por encima de su cabeza y cruzó sus pies. Era muy agradable saber que todos esosbungalows estaban vacíos, que todo el mundo estaba allí sobre la playa, demasiado lejos para ser visto y oído. Tenía el jardín enteramente suyo: es­taba sola.
      Brillaban florecillas blancas, deslumbrantes; los ranúnculos de ojos de oro centelleaban; las capuchinas enguirnaldaban con llamas verdes y doradas los pilares de la veranda. ¡Si no hubiera que hacer sino mirar por largo tiempo esas flores, el tiempo de dejar pasar el sentimiento de su novedad, de su rareza, el tiempo de conocerlas! Pero tan pronto como os detenéis a separar los pétalos, a descubrir el revés de la hoja, la Vida viene y se os lleva. Y Linda, tumbada en suchaise longue de bambú, se sentía muy ligera; le parecía ser una hoja. La Vida venía, semejante al viento; se sentía cogida, sacudida; se veía obligada a huir. ¡Oh, Dios mío! ¿Va a ocurrir así siempre? ¿No habrá medio de escapar?
      Ahora, estaba sentada bajo la veranda de la casa paternal, en Tasmania, apoyada en las rodillas de su padre: Y él le hacía esta promesa: “Tan pronto como seamos bastante viejos, tú y yo, Linda, nos marcharemos a alguna parte, nos escaparemos. Como dos chicos juntos. Tengo idea de que me gustaría recorrer en un buque un río de China”.
      Linda veía aquel río, muy ancho, cubierto de almadías pequeñas, de juncos. Veía los sombreros amarrillos de los barqueros, oía sus voces agudas y tenues cuando llamaban...
      —Sí, papá.
      Pero en aquel instante, un joven de anchos hombros, de pelo moreno, rojizo y brillante, pasaba con lentitud por delante de su casa y con lentitud rayana en la solemnidad, saludaba. El padre de Linda, para gastarle una broma, con el gesto que le era familiar, le tiraba de las orejas.
      —El pretendiente de Linda —cuchicheaba.
      —¡Oh, papá, piénsalo un poco! ¡Casarme con Stan­ley Burnell!
      Y he aquí que se había casado con él. Es más, lo quería. No el Stanley que veía todo el mundo, el Stan­ley de todos los días, sino un Stanley tímido, lleno de sensibilidad, inocente, quien, cada noche, se arrodillaba para hacer sus rezos y deseaba ardienternente ser bueno. Stanley poseía un alma sencilla. Si tenía confianza en alguien —como tenía confianza en ella, por ejemplo— ponía en ello todo su corazón. Era incapaz de ser desleal; no sabía mentir. ¡Y cómo sufría cruelmente al pensar que alguien —ella misma— no fuese recto en absoluto con él! “¡Eso es demasiado complicado para mí!” Él le lanzaba esas palabras, pero su aire de fran­queza estremecida y turbada se parecía al de un animal cogido en la trampa.
      Pero por desgracia —aquí Linda casi tuvo gana de reír, aunque la cosa no fuese nada risible, ¡Dios sabe!—, por desgracia ella veía pocas veces a aquel Stanley. Había relámpagos, momentos, treguas de calma, pero todo el resto del tiempo parecía vivirse en una casa que no pudiese perder la costumbre de vivir en trágico, en un navío que estuviese diariamente naufragando. Y siempre era Stanley quien se hallaba en pleno riesgo. Ella pasaba todo su tiempo en acudir a su socorro, en reconfortarlo, en calmarlo, en escuchar su relato del siniestro. Y lo que le quedaba de descanso lo llenaba su terror de tener niños.
      Linda frunció las cejas; se enderezó sobre su chaise longue y cogió los tobillos con las manos. Sí, allí estaba su verdadera queja contra la vida. Eso era lo que no conseguía comprender. Ésa, la pregunta que hacía, de la cual no tenía respuesta. Era muy fácil decir que la suerte común de las mujeres consiste en dar a luz. Men­tira. Ella, por ejemplo, era capaz de dar la prueba de que eso era falso. Estaba quebrantada, debilitada, sin ánimo, a fuerza de haber tenido niños. Y ello resultaba doblemente penoso, porque no le gustaban los niños. De nada servía pretender lo contrario. Aun teniendo fortaleza, no hubiera nunca cuidado a sus niñitas, nunca hubiera jugado con ellas. No, parecía que un soplo frío la había penetrado por completo durante cada uno de esos terribles viajes; no le quedaba ya ningún calor que ofrecerles. En cuanto al pequeño... menos mal, por fortuna su madre se había encargado de él; era suyo, o de Beryl, o de cualquiera que lo quisiera. Apenas si lo había tenido en sus brazos. Le era indiferente que, tal como descansaba allí...
      Linda miró hacia él.
      El bebé se había vuelto. Estaba acostado con el ros­tro frente a ella, y ya no dormía. Sus ojos azul oscuro estaban abiertos; parecía mirar a su madre a hurtadi­llas. Y, de repente, su rostro se llenó de hoyuelos; le iluminó una larga risa desdentada, que era, sin embar­go, un verdadero rayo de luz.
      —Estoy aquí —parecía decir esta sonrisa feliz—. ¿Por qué no me quieres?
      Había en esta sonrisa algo tan gracioso, tan inespe­rado, que Linda sonrió también. Pero se dominó y elijo fríamente al muñeco:
      —No me gustan los bebés.
      —¿No te gustan los bebés?
      El pequeño no lo podía creer.
      —A mí, ¿no me quieres?
      Agitó los brazos, como un tontito, en dirección de su madre. Linda se dejó resbalar de su chaise longue hasta el césped.
      —¿Por qué sonríes siempre? —dijo con severidad—. Si supieras en qué pienso, no tendrías gana de son­reír.
      Pero todo lo que hizo fué guiñar sus ojos con malicia y dar vueltas a su cabeza en el almohadón. No creía una sola palabra de lo que ella decía.
      —¡ Conocemos todo eso! —contestaba la sonrisa del muñeco.
      Linda quedó estupefacta ante la fe de esta criaturita... ¡ Ah, no; era preciso ser sincero! No era estupefacción lo que experimentaba; era algo muy diferente, era algo tan nuevo, tan... Las lágrimas titilaban en sus ojos. Cuchicheando, con voz muy baja, murmuró al bebé:
      —¡Oh! ¡Oh! ¡Encanto de hombrecito!
      Pero, ahora, el pequeño había olvidado a su madre. Estaba de nuevo serio. Algo rosa, algo suave ondulaba ante él. Probó a cogerlo, y la cosa desapareció en se­guida. Pero cuando volvió a quedar tumbado, apareció otra cosa semejante a la primera. Esta vez resolvió cogerla. Hizo un esfuerzo frenético y rodó boca arriba.
VII
      Marea baja; la playa estaba desierta; perezosamente chapoteaba la ola tibia. El sol caía, caía de plano, ar­diente, flameante; golpeaba reiteradamente la arena fina, cocía los guijarros grises, los guijaros azules, los guijarros negros, los guijarros veteados de blanco. As­piraba la gotita de agua que yacía en el hueco de las conchas redondeadas; empalidecía las campanillas rosas que; hacían correr su festón a través de la arena de las dunas. Nada parecía moverse más que los saltamon­tes. ¡Pitt-pitt-pitt! No se quedaban nunca quietos.
      Allá, en las rocas revestidas de algas que, en la ma­rea baja, se parecían a unos animales de pelo largo que hubiesen bajado hasta el borde del agua con el fin de beber, el sol parecía dar vueltas como una mo­neda de plata que se hubiera caído en cada una de las taras abiertas en la roca. Bailaban, se estremecían, ondulaciones minúsculas venían a lavar los bordes po­rosos. Si se miraba hacia abajo, inclinándose hacia ella, cada cuenca en las rocas era como un lago en cuyas orillas se apretaban casas azules y rosas; y, ¡oh, qué ancho país montañoso, más allá de esas casas! ¡Qué torrenteras, qué gargantas, qué caletas peligrosas, qué senderos espantosos conduciendo al borde del agua!
      Bajo aquella superficie ondulaba la selva marina: árboles rosas semejantes a hilos, anémonas aterciopeladas, algas salpicadas de frutas anaranjadas. A veces, en el fondo, se movía una piedra, oscilaba y se dejaba entrever un negro tentáculo; a veces, pasaba una cria­tura delgada, sinuosa, y desaparecía. Algo ocurría a los árboles rosas y movedizos; cambiaban, se teñían de un azul frío de claro de luna. Y ahora, se oía el plop más ligero. ¿Quién hacía ese ruido? ¿Qué pasaba allí abajo?
      Y ¡qué olor fuerte y mojado tenían las algas bajo el ardiente sol!...
      Habían bajado los estores verdes en los bungalows de los veraneantes. En las verandas, o tendidos en el césped del cercano, o bien tirados sobre las empalizadas, había unos trajes de baño de extenuado aspecto, unas gruesas toallas rayadas. Cada ventana trasera pa­recía exhibir en su alféizar un par de alpargatas, unos trozos de roca o un cubo, o alguna colección de conchas. La maleza se estremecía en la onda de calor: la carretera arenosa estaba desierta, y sólo el perro de los Trout, Snooker, descansaba tendido en mitad del camino. Su ojo azul miraba el cielo, sus patas se er­guían muy tiesas, y de vez en cuando, se escuchaba su jadeo desesperado, como para decir que él se había decidido a acabar con la vida y sólo esperaba la llegada de algún piadoso vehículo.
      —¿Qué miras, abuelita? ¿Por qué te paras a cada momento y te fijas así en la pared?
      Kezia y su abuela hacían la siesta juntas. La niña, vestida únicamente con su pantalón corto y su corpiño, brazos y piernas desnudas, descansaba en uno de los almohadones, muy rellenos, de la cama de su abuela, y la anciana, con su bata de volantes blancos, estaba sen­tada en una mecedora, junto a la ventana, con su larga labor de punto de rosa en las rodillas. En esta habitación que compartían, como en las otras habita­ciones del bungalow, las paredes eran de madera clara barnizada y el entarimado estaba desnudo. Los mue­bles eran de los más pobres, de los más sencillos.. La coqueta, por ejemplo, era un cajón revestido con una enagua de muselina con florecillas y el espejo colgado encirna era muy raro: parecía como si un jirón de relámpago en zigzag hubiera quedado preso en él. So­bre la mesa había un florero lleno de claveles de las dunas, tan apretados que más bien parecían una pelota de terciopelo, una concha especialmente escogida que había dado Kezia a su abuela para servir de acerico, y otra, más especialmente escogida todavía, que le había parecido brindar un muy agradable nido para que un reloj se refugiase en él.
      —Dímelo, abuelita —dijo Kezia, insistiendo.
      La anciana suspiró, tiró rápidamente la lana dos o tres veces alrededor de su pulgar; y pasó la aguja de hueso a través del rizo; estaba añadiendo mallas.
      —Pensaba en tu tío William, queridita —dijo tran­quilamente.
      —¿Mi tío William de Australia? —preguntó Kezia.
      Porque tenía otro.
      —Sí, claro.
      —¿El que no he visto nunca?
      —Aquél, sí.
      —¿Y qué, qué le ha ocurrido?
      Kezia lo sabía bien, pero quería que se lo contasen de nuevo.
      —Se había ido a las minas, tomó una insolación y ha muerto —dijo la anciana señora Fairfield.
      Kezia parpadeó y consideró de nuevo el cuadro... Un hombrecito volcado como un soldadito de plomo junto a un gran agujero negro.
      —¿Te da tristeza pensar en él, abuela?
      No podía sufrir el ver a su abuelita entristecida. Le tocó entonces reflexionar a la anciana. ¿La ponía triste mirar lejos, lejos tras ella? ¿Contemplar la larga perspectiva de los años huídos como Kezia la había visto hacer? ¿Mirarlos a los Idos, como lo hace una mujer, mucho tiempo después de haber Ellos desaparecido? ¿La ponía triste eso? No, la vida era así.
      —No, Kezia.
      —Pero ¿por qué? —preguntó Kezia.
      Levantó un brazo desnudo y se puso a trazar en el aire unos dibujos.
      —¿Por qué el tío William tuvo que morir? No era viejo.
      La señora Fairfield empezó a contar las mallas de tres en tres.
      —Ha ocurrido así —dijo con tono absoluto.
      —¿Es que todo el mundo está obligado a morir —preguntó Kezia.
      —¡Todo el mundo!
      —¿También yo?
      En la voz de Kezia había un acento de terrible incredulidad.
      —Algún día, querida.
      —Pero, abuela...
      Kezia agitó su pierna izquierda y movió los dedos de sus pies. Sentía arena en ellos.
      —¿Y si yo no quiero?
      La anciana suspiró de nuevo y sacó un largo hilo de la pelota.
      —No se nos consulta, Kezía —dijo tristemente—. Eso nos ocurre a todos, tarde o temprano.
      Kezia permaneció inmóvil, reflexionando sobre esas cosas. No tenía ganas de morir. Morir significaba que seria preciso marcharse de aquí, abandonarlo todo para siempre, abandonar... abandonar a su abuela. Vivamente giró sobre sí misma.
      —Abuela —dijo con voz asombrada y conmovida.
      —¿Qué, gatita mía?
      —Tú no tienes que morir.
      Kezia hablaba suavemente.
      —¡Ah, Kezia —la abuela levantó los ojos, sonrió, meneó la cabeza—, no hablemos de eso!
      —Pero no puede ser. No podrías abandonarme. No podrías dejar de estar aquí...
      Aquello era terrible.
      —Prométeme que no harás eso nunca, abuela —rogó Kezia.
      La anciana siguió su labor de punto.
      —¡Prométemelo! ¡Di nunca!
      Pero su abuela no salía de su mudez.
      Kezia se dejó deslizar hacia abajo de la cama; era incapaz de aguantar aquello más tiempo; ligera; saltó sobre las rodillas de su abuela, anudó sus manos alre­dedor del cuello de la anciana y se puso a besarla de­bajo de la barbilla, detrás de la oreja y a soplarle en el cuello.
      —Di nunca..., di nunca..., di nunca...
      Ella jadeaba entre los besos. Luego empezó muy sua­vemente, ligeramente, a hacer cosquillas a su abuela.
      —¡Kezia!
      La anciana dejó caer la labor. Se echó atrás, balan­ceándose en la mecedora. Se puso a hacer cosquillas a Kezia.
      —Di nunca, di nunca, di nunca —susurraba Kezia, mientras descansaban allí, riendo, una en brazos de otra.
      —¡Ea, basta, ardilla mia! ¡Basta, caballito salvaje! —dijo la anciana señora Fairfield, enderezándose la cofia—. Recoge mi labor.
      Ya las dos habían olvidado a qué se refería nunca..
VIII
      El sol aún caía perpendicular sobre el jardín, cuando la puerta trasera de la casa de los Burnell se cerró crujiendo, y una silueta en traje chillón comenzó a bajar por la avenida que conducía hasta la valla. Era Alicia, la criada, vestida para su tarde de salir. Llevaba un vestido de blanco percal con lunares encarnados, an­chos y numerosos hasta dar el vértigo; zapatos blancos y un sombrero de paja de Italia con el borde realzado por una mata de amapolas. Iba, naturalmente, con guantes, unos guantes blancos manchados de herrum­bre en los ojales y, en una mano, llevaba una sombrilla de aspecto muy macilento, que ella designaba con el nombre de “mi perisol”.
      Beryl, sentada a la ventana, abanicando su pelo recién lavado, pensó que nunca había visto semejante espantapájaros. Con sólo que Alicia, antes de emprender la marcha, se hubiese ennegrecido la cara con un pedazo de corcho quemado, el cuadro hubiese sido completo. Pero ¿adónde podía ir una muchacha como ella, y en un lugar como éste? El abanico, en forma de corazón, batió el aire con desdén alrededor de la her­mosa cabellera deslumbrante. Beryl suponía que Alicia había tropezado con algún tipo horrible y vulgar, y que ambos se irían juntos por la maleza. Lástima que ella fuese tan llamativa; tendrían dificultades para disimu­larse, con una chica ataviada de ese modo.
      Pero no, Beryl era injusta. Alicia iba a tomar el te a casa de la señora Stubbs, que le había enviado una esquela con el chico que venía a recoger los encargos. La señora Stubbs le gustaba tanto, que desde la primera ocasión había ido a comprar a su tienda algo ara las picaduras de mosquitos.
      —¡Dios bendito!
      La señora Stubbs había apretado contra su pecho la mano de Alicia.
      —Nunca vi a nadie devorado así. ¡Es para creer que ha sido usted atacada por los caníbales!
      A Alicia le hubiese gustado que hubiera alguien en la carretera. Para ella constituía una sensación muy rara no verse seguida por nadie. Eso le daba la idea de que no tenía ya fuerza en la espalda. No podía creer que no hubiera quien la espiase. Y, sin embargo, era tonto volverse; eso era descubrirse. Se subió los guan­tes, tarareó para reanimarse, y dijo al lejano eucaliptus: “No tardaré mucho”. Pero nada le hacía compañía.
      La tienda de la señora Stubbs se encaramaba en lo alto de un montículo, próximo a la carretera. Tenía, por ojos, dos ventanas, una ancha veranda por sombrero y el letrero en el tejado, donde estaba escrito el nombre: “Señora Stubbs. Comestibles”; parecía una tarjetita cabalmente plantada en el casquete del som­brero.
      En la veranda, en una cuerda, colgaba una larga fila de trajes de baño, sujetos unos a otros, como si acabasen de ser arrancados a las olas, en lugar de esperar el momento de sumergirse en ellas. Cerca cíe ellos había colgado un racimo de alpargatas tan sin—ularmente enmarañadas que, para sacar un par de ellas, era preciso apartar violentamente y separar con fuerza por lo menos cincuenta pares. Aun así, era algo muy difícil encontrar un pie izquierdo que correspon­diese a un pie derecho. Muchas gentes habían perdido la paciencia y se habían marchado con una alpargata que iba bien y otra que era demasiado grande... La señora Stubbs cifraba su orgullo en tener en su casa un poco de todo. Las dos ventanas, donde las mercancías se apilaban en pirámides inestables, estaban tan abarrotadas, tan colmadas de altos montones, que sólo un brujo, al parecer, podía impedir el derrumbe. En el rincón izquierdo de una de las vitrinas, pegado a la ventana con cuatro rombos de gelatina había —y hubo desde tiempo inmemorial— un anuncio:
¡Perdido! Un ermoso broche de oro
      Mazizo.
En la playa o gunto.
Recompensa hofrecida.
      Alicia empujó la puerta y abrió. Sonó el timbre, las cortinas de sarga encarnacla se apartaron, la señora Stubbs apareció. Con su amplia sonrisa y el gran cu­chillo de cortar jamón que llevaba en la mano, parecía un bandido amistoso. Alicia recibió una acogida tan calurosa, que tropezó con muchas dificultades para conservar sus “buenas maneras”. Éstas consistían en pequeños accesos persistentes de tos, en pequeños hum..., hum, en gestos para zarandear sus guantes, enroscar su falda, y en una extraña dificultad de ver lo que se colocaba delante de ella o de comprender cuanto se decía.
      El té estaba servido en la mesa del salón. Jamón de York, sardinas, una libra entera de mantequilla y un tan enome pastel que hacía el efecto de una propaganda a favor de alguna levadura en polvo. Pero el infiernillo de petróleo roncaba tan ruidosamente, que era inútil intentar hacerse oír hablando. Alicia se sentó en el borde de un sillón de mimbre, mientras la señora Stubbs activaba el infiernillo. De repente, quitó el cojín de una butaca y descubrió un grueso paquete envuelto en papel moreno.
      —Acabo de hacerme sacar nuevas fotos, querida! —dijo, alegrememte, la señora Stubbs a Alicia—. Dígame qué piensa usted de ellas.
      Con un gesto muy delicado y clistingnido, Alicia mojó su dedo y apartó la hojita de papel de seda de la pri­mera fotografía. ¡Dios mío! ¿Cuántas había? Tres do­cenas por lo menos. Puso la que había cogido frente a la luz.
      La señora Stubbs estaba sentada en una butaca, muy inclinada sobre un costado. En su amplio rostro se veía una expresión de plácido asombro, y era cosa muy natural. Pues, aunque la butaca descansaba en una alfombra, a su izquierda, y siguiendo milagrosamente el borde, una cascada se precipitaba. A su derecha, se erguía una columna griega con un gigantesco helecho en cada lado y en el último plano se alzaba una montaña austera y desnuda, pálida de nieve.
      —Es un género bonito, ¿verdad? —gritó la señora Stubbs; y Alicia acababa de gritar: “Deliciosamente” cuando el murmullo del infiernillo expiró, se apagó en un silbido, cesó, y ella añadió: “Bonito”, en medio de un silencio azorante.
      —Acerque usted su butaca, querida —dijo la señora Stubbs al comenzar a servir el té—. Sí —repuso con aire meditativo, tendiéndole su taza—, pero me voy a hacer una ampliación. Todo eso va bien para unas tarjetas de Pascuas, pero nunca me han gustado las fotos pequeñas. No se saca de ellas ningún placer. Si he de decir la verdad, me decepcionan.
      Alicia se daba perfecta cuenta de lo que ella quería decir.
      —Un buen tamaño —declaró la señora Stubbs—. Que me den un buen tamaño. Es lo que repetía siempre mi pobre difunto querido. No podía soportar nada pe­queño. Eso le ponía carne de gallina. Y, por extraño que le parezca, querida...
      Aquí la armadura de la señora Stubbs dejó oír un crujido y ella misma pareció dilatarse con esta remi­niscencia.
      —Fué la dropesía la que lo llevó al fin de los fines. Muy a menudo le sacaban un litro y medio, en el hospital... Parecía un castigo.
      Alicia ardía en deseos de saber exactamente lo que le habían sacado. Se arriesgó:
      —Supongo que sería agua.
      Pero la señora Stubbs la miró fijamente y respondió en tono muy significativo:
      —Era líquido, querida.
      ¡Líquido! De un salto, Alicia se apartó de la pala­bra y volvió a ella, olfateándola prudentemente.
      —¡Aquí está! —dijo la Stubbs, y con un gesto dramático señaló la cabeza y los hombros, de tamaño natural, de un hombre corpulento, que ostentaba en el ojal de su ameriacana una rosa blanca muerta que hacía pensar en una fría rodaja de carne gorda de cordero. Exactamente debajo, en letras de plata sobre un fondo de cartón encarnado, se leía este texto: “No temáis nada, soy Yo”.
      —Tenía una cara muy bella —dijo, débilmente, Alicia.
      El nudo de cinta azul pálido, colocado en lo alto de los rubios cabellos enrizados de la señora Stubbs, se estremeció. Arqueó su rollizo cuello. ¡Qué cuello tenía! De un rosa vivo donde comenzaba, se volvía luego de un color pálido de albaricoque, que tomaba al apagarse el tinte de una morena cáscara de huevo, después un tono crema oscuro.
      —De todos modos, querida mía —fué su asombrosa contestación—, ¡la libertad es lo mejor que hay!
      Su pequeña risa blanda y grasienta parecía un runruneo.
      ¡La libertad! —Alicia reventó en una risa tonta y aparatosa—. Se sentía molesta. Su espíritu huyó hacia su propia cocina. ¡Qué ridículo todo esto! Tenía ganas de haber estado ya de vuelta.
IX
      Después del té, se reunía en el lavadero de los Bur­nell una rara sociedad. Alrededor de la mesa estaban sentados un toro, un gallo, un asno que nunca recor­daba que era: asno, un carnero, una abeja. El lavadero era el sitio ideal para una reunión de este gé­nero porque podían hacer tanto ruido como quisiesen y nadie los interrumpía nunca. Era un pequeño cobertizo recubierto de palastro edificado a distancia del bungalow. Contra la pared se hallaba un hondo cuezo y, en el rincón, una caldera con una cesta llena de alfileres para la colada, puesta encima. En el borde polvoriento de la ventanita, cubierta por una red de telas de arañas, un trozo de bujía y una ratonera. Unas cuerdas de ropa se entrecruzaban arriba y en una clavija plantada en la pared había colgada una grande, enorme heradura de caballo completamente enmohe­cida... La mesa estaba en el centro, y a cada lado un banco.
      —No puedes ser una abeja, Kezia. Una abeja no es un animal. Es un insecto.
      —¡Oh! Pero es que yo tengo tantas ganas de ser una abeja —gimió Kezia—. Una abeja pequeña, com­pletamente amarilla y velluda, con patas rayadas...
      Kezia se sentó sobre sus piernas y se inclinó por en­cima de la mesa. Se sentía verdaderamente una abeja.
      —Un insecto debe ser un animal —dijo resuelta­mente—. Hace ruido. No es como un pez.
      —¡Yo soy un toro, yo soy un toro! —gritó Pip. Y dió un mugido, tan formidable —¿cómo podía hacer aquel ruido?— que Lottie pareció muy inquieta.
      —Voy a ser un cordero —dijo el pequeño Rags—. Un montón de corderos han pasado por aquí, esta mañana.
      —¿Cómo lo sabes?
      —Papa los ha oído... ¡Be... e... e!
      Su voz semejaba la de un corderito que va detrás, dando trotecitos, y parece esperar que se lo lleven.
      —¡Quiquiriquí! —gritó Isabel con voz aguda.
      Con sus mejillas encarnadas y sus ojos brillantes, se parecía a un gallito.
      —¿Qué seré yo? —preguntó Lottie a todos, y se quedó allí, sonriente, esperando que decidiesen de ella.
      Era preciso que el papel fuese fácil.
      —Que sea un burro, Lottie.
      Tal fué la idea sugerida por Kezia.
      —¡Hi-han! Eso no vas a olvidarlo.
      —¡Hi-han! —dijo solemnemente Lottie—. ¿Cuándo tengo que decirlo?
      —Voy a explicar, voy a explicar —dijo el toro.
      Él era quien tenía los naipes. Los agitó por encima de su cabeza.
      —¡Todos quietos! ¡Oíd todos!
      Esperó a que estuviesen dispuestos.
      —Mira un poco, Lottie.
      Dió la vuelta a un naipe.
      —Tiene encima dos círculos. ¿Ves? Pues bien, si po­nes esta carta en el centro y alguien tiene también una con dos círculos, tú dices: “Hi-han”, y la carta es tuya.
      —¿Mía?
      Lottie abrió enormemente los ojos.
      —¿Para guardarla?
      —No, boba. Sólo mientras jugamos.
      El toro estaba muy enfadado contra ella.
      —¡Oh, Lottie, qué tontita eres! —dijo el gallo des­deñoso.
      Lottie los miró a ambos. Luego bajó la cabeza; su labio tembló.
      —Yo no quiero jugar —cuchicheó.
      Los otros se miraron como conspiradores. Sabían todos lo que significaba. Lottie se iría de allí, y se la encontraría en algún sitio, de pie, con su delantal levantado por encima de su cabeza, en un rincón o con­tra una pared, o quizá detrás de una silla.
      —Sí quieres, Lottie. Es muy fácil —dijo Kezia.
      Isabel, arrepentida, añadió exactamente como una persona mayor:
      —Mírame bien a mí, Lottie, y aprenderás en se­guida.
      —¡Animo, Lot! —dijo Pip—. Mira, ya sé lo que voy a hacer; te voy a dar la primera carta. Es mía, en serio, pero te la daré. Aquí está.
      Y arrojó el naipe delante de Lottie.
      Así Lottie volvió a animarse. Pero, ahora, surgía otra dificultad.
      —No tengo pañuelo —dijo—. Y quisiera sonarme.
      —Toma, Lottie, puedes servirte del mío.
      Rags hundió la mano en su blusa de marinero, con el fin de extraer un pañuelo de aspecto muy húmedo y apretado con un nudo.
      —Ten mucho cuidado —previno él—. Emplea sólo este rincón. No lo deshagas. Tengo dentro una estrellita de mar, que voy a ver si domestico.
      —¡Oh! Daos prisa las chicas —dijo el toro—. Y tened cuidado, no debéis mirar las cartas. Debéis guar­dar las manos debajo de la mesa hasta que yo diga: “Ahora”.
      ¡Clac! Los naipes cayeron alrededor de la mesa. Los niños trataron de ver con todas sus fuerzas, pero Pip iba demasiado de prisa para ellos. Estaban todos exci­tados por haberse instalado allí, en el lavadero; apenas pudieron contenerse sin estallar en pequeños gritos de animales, todos a coro, antes de que Pip hubiese ter­minado de distribuir los naipes.
      —Ahora tú, Lottie.
      Tímidamente, tendió Lottie una mano, tomó de en­cima de su paquete el primer naipe, lo miró con aten­ción —era evidente que contaba las manchas redon­das— y volvió a colocarlo.
      —No, Lottie, no puedes hacer eso. No tienes derecho a mirar primero. Es preciso que la vuelvas del otro lado.
      —Pero entonces todo el mundo lo verá al mismo tiempo que yo —dijo Lottie.
      La partida siguió. ¡Mu... u... u! El toro era terrible. Embestía a través de la mesa, parecía devorar los naipes.
      —¡B-z-z-z! —decía la abeja.
       ¡Quiquiriquí! Isabel se había levantado muy inquieta, y movía los codos como si fuesen alas.
      ¡B... e... e! El pequeño Rags había vuelto el rey de oros y Lottie lo que llamaban el rey de África. Ya casi no le quedaban naipes.
      —¿Por qué no dice nada, Lottie?
      —He olvidado lo que soy —dijo el asno, con tono lamentable.
      —Bueno, pues, cambia. Puedes ser un perro: ¡Uau... Uau!
      —¡Oh!, sí. Es mucho más fácil.
      Lottie había recobrado su sonrisa. Pero cuando ella y Kezia tuvieron iguales naipes, Kezia aguardó a propósito. Los otros hicieron señas a Lottie y enseñaron con el dedo los naipes. Lottie se ruborizó; pareció no comprender nada y, al fin, dijo: “¡Hi—han!, Kezia”.
      —¡Chitón! ¡Esperad un minuto!
      Estaban en lo más intenso de la partida, cuando el toro les detuvo, levantando la mano:
      —¿Qué pasa? ¿A qué viene este ruido?
      —¿Qué ruido? ¿Qué quieres decir? —preguntó el gallo.
      —¡Chitón! ¡Cállate! ¡Escuchad!
      Permanecieron quietos como ratoncitos.
      —He creído oír un... una especie de golpe en la puerta —dijo el toro.
      —¿A qué se parecía? —preguntó el cordero débilmente.
      Nadie contestó.
      La abeja sintió un escalofrío.
      —¿Por qué hemos cerrado la puerta? —dijo en voz baja.
      Mientras estaban jugando, había palidecido el día; el opulento sol, al acostarse, había flameado, se había apagado. Y ahora, las rápidas sombras llegaban corrien­do por encima del mar, por encima de las dunas, a través del prado. Tenían miedo de mirar en los rin­cones del lavadero, y, sin embargo, había que mirar todo lo que se pudiese. Y, en alguna parte, muy lejos, la abuela encendía una lámpara. Corrían los estores; el fuego de la cocina brincaba sobre las cajas de latón de la chimenea.
      —Sería terrible —dijo el toro— si del techo cavese ahora sobre la mesa una araña, ¿verdad?
      —Las arañas no caen de los techos.
      —Sí, caen. Minne nos ha dicho que había visto una araña grande, como un platillo, con largos pelos en­cima, como una grosella verde.
      Vivamente, todas las cabecitas se levantaron con un movimiento brusco; todos los cuerpecitos se acercaron, se apretaron unos contra otros:
      —¿Por qué no viene alguien a llamarnos? —gritó el gallo.
      Oh! ¡Esas personas mayores, que se reían muy tranquilas, sentadas a la luz de la lámpara, bebiendo en unas tazas! Les habían olvidado. No, no olvidado verdaderamente: esto eran lo que significaban sus sonrisas. Habían decidido dejarlos allí; enteramente solos.
      De repente, Lottie dió un grito de terror, tan agudo, que todos se agazaparon debajo de sus bancos, y gri­taron también todos.
      —¡Una cara... una cara que nos mira! —clamaba Lottie con voz aguda.
      Era verdad, era un hecho. Pegado a la ventana, se veía un rostro pálido, unos ojos negros, una barba negra.
      —¡Abuela! ¡Mamá! ¡Alguien!
      Pero aún no habían alcanzado la puerta, atropellándose unos a otros, cuando ésta se abrió para dar paso al tío Jonathan. Venía a buscar a sus chicos, para llevárselos a casa.
X
      Había tenido la intención de venir allí más temprano, pero en el jardín, delante de la casa, había encontrado a Linda, que se paseaba por la hierba, deteniéndose para quitar un clavel muerto, o para poner a una flor demasiado pesada un sostén donde apoyarse, o para aspirar profundamente algún aroma, siguiendo luego su paseo con su aire de estar siempre lejos de allí. Sobre su vestido blanco llevaba un chal amarillo con franjas rosas, comprado en la tienda del chino.
      —¡Oh, Jonathan! —llamó Linda.
      Y Jonathan se quitó rápidamente su panamá desluci­do, lo apretó contra su pecho, hincó una rodilla en tierra y besó la mano de Linda.
      —¡Salud, hermosura! ¡Salud, mi celeste Flor de Me­locotón! —gruñó dulcemente la voz de bajo—. ¿Dónde están las otras nobles damas?
      —Beryl ha salido para ir a jugar al bridge, y mamá está bañando al bebé... ¿Ha venido usted para pedir algo prestado?
      Los Trout estaban continuamente faltos de provisio­nes, y enviaban a pedirlas a los Burnell, a última hora. Pero Jonathan sólo respondió: “Un poco de amor, un poco de bondad”. Y se puso a andar junto a su cuñada. Linda se dejó caer en la hamaca de Beryl, debajo del manuka, y Jonathan se tendió en el césped junto a ella, arrancó una brizna de hierba y comenzó a mas­ticarla. Se conocían mucho. Las voces de los niños subían, entre gritos, de los otros jardines. La ligera carreta del pescador pasó rozando la cuneta del camino arenoso y, a lo lejos, oyeron ladrar a un perro; el ladrido era sordo, como si el animal tuviese la cabeza metida en un sacó. Si se escuchaba, apenas se podía oír el suave ruido líquido y rítmico de la mar en marea alta, que barría los guijarros. El sol iba cayendo.
      —Entonces, vuelve usted a la oficina el lunes, ¿ver­dad, Jonathan? —preguntó Linda.
      —El lunes, la puerta de la jaula se abre de nuevo y vuelve a cerrarse estrepitosamente sobre la víctima du­rante once meses y una semana.
      Linda se balanceó un poco.
      —Debe de ser horrible —dijo lentamente.
      —¿Es que quiere usted que ine ría, encantadora her­mana? ¿Es que quiere usted que llore?
      Tan acostumbrada estaba Linda a la manera de hablar de Jonathan que no concedía a ello la menor atención.
      —Supongo —dijo ella con aire distraído—, que uno se acostumbrará a ello. Se acostumbra uno a todo.
      —¿De veras? ¡Hum!
      Este “hum” era tan hueco que parecía resonar debajo de la tierra.
      —Me pregunto cómo se llega a conseguir —dijo Jo­nathan con aire meditativo y sombrío—. Yo, jamás he llegado a eso.
      Al mirarle, tal como descansaba allí, Linda pensó una vez más en que era muy seductor. Era extraño pensar que sólo fuese un empleado vulgar, que Stanley ganase dos veces más que él. ¿Qué tenía, pues, Jonathan? Carecía de ambición: eso era —suponía Linda—, y, sin embargo, se advertía que tenía dotes, que era un ser excepcional. Le gustaba con pasión la música; gastaba en libros todo el dinero del que podía disponer. Estaba siempre lleno de ideas nuevas, de proyectos, de planes. Pero a nada de todo eso iba a dar remate. El fuego nuevo ardía, en él; se creía casi oírle crepitar suavemente mientras él explicaba, describía, se extendía sobre la visión nueva; pero un instante después la llama había vuelto a extinguirse, de ella no quedaban más que cenizas y Jonathan iba y venía, en sus negros ojos la mirada de un hambriento. En tales momentos, exageraba lo absurdo de su manera de hablar, y en la iglesia —donde dirigía el coro— cantaba con una intensidad dramática tan terrible, que el cántico más me­diocre se revestía de un esplendor profano.
      —Me parece tan idiota, tan infernal tener que volver el lunes a la oficina —declaró Jonathan— como me pareció y me parecerá siempre. ¡Pasar todos los mejores año de mi vida sentado en un taburete, desde las nueve hasta las cinco, garrapateando el registro de otro cualquiera! He aquí un extraño modo de emplear uno su vida... su sola y única vida, ¿verdad? O bien, ¿es todo esto un sueño insensato?
      Dió la vuelta por la hierba y levantó los ojos hacia Linda.
      —Dígame, ¿qué diferencia hay entre mi existencia y la de un prisionero corriente? La sola que yo puedo advertir es que yo mismo me he metido en la cárcel y que nadie me hará salir nunca de ella. Esta situación es más intolerable que la otra. Porque si yo hubiese sido empujado allá dentro a pesar mío —resistiéndome siquiera— cuando la puerta se hubiese vuelto a cerrar, o cinco años más tarde, en todo caso, yo hubiera po­dido aceptar el hecho; hubiera podido comenzar a inte­resarme en el vuelo de las moscas, o en contar los pa­sos del carcelero a lo largo del pasillo, observando par­ticularmente las variaciones de su andar con todo lo que sigue. Pero, en este estado de cosas, me parezco a un insecto que ha venido por su propia voluntad a volar en una habitación. Me precipito contra las paredes, golpeo el techo con las alas; en resumen, hago todo lo que se puede hacer en este mundo, menos volar fuera. Y todo el tiempo no ceso de pensar, como esta falena, o esta mariposa, o este insecto cualquiera: “¡Oh, bre­vedad de la vida! ¡Oh, brevedad de la vida!”. No tengo más que una noche y un día, y este amplio, este peligroso jardín espera allí, afuera, sin que yo lo des­cubra, sin que yo lo explore.
      —Pero si usted tiene aquel sentimiento, por qué ... —comenzó Linda, vivamente.
      —¡Ah! —gritó Jonathan.
      Este “¡ah!” tenía casi un acento de exaltación.
      —¡ He aquí, donde usted me ve! ¿Por qué? ¿Por qué, es verdad? He aquí la pregunta enloquecedora, miste­riosa. ¿Por qué no vuelvo afuera? La ventana o la puerta, la abertura por la cual he entrado, está allí. No está cerrada para siempre... ¿Verdad? ¿Por qué, pues, no puedo alcanzarla y evadirme? ¡Conteste usted a eso, hermanita!
      Pero no le dió tiempo a responder.
      —Aun allí me parezco exactamente a ese insecto. Por una razón cualquiera...
      Jonathan distanció las palabras.
      —... no está permitido, está prohibido, es contrario a la ley de los insectos el cesar, siquiera un instante, de venir a golpear, a latir con las alas, a arrastrarse por el cristal. ¿Por qué no abandonar la oficina? ¿Por qué no exarninar en este momento, seriamente, por ejemplo, qué es lo que me impide abandonarla? ¿No es como si es­tuviese retenido por unas formidables argollas? Tengo dos niños que educar, pero, después de todo, son va­rones. Yo podría huir por mar, o encontrar trabajo en el interior del país, o bien...
      De repente, sonrió a Linda, y dijo con una voz cam­biada, como si le confiase un secreto:
      —Débil... débil... Ningún vigor. Ningún puerto don­de anclar. Ningún principio que me guíe, si se le puede llamar con este nombre.
      Pero en seguida resonó su voz de sombrío terciopelo:
Queréis oír el cuento
Y cómo se desenvolvió...
      Quedaron silenciosos.
      El sol había desaparecido. En el cielo occidental apa­recían masas enormes de nubes de color de rosa, blan­damente arnontonadas. Anchos rayos de luz brillaban a través de estas nubes y más allá, como si quisieran munclar el cielo entero. Allí arriba, el azul se marchi­taba; se convertía en oro pálido, y la selva, al perfilarse en él, relucía oscura y deslumbrante corno un metal. A veces, estos rayos de luz, cuando aparecen en el cielo, llenan de espanto. Recuerdan que allá arriba truena Jehovah, el Dios celoso, el Todopoderoso cuyo ojo con­templa, siempre vigilante, nunca fatigado. Recordáis que, a su llegada, la tierra entera se derrumbará, re­ducida a un cementerio de ruinas; que los ángeles fríos y luminosos os rechazarán de aquí, de allá, y que no habrá tiempo para explicar lo que se podría explicar tan sencillamente... Pero, en aquella tarde, le parecía a Linda que había algo infinitamente alegre y tierno en esos rayos de plata. Ningún ruido venía ahora del mar. Respiraba suavemente, como si hubiera querido atraer a su seno toda la belleza tierna y gozosa.
      —Todo está mal, todo es injusto —repetía la voz crepuscular de Jonathan—. No es el lugar, no es la decoración... Tres taburetes, tres pupitres, tres tinteros, una pantalla de alambre.
      Linda sabía bien que él no cambiaría nunca, pero dijo:
      —¿Es ya demasiado tarde?
      —Soy viejo... Soy viejo —salmodió Jonathan.
      Se inclinó hacia ella, pasó la mano por la cabeza.
      —¡Mire!
      Su pelo negro estaba estriado de plata, como en el pecho el plumaje negro de un gran pájaro.
      Linda se quedó sorprendida. No tenía ninguna idea de que él encaneciese. Y, sin embargo, cuando se man­tuvo de pie junto a ella y suspiró y se estiró, ella le vió, por primera vez, no resuelto, no audaz, no indiferente, sino ya herido por la vejez. Parecía muy alto en la hierba oscurecida, y este pensamiento le atravesó el espíritu... “Es como una planta sin vigor”.
      Jonathan se inclinó de nuevo y le besó los dedos.
      —Recompense el cielo tu dulce paciencia, ¡oh!, dama de mis pensamientos —murmuró—. Debo ir a buscar los herederos de mi gloria y de mi fortuna...
      Había desaparecido.
XI
      Una luz brillaba en las ventanas del bungalow. Dos cuadradas manchas de oro caían sobre los claveles y los ranúnculos friolentos y cerrados. Florrie, la gata, salió bajo la veranda y vino a sentarse en el más alto es­calón, sus patas blancas juntas, su cola recurvada en un rizo. Parecía satisfecha, como si todo el día hubiese esperado este momento.
      —Gracias a Dios que se hace tarde —dijo Florrie—. Gracias a Dios el largo día ha terminado.
      Sus ojos de ciruela claudia se abrieron.
      Muy pronto resonó el crujir de la diligencia, el chasquido del látigo. Se acercó bastante para oír las voces de los hombres que volvían de la ciudad y que hablaban a un tiempo, ruidosamente. Se detuvo en la valla de los Burnell.
      Stanley había recorrido ht mitad de la avenida, cuando vió a Linda.
      —¿Eres tú, querida?
      —Sí, Stanley.
      De un salto franqueó la platabanda y la cogió en sus brazos. La envolvió este abrazo lleno de ardor, robusto y familiar.
      —Perdóname, querida, perdóname —balbuceó Stanley, y le pasó la mano bajo la barbilla, levantando hacía él su cara.
      —¿Perdonarte? —dijo Linda sonriendo—. Pero, ¿de qué?
      —¡Díos mío! No es posible que hayas olvidado —gritó Burnell—. Yo no he pensado en otra cosa durante todo el día. He pasado un día infernal. Había decidido co­rrer hasta el correo para telegrafiarte, y luego me dije que el telegrama podría no llegar antes que yo. He vivido en la tortura, Linda.
      —Pero, Stanley —dijo— ¿qué debo perdonarte?
      —¡Linda!
      Stanley parecía seriamente herido.
      —¿No te has dado cuenta?... Has debido darte cuenta..., que me he marchado esta mañana sin de­cirte adiós. No puedo figurarme cómo he podido hacer semejante cosa. Es este diablo de carácter, naturalmente. Pero... al fin...
      Y suspiró y volvió a cogerle en sus brazos.
      —Bastante castigo tuve hoy.
      —Qué tienes en la mano? —preguntó Linda—. Guantes nuevos. Déjame ver.
      —¡Oh! Nada más que un par de guantes de gamuza baratos —dijo Stanley, humildemente—. Había notado que Bell llevaba unos esta mañana en el coche; de modo que al pasar por la tienda he entrado corriendo y me he comprado un par. ¿Qué es lo que te hace sonreír? ¿Crees que he perdido el día?
      —Al contrario, querido —contestó Linda—; pienso que esto es completamente razonable.
      Ella metió sus dedos en uno de los guantes pálidos y miró su mano, dándole vueltas por todos los lados. Sonreía siempre.
      Stanley hubiera querido decir: “Es en ti en quien pensaba todo el tiempo, rnientras los compraba”. Era la verdad; pero, por una razón o por otra, fué incapaz de pronunciar aquellas palabras.
      —Entremos —dijo él.
XII
      ¿Por qué uno, durante la noche, se sentirá tan dife­rente? ¿Por qué se producirá tal exaltación en nuestra vigilia, mientras todo el mundo duerme? ¡Tarde..., es muy tarde! Y, sin embargo, en cada instante; os sen­tís más y más despiertos, como si, cada vez que respi­ramos, fuésemos entrando, poco a poco, más adentro, en un mundo nuevo, maravilloso, mucho más conmo­vedor, mucho más apasionado que el mundo de plena luz. ¿Y qué extraña impresión es ésta de ser un cons­pirador? Ligeramente, a escondidas, vamos y venimos por nuestra habitación. Levantamos un objeto del to­cador, lo volvemos a colocar sin ruido. Y todo, hasta las columnitas de la cama, todo os conoce, os responde, comparte vuestro secreto...
      Por el díá, no amáis vuestra habitación. Nunca pen­sáis en ella. Entráis, salís; la puerta se abre y retumba; el armario deja oír un crujido. Os sentáis al borde de vuestra cama, os cambiáis de zapatos, os precipitáis de nuevo afuera. Una inmersión en el espejo, dos hor­quillas en vuestro pelo, un toque de borla a la nariz, y aquí estamos fuera, de nuevo. Pero ahora..., de re­pente se nos vuelve amable. Es una gentil, una graciosa habitacioncita la vuestra. ¡Oh!, la alegría de poseer. ¡Mía..., de mí!
      —¿Mía, mía para siempre?
      —Sí.
      Sus labios se unieron...
      Claro, naturalmente, esta frase no tenía nada que ver con todo eso. Todo eso no eran más que tonterías, locuras. Pero a pesar suyo, Beryl veía tan limpiamente una pareja de pie en medio de su habitación. Los brazos de ella se enlazaban a su cuello; él la tenía muy apre­tada. Y ahora murmuraba: “¡Encanto mío! ¡Encanto mío!”
      Saltó de su cama, corrió a la ventana y se arrodilló en la banqueta, acodada en el alféizar. Pero la hermosa noche, el jardín, cada matorral, cada hoja, aun las es­trellas, también conspiraban. Tan esplendente era la luna que las flores brillaban como durante el día, la sombra de las capuchinas, hojas exquisitas como ninfeas, flores intensamente abiertas, descansaba en la veranda plateada. El manuka, doblado por los vientos del Sur, se parecía a un pájaro posado en una pata, desple­gando un ala.
      Pero cuando Beryl miró la selva, le pareció que la selva estaba triste.
      —Somos árboles sin palabras, tendemos los brazos en la noche, implorando no sabemos qué —decía la selva desolada.
      Y es verdad que, cuando uno está solo y cuando piensa en la vida, la vida parece siempre triste. Toda esa agitación y cuanto ella arrastra os abandona de repente; se diría que, en el silencio, alguien os llama por vuestro nombre, y que ese nombre lo oís por pri­mera vez: “¡Beryl!”
      —Sí, estoy aquí. Soy Beryl. ¿Quién me llama?
      —¡Beryl!
      —¡Quiero venir!
      Se siente uno aislado, cuando se vive solo. Natural­mente, está la familia, hay amigos, en cantidad; pero no es eso lo que ella quiere decir. Es preciso alguien que descubra la Beryl que ninguno de entre ellos co­noce, que espera a lo que quede siempre: de esta Beryl. Es preciso un amante.
      —Llévame lejos de catas gentes, amor mío. Vámonos muy lejos. Vivamos nuestra vida enteramente nueva, enteramente nuestra, desde su mismo comienzo. Encen­damos maestro fuego. Sentémonos juntos para comer. Hablemos largamente, a la noche.
      Y era poco más o menos así su pensamiento:
      —Sálvame, amor mío. Sálvame.
      —“¡Oh! ¡Vamos! No venga usted ahora con pudores, pequeña. Diviértase usted mientras sea joven. He aquí mi opinión.”
      Y una brusca risotada aguda y estúpida, se unía a la risa relinchante, ruidosa, llena de indiferencia de la señora Harry Kember...
      Ya veis, todo es tan terriblemente difícil, cuando no se tiene a nadie. Hasta tal punto se está a merced de las cosas. No, se puede ser sencillamente incorrecto. Y además, siempre sentirnos este horror de parecer inex­pertos, de estar haciendo un viejo papel, como aquellos pajarracos, en la bahía. Y además... Y, además. le seduce a uno la certidumbre de que posee un poder sobre las gentes. Sí, le seduce a uno eso...
      ¡Oh! ¿Por qué, oh, por qué no vendrá él pronto?
      —Si continúo viviendo aquí —pensó Beryl—, cual­quier cosa puede ocurrirme.
      —Pero ¿cómo sabes que él debe venir? —preguntó una vocecita burlona, dentro de ella.
      Beryl rechazó este pensamiento. Era imposible que ella se quedase allí. Otras quizás; ella, no. No podía creerse que Beryl Fairfield, esta adorable, esta seductora muchacha, acabara por no casarse.
      —¿Recuerda usted a Beryl Fairfield?
      —¡Sí, la recuerdo! ¡Cómo podría olvidarla! Fué du­rante un verano, en la bahía, donde la vi. Estaba de pie en la playa, con un vestido de muselina azul —no, rosa—, sujetando con las dos manos un gran sombrero de paja crema —no, negro—. Pero ya hace años de eso.
      —Sigue como siempre, tan encantadora, más aún. Beryl sonrió, se mordió el labio y contempló el jar­dín. Mientras miraba, vió a alguien, a un hombre, aban­donar la carretera, remontar el prado a lo largo de su empalizada, como si viniese directamente hacia ella. Latió su corazón. ¿Quién sería? ¿Quién podía ser? No podía ser un ladrón, no por cierto, un ladrón no, por­que fumaba y andaba con paso ligero de noctámbulo. El corazón de Beryl brincó; se hubiera dicho que daba una vuelta completa, que luego cesaba de latir. Había reconocido al hombre.
      —Buenas noches, señorita Beryl —dijo nuevamente la voz.
      —Buenas noches.
      —¿No quiere usted ciar un paseíto? —prosiguió la voz, con tono lánguido.
      ¡Dar un paseo... a estas horas de la noche!
      —Imposible. Todo el mundo está acostado. Todo el mundo duerme.
      —¡Oh! —dijo la voz levemente, y un soplo de humo perfumado llegó hasta Beryl—. ¿Qué importa todo el mundo? ¡Venga, venga! ¡Es una noche tan hermosa! No se ve un alma.
      Beryl sacudió la cabeza. Pero ya, en ella, algo se mo­vía, algo levantaba la cabeza.
      La voz dijo:
      —¿Tiene usted miedo?
      Se burló;
      —¡Pobre chiquita!
      —De ningún modo —replicó Beryl. Mientras hablaba, aquella débil criatura que había en ella pareció evo­lucionar, pareció sentirse formidable y poderosa; Beryl se moría de afanes de salir.
      Y, precisamente, como si el otro se hubiese dado per­fectamente cuenta de ello, la voz dijo suavemente, muy bajo, pero con acento decisivo: “¡Venga, pues!”
      Beryl saltó por encima de su ventana baja, atravesó la veranda, corrió a través de la hierba hasta la valla. Él estaba allí, delante de ella.
      —¡Por fin! —dijo la voz, levemente.
      Luego se tiñó de burla:
      —No tiene miedo, ¿verdad? ¿No tiene miedo?
      Beryl tenía miedo. Ahora que se encontraba allí, se sentía aterrada, le parecía que todo era diferente. El claro de luna la contemplaba fijamente, centelleando; las sombras le parecían barrotes de hierro. Le sujetaban la mano.
      —De ningún modo —dijo ella con tono ligero—. ¿Por qué iba yo a tener miedo?
      Su mano fué suavemente atraída, arrastrada. Resistió.
      —No, no voy más lejos —dijo Beryl.
      —¡Oh! ¡Tiene gracia!
      Harry Kember no la creyó.
      —¡Venga, pues! Iremos sólo hasta ese matorral de fucsias. ¡Venga un poco!
      El matorral de fucsias era alto. Volvía a caer en lluvia por encima de la empalizada. Por debajo había un escondite en sombras.
      —No, de verdad, no quiero —dijo Beryl.
      Durante un momento, Harry Kember no respondió. Luego vino muy cerca, se volvió hacia ella, sonrió, y dijo rápidamente:
      —¡No se haga usted la tonta!
      Su sonrisa era algo que Beryl nunca había visto. ¿Estaba ebrio? Estaba deslumbrante; ciega y terrible son­risa la heló de espanto. ¿Qué iba a hacer ella? ¿Cómo se encontraba allí? El jardín, severo, le interrogaba, mientras la puerta se abría de un empujón, y Harry Kember, rápido como un gato, entraba y, asiéndola, la atraía hacia sí.
      —¡Diablillo frío! ¡Diablillo frío! —decía la odiosa voz.
      Pero Beryl era fuerte. Se deslizó, bajó la cabeza, retorció un brazo, quedó libre.
      —Usted es un miserable, un miserable —dijo.
      —Entonces, ¿por qué, Dios mío, ha venido usted? — tartamudeó Harry Kember.
      Nadie le contestó.
      Una nubecilla serena flotaba por delante cíe la luna. En este instante de tinieblas, el ruido del mar retumbó, profundo y turbado. Luego, la nube se fué a bogar a lo lejos, y el ruido del mar se convirtió en un vago murmullo, como si despertase de un sombrío sueño. Todo quedó tranquilo.


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