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Guillermo de Torre / Katherine Mansfield

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Katherine Mansfield
Ilustración de Triunfo Arciniegas
Katherine Mansfield
BIOGRAFÍA
Prólogo de En la Bahía
Por Guillermo de Torre


Así como hay escritores de vida bulliciosa y posteridad opaca, hay otros de existencia escondida cuya obra, tras la muerte, abre una estela cada vez más ancha y luminosa. Tal es el caso, tal ha sido el destino de esa admirable criatura australiana que se llamó Kathleen Beauchamp y cuyo nombre literario de Katherine Mansfield viene adquiriendo en las letras inglesas, después de su muerte den 1923, una significación cada día más irreemplazable y capital.

Unida cronológica y espiritualmente al reducido grupo de escritores que después de la guerra han cambiado la fisonomía de la literatura británica -Joyce, Lawrence, Huxley, Forster, Aldington, Virginia Wolf, los Sitwell-, liquidando el conformismo victoriano y buscando otro público que el "Plan Man", Katherine Mansfield incorpora el sentido de un nuevo realismo poético, unido a un acento femenino muy peculiar. Ello merece un atento subrayo porque precisamente los nombres femeninos no escasean actualmente en esa literatura, y junto a los ya aludidos de Virginia Wolf y Edith Sitwell cabe fácilmente agrupar los de Clemence Dane, Rosemond Lehmann, Margaret Kennedy, Mary Webb, Sheila Kaye-Smith, Victoria Sackville-West, Stella Benson, Rose Maucalay... Pero siendo todas ellas tan fieles sentimentalmente a su sexo, la voz de Katherine Mansfield resuena aún quizá con un matiz más puramente femíneo. Porque no se trata simplemente de que Katherine Mansfield sienta y escriba como mujer, sino que llega a crear todo un universo nimbado de extraordinaria poesía por lo mismo que es ordinariamente verídico, haciéndonoslo comunicable con una sorprendente simplicidad de medios. "Señor -escribía en su Diario-, hazme pareja al cristal para que tu luz brille a través de mí."

El exotismo, la atmósfera de lejanías que inmediatamente se advierte en sus libros, no era en ella artificial ni adventicio. Tenía raíces genuinas, procedía evocativamente de su infancia remota, bajo cielos no europeos: de Wellington en Nueva Zelandia. Katherine Mansfield había nacido allí, el 14 de octubre de 1888. Pasó su infancia a pocas millas, en Karori, ese pueblecito que aparece evocado en La garden-party y otros cuentos. Allí en una atmósfera colonial, en el seno de una familia numerosa, y en pugna con ella, transcurren sus primeros tiempos. A los trece años va por primera vez a Londres, al Queen's College y se manifiesta su vocación literaria; dirige el magazine de la escuela y escribe versos. Pero he aquí que es reclamada por su familia a Nueva Zelandia. Katherine añora Londres y no ceja hasta que su padre le concede una pensión. En 1908 abandona Australia para no regresar. Comienza entonces otra etapa de su vida. Para completar la exigua pensión familiar da lecciones de violín, forma en una compañía de ópera. Sometida en aquellos años a rezagados influjos wildeanos confunde arte y vida, experimentando un contratiempo sentimental: casamiento en falso, seguido de divorcio. Huye a una aldea alemana para dar a luz. Y escribe allí una serie de cuentos realistas, con matices caricaturescos, que luego formarán su primer libro: In a German Pension, publicado en 1911.
Retorna a Londres. En ese mismo año conoce a John Middleton Murry, que entonces era simplemente un estudiante en Oxford, aunque dirigiese ya una revista minoritaria, Rhythm, transformada luego en The Blue Review. Katherine Mansfield colabora en ella al tiempo que la amistad entre la cuentista y el crítico aumenta y deviene amor. Se casan en 1915. Sobreviene luego cierto acontecimiento que produce en la sensibilidad de Katherine Mansfield un choque de gran repercusión. Su hermano menor, el ser a quien ella más quería en el mundo, llega de Nueva Zelandia a Londres para enrolarse en el ejercito ingles y es muerto a las pocas semanas. Para retener su recuerdo, Catherine se vuelve sentimentalmente hacia la infancia común. Abominando -nos explica Middleton Murry- de la civilización mecánica que había engendrado la guerra, Katherine torna a la naturaleza y a la sinceridad, es decir, se retrotrae mentalmente a los días de su infancia australiana. Parte "a la recherche du temps perdu" y resuelve consagrar su obra a evocar ese mundo. "Ahora -confesaba ella misma- siento el anhelo de escribir recuerdos de mi propio país. Sí; quisiera escribir sobre mi país, hasta que haya agotado cuánto se, no solamente porque así pagare una deuda a la patria en que hemos nacido mi hermano y yo, sino también porque en mis pensamientos recorro con él todos los antiguos parajes. ¡Ah, quiero que mi patria desconocida salte a los ojos del viejo mundo. Y que todo resulte misterioso, flotante."
Así nació Prelude en 1918 y después The Garden-Party y At the Bay. Cuando estas novelas comenzaron a aparecer en revistas no dejaron de suscitar cierto desconcierto. En unos momentos de complejidades y alquitaramientos sorprendía la difícil sencillez que el arte de Katherine Mansfield lleva dentro. Pero no faltaron algunos espíritus que supieron aprehender su delicado encanto, y, en primer termino, D. H. Lawrence, a quien le unían, contra superficiales divergencias, profundas afinidades, según luego veremos. El reconocimiento público de Katherine Mansfield coincidió con el agravamiento de la tuberculosis que sufría. Por ello sus ausencias de Inglaterra se hacen, a partir de 1917, cada vez más continuadas. Reside, sucesivamente, en el mediodía francés, en Suiza, en Italia. De todos esos trances y desplazamientos hay reflejos conmovedores en sus cartas y en su Diario. Así esta declaración de patético amor a la vida: "Es infernal amar la vida tal como yo la amo. Me parece que la amo cada vez más, en vez de amarla menos... Espero poder resistir lo bastante para hacer una obra importante. Estoy harta de esas gentes que mueren cuando prometían tanto...".
Y, a medida que se agrava, su propensión espiritualista y naturista aumenta. Por ello, a penúltima hora, decide acogerse en una extraña colonia teosófica, una "Fraternidad Espiritual", que habían fundado unos rusos, en Avon, cerca de Fontainebleau. Allí murió el 9 de enero de 1923. Sus principales novelas cortas y cuentos están hoy coleccionados en cuatro volúmenes: The Garden-Party, Bliss, The Dove's Nest y The Doll's House. Ayudan a completar su conocimientos dos publiciones póstumas: un tomo del Journal y otro de Letters.


Su persona viva debía poseer no menos hechizo espiritual que su arte. Lo intuimos así al captar aquí y allá rasgos sueltos, tanto en el libro que relata puntualmente su inexistencia -The Life of Katherine Mansfield-, escrito por Ruth Mantz, en colaboración con Middleton Murry, como en muchas páginas de las Memorias de éste -Betwen two Worlds-, como en el capítulo correspondiente a Maurois, en Magiciens et Logiciens, como en casi todos los libros biográficos y anecdóticos concernientes a Lawrence y su clan -los de Mabel Dodge, Dorothy Brett, Catherine Carswell-, en los cuales también aparecen momentos y escorzos de Katherine Mansfield.


A la evocación descriptiva que de ella hizo Edmond Jaloux pertenecen los siguientes rasgos: "Reveo un ser frágil, menudo, gracioso, que da la impresión de vivir al margen de la vida, en una zona que no es completamente la vida, sino más bien su halo. Emociona la belleza del rostro: los rasgos sumamente finos, los ojos muy negros, la mirada resplandeciente y velada al mismo tiempo. Lo que también llama la atención es la igualdad del color: el rostro está enteramente cubierto de un matiz marfileño... Hay en esa figura, es esa mirada, una expresión pura, calma, profunda; una serenidad impresionante."


He aludido ya, desde el primer momento, como uno de sus matices esenciales, al valor de sinceridad que poseen los cuentos de Katherine Mansfield. Como que la autora de En la bahía era -según palabras de Gabriel Marcel- "uno de los seres más apasionadamente enamorados de sinceridad interior que hayan existido nunca". Buscaba, al igual que Lawrence, aunque por otro camino, el retorno a las fuentes autenticas de la vida del arte. De ahí la simplicidad de sus fábulas novelescas, esa manera suya de practicar cortes en el tiempo, en un medio, en una vida, eligiendo no los instantes climatéricos sino cualquier día banal, un día que no está señalado sino por un pequeño acontecimiento familiar: escenas de playa, la mudanza de los Burnell, un gardenparty, la primera jornada de unas huérfanas.


Se ha calificado el arte de Katherine Mansfield como un impresionismo familiar, se ha hablado de su misticismo (Maurois), se ha dicho que su prosa es más poética que novelesca (Middlenton Murry). No puede haber discrepancia sobre estas caracterizaciones, si bien el calificativo que mejor conviene es el de un realismo poético. Pero sí puede existir cierta disconformidad al señalar su filiación. Porque se ha insistido quizá demasiado al nombrar a Chejov como punto de partida, debido a que la misma Katherine Mansfield reconocía este precedente y hacía suya la ambición, propia del autor del Jardín de los cerezos, de pintar la vida en su incoherencia y su complejidad, rehuyendo todo efectismo teatral. Pero algo les diferenciaba radicalmente: la vena de humor satírico, constante en el ruso y ausente o muy atenuada en la australiana. Su único punto en común es la tendencia hacia un arte cristalino y aproblemático. "El problema -escribía Katherine Mansfield en una de sus cartas- es una invención del siglo XIX. Un artista observa atentamente la vida. Y se esfuerza en expresar su visión. Todo lo demás lo deja a un lado." Pero esta simplificación, unilateral como cualquier otra, sólo es válida para quien la enuncie apoyada en una vida consistente; y superfluo resulta agregar que no puede sentar normas.


Por lo demás, aquello que interesaba fundamentalmente a Katherine Mansfield era mantenerse fiel a la vida, sin desnaturalizarla con la interferencia de un yo tendencioso o absorbente. Así escribía en otra carta: "!Que maravillosa es la vida desde el momento en que uno se entrega a ella. Me parece que el secreto de la vida es aceptarla. Discutidla, tanto como queráis, pero, ante todo, aceptadla... Sólo corriendo el riesgo de perderse, entregándose enteramente a la vida, puede hallarse la respuesta." Naturalidad, espontaneidad, directismo, afán de traducir la realidad como es, como ella la veía y sentía. Tal era la preocupación esencial de Katherine Mansfield, que reaparece, con frecuencia casi obsesionante, en su Diario y en las cartas. "La cuestión es siempre: -escribía en una de las últimas- ¿quién soy yo? En tanto que no se haya respondido a la pregunta, no entiendo cómo puede uno gobernarse. ¿Existe un yo? Hay que estar segura de esto para alzarse firmemente sobre las plantas de los pies. Y no creo un solo minuto que estas cuestiones puedan ser resueltas únicamente con la cabeza. ¿Cómo salir del trance? No veo ninguna posibilidad de salvación si no aprendemos a vivir también con nuestras emociones y nuestros instintos, manteniéndolos en equilibrio." Aquí está la relación de afinidad, antes aludida, entre Katherine Mansfield y Lawrence. Pues es sabido cuán lejos llevaba este último su fobia intelectualista y su afirmación contraria de lo instintivo y lo corporal.


Tornando a la misma idea, escribía Katherine Mansfield en uno de las últimas cartas, poco antes de su muerte: "Solamente siendo fiel a la vida puedo ser fiel al arte. Y fidelidad a la vida significa bondad, sinceridad, simplicidad, probidad."¡Qué lejos se sitúa aquí del esteticismo de sus primeros pasos! Katherine Mansfield llegó a la meta propuesta. Su muerte a los treinta y cuatro años no es una frustración. Había dado la medida de su alma y había podido dejar páginas inolvidables. Las cuatro novelas cortas que aquí se reúnen, por vez primera en español, son otros tantos ejemplos cabales de su arte tan puro y delicado, irreductiblemente femenino.


1938.

Guillermo de Torre
Katherine Mansfield, En la bahía
Bruguera, Barcelona, 1982, pp. 7-14




El género de la intimidad / Katherine Mansfield y Clarice Lispector

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Clarice Lispector
Ilustración de Triunfo Arciniegas
El género de la intimidad: 
Katherine Mansfield y Clarice Lispector

Writing, intimacy and gender: Katherine Mansfield & Clarice Lispector


Por Alejandra Josiowicz

Egresada de la Universidad de Buenos Aires, Argentina; cursa su doctorado en la Universidad de Princeton, Estados Unidos. ajosiowi@princeton.edu



RESUMEN

El artículo analiza problemas teóricos y críticos en relación a la escritura de la intimidad en los Diarios de Katherine Mansfield y en las crónicas del Jornal do Brasil de Clarice Lispector. En primer lugar, aborda la relación entre género literario y género sexual y entre feminismo y autobiografía. En segundo lugar, analiza la constitución de la voz en los géneros íntimos y problematiza la idea de intimidad tomando como punto de partida la teoría psicoanalítica. Luego, propone el análisis comparativo de ambas escritoras en torno a la idea de literatura periférica y a la de relación entre obra literaria e intimidad exhibida. Finalmente, se pregunta por el rol de la imagen de mujer y la comunidad femenina en su textualidad.
Palabras clave: Escritura Íntima, Género- Sexual, Subjetividad, Katherine Mansfield, Clarice Lispector.

ABSTRACT
The article deals with some of the theoretical problems of the writings of intimacy in the Journals of Katherine Mansfield and in chronicles written by Clarice Lispector in the Jornal do Brasil. Firstly, it examines the connections between literary genre and gender and between feminism and autobiography. Secondly, it considers the emergence of the self in the genres of intimacy and contends with the idea of the intimacy by making use of psychoanalytic theories. Subsequently, it analyzes both writers comparatively by considering the concept of the literature of the periphery. It also examines the bond between literary oeuvre and the intimacy exhibited in them. Finally, it judges the images of womanhood and of the feminine community in their intimate writings.
Key Words: Intimacy Writings, Gender, Subjectivity, Katherine Mansfield, Clarice Lispector.



Katherine Mansfield
Ilustración de Triunfo Arciniegas

El siguiente artículo se propone explorar una serie de textos situados en la frontera entre el espacio íntimo y más personal de un escritor y el ámbito público de la escritura. Para pensar ese lugar de borde o grieta, desarrollaremos una serie de interrogantes productivos de acuerdo a una perspectiva crítico- literaria que intenta, por un lado, problematizar el concepto de sujeto autor como entidad homogénea y, por otro, pensar los dilemas que lo atraviesan en términos de género (-sexual). Surgirá, una y otra vez, la pregunta de bajo qué protocolos es posible leer textos en que lo más personal y biográfico se entrelaza fuertemente con la escritura pública y los protocolos de publicación. ¿Cómo articular obra y autobiografía cuando los paradigmas de la crítica se han liberado tanto del fantasma del análisis biográfico como del sujeto como negatividad? ¿Será posible problematizar tanto los procesos de constitución de la escritura como los de constitución del sujeto a la luz de una nueva conceptualización del yo literario? Se impone volver a rastrear las relaciones entre subjetividad y letra en términos que den cuenta del modo en que la vivencia del dolor se relaciona con la escritura. Asimismo, es necesario adoptar una mirada de género sobre la constitución del yo escriturario, toda vez que los haces identitarios de género (-sexual), de clase y de raza generan entonaciones específicas de la voz y tejen la trama de su acceso a la letra. La escritura como construcción de una voz narrativa –pública o íntima- requiere una reflexión sobre el género- sexual, al mismo tiempo que sobre el género- literario. En el caso de los textos que leeremos, ambos escritos por mujeres, en los que se viola sistemáticamente el espacio de lo íntimo a través de la cruda exposición de la subjetividad, la perspectiva de género resulta indispensable para entender qué tipo de transgresión intentan desplegar. Si rompen con la imagen de una femineidad sumisa al decir aquello que se suponía que una mujer no podía decir ni en el espacio privado ni en público, lo hacen quebrando las fronteras y el canon de los géneros y haciendo de la escritura su laboratorio de experimentación.
Los textos en los que analizaremos dicha unión máxima entre literatura e intimidad son el Diario (1987) de Katherine Mansfield y las crónicas reunidas bajo el título de Revelación de un mundo (2004)1 escritas por Clarice Lispector para el Jornal do Brasil. Mansfield y Lispector trazan ante nuestros ojos el itinerario de una de las dilemáticas de la subjetividad del Siglo XX: ¿Cómo escribir "yo" justamente cuando la identidad ha estallado en mil pedazos? ¿Qué elecciones de técnicas y géneros de escritura se sobreimprimen con qué prácticas de constitución de sí? Mientras la primera no escribe autobiografía sino diario, (diario de escritora frustrada, crónica de la agonía y la imposibilidad), la segunda expone su intimidad en pleno espacio público, exhibiéndose a sí misma como un ítem más en el mercado masivo de las comunicaciones. Pero la constatación de un quiebre en la subjetividad moderna no nos impide huir de cualquier diagnóstico apocalíptico; por el contrario, permite leer la escritura del yo como lugar de experimentación y puesta en juego de toda legitimidad. La hipótesis es que entre los diarios de Mansfield y las crónicas de Lispector se dibuja un arco que va de la escritura íntima como pathos del fracaso ("no puedo escribir", "no puedo ser quien soy") a la escritura cronística como performance triunfal del yo ante el receptor ("el sentido soy yo"). La escritora busca su remedio en la escritura, en la exhibición del dolor-de-ser fragmento, ser el nombre leído y el cuerpo de lo visto, la palabra pública. Y, por este mismo acto, corre el riesgo de inscribirse en la cultura, de alienarse, volverse hegemónica, marca petrificada que circula en innumerables intercambios simbólicos, sometida a infinidad de pequeños actos de significación. En la inscripción de la intimidad de ambas escritoras, leeremos la clave de la relación entre literatura y proyectos de liberación.

1) Género y escritura íntima
Comenzaremos pensando el espacio de la escritura íntima como portador de una marca de género-sexual unida al género literario en el proceso de constitución de la subjetividad. La relación entre géneros menores (testimonios, diarios, cartas) con sujetos que carecen de acceso a las formas legitimadas de enunciación, como durante siglos lo han sido las mujeres, se vuelve entonces centro del debate. En primer lugar, es necesario reformular la tan mentada pregunta sobre si hay una escritura femenina diferente de la de los hombres en cuanto al género, al estilo o a la cualidad de la voz. Como la crítica feminista lo ha advertido, el problema debe plantearse en otros términos, evitando estigmatizar la escritura femenina, para así dar cuenta de cómo la práctica escrituraria de las mujeres ha debido refugiarse en los géneros que le eran permitidos – típicamente, aquellos relacionados con una idea de sentimentalidad e intimidad femeninas – para acceder al lugar de enunciación. Como la crítica Sidonie Smith plantea, en tanto habitantes de los márgenes del discurso, las mujeres han quedado fuera de "géneros androcéntricos" y han sido encerradas en géneros menores como "cartas de amateur, diarios y anotaciones, escribiendo sus propias historias, pero de una forma más decorosa, al confinar su expresión al dominio doméstico" (1991:95). Según Smith, debido a esto, la autobiografía actual de mujeres se distingue justamente por ser portadora de la huella de la opresión y de la exclusión históricas. Se trataría de un "ventrilocuismo cultural" que dota a la autobiógrafa de una comprensión más profunda de su relación con el lenguaje patriarcal aprendido y con las narrativas de sí que otros le han enseñado a contar. Ahora bien, lo que Smith no considera es que a lo largo de todo el Siglo XX, las escritoras han luchado por incluirse en el canon y muchas lo han conseguido con éxito. Esto ha tenido consecuencias considerables, como son la estabilización y la legitimación de ciertos nombres de autoras asociados al prestigio de su obra. Es por eso que, en este ensayo, intentaremos leer géneros todavía no enteramente legitimados por el canon literario, como son los diarios y las crónicas, para dar cuenta de los procesos por los cuales algunas escritoras, en lugar de luchar por las oportunidades que les ofrecían los géneros altos, eligieron transgredir no sólo una imagen impuesta de género sexual sino una jerarquía de géneros literarios.
Ahora bien, no nos adelantemos. La relación entre crítica feminista y autobiografía, o escritura del yo es profunda y tiene larga data. Como dice Ángel Loureiro en su Introducción a El gran desafío. Feminismos, autobiografía y posmodernidad (1994), el feminismo nace con la lucha de la mujer por decir "yo", por enunciar en primera persona y ser sujeto de su propia biografía, lo que desencadena una serie de dilemas de representación. Como más arriba hemos dicho, esta problematización se agudiza en los géneros íntimos, que funcionan como cárcel, el lugar de la "intimidad sensible" en donde las mujeres han sido encerradas históricamente por los estereotipos culturales. Sylvia Molloy advierte en "Identidades textuales femeninas: estrategias de autofiguración" (2006) que la mujer ha venido siendo objeto de representación literaria en América Latina, mucho más a menudo que sujeto de enunciación. Según Molloy, por su lugar exiliado de toda inscripción institucional, la autofiguración de la mujer pone en evidencia los resortes hegemónicos de toda representación, ya sea mediante el humor o la parodia de las propias mitologías construidas en torno a lo femenino.
Como parte del cada vez más complejo debate por la representatividad en los estudios feministas actuales, que incluye la pregunta por la politicidad de los géneros literarios y su uso por parte de hombres y mujeres, ha venido surgiendo un reclamo por "repersonalizar la identidad femenina" (Loureiro, 1994:28). Podemos pensar que la elección de géneros que habitan el espacio de lo íntimo, como los diarios o las cartas, contribuyen a poner en escena, con un énfasis específico, al yo. Estos géneros, además de ocupar un lugar periférico ante el canon, son particularmente propicios para el trabajo de autoconocimiento y liberación del sujeto – mujer. Como dice Sidonie Smith (1994:39) en "El sujeto [femenino] en la escena crítica, la poética, la política y las prácticas autobiográficas", los géneros autobiográficos tienen una relevancia particular para todo grupo minorizado, como arma de defensa, testimonio histórico y lugar de expresión. El punto más interesante de la propuesta de Smith es su idea de pensar autobiográficamente, es decir, dotar de valor testimonial y psicobiográfico a textos quizás no canónicos y voces no occidentales que cuestionen las leyes de los géneros literarios y sus formas de organizar la subjetividad. Leer esos textos de mujeres como documentos de marginalidad histórica y resistencia potencial permite alumbrar herramientas discursivas que trazan vías no hegemónicas de constitución de sí.
La tarea que se le impone a una crítica de género en la actualidad es entonces la de descentrar el sujeto universal, el hombre blanco heterosexual y su correlato femenino neutralizado, y, de este modo, dejar espacio a la voz de las minorías (raciales, coloniales, de clase) que se superponen a la identidad femenina oprimida. Tanto en el caso de Katherine Mansfield como en el de Clarice Lispector, como sujetos cuyo acceso a la esfera pública y a la vida literaria fue problemático, podemos advertir un doble movimiento: por un lado, un intento de legitimar su propia voz enmascarándose con los estereotipos de lo femenino y con las marcas de legitimación de la cultura nacional en la que pretendían insertarse (la inglesa para una inmigrante de la colonia de Nueva Zelanda, la brasileña para una inmigrante ucraniana judía que creció escuchando el yiddish (Pazos Alonso y Williams, 2002:22). Pero, superpuesto a ese intento, también es posible observar un proyecto de liberación de la voz, que no se restringe al ámbito personal. En la vida y en la obra de ambas escritoras se advierten rastros de rebeldía frente a los roles asignados a la mujer y, sobre todo, un proyecto claro de construcción de un grupo de pertenencia, de mutua solidaridad, con otras mujeres. La necesidad de rodearse de interlocutoras femeninas, que enmarquen la práctica literaria de estas escritoras en dispositivos no jerárquicos de intercambio, se vuelve entonces patente en los dos casos.
Katherine Mansfield no sólo se dedicó a realizar reseñas de escritoras para las revistas en la que contribuyó – como Athenaeum –, lo que delata un interés específico por la escritura de mujeres, sino que estableció una excepcional relación de cooperación intelectual – que no excluyó la competencia – con Virginia Woolf. Su dificultad por vivir de acuerdo a los parámetros de una sociedad patriarcal – su vida estuvo marcada por embarazos, abortos esporádicos, sexualidad no disciplinada, moral extravagante, repetidos fracasos matrimoniales,2– se traduce en una tendencia a la bisexualidad – que aparece como tópico en su literatura, junto al tema del amor lésbico, que surge en su diario y en algunos de sus cuentos (Nathan, 1993:6). Por otro lado, a medida que su enfermedad avanzaba, se hizo presente en ella una necesidad de establecer lazos cada vez más íntimos con mujeres, lo que se advierte tanto en sus diarios como en las cartas. Sin embargo, es necesario advertir que no hay en Mansfield un reclamo por una escritura feminista sino un rechazo de la idea de "prosa femenina"3 – lo que puede atribuirse a su sensibilidad modernista y a su interés por la experimentación formal con la voz. De cualquier modo, en la idea del escritor como voz andrógina (1994:109) y en la relatividad de los constructos de género – masculino o femenino –, que Mansfield nunca ve como fijos (1994:110), podemos advertir la emergencia de una especie de literatura bisexual, que advierte sobre la naturaleza huidiza y ambivalente de la identidad sexual humana.
Por otro lado, como proveniente de una cultura colonizada como es la neozelandesa ante la metrópolis británica, la literatura de Mansfield problematiza implícitamente cuestiones de género uniéndolas indisolublemente con cuestiones de raza. En sus textos la idea de la homosexualidad femenina aparece frecuentemente ligada a mujeres Maoríes, con lo cual la imagen de la diferencia étnica abre la posibilidad de un tipo de subjetividad sexual distinta. Los estereotipos de la identidad colonial aparecen implícitamente parodiados en su literatura, junto al ridículo a que somete los roles de género. Debido a esto, los estudios críticos de la actualidad acerca de la literatura de Mansfield han rechazado la imagen de feminista simbolista y modernista europea, para restituir la carga política en su literatura, que la vuelve relevante para una lectura poscolonial y minoritaria (ver Bridget Orr, 1993:58).
Clarice Lispector también intentó establecer una serie de relaciones particularmente relevantes con otras mujeres. En primer lugar, reconoció a la propia Katherine Mansfield como una de las pocas figuras literarias de las que recibió influencia.4 Por otro lado, sus empleadas domésticas fueron las únicas compañeras de su intimidad durante su vida adulta (ver Roncador, 2008), hasta tal punto que la figura de la "mucama" se volvió verdadero tópico en sus escritos. Además, el diálogo con las lectoras de las crónicas que escribe en distintas publicaciones de Brasil, algunas de ellas exclusivamente dedicadas al público femenino, surge como una instancia fundamental de formación de su literatura. Allí aparece tanto el ideal de mujer ama de casa y madre devota como la imagen de una mujer moderna que intenta emanciparse haciendo uso de todas las armas que le presta la civilización. En este sentido, la asociación cómplice con la lectora permite hacer de lo femenino algo escandalosamente público e íntimo al mismo tiempo, mientras que la feminización de la voz contribuye a parodiar todo estereotipo. Luiza Lobo, en su artículo "Feminism or the ambiguities of the feminine in Clarice Lispector" (Pazos Alonso and Williams, 2002), analiza las crónicas que Lispector escribe en el Correio da Manhãbajo el pseudónimo de Helen Palmer, que incluyen consejos de belleza para mujeres. Y allí dice que en sus textos:
La belleza se muestra entonces como una liberación psicológica para las mujeres, de los problemas de la vida que no pueden ser fácilmente resueltos a largo plazo. Su identificación con lo "femenino" como intrínsecamente bello o elegante, característico de la esencia femenina, la ayudó a establecer un diálogo con sus lectoras mujeres. [Lispector] Se proyecta a sí misma como una mujer solitaria y victimizada, que recibe apoyo psicológico de una cadena de visitas femeninas, cartas y llamados telefónicos (2002:97, traducción y subrayado míos).
Paralelamente a Mansfield, Lispector sufre los prejuicios sociales respecto a su condición de mujer separada – el divorcio no se legaliza en Brasil hasta el año 1977, es decir, poco después de su fallecimiento – y termina sus días rodeada casi exclusivamente por una compañera femenina: Olga Borelli. Asimismo, al igual que Mansfield, Lispector no esgrime un feminismo explícito sino que contradice los presupuestos hegemónicos patriarcales en forma implícita, de modo doble: por un lado, transgrede el género crónica, volviéndolo escritura intimista que abre las puertas a la lectora femenina. Por otro, exhibe los estereotipos de lo femenino como máscara para esconder la ruptura que implica la liberación de los flujos del deseo en su literatura.

2) Intimidad y extimidad. Subjetividad y géneros íntimos
Con miras a una reflexión más profunda acerca del sujeto de los géneros íntimos, formularemos algunas aclaraciones acerca de su naturaleza. Para ello, utilizaremos una serie de conceptos psicoanalíticos, que resultan especialmente relevantes porque problematizan cualquier oposición binaria entre lo íntimo y lo externo al sujeto.5 Por otro lado, la idea de que el inconsciente es interior pero también intersubjetivo implica que el centro mismo del sujeto está fuera de él: el yo es, por excelencia, excéntrico. En El sublime objeto de la ideología, Slavoj Zizek (1989) plantea que lo más íntimo del sujeto es extra-subjetivo y que, como un tesoro escondido, se vuelve imposible de dominar o siquiera de nombrar. Todo proceso de subjetivación es entonces necesariamente un reconocimiento de culpa de quien se sabe impotente para responder al misterio. En este sentido es que el psicoanálisis piensa al sujeto como éxtimo6, situado en el borde entre exterioridad e interioridad y atravesado por ese vacío, la imposibilidad de responder (Zizek, 1989:178). Lo éxtimo, como intimidad externalizada, resulta un concepto especialmente útil porque nos recuerda la estrecha relación entre lenguaje e inconsciente (Zizek, 1989:132), nos evita pensar la intimidad en términos de un "secreto" a revelar y nos ilumina su cualidad representacional. La escritura íntima, por lo tanto, ilustra la naturaleza anfibia de todo lenguaje, radicalmente interno, como forma material del inconsciente, y radicalmente externo, como murmullo de la alteridad más radical. En ella se advierte en qué sentido todo lenguaje desnuda lo más personal de un individuo e ilumina, al mismo tiempo, aquello que lo excede.
Otro psicoanalista, Pierres Gilles Guéguen, en su ensayo "The intimate, the extimate and psychoanalyitic discourse" (2006), aborda la irrupción de la intimidad en la literatura, su valoración pública y estética. Según él, la emergencia de este fenómeno se relaciona históricamente con la confesión de lo indecoroso: un acto de verdad relacionado con la transgresión. La literatura íntima implicaría, según él, un uso de la verdad como confidencia en soledad que, sin embargo, no deja de pensar un otro- lector- testigo- cómplice (Guéguen, 2006:265). El sentimiento de intimidad genera un contagio histérico, dice Guéguen: el lector se identifica histéricamente con la verdad, dado que percibe lo íntimo como más verdadero que lo público y cotidiano. En este sentido, según Guéguen, los escritos íntimos pueden analizarse como éxtimos porque exhiben lo más oculto, exponen lo inconfrontable, lo más próximo al yo pero también más difícil de articular (Guéguen, 2006:269).
Por otro lado, teóricas feministas del psicoanálisis como Julia Kristeva se detienen a pensar la relación entre la letra y esa zona de indecibilidad en el caso particular de la mujer. Surge entonces la pregunta acerca de cuál es la relación entre experiencia traumática y letra publicable para las mujeres. ¿Cómo es que las escritoras transforman el dolor en escritura? ¿Qué género usan para hablar del trauma o del dolor? ¿La "tristeza femenina" es previa o surge del proceso mismo de alienación que, como hemos visto, atraviesa su acceso al lenguaje?
En Black sun. Depression and melancholia (1989), Kristeva analiza la escritura de la intimidad como escritura doliente (in-pain writing) y la relaciona estrechamente con el duelo por la pérdida del objeto materno como parte ineludible del proceso de individuación. En este sentido, para entender el rol fundamental del dolor (proveniente de una causa externa o inflingido a uno mismo) como motor de la escritura y fuente de placer en escritoras como Katherine Mansfield o Clarice Lispector, resultan indispensables las reflexiones de Kristeva en torno al narcisismo negativo en la mujer: "Modesta, silenciosa, ella dirige golpes morales y psíquicos contra sí misma, los cuales, sin embargo, nunca le reportan placer suficiente" (1989:30, traducción mía). Tal como Kristeva analiza en la poética de Marguerite Duras, para estas mujeres la literatura cumple no sólo un rol catártico sino de complicidad con la enfermedad ("La muerte y el dolor son las telas de araña que tejen el texto" [1989:229, traducción mía). La crisis psíquica o física genera en el lenguaje un estado experimental, y sus literaturas hacen de la enfermedad algo productivo. Histéricas o tuberculosas, pero nunca romanticonas sumisas, tanto Mansfield como Lispector hacen de la enfermedad y del dolor un modo de politizar la vida privada. En el caso de Mansfield, la tuberculosis, según críticas como Mary Burgan (1994), fue uno de los motores fundamentales de su escritura (de hecho, la sensibilidad sintomática y la estética del detalle marcaron su estilo). Mansfield supo apropiarse de las metáforas de la enfermedad y de la experiencia del dolor para dar intensidad a su escritura (1994:174). Lispector, por su lado, hace de la locura y del excentricismo psíquico un lugar de resistencia frente a los roles estereotipados de la mujer y del individuo en general. Lo cierto es que las dos supieron transformar el dolor privado en un asunto político ("Vivimos la realidad de un mundo sufriente" dice Kristeva [1989:235, traducción mía]). Como creadoras de una literatura íntima y enferma, ambas se comprometen en un duelo imposible por la identidad perdida. En el caso de la mujer, nos dice Kristeva, la tristeza por ese proceso no reprime sino que potencia los flujos de la escritura. Eso explica no sólo el torrente sino también el exhibicionismo exasperado que marca ambas estéticas.

3) ¿Una literatura periférica?
Katherine Mansfield nació en Nueva Zelanda en 1888 y murió en Francia en 1923 y Clarice Lispector nació en 19207 en Ucrania y murió en 1977 en Brasil. La última fue lectora de la primera desde su juventud, y se reconoció plenamente en el proyecto escriturario de la otra.8 Las sometemos al ejercicio comparatista con la idea de que ambas son similares en su rebelión ante una idea estable o fija de literatura, sexualidad y nacionalidad. Son migrantes por razones meramente fácticas pero también por decisión propia, por una toma de partido a nivel político.9
Pero ¿por qué puede decirse que estas escritoras, hoy en día parte del canon literario, plantean la oportunidad de pensar una literatura periférica? Comenzaremos por analizar el caso de Katherine Mansfield. Es interesante considerar que Mansfield recibe su primera instrucción en una escuela de pueblo que, al decir de su viudo, no era diferente de la del "chico que traía la leche, y que las hijas de la lavandera". Más tarde viaja a concluirla en Inglaterra, madre patria que la deslumbra por su efervescencia cultural. Pero la semilla del malestar ya estaba sembrada. La marca de -lo que es percibido por ella como- educación frustrada y de su pertenencia a una cultura periférica la llevarían a elegir Inglaterra como lugar de residencia, con la idea de que allí iba a poder satisfacer su voracidad intelectual.10 Sin embargo, nunca conseguiría establecerse en forma fija, dado que continuaría mudándose constantemente por Europa, viviendo en pensiones, inicialmente debido a un embarazo, más tarde por motivos económicos y por una afección pulmonar y cardiaca. Este nomadismo crónico de Mansfield se une a la paradoja de que en sus últimos años se lanza a una recuperación del pasado infantil y de la familia perdida, que se vuelve tema principal de sus relatos. Pero es en su diario en donde pone en juego una dinámica deseante que constantemente apunta hacia el hemisferio opuesto – la Nueva Zelanda que no volverá a ver jamás – y resta toda densidad a lo real.
Ya sabes que siempre me sentiré extranjera aquí (1987:63) [dice]
Inglaterra me es inútil. ¿Qué quiero decir con esto? Quiero decir que jamás ha existido ni existirá entre las dos ningún rapprochement. Jamás...Verdaderamente lo que detesto es la ausencia en ella de aquello que emociona (1987:142).
Nueva Zelanda es, por otro lado, el lugar donde se reinventa un público fantasmático: "todos tienen que tener este libro, todos los de allá" (1987:81). Si Europa es el lugar para vivir, la colonia, patria de la infancia, es el motor y la sustancia del escribir, con los ojos del que mira en el perpetuo exilio:
Quiero, por un instante, hacer surgir a los ojos del viejo mundo nuestro país inexplorado. Tiene que ser misterioso, casi como si flotara sobre las aguas, tiene que cortarle a uno la respiración. Tiene que ser "una de aquellas islas..." (1987:74, énfasis mío).
En los Diarios de Mansfield no hay estrictamente voluntad de literatura nacional porque no hay una sola nación en el horizonte: la palabra, y el misterio, nacen en la relación entre la literatura central (inglesa) y la periférica (neozelandesa), relación de desigualdad, de dependencia. El diario es el espacio donde irrumpe la colonia, en el que es posible construir una lengua literaria colonizada, fantasmática, evanescente. En este punto, cabe destacar que uno de sus críticos neozelandeses, Ian A. Gordon, ha llamado la atención acerca de la presencia de modismos y términos típicos del dialecto del inglés de Nueva Zelanda y de palabras de origen maorí en sus textos.
Por otro lado, en Mansfield siempre es la distancia, ya sea geográfica o la que imponen la literatura y la enfermedad, lo que pone en movimiento la escritura. En el último período de su vida, lleva esta tendencia al extremo hacinándose en un territorio expropiado de la realidad, habitado únicamente por ella y por el fantasma– las percepciones, sonidos e imágenes de su hermano muerto.
Clarice Lispector nació en Ucrania y vivió en Brasil, país al que llegó con dos meses de edad. Hija de inmigrantes judíos, debió mudar de residencia varias veces durante su vida, en primera instancia con su familia, debido a la pobreza del padre y a la muerte de la madre, y luego como esposa de un diplomático, lo que la llevó a residir tanto en Europa como en los Estados Unidos. Sin embargo, Lispector es lo opuesto a una internacionalista. No sólo porque se proclama brasileña y declara su deseo de pertenecer a la lengua portuguesa, sino, sobre todo, porque hay en ella una necesidad de anclaje. Con luminosa conciencia de que la pertenencia nacional genera marcas en la subjetividad, Clarice siente que ser brasileña implica una cualidad estético-política que la afilia a la periferia. Por otro lado, el público lector del Jornal do Brasil se obstina en verla como una extranjera; ante las cartas preguntando si es rusa, a causa de su apellido y su acento, Clarice responde defendiéndose como alguien a quien quisieran robarle la nacionalidad o exiliarlo de la pertenencia.11Es justamente por ese riesgo latente que su brasileñismo se enuncia en términos de programa:
Si bien tengo una alegría: pertenezco, por ejemplo, a mi país, y como millones de otras personas soy pertenecida de él a tal punto, que soy brasileña. (...) No, no es por orgullo, ni por ambición. Estoy feliz de pertenecer a la literatura brasileña por motivos que nada tienen que ver con la literatura, pues ni siquiera soy una literata o una intelectual. Feliz sólo de "ser parte" (2004:91, los subrayados son míos).
A riesgo de incursionar en la psicobiografía, se podría pensar que en la base de esta necesidad de pertenecer, hay un dato biográfico: su orfandad, la muerte de la madre a la edad de diez años. Sin embargo, ante ese vacío fundante, en lugar de lanzarse a recuperar la lengua12 y la madre (patria), Lispector profundiza el estatuto carente, tanto de lengua como de patria, contra todo nacionalismo. Así, pone en evidencia cuánto de construido y artificial hay en toda nacionalidad.

4) De "no encuentro el sentido" a "el sentido soy yo". El recorrido de la extimación
Ahora bien, ¿Por qué relacionar estas dos formas, el Diario de K. Mansfield y las crónicas escritas durante siete años para el Jornal do Brasil? En primer lugar, debemos notar que en ambos casos la práctica de la escritura es sinónimo de vigilancia, exposición de sí y juicio. En Mansfield, la escritura del Diario es la crónica de la lucha y la capitulación de la escritora ante sí misma, ante un proyecto de escritura y subjetividad que constantemente se difiere – aún cuando más frecuentemente se inscribe –. En Lispector, por otro lado, el juez es el público delJornal, ante el cual la escritora consagrada se desnuda una y otra vez en frenética danza. Si, como ella dice, su proyecto es ganarse la vida mediante la escritura de esas crónicas, y su preocupación, conservar su intimidad resguardada del dominio público, ¿cómo podría pensarse fracaso peor que el de no poder escribir otra cosa que el sí mismo? En segundo lugar, en los dos se escenifica un dramático rechazo del yo, un martirologio y un sacrificio autoimpuesto que funda el sí mismo en las ruinas de toda identidad, que hemos visto como parte de la dinámica de deseo femenina. Mansfield lo hace en un ámbito simuladamente íntimo y Lispector en uno descaradamente público. Mientras K. M. enuncia la idea de una práctica escrituraria transgresora de los "grandes géneros" y declara abiertamente su voluntad de publicar sus escritos íntimos,13 C. L. afirma reiteradamente su no-saber acerca de la escritura cronística y su prescindencia de toda distinción genérica, dado que toda escritura, para ella, es escritura de sí: "¿Ven ustedes qué a gusto estoy escribiendo? Sin mucho sentido, pero a gusto. ¿Qué importa el sentido? El sentido soy yo." (2004:160). Estos textos trazan el recorrido de una violenta extimación de la escritura del yo, latente en el primero, vuelta fenómeno performativo en el segundo. El yo se desbarranca y la escritura es no sólo testigo sino herramienta de la extimación de la intimidad.
4.a) "Desde ahora, día por día tengo que llevar una cuenta exacta de mis fracasos"
En la imposibilidad de escribir es donde reside toda la dinámica de la escritura mansfieldeana, así como la relación entre Obra y diario. Su obra literaria debe pensarse como un mero resto que ha escapado de esa lucha, una isla en el vacío. Como dice Roland Barthes (2003:20) respecto a la relación entre diario íntimo y obra en André Gide: la obra como creación de personajes y de un mundo ficcional traduce un deseo de ser alguien del escritor, de llenar el vacío en sí mismo y en el mundo. El diario íntimo de escritor, al ser la huella de esa imposibilidad, es escritura del sujeto-en-proceso, del sujeto-en-obra. En Mansfield, el Diario es el parte de la batalla espiritual de la escritora por acceder al lugar de enunciación, de productora de cultura:
Vuelvo a dormir mal y he decidido romper todo lo que he escrito y empezar de nuevo. Estoy segura de que esto es lo mejor. Esta miseria mía persiste y estoy completamente aplastada bajo su peso. Si algún día pudiera escribir con mi fluidez de antaño, el hechizo se rompería. Es el continuo esfuerzo, la lenta construcción de una idea, y luego delante de mis ojos, y fuera de mi poder su lenta disolución (1987:39).
Como crónica de un fracaso, el Diario es profundamente antiliterario, constituye una crónica del martirologio del yo, un forzamiento a ignorar el llamado de la vocación, del deseo humano y material de ser Autor. "No puedo escribir" se vuelve entonces no una imposibilidad sino una ascesis, una prohibición: "Mi deseo más profundo es el de ser un escritor, el de haber hecho "una obra". Y ahí está el trabajo, ahí me esperan las novelas, secansan, se marchitan, se ajan, porque no quiero venir. Oigo, reconozco su presencia, y sin embargo sigo sentada en mi balcón, y juego con el ovillo de lana. ¿Qué es lo que hay que hacer?" (1987:237, énfasis míos).
Cuanto más frecuentemente escribe sus proyectos de obra en el diario, más definitivamente los difiere, autocastigo que, como vimos, es constitutivo de la jouissance femenina. Por otro lado, el "no puedo escribir" puede leerse también como un "no puedo ascender" de la voz femenina, "no puedo ser aquélla que estoydestinada a ser". Tiene horror a la improductividad y a la fragmentación – del cuerpo, de la letra y del yo –,
no quiero averiguar si esto es la verdadera tuberculosis: quizá se volverá galopante, ¿quién sabe? Y mi trabajo no estará terminado. Esto es lo que importa. Sería intolerable morir... dejar "fragmentos", "esbozos"... nada verdaderamente acabado (1987:105).
Como una coleccionista, había atesorado esos fragmentos en el reservorio de la escritura – el diario – pensando en su eventual utilidad.14 Toda la parafernalia autodisciplinaria que despliega el Diario está justamente destinada a surtir un efecto experimental sobre su vida y su obra: es invención de un orden autónomo, mucho más riguroso que cualquier norma social. En sus momentos de mayor lucidez, sin embargo, tiene conciencia de no ser completamente íntima, de que algo terminaba por "emerger" de su escritura diarística: lo inasible del propio yo, lo éxtimo.
4.b) "¿Y por qué, sólo por que escribí, piensan que tengo que seguir escribiendo?"
Las crónicas que Lispector escribe en el Jornal do Brasil podrían ser pensadas como "performance[s] de lo literario" (Link, 2006), dado que ponen en escena y parodian los protocolos de constitución de la literatura, las figuras del autor y el lector en la modernidad y en la cultura de los medios masivos de comunicación. Hay tres ejes o instancias alienantes que están en el origen del acting clariceano. En primer término, la cuestión del pago y la profesionalización. Se escribe por necesidad de dinero, lo que implica un primer forzamiento del sujeto en el origen de la escritura. La segunda instancia es la del nombre. Cuando Lispector comienza a escribir las crónicas ya es una escritora reconocida y de cierto éxito. Su nombre se ha vuelto, entonces, una marca registrada. En sus colaboraciones periodísticas previas, Lispector no había estampado la firma o había firmado con pseudónimo. En este momento, sin embargo, el diario debió ver su nombre como un ítem de valor, dado que por primera vez le pide que lo haga. Se trata de una segunda sujeción: ser coherente con su nombre – para lo cual no debe hacer nada, puede ser trivial o brillante: su nombre se impondrá como huella legitimada.
La tercera de las instancias es la del género cronístico y la circulación masiva del periódico, que implica la confrontación con un público amenazante por su heterogeneidad. Desde sus primeras colaboraciones, Lispector se pregunta por el público: "¿qué es lo que más le interesa a la gente?" (2004:16). Y se plantea, ¿con qué llenar ese espacio en blanco que es la columna diaria, ese transcurso en el que se inserta la propia palabra, cuyo principio y fin (la firma) están predeterminados? ¿Cómo evitar reproducir la autoridad hegemónica de la cultura, que implica las tres instancias: profesionalización, nombre de autor y legibilidad? Lispector utiliza una serie de estrategias de rebelión, todas ellas destinadas a restar legitimidad a la propia palabra.
Ante la primera de las instancias, el tema del pago, pone en escena el mero performativo de la escritura. Respetando la convención del título y la firma, hace del resto pura escritura automática. Varias crónicas llevan el título de "Escritura al correr de la máquina". En ellas, se limita a reproducir el gesto, el movimiento físico de escribir, sin posteriores mediaciones intelectuales: "Si ustedes creen que voy a recopiar lo que estoy escribiendo o corregir este texto, se equivocan, va así como está. Sólo lo leeré para corregir errores dactilográficos" (2004:262). Corregir sólo los "errores dactilográficos" implica negarse a ser escritor, ser simplemente un copista. Y su inscripción, junto a la frecuente mención de que escribe porque le pagan, es un acto de rebeldía, de burla frente a la idea espiritualizada de escritor que trasciende toda materialidad: "Me pagan para que escriba. Yo escribo, entonces. (...) Pero la vida está muy cara (...) Necesito trabajar mucho para tener las cosas que quiero o necesito" (2004:262). Con respecto a la segunda instancia, la de la autoría, Lispector intenta restarse a sí misma y deconstruir el nombre- de- autor: "No soy de dominio público. Y no quiero que me miren. (...) Quiero ser anónima e íntima" (40).
La crónica escribe la irrelevancia, quiebra la idea de estilo, vulgariza el lenguaje volviéndose sentimental, quejosa, exasperadamente íntima. Eso la lleva a la utopía performativa radical, que es la irrupción de la palabra del lector en el texto. El 9 de octubre de 1971, dice
Un lector inventó otra historia sobre el coatí y el hombre, narrativa llena de peripecias, algunas tal vez arbitrarias, algunas profundas. (...) El inventor se dirige a mí como CL. y la firma es una letra única, y para colmo ilegible. Copio íntegramente las aventuras del coatí (...) (2004: 296)
El hecho de transcribir en forma íntegra -sospechamos, sin correcciones – la escritura notablemente críptica del lector, unido a la ininteligibilidad del nombre, pone en escena el quiebre de la función autoral, en una verdaderaapología de la mala literatura.
Eso nos conduce a la tercera instancia: la de la forma y su circulación. Los procedimientos disruptivos antes enumerados se hallan fuertemente ligados a una falta de respeto por el género. Clarice recibió varias críticas a su labor como cronista: "Una persona me contó que Rubem Braga dijo que yo sólo era buena en los libros, que no hacía bien las crónicas. ¿Es verdad, Rubem? Rubem, hago lo que puedo" (2004:291). La falta de tema de interés público y de reflexión sobre lo social debe leerse como una renuncia ascética. Implica un quiebre de la ilusión de representación: el único emergente en ese territorio yermo es la intimidad, el paisaje interior. Y su tiempo, el puro presente: "...no sé "vestir una idea con palabras". Lo que escribo no se refiere al pasado de un pensamiento, sino que es el pensamiento en tiempo presente..." (2004:226). Esta ascética acarrea un riesgo al sujeto: la exposición de sí. Único tema sobre el que se habla, el yo, contra su voluntad, se delata, revela aquello que no estaba dispuesto a dar, lo que no estaba incluido en el pago: el secreto detrás de la máscara.
Y, también sin darme cuenta, a medida que publicaba para él [se refiere al diario] me iba volviendo demasiado personal, corriendo el riesgo dentro de poco de publicar mi vida pasada y presente, cosa que no quiero (2004:93, la aclaración es mía).
Correr el riesgo máximo, explicitar lo no dicho, es lo que la lleva a la performance autorreferencial:
Hay cosas que jamás diré: ni en libros ni mucho menos en un diario. Y no diré a nadie en el mundo. (...) Agrego: no quiero contarme ni a mí misma ciertas cosas. (...) No, ni piensen que voy a hablar de Dios: es un secreto mío (2004:261).
Acto de afirmación y negación al mismo tiempo, enunciar esa ley implica la traición que constituye su debilidad radical. Mientras lo dejen hablar, el grafómano se delatará en un instante de verdad, y eso es lo que posibilita su alienación. Una vez dicha, su palabra, puro riesgo del lenguaje, podrá ser reutilizada por la institución literaria.
El autor ya no tiene secreto, se ha desnudado. "No quiero decir otra cosa que lo que ustedes quieran oír", dice Lispector, fingiendo inocencia pero revelando, al mismo tiempo, el acto demagógico implícito en todo lenguaje que se quiere masivo. El público es la instancia reencantatoria de la escritura clariceana, incluso en el momento de la muerte, del desbarrancarse del yo y de la caída de la máscara. El hecho de que exista alguien que observa, redime el dolor y da sentido al martirio. Con el público como testigo, Lispector se suicida en la escritura, en una performance del desbarrancamiento. Es por eso que la escritura allí es éxtasis, goce puro que se gasta íntegramente en su realización.

5) La escritura femenina como máscara
Finalizaremos con una reflexión acerca del modo en que la femineidad funciona como máscara o disfraz en la poética de Katherine Mansfield y Clarice Lispector. El tema de la máscara ha sido extensamente abordado por los estudios de género así como por los estudios sobre autobiografía, dado que resulta fundamental para dar cuenta del proceso por el cual las mujeres adquieren voz, y del tipo de representaciones genéricas que utilizan en ese momento crucial en que irrumpen como enunciadoras. En la línea de las reflexiones post-estructuralistas de Paul de Man sobre la autobiografía como enmascaramiento (1991), teóricas como Diane Elam plantean que la autobiografía es "un género imposible" dado que "toda autobiografía produce ficción o figuras en lugar del autoconocimiento que buscan" (Anderson, 2006:120). Si los géneros de la autofiguración enmascaran en lugar de iluminar la identidad, no debe pensarse esta máscara como una imposición puramente externa. Sobre todo en el caso de las mujeres, asumir la máscara puede funcionar como una estrategia paródica de la identidad. Según Joan Riviere, la mascarada encubre -y protege- el deseo de la mujer intelectual de ocupar el lugar de enunciación supuestamente "masculino" mediante la simulación de una femineidad convencional. Judith Butler (2001), por su lado, concibe la máscara como una creativa "producción performativa de la diferencia sexual" y como una "(de)construcción paródica" (Butler, 2001:81). Advierte que la máscara femenina no hace más que dar cuenta de la mascarada general, es decir, de la índole artificialmente construida de toda diferencia sexual. Pero, como advierte Toril Moi en su capítulo "Patriarchal reflections" (2002:139), la idea de que la mímica del discurso masculino puede funcionar como un modo de transgredir la lógica patriarcal puede resultar en una performance histérica- mimética que las encierre en un único lenguaje. Asimismo, la propia Butler, en Bodies that matter (1993), contradice la idea de que la constitución de una identidad de género se pueda pensar en términos de enmascaramiento: "La actividad de conferir género no puede ser una expresión humana o un acto, una apropiación voluntaria, y ciertamente no se trata de la cuestión de ponerse una máscara" (1993:7). El género no es asumido voluntariamente como máscara para Butler sino que se trata de una "matriz" anterior, "condición de posibilidad" de todo sujeto.
Sin embargo, para los casos de las escritoras que hemos analizado, es de advertir que, habiendo atravesado por el proceso de subjetivación genérica, las escritoras invierten la operación y crean una parodia o mascarada de esas redes simbólicas que las constituyen. Esos disfraces pueden servir para poner de relevancia los resortes alienantes de toda enunciación y de los roles de género.
En el Diario de Katherine Mansfield puede leerse un rechazo a ocupar el rol de esposa/ mujer/ madre, como amenaza castradora de la libertad. En su Diario (1987:294-295), el marido aparece como ausencia, un fantasma o un pasajero, carente de ataduras. Del mismo modo, vivir juntos – condición socialmente necesaria del matrimonio – es una pura imposibilidad. El yo únicamente expresa su deseo en términos de carencia: lo real "sólo es el sueño de lo que podría ser" (1987:295). En esta escena fantasmática se puede leer entrelíneas un reproche a sí misma por la falta de estabilidad doméstica y por no haber formado una familia (¿Qué es, sino, ese sueño incumplido?) enunciado por la voz fantasmal de la madre. Deberíamos preguntarnos, entonces: ¿no será contra ese fantasma de lo materno que se constituye la máscara de rebeldía mansfieldeana?
Por otro lado, el concepto de mascarada se muestra ampliamente productivo para pensar la escritura clariceana. En primer lugar, la máscara de la antiintelectual: niega para sí misma el status de escritora, de intelectual o de profesional. Yo no hago literatura, "apenas escribo", dice Lispector en una entrevista de TV. En segundo término, crea la máscara de la mujer misteriosa, metafísica. El yo de la escritora se representa como entidad inaprensible por medio de la razón y, justamente por eso, cercana al gusto del público. En tercer lugar, la máscara de enunciación clariceana encuentra su cristalización más potente en el tópico de la mujer – madre, cotidiana, concernida pura y exclusivamente por cuestiones de belleza, maternidad y vida doméstica:
Soy una mujer que sufre, como todas las personas del mundo, los mismos dolores y los mismos deseos. Yo nunca pretendí asumir una actitud de superintelectual. Yo nunca pretendí asumir ninguna actitud, de hecho. Llevo una vida común y corriente. Crío a mis hijos. Cuido mi casa. Disfruto de ver a mis amigos. El resto es mito (Gotlib, 1995:435).
Claro que el mito-Clarice venía funcionando hace tiempo, como anota su biógrafa, y con éxito. Es esa pose, performance paródica y mascarada de lo femenino, la que nos permite leerla como reivindicación de la potencia reencantatoria de la intimidad.
Si bien la femineidad, como hemos visto, aparece en ambas escritoras como un núcleo paradójico, sería interesante volver a la pregunta por su status liberador. La salida que encuentran las teóricas literarias feministas de la actualidad que estudian la autobiografía, como Linda Anderson (2006), es la de pensar que los escritos confesionales establecen una comunidad de experiencia de mujeres escritoras y lectoras, que comparten los mismos dilemas de constitución de la identidad subjetiva femenina. Esa comunidad de experiencia entre mujeres, cuya emergencia hemos analizado en Mansfield y en Lispector, contribuye a restituir valor político a unos escritos muchas veces fragmentarios. Se trata, como dice Anderson, del efecto disruptivo de otras voces, excluidas por razones de raza, género o clase, que emergen en los márgenes del sujeto autónomo unificado, ignoradas por el feminismo hegemónico occidental (2006:27). Demasiado a menudo, ese feminismo ya canónico ha leído a las mujeres del tercer mundo como una identidad en bloque, homogénea, reservando los problemas de constitución del yo para las mujeres occidentales. Leer a dos escritoras como K. Mansfield y C. Lispector, que provienen de ámbitos geográfica, histórica y políticamente desplazados, nos ha permitido formular un cuestionamiento de los géneros literarios canónicos aceptados evitando toda simplificación del sujeto- mujer fuera del ámbito occidental. Tanto Lispector como Mansfield esgrimen complejas concepciones del arte, ponen en acto modos de liberación subjetiva y abren nuevas sendas para la lectora, latinoamericana, anglosajona, e internacional.

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Recebido para publicação em agosto de 2008, aceito em novembro de 2009.


1 Coincido con su biógrafa, Nádia Battella Gotlib, quien afirma que dichas crónicas pueden considerarse "un extenso diario de Clarice Lispector" (Gotlib, 1995:376).
2 "El matrimonio será sinónimo de ansiedad para ella, no de felicidad amorosa", como dice Rhoda B. Nathan en su artículo "The life as a source" (Nathan, 1993:8).
3 Elaine Showalter ofrece una clave para entender este rechazo de Mansfield en la "naturaleza puntitiva de su ficción" (citado en Hanson, Clare. "Introduction to the Critical writings of Katherine Mansfield" (Nathan, 1994:224).
4 Según la autora admite, había leído el cuento "Bliss" a los quince años, y a partir de ese momento, leyó con avidez todo lo que encontró de esa escritora (Pazos and Williams, 2002:100).
5 De hecho, el psicoanálisis no piensa en términos discretos los ejes oposicionales adentro- afuera, significante- significado, verdad- apariencia o continente y contenido sino como conceptos continuos (Evans, 1996).
6 Son varios los teóricos del psicoanálisis que piensan lo éxtimo. Jacques Lacan en el Seminario VII "La ética del psicoanálisis" (1992) plantea que el significante humano ya está instalado al nivel del inconsciente como alteridad radical. Lo más escondido, siendo centro de la subjetividad, dice Lacan, es también una representación. Lo éxtimo es la exterioridad más íntima o la intimidad más exterior. Asimismo, en el Seminario XI, "Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis" (1981), Lacan plantea que, dado que el inconsciente es el discurso del Otro, puede decirse que el sujeto contiene como lo más íntimo su extimidad. La extimidad implica que lo íntimo es el lenguaje del Otro. Por otro lado, Jaques Allain Miller dice que, además de permitir romper con la bipartición de la vida psíquica, el concepto de lo éxtimo indica que lo más íntimo tiene no sólo una cualidad de exterioridad sino también de opacidad, difuminando toda transparencia (1994:75). Se trata de un misterio, un cuerpo extraño o parásito que, una vez más, pone en evidencia al yo como alteridad (1994:80).
7 O en 1925. Su biografía explica las contradicciones que hay entre sus documentos de nacimiento y entrada al Brasil en lo que respecta a su fecha de nacimiento (Gotlib, 1995).
8 "Emocionada, yo pensaba: ¡pero este libro soy yo! (...) Después me enteré de que la autora no era anónima, siendo, por el contrario, considerada uno de los mejores escritores de su época: Katherine Mansfield.", escribe Lispector en una de sus crónicas para el Jornal do Brasil (2004:323).
9 Con respecto a la política crítica de una literatura periférica, puede verse el ensayo de Gilles Deleuze y Felix Guattari "¿Qué es una literatura menor" (1978).
10 Sigo aquí el testimonio de su esposo y editor póstumo John Middleton Murry en su "Introducción" al Diario(1987:12). Varios estudios críticos retoman esa tesis. Véase, por ejemplo, Gordon, 1954.
11 Se trata de la crónica titulada "Aclaraciones- Explicaciones de una vez por todas" correspondiente al 14 de Noviembre de 1970 (2004:247-248).
12 Con respecto al estatuto del portugués como lengua carente, Lispector dice: "Si (...) me preguntaran a qué lengua querría pertenecer, diría: al inglés, que es preciso y bello. Pero (...) se volvió absolutamente claro para mí que lo que yo quería realmente era escribir en portugués. Y hasta habría querido no haber aprendido otras lenguas: sólo para que mi abordaje del portugués fuera virgen y límpido" (79-80, subrayados míos).
13 "Y, por último, quiero anotar todo en un carnet pequeño, para que sea publicado algún día. Y nada más. Ni novelas, ni historias complicadas, nada que no sea sencillo, abierto" (1987:74-75, subrayado mío). Manifiesto de una obra sin género, sin trama ni personajes y sin ficción. Más adelante, sin embargo, contradice esta voluntad de publicación de su Diario: "...mi intención es que esto no lo lean ningunos ojos más que los míos. Estos apuntes son realmente privados. Y confieso que nada me proporciona mayor alivio" (1987:224). Esto último, escrupulosamente ignorado por J. M. Murry, editor y exégeta de su obra.
14 "Casi no hay diario íntimo de escritor que no apueste a ese extraño porvenir conjetural. (...) De ahí las dos características básicas que parecen definir la práctica: una disciplina maníaca (nulla dies sine linea), la irresponsabilidad" (Pauls, 1996:3).






El abrazo de la serpiente / Un Amazonas que ya no existe

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El abrazo de la serpiente,
de Ciro Guerra

EL ABRAZO DE LA SERPIENTE

Viaje a un Amazonas que ya no existe

La colombiana ‘El abrazo de la serpiente’ gana en el Festival de Cannes el premio a la mejor pelìcula en la Quincena de Realizadores

El equipo de 'El abrazo de la serpiente' cruzando el río Amazonas / PRODUCCIÓN
Un aplauso que se prolongó por diez minutos durante el estreno mundial de la película colombiana El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, fue la primera señal que recibió este joven realizador en Cannes, hace ya una semana. El broche de oro fue lo que pasó este viernes, cuando la cinta obtuvo el Premio Art Cinema Award a Mejor Película de la Quincena de Realizadores, donde se presentan las obras más innovadoras e independientes del cine mundial. “El día del estreno pensaba que uno trabaja cinco años para un momento como este, donde la película deja de ser nuestra y pasa a ser de la gente”, dice Guerra desde Cannes.
El filme se estrenó el jueves en Colombia con gran expectativa de lo que muchos ya venían diciendo a cientos de kilómetros y unos cuantos abrebocas: un Amazonas en blanco y negro, deslumbrante, al que viajan dos exploradores extranjeros en la primera mitad del siglo XX, pero en tiempos diferentes, para buscar una planta sagrada con la ayuda de un chamán, quien es el último sobreviviente de su tribu. “Una exploración visual fascinante del hombre, la naturaleza y los poderes destructivos del colonialismo”, dijo Hollywood Reporter, que la ubicó en el tercer lugar del listado de las diez películas favoritas de sus críticos.
“La Amazonía es la mitad del país y le hemos dado la espalda. No tenemos idea ni de su cultura, ni de su historia"
Guerra (Río de Oro, Cesar, 34 años) venía de hacer una película muy personal, Los viajes del viento, que contaba una historia de sus raíces, de la región en la que nació en el Caribe colombiano. Por eso quería lo opuesto, un viaje hacia lo desconocido. “La Amazonía es la mitad del país y le hemos dado la espalda. No tenemos idea ni de su cultura, ni de su historia. Es una mancha verde a la que le tenemos miedo”, dice.
Un amigo antropólogo le recomendó que leyera los diarios de los primeros exploradores que recorrieron la Amazonía colombiana, el alemán Theodor Koch-Grunberg y el estadounidense Richard Evan Schultes. “Fueron mis guías y de alguna manera ellos partieron en sus diarios del mismo punto que yo. Dejaban atrás a sus familias cuatro o cinco años para adentrarse a un lugar inexplorado”, explica el colombiano. Fue en esos diarios donde encontró la historia que decidió contar con un ingrediente adicional y novedoso para el cine amazónico: desde el punto de vista de los indígenas. “Eso es realmente lo que nosotros podemos ofrecer desde el cine que hacemos en América Latina”.
El Amazonas que se ve en la cinta ya no existe. “Es como si hubiéramos tenido que hacer una película en la luna. Todo, absolutamente todo, es ficción”, dice Guerra. La razón es que su historia se basa en las fotografías de los exploradores, las cuales retratan un mundo lejano y como dice el director, muestran una región despojada de su rótulo turístico. “Es un Amazonas que ya perdimos pero que en el cine vuelve a vivir”. De ahí que la película se haya hecho en blanco y negro.
A favor de la producción se sumó que los habitantes de las selvas del Vaupés y el Guainía, donde se filmó la cinta, conocían la historia. Guerra quería hacerla con las comunidades y no solo les pidió permiso para filmar en lugares sagrados y les explicó sus motivos para hacerla, sino que las vinculó al rodaje delante y detrás de la cámara. También fueron sus guías en lo que él llama “el manejo de la selva”, para que la llegada de la producción “no significara un desequilibrio”. Y funcionó. El clima fue benéfico, no sufrieron enfermedades, ni accidentes.
Fotografía de la película colombiana
El impacto para todo el equipo fue profundo. “Es encontrarse con el gran conocimiento de las comunidades amazónicas que ha sido muy despreciado por la sociedad occidental. En realidad, han vivido en un ecosistema durante 10.000 años sin depredarlo, manteniendo un equilibrio entre su vida y la naturaleza y sin acabarse entre ellos”.
El otro reto era trabajar con indígenas para lograr la autenticidad que buscaba Guerra y la productora Cristina Gallego. En especial, de Karamakate, el chamán interpretado, en su juventud y vejez, por los indígenas Nilbio Torres y Antonio Bolívar. “No había nadie más que pudiera hacer esos papeles, no había mil candidatos, eran ellos, con una fuerza grandísima”, explica. Bolívar es, al parecer, uno de los últimos indígenas Ocarina que sobrevive. Reside cerca de Leticia, ciudad fronteriza entre Colombia, Brasil y Perú, y también fue el traductor del equipo durante las siete semanas que duró el rodaje, ya que hablaba tres dialectos.
El premio estimula la distribución de la cinta en una red de 3.000 salas asociadas en Europa, Estados Unidos, África y América Latina. Ciro Guerra ya había estado en Cannes en 2009, con Los viajes del viento, cuando no era común que eso sucediera con una película colombiana.
Hoy la historia es otra. En esta versión, el país hace presencia con cuatro cintas seleccionadas, por encima de Argentina, México y Brasil, muestra del crecimiento que ha tenido el cine colombiano y de su calidad. Al galardón de Guerra se suma que la cinta La tierra y la sombra, ópera prima del colombiano César Acevedo, ganó tres premios en la Semana de la Crítica. También participaron Alias María y el proyecto El Concursante.



El abrazo de la serpiente continúa su camino al Oscar

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‘El abrazo de la serpiente’ 

continúa su camino al Oscar

La película colombiana es la única aspirante latinoamericana a la estatuilla de mejor película de habla no inglesa

'El abrazo de la serpiente'
Fotograma de 'El abrazo de la serpiente'.
Los cines exhiben ahora mismo una película que ofrece la posibilidad de viajar a galaxias lejanas y sitios extraterrestres. Hay cintas, sin embargo, que transportan a lugares desconocidos de este mundo sin tener que moverse de la butaca. Esa es la esencia del cine y ese ha sido precisamente el éxito de El abrazo de la serpiente, la película colombiana que se ha convertido en un fenómeno y que este viernes ha quedado en la shortlist, la lista de finalistas, al Oscar a mejor película extranjera.
“El Amazonas es un mundo completamente desconocido”, dice Ciro Guerra. El director de la cinta, nacido en 1981 en el departamento de César (noroeste de Colombia), ha abierto una ventana a ese sitio. Quienes se han asomado a ella han quedado fascinados por esta historia de dos europeos que viajan con un chamán a través del río en busca de la yakruna, una planta con propiedades medicinales.

La película, en blanco y negro, se rodó en el noroeste amazónico, en la frontera de Colombia con Brasil. Es una zona muy rica donde se hablan 17 dialectos indígenas. En la cinta figuran varias comunidades, entre ellas las guanano, ticuna y cuitoto, que fueron parte activa “tanto delante como detrás de cámara”, según el director.
Contra todo pronóstico, se convirtió en un éxito en su país de origen, donde estuvo once semanas en cartelera. En el extranjero también ha sido aclamada. Una ovación de diez minutos concluyó su primera exhibición en Cannes, donde ganó el premio de la Quincena de realizadores. La película se estrenará en México, Venezuela, Argentina y Brasil entre enero y marzo de 2016. A España llegará el 17 de febrero.
“Nunca sabes qué va a pasar con una película”, asegura Guerra en una entrevista con EL PAÍS. “Siento que es como escribir algo en una botella y lanzarla al mar”. El mensaje en esta ocasión ha llegado a mucha gente. El realizador sigue pensando por qué El abrazo de la serpiente ha conectado tan bien con las audiencias. “Ha tocado una fibra. El ser humano contemporáneo se siente muy perdido y está muy abrumado por la violencia, la división, las guerras, el odio y la xenofobia. Muchas cosas nos dicen que la sociedad no está funcionando y la gente está en una búsqueda espiritual”.
Guerra trabajó cinco años en la película. Dos de ellos estuvieron dedicados al guion. Primero comenzó su aproximación a los pueblos amazónicos desde un punto de vista casi antropológico, documental. Sin embargo, se dio cuenta de que los sueños, la imaginación y la ficción eran muy importantes en la cosmovisión indígena. “Ellos creen que el mundo se crea en medida que se cuenta”, afirma el realizador.
Esa visión poética del mundo indígena sirvió de motor a la experiencia cinematográfica. Pero el director se apura a decir que El abrazo de la serpiente “no es el Amazonas”. “El pensamiento amazónico es casi incomprensible para alguien que no lo ha estudiado”, agrega. Por ello, Guerra ha tratado de crear un puente para que el espectador se aproxime a ese mundo durante 125 minutos.
La película luchará contra la alemana Laberynth of lies (Giulio Ricciarelli), la francesa Mustang (Deniz Gamze); la danesa A war(Tobías Lindholm); la belga The Brand New Testament (Jaco Van Dormael); la finlandesa The Fencer (Klaus Haro); la jordana Theeb (Naji Abu Nowar); la irlandesa Viva (Paddy Breathhnach) y la gran favorita, la húngara Son of Saul (Laszlo Nemes). Las cinco nominadas se darán a conocer el próximo 14 de enero, y los premios serán entregados el 28 de febrero.
El abrazo de la serpiente es muy sudamericana”, dice Guerra. La película es una coproducción de Argentina y Venezuela. Fue filmada con un equipo de la región que incluye a mexicanos y peruanos. “Está hecha sin apoyo europeo que normalmente teníamos que buscar”, cuenta el cineasta. Guerra cree que el cine latinoamericano está robando el espacio que mucho tiempo ocupó el cine europeo y el cine independiente de Hollywood. “El cine que cuestiona ha sido olvidado porque están concentrados en hacer blockbusters”. Los Fénix, que premian lo mejor del cine Iberoamericano, parecen haber respaldado este discurso. Ciro Guerra fue galardonado como mejor director en la segunda edición de los premios.




Charlotte Rampling / 45 Years

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 45 AÑOS

Irrumpe un fantasma

David Constantine sigue indagando en el lenguaje secreto del amor y su reverso



fotograma de '45 años'.
La frase final de un buen relato nunca es una clausura, sino una puerta abierta a los ecos que va a dejar esa lectura, el umbral de nuevas posibilidades, una clave de interpretación del conjunto pero, también, un instrumento para seguir formulando preguntas que ya no podrán tener respuesta en el espacio de la escritura. Ignora este crítico si la frase final del relato que inspira 45 años equivale al plano que cierra esta película sutil, humanísima y desoladora, pero esa última imagen -y el delicado temblor de los labios de Charlotte Rampling en el epicentro de su seísmo interior- tiene la fortaleza y el magnetismo de un desenlace maestro, alma de gran frase final.

45 AÑOS

Dirección: Andrew Haigh.
Intérpretes: Charlotte Rampling, Tom Courtenay, Geraldine James, Dory Wells, Hannah Chalmers, Richard Cunningham, Rufus Wright, Michelle Finch.
Género: drama.
Gran Bretaña, 2015.
Duración: 95 minutos.
Nuestro circuito de exhibición descubrió a Andrew Haigh con su segundo largometraje: Weekend (2011), muy lúcida reflexión sobre las resonancias futuras de una relación ocasional que, de paso, desvelaba un sutil tejido de micro-homofobias en el paisaje cotidiano. A partir de un relato del aquí co-guionista David Constantine, 45 años, su nuevo trabajo, sigue indagando en el lenguaje secreto del amor y su reverso a través de la mirada íntima –y, sobre todo, atentísima al detalle revelador– a los seis días previos a la celebración del aniversario de bodas de un viejo matrimonio. El lunes de esa semana fatídica, en la que se tambaleará una inversión afectiva de cuatro décadas y media, llega una carta a la casa de los protagonistas: una comunicación oficial del gobierno suizo comunicando el hallazgo del cadáver congelado de la mujer que fue el primer amor del marido, desaparecida en accidente de montaña en 1962.

45 años cuenta cómo se instala un fantasma en la apacible vida de los ancianos: un amor malogrado cuya inesperada manifestación lo infectará todo. Charlotte Rampling lleva sobre sus hombros casi todo el peso dramático en la piel de un personaje sometido a un proceso de desmantelamiento interior donde se irá nublando la mirada y las palabras emergerán como lava volcánica. A su lado, Tom Courtenay imprime una convincente fragilidad a ese marido que libra un pulso entre la pérdida de sus facultades y el recuerdo de un fulgor irrecuperable en esta película precisa, sin detalle que no esté cargado de sentido, incluido el contrastado uso de Smoke Gets in Your Eyesal principio y al final de este viaje lacerante.

Katherine Mansfield / Las emociones tangibles

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Katherine Mansfield
Ilustración de Triunfo Arciniegas
Katherine Mansfield
BIOGRAFÍA
LAS EMOCIONES TANGIBLES

Virginia Woolf sentía por Katherine Mansfield una gran admiración The Hogrth Press -la imprenta que poseían los Woolf- imprimió alguno de sus primeros relatos. No resulta difícil de explicar la admiración de Virginia Woolf, los relatos de Katherine Mansfield describen un universo de sensaciones que es también la materia sobre la que ella elabora sus novelas. Más exacto sería decir la inmateria, el espíritu. Las dos se centran en los oscuros sutiles y trascendentes repliegues del sentimiento y las impresiones más íntimas. Por supuesto los resultados son divergentes, pero sus literaturas parecen brotar de centros familiares. Katherine Mainsfield se ejercitó en el arte de la novela corta. En la medida del cuento su sensibilidad se mueve cómoda y segura, alcanzando una madurez que no puede por menos que producir asombro; había nacido en 1889, murió en 1923, a la edad de 34 años, enferma de tuberculos, en una comunidad teosófica de Fontenebleau a la que se había retirado convencida de que su enfermedad ya no podía tratarse físicamente, porque impregnaba su espíritu, dejando tras de sí cinco volúmenes de relatos, uno de trabajos críticos, un diario, un cuaderno de apuntes, un libro de poemas y un montón de cartas. Su marido -crítico y editor- se preocupó de publicar sus obras póstumas. En esto su suerte también recuerda la de Virginia Woolf. Contó con la solicitud de un marido que le animó a emprender y continuar la carrera literaria. No deja de ser curioso y significativo.

El Garden Party

Katherine Mansfield. Ediciones del Cotal. Barcelona, 1977.
De los relatos incluidos en este volumen se destaca uno, Las hijas del difunto coronel, La sutileza de lo que no se dice, pero se ve, se palpa, el sentimiento de angustia, horror y liberación unidos que experimental las dos solteronas cuando muere el padre al que han dedicado su vida, alcanza tal expresividad y precisión que lo convierte en uno de esos cuentos magistrales, creadores, a la vez que narradores, de sensaciones. Uno recuerda, por ejemplo, Los melocotones, de Dylan Thomas, donde el olor, el color y la edad de la sala de visitas, allí descrita-, llega hasta nosotros desde la per:cepción del niño, ofreciéndonos de golpe todas las complejidades y confusiones del mundo de sus emociones infantiles. Así, la situación de las mujeres ahora huérfahas situación concreta que tenemos, aún menos probabilidades de haber vivido que la referida en el mencionado relato de Dylan Thomas -se convierte para nosotros en algo sumamente real. La magia se produce en parte por la técnica de la autora de no presentar detalladamente la situación, sino de presentar el diálogo entrecortado y a veces sin sentido de las mujeres; por él nos acercamos a su nuevo -mundo -el de la orfandad- y al que ha terminado para ellas; vemos a su padre, el amor, respeto y temor que les infundía. La relación de las dos hermanas con la criada, Kate, es reveladora de la dimensión de su inseguridad. En cierto modo, Kate es el mundo con el que se deben enfrentar y no pueden. Su sobrino, a quien desean regalar el reloj de su padre, es la esperanza, una esperanza a la medida de sus atrevimientos y temores, ¿cómo no sospechar, en el fondo, que el reloj no suponga para él ningún valor sentimental? Constantin y Josephine son en realidad una persona única que habla consigo misma, velada, temblorosamente, queriendo y no, queriendo profundizar en la razón última de las cosas.
Predomina en los cuentos de Katherine Mansfield una intensa preocupación social y sicológica por el débil, el oprimido, el marginado. La descripción de estos personajes nos transmite, casi intactas, sus congojas. Su miseria no es una miseria «elaborada» o comentada, sino vista, sentida desde dentro y, por tanto, algunas veces imperceptible para el mundo que la rodea, Sus cuentos, que son morales, eluden la moralización.


Katherine Mansfield / Amores de evolución diurna

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Katherine Mansfield
Ilustración de Triunfo Arciniegas

Katherine Mansfield 

AMORES DE EVOLUCIÓN DIURNA


El centenario del nacimiento de Katherine Mansfield, la mejor cuentista de la literatura inglesa, que despertó admiración y recelo en Virginia Woolf se cumplió ayer.El autor narra la vida apasionada de esta neozelandesa que vivió en Europa y analiza su arte exquisito, más próximo a la poesía que a la novela.
Érase una vez una chica de Nueva Zelanda que tocaba el violonchelo y escribía relatos, y que vino a Londres y tuvo grandes amores y pasiones, y que a los 34 años murió en Fontainebleau, junto a París, en un centro de la secta gurdjieff. Aunque ella no lo sabía, era la mejor narradora de cuentos en literatura inglesa y había forjado un arte exquisito, más próximo a la poesía que a la novela, donde cada emoción tenía su palabra adecuada.Su padre era un acaudalado hombre de negocios de Wellington, y en 1903 la enviaron a Londres para que pasara tres años en el Queen's Mary College y dos años después decide quedarse en Inglaterra. Su mente es lúcida: "Es infernal amar la vida tal y como yo la amo". Y su comportamiento parece el de una heroína de Henry James -una chica extranjera perdida por la pérfida Europa- que buscara una explicación a los sentimientos. En 1909, como una exhalación, conoció, casó y dejó a su marido, el escritor George C. Bowden, pero estaba embarazada de otro hombre, y después de quedarse una temporada en Baviera con su madre volvió a Nueva Zelanda.
Regresa a Europa, esta vez como las atrevidas chicas de Edith Wharton, y en 1911 conoce al gran crítico literario John Middleton Murry y se enamoran. Antes ya había publicado en la revista New Age y ahoralo hará en la que dirige su compañero, Rhythm. Vivieron juntos, eran felices, y en 1918 se casarían, cuando ella estaba enferma de tuberculosis. Murió el 9 de enero de 1923, y aquella llama no se ha extinguido y sigue iluminando la literatura inglesa. Chejov, todos comprendieron, tenía una rival en Inglaterra. Su arte se resumía en varias colecciones de relatos y en su propio diario, y recogía temas diversos, desde atmósfera irónica y decadente de un balneario en Una pensión alemana (191l), que sería su primer libro, hasta otros que vuelven de modo obsesivo a Nueva Zelanda buscando argumentos.

El recuerdo como creación, la angustia como una fuga incesante hacia el pasado, como dice Sartre. Y esta escritura ágil y elegante despierta a la vez la admiración y el recelo de Virginia Woolf desde su santuario de Blooinsbury, ya que Katherine hacía todo lo que Virginia no se atrevía a hacer y escribía lo que ésta no podía. Y así surgen, como dulces destellos, Felicidad (1920), El garden party (1922) o El nido de la paloma (1923), y se forja un arte que muchas veces supera al de Maupassant, pero que consigue dar una versión real de nuestro entorno. Un arte que ahora construir una novela -y hasta lo consigue de modo imperfecto-, pero que tiene una enorme deuda con el proceso mental, como si la vida tuviera muy pocas líneas y hubiera que acelerar el ritmo de los acontecimientos.
Vida nueva
En 1911 son vecinos de los Lawrence en Cornualles, y en una carta, el genial novelista le escribe con dolor: "Sólo sé una cosa: que estoy cansado de esta insistencia en el elemento personal, la verdad personal, la realidad personal. Es estéril e inútil". El 11 de febrero de 1916, el autor de Mujeres enamoradas le confiesa: "Sois los único amigos verdaderos que tengo en el mundo". Le habla de forjar una vida nueva
El germen acaba de florecer y este idílico núcleo de amor se marchita cuando, poco después, muere el hermano de Katherine en la I Guerra Mundial. Se olvida de tantas ilusiones, de la revista Signature, que ella fundó con su marido y con D. H. Lawrence y que sólo alcanzó tres números, y en su interior empiezan a declararse los síntomas de una enfermedad atroz. Busca al principio un clima más cálido en Suiza o en el sur de Francia y luego cerca de París, en Fontainebleau; persigue en la teosofía una forma de salvación, esperando un milagro que no llega. Quedan lejos los recuerdos de las fiestas el impetuoso amor agitándose en la bahía y los años de amor con John. Queda la literatura como un farmakon, como dice Derrida, pero su vida se extingue y fallece poco después de 1922, poco después de la muerte de Proust y la aparición del Ulises.
Un padre adinerado queda en la lejanía, Harold Beauchamp. Un deseo de cambiar de nombre y buscar un seudónimo. Una relación dificil con Virginia Woolf y una pericia insuperable para entrar en el alma de los niños. Todo esto configura una prosa musical que se va abriendo en sucesivos territorios descriptivos sometidos a un diálogo inquieto y perfecto. Un monólogo interior que deja paso a Nueva Zelanda, que se comporta como lo hacía África en Karen Blixen. Es el gran argumento. Un arte de destellos sublimes. Parece como si la autora, al escribir, lo hiciera en un letargo agónico que conduce a la plenitud hierofánica de la existencia.
El ritual de descubrir cómo somos, analizar la human behaviour, entrar en nuestra más íntima soledad. En El garden party vemos cómo se prepara una fiesta en una mansión. El jardín se va adornando y el tiempo es maravilloso, mientras apreciamos las hojas centelleantes de las karakas y las zarzas verdes, "como si los arcángeles las hubieran visitado". El mundo vegetal renace y en este nuevo Roman de la rose se funden amor y muerte: un hombre acaba de morir allí cerca y la cocinera explica cómo fue el accidente, y Laura lo escucha con asombro y curiosidad, y este suceso se funde con el tintineo de las tazas o los pastelitos de crema. Una situación que Virginia Woolf dará en Mrs. Dalloway con esa alegoría de la muerte de un ser extraño que se convierte en nuestra propia muerte. La señora de la casa insiste que no habiendo muerto en el jardín puede seguir la fiesta. La fantasmagoría sigue, y al fin Laura decide ir a ver al muerto, mientras solloza: "Esto no es la vida... Esto no es la vida". Pero tampoco sabe explicar lo que la vida es. Un cuento perfecto.
Arte y sufrimiento
En la bahía seguimos en Nueva Zelanda, y como si fuera un relato de Pavese, asistimos a un encuentro entre el deseo y la soledad. Pero sus diarios son su relato más íntimo. Asistimos poco a poco al desarrollo de la cruel enfermedad que le vigila y entramos en sus lecturas y en sus pensamientos. Arte y sufrimiento se trenzan en un abrazo en muchas ocasiones con recuerdos de Goethe y a "emociones que conmueven el espíritu". Su curiosidad es infinita, árboles, nubes o pájaros son su catálogo secreto de cómplices, como si quisiera acercarse a Emily Dickinson y hasta a líneas de Wordsworth. Las pequeñas sensaciones mitificadas: "Me he levantado temprano y he visto una rama blanca delante de la ventana. Hace frío, y ha nevado mucho- y ahora deshiela. Los setos y los árboles están cubiertos de perlas de agua".
Ésta es la coreografia de la soledad. Otras veces sueña con Rupert Brook de manera insistente, tal vez como una analogía subconsciente de la muerte de su hermano en la guerra. Lo mismo que Virginia Woolf en su diario, se pregunta ahora Katherine por su oficio creador. Busca apoyo en Dostoievski y en sus paseos felices con John por Cheisea ve en las nubes un motivo de inspiración: "l) se encuentran y apenas se tocan; 2) se unen y se separan; 3) están separados y se vuelven a encontrar; 4) comprenden el lazo que les une".
En otra ocasión, en una casa vacía y destartalada, recuerda aquel almacen que tuvo su padre allí lejos, en Nueva Zclanda, y lo que ocurrió un día. La vida como una recherche, como dice Delleuze. Los recuerdos como una tiranía. Poco antes de morir se conforta con Shakespeare y lleva ya varios días que un sueño se le repite con visitas obsesivas y alucinantes a casas vacías. Completamente exhausta, confiesa con candor: "Sólo ahora empiezo a ver y reconocer otra vez la belleza del mundo. Me siento feliz en el fondo, muy en el fondo. Todo está bien". John va a visitarla y comenta que ella "había perdido su vida para salvarla". Una autora espléndida que muere lejos de su patria. Que pretende explicar qué es la vida y muere en ese empeño. La angustia, la sensualidad y la muerte invitados al mismo garden party. Una autora prodigiosa.




Frescos de Katherine Mansfield / Una gota que cae sin terminar de caer

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Katherine Mansfield
Ilustración de Triunfo Arciniegas

Katherine Mansfiel

Frescos de Mansfield

"Una gota que cae sin terminar de caer"


Los relatos de Katherine Mansfield son la construcción de un cuadro impresionista palabra a palabra. Historias hechas de pinceladas cortas de cuya frescura y colorido surgen retratos de paisajes, hogares o episodios que representan el rostro de lo que fluye debajo. La superficie de los pasajes cotidianos en apariencia intrascendentes.
Un fresco vivo.
Cuentos en los se activan los cinco sentidos. Donde el lector asiste a los escenarios neozelandeses descritos por Mansfield (1888-1923). A sus amaneceres, a sus días de playa, a los amores en recodos del camino, a las esperas bajo las lunas llenas, a las fiestas en el jardín, a las charlas de una niña con su abuela, a las discusiones entre jóvenes, a las disputas entre adultos. A la vida de las clases sociales y a sus relaciones cuando se mezclan.

CUENTOS COMPLETOS

Katherine Mansfield. Traducción de Clara Janés, Esther de Andreis, Francesc Parcerisas y Alejandro Palomas
Debolsillo. Barcelona, 2003
861 páginas. 9,95 euros
Realismo y psicología se trenzan en estos 73 cuentos donde reina el detalle. El resultado de sus evocaciones cuando en 1909 viajó de Nueva Zelanda a Londres y desde allí por algunos países de Europa. Cumple ella, sin querer, el ritual de vivir un poco en penuria, de estar atormentada en sus amores que se reflejan tanto en la dureza de sus relatos como en el humor, su lucidez, e incluso en el primor con que se acerca a la literatura. Mansfield formó parte del famoso grupo de Bloomsbury, y algunos hasta la han llegado a comparar con Chéjov. Lo cierto es que es igual a un pasaje de unos de sus cuentos: "Una gota que cae sin terminar de caer".






Katherine Mansfield / La fiesta en el jardín

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Foto de Karl Blossfeldt

Katherine Mansfield
BIOGRAFÍA
La fiesta en el jardín



(“The Garden Party”, 1922)


      Y, después de todo, el tiempo era ideal. Si lo hubieran hecho de encargo no habría resultado un día más perfecto para la fiesta en el jardín. Sin viento, cálido, el cie­lo sin una nube. Como pasa al principio del verano, una neblina de oro pálido velaba, apenas el azul. El jardinero estaba en pie desde el alba, segando el prado y barriéndolo, hasta que el césped y los rosetones chatos y oscuros donde habían estado las margaritas parecieran brillar. En cuanto a las rosas, no se podía negar que habían comprendido que las rosas son las únicas flores que impresionan a la gente en una fiesta en el jardín, las únicas flores que a todos interesan. Cientos, cientos. literalmente, habían abierto en la noche; las zarzas verdes estaban inclinadas como si los arcángeles las hubieran visitado.

      No había concluído el almuerzo cuando vinieron los hombres a levantar la marquesina.

      —¿Mamá, dónde quieres poner la marquesina?

      —Mi hija querida, es inútil preguntármelo. He resuelto que este año, las niñas se encarguen de todo. Olvidad que soy la madre. Tratadme como a un invitado de honor.

      Pero Meg no podía vigilar a los hombres. Antes de almorzar se había lavado la cabeza, y estaba sentada tomando café; llevaba un turbante verde, con un oscuro rizo húmedo pegado en cada mejilla. Jose, la mariposa, acostumbraba a bajar con sólo un viso verde y encima su kimono.

      —Tú tendrás que ir, Laura; tú que eres artística.

      Allá fué Laura, con su pedazo de pan y manteca en la mano. Es tan delicioso encontrar una excusa para comer fuera, y, además, adoraba arreglar cosas; encontraba que podía hacerlas tanto mejor que cualquier otro.

      Cuatro hombres en mangas de camisa estaban juntos en un camino del jardín. Llevaban estacas cubiertas con rollos de tela, y grandes cajas de herramientas a la es­palda. Eran impresionantes. Laura hubiera querido no tener ese pedazo de pan y manteca en la mano, pero ni había donde ponerlo, ni se lo podía tragar entero. Enrojeció y trató de parecer muy seria y hasta un poco corta de vista cuando se acercó a ellos.

      —Buenos días —dijo, imitando la voz de su madre.

      Pero resultó tan horriblemente afectado que se avergonzó, y tartamudeó como una niñita.
      —¡Oh, ustedes vienen...! ¿es por la marquesina?
      —Así es, señorita —replicó el más alto de todos, un tipo flaco y pecoso, cambiando de lado su caja de herramientas, echando atrás su sombrero de paja y sonriéndole.
      —Es para eso.
      Su sonrisa era tan espontánea, tan amistosa, que Laura se repuso. ¡Qué lindos ojos tenía! ¡Pequeños, pero de un azul tan oscuro! Miró a los demás que también sonreían. Parecían decirle: ¡Ánimo, no te vamos a co­mer! ¡Qué obreros tan simpáticos! ¡Y qué hermosa ma­ñana! Pero no tenía que mencionar la mañana; debía ser una persona de negocios: la marquesina.
      —Bueno, ¿qué les parece aquel macizo de lilas? ¿Servirá?
      Y señalaba el macizo de lilas con la mano que no tenía el pan y manteca. Se volvieron, y miraron. Uno de ellos, bajo y gordo, apretó el labio inferior, y el más alto frunció el ceño.
      —No me gusta —dijo—. No es bastante importante. Sabe, tratándose de una marquesina —y se volvió hacia Laura—, hay que ponerla en un lugar donde dé un golpe en el ojo, como quien dice.
      Laura se quedó pensando si no era una falta de respeto en un trabajador hablarle de dar un golpe en el ojo. Pero entendió muy bien.
      —Una esquina de la cancha de tenis —sugirió—. Pero la banda estará en otra esquina.
      —Hum, ¿van a tener una banda? —preguntó otro de los obreros. Era uno pálido. Tenía una mirada feroz, mientras sus ojos oscuros medían la cancha de tenis. ¿Qué pensaría?
      -—Sólo una pequeña banda —dijo Laura con dulzura.
      Si la banda era pequeña, quizá no le parecería mal. Pero el hombre alto le interrumpió.
      —Mire, señorita, ése es el lugar. Junto a aquellos árboles. Allá arriba. Ahí estará bien.
      Junto a los karakas. Así los karakas quedarían escondidos. Y eran tan hermosos, con sus anchas hojas centelleantes, y sus racimos amarillos. Eran como ár­boles de una isla desierta, orgullosos, solitarios, elevando sus hojas y frutos al sol en una especie de silencioso es­plendor. ¿Debía esconderlos la marquesina?
      Y los escondería. Ya los hombres habían cargado las estacas y estaban arreglando el sitio. Sólo el alto quedó atrás. Se inclinó, apretó una varita de alhucema, llevóse el pulgar y el índice a la nariz y aspiró el perfume. Cuando Laura vió el gesto, olvidó los karakas, en su asombro de que al hombre le gustara una cosa así, le gustara el perfume de la alhucema. ¿Cuántos hombres de los que ella conocía hubieran hecho tal cosa? ¡Oh, qué simpáticos son los obreros! ¿Por qué no podía te­ner amigos obreros en vez de los muchachos tontos con quienes bailaba y que venían a cenar los domingos? Se entendería mucho mejor con hombres así.
      Tienen la culpa —decidió, en el momento en que el hombre alto dibujaba algo en el dorso de un sobre, algo que debía ser izado o quedar colgado— estas absurdas distinciones de clase. Bueno, por su parte, ella no las sentía. En lo más mínimo, ni un átomo... Y ahora viene el tac-tac de los martillos. Uno de los hombres silbaba, otro cantaba: “¿Estás bien ahí, camarada?” ¡Camarada! El compañerismo, el... el... Para probar qué contenta estaba y mostrar al hombre alto qué có­moda se sentía, y cuánto despreciaba las convenciones estúpidas, Laura díó un gran mordisco a su pan y manteca, mientras observaba el dibujito. Se sentía como una pequeña obrera.
      —¡ Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡ El teléfono, Laura! —gritó una voz desde la casa.
      —¡Ya voy! —Y salió corriendo, por el césped, por el sendero, subió los escalones, cruzó la terraza y llegó al pórtico. En el pasillo, su padre y Lorenzo estaban cepi­llando sus sombreros, listos para irse a la oficina.
      —Mira, Laura —dijo Lorenzo con prisa—, podías re­visar mi traje para luego. Mira si no le hace falta un planchazo.
      —¡ Ya lo creo!
      De repente no pudo contenerse. Corrió hacia Loren­zo y le dió un pescozón.
      —¡Oh! adoro las fiestas; ¿y tú? —murmuró Laura.
      —Bastante —dijo Lorenzo con su voz cálida de muchacho y también pellizcó a su hermana dándole un empujón—. Rápido, al teléfono, querida.
      El teléfono. Sí, sí; ¡oh, sí! ¿Kitty? Buenos días, que­rida. ¿Vienes a almorzar? Sí, querida. Encantada. Va a ser una comida ligera: restos de sandwiches y de merengues y alguna otra cosita. Sí, ¿no es un día divino? ¿El blanco? ¡Oh, seguramente! Un momento; ten el tubo. Me llaman. —Y Laura se echó atrás—. ¿Qué, ma­má? No oigo.
      La voz de la señora Sheridan bajó flotando por la escalera.
      —Dile que traiga ese delicioso sombrero que usó el domingo.
      —Dice mamá que te pongas ese sombrero delicioso que llevabas el domingo. Bueno. A la una. Adiós.
      Laura colgó el auricular, levantó los brazos sobre la cabeza, hizo una aspiración profunda, los estiró y los dejó caer. ¡Uf!, suspiró, y en seguida se sentó. Se quedó quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa pa­recían abiertas. La casa estaba viva, con rápidas pisa­das y voces incesantes.
      La puerta de bayeta verde que conducía a la cocina se abría y cerraba con un sordo rezongo. Ahora se sentía un sonido absurdo, cloqueando. Era el piano tan pesado arrastrado sobre sus ruedas tiesas. Y ¡qué aire! Si uno se pone a pensar ¿será el aire siempre así? Céfiros sua­ves se perseguían fuera y allá arriba, en las ventanas. Y había dos marchitas de sol, una en el tintero, otra en un marco de plata, jugando también. Deliciosas marchitas, sobre todo la cie la tapa del tintero. Estaba casi caliente. Una cálida estrellita de plata. Daban ganas de besarla.
      Sonó el timbre de la puerta y se oyó crujir el ves­tido estampado de Sadie por la escalera. Una voz de hombre murmuró; Sadie respondió, sin interés:
      —Le digo que no sé. Espere. Voy a preguntar a la señora.
      —¿Qué hay, Sadie? —preguntó Laura entrando en el pasillo.
      —Es el florista, señorita.
      Y ahí estaba. En la puerta abierta de par en par, había una bandeja playa colmada de macetas con lirios rosados. Nada más. Nada más que lirios, lirios, lirios, grandes flores rosadas, muy abiertas, radiantes, terrible­mente vivas sobre sus rojos tallos lustrosos.
      —¡Ooh, Sadie! —dijo Laura como en un gemido. Se agachó como para calentarse en ese resplandor de lirios; los sintió en sus dedos, en sus labios, creciendo en su pecho.
      —Debe ser una equivocación —dijo en voz muy ba­ja—. No se han pedido tantos. Sadie, vete a buscar a mamá.
      En ese mismo instante llegó la señora Sheridan.
      —Está bien —dijo con calma—. Sí, yo los encar­gué. ¿No son divinos?
      Apretó el brazo de Laura.
      —Pasaba por la florista, ayer, y los vi en el esca­parate. Y de repente se me ocurrió que por una vez en la vida tendría todos los lirios que quisiera. La fiesta en el jardín era una buena excusa.
      —Pero yo te oí decir que tú no querías intervenir.
      Sadie había entrado. El hombre de las flores volvió al camión, Laura rodeó el cuello de su madre con un brazo y despacio, muy despacito, le mordió la oreja.
      —Vidita, tú no quieres tener una madre lógica, ¿verdad?
      —No hagas eso. Aquí está el hombre.
      Traía todavía más lirios, otra bandeja llena.
       —Deposítelos junto a la entrada, por favor, a los lados del pórtico —dijo la señora—. ¿No te parece, Laura?
      —Oh, si, mamá.
      En el salón, Meg, Jose y el pequeño Hans habían logrado, al fin, cambiar el piano de sitio.
      —Ahora, si pusiéramos este cofre contra la pared y sacáramos todo menos las sillas, ¿no les parece?
      —Bueno.
      —Hans, lleva esas mesas al cuarto de fumar, y que vengan a barrer para sacar esas marcas de la alfom­bra y... un momento, Hans...
      A Jose le gustaba dar órdenes a los sirvientes, y a ellos les gustaba obedecer. Les hacía pensar que toma­ban parte en un drama.
      —Diga a mamá y a la señorita Laura que vengan en seguida.
      —Muy bien, señorita Jose.
      Se volvió hacia Meg.
      —Quiero ver cómo suena el piano, por si alguien me pide que cante esta tarde. Vamos a ensayar: “Esta vida es triste”.
      ¡Pom. Ta-ta-ta! El piano sonó con tal furia que Jose cambió de color. Juntó las manos. Les pareció triste y enigmática a su madre y a Laura cuando entraron.

Esta vida es tris-te,

Una lágrima... un suspiro

Un. amor que cam-bia

Esta vida es tris-te

Una lágrima... un suspiro

Un amor que cam-bia,

Y entonces... ¡adiós!

      Pero en la palabra “adiós”, y aunque el piano pare­cía más desesperado que nunca, su rostro se iluminó con una brillante sonrisa, terriblemente antipática.

      —¿Estoy en voz, mamita? —sonrió.

Esta vida es tris-te,

La esperanza viene para morir.

Un sueño... un despertar.

      Pero Sadie interrumpió el canto:

      —¿Qué hay, Sadie?

      —Por favor, señora, la cocinera pregunta si la se­ñora tiene esas tarjetas para los sandwiches.

      —¿Las tarjetas para los sandwiches, Sadie? —repitió como un eco la señora Sheridan, casi ausente.

      Y las hijas se dieron cuenta de que no las tenía.

      —Vamos a ver —dijo a Sadie con firmeza—, diga a la cocinera que las llevaré dentro de diez minutos.

      Sadie, desapareció.

      —Bueno, Laura —dijo la madre rápidamente—, ven conmigo al fumoir.Tengo los nombres por ahí, escritos en el dorso de un sobre. Tendrás que copiarlos. Meg, sube y quítate en seguida ese trapo mojado de la cabeza. Jose, corre a vestirte en el acto. Niñas ¿me oís, o tendré que decírselo a vuestro padre cuando vuel­va esta noche a casa? Y... y, Jose, si vas a la cocina trata de calmar a la cocinera, ¿quieres? Me tenía ate­rrada esta mañana.

      Al fin, se encontró el sobre detrás del reloj del co­medor, aunque la señora Sheridan no se daba cuenta cómo había ido a parar allí.

      —Una de vosotras debe haberlo sacado de mi car­tera, porque recuerdo perfectamente... queso fresco y cuajada con limón. ¿Habéis escrito eso?
      —Sí.
      —Huevo y... —la señora Sheridan alargó los bra­zos y retiró el sobre—. Parece ratón, pero no puede ser, ¿verdad?
      —Aceitunas, queridita —dijo Laura, leyendo por encima del hombro.
      —Por supuesto, aceitunas. ¡Qué combinación atroz: huevos y aceitunas!
      Por fin acabaron, y Laura los llevó a la cocina. Allí se encontró con Jose calmando a la cocinera, que no parecía tan aterradora.
      —Nunca he visto sandwiches tan exquisitos —dijo Jose, con voz extasiada—. ¿Cuántas clases hay? ¿ Quince?
      —Quince, señorita Jose.
      —Bueno, la felicito.
      La cocinera apartó las cortezas con de cortar pan, y sonrió satisfecha.
      —Han venido de casa de Godber —anunció Sadie, saliendo de la despensa—, vi pasar al hombre desde la ventana.
      Eso significaba que habían llegado los pastelitos de crema.
      Godber era famoso por sus pastelitos de crema. A nadie se le ocurría hacerlos en casa.
      —Tráigalos y póngalos sobre la mesa —ordenó la cocinera.
      Sadie los trajo y volvió a la puerta. Por supuesto, Laura y Jose eran demasiado grandotas para ocuparse de estas cosas. Con todo, no podían negar que eran muy buenos. Mucho. La cocinera empezó a arreglarlos, sa­cudiéndoles el azúcar sobrante.
      —¿No le traen a uno el recuerdo de todas las fiestas pasadas? —dijo Laura.
      —Supongo que sí —respondió la práctica Jose, que no gustaba de recordar—. Parecen ligeros y plumosos, hay que reconocerlo.
      —Tomad uno cada una, queridas —dijo la cocinera con voz amable—. Mamá no se dará cuenta.
      —Imposible, ¡pastelitos de crema tan en seguida del almuerzo!, la sola idea hace estremecer.
      Pero dos minutos después Jose y Laura se estaban chupando los dedos con ese aire absorto que sólo da la crema de Chantilly.
      —Salgamos al jardín por el camino de atrás —su­girió Laura—. Quiero ver cómo van los hombres con la marque­sina. ¡Son tan simpáticos!
      Pero la puerta trasera estaba bloqueada por la coci­nera, Sadie, el hombre de Godber y Hans.
      Algo pasaba.
      —Tac-tac-tac —cloqueaba la cocinera como una ga­llina asustada. Sadie tenía una mano oprimiéndose la cara como si le dolieran las muelas. La cara de Hans estaba fruncida en un esfuerzo por comprender. Sólo el dependiente de Godber parecía contento. Él era quien contaba la cosa.
      —¿Qué hay, qué ha sucedido?
      —Un horrible accidente —dijo la cocinera—, un hombre ha muerto.
      —¡Un muerto! ¿Dónde, cuándo?
      Pero el dependiente de Godber no iba a perder su relato. —¿Sabe, señorita, aquellas casitas allá abajo? ¿Las conoce? —Claro, ella las conocía—. Bueno, allí vive un muchacho carretero, se llama Scott. Su caballo se asustó esta mañana de un camión, y lo tiró de cabeza en la esquina de la calle Hawke. Lo mató.
      —¡Muerto! —y Laura miró al hombre con asombro.
      —Ya estaba muerto cuando lo levantaron —contestó el hombre con fruición—. Llevaban el cuerpo a la casa cuando yo venía.
      Y dirigiéndose a la cocinera:
      ­—Deja una mujer y cinco chicos.
      —Jose, ven acá.
      Laura tomó a su hermana de un brazo y se la llevó por la cocina al otro lado de la puerta de bayeta verde. Se recostó contra ella.
      —Jose —le dijo horrorizada— ¿vamos a suspender los preparativos?
      —­¡Suspender, Laura! —gritó Jose atónita—. ¿Qué quieres decir?
      Suspender la fiesta en el jardín, claro. ¿Qué pensaba Jose? Pero Jose estaba cada vez más asombrada. ¿ Suspen­der la fiesta?
      —Mi querida Laura, no seas loca. No podemos hacer nada de eso. Nadie espera tal cosa. No seas extra­vagante.
      —Pero no podemos celebrar una fiesta en el jardín con un muerto frente a nuestra puerta.
      Decir eso era realmente exagerado, porque las casitas estaban en un terreno aparte, en el fondo de una cuesta empinada que llevaba a la casa. Había una calle an­cha de por medio. Es cierto que estaban demasiado cerca. Eran un verdadero adefesio y no tenían derecho a estar en ese barrio. Eran pequeñas viviendas mezquinas, pin­tadas de un color chocolate. En los retazos de jardín no había más que repollos, gallinas flacas y latas de tomate. Hasta el humo que salía de las chimenas era miserable. Hilachas y fragmentos de humo, tan distinto de los grandes penachos de plata que se elevaban de las chimeneas de los Sheridan. Vivían lavanderas y ba­rrenderos, y un remendón, y un hombre que tenía todo el frente de la casa con jaulitas de pájaros. Los chicos hormigueaban. Cuando los Sheridan eran pequeños les estaba prohibido acercarse, por el lenguaje que usaban los pobres y las enfermedades que podían contagiarles. Pero desde que eran grandes Laura y Jose en sus an­danzas solían meterse por ahí. Era sórdido y asqueroso. Salían estremecidas. Pero se debe ir a todas partes; uno debe verlo todo. Por eso iban.
      —Estoy pensando lo que será la música de la banda para esa pobre mujer —dijo Laura.
      —¡Oh, Laura!
      Jose empezó a ponerse seria.
      —Si vas a suprimir la música cada vez que sucede un accidente, vas a llevarte una vida muy triste. Yo lo siento tanto corno tú. Comprendo como tú.
      Sus ojos se endurecieron y miró a su hermana, como la miraba cuando era pequeña y tenían una pelea.
      —No vas a resucitar a un borracho con sentimenta­lismos —dijo blandamente.
      —¡Borracho! ¿Quién ha dicho que estaba borracho?
      Laura se volvió furiosa hacia Jose. Dijo, justamente, lo que acostumbraban decir en ocasiones semejantes: “Se lo voy a contar a mamá, ahora mismo”.
      —Ve, querida —dijo Jose con un arrullo.
      —Mamá, ¿puedo entrar?
      Laura hizo girar el picaporte de cristal.
      —Por supuesto, querida. Pero ¿qué pasa? ¿Qué te ha hecho poner tan colorada?
      Y la señora Sheridan se volvió hacia atrás en su mesa tocador. Se estaba probando un sombrero nuevo.
      —Mamá, ha muerto un hombre —empezó Laura.
      —¿Pero no en el jardín? —interrumpió la madre.
      —¡ No, no!
      —¡Ah, qué susto me has dado!
      La señora Sheridan dió un suspiro de alivio, se quitó el gran sombrero y lo puso en sus rodillas.
      —Pero escucha, mamá —dijo Laura.
      Sin aliento, medio ahogada, contó la terrible historia.
      —Claro que no podremos celebrar nuestra fiesta, ¿verdad? —suplicó—. La música y la gente. Nos van a oír, mamá; están cerquita, ¡son vecinos!
      Con gran asombro de Laura, su madre se comportó como Jose; y era peor, porque la idea parecía diver­tirla. Se negó a tomar en serio a Laura.
      —Pero, querida mía, hay que tener sentido común. Sólo por casualidad lo hemos sabido. Si alguien hubiera muerto ahí de muerte natural —y no sé cómo están vivos en esos oscuros agujeros— tendríamos igual nuestra fiesta, ¿verdad?
      Laura tuvo que decir que , pero comprendía que no era justo. Se sentó en el sofá y empezó a tironear el fleco de los almohadones.
      —Mamá, ¿no es una falta de corazón por nuestra parte? —preguntó.
      —¡Vidita!
      La señora Sheridan se le acercó, llevando el sombre­ro. Antes que Laura pudiera evitarlo se lo plantó en la cabeza.
      —¡Hija mía! —dijo la madre—, el sombrero es tuyo. Lo mandé hacer para ti. Hace demasiado joven para mí. Nunca te he visto más bonita. ¡Mírate! —Y levantó su espejo de mano.
      —Pero, mamá —volvió a decir Laura. No se podía mirar; se puso de lado.
      Pero ya la señora Sheridan había perdido la paciencia lo mismo que Jose.
      —Laura, te estás volviendo absurda —dijo fríamen­te—. Gente de esa clase no espera de nosotros ningún sacrificio. Y no es altruísmo aguarnos la fiesta, como lo estás haciendo.
      —No entiendo —dijo Laura, y salió, apresurada del cuarto para encerrarse en el suyo.
      Allí, por pura casualidad, lo primero que vió fué una encantadora muchacha en el espejo, con su sombrero negro adornado de margaritas doradas y una larga tinta de terciopelo negro. Nunca se imaginó que podía resultar tan bien. ¿Tendría razón mamá? Y ahora de­seaba que mamá tuviera razón. ¿Sería exagerada? Tal vez fuese una locura. Sólo por un momento tuvo la visión de aquella pobre mujer y aquellas pobres cria­turas, y del cuerpo que llevaban a la casa. Pero parecía borroso, irreal, como una fotografía en el periódico. Lo recordaría de nuevo después de la fiesta. En todo sen­tido eso parecía lo mejor...
      Terminaron de almorzar a la una y media. A las dos y media todo se hallaba en orden de batalla. Los músicos con casacas verdes ya estaban colocados en una esquina de la cancha de tenis.
      —­¡Querida! —aulló Kitty Maitland— ¿no te pare­cen ranas verdes? Los debían haber colocado alrededor del estanque y el director, en una hoja, en el centro.
      Llegó Lorenzo y los saludó al pasar para ir a vestirse. Al verlo, Laura volvió a pensar en el accidente. Quería contárselo a él. Si Lorenzo estaba de acuerdo con los demás entonces tendrían razón. Y le siguió al pasillo.
      —¡Lorenzo!
      —¡Hola!
      Estaba en la mitad de la escalera, pero cuando se volvió y vió a Laura, infló los carrillos y revolvió los ojos.
      —¡Palabra de honor, Laura! Estás enloquecedora. ¡Qué sombrero más elegante!
      Laura dijo a media voz:
      —¿Te parece?... —le sonrió, y no le contó nada.
      Poco después empezó a llegar la gente a montones. La banda rompió a tocar; los sirvientes agregados corrían de la casa a la marquesina. Dondequiera que uno mi­raba se veían parejas paseándose, inclinándose sobre las flores, saludando, caminando por el césped. Parecían brillantes pájaros que se habían posado en el jardín de los Sheridan por una tarde en su vuelo ¿a dónde? ¡Ah, qué felicidad es estar con personas alegres, estrechar ma­nos, oprimir mejillas, sonreírse en los ojos!
      —¡Laura, querida, qué bien estás!
      —¡Qué bien te va ese sombrero, criatura!
      —Pareces una española. Nunca te he visto más admirable.
      Y Laura, radiante, preguntaba con dulzura: “¿Le han servido té? ¿No quiere un helado? Los helados de fruta son especiales”. Corrió adonde estaba su padre y suplicó: “Papaíto querido, ¿se le sirve algo de beber a la banda?”
      Y la tarde perfecta culminó lentamente, se desvaneció lentamente, cerró sus pétalos lentamente.
      “Nunca hubo fiesta más deliciosa...” “Un gran éxito...” “La más grande...”
      Laura ayudó a su madre en las despedidas. Estuvie­ron una al lado de la otra hasta que todo se acabó.
      —Se acabó, se acabó, gracias al cielo —dijo la señora Sheridan—. Llama a los demás. Tomaremos café. Estoy deshecha. Sí, un gran éxito. Pero, ¡ah, estas fiestas, estas fiestas! ¿Por qué insistís, hijitas, en dar fiestas?
      Tomaron asiento en la marquesina abandonada.
      —Toma un sandwich, papaíto. Yo escribí el nombre.
      —Gracias.
      El señor Sheridan se lo comió de un bocado. Tomó otro.
      —¿Supongo que no habréis sabido nada del horrible accidente de hoy? —dijo.
       —Querido —dijo la señora Sheridan, levantando una mano— ya lo sabíamos. Casi nos estropea la fiesta. Laura quería suspenderla.
      —¡Oh, mamá! —Laura no quería que la fastidiaran con eso.
      —¡ Ah, sí, horroroso! —dijo la señora Sheridan—, El hombre estaba casado, vivía en la callejuela de abajo, y deja, según dicen, una mujer y media docena de chiquilines.
      Se sucedió un silencio embarazoso. La señora no sa­bía qué hacer con la taza. Era una falta de tino por parte de papá...
      De pronto levantó los ojos. Estaba la mesa llena de sandwiches y pastas y pastelitos que tendrían que tirar­se. Tuvo, entonces, una de sus grandes ideas.
      —Ya sé —dijo—. Vamos a preparar una canasta. Va­mos a mandarle a esa pobre un poco de estas cosas tan ricas. A lo menos, será una fiesta para los chicos. ¿No les parece? Y además, se alegrará de tener vecinos que la visiten. ¡ Qué suerte que estén listos! ¡Laura!
      Se levantó de un salto.
      —Trae la canasta grande de la alacena que está en la escalera.
      —Pero mamá, ¿crees de veras que es una buena idea? —dijo Laura.
      Y otra vez ¡qué raro le parecía sentir distinto a los demás! Llevar sobras de la fiesta. ¿Le gustaría eso a la pobre mujer?
      —Claro, ¿qué te pasa hoy? Hace una hora o dos insistías en mostrar simpatía, y ahora...
      —¡ Oh, bueno!
      Laura corrió con la canasta. La llenaron; la señora Sheridan la dejó colmada.
      —Llévala tú misma, queridita; corre, así como estás. No, espera, lleva unos lirios. A esa gente le gustan los lirios.
      —Los tallos van a estropearte el traje —dijo la práctica Jose.
      —Es cierto, muy a tiempo. Entonces sólo la canasta. Pero Laura —la madre la siguió hasta afuera de la marquesina—, de ningún modo...
      —¿Qué, mamá?
      No, mejor no poner tales ideas en la cabeza de la criatura.
      —Nada, vete pronto.
      Empezaba a oscurecer cuando Laura cerró el por­tón. Un perro grande corría como un fantasma. El camino blanco brillaba y las casitas estaban allá abajo en profunda oscuridad. ¡Qué tranquilo parecía todo después de la tarde! Iba cuesta abajo hacia un sitio donde yacía un muerto, y no podía creérselo. ¿Cómo iba a poder? Se detuvo un minuto. Le parecía que llevaba dentro besos, voces, tintineo de cucharillas, risas, el olor del césped aplastado. No podía pensar en otra cosa. ¡Qué raro! Miró el cielo pálido y lo único que se le ocurrió fué: “Sí, ha sido todo un éxito la fiesta”.
      Llegó a un cruce del camino donde empezaba la callejuela, oscura y llena de humo. Mujeres con chales y hombres de gorra transitaban por allí, Sobre las em­palizadas había otros hombres asomados; los chicos ju­gaban en las puertas de calle. Un débil susurro se oía en las casitas miserables. En algunas se veía fluctuar tina luz y alguna sombra moverse como fantoches, tras las ventanas. Laura inclinó la cabeza y apresuró el paso.
      Hubiera debido ponerse un abrigo. ¡Qué llamativo era su traje! Y el gran sombrero con las cintas colgando —¡si a lo menos llevara otro sombrero! ¿La estarían mirando? Seguramente. Era un error haber venido; ella sabía que era un error. ¿No sería mejor volver?
      No, demasiado tarde. Aquí estaba la casa. Debía ser ésa. Delante había un grupo oscuro de gente. Al lado de la puerta una vieja con una muleta estaba sentada, mirando. Descansaba los pies sobre un diario. Al acer­carse Laura, cesaron las voces. Se abrió el grupo. Era como si la esperasen, como si supieran que iba hacia allí.
      Laura estaba nerviosísima. Echando la cinta de terciopelo sobre el hombro preguntó a una de las mujeres ahí paradas:
      —¿Es aquí la casa de la señora Scott?
      Y la mujer, sonriendo de un modo raro:
      —Aquí es, señorita.
      ¡Oh, salir de esto! Repetía: “Ayúdame, Dios mío”, mientras subía la estrecha vereda y llamaba. No poder estar lejos de esas miradas o cubierta con alguno de esos chales. Dejaré la cesta y me marcharé. No voy a esperar que la desocupen.
      Se abrió la puerta. Una mujercita de luto apareció en la sombra.
      Laura preguntó: “¿Es usted la señora Scott?” Pero con gran horror suyo, la mujer no contestó: “Entre por favor, señorita”, y se encontró encerrada en el pasillo.
      —No, no necesito entrar; sólo quería dejar esta cesta. La manda mamá...
      La mujer en el pasillo oscuro, no pareció oírla. “Por acá, si gusta, señorita”, dijo con voz aceitosa; y Laura la siguió.
      —¡Hum! —dijo la mujercita—. ¡ Hum!... es una señorita. —Se volvió hacia Laura. Dijo humildemente: “Soy la hermana. Discúlpela, señorita”.
      —¡Oh, por supuesto! —dijo Laura—. Por favor, por favor no la moleste. Yo... yo sólo quería dejar...
      Pero en ese momento la mujer que estaba junto al fuego se volvió. Su cara inflada, colorada, con ojos y labios hinchados, era horrible. Parecía no comprender por qué Laura estaba ahí. ¿Qué significaba? ¿Por qué esta desconocida estaba en la cocina con una canasta? ¿Qué quería decir eso? Y el pobre rostro se frunció de nuevo.
      —Está bien, querida —dijo la otra—. Yo atenderé a la señorita. —Y comenzó otra vez—: Discúlpela, se­ñorita —y su cara, hinchada también, ensayó una untuosa sonrisa.
      Laura no pensaba más que en irse, en irse. Volvió al pasillo. Se abrió la puerta. Entró en el dormitorio donde yacía el muerto.
      —¿No quiere verlo? —dijo la hermana de Em, y empujó a Laura hacia la cama—. No tenga miedo, se­ñorita —y su voz era cariñosa, confidencial, y tiernamente bajó la sábana—, parece un cuadro. No hay mu­cho que ver. Venga, querida.
      Laura la siguió.
      Ahí estaba un joven dormido —tan profundamente dormido— lejos, muy lejos de las dos. ¡Oh, tan remoto, tan lleno de paz! Estaba soñando. No se despertaría jamás. Tenía la cabeza hundida en la almohada; los ojos cerrados, estaban ciegos bajo los párpados cerrados. Estaba absorto en su sueño. ¿Qué le importaban los las fiestas en los jardines, los cestos y los encajes? Ya estaba lejos de esas cosas. Era asombroso, bellísimo. Mientras ellos reían y la banda tocaba, había sucedido ese milagro en la callejuela. Feliz... feliz... “Todo está bien”, decía el rostro dormido. “Es lo que debe ser. Estoy contento”.
      Pero, con todo, hacía llorar, y no pudo dejar el cuarto sin decirle algo. Laura sollozó como una niña. “Perdona mi sombrero”, le dijo.
      Y no esperó esta vez a la hermana de Em. Encontró el camino para salir. Pasó por entre el grupo oscuro de gente, vereda abajo. Al doblar la callejuela encontró a Lorenzo.
      Surgió de la sombra.
      —¿Eres tú, Laura?
      —Sí.
      —Mamá estaba inquieta. ¿Todo fue bien?
      —­¡Sí, Lorenzo! —Tomó su brazo, se apretó contra él.
    —¿Pero, no estás llorando, verdad? —le preguntó el hermano.
      Laura movió la cabeza. Estaba llorando.
      Lorenzo le pasó un brazo alrededor del cuello.
      —No llores —dijo con su voz afectuosa y cálida—. ¿Era horrible?
      —No —sollozó Laura—. Era maravilloso.
      Se detuvo, miró a su hermano.
      —Pero eso no es la vida —tartamudeó—, no es la vida.
      No podía explicar qué era la vida. No importaba. Él le comprendió.
      —¿No es qué, queridita? —dijo Lorenzo.


Katherine Mansfield / La mosca

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Katherine Mansfield con mosca
Ilustración de Triunfo Arciniegas
Katherine Mansfield
La mosca

(“The Fly”, 1922)
Originalmente publicado en Nation, Marzo 18, 1922
The Dove's Nest and Other Stories
Londres: Constable, 1923



          —Pues sí que está usted cómodo aquí —dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.


Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
—Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!
—Sí, es bastante cómodo —asintió el jefe mientras pasaba las hojas delFinancial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
—Lo he renovado hace poco —explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas—. Alfombra nueva —y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos—. Muebles nuevos —y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido—. ¡Calefacción eléctrica! —con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.
Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.
—Había algo que quería decirle —dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar—. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. —Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
—Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
—Ésta es la medicina —exclamó—. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.
Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
—¿Es whisky, no? —dijo débilmente.
El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
—Sabe —dijo el viejo, mirando al jefe con admiración— en casa no me dejan ni tocarlo—. Y parecía que iba a echarse a llorar.
—Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras —dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno—. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! —Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
—¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.
—Eso era —dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca—. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
—Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello —dijo la vieja voz—. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
—¡No, no! —Por varias razones el jefe no había ido.
—Hay kilómetros enteros de tumbas —dijo con voz trémula el viejo Woodifield— y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. —Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
—¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? —dijo—. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. —Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
—¡Tiene razón, tiene razón! —dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.
Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De pronto:
—No veré a nadie durante media hora, Macey —dijo el jefe—. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.
—Bien, señor.
La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...
Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?
Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas. Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
Es un diablillo valiente —pensó el jefe— y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.
Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.
—Vamos —dijo el jefe—. ¡Espabila! —Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.
—Tráigame un secante limpio —dijo con severidad— y dese prisa. —Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.


Cesare Pavese / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

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Catrina a la venta
Ciudad de México
22 de noviembre de 2015
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Cesare Pavese

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos...

Versión de Carles José i Solsora






Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
-esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo-. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola sobre ti misma te inclinas
en el espejo. Oh querida esperanza,
también ese día sabremos nosotros
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.





Mark Strand / Los restos

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Mark Strand
BIOGRAFÍA
Los restos
Traducción de Sandra Toro



The Remains by Mark Strand

Me vacío de los nombres de los otros. Vacío mis bolsillos.
Vacío mis zapatos y los dejo al lado del camino.
De noche atraso los relojes;
abro el álbum familiar y me miro de chico.

¿De qué puede servir? Las horas hicieron su trabajo.
Digo mi nombre. Digo adiós.
Las palabras se van con el viento una tras otra.
Amo a mi mujer pero la mando fuera.

Mis padres van de su trono
a las habitaciones lácteas de las nubes. ¿Cómo puedo cantar?
El tiempo me dice lo que soy. Cambio y soy el mismo.

Silvia Tomasa Rivera / Por amor a Lía

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Fotografía de Simon Richardson
Silvia Tomasa Rivera
BIOGRAFÍA
POR AMOR A LÍA

La primera vez
que la vi,
le dibujé una cama
sobre la hierba suave
y dormí junto a ella.
A su lado había un ángel
Con una jarra de vino 
derramándose.

Todo fue inevitable,
nos quedamos colgados
del destino divino.


¿ Qué sucedió después?
Esto es la tierra, Lía.
Y este soy yo.

***

Te prometo,

porque así me lo dicta 
el corazón
que este amor
no será desposeído.

Tendrá la fuerza en mí
y habitará contigo
esa casa en el campo
de los sueños.

Lo juro con la garganta
hecha pedazos, 
desde la turbiedad
de mis ideas.

Lo prometo y lo juro
con el odio
que únicamente a mí
me pertenece.

***

Lía miraba al fondo
de mis ojos
y decía comprenderme.

Yo la amé,
la amo todavía
con la pureza
del primer dolor.

Lía, perdida en mí,
me devuelve
su palabra de amor
entre las rocas.

¿Por qué aquí,
frente al mar de la duda?
¿Por qué no eligió hacerlo
en aquel bar
sobre el acantilado?

A qué le teme.

***

Lía perdóname.
Enciérrame en ti,
escóndeme
como un pañuelo
entre la naftalina.
¿Todavía existe
la naftalina?

Me acuerdo de mi madre,
tú me la recuerdas
con tus ojos profundos.
Estoy perdido, Lía,
háblame de ti,
de tu infancia
llena de peces.
Tengo sed,
háblame del mar.

Cuéntame de los caminos
boscosos
de tu tierra,
del pan de los domingos,
del café,
de la caña,
de las orquídeas que penden
de los árboles.

Háblame, Lía,
mi niña amada.
Aún estoy aquí,
soy un guerrero
entre la muchedumbre,

un hombre solo.
Voy de la selva al mar,
del mar hasta el concreto
y estoy confuso.

Mejor ya no me hables,
el recorrido es largo;
estoy avasallado, Lía.
Este país no tiene fin
ni principios.

Tengo miedo,
siento que me van a matar,
la incertidumbre no sabe
de conciencia.

Hay que darle al Estado,
al país, al orígen
violento de la estática,
una vuelta de tuerca.

Voy camino a la Fe,
ese bar al final de la calle
donde una noche
me sentí Dios
en medio de los hombres.
Ahí te espero.




BIOGRAFÍA DE SILVIA TOMASA RIVERA

NOVENARIO POÉTICO 2010


DE OTROS MUNDOS

FICCIONES

Robert Frost / Una parada en el bosque en una tarde nevada

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Robert Frost
UNA PARADA EN EL BOSQUE 
EN UNA TARDE NEVADA



Creo saber de quién es este bosque
el dueño vive en el pueblo, sin embargo;
no va a enterarse de que me detuve acá
a mirar su bosque lleno de nieve.
Mi caballito debe creer que es raro
parar sin que haya una granja cerca,
entre el bosque y el lago congelado,
la noche más oscura del año;
hace sonar el arnés al sacudirse
para preguntar si hubo algún error.
El otro único sonido que hay es el barrer
del viento suave y los copos como plumas.
El bosque es encantador, oscuro y profundo,
pero yo tengo promesas que cumplir,
y kilómetros por recorrer antes de dormir,
y kilómetros por recorrer antes de dormir.

Tomas Tranströmer / Pájaros matinales

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Tomas Tranströmer
BIOGRAFÍA
Pájaros matinales
Traducción de Francisco Javier Uriz

Despierto el coche
que tiene el parabrisas cubierto de polen.
Me coloco las gafas de sol.
El canto de los pájaros se oscurece.
Mientras otro hombre compra un diario
en la estación de tren
cerca de un gran vagón de carga
que está completamente rojo de herrumbre
y centellea al sol.
No hay vacíos por aquí.
Cruza el calor de primavera un corredor frío
por el que alguien apurado llega
y cuenta que se lo ha calumniado
hasta en la Dirección.
Por una trastienda del paisaje
llega la urraca
negra y blanca. Pájaro agorero.
Y el mirlo que se mueve en todas direcciones
hasta que todo es un dibujo al carbón,
salvo la ropa blanca en la cuerda de tender:
un coro de Palestrina.
No hay vacíos por aquí.
Fantástico sentir cómo el poema crece
mientras voy encogiéndome.
Crece, ocupa mi lugar.
Me desplaza.
Me arroja del nido.
El poema está listo.





Giuseppe Ungaretti / El puerto sepultado

Sexualidad en imágenes / Los mejores ilustradores eróticos

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Ilustración de Milo Manara



Sexualidad en imágenes: los mejores ilustradores eróticos

El poder evocador y fantasioso de los dibujos los hace perfectos para recrear la imaginería sexual. Hablamos con algunos de sus mejores autores.


Sexualidad en imágenes: los mejores ilustradores eróticos
Una de las ilustraciones de Milo Manara.

De todos los soportes artísticos sobre los que erotismo puede cabalgar, el libro y la ilustración son los que dejan más espacio a la fantasía. Pero, mientras un relato erótico cuenta con un montón de palabras como arsenal disuasorio, la imagen debe llegar a nuestras retinas como un mensaje subliminal y provocar una emoción similar a la de la poesía.
Los dibujos subidos de tono fueron antes que las fotos y las películas, por eso poseen una larga experiencia a la hora de tomar el camino más corto hacia nuestra libido, evocar otros mundos, recrear y materializar sueños eróticos e imaginar nuevas y variadas parafilias, para las que todavía no se han inventado nombres ni denominaciones. El arte Shunga japonés o la pintura mogol del norte de la India, que suele utilizarse para ilustrar las ediciones del Kamasutra, fueron los primeros cómics eróticos que tuvieron que pasar la censura y que compartían su labor didáctica con la de calentadores sexuales.

Cuando se habla de dibujantes eróticos el primer nombre que viene a la cabeza de inmediato es el de Milo Manara, probablemente el que mejor ha plasmado las caras de mujeres a punto de experimentar el éxtasis. Algo que para muchos, resulta infinitamente más excitante que hermosos y perfectos cuerpos. El Click o El perfume del Invisible son sus trabajos más universales, aunque últimamente parece haberse enganchado al Renacimiento con sus comics sobre Los Borgia o Caravaggio, repletos del erotismo que lo ha consagrado en este campo del dibujo. Tampoco fue desdeñable el trabajo de la artista Gerda Wegener, que además de publicar ilustraciones en Vogue, escandalizó a la sociedad de principios del siglo XX con ilustraciones eróticas de sexo entre mujeres.
La ilustración erótica está hoy en plena forma y cuenta con numerosos autores que coquetean con el futuro y la ciencia ficción; o con el pasado, las pin ups, la herencia de Alberto Vargas o la de Guido Crepax, creador del personaje de Valentina.
Uno de los dibujos de Gerda Wegener que escadalizaron a la sociedad de la época.
Uno de los dibujos de Gerda Wegener que escadalizaron a la sociedad de la época.
Erotismo del día después
Para muchos dibujantes, el erotismo no casa muy bien con el presente y la cotidianeidad. Algo que subraya el ilustrador español Luis Royo: “El tiempo actual no me interesa demasiado, porque me deja un cierto complejo de Polaroid. Prefiero irme al pasado imaginario o al futuro. No concibo la ilustración sin fantasía, es como quitarle el alma”. Royo empezó en el mundo del comic de ciencia ficción y fue derivando hacia el erotismo, algo que preocupó a sus editores que, según cuenta, “me advirtieron que fracasaría”. Hoy en día es conocido en el mundo entero por sus Prohibited Books –cuatro versiones-, susSuversive Beauties -sensuales y letales guerreras- y sus dos ediciones de Malefic Times. Ahora Royo trabaja en la tercera versión de esta última saga de libros ilustrados, en los que la protagonista, una libidinosa y fuerte superviviente de un Nueva York apocalíptico, lucha por mantenerse viva entre ángeles, demonios y multitud de seres inclasificables. “Cuando dejé el comic y me pasé a hacer mis libros me extrañaba mucho que en las ferias la mayor parte de mis lectoras fueran mujeres. Yo creo que el género femenino es más complejo y busca un erotismo lleno de simbología, menos directo que el que puede enganchar al hombre que, en este sentido, es más plano. En Prohibited quise acercarme lo más posible a la pornografía. La diferencia entre erotismo y porno es casi invisible y no está en lo que ves, sino en cómo lo ves. Un beso puede ser un acto explícito, descarnado y una relación sexual algo etéreo, metafórico”.
Los personajes femeninos son, a menudo, los protagonistas de muchos de estos ilustradores. En palabras de Royo, “porque el cuerpo femenino expresa mejor el erotismo y sus contradicciones. Puedes dibujar un cuerpo o rostro delicado pero con mirada o inclinaciones perversas. Pero si pones a un hombre solo nunca funciona. Los caracteres masculinos no son tan poliédricos. No tienen tantos matices”.
Uno de los trabajos de Luis Royo.
Uno de los trabajos de Luis Royo.
El italiano Paolo Eleuteri Serpieri, apuesta también por las féminas poderosas y adictas al sexo. Su personaje de Druuna, una voluptuosa habitante del mundo caótico y peligroso del futuro, tuvo una generosa acogida desde su primer libro, Morbus Gravis(1985), que vendió más de un millón de copias en 20 idiomas diferentes. Seguramente por sus escenas de sexo explícito con todo tipo de humanos y seres mutantes. El norteamericano Richard Vance Corben, cuenta, sin embargo, con un personaje masculino, Den, para narrar sus aventuras erótico-futuristas. Nuestro héroe, un ingeniero de la época actual se traslada a un mundo de violencia y aventuras, repleto de mujeres con grandes pechos. El propio personaje sufre una transformación física y pasa de ser un enclenque a un hombre musculoso y con un enorme pene. Alguien al que las poderosas mujeres de Corben obligan a usar su sexualidad sin descanso. El argentino ubicado en España, Horacio Altuna, combina la sátira con el erotismo y sus personajes femeninos son mujeres jóvenes y desinhibidas, seguras de su sexualidad, para las que los hombres no siempre resultan estar a su altura. Altuna ha colaborado con la revista Playboy.
Ilustración firmada por Eleuteri Serpieri
Ilustración firmada por Eleuteri Serpieri

Ilustradores japoneses. Perversión refinada.
La magistral fórmula nipona de hacer que el pasado sea la vanguardia y el futuro tenga tintes retro es un ingrediente esencial en la filosofía de muchos de sus más destacados ilustradores eróticos, que juegan con los tiempos a su antojo. Entre todos ellos, Hajime Sorayama es el más popular y sus trabajos se exponen en museos de arte –su diseño para el robot de Sony, AIBO, forma parte de la colección permanente del MOMA- y ganan premios, como el Vargas Award. Este artista ha trabajado para Nike, George Lucas, Aerosmith, Playboy, Penthouse, Marvel Comic o Disney. Sus gynoids, sugerentes androides con formas femeninas, salieron a la luz en 1983 en su libro Sexy Robot y siguen siendo sus personajes más destacados, como demuestra una de sus últimas publicaciones, Sorayama XL (2014).
Yuji Moriguchi mezcla el Manga, género con el que empezó su carrera, con la pintura Shunga japonesa. Geishas descaradas, colegialas penetradas por los tentáculos de un pulpo, amas de casa que se masturban con productos de la cesta de la compra o calamares gigantes, con formas fálicas, que raptan a lolitas en la playa. A menudo las obras eróticas de Yuji son encargos en los que el cliente hace sugerencias al artista sobre la fantasía que quiere que represente. En los dibujos de Yoji Muku, mucho más perversos, el shibari, la modalidad japonesa del bondage que se rige por principios técnicos y estéticos, es el personaje principal. Takato Yamamoto va más allá y aúna todos elementos: manga, estética shunga, mujeres inmóviles bajo las cuerdas, calaveras, referencias góticas, vampiresas, cementerios e inspiración del arte europeo de finales del siglo XIX. Pero seguramente, el título de enfant terrible de la sexualidad en imágenes se lo lleve, en Japón, Namio Harukawa, natural de Osaka. Un espíritu provocador que nada a contracorriente. Mientras la imaginería sexual nipona se decanta por rostros infantiles y jovencitas inocentes, este ilustrador es conocido por sus mujeres rotundas, con sobrepeso y un afán dominante, que se sientan sobre rostros de hombres débiles, sumisos y temerosos. Algo así como un Botero perverso y oriental.
Ilustración de Sorayama.
Ilustración de Sorayama.
Pin ups revisadas
Las chicas de calendario es otra de las temáticas recurrentes de muchos de los artistas que se dedican a traducir el erotismo en imágenes. La francesa Serge Birault es una de ellas. Su pintura digital retrata a mujeres sexys, traviesas, con malas intenciones y, a menudo armadas. Sin embargo, como Birault confiesa, la sexualidad no es una de sus intenciones a la hora de dibujar. “Mi concepción personal del erotismo es muy diferente a lo que yo pinto. No trato de hacer imágenes eróticas. Me sería muy difícil definir lo que es, porque cada uno tiene su propia percepción de lo que esta palabra significa”. Sin embargo, esta dibujante reconoce que “la pintura es el único medio perfecto para trazar curvas. Puedes engañar y hacer trampas para obtener la curva perfecta”. El humor es también un ingrediente esencial de las imágenes de Birault , “el arte de las pin ups es siempre sobre chicas sexys, pero yo creo que hacer algo que sea también gracioso es más interesante”. Sus ilustraciones, según la propia autora cuenta, interesan mucho al género femenino, “la mitad de mis seguidores son chicas. Y yo creo que es porque retrato mujeres fuertes, no víctimas”. Sus fuentes de inspiración son muy numerosas, “los dibujos animados, nombres como Dean Yaegle, Bruce Timm, Shane Glines o el propio Hajime Sorayama”, pero también cuadros de Rembrand, las obras del ilustrador Norman Rockwell, que retrató como nadie el estilo de vida norteamericano, o actrices del momento como Gong Li o Amanda Seyfried. La propia Serge parece una caricatura fuerte e irónica de Betty Page, la reina de las pin ups. Olivia de Berardinis, desde Malibú, también rinde culto en sus dibujos a las mujeres ligeras de ropa, sugerentes, agresivas.  Mitad humanas, mitad animales o robots; pero casi todas con tintes retro, o con vocación de avatares de Dita Von Teese, Marilyn Monroe o pin ups legendarias. Mientras, la obsesión de Marcus Gray, de Glasgow, por el látex, lo convierte en el referente de los adictos a este erótico tejido.
ilustracion6
Una obra de Milo Manara.


Tomi Ungerer / Femmes fatales

Tomi Ungerer por Diego Monguelli

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far out isn't enough 615
Tomi Ungerer
TOMI UNGERER
Por Diego Monguelli

Tomi, su caballo de Troya y nunca es demasiado lejos
A su llegada a Nueva York, en 1956, Tomi Ungerer contaba sesenta dólares en el bolsillo, algunas hojas en blanco, otras ya ilustradas y unos lápices. No queda claro dónde se instaló inmediatamente. Se sabe, porque así lo cuenta él, que a los pocos días pasó su mañana frente a un puesto de diarios, ojeando y tomando nota de las revistas en las cuales le habría gustado trabajar. Más tarde, se sentó en una cabina telefónica y pidió a la telefonista que lo comunicara directamente con el director de unas de esas revistas; y, tan sencillamente como eso, tan sencillamente como podían darse las cosas hace medio siglo, concordó una entrevista para mostrar su trabajo unos días después.
Cuando llegó la fecha, Tomi -25 años, alto y esbelto; barba a lo Lincoln y ojos celestes; alsaciano desterrado acusado de comunista y de “francés” y de nazi; hijo fuera de tiempo de una tradición familiar encajada en la relojería astronómica; inmigrante, pobre e ilustrador- encajó un montón de sus dibujos bajo su brazo y salió a la calle.


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La mala suerte o el destino hizo que esa misma mañana lloviera sobre Nueva York. Tomi apuró el paso, pero cuando comprendió que el agua estaba arruinando sus dibujos se metió en un local que tenía a mano. Sin mucha más explicación que la exposición de los hechos, pidió –estimo que en un inglés alemanado, sin rastros de su francés natal- una caja para proteger su obra. La mujer que atendía se apiadó de ese joven de look extraño –de rockero que todavía no se había inventado- y le ofreció la caja más grande que tenía. Encantado con la comprobación de que ese país era, efectivamente, el país de la posibilidades, Tomi guardó las hojas en su interior y continuó su camino hacia la entrevista que comenzaría, con justicia, su carrera de ilustrador reconocido.
No fue hasta unas semanas después que Tomi comprendería la fuerza simbólica de esta anécdota y la importancia, acaso decisiva, del azar de la tormenta, de la generosidad de esa empleada, de la elección de la caja. Y es que esa mañana la caja que le había sido entregada como un portafolios para su obra, el portafolios que Tomi usaría de allí en más, había sido una caja de embalaje de preservativos Trojan.
Como podemos suponer, la implicancia de esa honestidad brutal de ojos celestes, el empuje de la juventud y el tremendísimo talento de aquél joven quizá habrían sido suficientes motivos para cautivar a buena parte del mundo editorial newyorkino… Pero si todo eso se presenta, además, dentro una caja gigante de preservativos, cuyo nombre, por si toda la historia no fuera en sí misma maravillosa, es “troyanos”, bueno, tanto mejor.
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En poco tiempo, Tomi fue conocido entre los directores de revistas y editoriales como el chico de los preservativos (nomenclatura que, a pesar de perderse luego, iría definirlo más y más cabalmente con el paso de los años); y a su nombre se le agregó –de allí en más de manera indisoluble- el apellido Ungerer.
Debo admitir que hace una semana no sabía nada de la historia de Ungerer. La referencia a su nombre no habría despertado en mí ningún recuerdo o evocación a dibujo o libro o movimiento cultural cualquiera. Hoy, todavía sigo maravillado.
Y es que si dejáramos de lado su historia, su nacimiento en Estrasburgo; su infancia entre guerras que lo desterraron de cualquier nación; su locura intrínseca en la que dedicaba tardes enteras a torturar muñecas Barbies, friéndolas en manteca; sus decenas y decenas de libros para niños; su gusto manifiesto por el bondage y la dominación; sus inquietudes por la pornografía; sus posters de festivales y bares y boliches y películas; su premio Hans Christian Andersen (algo así como el Nobel de la literatura infantil); su militancia en pos de la independencia alsaciana y en contra de la guerra de Vietnam; su amor por Irlanda y los irlandeses –un amor tan súbito que le provoca al llanto sólo con referir a éste-; su hablar franco y lento, su sonrisa de dientes marrones y su pelo blanquísimo… aún si no hubiera conocido nada de todo esto; su obra alcanza para maravillarme.


Alberto Manguel / Sombras y fantasmas aterradores, irónicos y malévolos

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Sombras y fantasmas aterradores, 

irónicos y malévolos

Una selección de los 16 relatos más originales y terribles del género. Los autores resucitan a los muertos y conducen al lector a un mundo sobrecogedor, encantado y también divertido.

ALBERTO MANGUEL 8 MAR 2008

Otra vuelta de tuerca
Henry James
Henry James, autor de algunos de los más originales y aterradores fantasmas de la literatura, logró en Otra vuelta de tuerca una obra maestra. Basada en una anécdota que le fue referida cierta noche de invierno, cuenta la historia de una nodriza encargada de cuidar a dos niños en una solitaria casa de campo inglesa. Los niños parecen felices, las habitaciones cómodas, los jardines soleados, pero la nodriza siente algo en la atmósfera que le incomoda. Entonces el ama de llaves le cuenta que un apuesto mayordomo y la nodriza que le precedió murieron poco antes de su llegada y deja sospechar circunstancias bochornosas. Paso a paso, la nodriza se convence de que esos dos muertos rondan por la casa y quieren apoderarse de los niños. James no nos permite asegurar ni negar esas infames apariciones: magistralmente, cada palabra de la novela a la vez afirma y rechaza la interpretación fantástica.
Sombras suele vestir
José Bianco
Sombras suele vestir es una de las mejores historias de fantasmas de la literatura en lengua castellana. En un inquilinato de Buenos Aires viven Jacinta, su hermano enfermo mental y su madre, mujer incapaz de resignarse a la pobreza. Para satisfacer los pedidos de esta última, Jacinta se prostituye. Cuando la madre muere, uno de los clientes de Jacinta lleva a la muchacha a vivir con él y coloca al hermano en un sanatorio. Pronto el cliente confiesa sentir una extraña atracción hacia el hermano enfermo y él, a su vez, se interna en el mismo sanatorio. La novela entonces se corrige: el lector se entera de que Jacinta está muerta y que, para cada personaje, la realidad es leída de otra manera, tangible o soñada. El título es de Quevedo: "El sueño, autor de representaciones / en su teatro sobre el viento armado / sombras suele vestir de bulto bello".
El hombre verde
Kingsley Amis
El hombre verde es una taberna a unas cuarenta millas de Londres, famosa por sus vinos y sus fantasmas. El tabernero, Maurice Allington, empieza a obsesionarse con uno de los fantasmas, un cierto clérigo del siglo XVII quien (según la leyenda) asesinó salvajemente a su esposa. Allington empieza a ver imágenes espectrales y monstruosas, caras sin cuerpo, piernas y brazos cortados, un pecho o una nalga de mujer. Gradualmente, la curiosidad de Allington se convierte en desasosiego, sobrecogimiento y terror, y su familia asiste, sin poder ayudarlo, a una suerte de "secuestro psíquico", mientras Allington se interna más y más en un mundo de visiones incomprensibles y horribles quimeras. Amis, gran conocedor de la literatura fantástica y la ciencia-ficción, confesó alguna vez querer escribir una historia de fantasmas que fuese a la vez "irónica y malévola". Con El hombre verde logró su propósito.
Memento mori
Muriel Spark
En la mayor parte de los casos, la tarea de un fantasma es reducida: basta con mostrarse o con dejarse intuir, y su misión se ve cumplida. EnMemento mori sus deberes son aún más escuetos. Invisible, lúgubre, ausente, el fantasma de esta novela tiene por única y atormentadora obligación llamar por teléfono a un grupo de octogenarios y decirles aquella frase que en la Edad Media, inscrita sobre calaveras decorativas y vanidades pintadas, era parte de la vida cotidiana: "Recuerda que vas a morir". A partir de esa advertencia, cada una de sus ancianas víctimas debe hallar un modo de enfrentarse a su fantasmagórico eco, hacer suyo el mensaje y construir un plan de acción ante lo inevitable. Conocida sobre todo por su novela sobre la vida de una maestra escocesa, La plenitud de la señorita Brodie, Spark creó en Memento mori uno de los espectros más originales y terribles del género.
La danza de Gengis Cohn
Romain Gary
Gengis Cohn es en realidad Moishe Cohn, actor cómico judío conocido en los cabarés yídish de la entreguerra. Deportado a Auschwitz, milagrosamente logra escapar de ese infierno; meses más tarde es detenido por un contingente de las SS bajo las órdenes de un tal Schatz, y asesinado. Pero el fantasma de Cohn decide no abandonar a su asesino. Schatz (a quien Cohn llama "Schatzchen" o "Tesorito") debe soportar, a lo largo de los años, aun después del fin de la guerra, la presencia de su implacable víctima. Noche y día Cohn lo persigue, le habla, le hace bromas, e implacablemente obliga a Schatz a enfrentarse con las atrocidades que ha cometido. "¡Cierra los ojos!", dice uno de los personajes en las últimas páginas del libro. "¡Mira con el corazón, porque es con el corazón que debemos mirar!". Romain Gary reunió en ésta lo ferozmente imaginativo y lo atrozmente inconcebible.
La excursión de las niñas muertas
Anna Seghers
Los fantasmas encarnan el pasado: son lo que fue. En esta corta novela de la escritora alemana Anna Seghers son también lo que será. Anna Seghers (protagonista de la historia), exiliada del terror hitleriano en un pequeño pueblo de México, oye un día que la llaman por el apodo que le daban de niña. Bajando al río, se encuentra de pronto con un grupo de estudiantes jugando en la ribera, y se da cuenta de que son sus compañeras de antaño, tal como eran cuando asistían juntas a la escuela en Alemania. Seghers reconoce a sus amigas y a sus maestras, y recuerda al mismo tiempo sus macabros destinos. Los pequeños fantasmas desconocen las cosas terribles que ocurrirán en su futuro, pero Seghers sí lo sabe, y del contraste entre la ignorancia de las niñas y el conocimiento de la mujer adulta nace el conmovedor espanto que da su fuerza a esta gran novela.
Calle Katalina
Magda Szabò
Cada guerra crea sus propios fantasmas con sus propios códigos y ritos. La II Guerra Mundial pobló Europa de vastas poblaciones incorpóreas que siguen enracimadas en nuestras vidas. Magda Szabò, la magistral novelista húngara, quiso dar a esos espectros rasgos y rostros individuales. En un conjunto de casas de la calle Katalina, en Budapest, sobreviven tres familias de carne y hueso, junto con su heredado fantasma, la joven Henrieta. Todos, vivos y muertos, se ven estrechamente unidos por secretos de infamia, amor y culpa, las inevitables consecuencias de la guerra. Los fantasmas de Szabò no pecan nunca de irrealidad: son tanto si no más verosímiles que los otros, sus sólidos vecinos. En Calle Katalina protagonizan la historia y es Henrieta quien guía al lector a través de las vidas cruzadas de esas tres familias. En 2007 el libro ganó el Premio Cevennes a la mejor novela europea.
Pedro Páramo
Juan Rulfo
Hay realidades en las que los verdaderos fantasmas son los vivos. Los habitantes autóctonos son los muertos, los que permanecen porque para ellos nada cambia. Pedro Páramo es la crónica del pueblo de Comala, uno de estos lugares perdidos en la llanura mexicana que parecen abandonados desde siempre y para siempre. A Comala llega Juan Preciado, por encargo de su madre moribunda, en busca de su padre desaparecido. A partir de ese inicio, nada sucede salvo en el recuerdo, en un pasado que Preciado no conoce: son los fantasmas, las voces de los fantasmas, que en este reino de los muertos van dando pautas para narrar la historia del hombre Pedro Páramo, desde su infancia hasta su muerte, componiendo para el hijo el retrato de un padre brutal, traicionero, amoroso, vengativo, codicioso y heroico, y para el lector una de las novelas más perfectas de la literatura latinoamericana.
El caballero inexistente
Italo Calvino
"No existo, señor", dice el caballero de Selimpia Citeriore y Fez a Carlomagno, que está pasando revista a sus paladines ante los muros rosados de París. Dentro de su armadura no hay nada: es un fantasma absoluto, vestido sólo de su "fuerza de voluntad y una gran fe en nuestra santa causa". Hermano mayor de aquel otro héroe invisible de H. G. Wells, comparte con él los inconvenientes de no tener cuerpo tangible, o más bien de existir sólo a través de sus sensaciones. Calvino pasea a su fantasma a través de un medioevo vivaz y caótico, haciéndolo testigo y protagonista de batallas, entuertos, lances amorosos y derrotas, y probando así que el mero hecho de no existir no nos libera de la común condición humana. Junto con El barón rampante y El vizconde dividido, El caballero inexistente forma parte de la trilogía de figuras emblemáticas del hombre moderno que tituló Nuestros antepasados.
Mi vida en la selva con fantasmas
Amos Tutuola
Amos Tutuola renovó y dio a conocer la literatura de Nigeria. Nacido en 1920 y educado en una escuela del Ejército de Salvación, trabajó como calderero y como empleado de la fuerza aérea de su país. Publicó su primera novela, El bebedor de vino de palma, en 1952, escrita, como el resto de su obra, en una lengua inglesa redescubierta o reinventada en el África Occidental, y cuya calidad poética fue saludada por Dylan Thomas y T. S. Eliot. Su segunda novela, Mi vida en la selva con fantasmas, es una suerte de Alicia en el País de las Maravillas salvaje y espectral, en la que un niño debe enfrentarse solo a los fantasmas que habitan la impenetrable jungla africana. Encantos, embrujos, transformaciones y monstruos de toda especie lo persiguen a través de su peregrinación nocturna hasta que por fin comprende que él también forma parte de ese mundo encantado y terrible.
Cuento de Navidad
charles Dickens
Puede decirse que la Navidad, tal como la festejamos hoy en día, es un invento de Dickens. El árbol decorado, los regalos, el pavo asado y el budín inglés son emblemas de ese espíritu de hermandad y alegría universal con la que Dickens dotó al día más jubiloso del calendario cristiano. Ebenezer Scrooge, el avaro ejemplar que desdeña la Navidad y rehúsa dar limosna a los pobres huérfanos, recibe en Nochebuena la visita de tres fantasmas que le hacen recorrer sus navidades pasada, presente y futura, para que, como Dante atravesando los tres mundos del más allá, pueda arrepentirse y cambiar su vida. Pedagógica, exagerada, descaradamente sentimental, maravillosamente lacrimógena, Cuento de Navidad logra sin embargo emocionarnos auténticamente con personajes que se han hecho inmortales y escenas que ahora forman parte de la mitología del mundo occidental.
La dama de Picas
Alexandr Pushkin
El género que mejor conviene a los fantasmas es el relato breve, quizás porque una aparición que se extiende en el tiempo de una novela puede permitir al lector sobreponerse del horror y refugiarse en el detenido análisis racional; mientras tanto, el fantasma desaparece. Pushkin eligió para La Dama de Picas una extensión intermedia, la nouvelle o cuento extenso. Dividida en seis capítulos y una corta conclusión, la narración traza la decadencia y caída de un empedernido jugador, figura emblemática de la literatura rusa. Humor, horror, sátira social se combinan en esta historia alucinante. La dama fantasmagórica que persigue al protagonista es muchas cosas —némesis, conciencia, ángel de la retribución— pero sobre todo es una aristocrática anciana muerta, capaz de transformarse, literalmente, en la fatal y última carta del condenado jugador.
La invención de Morel
Adolfo Bioy Casares
"Viejas como el miedo", escribió Bioy Casares, "las ficciones fantásticas son anteriores a las letras". Cada época se inventa las suyas: las sombras aullantes con las que Homero asustó a Ulises en el infierno se transformaron en los malévolos Poltergeists de la Edad Media y en los encadenados espectros del siglo XVIII. Los fantasmas que Bioy Casares instala en la isla a la que llega su pobre y enamoradizo náufrago son un producto del siglo XX y de sus nuevas tecnologías. Criaturas inmateriales y modernas, son proyecciones cinematográficas que materializan para siempre el recuerdo de personas queridas y muertas. Los fantasmas del inventor Morel, patrón de la isla, no tienen voluntad propia. Condenados a una intangible existencia, causan menos temor que curiosidad y parecen menos fantásticos que maravillosamente imposibles. Vale la pena recordar que Borges juzgó esta novela "perfecta".
La lechuza ciega
Sadegh Hedayat
Obra maestra de la literatura persa del siglo XX, La lechuza ciega es la crónica de un descenso a la locura, como la que llevó al propio autor al suicidio en 1951, a los 48 años. Los extraños y constantes fantasmas que persiguen al protagonista se resuelven en un hombre viejo con una risa diabólica, cuatro caballos raquíticos que tosen o ladran y, sobre todo, una mujer misteriosa de belleza sobrecogedora cuya visión lo turba hasta el punto de hacerle perder el sentido. "Hay heridas", confiesa, "que lentamente corroen la mente de quien está solo, como una suerte de cáncer". Para tratar de hallar alivio, dice, "escribo sólo para mi sombra, proyectada sobre la pared por la luz de mi lámpara. Debo hacer que ella sepa que estoy aquí". Heredero de Edgar Allan Poe, Franz Kafka y del existencialismo francés, Sadegh tradujo La colonia penitenciaria, de Kafka, y las obras de Sartre al persa.
La mujer de negro
Susan Hill
La tradición anglosajona de la novela de fantasmas nació en 1764 con la publicación de El castillo de Otranto, de Horace Walpole, una de las más pobres y malogradas del género. Con las convenciones ya perfeccionadas a lo largo de dos largos siglos, Susan Hill creó con La mujer de negro (publicada primero en 1983 y luego llevada con mucho éxito a la escena) una eficacísima historia de terror. Aparecen aquí todos los elementos tradicionales: la antigua mansión aislada que se alza junto al mar; el joven e inocente abogado que llega una noche de invierno sin saber los misterios que la corroen; el terrible secreto de un evento pasado a causa del cual el espectro que da su título al libro ronda por las habitaciones, y la sangrienta venganza que inevitablemente se desatará sobre todos los protagonistas. La mujer de negro es una novela de fantasmas clásica, aterradora y verosímil.
El fantasma de Canterville
Oscar Wilde
Todo género literario acaba burlándose de sí mismo. Al parodiar las historias de fantasmas, Wilde creó un subgénero: la novela de terror cómica. Su espectral héroe es una víctima del progreso. Enracimado en las más añejas costumbres anglosajonas y orgulloso de su repertorio de abominaciones, se ve de pronto confrontado a una familia de yanquis nuevos ricos para quienes lo tradicional es meramente pintoresco y lo fantástico superstición. Cuando el ama de llaves les explica que la mancha que ven en el piso es "sangre vertida en un crimen ancestral y no desaparece nunca", los yanquis cogen un moderno detergente y limpian enérgicamente la inmemorial mancha, y el pobre fantasma se ve obligado a pintarla de nuevo con acuarelas. Sin traicionar el género (como lo exige la tradición, la maldición es finalmente exorcizada por un amor inocente), la novela resulta una de las más originales y divertidas del canon.



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