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Feliz cumpleaños, Woody Allen

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Woody Allen

¡Feliz cumpleaños, Woody!


El próximo martes, 1 de diciembre, Allan Stewart Konigsberg, más conocido como Woody Allen, cumple 80 años


    Si les decimos que el próximo martes, 1 de diciembre, Allan Stewart Konigsberg cumple 80 años probablemente no les diga nada. Pero si les aclaramos que tras ese nombre se esconde nada menos que Woody Allen la cosa cambia, y mucho. Porque nos encontramos indudablemente ante uno de los cineastas más importantes, no únicamente de las últimas cuatro décadas, sino de toda la historia del cine.
    TCM celebra este cumpleaños por todo lo alto con una programación especial. Ese día y todos los domingos del mes, el canal emitirá algunas de las mejores películas de la filmografía de Woody Allen como Días de radioManhattanHannah y sus hermanasTodos dicen I Love YouDelitos y faltas o La rosa púrpura de El Cairo, una selección de títulos que permiten al espectador recorrer su vida y entender su forma de ser.
    Muchos pueden pensar que detrás de esas gafas de pasta y esa pinta de genio despistado se encuentra un sesudo intelectual. Nada más lejos de la realidad. “Me críe en las calles de Brooklyn y me echaron en el primer año de Universidad”, aclara el propio Woody. “Mi padre era taxista y se buscaba la vida en los billares o apostando en las carreras de caballos. Pertenezco a la clase baja. Soy de esos tipos que están en camiseta en casa bebiendo cerveza y viendo el fútbol americano en la tele. No ando leyendo a los novelistas rusos. Lo he hecho para estar a la altura de mis novias”, dice con una sonrisa.
    Desde muy niño Woody Allen se sintió fascinado por los seriales radiofónicos y por la música, sobre todo por el jazz. Comenzó tocando el violín para, más tarde, decantarse definitivamente por el clarinete. A los dieciséis años inició su carrera como humorista escribiendo chistes para columnistas de periódicos y actuando en pequeños locales. Otro de los mundos que también le apasionaba era el de la magia. “Hay un sentido religioso en la magia. Cuando ves un truco estás ante algo que desafía la realidad”, explica.
    Pero para Allen el cine es la manera más eficaz de evadirse de esa dura realidad del día a día, de escapar de una triste existencia que es, en el fondo, absurda. Él, según confiesa, sigue rodando películas como si fuera una terapia ocupacional, apartando sus pensamientos de las cosas horribles que hay en el mundo. “Vivo en un mundo falso durante diez meses. Creo a unos personajes, convivo con ellos, les visto, les pongo música, les coloco en un decorado. Durante ese tiempo estoy con mujeres hermosas y hombres brillantes que saben lo que dicen y que son valientes. Es mi manera de desafiar o de esconderme de la realidad”.
    Y así, a sus 80 años, el director neoyorquino sigue tejiendo proyectos sin parar. Hace unos meses anunció que escribiría y dirigiría una serie de televisión de seis episodios y para 2016 nos aguarda su próxima película, aún sin título definitivo, protagonizada por Kristen Stewart, Blake Lively, Steve Carell y Jesse Eisenberg. Y mientras tanto, al otro lado de la pantalla, millones de espectadores ya aguardan impacientes la próxima cita con este genial cineasta. Esos que el próximo 1 de diciembre exclamarán con fuerza: ¡We love you Woody Allen! ¡Feliz cumpleaños! y que nos regales muchas historias más.




    Triunfo Arciniegas / El final de Annie Hall

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    Triunfo Arciniegas
    EL FINAL DE ANNIE HALL

    Vi Annie Hall por primera vez en mi adolescencia y durante años sólo recordé su brillante final. Es una de las mejores películas de Woody Allen, sin duda. En 1978 se llevó unos cuantos Oscar. La escena de las langostas, la escena de la araña, la escena de la invitación después del partido de tenis y la escena de la mujer que se desdobla en la cama son, desde luego, maravillosas, y conforman una obra maestra. Pero el chiste del final de la película es en verdad doloroso, muy cierto y de alguna manera esperanzador.
    Transcribo el texto en inglés:

    Annie and I had lunch some after that and just kicked around old times.
    After that, it go late and we both had to go. But it was great seeing Annie again. I realize what a terrific person she was and how much fun it was just knowing her.
    And I thought of that old joke. This guy goes to a psychiatrist and says, “Doc, my brother’s crazy. He thinks he’s a chicken.” The doctor says, “Why don’t you turn him in?” The guy says, “I would, but I need the eggs.”
    Well, I guess that’s, now, how I feel about relationship. They’re totally irrational, crazy and absurd. But I guess we keep going throught it… because most of us need the eggs.




    Esta es mi traducción al español:

    Annie y yo comimos después de aquella vez y entonces recordamos viejos tiempos.
    Luego se hizo tarde y tuvimos que irnos. Pero fue grandioso volver a ver a Annie. Me di cuenta de la tremenda persona que era y de lo divertido que resultaba tan solo conocerla.
    Y entonces pensé en aquel viejo chiste. Un tipo va al sicoanalista y le dice: “Doctor, mi hermano está loco. Piensa que es una gallina”. Y el doctor dice: “¿Porqué no lo interna?” El tipo dice: “Lo haría pero necesito los huevos”.                                                                                                   
    Pienso lo mismo de las relaciones. Son totalmente irracionales, locas y absurdas. Pero creo que las mantenemos porque la mayoría de nosotros necesita los huevos.




    La metafóra de la gallina y los huevos es literal. Así la escribió Woody Allen en el guión de Annie Hall. Pero existe un doblaje con metáfora de bombilla que me sorprende y me encanta. La última frase de la película nos queda en la memoria cuando salimos del cine, cuando llegamos a casa, cuando nos despertamos al día siguiente, y sigue y sigue rondando en nuestra mente durante días, meses y años, porque es bella y porque la hacemos nuestra. Dice así:

    Annie y yo almorzamos juntos poco después y solo recordamos viejos tiempos.
    Después de eso se hizo muy tarde. Ambos tuvimos que irnos. Pero fue grandioso volver a ver a Annie. Sí. Me di cuenta de la estupenda persona que es ella y lo divertido que era tan solo conocerla.
    Y recordé aquella vieja anécdota. La del hombre que va al sicoanalista y le dice: “Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una bombilla”. Y el doctor dice: “¿Por qué no lo trae?” Y el hombre dice: “Lo haría, per me quedaría sin luz”.
    Bueno, creo que eso se parece mucho a lo que yo opino de las relaciones. ¿Entienden? Son complemente irracionales, locas, absurdas, pero creo que seguimos con ellas porque la mayoría necesitamos que alguien nos ilumine.

    Triunfo Arciniegas
    Guadalajara, México, 1 de diciembre 2015

    Woody Allen / Con el sello de Bergman

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    Woody Allen, Interiores
    Hugo Caligaris
    CON EL SÉPTIMO SELLO DE WOODY
    Buenos Aires, La Nación
    Viernes 7 de enero de 2011

    Woody Allen, Hannah y sus hermanas




    Woody Allen hubiera querido ser Bergman, lo que prueba su buen gusto en materia de cine. Como era previsible, no lo consiguió: cuando uno se pone metas demasiado altas debe estar listo para trabajar mucho y fracasar todavía más. Por suerte, el humor lo salvó y, junto con él, a los honestos cinéfilos, que no se merecían una mala réplica. Y si bien en la inclinación por plantearse grandes cuestiones existenciales Woody se iguala con el sueco, se difererencia de él en materia de gracia. Cuando ríe, Bergman puede ser directo y fresco (recordar, por ejemplo, Sonrisas de una noche de verano). El humor de Allen tiene su propio sello. No es el séptimo sello bergmaniano, sino el sello de la Séptima Avenida, de los teatros, los cafés y las librerías de Manhattan. Es un humor filoso, intelectual, autoincriminatorio, que se articula con un talento poco usual para el vodevil y con un sentido del ridículo que apunta siempre como primer objetivo contra la figura del mismo comediante. A los 75 años, Woody expresa como nadie el brillo y los traumas de una ciudad que nunca fue tan Nueva York como en sus películas.


    New York Stories / Historias de Nueva York

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    NEW YORK STORIES
    HISTORIAS DE NUEVA YORK
    New York Stories es una película ómnibus de Estados Unidos estrenada en dicho país en marzo de 1989.
    La película está compuesta por tres historias que tienen como tema central la Ciudad de Nueva York. Ellas son:
    • Life Lessons (Apuntes al natural), dirigida por Martin Scorsese y escrita por Richard Price.
    • Life Without Zoe (Vida sin Zoe), dirigida por Francis Ford Coppola y escrita por éste junto a Sofia Coppola.
    • Oedipus Wrecks (Edipo reprimido), escrita y dirigida por Woody Allen.
    Las críticas, por lo general, fueron positivas para Life Lessons y Oedipus Wrecks, pero no para Life Without Zoe. Por ejemplo, Hal Hinson, del periódico The Washington Post dijo de la historia de Coppola: "es, de lejos, el peor trabajo del director hasta la fecha".
    Life Without Zoe cuenta con Talia Shire y Giancarlo Giannini.


    APUNTES AL NATURAL

    Lionel Dobie es un maduro pintor que se encuentra atrapado entre su pasión por el arte y el amor que siente por su sensual y joven asistente. Ha conseguido que ésta siga ocupando una habitación en su estudio pero parece imposible reanudar la relación.


    New York Stories
    Life Lessons

    VIDA SIN ZOÉ
    La pequeña Zoe pretenderá conseguir que sus padres, siempre ausentes, se reconcilien. La niña lleva una vida aburrida y millonaria hasta que, en el mismo día, dos acontecimientos lo cambian todo: descubre a su primer amigo, un príncipe árabe y el lujoso hotel en el que vive sufre el asalto de una peligrosa banda.

    EDIPO REDIMIDO
    Principalmente Woody Allen con esta película, trata de crear un mundo infraternal. Un empresario que termina con su novia y consigue problemas laborales a causa de su madre. Son las decadencias que se les imponen. Siendo solución a todo esto la desaparición de su madre por un mago; gracias a esta desaparición, encuentra un nuevo amor en una adivina. Llega a lo irónico cuando su madre aparece como una especie de conciencia que lo juzga delante de todos. Al final se queda con su nuevo amor y su metiche madre. Allen expone con esto su clásico problema psicoanalista que lo atormenta.


    Jhumpa Lahiri / Una medida temporal

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    Jhumpa Lahiri
    BIOGRAFÍA
    UNA MEDIDA TEMPORAL

    El aviso les informó de que la medida era temporal: durante cinco días les cortarían la electricidad por espacio de una hora, a partir de las ocho de la noche. La última tormenta de nieve había producido una avería en el suministro y los empleados de la compañia iban a acometer la reparación a primera hora de la noche, cuando el clima era algo más clemente. La reparación iba a afectar solamente a las casas de la tranquila calle arbolada, cercana a una hilera de tiendas con fachadas de ladrillo y una parada de tranvía, en la que Shoba y Shukumar habían vivido durante tres años.
    “Está bien que nos avisen,” admitió Shoba después de leer el aviso en voz alta, más para sí misma que para Shukumar. Dejó que la correa de su bolso de cuero, repleto de documentos, resbalara de sus hombros, y lo dejó en el pasillo mientras caminaba hacia la cocina. Llevaba un abrigo azul, pantalones grises y zapatillas blancas; se veía, a los treinta y tres, como el tipo de mujer al que alguna vez juró que nunca se parecería.
    Venía del gimnasio. El carmín rojo se podía apreciar sólo en la comisura de su boca, y el delineador había dejado manchas de carbón bajo sus pestañas inferiores.
    Solía verse así a veces, pensó Shukumar, en las mañanas después de una fiesta o de una noche en el bar, cuando ella tenía demasiada flojera para lavarse la cara, demasiado ávida de entregarse a sus brazos. Ella dejó caer la correspondencia en la mesa sin mirarla. Sus ojos estaban todavía fijos en el aviso que tenía en las manos. “Deberían hacer esto durante el día”.
    “Cuando yo estoy aquí, quieres decir,” dijo Shukumar. Puso la tapa de vidrio en una olla con cordero, ajustándola de tal modo que ni siquiera el vapor pudiese escapar. Desde enero, él había estado trabajando en casa, intentando terminar los capítulos finales de su tesis doctoral sobre las revueltas agrarias en la India. 
    “¿Cuándo empiezan las reparaciones?”
    “Dice que el 19 de marzo. ¿Hoy es 19?” 
    Shoba se dirigió al corcho enmarcado y colgado en la pared junto al refrigerador, vacío salvo por un calendario con motivos decorativos sacados del papel pintado de William Morris. Ella lo miró como si lo viera por primera vez, estudiando cuidadosamente el diseño en la parte superior antes de permitir que sus ojos descendieran a la trama numerada de la parte de abajo. Un amigo les había enviado por correo el calendario como regalo navideño aunque Shoba y Shukumar no hubieran celebrado la navidad aquel año.
    “Es hoy, entonces,” anunció Shoba. “Por cierto, tienes una cita con el dentista el viernes que viene.”
    Él pasó su lengua por la parte superior de sus dientes. Había olvidado cepillárselos esa mañana. No era la primera vez. No había salido de casa en todo el día, ni el día anterior. Cuanto más estaba Shoba fuera de casa, cuanto más comenzaba ella a hacer horas extras y a tomar trabajos adicionales, más quería él quedarse en casa, sin salir siquiera para ir por el correo o comprar fruta o vino que estaban en las tiendas junto a la parada del tranvía.
    Seis meses atrás, en septiembre, Shukumar se encontraba en un congreso académico en Baltimore cuando Shoba empezó el trabajo de parto, tres semanas antes de la fecha prevista. Él no había querido ir al congreso, pero ella insistió. Era importante empezar a hacer contactos y él iba a entrar al mercado laboral al año siguiente. Ella le dijo que tenía el teléfono del hotel y una copia de los horarios y números de vuelos y que se había organizado con su amigo Gillian para que la llevara al hospital si surgía una emergencia. Cuando el taxi salió de la casa aquella mañana hacia el aeropuerto, Shoba se despidió de él en la puerta de casa envuelta en su bata, con una mano descansando en el montículo de su vientre como si fuera una parte perfectamente natural de su cuerpo.
    Cada vez que recordaba ese momento, el último en que vio a Shoba embarazada, lo que más recordaba era el taxi, una camioneta pintada de azul con letras rojas. Una caverna comparada con su propio coche. Aunque Shukumar medía casi metro noventa, con unas manos demasiado grandes hasta para acomodarlas en el bolsillo de sus jeans, se sintió diminuto en el asiento trasero. Mientras el taxi iba por la calle Beacon, se imaginó el día que él y Shoba necesitaran comprar su propia camioneta, para llevar y recoger a sus hijos de las clases de música y las citas con el dentista. Se imaginó a sí mismo sosteniendo el volante, mientras Shoba se daba la vuelta para repartirles juguitos a los niños. Alguna vez estas imágenes de paternidad le habían molestado, sumándose a la preocupación de que aún era un estudiante a los treinta y cinco. Pero esa mañana de otoño, con los árboles todavía cargados con hojas de bronce, disfrutó por primera vez esa imagen.
    Un miembro de la organización se las arregló para dar con él en una de las idénticas salas de convenciones donde le pasó la nota, un cuadrado rígido de papel. Si bien sólo había un número telefónico, Shukumar supo que se trataba del hospital. Cuando regresó a Boston ya todo había terminado. El bebé nació muerto. Shoba estaba en la cama dormida, en un cuarto privado tan pequeño que apenas había espacio para pararse junto a ella, en un ala del hospital que no les había sido mostrada durante la anterior visita como futuros padres. Su placenta había cedido y le habían tenido que hacer una cesárea de urgencia pero resultó demasiado tarde. El doctor explicó que esas cosas pasaban. Sonrió del modo más amable posible en que es posible sonreírle a un paciente y que sólo los profesionales conocen. Shoba podría ponerse de pie en unas cuantas semanas. No había nada que indicara que ella no pudiera tener niños en el futuro.
    Por esos días, cuando Shukumar se despertaba, Shoba ya se había marchado. Él abría los ojos y veía las negras hebras de cabello que ella había dejado en la almohada y pensaba en ella, vestida, sorbiendo su tercera taza de café del día, en su oficina en el centro, en la que buscaba errores tipográficos en los libros de texto que marcaba con un ejército de lápices de diferentes colores y en un código que alguna vez le había explicado. Ella haría lo mismo con su tesis, le prometió, cuando estuviera lista. Envidiaba lo específico de su tarea tan diferente de la naturaleza elusiva de la suya. Él era un estudiante mediocre que tenía facilidad para absorber los detalles sin curiosidad. Hasta septiembre había sido dedicado, sino diligente, resumiendo capítulos, apuntando argumentaciones en bloques de papel amarillo con líneas. Pero ahora podía quedarse en la cama hasta aburrirse, mirando su lado del armario, que Shoba siempre dejaba medio abierto, en la fila de las chaquetas de tweed y los pantalones de pana que ya no tenía necesidad de elegir para dar sus clases este semestre. Tras la muerte del niño era demasiado tarde para dejar la docencia. Pero su tutor había arreglado las cosas para que tuviera el semestre de primavera para él. Shukumar estaba en su sexto año de la universidad. “Eso y el verano te darán un buen empujón”, le había dicho su tutor. “Ya tendrías que tener todo terminado para septiembre.”
    Pero no había nada empujando a Shukumar. En lugar de eso pensaba en cómo él y Shoba se habían convertido en expertos en evitarse el uno al otro en su casa de tres dormitorios, pasando todo el tiempo posible en plantas diferentes de la casa. Él pensaba en que ya no anhelaba los fines de semana, esos en los que ella se sentaba durante horas en el sillón con sus lápices de colores y sus archivos, de modo que él no quería poner un disco en su propia casa por miedo a parecer maleducado. Pensaba en cuánto tiempo había pasado desde que ella lo había mirado a los ojos y sonreído, o susurrado su nombre en las raras ocasiones en que todavía alcanzaban el cuerpo del otro antes de dormirse.
    Al principio había creído que iba a pasar, que él y Shoba lo superarían de alguna manera. Ella sólo tenía treinta y tres. Era fuerte, estaba de pie de nuevo. Pero no significaba un consuelo. Normalmente, era casi hasta la hora del almuerzo cuando, al fin, Shukumar salía de la cama y bajaba hacia la cafetera, sirviéndose el café que Shoba le había dejado, junto a una taza, sobre la repisa.
    Shukumar recogió las pieles de cebolla con la mano y las tiró a la basura, sobre las tiras de grasa que le había quitado al cordero. Dejó correr el agua en el fregadero, remojó el cuchillo y luego la tabla para picar, y se pasó un limón por los dedos para deshacerse del olor a ajo, un truco que había aprendido de Shoba. Eran las siete y media. A través de la ventana vio el cielo como un pequeño vacío negro. Todavía había sobre las banquetas algunos bancos disparejos de nieve, a pesar de que hacía el calor suficiente como para caminar sin gorro ni guantes. Habían caído casi noventa centímetros en la última tormenta, y la gente tenía que caminar en una sola fila, en surcos estrechos. Durante una semana ésa había sido la excusa de Shukumar para no salir de casa. Pero ahora los surcos se estaban ensanchando, y el agua escurría constantemente hacia los desagües en el pavimento.
    “El cordero no va a estar listo a las ocho,” dijo Shukumar. “Vamos a tener que comer a oscuras.”
    “Podemos prender velas,” sugirió Shoba. Se soltó el pelo, limpiamente recogido en la nuca durante el día, y se sacó las zapatillas sin desamarrarlas. “Voy a darme una ducha antes de que se vaya la luz”, dijo ella, dirigiéndose a la escalera. “Ahora bajo.”
    Shukumar puso su morral y sus zapatillas a un costado del refrigerador. Ella nunca había sido así. Solía colgar su abrigo en una percha, sus zapatillas en el armario y pagaba las facturas tan pronto como llegaban; pero ahora ella trataba la casa como si ésta fuera un hotel. El hecho de que el sillón amarillo de la sala no combinara con la alfombra turca azul y marrón ya no le molestaba. En el porche de la parte trasera de la casa, sobre la silla de mimbre, había una bolsa blanca llena de encaje que ella alguna vez había pensado en convertir en cortinas.
    Mientras Shoba se bañaba, Shukumar fue al baño de abajo y encontró un nuevo cepillo de dientes en su caja bajo el lavamanos. Las duras y baratas cerdas le hirieron las encías y escupió sangre en el lavabo. El cepillo que usaba era uno de los muchos almacenados en una caja de metal. Shoba los había comprado una vez en que estaban de descuento suponiendo que un invitado decidiera, a última hora, quedarse a pasar la noche.
    Era típico de ella. Era del tipo que se prepara para las sorpresas, para las buenas y para las malas. Si encontraba una falda o un bolso que le gustara compraba dos. Guardaba las utilidades de su trabajo en una cuenta separada a su nombre. Eso no le había preocupado a él. Su propia madre se había destrozado cundo murió su padre, abandonando la casa en la que creció y regresando a Calcuta, dejando a Shukumar para que arreglara todo. Le gustaba que Shoba fuera diferente. Le asombraba la capacidad que tenía ella para pensar por adelantado. Cuando iba a hacer la compra, la despensa estaba siempre llena de botellas extra de aceite de oliva y de maíz, dependiendo de si iba a cocinar italiano o indio. Había innumerables cajas de pasta de todas las formas y colores, bolsas cerradas de arroz bastami, piernas enteras de cordero y de cabra de los carniceros musulmanes de Haymarket, cortadas y congeladas en interminables bolsas de plástico. Cada dos sábados recorrían el laberinto de puestos que Shukumar acabó aprendiendo de memoria. Observaba boquiabierto cómo ella compraba más comida, siguiéndola con bolsas de tela mientras ella se abría paso en la multitud, peleándose en el sol con niños demasiado jóvenes para afeitarse pero ya sin algunos dientes, que cerraban bolsas cafés de papel con alcachofas, ciruelas, raíces de jengibre y camotes, y los dejaban caer en sus básculas, y se los aventaban a Shoba uno por uno. A ella no le importaba que la trataran con brusquedad, ni siquiera cuando estaba embarazada. Era alta, y de hombros anchos, con unas caderas que la doctora aseguró estaban hechas para tener hijos. Durante el largo regreso en auto a casa, mientras el coche corría junto al Charles, invariablemente se maravillaban ante cuánta comida habían comprado.
    Nunca se desperdiciaba nada. Cuando los amigos los visitaban, Shoba podía improvisar comidas que parecía que necesitaban medio día para prepararse, con cosas que había congelado y embotellado, no con cosas baratas de lata, sino con pimientos que ella misma había marinado en romero y chutneys que hacía los domingos, revolviendo jitomates y ciruelas en ollas hirviendo. Sus frascos etiquetados se alineaban en los estantes de la cocina, en un sinfín de pirámides selladas, suficientes, habían decidido, para durar hasta que sus nietos las probaran. Ahora ya se habían comido todo. Shukumar había ido usando las reservas continuamente, preparando comidas para los dos, sacando tazas de arroz, descongelando bolsas de carne día tras día. Cada tarde revisaba con cuidado los libros de cocina, siguiendo las instrucciones a lápiz de Shoba para usar dos cucharadas de cilantro molido y no una, o lentejas rojas en lugar de amarillas. Cada receta estaba fechada, diciendo la primera vez que habían comido ese platillo juntos. Dos de abril, col con hinojo. Catorce de enero, pollo con almendras y pasas. No tenía recuerdo de haber comido esas cosas y, sin embargo, ahí estaban anotadas con su limpia letra de correctora.
    Shukumar disfrutaba cocinar ahora. Era lo que hacía que él se sintiera productivo. Si no fuera por él, sabía, Shoba se comería un plato de cereal para cenar.
    Esa noche, sin luces, tendrían que cenar juntos. Durante meses se habían servido de la estufa y él se llevaba el plato al estudio, dejando que se enfriara la comida sobre la mesa antes de llevársela, sin pausa, a la boca, mientras que Shoba se llevaba el plato a la sala y veía los programas de concursos o corregía las pruebas con su arsenal de lápices de colores a la mano.
    En algún momento de la tarde ella lo visitaba. Cuando él escuchaba que ella se aproximaba apartaba la novela y se ponía a teclear frases. Ella apoyaba las manos en sus hombros y lo miraba a la luz azul de la computadora. “No trabajes tanto”, le decía tras uno o dos minutos y se dirigía a la cama. Era la única vez en todo el día que ella lo buscaba y él, aún así, lo temía. Sabía que era algo que ella misma se obligaba a hacer. Ella miraría las paredes de la habitación que habían decorado juntos el verano pasado con una cenefa de patos desfilando y conejos tocando trompetas y tambores. A finales de agosto había una cuna de cerezo bajo la ventana, una mesa blanca transformable con empuñaduras verde-menta y una mecedora con cojines a cuadros. Shukumar lo había desmontado todo antes traer a Shoba de vuelta a casa del hospital, rascando con una espátula los conejos y los patos. Por alguna razón la habitación no le asustaba tanto como a Shoba. En enero, cuando dejó de trabajar en la biblioteca, puso en esa habitación, deliberadamente, su escritorio, en parte porque la habitación lo calmaba, en parte porque era un lugar que Shoba evitaba.
    Shukumar regresó a la cocina y empezó a abrir cajones. Trató de localizar una vela entre las tijeras, los batidores, el mortero que ella había comprado en un bazar en Calcuta y que usaba para moler dientes de ajo y vainas de cardamomo, cuando solía cocinar. Encontró una linterna, pero no las pilas, y una caja de velitas de cumpleaños medio vacía. Shoba le había hecho una fiesta sorpresa el mayo anterior. Ciento veinte personas se habían amontonado en la casa: todos los amigos y los amigos de los amigos que ahora evadían sistemáticamente. Botellas de vino verde anidadas en una cama de hielo en la tina en el baño. Shoba estaba en su quinto mes, bebiendo ginger ale en una copa de martini. Había hecho un pastel de vainilla con natillas y caramelo. En la fiesta, toda la noche mantuvo los largos dedos de Shukumar entrelazados con los suyos mientras caminaban entre los invitados.
    Desde septiembre su único invitado había sido la madre de Shoba. Llegó desde Arizona y se quedó con ellos dos meses después de que Shoba regresase del hospital. Cocinaba la cena todas las noches, manejaba hasta el supermercado, lavaba la ropa, la guardaba. Era una mujer religiosa. Tenía un pequeño altar, una imagen enmarcada de una diosa con cara color lavanda y un plato con pétalos de caléndula en la mesita junto a su cama en el cuarto de invitados, y dos veces al día rezaba pidiendo nietos saludables en un futuro. Era amable con Shukumar sin ser amistosa. Doblaba sus suéteres con la habilidad que había aprendido de su trabajo en una tienda departamental. Remplazó un botón en su abrigo de invierno y le tejió una bufanda azul y beige presentándosela a Shukumar sin ninguna ceremonia, como si sólo se le hubiera caído y no se hubiera dado cuenta. Nunca le hablaba de Shoba. Una vez, cuando él mencionó la muerte del bebé, dejó de tejer, lo miró, y le dijo “Pero tú ni siquiera estabas ahí.”
    Le pareció extraño que no hubiera velas de verdad en la casa; que Shoba no se hubiera preparado para una emergencia tan común. Ahora buscaba algo para poner las velitas de cumpleaños, y se conformó con la tierra de la maceta de una enredadera que normalmente se estaba en la ventana sobre la tarja. Aunque la planta estaba cerca, la tierra estaba tan seca que tuvo que regarla para que las velas pudieran mantenerse en pie. Apartó las cosas de la mesa de la cocina, el montón de correo, los libros sin leer de la biblioteca. Recordaba sus primeras comidas ahí, cuando estaban tan emocionados de estar casados, de estar viviendo, al fin, en la misma casa, que simplemente se buscaban el uno al otro a lo loco, que estaban más ansiosos de hacer el amor que de comer. Quitó de la mesa dos manteles, regalo de boda de una tía de Lucknow, y colocó los platos y las copas de vino que normalmente guardaban para cuando había invitados. Puso la hiedra en medio, con las hojas en forma de estrella y bordes blancos. Encendió el reloj-radio digital y lo puso en una estación de jazz.
    “¿Qué es todo esto?” dijo Shoba cuando bajó las escaleras. Su pelo estaba envuelto en una toalla blanca muy apretada. Se quitó la toalla y la dejó sobre una silla, dejando que su pelo, oscuro y húmedo, cayera por su espalda. Mientras andaba ausente hacia la estufa deshizo algunos nudos con los dedos. Llevaba un pantaloncillo limpio, una playera, una bata vieja de franela. Su estómago lucía plano de nuevo, su cintura delgada antes de la protuberancia de las caderas, el cinturón de la bata atado con un nudo apretado.
    Eran casi las ocho. Shukumar puso el arroz en la mesa y las lentejas del día anterior en el microondas, apretando los números en el contador.
    “Hiciste rogan josh,” observó Shoba mirando el brillante estofado con páprika por la tapa de cristal.
    Shukumar agarró un trozo de cordero con los dedos rápidamente para no quemarse. Agarró otro trozo, mayor, con un cucharón para asegurarse de que la carne salía limpiamente del hueso. “Está listo,” anunció.
    El microondas pitó cuando se apagaron las luces y se fue la música.
    “Justo a tiempo,” dijo Shoba.
    “Sólo pude encontrar velitas de cumpleaños.” Encendió las de la enredadera, dejando el resto delas velitas y una caja de cerillos junto a su plato.
    “No importa,” dijo, moviendo un dedo a lo largo de su copa. “Se ve hermoso.”
    En la penumbra, él sabía cómo se sentaba ella, un poco adelantada en la silla, los tobillos cruzados contra ésta, el codo izquierdo en la mesa. Durante su búsqueda de velas, Shukumar había encontrado una botella de vino en una caja que pensaba estaba vacía. Detuvo la botella en sus rodillas mientras daba vueltas al sacacorchos. Para no tirar vino levantó los vasos y los sostuvo cerca de sus rodillas mientras los llenaba. Cada uno se sirvió, revolviendo el arroz con los tenedores, entrecerrando los ojos mientras extraían hojas y especias del guiso. Cada cierto tiempo, Shukumar encendía unas cuantas velitas más y las metía en la tierra de la maceta.
    “Es como en la India,” dijo Shoba, observándolo cuidar su candelabro improvisado. “A veces la electricidad se va por horas. Una vez estuve en toda una ceremonia del arroz en la oscuridad. El bebé sólo lloraba y lloraba. Seguro hacía mucho calor.”
    Su bebé nunca había llorado, reflexionó Shukumar. Su bebé nunca iba a tener una ceremonia del arroz, a pesar de que Shoba ya había hecho la lista de invitados y decidido a cuál de sus tres hermanos le iba a pedir que le diera al bebé su primer bocado de comida sólida, a los seis meses si era niño, a los siete si era niña.
    “¿Tienes calor?” Le preguntó. Empujó la resplandeciente maceta al otro extremo de la mesa, más cerca de las pilas de libros y correo, haciendo todavía más difícil que se pudieran ver. De repente le irritó no poder subir y sentarse enfrente de la computadora.
    “No. Está delicioso,” dijo ella, golpeando el plato con su tenedor. “Lo está.”
    Él le rellenó la copa. Ella se lo agradeció.
    No eran así antes. Ahora él tenía que decir algo que le resultara interesante a ella, algo que la hiciera levantar la vista del plato o de sus galeradas. De hecho, él ya había desistido de entretenerla. Había aprendido a que no le afectaran los silencios.
    “Recuerdo que durante los momentos que se iba la luz en casa de mi abuela, todos teníamos que contar algo”, continuó Shoba. Apenas podía ver su rostro pero por el tono de sus palabras él sabía que sus ojos estaban entornados como si intentara fijar su mirada en un objeto distante. Era uno de sus hábitos.
    “¿Como qué?”
    “No sé. Un poema. Un chiste. Un dato sobre el mundo. No sé por qué mis parientes siempre querían que les dijera el nombre de mis amigos de América. No sé por qué esa información era tan importante para ellos. La última vez que vi a mi tía me preguntó por cuatro muchachas que habían estudiado la primaria conmigo en Tucson. Apenas las recordaba.”
    Shukumar no había pasado tanto tiempo en la India como Shoba. Sus padres, que se habían asentado en New Hampshire, solían regresar sin él. La primera vez que había ido, de niño, casi muere de disentería. Su padre, un tipo nervioso, tenía miedo de llevarlo otra vez, no fuera a ser que algo ocurriera, y lo dejaban con una tía y un tío en Concord. Como adolescente prefería ir a un campamento de vela o vender helados que pasar los veranos en Calcuta. No fue hasta que murió su padre, en su último año de universidad, que el país comenzó a interesarle y estudió su historia en los libros de texto como si fuera otra asignatura cualquiera. Ahora deseaba tener su propia historia de una infancia en la India.
    “Hagámoslo,” dijo ella de repente.
    “¿Hacer qué?”
    “Decirnos algo en la oscuridad.”
    “¿Cómo qué? No me sé ningún chiste.”
    “No, chistes no.” Pensó un minuto. “¿Qué tal si nos contamos algo que nunca hayamos contado?”
    “Yo jugaba este juego en la secundaria” recordó Shukumar, “cuando me emborrachaba.”
    “Estás pensando en verdad o castigo. Esto es diferente. Bueno, yo empiezo.” Tomó un sorbo de vino. “La primera vez que estuve sola en tu departamento, miré en tu agenda para ver si me habías puesto. Creo que nos habíamos conocido hace dos semanas.”
    “¿Yo dónde estaba?”
    “Fuiste a contestar el teléfono en el otro cuarto. Era tu madre, y supuse que iba a ser una llamada larga. Quería saber si me habías ascendido de los márgenes de tu periódico.”
    “¿Lo había hecho?”
    “No. Pero no me rendí. Ahora es tu turno.”
    No se le podía ocurrir nada, pero Shoba estaba esperando a que hablara. No había estado tan decidida en meses. ¿Qué quedaba que él le dijera? Recordó su primer encuentro, cuatro años antes en una sala de conferencias en Cambridge, donde un grupo de poetas bengalíes daban un recital. Terminaron uno al lado del otro, en sillas plegables de madera. Shukumar se aburrió rápido; era incapaz de descifrar la dicción literaria, y no podía unirse al resto del público mientras suspiraban y asentían solemnemente después de ciertas frases. Asomándoseal periódico doblado en sus piernas estudió la temperatura de distintas ciudades alrededor del mundo. Noventa y un grados ayer en Singapur, cincuenta y uno en Estocolmo. Cuando volvió la cabeza a la izquierda, vio junto a él a una mujer haciendo una lista de compras en la parte de atrás de un fólder, y se asombró al descubrir que era hermosa.
    “Bueno” dijo, recordando. “La primera vez que salimos a cenar, en el restaurante portugués, se me olvidó dejarle propina al camarero. Regresé a la mañana siguiente, averigüé su nombre y le dejé el dinero al jefe de sala.”
    “¿Regresaste desde Somerville sólo para darle la propina a un camarero?”
    “Tomé un taxi.”
    Las velas de cumpleaños se habían agotado pero él se imaginaba perfectamente la cara de ella en la oscuridad, los ojos abiertos y brillantes, los labios llenos y con tonalidad de uva, la caída a los dos años de una silla aún visible como una coma en su barbilla. Cada día, se había dado cuenta Shukumar, su belleza, que una vez lo había superado, parecía desvanecerse. El maquillaje que le había parecido superfluo ahora era necesario, no para mejorarla; sino para definirla.
    “Pero al final de la cena tenía el raro presentimiento de que me casaría contigo,” dijo admitiéndolo para sí mismo y también para ella por primera vez. “Debo haberme distraído.”
    La noche siguiente Shoba llegó a casa antes de lo normal. Estaba el cordero que había sobrado de la noche anterior y Shukumar lo calentó de tal modo que pudieran cenar a las siete. Ese día había salido, por entre la nieve que se fundía, y había comprado un paquete de velas en la tienda de la esquina y pilas para la linterna. Tenía las velas preparadas en la barra, en candelabros que semejaban lotos, pero comieron bajo la lámpara de techo color bronce que colgaba sobre la mesa.
    Cuando terminaron de comer, Shukumar estaba sorprendido de ver que Shoba ponía su plato sobre el de él y después los llevaba a la tarja. Él había asumido que ella se retiraría a la sala, pertrechada detrás de su barricada de galeradas.
    “No te preocupes de los platos,” dijo, quitándoselos de las manos.
    “Me parece tonto no lavarlos,” respondió, dejando caer una gota de detergente en la esponja. “Ya son casi las ocho.”
    Su corazón se aceleró. Todo el día Shukumar había esperado a que las luces se fueran. Pensó en lo que Shoba había dicho la noche anterior, que había mirado su agenda. Se sentía bien al recordarla como era antes, tan valiente y, sin embargo, tan nerviosa cuando se conocieron; tan esperanzada. Se pararon el uno junto al otro frente al fregadero, sus reflejos juntos enmarcados en la ventana. Lo hizo sentir tímido, de la misma manera que se sintió la primera vez que se habían visto juntos en un espejo. No podía recordar la última vez que los habían fotografiado. Habían dejado de asistir a fiestas, no iban a ningún lado juntos. El rollo de su cámara todavía tenía fotos de Shoba en el jardín, cuando estaba embarazada.
    Después de terminar de lavar los platos, se apoyaron contra la repisa, secándose las manos con cada extremo de una toalla. A las ocho, la casa se apagó. Shukumar prendió las mechas de las velas, impresionado por sus largas y estables llamas.
    “Vamos a sentarnos afuera” dijo Shoba. “Creo que todavía hace calor.”
    Cada uno agarró una vela y se sentó en los escalones. Era extraño estar sentado afuera mientras todavía había manchas de nieve en la banqueta. Pero todos estaban fuera de sus casas esa noche, con una brisa lo suficientemente fría como para poner a la gente nerviosa. Se abrían y cerraban puertas con mosquiteros. Un pequeño desfile de vecinos pasó con linternas.
    “Vamos a la librería a ojear los libros” dijo un hombre con el pelo plateado. Caminaba con su esposa, una señora delgada con rompevientos y que llevaba a un perro con su correa. Eran los Bradfords, y habían introducido una tarjeta de condolencia en su buzón en septiembre. “Escuché que tienen electricidad.”
    “Eso espero” dijo Shukumar. “O si no van a tener que ojear en la oscuridad.”
    La mujer se rió, pasando su brazo por el hueco que formaba el codo de su marido. “¿Quieren venir con nosotros?”
    “No, gracias,” dijeron Shoba y Shukumar a la vez. A Shukumar le sorprendió que sus palabras coincidieran y se empataran con la voz de ella.
    Se preguntaba qué le diría Shoba en la oscuridad. Las peores posibilidades ya habían corrido por su cabeza. Que tenía una aventura. Que no le respetaba por tener treinta y cinco y seguir siendo un estudiante. Que lo culpaba por estar en Baltimore como lo hacía la madre de ella. Pero sabía que esas cosas no eran ciertas. Ella había sido fiel como él lo había sido. Ella creía en él. Fue ella la que insistió que fuera a Baltimore. ¿Qué no sabían el uno del otro? Él sabía que ella cerraba los dedos cuando dormía, que ella temblaba en medio de las pesadillas. Sabía que prefería el melón dulce al melón normal. Sabía que cuando regresaron del hospital lo primero que ella hizo al entrar a la casa fue agarrar las cosas de ambos y tirarlas en el pasillo: libros de los estantes, plantas de las ventanas, cuadros de las paredes, fotografías de las mesas, cacerolas y sartenes que colgaban de ganchos sobre la estufa. Shukumar se había apartado de su lado observándola conforme se movía metódicamente de habitación en habitación. Cuando estuvo satisfecha se quedó allí mirando la pila que había hecho, loslabios hacia atrás con tal gesto de disgusto que Shukumar pensaba que iba a escupir. Después, empezó a llorar.
    Empezó a sentirse frío mientras estaban ahí sentados en las escaleras. Sentía que ella debía hablar primero para comportarse recíprocamente.
    “Aquella vez que vino tu madre a visitarnos,” dijo ella al fin. “Cuando te dije que tenía que quedarme a trabajar hasta tarde, me fui con Gillian a tomar un martini.”
    Él miró su rostro, la nariz delgada, la forma casi masculina de su mandíbula. Recordaba aquella noche bien. Comiendo con su madre, cansado de dar dos clases seguidas, deseando que Shoba estuviera ahí para decir las cosas adecuadas pues a él sólo se le ocurrían las inadecuadas. Habían pasado doce años desde que su padre murió, y su madre había venido a pasar dos semanas con él y Shoba para que pudieran honrar la memoria de su padre juntos. Cada noche, su madre cocinaba algo que le gustaba a su padre, pero estaba demasiado afligida como para comer, y sus ojos se humedecían mientras Shoba acariciaba su mano. “Es tan conmovedor” le había dicho Shoba en esa época. Ahora se imaginaba a Shoba con Gillian, en el bar con sillones de terciopelo a rayas, al que solían ir después del cine, ella asegurándose de que le pusieran una aceituna extra, pidiéndole a Gillian un cigarrillo. La imaginó quejándose, y a Gillian simpatizando sobre las visitas de los suegros. Fue Gillian el que llevó a Shoba al hospital.
    “Te toca” le dijo, deteniendo sus pensamientos.
    Shukumar escuchó, viniendo del final de la calle, el ruido de un taladro y a los electricistas gritando. Miró las fachadas oscurecidas de las casas alineadas en la calle. Brillaban velas en las ventanas de una. A pesar del calor, salía humo de la chimenea.
    “Hice trampa en mi examen de Civilización Oriental en la universidad” dijo. “Era mi último semestre, los últimos exámenes. Mi padre había muerto unos meses antes. Podía ver el libro azul del tipo sentado junto a mí. Era un tipo americano, un maníaco. Sabía urdu y sánscrito. No me acordaba si el verso que teníamos que identificar era ejemplo de un ghazal o no. Vi su respuesta y la copié.”
    Había sucedido hacía más de quince años. No se sintió aliviado al haberlo dicho.
    Ella lo volteó a ver, mirando no su cara sino sus zapatos (mocasines viejos que usaba como pantuflas, el cuero de la parte de atrás permanentemente aplastado). Él se preguntó si le había molestado lo que había dicho, lo que diría ella. Tomó su mano y la apretó. “No tienes que decirme por qué lo hiciste,” dijo ella acercándose a él.
    Se sentaron juntos hasta las nueve que regresó la luz. Oyeron que la gente en la calle aplaudía en los porches y las televisiones que se prendían. Los Bradfords regresaron por la calle, comiendo helado y los saludaron con la mano. Shoba y Shukumar devolvieron el saludo. Después se levantaron, la mano de él todavía en la de ella y entraron a la casa.
    De algún modo, sin decir nada, se había convertido en eso. En un intercambio de confesiones, los modos en que se herían o se decepcionaban el uno al otro y a sí mismos. Al día siguiente, Shukumar se puso a pensar durante horas en lo que iba a decirle. Estaba dividido entre admitir que una vez había arrancado una fotografía de una mujer de una de las revistas de moda a las que ella estaba suscrita y la había llevado entre sus libros una semana o decirle que en realidad no había perdido el chaleco que ella le había regalado para su tercer aniversario sino que lo había cambiado por dinero en Filene’s y que se había emborrachado a mitad del día en el bar de un hotel. Para su primer aniversario, Shoba había cocinado una cena de diez platos para él. El chaleco le había deprimido. 
    “Mi esposa me regaló un chaleco para nuestro aniversario,” se quejó con el cantinero, con la cabeza pesada por el coñac. 
    “¿Qué esperaba?” respondió el cantinero. “Está casado.”
    Él no sabía por qué había arrancado la fotografía de la mujer. No era tan hermosa como Shoba. Llevaba un vestido de lentejuelas y tenía un rostro tosco y magro, piernas masculinas. Sus brazos desnudos estaban alzados, los puños alrededor de la cabeza como si estuviera a punto de golpearse las orejas. Era un anuncio de medias. Shoba estaba embarazada en aquella época, su estómago de repente inmenso, a tal punto que Shukumar ya no la quería tocar. La primera vez que él vio la foto estaba en la cama acostado junto a ella, observándola mientras leía. Cuando descubrió la revista en la pila de reciclaje encontró a la mujer y arrancó la página lo más cuidadosamente que pudo. Durante una semana la estuvo mirando cada día. Sentía un deseo inmenso hacia la mujer, pero era un deseo que se convertía en asco después de uno o dos minutos. Era lo más cerca que había estado de la infidelidad.
    Le contó a Shoba lo del chaleco la tercera noche, lo de la foto en la cuarta. Ella no dijo nada mientras él hablaba, no expresó protestas ni reproches. Simplemente lo escuchó, y luego agarró su mano, apretándola como hacía antes. La tercer noche ella le contó que una vez después de una conferencia a la que habían ido, lo dejó hablar con el jefe de su departamento sin decirle que tenía un poquito de paté en la barbilla. Estaba molesta con él por alguna razón y lo había dejado hablar y hablar acerca de asegurar su beca el próximo semestre, sin llevarse un dedo a su propia barbilla como señal. En la cuarta noche, dijo que nunca le había gustado el único poema que él había publicado en toda su vida, en una revista literaria de Utah. Había escrito el poema después de conocer a Shoba. Añadió que le parecía cursi.
    Algo pasaba cuando la casa estaba oscura. Eran capaces de hablarse nuevamente. La tercera noche, después de cenar, se sentaron juntos en el sillón, y una vez que estuvo oscuro la empezó a besar torpemente en la frente y la cara y, aunque estaba oscuro, cerró los ojos y supo que ella también los cerró. La cuarta noche subieron cuidadosamente a la cama, buscando juntos con los pies el último escalón antes del descanso e hicieron el amor con una desesperación que habían olvidado. Ella lloró pero sin sonido y susurró su nombre y dibujó sus cejas con sus dedos en la oscuridad. Cuando le hacía el amor él se preguntaba lo que le diría la noche siguiente y lo que ella diría. Pensar en eso le excitaba. “Abrázame,” dijo él, “abrázame en tus brazos,” Para cuando regresaron las luces, se habían quedado dormidos.
    La mañana de la quinta noche Shukumar encontró otra nota de la compañía eléctrica. Los cables habían sido reparados antes de lo previsto, decía. Se enojó. Él había planeado hacer camarón malai para Shoba pero al llegar de la tienda ya no se sintió con ganas de cocinar. No era lo mismo, pensaba, saber que las luces no se irían. En la tienda, el camarón parecía delgado y gris. La leche de coco estaba llena de polvo y era cara. Aún así, los compró, y también compró una vela de cera de abeja y dos botellas de vino.
    Ella llegó a casa a la siete y media. “Supongo que es el final de nuestro juego” dijo él cuando la vio leer la nota.
    Ella lo miró. “Si quieres puedes prender las velas.” Ella no había ido al gimnasio. Llevaba un traje debajo del abrigo. Se había retocado el maquillaje hacía poco.
    Cuando ella subió las escaleras para cambiarse, Shukumar se sirvió vino y puso un disco, un álbum de Thelonius Monk que sabía que a ella le gustaba.Cuando bajó, cenaron juntos. Ella no le agradeció ni lo elogió. Simplemente comieron en una habitación oscura a la luz de una vela de cera de abeja. Habían sobrevivido una época difícil. Se terminaron los camarones. Se terminaron la primera botella de vino y comenzaron con la segunda. Se sentaron juntos hasta que la vela ardió casi por completo. Ella se movió en su silla y Shukumar pensaba que iba a decir algo. Pero ella se levantó, apagó la vela, se puso de pie, prendió la luz y se sentó de nuevo.
    “¿No deberíamos seguir sin luz?” preguntó Shukumar.
    Ella hizo su plato a un lado y puso sus manos sobre la mesa. “Quiero que me veas mientras te digo esto” dijo con suavidad.
    El corazón de Shukumar empezó a latir con fuerza. Cuando le dijo que estaba embarazada usó las mismas palabras, las dijo con la misma suave manera, apagando el partido de básquetbol que él estaba viendo en la televisión. No había estado preparado entonces. Ahora sí lo estaba.
    Sólo que él no quería que ella estuviera embarazada otra vez. No quería tener que fingir estar feliz.
    “He estado buscando un departamento y encontré uno” dijo, fijando los ojos en algo que parecía estar por encima de su hombro derecho. “No es culpa de nadie,” continuó. Había soportado demasiadas cosas. Necesitaba estar sola un tiempo. Tenía algo de dinero ahorrado para hacer el primer depósito. El departamento estaba en la calle Beacon, y podía ir caminando al trabajo. Había firmado los papeles esa noche antes de llegar a casa.
    Ella no lo veía, pero él la observaba. Era obvio que había practicado las líneas. Todo este tiempo había estado buscando un departamento, probando la presión del agua, preguntando si la calefacción y el agua caliente estaban incluidas en la renta.
    A Shukumar le daba asco saber que había pasado los últimos tres días preparándose para una vida sin él. Se sentía aliviado y, a la vez, asqueado. Eso era lo que le estuvo tratando de decir estas últimas veladas. Ése era el objetivo de su juego.
    Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que había jurado nunca le iba a decir, y por seis meses había hecho todo lo posible para sacarlo de su mente. Antes del ultrasonido ella le había pedido al doctor que no le dijera el sexo de su bebé, y Shukumar estuvo de acuerdo. Ella quería que fuera una sorpresa.
    Después, aquellas pocas veces que habían hablado de lo ocurrido ella dijo que, por lo menos, se habían ahorrado saber eso. De alguna manera estaba orgullosa de su decisión, pues la dejaba refugiarse en el misterio. Él sabía que ella asumía que era un misterio para él también. Él había llegado demasiado tarde de Baltimore, cuando ya todo había terminado y ella estaba tumbada en la cama de hospital. Pero no. Él había llegado lo suficientemente pronto como para ver a su bebe y abrazarlo antes de que lo cremaran. Al principio había rechazado la sugerencia pero el doctor le había dicho que abrazar al bebé podía ayudarle con el proceso del duelo. Shoba estaba dormida. Habían limpiado al bebé que tenía los párpados hinchados y cerrados con fuerza al mundo.
    “Nuestro bebé fue niño”, dijo él. “Su piel era más roja que marrón. Tenía el pelo negro. Pesó casi dos kilos y medio. Sus dedos estaban cerrados como los tuyos por la noche.”
    Shoba ahora lo miraba con el rostro retorcido por la pena. Él había copiado en un examen, arrancado la fotografía de una mujer de una revista. Había devuelto un chaleco y se había emborrachado a mitad del día. Había sostenido contra el pecho a su hijo, que sólo había conocido vida dentro de ella, en una habitación de hospital oscura en un ala desconocida del edificio. Lo había abrazado hasta que una enfermera tocó a la puerta y se llevó al bebé y él se prometió a sí mismo ese día que nunca le diría a Shoba porque por aquel entonces aún la amaba y era lo único en la vida de ella que ella querría que fuera un misterio.
    Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos hasta el fregadero pero en lugar de dejar correr el agua miró por la ventana. Afuera la noche aún era templada y los Bradford paseaban del brazo. Mientras observaba a la pareja la habitación se oscureció y él se dio la vuelta. Shoba había apagado la luz. Ella regresó a la mesa y se sentó y, al momento, Sukumar se le unió. Lloraron juntos por todas las cosas que ahora sabían.










    Jhumpa Lahiri / Intérprete de emociones

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    Jhumpa Lahiri
    Jhumpa Lahiri
    INTÉRPRETE DE EMOCIONES
    Por Carlos Ramos
    15 de enero de 2006
    Ganar el Pulitzer suele ser el resultado de una larga trayectoria en el ojo público. Obtenerlo es casi siempre la culminación de una carrera brillante. Jhumpa Lahiri consiguió en el año 2000 algo extraordinario: lo ganó siendo joven y con su primer libro. Sus amigos enloquecimos con la noticia. Ella parece que no.
    El primer indicio que tuvimos quienes la conocíamos de que Jhumpa podía tener por delante una carrera como escritora fue justo al acabar su doctorado, mientras disfrutaba de una beca de creación en Provincetown (Cape Cod, en la costa de Massachusetts), y todos andábamos, con distintas intensidades, preocupados por el futuro y sus incógnitas. En poco tiempo, encontró un agente, vendió su libro Interpreter of Maladies (Intérprete de emociones, Ediciones del Bronce, 2000) y publicó una historia en The New Yorker. Era el año 1998 y lo mejor estaba aún por llegar. La colección se publicó en 1999 y fue recibida con entusiasmo por críticos y lectores. En abril de 2000, la bomba: el Pulitzer.




    Intérprete de emociones contiene nueve historias con protagonistas ubicados en India y en los Estados Unidos y frecuentemente a caballo entre los dos espacios. Los desplazamientos culturales que experimentan emigrantes indios de primera y segunda generación y los trasiegos de sus sentimientos dotan a los personajes de una complejidad que no afecta a la prosa, que es siempre limpia y fluida. Decía Chekhov que en un relato corto no era preciso resolver un problema, sólo plantearlo adecuadamente, y eso es lo que consiguió Jhumpa en ese libro con facilidad pasmosa. Se trata de una escritura austera y precisa, pero de una profundidad al tratar los temas de la identidad y las relaciones interpersonales que convirtió al libro y a la autora en revelaciones instantáneas.
    Por el éxito extraordinario de su colección de relatos, a Jhumpa le ha tocado vivir una curiosa experiencia editorial: publicar su primera novela cuando ya la atención literaria internacional estaba fijada en ella y tenía el listón altísimo. Sobre esa transición de Jhumpa, de escritora de historias a novelista, nadie ha hablado con más elocuencia que Michiko Kakutani, la influyente crítica de The New York Times: “Ha tomado la inquietante y evocadora música de cámara de su primera colección de historias y ha reorquestado los temas del exilio y la identidad para crear una obra sinfónica, una primera novela tan segura y elocuente como el trabajo de un maestro veterano”.
    Se refiere a The namesake (El buen nombre, Emecé, 2004), la novela que cuenta la historia de dos generaciones de una familia de inmigrantes indios en los Estados Unidos. Gogol Ganguli es el hijo nacido en América del matrimonio arreglado entre Ashoke Ganguli y Ashima. Ambos llegan a Massachusetts a finales de los años sesenta. Su adaptación al país y a las nuevas costumbres ocupa la primera parte de la novela. En la segunda, los hijos, y particularmente Gogol, deben encontrar su espacio entre los dos mundos que les confieren identidad.
    Jhumpa ha hablado en ocasiones de la situación intersticial del inmigrante y de sus hijos. En su caso personal, la de no ser ni lo bastante india ni lo bastante americana, y de las ventajas que esa ubicación otorga al escritor, en la forma de distancia y perspectiva. Ella nació en Londres, de padres indios, y creció en Rhode Island (EE. UU.). Sus visitas a Calcuta en los veranos, así como la experiencia de vivir en la bi-culturalidad de una familia de inmigrantes en los Estados Unidos la sitúan como una observadora privilegiada del universo que luego recrea en su obra.
    A quienes conocemos a Jhumpa desde hace años, nos ha sorprendido menos su meteórico éxito internacional que la capacidad que ha demostrado para resistirse a sus hechizos. Cuando la visité el año pasado, por ejemplo, unas horas después de nuestra charla le esperaba una cena en la casa del presidente de Columbia University (Nueva York) para las personas que, como ella, iban a recibir títulos honorarios en la ceremonia de graduación (¡ante 30 000 personas!). Entre los otros premiados estaba la arquitecta británica Zaha Hadid, pero la idea de la cena con personalidades rutilantes parecía entusiasmarme más a mí que a ella. Sus apariciones públicas las juzgo más concesiones ineludibles que ocasiones deseadas, con el corazón y la cabeza puestos en el ejercicio de escribir, más que en su reverso mediático del agasajo y la promoción.
    La baja maternal oficiosa de los últimos dos años parece haber llegado a su fin recientemente: en el número del 8 de mayo de The New Yorker publicó un nuevo relato, “Once in a lifetime” (“Una vez en la vida”). Dos pequeños hermosos alborotan la casa y son ahora el centro y el foco de toda la actividad doméstica. Cuando le pregunto por sus lecturas actuales, me señala con una mezcla de placer y resignación un libro sobre la mesa: Olivia Saves the Circus, un cuento para niños con una encantadora cerdita como protagonista. Luego, un poco más seria, me explica que tiene entre manos las Memorias de Adriano, de Yourcenar.
    Como en visitas anteriores, observo que en su casa no hay nada, ni una fotografía ni un póster que pueda dar una pista de lo que ha pasado con la vida pública de Jhumpa en los últimos cuatro años: premios, viajes promocionales por todo el mundo, ceremonias, apariciones públicas, recepciones, reportajes en todas las revistas… De las paredes cuelgan fotos de familia y cuadros similares a los de su apartamento en Boston en la época de estudiante (hasta la música que escuchamos hoy me retrotrae a aquel espacio: Horace Silver, “Sympathy for the devil” de los Stones…). Jhumpa vive ahora en Brooklyn (Nueva York). En el otoño del año pasado cambió Park Slope, el vecindario de Paul Auster y John Turturro, por otra zona del barrio con más color y actividad. En un estante del estudio se acumulan las traducciones de sus libros a múltiples lenguas, único indicio visible de la dimensión de su triunfo (Intérprete se tradujo a 29 idiomas).
    Hablamos del éxito tremendo de su primera colección de historias y de cómo ha afectado a su escritura. Con sobrias explicaciones me convence de que escribir un libro y lo que le pasa después a ese libro son cosas diferentes y sólo vagamente conectadas. Me recuerda que la colección de historias Intérprete de emociones, antes de ganar el Pulitzer, fue rechazada por varios editores y premios a los que concurrió: “¡El mismo libro!”, señala abriendo sus ojos un poco más. Esa relativización del aprecio público y el reconocimiento de su naturaleza caprichosa la mantienen centrada y enfocada en ser escritora y no producto.
    —Mira, escribir es una actividad solitaria y dolorosa. Tienes que trabajar en medio de todo lo demás y reconocer que no es divertido levantarse cada día y tratar de crear algo. Es duro, muy duro, y el 99 por ciento del tiempo es frustrante y nadie está a tu lado para decirte que está bien, o para hablar contigo y compadecerse. Claro que puedes hablar con otros escritores, pero es una guerra interna y prolongada. Por mucho éxito y atención externa que recibas, esa circunstancia básica no cambia. Sentí la atención, claro, pero le pertenecía a Intérprete de emociones… y eso era ya viejo, estaba hecho, acabado, y no era ya una parte de mí, hablando como creadora. Mi atención debía concentrarse en el nuevo libro.
    —Hablando del proceso de escribir y sus mecánicas: en tu experiencia formativa ha sido muy importante el universo del creative writing y los talleres de escritura. Es un modelo muy asentado en los Estados Unidos, pero menos común en otros países. ¿Puedes hablar de para qué te ha servido a ti?
    —En mi caso, el programa de escritura que cursé en Boston University me fue enormemente útil. Antes de entrar, la parte de mí que escribía era insegura, secreta y estaba atemorizada. Lo escondía porque casi me avergonzaba. No creía en lo que hacía y lo consideraba irrelevante. Estaba centrada en mis estudios académicos y esa otra parte minúscula de mí que escribía historias era muy vulnerable a extinguirse en ese momento de mi vida. Pero también había un instinto de supervivencia y con el tiempo ese instinto se fue fortaleciendo.
    Cuando estaba estudiando mi máster en Literatura Inglesa observé que en el mismo edificio había un departamento de Escritura Creativa. Pensé que tal vez podía matricularme en una clase allí, así que pregunté. La secretaria me dijo que tenía que presentar una muestra de mi escritura. Y pensé: “Dios mío. ¿Una muestra de mi escritura?” Estaba aterrorizada. Finalmente, lo hice y la secretaria me dijo: “Bien. Se lo pasaré a Leslie (Epstein, director del programa de escritura creativa / ficción en Boston University)”. Y recuerdo que andando por Harvard Street vi en el escaparate de Brookline Booksmith un libro de Leslie Epstein y pensé: “¡Oh no! ¡Un autor con un libro en el escaparate de una librería va a leer algo que yo he escrito! Olvídate. De ninguna manera”. Y poco después me llamó y recuerdo perfectamente lo que me dijo: “Tu primera frase es demasiado larga, pero te acepto en mi clase”. Así que me matriculé para ese curso. Ni siquiera estaba aceptada en el programa. No era una estudiante oficial. Pero el apoyo y los ánimos que me dieron los otros estudiantes de la clase que sí que formaban parte del programa fueron magníficos y me sentí muy bien recibida. En ese entorno noté un calor y un refugio que no tenía nada que ver con mis otras clases, en las que no sentía la misma conexión. Fueron los otros estudiantes en la clase quienes me animaron a solicitar la admisión en el programa, aunque yo tenía bastantes dudas sobre ser aceptada.
    Así que el modo en que el programa me ayudó fue abriendo una puerta y dejándola abierta. Para una persona como yo, eso tiene un valor incalculable. Hubie­ra sido muy fácil para mí no haber escrito nunca. Habría sido tan fácil continuar con mis estudios académicos y convertirme en profesora… Es una situación curiosa y hasta extraña: mucha gente creativa es tímida, pero al mismo tiempo, es tan osado, requiere una autoconfianza tan grande llegar a decir: “Mírame. Soy importante. Mi trabajo es relevante”. Y esa es una tensión que nunca pude reconciliar fácilmente. Hay una parte muy importante, casi fundamental de mi personalidad que es muy, muy tímida y retraída y que pide “no me miren, por favor no me miren”. No quiero llamar la atención sobre mí misma. Y esa parte estaba siempre en guerra con la parte creativa dentro de mí, que tenía que acallar esas voces, hacer su trabajo y, en última instancia, exponerse. El programa de escritura creativa me ayudó a creer en mí misma como escritora, a trabajar por conseguirlo y a querer aprender verdaderamente a escribir.
    Pero claro, hay otro lado de estos programas, que reconozco que se han hecho casi epidémicos, y es que no se trata de un diploma profesional, del mismo modo que los que se obtienen en la escuela de medicina, leyes o arquitectura lo son. Al acabar el programa no eres un escritor del mismo modo que al acabar los otros eres ya un arquitecto o un abogado. Con un programa de escritura puedes llegar a descubrir si tienes o no la fibra para ser escritor. Pero se trata de un trabajo muy exigente. Mucha gente tiene el talento creativo, la visión, la chispa, pero carece de la disposición, la disciplina, la paciencia, la tenacidad, la perseverancia que se requieren para ser escritor. Es un camino largo y solitario, aunque yo no haya tenido que esperar tanto como otros.
    —Estaba pensando que tu educación te hace bastante excepcional entre los escritores consagrados. Tienes un máster en Literatura Inglesa, uno en Literatura Comparada, y otro en Escritura Creativa; sin contar el doctorado en Estudios Renacentistas…
    —Bueno, lo del doctorado para mí fue una cosa práctica y creo que no me sumergí en él con la misma intensidad que la mayoría de la gente.
    —Pero si las cosas no hubieran funcionado del modo tan brillante en que lo han hecho, es muy probable que ahora estuvieras…
    —… enseñando en una universidad.
    —Sí. Y hay un momento revelador en El buen nombre cuando Gogol asiste a un panel sobre novelas indias escritas en inglés. Se aburre soberanamente, dibuja caricaturas y se asombra del modo en que usan la palabra marginalidad como si fuera una enfermedad. ¿Es así como te sientes tú de distante del mundo académico ahora?
    —Incluso entonces, cuando estudiaba. Recuerdo muy bien una clase sobre Faulkner, bastante teórica. La gente en el seminario hablaba de modo muy sofisticado acerca de modos de leer y analizar a Faulkner y me recuerdo sentada en aquel aula pensando: “¿Por qué no podemos hablar de por qué este libro es hermoso? Eso es todo lo que me interesa, no me importan esos modos interpretativos de mirar al texto”. De hecho, no pensaba en un texto, ¡siempre pensé que era un libro!
    En ese momento me di cuenta de que algo en mí había cambiado, porque ya estaba leyendo desde la perspectiva de un aspirante a creador, no desde la de un pensador o un académico o analista. Empezaba a verme como un aprendiz y Faulkner era un modelo increíble de algo hermoso, conmovedor y poderoso. Por eso me cautivaba y quería entenderlo. Por supuesto que no descarto la existencia de otros modos de leer. El mundo es un lugar inmenso, con espacio para todo tipo de personas haciendo cosas interesantes y válidas, pero supe entonces que eso no era para mí y que no podría mantener una vida de mirar a los libros de ese modo.
    —Ahora que mencionas a Faulkner: hemos hablado a veces de gente a la que lees con devoción. Pienso en Anton Chekhov y en William Trevor. ¿Me puedes hablar de otras influencias?
    —Esos son dos importantes. Las historias de James Joyce ejercieron también una influencia poderosa en mí; Flannery O’Connor… Es curioso cómo vuelves a ciertos libros en momentos diferentes de tu vida y se transforman en cosas diferentes. Había leído Ana Karenina en mi adolescencia. ¿Qué sabía entonces? Acabo de releerlo hace unos meses, antes y después de que naciera Noor. ¡El poder de ese libro me dejó barrida! Recuerdo las escenas del parto de Kitty y pensar: esto es la vida, esto es el universo… Tolstoi ha escrito algo que será relevante y significativo mientras existan seres humanos. Es el tipo de cosas que no puedes entender a los diecisiete años. Por eso te digo que mis influencias cambian con el tiempo. Hace veinte años no lo habría considerado a él. Ahora lo leo y pienso en el poder de la escritura; esto es lo que la gran literatura puede conseguir.
    —Cuando le preguntó por autores en español, rápidamente cita a García Márquez.
    —Es un gigante. Sus novelas son hermosas y entrañables. Aunque recuerdo de modo especial haber leído sus historias en la época en que yo estaba tratando de escribir las mías por primera vez. Todavía tengo ese libro, aunque ya no queda nada de las tapas. Leí esas historias al derecho y al revés porque me parecían tan puras… Su escritura era extremadamente depurada, pero nunca desapegada. Había siempre una luz vibrando en cada frase. Y al mismo tiempo, aséptico, pero no frío. Adoro esa combinación en su escritura. No me gusta la escritura muy ornamentada. A veces resulta interesante, pero mis gustos me llevan ­hacia una estética más reducida. Por eso creo que son extraordinarias.
    —Incluyo a Pessoa también ¿no?
    —¡Claro!
    Responde entre risas. Jhumpa y yo nos conocimos en el otoño de 1993, cuando los dos éramos estudiantes de doctorado en Boston University y coincidimos en una clase sobre el poeta portugués que enseñaba otro entrañable y sabio poeta portugués: Alberto de Lacerda. Ella y yo éramos los únicos estudiantes inscritos en la clase, y tuvimos a Lacerda y a Pessoa sólo para nosotros durante cuatro meses. Uno de esos lujos que justifican la fama de las universidades americanas.
    —Pensar en Pessoa y en su compleja obra me lleva a otra cosa: ¿cuál es la fuente más poderosa para tu escritura: la vida o la literatura?
    —Para mí, escribir y leer son actividades que están ligadas inextricablemente. Empecé a escribir cuando empecé a leer, imitando lo que leía. Creo que, si no me hubiera sentido profundamente conmovida por ciertas obras literarias, nunca habría escrito. Estoy hablando por ejemplo de leer a Shakespeare. Mi mundo cambió cuando lo leí en la universidad y empecé a entender, aunque sólo fuera un poco, lo que él estaba tratando de hacer. De algún modo, mi preparación académica fue una gran ayuda y hasta una bendición, porque me acercó a libros con la capacidad de alterar tu vida. Sin esos modelos, sin entender lo que la palabra escrita puede llegar a conseguir, creo que nunca lo habría intentado.
    Pero también hay algo más allá de la lectura, algo más personal. Está la necesidad de expresar o entender o desarrollar ciertas ideas sobre tu experiencia privada y personal como un ser humano. Así, que supongo que ambas.
    —En uno de los fragmentos más citados de El buen nombre, Ashima, la madre de Gogol, “está empezando a descubrir que ser un extranjero es como un embarazo para toda la vida, una espera perpetua, una carga constante, un sentimiento continuo de desvalimiento. Es una responsabilidad continua, un paréntesis en lo que una vez había­ sido una vida ordinaria, sólo para descubrir que esa vida previa ha desaparecido, reemplazada por algo más complicado y exigente. Como el embarazo, ser un extranjero, Ashima cree, es algo que provoca la misma curiosidad en los extraños, la misma combinación de lástima y respeto”.
    Quería preguntarte sobre las diferencias generacionales en las reacciones a tus libros. La generación de tus padres, la tuya, la de la gente en la universidad ahora…
    —Hablas específicamente de las generaciones de inmigrantes indios, ¿no?
    —Sí, de gente que de un modo u otro comparte tu experiencia personal y la de tu familia.
    —Es interesante que todas las generaciones parecen haber apreciado que haya puesto en palabras situaciones y circunstancias que habían asumido que nadie podría entender. La experiencia del inmigrante tiende al aislamiento y hay ciertas cosas que te ocurren cuando eres un inmigrante, o el hijo de uno, que no puedes explicarle a la persona media que no conoce ese mundo. Por ejemplo, he recibido cartas de lectores y recuerdo una reciente de una mujer joven de origen indio, como yo, y me decía: “Sabes, después de leer tu libro, por primera vez le pregunté a mi madre cómo había sido para ella llegar a este país, y cómo fueron sus primeros días”, porque en El buen nombre hablo un poco de la llegada de Ashima y de cómo lentamente se va adaptando a las nuevas circunstancias. Cuando leo una carta como esa siempre pienso: bueno, es magnífico si mi libro puede conducir a ese tipo de comunicación entre padres e hijos, porque pienso que esas son las cosas que pueden realmente separar a las generaciones de inmigrantes: la falta de entendimiento, el enfocarse sólo en las diferencias y no pensar que las cosas debieron haber sido muy duras para ellos. Se trata de dar a nuestros padres un poco de crédito por las cosas que han hecho, en lugar de enfocarnos en las cosas que no pueden darnos.
    De la generación de los padres oigo cosas similares. Muchos se me acercan y me dicen: “Esta es nuestra vida. Estos son nuestros hijos. Estos éramos nosotros”. Creo que el modo en que escribí el libro hace relativamente fácil que la gente se sienta reflejada, a pesar de que es la historia de una familia específica.
    —Claro. Cuando el libro empieza estamos en India, en el entorno compacto que dan la familia, la tradición, el arraigo. Cuando el libro acaba estamos en Nueva York al lado de Mogol / Nikhil, abandonado por su esposa. ¿Es accidental, o es el precio que se paga por querer ser una persona moderna en un mundo moderno? ¿Es una polaridad deliberada?
    —Creo que muchos de los personajes en el libro están negociando con la experiencia de la alienación, pero en grados diferentes. La de la madre al principio es una; la del padre, que sobrevive a un accidente en el que podría fácilmente haber muerto, también le marca para siempre. Como humanos, hay múltiples experiencias que nos marcan y cuando son profundas también pueden enajenarnos. Me parece que Moushumi y Gogol están bregando con la alienación a su manera. Son un poco lo mismo: dos mitades de la misma persona que fueron en direcciones diferentes. Pero realmente no pensé en esas cosas cuando escribía la historia. Simplemente, estas cosas pasan. Es la vida ¿no? La gente se casa, se muda, inmigra, se divorcia. Esas son las cosas que pasan en la vida. No es que pensara de un modo estratégico.
    —Tienes lectores en todo el mundo. Para muchos escritores imaginar al lector ideal es probablemente más fácil que para ti. A ti se te lee en India, te lee la diáspora del sudeste asiático y seguramente la mayoría de tus lectores no pertenecen a tu misma cultura. ¿Tienen reacciones diferentes a tu trabajo? ¿Cómo ves a tu lector ideal?
    —No pienso en ello. No pienso en nadie específico leyendo mis libros. Siempre escribo para mí. Lo que hago debe tener sentido para mí. Y sí, me hacen esta pregunta muy a menudo y no sé cómo explicar que aunque sé que eventualmente hay un lector, es muy reciente para mí publicar lo que escribo. No es que piense que soy una persona en una cueva que escribe algo que nadie lee. Pero escribir es un acto tan privado y solitario… Y aunque hay un aspecto público que conozco, porque ya he publicado dos libros, me sigue pareciendo que no escribes para una audiencia: escribes solo. Y además, he escrito durante mucho tiempo sin ningún tipo de reconocimiento, lo cual es normal, absolutamente normal. Creo que una vez entiendes qué es escribir, las cosas no cambian. Y la atención pública no puede cambiar lo que haces, la esencia de tu trabajo.
    —Pedro Almodóvar ha sido un promotor entusiasta de Jhumpa y su escritura. De ella ha dicho: “Como los personajes en sus historias, los padres de la autora nacieron en India, pero son castellano-manchegos para mí. […] Este es el tipo de literatura en la que me gustaría basar una película. Me encantaría ser capaz de escribir historias como las contenidas en esa joya llamada Intérprete de emociones. Historias simples y sutiles sembradas con sentimientos inesperados como un campo de minas”.
    Con todo, parece que va a ser Mira Nair, la directora india asentada también en Nueva York (“Salaam, Bombay!”, “Mississippi Masala”, “Monsoon wedding”) quien se lleve el gato al agua. Ya tiene lista El buen nombre, que se ha filmado en los Estados Unidos y en la India y que se estrenará el 3 de noviembre.
    Y ¿cómo te sientes acerca de la película?
    —Bueno, ha sido una experiencia asombrosa ver mi libro reencarnado por otra persona. No sabía cómo iba a sentirme al respecto, pero Mira tiene algo especial. Siento tal conexión con ella… Ha tomado algo que es mi sangre y mi carne y lo ha convertido en su propia sangre y carne, y esa es una situación a la vez tensa e íntima. Tu trabajo es como tus hijos, estás conectado a él de una manera visceral. Y el que ella lo haya hecho suyo de una manera tan intensa y lo haya trabajado tanto me hace sentirme muy cercana a ella y muy entusiasmada al mismo tiempo. Quién sabe cómo va a quedar, pero de alguna manera, no me importa, porque he visto en ella tanta pasión, devoción, compromiso, respeto por la historia y entusiasmo que eso hace que sea ya una experiencia fascinante.
    —Y ¿has participado en el guión o en la selección de actores?
    —No. No he participado en el guión. Me enseñó un par de borradores, eso es todo, pero creo que ha hecho un trabajo excelente.
    —Imagino que van a tener una escena con el accidente de tren en la película. Esa es para mí una de las escenas más poderosas del libro…
    —Sí, sí. Hay un descarrilamiento de tren, pero yo no he tenido mucho que ver en eso. Aunque digo una frase en la película…
    —¿Ah, sí? ¿Sales en la película?
    —Sí —y ahora habla con voz exagerada mientras gesticula cariñosa a Noor, que acaba de despertarse en su regazo— y mis hijos y mis padres y mi mentor (Leslie Epstein) aparecen en la película. ¡Toda la familia en la película! —dice rozando con su nariz la de su hija, que ríe a carcajadas.
    —¡Qué maravilla!
    —Sí. Lo ha hecho muy personal, casi como un álbum familiar
    —Y los actores ¿son famosos?
    —Los padres son dos actores indios muy conocidos y el papel de Gogol lo va a hacer Kal Penn, que se está haciendo muy popular ahora; va a actuar en una película de Superman que saldrá este verano y ha participado en otras. Es magnífico, un americano de origen indio que es actor, y no hay muchos…
    —Bueno, seguro que en la próxima edición del libro te van a colocar a los actores en la cubierta. ¿Qué vas a hacer?
    —Si lo hacen, ¿qué puedo decir? Este es el tipo de cosas que pronto aprendes que no puedes controlar.
    Jhumpa tiene razón. Para mantener la cordura y seguir siendo escritora en este mundo nuestro donde los libros son productos que se venden o textos que se desconstruyen, lo que nos redime es la angustia del creador ante la página en blanco y el entusiasmo del lector ante la escrita. La vieja y poderosa pasión por escribir y por leer. Cuando regreso a casa y hablo con una profesora de literatura de mi universidad de mi viaje reciente a Nueva York y de mi entrevista, me comenta que ha leído los libros de Jhumpa con devoción y que en momentos en que la aridez del análisis literario le cansaba, con ella y sus libros recuperó el placer de la gran literatura. Me pregunta cuándo va a sacar algo nuevo. Cuando le respondo que está de baja maternal, frunce el ceño contrariada: “¿Así que no está escribiendo?”. La angustia del lector ante la página en blanco…



    Jhumpa Lahiri / El triunfo del cuento

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    Jhumpa Lahiri

    El triunfo del cuento

    La literatura nos ayuda a "entender la parte más difícil de la vida", afirma Jhumpa Lahiri. La autora estadounidense de origen indio publica Tierra desacostumbrada, un conmovedor libro de relatos que se plantea como una de las sorpresas del año.



    El inmenso talento literario de Jhumpa Lahiri (Londres, 1967) se basa en que es capaz de contar una y otra vez la misma historia, relatos de inmigrantes indios en la Costa Este de Estados Unidos, y que siempre sea diferente. La crítica la ha comparado con una miniaturista por su capacidad para describir con precisión un mundo pequeño mientras lo convierte en universal. Pero sus relatos son mucho más, se quedan flotando en la memoria durante horas, durante días porque, en el fondo, tocan los temas más importantes de la vida: el amor, la familia y la identidad.
    Su último libro, Tierra desacostumbrada, que sale esta semana en España editado por Salamandra, reúne ocho cuentos, aunque los tres últimos forman en realidad una pequeña novela, la historia de Hema y Kaushik. El relato arranca en su niñez, sigue en su juventud y acaba reuniéndolos en Roma cuando ella es una experta en el mundo clásico, que investiga la civilización etrusca, y él un fotógrafo de guerra a punto de colgar las cámaras. Estas cien páginas constituyen una joya literaria que genera constantes emociones en el lector. Su viaje a la ciudad toscana de Volterra, solitaria, herida, magnífica, llena de fantasmas etruscos, será algo muy difícil de olvidar para todos aquellos que recorran estas páginas.

    Jhumpa Lahiri
    Poster de T.A.


    "Las historias de este libro son completamente inventadas, no se apoyan en una realidad concreta"

    "La literatura puede analizar las relaciones humanas de una forma que otras artes no pueden conseguir"

    "Estados Unidos parece haber descubierto por fin la importancia de la comida, y es algo que en mi familia siempre ha sido obvio"

    "Para mí, las cosas que no se dicen entre personas muy cercanas son muy interesantes, y mucho más como narradora"
    Por su primer libro, El intérprete de enfermedades, recibió el Premio Pulitzer a la mejor obra de ficción cuando acababa de cumplir 32 años. Fue un galardón sorprendente, que Jhumpa Lahiri vivió con una mezcla de ilusión e incredulidad. Luego escribió una novela, El buen nombre,que relata la historia de una familia india desde que emigra a Estados Unidos hasta que sus hijos crecen ya convertidos en ciudadanos del nuevo mundo. El libro fue llevado al cine por la realizadora india Mira Nair en 2006. Con Tierra desacostumbrada -título tomado de Nathaniel Hawthorne-, regresa a sus temas eternos, al mundo de los pequeños dramas familiares, de los indios que luchan toda su vida por adaptarse a un mundo nuevo, a las historias de amor cansadas, a lo nunca dicho que pesa mucho más que lo dicho. Es una lectura absorbente, llena de sorpresas.

    Jhumpa Lahiri

    La entrevista (en un viaje organizado por Salamandra) tiene lugar en la casa de Lahiri en Brooklyn. Fuera cae una intensa nevada, aunque la luz se cuela desde el jardín. La escritora, tímida, guapa, está casada con un periodista guatemalteco, Alberto Vourvoulias-Bush, director de La Prensa, el diario en español más importante de Nueva York. Tienen dos hijos cuyas risas lejanas acompañan la conversación. Nació en Londres de padres indios, aunque se trasladaron a Rhode Island cuando era una niña y creció en Kingston. Sus hijos son una mezcla de culturas que viven en el barrio de Nueva York que simboliza precisamente ese mundo en el que la identidad cultural se diluye. Y, sí, podría ser tal vez uno de sus personajes, aunque la diferencia es que sus libros están llenos de historias de amor tristes (a veces parecen variaciones sobre la frase con la que arranca Anna Karenina: "Todas las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su modo"), mientras que su casa, su mirada, exhalan tranquilidad y felicidad.
    PREGUNTA. ¿Por qué sus historias de amor son siempre tan tristes?
    RESPUESTA. (Se ríe). Son más interesantes. Como escritora, no me interesan las historias de amor felices. Creo que es algo en lo que se fijan muchos otros escritores que también han reflexionado sobre ello, sobre todas las formas en que las cosas pueden ir mal, sobre todas las formas en que algo puede fracasar, en que podemos sufrir una decepción. Es algo a lo que se ha enfrentado siempre la literatura: no creo que necesitemos los libros para enseñarnos a ser felices. Nos dirigimos a ellos para entender la parte más difícil de la vida.
    P. "Su vida no era feliz pero tampoco infeliz", dice de uno de sus personajes femeninos para definir su matrimonio. Muchas de sus mujeres viven en esa especie de limbo, en esa resignación que empieza con las bodas arregladas. ¿Sigue habiendo tantos matrimonios de ese tipo en la comunidad india de Estados Unidos?
    R. No creo que mis cuentos reflejen nada más allá de la propia literatura. Supongo que estoy interesada en narrar diferentes formas de matrimonio y la idea de felicidad frente a la infelicidad, algo románticamente inspirado frente a algo más tradicional, un acto social, como son los matrimonios arreglados. Es algo que me ha interesado porque toda mi vida he visto ese tipo de matrimonios y veo que ambos pueden ser felices o infelices.
    P. Al leer sus cuentos uno tiene la impresión de que siempre cuenta la misma historia, pero que es siempre diferente. ¿Está usted de acuerdo?
    R. Sí, creo que estoy de acuerdo. Escribo siempre sobre un cierto mundo, un cierto tipo de personajes. No creo que escriba siempre la misma historia, porque hay diferentes pulsiones y luchas en cada una de ellas. A veces es la familia, otras veces son asuntos personales. Es algo que les ocurre a muchos escritores, a muchos pintores, que reflejan una y otra vez la misma montaña, el mismo río, el mismo jardín, la misma catedral y la dibujan constantemente. Es verdad que observo siempre el mismo tipo de situaciones y personajes pero siempre encuentro cosas nuevas. Si dejase de encontrar esa mirada renovada, seguramente cambiaría de temas. Pero puede ser infinito.
    P. ¿Qué parte de sus historias está basada en hechos reales y qué parte es inventada?
    R. Realmente, nada de lo que cuento ha ocurrido de verdad, aparte de unos detalles de un relato de mi primer libro que describen la llegada de mi padre a Estados Unidos. Tal vez haya pequeñas cosas que hayan ocurrido y que he reconstruido de forma diferente. Las historias de este libro son completamente inventadas, no se apoyan en una realidad concreta.
    P. Todas sus historias gravitan en torno a tres temas: familia, amor e identidad. ¿Está usted de acuerdo?
    R. Sí, creo que es justo. Familia, amor, identidad, tal vez pertenecer a un lugar son temas esenciales para mí. Me siento agradecida por haber encontrado algo sobre lo que escribir, que haya cosas que me interesen, que me parezcan un desafío. Eso es lo principal. Creo que analizar las relaciones humanas es algo que la literatura puede hacer de una forma que otras artes no pueden conseguir con la misma intimidad. La pintura, la música, la danza nos pueden llevar a otros lugares, consiguen abrir nuestros ojos de una manera concreta, pero la literatura tiene la ventaja de que logra entrar en la mente de personajes imaginarios, y relacionarnos con otros, y el lector comparte esos estados de ánimo. Entrar en la vida de esa gente es un viaje extraordinario, más que el cine, porque realmente accedes a la conciencia de los personajes, al misterio de las vidas, cómo nos vemos, cómo nos ven los demás.
    P. Sus libros giran una y otra vez en torno a las migraciones y la identidad. ¿Cree que estos temas son los que definen el siglo XX?
    R. No creo que definan sólo el siglo XX. Definen a la humanidad. Lo que más me interesó de los etruscos es que vienen de otros lugares. Toda la historia de Estados Unidos es una historia de migraciones. En el siglo XX se convirtió en algo más radical, más común. Porque es mucho más fácil moverse, subirse a un avión, ir a otro lugar. La noción de familia se ha diluido en muchas partes del mundo. Las circunstancias históricas y políticas han aumentado la necesidad de que la gente se mueva. Más que nunca hemos migrado a otros lugares. Y eso me interesa mucho: la noción de gente, de identidad, de sus casas, de dónde vienen y adónde creen que pertenecen, su realidad.
    P. ¿Por eso muchos de sus personajes luchan una y otra vez con su identidad, se debaten entre su identidad personal y su identidad colectiva?
    R. Sí, es cierto. Creo que es algo que nos ocurre a todos, en mayor o menor medida. Tal vez es más agudo en una persona como yo: no he nacido con una idea obvia de pertenencia a un lugar. Es una cosa básica. Creo que es muy importante tener un sentido de dónde pertenecemos y algunos de mis personajes han nacido con esa carencia y tratan de rellenarla.
    P. También su literatura está marcada por la presencia de la familia. ¿Sigue siendo muy importante en la sociedad india?
    R. La noción de familia es mucho más estrecha en la sociedad india que en Estados Unidos: no creces y te vas a los 18 años y vuelves una o dos veces al año. Ayer volvía de Washington y nevaba, y mi madre me llamó para ver si había llegado bien. Tengo 42 años, pero para ella tengo la misma edad que mis hijos. La ansiedad, el amor, la preocupación
    ... Según iban creciendo mis amigos, sus familias desaparecían de sus vidas. Mi marido, que es guatemalteco, tiene la misma relación con sus padres que yo. No he tenido que explicárselo a él, ni él ha tenido que explicármelo a mí, aunque venimos de mundos muy diferentes. Creo que aquí es muy desconcertante. Y los padres inmigrantes dejan atrás su extensa familia y cuando llegan aquí, en la otra parte del mundo, sus hijos son toda su familia.
    P. La comida también es muy importante como signo de identidad para sus personajes.
    R. Es muy importante, mucho más para los padres que para los hijos. Los padres siempre están buscando la comida que consideran normal y buena, los hijos están menos atados a esas tradiciones. La comida forma parte de todo eso de lo que hablamos, es la forma obvia que reúne a la familia, es lo que la define. Es divertido para mí porque Estados Unidos parece haber descubierto por fin la importancia de la comida y es algo que en mi familia siempre ha sido obvio. En el mundo del que vengo, no hay muchos afectos abiertos, no hay abrazos, ni besos, pero la comida es una de esas cosas que sigue siendo una expresión de amor y conexión entre los miembros de una familia.
    P. A veces en sus libros creo que la familia es una bendición y en otros es casi una condena. ¿Cree usted que sus personajes se mueven siempre entre esos dos conceptos?
    R. Creo que es las dos cosas, una bendición y una condena. Algunos de los personajes son muy radicales en su alejamiento de la familia, pero es una excepción. La mayoría se sienten limitados por su familia, sobre todo los de segunda generación, porque para ellos crecer es alejarse de algunas de las cosas que representan. Creo que en El buen nombre es donde estudié esto más a fondo, al narrar cómo Gógol pasa de tener una relación muy estrecha con su familia a tratar de buscar un lugar sin sus padres. Creo que es algo que todos tenemos que hacer como personas. La familia es una bendición, pero luego como adulto tienes que reinventar lo que significan todas esas cosas. La familia es algo muy dinámico, que cambia constantemente. Nunca es obvio lo que ocurre, incluso en una familia nuclear.
    P. ¿No cree que su libro, sobre todo las tres historias finales, representa una reflexión sobre el destino?
    R. En cierta medida, supongo, no estaba pensando a fondo en ello cuando lo escribí. Son cosas abstractas y difíciles de verbalizar, incluso cuando estoy pensando en ellas de manera inconsciente. Pero en ese caso, no tenía la intención de escribir sobre eso. Para mí era importante hablar de personajes que no pueden huir de sí mismos. Pensaba en desarrollar la historia de unos personajes desde su infancia y en cómo el personaje de él, Kaushik, se convierte en una persona que no quiere raíces, ni una familia, mientras que Hema busca una vida más segura, si algo puede considerarse seguro en la vida, una cierta estabilidad.
    P. ¿Por qué eligió Volterra y los paisajes etruscos para desarrollar esta relación?
    R. Sabía que una parte de la historia transcurriría en Roma y pensé que debían irse a algún lado el fin de semana. Y, dado que sólo había ido una vez a la Toscana, pregunté a una amiga que va muy a menudo, le dije que tenía esa pareja, y me dio una serie de sugerencias y al final me dijo: "Si quieres un lugar que sea un poco más remoto y con no tantos turistas y muy tranquilo en invierno, elige Volterra". Una vez que empecé a leer sobre esta ciudad llegué a D. H. Lawrence y susAtardeceres etruscos y eso me lanzó a descubrir el mundo etrusco e hice que Hema estuviese interesada en esa cultura. Pero, cuanto más pienso en ello, más me gusta esa parte del libro, muchas de sus creencias, de que el viaje sea una metáfora de la vida, las urnas funerarias, todo me pareció apasionante. Porque en el fondo mis historias están llenas de viajes de un lado a otro, de India a Estados Unidos. Me pareció muy interesante esa síntesis entre el viaje de la vida y el viaje hacia la muerte y me di cuenta de que la historia que relataba en el fondo hablaba de ello.
    P. En sus libros siempre es muy importante lo que sus personajes no dicen o no se atreven a decirse. ¿Cree que ése es un factor importante en la vida, la falta de comunicación?
    R. He escrito de esto durante largo tiempo: es la verdad, incluso en las relaciones más íntimas, matrimonio o amor, nunca se dice todo. Todos tenemos una vida interior, una vida privada. No es posible decir siempre lo que sientes o lo que piensas. Para mí, las cosas que no se dicen entre personas muy cercanas son muy interesantes y mucho más como narradora. Porque allí es donde los personajes descubren cosas.
    P. Uno de sus personajes dice en un momento dado: "Pertenecen a ese lugar como yo nunca perteneceré a ninguno". ¿Cree que es algo que define muchos de sus relatos?
    R. Algunos de mis personajes sí están marcados por ese sentimiento, por esa necesidad de pertenecer a un lugar que puedan llamar su casa. Para ellos la vida está tan fracturada que no pueden llamar hogar a ningún lugar, y es una diferencia enorme entre una ciudad pequeña y remota y cercana y antigua en la que seguramente crecieron con la experiencia que se puede tener en una ciudad de Estados Unidos, que es un país tan joven. Acabo de volver de ver a mi hermana, en el sur de Estados Unidos, en Alabama, donde nunca había estado. Y sentí que tienen más sentido de pertenencia a una población, desde por lo menos cien años, y era interesante compararlo incluso con el lugar donde crecí, Rhode Island, que es muy provinciano, pero a la vez había apellidos de todos los países en mi clase: irlandeses, polacos, judíos, italianos, franceses, indios... Nunca sentí que hubiese una población específica. La primera vez que fui a Italia recuerdo que me chocó esa sensación de continuidad, me pareció a la vez extraña y atrayente.
    P. ¿Siente que su familia es realmente muy significativa de lo que representa el siglo XX?
    R. Sí, el mundo es así, aunque haya gente a la que le da miedo, porque ven como una amenaza que se diluye su sentido de pertenencia, de compromiso con un lugar.
    P. Por muy dura que sea la vida en el país al que llega, la gente sigue emigrando y emigrando, y no hablo de gente que huye de la pobreza o de la guerra, sino de clase media. ¿Por qué?
    R. Aunque sea muy difícil, hay algo de honor, de ambición, de sentimiento, de orgullo y prestigio para la familia que se queda detrás, es un símbolo. No creo que sea una elección fácil y es muy duro. Por eso les cuesta tanto hacerse a la vida en Estados Unidos, muchas veces se preguntan si tomaron la decisión adecuada, qué hacen allí, si es un lugar para educar a la familia. Y es algo que veo en amigos de mi edad, que han hecho lo que hicieron mis padres, amigos de España, de Suráfrica, que tomaron la misma elección que mi familia, no fueron obligados a emigrar por una hambruna, una guerra o una persecución. Y tienen muchas dudas.
    Tierra desacostumbrada. Jhumpa Lahiri. Traducción de Eduardo Iriarte. Salamandra. Barcelona, 2010. 352 páginas. 19 euros.



    Irvine Welsh / Los jóvenes de ahora saben que nunca van a encontrar trabajo

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    Irvine Welsh

    “Los jóvenes de ahora saben que nunca 

    van a encontrar trabajo”

    Irvine Welsh, el padre de 'Trainspotting', aparca el mundo de las drogas en 'La vida sexual de las gemelas siamesas', su primera novela en la que las protagonistas son mujeres

    Irvine Welsh, en una cantina de Gualajara, el pasado miércoles. / SAÚL RUIZ
    Irvine Welsh está sentado en una mesa de debate que se titula Sexo, drogas y rock and roll. A su lado tiene a un escritor mexicano que lo acompaña en la sala de la FIL de Guadalajara con un sombrero negro de ala ancha y unas gafas de sol. Haciendo gestos nerviosos con la mandíbula, dice a la audiencia que ojalá estuvieran todos drogados, que es así como uno alcanza la verdadera individualidad y que las drogas son una llave mágica para el sexo. Welsh, sin embargo, no parece tan interesado en esas cosas. Él se pone a hablar de Margaret Thatcher, de su fe en la economía colaborativa, de geopolítica y de los niños de su barrio en Escocia que han arruinado su vida como pequeños narcotraficantes.
    Al día siguiente, apoyado en la barra de una cantina, el hombre que ha escrito la última gran novela generacional del siglo XX, cronista de la utopía química del éxtasis, de los viajes lisérgicos en la vida gris del suburbio, exadicto a la heroína y a la cocaína, explica que "es muy difícil hablar de drogas sin sonar pretencioso. Es ridículo. Por eso prefiero hablar de política". Welsh (Leith, Escocia, 1958) está en México presentando su última novela, La vida sexual de las gemelas siamesas, editada en español por Anagrama, una nueva comedia negra y excesiva donde por primera vez en su carrera las protagonistas son mujeres.

    El hombre que se frota la nariz

    Welsh ya conocía el mezcal de otros viajes a México. Este destilado prehispánico, que puede superar los 60 grados, le parece una bebida deliciosa y traicionera a la vez, incluso para un grandullón con hechuras de hooligan como él, curtido en mil batallas etílicas. "Está tan rico que bebes y bebes sin darte cuenta. Alguna vez me he caído redondo al suelo por su culpa". En un momento de la entrevista, estornuda con fuerza y se frota su esférica nariz escocesa. "Es la cocaína", dice con una media sonrisa autoirónica. "Yo he tomado mucha cocaína pero ya lo he dejado completamente", dice. Welsh lleva limpio desde hace años, pero reconoce que cuando se toca mucho la nariz y los ojos se le ponen rojos porque es alérgico, la gente le mira como dando por hecho que el padre de Trainspotting ha vuelto a las andadas.
    Welsh reventó el mercado editorial hace dos décadas con su estreno, Trainspotting, y a partir de ahí ha continuado cimentando su edificio literario a través una voz narrativa apabullantemente masculina. "Esta vez decidí que las protagonistas fueran mujeres porque encajaban mejor en la historia que quería contar. Pero no ha sido un gran cambio. Al final, hombres y mujeres tenemos las mismas necesidades y los mismos miedos. Todos vivimos en este clima cultural de narcisismo, egoísmo y arrogancia", explica mientras sostiene con dos dedos su tercer vaso de mezcal, un poderoso aguardiente mexicano.
    Con su característica prosa de ritmo y fuego, Welsh retrata a su (anti)heroína, Lucy, como una entrenadora personal vigoréxica, adicta al sexo y con un odio insuperable hacia la gente gorda. "¿Por qué pierdo el tiempo con zorras que no conciben un trío si no es con Ben and Jerry (la marca de helados)?", escupe en uno de los párrafos. Lena es una escultora con sobrepeso y la autoestima bajo mínimos. Ambas se cruzan en la carretera, cuando Lucy reduce a un atracador armado gracias a sus músculos de gimnasio y sus nociones de kickboxing. Lena graba la escena con su móvil y la sube a Facebook. Lucy se convierte en una estrella efímera del mundo hiperconectado de las redes sociales, y ambas emprenden una cruzada contra una banda de abusadores sexuales como en una versión anfetamínica de Thelma y Louise.
    Situada en Miami, donde el escritor lleva viviendo con su esposa a caballo entre Chicago y su natal Escocia los últimos seis años, la novela quiere ser un esbozo de un cambio de época. Se acabaron las historias de chicos de clase trabajadora porque, según él, son una raza en peligro de extinción.
    "El mundo del trabajo ya no existe. El capitalismo es una reliquia de otro tiempo. Ahora el mundo está dominado por la tecnología. Apenas se recaudan impuestos y el Estado no puede garantizar los servicios públicos. Los jóvenes saben que no van a tener trabajo y que no merece la pena pagar por ir a la universidad y dejarse los cuernos por una vida como la de sus padres porque esas vidas ya no existen. Por eso se educan en las redes sociales, de una manera pura. Ahí es donde aprenden, se organizan y sabotean a las grandes marcas". Él mismo es un entusiasta de Twitter, donde como si estuviera en la barra de un bar despliega ante más de 200.000 seguidores sus conocimientos sobre política británica, fútbol y épicas borracheras.




    Irvine Welsh / "Socialmente es como si estuviéramos atrapados en el tiempo"

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    Irvine Welsh
    "Socialmente es como si estuviéramos 
    atrapados en el tiempo"



    Irvine Welsh viaja en Skagboys hasta el mundo en el que vivía Mark Renton cuando no era el protagonista de Trainspotting y radiografía la época en la que empezó todo (los 80)

    LAURA FERNÁNDEZ | 09/05/2014 


    Irvine Welsh
    Hubo una época en la que Mark Renton no era un yonqui. Hubo una época en la que Mark Renton iba a la universidad, tenía una novia estupenda (Fiona) y pensaba salir del agujero, ser el tipo que ha logrado escapar del barrio y se ha convertido en algo distinto, algo mejor. Por esa época salía con sus amigos, Frank (el bruto) Begbie, Spud (el sin trabajo) Murphy y el supuestamente encantador Simon (Sick Boy). Corrían los años 80 y Margaret Tatcher no era aún un personaje de Trainspotting, la novela que todos ellos habitarían años más tarde, sino la Dama de Hierro, impulsora del neoliberalismo feroz que, poco a poco, ha ido minando un Estado del Bienestar que hoy parece, definitivamente ya, Historia. Los años del 'no future' habían dejado paso a los del 'no present' y a menudo los tipos como Renton se preguntaban qué demonios estaban haciendo. Y en esos momentos, que tu mejor amigo te asegurara que no pasaba nada, que podían probar, que sólo iban a pasar un buen rato, que ellos no eran como los demás, que cuándo lo habían sido, podía llevarte a buscar una vena y dejar que alguien te inyectara un poco de heroína. Después de todo, la droga estaba en la calle, en cualquier parte, puede que incluso promovida por un gobierno que se había hartado de sofocar altercados provocados por jóvenes (punks) descontentos.

    Bien, pues de esa época, y de esa transformación, la de un chico de barrio que llegó a ser universitario y acabó convertido en un yonqui desesperado, vaSkagboys (Anagrama), la nueva y brutal novela de Irvine Welsh, el escocés que de niño quiso ser astronauta y jamás pensó en llegar a convertirse en escritor (y mucho menos en el más brillante representante del realismo sucio escocés) porque a los chicos como él "no nos pasaban ese tipo de cosas". Brillante y, sí, muy dickensiana precuela de la demoledora Trainspotting,Skagboys es un trepidante descenso a los infiernos que ayudó a construir la Dama de Hierro en una cenicienta (y violenta) Escocia en la que Perdición, en mayúsculas, está a la vuelta de la esquina, sentada en el taburete de un pub cualquiera. ¿O no? Welsh se encoge de hombros. Bebe un poco de agua. Se toca la cabeza. Lo hace a menudo. Se toca su cabeza afeitada todo el tiempo. Con su mano derecha, en la que brilla un enorme anillo de oro. Dice que lleva tanto tiempo dando vueltas por el mundo hablando de sus libros que a menudo no sabe de qué se supone que debe hablar ese día en concreto. "No sé si son yonquis, lesbianas o pedófilos", dice. Apenas despega los labios cuando habla. Sonríe.

    -¿Por qué volver a los 80, por qué rescatar a Renton y los chicos? Después de contar, en Porno, cómo acabó todo, ¿sentía la necesidad de explicar cómo empezó todo?
    -No exactamente. Lo que me apetecía en realidad era escribir otro libro sobre los 80. Porque tengo la sensación de que nada ha cambiado desde los 80. A nivel social, me refiero. Sí, tecnológicamente el progreso ha sido brutal, pero seguimos viviendo en la sociedad que se creó en la época Tatcher, la del neoliberalismo. Socialmente, es como si estuviéramos atrapados en el tiempo. Con la misma economía del paro y la misma cultura de drogas. Me apetecía mostrar qué pasaba con las familias, qué pasaba con los chavales, y los personajes de Trainspotting eran perfectos para volver sobre todo eso. Ya los había creado. De hecho, una tercera parte de esta novela ya estaba escrita, y otra tercera parte está basada en las notas que tomé para la construcción de los personajes.

    Me apetecía escribir otro libro sobre los 80. Porque tengo la sensación de que nada ha cambiado desde entonces"
    -¿Toma muchas notas?
    -Oh, sí, muchísimas. Antes de empezar una novela, mi estudio parece una escena del crimen. Hay notas por todas partes. Es como en esas películas en las que ves a los detectives encerrados en su despacho, con las paredes repletas de fotografías y mapas y cosas por el estilo. Antes de empezar a escribir, creo a mis personajes. Los desnudo psicológicamente. Eso quiere decir que les invento una familia, con todos los posibles traumas que le haya podido generar, que elijo sus canciones favoritas, lo que prefieren en la cama, y claro, obviamente, su equipo de fútbol preferido, todo. Al final los conoces tanto que sabes cómo reaccionarán en cualquier situación y te resulta incluso divertido rescatarlos, como en este caso.

    -¿Y cuánto de Irvine Welsh tiene cada uno de ellos?
    -Supongo que mucho. Cada uno de tus personajes es una extensión de ti. Un aspecto de tu personalidad. Es curioso, pero el libro que acabo de publicar ahora en el Reino Unido (que en España publicará el año próximo Anagrama,Las vidas sexuales de las hermanas siamesas), que está protagonizado por dos mujeres, una entrenadora de fitness y su clienta, una artista obesa, es, según mi mujer, el libro en el que más estoy yo por todas partes. De hecho, dice que soy esas dos mujeres.

    -En la novela se muestran claramente las razones que cada uno de los protagonistas tienen para dejarse seducir por la heroína y son muy distintas pero coinciden en que todos ellos necesitan pertenecer a algo, formar parte de algo.
    -Exacto. El caso de Spud es sintómatico. Spud está perdido. No tiene trabajo, siente que su vida no vale nada. Cae en la heroína para sentirse parte de algo más grande. Porque todos necesitamos sentirnos parte de algo más grande. Algo que esté por encima de nosotros, no importa lo que sea. En el caso de Renton y Sick Boy la cosa es distinta. Si hubiera querido, Renton podría haber dicho no. Tenía los suficientes recursos para hacerlo. Pero ocurre que no está solo, que cuando cruza la frontera, la cruza con su buen amigo Simon, Sick Boy.A veces la amistad puede llevarte a un lugar que te destruye, porque se crea cierta química entre tú y esa persona, cierta competitividad que impide que te niegues a lo que sea que te proponga. Es uno de esos momentos en los que sientes que eres inmortal. Y luego lo que pasa es que la droga empieza a darle un sentido a tu vida. Te levantas por la mañana y ya tienes algo que hacer. Buscar dinero para conseguir droga. Es una estructura social patética, pero es una estructura social, que de otra manera, estos chavales no tendrían.

    -¿Qué opina de que Trainspotting se haya convertido en la clase de fenómeno en que se ha convertido? Que por un lado sea uno de los libros que más se roban en bibliotecas y por otro en algunos institutos sea de lectura obligatoria...
    -No deja de ser extraño que una novela así haya sido aceptada por elestablishment. Y me encanta lo de imaginar a chavales robando libros. Pero supongo que el éxito de una obra es la que fuerza al establishment a aceptarla. Y no me planteo nunca la clase de impacto que tiene lo que escribo. Funciono como los futbolistas. Sólo pienso en el próximo partido porque, si no, acabaría bloqueado.

    No me planteo el impacto de lo que escribo. Funciono como los futbolistas. Sólo pienso en el próximo partido"
    -¿Cree que los jóvenes de hoy son muy distintos a los jóvenes de los 80?
    -Los jóvenes son siempre igual, lo que cambia es el contexto en el que crecen. Lo único que me cabrea de los de hoy es que están perdiendo la oportunidad de consumir cultura local. Todo es hoy global. En cuanto algo surge, cualquier fenómeno, alguien lo sube a la Red y se convierte automáticamente en algo global, sin haber tenido tiempo de fermentar, de echar raíces, de acabar de madurar. Pero creo que tarde o temprano acabarán volviendo. Cuando estén hartos. Cuando la saturación pueda con ellos. Ya está pasando con el vinilo, por ejemplo. Por otro lado está el asunto de sus nulas perspectivas de futuro. Estudiar para ellos significa hoy hipotecarse, y a la larga, hipotecarse significa en convertirse en un siervo. Las clases ricas se cargaron primero a las clases trabajadoras y ahora se están cargando a la clase media. Y se están empleando a fondo en ello.

    -De pequeño quería ser astronauta y leía muchísima ciencia ficción, hasta que, como dijo no hace demasiado, empezó a interesarse por el espacio interior... ¿Qué leía cuando eso ocurrió? ¿Leía a Orwell, como Mark Renton?
    -Sí, Orwell me marcó siendo un chaval. Pero luego a quien más he leído y a quien más he admirado es a Evelyn Waugh. Sí, bueno, era un poco pijo y se movía en ambientes que no tienen nada que ver con los míos, pero me gusta cómo trabajaba la psicología de sus personajes, la competencia secreta que puede llegar a crearse con alguien a quien quieres mucho. No sé, me gusta cómo habla de en lo que consiste la amistad entre hombres y de cómo a veces te encantan tus rivales, pero no quieres admitirlo porque son tus rivales. También me fascina cómo trata a los personajes femeninos. Todo el entorno social. Creo que hay mucha verdad en lo que escribía Waugh.

    Apura el vaso de agua y dice que mañana va a deprimirse mortalmente si los Hibs, su equipo, pierde. Porque perder mañana significaría bajar a segunda. "Voy a llorar si eso ocurre", dice. Probablemente acodado a la barra del pub ficticio que los chicos del festival Primera Persona le han preparado para que hable de lo que le apetezca. De cómo llegó a convertirse en escritor. De todo lo que le ocurrió por el camino. Y de los amigos que, como Spud, como Renton, como Sick Boy, tomaron el desvío equivocado. Seguramente sonará Our House, de Madness, porque es una de sus canciones favoritas y los asistentes podrán asomarse al mundo real del tipo que, dicen, es el Céline de los 90.
     





    Irvine Welsh / Un escritor sin método

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    Irvine Welsh

    Irvine Welsh,

    un escritor 

    sin método

    El novelista británico presentó ayer su novela más reciente, ‘La vida sexual de las gemelas siamesas’

    Por VIRGINIA BAUTISTA

     GUADALAJARA

    02/12/2015 01:17

    Irvine Welsh confiesa que algunas veces es muy disciplinado, “me levanto temprano y trabajo de nueve a cinco”, pero que en otras ocasiones escribe donde sea y hasta se le olvida bañarse durante días, hasta que su esposa le recuerda que “existe un mundo real, no sólo el de mis personajes imaginarios”.
    El escritor británico, reconocido por su novela Trainspotting, que tuvo una exitosa adaptación cinematográfica, comentó ayer en rueda de prensa que no tiene un método creativo definido o estricto, ya que para confeccionar sus novelas y cuentos necesita “ver a la gente”, involucrarse “con el mundo, socializar”.
    “Cuando me disciplino me pregunto qué caso tiene cumplir un horario, pues para eso me consigo un trabajo. A veces me reúno en un bar con mis amigos y regreso a casa a escribir, de una manera más libre. Pero cuando tengo fechas límite de entrega, voy a la oficina a escribir y sólo me paro para comer e ir al baño.
    “Pero hay días en que mi esposa casi debe arrastrarme a la ducha. Dice que hay gente real que viene a la casa. La atiendo, pero quiero regresar a mi cuarto imaginario. Creo que si quieres escribir lo puedes hacer en cualquier parte”, agregó el narrador nacido en Leith, Edimburgo, en 1958.
    El también dramaturgo y guionista, cuya obra se caracteriza por el uso del dialecto escocés, decidió radicar hace 12 años en EU y vivir de cerca la cultura de esta “sociedad neoliberal”. Pero se “escapa” seguido a los lugares que le interesan, como México.
    “Creo que hay que aprender a vivir en los países. Cuando vengo a México me siento muy refrescado, es bueno relajarse. Los mexicanos se basan más en vivir realmente el momento, no trabajar para alguien, eso me atrae mucho. La comida me gusta, ir a lugares como Oaxaca, en donde recorro grandes distancias para tomar un mezcal”, añadió.
    El autor de EscoriaPorno y Skagboys contó que en invierno se va a Miami, pues no le gusta el frío de Chicago. “Tiene un clima cálido. No es una ciudad cultural, pero es espectacular en cuanto al arte visual. Al alejarte empiezas a energetizar tus células cerebrales, caminas mucho y no piensas demasiado”.
    Justo en Miami, “donde la gente hace mucho ejercicio, está en la playa, hay mucha luz, te topas con las modelos en un entorno glamoroso”, está inspirada su novela más reciente, La vida sexual de las gemelas siamesas (Anagrama).
    El gran narrador de las adicciones, como se le considera, pone ahora el foco en algunas genuinamente americanas: el sexo, el físico perfecto, la comida, la obsesión por la fama y el empeño de los medios en convertirlo todo en un circo. “Es bueno ver diferentes culturas y espacios. La forma en que la cultura occidental se ha desarrollado, sobre todo con el neoliberalismo e individualismo extremo. Hay una mezcla extraña de género y edad. Los niños quieren crecer rápidamente y los adultos insistimos en querer ser cada vez más infantiles.
    “Tomamos decisiones extrañas. No podemos hablar de la muerte ni del envejecimiento, pues nos sentimos fuertes y bellos cuando ya no lo somos. Puse en esta novela a interactuar a dos personajes muy diferentes”, dijo sobre el libro que promueve en la FIL Guadalajara.
    La vida sexual de las gemelas siamesas se desarrolla en una urbe de contrastes, donde conviven cuerpos esculturales con la obesidad más desbocada. La experta en fitness Lucy Brennan se convierte en una heroína al desarmar a un hombre que iba a matar a dos personas. La prensa sensacionalista la adora. También queda prendada de ella una testigo, Lena Sorensen, una mujer obesa y deprimida.

    EXCELSIOR


    Irvine Welsh / La vida sexual de las gemelas siamesas / Fragmento

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    Irvine Welsh

    Presentamos la primera parte del capítulo “Trasplantes” de La vida sexual de las gemelas siamesas, la más reciente novela de Irvine Welsh, invitado especial de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2015.
    2-4-6-8, who do we appreciate?[i]
    Las cifras son la gran obsesión norteamericana. ¿Cómo dar la talla? Nuestra economía ruinosa: los porcentajes de crecimiento, el gasto de los consumidores, la producción industrial, el PIB, el PNB, el Dow Jones. Como sociedad: los homicidios, las violaciones, los embarazos adolescentes, la pobreza infantil, la inmigración ilegal, los drogadictos (oficialmente reconocidos y no). Como individuos: la altura, el peso, las caderas, la cintura, el pecho, el IMC. 
    Pero la que causa la mayor parte de los problemas es la cifra que tengo ahora mismo en la cabeza: 2.
    La discusión con Miles (1,86, 95 kilos) fue banal, vale, pero tuvo suficiente mala leche para evitar que pasara la noche en su piso de Midtown (decir Midtown es como decir ciudad fantasma). El muy gilipollas se pasó toda la noche quejándose de sus problemas de espalda y convenciéndose a sí mismo para no follar con ese pretexto de mierda. A medida que a él se le iban humedeciendo los ojos, a mí se me iba poniendo más árido el coño. No es muy difícil de entender, joder. Hasta llegó a mandarme callar durante los últimos minutos de un episodio de The Big Bang Theory; ¡venga ya, colega! Además su chihuahua, Chico, estaba aullando agresivamente y se negó a encerrarlo en la otra habitación insistiendo en que el cretino de ojos saltones no tardaría en tranquilizarse.
    Pues que le den.


    No se lo tomó muy bien cuando decidí largarme: se puso en plan niño taciturno, todo rígido y haciendo pucheros. ¡Échale un poco más de pelotas, coño! Algunos tíos simplemente no son lo bastante enrollados como para mostrar su ira. Tiene más huevos Chico, que cambió de rutina y se subió a mi rodilla pese a que yo no dejaba de ponerlo otra vez en el suelo.
    Así que me dirijo de vuelta a South Beach, y faltan un par de minutos para las 3.30. Un poco antes hacía una noche más serena; la luna y una sucesión de estrellas proporcionaban esquirlas de luz que cortaban el cielo de color malva oscuro. Entonces, casi en cuanto arranco el motor de mi destartalado Caddy DeVille del 98, herencia de mi madre, me doy cuenta de que el tiempo ha cambiado. Me da igual, ya que el “I Hate Myself for Loving You” de Joan Jett suena en los altavoces, pero para cuando llego al puente elevado Julia Tuttle, las ráfagas de viento empujan frontalmente el coche. Reduzco la velocidad cuando la lluvia azota el parabrisas y me obliga a entornar los ojos para poder ver entre los rápidos movimientos de los limpiaparabrisas.
    Justo en el momento en que pasa a lloviznar y el velocímetro regresa a los ochenta por hora, emergen dos hombres de la oscuridad —ahora nada estrellada y negra como el azabache— que corren hacia mí y agitan los brazos por la mitad de la calzada prácticamente desierta. El que está más próximo resopla con fuerza, con mejillas a lo hámster, bajo el chorro blanco de las luces de la autopista, y veo su mirada desquiciada. Al principio pienso que debe de tratarse de una especie de broma; unos universitarios borrachos o unos drogatas chalados que están jugando a alguna clase de juego temerario y descerebrado. Pero de repente se me clava en la conciencia un escueto joder cuando intuyo que se trata de alguna forma rebuscada de robo violento de coches y me digo: no pares, Lucy, deja que los muy capullos se  aparten, pero no lo hacen, así que freno con fuerza y el coche se desliza chirriando. Me aferro al volante y tengo la sensación de que un titán intenta arrancármelo de las manos; acto seguido, oigo un ruido sordo y un crujido, y veo cómo uno de ellos cae rodando al suelo desde el capó. El coche se para en seco y yo quedo incrustada en el asiento precisamente cuando el motor se cala y ahoga el CD exactamente cuando Joan estaba a punto de darle al estribillo una caña acojonante. Miro a mi alrededor e intento comprender la situación. Un conductor que está en el otro carril, justo delante de mí, no consigue reaccionar con tanta rapidez; el segundo hombre sale volando por los aires por encima del capó, dando vueltas como una bailarina fuera de control y haciendo carambolas por la autopista. El coche tira millas y desaparece entre la noche sin hacer el menor ademán de detenerse. 
    Demos gracias al santo ojete del dulce Niño Jesús de que detrás de nosotros no viene nadie más.
     Los secuestradores de coches nunca han tenido tantos huevos ni tanto miedo. Milagrosamente, el tío al que ha golpeado el otro coche, un hispano pequeño y fornido, se pone en pie tambaleándose. Emana terror, tanto que parece superar cualquier dolor que pueda estar sintiendo, porque al cabrón que ha salido despedido de mi coche ni lo mira; mientras se larga como puede, echa una mirada furiosa por encima del hombro en dirección a la turbia noche. A continuación veo por el espejo retrovisor al tipo al que golpeé ligeramente, un blanco delgaducho. Él también se ha puesto en pie enseguida; es rubio y lleva el pelo peinado hacia atrás con gomina; cojea apresuradamente, como una araña medio tullida, hacia los arbustos de la mediana que dividen los carriles del puente de la autopista que conducen respectivamente al centro y a la playa. Entonces veo que el hispano ha vuelto sobre sus pasos y renquea hacia mí. Golpea mi ventanilla mientras chilla: “¡AYÚDAME!”.
    Me quedo clavada en el asiento, con el olor a quemado de las pastillas de los frenos y los neumáticos en las narices y sin saber qué coño hacer. Entonces un tercer tipo sale caminando vigorosamente por la autopista desde la oscuridad hacia nosotros. El hispano chilla de dolor —quizá se le haya pasado la conmoción— y cojea hasta la parte trasera del coche; al parecer, se agacha junto a la ventanilla del pasajero de atrás.
    Abro la puerta y salgo, con las piernas temblándome sobre el asfalto firme y con sensación de vacío en el estómago. Mientras lo hago, oigo un restallido y noto que algo pasa volando junto a mi oreja izquierda. Me doy cuenta, con una extraña sensación de abstracción, de que ha sido un disparo. Lo sé por la forma en que el tercer hombre, cuya silueta se va perfilando entre la borrosa oscuridad, apunta hacia el coche con algo en la mano. Tiene que ser una pistola. Está casi a mi lado, y cuando veo el arma con claridad todo se queda congelado. Siento que se me levantan los párpados como suplicando piedad de forma primaria mientras pienso: así acaba la cosa. Pero pasa completamente de largo, como si yo fuera invisible, pese a que estoy lo bastante cerca como para tocarle y ver de perfil sus vidriosos ojillos de hurón e incluso captar el rancio tufillo de su olor corporal. Pero está en plena persecución de su agazapado objetivo. “¡POR FAVOR! ¡POR FAVOR!… NO…”, suplica el hispano acurrucado, encogido junto al coche con los ojos cerrados, la cabeza gacha y la palma de una mano tendida.
    El pistolero baja lentamente el brazo y apunta con el arma a su víctima. No sé qué instinto se apodera de mí y le arreo al muy cabrón una patada en salto entre los omóplatos. Es un tipo delgado y de aspecto andrajoso, que cae de bruces hacia su víctima potencial y suelta la pistola al chocar con el asfalto. Por un instante, antes de abalanzarse sobre el arma, el hispano parece apabullado. Yo me adelanto a él y la envío de una patada debajo del Caddy, mientras la víctima en potencia, antes de levantarse y largarse cojeando, me mira boquiabierta por un segundo. Pero yo me lanzo inmediatamente sobre el pistolero dejando caer mi peso sobre su espalda, sentándome sobre él a horcajadas, con las rodillas raspando áspera y dolorosamente la superficie de la autopista desierta, y ambas manos alrededor de su delgado y esmirriado cuello. No es un tipo grande (blanco, alrededor de 1,64, 54 kilos), pero ni siquiera ofrece resistencia mientras grito: “¡QUÉ COJONES CREÍAS QUE ESTABAS HACIENDO, LOCO GILIPOLLAS!”.
    Unos cuantos sollozos de bebé entrecortados, y entre ellos un rollo lastimero: “No lo entiendes…, nadie lo entiende…”, mientras otro coche se aproxima y pasa de largo. Noto la ominosa vibración de una capa de mierda más cayéndome encima. Levanto rápidamente la vista y veo al hispano dirigiéndose hacia los arbustos de la mediana, siguiendo los pasos de su compadre blanco huido. De repente se me viene a la cabeza esta idea: me alegro de llevar deportivas, pues había pensado en ponerme tacones de aguja a juego con la falda vaquera corta y la blusa que me había puesto para conseguir que Miles pensase en su polla y se olvidara de su espalda. Ahora que la falda se me ha arrebujado, me alegro un huevo de haberme acordado de ponerme bragas.
    Entonces una voz emocionada me chilla al oído: “¡Lo he visto todo y eres una heroína! ¡He llamado a la poli y les he informado! ¡Lo he filmado todo con mi teléfono! ¡Tenemos pruebas!”.
    Levanto la vista y veo a una chica pequeña y gorda, con los ojos casi tapados por unos largos mechones negros, de 1,55 —puede que 1,57— y unos 100 kilos. Como toda la gente obesa, sólo cabe especular acerca de su edad, pero yo diría que anda por los veintimuchos.
    “He llamado para informar”, repite agitando el móvil. “¡Lo tengo todo grabado aquí! Estaba aparcada allí”, dice señalando con el dedo. Estiro el cuello hacia su coche, visible bajo las luces de la autopista, en el arcén bajo el puente, casi subido a la barrera formada por los arbustos, matorrales y árboles plantados entre la carretera y la bahía. Se fija en la figura quebrantada y postrada que tengo debajo, atrapada por mis muslos y estremeciéndose entre sollozos convulsivos.
     “¿Está llorando? ¿Está usted llorando, señor?”
    “Lo estará”, gruño yo, mientras las sirenas aúllan desgarradoramente y las ruedas de un coche de policía rechinan cuando éste frena abruptamente y nos envuelve en una luz azulada. Entonces me percato del asqueroso olor a orina que emana del tío que tengo debajo y que impregna de fetidez el cálido aire nocturno.
     “Oh…”, canturrea descerebradamente la gordita mientras arruga la nariz. Es como el pis de los viejos alcohólicos, cuando el vagabundo en cuestión lleva días bebiendo garrafón barato. Pero ni siquiera después de que la cálida humedad se extienda por el asfalto y entre en contacto con mis rodillas peladas aflojo mi presa sobre este hijo de puta llorón. Entonces una linterna me ilumina el rostro y una voz autoritaria me dice que me levante despacio. Parpadeo y veo cómo a la gordita se la lleva un poli. Intento obedecer, pero es como si mi cuerpo estuviera bloqueado sobre este miserable meón, y ahora caigo en que llevo una falda corta y en que estoy en una autopista, sentada a horcajadas sobre un desconocido que se está meando y rodeada de polis mientras pasan coches de largo. De repente unas manos ásperas me levantan bruscamente mientras el triste saco de huesos tendido sobre la calzada sigue emitiendo gritos amortiguados. Una hispana de uniforme, bajita y machorra, se encara conmigo mientras me coge sobonamente de las axilas y tira abruptamente hacia arriba: “¡Tienes que apartarte ya!”.
    No puedo utilizar las manos y los brazos para estabilizarme, ni girar ni inclinar el torso hacia delante, y al levantarme me doy cuenta de que al tío lo estoy pisando. Vaya una puta vergüenza. Mi amiga Grace Carrillo es una poli de Miami, y dejaría caer su nombre, pero no quiero que me vean así, ni ella ni nadie que me conozca. A consecuencia de la acción de patear y colocarme a horcajadas sobre este tipejo, mi falda vaquera, estrecha y ceñida, se ha arrebujado hasta convertirse en un grueso cinturón doblado en torno a mi cintura. La tela vaquera no vuelve a su sitio sólo con que te pongas en pie, y los putos polis no me sueltan para que pueda alisarme la falda. “¡Tengo que arreglarme la falda!”, grito.
    “¡Tienes que apartarte ya!”, vuelve a gritar la hija de puta esa. Se me ve la ropa interior por detrás y por delante y veo los rostros impasibles y cerosos de los polis, que me escrutan mientras me separo del capullo este que se ha meado en los pantalones.
    Me entran ganas de hacerle un puto ojete nuevo a la zorra esta, pero entonces me acuerdo del consejo de Grace de que nunca es buena idea tocarle las narices a un poli de Miami. Para empezar, están entrenados para dar por hecho que todo el mundo lleva un arma de fuego. Los otros dos polis, ambos varones, uno negro y el otro blanco, esposan al pistolero llorón y lo obligan a ponerse en pie mientras por fin puedo menearme y alisarme la falda. El rostro del pistolero está pálido, y sus ojos llorosos miran al suelo. Me doy cuenta de que no es más que un crío; como mucho tendrá veintipocos años. ¿En qué cojones andaría pensando?
    “Esta mujer es una heroína”, oigo chillar a la gordita a modo de furibundo atestado. “Lo ha desarmado”, declara señalando acusadoramente al chaval esposado, que ha pasado de asesino frío como el hielo a despreciable infeliz con una gran mancha húmeda en los pantalones. Noto la asquerosa humedad en mis rodillas raspadas. “Estaba disparándoles a esos dos hombres”, añade señalando hacia el borde del puente.
    Ahora los lisiados huidos contemplan juntos la escena. El hispano intenta escabullirse, mientras que el blanco se coloca la mano a modo de visera sobre los ojos para protegérselos de la áspera luz de la autopista. Otros dos polis se dirigen hacia ellos. La chica regordeta continúa hablando entre jadeos con la poli hispana. “Le quitó el arma y la envió debajo del coche de una patada”, indica con una de sus obesas falanges. A continuación se aparta de los ojos su sudoroso flequillo mientras menea el teléfono con la otra mano. “¡Lo tengo todo grabado aquí!”
    “¿Qué hacías ahí parada?”, le pregunta el poli negro mientras yo pillo a otro agente blanco varón echándole una mirada de perplejidad primero al Cadillac y luego a mí. 
    “Me entraron náuseas mientras conducía”, dice la gordita, “y tuve que parar. Supongo que sería algo que comí. Pero lo he visto todo”, y les enseña la grabación en vídeo de su móvil a los polis. “¡Otro coche también atropelló a esos hombres, pero ni siquiera se detuvo!”
    Pese a que noto que los latidos de mi corazón redoblan más rápido que tras un entrenamiento de cardio, pienso que, bajo las luces rojas intermitentes del coche de policía, la piel de esta chica tiene casi exactamente la misma tonalidad que la horrible camiseta gigante de color rosa que acompaña a unos vaqueros anchos.
    “Así es, empezó a disparar contra nosotros sin más.” Flanqueado por otro poli, el tipo blanco con la pierna destrozada se ha acercado a trompicones con una expresión dolorida en su arrugado y curtido rostro, y señala al tramposo hijo de puta del pistolero, al que están metiendo en la parte trasera del coche patrulla mientras exclama: “¡Esta mujer me ha salvado la vida!”.
    Me tiemblan las manos y quisiera con todas mis fuerzas no haberme largado de casa de Miles. Hasta un polvo tibio con un capullo inmovilizado por problemas de espalda hubiera sido preferible a verme envuelta en esta mierda. Ahora me conducen a la parte trasera de otro coche patrulla mientras el agente me suelta palabras tranquilizadoras con un acento hispano tan fuerte que apenas le entiendo. Logro captar que se van a llevar el Cadillac y me oigo murmurar algo sobre que las llaves seguramente siguen puestas y que mi amiga Grace Carrillo es agente del Departamento de Policía de Miami-Dade en Hialeah. Nuestro coche arranca, mientras la gordita, que va de copiloto, estira su cuello mantecoso para decirnos con su rústico acento del Medio Oeste a la poli bollera y a mí: “¡Es lo más valiente que he visto en mi vida!”
    Yo no me siento valiente en absoluto, porque estoy temblando y pensando ¿qué coño hacía yo abriendo la puerta? Es como si me desvaneciera por unos instantes o lo que sea. Y cuando por fin me doy cuenta de dónde estoy, estamos entrando en el garaje de la comisaría de policía de Miami Beach situada en el cruce de Washington Avenue con 11th Street. Hay un equipo de televisión de noticias de última hora, que camina a nuestro lado mientras atravesamos la barrera, y la poli bollera dice: “Estos cabrones cada día son más rápidos”, pero lo dice como mera observación, sin resentimiento. Como si estuviera preparado de antemano, me vuelvo hacia la ventanilla y me encuentro con una lente en plena cara. La gordita de rosa, cuyos ojos vidriosos pasan de mí al periodista, grita, casi como si se tratara de una acusación: “¡Es ella! ¡Es ella! ¡Es una heroína!”. Y el reflejo de mi rostro que veo en esa cámara me dice que tengo una cara de desconcierto acojonante.
    Me doy cuenta de que voy a tener que echarle a esto unos huevos que te cagas, así que cuando la gorda vestida de rosa dice por enésima vez con voz afectada y de ultratumba: “¡Santo cielo, eres una heroína de verdad!”, noto que una sonrisita me asoma en la cara y pienso para mis adentros: pues sí, puede que lo sea.

    Irvine Welsh
    Escritor. Su primera novela, Trainspotting, tuvo un éxito extraordinario, así como su adaptación cinematográfica. Es autor de SkagboysSi te gustó la escuela, te encantará el trabajoÉxtasisSecretos de alcoba de los grandes chefsPorno y Escoria, entre otros libros.
    Traducción de Federico Corriente.





    Quino / El fútbol es pasión

    Quino / Pelota y pata

    Quino / El ser humano es el cáncer del planeta

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    Quino
    EL SER HUMANO 
    ES EL CÁNCER DEL PLANETA

    Joaquín Lavado, el creador de Mafalda, admite que su personaje es irrepetible. El también: ama la sopa, no se lleva bien con Internet, a ratos le gana la depresión y en ocasiones sufre tanto de ver tragedias humanas como la de Yugoslavia que ni siquiera puede dibujarlas La de Quino es una raza de genios en extinción.

    Este tímido gigante crea y destruye mundos con arsenales de puntos y líneas. Al hacerlo se deprime con los diarios; se angustia; somatiza; discute con meseros y burócratas; se ríe del poder; va a diario al cine, ama la sopa Quaker y ve por la cerradura la verdad de los corazones, para compartirla con el mundo. Editado, reproducido, plagiado y fotocopiado en todas las lenguas y por todo el mundo, por su técnica y temática el argentino Joaquín Lavado Tejón es el dibujante latinoamericano más importante de este siglo. A partir del 1¡ de junio visitará por primera vez Centroamérica y lo hará en Costa Rica, firmando autógrafos para sus admiradores.

    Era un éxito pero él tenía razón. Ya era Quino cuando ella nació pero, desde entonces, todos creyeron que había nacido con ella. Por eso la invoca a distancia, sólo por encargos en cuyos principios coinciden. Desde la ida de Mafalda publica sus no menos sobrecogedores personajes del "Mundo de Quino" en varios diarios del mundo. De diciembre a abril se lo pasa entre Milán y España y el resto en Argentina. Para celebrar su llegada al país los caricaturistas costarricenses Hugo Díaz, Fernando Zeledón, Oscar Sierra y Oswaldo Salas aceptaron hacerle un homenaje gráfico para ilustrar esta edición.


    El humor y la vida - ¿Hay redención en esa búsqueda de crítica a la que el lector no siempre llega? 

    - El trabajo del dibujante es muy solitario. Uno trabaja solo, encerrado en su pieza y luego entrega al periódico. Quizá algún amigo le hace algún comentario, pero uno no conoce a quien lo lee.

    - ¿Cómo se alimenta, temáticamente? 

    - Me alimento leyendo periódicos y libros, viendo qué ha preocupado a otros como yo, o a compositores y músicos. ¿Por qué Joan Manuel Serrat es una especie de santo? Me pongo a escuchar sus canciones para ver qué le dice a la gente que le interesa tanto. Sin saberlo los demás, uno trabaja con mucha gente.

    -¿El humor de quién lo inspira aparte de eso? 

    - He tenido mucha influencia de dibujantes franceses que hacían humor mudo. El mejor del momento se llama Sempe. Somos una raza en extinción los que hacemos este tipo de humor. Hoy se usa mucho la sátira política con caricaturas de personajes de la vida diaria y eso no me gusta, porque un año después uno no sabe qué pasaba. Me gusta hacer humor que perdure en el tiempo.

    - ¿Palomo, Fontanarrosa, Ríus, Mordillo? 

    - Sí, sí, claro, siguen haciendo un humor que me gusta mucho.

    -¿Dilbert? 

    - Acá se publica sólo los domingos, pero me gusta mucho. Los norteamericanos tienen muchos buenos dibujantes. ¡Tienen tantos que por eso no nos publican a nosotros!

    - ¿Cuánto le cuentan y cuánto ha vivido de lo que ha creado? 

    - Sin ánimo religioso ninguno, porque no soy creyente, leo muchísimo la Biblia. Para sacar temas es fantástica. Tengo muchas páginas con Dios, el diablo y los ángeles. Es una fantasía inagotable y tiene cosas, como el Apocalipsis, que sólo Spielberg podría representarlo con sus trucos. Me interesa mucho el cine para ver qué temas toca. Al cine desde los 8 años

    - ¿Ve también cine comercial, que es el que, se supone, le interesa más a la gente? 

    - !Bueno, trato de evitarlo! Lamentablemente es imposible. Por suerte hay un renacer del cine independiente y uno puede ver películas hindúes, chinas etcétera.

    - ¿Cuál escena de película le es más recurrente? 

    - Voy al cine solo, desde que tenía 8 años y, sin saber lo que veía, he visto películas de grandes directores como John Ford, Elia Kazan, después Bergman y otros. Me impresionaban los noticieros previos a la película, sobre la II Guerra Mundial. Quizá las escenas que más recuerdo fueron la liberación de París y cuando los norteamericanos entran a un campo de concentración y descubren sus horrores.

    - ¿Esto explica sus pesadillas recurrentes con Hitler? 

    - Sí, claro. La Guerra Civil Española y el fascismo fueron dramas de mi infancia que me marcaron.

    - ¿A cuál actriz escogería para interpretar a Mafalda en el cine? 

    - Soy contrario a interpretar en el cine cosas hechas para la gráfica o la literatura. Lo que es gráfico debe quedarse gráfico y lo que es cine, cine, y la novela, pues novela.

    - Entonces ¿tampoco le gusta ver adaptaciones de novela en cine? 

    - No. No me gusta, no. Tienen el inconveniente de que le fijan a uno un personaje en la mente, mientras que al leer se lo imagina uno como le da la gana. Arruinan toda la fantasía del lector.

    - ¿Cuál gran fantasía le ha arruinado el cine? 

    - ¡Muchas! He visto películas sobre libros que no he leído y que después me quitan las ganas de leer. Eso me pasó mucho con Fantasía, de Walt Disney. Durante décadas me arruinó una serie de música clásica. ¡Cada vez que la escuchaba veía a los hipopotamitos bailando!

    - ¿Cuál canción es su amuleto de inspiración? 

    - Ninguna en particular. A The Beatles los oigo más por nostalgia, de la alegría de aquella época que es irrepetible -como hacer Mafalda-, que por inspiración. Además, me encanta la música y no puedo trabajar oyéndola. Tampoco puedo comer con música porque o la oigo o como. No puedo hacer las dos cosas al mismo tiempo. El mundo es un punto.

    - Bota muchos borradores ¿por usted o porque sabe que los ojos del mundo están sobre usted? 

    - No. Eso me lo inculcó mi amigo Oscar Conti (Osky). El me decía que, aunque del último periódico, del último pueblito del mundo, le encarguen a uno un dibujo, uno se lo tiene que tomar como si fuera para The New York Times. Cuando dibujo una escena del siglo XVII estudio para no hacer un peinado del siglo XV.

    - La mesa de dibujo es su calvario personal. ¿Qué lo redime del tormento? 

    - La satisfacción de que uno pudo expresar bien lo que quiso decir. Eso no sucede muy a menudo, porque uno siempre se imagina que va a quedar mejor de lo que queda, pero es lo único que sé hacer.

    - En su primera etapa hay ausencia casi absoluta de texto y otra con recargo de él. ¿Son dos Quinos? 

    - Mi ideal sería hacer siempre humor mudo, pero hay situaciones en las que no se entendería lo que uno quiere expresar si no recurre a la palabra.

    - ¿Por qué oscila entre una línea limpia, casi a mano alzada, y el abigarramiento barroco? 

    - Me molesta mucho cuando me pongo barroco, pero no lo puedo evitar. No sé, es algo más fuerte que yo. Siempre quisiera hacer esa línea limpia, pero uno dibuja como puede, no como quiere. Nuestro trabajo se parece mucho al del director de cine; uno tiene que pensar dónde pone la cámara, qué pone en el primer cuadro, qué edad tienen los personajes, qué ropa usan. Por ejemplo, siempre dibujo los faroles del Central Park.

    - ¿Por qué los ojos son simples líneas o puntos, cuando tienen la mayor fuerza expresiva de su obra? 

    - Me alegra que lo pregunte porque nadie se fija. ¡No logro entender cómo es posible que a veces tengo que borrar 15 veces un puntito hasta que sale con la expresión que quiero darle!

    - ¿Recurrir a lo cotidiano es un molde para todos? 

    - A veces siento que hago mi propia cotidianeidad y que no hago la del campo o el mar... pero bueno, es lo que uno conoce más.

    - Primero completa la idea y después la dibuja. ¿Cuánto tiempo le toma? 

    - Hay ideas a las que le doy vuelta cuatro o cinco años y otras salen de inmediato. Tengo una carpeta con bocetos y, a veces, es curioso ver cómo al cambiar un detalle muy pequeño descubro dónde estaba la gracia de la cosa.

    - ¿Qué dibuja casi en automático? 

    - Nada. Me cuesta muchísimo y borro muchísimo. Tengo temas recurrentes como la muerte, la vejez, la lucha entre débiles y poderosos, la contradicción humana, el histerismo femenino, la frustración burocrática, la demagogia, la represión, la soledad, los tabúes sexuales, la impotencia hacia el futuro...  (Ríe) Pero el deporte, por ejemplo, casi no lo trato. No me gusta meterme en terrenos que no conozco bien. Me interesa mucho la medicina, porque conozco muy bien el ambiente. El dolor y la esperanza

    - ¿Cuántas operaciones ha sufrido? 

    - Unas 10 u 11, pero no vale la pena hablar de ello.

    - ¿Ha estado en alguno de esos horribles restaurantes que dibuja? 

    - Sí (ríe). En Barcelona encontré un gusano en una ensalada. En Holanda encontré una mosca frita bajo la última patata y he tenido que devolver más de una botella de vino picado.

    - En su obra, la muerte siempre se anuncia. ¿La suya la preferiría así o repentina? 

    - Prefiero una muerte que ni me entere de que me estoy muriendo.

    - Mafalda ha sido ideal ¿de hermana, novia o hija? 

    - Ideal de nada, fue un encargo. Salió bien, parece y se parece a mí, porque soy su autor. Ideal de hija no porque no hemos querido tener hijos.

    - ¿Esos hijos de papel sustituyeron a los reales? 

    - No, la Mafalda es un dibujo como cualquier otro.

    - ¿Por qué abundan en su obra las madres y esposas castrantes? 

    - Yo como humorista no salí de la nada. Crecí leyendo revistas de humor donde la figura de la suegra era así. Es una cosa cultural que cuesta mucho sacársela así.

    - ¿Por qué sus personajes son o niños sin esperanza o viejos con sólo recuerdos? 

    - Eso me sorprende. Manolito espera tener una cadena de supermercados, Felipe ser ingeniero, Susanita casarse y Mafalda de que el mundo sea mejor. También están los viejos que están detrás de señoritas. Yo no quisiera volver a ser joven. ¡Otra vez andar con las dudas e interrogantes. No, ya está! Internet y otras dudas.

    - ¿Su mayor duda que se haya convertido en certeza? 

    - Es bastante trágica: El ser humano es el cáncer del planeta. - Miguelito es su preferido y Manolito le hace gracia. 

    ¿Cuál de sus personajes será prototípico del XXI?

    - Ninguno, porque mis personajes están fuera de los cambios tecnológicos y del Internet. Lo que pasa es que mi historieta habla de temas inherentes al ser humano, pero el comunicarse de la gente está cambiando y creará dos tipos de hombre: los que tienen acceso a... y los que no lo tienen.

    - Pero la brecha abismal entre quienes tienen algo y quienes no, es tema obsesivo en su propia obra

    - (Ríe) Sí, es cierto. Y, lamentablemente, esta brecha se hará cada vez más grande. Ya conozco gente que ha conocido a su novia por internet y eso no tiene nada que ver con mis personajes.

    - ¿Establecería una amistad por Internet? 

    - No, no puedo leer nada de la pantalla. Me llevo muy mal con los aparatos nuevos.

    - ¿Cuál prótesis tecnológica lo enoja más? 

    - Me irrita llamar a un sitio y que me atienda una cinta pidiéndome seleccionar opciones y después, más opciones. ¡Eso es horrible y ni hablar de la musiquita que ponen!

    - ¿Cuánto lo condicionó para el arte ser el menor? 

    - Me indujo mi núcleo familiar. Siempre hubo quien tocara la guitarra, quien cantara, quien dibujara o pintara. Mi tío Joaquín Tejón, por ejemplo, hacía los avisos de los cines y yo lo veía dibujar a Humprey Bogart y demás actores y luego lo veía publicado en el diario.

    Ahora tiene 75 años y sigue pintando. ¿Le gustaría ser tan longevo como el tío Joaquín, por quien le dijeron Quino, para no confundirlo? 

    - Sí, pero sé que no voy a llegar así tan lúcido y físicamente tan bien como él. Yo no llegaré.

    - ¿La espiritualidad tiene espacio en su vida? 

    - La idea del monoteísmo no me gusta. Soy más animista en ese sentido. Estoy más cerca de las creencias primitivas en los gnomos y en que los árboles y el Sol tienen alma. Me gustan los dioses mitológicos que metían la pata, se enamoraban, tenían hijos, etcétera. Era muy simpático eso.

    - ¿Su sopa preferida? 

    - La de Quaker, supongo. Luego he conocido sopas mexicanas extraordinarias, pero usan el epazote y en Argentina no hay.

    - En su obra se evidencia su amplio conocimiento culinario ¿Cocina? 

    - Me interesa mucho la cocina y sufro mucho de ver cómo se están perdiendo las recetas por estas cosas del Mc Donald y las patatas fritas. Lamentablemente soy un negado para la cocina. Me gusta comer y, por suerte, mi mujer cocina muy bien.

    ¿Héroe o víctima? - ¿Cuál genio predomina en usted ¿el festivo, el iracundo o el depresivo? 

    - El depresivo, sin ninguna duda.

    - Ustedes, los artistas ven a través nuestro y eso causa dolor ¿Cómo somatiza el genio creador el sufrimiento universal que expresa en su obra? 

    - Esto que pasa en Yugoeslavia me golpea mucho, me tiene muy mal, me hace estar muy enfadado con el género humano. Hay cosas que me hacen sufrir tanto que no soy capaz de volcarlas sobre un dibujo. Eso me pasa con los desaparecidos. Me parece que si la gente ve que hay algo de humor en un tema tan trágico va a pensar que en realidad no lo es tanto.

    - ¿Dibujaría el final de Videla y Pinochet? 

    - Espero que terminen lo peor que puedan (ríe).... Algo con mucho sufrimiento, no una muerte rápida. Quizá anunciada, no estaría mal.

    - Es bastante huraño ¿cómo se comporta festivo? 

    - Me cambia el carácter si voy a España, porque me siento muy contento, quizá por las raíces.

    - ¿Cuando está atormentado en qué lugar seguro piensa y quiénes lo acompañan? 

    - ¡¡¡¿Un lugar seguro?!!! No me animo a decir dónde, pero con mi esposa.

    - ¿En sus sueños es héroe, víctima o mártir? 

    - Más víctima que héroe.

    - ¿Cómo fue la chica ideal? 

    - He cambiado bastante mis gustos en ese sentido. Uno puede enamorarse de quien menos pensaba. Ese es uno de los misterios atrayentes del amor. Esto de la timidez de Felipe es bastante autobiográfico.

    - ¿Alicia Colombo es su alter ego? 

    - Es el motor que me falta para la vida. El que no tengo yo, lo pone ella.

    - ¿Quién lo hace reír? 

    - Hay muchos guionistas y dibujantes que me gustan.

    - ¿Cómo se disfruta el mejor vino? 

    - Despaciosamente. Discuto mucho con los camareros porque lo sirven como si fuera Coca Cola. Tampoco me gustan estos restaurantes que se creen muy finos y se llevan la botella y a uno le sirven cuando a ellos les da la gana. Yo exijo la botella en mi mesa.

    - ¿Es un voyerista del poder? 

    - El poder no me gusta ni sabría ejercerlo... eso sí, me gusta criticarlo, pero también critico la solemnidad y el mal uso de la jerarquía.

    - ¿La mayor ridiculez a siete meses del cambio de siglo? 

    - Entiendo que Estados Unidos se meta en una guerra a miles de kilómetros de su país; lo han hecho siempre, pero que los europeos lo sigan.... no lo entiendo.





    Mauricio Vargas / Incendio en el barrio

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    Claveles
    Guadalajara, 2015
    Fotografía de Triunfo Arciniegas
    Mauricio Vargas
    Incendio en el barrio


    Ojalá en Colombia, no estemos a las puertas de una aventura populista que nos empuje al abismo.

    12:00 p.m. | 6 de diciembre de 2015


    Hay un incendio en el barrio, y ya se extiende a varios países. Sin saber qué pasará hoy en las elecciones de Venezuela, es evidente que la catastrófica situación política, social y económica en que el chavismo hundió al vecino no se resolverá fácil. Aterra que venga una oleada de violencia ante la resistencia gansteril del incompetente Nicolás Maduro y del mafioso Diosdado Cabello a perder el poder.
    Diecisiete años de populismo en medio de una descomunal bonanza petrolera solo sirvieron para que el Gobierno dilapidara unos 500.000 millones de dólares. Con la mitad de esos dineros, el régimen les habría dado vivienda a todas las familias pobres de Venezuela. Con la otra mitad, habría podido impulsar industrias y modernizar el agro para acabar con el desempleo y, de paso, reducir la dependencia petrolera. Que semejante cantidad se haya esfumado en manos de Hugo Chávez, Maduro, Cabello y los consentidos del régimen es un crimen de lesa humanidad que se suma a la descarada represión contra la oposición y a la vinculación del régimen con el narcotráfico.

    El mismo modelo de rampante ineptitud, robo continuado y caudillismo, aplicado por Néstor y Cristina Kirchner durante doce años en Argentina, y que en buena hora terminó por la vía electoral el 22 de noviembre, deja en coma a la otrora potencia del sur. Al igual que en Venezuela, mientras los pobres se hicieron más pobres, las familias gobernantes se enriquecieron. La fortuna de las hijas de Hugo Chávez es calculada en decenas de millones de dólares. La de Cabello, en cientos de millones. En cuanto a los Kirchner, en estos doce años su fortuna creció 900 por ciento.
    Populismo y corrupción son también los ingredientes de la crisis de Brasil. Entre el 2003 y el 2011, Lula da Silva gobernó a ese gigante con cierto rigor económico y aprovechó el boom exportador para sacar de la pobreza a millones de brasileros. Pero su sucesora, Dilma Rousseff, cedió a las políticas de desmedido gasto público y, ahora que cayeron los precios de las exportaciones, el emperador quedó en calzoncillos. La inflación ya llega al 10 por ciento y la recesión se agrava tras caer el PIB 4,5 por ciento en el tercer trimestre del año.
    Un gigantesco escándalo de corrupción involucra al Partido de los Trabajadores, de Lula y Dilma. Varios de sus líderes y aliados son procesados penalmente por recibir coimas de las empresas contratistas de Petrobras. Eso y la economía tienen a la Presidenta hundida en una favorabilidad de apenas 10 por ciento. Acusada de ocultar el déficit fiscal en el año en que ganó la reelección, Rousseff puede ser procesada por el Congreso. Y aunque es difícil que haya votos para destituirla, el eventual juicio paralizará al Gobierno, justo cuando urge aprobar reformas económicas para evitar la quiebra del país.
    Otros gobiernos de izquierda la pasan mal. La tacita de plata que era Chile no brilla como antes. Al frenazo económico se suma el desprestigio de la presidenta Michelle Bachelet (28 por ciento de favorabilidad, y cayendo) y de casi toda la clase política, por corrupción relacionada con financiación ilegal de campañas. Y el ecuatoriano Rafael Correa, que parecía blindado porque resultó mejor administrador que sus pares, sufre por la caída del precio del petróleo. Se acaba de animar a una nueva reelección, en un acto que desdice de su inteligencia.
    La corrupción no es exclusiva de la izquierda. El centro y la derecha han dado indignantes ejemplos de saqueo, que han abierto las puertas a las aventuras populistas estilo Chávez. La derecha ha robado a nombre de la libertad económica y la izquierda, a nombre del pueblo. Ojalá en Colombia, donde los gobiernos de centroderecha han dejado avanzar mucho la corrupción, no estemos a las puertas de una aventura populista que nos empuje al abismo en que cayeron varios vecinos.





    Colombianos sin visa en Europa

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    Colombianos no necesitan visa para ingresar a Europa, pero deben cumplir otros requisitos


    2 DIC 2015 - 3:48 PM

    Aunque los colombianos ya no deben realizar el engorroso trámite para obtener la visa y así poder ingresar a territorio Schengen, la Cancillería recuerda que “no se trata de una entrada automática”. Además de tener el pasaporte con vigencia mínima de tres meses y los tiquetes aéreos que confirmen el regreso al país, el viajero debe tener una justificación del motivo del viaje, carta de invitación o reserva de hotel, extractos bancarios que demuestren recursos suficientes para cubrir los gastos de estadía, seguro médico y cumplir con los requisitos específicos de cada país al que se quiera viajar.
    1

    ¿En qué consiste el acuerdo de exención del visado SCHENGEN suscrito con la Unión Europea?

    Es un acuerdo que permitirá a los ciudadanos colombianos viajar, sin necesidad de solicitar una visa, a 26 de los 28 países miembros de la Unión Europea, por un tiempo máximo de 90 días, continuos o no, dentro de un periodo de 180 días.
    Ni Irlanda ni el Reino Unido se encuentran dentro del Acuerdo, por lo que es necesario solicitar una visa para visitar estos países.
    Alemania, Austria, Bélgica, Bulgaria, Croacia, Chipre, República Checa, Dinamarca (sin Groenlandia ni las Islas Feroe), Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia (sin los territorios de ultramar), Grecia, Hungría, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Países Bajos, Polonia, Portugal, Rumania y Suecia.
    2

    ¿Desde cuándo aplica la exención del visado SCHENGEN con la Unión Europea?

    La exención de la visado Schengen entrará en vigor al día siguiente de la firma del acuerdo, lo cual se estima se llevará a cabo en el último trimestre del presente año.
    3

    ¿Qué actividades permite el acuerdo de exención del visa Schengen?

    El acuerdo le permite a los ciudadanos colombianos realizar visitas de corta estadía con fines de turismo, visitas a amigos o familiares, asistencia a eventos o intercambios culturales y deportivos, reuniones de negocios, cubrimientos periodísticos o de medios de comunicación, tratamientos médicos y estudios de corto plazo.

    Atención:

    • Ninguna de estas actividades puede superar una estancia de 90 días
    • Tenga en cuenta que la exención del visado con la Unión Europea:
    • NO le permite trabajar, buscar trabajo, radicarse, ni permanecer más de 90 días en un periodo de 180 días.
    • NO le permite visitar los territorios de Reino Unido y a Irlanda sin visado.
    Recuerde que la exención del visado NO le permite llevar cabo ninguna actividad remunerada en ninguno de los países miembros del acuerdo, ni solicitar trabajo o residencia durante su estancia. Si desea trabajar o residir en alguno de los países miembros debe solicitar una visa o un permiso especí co. Consulte la normativa del país al que desea viajar.
    4

    ¿Es lo mismo la Unión Europea que el Espacio Schengen?

    No. La Unión Europea está compuesta por 28 países. El Espacio Schengen, a su vez, está conformado por 26 países, 22 de ellos son miembros de la Unión Europea y otros cuatro asociados: Islandia, Liechtenstein, Noruega y Suiza y no hacen parte de la Unión. Esto es, está compuesto por 26 países.
    Alemania, Austria, Bélgica, República Checa, Dinamarca (sin Groenlandia ni las Islas Feroe), Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia (sin los territorios de ultramar), Grecia, Hungría, Islandia*, Italia, Letonia, Liechtenstein*, Lituania, Luxemburgo, Malta, Noruega* (sin las íslas Svalbard), Países Bajos, Polonia, Portugal, Suecia y Suiza*.
    (los países con * no están en en acuerdo de exención)
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    ¿Bulgaria, Chipre, Croacia y Rumanía están incluidos en el Acuerdo?

    Sí. El acuerdo de exención de visa para colombianos aplica también para Bulgaria, Chipre, Croacia y Rumanía por ser países miembros de la Unión Europea aunque todavía no hacen parte de Espacio Schengen. El período de estancia en estos cuatro estados no cuenta para calcular el periodo de estancia establecido en el Acuerdo con la Unión Europea. Así, el límite de 90 días se calcula individualmente para cada uno de estos cuatro estados.
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    ¿Islandia, Liechtenstein, Noruega y Suiza están incluidos en el Acuerdo?

    No. Estos cuatro países son parte del Espacio Schengen pero no hacen parte del Acuerdo. Colombia espera suscribir acuerdos bilaterales con dichos Estados para que la exención de visado se haga extensiva allí.
    7

    ¿Qué tipo de pasaporte se requiere para beneficiarse de la exención del visado SCHENGEN?

    Un pasaporte de Zona de Lectura Mecánica o un Pasaporte Electrónico vigente y válido, como mínimo, tres meses después de la fecha prevista de salida del Espacio Schengen.
    Para conocer la vigencia de su pasaporte, consulte en la página de datos de su libreta la “fecha de vencimiento/date of expiry”.
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    El acuerdo se hace efectivo en los siguientes países:

    Alemania, Austria, Bélgica, Bulgaria, Croacia, Chipre, República Checa, Dinamarca (sin Groenlandia ni las Islas Feroe), Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia (sin los territorios de ultramar), Grecia, Hungría, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Países Bajos, Polonia, Portugal, Rumania y Suecia.

    Irlanda y el Reino Unido están por fuera del Acuerdo y en consecuencia, se deben realizar los trámites de visado exigidos por estos países.
    Sobre Suiza, Liechtenstein, Noruega e Islandia, conviene aclarar que Colombia espera suscribir acuerdos bilaterales que hagan extensivo el nuevo régimen a esos países que son miembros del Espacio Schengen, pero no son miembros de la Unión Europea.
    Sobre los territorios de ultramar de Países Bajos: Curazao eliminó el requisito de visado desde el 1° de agosto de 2015, en tanto que Aruba anunció que lo eliminará una vez entre en vigor el Acuerdo.
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    ¿Cuáles son las condiciones de entrada a los Estados miembros del Acuerdo?

    Para una estancia que no exceda de 90 días en cualquier período de 180 días, las condiciones de entrada son las siguientes:
    • Pasaporte válido y vigente.
    • Tiquetes aéreos que con firmen el regreso al país de procedencia.
    • Justificación del motivo de la estancia prevista.
    • Comprobación de medios de subsistencia tanto para la permanencia en los estados miembros del acuerdo como para el regreso.
    • No estar reportado en el sistema de alertas de inadmisión emitidas por el Sistema de Información Schengen.
    • No ser considerado una amenaza para el orden público, la seguridad interior, la salud pública o las relaciones internacionales de cualquiera de los Estados Miembro.

    Es Indispensable portar y presentar en formato físico los siguientes documentos:

    • Tiquetes aéreos de regreso.
    • Reserva de alojamiento válida y vigente o carta de invitación.
    • Prueba de medios su cientes de subsistencia (dinero en efectivo y tarjetas de crédito, entre otros).
    • Documento justicativo del propósito del viaje (asistencia a eventos, conferencias y reuniones, entre otros).
    • Certificado de cursos cortos en caso de inscripción a estudios.
    Otros documentos podrían ser solicitados al momento de su llegada al país, tales como: seguros de viaje, tiquetes de trayectos al interior de los Estados parte del Acuerdo, justi cativos de domicilio en caso de que se le extienda una invitación, entre otros. Por lo que no debe considerar esta lista como exhaustiva.
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    ¿Cómo se prueban los medios de subsistencia?

    La Unión Europea requiere que usted compruebe que cuenta con los medios suficientes para permanecer en cualquiera de los países miembros del acuerdo, para el regreso a su país de origen o para realizar un tránsito a otro país. Para probar los medios de subsistencia su cientes podrá basarse en los montos que usted posee en efectivo, cheques o tarjetas de crédito.
    No existe un presupuesto mínimo ni máximo, depende directamente de los Estados del Acuerdo que usted pretende visitar, del tiempo que tiene pensado para su estadía y del número de personas que lo acompañen.
    Tenga en cuenta que es posible que los oficiales de migración quieran verificar la información y contacten a la empresa emisora de la tarjeta de crédito o se pongan en contacto con la persona que le extiende la invitación.
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    ¿Cuál es el plazo máximo que se puede permanecer en los Estados miembros del acuerdo sin necesidad de visa?

    Usted puede permanecer máximo 90 días, continuos o no, dentro de un periodo de 180 días Cuando aplique esta regla tenga en cuenta que: Los 90 días cuentan desde el día de ingreso hasta el día de salida de los países que hacen parte del Acuerdo. El tiempo de permanencia en Bulgaria, Chipre, Croacia y Rumanía no cuenta para estos efectos.
    Este acuerdo solo aplica para estancias de corta estadía por lo que los permisos autorizados por visas de residencia o larga duración no se incluyen dentro del periodo máximo de estancia.
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    ¿El acuerdo de exención deL visado SCHENGEN otorga el derecho a entrar a cualquiera de los 26 países?

    No. Ningún acuerdo de exención de visas de corta estadía otorga un derecho automático de entrada y estancia. Los Estados tienen la potestad de decidir, caso a caso, si admiten o no en su territorio a un extranjero. En consecuencia, un extranjero puede ser inadmitido.
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    ¿Se necesita visa para trabajar en los Estados del Acuerdo?

    Sí. Los Estados del Acuerdo exigen un visado para cualquier actividad remunerada, incluso si es por menos de 90 días. Por favor, póngase en contacto con la Embajada o Consulado del Estado miembro en el que tenga la intención de trabajar, para que le suministren información sobre el tipo de visa y los requerimientos necesarios.
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    Si deseo visitar a un amigo o pariente que vive en uno de los 26 Estados del Acuerdo, ¿debo proporcionar información específica de la persona?

    Sí. Se recomienda que cuente con una carta de invitación, que incluya los datos de contacto y un justicativo de domicilio de la(s) persona(s) que emite(n) la invitación, pues puede ser solicitada en los puestos de control migratorio.
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    ¿El acuerdo permite el tránsito entre los 26 países del Acuerdo?

    Sí. Recuerde que entre algunos Estados se realizan controles fronterizos o controles policiales por lo que debe mantener sus documentos en regla.
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    ¿Qué puede suceder si me quedo más de 90 días (sin permiso de residencia o de un visado de larga duración) o decido trabajar en uno de los países del Acuerdo sin un permiso de trabajo?

    Si usted permanece más de 90 días sin el permiso respectivo, o trabajar sin la visa apropiada, estará en situación migratoria irregular lo cual constituye una infracción a las normas migratorias y comporta sanciones administrativas que pueden llevar a la deportación.
    Cualquiera de estas sanciones daña su record migratorio y le impedirá su libre movilidad internacional.



    Colombianos a viajar libremente por 26 países europeos

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    Colombianos a viajar libremente 
    por 26 países europeos

    El Parlamento Europeo aprobó por mayoría 
    retirar la visa Schengen para Colombia y Perú.


    El Parlamento Europeo aprobó eliminar la visa Schengen para los viajes cortos de colombianos y peruanos con una votación de 523 votos a favor y 41 en contra, como lo anunció el embajador de Unión Europea, Rodrigo Rivera.

    Esta votación es la ratificación formal del acuerdo político verbal aprobado el pasado 4 de febrero en Estrasburgo por el Parlamento, el Consejo y la Comisión Europea para extinguir la exigencia de visados para estancias cortas a colombianos y peruanos.

    Ahora lo único que resta para que los colombianos y peruanos puedan transitar por 26 naciones europeas sin visa son trámites como la adopción de lo aprobado por parte del Consejo de la Unión Europea (UE), la publicación en el Diario Oficial, la evaluación de riesgo que debe hacer la Comisión sobre los dos países beneficiados y otros pasos que concluirán con la firma de sendos convenios bilaterales de la UE con Colombia y con Perú.

    Estos procedimientos pueden tardar todavía algunos meses, razón por la cual la exención de visados seguramente entrará en vigor a finales de este año o comienzos del próximo, según la UE.

    La eliminación del requisito de visado a ciudadanos de los dos países para el espacio Schengen fue propuesta en agosto del año pasado por el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy.

    Los 26 países por los que colombianos y peruanos podrán transitar libremente son Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia, Grecia, Hungría, Islandia, Italia, Letonia, Liechtenstein, Lituania, Luxemburgo, Malta, Noruega, Países Bajos, Polonia, Portugal, República Checa, Suecia y Suiza. 




    Kipling / La puerta de los cien pesares

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    Rudyard Kipling
    LA PUERTA DE LOS CIEN PESARES

    Esto no es obra mía. El mulato Gabral Misquita me lo contó, entre la puesta de la luna y el alba, seis semanas antes de morir, y yo anotaba sus respuestas a mis preguntas. Como sigue:
    Está entre el Callejón de los Caldereros y el barrio de los vendedores de pipas; a unas cien yardas, asimismo, a vuelo de cuervo, de la mezquita de Uazir Jan. Eso puedo confiarlo a cualquiera, pero lo desafío a encontrar la Puerta, por más conocedor de la Ciudad que se piense el hombre. Al callejón solíamos decirle "El Callejón del Humo Negro", pero se entiende que su nombre indígena es muy distinto. Un asno con la carga no podría pasar entre las paredes, y en un lugar, justo antes de llegar a la Puerta, una fachada muy sobresaliente hace que las personas vayan de lado.
    No es realmente una puerta. Es una casa. Hará cinco años que la consiguió el viejo Fung Ching. Era zapatero en Calcuta. Dicen que le dio muerte a su mujer estando borracho. Por eso abandonó el alcohol ­el ron de bazar­ y se pasó al Humo Negro. Después se vino al norte y abrió la Puerta de los Cien Pesares como un fumadero tranquilo y decente. Decente es la palabra: no era uno de esos apretados tugurios donde se asfixia el fumador. No: el viejo conocía bien el negocio y para chino era muy limpio. Era un tuerto bajito y le faltaban los dos dedos del medio. Sin embargo, nunca he visto un hombre más hábil para hacer pildoritas negras. No lo afectaba el humo tampoco, y lo que fumaba día y noche y noche y día era una verdadera temeridad. Yo estoy hace cinco años en esto y no le cedo a nadie, pero yo no era más que un niño al lado de Fung Ching. Sin embargo, el viejo cuidaba su dinero, lo cuidaba muchísimo, y eso es lo que no puedo comprender. Oí que dejó grandes ahorros, pero es su sobrino quien los tiene ahora, y el viejo ha vuelto a su país para que le den sepultura.
    Él mantenía la gran habitación de arriba tan prolija, como nueva. Allí se rearman sus mejores clientes. En un rincón estaba el ídolo de Fung Tching, casi tan feo como él, y siempre había barritas perfumadas que ardían en sus narices, aunque cuando el humo era denso no se sentía. Enfrente se hallaba el ataúd de Fung Tching. Había gastado gran parte de sus ahorros en él, y en cuanto alguno llegaba por primera vez a la puerta era inmediatamente conducido a él. Era de laca negra con cifras doradas y rojas; supe que Fung Tching lo había traído de China. No sé si era verdad o no, pero cuando llegaba temprano creo que estiraba mi estera a los pies del ataúd.
    Era un rincón tranquilo, sabe usted, y una especie de brisa del callejón entraba de vez en cuando por la ventana. Fuera de las esteras no había otra cosa en la habitación; únicamente el ataúd y el tieso ídolo, todo verde y azul y rojo, de viejo y de pulido.
    Nunca nos dijo Fung Tching por qué llamaba al lugar la Puerta de los Cien Pesares. Era el único chino que combinaba mal los nombres, pues la mayoría los hacen floridos como verá usted en Calcuta. Nada influye más en uno, cuando se es blanco, que el Humo Negro. Los amarillos son diferentes; el opio no les dice casi nada, pero el negro y el blanco sufren mucho. Por cierto que hay personas a quienes el opio no impresiona más que el tabaco al principio. Toman una pequeña dosis, como para dormir naturalmente, y a la mañana siguiente están casi listos para el trabajo. Bien: yo era uno de ésos cuando empecé, pero he sido perseverante durante cinco años y ahora es distinto.
    Tenía una vieja tía en el camino de Agra; me dejó un poco al morir: unas sesenta rupias seguras, por mes. No es mucho. Recuerdo, y me parece que hace cientos y cientos de años, una época en que sacaba mis trescientos por mes con pequeñas ventajas. Trabajaba en Calcuta en una empresa de maderas.
    No me quedé mucho tiempo en ese trabajo. El Humo Negro no permite muchas otras ocupaciones; y aunque me afecta poco, como usted está viendo, no podría hacer un día de trabajo a fin de salvarme la vida. Después de todo sesenta rupias es lo que yo quiero.
    Cuando Fung Tching vivía me retiraba el dinero, me entregaba la mitad para vivir (como muy poco) y guardaba el resto. Yo era libre a cualquier hora en la puerta; podía fumar y dormir cuando quisiera, así es que no me importaba. Yo sé que el viejo hizo una gran cosa con eso, pero no importa. Nada me importa mucho a mí. Además, siempre venía y venía dinero, todos los meses.
    Siempre había diez de nosotros reunidos en la puerta cuando recién se abría el local. Yo y dos baboos de la oficina de gobierno de por ahí, en Anarkulli, pero habían sido echados y no podían pagar (ningún hombre que debe trabajar a la luz del día puede atender bien el humo); un chino que era el sobrino de Fung Tching, una mujer del bazar que había ganado mucho dinero de cierta manera, un inglés vagabundo ­Mac... Alguien, creo, pero no recuerdo­ que fumaba "pilas" y nunca pagaba. (Decían que le había salvado la vida a Fung Tching en un proceso en Calcuta cuando era abogado.) Otro eurasiano como yo, de Madrás; una mestiza, y dos hombres que decían venir del norte. Creo que debían de ser persas o afganos, algo así. Sólo cinco vivimos ahora, pero venimos regularmente. No sé qué fue de los baboos pero la mujer del bazar murió al cabo de seis meses y Fung Tching tomó sus pulseras y sus aros, pero no estoy seguro. El inglés bebía tanto como fumaba y se murió. Uno de los persas fue muerto en una ronda nocturna junto al pozo cerca de la mezquita (hace tiempo la policía cerró el pozo porque decía que venía muy feo olor).
    Como se ve, sólo quedamos el chino, yo, la mulata a quien llamamos "la memsahib"­vivía con Fung Tching­, el otro eurasiano y uno de los persas. La memsahib se ha puesto muy vieja. Creo que era una mujer joven cuando se abrió el local, pero todos somos viejos para el caso, viejos de cientos y cientos de años. Es difícil llevar cuenta del tiempo en la Puerta y, además, el tiempo no me interesa. Yo retiro mis sesenta rupias nuevas por mes. Hace mucho tiempo, cuando ganaba trescientos por mes en una empresa de Calcuta, tenía una mujer. Pero ha muerto. Dicen que la maté dándome al humo negro. Tal vez sea así, pero hace tanto de eso que no importa. A veces, cuando recién venía a la puerta, me daba remordimiento, pero eso está ya terminado desde hace tiempo y yo retiro mis sesenta rupias cada mes y soy feliz. No ebrio de felicidad pero siempre tranquilo, fiel, contento. ¿Cómo empecé? Fue en Calcuta. Fumaba en casa para saber cómo era. Nunca fui muy lejos, pero creo que mi mujer debe de haber muerto entonces. De todas maneras me hallé aquí y conocí a Fung Tching. No recuerdo exactamente cómo sucedió, pero me habló de la Puerta y yo empecé a ir; nunca me fui de allá desde entonces. Sepa usted que la Puerta era un local respetable en tiempos de Fung Tching; se estaba confortable. No como en esas chandoo-khanas, donde van los negros. No. Era limpio, tranquilo; nunca estaba lleno. Es verdad que había otros aparte de nosotros. Pero teníamos siempre una estera por persona y una cabecera de lana cubierta de dragones negros y rojos; igual al ataúd del rincón. Al final de la tercera pipa los dragones se movían y peleaban. Yo los he mirado durante muchas, muchas noches. Me medía de esa forma, y ahora necesito una docena de pipas para hacerlos dar vueltas. Además están todos rotos y sucios, como las esteras, y el viejo Fung Tching ha muerto. Murió hace dos años y me dio la pipa que siempre uso, una de plata, llena de animales extraños que andan de arriba para abajo, por el recipiente y la taza. Antes de esto creo que usaba una gran pipa de bambú con una taza de cobre, muy chica, y boquilla de jade, un poco más gruesa que el mango de un bastón, y se fumaba suave, muy suave. El bambú chupaba el humo, la plata no, y tengo que limpiarla de vez en cuando. Me da mucho trabajo pero la fumo en memoria del viejo. Debió de sacar partido de mí, pero siempre me daba esteras limpias y almohadones y el mejor opio que hubiera.
    Cuando murió, su sobrino Tsing Ling se hizo cargo de la puerta y la llamó "El Templo de las tres Posesiones", pero los viejos la llamamos así mismo "La Puerta de los Cien Pesares".
    El sobrino hace todo muy mezquino y la memsahib lo ayuda, creo. Vive con él, lo mismo que con el viejo. Ambos dejan entrar toda clase de populacho, negros y todo, y el humo negro no es tan bueno como fuera. He hallado afrecho quemado en mi pipa muchas veces. El viejo se hubiese muerto si eso hubiera sucedido en sus tiempos. Además, la habitación siempre está sucia y las esteras rotas y carcomidas en los bordes. El cajón volvió a China. Con el viejo y dos onzas de humo dentro en caso de que las quisiera.
    El ídolo no tiene tantas barritas que arden en sus narices ­signo de mala suerte, tan seguro como la muerte­. Se ha ennegrecido, también, y nadie lo cuida ahora. Sé que en eso interviene la memsahib, porque cuando Tsing Ling quiso quemar papel dorado delante de él le dijo que era un derroche, y si dejaba quemar lentamente unas barritas el ídolo no sabría la diferencia. Así tenemos ahora barritas mezcladas con gran cantidad de cola; tardan media hora en quemar y despiden un olor apestante, aparte del olor de la habitación. Nada podrá realizarse si ellos hacen las cosas de esa manera. Él se disgusta. Lo veo. A veces, tarde en la noche, se pone de toda clase de extraños colores ­azul, verde y rojo­, lo mismo que cuando vivía el viejo, y hace girar sus ojos y golpea el suelo con los pies, como un diablo.
    No sé por qué no me voy de la puerta, a fumar tranquilamente en una habitacioncita que tengo en el bazar. Lo más probable sería que Tsing Ling me matara si me fuese, ­él saca mis sesenta rupias ahora­. Además, es mucho trabajo, pues me he acostumbrado y me gusta la puerta. Tan linda no es; no es como en tiempos del viejo... pero no podría irme. ¡He visto entrar y salir tanta gente! Y he visto a tantos morir en las esteras que tendría miedo ahora de morir al aire libre. He visto algunas cosas que la gente consideraría bastante extrañas, pero nada es extraño en el humo negro mas que el humo negro. Fung Tching era muy especial con su gente y nunca llevaba personas que pudieran dar trabajo muriendo en desorden, y así... Pero el sobrino no es tan cuidadoso.
    Le cuenta a todo el mundo que tiene una casa de primer orden. Nunca se preocupó por hacer entrar a los hombres silenciosamente e instalarlos confortablemente, como hacía Fung Tching. Ésta es la razón por la cual la puerta se está haciendo un poquito más conocida de lo que fuera, entre los negros, claro está. El sobrino no se anima a llevar un blanco o una mulata. Nos conserva a nosotros tres ­yo, la memsahib y el otro eurasiano­ porque somos ya estables. Pero por nada nos fiaría "una pipa".
    Uno de estos días espero morirme en la puerta. El persa y el hombre de Madrás están terriblemente temblones y tienen un chico para encenderles las pipas. Yo siempre hago eso solo. Los veré arrastrarse antes que yo. No creo poder sobrevivir a la memsahib o Tsing Ling. Las mujeres duran más que los hombres en el humo negro, y Tsing Ling tiene mucho del viejo y por eso fuma "del barato". La mujer del bazar supo dos días antes que se moría y murió en una estera limpia, con un almohadón bien mullido, y el hombre colgó su pipa encima del Buda.
    Siempre la quiso, creo. Pero igualmente tomó sus anillos y sus pulseras.
    Yo quisiera morir como la mujer del bazar, en una estera limpia y fresca con una pipa del bueno entre los dientes. Cuando sienta que me voy sé lo pediré a Tsing Ling y podrá seguir retirando mis sesenta rupias por mes, hasta que se harte. Luego me echaré de espaldas, tranquilo y confortable, y veré a los dragones rojos y negros pelear su última batalla, y después...
    Después, nada me importa mucho a mí; sólo quisiera que Tsing Ling no pusiera afrecho en el Humo Negro.

    1884.



    Hemingway / Las nieves del Kilimanjaro

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    Ernest Hemingway
    LAS NIEVES DEL KILIMANJARO

    El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, «Ngáje Ngái», «la Casa de Dios». Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas.

    -Lo maravilloso es que no duele -dijo-. Así se sabe cuándo empieza.
    -¿De veras?
    -Absolutamente. Aunque siento mucho lo del olor. Supongo que debe molestarte.
    -¡No! No digas eso, por favor.
    -Míralos -dijo él-. ¿Qué será lo que los atrae? ¿Vendrán por la vista o por el olfato?
    El catre donde yacía el hombre estaba situado a la sombra de una ancha mimosa. Ahora dirigía su mirada hacia el resplandor de la llanura, mientras tres de las grandes aves se agazapaban en posición obscena y otras doce atravesaban el cielo, provocando fugaces sombras al pasar.
    -No se han movido de allí desde que nos quedamos sin camión -dijo-. Hoy por primera vez han bajado al suelo. He observado que al principio volaban con precaución, como temiendo que quisiera cogerlas para mi despensa. Esto es muy divertido, ya que ocurrirá todo lo contrario.
    -Quisiera que no fuese así.
    -Es un decir. Si hablo, me resulta más fácil soportarlo. Pero puedes creer que no quiero molestarte, por supuesto.
    -Bien sabes que no me molesta -contestó ella-. ¡Me pone tan nerviosa no poder hacer nada! Creo que podríamos aliviar la situación hasta que llegue el aeroplano.
    -O hasta que no venga...
    -Dime qué puedo hacer. Te lo ruego. Ha de existir algo que yo sea capaz de hacer.
    -Puedes irte; eso te calmaría. Aunque dudo que puedas hacerlo. Tal vez será mejor que me mates. Ahora tienes mejor puntería. Yo te enseñé a tirar, ¿no?
    -No me hables así, por favor. ¿No podría leerte algo?
    -¿Leerme qué?
    -Cualquier libro de los que no hayamos leído. Han quedado algunos.
    -No puedo prestar atención. Hablar es más fácil. Así nos peleamos, y no deja de ser un buen pasatiempo.
    -Para mí, no. Nunca quiero pelearme. Y no lo hagamos más. No demos más importancia a mis nervios, tampoco. Quizá vuelvan hoy mismo con otro camión. Tal vez venga el avión...
    -No quiero moverme -manifestó el hombre-. No vale la pena ahora; lo haría únicamente si supiera que con ello te encontrarías más cómoda.
    -Eso es hablar con cobardía.
    -¿No puedes dejar que un hombre muera lo más tranquilamente posible, sin dirigirle epítetos ofensivos? ¿Qué se gana con insultarme?
    -Es que no vas a morir.
    -No seas tonta. Ya me estoy muriendo. Mira esos bastardos -y levantó la vista hacia los enormes y repugnantes pájaros, con las cabezas peladas hundidas entre las abultadas plumas. En aquel instante bajó otro y, después de correr con rapidez, se acercó con lentitud hacia el grupo.
    -Siempre están cerca de los campamentos. ¿No te habías fijado nunca? Además, no puedes morir si no te abandonas...
    -¿Dónde has leído eso? ¡Maldición! ¡Qué estúpida eres!
    -Podrías pensar en otra cosa.
    -¡Por el amor de Dios! -exclamó-. Eso es lo que he estado haciendo.
    Luego se quedó quieto y callado por un rato y miró a través de la cálida luz trémula de la llanura, la zona cubierta de arbustos. Por momentos, aparecían gatos salvajes, y, más lejos, divisó un hato de cebras, blanco contra el verdor de la maleza. Era un hermoso campamento, sin duda. Estaba situado debajo de grandes árboles y al pie de una colina. El agua era bastante buena allí y en las cercanías había un manantial casi seco por donde los guacos de las arenas volaban por la mañana.
    -¿No quieres que lea, entonces? -preguntó la mujer, que estaba sentada en una silla de lona, junto al catre-. Se está levantando la brisa.
    -No, gracias.
    -Quizá venga el camión.
    -Al diablo con él. No me importa un comino.
    -A mí, sí.
    -A ti también te importan un bledo muchas cosas que para mí tienen valor.
    -No tantas, Harry.
    -¿Qué te parece si bebemos algo?
    -Creo que te hará daño. Dijeron que debías evitar todo contacto con el alcohol. En todo caso, no te conviene beber.
    -¡Molo! -gritó él.
    -Sí, bwana.
    -Trae whisky con soda.
    -Sí, bwana.
    -¿Por qué bebes? No deberías hacerlo -le reprochó la mujer-. Eso es lo que entiendo por abandono. Sé que te hará daño.
    -No. Me sienta bien.
    «Al fin y al cabo, ya ha terminado todo -pensó-. Ahora no tendré oportunidad de acabar con eso. Y así concluirán para siempre las discusiones acerca de si la bebida es buena o mala.»
    Desde que le empezó la gangrena en la pierna derecha no había sentido ningún dolor, y le desapareció también el miedo, de modo que lo único que sentía era un gran cansancio y la cólera que le provocaba el que esto fuera el fin. Tenía muy poca curiosidad por lo que le ocurriría luego. Durante años lo había obsesionado, sí, pero ahora no representaba esencialmente nada. Lo raro era la facilidad con que se soportaba la situación estando cansado.
    Ya no escribiría nunca las cosas que había dejado para cuando tuviera la experiencia suficiente para escribirlas. Y tampoco vería su fracaso al tratar de hacerlo. Quizá fuesen cosas que uno nunca puede escribir, y por eso las va postergando una y otra vez. Pero ahora no podría saberlo, en realidad.
    -Quisiera no haber venido a este lugar -dijo la mujer. Lo estaba mirando mientras tenía el vaso en la mano y apretaba los labios-. Nunca te hubiera ocurrido nada semejante en París. Siempre dijiste que te gustaba París. Podíamos habernos quedado allí, entonces, o haber ido a otro sitio. Yo hubiera ido a cualquier otra parte. Dije, por supuesto, que iría adonde tú quisieras. Pero si tenías ganas de cazar, podíamos ir a Hungría y vivir con más comodidad y seguridad.
    -¡Tu maldito dinero!
    -No es justo lo que dices. Bien sabes que siempre ha sido tan tuyo como mío. Lo abandoné todo, te seguí por todas partes y he hecho todo lo que se te ha ocurrido que hiciese. Pero quisiera no haber pisado nunca estas tierras.
    -Dijiste que te gustaba mucho.
    -Sí, pero cuando tú estabas bien. Ahora lo odio todo. Y no veo por qué tuvo que sucederte lo de la infección en la pierna. ¿Qué hemos hecho para que nos ocurra?
    -Creo que lo que hice fue olvidarme de ponerle yodo en seguida. Entonces no le di importancia porque nunca había tenido ninguna infección. Y después, cuando empeoró la herida y tuvimos que utilizar esa débil solución fénica, por haberse derramado los otros antisépticos, se paralizaron los vasos sanguíneos y comenzó la gangrena. -Mirándola, agregó-: ¿Qué otra cosa, pues?
    -No me refiero a eso.
    -Si hubiésemos contratado a un buen mecánico en vez de un imbécil conductor kikuyú, hubiera averiguado si había combustible y no hubiera dejado que se quemara ese cojinete...
    -No me refiero a eso.
    -Si no te hubieses separado de tu propia gente, de tu maldita gente de Old Westbury, Saratoga, Palm Beach, para seguirme...
    -¡Caramba! Te amaba. No tienes razón al hablar así. Ahora también te quiero. Y te querré siempre. ¿Acaso no me quieres tú?
    -No -respondió el hombre-. No lo creo. Nunca te he querido.
    -¿Qué estás diciendo, Harry? ¿Has perdido el conocimiento?
    -No. No tengo ni siquiera conocimiento para perder.
    -No bebas eso. No bebas, querido. Te lo ruego. Tenemos que hacer todo lo que podamos para zafarnos de esta situación.
    -Hazlo tú, pues. Yo estoy cansado.
    En su imaginación vio una estación de ferrocarril en Karagatch. Estaba de pie junto a su equipaje. La potente luz delantera del expreso Simplón-Oriente atravesó la oscuridad, y abandonó Tracia, después de la retirada. Ésta era una de las cosas que había reservado para escribir en otra ocasión, lo mismo que lo ocurrido aquella mañana, a la hora del desayuno, cuando miraba por la ventana las montañas cubiertas de nieve de Bulgaria y el secretario de Nansen le preguntó al anciano si era nieve. Éste lo miró y le dijo: «No, no es nieve. Aún no ha llegado el tiempo de las nevadas.» Entonces, el secretario repitió a las otras muchachas: «No. Como ven, no es nieve.» Y todas decían: «No es nieve. Estábamos equivocadas.» Pero era nieve, en realidad, y él las hacía salir de cualquier modo si se efectuaba algún cambio de poblaciones. Y ese invierno tuvieron que pasar por la nieve, hasta que murieron...
    Y era nieve también lo que cayó durante toda la semana de Navidad, aquel año en que vivían en la casa del leñador, con el gran horno cuadrado de porcelana que ocupaba la mitad del cuarto, y dormían sobre colchones rellenos de hojas de haya. Fue la época en que llegó el desertor con los pies sangrando de frío para decirle que la Policía estaba siguiendo su rastro. Le dieron medias de lana y entretuvieron con la charla a los gendarmes hasta que las pisadas hubieron desaparecido.
    En Schrunz, el día de Navidad, la nieve brillaba tanto que hacía daño a los ojos cuando uno miraba desde la taberna y veía a la gente que volvía de la iglesia. Allí fue donde subieron por la ruta amarillenta como la orina y alisada por los trineos que se extendían a lo largo del río, con las empinadas colinas cubiertas de pinos, mientras llevaban los esquíes al hombro. Fue allí donde efectuaron ese desenfrenado descenso por el glaciar, para ir a la Madlenerhaus. La nieve parecía una torta helada, se desmenuzaba como el polvo, y recordaba el silencioso ímpetu de la carrera, mientras caían como pájaros.
    La ventisca los hizo permanecer una semana en la Madlenerhaus, jugando a los naipes y fumando a la luz de un farol. Las apuestas iban en aumento a medida que Herr Lent perdía. Finalmente, lo perdió todo. Todo: el dinero que obtenía con la escuela de esquí, las ganancias de la temporada y también su capital. Lo veía ahora con su nariz larga, mientras recogía las cartas y las descubría, Sans Voir. Siempre jugaban. Si no había nada de nieve, jugaban; y si había mucha también. Pensó en la gran parte de su vida que pasaba jugando.
    Pero nunca había escrito una línea acerca de ello, ni de aquel claro y frío día de Navidad, con las montañas a lo lejos, a través de la llanura que había recorrido Gardner, después de cruzar las líneas, para bombardear el tren que llevaba a los oficiales austriacos licenciados, ametrallándolos mientras ellos se dispersaban y huían. Recordó que Gardner se reunió después con ellos y empezó a contar lo sucedido, con toda tranquilidad, y luego dijo: «¡Tú, maldito! ¡Eres un asesino de porquería!»
    Y con los mismos austriacos que habían matado entonces se había deslizado después en esquíes. No; con los mismos, no. Hans, con quien paseó con esquí durante todo el año, estaba en los Káiser-Jagers (Cazadores imperiales), y cuando fueron juntos a cazar liebres al valle pequeño, conversaron encima del aserradero, sobre la batalla de Pasubio y el ataque a Pertica y Asalone, y jamás escribió una palabra de todo eso. Ni tampoco de Monte Corno, ni de lo que ocurrió en Siete Commum, ni lo de Arsiero.
    ¿Cuántos inviernos había pasado en el Vorarlberg y el Arlberg? Fueron cuatro, y recordó la escena del pie a Bludenz, en la época de los regalos, el gusto a cereza de un buen kirsch y el ímpetu de la corrida a través de la blanda nieve, mientras cantaban: «¡Hi! ¡Ho!, dijo Rolly.»
    Así recorrieron el último trecho que los separaba del empinado declive, y siguieron en línea recta, pasando tres veces por el huerto; luego salieron y cruzaron la zanja, para entrar por último en el camino helado, detrás de la posada. Allí se desataron los esquíes y los arrojaron contra la pared de madera de la casa. Por la ventana salía la luz del farol y se oían las notas de un acordeón que alegraba el ambiente interior, cálido, lleno de humo y de olor a vino fresco.
    -¿Dónde nos hospedamos en París? -preguntó a la mujer que estaba sentada a su lado en una silla de lona, en África.
    -En el «Crillon», ya lo sabes.
    -¿Por qué he de saberlo?
    -Porque allí paramos siempre.
    -No. No siempre.
    -Allí y en el «Pavillion Henri-Quatre», en St. Germain. Decías que te gustaba con locura.
    -Ese cariño es una porquería -dijo Harry-, y yo soy el animal que se nutre y engorda con eso.
    -Si tienes que desaparecer, ¿es absolutamente preciso destruir todo lo que dejas atrás? Quiero decir, si tienes que deshacerte de todo: ¿debes matar a tu caballo y a tu esposa y quemar tu silla y tu armadura?
    -Sí. Tu podrido dinero era mi armadura. Mi Corcel y mi Armadura.
    -No digas eso...
    -Muy bien. Me callaré. No quiero ofenderte.
    -Ya es un poco tarde.
    -De acuerdo. Entonces seguiré hiriéndote. Es más divertido, ya que ahora no puedo hacer lo único que realmente me ha gustado hacer contigo.
    -No, eso no es verdad. Te gustaban muchas cosas y yo hacía todo lo que querías. ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! Deja ya de fanfarronear, ¿quieres?
    -Escucha -dijo-. ¿Crees que es divertido hacer esto? No sé, francamente, por qué lo hago. Será para tratar de mantenerte viva, me imagino. Me encontraba muy bien cuando empezamos a charlar. No tenía intención de llegar a esto, y ahora estoy loco como un zopenco y me porto cruelmente contigo. Pero no me hagas caso, querida. No des ninguna importancia a lo que digo. Te quiero. Bien sabes que te quiero. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.
    Y deslizó la mentira familiar que le había servido muchas veces de apoyo.
    -¡Qué amable eres conmigo!
    -Ahora estoy lleno de poesía. Podredumbre y poesía. Poesía podrida...
    -Cállate, Harry. ¿Por qué tienes que ser malo ahora? ¿Eh?
    -No me gusta dejar nada -contestó el hombre-. No me gusta dejar nada detrás de mí.
    Cuando despertó anochecía. El sol se había ocultado detrás de la colina y la sombra se extendía por toda la llanura, mientras los animalitos se alimentaban muy cerca del campamento, con rápidos movimientos de cabeza y golpes de cola. Observó que sobresalían por completo de la maleza. Los pájaros, en cambio, ya no esperaban en tierra. Se habían encaramado todos a un árbol, y eran muchos más que antes. Su criado particular estaba sentado al lado del catre.
    -La memsahib fue a cazar -le dijo-. ¿Quiere algo bwana?
    -Nada.
    Ella había ido a conseguir un poco de carne buena y, como sabía que a él le gustaba observar a los animales, se alejó lo bastante para no provocar disturbios en el espacio de llanura que el hombre abarcaba con su mirada.
    «Siempre está pensativa -meditó Harry-. Reflexiona sobre cualquier cosa que sabe, que ha leído, o que ha oído alguna vez. Y no tiene la culpa de haberme conocido cuando yo ya estaba acabado. ¿Cómo puede saber una mujer que uno no quiere decir nada con lo que dice, y que habla sólo por costumbre y para estar cómodo?»
    Desde que empezó a expresar lo contrario de lo que sentía, sus mentiras le procuraron más éxitos con las mujeres que cuando les decía la verdad. Y lo grave no eran sólo las mentiras, sino el hecho de que ya no quedaba ninguna verdad para contar. Estaba acabando de vivir su vida cuando empezó una nueva existencia, con gente distinta y de más dinero, en los mejores sitios que conocía y en otros que constituyeron la novedad.
    «Uno deja de pensar y todo es maravilloso. Uno se cuida para que esta vida no lo arruine como le ocurre a la mayoría y adopta la actitud de indiferencia hacia el trabajo que solía hacer cuando ya no es posible hacerlo. Pero, en lo más mínimo de mi espíritu, pensé que podría escribir sobre esa gente, los millonarios, y diría que yo no era de esa clase, sino un simple espía en su país. Pensé en abandonarles y escribir todo eso, para que, aunque sólo fuera una vez, lo escribiese alguien bien compenetrado con el asunto.» Pero luego se dio cuenta de que no podía llevar a cabo tal empresa, pues cada día que pasaba sin escribir, rodeado de comodidades y siendo lo que despreciaba, embotaba su habilidad y reblandecía su voluntad de trabajo, de modo que, finalmente, no hizo absolutamente nada. Y la gente que conocía ahora vivía mucho más tranquila si él no trabajaba. En África había pasado la temporada más feliz de su vida y entonces se le ocurrió volver para empezar de nuevo. Fue así como se realizó la expedición de caza con el mínimo de comodidad. No pasaban penurias, pero tampoco podían permitirse lujos, y él pensó que podría volver a vivir así, de algún modo que le permitiese eliminar la grasa de su espíritu, igual que los boxeadores que van a trabajar y entrenarse a las montañas para quemar la grasa de su cuerpo.
    La mujer, por su parte, se había mostrado complacida. Decía que le gustaba. Le gustaba todo lo que era atractivo, lo que implicara un cambio de escenario, donde hubiera gente nueva y las cosas fuesen agradables. Y él sintió la ilusión de regresar al trabajo con más fuerza de voluntad que perdiera.
    «Y ahora que se acerca el fin -pensó-, ya que estoy seguro de que esto es el fin, no tengo por qué volverme como esas serpientes que se muerden ellas mismas cuando les quiebran el espinazo. Esta mujer no tiene la culpa, después de todo. Si no fuese ella, sería otra. Si he vivido de una mentira trataré de morir de igual modo.»
    En aquel instante oyó un estampido, más allá de la colina.
    «Tiene muy buena puntería esta buena y rica perra, esta amable guardiana y destructora de mi talento. ¡Tonterías! Yo mismo he destruido mi talento. ¿Acaso tengo que insultar a esta mujer porque me mantiene? He destruido mi talento por no usarlo, por traicionarme a mí mismo y olvidar mis antiguas creencias y mi fe, por beber tanto que he embotado el límite de mis percepciones, por la pereza y la holgazanería, por las ínfulas, el orgullo y los prejuicios, y, en fin, por tantas cosas buenas y malas. ¿Qué es esto? ¿Un catálogo de libros viejos? ¿Qué es mi talento, en fin de cuentas? Era un talento, bueno, pero, en vez de usarlo, he comerciado con él. Nunca se reflejó en las obras que hice, sino en ese problemático "lo que podría hacer". Por otra parte, he preferido vivir con otra cosa que un lápiz o una pluma. Es raro, ¿no?, pero cada vez que me he enamorado de una nueva mujer, siempre tenía más dinero que la anterior... Cuando dejé de enamorarme y sólo mentía, como por ejemplo con esta mujer; con ésta, que tiene más dinero que todas las demás, que tiene todo el dinero que existe, que tuvo marido e hijos, y amantes que no la satisficieron, y que me ama tiernamente como hombre, como compañero y con orgullosa posesión; es raro lo que me ocurre, ya que, a pesar de que no la amo y estoy mintiendo, sería capaz de darle más por su dinero que cuando amaba de veras. Todos hemos de estar preparados para lo que hacemos. El talento consiste en cómo vive uno la vida. Durante toda mi existencia he regalado vitalidad en una u otra forma, y he aquí que cuando mis afectos no están comprometidos, como ocurre ahora, uno vale mucho más para el dinero. He hecho este descubrimiento, pero nunca lo escribiré. No, no puedo escribir tal cosa, aunque realmente vale la pena.»
    Entonces apareció ella, caminando hacia el campamento a través de la llanura. Usaba pantalones de montar y llevaba su rifle. Detrás, venían los dos criados con un animal muerto cada uno. «Todavía es una mujer atractiva -pensó Harry-, y tiene un hermoso cuerpo.» No era bonita, pero a él le gustaba su rostro. Leía una enormidad, era aficionada a cabalgar y a cazar y, sin duda alguna, bebía muchísimo. Su marido había muerto cuando ella era una mujer relativamente joven, y por un tiempo se dedicó a sus dos hijos, que no la necesitaban y a quienes molestaban sus cuidados; a sus caballos, a sus libros y a las bebidas. Le gustaba leer por la noche, antes de cenar, y mientras tanto, bebía whisky escocés y soda. Al acercarse la hora de la cena ya estaba embriagada y, después de otra botella de vino con la comida, se encontraba lo bastante ebria como para dormirse.
    Esto ocurrió mientras no tuvo amantes. Luego, cuando los tuvo, no bebió tanto, porque no precisaba estar ebria para dormir... Pero los amantes la aburrían. Se había casado con un hombre que nunca la fastidiaba, y los otros hombres le resultaban extraordinariamente pesados.
    Después, uno de sus hijos murió en un accidente de aviación. Cuando sucedió aquello, no quiso más amantes, y como la bebida no le servía ya de anestésico, pensó en empezar una nueva vida. De repente, se sintió aterrorizada por su soledad. Pero necesitaba alguien a quien poder corresponder.
    Empezó del modo más simple. A la mujer le gustaba lo que Harry escribía y envidiaba la vida que llevaba. Pensaba que él realizaba todo lo que se proponía. Los medios a través de los cuales trabaron relación y el modo de enamorarse de ese hombre formaban parte de una constante progresión que se desarrollaba mientras ella construía su nueva vida y se desprendía de los residuos de su anterior existencia.
    Él sabía que ella tenía mucho dinero, muchísimo, y que la maldita era una mujer muy atractiva. Entonces se acostó pronto con ella, mejor que con cualquier otra, porque era más rica, porque era deliciosa y muy sensible, y porque nunca metía bulla. Y ahora, esa vida que la mujer se forjara estaba a punto de terminar por el solo hecho de que él no se puso yodo, dos semanas antes, cuando una espina le hirió la rodilla, mientras se acercaba a un rebaño de antílopes con objeto de sacarles una fotografía. Los animales, con la cabeza erguida, atisbaban y olfateaban sin cesar, y sus orejas estaban tensas, como para escuchar el más leve ruido que les haría huir hacia la maleza. Y así fue: huyeron antes de que él pudiera sacar la fotografía.
    Y ella ahora estaba aquí. Harry volvió la cabeza para mirarla.
    -¡Hola! -le dijo.
    -Cacé un buen carnero -manifestó la mujer-. Te haré un poco de caldo y les diré que preparen puré de papas. ¿Cómo te encuentras?
    -Mucho mejor.
    -¡Maravilloso! Te aseguro que pensaba encontrarte mejor. Estabas durmiendo cuando me fui.
    -Dormí muy bien. ¿Anduviste mucho?
    -No. Llegué más allá de la colina. Tuve suerte con la puntería.
    -Te aseguro que tiras de un modo extraordinario.
    -Es que me gusta. Y África también me gusta. De veras. Si mejorases, ésta sería la mejor época de mi vida. No sabes cuánto me gusta salir de caza contigo. Me ha gustado mucho más el país.
    -A mí también.
    -Querido, no sabes qué maravilloso es encontrarte mejor. No podía soportar lo de antes. No podía verte sufrir. Y no volverás a hablarme otra vez como hoy, ¿verdad? ¿Me lo prometes?
    -No. No recuerdo lo que dije.
    -No tienes que destrozarme, ¿sabes? No soy nada más que una mujer vieja que te ama y quiere que hagas lo que se te antoje. Ya me han destrozado dos o tres veces. No quieres destrozarme de nuevo, ¿verdad? El aeroplano estará aquí mañana.
    -¿Cómo lo sabes?
    -Estoy segura. Se verá obligado a aterrizar. Los criados tienen la leña y el pasto preparados para hacer la hoguera. Hoy fui a darles un vistazo. Hay sitio de sobra para aterrizar y tenemos las hogueras preparadas en los dos extremos.
    -¿Y por qué piensas que vendrá mañana?
    -Estoy segura de que vendrá. Hoy se ha retrasado. Luego, cuando estemos en la ciudad, te curarán la pierna. No ocurrirán esas cosas horribles que dijiste.
    -Vayamos a tomar algo. El sol se ha ocultado ya.
    -¿Crees que no te hará daño?
    -Voy a beber.
    -Beberemos juntos, entonces. ¡Molo, letti dui whiskey-soda! -gritó la mujer.
    -Sería mejor que te pusieras las botas. Hay muchos mosquitos.
    -Lo haré después de bañarme...
    Bebieron mientras las sombras de la noche lo envolvían todo, pero un poco antes de que reinase la oscuridad, y cuando no había luz suficiente como para tirar, una hiena cruzó la llanura y dio la vuelta a la colina.
    -Esa porquería cruza por allí todas las noches -dijo el hombre-. Ha hecho lo mismo durante dos semanas.
    -Es la que hace ruido por la noche. No me importa. Aunque son unos animales asquerosos.
    Y mientras bebían juntos, sin que él experimentara ningún dolor, excepto el malestar de estar siempre postrado en la misma posición, y los criados encendían el fuego, que proyectaba sus sombras sobre las tiendas, Harry pudo advertir el retorno de la sumisión en esta vida de agradable entrega. Ella era, francamente, muy buena con él. Por la tarde había sido demasiado cruel e injusto. Era una mujer delicada, maravillosa de verdad. Y en aquel preciso instante se le ocurrió pensar que iba a morir.
    Llegó esta idea con ímpetu; no como un torrente o un huracán, sino como una vaciedad repentinamente repugnante, y lo raro era que la hiena se deslizaba ligeramente por el borde...
    -¿Qué te pasa, Harry?
    -Nada. Sería mejor que te colocaras al otro lado. A barlovento.
    -¿Te cambió la venda Molo?
    -Sí. Ahora llevo la que tiene ácido bórico.
    -¿Cómo te encuentras?
    -Un poco mareado.
    -Voy a bañarme. En seguida volveré. Comeremos juntos, y después haré entrar el catre.
    «Me parece -se dijo Harry- que hicimos bien dejándonos de pelear.» Nunca se había peleado mucho con esta mujer, y, en cambio, con las que amó de veras lo hizo siempre, de tal modo que, finalmente, lo corrosivo de las disputas destruía todos los vínculos de unión. Había amado demasiado, pedido muchísimo y acabado con todo.
    Pensó ahora en aquella ocasión en que se encontró solo en Constantinopla, después de haber reñido en París antes de irse. Pasaba todo el tiempo con prostitutas y cuando se dio cuenta de que no podía matar su soledad, sino que cada vez era peor, le escribió a la primera, a la que abandonó. En la carta le decía que nunca había podido acostumbrarse a estar solo... Le contó cómo, cuando una vez le pareció verla salir del «Regence», la siguió ansiosamente, y que siempre hacía lo mismo al ver a cualquier mujer parecida por el bulevar, temiendo que no fuese ella, temiendo perder esa esperanza. Le dijo cómo la extrañaba más cada vez que se acostaba con otra; que no importaba lo que ella hiciera, pues sabía que no podía curarse de su amor. Escribió esta carta en el club y la mandó a Nueva York, pidiéndole que le contestara a la oficina en París. Esto le pareció más seguro. Y aquella noche la extrañó tanto que le pareció sentir un vacío en su interior. Entonces salió a pasear, sin rumbo fijo, y al pasar por «Maxim's» recogió una muchacha y la llevó a cenar. Fue a un sitio donde se pudiera bailar después de la cena, pero la mujer era muy mala bailadora, y entonces la dejó por una perra armenia, que se restregaba contra él. Se la quitó a un artillero británico subalterno, después de una disputa. El artillero le pegó en el cuerpo y junto a un ojo. Él le aplicó un puñetazo con la mano izquierda y el otro se arrojó sobre él y lo cogió por la chaqueta, arrancándole una manga. Entonces lo golpeó en pleno rostro con la derecha, echándolo hacia delante. Al caer el inglés se hirió en la cabeza y Harry salió corriendo con la mujer porque oyeron que se acercaba la policía. Tomaron un taxi y fueron a Rimmily Hissa, a lo largo del Bósforo, y después dieron la vuelta. Era una noche más bien fresca y se acostaron en seguida. Ella parecía más bien madura, pero tenía la piel suave y un olor agradable. La abandonó antes de que se despertase, y con la primera luz del día fue al «Pera Palace». Tenía un ojo negro y llevaba la chaqueta bajo el brazo, ya que había perdido una manga.
    Aquella misma noche partió para Anatolia y, en la última parte del viaje, mientras cabalgaban por los campos de adormideras que recolectaban para hacer opio, y las distancias parecían alargarse cada vez más, sin llegar nunca al sitio donde se efectuó el ataque con los oficiales que marcharon a Constantinopla, recordó que no sabía nada, ¡maldición!, y luego la artillería acribilló a las tropas, y el observador británico gritó como un niño.
    Aquella fue la primera vez que vio hombres muertos con faldas blancas de ballet y zapatos con cintas. Los turcos se hicieron presentes con firmeza y en tropel. Entonces vio que los hombres de faldón huían, perseguidos por los oficiales que hacían fuego sobre ellos, y él y el observador británico también tuvieron que escapar. Corrieron hasta sentir una aguda punzada en los pulmones y tener la boca seca. Se refugiaron detrás de unas rocas, y los turcos seguían atacando con la misma furia. Luego vio cosas que ahora le dolía recordar, y después fue mucho peor aún. Así, pues, cuando regresó a París no quería hablar de aquello ni tan sólo oír que lo mencionaran. Al pasar por el café vio al poeta norteamericano delante de un montón de platillos, con estúpido gesto en el rostro, mientras hablaba del movimiento «dadá» con un rumano que decía llamarse Tristán Tzara, y que siempre usaba monóculo y tenía jaqueca. Por último, volvió a su departamento con su esposa, a la que amaba otra vez. Estaba contento de encontrarse en su hogar y de que hubieran terminado todas las peleas y todas las locuras. Pero la administración del hotel empezó a mandarle la correspondencia al departamento, y una mañana, en una bandeja, recibió una carta en contestación a la suya. Cuando vio la letra le invadió un sudor frío y trató de ocultar la carta debajo de otro sobre. Pero su esposa dijo: «¿De quién es esa carta, querido?»; y ése fue el principio del fin. Recordaba la buena época que pasó con todas ellas, y también las peleas. Siempre elegían los mejores sitios para pelearse. ¿Y por qué tenían que reñir cuando él se encontraba mejor? Nunca había escrito nada referente a aquello, pues, al principio, no quiso ofender a nadie, y después, le pareció que tenía muchas cosas para escribir sin necesidad de agregar otra. Pero siempre pensaba que al final lo escribiría también. No era mucho, en realidad. Había visto los cambios que se producían en el mundo; no sólo los acontecimientos, aunque observó con detención gran cantidad de ellos y de gente; también sabía apreciar ese cambio más sutil que hay en el fondo y podía recordar cómo era la gente y cómo se comportaba en épocas distintas. Había estado en aquello, lo observaba de cerca, y tenía el deber de escribirlo. Pero ya no podría hacerlo...
    -¿Cómo te encuentras? -preguntó la mujer, que salía de la tienda después de bañarse.
    -Muy bien.
    -¿Podrías comer algo, ahora?
    Vio a Molo detrás de la mujer, con la mesa plegadiza, mientras el otro sirviente llevaba los platos.
    -Quiero escribir.
    -Sería mejor que tomaras un poco de caldo para fortalecerte.
    -Si voy a morirme esta noche, ¿para qué quiero fortalecerme?
    -No seas melodramático, Harry; te lo ruego.
    -¿Por qué diablos no usas la nariz? ¿No te das cuenta de que estoy podrido hasta la cintura? ¿Para qué demonios serviría el caldo ahora? Molo, trae whisky-soda.
    -Toma el caldo, por favor -dijo ella suavemente.
    -Bueno.
    El caldo estaba demasiado caliente. Tuvo que dejarlo enfriar en la taza, y por último lo tragó sin sentir náuseas.
    -Eres una excelente mujer -dijo él-. No me hagas caso.
    Ella lo miró con el rostro tan conocido y querido por los lectores de Spur y Town and CountryPero Town and Country nunca mostraba esos senos deliciosos ni los muslos útiles ni esas manos echas para acariciar espaldas. Al mirarla y observar su famosa y agradable sonrisa, sintió que la muerte se acercaba de nuevo.
    Esta vez no fue con ímpetu. Fue un ligero soplo, como las que hacen vacilar la luz de la vela y extienden la llama con su gigantesca sombra proyectada hasta el techo.
    -Después pueden traer mi mosquitero, colgarlo del árbol y encender el fuego. No voy a entrar en la tienda esta noche. No vale la pena moverse. Es una noche clara. No lloverá.
    «Conque así es como uno muere, entre susurros que no se escuchan. Pues bien, no habrá más peleas.» Hasta podía prometerlo. No iba a echar a perder la única experiencia que le faltaba. Aunque probablemente lo haría. «Siempre lo he estropeado todo.» Pero quizá no fuese así en esta ocasión.
    -No puedes tomar dictados, ¿verdad?
    -Nunca supe -contestó ella.
    -Está bien.
    No había tiempo, por supuesto, pero en aquel momento le pareció que todo se podía poner en un párrafo si se interpretaba bien.
    Encima del lago, en una colina, veía una cabaña rústica que tenía las hendiduras tapadas con mezcla. Junto a la puerta había un palo con una campana, que servía para llamar a la gente a comer. Detrás de la casa, campos, y más allá de los campos estaba el monte. Una hilera de álamos se extendía desde la casa hasta el muelle. Un camino llevaba hasta las colinas por el límite del monte, y a lo largo de ese camino él solía recoger zarzas. Luego, la cabaña se incendió y todos los fusiles que había en las perchas encima del hogar, también se quemaron. Los cañones de las escopetas, fundido el plomo de las cámaras para cartuchos, y las cajas fueron destruidos lentamente por el fuego, sobresaliendo del montón de cenizas que fueron usadas para hacer lejía en las grandes calderas de hierro, y cuando le preguntamos al Abuelo si podíamos utilizarla para jugar, nos dijo que no. Allí estaban, pues, sus fusiles y nunca volvió a comprar otros. Ni volvió a cazar. La casa fue reconstruida en el mismo sitio, con madera aserrada. La pintaron de blanco; desde la puerta se veían los álamos y, más allá, el lago; pero ya no había fusiles. Los cañones de las escopetas que habían estado en las perchas de la cabaña yacían ahora afuera, en el montón de cenizas que nadie se atrevió a tocar jamás.
    En la Selva Negra, después de la guerra, alquilamos un río para pescar truchas, y teníamos dos maneras de llegar hasta aquel sitio. Había que bajar al valle desde Trisberg, seguir por el camino rodeado de árboles y luego subir por otro que atravesaba las colinas, pasando por muchas granjas pequeñas, con las grandes casas de Schwarzwald, hasta que cruzaba el río. La primera vez que pescamos recorrimos todo ese trayecto.
    La otra manera consistía en trepar por una cuesta empinada hasta el límite de los bosques, atravesando luego las cimas de las colinas por el monte de pinos, y después bajar hasta una pradera, desde donde se llegaba al puente. Había abedules a lo largo del río, que no era grande, sino estrecho, claro y profundo, con pozos provocados por las raíces de los abedules. El propietario del hotel, en Trisberg, tuvo una buena temporada. Era muy agradable el lugar y todos eran grandes amigos. Pero el año siguiente se presentó la inflación, y el dinero que ganó durante la temporada anterior no fue suficiente para comprar provisiones y abrir el hotel; entonces, se ahorcó.
    Aquello era fácil de dictar, pero uno no podía dictar lo de la Plaza Contrescarpe, donde las floristas teñían sus flores en la calle, y la pintura corría por el empedrado hasta la parada de los autobuses; y los ancianos y las mujeres, siempre ebrios de vino; y los niños con las narices goteando por el frío. Ni tampoco lo del olor a sobaco, roña y borrachera del café «Des Amateurs», y las rameras del «Bal Musette», encima del cual vivían. Ni lo de la portera que se divertía en su cuarto con el soldado de la Guardia Republicana, que había dejado el casco adornado con cerdas de caballo sobre una silla. Y la inquilina del otro lado del vestíbulo, cuyo marido era ciclista, y que aquella mañana, en la lechería, sintió una dicha inmensa al abrir L'Auto y ver la fotografía de la prueba Parls-Tours, la primera carrera importante que disputaba, y en la que se clasificó tercero. Enrojeció de tanto reír, y después subió al primer piso llorando, mientras mostraba por todas partes la página de deportes. El marido de la encargada del «Bal Musette» era conductor de taxi y cuando él, Harry, tenía que tomar un avión a primera hora, el hombre le golpeaba la puerta para despertarlo y luego bebían un vaso de vino blanco en el mostrador de la cantina, antes de salir. Conocía a todos los vecinos de ese barrio, pues todos, sin excepción, eran pobres.
    Frecuentaban la Plaza dos clases de personas: los borrachos y los deportistas. Los borrachos mataban su pobreza de ese modo; los deportistas iban para hacer ejercicio. Eran descendientes de los comuneros y resultaba fácil describir sus ideas políticas. Todos sabían cómo habían muerto sus padres, sus parientes, sus hermanos y sus amigos cuando las tropas de Versalles se apoderaron de la ciudad, después de la Comuna, y ejecutaron a toda persona que tuviera las manos callosas, que usara gorra o que llevara cualquier otro signo que revelase su condición de obrero. Y en aquella pobreza, en aquel barrio del otro lado de la calle de la «Boucherie Chevaline» y la cooperativa de vinos, escribió el comienzo de todo lo que iba a hacer. Nunca encontró una parte de París que le gustase tanto como aquélla, con sus enormes árboles, las viejas casas de argamasa blanca con la parte baja pintada de pardo, los autobuses verdes que daban vueltas alrededor de la plaza, el color purpúreo de las flores que se extendían por el empedrado, el repentino declive pronunciado de la calle Cardenal Lemoine hasta el río y, del otro lado, la apretada muchedumbre de la calle Mouffetard. La calle que llevaba al Panteón y la otra que él siempre recorría en bicicleta, la única asfaltada de todo el barrio, suave para los neumáticos, con las altas casas y el hotel grande y barato donde había muerto Paul Verlaine. Como los departamentos que alquilaban sólo constaban de dos habitaciones, él tenía una habitación aparte en el último piso, por la cual pagaba sesenta francos mensuales. Desde allí podía ver, mientras escribía, los techos, las chimeneas y todas las colinas de París.
    Desde el departamento sólo se veían los grandes árboles y la casa del carbonero, donde también se vendía vino, pero de mala calidad; la cabeza de caballo de oro que colgaba frente a la «Boucherie Chevaline», en cuya vidriera se exhibían los dorados trozos de res muerta, y la cooperativa pintada de verde, donde compraban el vino, bueno y barato. Lo demás eran paredes de argamasa y ventanas de los vecinos. Los vecinos que, por la noche, cuando algún borracho se sentaba en el umbral, gimiendo y gruñendo con la típica ivresse francesa que la propaganda hace creer que no existe, abrían las ventanas, dejando oír el murmullo de la conversación. «¿Dónde está el policía? El bribón desaparece siempre que uno lo necesita. Debe de estar acostado con alguna portera. Que venga el agente.» Hasta que alguien arrojaba un balde de agua desde otra ventana y los gemidos cesaban. «¿Qué es eso? Agua. ¡Ahí ¡Eso se llama tener inteligencia!» Y entonces se cerraban todas las ventanas.
    Marie, su sirvienta, protestaba contra la jornada de ocho horas, diciendo: «Mi marido trabaja hasta las seis, sólo se emborracha un poquito al salir y no derrocha demasiado. Pero si trabaja nada más que hasta las cinco, está borracho todas las noches y una se queda sin dinero para la casa. Es la esposa del obrero la que sufre la reducción del horario.»
    -¿Quieres un poco más de caldo? -le preguntaba su mujer.
    -No, muchísimas gracias, aunque está muy bueno.
    -Toma un poquito más, ¿no?
    -Prefiero un whisky con soda.
    -No te sentará bien.
    -Ya lo sé. Me hace daño. Cole Porter escribió la letra y la música de eso: te estás volviendo loca por mí.
    -Bien sabes que me gusta que bebas, pero...
    -¡Oh! Sí, ya lo sé: sólo que me sienta mal.
    «Cuando se vaya -pensó-, tendré todo lo que quiera. No todo lo que quiera, sino todo lo que haya.» ¡Ay! Estaba cansado. Demasiado cansado. Iba a dormir un rato. Estaba tranquilo porque la muerte ya se había ido. Tomaba otra calle, probablemente. Iba en bicicleta, acompañada, y marchaba en absoluto silencio por el empedrado...
    No, nunca escribió nada sobre París. Nada del París que le interesaba. Pero ¿y todo lo demás que tampoco había escrito?
    ¿Y lo del rancho y el gris plateado de los arbustos de aquella región, el agua rápida y clara de los embalses de riego, y el verde oscuro de la alfalfa? El sendero subía hasta las colinas. En el verano, el ganado era tan asustadizo como los ciervos. En otoño, entre gritos y rugidos estrepitosos, lo llevaban lentamente hacia el valle, levantando una polvareda con sus cascos. Detrás de las montañas se dibujaba el limpio perfil del pico a la luz del atardecer, y también cuando cabalgaba por el sendero bajo la luz de la luna. Ahora recordaba la vez que bajó atravesando el monte, en plena oscuridad, y tuvo que llevar al caballo por las riendas, pues no se veía nada... Y todos los cuentos y anécdotas, en fin, que había pensado escribir.
    ¿Y el imbécil peón que dejaron a cargo del rancho en aquella época, con la consigna de que no dejara tocar el heno a nadie? ¿Y aquel viejo bastardo de los Forks que castigó al muchacho cuando éste se negó a entregarle determinada cantidad de forraje? El peón tomó entonces el rifle de la cocina y le disparó un tiro cuando el anciano iba a entrar en el granero. Y cuando volvieron a la granja, hacía una semana que el viejo había muerto. Su cadáver congelado estaba en el corral y los perros lo habían devorado en parte. A pesar de todo, envolvieron los restos en una frazada y la ataron con una cuerda. El mismo peón los ayudó en la tarea. Luego, dos de ellos se llevaron el cadáver, con esquíes, por el camino, recorriendo las sesenta millas hasta la ciudad, y regresaron en busca del asesino. El peón no pensaba que se lo llevarían preso. Creía haber cumplido con su deber, y que yo era su amigo y pensaba recompensar sus servicios. Por eso, cuando el alguacil le colocó las esposas se quedó mudo de sorpresa y luego se echó a llorar. Ésta era una de las anécdotas que dejó para escribir más adelante. Conocía por lo menos veinte anécdotas parecidas y buenas y nunca había escrito ninguna. ¿Por qué?
    -Tú les dirás por qué -dijo.
    -¿Por qué qué, querido?
    -Nada.
    Desde que estaba con él, la mujer no bebía mucho. «Pero si vivo -pensó Harry-, nunca escribiré nada sobre ella ni sobre los otros.» Los ricos eran perezosos y bebían muchísimo, o jugaban demasiado al backgammon. Eran perezosos; por eso siempre repetían lo mismo. Recordaba al pobre Julián, que sentía un respetuoso temor por todos ellos, y que una vez empezó a contar un cuento que decía: «Los muy ricos son gente distinta. No se parecen ni a usted ni a mí.» Y alguien lo interrumpió para manifestar: «Ya lo creo. Tienen más dinero que nosotros.» Pero esto no le causó ninguna gracia a Julián, que pensaba que los ricos formaban una clase social de singular encanto. Por eso, cuando descubrió lo contrario, sufrió una decepción totalmente nueva.
    Harry despreciaba siempre a los que se desilusionaban, y eso se comprendía fácilmente. Creía que podía vencerlo todo y a todos, y que nada podría hacerle daño, ya que nada le importaba.
    Muy bien. Pues ahora no le importaba un comino la muerte. El dolor era una de las pocas cosas que siempre había temido. Podía aguantarlo como cualquier mortal, mientras no fuese demasiado prolongado y agotador, pero en esta ocasión había algo que lo hería espantosamente, y cuando iba a abandonarse a su suerte, cesó el dolor.
    Recordaba aquella lejana noche en que Williamson, el oficial del cuerpo de bombarderos, fue herido por una granada lanzada por un patrullero alemán, cuando él atravesaba las alambradas; y cómo, llorando, nos pidió a todos que lo matásemos. Era un hombre gordo, muy valiente y buen oficial, aunque demasiado amigo de las exhibiciones fantásticas. Pero, a pesar de sus alardes, un foco lo iluminó aquella noche entre las alambradas, y sus tripas empezaron a desparramarse por las púas a consecuencia de la explosión de la granada, de modo que cuando lo trajeron vivo todavía, tuvieron que matarlo, «¡Mátame, Harry! ¡Mátame, por el amor de Dios!» Una vez sostuvieron una discusión acerca de que Nuestro Señor nunca nos manda lo que no podemos aguantar, y alguien exponía la teoría de que, diciendo eso en un determinado momento, el dolor desaparece automáticamente. Pero nunca se olvidaría del estado de Williamson aquella noche. No le pasó nada hasta que se terminaron las tabletas de morfina que Harry no usaba ni para él mismo. Después, matarlo fue la única solución.
    Lo que tenía ahora no era nada en comparación con aquello; y no habría habido motivo de preocupación, a no ser que empeorara con el tiempo. Aunque tal vez estuviera mejor acompañado.
    Entonces pensó un poco en la compañía que le hubiera gustado tener.
    «No -reflexionó-, cuando uno hace algo que dura mucho, y ha empezado demasiado tarde, no puede tener la esperanza de volver a encontrar a la gente todavía allí. Toda la gente se ha ido. La reunión ha terminado y ahora has quedado solo con tu patrona. ¡Bah! Este asunto de la muerte me está fastidiando tanto como las demás cosas.»
    -Es un fastidio -dijo en voz alta.
    -¿Qué, queridito?
    -Todo lo que dura mucho.
    Harry miró el rostro de la mujer, que estaba entre el fuego y él. Ella se había recostado en la silla y la luz de la hoguera brillaba sobre su cara de agradables contornos, y entonces se dio cuenta de que ella tenía sueño. Oyó también que la hiena hacía ruido algo más allá del límite del fuego.
    -He estado escribiendo -dijo él-, pero me cansé.
    -¿Crees que podrás dormir?
    -Casi seguro. ¿Por qué no vas adentro?
    -Me gusta quedarme sentada aquí, contigo.
    -¿Te encuentras mal? -le preguntó a la mujer.
    -No. Tengo un poco de sueño.
    -Yo también.
    En aquel momento sintió que la muerte se acercaba de nuevo.
    -Te aseguro que lo único que no he perdido nunca es la curiosidad -le dijo más tarde.
    -Nunca has perdido nada. Eres el hombre más completo que he conocido.
    -¡Dios mío! ¡Qué poco sabe una mujer! ¿Qué es eso? ¿Tu intuición?
    Porque en aquel instante la muerte apoyaba la cabeza sobre los pies del catre y su aliento llegaba hasta la nariz de Harry.
    -Nunca creas eso que dicen de la guadaña y la calavera. Del mismo modo podrían ser dos policías en bicicleta, o un pájaro, o un hocico ancho como el de la hiena.
    Ahora avanzaba sobre él, pero no tenía forma. Ocupaba espacio, simplemente.
    -Dile que se marche.
    No se fue, sino que se acercó aún más.
    -¡Qué aliento del demonio tienes! -le dijo a la muerte-. ¡Tú, asquerosa bastarda!
    Se acercó otro poco y él ya no podía hablarle, y cuando la muerte lo advirtió, se aproximó todavía más, mientras Harry trataba de echarla sin hablar; pero todo su peso estaba sobre su pecho, y mientras se acuclillaba allí y le impedía moverse o hablar, oyó que su mujer decía:
    -Bwana ya se ha dormido. Levanten el catre y llévenlo a la tienda, pero con cuidado.
    No podía decirle que la hiciera marcharse, y allí estaba la muerte, sentada sobre su pecho, cada vez más pesada, impidiéndole hasta respirar.
    Y entonces, mientras levantaban el catre, se encontró repentinamente bien ya que el peso dejó de oprimirle el pecho.

    Ya era de día y habían transcurrido varias horas de la mañana cuando oyó el aeroplano. Parecía muy pequeño. Los criados corrieron a encender las hogueras, usando kerosene y amontonando la hierba hasta formar dos grandes humaredas en cada extremo del terreno que ocupaba el campamento. La brisa matinal llevaba el humo hacia las tiendas. El aeroplano dio dos vueltas más, esta vez a menor altura, y luego planeó y aterrizó suavemente. Después, Harry vio que se acercaba el viejo Compton, con pantalones, camisa de color y sombrero de fieltro oscuro.
    -¿Qué te pasa, amigo? -preguntó el aviador.
    -La pierna -le respondió Harry-. Anda mal. ¿Quieres comer algo o has desayunado ya?
    -Gracias. Voy a tomar un poco de té. Traje el Puss Moth que ya conoces, y como hay sitio para uno solo, no podré llevar a la memsahib. Tu camión está en el camino.
    Helen llamó aparte a Compton para decirle algo. Luego, él volvió más animado que antes.
    -Te llevaré en seguida -dijo-. Después volveré a buscar a la mem. Lo único que temo es tener que detenerme en Arusha para cargar combustible. Convendría salir ahora mismo.
    -¿Y el té?
    -No importa; no te preocupes.
    Los peones levantaron el catre y lo llevaron a través de las verdes tiendas hasta el avión, pasando entre las hogueras que ardían con todo su resplandor. La hierba se había consumido por completo y el viento atizaba el fuego hacia el pequeño aparato. Costó mucho trabajo meter a Harry, pero una vez que estuvo adentro se acostó en el asiento de cuero, y ataron su pierna a uno de los brazos del que ocupaba Compton. Saludó con la mano a Helen y a los criados. El motor rugía con su sonido familiar. Después giraron rápidamente, mientras Compie vigilaba y esquivaba los pozos hechos por los jabalíes. Así, a trompicones atravesaron el terreno, entre las fogatas, y alzaron vuelo con el último choque. Harry vio a los otros abajo, agitando las manos; y el campamento, junto a la colina, se veía cada vez más pequeño: la amplia llanura, los bosques y la maleza, y los rastros de los animales que llegaban hasta los charcos secos, y vio también un nuevo manantial que no conocía. Las cebras, ahora con su lomo pequeño, y las bestias, con las enormes cabezas reducidas a puntos, parecían subir mientras el avión avanzaba a grandes trancos por la llanura, dispersándose cuando la sombra se proyectaba sobre ellos. Cada vez eran más pequeños, el movimiento no se notaba, y la llanura parecía estar lejos, muy lejos. Ahora era grisamarillenta. Estaban encima de las primeras colinas y las bestias les seguían siempre el rastro. Luego pasaron sobre unas montañas con profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes, y después, de nuevo los bosques tupidos y las colinas que se veían casi chatas. Después, otra llanura, caliente ahora, morena, y púrpura por el sol. Compie miraba hacia atrás para ver cómo cabalgaba. Enfrente, se elevaban otras oscuras montañas.
    Por último, en vez de dirigirse a Arusha, dieron la vuelta hacia la izquierda. Supuso, sin ninguna duda, que al piloto le alcanzaba el combustible. Al mirar hacia abajo, vio una nube rosada que se movía sobre el terreno, y en el aire algo semejante a las primeras nieves de unas ventiscas que aparecen de improviso, y entonces supo que eran las langostas que venían del Sur. Luego empezaron a subir. Parecían dirigirse hacia el Este. Después se oscureció todo y se encontraron en medio de una tormenta en la que la lluvia torrencial daba la impresión de estar volando a través de una cascada, hasta que salieron de ella. Compie volvió la cabeza sonriendo y señaló algo. Harry miró, y todo lo que pudo ver fue la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol. Entonces supo que era allí adonde iba.
    En aquel instante, la hiena cambió sus lamentos nocturnos por un sonido raro, casi humano, como un sollozo. La mujer lo oyó y se estremeció de inquietud. No se despertó, sin embargo. En su sueño, se veía en la casa de Long Island, la noche antes de la presentación en sociedad de su hija. Por alguna razón estaba allí su padre, que se portó con mucha descortesía. Pero la hiena hizo tanto ruido que ella se despertó y por un momento, llena de temor, no supo dónde estaba. Luego tomó la linterna portátil e iluminó el catre que le habían entrado después de dormirse Harry. Vio el bulto bajo el mosquitero, pero ahora le parecía que él había sacado la pierna, que colgaba a lo largo de la cama con las vendas sueltas. No aguantó más.
    -¡Molo! -llamó-. ¡Molo! ¡Molo!
    Y después dijo:
    -¡Harry! ¡Harry! -Y levantando la voz-: ¡Harry! ¡Contéstame, te lo ruego! ¡Oh, Harry!
    No hubo respuesta y tampoco lo oyó respirar.
    Fuera de la tienda, la hiena seguía lanzando el mismo gemido extraño que la despertó. Pero los latidos del corazón le impedían oírlo.



    Juan José Arreola / La migala

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    Juan José Arreola
    LA MIGALA

    La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

    El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

    Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes; el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mi como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, al descomunal infierno de los hombres.

    La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible. 

    Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso consquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

    Hay días en que pienso que la migala ha desparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

    Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo victima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

    Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza por las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

    Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.


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