Quantcast
Channel: De otros mundos
Viewing all 13480 articles
Browse latest View live

Salma Hayek / La mexicana que conquistó Hollywood

$
0
0

Salma Hayek, 

la mexicana que conquistó Hollywood

Salma Hayek
Es la primera vez que Hayek actúa en un filme dirigido por Oliver Stone.

La actriz le da vida a una narcotraficante en 'Salvajes', la nueva película de Oliver Stone.

No le pregunten a Salma Hayek cómo es un día típico. La mexicana, de 45 años, nominada al Óscar por Frida, está tan ocupada con su carrera de actriz, su línea de cosméticos, su casa productora Ventanarosa, la crianza de su hija Valentina y el matrimonio con el magnate francés Francois-Henri Pinault, que sus días no tienen nada de típicos.


Su tiempo se divide entre sets de películas, sesiones de fotos, conferencias con perfumeros y productores, reuniones escolares y una agitada vida social entre París y Los Ángeles. Justamente en esta segunda ciudad Hayek habló hace poco con un grupo de periodistas internacionales sobre su nueva película, Salvajes, dirigida por Oliver Stone, que se estrenó el pasado viernes.

En la cinta, la actriz interpreta a Elena, la jefe de un cartel de la droga mexicano que está dispuesta a hacer lo que sea por absorber a productores de marihuana más pequeños y por proteger lo que queda de su familia. 


"Elena heredó ese mundo y de alguna forma también está atrapada. Su única opción es ponerse al frente y defender a los suyos", dice Hayek de su personaje.



La actriz, que ha sido conocida por su glamour en la alfombra roja, dejó ver también su chispa y buen humor, que siempre tiene a flor de piel. "Quiero hacer cosas que transmitan esperanza, que hagan reír o sentirse bien sobre la vida. No estoy en un lugar oscuro y quiero que eso se refleje en el trabajo", dijo.



Es curioso entonces que haya decidido hacer un personaje tan despiadado e implacable como el de Salvajes. En una escena con Benicio del Toro, Hayek tiene que cachetearlo varias veces. Según ella, durante el rodaje el actor le dijo "dame duro, dame duro... no quiero la (cachetada) falsa". Según Del Toro, no fue así (entre risas). Al final, lo único cierto, bromea Hayek, es que su marido estaba de visita en el set ese día y desde entonces la trata mucho mejor.



Por estos días, la mexicana está rodando en Massachusetts 
Son como niños 2, cinta con Adam Sandler. Y pronto estrenará 
Here Comes the Boom, con Kevin James. Aunque últimamente ha actuado en comedias, dice que trabajar con Stone fue un sueño hecho realidad. "Me encanta el proceso que tiene antes de empezar a rodar, que consiste en muchos ensayos, análisis del personaje y trabajo en equipo. Oliver escucha con cero ego, lo cual fue una sorpresa".



De hecho, aceptó el papel simplemente por el director: "Incluso si la parte no hubiera sido buena, habría dicho que sí, solo por ser Oliver. Pero además de todo, el personaje era maravilloso y el resto del reparto espectacular. No había desventajas", anotó.
Pese a lo que podría pensarse, su inspiración para Elena no vino de capos de la droga ni de reinas de la coca. "Tomé prestado de muchas mujeres que están en posición de poder, no necesariamente en el negocio de la droga. 



La película, basada en una novela de Don Winslow, trata, dice Hayek, de recrear de forma auténtica la guerra contra las drogas. Sobre el tema, opina que a pesar de que el problema de la droga es responsabilidad tanto de Estados Unidos como de México, el primero se hace el de la vista gorda. "EE.UU. es parte del problema porque ahí están los consumidores y de ahí es de donde salen las armas".


CLAUDIA SANDOVAL GÓMEZ
Para EL TIEMPO




Lecciones de Anatomía / Los pies de Salma Hayek

$
0
0

Lecciones de Anatomía
LOS PIES DE SALMA HAYEK

From Dusk till Dawn
Salma Hayek
Quentin Tarantino












Salma Hayeck / Cintura de avispa

$
0
0

Salma Hayek


Salma Hayeck
CINTURA DE AVISPA
Los Angeles, 13 de enero de 2013

Salma Hayek dejó a todos perplejos con su figura en los premios Golden Globes. La mexicana, con un look que nos recuerda a su papel en Teresa, vistió de la casa Gucci. El elegante vestido negro acentuaba la pequeña cintura de la también esposa del empresario francés François-Henri Pinault.

Salma Hayek

Salma Hayek




Salma Hayek

Salma Hayek

Salma Hayek


Salma Hayek

Salma Hayek


http://es-us.omg.yahoo.com/fotos/salma-hayek-y-su-cinturita-de-avispa-slideshow/salma-hayek-photo-919746974.html




Salma Hayek / Desnuda en Frida

Jimmy Liao / Fotografías de Triunfo Arciniegas

$
0
0

Jimmy Liao
Guadalajara, 2013
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Jimmy Liao
Fotografías de Triunfo Arciniegas

Una tarde con Jimmy Liao, el ilustrador asiático más conocido y reconocido del momento, como afirman las solapas de sus libros, y de eso no hay duda, es un regalo de los dioses. Pero, además de ilustre ilustrador, todo un escritor. Un escritor de peso completo. Y para comprobarlo basta abrir Hermosa soledad, uno de los libros más bellos, poéticos y profundos que he encontrado en mi oficio de lector.

Jimmy Liao nació en Taipéi, Taiwán, en 1958. Licenciado en Bellas Artes. Sólo a los cuarenta años y después de superar la leucemia, decidió abandonar la publicidad y dedicarse de tiempo completo a dibujar y escribir sus propias historias. Hasta el momento ha publicado cuarenta títulos, traducidos al inglés, alemán, francés, japonés, coreano y español, entre otras lenguas.

De su lejano país vino a la feria más importante de Latinoamérica y expuso su vida y milagros en Filustra, el salón de ilustradores de la Feria del Libro de Guadalajara. No me había inscrito pero pude entrar gracias a una escarapela de SM, una de las editoriales donde publico. No tenía la imagen de Jimmy Liao en mi mente y estuve fotografiando sin descanso a un chino muy elegante, hasta que "me cayó el veinte", como dicen en México. Jimmy Liao se presentó en un inglés rudimentario y el resto del tiempo, luego de disculparse, de moverse y de reír como un niño, habló en su lengua. Temo que la traducción al español fue muy elemental. En una pantalla iban pasando las ilustraciones mientras Jimmy Liao contaba el origen de su oficio, la evolución de su arte, su enfermedad. Mencionó una y otra vez su larga y penosa enfermedad. Su soledad. Como todos los sobrevivientes, es un agradecido con la vida. Su obra inicia en blanco y negro, su grandioso libro, Hermosa soledad, es en blanco y negro. El color entra poco a poco y se hace dueño y señor de su obra. El color es su nueva mirada.

Tomé fotos como loco, malas fotos. Quería el testimonio visual del momento, la prueba de que estuve ahí y no me lo inventé.

Tuvimos el placer de ver en un corto de diez minutos, El pez que sonreía, la historia de un hombre solitario que descubre un pez que le sonríe desde un acuario y termina llevándoselo a casa. Qué historia más bella y más conmovedora. La vida del hombre es el pez hasta que comprende que el encierro y la soledad del mismo pez y decide liberarlo en el mar. Entonces Jimmy Liao es otro, alguien que ha dejado su propia soledad y contempla al prójimo de manera amorosa. Trazos ágiles y colores vivos que apenas son manchas, con amplios márgenes y espacios en blanco, hacen de El pez que sonreía, un libro memorable.

Con tres amigas venezolanos que tampoco se habían inscrito y como adolescentes que persiguen una estrella del rock, fuimos a un estand para que nos firmara los libros y para tomarnos fotos, por supuesto. Es muy posible que sea la única vez que veamos en carne y hueso a Jimmy Liao. Seguiremos leyéndolo, por supuesto, compraremos sus libros a medida que se traduzcan y esperaremos con ansia sus nuevos títulos, pero hay muy pocas esperanzas de otra tarde con Jimmy Liao. Que los dioses lo protejan. Le di El niño gato, uno de mis últimos libros, y en un inglés tan básico como el suyo le expresé mi cariño y mi admiración. No entiende mi idioma pero tal vez alguien le lea o le cuenta sobre este niño gato. Tal vez no rebose su equipaje y mi niño gato tenga un lugar en su biblioteca. Sus libros, en la mía, ocupan un espacio privilegiado, cada vez más amplio, cada vez más sólido y caluroso. Jimmy Liao es uno de los grandes.

Triunfo Arciniegas
Guadalajara, México, 2 de diciembre de 2013

























Quentin Tarantino / La fascinación por los pies

$
0
0

Toda la carrera de Quentin Tarantino ha tenido varios puntos en común: diálogos mordaces y originales, un estilo narrativo fuera de lo convencional, homenajes a otros films del gusto del realizador, violencia, personajes carismáticos y…pies, Tarantino deja en evidencia en cada una de sus películas su fetichismo por los pies femeninos, lo que en ciencia se denomina “podofilia”.

Tarantino fetichista de los pies

En la película ‘Abierto hasta el amanecer’ que dirige su amigo Robert Rodríguez, una de las secuencias más recordadas es el baile de Salma Hayek en el famoso bar ‘Titty Twister’, que acaba con el personaje que interpreta Tarantino bebiendo tequila del pie de la actriz mejicana.

Tarantino bebe al son de Salma

 En ‘Pulp Fiction’ Uma Thurman está bellísima e inolvidable, la presentación de su personaje (Mia Wallace), se realiza con un plano secuencia de sus pies descalzos, además ella y Vincent Vega (John Travolta), tienen una conversación sobre un tipo presuntamente asesinado tras haberle hecho un masaje en los pies a la propia Mia, y poco después se descalzaría para participar en el concurso de baile.

Los pies sucios de Uma en Pul Fiction

En ‘Jackie Brown’ es la actriz Bridget Fonda la que presta sus pies, para el éxtasis de Quentin, en una escena junto a la atenta mirada de Robert De Niro.

Los pies de Bridget Fonda

Más tarde en ‘Kill Bill vol. 1 y 2’, Uma Thurman mostraría varias veces sus pies una vez más, recordando principalmente la escena en la cual, intenta superar la parálisis a base de fuerza de voluntad dentro de la “Pussy Wagon”. En el mismo film, el grupo de rock japonés femenino ‘The 5 6 7 8's’ tocarán sus temas con sus pies descalzos. Además en la misma película varios personajes mueren con los pies descalzos e incluso Uma Thurman A.K.A. ‘The Bride’ aplasta el ojo de una de sus enemigas con el pie.

Uma intenta mover los pies en Kill bill

En el segmento ‘Death Proof’ de ‘Grindhouse’ Tarantino va al limite con su fetichismo, y además de comenzar su film con unos bellos pies femeninos, la cinta se recrea en varios planos donde sus jóvenes actrices Vanessa Ferlito y Sydney Tamiia Poitier muestran sus encantos (para Quentin, sus encantos son sus pies), y por si fuera poco el personaje de Kurt Russell comparte su filia, y la muestra en una secuencia donde toca y chupa los pies de el "inocente" personaje de Rosario Dawson mientras esta duerme en la parte de atrás de su coche.

Kurt juguetón

Finalmente en su último film ‘Malditos Bastardos’, Tarantino no pudo resistir la tentación y colocó otra escena donde mostraba una vez más su fantasía, donde el personaje interpretado por Diane Kruger (Bridget Von Hammersmark) es obligada a probarse un zapato por el ‘cazajudios’ Hans Landa (un magnífico Christoph Waltz), en modo homenaje a la famosa escena de la película ‘La Cenicienta’.

 Diane Kruger en Malditos Bastardos


Lucía Rivadeneyra / Oleajes

$
0
0
Fotografía de Zena Holloway
Lucía Rivadeneyra
OLEAJES

Los paranoicos son como los poetas. Nacen así.
Además, interpretan siempre su realidad en el
sentido de su obsesión, a la cual se adapta todo.
Luis Buñuel

I

Cómo olvidar el mar
si todos los días
entre olas de popelina
me empapa
la salobre blancura
de tu orgasmo

II

Si tu lengua
me arranca óleos marinos
por qué no pintas
mis jadeos

III

El lenguaje de tu cuerpo
en mis adentros
me hace imaginar naúfragos
con la piel desollada

IV

Por las noches
tus besos arenosos
marcan en mi cuerpo
una Vía Láctea
Al amanecer
el mar se la ha tragado
y sólo conservo
en testimonio
el olor de la resaca

V

Antes de dormirte
imagíname sentada en una roca
con las piernas abiertas
frente al crepúsculo
rodeada de algas y cangrejos
Después si puedes
duerme

VI

El único amuleto tibio
vigía de esta cama
es un reloj de arena
que mide nuestro tiempo cotidiano
pero cuando mide el tiempo de mis ganas
pierde la cintura

VII

Hay tormenta en el mar
total oscuridad
barcos perdidos
envuelta en brisa
me acuesto a la deriva
a esperar
tu cuerpo
lleno de brújulas marinas

VIII

Si fuera una sirena
y te tuviera frente a mí
le pediría a un pulpo
que me estrangulara

IX

¡Anda!
buzo perenne
sumergido en mi cuerpo
en busca de oxígeno
y de perlas
¡Anda!
eclípsame con la luna

X

Sorprendida
como mariposa en mar abierto
miro tu sexo
Luego siento entre mis piernas
un caballito de mar
que se desplaza incansable
hacia mi encuentro



Otros poemas




Sasha Grey / Dominada


Sasha Grey / La Biblia es el libro más sexual que he leído

$
0
0

Sasha Grey
LA BIBLIA ES 
EL LIBRO MÁS SEXUAL
QUE HE LEÍDO

Por Lago Fernández

Es curioso. Hace poco conocí a la princesa Letizia y aquello generó un poco de escándalo. Pero nada que ver con lo de Sasha Grey. Los codazos cómplices, peticiones de autógrafos y chistes que me siguen llegando por citarme con ella en una suite del Hotel Mé de Madrid son a todas luces un exceso. Estense tranquilos, adictos al porno. No hubo bukkake.


VICE: ¿Qué tal Sasha, cómo estás?
Sasha Grey: Bien gracias. ¡Amo la revista VICE! Es mi familia (lo dice en español).

Qué bonito.
Me encanta, en serio. Es como mi casa. La leo siempre.

Pues yo no he leído tu libro. El que sacaste con VICE sí, pero esta novela no.
No pasa nada.

¿De qué va La Sociedad Juliette?
Es una novela erótica.

¿Es como 50 sombras de Grey para güeyes?
No. Esto es erótica. No es novela romántica. Mi protagonista tiene un novio al que ama y se respetan pero de pronto ve una peli que le hace cambiar la percepción de las cosas. Ella no busca una aventura romántica sino un mundo en el que poder hacer realidad sus fantasías. Como todo el mundo.


No me creo que quieras hacer realidad todas tus fantasías.
Claro que no. Hay fantasías que jamás pondría en práctica.

¿Cómo cuáles?
En el libro aparecen varias.

No he leído el libro, Sasha.
Si te lo dijera haría un spoiler.

Con que las nombres es suficiente.
No te voy a decir qué escenas de sexo del libro no quiero hacer. Prefiero dejarlo a la imaginación. Las fantasías que no quieres o tienes miedo a realizar se pueden convertir en marranadas al oído de tu pareja cuando están cogiendo. Eso es lo genial de las fantasías. Hablar de ellas puede ser estimulante y ponerte muy caliente.

¿Has practicado la mayoría de cosas que salen en el libro?
Algunas las he hecho y otras no. Otras las he robado de películas.

¿Cuál es el libro más sexual que has leído jamás?
La Biblia.

No, en serio.
Los 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade.

¿Te ha gustado siempre la literatura erótica?
Los clásicos. Pero tengo muchos pendientes por leer. Tengo ganas de leer la trilogía de la Bella Durmiente que escribió Anne Rice con seudónimo. Es fantasía oscura con bondage y de todo.

¿La gente se la jala con este tipo de libros?
Angela Carter dijo algo así como que la literatura erótica es el porno de la élite. Y no puedo estar más de acuerdo. El porno y lo visual te hacen vibrar físicamente. La literatura te hacer vibrar física pero también psicológicamente.

O sea que te masturbas leyendo novela erótica.
Sí, claro.


El guitarrista de Eagle Twin dijo un par de autores que le gustaría recomendarte.
¿En serio? ¿Tocó Eagle Twin aquí?
.
Sí, ayer.
¡Mierda! ¿Y qué me recomienda?

San Agustín. Rumi, el poeta persa. Papillón. Raymond Carver, en general. Y Corman McCarthy. Sobre todo Meridiano de Sangre.
(Me pide que vaya despacio y lo anota todo en su celular). Un montón de gente me ha insistido con McCarthy pero nunca les he hecho caso. El resto lo tendré en cuenta.

¿Le recomendarías tú algo a él?

¿Al guitarrista de Eagle Twin? Quizá Zonas Húmedas, de Charlotte Roche. Teresa, filósofa, de Jean-Baptiste Boyer le podría gustar también. El ser y la nada, de Sartre... Fantasmas, de Chuck Palahniuk. Y de música, Wreckers of Civilisation, el libro sobre Throbbing Gristle





La nueva Sasha Grey

$
0
0
Sasha Grey
LA NUEVA SASHA GREY
Después de un intensivo vistazo al archivo Vice de la semana pasada, queda claro que los días del porno de Sasha Grey quedaron en el pasado. Escuchamos que estaría tocando con su DJ set en un club de la Ciudad de México y buscamos toparla antes del show para preguntarle sobre su nueva vida como actriz, escritora y músico.
VICE: Han pasado tres años desde que te retiraste del porno, ¿cómo fue eso? 

Sasha Grey: Sí, lo dejé en 2009. En realidad nunca hice un gran anuncio acerca de eso, así que cuando salió el libro (Neü Sex, 2011), la gente pensaba que era algo paralelo a mi carrera. No había dicho nada porque para mí no era tan importante hacerlo, no es como que yo quisiera decir: "Hey, mírenme todos, dejé el porno". Simplemente ya me había cansado. Mientras más preguntas me hacían durante la promoción del libro, más me daba cuenta de que tenía que decir algo al respecto. No quise platicarlo con ninguna revista o periódico, así que símplemente lo publiqué en mi página de internet.
En una entrevista dijiste que querías alejarte de tu faceta como actriz porno y que te estabas retirando en el punto más alto de tu carrera, ¿ha funcionado?

Bueno, nada llega fácil. Defitivamente ha sido un reto y una lucha, pero sé disfrutarlo. He tenido que decir "no" a muchas cosas. Algunas personas sólo quieren usar mi nombre o darme papeles de prostituta, estriper o pornstar, pero ya he tenido lo mejor de lo mejor en cuanto a esos roles. Interpreté a una dama de compañía en 
The Girlfriend Experience, y en Entourage a una versión ficticia de mí misma, así que es como tener lo mejor de los dos mundos. Hacer algo más que se parezca a estos papeles es muy fácil y no quiero darle motivos a la gente para decir que no puedo actuar o que sólo me interpreto a mí misma. 


Sabemos que estás trabajando en una nueva película llamada Open Windows, ¿ésta será la oportunidad de demostrar que puedes hacer otro tipo de papeles?

Sí, no tiene nada relacionado a ese tipo de roles. Me gusta porque la película es sobre tener una identidad, no me arrepiento de nada y creo que eso es muy importante, pero hay momentos en la película que reflejan lo que he hecho y dónde he estado. 
Aunque te hayas retirado, es imposible evitar las preguntas de la prensa sobre tu carrera porno.

Sí, es difícil, pero también viene con el paquete. Hay músicos que por décadas han querido avanzar o cambiar de sonido, pero la gente que va a sus conciertos quieren escuchar siempre las mismas cinco canciones que los han hecho famosos. Ésa es la manera en la que lo veo. Tengo amigos que son artistas, pintores, que cuando quieren avanzar en su carrera, símplemente hacen otras cosas. El mundo del arte también es un negocio, así que hay que tratar de romper esas barreras, aunque al final del día la gente sólo quiere ver si puedes hacer dinero. 
¿Quieres ser esa persona que salió del mundo del porno para ser exitosa en el mundo del arte?

Incluso cuando hacía porno también hacía otras cosas. Ahorita, mi objetivo principal y donde pongo toda mi energía es en la actuación y en mi siguiente libro. Me gusta crear. Cuando no estoy ocupada en algo, cuando no estoy trabajando, me siento estática y me vuelvo loca. Trato de estar siempre ocupada, siempre creando, pero también me gusta el desafío. Trabajo bien en la defensa. 
¿A qué te refieres con eso?

La gente siempre dice que no puedes hacer ciertas cosas. Soy como un niño pequeño, cuando me dicen que no puedo hacer algo, lo tengo que hacer. Disfruto demostrarle a la gente que están equivocados.
 

Leí que tu próximo libro será como una mezcla de Fifty Shades of Grey y The Fight Club.

Sí. El Fight Club del Sexo. 
¿Por qué otro libro?

Bueno, el éxito que tuvo Fifty Shades of Grey fue enorme, literalmente es un fenómeno internacional. Mucha gente pensó que yo tenia algo que ver con el libro por el título. Incluso mi mamá me preguntó sobre eso. Un día mi agente me llamó y me dijo: "Tenemos que hacer algo al respecto". No sé si es sólo una coincidencia lo del título, pero si no fuera por ese libro, no estaría haciendo esto. 
¿Tu madre está un poco más tranquila ahora que dejaste el porno?
Por supuesto. Es divertido porque ahora hasta hace bromas al respecto. Le enseña la edición de Playboy en la que salí a mis amigos y cosas por el estilo. 
¿Sigues con tu banda ATelecine?

Sí, actualmente estamos terminando una trilogía de discos. También hicimos un show en vivo en Polonia, aunque nunca tuvimos la intención de ser una banda que salga de gira, pero nos fue bastante bien. Mi ex está en la banda, así que no me interesa mucho ir de gira. Es más fácil hacer música porque podemos hacerlo en cualquier momento y compartir archivos en línea, además hay otros dos integrantes en la banda, lo que mejora el ambiente de trabajo, pero no estoy segura de querer hacer giras. 
¿Qué tipo de música escuchaste en este 2012? 


¿En el 2012? Soy terrible, apesto en eso. Estoy estancada en el pasado en este momento. No sé si puedo mencionar algunos, pero lo intentaré: Willis Earl Beal es irreal. Mmmm... Dios, no sé. Me gusta lo que está haciendo Calvin Harris, siempre hay que tener un poco de soul. También hay un cantante francés de los setenta que se llama Claude Francois, su apodo era Cloclo, al que he estado escuchando mucho últimamente. Hace muchos covers de clásicos americanos y los hace sonar muy bien. De hecho él escribió la canción "My Way", que cantó Frank Sinatra. Cuando Frank Sinatra la cantó, cambió algunas palabras, entonces existe la versión americana con Frank Sinatra, la de Claude Francois en francés y otra más en inglés.








Sasha Grey / Sociedad Juliette

$
0
0

Sasha Grey lanza "Sociedad Juliette"

Exactriz porno lanza novela 

sobre club de sexo

El libro "Sociedad Juliette", de Sasha Grey, ya es un éxito internacional y será llevado al cine.

Por: Información de Afp

Sasha Grey lanza su novela "Sociedad Juliette".
Foto: AFP
Sasha Grey lanza su novela "Sociedad Juliette".
La estadounidense Sasha Grey dejó su carrera como actriz en el cine pornográfico y lanzó este miércoles en Sao Paulo la edición en portugués de su primer libro, un romance sobre un club de sexo, que ya es un éxito internacional y será llevado al cine.
En "Sociedad Juliette", Grey cuenta la historia de una joven que se une a un club en el que "las personas más poderosas del mundo se encuentran para explorar sus fantasías sexuales", según explica una nota de prensa de su editorial en Brasil LeYa. En el club hay banqueros, magnates, traficantes de armas y hasta un sacerdote católico.
El libro, que ya es éxito de ventas en varios países del mundo, es lanzado en portugués en Brasil para cubrir un importante mercado de este tipo de género. Se vende por 17,45 dólares.
La actriz, que firmó sonriente libros en una importante librería de Sao Paulo,dejó el cine porno y se convirtió en la vocalista de una banda de rock y trabajó en otro tipo de películas, como "La experiencia de una novia", deSteven Soderbergh en 2009.
"No estoy interesada en revolucionar el género del romance erótico, pero quiero llevarlo de vuelta a sus orígenes, con un tratamiento lascivo del sexo, particularmente de la sexualidad femenina con algo misterioso y sensual", dijo Grey, cuyo nombre verdadero es Marina Ann Hantzis y se lo cambió inspirada en el personaje de Dorian Grey, del escritor Oscar Wilde.
Los derechos del libro ya fueron vendidos al estudio de cine Fox para llevar la historia a la gran pantalla

Por: Información de Afp

Sasha Grey en la Feria de Guadalajara

$
0
0


SASHA GREY TUVO MÁS ÉXITO 

QUE VARGAS LLOSA EN LA FIL

Por Sisi Rodríguez
O al menos eso parecía desde el centro de una masa de gente abarrotada en uno de los salones de la Feria Internacional del Libro, en Guadalajara, donde la ex actriz porno presentará hoy su novela La Sociedad Juliette.

Plantada frente a los periodistas con una pose de escritora con larga trayectoria, nos fue evidente que Sasha seguiría escribiendo, así que le preguntamos si escribiría otro género además de narrativa. Nos contestó que lleva mucho tiempo escribiendo y que incluso tiene varios guiones para películas. Y cuando le preguntamos por qué no hemos visto sus producciones dijo que es porque no las ha hecho debido a que toma más tiempo que publicar un libro.
Al principio no fue fácil. Como no sabía que tan buena sería como escritora, se limitó a enseñar lo que escribía a sus amigos. Estos leían lo que les mandaba y le decían lo que pensaban. Así lo hizo hasta que se vio obligada a escribir bajo presión y con fechas de entrega. Aunque según la escritora esto fue benéfico para ella. 
Como todo escritor, Sasha también es una gran lectora. Y por si te preguntabas como nosotros lo que leía la señorita Grey, nos contestó que su autor favorito es el Marqués de Sade, y dentro de sus libros preferidos se encuentra Los 120 Días de Sodoma


Más adelante nos dijo que representa a las mujeres de su generación, y se manifestó en contra de las etiquetas con las que lidian las mujeres como el que una mujer deba estar en la casa.
Al comparar el ser escritora con ser la fantasía encarnada en las películas porno comentó que ser escritora es mucho más complicado que ser actriz porno, y que es mucho más exigente.

Finalmente, recordó que cuando terminó su carrera como actriz porno se encontraba frustrada por no saber lo que debía hacer, así que se mantuvo ocupada, no se detuvo, viajó e hizo música... "el miedo más grande era fallar".


Chéjov / El relojero en Páginas de Espuma

$
0
0
Antón Chéjov (a la derecha), con tres de sus cinco hermanos.

Antón Chéjov, el relojero

El volumen con 240 piezas escritas entre 1880 y 1885, con decenas de inéditos en español, inicia la publicación de los cuentos completos del gran escritor ruso


    Si el alma fuera un reloj, Chéjov sería el relojero. Alguien que conoce perfectamente sus entrañas y que sabe cómo es cada una de sus piezas y cómo funcionan sus engranajes. Lo que hizo a lo largo de su vida fue estar metido dentro, contando lo que ocurre, cómo opera ese mecanismo y qué sucede con esas criaturas condenadas un día a morir y que, mientras tanto, se afanan en ir llenando el hueco de las horas.Páginas de Espuma, con edición de Paul Viejo, se ha embarcado ahora en publicar en cuatro volúmenes, de unas 1.200 páginas cada uno, sus cuentos completos. El primero está a punto de llegar a las librerías: reúne 240 piezas de su primera época.
     Chéjov no fue solo escritor, sino también médico, así que al conocimiento de las tormentas espirituales añadía una fina percepción sobre la salud física. Nacido en 1860 en Taganrog, publicó su primer cuento cuando tenía 20 años. Desde entonces ya no paró hasta morir de tuberculosis, en 1904, en Badenweiler. Todos los cuentos y piezas cómicas que escribió hasta 1882 aparecieron firmados con seudónimo y solo a partir de 1883 utilizó su nombre. Publicó su primer libro en 1884:Cuentos de Melpómene. En el relato que Raymond Carver dedica a sus últimos días, Tres rosas amarillas, recoge un comentario que Chéjov hizo tras una visita de Tolstói. Puesto que no tenía “una visión de la vida”, tenía que conformarse con describir la forma en que sus personajes “aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan”. Eso fue lo que hizo.


    Retrato de juventud de Antón Chéjov.
    Para Paul Viejo, el gran desafío de reunir los cuentos completos es ofrecerle la oportunidad al lector español de seguir la evolución de Chéjov de manera cronológica. “Ahora por fin se puede ver cómo fue creciendo y convirtiéndose en ese maestro absoluto que nos fascina en sus obras más redondas”. ¿Inéditos? “Sobre todo de la primera época”, explica. “Hay unos 60 textos que es prácticamente seguro que no se han traducido nunca, aunque podrían llegar a 90: no es fácil comprobar si a alguien no se le ocurrió hacer la versión de una pieza para una revista, pongamos, de Paraguay. Chéjov tuvo que amoldarse al espacio que le ofrecían los medios donde publicaba: 15 líneas…, pues cuentos de 15 líneas”. ¿Y las traducciones? “Su obra se ha traducido muy bien en España, por lo que, más que encargar una nueva versión de los casi 650 cuentos que reuniremos finalmente, hemos creído que era una buena idea juntar también a todos sus traductores. Digamos que estos cuatro volúmenes son también una historia de la traducción de Chéjov en España: los pioneros, los que lo llevaron al gran público, los que se incorporaron después y los más recientes, entre los que me incluyo”.
    Chéjov, ese endemoniado y preciso relojero, supo dar cuenta de cada uno de los sutiles dilemas morales a los que se enfrentan los hombres, pero lo hizo atrapando las cosas que suceden en cada momento, las pequeñas y enormes calamidades, los júbilos y placeres. Vivía en Moscú cuando, en parte por las dificultades económicas de su familia, decidió enviar algunos de sus relatos a las revistas de entonces. Su prioridad era la medicina, pero no le venían mal los cinco kopecs que pagaban por cada línea. Por fin La libélula le aceptó una de sus piezas. Carta a un vecino erudito, el texto que abre este volumen, muestra las ínfulas de un viejo suboficial cosaco que le escribe a un científico que se ha instalado en el vecindario. “Si el hombre”, le dice, “procediera de un simio tonto e ignorante, tendría rabo y una voz salvaje”.


    Portada de los 'Cuentos de Melpómene', el primer libro que el autor ruso publicó.
    La brevedad, un punto de humor y salvar los escollos de la censura. Si Chéjov aceptaba esas reglas de juego tendría sus kopecs. Las aceptó. Una gran parte de los textos de sus primeros años tienen un aire juguetón, bromista, desenfadado. Simula los ejercicios de una colegiala, habla de los temperamentos, parodia los anuncios de aquella época, escribe las divagaciones ociosas de un cadete, resume una vida a través de preguntas y exclamaciones. Desde el principio emergen ya esos personajes que tan bien supo trazar con dos pinceladas y, poco a poco, entre los pliegues de cada sonrisa se introduce una minúscula sacudida.
    En 1882 quiso hacer una antología con sus mejores textos, pero aquel libro, Travesura, no llegó a publicarse nunca. Su título revela sus maneras de entonces. Poco a poco, sin embargo, fue haciéndole más sitio al dolor, a la tristeza, a la piedad. Flores tardías, de ese año, ya contiene el pulso firme de un maestro: la decadencia de la familia de un príncipe, el triunfo del descendiente de uno de sus siervos, el hijo díscolo y la hija enamorada, y una pasión que surge tarde y que resulta inútil. El joven Chéjov de este primer volumen de sus obras completas anuncia al que vendrá después. Es fácil reconocer ya las finas habilidades de ese relojero, que ajusta con precisión los engranajes para marcar con exactitud los temblores del tiempo que pasa.



    Chejov / El beso

    $
    0
    0
    El beso, 1992
    Triunfo Arciniegas
    Anton Chejov
    EL BESO

    El veinte de mayo a las ocho de la tarde las seis baterías de la brigada de artillería de la reserva de N, que se dirigían al campamento, se detuvieron a pernoctar en la aldea de Mestechki. En el momento de mayor confusión, cuando unos oficiales se ocupaban de los cañones y otros, reunidos en la plaza junto a la verja de la iglesia, escuchaban a los aposentadores, por detrás del templo apareció un jinete en traje civil montando una extraña cabalgadura. El animal, un caballo bayo, pequeño, de hermoso cuello y cola corta, no caminaba de frente sino un poco al sesgo, ejecutando con las patas pequeños movimientos de danza, como si se las azotaran con el látigo. Llegado ante los oficiales, el jinete alzó levemente el sombrero y dijo:
    -Su Excelencia el teniente general Von Rabbek, propietario del lugar, invita a los señores oficiales a que vengan sin dilación a tomar el té en su casa...
    El caballo se inclinó, se puso a danzar y retrocedió de flanco; el jinete volvió a alzar levemente el sombrero, y un instante después desapareció con su extraña montura tras la iglesia.
    -¡Maldita sea! -rezongaban algunos oficiales al dirigirse a sus alojamientos-. ¡Con las ganas que uno tiene de dormir y el Von Rabbek ese nos viene ahora con su té! ¡Ya sabemos lo que eso significa!
    Los oficiales de las seis baterías recordaban muy vivamente un caso del año anterior, cuando durante unas maniobras, un conde terrateniente y militar retirado los invitó del mismo modo a tomar el té, y con ellos a los oficiales de un regimiento de cosacos. El conde, hospitalario y cordial, los colmó de atenciones, les hizo comer y beber, no les dejó regresar a los alojamientos que tenían en el pueblo y les acomodó en su propia casa. Todo eso estaba bien y nada mejor cabía desear, pero lo malo fue que el militar retirado se entusiasmó sobremanera al ver aquella juventud. Y hasta que rayó el alba les estuvo contando episodios de su hermoso pasado, los condujo por las estancias, les mostró cuadros de valor, viejos grabados y armas raras, les leyó cartas autógrafas de encumbrados personajes, mientras los oficiales, rendidos y fatigados, escuchaban y miraban deseosos de verse en sus camas, bostezaban con disimulo acercando la boca a sus mangas. Y cuando, por fin, el dueño de la casa los dejó libres era ya demasiado tarde para irse a dormir.
    ¿No sería también de ese estilo el tal Von Rabbek? Lo fuese o no, nada podían hacer. Los oficiales se cambiaron de ropa, se cepillaron y marcharon en grupo a buscar la casa del terrateniente. En la plaza, cerca de la iglesia, les dijeron que a la casa de los señores podía irse por abajo: detrás de la iglesia se descendía al río, se seguía luego por la orilla hasta el jardín, donde las avenidas conducían hasta el lugar; o bien se podía ir por arriba: siguiendo desde la iglesia directamente el camino que a media versta del poblado pasaba por los graneros del señor. Los oficiales decidieron ir por arriba.
    -¿Quién será ese Von Rabbek? -comentaban por el camino-. ¿No será aquel que en Pleven mandaba la división N de caballería?
    -No, aquel no era Von Rabbek, sino simplemente Rabbek, sin von.
    -¡Ah, qué tiempo más estupendo!
    Ante el primer granero del señor, el camino se bifurcaba: un brazo seguía en línea recta y desaparecía en la oscuridad de la noche; el otro, a la derecha, conducía a la mansión señorial. Los oficiales tomaron a la derecha y se pusieron a hablar en voz más baja... A ambos lados del camino se extendían los graneros con muros de albañilería y techumbre roja, macizos y severos, muy parecidos a los cuarteles de una capital de distrito. Más adelante brillaban las ventanas de la mansión.
    -¡Señores, buena señal! -dijo uno de los oficiales-. Nuestro séter va delante de todos; ¡eso significa que olfatea una presa!
    El teniente Lobitko, que iba en cabeza, alto y robusto, pero totalmente lampiño (tenía más de veinticinco años, pero en su cara redonda y bien cebada aún no aparecía el pelo, váyase a saber por qué), famoso en toda la brigada por su olfato y habilidad para adivinar a distancia la presencia femenina, se volvió y dijo:
    -Sí, aquí debe de haber mujeres. Lo noto por instinto.
    Junto al umbral de la casa recibió a los oficiales Von Rabbek en persona, un viejo de venerable aspecto que frisaría en los sesenta años, vestido en traje civil. Al estrechar la mano a los huéspedes, dijo que estaba muy contento y se sentía muy feliz, pero rogaba encarecidamente a los oficiales que, por el amor de Dios, le perdonaran si no les había invitado a pasar la noche en casa. Habían llegado de visita dos hermanas suyas con hijos, hermanos y vecinos, de suerte que no le quedaba ni una sola habitación libre.
    El general les estrechaba la mano a todos, se excusaba y sonreía, pero se le notaba en la cara que no estaba ni mucho menos tan contento por la presencia de los huéspedes como el conde del año anterior y que sólo había invitado a los oficiales por entender que así lo exigían los buenos modales. Los propios oficiales, al subir por la escalinata alfombrada y escuchar sus palabras, se daban cuenta de que los habían invitado a la casa únicamente porque resultaba violento no hacerlo, y, al ver a los criados apresurarse a encender las luces abajo en la entrada, y arriba en el recibidor, empezó a parecerles que con su presencia habían provocado inquietud y alarma. ¿Podía ser grata la presencia de diecinueve oficiales desconocidos allí donde se habían reunido dos hermanas con sus hijos, hermanos y vecinos, sin duda con motivo de alguna fiesta o algún acontecimiento familiar?
    Arriba, a la entrada de la sala, acogió a los huéspedes una vieja alta y erguida, de rostro ovalado y cejas negras, muy parecida a la emperatriz Eugenia. Con sonrisa amable y majestuosa, decía sentirse contenta y feliz de ver en su casa a aquellos huéspedes, y se excusaba de no poder invitar esta vez a los señores oficiales a pasar la noche en la casa. Por su bella y majestuosa sonrisa que se desvanecía al instante de su rostro cada vez que por alguna razón se volvía hacia otro lado, resultaba evidente que en su vida había visto muchos señores oficiales, que en aquel momento no estaba pendiente de ellos y que, si los había invitado y se disculpaba, era sólo porque así lo exigía su educación y su posición social.
    En el gran comedor donde entraron los oficiales, una decena de varones y damas, unos entrados en años y jóvenes otros, estaban tomando el té en el extremo de una larga mesa. Detrás de sus sillas, envuelto en un leve humo de cigarros, se percibía un grupo de hombres. En medio del grupo había un joven delgado, de patillas pelirrojas, que, tartajeando, hablaba en inglés en voz alta. Más allá del grupo se veía, por una puerta, una estancia iluminada, con mobiliario azul.
    -¡Señores, son ustedes tantos que no es posible hacer su presentación! -dijo en voz alta el general, esforzándose por parecer muy alegre-. ¡Traben conocimiento ustedes mismos, señores, sin ceremonias!
    Los oficiales, unos con el rostro muy serio y hasta severo, otros con sonrisa forzada, y todos sintiéndose en una situación muy embarazosa, saludaron bien que mal, inclinándose, y se sentaron a tomar el té.
    Quien más desazonado se sentía era el capitán ayudante Riabóvich, oficial de pequeña estatura y algo encorvado, con gafas y unas patillas como las de un lince. Mientras algunos de sus camaradas ponían cara seria y otros afectaban una sonrisa, su cara, sus patillas de lince y sus gafas parecían decir: «¡Yo soy el oficial más tímido, el más modesto y el más gris de toda la brigada!» En los primeros momentos, al entrar en la sala y luego sentado a la mesa ante su té, no lograba fijar la atención en ningún rostro ni objeto. Las caras, los vestidos, las garrafitas de coñac de cristal tallado, el vapor que salía de los vasos, las molduras del techo, todo se fundía en una sola impresión general, enorme, que alarmaba a Riabóvich y le inspiraba deseos de esconder la cabeza. De modo análogo al declamador que actúa por primera vez en público, veía todo cuanto tenía ante los ojos, pero no llegaba a comprenderlo (los fisiólogos llamaban «ceguera psíquica» a ese estado en que el sujeto ve sin comprender). Pero algo después, adaptado ya al ambiente, empezó a ver claro y se puso a observar. Siendo persona tímida y poco sociable, lo primero que le saltó a la vista fue algo que él nunca había poseído, a saber: la extraordinaria intrepidez de sus nuevos conocidos. Von Rabbek, su mujer, dos damas de edad madura, una señorita con un vestido color lila y el joven de patillas pelirrojas, que resultó ser el hijo menor de Von Rabbek, tomaron con gesto muy hábil, como si lo hubieran ensayado de antemano, asiento entre los oficiales, y entablaron una calurosa discusión en la que no podían dejar de participar los huéspedes. La señorita lila se puso a demostrar con ardor que los artilleros estaban mucho mejor que los de caballería y de infantería, mientras que Von Rabbek y las damas entradas en años sostenían lo contrario. Empezaron a cruzarse las réplicas. Riabóvich observaba a la señorita lila, que discutía con gran vehemencia cosas que le eran extrañas y no le interesaban en absoluto, y advertía que en su rostro aparecían y desaparecían sonrisas afectadas.
    Von Rabbek y su familia hacían participar con gran arte a los oficiales en el debate, pero al mismo tiempo estaban pendientes de vasos y bocas, de si todos bebían, si todos tenían azúcar y por qué alguno de los presentes no comía bizcocho o no tomaba coñac. A Riabóvich, cuanto más miraba y escuchaba, tanto más agradable le resultaba aquella familia falta de sinceridad, pero magníficamente disciplinada.
    Después del té, los oficiales pasaron a la sala. El instinto no había engañado al teniente Lobitko: en la sala había muchas señoritas y damas jóvenes. El séter-teniente se había plantado ya junto a una rubia muy jovencita vestida de negro e, inclinándose con arrogancia, como si se apoyara en un sable invisible, sonreía y movía los hombros con gracia. Probablemente contaba alguna tontería muy interesante, porque la rubia miraba con aire condescendiente el rostro bien cebado y le preguntaba con indiferencia: «¿De veras?» Y de aquel indolente «de veras», el séter, de haber sido inteligente, habría podido inferir que difícilmente le gritarían «¡Busca!»
    Empezó a sonar un piano; un vals melancólico escapó volando de la sala por las ventanas abiertas de par en par, y todos recordaron, quién sabe por qué motivo, que más allá de las ventanas empezaba la primavera y que aquella era una noche de mayo. Todos notaron que el aire olía a hojas tiernas de álamo, a rosas y a lilas. Riabóvich, en quien, bajo el influjo de la música, empezó a dejarse sentir el coñac que había tomado, miró con el rabillo del ojo la ventana, sonrió y se puso a observar los movimientos de las mujeres, hasta que llegó a parecerle que el aroma de las rosas, de los álamos y de las lilas no procedían del jardín, sino de las caras y de los vestidos femeninos.
    El hijo de Von Rabbek invitó a una cenceña jovencita y dio con ella dos vueltas a la sala. Lobitko, deslizándose por el parquet, voló hacia la señorita lila y se lanzó con ella a la pista. El baile había comenzado... Riabóvich estaba de pie cerca de la puerta, entre los que no bailaban, y observaba. En toda su vida no había bailado ni una sola vez y ni una sola vez había estrechado el talle de una mujer honesta. Le gustaba enormemente ver cómo un hombre, a la vista de todos, tomaba a una doncella desconocida por el talle y le ofrecía el hombro para que ella colocara su mano, pero de ningún modo podía imaginarse a sí mismo en la situación de tal hombre. Hubo un tiempo en que envidiaba la osadía y la maña de sus compañeros y sufría por ello; la conciencia de ser tímido, cargado de espaldas y soso, de tener un tronco largo y patillas de lince, lo hería profundamente, pero con los años se había acostumbrado. Ahora, al contemplar a quienes bailaban o hablaban en voz alta, ya no los envidiaba, experimentaba tan solo un enternecimiento melancólico.
    Cuando empezó la contradanza, el joven Von Rabbek se acercó a los que no bailaban e invitó a dos oficiales a jugar al billar. Éstos aceptaron y salieron con él de la sala. Riabóvich, sin saber qué hacer y deseoso de tomar parte de algún modo en el movimiento general, los siguió. De la sala pasaron al recibidor y recorrieron un estrecho pasillo con vidrieras, que los llevó a una estancia donde ante su aparición se alzaron rápidamente de los divanes tres soñolientos lacayos. Por fin, después de cruzar una serie de estancias, el joven Von Rabbek y los oficiales entraron en una habitación pequeña donde había una mesa de billar. Empezó el juego.
    Riabóvich, que nunca había jugado a nada que no fueran las cartas, contemplaba indiferente junto al billar a los jugadores, mientras que éstos, con las guerreras desabrochadas y los tacos en las manos, daban zancadas, soltaban retruécanos y gritaban palabras incomprensibles. Los jugadores no paraban mientes en él; sólo de vez en cuando alguno de ellos, al empujarlo con el codo o al tocarlo inadvertidamente con el taco, se volvía y le decía «Pardon!». Aún no había terminado la primera partida cuando le empezó a parecer que allí estaba de más, que estorbaba. De nuevo se sintió atraído por la sala y se fue.
    Pero en el camino de retorno le sucedió una pequeña aventura. A la mitad del recorrido se dio cuenta de que no iba por donde debía. Se acordaba muy bien de que tenía que encontrarse con las tres figuras de lacayos soñolientos, pero había cruzado ya cinco o seis estancias, y era como si a aquellas figuras se las hubiera tragado la tierra. Percatándose de su error, retrocedió un poco, dobló a la derecha y se encontró en un gabinete sumido en la penumbra, que no había visto cuando se dirigía a la sala de billar. Se detuvo unos momentos, luego abrió resuelto la primera puerta en que puso la vista y entró en un cuarto completamente a oscuras. Enfrente se veía la rendija de una puerta por la que se filtraba una luz viva; del otro lado de la puerta, llegaban los apagados sones de una melancólica mazurca. También en el cuarto oscuro, como en la sala, las ventanas estaban abiertas de par en par, y se percibía el aroma de álamos, lilas y rosas...
    Riabóvich se detuvo pensativo... En aquel momento, de modo inesperado, se oyeron unos pasos rápidos y el leve rumor de un vestido, una anhelante voz femenina balbuceó «¡Por fin!», y dos brazos mórbidos, perfumados, brazos de mujer sin duda, le envolvieron el cuello; una cálida mejilla se apretó contra la suya y al mismo tiempo resonó un beso. Pero acto seguido la que había dado el beso exhaló un breve grito y Riabóvich tuvo la impresión de que se apartaba bruscamente de él con repugnancia. Poco faltó para que también él profiriera un grito, y se precipitó hacia la rendija iluminada de la puerta...
    Cuando volvió a la sala, el corazón le martilleaba y las manos le temblaban de manera tan notoria que se apresuró a esconderlas tras la espalda. En los primeros momentos le atormentaban la vergüenza y el temor de que la sala entera supiera que una mujer acababa de abrazarlo y besarlo, se retraía y miraba inquieto a su alrededor, pero, al convencerse de que allí seguían bailando y charlando tan tranquilamente como antes, se entregó por entero a una sensación nueva, que hasta entonces no había experimentado ni una sola vez en la vida. Le estaba sucediendo algo raro... El cuello, unos momentos antes envuelto por unos brazos mórbidos y perfumados, le parecía untado de aceite; en la mejilla, a la izquierda del bigote, donde lo había besado la desconocida, le palpitaba una leve y agradable sensación de frescor, como de unas gotas de menta, y lo notaba tanto más cuanto más frotaba ese punto. Todo él, de la cabeza a los pies, estaba colmado de un nuevo sentimiento extraño, que no hacía sino crecer y crecer... Sentía ganas de bailar, de hablar, de correr al jardín, de reír a carcajadas... Se olvidó por completo de que era encorvado y gris, de que tenía patillas de lince y «un aspecto indefinido» (así lo calificaron una vez en una conversación de señoras que él oyó por azar). Cuando pasó por su vera la mujer de Von Rabbek, le sonrió con tanta amabilidad y efusión que la dama se detuvo y lo miró interrogadora.
    -¡Su casa me gusta enormemente...! -dijo Riabóvich, ajustándose las gafas.
    La generala sonrió y le contó que aquella casa había pertenecido ya a su padre. Después le preguntó si vivían sus padres, si llevaba en la milicia mucho tiempo, por qué estaba tan delgado y otras cosas por el estilo... Contestadas sus preguntas, siguió ella su camino, pero después de aquella conversación Riabóvich comenzó a sonreír aún con más cordialidad y a pensar que lo rodeaban unas personas magníficas...
    Durante la cena, Riabóvich comió maquinalmente todo cuanto le sirvieron. Bebía y, sin oír nada, procuraba explicarse la reciente aventura. Lo que acababa de sucederle tenía un carácter misterioso y romántico, pero no era difícil de descifrar. Sin duda, alguna señorita o dama se había citado con alguien en el cuarto oscuro, había estado esperando largo rato y, debido a sus nervios excitados, había tomado a Riabóvich por su héroe. Esto resultaba más verosímil dado que Riabóvich, al pasar por la estancia oscura, se había detenido caviloso, es decir, tenía el aspecto de una persona que también espera algo... Así se explicaba Riabóvich el beso que había recibido.
    «Pero ¿quién será ella? -pensaba, examinando los rostros de las mujeres-. Debe de ser joven, porque las viejas no acuden a las citas. Estaba claro, por otra parte, que pertenecía a un ambiente cultivado, y eso se notaba por el rumor del vestido, por el perfume, por la voz...»
    Detuvo la mirada en la señorita lila, que le gustó mucho; tenía hermosos hombros y brazos, rostro inteligente y una voz magnífica. Riabóvich deseó, al contemplarla, que fuese precisamente ella y no otra la desconocida... Pero la joven se echó a reír con aire poco sincero y arrugó su larga nariz, que le pareció la nariz de una vieja. Entonces trasladó la mirada a la rubia vestida de negro. Era más joven, más sencilla y espontánea, tenía unas sienes encantadoras y se llevaba la copa a los labios con mucha gracia. Entonces Riabóvich habría deseado que esa fuese aquella. Pero poco después le pareció que tenía el rostro plano, y volvió los ojos hacia su vecina...
    «Es difícil adivinar -pensaba, dando libre curso a su fantasía-. Si de la del vestido lila se tomaran solo los hombros y los brazos, se les añadieran las sienes de la rubia y los ojos de aquella que está sentada a la izquierda de Lobitko, entonces...»
    Hizo en su mente esa adición y obtuvo la imagen de la joven que lo había besado, la imagen que él deseaba, pero que no lograba descubrir en la mesa.
    Terminada la cena, los huéspedes, ahítos y algo achispados, empezaron a despedirse y a dar las gracias. Los anfitriones volvieron a disculparse por no poder ofrecerles alojamiento en la casa.
    -¡Estoy muy contento, muchísimo, señores! -decía el general, y esta vez era sincero (probablemente porque al despedir a los huéspedes la gente suele ser bastante más sincera y benévola que al darles la bienvenida). ¡Estoy muy contento! ¡Quedan invitados para cuando estén de regreso! ¡Sin cumplidos! Pero ¿por dónde van? ¿Quieren pasar por arriba? No, vayan por el jardín, por abajo, el camino es más corto.
    Los oficiales se dirigieron al jardín. Después de la brillante luz y de la algazara, pareció muy oscuro y silencioso. Caminaron sin decir palabra hasta la portezuela. Estaban algo bebidos, alegres y contentos, pero las tinieblas y el silencio los movieron a reflexionar por unos momentos. Probablemente, a cada uno de ellos, como a Riabóvich, se le ocurrió pensar en lo mismo: ¿llegaría también para ellos alguna vez el día en que, como Rabbek, tendrían una casa grande, una familia, un jardín y la posibilidad, aunque fuera con poca sinceridad, de tratar bien a las personas, de dejarlas ahítas, achispadas y contentas?
    Salvada la portezuela, se pusieron a hablar todos a la vez y a reír estrepitosamente sin causa alguna. Andaban ya por un sendero que descendía hacia el río y corría luego junto al agua misma, rodeando los arbustos de la orilla, los rehoyos y los sauces que colgaban sobre la corriente. La orilla y el sendero apenas se distinguían y la orilla opuesta se hallaba totalmente sumida en las tinieblas. Acá y allá las estrellas se reflejaban en el agua oscura, tremolaban y se distendían, y sólo por esto se podía adivinar que el río fluía con rapidez. El aire estaba en calma. En la otra orilla gemían los chorlitos soñolientos, y en esta un ruiseñor, sin prestar atención alguna al tropel de oficiales, desgranaba sus agudos trinos en un arbusto. Los oficiales se detuvieron junto al arbusto, lo sacudieron, pero el ruiseñor siguió cantando.
    -¿Qué te parece? -Se oyeron unas exclamaciones de aprobación-. Nosotros aquí a su lado y él sin hacer caso, ¡valiente granuja!
    Al final el sendero ascendía y desembocaba cerca de la verja de la iglesia. Allí los oficiales, cansados por la subida, se sentaron y se pusieron a fumar. En la otra orilla apareció una débil lucecita roja y ellos, sin nada que hacer, pasaron un buen rato discutiendo si se trataba de una hoguera, de la luz de una ventana o de alguna otra cosa... También Riabóvich contemplaba aquella luz y le parecía que ésta le sonreía y le hacía guiños, como si estuviera en el secreto del beso.
    Llegado a su alojamiento, Riabóvich se apresuré a desnudarse y se acostó. En la misma isba que él se albergaban Lobitko y el teniente Merzliakov, un joven tranquilo y callado, considerado entre sus compañeros como un oficial culto, que leía siempre, cuando podía, el Véstnik Yevrópy, que llevaba consigo. Lobitko se desnudó, estuvo un buen rato paseando de un extremo a otro, con el aire de un hombre que no está satisfecho, y mandó al ordenanza a buscar cerveza. Merzliakov se acostó, puso una vela junto a su cabecera y se abismó en la lectura del Véstnik.
    «¿Quién sería?», pensaba Riabóvich mirando el techo ahumado.
    El cuello aún le parecía untado de aceite y cerca de la boca notaba una sensación de frescor como la de unas gotas de menta. En su imaginación centelleaban los hombros y brazos de la señorita de lila. Las sienes y los ojos sinceros de la rubia de negro. Talles, vestidos, broches. Se esforzaba por fijar su atención en aquellas imágenes, pero ellas brincaban, se extendían y oscilaban. Cuando en el anchuroso fondo negro que toda persona ve al cerrar los ojos desaparecían por completo tales imágenes, empezaba a oír pasos presurosos, el rumor de un vestido, el sonido de un beso, y una intensa e inmotivada alegría se apoderaba de él... Mientras se entregaba a este gozo, oyó que volvía el ordenanza y comunicaba que no había cerveza. Lobitko se indignó y se puso a dar zancadas otra vez.
    -¡Si será idiota! -decía, deteniéndose ya ante Riabóvich ya ante Merzliakov-. ¡Se necesita ser estúpido e imbécil para no encontrar cerveza! Bueno, ¿no dirán que no es un canalla?
    -Claro que aquí es imposible encontrar cerveza -dijo Merzliakov, sin apartar los ojos del Véstnik Yevrópy.
    -¿No? ¿Lo cree usted así? -insistía Lobitko-. Señores, por Dios, ¡arrójenme a la luna y allí les encontraré yo enseguida cerveza y mujeres! Ya verán, ahora mismo voy por ella... ¡Llámenme miserable si no la encuentro!
    Tardó bastante en vestirse y en calzarse las altas botas. Después encendió un cigarrillo y salió sin decir nada.
    -Rabbek, Grabbek, Labbek -se puso a musitar, deteniéndose en el zaguán-. Diablos, no tengo ganas de ir solo. Riabóvich, ¿no quiere darse un paseo?
    Al no obtener respuesta, volvió sobre sus pasos, se desnudó lentamente y se acostó. Merzliakov suspiró, dejó a un lado el Véstník Yevrópy y apagó la vela.
    -Bueno... -balbuceó Lobitko, encendiendo un pitillo en la oscuridad.
    Riabóvich metió la cabeza bajo la sábana, se hizo un ovillo y empezó a reunir en su imaginación las vacilantes imágenes y a juntarlas en un todo. Pero no logró nada. Pronto se durmió, y su último pensamiento fue que alguien lo acariciaba y lo colmaba de alegría, que en su vida se había producido algo insólito, estúpido, pero extraordinariamente hermoso y agradable. Y ese pensamiento no lo abandonó ni en sueños.
    Cuando despertó, la sensación de aceite en el cuello y de frescor de menta cerca de los labios ya había desaparecido, pero la alegría, igual que la víspera, se le agitaba en el pecho como una ola. Miró entusiasmado los marcos de las ventanas dorados por el sol naciente y prestó oído al movimiento de la calle. Al pie mismo de las ventanas hablaban en voz alta. El jefe de la batería de Riabóvich, Lebedetski, que acababa de alcanzar a la brigada, conversaba con su sargento primero en voz muy alta, como tenía por costumbre.
    -¿Y qué más? -gritaba el jefe.
    -Ayer, al herrar los caballos, señoría, herraron a Golúbchik. El practicante le aplicó un emplaste de arcilla con vinagre. Ahora lo conducen de la rienda, aparte. Y también ayer, su señoría, el herrador Artémiev se emborrachó y el teniente mandó que lo ataran en el avantrén de una cureña de repuesto.
    El sargento primero informó además de que Kárpov había olvidado los nuevos cordones de las trompetas y las estaquillas de las tiendas, y de que los señores oficiales habían estado de visita la noche anterior en casa del general Von Rabbek. En plena conversación, apareció en el vano de la ventana la barba roja de Lebedetski. Miró con los ojos miopes semientornados las soñolientas caras de los oficiales y los saludó.
    -¿Todo marcha bien? -preguntó.
    -El caballo limonero se ha hecho una rozadura en la cerviz -respondió Lobitko bostezando-. Ha sido con la nueva collera.
    El jefe suspiró, reflexionó unos momentos y dijo en voz alta:
    -Pues yo pienso ir a ver a Aleksandra Yevgráfovna. Tengo que visitarla. Bueno, adiós. Los alcanzaré antes de que anochezca.
    Un cuarto de hora después, la brigada se puso en marcha. Cuando pasaba por delante de los graneros del señor, Riabóvich miró a la derecha hacia la casa. Las ventanas tenían las celosías cerradas. Evidentemente, allí dormía aún todo el mundo. También dormía aquella que la víspera lo había besado. Se la quiso imaginar durmiendo. La ventana de la alcoba abierta de par en par, las ramas verdes mirando por aquella ventana, la frescura matinal, el aroma de álamos, de lilas, y de rosas, la cama, la silla y en ella el vestido que el día anterior rumoreaba, las zapatillas, el pequeño reloj en la mesita, todo se lo representaba él con claridad y precisión, pero los rasgos de la cara, la linda sonrisa soñolienta, precisamente aquello que era importante y característico, le resbalaba en la imaginación como el mercurio entre los dedos. Recorrida una media versta, miró hacia atrás: la iglesia amarilla, la casa, el río y el jardín se hallaban inundados de luz; el río, con sus orillas de acentuado verdor, reflejando en sus aguas el cielo azul y mostrando algún que otro lugar plateado por el sol, era hermoso. Riabóvich lanzó una última mirada a Mestechki y experimentó una profunda tristeza, como si se separara de algo muy íntimo y entrañable.
    En cambio, en la ruta sólo aparecían ante los ojos cuadros sin ningún interés, conocidos desde hacía mucho tiempo... A derecha y a izquierda, campos de centeno joven y de alforfón, por los que saltaban los grajos. Miras hacia adelante y sólo ves polvo y nucas; miras hacia atrás, y ves el mismo polvo y caras... Delante marchan cuatro hombres armados con sables: forman la vanguardia. Tras ellos va el grupo de cantores, a los que siguen los trompetas, que montan a caballo. La vanguardia y los cantores, como los empleados de las pompas fúnebres que llevan antorchas en los entierros, olvidan a cada momento la distancia que estipula el reglamento y se adelantan demasiado... Riabóvich se encuentra en la primera pieza de la quinta batería. Ve las cuatro baterías que le preceden. A una persona que no sea militar, la fila larga y pesada que forma una brigada en marcha le parece un baturrillo enigmático, poco comprensible; no entiende por qué alrededor de un solo cañón van tantos hombres, ni por qué lo arrastran tantos caballos guarnecidos con un extraño atelaje como si la pieza fuera realmente terrible y pesada. En cambio, para Riabóvich todo es comprensible y, por ello, carece del menor interés. Sabe hace ya tiempo por qué al frente de cada batería cabalga junto al oficial un vigoroso suboficial, y por qué se llama «delantero»; a la espalda de este suboficial se ve al conductor del primer par de caballos, y luego al del par central; Riabóvich sabe que los caballos de la izquierda, en los que los conductores montan, se llaman de ensillar, y los de la derecha se llaman de refuerzo. Eso no tiene ningún interés. Detrás del conductor van dos caballos limoneros. Uno de ellos lo cabalga un jinete con el polvo de la última jornada en la espalda y con un madero tosco y ridículo sobre la pierna derecha; Riabóvich sabe para qué sirve ese madero y no le parece ridículo. Todos los que montan a caballo agitan maquinalmente los látigos y de vez en cuando gritan. El cañón por sí mismo es feo. En el avantrén van los sacos de avena, cubiertos con una lona impermeabilizada, y del cañón propiamente dicho cuelgan teteras, macutos de soldado y saquitos; todo eso le da un aspecto de pequeño animal inofensivo al que, no se sabe por qué razón, rodean hombres y caballos. A su flanco, por la parte resguardada del viento, marchan balanceando los brazos seis servidores. Detrás de la pieza se encuentran otra vez nuevos artilleros, conductores, caballos limoneros, tras los cuales se arrastra un nuevo cañón tan feo y tan poco imponente como el primero. Al segundo 1e siguen el tercero y el cuarto. Junto a este va un oficial, y así sucesivamente. La brigada consta en total de seis baterías y cada batería tiene cuatro cañones. La columna se extiende una media versta. Se cierra con un convoy a cuya vera, bajando su cabeza de largas orejas, marcha cavilosa una figura en sumo grado simpática: el asno Magar, traído de Turquía por uno de los jefes de batería.
    Riabóvich miraba indiferente adelante y atrás, a las nucas y a las caras. En otra ocasión se habría adormilado, pero esta vez se sumergía por entero en sus nuevos y agradables pensamientos. Al principio, cuando la brigada acababa de ponerse en marcha, quiso persuadirse de que la historia del beso sólo podía tener el interés de una aventura pequeña y misteriosa, pero que en realidad era insignificante, y que pensar en ella seriamente resultaba por lo menos estúpido. Pero pronto mandó a paseo la lógica y se entregó a sus quimeras... Ora se imaginaba en el salón de Von Rabbek, al lado de una joven parecida a la señorita de lila y a la rubia de negro; ora cerraba los ojos y se veía con otra joven totalmente desconocida de rasgos muy imprecisos; mentalmente le hablaba, la acariciaba, se inclinaba sobre su hombro, se representaba la guerra y la separación, después el encuentro, la cena con la mujer y los hijos...
    -¡A los frenos! -resonaba la voz de mando cada vez que se descendía una cuesta.
    Él también exclamaba «¡A los frenos!», temiendo que ese grito interrumpiera sus ensueños y lo devolviera a la realidad.
    Al pasar por delante de una hacienda, Riabóvich miró por encima de la empalizada al jardín. Apareció ante sus ojos una avenida larga, recta como una regla, sembrada de arena amarilla y flanqueada de jóvenes abedules... Con la avidez del hombre embebido en sus sueños, se representó unos piececitos de mujer caminando por la arena amarilla, y de manera totalmente inesperada se perfiló en su imaginación, con toda nitidez, aquella que lo había besado y que él había logrado fantasear la noche anterior durante la cena. La imagen se fijó en su cerebro y ya no ló abandonó.
    Al mediodía, detrás, cerca del convoy, resonó un grito:
    -¡Alto! ¡Vista a la izquierda! ¡Señores oficiales!
    En una carretela arrastrada por un par de caballos blancos, se acercó el general de la brigada. Se detuvo junto a la segunda batería y gritó algo que nadie comprendió. Varios oficiales, entre ellos Riabóvich, se le acercaron al galope.
    -¿Qué tal? ¿Cómo vamos? -preguntó el general, entornando los ojos enrojecidos-. ¿Hay enfermos?
    Obtenidas las respuestas, el general, pequeño y enteco, reflexionó y dijo, volviéndose hacia uno de los oficiales:
    -El conductor del limonero de su tercer cañón se ha quitado la rodillera y el bribón la ha colgado en el avantrén. Castíguelo.
    Alzó los ojos hacia Riabóvich y prosiguió:
    -Me parece que usted ha dejado los tirantes demasiado largos...
    Hizo aún algunas aburridas observaciones, miró a Lobitko y se sonrió:
    -Y usted, teniente Lobitko, tiene un aire muy triste -dijo-. ¿Siente nostalgia por Lopujova? ¡Señores, echa de menos a Lopujova!
    Lopujova era una dama muy entrada en carnes y muy alta, que había rebasado hacía ya tiempo los cuarenta. El general, que tenía una debilidad por las féminas de grandes proporciones cualquiera que fuese su edad, sospechaba la misma debilidad en sus oficiales. Ellos sonrieron respetuosamente. El general de la brigada, contento por haber dicho algo divertido y venenoso, rió estrepitosamente, tocó la espalda de su cochero y se llevó la mano a la visera. El coche reemprendió la marcha.
    «Todo eso que ahora sueño y que me parece imposible y celestial, es en realidad muy común» -pensaba Riabóvich mirando las nubes de polvo que corrían tras la carretela del general-. «Es muy corriente y le sucede a todo el mundo... Por ejemplo, este general en su tiempo amó; ahora está casado y tiene hijos. El capitán Vájter también está casado y es querido, aunque tiene una feísima nuca roja y carece de cintura... Salmánov es tosco, demasiado tártaro, pero ha tenido también su idilio terminado en boda... Yo soy como los demás, y antes o después sentiré lo mismo que todos...»
    La idea de que era un hombre como tantos y de que también su vida era una de tantas, lo alegró y reconfortó. Ya se la representaba osadamente a ella, y también su propia felicidad, sin poner freno alguno a su imaginación.
    Cuando por la tarde la brigada hubo llegado a su destino y los oficiales descansaban en las tiendas, Riabóvich, Merzliakov y Lobitko se sentaron a cenar alrededor de un baúl. Merzliakov comía sin apresurarse, masticaba despacio y leía el Véstnik Yevrópy que sostenía sobre las rodillas. Lobitko hablaba sin parar y se servía cerveza. Y Riabóvich, con la cabeza turbia por los sueños de toda la jornada, callaba y bebía. Después del tercer vaso, se achispó, se debilitó y experimentó un irresistible deseo de compartir su nueva impresión con sus compañeros.
    -Me sucedió algo extraño en casa de esos Von Rabbek... -empezó a decir, procurando imprimir a su voz un tono de indiferencia burlona-. Había ido, no sé si lo saben, a la sala de billar...
    Se puso a contar con todo detalle la historia del beso y al minuto se calló... En aquel minuto lo había contado todo y le sorprendía tremendamente que hubiera necesitado tan poco tiempo para su relato. Le parecía que de aquel beso habría podido hablar hasta la madrugada. Habiéndolo escuchado, Lobitko, que contaba muchas trolas y por esta razón no creía a nadie, lo miró desconfiado y sonrió. Merzliakov enarcó las cejas y tranquilamente, sin apartar la mirada del Véstnik Yevrópy, dijo:
    -¡Que Dios lo entienda! Arrojarse al cuello de alguien sin antes haber preguntado quién era... Se trataría de una psicópata.
    -Sí, debía de ser una psicópata... -asintió Riabóvich.
    -Una vez me ocurrió a mí un caso análogo... -dijo Lobitko, poniendo ojos de susto-. Iba el año pasado a Kovno... Tomé un billete de segunda clase... El vagón estaba de bote en bote y no había manera de dormir. Di medio rublo al revisor... Él cogió mi equipaje y me condujo a un compartimiento... Me acosté y me cubrí con la manta. Estaba oscuro, ¿comprenden? De súbito noté que alguien me ponía la mano en el hombro y respiraba ante mi cara... Abrí los ojos, y figúrense, ¡era una mujer! Los ojos negros, los labios rojos como carne de salmón, las aletas de la nariz latiendo de pasión frenesí, los senos, unos amortiguadores de tren...
    -Permítame -lo interrumpió tranquilamente Merzliakov-, lo de los senos se comprende, pero ¿cómo podía usted ver los labios si estaba oscuro?
    Lobitko empezó a salirse por la tangente y a burlarse de la poca perspicacia de Merzliakov. Esto molesté a Riabóvich, que se apartó del baúl, se acostó y se prometió no volver a hacer nunca confidencias.
    Empezó la vida del campamento... Transcurrían los días muy semejantes unos a los otros. Durante todos ellos, Riabóvich se sentía, pensaba y se comportaba como un enamorado. Cada mañana, cuando el ordenanza lo ayudaba a levantarse, al echarse agua fría a la cabeza se acordaba de que había en su vida algo bueno y afectuoso.
    Por las tardes, cuando sus compañeros se ponían a hablar de amor y de mujeres, él escuchaba, se les acercaba y adoptaba una expresión como la que suele aflorar en los rostros de los soldados al oír el relato de una batalla en la que ellos mismos han participado. Y las tardes en que los oficiales superiores, algo alegres, con el séter-Lobitko a la cabeza, emprendían alguna correría donjuanesca por el arrabal, Riabóvich, que tomaba parte en tales salidas, solía ponerse triste, se sentía profundamente culpable y mentalmente le pedía a ella perdón... En las horas de ocio o en las noches de insomnio, cuando le venían ganas de rememorar su infancia, a su padre, a su madre y, en general, todo lo que era familiar y entrañable, también se acordaba, infaliblemente, de Mestechki, del raro caballo, de Von Rabbek, de su mujer parecida a la emperatriz Yevguenia, del cuarto oscuro, de la rendija iluminada de la puerta...
    El treinta y uno de agosto regresaba del campamento, pero ya no con su brigada, sino con dos baterías. Durante todo el camino soñó y se impacientó como si volviera a su lugar natal. Deseaba con toda el alma ver de nuevo el caballo extraño, la iglesia, la insincera familia Von Rabbek y el cuarto oscuro. La «voz interior» que con tanta frecuencia engaña a los enamorados le susurraba, quién sabe por qué, que la vería sin falta... Unos interrogantes lo torturaban: ¿cómo se encontraría con ella?, ¿de qué le hablaría?, ¿no habría olvidado ella el beso? En el peor de los casos, pensaba, aunque no se encontraran, para él ya resultaría agradable el mero hecho de pasar por el cuarto oscuro y recordar...
    Hacia la tarde se divisaron en el horizonte la conocida iglesia y los blancos graneros. A Riabóvich empezó a palpitarle el corazón... No escuchaba al oficial que cabalgaba a su lado y le decía alguna cosa, se olvidó de todo contemplando con avidez el río que brillaba en lontananza, la techumbre de la casa, el palomar encima del cual revoloteaban las palomas iluminadas por el sol poniente.
    Se acercaron a la iglesia y luego, al escuchar al aposentador, esperaba a cada instante que por detrás del templo apareciera el jinete e invitara a los oficiales a tomar el té, pero... el informe de los aposentadores tocó a su fin, los oficiales bajaron de sus cabalgaduras y se dispersaron por el pueblo, y el jinete no comparecía.
    «Ahora Von Rabbek se enterará de nuestra llegada por los mujiks y mandará por nosotros», pensaba Riabóvich al entrar en una isba, sin comprender por qué su compañero encendía una vela ni por qué los ordenanzas se apresuraban a preparar los samovares...
    Una penosa inquietud se apoderó de él. Se acostó, después se levantó y miró por la ventana si llegaba el jinete. Pero no había jinete. Volvió a acostarse. Media hora más tarde se levantó y, sin poder dominar su inquietud, salió a la calle y dirigió sus pasos hacia la iglesia. La plaza, cerca de la verja, estaba oscura y desierta... Tres soldados se habían detenido, juntos y callados, al mismísimo borde del sendero. Al ver a Riabóvich, salieron de su ensimismamiento y lo saludaron. Él se llevó la mano a la visera y empezó a bajar por el conocido sendero.
    Por encima de la otra orilla, el cielo se había teñido de un color purpúreo: salía la luna. Dos campesinas, charlando en voz alta, andaban por un huerto arrancando hojas de col; tras los huertos negreaban algunas isbas... Y en la orilla de este lado, todo era igual que en mayo: el sendero, los arbustos, los sauces inclinados sobre el agua... Sólo no se oía al valiente ruiseñor, ni se notaba olor a álamo y a hierba tierna.
    Ante el jardín, Riabóvich miró por la portezuela. El jardín estaba oscuro y silencioso... Sólo se distinguían los troncos blancos de los abedules próximos y un pequeño tramo de la avenida, todo lo demás se confundía en una masa negra. Riabóvich aguzaba el oído y miraba ávidamente, pero, tras haber permanecido allí alrededor de un cuarto de hora sin oír ni un ruido y sin haber visto una luz, volvió sobre sus pasos...
    Se acercó al río. Ante él se destacaban la caseta de baños del general y unas sábanas colgadas en las barandillas del puentecillo. Subió al pequeño puente, se detuvo un poco, tocó sin necesidad una de las sábanas, que encontró áspera y fría. Miró hacia abajo, al agua... El río se deslizaba rápido y apenas se le oía rumorear junto a los pilotes de la caseta. La luna roja se reflejaba cerca de la orilla; pequeñas ondas corrían por su reflejo alargándola, despedazándola, como si quisieran llevársela.
    «¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido! -pensaba Riabóvich contemplando la corriente-. ¡Qué poco inteligente es todo esto.»
    Ahora que ya no esperaba nada, la historia del beso, su impaciencia, sus vagas esperanzas y su desencanto se le aparecían con vívida luz. Ya no le parecía extraño que no se hubiera presentado el jinete enviado por el general, ni no ver nunca a aquella que casualmente lo había besado a él en lugar de otro. Al contrario, lo raro sería que la viera.
    El agua corría no se sabía hacia dónde ni para qué. Del mismo modo corría en mayo; el riachuelo, en el mes de mayo, había desembocado en un río caudaloso, y el río en el mar; después se había evaporado, se había convertido en lluvia, y quién sabe si aquella misma agua no era la que en este momento corría otra vez ante los ojos de Riabóvich... ¿A santo de qué? ¿Para qué?
    Y el mundo entero, la vida toda, le parecieron a Riabóvich una broma incomprensible y sin objeto. Apartando luego la vista del agua y tras haber elevado los ojos al cielo, recordó otra vez cómo el destino en la persona de aquella mujer desconocida lo había acariciado por azar, se acordó de sus ensueños y visiones estivales, y su vida le pareció extraordinariamente aburrida, mísera y gris.
    Cuando regresó a su isba, no encontró en ella a ninguno de sus compañeros. El ordenanza le informó que todos se habían ido a casa del «general Fontriabkin», que había mandado un jinete a invitarlos... Por un instante el gozo estalló en el pecho de Riabóvich, pero él se apresuró a apagar aquella llama, se acostó y, para contrariar a su destino, como si deseara vejarle, no fue a casa del general.





    Chejov / La señora del perrito

    $
    0
    0

    Anton Chejov
    LA SEÑORA DEL PERRITO

    UNO

    Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
    Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».
    «Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
    Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
    La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.
    Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.
    Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
    La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.
    -No muerde -dijo, y se sonrojó.
    -¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
    -Cinco días.
    -Yo llevo ya quince aquí.
    Un corto silencio siguió a estas palabras.
    -El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
    -Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!
    Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...
    De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
    También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
    Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.
    «Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.

    DOS

    Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.
    Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.
    A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
    La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
    Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.
    -El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
    Ella no contestó.
    Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
    -Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
    La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.
    Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.
    -Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.
    Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
    Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.
    La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
    -¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.
    -Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
    -Parece que necesita usted ser perdonada.
    -¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
    Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.
    Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.
    -No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
    Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
    -Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
    -¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.
    Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.
    Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
    -Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?
    -No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
    En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
    Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
    Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.
    -Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
    -Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
    Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
    Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
    -Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»
    El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
    -¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
    No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.
    -Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
    El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.
    Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
    -Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!

    TRES

    En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
    Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...
    Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
    Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:
    -No te va el papel de conquistador, Dimitri.
    Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:
    -¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
    El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
    -¡Dmitri Dmitrich!
    -¿Qué?
    -¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
    Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.
    Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.
    En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.
    Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».
    Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.
    -Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.
    Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.
    Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.
    -¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
    Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
    -¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
    Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.
    -Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.
    El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
    Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.
    Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...
    Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.
    En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:
    -Buenas noches.
    Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.
    Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
    «¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
    Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!
    Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.
    -¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...
    -Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...
    Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.
    -¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
    En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.
    -¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!
    Alguien subía por las escaleras.
    -Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
    Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.

    CUATRO

    Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.
    Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.
    -Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.
    -¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?
    Y le explicó esto también.
    Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.
    Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.
    -Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
    -Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.
    Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.
    «La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
    Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
    -¡Ven, cállate! -dijo Gurov.
    Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
    Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.
    Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.
    Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
    Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.
    Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
    Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...
    -No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.
    Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
    -¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...
    Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.




    Chejov / La corista

    $
    0
    0

    Anton Chejov
    LA CORISTA

    En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
    De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
    -Será el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
    Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
    La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.
    -¿Qué desea? -preguntó Pasha.
    La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
    -¿Está aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
    -¿Qué marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.
    -Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.
    -No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.
    Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
    -¿Dice que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.
    -Yo... no sé por quién pregunta.
    -Usted es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
    Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
    -¿Dónde está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
    La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
    -Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
    De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
    -Yo, señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.
    -¡Miente! -gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
    -Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
    -¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
    -¿A qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...
    -No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
    -Señora, él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.
    -¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.
    -Hum... -empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...
    Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
    -Aquí tiene -dijo, entregándoselos a la señora.
    Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
    -¿Qué es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
    -Es usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
    -Pasteles... -sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
    Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.
    «¿Qué podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
    La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
    -Se lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?
    Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
    -¿Qué puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
    -¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
    Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
    -Está bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...
    Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
    -Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...
    La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
    -Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.
    Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
    -Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.
    La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
    Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
    -¿Qué joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
    -Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...
    -¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.
    -Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
    Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
    -No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! -gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
    Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
    Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.



    Chejov / La tristeza

    $
    0
    0

    LA TRISTEZA
    ANTON CHEJOV
        
    La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
    El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.

    Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Se halla sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
    Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
    Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
    -¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
    Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
    -¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
    Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
    -¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
    -¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
    Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.
    -¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
    Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
    El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
    -¿Qué hay?
    Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
    -Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada.
    -¿De veras? ¿Y de qué murió?
    Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
    -No lo sé. De una de tantas enfermedades. Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
    -¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
    -¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
    Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
    Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
    Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

    Ilustración de Brandon Maldonado, detalle.
    Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
    Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
    -¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
    Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
    Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
    -¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo.
    -¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...
    -¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
    -Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
    -¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
    -¡Palabra de honor!
    -¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
    Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.
    -¡Ji, ji, ji! ¡Qué buen humor!
    -¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
    Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
    -Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada.
    -¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
    -Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
    -¿Oyes, viejo estafermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
    Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
    -¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
    -Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
    -¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie. Sólo me espera la sepultura. Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
    Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
    -¡Por fin, hemos llegado!
    Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
    Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
    Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
    Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
    -¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
    -Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
    Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente. Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
    -No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
    El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
    Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
    Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
    En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el pecho y la cabeza y busca algo con la mirada.
    -¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
    -Sí.
    -Aquí tienes agua. He perdido a mi hijo. ¿Lo sabías? La semana pasada, en el hospital. ¡Qué desgracia!
    Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
    Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
    Yona decide ir a ver a su caballo.
    Se viste y sale a la cuadra.
    El caballo, inmóvil, come heno.
    -¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno. Soy ya demasiado viejo para ganar mucho. A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto.
    Tras una corta pausa, Yona continúa:
    -Sí, amigo, ha muerto. ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera, naturalmente, sufrirías, ¿verdad?
    El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
    Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.



    Chejov / En la oscuridad

    $
    0
    0
    Ilustración de Triunfo Arciniegas
    Anton Chejov
    EN LA OSCURIDAD

    Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.
    Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.
    Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano.
    Luego le pareció que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y... desaparecía en el hueco negro de la ventana.
    "¡Un ladrón!", se dijo como en un relámpago, y una palidez mortal se extendió por su rostro.
    En un instante su imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador está la vajilla de plata..., más allá el dormitorio..., un hacha..., los rostros de unos bandidos..., las joyas... Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.
    -¡Vasia! -exclamó zarandeando a su marido-. ¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta, Vasili, te lo suplico!
    -¿Qué ocurre? -balbucea el consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.
    -¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor..., ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.
    -¿Qué pasa? ¿Quién... es?
    -¡Dios mío! No oye... Pero, comprende, pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y...¡la vasija de plata está en el aparador!
    -¡Majaderías!
    -¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?
    El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.
    -¡Dios mío, qué seres! -gruñó-. ¿Es que ni de noche me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!
    -Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.
    -¿Y qué? Que entre... Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.
    -¿Cómo? ¿Qué dices?
    -Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla.
    -¡Eso es peor aún! -gritó María Michailovna-. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.
    -¡Vaya una virtud!... No permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.
    -¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante..., semejante... ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!
    -¡Dios mío!... -gruñó Gaguin con fastidio-. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?
    -¡Vasili, que me desmayo!
    Gaguin escupió con desdén, se calzó las zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.
    -Vasilia -le dijo-, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
    -Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor.
    -¡Qué desorden! Cogen las cosas y no las vuelven a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.
    Al entrar en la cocina se dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas...
    -¡Pelagia! -gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla-. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?
    -¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?
    -Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.
    -Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como ésas...¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!
    -Bueno, bueno... No hay por qué gritar tanto... ¡Que se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?
    -Es vergonzoso, señor -dice Pelagia, con voz llorosa-. Unos señores cultos... y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros...-se echó a llorar-. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.
    -¡Bueno, basta!... ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!
    Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.
    -Escucha, Pelagia -le dice-. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
    -¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.
    Gaguin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirige sin hacer ruido al dormitorio.
    María Michailovna se había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud.
    "¡Cuánto tarda en volver! -piensa-. Menos mal si es ese... cínico, pero ¿y si es un ladrón?"
    Y en su imaginación se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza..., muere sin proferir un grito..., un charco de sangre...
    Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente.
    -¡Vasili! -gritó con voz estridente-. ¡Vasili!
    -¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí... -le contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos-. ¿Te están matando acaso?
    Se acercó y se sentó en el borde de la cama.
    -No había nadie -dice-. Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa..., una!...
    Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.
    -¡Lo que tú eres es una miedosa! -se burla de ella-. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una sicópata!
    -Huele a brea -dice su mujer-. A brea o... a algo así como a cebolla..., a sopa de coles.
    -Sí... Hay algo que huele mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía... ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.
    Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer lo miraba con gran asombro, espanto y cólera...
    -¿Has cogido la bata en la cocina? -le preguntó palideciendo.
    -¿Por qué?
    -¡Mírate al espejo!
    El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras, etc. ¿Qué pasa entre Gaguin y la cocinera? María Michailovna da rienda suelta a su imaginación.


    Chejov / Un viaje de novios

    $
    0
    0

    Anton Chejov
    UN VIAJE DE NOVIOS

    Sale el tren de la estación de Balagore. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Se abre la portezuela y penetra un individuo alto, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo se detiene en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí... ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible...; no, no es éste el coche».
    Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:
    -¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?
    Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.
    -¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!
    -¿Y cómo va su salud?
    -No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.
    Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:
    -La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?
    -Noto que está usted un poco alegre -dice Petro Petrovitch-. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.
    -No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!
    -No sea usted tonto, no vaya a caerse al pasar de un vagón a otro; siéntese, y al llegar a la estación próxima buscará usted su coche.
    Iván Alexievitch permanece indeciso; al fin suspira y toma asiento enfrente de Petro Petrovitch. Se halla agitado y se encuentra como sobre alfileres.
    -¿Adónde va usted, Iván Alexievitch?
    -Yo, al fin del mundo... Mi cabeza es una olla de grillos. Yo mismo ignoro adónde voy. El Destino me sonríe, y viajo... Querido amigo, ¿ha visto usted jamás algún idiota que sea feliz? Pues aquí, delante de usted, se halla el más feliz de estos mortales. ¿Nota usted algo extraordinario en mi cara?
    -Noto solamente que está un poquito...
    -Seguramente, la expresión de mi cara no vale nada en este momento. Lástima que no haya por ahí un espejo. Quisiera contemplarme. Palabra de honor, me convierto en un idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Figúrese usted que en este momento hago mi viaje de boda. ¿Qué le parece?
    -¿Cómo? ¿Usted se ha casado?
    -Hoy mismo he contraído matrimonio. Terminada la ceremonia nupcial, me fui derecho al tren.
    Todos los viajeros lo felicitan y le dirigen mil preguntas.
    -¡Enhorabuena! -añade Petro Petrovitch-. Por eso está usted tan elegante.
    -Naturalmente. Para que la ilusión fuese completa, hasta me perfumé. Me he dejado arrastrar. No tengo ideas ni preocupaciones. Sólo me domina un sentimiento de beatitud. Desde que vine al mundo, nunca me sentí feliz.
    Iván Alexievitch cierra los ojos y mueve la cabeza. Luego prorrumpe:
    -Soy feliz hasta lo absurdo. Ahora mismo entraré en mi coche. En un rincón del mismo está sentado un ser humano que se consagra a mí con toda su alma. ¡Querida mía! ¡Ángel mío! ¡Capullito mío! ¡Filoxera de mi alma! ¡Qué piececitos los suyos! Son tan menudos, tan diminutos, que resultan como alegóricos. Quisiera comérmelos. Usted no comprende estas cosas; usted es un materialista que lo analiza todo; son ustedes unos solterones a secas; al casarse, ya se acordarán de mí. Entonces se preguntarán: ¿Dónde está aquel Iván Alexievitch? Dentro de pocos minutos entraré en mi coche. Sé que ella me espera impaciente y que me acogerá con fruición, con una sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro...
    Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a carcajadas.
    -Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch, permítame que lo abrace.
    -Como usted guste.
    Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de los presentes. El feliz recién casado prosigue:
    -Y para mayor ilusión beberé un par de copitas más. Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar. Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto en un ser sin límites; abarco el universo entero.
    Los viajeros, al oír la charla del recién casado, cesan de dormitar. Iván Alexievitch se vuelve de un lado para otro, gesticula, ríe a carcajadas, y todos ríen con él. Su alegría es francamente comunicativa.
    -Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto. ¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al diablo con las psicologías!
    En esto, el conductor pasa.
    -Amigo mío -le dice el recién casado-, cuando atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.
    -Perfectamente -contesta el conductor-. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diecinueve.
    -Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.
    Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:
    -Marido..., señora. ¿Desde cuándo?... Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes... ¡Qué idiota!... Ella, ayer, todavía era una niña...
    -En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.
    -¿Pero quién tiene la culpa de eso? -replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos-. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no quieren serlo; ello está en sus manos, sin embargo. Testarudamente huyen de su felicidad.
    -¿Y de qué manera? -exclaman en coro los demás.
    -Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero ustedes no quieren obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperan alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.
    -Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ése, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.
    -¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo al azar. No vale la pena hablar de ello. Me parece que nos aproximamos a la estación...
    -¿Adónde va usted? -interroga Petro Petrovitch-. ¿A Moscú, o más al Sur?
    -¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscú, o más al Sur?
    -El caso es que Moscú no se halla en el Norte.
    -Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo -dice Iván Alexievitch.
    -No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.
    -¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!
    -¿Para dónde tomó usted el billete?
    -Para Petersburgo.
    -En tal caso lo felicito. Usted se equivocó de tren.
    Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.
    -Sí, sí -explica Petro Petrovitch-. En Balagore usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.
    Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.
    -¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer, que me espera. ¡Qué animal soy!
    El recién casado, que se había puesto en pie, se desploma sobre el asiento y se revuelve cual si le hubieran pisado un callo.
    -¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!...
    -Nada -dicen los pasajeros para tranquilizarlo-. Procure usted telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.
    -El tren rápido -dice el recién casado-. ¿Pero dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?
    Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.



    Antón Chejov / Una perra cara

    $
    0
    0

    Antón Chéjov
    Una perra cara

          El maduro oficial de infantería Dubov y el voluntario Knaps, sentados uno junto a otro, bebían unas copas.
          —¡Magnífico perro! —decía Dubov mostrando a Knaps a su perro Milka—. ¡Un perro extraordinario! ¡Fíjese, fíjese bien en el morro que tiene! ¡Lo que valdrá sólo el morro! Si lo viera un aficionado, tan sólo por el morro pagaría doscientos rublos. ¿No lo cree usted? Si es así, es que no entiende nada de esto.
          —Sí que entiendo, pero...
          —Es setter. ¡Setter inglés de pura raza! Para el acecho es asombroso, y como olfato. ¡Dios mío! ¡Qué olfato el suyo! ¿ Sabe cuánto pagué por mi Milka cuando no era más que un cachorro? ¡Cien rublos! ¡Soberbio perro! ¡Ven acá, Milka bribón, Milka bonito! ¡Ven acá, perrito, chuchito mío!
          Dubov atrajo a Milka hacia sí y le besó entre las orejas. A sus ojos asomaban lágrimas.
          —¡No te entregaré a nadie, hermoso mío, tunante! ¿Verdad que me quieres, Milka? Me quieres, ¿no? Bueno, ¡márchate ya! —exclamó de pronto el teniente—. ¡Me has puesto las patas sucias en el uniforme! ¡Pues sí, Knaps! ¡Ciento cincuenta rublos pagué por el cachorro! ¡Desde luego ya se ve que los vale! ¡Lo único que siento es no tener tiempo para ir de caza! ¡Y un perro sin hacer nada se muere! ¡Le falta sobre qué utilizar la inteligencia! ¡Cómpremelo, Knaps! ¡Me lo agradecerá usted toda la vida! Si no dispone de mucho dinero, se lo dejaré por la mitad de su precio. ¡Lléveselo por cincuenta rublos! ¡Róbeme!
          —No, querido —suspiró Knaps—. Si su Milka hubiera sido macho—, quizá lo comprara, pero...
          —¿Que Milka no es macho? —se asombró el teniente—. Pero ¿qué está usted diciendo, Knaps? ¿Que Milka no es macho? ¡Ja, ja! Entonces, ¿qué es según usted? ¿Perra? ¡Ja, ja! ¡Qué chiquillo! Todavía no sabe distinguir un perro de una perra!
          —Me está usted hablando como si yo fuera ciego o una criatura —se ofendió Knaps—. ¡Claro que es perra!
          —¡A lo mejor también le parece a usted que yo soy una señora! ¡Vaya,vaya, Knaps! —¡Y decir que ha cursado usted estudios técnicos! No, alma mía. Este es un auténtico perro de pura casta. ¡Es capaz de dar ciento y raya a cualquier otro perro, y usted me sale con que no es perro! ¡Ja, ja!
          —Perdóneme, Mijail Ivanovich, pero me toma usted sencillamente por tonto. ¡Hasta me ofende!
          —Bueno, bueno. Pues nada, entonces. No lo compre si no quiere. ¡A usted es imposible hacerle comprender nada! ¡Pronto empezará usted a decir que en vez de rabo tiene una pata! Pero nada. ¡A usted es a quien quería yo hacer el favor! ¡Vajrameev! ¡Trae coñac!
          El ordenanza trajo más coñac. Los dos amigos llenaron sus vasos y quedaron pensativos. Transcurrió media hora en silencio.
          —¡Y después de todo, vamos a suponer que fuera perra! —interrumpió el silencio el teniente mirando sombrío la botella—. ¿Qué importancia tendría eso? ¡Mejor para usted! Le daría cachorros, cada cachorro no valdría menos de veinticinco rublos. ¡Se los compraría cualquiera, encantado! ¡No sé por qué le gustan tanto los perros! ¡Son mil veces mejor las perras! El género femenino es más adicto y más agradecido. Pero bueno, en fin, si tanto miedo tiene usted al género femenino, ¡quédese con ella en veinticinco rublos!
          —No, querido. No le pienso dar ni una kopeka. En primer lugar, no necesito perro, y, en segundo, no tengo dinero.
          —Eso podía usted haberlo dicho antes. ¡Milka! ¡Largo de aquí!
          El ordenanza sirvió una tortilla. Los amigos se pusieron a comerla y la terminaron en silencio.
          —¡Es usted un buen muchacho, Knaps! ¡Un muchacho cabal! —dijo el teniente, limpiándose los labios—. ¡Qué diablos! ¡Me da lástima dejarle así! ¿Sabe usted una cosa? ¡Llévese la perra gratis!
          —Pero ¿para qué la quiero yo, querido? —dijo Knaps con un suspiro—. Y además, ¿quién me la iba a cuidar?
          —¡Bueno, pues nada, entonces! ¡Nada! ¡Qué diablos! ¿Que no la quiere usted? ¡Pues no se la lleva! Pero ¿adónde va usted? ¡Quédese un ratito más!
          Knaps se levantó desperezándose y cogió su gorro.
          —Ya es hora de marchar. Adiós —dijo, bostezando.
          —Espere, entonces. Le acompañaré.
          Dubov y Knaps se pusieron los abrigos y salieron a la calle. Anduvieron en silencio los cien primeros pasos.
          —¿No se le ocurre a quién podría yo dar la perra? ¿No tiene usted a nadie entre sus conocidos? La perra, como ha visto usted, es bonísima, y de raza, pero yo no la necesito para nada.
          —No se me ocurre, querido. En realidad, ¿qué conocimientos tengo yo aquí?
         Hasta llegar a la misma casa de Knaps, caminaron los amigos sin pronunciar palabra. Sólo cuando al abrir la puerta de la verja Knaps estrechó la mano a Dubov, éste tosió y con alguna vacilación dijo:
          —¿Sabe usted si los perreros de la localidad aceptan perros?
          —Es posible que los acepten, pero con seguridad no se lo puedo decir.
          —Mañana la mandaré allá con Vajrameev. ¡Al diablo con la perra! Por mí, que la desuellen, ¡maldita, asquerosa perra! ¡Por si fuera poco que ensucie las habitaciones, ayer en la cocina se zampó toda la carne! ¡Canalla! ¡Y si siquiera fuera de buena raza! ¡Pero no es más que una mezcla de perro callejero y de cerdo! ¡Buenas noches!
          —Adiós —dijo Knaps.
          La puerta de la verja se cerró y el teniente quedó solo.


    Viewing all 13480 articles
    Browse latest View live