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Divorcios y escándalos / Clint Eastwood, Michael Douglas, Calvin Klein, Monica Bellucci

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EL ARTE DE TRONAR

Por Triunfo Arciniegas

Todo divorcio es un fracaso (un pacto que no se cumplió, unas promesas que se fueron al carajo) y el desgaste del amor siempre será un hecho lamentable. A menudo se dice que la separación es amigable, al menos en la comunicación que se presenta a los medios, pero no debe olvidarse que es el producto de una ruptura. Algo se ha roto en el mundo y dos criaturas más se lamen las heridas en cuartos separados. En realidad, la mayoría de las veces se trata de una guerra. El divorcio es un campo de batalla.

"Tronaron" dicen los mexicanos cuando una pareja se separa. Tal vez porque casi nunca se hace silenciosamente. Y si es a la manera azteca, implica sangre, es decir, cuchillo de pedernal y corazón palpitante. Corazón por fuera del pecho, tripas al aire, trapitos al sol. En todas partes truenan, tarde o temprano. Tres famosos han tronado en estos días: Clint Eastwood, Michael Duoglas y Monica Bellucci. Y dos de ellos con parejas famosas: Catherine Zeta-Jones y Vicent Cassel, ambos actores. Tres sólidos matrimonios: entre los trece y los diecisiete años. Dos viejos (Clint Eastwood, de 83, y Michael Douglas, de 68), dos mujeres casi cincuentonas y aún hermosas, Dina Ruiz y Monica Bellucci, y una cuarentona, Catherine Zeta-Jones. Vicent Cassell tiene 46 y, como van las cosas, más de un matrimonio en las líneas de su mano. Todos muy adinerados, por supuesto, y, exceptuando a la mujer de Eastwood, con exitosas carreras cinematográficas. El trabajo y el dinero se pueden manejar con cabeza fría, pero el corazón es otro cuento. La convivencia es un difícil arte.

El cuarto caso merece un párrafo aparte: Calvin Klein y Nick Gruber se llevan medio siglo. El septuagenario modisto conoció al joven Gruber, drogadicto y actor porno, cuando estaba en el ejército. Tuvieron su cuento y tronaron en abril de 2012. Ahora el muchachito ventila la relación en un jugoso libro, Obsession: My life with Calvin Klein.

¿Alguien quiere seguir leyendo? Lo sé: la curiosidad mató al gato.

Triunfo Arciniegas
5 de septiembre de 2013

foton
Clint Eastwood

Clint Eastwood se separa de su mujer

El actor y director deja la relación con su esposa tras 17 años de matrimonio

Ella sostiene que la ruptura se produjo hace más de un año y que ha sido amistosa




Clint Eastwood junto a Dina Ruiz. / CORDON PRESS
El actor y director Clint Eastwood, de 83 años, se ha separado de su mujer, Dina Ruiz, tras 17 años de matrimonio, según informó ayer la edición digital de la revista Us Weekly y confirmó después la propia Ruiz. La experiodista, de 48 años, sostiene que Eastwood y ella mantienen su amistad, aunque llevan haciendo vidas separadas desde hace un tiempo.
Una fuente de la revista sostiene que la pareja se separó amistosamente hace más de un año, en junio de 2012. "Clint dejó de estar enamorado hace un tiempo", afirmó la fuente. Eastwood y Ruiz, que tienen una hija en común, Morgan, de 16 años, se casaron el 31 de marzo de 1996. El cineasta es padre de siete hijos más, aunque solo estuvo casado anteriormente en una ocasión, con Maggie Johnson, con la que tuvo dos hijos: Alison y Kyle.
Morgan y Dina Ruiz aparecieron juntas en el reality show Mrs. Eastwood & Company, del canal E!, donde también salía Francesca, otra de las hijas de Eastwood (en este caso, fruto de su relación con la actriz Frances Fisher). Ese programa se mantuvo en antena durante el año pasado y seguía las andanzas de la familia Eastwood en Carmel by the Sea, en California, localidad de la que el intérprete fue alcalde desde 1986 hasta 1988.
En abril, la prensa estadounidense publicó que Ruiz había ingresado en una clínica de rehabilitación para tratarse de una depresión y de problemas de ansiedad.


Vincent Cassel y Monica Bellucci
cuando eran felices

Monica Bellucci y Vincent Cassel 

se separan tras 14 años

Los actores contrajeron matrimonio en 1999 y son padres de dos niñas


Los actores Vincent Cassel y Monica Bellucci. 
Sus posados conjuntos en los photocall parecían decir “morid de envidia, lo nuestro es para siempre”. Quizás por eso la ruptura entre Monica Bellucci y Vincent Cassel, tras 14 años de matrimonio y dos hijas en común, haya pillado al mundo por sorpresa, en la recta final del letargo veraniego.
Lo ha revelado la agencia de noticias italiana Ansa, que cita al gabinete de prensa de la actriz como fuente, sin dar mayores detalles sobre las razones de la separación ni la fecha en que se ha producido. La previsible tormenta informativa ha pillado a la intérprete en Serbia, donde rueda bajo las órdenes de Emir Kusturica (Gato negro, gato blanco) la cinta titulada Na mlecnom putu (En la vía láctea). En ella, encarna a una agente de inteligencia en la guerra que cambia de identidad y se enamora del hombre que la ayuda a obtener un nuevo pasaporte. Cassel, por su parte, está a la espera de estrenar una nueva versión de La bella y la bestia con Léa Seydoux como coprotagonista.
Los comienzos de la relación entre la actriz italiana, que el mes que viene cumplirá 49 años, y el actor francés, de 46, se remontan a mediados de los noventa. Él acababa de alcanzar cierto estatus como bestia interpretativa por El odio; ella se había mudado a París en pos de una carrera más internacional. Los escogieron para hacer juntos la película Flash-back (El apartamento). Y nació un amor que compartieron fuera y dentro de la pantalla en varias ocasiones, incluyendo algunos episodios particularmente duros, como el de la película Irreversible, donde Bellucci sufre una violación de 15 minutos en plano fijo. Él mismo ha declarado al Telegraph que “trabajar con alquien a quien quieres lo hace todo más ágil y divertido”.
Desde hace un año, la pareja residía en Río de Janeiro. En febrero, Monica Bellucci desvelaba a Vanity Fair: “Vincent y yo vivimos una vida completamente independiente el uno del otro. No estamos juntos todo el tiempo: sus amigos son suyos y los míos son otro asunto. Ese es nuestro secreto”.
Un secreto y una libertad que le valió altibajos al matrimonio. Ella misma lo delataba a La Repubblica hace un año: “Creo en el amor, pero no en la fidelidad. Es lo que me interesa, el amor. De lo demás prefiero no enterarme. Necesito saber que la persona a la que quiero va a estar ahí si la necesito. Creo, entonces, en la fidelidad del corazón. Sobre la del cuerpo tengo más dudas. Una traición de la carne es menos grave. Lamentablemente, no existe una ley que mantenga juntas a dos personas o un contrato que las obligue a seguir. Ojalá existiera. La respetaríamos y todos sabríamos a qué nos enfrentamos. En cambio, no sabemos nada. Y yo también sigo adelante día tras día. Así es cómo funciona una relación de pareja. El hasta cuándo es imposible saberlo”. Sus palabras, leídas hoy, suenan premonitorias.
EL PAÍS

Calvin Klein y Nick Gruber

Los más sórdidos secretos sexuales 

de Calvin Klein salen a la luz

El exnovio del modisto filtra un adelanto de sus polémicas memorias a la prensa

Nick Gruber es un actor porno medio siglo menor que el célebre diseñador




Calvin Klein y Nick Gruber

Ninguno de los provocativos anuncios de la firma de moda de Calvin Klein ha resultado ser tan controvertido y escandaloso como el adelanto de las frustradas memorias de su examante. El tabloide The New York Post ha publicado un texto supuestamente escrito por Nick Gruber, expareja del septuagenario diseñador, y la periodista Lisa Arcella, resumen del libro Obsession: My life with Calvin Klein, que, a modo de propuesta editorial, describe la tormentosa relación que mantuvo el icono de la moda neoyorquina con el joven Gruber, un actor porno al que conoció cuando estaba enrolado en el ejército.
Klein —sobre cuya homosexualidad se ha especulado durante décadas y que ha estado dos veces casado y es padre de Marci, productora de televisión— hizo público su romance con Gruber en 2010, 30 años después de la inauguración de su icónica tienda en Madison Avenue y ocho desde que cerró la venta de su firma —de la que aún es accionista y conserva derechos— a la compañía Phillips-Van Heusen por 300 millones de euros. La diferencia de edad de la pareja era de medio siglo.
En abril de 2012 estalló la ruptura, tras la detención de Gruber por asalto y posesión de cocaína y su ingreso en una clínica de desintoxicación en Arizona. El diseñador, que en 1988 también tuvo que someterse a la primera cura para superar sus adicciones, corrió con los gastos, pero rompió con su amante. Este saltó a la palestra de nuevo en otoño de 2012, del brazo de un nuevo adinerado protector, instalado en Los Ángeles y dispuesto a dar guerra con el anuncio, también a The New York Post, de que estaba preparando sus jugosas memorias. Unos meses después se desdijo, afirmando que era una buena persona: “Nunca haría nada así, ni causaría daño a alguien a quien quiero”, declaró a Gawker..

Nick Gruber
A la luz del texto hecho público esta semana, el representante de Gruber niega que su cliente lo haya escrito, mientras que el portavoz de Calvin Klein ha optado por guardar silencio. Pero, ¿qué cuenta el adelanto del libro cuya autoría está ahora en duda? Pues en sus páginas se explica la complicada infancia de Gruber, hijo de un motorista miembro de los Ángeles del Infierno a quien conoció a los 15, tras pasar su primera infancia en casas de acogida. Tres años después se mudó a California con su madre y a los 21 ya estaba en Nueva York del brazo de Klein, quien le organizó, para celebrar este señalado cumpleaños, una fastuosa fiesta a la que asistieron todos los grandes del mundo de la moda en la Gran Manzana, desde la editora del Vogue USA, Anna Wintour, para abajo.
Nick Gruber
Entre la oficina de ayuda social de California y los salones de la élite neoyorquina, Gruber pasó por un buen número de platós. Bajó el pseudónimo de Aaron Skyline rodó películas pornográficas y comprobó que ejercía un poderoso imán sobre los hombres homosexuales, por quienes, según el texto de The New York Post, no se sentía especialmente atraído. Ello no fue obstáculo para que empezara a prostituirse. En 2009 hacía un buen sueldo con sus películas y se había enrolado en el ejército.
Fue en una base de Kansas cuando recibió la visita del ya fallecido productor de cine porno Vaughn Kinsley, que lo puso en contacto con Klein. Hubo muchos correos electrónicos y tórridos mensajes de texto hasta que finalmente se produjo el encuentro en los Hamptons. Klein lo fletó en su jet y aquello fue el principio de una nueva vida para Gruber, que dejó el ejército y sufrió una completa transformación: nuevos trajes, nueva dentadura, nuevos modales e incluso nueva dicción. Klein estaba orgulloso de los cambios de su joven amante y lo mostraba ante sus amistades. Lo instaló en un apartamento del Greenwich Village y más adelante en su mansión de la calle Perry, y le pasaba cerca de 7.500 euros al mes.

Nick Gruber y Calvin Klein en las calles de Nueva York

Hubo un viaje a Europa sazonado con un encuentro sexual en una iglesia en Francia, según el texto. Gruber le propuso matrimonio, pero no acabaron por formalizar su unión. Celos, encuentros de Gruber con mujeres y un tormentoso viaje a Río de Janeiro anunciaron el principio del fin. Cuando Klein cortó el chorro de dinero, Gruber volvió a la prostitución y, tras la detención policial, parece haber “tocado fondo”. En la clínica, recibió una visita de Klein, que lo llevó a un hotel para mantener relaciones sexuales. Según el adelanto del libro, Gruber se sintió decepcionado y “usado”. Cuando completó el tratamiento se mudó a Los Ángeles, donde todo apunta a que se dedicó a escribir sus prometidas polémicas memorias, que están listas para ver la luz.
Si entre Brooke Shields y sus vaqueros no se interponía nada, como rezaba el legendario anuncio, entre Calvin Klein y el escándalo, tampoco. Lo que ahora queda por despejar es la verdadera autoría del texto y el culpable de su difusión.



Michael Douglas y Catherine Zeta-Jones 

separan sus caminos


Ninguno de los dos actores ha iniciado los trámites de divorcio, según la revista 'People'

Desde el pasado mes de abril no han sido fotografiados juntos


Rocío Ayuso
Los Ángeles, 20 de agosto de 2013


Los rumores eran ciertos: Michael Douglas y Catherine Zeta-Jones se separan. Después de varias semanas de habladurías sobre el alejamiento de la pareja tras 13 años de matrimonio, ayer llegó la confirmación. Como aseguraron los portavoces de ambos actores, Douglas y Zeta-Jones han decidido “tomarse un tiempo separados para evaluar y trabajar en su matrimonio”.

Y es que los últimos han sido años difíciles para esta pareja, a la que separan 25 años de edad (él tiene 68 años; ella, 43) y unen dos hijos, Dylan, de 13, y Carys, de 10. Douglas fue diagnosticado en 2010 con un cáncer de garganta que logró superar pese a su avanzado estado. Zeta-Jones admitió en 2011 su diagnóstico de trastorno bipolar de grado II, enfermedad que padece un gran número de personas y de la que ella se siente “una más”. Además está la condena que cumple el mayor de los hijos de Douglas, Cameron, fruto de su anterior matrimonio y esas recientes y polémicas declaraciones del actor en las que aseguró que su cáncer de garganta pudo estar relacionado con una enfermedad venérea, aunque tuvo que aclarar que no fue nada que hubiera contraído por culpa de su mujer.
Tiempos complicados de los que ambos han decidido tomarse un respiro. Pero no han presentado los papeles de divorcio, lo que puede ser interpretado como que todavía hay esperanza. O como que Douglas aprende de sus errores: su divorcio de Diandra Luker, uno de los más costosos de Hollywood, se saldó con 33,7 millones que recibió su exmujer. Aunque, según la prensa estadounidense, existe un acuerdo prenupcial entre Douglas y Zeta-Jones.

Irónicamente, la separación llega en los mejores momentos de la carrera de ambos. Zeta-Jones acaba de regresar a las pantallas con la popular comedia de acción Red 2, mientras que se espera que Douglas obtenga el Emmy por su trabajo en Behind the Candelabra.

Fuentes cercanas a la pareja aseguran que el comunicado de ayer solo confirma lo que es una realidad desde abril. En el caso de Douglas, el actor y parte de una de las más veneradas dinastías de Hollywood, disfruta de su soledad en un yate y jugando al golf en las costas italianas de Cerdeña.

Michael, Catherine e hijos

Se veía venir


Sorprendió al mundo que el matrimonio de Michael Douglas 
y Catherine Zeta-Jones llegara a su fin. 
Los amigos de la pareja, sin embargo, 
afirman que no entienden cómo duraron 13 años.

El acuerdo prenupcial de Catherine y Michael establece que, en caso 
de que se divorcien, ella recibirá 1 millón de dólares por cada año 
que hayan pasado juntos. En caso de que Michael le haya sido infiel, 
debe pagarle 5 millones por cada indiscreción.


La vio por primera vez en el Festival de Cine de Deauville, en Francia. Se le acercó y, sin tapujos, le dijo: “Quiero ser el padre de tus hijos”. Ella, sin sonrojarse, le contestó: “He escuchado muchas cosas sobre ti. Qué bueno saber que son todas ciertas. Buenas noches”. Michael Douglas es un hombre insistente, por eso a la mañana siguiente, cuando Catherine Zeta-Jones se despertó, encontró un ramo de flores en la puerta de su cuarto de hotel. 

Empezaron a salir y menos de un año después Michael le propuso que se casaran. Lo hicieron y tuvieron, en efecto, dos hijos: Dylan y Carys. Pero la dicha de esos primeros años parece haberse agotado, pues la semana pasada Catherine y Michael anunciaron que se separaban. Aunque muchos se asombran con la noticia, la verdadera sorpresa es que esta ‘pareja perfecta’ de Hollywood no lo hubiera hecho antes. 

Douglas es 25 años mayor que Catherine y aunque esa diferencia no parecía ser un problema cuando se conocieron –ella tenía 28 años y él 53– el tiempo no le ha pasado en vano al actor. Ella, en cambio, luce mejor que nunca y sigue siendo una de las mujeres más atractivas de Hollywood.

Michael está pisando los 70 años y acaba de superar un cáncer de garganta que lo dejó muy deteriorado. Y los cambios en su apariencia no son solo un problema para su matrimonio sino para el negocio: cada vez le es más difícil conseguir trabajo. 

Desde que Catherine protagonizó La máscara del Zorro, su carrera se disparó y no ha parado desde entonces. Además, todavía tiene muchos años de éxitos por delante, porque sigue siendo joven y apetecida por muchos directores. La historia es distinta para Michael, quien hace tiempo no hace películas importantes ni ha conseguido papeles protagónicos. Entre los famosos, el éxito de uno despierta sentimientos de competitividad en el otro, lo que dificulta el equilibrio de la relación.

Si la enfermedad normalmente puede ayudar a unir a una familia, en este caso ha hecho todo lo contrario. Primero los médicos le diagnosticaron cáncer a Michael y dos años más tarde, trastorno bipolar a Catherine. La pareja decidió luchar con sus males por separado: ella estuvo mucho tiempo en Europa, junto a su familia, y él se quedó en Estados Unidos. Ahora que ambos están mejor, parece que empiezan a darse cuenta de que la distancia les sienta bien. 

“Estos matrimonios de celebridades siempre son difíciles, porque hay dos grandes egos en juego. Además, Catherine siempre fue una mujer complicada y tensa”, explicó a SEMANA Marc Eliot, el biógrafo de Douglas. Para él, es casi un milagro que su matrimonio no se haya desmoronado antes, pues ambos están acostumbrados al amor del público y, cuando uno lo obtiene y el otro no, los problemas comienzan. 

Después del anuncio, Douglas le dijo a un grupo de periodistas del Festival de Venecia que él y su esposa “están bien”. Los representantes de Catherine no se han pronunciado al respecto y la última vez que se le vio en público, ella llevaba todavía su anillo de boda. No se sabe aún si se llegará a un divorcio, pero desde ya se estima que la actriz podría quedarse con unos 330 millones de dólares después de la ruptura. “Tienen un acuerdo prenupcial que ella negoció, en el que tiene todas las de ganar –explica Eliot–. Después de todo, para Douglas es más barato quedarse con su mujer”.





Tom Junod / Richard Drew / El hombre que cae

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Nueva York, 11 de septiembre de 2011
Fotografía de Richard Drew

Tom Junod
EL HOMBRE QUE CAE

Traducción de Flavia López de Romaña

La fotografía dio la vuelta al mundo el 12 de setiembre de 2001: un hombre que cae desde una de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York. Es un acto de suicidio desesperado, pero también un acto de liberación. La historia del viaje de ese cuerpo en el vacío es un drama sobre las cicatrices del 11/9.

En la fotografía, él parte de esta tierra como una flecha. Aunque no ha escogido su destino, parece como si en los últimos instantes de su vida se hubiera abrazado a él. Si no estuviese cayendo, bien podría estar volando. Parece relajado, precipitándose por los aires. Parece cómodo en garras del inimaginable movimiento. No parece intimidado por la succión divina de la gravedad o por lo que le espera más abajo. Sus brazos están a los costados, sólo ligeramente abiertos. Su pierna izquierda está doblada en la rodilla, casi de manera casual. Su camisa blanca –o casaquilla o sotana– se ondula libremente fuera de sus pantalones negros. Todavía tiene sus zapatillas de bota alta en sus pies. En todas las demás fotografías, la gente que hizo lo mismo que él –es decir, saltar– resulta insignificante ante el telón de fondo de las torres, que asoman como colosos, y ante los sucesos propiamente dichos. Algunos están sin camisa. Sus zapatos salen volando mientras ellos se agitan y caen. Parecen confundidos, como si estuvieran tratando de nadar por el costado de una montaña, colina abajo.

El hombre de la fotografía, en cambio, está en perfecta posición vertical, y también lo está de acuerdo con las líneas de los edificios detrás de él. Él los separa, los divide en dos. Todo lo que queda a la izquierda de la foto es la Torre Nortedel World Trade Center. Todo lo que está a la derecha es la Torre Sur. Aunque no es consciente del balance geométrico que ha logrado, él es el elemento esencial en la creación de una nueva bandera, un estandarte compuesto sólo por barras de acero que brillan al sol. Algunas personas que miran la foto ven en ella estoicismo, fuerza de voluntad, un retrato de la resignación. Otras ven algo más, algo discordante y, por lo tanto, terrible: libertad. Hay algo casi subversivo en la posición del hombre, como si una vez frente a lo inevitable de la muerte hubiera decidido seguirle el paso. Como si él fuera un misil, una lanza, decidido a alcanzar su propio fin.

Quince minutos después de las 9:41 a.m. EST[1], en el momento en que se tomó la foto, él está, en términos de física pura, acelerando a una velocidad de novecientos ochenta centímetros por segundo elevado al cuadrado. Pronto estará viajando por encima de los doscientos cuarenta kilómetros por hora, y aparece de cabeza. En la foto está congelado. En su vida fuera del encuadre está cayendo y seguirá cayendo hasta desaparecer. El fotógrafo no es ajeno a la historia. Él sabe que se trata de algo que sucederá después. En el momento real en que la historia se va creando lo hace en medio del terror y la confusión, de modo que depende de gente como él, testigo pagado, tener la serenidad de asistir a su creación. Este fotógrafo posee esa serenidad y la tuvo siempre, desde que era joven. A los veintiún años estuvo parado justo detrás de Bobby Kennedy en el momento en que le dispararon en la cabeza. Su casaca se manchó con la sangre de Kennedy, pero él saltó sobre una mesa y tomó fotos de los ojos abiertos y abatidos de Kennedy, y luego de Ethel Kennedy agachándose sobre su marido y rogando a los fotógrafos –rogándole a él– que no tomaran fotos.

Richard Drew nunca ha hecho algo así. Aunque ha conservado su casaca manchada con la sangre de Kennedy, nunca ha dejado de tomar una fotografía, nunca ha desviado su mirada. Trabaja para la agencia de noticias Associated Press. Es periodista. No depende de él rechazar las imágenes que aparecen dentro de su encuadre porque uno nunca sabe cuándo se hace la historia hasta que uno la hace. Ni siquiera depende de él distinguir si un cuerpo está vivo o muerto, porque la cámara no se ocupa de tales distinciones y su negocio es fotografiar cuerpos, como todos los fotógrafos. De hecho, él estaba fotografiando cuerpos aquella mañana del 11 de setiembre de 2001. Por encargo de AP, Drew fotografiaba un desfile de modas de ropa de maternidad en Bryant Park, notable, según él, «porque desfilaban modelos realmente embarazadas». Tenía cincuenta y cuatro años. Usaba anteojos. Era de escasa cabellera, barba canosa y cabeza dura.

Durante toda una vida de tomar fotografías, Drew ha encontrado la manera de ser una persona de modales suaves y bruscos al mismo tiempo, paciente y muy, muy rápido. Ese día estaba haciendo lo que siempre hace en los desfiles de modas, delimitando su territorio, cuando un camarógrafo de la CNN con un audífono en el oído dijo que un avión se había estrellado contra la Torre Norte y el editor de Drew llamó a su celular. Él empacó su equipo en un bolso y se las ingenió para tomar el metro hacia el centro de la ciudad. Aunque todavía estaba en funcionamiento, Drew fue el único que lo utilizó. Se bajó en la estación Chambers Street y vio que ambas torres se habían convertido en chimeneas. Caminó hacia el oeste, donde las ambulancias se estaban reuniendo, porque los enfermeros «no suelen echarnos del lugar de los hechos». Luego escuchó los gritos ahogados de la gente. La gente en tierra lanzaba gritos ahogados porque algunas personas estaban saltando del edificio.

Empezó a tomar fotografías con su lente de doscientos milímetros. Estaba parado entre un policía y un asistente de emergencias, y siempre que uno de ellos gritaba «Allí viene otro», su cámara encontraba el cuerpo cayendo y lo seguía hacia abajo durante una secuencia de unas nueve a doce fotografías. Fotografió entre diez y quince de estas personas antes de escuchar el estruendo en la Torre Sury presenciar su colapso a través de la exclusividad de su lente. Se vio atrapado en una ruina móvil, pero cogió una máscara de una ambulancia y fotografió la parte más alta de la Torre Norte mientras «explotaba como un hongo» y llovían escombros. Entonces descubrió que sí existe aquello de estar demasiado cerca y decidió que había completado sus obligaciones profesionales. Richard Drew se unió a la horda de cenicienta humanidad rumbo al norte y caminó hasta llegar a su oficina en Rockefeller Center.

No había terror ni confusión en la agencia Associated Press. En vez de eso se impuso la sensación de estar fabricando la historia. Aunque la oficina estaba tan abarrotada de gente como él la había visto siempre, también podía sentirse «la maravillosa calma que entra en juego cuando la gente realmente está inmersa en su trabajo». De modo que Drew hizo lo siguiente: insertó el disco de su cámara digital en su laptop y reconoció al instante lo que sólo su cámara había visto, algo icónico en el prolongado aniquilamiento de un hombre que cae. No tuvo que ver ninguna otra fotografía de la secuencia: no era necesario. «En la edición de fotos aprendes a buscar el encuadre», explica. «Tienes que reconocerlo. Esa foto saltaba de la pantalla sencillamente por su verticalidad y simetría. Tenía sencillamente esa apariencia». Envió la imagen al servidor de AP. A la mañana siguiente apareció en la página siete de The New York Times. Se publicó en cientos de periódicos en todo el país, en todo el mundo. El hombre dentro del encuadre, el hombre que cae, no estaba identificado.


* * *

Ellos empezaron a saltar poco después de que el primer avión se estrellara contra la Torre Norte, poco después de que empezara el incendio. Siguieron saltando hasta que la torre se derrumbó. Saltaban por las ventanas que ya estaban rotas y luego, más tarde, por las ventanas que ellos mismos rompían. Saltaban para escapar del humo y del fuego. Saltaban cuando los techos caían y los suelos colapsaban. Saltaban sólo para respirar una vez más antes de morir. Saltaban continuamente de los cuatro costados del edificio y de todos los pisos que estaban por encima y alrededor de la herida fatal del edificio. Saltaban de las oficinas de Marsh & McLennan, la compañía de seguros. De las oficinas de Cantor Fitzgerald, la compañía comercializadora de bonos. De Las Ventanas Sobre el Mundo, el restaurante ubicado en los pisos ciento seis y ciento siete, la cima. Durante más de una hora y media, las personas que se lanzaban fueron un torrente que manaba del edificio. Una después de otra, consecutivamente más que en masa, como si cada individuo necesitara ver a otro individuo saltando antes de reunir el coraje para saltar él mismo.

Una fotografía, tomada a la distancia, muestra a la gente saltando en una secuencia perfecta, como paracaidistas, formando un arco compuesto de tres personas cayendo en picada y distanciadas por el mismo espacio. De hecho, hubo historias sobre algunos que intentaron hacer paracaidismo antes de que la fuerza generada por su caída arrancara de sus manos las cortinas, los manteles, las telas desesperadamente unidas. Todos estaban obviamente vivos en su camino hacia abajo, y su camino hacia abajo duraba cerca de diez segundos. Todos estaban no sólo obviamente muertos a la hora de tocar el suelo, sino destrozados en cuerpo –aunque recemos para que no lo estuvieran en alma. Uno cayó sobre un bombero y lo mató. El cuerpo del bombero fue ungido por el sacerdote Mychal Judge, cuya propia muerte, tiempo después, fue tomada como ejemplo de martirio luego de que la foto –el cuadro redentor– de los bomberos cargando su cuerpo en medio de los escombros diera la vuelta al mundo.

Desde el principio, el espectáculo de la gente destinada a saltar desde los pisos más altos del World Trade Center se resistió a convertirse en un acto de redención. Esas personas fueron llamadas saltadores o los saltadores, como si representaran una nueva clase. La difícil prueba que cientos soportaron en el edificio y luego en el aire se convirtió también en una prueba para las miles de personas que los miraban desde el suelo. Nadie pudo acostumbrarse jamás: nadie que haya visto esas escenas habría querido verlas de nuevo, aunque muchos –por cierto– hayan vuelto a verlas. Cada saltador, sin importar cuántos hubiera, traía consigo horror fresco, provocaba pánico, era una prueba para el espíritu, asestaba un golpe definitivo. De cualquier forma, aquellas caídas a través del espacio eran espeluznantemente silenciosas. Los que gritaban eran aquellos que estaban en tierra.

Fue el panorama de los saltadores el que instó al alcalde Rudy Giuliani a decirle a su jefe policial: «Ahora estamos en aguas desconocidas». Fue el panorama de los saltadores el que instó a una mujer a gemir: «¡Dios, salva sus almas! ¡Están saltando! ¡Oh, por favor, Dios, salva sus almas!». Y fue, por último, el panorama de los saltadores el que proporcionó la medida correctiva para esos que insistían en decir que aquello que estaban presenciando era «como una película», pues era un final tan inimaginable como insoportable. Eran estadounidenses respondiendo al peor ataque terrorista de la historia del mundo con actos de heroísmo, con actos de sacrificio, con actos de generosidad, con actos de martirio y, por una terrible necesidad, con un prolongado acto (si estas palabras pueden ser aplicadas a un asesinato masivo) de un suicidio en masa.

La mayoría de periódicos estadounidenses publicó la fotografía que Richard Drew tomó del hombre que cae una sola vez. Diarios de todo el país, desde el Fort Worth Star-Telegram hasta el Memphis Commercial Appeal y The Denver Post, fueron forzados a defenderse contra los cargos que se les imputaba por explotar la muerte de un hombre, quitarle su dignidad, invadir su privacidad y convertir la tragedia en una pornografía de miradas lascivas. La mayoría de cartas de quejas señalaba lo obvio: alguna persona que viera la imagen podría saber de quién se trataba. Aun así, la fotografía de Drew se convirtió de inmediato en algo icónico y prohibido: el sujeto que caía no fue reconocido.

Un editor del Toronto Globe and Mail envió a un reportero llamado Peter Cheney a resolver el misterio. Al principio, Cheney se sintió abatido ante su tarea. Después de todo, la ciudad completa estaba empapelada con volantes mostrando los rostros de los desaparecidos, de los perdidos y de los muertos. Luego se afanó y envió la fotografía digital a una tienda que la hizo más clara y la mejoró. En ese momento empezó a surgir la información: él pensaba que era probable que no se tratara de un hombre negro, sino de una persona de piel oscura, posiblemente alguien de origen latino. Tenía una chiva. Y la camisa blanca que salía de sus pantalones negros no era una camisa, sino que parecía una especie de túnica, el tipo de casaquillas que usan los empleados de los restaurantes.

En una nación de voyeuristas, el deseo de enfrentar los aspectos más perturbadores de nuestro día más perturbador fue adscrito de alguna manera al voyeurismo, como si la experiencia de los saltadores fuera, en vez de la parte central del horror, algo tangencial, un espectáculo secundario que debería ser olvidado. Y no fue un espectáculo secundario. Los cálculos más respetados de gente que saltó hacia la muerte fueron preparados por The New York Times y USA Today. Ambas cifras difieren drásticamente. El Times, reconocidamente conservador, decidió contar sólo lo que sus reporteros vieron en las imágenes que recolectaron, y obtuvo la cifra de cincuenta personas. El USA Today, cuyos editores utilizaron historias de testigos y evidencia forense, además de lo que encontraron en video, llegó a la conclusión de que al menos doscientas personas murieron al saltar.

Ambos cálculos de pérdidas humanas son intolerables, pero si el número suministrado por USA Today es acertado, entonces entre el siete y ocho por ciento de aquellos que murieron en Nueva York el 11 de setiembre murieron saltando de los edificios. Esto significa que si consideramos sólo la Torre Norte, de donde proviene la vasta mayoría de saltadores, es probable que el promedio sea una de cada seis personas. Sin embargo, si llamamos al Medical Examiner’s Office de Nueva York para obtener sus propias cifras, no recibiremos una respuesta sino una admonición: «No nos gusta decir que saltaron. Ellos no saltaron. Nadie saltó. Fueron forzados hacia el exterior». Y si buscamos a través de Google con las palabras «¿Cuántos saltaron el 11/9?», caeremos en una especie de trampa, «Fuera. No hay saltadores aquí», en la que la carnada es la necesidad que tiene uno de saber: «Tengo al menos tres entradas en mi computadora que me muestran si alguien está investigando en Google cuántas personas saltaron del World Trade Center. Mi correo del 11 de setiembre hizo mención a ese terrible acontecimiento (sic), de modo que ahora cualquier pervertido que esté buscando eso recibirá el URL de mi página web. Estoy enojado. Lo intenté, pero no puedo encontrar ninguna razón para que alguien quisiera saber algo como eso. Lo que sea. Si es por eso que estás aquí, te fregaste. Ahora lárgate».

Eric Fischl no se largó. Tampoco se dio la vuelta ni desvió sus ojos hacia otro lado. Un año antes del 11 de setiembre había tomado fotografías de una modelo haciéndola rodar por el suelo en un estudio. Pensaba utilizar las imágenes como base para una escultura. Luego había perdido a un amigo que quedó atrapado en el piso 106 de la Torre Norte. Y ahora, mientras trabajaba en su escultura, buscaba la manera de expresar los puntos extremos de sus sentimientos con un monumento a lo que él llama «los puntos extremos de elección» que tuvieron que afrontar las personas que saltaron. Trabajó nueve meses en una escultura de bronce más-grande-que-la-vida a la que llamó Tumbling Woman[5], y al transformar a una mujer rodando por el piso en una mujer que rueda a través de la eternidad, logró transfigurar el horror local de los saltadores en algo universal. Logró redimir una imagen considerada irredimible.

Es posible que Tumbling Woman haya sido la imagen redentora del 11/9. Sin embargo, no sólo generó resistencia, sino que fue rechazada. El día en que se exhibió en el Rockefeller Center de Nueva York, Andrea Peyser, del New York Post, la denunció en una columna titulada «Vergonzoso ataque del arte», en la que argüía que Fischl no tenía ningún derecho a sorprender a los neoyorquinos con la destilación de sus tristezas. Argumentaba, en esencia, el derecho a mirar hacia otro lado. Ya que fue basada en una modelo que rodaba por el suelo, la estatua fue tratada como una evocación del impacto, un retrato de violencia literal más que figurativa. «Estaba intentando decir algo sobre lo que todos sentimos», explica Fischl, «pero la gente pensó que yo buscaba quitarles algo que sólo ellos poseían. La gente pensó que yo estaba intentando decir algo sobre las personas que sólo ellos han perdido». Esa imagen no es mi padre. Usted ni siquiera conoce a mi padre. ¿Cómo se atreve a tratar de decirme lo que siento por mi padre? Fischl tuvo que pedir disculpas. «Sentí vergüenza de haber contribuido a intensificar el dolor de alguien». Pero nada importó. Jerry Speyer, un miembro del directorio del Museo de Arte Moderno que dirige el Rockefeller Center, puso fin a la exposición de Tumbling Woman después de una semana. «Le rogué que no lo hiciera», cuenta Fischl. «Yo pensaba que si podíamos mantener la exhibición, emergerían otras voces y saldríamos airosos. Él me dijo: “No lo entiendes. Estoy recibiendo amenazas de bombas”. Le respondí: “La gente que ha perdido a sus seres queridos por el terrorismo no va a bombardear a nadie”. Pero él replicó: “No puedo correr el riesgo”». Y ahí quedó todo.



* * *

Las fotografías mienten. Incluso las grandes fotografías. Sobre todo las grandes fotografías. El hombre que cae en la imagen de Richard Drew cayó como lo sugería la foto sólo durante una fracción de segundo. Luego siguió cayendo. La fotografía funcionó como un estudio de la verticalidad perdida, una fantasía de líneas rectas con una figura humana que se astillaba en el centro como una púa. Sin embargo, el hombre que cae cayó en realidad sin la precisión de una flecha ni la gracia de un clavadista olímpico. Cayó como el resto, como todos los demás saltadores: tratando de aferrarse a la vida que estaban dejando. Es decir, cayó de forma desesperada, sin elegancia alguna. En la famosa fotografía de Drew, su humanidad concuerda con las líneas de los edificios. En el resto de la secuencia, otras once tomas, su humanidad es una cosa aparte. El hombre no está engrandecido por la estética. Es simplemente un ser humano, y esa humanidad, asustada y en algunos casos en posición horizontal, destruye cualquier otra cosa de ese encuadre.

En la secuencia completa de las fotos, la verdad está subordinada a los hechos que emergen despacio, sin piedad, cuadro por cuadro. En esa secuencia, el hombre que cae muestra su rostro a la cámara en dos cuadros anteriores al que fue publicado, y después de eso hay un develamiento, casi un descascaramiento, como si la fuerza generada por la caída le desgarrase de la espalda su casaquilla blanca. Los hechos que aparecen en la secuencia completa sugieren que Peter Cheney, el reportero del Toronto Globe and Mail, tenía razón en algunos aspectos relacionados con sus esfuerzos por resolver el misterio presentado por la foto publicada de Drew.

El hombre que cae tiene la piel oscura y una chiva. Probablemente se trata de un empleado del servicio de comidas. Parece desgarbado, con la largura y delgadez de su rostro, a manera de un Cristo medieval, posiblemente acentuadas por el empuje del viento y la fuerza de la gravedad. Pero setenta y nueve personas murieron la mañana del 11 de setiembre cuando fueron a trabajar a Las Ventanas Sobre el Mundo. Otras veintiuna murieron mientras trabajaban en Forte Food, un servicio de catering que servía comida a los negociantes de Cantor Fitzgerald. Muchos de los muertos eran latinos y hombres negros de piel ligeramente clara, hindúes o árabes. Muchos tenían pelo oscuro y corto. Muchos tenían bigotes y chivas.

De hecho, a cualquiera que intente imaginar la identidad del hombre que cae, las pocas características que pueden discernirse de las series originales de fotos le generan tantas posibilidades como las que excluyen. Existe, sin embargo, un hecho decisivo. Quienquiera que sea el hombre que cae llevaba una camiseta de color naranja brillante debajo de su camisa blanca. Es ese hecho indiscutible el que revela la fuerza brutal de la caída. Nadie puede saber si la túnica o la camisa, abierta por la parte posterior, está saliéndose de su cuerpo por la fuerza, o si la caída sencillamente está desgarrando la tela y haciéndola pedazos. Pero cualquiera puede notar que lleva una camiseta naranja. Si vieran estas fotografías, los miembros de su familia podrían comprobar que llevaba una camiseta naranja. Podrían recordar incluso si tenía una camiseta naranja, si era el tipo de persona que usaría una camiseta naranja o si usaba una aquella mañana. Seguramente lo sabrían. De seguro alguien podría recordar qué llevaba puesto cuando fue a trabajar esa última mañana de su vida.

Pero ahora el hombre que cae está cayendo a través de algo más que el puro cielo azul. Está cayendo a través de los vastos espacios de la memoria y está cogiendo velocidad. Neil Levin, director ejecutivo del Port Authority de Nueva York y Nueva Jersey, desayunó en Las Ventanas Sobre el Mundo de la Torre Norte del World Trade Center la mañana del 11 de setiembre. Nunca volvió a su casa. Su esposa, Christie Ferer, no habla de nada relacionado con su muerte. Ella trabaja para el intendente de Nueva York como enlace entre las oficinas del municipio y las familias del 11/9. Y ha volcado en su trabajo toda la energía provocada por un dolor que, antes del primer aniversario del ataque, la hizo visitar a ejecutivos de televisión para pedir que en las emisiones conmemorativas no fuesen a utilizar las escenas más perturbadoras, incluyendo las de los saltadores. También es amiga cercana de Eric Fischl, tal como lo era su marido, de modo que cuando el artista se lo pidió, ella consintió echar un vistazo a la escultura Tumbling Woman. Según sus palabras, la escultura le «revolvió las entrañas», pero sintió que Fischl tenía el derecho de crearla y exhibirla.

Ahora Christie Ferer ha llegado a la conclusión de que la controversia podría haber sido cuestión de tiempo. Quizá fuese demasiado temprano para mostrar algo como aquello. Después de todo, antes de que su esposo muriera, ella había viajado con él a Auschwitz, donde se exhiben rumas de anteojos confiscados y de dientes extraídos en los campos de concentración nazi. «Hoy se pueden mostrar esas cosas –dice– porque aquello ocurrió hace mucho tiempo. Por entonces no hubieran podido mostrar algo así». Sin embargo, sí lo hicieron. Al menos en formato fotográfico, las imágenes de los campos de la muerte en Europa fueron tratadas como actos esenciales de atestiguamiento, sin una consideración especial a las sensibilidades de las personas que aparecían en ellas o de las familias sobrevivientes de los muertos. Fueron mostradas como las fotografías de Richard Drew del recién asesinado Robert Kennedy. Como las fotografías de Ethel Kennedy rogando a los fotógrafos que no tomaran fotos.

Fueron mostradas también como las fotografías de la niña vietnamita corriendo desnuda después del ataque con napalm. Como las fotos del sacerdote Mychal Judge, gráfica e inconfundiblemente muerto, y aceptadas como una suerte de testamento. Fueron mostradas como todo lo que es mostrado, porque al igual que la lente de una cámara, la Historia es una fuerza que no discrimina a nadie. Lo que distingue a las imágenes de los saltadores de las otras que se tomaron antes es que a nosotros –los estadounidenses– se nos pide discriminar en nombre de ellos. Lo que distingue a estas fotos en términos históricos es que nosotros –como patriotas de este país– nos hemos puesto de acuerdo para no mirar dichas imágenes. Docenas, veintenas, quizá cientos de personas murieron saltando de un edificio en llamas, y nosotros hemos asumido sus muertes como indignas de tener testigos.


* * *

Catherine Hernández nunca vio la fotografía que el reportero llevaba bajo el brazo en el funeral de su padre. Tampoco lo hizo su madre, Eulogia. Su hermana Jacqueline sí lo hizo, y su indignación aseguró que el reportero tuviera que marcharse –quizá fue expulsado– antes de causar más daño. Pero la imagen ha seguido a Catherine y a Eulogia y al resto de la familia Hernández. Para Norberto Hernández no había nada más importante que la familia. Su lema era: «Juntos para siempre». Pero los Hernández ya no están juntos. La fotografía los separó. Aquellas personas que supieron desde el principio que la imagen no correspondía a Norberto –su esposa y sus hijas– se han alejado de otras que contemplaron la posibilidad de que se tratara de él, para beneficio del cuaderno de notas de un reportero. Cuando Norberto vivía, toda su familia, más allá de su esposa y sus hijas, vivía en el mismo vecindario de Queens. Ahora Eulogia y sus hijas se han mudado a una casa en Long Island porque Tatiana, que tiene dieciséis años y se parece a Norberto (cara ancha, cejas oscuras, labios gruesos y oscuros, ligeramente sonrientes), sigue teniendo visiones de su padre en la casa y escuchando en un susurro las insinuaciones de que murió saltando desde una ventana.

–Él no pudo haber muerto saltando desde una ventana.

En todo el mundo, la gente que leyó la historia de Peter Cheney cree que Norberto Hernández murió saltando desde una ventana. La gente ha escrito poemas sobre Norberto saltando desde una ventana. La gente ha llamado a los Hernández y les ha ofrecido dinero, ya sea como caridad o como el pago por una entrevista, porque leyó sobre Norberto saltando desde una ventana. Pero él no pudo haber saltado desde una ventana, eso lo sabe su familia, porque él no hubiera saltado desde una ventana: papi no. «Él estaba intentando volver a casa», comentó Catherine una mañana, en una sala decorada esencialmente con retratos enmarcados de su padre.

–Él estaba tratando de volver a casa con nosotras, y sabía que no lo lograría saltando desde una ventana.

Catherine es una chica encantadora, de piel oscura, ojos marrones, veintidós años, vestida con una camiseta, una sudadera y sandalias. Está sentada en un sofá al lado de su madre, que tiene la piel color caramelo, el pelo cobrizo y jalado hacia atrás, y lleva un vestido de algodón que tiene el color del cielo. Eulogia habla la mitad del tiempo en resuelto inglés, y luego, cuando se frustra con el nivel de las revelaciones, lanza palabras en español disparadas rápidamente al oído de su hija, que traduce: «Mi madre dice que ella sabe que cuando él murió estaba pensando en nosotras. Dice que pudo verlo pensando en nosotras. Sé que suena absurdo, pero ella lo conocía muy bien. Ellos estuvieron juntos desde los quince años». El Norberto Hernández que Eulogia conocía habría soportado cualquier dolor en lugar de saltar desde una ventana. Y cuando murió el Norberto Hernández que ella conocía, sus ojos quedaron fijos en lo que él vio en su corazón: los rostros de su esposa y de sus hijas, y no en la terrible belleza de un cielo vacío.

¿Cuán bien lo conocía, Eulogia? «Yo lo vestía», dice la mujer en inglés, mientras una sonrisa aparece en su rostro al mismo tiempo que una brillante capa de lágrimas. «Todas las mañanas. Recuerdo aquella mañana. Llevaba calzoncillos Old Navy verdes. Tenía medias negras. Tenía un pantalón azul, jeans. Tenía un reloj Casio. Tenía una camisa Old Navy. Azul. A cuadros». ¿Qué usaba cuando ella lo llevó a la estación de metro, como siempre hacía, y lo vio despedirse con la mano mientras desaparecía escaleras abajo? «Él se cambiaba de ropa en el restaurante», dice Catherine, quien trabajaba con su padre en Las Ventanas del Mundo. «Era chef de pastelería, de modo que usaba pantalones blancos o pantalones de chef, usted sabe, blanco y negro a cuadros. Usaba una casaquilla blanca. Debajo tenía que usar una camisa blanca». ¿Y qué tal una camiseta naranja? «No», dice Eulogia. «Mi marido no tenía camisetas naranjas». Hay fotografías. Hay fotografías del hombre que cae mientras caía. ¿Las quieren ver?

Catherine responde que no a nombre de su madre: «Mi madre no debería verlas». Pero luego, cuando sale y se sienta en las gradas del portal delantero, dice: «Por favor, muéstremelas. Apúrese. Antes de que venga mi madre». Cuando mira la secuencia de las doce imágenes deja escapar un llamado ahogado a su madre, pero Eulogia ya está mirando por encima de los hombros de su hija, estirando sus manos hacia las fotografías. Las mira, una después de otra, y luego su rostro queda fijo en una expresión de triunfo y desprecio. «Ése no es mi marido», dice, devolviendo las fotografías. «¿Lo ve? Sólo yo conozco a Norberto». Vuelve a agarrar las fotografías y entonces, después de estudiarlas, sacude su cabeza con un gesto vehemente y definitivo. «El hombre de estas imágenes es un hombre negro». La mujer pide copias de las fotografías para mostrárselas a la gente que cree que Norberto saltó desde una ventana, mientras Catherine sigue sentada en las gradas, con la palma de su mano extendida delante de su corazón.

–Decían que mi padre iría al infierno por haber saltado –dice–. En Internet. Decían que se llevarían a mi padre al infierno, junto con el diablo. No sé lo que hubiera hecho si hubiera sido él. Creo que hubiera sufrido un ataque de nervios. Me hubieran encontrado en alguna institución para enfermos mentales, en algún lugar.

Su madre está de pie en la puerta de enfrente, a punto de entrar en la casa de nuevo. Su rostro ha perdido el beligerante orgullo y se ha convertido otra vez en una máscara de tristeza serena, melancólica.

–Por favor –dice mientras cierra la puerta en una soleada mañana–. Por favor, limpie el nombre de mi marido.
* * *
Un teléfono suena en Connecticut. Contesta una mujer. Un hombre al otro lado de la línea busca identificar una foto que apareció en The New York Times el 12 de setiembre del 2001. «Dígame cómo es la foto», dice ella. Es una foto famosa, responde el hombre, la famosa foto de un hombre que cae. «¿Es la que llaman la zambullida del cisne en rotten.com?», pregunta la mujer. Podría ser, dice el hombre. «Sí, podría tratarse de mi hijo», dice la mujer. Ella perdió a sus dos hijos el 11 de setiembre. Ambos trabajaban para Cantor Fitzgerald, en la oficina de acciones comunes. Trabajaban espalda con espalda. No, dice el hombre en el teléfono, el hombre de la fotografía es probablemente un empleado de un restaurante. Lleva una casaquilla blanca. Está de cabeza. «Entonces no es mi hijo», dice ella. «Mi hijo tenía una camisa negra y pantalones caquis». Ella sabe lo que su hijo llevaba puesto por su voluntad de saber lo que había sucedido con sus hijos aquel día. Por su determinación de buscar y mirar.

Pero no empezó con esa determinación en absoluto. Ella dejó de leer el periódico después del 11 de setiembre, dejó de ver televisión. Hasta que en Año Nuevo cogió una copia de The New York Times y vio, en una recopilación de fin de año, una fotografía de los empleados de Cantor Fitzgerald apiñándose al filo del precipicio formado por un edificio agonizante. De modo que llamó al fotógrafo y le pidió agrandar y aclarar la imagen. Le exigió hacerlo. Y entonces supo, y supo tanto como era posible saber. Sus dos hijos están en la foto. Uno estaba parado en la ventana, casi con descaro. El otro estaba sentado en el interior. Ella no necesita decir lo que pudo haber pasado luego. «A lo que me aferro es a que mis dos hijos estaban juntos», dice mientras unas lágrimas instantáneas hacen que su voz se alce una octava. «Pero a veces me pregunto cuándo lo supieron. Se ven desconcertados, inseguros, están asustados. ¿Pero cuándo lo supieron? ¿Cuándo llegó el momento en que perdieron las esperanzas? Quizá todo haya sucedido muy rápido». El hombre del teléfono no le pregunta si ella piensa que sus hijos saltaron. Él no tiene que poner las cosas en claro y, de todos modos, ella ya le ha dado una respuesta.

Los Hernández consideraban la decisión de saltar como una traición al amor y como esa condenación al infierno de la que acusaban a Norberto. La mujer de Connecticut considera la decisión de saltar como la pérdida de la esperanza, como una carencia con la que nosotros, los seres vivientes, tenemos que vivir. Ella opta por afrontar los hechos buscando, mirando, tratando de saber qué pudo haber sucedido, realizando una pesquisa bajo la forma de un testigo privado. Ella podría haber optado por quedarse con los ojos cerrados. De modo que ahora el hombre del teléfono le hace la pregunta por la cual la llamó en primer lugar: ¿Cree que usted ha tomado la decisión correcta?

–Tomé la única decisión que podía tomar –responde la mujer–. Nunca podría haber elegido no saber.

Catherine Hernández creyó reconocer al hombre que cae apenas vio la serie de fotografías, pero no pronunció su nombre. «Él tenía una hermana que ese día estuvo a su lado –dice–, y él le dijo a su madre que la cuidaría. Jamás la hubiera dejado sola saltando». Ella explica, sin embargo, que el hombre era hindú, de modo que era fácil imaginar que su nombre fuera Sean Singh. Pero Sean era demasiado pequeño para ser el hombre que cae. Estaba completamente rasurado. Trabajaba en Las Ventanas del Mundo en el departamento de audiovisuales, de modo que probablemente estaría usando camisa y corbata en vez de una casaquilla de chef. Ninguno de los otros empleados de Las Ventanas Sobre el Mundo que fueron entrevistados antes pensaba que el hombre que cae pudiera parecerse a Sean Singh en lo más mínimo.

–Además, él tenía una hermana. Él jamás la hubiera dejado sola.

Un gerente de Las Ventanas Sobre el Mundo miró las fotografías una vez y dijo que el hombre que cae era Wilder Gómez. Luego, unos días después, las estudió con mayor detenimiento y cambió de parecer. No era su pelo. No era su ropa. No era su tipo de cuerpo. Lo mismo sucedió con Charlie Mauro. Lo mismo con Junior Jiménez. Junior trabajaba en la cocina y habría llevado puestos pantalones a cuadros. Charlie Mauro trabajaba en el área de suministros y no tenía por qué usar una casaquilla blanca. Además, Charlie era un hombre muy grande. El hombre que cae parece bastante corpulento en la foto publicada de Richard Drew, pero su figura es casi alargada en el resto de la secuencia. Los demás empleados de la cocina, como el propio Norberto Hernández, fueron eliminados considerando su vestimenta. Los mozos de banquetes podrían haber estado vestidos de blanco y negro, pero nadie recuerda a ningún mozo de banquete que se pareciera al hombre que cae.



* * *

Forte Food era la otra compañía que brindaba servicios de comida y que perdió gente el 11 de setiembre de 2001. Pero todos sus empleados hombres trabajaban en la cocina, lo que significa que usaban pantalones a cuadros o blancos. Y nadie hubiera podido usar una camiseta naranja debajo de la casaquilla blanca. Pero alguien que solía trabajar para Forte Food recuerda a un hombre que solía aparecer por allí, llevando comida para los ejecutivos de Cantor. Un hombre negro. Alto, con bigote y una chiva. Usaba una casaquilla de chef, abierta, con una camiseta de color llamativo debajo.

Nadie en Cantor recuerda haber visto a alguien así.

Por supuesto, la única manera de descubrir la identidad del hombre que cae es llamar a las familias de cualquiera que hubiera podido ser el hombre que cae y preguntarles lo que sabían de sus hijos o de sus maridos o de sus padres el último día que estuvieron en esta tierra. Preguntarles si alguno de ellos fue a trabajar con una camiseta naranja. ¿Pero deberían hacerse esas llamadas? ¿Deberían hacerse esas preguntas? ¿Añadirían sólo dolor a la angustia que ya aquejaba a aquellas personas? ¿Serían preguntas consideradas como un insulto a la memoria del muerto, tal como la familia Hernández consideró la imputación de que Norberto Hernández era el hombre que cae? ¿O serían consideradas como un paso hacia algún acto de testigo redentor?

Jonathan Briley trabajaba en Las Ventanas Sobre el Mundo. Algunos de sus colegas, al ver las fotografías de Richard Drew, pensaron que podría tratarse del hombre que cae. Era un hombre de piel ligeramente negra. Medía más de un metro noventa y cinco. Tenía cuarenta y tres años. Tenía bigotes, una chiva y pelo muy corto. Tenía una esposa llamada Hillary. El padre de Jonathan Briley es predicador, un hombre que ha dedicado toda su vida al servicio de Dios. Después del 11 de setiembre, reunió a su familia para pedirle al Señor que le dijera dónde estaba su hijo. Se lo exigió y utilizó estas palabras: «Señor, exijo saber dónde está mi hijo». Durante tres horas seguidas oró con su voz profunda, hasta terminar de gastarse la gracia que había acumulado durante toda una vida con la insistencia de su petición.

Al día siguiente, el FBI lo llamó. Habían encontrado el cuerpo de su hijo. Estaba milagrosamente intacto.

El hijo menor del predicador, Thimothy, fue a identificar a su hermano. Lo reconoció por sus zapatos: un par de zapatillas negras. Thimothy le sacó una y se la llevó a casa y la guardó en el garaje, como una suerte de conmemoración. Thimothy sabía todo sobre el hombre que cae. Era policía en Mount Vernon, Nueva York, y la semana después de que su hermano murió, alguien había dejado un periódico del 12 de setiembre abierto en el vestuario. Vio la fotografía del hombre que cae y, con rabia, se rehusó a volver a mirarla. Pero no pudo botarla. Al contrario, la guardó en la parte inferior de su casillero. Allí, al igual que la zapatilla negra en el garaje, se convirtió en un objeto permanente.

La hermana de Jonathan, Gwendolyn, también sabía acerca del hombre que cae. Ella había visto la fotografía el día en que la publicaron. Ella sabía que Jonathan tenía asma, y en medio del humo y el calor habría hecho cualquier cosa por respirar. Ambos, tanto Thimothy como Gwendolyn, sabían qué usaba casi siempre Jonathan cuando iba a trabajar. Usaba una camisa blanca y pantalones negros, junto con las zapatillas negras. Thimothy también sabía lo que Jonathan solía llevar debajo de su camisa: una camiseta naranja. Jonathan Briley usaba esa camiseta naranja para ir a cualquier sitio. Usaba esa camiseta naranja todo el tiempo. La usaba tan a menudo que Thimothy solía burlarse de su hermano: ¿Cuándo te librarás de esa camiseta naranja, flaco?

Pero cuando Thimothy identificó el cuerpo de su hermano, no pudo reconocer su ropa, a excepción de sus zapatillas negras. Y cuando Jonathan Briley fue a trabajar aquella mañana del 11 de setiembre de 2001, salió de casa temprano y se despidió de su esposa mientras ella todavía dormía. Ella nunca vio la ropa que llevaba puesta. Después de enterarse de que su marido estaba muerto, empacó sus cosas, se libró de ellas y nunca hizo un inventario de los artículos específicos que podrían haber faltado. ¿Será Jonathan Briley el hombre que cae? Podría serlo. Pero quizá no saltó desde la ventana como una traición al amor o porque perdió la esperanza. Quizá saltó para cumplir con los términos de un milagro. Quizá saltó para acercarse a su familia. Quizá no saltó en absoluto, porque nadie puede saltar a los brazos de Dios.

Sí, Jonathan Briley podría ser el hombre que cae. Pero la única certeza que tenemos es la que teníamos al empezar la búsqueda: quince minutos después de las 9:41 a.m. del 11 de setiembre de 2001, un fotógrafo llamado Richard Drew tomó una fotografía de un hombre cayendo a través del cielo, cayendo a través del tiempo y del espacio. La imagen dio la vuelta al mundo y luego desapareció, como si hubiéramos renunciado a ella. Una de las fotografías más famosas de la historia de la humanidad se convirtió en una tumba sin nombre, y el hombre enterrado dentro del encuadre, el hombre que cae, se convirtió en el Soldado Desconocido de una guerra cuyo final no hemos visto todavía. La foto de Richard Drew es todo lo que sabemos de él y, sin embargo, todo lo que sabemos de él se convierte en una medida de lo que sabemos sobre nosotros mismos. La fotografía es su cenotafio y, como todos los monumentos dedicados a la memoria de los soldados desconocidos en todas partes, nos pide que la miremos y hagamos un simple reconocimiento.

Es decir, que hemos sabido todo el tiempo quién es el hombre que cae.


Con la contribución del reportero Andrew Chaikisky. La crónica fue publicada originalmente en la revista Esquire, y Tom Jonud es dueño de los derechos de autor respectivos.

[1] Easter Standard Time [hora oficial del este]. Se trata de una de las ocho zonas horarias continentales de Estados Unidos (nota de la traductora).
[2] Ambas cifras suman en total ciento setenta personas. The New York Times publicó que fueron ciento setenta y uno (nota de los verificadores de datos).
[3] Se refiere a la esposa de O. J. Simpson, una ex estrella de fútbol americano que la asesinó brutalmente en uno de los crímenes más célebres y polémicos en la historia de Estados Unidos (nota de los editores).
[4] Periodista del Wall Stret Journal ejecutado por una facción de nacionalistas paquistaníes (nota de los editores).
[5] Tumbling Woman: Mujer que rueda (nota de la traductora).







Vargas Llosa / Un escritor en familia

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Vargas Llosa, un escritor en familia

El tardío y tormentoso encuentro con su padre, sus notorios cambios de rumbo, sus hijos y hasta su pasión por la comida. El autor peruano repasa su vida ante la publicación de 'El héroe discreto'





Vargas LLosa, en la terraza de su casa en el madrileño barrio de los Austrias. / JORDI SOCÍAS
Eran los comienzos del verano del año 1947, en Perú, y todavía ningún niño había sido llevado con engaños a ninguna ciudad enorme, a ninguna casa triste y hostil, al centro de ninguna pesadilla. No se sabe con exactitud la fecha —el mes, el día—, pero sí se sabe que era el comienzo del verano —diciembre, enero— en Piura, más de novecientos kilómetros al norte de Lima, y que empezó con una frase que contenía, a la vez, una respuesta: “Tú ya lo sabes, por supuesto”, dijo la mujer a su hijo de diez años que se había habituado a besar, antes de dormir, la foto de su padre a quien creía —a quien sabía— muerto. El niño, sin sospechar que le quedaban apenas segundos de una vida feliz, preguntó: “¿Qué cosa?”. “Que tu papá no estaba muerto”, dijo la mujer. Él no mostró desconcierto ni sorpresa. Sólo dijo, serenamente: “Por supuesto”. Y esa frase —que encerraba el perdón inconcebible a la traición de esa mujer que había sido, para el niño, todo— inauguró lo que vendría después: el resto de la vida.
—Morgana, tráela aquí, a ver si la calmamos nosotros.
—Pero es raro, papá, porque sólo le da aquí.
—Espero que no sea alergia a esta casa. Ni a su abuelo.
Esta tarde la casa del escritor peruano Mario Vargas Llosa, en Madrid, está repleta de gente. A la presencia habitual de Patricia Llosa, su mujer desde hace más de cuarenta años, y de sus dos asistentes —Verónica Ramírez y Fiorella Battistini—, se suma la de sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana, cada uno con pareja e hijos propios. Partirán todos, en dos días más, a Italia, a algún sitio que Mario Vargas Llosa ignora (y que ignoran también sus hijos varones, que dicen haber heredado de él la imposibilidad de lidiar con la parte sólida de la vida: tickets de avión, las compras, problemas con las tuberías). Esos viajes en familia son una ceremonia que promueve y organiza Patricia Llosa y así es como, aunque Álvaro es periodista y vive en Washington, Gonzalo tiene un puesto en el ACNUR y vive en República Dominicana, y Morgana es fotógrafa y vive en Lima, todos se reúnen una vez al año en algún lugar del mundo y vuelven a hacerlo, en diciembre, en Perú.
—Tráela, Morgana.

“No hay vidas colmadas. Me hubiera gustado ser un escritor aventurero. Tener una vida intensa, y volcada a la literatura
—Papá, si la traigo se acabó la conversación. No va a parar.
Anahís, la hija más pequeña de Morgana, atraviesa lo que la familia llama “pataleta”, un llanto desconsolado y continuo sobre el que su abuelo ha estado hablando durante la última hora —sin inmutarse, como quien sabe que donde hay niños las cosas son así— acerca de temas diversos: su nueva novela (El héroe discreto, que lanza Alfaguara el día 12 de este mes), la pésima relación con su padre, el matrimonio con su prima hermana.
—Fíjate que Anahís parece gozar de la vida, y de pronto tiene esas pataletas.
La casa de Mario Vargas Llosa es un departamento en un edificio antiguo de Madrid. A la derecha del recibidor una puerta marca una de las tres entradas a su estudio. Las otras dos dan a una pequeña terraza y a la sala. En la sala, con una camisa clara y el cabello sin una sola hebra fuera de lugar, Mario Vargas Llosa dice que su padre asociaba la vida de escritor a una vida indeseable.
—Tenía la idea de que eran borrachines y que era cosa de mariquitas. Creo que quizás ese rechazo que tenía hizo que yo resistiera a mi padre escribiendo. Y quizás mi odio a los dictadores viene de esa autoridad que él imponía por la fuerza y de esa relación tan mala que he tenido.
—¿La relación siempre fue esa?
—El rencor desapareció hace mucho, pero el cariño es imposible.
Mario Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú, hijo de Dora y de Ernesto J. Vargas. La historia ha sido contada por él mismo en El pez en el agua(1993), cuyo primer capítulo se titula ‘Ese señor que era mi papá’. Su madre y su padre se habían casado en 1935 y habían marchado a vivir a Lima, donde el hombre develó unas formas violentas. Dora quedó embarazada y, a los cinco meses, su marido sugirió que regresara a Arequipa para tener al bebé. Ella partió sin sospechar y él no volvió a dar señales de vida. El niño, a quien bautizaron Mario, nació en 1936 y la desaparición de su padre le fue ocultada bajo la forma de una historia brutal que, aun así, parecía más suave que el abandono: le dijeron que estaba muerto. Se crió con una madre y unos tíos y unos abuelos amorosos, y la familia se trasladó a Cochabamba cuando él tenía un año. Tenía diez cuando regresaron a Perú, a Piura, donde nada cambió —salvo que, cuarenta días después de haber llegado, nació su nueva prima, una niña llamada Patricia, hija de su tío Lucho y de su tía Olga que ya tenían otra apenas mayor, Wanda— hasta aquella tarde de verano en que su madre le dijo “tú ya lo sabes”, él respondió “por supuesto”, y ella le presentó al hombre que sería su azote y a quien —quizás— le debe todo. Ese mismo día lo llevaron a Lima con engaños y siguió una vida horrorosa. Su padre le prohibía visitar a la familia, ver amigos, escribir, y lo molía a golpes con cualquier excusa.
—Mi madre sufría pero al mismo tiempo lo amaba. En cambio yo era la pura víctima. Pero he pensado que si mi padre no hubiera tenido tanto disgusto ante la idea de que yo me dedicara a escribir, yo no hubiera tenido el carácter para perseverar en esa vocación. Vivir de ser escritor era inconcebible en el Perú de los años cincuenta. Por eso mi sueño era salir, escapar, irme a París.
Un resumen burdo de aquellos años en los que leía, trabajaba, escribía y soñaba con ser escritor sin saber cómo, diría que en 1950 ingresó en el liceo militar Leoncio Prado, en 1951 consiguió sus primeros trabajos como periodista en diarios locales, en 1952 regresó a Piura para terminar el secundario y, al año siguiente, a Lima para estudiar Derecho en la Universidad de San Marcos, donde se unió al partido comunista. En 1955, cuando llegó de visita una hermana de su tía Olga, Julia Urquidi, que tenía 32 cuando él tenía 19, quiso que esa mujer, su tía política, fuera su esposa y lo fue (aunque su padre amenazó con matarlo como a un perro). Poco después, ganó una beca que le permitió hacer lo que siempre había querido: irse.

“Salimos a caminar juntos, pero él trabaja cuando camina. Cuando le cuentas cosas crees que te escucha y no”, dice Patricia Llosa
—Nos fuimos a Madrid y luego a París en 1959. Allí conseguí varios trabajos alimenticios.
Descargó camiones de carne y verdura en el mercado de Les Halles y recogió periódicos viejos casa por casa para venderlos después, hasta que consiguió trabajo como profesor de español en las escuelas Berlitz y, luego, como periodista en France Press y en la Radio y Televisión Francesa. Mientras tanto, terminó de escribir La ciudad y los perros, una novela que transcurre en el liceo Leoncio Prado y funciona como un enorme sistema de delaciones encastradas en el que, sobre el final, todo se resignifica. La novela fue rechazada por varias editoriales hasta que llegó a manos del editor español Carlos Barral y, publicada en 1963, transformó a Vargas Llosa en un nombre fundamental del boom de la literatura latinoamericana cuando tenía apenas 26 años. Para ese entonces, ya se sentía profundamente enamorado de su prima hermana, Patricia.
—Ella había ido a París a estudiar. Y lo otro… a ver si lo escribo algún día.
—¿Pero qué fue lo que te atrajo?
—No, no. No te voy a contar. Porque es un tema que podría, quizás, algún día, escribir.
Si bien ha escrito profusamente acerca de las humillaciones a las que lo sometió su padre, o de la relación con Julia Urquidi, hay temas sobre los que mantiene el más flemático de los blindajes. Jamás, por ejemplo, habla de los motivos que lo distanciaron de su alguna vez amigo Gabriel García Márquez (a quien golpeó famosamente en México, en 1976), y las líneas que mencionan a Patricia, su mujer actual, son discretas, apenas escanciadas.
—No, no te cuento porque si algún día continúo las memorias escribiré esa historia, que tiene que ver con los años tan bonitos de París.
—¿Por qué tan bonitos?
—Porque ahí me hice un escritor.
***
—¿Cómo fueron esos años en París?
—No fue fácil. Fue duro.
Patricia Llosa está en el sofá de la sala de su casa. Tiene una voz de afonía morbosa y una risa corta, precisa.
—Yo tenía 16, mi hermana Wanda 17. Era 1960. Llegamos a París para estudiar francés y fuimos a vivir con Mario. Era el primo hermano que me llevaba a los museos, me enseñaba a leer. Yo pensaba “qué buena persona, me lleva a todas partes”. Un día me dijo que estaba enamorado, y yo le dije “cállate, idiota”, porque imagínate el impacto. Pero en ese interín, mi hermana murió en un accidente aéreo. Yo regresé a Lima y fue una etapa monstruosa. Mi madre estaba destruida. Mario me escribía. Yo primero decía “no, no”. Mi padre trataba de disuadirnos. A mí me decía que Mario era complicadísimo. Y a Mario le decía que yo era terrible, que lo iba a destruir. Y no nos convenció. Nos casamos, empezamos a vivir en París. Pero no fue fácil. Para mí era el recuerdo de haber vivido allí con mi hermana. Luego quedé embarazada de Álvaro. Mario tenía mucho temor a ser padre, y por eso fue un padre tan suave. La parte más terrible me la dejaba a mí.
—Te dejaron el papel de…
—El monstruo. Yo comprendí que era por la relación que tuvo con su padre, pero pesa. Tú dices “bueno, más adelante la figura del papá va a ser perfecta y la mamá la pesada”. Yo tenía 19 años y tenía que llevar adelante una casa y una economía nada floreciente. Supongo que tuvo mucho que ver el reto. No te olvides que trataron de disuadirnos de que lo que íbamos a hacer era una locura. Entonces, supongo que también había algo de “hay que demostrar que esto es perfecto”. Después fuimos a Londres. Y típico de Mario, fue a conseguir casa y terminamos en el medio del campo, porque no preguntó dónde quedaba. Fueron meses de una inmensa soledad. Cuando Mario viajaba era peor. ¿Sabes cuál era mi entretenimiento? Me subía a un autobús con Álvaro y hacía todo el recorrido hasta la terminal.
***

“Vivir de ser escritor
era inconcebible en
el Perú de los años cincuenta. Por eso mi sueño era escapar,
salir, irme a París
La ciudad y los perros siguieron La casa verde (1966), Los cachorros (1967), y Conversación en La Catedral, cuyo manuscrito hizo que la agente literaria Carmen Ballcells fuera a buscarlo a Londres, donde él daba clases, para decirle que debía mudarse a Barcelona y dedicarse a escribir, cosa que hizo. Ya en Barcelona publicó Pantaleón y las visitadoras (1973) y, en 1977, La tía Julia y el escribidor, la historia de su relación con Julia Urquidi entrelazada con la de Pedro Camacho, un hombrecito estrafalario, autor de radioteatros exitosos. Cuando su padre la leyó, lo acusó de resentido y le advirtió que haría circular una carta entre la familia, denostándolo.
—Mi padre murió en 1979. Estábamos enemistados por esa carta. En los últimos años hizo varios intentos de acercarse, pero nunca pude mentir un cariño que no sentía.
La muerte de Ernesto Vargas ocurrió por infarto, en 1979, y está narrada en El pez en el agua a lo largo de tres páginas. Entre paréntesis.
—¿De verdad lo escribí en un paréntesis?
—Sí.
—No me acordaba.
Desde los años sesenta, ha escrito más de veinte libros de no ficción, nueve obras de teatro, un volumen de cuentos (Los jefes), y dieciocho novelas. En 1981, cuando ya llevaba dos décadas siendo un autor consagrado, publicó la que muchos consideran su obra maestra, La guerra del fin del mundo. Siguieron novelas que la crítica trató de manera dispar, como Historia de Mayta (1987), que no tuvo demasiada fortuna, y La Fiesta del Chivo (2000), que fue muy elogiada. Sus ensayos recorren la obra de Onetti, de Flaubert, de Victor Hugo. Sus columnas periodísticas, que publica desde 1977 bajo el título Piedra de toque, versan sobre todas las cosas (desde un elogio a Margaret Thatcher hasta la celebración del proyecto de legalización de la marihuana que impulsa el presidente de Uruguay). Es escritor, periodista, actor (participó de la puesta de Odiseo y Penélope, y en una versión de Las mil y una noches) y fue candidato a presidente de su país en 1990. Tiene casa en Lima, en París, en Madrid y, en todas, amplias bibliotecas repletas de volúmenes en cuya página final anota comentarios. No sabe la dirección de su departamento, ni el número de su pasaporte, pero conoce con detalle la historia del abuelo de su yerno o el funcionamiento del sistema de salud de los países escandinavos. Es puntual, impaciente con la impuntualidad ajena, y mezcla un nomadismo tóxico —vive entre Madrid, Lima y decenas de aviones— con una rutina de monje: esté donde esté, camina una hora todas las mañanas, desayuna, trabaja hasta el almuerzo y, después, vuelve a su estudio hasta las seis, cuando sale al teatro, a comer o al cine. En 1967 ganó el premio Rómulo Gallegos, en 1986 el Príncipe de Asturias, en 1994 el Cervantes. En 2010, cuando le dieron el Nobel, alguien le preguntó: “¿Tiene ánimo para seguir escribiendo o el Nobel es un punto final?”, y él saltó como un alambre: “No me voy a dejar enterrar por este premio”.
***
—Esta fábrica que se llama Vargas Llosa fue creciendo —dice Patricia Llosa—. Somos cinco personas trabajando y me siento desbordada. Me ocupo de todo: de la correspondencia, de las invitaciones.
—¿Te gusta hacer esto?
—Yo decía “creo que si no me hubiera casado con Mario hubiera estudiado medicina”. Pero son cosas que dices de joven. No digo “qué horror esto que me ha tocado”. Es un poco complicado cuando él quiere salir en las tardes y yo estoy con lo contrario, quiero quedarme porque estoy cansada o tengo trabajo. Ahora empecé a llevarle el celular a la cama. Me tapo la cabeza con la frazada y me pongo a ver todas las tragedias juntas.
***

“Nos enseñó la lección
de la impopularidad. Nunca hizo concesión.
Y eso entraña una actitud arriesgada”,
dice Álvaro
En 2011, el escritor peruano Fernando Iwasaki coordinó un número especial de la revista toledana Turia dedicada a Vargas Llosa y allí el español Javier Cercas escribió: “Si se hubiera muerto o hubiera dejado de escribir con 33 años, cuando sólo había publicado La ciudad y los perrosLa casa verdeLos cachorros Conversación en La Catedral, lo habríamos considerado uno de los mejores novelistas en español de cualquier época (…) Pero es que después escribió cosas como La tía Julia, como Historia de Mayta, como La guerra del fin del mundo, como La Fiesta del Chivo (…) Es natural que muchos escritores nos sintamos humillados por Vargas Llosa. Cosa esta última que, junto con su incapacidad para callarse lo que piensa, explica que tenga tantos detractores en el gremio (…)”. Si hasta 1971 fue un escritor de izquierdas, ese año empezó a ser muy crítico con la revolución cubana y más tarde se reconoció liberal. El cambio de postura resultó una afrenta difícil (“afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor”, escribió el uruguayo Mario Benedetti) y ha tenido efectos concretos (como cuando en 2010, en Chile y durante la inauguración del Museo de la Memoria en honor a las víctimas de Pinochet, lo abuchearon en público).
—Él siempre nos enseñó la lección de la impopularidad —dice Álvaro Vargas Llosa—. Nunca hizo concesión. Y eso entraña una actitud muy arriesgada: es como decir “no me importa quedarme solo”.
***
—¿Cuál es la dirección, Patricia?
Son las nueve y cuarto de la noche. Patricia Llosa se sube a un taxi, saca un papel de la cartera y lee.
—Henri Dunant… —pronuncia en francés, pero hace un gesto de fastidio y se corrige—. Enrique Dunant, esquina a padre Damián.
—Lo de Enrique no me suena —dice el taxista—, pero lo del Padre Damián, sí.
—Bueno —dice Mario Vargas Llosa—, eso, Enrique Damián, vamos.
Mario Vargas Llosa no tiene idea de dónde queda al restaurante en el que se reunirá para cenar con su familia, pero tampoco sabe a qué hora sale el avión que dos días más tarde los llevará a todos a Italia, ni cuál es el sitio de destino. En el restaurante han dispuesto una mesa para veinte y, entre los saludos a la multitud, Patricia indica el orden de los comensales.
—¿Dónde me siento yo, Patricia? —pregunta Vargas Llosa—.
—Allí —dice Patricia, señalando una silla, y su marido se sienta—.
En uno de los extremos se habla de política, en el otro de albóndigas. Cuando llegan los platos, todos empiezan a preguntarse unos a otros: “¿Qué pediste, qué tiene tu salsa?”.
—Como verás, el registro familiar es alto —dice Morgana, gritando sobre la bulla, sentada junto a Verónica Ramírez, a la vez su amiga íntima y asistente de su padre—. Mi padre es capaz de hacer cosas inconcebibles por la comida. Una vez regresábamos él, Verónica y yo, desde París. Conducía Verónica y llovía muchísimo. Hay un sitio en Burgos donde él quería parar a comer huevos con morcilla. Era de noche. Casi no teníamos combustible. Y mi padre empieza a hablar de los huevos con morcilla. Que no existe otro sitio igual en el mundo, que la morcilla es sólo de Burgos.

Quizás mi odio a los dictadores viene de la autoridad que imponía por la fuerza mi padre y de esa relación tan mala
—Y mientras —dice Verónica—, iba recitando: “Ahora estamos por Guernica”. Y recitaba la historia de cada pueblo.
—Y cuando llegamos al sitio le dijimos: “Vamos a echar gasolina y luego a comer”. Y él: “De ninguna manera, primero las morcillas con huevo, y luego vemos si echamos gasolina”. La sola idea de demorar diez minutos los huevos con morcilla le resultaba insoportable. Así que tuvimos que parar a comer. Yo me comí esos huevos enferma.
—¡Mentira! —dice Vargas Llosa, falsamente indignado—. Se los comió con un placer infinito. Mira, mis hijos no me tienen ningún respeto. Ni mi secretaria. Se burlan en mi cara. Y mi mujer también. Nunca se ha acostumbrado a ser mi mujer. Todavía sigue siendo mi prima y no me respeta nada. Todo el mundo lloró en el discurso del Nobel, menos la beneficiaria de mi llanto, que era ella.
El 7 de diciembre de 2010, cuando pronunció el discurso de aceptación del Nobel, Vargas Llosa, con la voz quebrada, leyó aquello que dio la vuelta al mundo: “El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable (…) Ella hace todo y todo lo hace bien (…) y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
—No lloró nada. Sólo hizo el gesto. Nunca ha llorado por cosas emotivas, sentimentales. ¿Sabes qué me dijo cuando le dije que me había enamorado de ella? “Cállate, idiota”. Qué cosa tan desmoralizadora.
Al otro lado de la mesa, Patricia se ríe y hace el gesto de secarse lágrimas falsas.
***
En los años noventa, cuando ya había hecho notorios cambios de rumbo en su vida (de comunista a liberal, de hijo sometido a varón casado con su prima, de escritor de prestigio a candidato a presidente), y en su obra (de novelas densas a la hojaldrada levedad de Pantaleón y las visitadoras y, de allí, al artefacto histórico y barroco de La guerra del fin del mundo), dijo, en una entrevista con Paris Review: “Me rehúso a admitir la posibilidad de que mis mejores años quedaron atrás, y no lo admitiría incluso si me enfrentaran con la evidencia”. Ahora, después de una etapa marcada por novelas con personajes históricos —Trujillo, en La Fiesta del Chivo (2000); Flora Tristán, la abuela de Paul Gauguin, en El paraíso en la otra esquina (2003), y Roger Casement, el dublinés que denunció los abusos de la colonia en el Congo Belga, en El sueño del celta (2012)—, El héroe discreto marca un regreso a las historias que transcurren en Perú y la reaparición de personajes como Lituma (de Lituma en los Andes, 1993), y Rigoberto y Fonchito (de Los cuadernos de don Rigoberto, 1997). El argumento gira en torno a dos familias, una piurana, la de Felícito Yanaqué, y otra limeña, la de Rigoberto. Felícito es dueño de una empresa de transportes y recibe una carta en la que una organización mafiosa le comunica que deberá pagar soborno a cambio de protección. Él se niega y, a partir de ese momento, su vida se transforma en un infierno: le incendian la oficina, secuestran a su amante. Mientras, en Lima, Rigoberto se mete en problemas por salir de testigo del casamiento de Ismael, su amigo del alma, mientras lidia con su propio hijo, Fonchito, a quien se le aparece un hombre inquietante. Ambas historias confluyen en un final en el que ni los hijos son tan víctimas como se podría pensar, ni las mujeres tan sumisas como aparentaban, ni los padres son tan buenos como parecían.
—Esta novela empezó por una información que leí en la que se hablaba de un hombre que tenía una empresa de transportes pequeñita en Trujillo y decía que él no iba a pagar sobornos, e informaba de eso a los mafiosos. Y entonces me empezó a dar vueltas el personaje. Por otra parte, desde que terminé Los cuadernos de don Rigoberto tenía idea de hacer una nueva novela con don Rigoberto, pero no pensé en fundir esas dos ideas. Cuando se me ocurrió fundir al transportista y a don Rigoberto, empecé a imaginarme la novela. Hice lo que hago siempre con los proyectos. Fichas, trayectorias de los personajes. Y trabajo de campo. Voy a los lugares que quiero inventar.
—¿Volviste a Piura para escribirla?
—Dos veces. Pero la Piura que yo guardaba en la memoria es una ciudad que ha desaparecido. Sólo la recuerdan los viejos.

Esta novela empezó
por una información
en la que se hablaba de un empresario que decía que no iba a pagar sobornos
—En una entrevista con Paris Review dijiste: “Si no escribiera no dudaría un instante en volarme la tapa de los sesos (…) escribir es una forma de combatir la infelicidad”. Pero lo que se ve a tu alrededor es una vida agradable.
—Tú puedes tener una vida muy rica y al mismo tiempo siempre va a estar por debajo de tus expectativas. Uno de los mecanismos que hemos inventado para poder llenar ese vacío es la literatura, que te permite vivir la vida que no puedes vivir. No hay vidas colmadas. Me hubiera gustado ser un escritor aventurero. Tener una vida intensa, rica, y al mismo tiempo volcada a la literatura. Pero bueno, al menos nunca he estado en la torre de marfil.
***
—Mira, siéntate, y dime si puedes escribir algo allí.
Verónica Ramírez indica la silla del estudio de Mario Vargas Llosa, separada del teclado de la computadora por una distancia tan amplia que obliga a escribir en una postura tiesa.
—Nadie puede escribir ahí. Sólo él.
El estudio tiene un entrepiso en el que hay un televisor donde cada tarde Vargas Llosa mira el noticiero, algunas series. Por todas partes —sobre el escritorio, en el piso, en los estantes— hay hipopótamos: de acero, de plástico, de peluche.
—Un día dijo que le gustaban los hipopótamos y le empezaron a regalar toneladas. Éste lo compró el otro día en un aeropuerto.
—Pero esto es una vaca.
—Sí. Pero cuando le dijimos: “Mario, es una vaca”, se puso tan triste que dijimos: “Bueno, mira, es que parece un hipopótamo”.
***
—Por las mañanas salimos a caminar juntos —dice Patricia Llosa—, pero él trabaja cuando camina. Cuando tú le cuentas cosas crees que te está escuchando y no. Es un poco deprimente. Pero yo ya me acostumbré.
—¿Cómo creés que te ve la gente?
—Yo creo que como me han visto mis hijos de chicos. Que era un poquito el monstruo. “Hay que pasar por la mujer para llegar a él”. En el fondo deben pensar: “Qué pesada la señora”.
***
—Hola, Álvaro.
Álvaro saluda, se sienta, comenta el berrinche de Anahís.
—Tú también llorabas cuando eras pequeño —dice su padre—.
—No me acuerdo —dice Álvaro, sentándose en un sofá—.
—Claro, si tenías un año. Cuando estábamos en Londres y tenía que darte esa cosa espantosa, los productos Herbal o Hierbal. Patricia se iba a clases de inglés, y yo estaba escribiendo Conversación en La Catedral y tenía que parar para darte los productos esos. Entonces cerrabas la boca.
Álvaro lo mira con curiosidad mientras su padre empieza a sacudirse de risa.
—Y yo le abría la boca. Y cuando lograba embutirle todo el frasquito, él lo vomitaba entero. Entonces lo metía en el cuarto del fondo, cerraba esa puerta, cerraba otra puerta y me ponía a trabajar. Y los chillidos de la criatura atravesaban las tres puertas y llegaban a mi máquina de escribir. Cuando llegaba Patricia me preguntaba: “¿Le diste la cosa?”, y yo “sí, sí”. Y la impresionaba porque el chico estaba empapado de llanto y de sudor, de la cólera que le producía que nadie le hiciera caso con sus chillidos. Seguramente son los momentos más escabrosos de Conversación en La Catedral.
—Al menos sirvió para algo —dice Álvaro—.
Las carcajadas del padre y el hijo se entremezclan con el llanto majestuoso de Anahís.
—Mira qué pataleta. ¡Morgana, tráela, que la calmamos!
—¡No se puede, papá! —grita Morgana—.
Mario Vargas Llosa se ríe y dice que ser abuelo es fenomenal.
—Cuando los niños chillan o pasa algo, sólo tienes que devolvérselos a los padres.

Cuándo se arregló Perú

Invención como principio activo y moralidad. Pocos laberintos tan amenos y tan razonables a la vez como 'El héroe discreto', nueva novela de Mario Vargas Llosa


A la entrada de la última novela de Mario Vargas Llosa, un exergo de Jorge Luis Borges recuerda a los narradores que “nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”. Es patente que a los lectores de ficciones nos basta con disfrutar del laberinto y disponer de un cabito del hilo que nos ofrece generosamente el autor. Y, por supuesto, forma parte de nuestro placer el reconocer la procedencia del mismo. El lector de El héroe discreto —un título risueño, propio de fábula moral, que encierra alusiones a sendos marbetes de Baltasar Gracián, sobre los que volveré— reconocerá enseguida la progenie de algunos personajes de esta nueva historia. El afanoso, sufrido y honradísimo sargento Lituma ha ascendido un grado desde la novela Lituma en los Andes, donde aquellas virtudes fulgían entre el horror del Perú rural asolado por la secta de Sendero Luminoso. Y antes había sido también uno más de la pandilla de “Los inconquistables” en La casa verde, primera vista de la ciudad norteña de Piura en la narrativa de Vargas. Del mismo modo, el caballero soñador y pragmático, erotómano y refinado, don Rigoberto, procede de Los cuadernos de don Rigoberto, lo mismo que su segunda esposa, Lucrecia, y su hijo Fonchito, de quienes también supimos por Elogio de la madrastra.
Y es que el numen y la ley interior de El héroe discreto parecen ser el reencuentro y la coincidencia, al igual que en las novelas bizantinas (a las que a menudo se parece la nuestra) lo es la revelación de identidades; tanto en una como en otras, se trata de aguardar a que, tras la peripecia nítida pero intrigante, llegue el final feliz y justiciero. A despecho del realismo verificable que se busca, nos hallamos en una modalidad de este que es idealista y dialéctica, a la par. Todas las piezas encajan y todos los personajes se ganan su condigno final o al menos un testimonio de su mérito, como en el caso del pobre chino Lau, protegido de Felícito Yacané. Nadie se queda sin su recompensa o su castigo: lo segundo es el caso de los mellizos y herederos de don Ismael, a quienes llaman “las hienas”, o de Miguel, el hijo traidor de don Felícito; ejemplo de lo primero es el reconocimiento de Tiburcio, el hijo leal, o el cumplimiento final de la pasión devoradora que el capitán Silva ha sentido por el próvido trasero de Josefita, desde que inició la investigación de las denuncias de su patrón. Lo único que permanece en la penumbra del misterio jocoso son las apariciones de don Edilberto a Fonchito. ¿Se trata de un Mefistófeles muy venido menos? ¿De un misterioso llorón que ha hecho suyas todas las desdichas del mundo? ¿De un pedófilo cauto e inofensivo? ¿De una invención del muchacho malcriado? ¿O de un explícito homenaje al Doctor Faustus, de Thomas Mann, por parte de don Rigoberto, el diletante que compara con pasión las versiones grabadas de Robert Schumann?
Pocos laberintos tan amenos y tan razonables, a la vez, como esta novela de Vargas Llosa. “Dios mío —dice el narrador, quizá por boca de don Rigoberto, o de su esposa Lucrecia—, qué historias organizaba la vida cotidiana; no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes y Tolstói, sin duda. Pero no tan lejos de Alejandro Dumas, Emile Zola, Dickens o Pérez Galdós”. Repárese que la preventiva autocrítica acompaña al elogio de un modo de imaginar la casualidad, lo que no es pequeña cosa. Como se ha apuntado, El héroe discreto es una apuesta a favor de la invención como principio activo y de lamoralidad como resultado final, cosas que tienen algo, o mucho, de cervantino. ¿No cabría pensar, en tal sentido, que el viaje final con que se obsequian las dos parejas protagonistas —Rigoberto y Lucrecia, Felícito y Gertrudis— y que llevará a todos a Roma es un implícito remedo del final del Persiles, donde la peregrinación religioso-moral tiene un sentido simbólico que aquí se queda en laico autohomenaje turístico?
Mario Vargas Llosa se ha divertido, sin duda, componiendo una novela doméstica y trepidante sobre los regresos desde las demasías hacia el orden, que tiene también mucho de retorno personal al mundo que conoció y narró de otro modo hace cuarenta o treinta años. Es una vuelta a la Piura de su infancia y adolescencia —la ciudad donde la exclamación común es “che guá” (como recuerda la secretaria Josefita) y donde don Rigoberto no duda en solicitar el manjar local “seco de chavelo”, que es un aliño de carne cecina— y también a la Lima burguesa de su juventud, fachendosa y cruel, del barrio de Miraflores y del Barranco. Pero ni Lima ni Piura son ya lo que eran… Si en el inolvidable arranque de Conversación en La Catedral nos quedábamos sin saber cuándo se jodió Perú, en las páginas de El héroe discretoestamos en condiciones de enterarnos de cuándo empezó a arreglarse. Porque también tiene su moraleja sociopolítica que don Ismael pueda vender su eficiente y acreditada compañía de seguros a una empresa multinacional italiana, Generali, mientras que Felícito Yanaqué sigue al frente de su empresa de autobuses a la que ha bautizado con el nombre de Narihualá, el más conocido de los yacimientos preincaicos del departamento de Piura. La alta burguesía limeña capitaliza sus esfuerzos de muchos años y la emergente clase media empresarial autóctona persevera en su esfuerzo por modernizar el país. Lucrecia, Rigoberto y Fonchito apreciarán el buen gusto de un nuevo centro comercial en el centro de Piura, faz amable de la globalización. Y Rigoberto verá con reprobación los jóvenes parapentistas que sobrevuelan las playas de la costa limeña. A pesar de los pesares, todo ha venido a ser mejor que antes…
Las dos historias paralelas (y en el fondo, casi idénticas) de don Ismael y Felícito convergen en la ejecución de dos sabias justicias privadas y el inicio de dos proyectos de futuro: la felicidad de la criada Armida, premiada en el primer caso, y la garantía de que Tiburcio continuará con denuedo al frente de la empresa de su padre. Indudablemente, Felícito, el cholo desengañado, juicioso y trabajador ha venido a reunir —y válganos Gracián, de nuevo— los valores de quien sabe sobreponerse a la adversidad y a la humillación y actuar con el tino que la discreción requiere: como recuerda Gracián, “fuerte es la verdad, valiente la razón, poderosa la justicia; pero sin el buen modo, todo se desluce, así como con él, todo se adelanta”.

El héroe discreto. Mario Vargas Llosa. Alfaguara. Madrid, 2013. 392 páginas. 19,50 euros


Clint Eastwood / Es un momento ruin

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«Sé lo que estás pensando. Si he disparado cinco o seis balas. Te digo que con este ajetreo yo también he perdido la cuenta, pero siendo este un Magnum 44, el revólver más potente del mundo, capaz de volarte la tapa de los sesos de un disparo, ¿no crees que deberías pensar que eres muy afortunado?»

Clint Eastwood en Harry el sucio



Clint Eastwood, envuelto en un cuarteto amoroso

Clint Eastwood & Dina Eastwood
Foto: GETTY
LOS ÁNGELES, 10 Sep. 2013 (EUROPA PRESS) -
   Nuevos detalles de la crisis que llevo al matrimonio de Clint Eastwood a su fin han surgido en los medios, y es que después de saberse que el actor estadounidense y su esposa durante 17 años Dina Eastwood habían terminado su relación, la pareja se ha convertido en primera noticia de Hollywood.
   Después de que hace menos de una semana se hiciera público que Eastwood y Dina tenían cada uno una nueva pareja tras el fin de su matrimonio --y no sólo eso, sino que esas parejas fueron sus amigos anteriormente y estaban casados entre sí--, ahora la revista 'People' recoge nuevas informaciones donde detalla aún más está situación.
   De acuerdo a la publicación, el problema empezó cuando el cineasta, quien inició hace unos meses un romance con Erica Fisher, --la cual era esposa del actual novio de Dina, Scott Fisher-- se molestó con Dina por poner en marcha el reality show 'Mrs. Eastwood and Company', en el cual exhibía la vida privada de su familia.
   "Clint estaba furioso con el programa, iba en contra de todos sus principios, él es extremadamente celoso de su privacidad, y ella expuso a sus hijos en televisión", explicó una persona cercana a la pareja.
   Esto provocó un gran distanciamiento en la pareja, hecho por el cual Dina intensifico su amistad con su gran amigo Fisher --quien estaba en proceso de divorcio--, lo que provocó las dudas de Erica, quien decidió contactar a Clint para investigar la situación, pero tras reunirse varias veces con el actor surgió entre ellos un romance.  
   Está enredada situación provocó que Dina iniciara una terapia psicológica en una clínica. "Ella estaba absolutamente sorprendida, no podía ponerse en pie, cayó en picado", expresó la fuente.
   Las dos parejas admitieron públicamente sus respectivas relaciones hace unos días, y desde entonces han sido el centro de atención.








"En este mundo hay dos clases de hombre, mi amigo. 
Aquellos con el arma cargada, y aquellos que cavan. 
Tú cavas" 

The Good The Bad and the Ugly



Clint Eastwood 

“Es un momento ruin”

Clint Eastwood vuelve a ponerse frente a las cámaras en 'Golpe de efecto'

El actor ha apoyado públicamente la candidatura de Mitt Romney a la Casa Blanca

Presidentes hay muchos. Van y vienen por lo general cada cuatro años. Pero leyendas hay pocas. Y Clint Eastwood, solo uno. Así lo comprobó el 30 de agosto el candidato a la presidencia estadounidense, Mitt Romney. Se las pintaba ufano, queriendo poner una pica en Hollywood y ganar electores aceptando la nominación de su partido bañado en la popularidad de su último ponente y valedor, del mismísimo Harry el sucio, del lacónico hombre sin nombre de los spaghetti western de Sergio Leone, del gruñón de Kowalski en Gran Torino. Pero el tiro le salió por la culata porque, acabada la convención republicana, para bien o para mal, solo se habló de Eastwood. De la leyenda o del viejo loco de 82 años que, con el pelo revuelto y una fragilidad más notable que la que uno espera en sus ídolos, apoyó a Romney y criticó a Obama. Eastwood fue motivo de mofa no por su ideología –él se define como “libertario” y estuvo en contra de la invasión de Irak aunque siempre se ha codeado con el sector republicano de un Hollywood demócrata–, sino por las formas, por ofrecer uno de los momentos más extraños jamás televisados en una convención, un momento improvisado en un espectáculo donde todo está pautado. Pero antes de escribir su obituario, todos han de escuchar a Steven Spielberg diciendo eso de “Eastwood continúa sorprendiéndonos” en un documental que la Warner Bros prepara sobre el actor, director y productor más reverenciado de Hollywood. Eastwood es el ejemplo de lo que a Hollywood le gusta ser, ambicioso y amistoso, siempre aspirando a más, pero rodeado de los suyos, volcado en su arte y respetuoso con lo que hace el resto, longevo pero sabiendo envejecer delante y detrás de la cámara.
 Todo esto flota en el ambiente cuando acudo a la entrevista. No es la primera vez, y lo sabe. O es lo suficientemente educado como para estar sobre aviso y hacerme saber que me recuerda, hacerme sentir cómoda incluso en su terreno, en los estudios Warner, casi enfrente de la sala de grabación que lleva su nombre y donde el también músico ha grabado muchas de sus bandas sonoras. Fue un homenaje del entonces presidente de la Warner, Bob Daly, a uno de los pilares de este estudio. La cita llega con una sola advertencia. A Eastwood no le gusta hablar de política, y menos cuando está aquí para promocionar su nuevo estreno, Golpe de efecto, su primer filme como actor a las órdenes de otro tras 19 años trabajando en sus propias obras como director. Aunque es verdad que quien le dirige, Robert Lorenz, es un viejo amigo que ha sido su ayudante en muchos proyectos desde Los puentes de Madison.
Aunque Eastwood fue alcalde de la ciudad de Carmel, donde vive, al sur de San Francisco, es cierto que la política nunca se mezcló directamente ni con su vida ni con su cine. Entonces, ¿por qué ahora? Necesito preguntárselo a alguien que ha vivido muchas otras citas electorales pero que por primera vez apoya a un candidato abiertamente. Tengo que preguntarlo sin más preámbulo, antes casi de que se siente y de que el personal del estudio que se arremolina alrededor de un hombre que por lo general llega solo a sus encuentros con la prensa pueda inmiscuirse. Su sonrisa es franca, y su respuesta, clara y sin titubeos: “Vivimos un mal momento políticamente hablando. Las campañas son cada vez más agresivas y los candidatos no hacen más que intercambiar insultos. Me parece un momento ruin y no tengo la sensación de que vaya a cambiar en breve. Así que necesitamos a alguien que encienda la luz, que muestre el camino y lleve la antorcha”.
Y ese alguien en su opinión es Mitt Romney. ¿Por qué? Es un hombre decente, un hombre de negocios; necesitamos a alguien así que sepa de negocios y sea decente, porque el país está a punto de despeñarse financieramente hablando. Así que esto es lo que espero de él, que sea capaz de inspirar a la gente a ser mejor.
Sin embargo, su cine se sigue resistiendo a inmiscuirse en la política. Nunca lo he hecho. Como mucho, de pasada. Yo me considero lo que llamo un libertario en la vida real, alguien que apoya ocasionalmente a gente de ambos lados. Pero esta vez necesitamos un cambio real, un buen cambio de los tontos que nos gobiernan. Y eso es lo que pienso. O me estoy haciendo viejo, que también es posible [risas].
¿Conoce a Obama? No, nunca he coincidido con él. Me concedió la medalla de las artes a la vez que a otros ocho cuando llegó a su cargo, pero nunca lo conocí. De presidentes, al último al que conocí fue Clinton. O Bush. Uno de esos.

"Necesitamos incentivos y fuentes de inspiración para la filantropía"
¿Así que lo suyo no es personal?Al revés. Aunque nunca apoyé abiertamente su anterior campaña, pensé que estaría bien contar con un presidente como Obama. Que estaría bien un Gobierno multirracial. Quizá el comienzo de una sociedad sin división de color. Estoy casado con una mujer multirracial y estos temas captan mi atención. Quiero lo mejor para todos. Pero todo va a peor.
En su carrera, dentro y fuera de la pantalla, es conocido como un hombre emprendedor, capaz de tomar las riendas. Lo hizo como alcalde de Carmel. ¿Qué soluciones propone ahora? Recuerdo que Nixon puso en marcha un programa de austeridad con el que se apagaban las luces hasta de la Casa Blanca. Quizá eso sea algo bueno a recuperar, que se debe mencionar. Y encontrar fórmulas para que aquellos que disfrutan de una buena vida, ya sea gracias a lo que recibieron de sus padres o porque son buenos con los negocios, tengan una oportunidad de ser generosos con su país con la promesa de que su contribución se destinará a reducir el nivel de deuda. Estoy seguro de que gente como Warren Buffett [inversor estadounidense que figura entre las mayores fortunas del mundo] o yo mismo contribuiríamos en un plan así. Pero vivimos en una sociedad tan competitiva que nadie lo hace. No se le permite a la gente que sea generosa. Necesitamos más incentivos que animen a la filantropía. Donaciones no forzadas, sino inspiradas. Y es lo que más nos hace perder, que ya no existen fuentes de inspiración.
Más allá de su actual polémica política, algo que nadie le niega a Eastwood es su estatus como eso mismo, una fuente de inspiración que ha sabido mantener sus valores en una dura industria como es Hollywood. Como resume Martin Scorsese en el mismo documental sobre esta leyenda, Eastwood es “el último vestigio” de la edad de oro del cine. Con una carrera que se acerca a los 60 años en cine y televisión, casi 40 títulos como director, 10 candidaturas al Oscar y 4 estatuillas con su nombre (además de un Premio de honor Irvin G. Thalberg que le concedió la Academia a toda su obra), el peso de Eastwood en la industria es indiscutible. Una carrera que parecía poco probable de origen. Nacido en San Francisco en 1930 en el seno de una familia que, como muchas otras, luchó por sobrevivir en medio de la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, sin antecedentes en las artes y escasos medios económicos, comenzó su carrera tocando el piano en un club de Oakland a cambio de comida, y siguió como bombero y leñador hasta enrolarse en la guerra de Corea. Todo para ganarse la vida. Fue precisamente mientras formaba parte del Ejército cuando se interesó por el cine; a su regreso se mudó a Hollywood, donde comenzó a trabajar en los estudios Universal, primero como extra, después como protagonista de la serie Rawhide, que le haría una estrella, y de ahí al mundo del cine de la mano de Sergio Leone en esos spaghetti-westernrodados en gran parte en España y que con el paso del tiempo acabaron convirtiéndose en películas de culto. Luego vendría su franquicia como Dirty Harry y el nacimiento de un mito que echó firmes raíces en la dirección.
¿Qué le ha llevado a regresar delante de las cámaras para Golpe de efecto? ¿Echaba de menos la vanidad del actor sin los deberes de la dirección? Lo cierto es que ha sido divertido trabajar solo como actor. Como unas vacaciones. Llegar, hacer mi trabajo, incluso contar con días libres durante el rodaje. La primera vez desde 1993, desde En la línea de fuego. Me gusta dirigir, pero ha sido un cambio agradable.
¿Qué es lo que encuentra en la realización que le falta como actor? Conmigo las cosas nunca están pensadas. Soy una persona que no hace planes, ni a corto ni a largo plazo. Nada está organizado en mi vida. Soy alguien espontáneo que respondo según el momento. La dirección llegó como algo normal. Cuando hice Escalofrío en la noche pensé que podía tener éxito como director. Eso fue todo. Me atrae más la dirección, pero hasta que llega alguien con un reto como actor.
Me resulta difícil pensar que en 19 años nadie más le haya ofrecido un trabajo interesante como actor.Al menos ninguno que haya querido hacer. Si me ha interesado mucho, he querido hacer las dos cosas, actuar y dirigir. También es cierto que a estas alturas la industria me ve como el hombre que hace sus propias películas.
¿Y usted? ¿Cómo se ve Clint Eastwood? ¿Alguien satisfecho con lo que hace? Siempre hay algo más. Así es como me veo. Lo mismo que uno madura con los años, yo aprendo con cada película. El fuera de la ley ha sido una de las que más he disfrutado. Luego vino Sin perdón.Un mundo perfecto… En ese periodo de los noventa hice unas cuantas películas con las que logré el éxito, al menos para mí, no hablo necesariamente del éxito comercial. Hablo de satisfacción más que de éxito. Una situación que se repitió en la década pasada con Mystic River, Million dollar baby, Cartas desde Iwo Jima o Gran Torino. En concreto, recuerdo Cartas desde Iwo Jima como algo especial, porque nació del aire, de una pequeña idea que investigué y perseguí hasta construir el guion.
Hablamos de las satisfacciones, pero ¿qué me dice de las lamentaciones? ¿Qué se ha quedado en el tintero de Clint Eastwood? Lo único que lamento es no haber trabajado en la década de los cuarenta con gente como Howard Hawks, Frank Cappa, Preston Sturges o John Ford, porque los admiro. Y estuve muy cerca de [Alfred] Hitchcock y desde luego que habría sido interesante trabajar con él. Pero ahora tendré que hacer mi propia película de Hitchcock [risas]. Pero, en fin, ¿quién sabe? Quizá no me habría gustado. Es muy romántico lo de echar la vista atrás, pero yo no quiero ser uno de esos viejos gruñones para los que lo pasado siempre fue mejor.

"Lamento no haber trabajado en los 40 con gente como Howard Hawks"
¿Qué ha visto recientemente? Me gustó mucho Intocable. Me gustó ver una película sin efectos especiales. YEl artista. Sobre todo pensando cómo convencieron a alguien para que financiara una película muda, en blanco y negro y con un poquito de música. ¿Se imagina la cara? Me gusta ver cine en el cine, pero tampoco veo tantas películas. Porque me alegro de que los Spiderman y los Superman y todas esas hagan dinero, pero ¿tengo que verlas? Hollywood se mueve por modas y la última es hacer películas inspiradas en cómics porque hacen dinero. Antes fueron otras modas, tipo Mi gran boda griega. Una película que no cuesta mucho y hace dinero, la receta perfecta para que Hollywood se interese. A mí no me van las modas. Y he tenido la suerte de no verme forzado por los números, de poder hacer las películas que quiero y contar las historias que me interesan. Unas han funcionado bien y otras no, pero aquí estoy.
¿Y cómo ve a los nuevos Clint Eastwood? ¿Existen? ¡Yo qué sé! Probablemente Bradley Cooper o Justin Timberlake. Depende de cómo les vaya en el futuro. Además, las cosas han cambiado mucho y con tantas revistas en el mercado tenemos estrellas profesionales que ni tan siquiera son artistas. Ni actúan ni cantan, nada. Su profesión es ser estrella. Han cambiado mucho las reglas del juego en Hollywood.
Otra cosa que también ha cambiado mucho en la vida de Eastwood son las mujeres. Casado en dos ocasiones, con Maggie Eastwood y en la actualidad con la periodista hispana Dina Ruiz, 35 años más joven que él, es padre de siete hijos concebidos de cinco mujeres. Algunos de ellos ya están en el cine, como Alison Eastwood, mientras que otros están dando sus primeros pasos, pero literales, como es el caso de Morgan, más pequeña que sus nietos. Una vida longeva no ausente de escándalos, como las denuncias de maltrato de Sandra Locke tras romper con él; o, más recientemente, ese reality show que contra todo pronóstico protagoniza su familia bajo el título de Mrs. Eastwood & Company. También mantiene cierta vanidad; pese a su cordialidad, se niega a posar para instantáneas que no estén sacadas por su fotógrafo. Él se lo puede permitir todo. Porque con filmes como Gran Torino ha obtenido una recaudación de 270 millones de dólares.
Más que un nombre, Eastwood es ya una marca. Hay un comic-bookllamado Clint. Mel Gibson utilizó su nombre en su última película, y una reciente encuesta de la revista Esquire le sitúa entre los hombres más atractivos de Estados Unidos, por encima incluso de Timberlake. ¡No sé quién hace estas encuestas! [risas]. Seguro que le han preguntado a dos secretarias y a un bedel.
¿Y el reality-show, cómo lo explica? Eso son cosas de mi esposa. Organizó ese coro de voces en Sudáfrica que utilicé en Invictus y luego quiso ayudarles a encontrar trabajo aquí. Y una cosa llevó a la otra y a alguien se le ocurrió la idea del reality-show. Mi única condición fue que me dejaran fuera. No es lo mío. Y creo que a ella le está dando más trabajo de lo que esperaba. Pero no quiero hablar por ella. Supongo que le da publicidad y le sacan partido. A alguien le gustará. El mundo de los ordenadores, del Facebook y los reality-shows no me va. Yo soy de los que leen el periódico y me gustan los libros en papel. Me gusta su peso, su olor. Pero si no lo tengo en papel, lo leo en el iPad. Y tengo que reconocer que cada vez leo más libros en el iPad porque la pantalla está iluminada y puedo leer en la cama a oscuras. Pero no me verán utilizarlo para otras cosas. Ni tan siquiera para enviar mensajes. Cuando voy por la calle soy de los pocos que siguen mirando las cosas que le rodean, no voy pendiente de una pantallita. Esa no es mi generación.
¿Y cómo es su relación con los de esa otra generación? Tiene hijos de todas las edades. Siempre escuché que es más fácil ser padre cuando uno tiene más años, y es cierto. Uno es más flexible a medida que va madurando. Un padre joven espera demasiado de sus hijos. Tiene las expectativas muy altas. Con los años van bajando [risas].
¿Y la vanidad? ¿También va a la baja? Tienes que ser realista, cuidarte lo mejor posible y el resto dejarlo a la suerte.
¿Ese es su secreto? También me gusta la meditación. No soy un experto, pero sé que me ayuda a limpiar la mente, a dejarla en un estado de relajación. Yo practico técnicas de meditación desde 1971, todos los días, y me relaja. Tal vez no sea muy diferente a dormir la siesta todos los días, como hacen en España. Quizá sepan algo que los demás ignoramos. Pero en mi caso es la meditación, creo en ella y me parece una buena herramienta para sentirte bien en una sociedad tan caótica como la que vivimos.

EL PAÍS






"Todo el mundo se pregunta por qué sigo trabajando a esta edad. Sigo trabajando porque siempre hay nuevas historias... Mientras la gente quiera que se las cuente, lo seguiré haciendo."



Clint Eastwood

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Clint Eastwood y Dina Ruiz

Clint Eastwood y su familia se convierten en carne de 'reality show'

La cadena que lanzó a la fama a las hermanas Kardashian introduce cámaras de televisión en la casa del cineasta

 Madrid 26 MAR 2012 - 16:48 CET


¿Qué tienen en común Clint Eastwood y las hermanas Kardashian? Por ahora, nada, pero a partir del 20 de mayo compartirán el dudoso honor de protagonizar un reality show. Y es que en tiempos en que este formato televisivo pierda cada vez más glamour, es el mismísimo cineasta quien clama por afiliarse a este desacreditado gremio. A los 81 años, Eastwood será objetivo de las cámaras de televisión que entrarán en su casa y se convertirá en participante de la transmisión  de su propia vida. Su mujer, la periodista Dina Ruiz, protagonizará Mrs. Eastwood & Company, que cuenta con las hijas adolescentes del director (una de su actual matrimonio y otra fruto de su anterior enlace) como actrices principales.


La particular y divertida vida de la familia de una estrella de Hollywood tan aclamada y prestigiosa como Eastwood ha resultado lo suficientemente atractiva para que la cadena de cable estadounidense E! produzca diez capítulos de un reality show basada en ella. El canal describe el programa como “una mirada sin precedentes a la familia sorprendentemente normal que hay detrás de una de las superestrellas más icónicas de todos los tiempos”. Según sus productores, el espacio “invita a los espectadores a convertirse en testigos de la vida de estas personas y prueba que los lazos filiales van mucho más allá que el ADN”.

“A la gente puede resultarle sorprendente la forma en que desarrollamos nuestras vidas y la cercanía poco convencional con que vivimos”, señaló la semana pasada Dina Ruiz, al comentar el próximo lanzamiento. La periodista aprovechó para contar que la banda sonora del programa estará a cargo de Overtone, la boyband descubierta por el matrimonio para musicalizar Invictus, una de las últimas películas del cineasta. “Es imposible no enamorarse de mi banda”, agregó la periodista.

Tras el anuncio de la nueva producción, las críticas no han tardado en hacerse presentes. Y es que la cadena que se ha encargado de la realización del programa es la misma responsable del espacio que hizo mundialmente famosas a las tan poco glamorosas hermanas Kardashian, Keeping up with the Kardashians.

“Nada es más importante para mí que mi familia, sin importar cómo se defina esa palabra”, reconoció el propio Clint Eastwood en un comunicado. Y a pesar de que las declaraciones podrían estar en boca de cualquier padre que se precie, lo que ha llegado a sorprender es oír las palabras: “Estoy realmente orgulloso de mi familia. Son mi fuente de inspiración y diversión”, en la voz del inolvidable Harry, el sucio.










«Parece más alto, delgado y posee más misterio que en el filme Por un puñado de dólares, de Sergio Leone, que se filmó un cuarto de siglo antes. Los años no lo han ablandado, le han dado la presencia de una fuerza feroz de la naturaleza, quizá otorgada por los paisajes del mítico Oeste de fines del siglo XIX, más que nunca en su nueva Unforgiven (Sin perdón)… Esta es su mejor y más satisfactoria interpretación desde la infravalorada Heartbreak Ridge (El sargento de hierro). No hay nadie como él».



Vincent Canby, sobre el papel de Eastwood en Unforgiven (Sin perdón), en The New York Times



Samantha Geimer / La niña de Polanski

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La niña de Polanski narra su versión


Samantha Geimer emerge de las sombras con una autobiografía casi cuatro décadas después de haber sido abusada sexualmente por el director





El director Roman Polanski durante el juicio por abuso sexual que se siguió en 1977.
Un primer plano de una rubia adolescente con flequillo ilustra la portada de The Girl. A life in the shadow of Roman Polanski (La chica. Una vida a la sombra de Roman Polanski), la biografía de Samantha Geimer que llegó ayer a los estantes de las librerías de EE UU. Se trata de una de las fotos que el director de cine tomó de la autora en vísperas de sus 14 años, en dos sesiones, para un reportaje que supuestamente sería publicado por la edición francesa de Vogue. En el segundo encuentro, en marzo de 1977, además de fotos, hubo champán y drogas y la tarde acabó en una violación, según la policía de Los Ángeles, los padres de Geimer y el juzgado.
Lo ocurrido aquel día en la casa del barrio de Mullholland, propiedad de Jack Nicholson (el actor estaba en un viaje de esquí fuera de la ciudad) levantó una tormenta que casi cuatro décadas después está lejos de aplacarse. Hubo una demanda y las partes llegaron a un acuerdo —el cargo final que el director admitía era sexo con una menor—, pero el juez dio marcha atrás en el último momento.
La fuga de Polanski de EE UJU en 1978 y la polémica que le acecha desde entonces, con voces que lo defienden y jueces que lo persiguen, ha acallado casi totalmente la voz de la joven ultrajada que se encuentra en el centro de esta truculenta historia. “Soy más que la niña víctima de un ataque sexual, la etiqueta que me adjudicaron los medios. También me encasillaron mis compañeros de instituto, empujados por sus padres a mantenerse alejados de esa chica. Ahora cuento mi historia sin ira, pero con un propósito; compartir una realidad que relatada en detalle me permitirá reclamar mi identidad”, declaró Geimer hace un año a través de un comunicado de la editorial Atria, cuando se hizo público el anuncio de la preparación de sus memorias.


Portada del libro de Samantha Geimer, ilustrada con una imagen que hizo de ella Polanski en 1977.
Con la ayuda de su abogado, Lawrence Silver —el mismo que le ayudó en la demanda de 1988 contra Polanski, que acabó en un acuerdo en 1993 por el que Geimer recibió medio millón de dólares (380.000 euros)— y la escritora Judith Newman, la protagonista de una de las más truculentas historias del Hollywood de los setenta desglosa en 265 páginas su versión de lo acontecido aquel marzo de 1977 y las décadas siguientes y, de paso, salda algunas cuentas. No, ella no era una vagabunda, ni una trepa, ni la ambición de su madre era desmedida. Y sí, aquel Hollywood y aquella época fueron un momento en el que la sexualidad adolescente aparecía como un filón y las normas parecían ser más laxas, con Jodie Foster como protagonista de Taxi Driver y Brooke Shields encarnando a la protagonista de Pretty Baby.
A sus 50 años, esposa y madre que reparte su tiempo entre Nevada y Hawai, Geimer cuenta que la tarde de su último y abusivo encuentro con Polanski, tras mantener relaciones sexuales, el director la llevó de vuelta a casa de sus padres y les mostró las fotos que le había tomado. Su madre, una aspirante a actriz, y su padrastro, colaborador de la revista Marijuana Monthly, consideraron que aquellas imágenes no eran buenas, ¿toples para una revista de moda?
El juicio, con sórdidos interrogatorios y la prensa filtrando cada detalle, con equipos jurídicos analizando su ropa interior en busca de pruebas, y la posterior fuga de Polanski, dieron paso al consumo de drogas, episodios de promiscuidad y una dolorosa adolescencia para Geimer. “Honestamente, la publicidad que rodeó el caso fue tan traumática que lo que él me hizo palidece en comparación”, escribió en 2003 en Los Angeles Times con motivo de la nominación de Polanski como mejor director por El Pianista. El artículo se titulaba Juzgen la película, no al hombre y ahora Geimer parece reclamar que se juzgue a la mujer que ha sabido perdonar, no a la víctima adolescente.


Roman Polanski habla sobre la persecución que sufrió


El cineasta rompe su silencio en 'Vanity Fair' para confesar la pesadilla que vivió durante 32 años y contrapone su propio infierno frente al de su víctima, que estos días publica su biografía





Roman Polanski, en el festival de Venecia. / CORDON
Del crimen sexual cometido por Roman Polanski contra una menor se sigue hablando y escribiendo más de 30 años después. Este final de verano coinciden en el tiempo la versión en boca del propio Polanski de cómo ha vivido la persecución ejercida por la justicia norteamericana tras su huida de EE UU en 1978, la biografía de Samantha Geimer -la hoy mujer madura que contaba 13 años cuando Polanksi consumó su violación en una velada llena de drogas y alcohol- y un nuevo documental sobre la vida y la persona que es el director polaco-francés de mano de la directora Marina Zenovich –cuyo anterior reportaje fue el que llevó a la ley de EE UU a reabrir el caso-.
En una entrevista que se publica en el número de octubre de la revista Vanity Fair, el director de la Semilla del Diablo y ganador de un Oscar por El Pianista, asegura que se sintió más perseguido después de su detención en 2009 en Suiza a petición de las autoridades estadounidenses que cuando fue condenado por el crimen cometido contra Geimer. “Todo eso no sucedió entonces”, explica el cineasta, 80 años. “Esto fue más parecido a lo que ocurrió durante el asesinato de Sharon”, relata Polanski al colaborador de Vanity Fair, James Fox, en referencia a los rumores que se vertieron sobre que el director estaba involucrado en el asesinato en 1969 de su esposa, la actriz Sharon Tate (embarazada de ocho meses), y varios amigos de la pareja a manos de la secta formada por la familia Manson.
Polanski fue detenido en 2009 en Suiza cuando se dirigía al festival de Cine de Zurich. Ironías de la vida, el director llevaba viajando con total libertad por ese país 40 años, mantenía una cuenta abierta en un banco suizo, tenía un coche registrado a su nombre en esa nación y poseía una casa en la estación de esquí de Gstaad, donde finalmente pasó siete meses de arresto domiciliario tras pasar dos en una cárcel de Suiza. Finalmente, Polanski quedaba en libertad en julio de 2012 después de que la justicia suiza rechazara la demanda de extradición norteamericana por “defectos de forma”.
Preguntado por el periodista sobre si posee el alma de un fugitivo –Polanski huyó a Francia desde EEUU en 1978 tras cumplir con la condena de 42 días de cárcel que le impuso un juez de California y cuando sospechó que éste pretendía de encerrarlo de nuevo con una sentencia de 50 años de prisión-, el cineasta responde con cierto sarcasmo asegurando que escapó del gueto de Cracovia (Polonia) y de la Polonia comunista. “He huido de la persecución”, afirma. “A lo mejor tampoco me tenía que haber ido del gueto…”, responde.
“Me he movido con libertad durante 32 años”, resalta el director, que está involucrado en su nueva película, D, un largometraje sobre el caso Dreyfuss, el escándalo por un error judicial rodeado de antisemitismo que conmocionó a finales del siglo XIX y principios del XX a la sociedad francesa. “Absolutamente, no”, responde a la idea de que ha vivido como un prófugo. En 2009, según explica Vanity Fair, los abogados de Polanski anunciaron que filmaría una nueva cinta en Alemania (país con acuerdo de extradición con EE UU); en 2001 filmó en ese país El Pianista; mantuvo casa en España durante 20 años; ha sido juez en el festival de Cine de Venecia y vivido un año trabajando en Túnez...
La detención en 1977 de Polanski fue uno de los grandes escándalos de la época que sacudió EE UU y expuso una época permisiva de Hollywood con los menores, la fama y el sexo. El director fue acusado de emborrachar y drogar a la adolescente Samantha Geimer durante una sesión de fotos en la mansión –concretamente en la bañera- del actor Jack Nicholson en Los Ángeles –mientras Nicholson pasaba unos días practicando el esquí-. En una primera instancia, Polanski fue acusado de sodomía, violación con uso de drogas y asalto a un menor, entre otros cargos. El artista solo aceptó ser culpable de haber mantenido relaciones sexuales con una menor.
“Fue una violación”, asegura Geimer, 50 años, esposa y madre, en su biografía. “Fue una violación no solo porque yo era una menor sino porque no consentí a la relación sexual”. Geimer cuenta en su libro que siempre ha tenido dudas al usar la palabra violación porque en su cabeza ese acto implica un determinado grado de violencia que ella nunca sufrió a manos del cineasta.

Pilar Reyes / Sobre El héroe discreto

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Pilar Reyes

Sobre ‘el héroe discreto’

Testimonio de la directora de Alfaguara en España sobre su experiencia de ser la editora de la más reciente novela del Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa.


14 de septiembre de 2013 - Especial para El Espectador - Madrid

Mario Vargas Llosa y Pilar Reyes
Foto: EFE
“¡Pilar, terminé la novela!”. Esa fue la frase con la que Mario Vargas Llosa me saludó en el Hay Festival de Cartagena de este año, tras muchos meses sin vernos. La alegría que expresaban su sonrisa y su voz abiertas lo decía todo: venía de un viaje, el de la escritura, en el que había gozado plenamente. Lo que me contó luego me dejó con la curiosidad a flor de piel durante semanas: esta novela era su regreso narrativo al Perú, nada menos que a la emblemática ciudad de Piura, donde ocurren algunas de sus historias mayores, empezando por La casa verde.
A mediados de febrero recibí el manuscrito de El héroe discreto y su lectura fue sorpresiva y emocionante para mí, porque sentí que este era un libro de muchos reencuentros.
Vargas Llosa había elegido, es verdad, revisitar su tierra, pero además había optado por hacerlo contando una historia enmarcada en los tiempos prósperos que vive el Perú hoy. Un relato sin héroes de leyenda, como lo fue Roger Casement, el irlandés protagonista de El sueño del celta, su novela inmediatamente anterior.
El héroe discreto no narra grandes hazañas. Vargas Llosa ha elegido personajes modestos, cuya batalla se libra en lo cotidiano, en el escenario doméstico de sus pequeñas vidas, para hablar de su país hoy. Los personajes de este libro no luchan contra grandes asuntos, como el nacionalismo o la opresión; pelean por el derecho irrenunciable a ser decentes en una sociedad donde todo invita a tomar el camino corto de la trampa y el chantaje.
Giovanni Quessep lo dijo todo sobre las historias que le son propias a nuestro continente en un poema hermoso y cierto titulado La alondra y los alacranes:
Acuérdate muchacha
que estás en un lugar de Suramérica
no estamos en Verona
no sentirás el canto de la alondra
los inventos de Shakespeare
no son para Mauricio Babilonia
cumple tu historia suramericana
espérame desnuda
entre los alacranes
y olvídate y no olvides
que el tiempo colecciona mariposas.

Mario Vargas Llosa

A mi entender, Mario Vargas Llosa lleva incluso más lejos esa apuesta narrativa: contar esta historia, tan profundamente latinoamericana, en la clave del género más popular de este continente, el melodrama. Es inevitable pensar que la trama argumental de esta nueva novela parezca escrita por Pedro Camacho, el infatigable escribidor de culebrones que protagoniza La tía Julia. La anécdota es esta: el héroe discreto narra dos historias paralelas. Una, la de Felícito Yanaqué, dueño de una empresa de transportes en la pujante Piura, quien un día recibe un papelito anónimo que lo conmina a pagar un tributo mensual a cambio de “protección”. La historia empieza cuando nuestro héroe se niega en redondo a pagar el soborno. La otra tiene como protagonista a Ismael Carrera, viudo, dueño de una poderosa firma de seguros, y como centro, el matrimonio de éste con Armida, su criada durante años, que supondrá un escándalo en la ciudad de Lima y encenderá la ira de su familia. La historia comienza cuando Ismael huye en secreto y sus dos hijos inútiles emprenden contra él una desaforada batalla que implicará a don Rigoberto, viejo amigo y compañero de Ismael, obligándolo a posponer todos sus planes de un plácido retiro.
Esta novela es también un regreso a viejos conocidos del mundo vargasllosiano (el sargento Lituma, don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito, los inconquistables) cuyas vidas —tan distintas, tan lejanas, tan contrapuestas— se cruzan y entremezclan.
De algún modo, este libro es una nueva exploración de uno de sus grandes temas: ilustrar la lucha que dan ciertos seres humanos excepcionales para vivir de acuerdo con sus deseos y hacer que el mundo se acerque, lo más posible, a sus anhelos e ideales éticos. También el regreso a un tono, el humor, que usó de manera magistral en libros como Pantaleón y las visitadoras y que tiene un papel importante en muchos de sus textos.
El miércoles pasado, en una concurrida rueda de prensa en la Casa de América de Madrid, Mario Vargas Llosa dijo que esta novela se gestó como se han gestado prácticamente todas las ficciones que ha escrito: a partir de algunas experiencias personales. Reconoció que en su caso, como en el de otros muchos escritores, la imaginación no trabaja en abstracto sino a partir de ciertas imágenes que proceden de experiencias vividas. El punto de partida de El héroe discreto fue una historia ocurrida en Trujillo, una ciudad del norte del Perú y que ha sido especialmente protagonista de estos tiempos de crecimiento, donde un empresario transportista, de origen muy humilde, había hecho pública su decisión de no pagar una vacuna a la mafia. El escritor se interesó por la historia de un personaje que actuaba de este modo, movido por un principio puramente moral, fuera religioso o político o cívico. La novela contaba inicialmente esta sola historia, pero como ha ocurrido en casi todas las ficciones que ha escrito el Premio Nobel peruano, apenas empezó a trabajar en ella surgió la idea de contar otra historia que la complementara, que le diera un juego de contraste. Así se incorporaron don Rigoberto, doña Lucrecia, Fonchito, en una suerte de contrapunto narrativo entre dos familias, dos personajes, dos mundos, dos ciudades, dos clases sociales, que estructura la novela.
“Ay del país que necesite héroes”, citó Vargas Llosa a Bertolt Brecht en Casa de América, para decir que tal vez fuera cierto que no son necesarios héroes epónimos, pero sí figuras como la de Felícito Yanaqué, ciudadanos comunes y corrientes, discretos héroes anónimos que son la reserva moral de un país. Ellos son indispensables para que una sociedad salga adelante y, sobre todo, para que un colectivo conjure sus demonios. Ese es el tema profundo de la novela y el sentido de su protagonista, que representa el optimismo medido, moderado, que tiene Mario Vargas Llosa respecto al futuro del Perú y que en el pasado no tenía. No es poco, ni como lectura de la realidad ni como móvil de su ambición literaria en este libro, pues no olvidemos que fue este mismo escritor el que hace cuarenta y cuatro años, y con la precisión del dardo, se preguntó: ¿en qué momento se jodió el Perú?
Por: Pilar Reyes - Especial para El Espectador - Madrid



Lea, además



Cristina Peri Rossi / Desastres íntimos

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Cristina Peri Rossi
DESASTRES ÍNTIMOS

La botella de lejía no se abrió. Patricia se sintió frustrada y, luego, irritada. Nuevo tapón, más seguro, decía la etiqueta del envase. El sábado había hecho las compras, como todos los sábados, en un gran supermercado, lleno de latas de cerveza, conservas, fideos y polvos de lavar. La marca de lejía era la misma y, al cogerla del estante, no advirtió el nuevo sistema de tapón. Ahora, mayor comodidad, decía la etiqueta, y la leyenda le pareció un sarcasmo. Eran las siete menos cuarto de la mañana; tenía que darle el biberón a su hijo, vestirlo, colocar sus juguetes y pañales en el bolso, bajar al garaje, encender el auto y apresurarse para llegar a la guardería, antes de que las calles estuvieran atascadas y se le hiciera tarde para el trabajo. Arterias, llamaban a las calles; con el uso, unas y otras se atascaban: el colapso era seguro.
Después de dejar a Andrés en la guardería le quedaban quince minutos para atravesar la avenida, conducir hasta el aparcamiento de la oficina y subir en el ascensor, planta veintidós, Importación y Exportación, Gálvez y Mautone, S.A. Debía intentar abrir el tapón. Tenía que serenarse y estudiar las instrucciones de la etiqueta. En efecto: en el vientre de la botella había un dibujo y, debajo, unas letras pequeñas. El dibujo representaba el tapón (Nuevo diseño, mayor comodidad) y unos delgados dedos e mujer, con las uñas muy largas. El texto decía: PARA ABRIR EL TAPÓN APRIETE EN LAS ZONAS RAYADAS. Miró el reloj en su muñeca. Faltaba poco para las siete. Nerviosamente, pensó que no tenía tiempo para buscar las zonas rayadas del tapón, como ninguno de sus amantes había tenido tiempo para buscar sus zonas erógenas. La vida se había vuelto muy urgente: el tiempo escaseaba. Aún así, alcanzó a descubrir unas muescas, que era lo máximo que sus amantes habían descubierto en ella. Según las instrucciones de la botella, ahora debía presionar con los dedos para desenroscar el tapón. Alguno de sus estúpidos ex─amantes también había creído que todo era cuestión de presionar. Efectuó el movimiento indicado por el dibujo, pero la rosca no se movió. AHORA, LEVANTE LA TAPA SUPERIOR, decía el texto. ¿Cuándo era «ahora»? Uno de sus amantes había pretendido, también, que ella dijera «ahora», un poco antes del momento culminante. Le pareció completamente ridículo. Como a un niño que se le enseña a cruzar la calle, o a un perrito cuando debe orinar. Sin embargo, los asesores de publicidad de la empresa donde ella trabajaba solían decir que había que tratar a los consumidores como si fueran niños: explicarles hasta lo más obvio. ¿Ella era una niña? ¿Qué el tapón de la maldita botella no se abriera significaba que algo había fracasado en su sistema de aprendizaje? ¿Los empresarios de la marca de lejía habían diseñado un nuevo tapón para mujeres-niñas que criaban hijos-niños, que a su vez engendrarían nuevos consumidores-niños hasta el fin de los siglos? Algo había fallado en el diseño. O era ella. Porque la tapa no se había abierto. Y se estaba haciendo demasiado tarde. «Serénate», pensó. Los nervios no conducían a ninguna parte. Desde que Andrés había nacido (hacía dos años), su vida estaba rigurosamente programada. Se levantaba a las seis de la mañana, se duchaba, tomaba su desayuno con cereales y vitamina C, se vestía (el aspecto era muy importante en un trabajo como el suyo) y, luego, llevaba a Andrés a la guardería. De allí, lo más rápidamente posible, hasta su trabajo. En el trabajo, hasta las cinco de la tarde, volvía a ser una mujer independiente y sola, una mujer sin hijo, una empleada eficiente y responsable. A la empresa no le interesaban los problemas domésticos que pudiera tener. Es más: Patricia tenía la impresión de que, para lo jefes de la empresa, la vida doméstica no existía. O creían que sólo la gente que fracasaba tenía vida doméstica.
A la salida de la oficina, iba a buscar a Andrés. Lo encontraba siempre cansado y medio dormido, de modo que conducía de vuelta a su casa, a la misma hora que, en la ciudad, miles y miles de hombres y de mujeres que habían carecido de vida doméstica hasta las seis de la tarde también conducían sus autos de regreso, formando grandes atascos. Después, tenía que dar de comer al niño, bañarlo, acostarlo y ordenar un poco la casa. Le quedaba muy poco tiempo para las relaciones personales. (Bajo este acápite, Patricia englobaba las conversaciones telefónicas con el padre de Andrés, o con la ginecóloga que controlaba sus menstruaciones y hormonas. Alguna vez, también, llamaba por teléfono a un ex─amigo o ex─amante: no siempre se acordaba de si alguna vez fueron lo uno o lo otro, y a las once de la noche, luego de una jornada dura de trabajo, la cosa no revestía mayor importancia.) los sábados iba a un gran supermercado y hacía las compras para toda la semana. Los domingos llevaba a Andrés al parque o al zoo. Pero el único parque de la ciudad estaba muy contaminado, y en cuanto al zoológico, el ayuntamiento había puesto en venta o en alquiler a muchos de sus animales, ante la imposibilidad de mantenerlos con el escaso presupuesto del que disponía. Si el tiempo no era bueno, Patricia iba a visitar a alguna amiga que también tuviera hijos pequeños: Patricia había comprendido que las mujeres con hijos y las mujeres sin hijos constituían dos clases perfectamente diferenciadas, incomunicables y separadas entre sí. Hasta los treinta y dos años, ella había pertenecido a la segunda, pero desde que había puesto a Andrés en el mundo (con premeditación, todo sea dicho), pertenecía a la primera clase, mujeres con hijos, subcategoría de madres solteras. En este riguroso plan de vida, no cabían los fallos ni la improvisación. No cabía, por ejemplo, un maldito tapón que no pudiera abrirse.
«Serénate», volvió a decirse Patricia. Podía prescindir de la lejía, pero, al hacerlo, se sentía insegura, humillada. Si no podía abrir un simple tapón de lejía, ¿cómo iba a hacer otras cosas? Los fabricantes, antes de lanzar el nuevo envase al mercado, debían haber realizado todas las pruebas pertinentes. Un elemento doméstico de uso tan extendido está dirigido a un público general e indiferenciado; los fabricantes optan por sistemas fáciles y sencillos, de comprensión elemental, al alcance de cualquiera, aun de las personas más ignorantes. Pero ella, Patricia Suárez, treinta y tres años, licenciada en Ciencias Empresariales y empleada en Gálvez y Mautone, Importación y Exportación, madre soltera, mujer atractiva, eficiente y autónoma, no era capaz de abrir el tapón. Tuvo deseos de llorar. Por culpa del tapón se estaba retrasando; además, estaba nerviosa, no sabía qué ropa ponerse y seguramente llegaría tarde al trabajo. Y tendría un aspecto horroroso. En su trabajo la apariencia era muy importante. La apariencia: qué concepto más confuso. No había tiempo para conocer nada, ni a nadie: había que guiarse por las apariencias, todo era cuestión de imagen. Iba a contarle a su psicoanalista el incidente del tapón. Cuando no se tiene un buen amante, es necesario tener un buen psicoanalista: igual que un buen abogado, o un buen dentista. Por cuestiones de higiene, como la limpieza del cutis, del cabello o de la mente. Iba al psicoanalista antes de que naciera Andrés. En realidad, la decisión de tener un hijo la discutió consigo misma ante el oído ecuánime o indiferente ─Patricia no lo sabía─ del psicoanalista. «Sea cual sea su decisión ─había dicho él─, yo estaré de acuerdo con usted.» Patricia pensó que le hubiera gustado que un hombre ─no el psicoanalista─ le hubiera ducho lo mismo. Pero no lo había tenido. El padre de Andrés no quería tener hijos, y cuando se enteró del embarazo de Patricia, se consideró engañado, de modo que aceptó ─a regañadientes─ que su paternidad se limitaría a la inscripción del niño en el Registro Civil. Él no quería hijos y Patricia no quería un marido: a veces es más fácil saber lo que no se quiere. Mientras intentaba abrir el tapón, Patricia pensó que la relación más estable de su vida era con el psicoanalista. Se le ocurrió que los psicoanalistas varones eran como machos cabríos: les gustaba tener una manada de mujeres dependientes, sumisas, frustradas, que trabajaban para él y lo consultaban acerca de todas las cosas, como si él fuera el gran macho Alfa, el patriarca, la autoridad suprema, Dios. Seguramente, si le contaba al psicoanalista la resistencia del tapón de lejía, él le iba a pedir que analizara los posibles significados de la palabra tapón. Ella diría que, cuando veía un tapón de botella (especialmente si se trataba del corcho de una botella de vino o de champán), pensaba en Antonio, el padre de Andrés, por su aspecto retacón. Enseguida, agregaría que siempre le gustaban los hombres feos, quizás porque con ellos se sentía más segura: por lo menos, era superior en belleza.
La lejía no se abría. Eran las siete y media, aún no había despertado a Andrés y no había decidido qué ropa iba a ponerse. Se le ocurrió que podía salir al rellano y, con la botella de lejía en la mano, golpear la puerta de un vecino, para que la abriera. A esa hora temprana, la mayoría de los hombres del edificio estarían afeitándose para ir al trabajo, y, aunque la vida moderna impide que los vecinos de una planta se conozcan y se hagan pequeños favores, como prestarse un poco de harina, una taza de leche o el descorchador, la visión de una débil y desprotegida mujer, desconcertada ante un envase de imposible tapón, halagaría la venidad de cualquier macho del mundo. El vecino, en pantalón de pijama y con la cara a medio afeitar, saldría a la puerta, y con un solo gesto, firme, seco, viril (como el tajo de una espada), desvirgaría la botella, la degollaría. Le devolvería la botella desvirgada con una sonrisa de suficiencia en los labios, y le diría alguna frase galante como: «Sólo se necesitaba un poco de fuerza» o «Llámeme cada vez que tenga un problema»: una frase ambigua y autocomplaciente, que reforzara su superioridad masculina. Ella lo aceptaría con humildad, porque era demasiado tarde y porque su madre siempre le había dicho lo difícil que era, para una mujer, vivir sola, sin un hombre al lado. Después de escucharla muchas veces (su madre enviudó muy joven), Patricia tuvo la sensación de que la dificultad (esa sobre la que su madre insistía repetidamente) era una confusa mezcla de enchufes rotos, puertas encalladas, reparaciones domésticas, miedo nocturno, soledad e impotencia. Sintió que la dificultad tenía que ver oscuramente con el tapón. En ausencia de un hombre que arreglara los enchufes y abriera los tapones rebeldes, Patricia había considerado la posibilidad de tener una empleada doméstica. Pero no ganaba siquiera lo suficiente como para pagar el alquiler del apartamento, la guardería del niño, la gasolina, la ropa adecuada para su trabajo, muy exigente, la peluquería y la sesión semanal con el psicoanalista. El psicoanalista era mucho más caro que una empleada de servicio, aunque en ambos casos se trataba de limpiar. El psicoanalista no sólo era el macho Alfa de la manada: también era un deshollinador. Entonces, mientras lidiaba con el tapón, recordó que al mediodía tenía un almuerzo de negocios con el director de una fábrica de lencería femenina. La lencería femenina se había puesto de moda, en los últimos años, y, en lugar de un coito a pelo seco, muchas personas preferían deleitarse con una gama de ligueros, bragas, sujetadores y arneses que excitaban la imaginación. No podía perder más tiempo. Tenía que despertar a Andrés, lavarlo, darle el biberón y vestirlo. Miró con hostilidad la botella de lejía, impoluta, de envase amarillo y tapón azul, que se erguía, incólume, a pesar de todos sus esfuerzos. No, no era que ella no pudiera: seguramente, se trataba de un error de la fabricación. El que diseñó el tapón debía de ser un hombre. Un macho engreído, autosuficiente, seguro de sí mismo. Diseñó un tapón fallido, un tapón que las manos de una mujer no podían abrir, porque él, con toda probabilidad, jamás se había fijado en las manos de una mujer, en su fragilidad, en su delicadeza. El artilugio nuevo había sustituido al anterior, y ahora, en este mismo momento, en Barcelona, en Nueva York, en Los Ángeles y en Buenos Aires (la lejía era de una importante multinacional), miles de mujeres luchaban para desenroscar el tapón, mientras Andrés empezaba a llorar, seguramente se había despertado hambriento e inquieto, su reloj biológico tenía requerimientos imperiosos, le indicaba que algo no iba bien, había ocurrido un accidente, un desperfecto, mamá la dadora, mamá el pecho bueno no venía a alimentarlo, no lo mecía, no lo besaba, no lo limpiaba, no lo vestía. Andrés empezaba a llorar como estaba a punto de llorar ella. Se hacía tarde, el niño tenía hambre, ella se retrasaba y el jefe no admitía explicaciones, carecía de vida doméstica, como todos los jefes, por lo cual no tenía lejía, ni tapones: el jefe era un tipo soberbio sin ropa que lavar, ni trajes que limpiar, los calcetines usados los tiraba a la basura, comía en el restaurante y no tenía hijos. A la mañana, Andrés sólo bebía la leche si se la administraba con el biberón. Debía de ser un resabio su etapa de lactante. «Cuando nos despertamos ─pensó Patricia─, casi todos somos bebés.» Biberón sí, taza no. Cereales con miel sí, son azúcar no. Era así: los niños estaban atravesados por el deseo, algo que los adultos no se podían permitir. ¿El deseo de la botella de lejía era permanecer cerrada? «No seas tonta, Patricia ─se dijo─, los objetos no tienen deseos.» Bien, si no era el caso de la botella, debía ser el deseo del que inventó el tapón. A ninguna mujer se le ocurriría que para abrir una botella de lejía era necesario emplear la fuerza. En el fondo, el inventor había diseñado el tapón perfecto: mudo y silencioso en su opresión, incapaz de abrirse, de soltar su tesoro, como algunos virgos queratinosos. (No recordaba dónde había leído eso. Seguramente en alguna revista, en el dentista o en la peluquería. Era el único tiempo del que disponía para leer.) El inventor debía de ser  un tipo al que no le gustaba que las cosas se salieran de madre; pensaba que las cosas tenían que estar siempre contenidas. Atrapadas. Posiblemente, para él, la botella de lejía era un símbolo fálico. Guardar el semen, no perderlo ni malgastarlo, no derrocharlo inútilmente. Como Antonio, que hacía el amor siempre con preservativos, para evitar la paternidad. Ella hubiera jurado que, sin embargo, Antonio miraba con cierta nostalgia el líquido seminal que expulsaba el inodoro: quizás lamentaba el desperdicio. El semen siempre olía un poco a lejía. Y Andrés estaba llorando. Patricia iba a tomar una decisión: abandonaría el frasco de lejía con su tapón hermético, indestructible. Lo dejaría sobre la mesa, luciendo su virginidad impenetrable y olvidaría el incidente. La última vez que había llorado por algo semejante fue cuando las tuberías se atascaron. Nadie la había enseñado nunca el funcionamiento de las tuberías: ni en la escuela, ni en la Universidad de Ciencias Empresariales. Y las tuberías del edificio donde vivía se atascaron en su ausencia, a traición, mientras estaba en la oficina. Ella había regresado ingenuamente a su hogar, como todos los días, sin saber que, al abrir el grifo, las tuberías iban a estallar. Sin previo aviso. De pronto, de las entrañas del edificio empezaron a salir líquidos extraños, malolientes, turbulentos y de colores sórdidos. Ella no entendía qué estaba pasando. Había alquilado el apartamento recientemente, y por un precio que de ninguna manera se podía considerar una ganga. Y ahora, de pronto, parecía que el apartamento se desgonzaba, que se licuaba en sustancias repugnantes, como ese cuadro, Europa después de la lluvia, que había visto en una exposición. Quiso pedir ayuda por teléfono, pero la voz automática de un contestador le contestó que, por un desperfecto de las líneas de la zona, lo lamentamos mucho, las comunicaciones telefónicas están interrumpidas. Y el agua avanzaba por los suelos. Se echó a llorar, sin saber qué hacer. Entonces, aunque nadie lo esperaba, apareció Antonio, el padre de su hijo. Aparecía y desaparecía sin aviso, era una forma de dominación, pero ella no se lo había reprochado nunca. «Todo no se puede decir», observó el psicoanalista, en una ocasión, pero Patricia penaba que, con Antonio, nada se podía decir. Era muy susceptible. Antonio entró con su llave (que nunca le había querido devolver: insistía en que debía poseer la llave de la casa donde vivía su hijo) y la vio llorando, en medio de la sala, mientras un agua oscura, pegajosa, corría por el suelo y amenazaba con mojarle los zapatos. Era un hombre pulcro, muy obsesivo con la ropa, y no pudo evitar un gesto de disgusto. Este gesto recrudeció el llanto de Patricia. En realidad, no tenía que importarle lo más mínimo que Antonio se ensuciara los zapatos y el bajo de los pantalones, pero se sintió inexplicablemente culpable e insegura, tuvo lástima de sí misma y continuó llorando. Él no dijo nada (echó una mirada atenta y abarcadora que comprendió toda la situación: las tuberías repletas, el suelo inundado, el llanto de Patricia, su culpabilidad e impotencia) y, luego de estudiar el panorama, se dirigió rápidamente a la cocina, a un panel oculto entre el zócalo y la pared, dentro de un cajón, y con un par de pases enérgicos, inconfundiblemente masculinos, suspendió el chorro de agua. Patricia dejó de llorar, sorprendida. El empleado que hizo las instalaciones, cuando se mudó a ese piso, le había dicho que por ningún motivo del mundo tocara esas llaves, y ella había acatado la orden tan estrictamente que las olvidó por completo.
Una vez cortado el chorro de agua, Antonio llamó al portero por el intercomunicador del edificio (que ahora funcionaba) y le pagó para que secara el agua que inundaba el apartamento. Así eran los hombres de eficaces. Satisfecho de sí mismo, se sintió generoso y la invitó a tomar un refresco, con el niño, en el bar de la esquina, mientras el portero secaba el agua del suelo. No hablaron de nada, pero él le dio un consejo. Le dijo: «No debes llorar porque una tubería se ha roto». Entonces Patricia, con mucha tranquilidad, de una manera muy serena, le arrojó el refresco a la cara, con su contenido de líquido y pequeñas burbujas de naranja. El líquido manchó la solapa del traje claro, nuevo, que él acababa de estrenar.
Ahora estaba llorando otra vez, pero no tenía a quien arrojarle la botella de lejía. Gimoteando, comenzó a vestir al niño.
─No creas que estoy llorando sólo porque el tapón de la botella de lejía no quiere abrirse ─le explicó, como en un soliloquio─, sino por la sospecha que eso ha introducido en mí. Al principio, es verdad, pensé que se trataba de un fallo personal. Pensé que era yo, que no podía. Pero no se trata de mí, sino del tapón. Han fabricado un nuevo envase con fallos, han puesto las botellas en las estanterías y las hemos comprado con inocencia. Por culpa de eso se me ha hecho tarde, llegaremos con retraso a la guardería y a mi trabajo. No podré decirle a mi jefe una cosa tan simple como que el tapón de la lejía no se abría. Es un hombre muy eficaz, muy importante: carece de vida doméstica. Sólo le conciernen las cotizaciones de la Bolsa, las guerras de mercados, las especulaciones con divisas y las campañas publicitarias. Podré decir, a lo sumo, que me retrasé por un atasco. Los atascos, hijo mío, son muy respetables. Son más respetables que un dolor de cabeza, la enfermedad de un pariente o la rotura de una tubería. Y tú ─continuó Patricia, dirigiéndose al niño, pero como hablando para sí misma─ no has llorado sólo porque tenías hambre. Has llorado porque el tapón de lejía no se abría, yo estaba nerviosa y dudé de mí misma.
Esa tarde, mientras conducía hasta el consultorio del psicoanalista, (todo había salido relativamente bien, a pesar del retraso), pensó que las lágrimas de las mujeres, esparcidas por la ciudad, eran un río blanco, ardiente, un río de lava, un río insospechable que circulaba por las entrañas oscuras, un río sin nombre, que no aparecía en los mapas.
─El tapón de lejía no se abrió ─le dijo Patricia al psicoanalista, en cuanto comenzó la sesión─ y no estoy dispuesta a perder tiempo con interpretaciones. Es un hecho: el nuevo sistema de rosca de esa marca no funciona. Llamé a la distribuidora del producto. Había recibido numerosas quejas. El nuevo tapón fue diseñado por un ingeniero industrial ávido de éxito, supongo, fuerte, seguro de sí mismo, pero ha sido un fracaso. Van a retirar los envases de circulación. En cuanto a mí ─afirmó Patricia con decisión─, voy a pedir una indemnización.
─¿A la fábrica del producto? ─preguntó el psicoanalista, sorprendido.
─Al padre de Andrés, por supuesto ─respondió Patricia─. No se hace cargo de ningún gasto. Como si el niño no le concerniera.
Cuando llegó a su casa, Patricia se dirigió directamente a la cocina. Buscó un cuchillo de punta afilada, y, sin titubeos, agujereó el tapón. Lo perforó por el centro con una herida limpia y perfecta. La botella perdió toda su virilidad.

Cristina Peri Rosi
Por fin solos
Barcelona, Editorial Lumen, 2004, pp. 137-153


Lea, además
Biografía de Cristina Peri Rossi

FICCIONES

DE OTROS MUNDOS

***





Juan Carlos Onetti / El infierno tan temido

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Juan Carlos Onetti
EL INFIERNO TAN TEMIDO


La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo "Cabe destacar que los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo consagratorio de Play Boy, que supo sacar partido de la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva", cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina, ofreciéndole el sobre.
         -Ésta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué querés que llene la columna.
         El sobre decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era el par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y contento, casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en la última frase: "Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace años ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos debemos al público aficionado". El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo y la madura mujer de Sociales se quitaba lentamente los guantes en su cabina de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.
        Traía una foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como en relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto.
        Guardó la fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras Sociales salía fumando de su garita de vidrio con un abanico de papeles en la mano.
       -Hola –dijo ella-, ya me ve, a estas horas recién termina el sarao.
Risso la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. "Es una mujer, también ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las uñas violetas en los dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el entusiasmo casi frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer".
         -Parece una cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo, afuera. Me dejan el material como me habían prometido, pero ni siquiera un nombre, un epígrafe. Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No conozco más nombres que el de los contrayentes y gracias a Dios. Abundancia y mal gusto, eso es lo que había. Agasajaron a sus amistades con una brillante recepción en casa de los padres de la novia. Ya nadie bien se casa en sábado. Prepárese, viene un frío de polo desde la rambla.


        Cuando Risso se casó con Gracia César, nos unimos todos en el silencio, suprimidos los vaticinios pesimistas. Por aquel tiempo, ella estaba mirando a los habitantes de Santa María desde las carteleras de El Sótano, Cooperativa Teatral, desde las paredes hechas vetustas por el final del otoño. Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras volvía a medias la cabeza para mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida, cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.
       Lo cual estaba bien, debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía con el resultado de la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la suma de innumerables madrugadas idénticas de sábado en que había estado repitiendo con acierto actitudes corteses de espera y familiaridad en el prostíbulo de la costa. Un brillo, el de los ojos del afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y móvil del dormitorio del prostíbulo.
       Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas.
        Ella imaginó en Risso un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen dos noviazgos -un director, un actor-, tal vez porque para ella el teatro era un oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y olvido. Con uno y otro estuvo condenada a sentir en las citas en las plazas, la rambla o el café, la fatiga de los ensayos, el esfuerzo de adecuación la vigilancia de la voz y de las manos. Presentía su propia cara siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si pudiera mirársela o palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio su farsa y la del otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían, inseparables, signos de la edad.


        Cuando llegó la segunda fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente distinto, Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento desconocido que no era ni odio ni dolor, que moriría con él sin nombre, que se emparentaba con la injusticia y la fatalidad, con el primer miedo del primer hombre sobre la tierra, con el nihilismo y el principio de la fe.
       La segunda fotografía le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche. Los jueves eran los días en que podía disponer de su hija desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche. Decidió romper el sobre sin abrirlo, lo guardó y recién en la mañana del jueves, mientras su hija lo esperaba en la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada a la cartulina, antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba de espaldas.
        Pero había mirado muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día entero y en la madrugada estuvo imaginando una broma, un error, un absurdo transitorio. Le había sucedido ya, había despertado muchas veces de una pesadilla, sonriendo servil y agradecido a las flores de las paredes del dormitorio.
       Estaba tirado en la cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.
      -Bueno -dijo en voz alta-, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna importancia, aunque no lo viera sabría qué sucede.
     (Al sacar la fotografía con el disparador automático, al revelarla en el cuarto oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable que ella haya previsto esta reacción de Risso, este desafío, esta negativa a liberarse en el furor. Había previsto también, o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor.)
      Volvió a protegerse antes de mirar: "Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada, solo y arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como si la hubiera merecido".
      En la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado por el inevitable primer plano, estaría segura de que no era necesario mostrar la cara para ser reconocida. En el dorso, su letra calmosa decía "Recuerdos de Bahía".
      En la noche correspondiente a la segunda fotografía pensó que podía comprender la totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que estaban más allá de su alcance la deliberación, la persistencia, el organizado frenesí con que se cumplía la venganza. Midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.

                                                             
      Cuando Gracia conoció a Risso pudo conocer muchas cosas actuales y futuras. Adivinó su soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse. Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en que la única sabiduría aceptable era la de resignarse a tiempo. Tenía veinte años y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades de la curiosidad, se dijo que sólo se vive de veras cuando cada día rinde su sorpresa.
      Durante las primeras semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso adoraciones fetichistas, aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores. Se fue orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre. Amó a la hija de Risso y le modificó la cara, exaltando los parecidos con el padre. No dejó el teatro porque el Municipio acababa de subvencionarlo y ahora tenía ella en El Sótano un sueldo seguro, un mundo separado de su casa, de su dormitorio, del hombre frenético e indestructible. No buscaba alejarse de la lujuria; quería descansar y olvidarla, permitir que la lujuria descansara y olvidara. Hacía planes y los cumplía, estaba segura de la infinitud del universo del amor, segura de que cada noche les ofrecería un asombro distinto y recién creado.
      -Todo -insistía Risso-, absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos nosotros.
      En realidad, nunca había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le estaban imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César, hechura de Risso, segregada de él para completarlo, como el aire al pulmón, como el invierno al trigo.


       La tercera foto demoró tres semanas. Venía también de Paraguay y no le llegó al diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al final de una tarde en que él despertaba de un sueño en que le había sido aconsejado defenderse del pavor y la demencia conservando toda futura fotografía en la cartera y hacerla anecdótica, impersonal, inofensiva, mediante un centenar de distraídas miradas diarias.
      La mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tablillas de la persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio, su condición nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara a la espera del descuido, del error propicio.
       En la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho fotografiar en cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua de sus sonrisas.
       Sólo tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los amantes que habían amado en el mundo, por la verdad y el error de sus creencias, por el simple absurdo del amor y por el complejo absurdo del amor creado por los hombres.
     Pero también rompió esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían empezado a entenderse y a dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba a romper las fotos apenas llegaran, cada vez con menos curiosidad, con menor remordimiento.
     En el plano mágico, todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la calle, en el restaurante o en el café al más crédulo e inexperto, al que podía prestarse sin sospecha y con un cómico orgullo a la exposición frente a la cámara y al disparador, al menos desagradable entre los que pudieran creerse aquella memorizada argumentación de viajante de comercio.
     -Es que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te extrañe.
     Y después de la casi siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de pensar para mañana, cumpliendo el deber que se había impuesto, disponía las luces, preparaba la cámara y encendía al hombre. Si pensaba en Risso, evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario que la mezclaba a ella con todas las demás mujeres. Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y frases que no había comprendido nunca.
     Sin exceso de esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre sórdida y calurosa habitación de hotel, midiendo distancias y luces, corrigiendo la posición del cuerpo envarado del hombre. Obligando, con cualquier recurso, señuelo, mentira crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la cara cínica y desconfiada del hombre de turno. Trataba de sonreír y de tentar, remedaba los chasquidos cariñosos que se hacen a los recién nacidos, calculando el paso de los segundos, calculando al mismo tiempo la intensidad con que la foto aludiría a su amor con Risso.
     Pero como nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban o no a manos de Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos y las convirtió en documentos que muy poco tenían que ver con ellos, Risso y Gracia.
      Llegó a permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas por el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de la cámara con una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia. Consideró necesario dejarse resbalar de espaldas e introducirse en la fotografía, hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran desde la nada del más allá de la foto para integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica, las sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a Santa María. Pero su verdadero error fue cambiar las direcciones de los sobres.


     La primera separación, a los seis meses del casamiento, fue bienvenida y exageradamente angustiosa. El Sótano -ahora Teatro Municipal de Santa María- subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el escenario. El público se entusiasmaba, aplaudía o no se dejaba arrastrar. Puntualmente se imprimían programas y críticas; y la gente aceptaba el juego y lo prolongaba hasta el fin de la noche, hablando de lo que había visto y oído, y pagado para ver y oír, conversando con cierta desesperación, con cierto acicateado entusiasmo, de actuaciones, decorados, parlamentos y tramas.
     De modo que el juego, el remedio, alternativamente melancólico y embriagador, que ella iniciaba acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fiordo, estremeciéndose y murmurando para toda la sala: "Tal vez... pero yo también llevo una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás", también era aceptado en El Rosario; Siempre caían naipes en respuesta al que ella arrojaba, el juego se formalizaba y ya era imposible distraerse y mirarlo de afuera.
     La primera separación duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César durante los seis meses de matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al mismo restaurante, ver a los mismos amigos, repetir en la rambla silencios y soledades, caminar de regreso a la pensión sufriendo obcecado las anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de ambiciones irrealizables.
     Eran diez o doce cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera del invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para saber que la locura que compartían tenía por lo menos la grandeza de carecer de futuro, de no ser medio para nada.
       En cuanto a ella, había creído que Risso daba un lema al amor común cuando susurraba, tendido, con fresco asombro, abrumado:
      -Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos.
       Ya la frase no era un juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada e impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada de lo que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser utilizadas y todo estaba condenado a servir de alimento.
Creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un mundo desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor.
      Así que sólo pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando la ropa.
     Era la última semana en El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez nada tenía que ver con ellos; porque ella había actuado como un animal curioso y lúcido, con cierta lástima por el hombre, con cierto desdén por la pobreza de lo que estaba agregando a su amor por Risso. Y cuando volvió a Santa María, prefirió esperar hasta una víspera de jueves-porque los jueves Risso no iba al diario-, hasta una noche sin tiempo, hasta una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban vividas.
      Lo empezó a contar antes de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber inventado, simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa, en mangas de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la alfombra y casi sin desplazarse, de frente y de perfil, dándole la espalda y balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a veces sólo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el relato, por la alegría de revivir aquella peculiar intensidad de amor que había sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie, junto a Risso.
     -Bueno; ahora te vestís otra vez -dijo él, con la misma voz asombrada y ronca que había repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.
      Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro de pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse por anticipado de las entrevistas de reconciliación.
      Hubo después un tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro. Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio siempre que no interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a tenerla por las noches sin decir que sí ni siquiera con su silencio.
      Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos gestos y reacciones debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer preservada y solitaria entre personas y lugares, que le estaba predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el primer encuentro.
     Casi un mes después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones contradictorias y se fue de Santa María.
     -No se preocupe -dijo Guiñazú-. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la sinrazón de la parte demandada.
     Era aquél un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida a recordarlos con desesperada codicia.
    Risso había destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva. Sólo podía salvarse de la muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia. Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; sólo podía esperar el agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo escaso y que sólo podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal, incomprensión.
      Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir -para él y para ella-la destrucción, la paz definitiva de la nada.
     Pensaba en la muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en que lo elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago, Buenos Aires.
     Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.
                                                             

     La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones, la tos estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo. Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las noticias que UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.
     -De hombre a hombre-dijo Lanza con resignación-. O de viejo que no tiene más felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted; y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin dar las gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una pierna enferma y la arteriosclerosis; me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí. Al dorso dice: "Para ser donada a la colección Risso", o cosa parecida. Me llegó el sábado y estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le haga bien saber que está loca. Ahora está usted enterado; sólo le pido permiso para romper la fotografía sin mostrársela.
     Risso dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza, era esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.
     La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo de una botella, mostrando entusiastas letras en tinta azul.
     -Comprenderás que después de esto... -tartamudeó la abuela. Revolvía el café y miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas-. Comprenderás -repitió con furia, con la voz cómica y envejecida.
     Pero no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo apoyado en el borde del plato.
     Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres, sus afanes y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre el pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro, temeroso de hacer ruido o interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección mañana y en los días siguientes.
     Estuvo conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la soledad. Y cuando despertó a mediodía, cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reloj pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a tormenta de la ventana, lo invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de Gracia, llamarla o irse a vivir con ella.
     Aquella noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es común perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de los remos delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la entidad del mal que lo aqueja.


         -Recordando que él hacía Hípicas-contó Lanza-, uno intenta explicar aquel desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el propio caballo. Porque aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa que el razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua-en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.



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Juan Rulfo / Diles que no me maten

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Fotografía de Juan Rulfo
Juan Rulfo
¡Diles que no me maten!
        —¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
        —No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
        —Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
        —No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
        —Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
        —No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
        —Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
        Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
        —No.
        Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
        Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
        —Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
        —La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.


        Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
        Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
        Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
        Y é, y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
        —Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
        Y él contestó:
        —Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.



        “Y me mató un novillo.
        “Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
        “Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
        “Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
        “—Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
        “Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”
        Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto —pensó— conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.
        Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
        Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
        Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
        Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
        Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
        Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
        Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
        Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
        Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
        Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
        Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
        Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
        —Yo nunca le he hecho daño a nadie —eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
        Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.




        —Mi coronel, aquí está el hombre.
        Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
        —¿Cuál hombre? —preguntaron.
        —El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
        —Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima —volvió a decir la voz de allá adentro.
        —¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? —repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
        —Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
        —Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
        —Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
        —¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
        Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
        —Ya sé que murió —dijo. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
        —Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
        “Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
        “Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.
        Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
        —¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
        —¡Mírame, coronel! —pidió él—. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
        —¡Llévenselo! —volvió a decir la voz de adentro.
        —...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!
        Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
        En seguida la voz de allá adentro dijo:
        —Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.




        Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
        Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
        —Tu nuera y los nietos te extrañarán —iba diciéndole—. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

Originalmente publicado en la revista América Nº 66, agosto, 1951
(El Llano en llamas, 1953)


Lea, además
ANTOLOGÍA DE CUENTO LATINOAMERICANO
BIOGRAFÍA DE JUAN RULFO
(Al final de la biografía, Rulfo lee -como nadie más podía hacerlo- "¡Diles que no me maten!")




El mundo literario celebra los 60 años de ‘El llano en llamas’, de Rulfo

Varios autores celebran los 60 años de la publicación del libro de cuentos de Juan Rulfo y levantan con sus voces la cartografía del escritor mexicano




Autorretrato tomado en el Nevado de Toluca hacia 1940, obra del escritor y fotógrafo mexicano Juan Rulfo.
El Tiempo sonámbulo. Y en él, personas que deambulan en un paisaje de polvo cuyo rastro viene de la miseria y va hacia lo fatídico. Ese fue el mundo con el cual Juan Rulfo abrió un nuevo y magistral territorio literario hace sesenta años bajo el título de El llano en llamas, editado por el Fondo de Cultura Económica. Un mosaico de quince piezas (en 1970 se sumarían dos más) de la condición humana y de la vida situadas al sureste del estado de Jalisco (México) que abarca desde la Revolución mexicana en 1910 hasta mediados del siglo XX. Con esos cuentos, Rulfo (1917- 1986) refundó la literatura en español que confirmaría dos años más tarde con Pedro Páramo.
Pero hoy es el día de la fiesta de El llano en llamas; y como las voces que suenan en esas historias, varios escritores levantan, poco a poco, con sus voces la cartografía de ese llano en llamas que suena así:
“La esencia de Rulfo es que con sencillez y dignidad y sin folclorismo sentimental elevó temas regionales al nivel de tragedia griega”, explica Luis Harss.

Sus cuentos están escritos en un doble registro: las acciones son vertiginosas y la vida mental de los personajes es demorada, de una reflexiva intensidad. Esto establece una peculiar tensión: lo que sucede es rápido y su efecto es lento
"Con los cuentos logró una nueva representación del campo mexicano y la miseria en la que viven sus personajes. De manera emblemática, uno de los relatos lleva el título de 'Nos han dado la tierra'. La herencia que reciben no es otra cosa que un montón de polvo. Los ultrajes y la violencia de estos relatos revelan una realidad devastada por la injusticia social. Lo peculiar es que Rulfo narra estas desgracias con hondo sentido poético. Sus cuentos están escritos en un doble registro: las acciones son vertiginosas y la vida mental de los personajes es demorada, de una reflexiva intensidad. Esto establece una peculiar tensión: lo que sucede es rápido y su efecto es lento. En estos cuentos, Rulfo renovó el lenguaje de México. Ningún campesino ha hablado como sus personajes pero ninguno ha sonado tan auténtico. Un milagro de la autenticidad que sólo puede ser literaria", explica Juan Villoro.
"Es en muchos sentidos un libro mestizo. Un libro de cuentos que parece un enorme poema. Un testimonio cruento que parece un sueño. Un puñado de vidas que parecen paisajes y paisajes que gritan, lloran y susurran. Nadie ha escrito después o antes así. Sólo Rulfo en Pedro Paramo lo intento y logró. Después vino el silencio, el respetuoso silencio que sigue a todos los auténticos milagros. Nadie que yo haya leído escribe como Rulfo, todos los que lo hacemos en América Latina no hacemos más que dar vuelta alrededor de dos o tres imágenes quemantes, un entierro, una mujer y unas gallinas, la sequedad más seca de esa tierra de nadie que es nuestra”, reconoce Rafael Gumucio.

El llano en llamas me permitió, cuando era muy joven, imaginar una forma narrativa posible para las historias de la guerra y la postguerra española que había escuchado desde niño. No he dejado de leer esos cuentos desde que un amigo me los descubrió
El llano en llamas me permitió, cuando era muy joven, imaginar una forma narrativa posible para las historias de la guerra y la postguerra española que había escuchado desde niño. No he dejado de leer esos cuentos desde que un amigo me los descubrió. Y algunos los he usado en clase una y otra vez para explicar cosas tan distintas como el peso que lo no dicho tiene en una historia y hasta la importancia del título en el proceso narrativo. Cuantas más veces los lee uno más cosas sorprendentes descubre en ellos. Esos cuentos no se acaban nunca”, recuerda Antonio Muñoz Molina.
“Descubrí a Juan Rulfo en orden inverso. Llegué a él por Pedro Páramo y me dejó asombrada. Luego leí el llano en llamas, y fue como una prolongación del entusiasmo que había tenido con su novela”, dice Cristina Fernández Cubas.
“Dos o tres cosas recuerdo de la primera lectura del ‘El llano en llamas’: la sensación de encontrarme ante un texto fundacional retroactivo (porque, en la euforia de las lecturas latinoamericanas de mis años universitarios, conocí antes a los primeros discípulos que al maestro), su novedad frente al canon español de los cincuenta y la contundencia narrativa basada en la economía retórica, la invención coloquial, la sequedad y la aspereza de la tramas y el paisaje. He oído muchas veces luego la voz del propio Rulfo leyendo «Diles que no me maten», una grabación sin duda acorde con su literatura: directa, obligada, sin efectismos especiales. No sé, sin embargo, si Rulfo ha tenido al cabo del tiempo significación inmediata, estrictamente «rulfiana», en la literatura en español, si, más bien, dada la evidencia y la peculiaridad de su voz, su repercusión ha sido lateral o si, en fin, ha quedado como un referente clásico y, en cuanto clásico, un tanto remoto, aislado e inimitable”, reconoce Gonzalo Hidalgo Bayal.
“Fue absolutamente definitivo porque por él escribí un primer libro de cuentos que luego nunca publiqué. Rulfo dio una lección inmensa de austeridad y síntesis que le dio al cuento un tono muy contemporáneo y muy latinoamericano que viene de nuestra tragedia del campo”, asegura Piedad Bonnett.

Pero no sabía que, además de contar esas historias de pueblos perdidos y polvorientos sin piedad y sin buenas intenciones, era posible además ese lenguaje escueto, riguroso. No sabía que cada palabra podía ser como una piedra
“Buenos Aires, 1969, Facultad de Filosofía y Letras. Una profesora de gramática nos dicta un párrafo extraordinario de un autor al que no conocía. ¿Dónde queda Comala? pregunta alguien. Comala, nos dice la profesora, es un pariente cercano que Macondo tiene en México. Corro a la librería a buscar algo (lo que sea) de Rulfo. Me dan "El llano en llamas". ¡Y yo no sabía que eso era posible! A los dieciocho años era obsesiva lectora del barroquismo popular de García Márquez, del barroquismo culto de Carpentier. Pero no sabía que, además de contar esas historias de pueblos perdidos y polvorientos sin piedad y sin buenas intenciones, era posible además ese lenguaje escueto, riguroso. No sabía que cada palabra podía ser como una piedra”, evoca Ana María Shua.





 

María Luisa Bombal / El árbol

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María Luisa Bombal
EL ÁRBOL


  E
l pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa.
            "Mozart, tal vez" -piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..." ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella... Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. "No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol". ¡La indignación de su padre! "¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen!  Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura".
            Brígida era la menor de seis niñas todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. "No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue". Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.
            ¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.
            Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro.
            -Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.
            Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.
            Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. "Es tan tonta como linda", decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni "planchar" en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.
            ¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. El la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia desordenada. "Eres un collar -le decía Luis-. Eres como un collar de pájaros".
            Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto...
            Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales.


            De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor.
            Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis.
            -No tienes corazón, no tienes corazón -solía decirle a Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado-. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado -protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde-. ¿Por qué te has casado conmigo?
            -Porque tienes ojos de venadito asustado -contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!
            -Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo?  ¿Se rió?  ¿Lloró?  ¿Y tú estabas orgullo o tenías vergüenza?  Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían?  Cuéntame, Luis, cuéntame...
            -Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz.
            Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio.
            Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros.  "Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis".
            Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares!  Pero -era curioso- apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto.
            Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No.
            Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas!  ¡Y qué luz cruda!  Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.
            -"Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí, estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida."
            -¡Si tuviera amigas! -suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido?  Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad?
            A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis -¿por qué no había de confesárselo a sí misma?- se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta?
            Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella?  Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre.
            Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada.
            -Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.
            -Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar.
            -Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!
            A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis...
            -¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
            -Nada.
            -¿Por qué me llamas de ese modo entonces?
            -Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.
            Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
            Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.
            -Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre?
            -¿Sola?
            -Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.
            Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.
            -¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?
            Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.
            -Tengo sueño... -había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.
            Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.
            Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.
            -¿Todavía estás enojada, Brígida?
            Pero ella no quebró el silencio.
            -Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos.
            ...
            -¿Quieres que salgamos esta noche?...
            ...
            -¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?
            ...
            -¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo?
            ...
            -¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame...
            Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.
            Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos.
            Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. "Y yo, y yo -murmuraba desorientada-, yo que durante casi un año... cuando por primera vez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa..."  Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo.
            Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.
            Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.
            Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas.  ¡Qué delicia!  Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.
            Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin.
            ¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho?
            El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina.
            Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.
            ¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza?  Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.
            -Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?
            Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: "No, no; te quiero, Luis, te quiero", si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:
            -En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.
            En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: "Siempre". "Nunca"...
            Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre!  !Nunca! ¡La vida, la vida!
            Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.
            ¡Siempre! ¡Nunca!... Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.


            El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el "clavel del aire" y lo cuelga del inmenso gomero.
            Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.
            Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje -siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río- y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.
            Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.
            Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.
            Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.


            Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.
            Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste.
            Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.
            Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa.
            ¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.
            Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana. "Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos..."
            Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira?
            ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se dispersa?
            No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones.
            Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.
            Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios.
            Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.
            ¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad: quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor...
            -Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? - había preguntado Luis.
            Ahora habría sabido contestarle:
            -¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.





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ANTOLOGÍA DE CUENTO LATINOAMERICANO




João Guimarrães Rosa / La tercera orilla del río

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João Guimarrães Rosa

LA TERCERA ORILLA DEL RÍO

   Traducción de Virginia Fagnani Wey

  N
uestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. En lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
            Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de palo vinhático, pequeña, sólo con la tablita de popa, como para caber justo el remero. Tuvo que ser toda fabricada, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre no hablaba. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más próxima al río, cosa de menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme el día en que la canoa estuvo terminada.


Tan cerca del agua
Cartagena de Indias, 2011
Fotografía de Triunfo Arciniegas


            Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras palabras, ni llevó provisión y ropa, ni hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: "¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!". Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: "Padre, ¿usted me lleva también en esa canoa suya?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de vuelta. Hice como que vine, pero volví a la gruta del monte para saber. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida, larga.

Ilustración de Pedro Ruiz
        
      Nuestro padre no volvió. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron.
            Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura, por eso todos atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser la lepra, desertaba para otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
            Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las riberas, incluso de la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca se asomaba a buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, y del modo como cursaba el río, libre solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se condecía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volví a casa.
            Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente experimentó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con piloncillo, broa de maíz, racimo de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy costosa de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de bichos, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, sólo que disimulaba no saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.
            Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para auxiliar en la hacienda y en los negocios. Hizo venir al maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él sólo conocía, a palmos, su oscuridad.
            Uno tuvo que acostumbrarse a aquello. A las penas, que trajo aquello, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba para atrás mis pensamientos. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro, que  al menos, para dormir, su poco, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más frotó fósforo. Lo que comía era un casi; aun de lo que no depositaba entre las raíces de la gameleira o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni lo suficiente. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para tener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos; y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.
            Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Uno pensaba en él, cuando se comía comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte y nuestro padre, sólo con la mano y una calabaza para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con unas uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.
            Y no quería saber de nosotros; ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así..." ; lo que no era cierto, exacto; era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió que quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del casamiento; ella levantaba en los brazos la criatura, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, nosotros todos lloramos, allí, abrazados.
            Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermano se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido, como aconteció, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido el elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.
            Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río - ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. El estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy inculpado de lo que no sé, con herida abierta dentro. Sabría, si las cosas fueran distintas. Y fui madurando una idea.


Ilustración de Paio

            Sin demorarme. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, los años todos, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, a la voz. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo... Ahora, usted viene, no precisa más... Usted viene, y yo, ahora, mismo, cuando quiera, los de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón batió en el compás seguro.
            Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, de proa hacia acá, conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.
            Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple canoa, en esa agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.





Bioy Casares / En memoria de Paulina

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Adolfo Bioy Casares
EN MEMORIA DE PAULINA

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos.
Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
-Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
-Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
-Yo también te acompañaré -respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
-Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
-Estás cambiada.
-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
-Gracias -contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
-¿Quién? -pregunté.
En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
-Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
-¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:
-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
-Buscaré un taxímetro -dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
-Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
-¿Tostado o blanco?
Le contesté, como siempre:
-Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.
Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
-Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
-Montero está preso -contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
-¿Cómo? ¿Lo ignoras?
Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
-¿Sabe que murió la señorita Paulina?
-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.




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Edmundo Valadés / La muerte tiene permiso

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Catrina
Coyoacán, México, 2006
Foto de Triunfo Arciniegas
Edmundo Valadés
LA MUERTE TIENE PERMISO

Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.
-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro...
-Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.
-¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia. De nada ha servido repartirles tierras.
-Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus necesidades.
-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.
-Yo crioque Jilipe: sabe mucho...
-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez...
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
-Pos que le toque a Sacramento...Sacramento espera.
-Ándale, levanta la mano...
La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta por el presidente. La palabra está concedida.
-Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
-A ver ése que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos. Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos...
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
-Pos luego lo de m'ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle... Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada...
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el mismo que se halla al extremo de la mesa.
-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa perjudicarnos...
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de Sacramento es lo único que resuena en el recinto.
-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a de veras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una decisión ominosa.
-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano...
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
-No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
-¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.
-Yo pienso como usted, compañero.
-Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.
Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.
Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano...
Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa.
-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.
-Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.





Homero Arce / La sombra de Neruda

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EN ISLA NEGRA. Arce, Neruda y su esposa Matilde Urrutia.
EN ISLA NEGRA. Arce, Neruda y su esposa Matilde Urrutia.


HOMERO ARCE

La sombra de Neruda

Homero Arce fue el asistente personal del Premio Nobel chileno. También, el hombre que le arrebató a una de las mujeres que más amó. Tras el perdón del poeta, se hicieron amigos inseparables. Ahora, la investigación judicial sobre la muerte de Neruda desempolvó su historia.

POR CAROLINA ROJAS


La mañana del 2 de febrero de 1977 en que Homero Arce salió de cobrar su jubilación de la Caja de Empleados Públicos de Santiago, no tuvo ningún presentimiento de que ese sería el último día de su vida. Quizás, iba pensando en su esposa y en ese atractivo que aún conservaba intacto a pesar del paso de los años. Su compañera por cuatro décadas tenía los ojos azules y la gracia de una actriz de cine.

Cuando terminó de recibir el dinero, tal vez lo contó y lo guardó con esos gestos cansinos que lo caracterizaban y pensó que comería en casa y que luego darían paso a sus tardes de lecturas. Laura, su Laurita, cuanto adoraba leer; y él, cuanto la amaba a ella.

Un empujón, y Homero se fue a negro y tal vez vio pasar su vida como en un microfilme, así dicen que sucede en los momentos de pavor. Tal vez fueron esos tipos de ojos ocultos tras las gafas modelo aviador –que acostumbraban llevar los agentes de la dictadura– y Arce pudo haber suplicado por su vida. Lo cierto es que lo subieron a un auto que arrancó sin que nadie pudiera hacer nada. Pasó lo que sucedía en ese tiempo. Los chilenos llevaban cuatro años aplastados a punta de desapariciones y torturas. A Homero lo golpearon hasta romperle la cabeza y hundirle el cráneo. Para sus cercanos, sus verdugos lo castigaron por ser el secretario y amigo de Neruda.

A las cuatro de la tarde, Arce fue abandonado en la puerta de su casa agónico y con la frente teñida de sangre. Las profundas heridas que le hicieron fueron descubiertas por Laura mientras lo atendía y, probablemente, gritó desesperada. Homero murió cuatro días después en un humilde hospital de Santiago. Su certificado de defunción indica que falleció a las ocho y diez de la mañana. Tenía casi ochenta años y el regalo de haber conocido el universo del poeta.

Un texto de la Sociedad de Escritores Chilenos (SECH) sobre los artistas asesinados en dictadura, documenta este hecho. Se aclara que su nombre ni siquiera es parte del Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Retigg). “Fuerzas represivas lo detuvieron en una repartición pública, lo golpearon hasta dejarlo inconsciente y murió en el Hospital Barros Luco”. Y, aun cuando la Fundación Neruda no avala la tesis del asesinato del Premio Nobel, es en la propia revista Nerudiana –a cargo de la Institución– en un texto dedicado a Laura Arrué, donde se menciona la muerte del asistente literario. “Años después, amenazado en cuanto secretario de Neruda, Homero Arce muere en febrero de 1977 víctima de extrañas y nunca aclaradas circunstancias que llevan la marca del régimen militar”.

Homero, moreno, rasgos indígenas, ojos negros y siempre vestido de impecables trajes, era reconocido por su timidez y sus sonetos precisos. Su esposa aseguró hasta el final de sus días que gran parte de la obra nerudiana lleva en sí la humanidad de Arce, su sello. “De su extraordinario amor por la poesía, de su alianza perpetua con su amigo Pablo y su obra”, confesó en una entrevista en el año 1979.

Por estos días, la historia de Arce se desempolva, justo en medio de la investigación sobre la muerte de Pablo Neruda por las declaraciones del ex chofer del poeta, Manuel Araya. Tras años de silencio, confesó que fue secuestrado y torturado en el Estadio Nacional para que el vate quedara desprotegido en la Clínica Santa María. Araya declaró, además, que allí se le habría puesto una inyección al poeta que le causó la muerte. El caso saltó a la prensa internacional y el Partido Comunista de Chile actuó con una querella que abrió la investigación en manos del juez Mario Carroza. Hoy la indagación sigue su curso.

El abogado de Derechos Humanos, Eduardo Contreras, que representa la parte querellante del caso, explica que en la muerte del poeta chileno pudo existir la participación de terceros y que una prueba de ello sería el asesinato de Arce y la cacería de brujas que se desató hacia al círculo más cercano de Neruda. Manuel Araya fue torturado y su hermano un desaparecido; Jaime Maturana, carpintero y chofer del poeta hasta 1971, estuvo en el centro de tortura Villa Grimaldi. “Homero Arce fue el hombre más cercano al vate, su secretario personal, el hombre que manejó su obra y cuidó sus originales. Su muerte prueba que el entorno de Neruda fue preso y torturado. (...) En 1973 en Chile dos personas eran las más influyentes en la opinión pública internacional, Pablo por sus méritos políticos, intelectuales y éticos. Muerto Allende, lo del Nobel fue apagar la segunda luz en el país”, esgrime para relacionar los hechos.

El sonetista en las sombras

Arce vivía en Iquique, el puerto chileno que en las primeras décadas del siglo XX vivió de la bonanza del salitre y fue una ciudad cosmopolita. En Santiago surgía la clase media y los aspirantes a las letras leían a Dostoievski y a Pushkin. Era 1925 y Homero llegó a la capital. En ese entonces, junto a su hermano Fenelón y otros amigos, ya conformaban una especie de cofradía de poetas. Crearon la revista Ariel que alcanzó sólo dos ediciones, pero en 1927 reapareció con el nombre Andarivel. Neftalí Reyes y Arce también coincidieron escribiendo en la revista Claridad. Fueron años de amistad férrea y formación literaria.

En ese tiempo Arce y Neruda se encontraban en la Plaza de Armas de Santiago, en la que solían pasar las tardes, frente al edificio central de Correos donde trabajaba Homero como secretario general de dirección. También daban paso a las tertulias en los céntricos bares. Eran días en que el poeta no ganaba dinero y le pedía prestado a Homero; su amigo asentía como un padre putativo.

En ese entonces, el vate ya tenía una musa: Laura Arrué, una chica pequeña y delicada de ojos claros. Era blanco de todas las miradas, por su parecido con la actriz Greta Garbo. Eso la hacía inalcanzable, menos para la labia de un poeta. A “Milala”, como la llamaba Neruda, le dedicó una de las composiciones de los Veinte Poemas de Amor. Arrué recién se había graduado de la Escuela Normal de Preceptoras N°1. En 1924, Neruda fue llamado a visitar el establecimiento. A Laura le correspondió entregar la invitación y llegó hasta la pensión en la calle Echaurren 330, donde el poeta vivía en una pieza. La pasión fue instantánea y el romance siguió a escondidas. La familia donde se hospedaba la pálida muchacha era conservadora y la vigilaban de cerca. Esa nueva conquista le dio al joven Pablo un nuevo respiro, comienza a vestirse mejor, se alimenta bien y leen mucho. Pero la historia dio un giro dramático.

El poeta comenzó a ahogarse y a sentir los primeros escozores de su naturaleza viajera y aceptó el cargo de cónsul en Rangún, Birmania. Le dice a Laura que le escribirá todos los días; Arce debía entregar por mano las cartas para ocultar la relación a los celadores de la musa. El amor entre el vate y Laura creció, a distancia, como sólo puede aumentar un sentimiento sin los desgastes cotidianos de una relación. Neruda pensaba en ella y escribía, pero Homero ya se había enamorado en silencio de la mujer de su amigo. El poeta no recibió ni una sola respuesta de “Greta”. Sólo años después se enteró de la verdad.

Arrué tampoco ve una línea, se desilusiona y allí estaban los brazos de Arce, un bálsamo para el dolor. Neruda no entiende tanta indiferencia y sólo se entera, a través de sus amigos, que Homero y su musa están juntos.

Laura, ya casada con Homero, fue golpeada con la historia completa: su esposo había escondido cada una de las cartas, tomando al pie de la letra el conocido adagio “En el amor y la guerra todo se vale”. La sobrina de Arrué, Susana Sánchez, dirá en el libro Los amores de Neruda de Inés María Cardone, que cuando su tía descubrió las cartas en un entrepiso de su hogar, se deshizo de su alianza de matrimonio y lloró por esa impotencia que da una historia torcida.

Por otra parte, cuando Neruda se enteró de la traición, ya ostentaba su cargo de senador y prefirió dar un paso al costado; aunque alguna vez le confesó a Laura que no fue fácil olvidarla. El final de la historia tomó un tinte lúgubre: Arrué murió en 1986, en un incendio. Algunos dicen que fue una vela que le prendía a un santo lo que comenzó todo. Al alzarse para apagar una estufa, el fuego le prendió el camisón. Nadie llegó a socorrerla. Un final trágico, como el de una actriz de cine.

Una de las pocas testigos de esa historia es Alejandra Arce, sobrina nieta de Homero, quien heredó el amor por las letras y la poesía. Vive en Brasil, en la ciudad de Recife, como la mayoría de su familia repartida entre este país y California. En 1992 realizó su propia investigación sobre los sucesos que ocurrieron en su familia. Contactada por Ñ, comenta los episodios de esta historia. “Laura tuvo quemaduras de segundo y tercer grado, gritó desesperadamente, me imagino que mucha gente escuchó, incluso un huésped, y nadie hizo nada. (...) Tampoco fue investigada su muerte, que me parece macabra y siniestra. Su cuerpo quedó estampado en el suelo de su cuarto. Nadie supo darme ninguna información”.

Lo poco que se sabe de Homero Arce es justamente lo que se conoce por su esposa. En el libro póstumo del corrector, Los libros y los viajes, recuerdos de Pablo Neruda(Editorial Nacimiento, 1980), Laura narra un poco de esta historia a modo de prólogo. “Conocí personalmente a Homero Arce Cabrera en el año 1928. Antes sabía de él por referencias de sus amigos, principalmente de Pablo. (…) Me presentó a todos sus amigos, menos a Homero. ¿Por qué? El tiempo se encargó de darme la respuesta...”, confesó.

Alejandra Arce es hija de Fenelón, llamado así por su abuelo, y tiene el recuerdo vívido de su padre subido sobre una silla, después de alguna sobremesa, recitando el “Poema 20”. Tampoco se olvida de la confidencia que le revelaron cuando aún era una niña. “Este poema lo hizo Neruda para la tía Lalita, pero es un secreto, Alejandra”. Ella recuerda que imaginaba la soledad de quien lo escribió, ese hombre que contemplaba las estrellas. “El amor de Neruda por Laura fue intenso, grandioso. (...) Ella también amó a Homero y él la adoraba, el destino se encargó del resto de la historia de esta amistad sublime”, dice con tristeza.

Alianza perpetua

Desde que Homero Arce se jubiló en 1951, volcó su vida al trabajo de Neruda. El poeta no vivía sin las apreciaciones de su amigo, que encontraba tan certeras. En una entrevista en la revista Cal, de los años setenta, Laura Arrué relata esa relación de dependencia: “Fui testigo de que cuando Homero terminaba de copiar un poema o prosa, se lo pasaba a Pablo para que lo revisara y se pronunciara acerca de si estaba o no de acuerdo con los cambios que le había hecho. Pablo, molesto, le decía: ‘No me muestres nada: lo que tú haces siempre está bien’”.

El cariño fue una cosa, pero también fueron importantes las ocasiones en que Neruda empujó a Homero a creer en sí mismo. En la publicación de Los íntimos metales de Arce, lleva las ilustraciones del poeta que además le escribió: “Me costó mucho arrancar, con un lento proceso de convicción, de tirabuzón, este rosario de amatistas que ya tenían el color invariable y el corte alquitranado de lo que, por verdadero y deslumbrante...”.

Además, el libro El Arbol y Otras Hojas, de 1967, lleva sonetos dedicados al corrector por varios amigos. Neruda en “Esperando a un amigo en el Barrio Latino de París” (1965), le dice: “Homero, en la verdad de tu diamante, hay un fulgor de piedra y firmamento, porque tiene razón el caminante, cuando descubre el mundo en sus aposentos…”.

Cuando Neruda asumió como embajador de Chile en Francia, durante el gobierno de la Unidad Popular, llamó a su amigo para que lo ayudara a hilvanar sus memorias. Arce cumplía su sueño, siempre había querido conocer París.

“Ay hermano, como tú yo anduve/ por la más ancha latitud del mundo,/ toqué en la piedra el agua de la nube,/ toqué las manos del amor profundo”, dice Arce en su poema “El pozo”.

Llega septiembre de 1973 y Pablo Neruda, en sus últimos días, dependía más que nunca de Homero, de su lealtad y de sus manos, para escribir. Terminaron Confieso que he vivido. Afuera, las balas, el río de sangre que era el Mapocho frente a la clínica Santa María. Cuando muere el poeta, no puede con la pena y sigue regalándole su trabajo, como bocanadas de aire que resucitarían a su amigo. Matilde Urrutia hizo el resto, termina de transcribir el libro con la ayuda del escritor venezolano Miguel Otero. Borra la existencia de Arce. “Los que la seguían y aún siguen a Matilde Urrutia me parecen fieles al comercio y no a la literatura. Olvidándose de los verdaderos amigos del vate, mutilan la verdadera historia literaria latina y universal”, sentencia Alejandra en su última respuesta.

En 1977, el asistente literario da vuelta la página y se llena de impulso y le dice a su compañera. “Ahora voy a escribir mis propias cosas...”. El destino otra vez, Homero deja versos inconclusos. “¡Defiéndeme Laurita!”, fue su última súplica, aferrado al brazo de su esposa. Al final, quizás escuchó un soneto o la voz de Neruda y su saludo de costumbre con los brazos abiertos en cruz, “Dichoso los ojos que lo ven Homerito”, bebieron de la jarra en forma de bota y rieron, ahora, en otro lugar.




Alvaro Mutis / Canción del este

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Álvaro Mutis
1923 - 2013
Álvaro Mutis
CANCIÓN DEL ESTE

A la vuelta de la esquina
un ángel invisible espera;
una vaga niebla, un espectro desvaído
te dirá algunas palabras del pasado.
Como agua de acequia, el tiempo
cava en ti su arduo trabajo
de días y semanas,
de años sin nombre ni recuerdo.
A la vuelta de la esquina
te seguirá esperando vanamente
ese que no fuiste, ese que murió
de tanto ser tú mismo lo que eres.
Ni la más leve sospecha,
ni la más leve sombra
te indica lo que pudiera haber sido
ese encuentro. Y, sin embargo,
allí estaba la clave
de tu breve dicha sobre la tierra.



Álvaro Mutis, Los trabajos perdidos


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Biografía de Álvaro Mutis


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DE OTROS MUNDOS


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José Watanabe / La jarra

Gay Talese / Sinatra está resfriado

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Sinatra está resfriado
Por Gay Talese 
Ilustraciones de Ulises Culebro


Gay Talese / Frank Sinatra Has a Cold

Letras Libres
Agosto 2007

Borrador de Sinatra está resfriado

Frank Sinatra, con un vaso de bourbon en una mano y un pitillo en la otra, estaba de pie, en un ángulo oscuro del bar, entre dos rubias atractivas aunque algo pasaditas, sentadas y esperando a que dijera algo. Pero Frank no decía nada. Había estado callado la mayor parte de la noche y ahora, en su club particular de Beverly Hills, parecía aún más distante, con la mirada perdida en el humo y en la penumbra, hacia la gran sala, más allá del bar, donde docenas de jóvenes y parejas estaban acurrucadas alrededor de unas mesitas o se retorcían en el centro del piso al ritmo ensordecedor de una música folk que atronaba desde el estéreo. Las dos rubias sabían, como también los cuatro amigos de Sinatra, que era una pésima idea entablarle conversación cuando estaba de ese humor tan tétrico, un humor que le había durado toda la primera semana de noviembre, un mes antes de que cumpliera los cincuenta años.



Sinatra había trabajado en una película que ahora le desagradaba y estaba deseando terminar, harto de toda la publicidad que había rodeado sus encuentros con Mia Farrow, la jovencita de veinte años que esta noche no había aparecido todavía; estaba enfadado porque el documental televisivo sobre su vida, hecho por la CBS, y que se proyectaría dentro de dos semanas, según se murmuraba, se metía con su vida privada e incluso especulaba sobre su posible amistad con jefes de la mafia; y preocupado también por su papel de estrella en un show de la NBC, de una hora de duración, titulado “Sinatra: el hombre y su música”, que le impondría la obligación de cantar dieciocho canciones con una voz que en este preciso momento, unos días antes de que empezara la grabación, estaba débil, dolorida e incierta. Sinatra no se encontraba bien. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de la gente lo hubiera encontrado insignificante. A él, en cambio, lo precipitaba en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso furor. Frank Sinatra tenía un resfriado.


Sinatra con catarro es Picasso sin colores o un Ferrari sin gasolina, sólo que peor. Porque los catarros corrientes roban a Sinatra esa joya que no se puede asegurar, su voz, y hieren en lo más vivo su confianza. No sólo afectan a su psique, sino que parecen provocar una especie de moquillo nasal psicosomático en las docenas de personas que lo rodean y trabajan para él, que beben con él y lo quieren y cuyo bienestar y estabilidad dependen de él. Un Sinatra acatarrado puede, salvando las distancias, enviar vibraciones a la industria del espectáculo y aún más lejos, casi como una enfermedad repentina de un presidente de los Estados Unidos puede sacudir la economía nacional.

Porque Frank Sinatra no sólo está involucrado en muchas cosas que implican a muchas personas –su propia compañía de películas, su compañía de discos, su línea aérea particular, su industria de piezas para cohetes, sus propiedades inmobiliarias en todo el país, su servicio privado de 75 personas–, una parte tan sólo, por lo demás, del poder que tiene y representa. Parecía, ahora, ser también la encarnación del varón completamente emancipado, quizá el único en Norteamérica, el hombre que puede hacer todo lo que quiere, cualquier cosa, y lo puede hacer porque tiene el dinero, la energía y ningún sentido aparente de culpa. En una época en la que parece que los más jóvenes lo invaden todo, protestando y pidiendo cambios, Frank Sinatra sobrevive como un fenómeno nacional, uno de los productos de preguerra que aguanta la prueba del tiempo. Es el campeón que supo hacer un “retorno” triunfal, el hombre que lo había perdido todo para luego recuperarlo, sin dejar que nada se le pusiera por delante, haciendo lo que pocos hombres logran hacer: desarraigó su vida, dejó a su mujer e hijos, rompió con todo lo que era familiar, aprendiendo sobre la marcha que el sistema para conservar a una mujer es no encadenarla. Ahora tiene el afecto de Nancy, de Ava y de Mia, el delicado producto femenino de tres generaciones, y conserva todavía la adoración de sus hijos además de la libertad de un soltero. No se siente viejo. Hace que hombres viejos se sientan jóvenes; les hace pensar que si Frank Sinatra puede, es que es posible. No quiere decir que ellos puedan, pero sigue siendo agradable para otros hombres saber que a los cincuenta años eso es posible.

Pero entonces, de pie junto a aquella barra, en Beverly Hills, Sinatra tenía un resfriado y seguía bebiendo silenciosamente, y parecía estar a muchos kilómetros de distancia, en un mundo privado, sin reaccionar siquiera cuando el estéreo en la otra sala emitió de pronto una canción de Sinatra,In the Wee Small Hours of the Morning.

Se trata de una bonita balada que grabó por primera vez hace diez años y que ahora obligaba a levantarse y a deslizarse lentamente, muy agarraditas, a muchas parejas de jóvenes que se habían sentado cansadas de tanto retorcerse. La entonación de Sinatra, pronunciada con precisión y, sin embargo, llena y fluida, daba un significado más profundo a la letra sencilla: “En las horas tempranas/ mientras todo el mundo duerme profundamente/ tú estás despierto, y piensas en la chica…” Como en muchos de sus clásicos, era una canción que evocaba soledad y sensualidad. Combinada con las luces tenues, el alcohol y la nicotina, se convertía en una especie de afrodisiaco aéreo. Sin duda, las palabras de esta canción y de otras similares han inspirado a millones de personas. Era música para hacer el amor, y sin duda se ha hecho, por toda Norteamérica, mucho el amor a su compás: por la noche, en los automóviles, mientras se descargan las baterías; en las playas, en los atardeceres suaves de verano; en casitas a orillas del lago; en parques apartados y en elegantes áticos o en cuartos amueblados; en yates, en taxis, en cabañas; en todos los lugares donde se podían oír las canciones de Sinatra. Las letras animaban a las mujeres, las cortejaban y las conquistaban, cortaban las últimas inhibiciones y complacían los egos masculinos de ingratos amantes; dos generaciones de hombres han sido beneficiarios de estas baladas, por lo cual quedan eternamente en deuda; por lo cual puede también que lo odien eternamente. Y, sin embargo, aquí estaba él en persona, fuera de su alcance, en Beverly Hills, a altas horas de la noche.

Las dos rubias, que aparentaban unos treinta y pico de años, compuestas y acicaladas, con sus cuerpos maduros ceñidos en trajes oscuros, estaban sentadas con las piernas cruzadas, encaramadas encima de los altos taburetes del bar. Escuchaban la música. Una de ellas sacó un Kent, y Sinatra rápidamente acercó el extremo de su encendedor de oro mientras ella le cogía la mano y miraba sus dedos: tenía los nudillos hinchados y los dedos tan rígidos por la artritis que los doblaba con dificultad. Como siempre, estaba vestido impecablemente. Llevaba un traje gris con chaleco, un traje de corte clásico, pero forrado de seda vistosa; parecía que se había sacado brillo a sus zapatos británicos hasta en la suela. También llevaba, como todos parecían saber, una convincente peluca negra, una de las sesenta que posee, la mayor parte de las cuales están confinadas a los cuidados de una insignificante viejecita que, con el pelo en una pequeña bolsa, le sigue a todas partes cuando actúa. Gana 400 dólares a la semana. La característica más saliente de la cara de Sinatra son sus ojos azules claro, vivos, unos ojos que en el espacio de un segundo pueden volverse fríos de rabia, o brillar de afecto, o, como ahora, reflejar un vago recogimiento que mantiene a sus amigos callados y a distancia.

Leo Durocher, uno de los más íntimos de Sinatra, jugaba al billar en la pequeña habitación detrás del bar. De pie, al lado de la puerta, estaba Jim Mahoney, el agente de prensa de Sinatra, un joven algo grueso, con una mandíbula cuadrada y ojos pequeños, semejante a un rudo policía irlandés a no ser por los costosos trajes europeos que llevaba y sus estupendos zapatos, adornados a menudo de bruñidas hebillas. Estaba cerca también un actor alto, de noventa kilos de peso, llamado Brad Dexter, que parecía sacar el pecho para que no se le notara la barriga.

Brad Dexter ha aparecido en algunas películas y en programas de televisión, dando pruebas de buenas condiciones como actor de carácter, pero en Beverly Hills es conocido también por el papel representado en Hawai hace dos años, cuando nadó cerca de cien metros y arriesgó su vida para salvar a Sinatra, a punto de ahogarse en un torbellino. Desde entonces Dexter ha sido uno de los constantes compañeros del cantante y fue nombrado productor en la compañía cinematográfica de Sinatra. Ocupa una lujosa oficina al lado de la suite. Su misión consiste en la busca y captura de obras literarias que puedan convertirse en nuevos papeles estelares para Sinatra. Siempre que está con Sinatra entre extraños se preocupa porque sabe que provoca lo mejor y lo peor en la gente: hay hombres que se vuelven agresivos, mujeres que insinúan sus encantos; otros se le aproximan y lo examinan con aire escéptico. El ambiente se excita con su sola presencia, y a veces el propio Sinatra, si está fastidiado, como esta noche, se muestra intolerante y tenso, lo que se traduce luego en grandes titulares en los periódicos. Brad Dexter intenta prevenir el peligro poniendo a Sinatra en guardia. Confiesa ser su protector. Recientemente, en un momento de sinceridad admitió: “Sería capaz de matar por él”.

Aunque esta declaración puede parecer excesivamente dramática, en particular si se cita fuera de contexto, expresa, sin embargo, la feroz fidelidad tan corriente en el círculo íntimo de Sinatra. Es característico que, aun sin reconocerlo explícitamente, Sinatra parece preferir el “para siempre”, el “todo o nada”. Es el siciliano que Sinatra lleva dentro; no permite a sus amigos, si quieren seguir siéndolo, ninguna de las escapatorias anglosajonas. Pero si le son leales no hay nada que Sinatra no sea capaz de hacer a su vez: regalos fabulosos, cortesías personales, ánimo y estímulo en los momentos de depresión, adulación cuando están eufóricos. Es necesario, sin embargo, que no olviden una cosa. Él es Sinatra. El amo. Il padrone, el padrino.

El verano pasado, en el bar de Jilly, en Nueva York, la única vez que logré verlo de cerca en esa noche, pude observar algunas de las características sicilianas de Sinatra. El Jilly’s está situado en Manhattan, en la calle Cincuenta y Dos, Oeste; aquí es donde Sinatra bebe siempre que se encuentra en Nueva York. En la sala de atrás hay pegada a la pared una silla especial que le está reservada y que no usa nadie más. Cuando la ocupa, junto a una larga mesa y rodeado de todos sus amigos íntimos de Nueva York –entre ellos el dueño del local, Jilly Rizzo, y Honey, su mujer, la de la cabellera azul, conocida también como la Judía Azul–, se desarrolla un extraño ritual. Aquella noche aparecieron en la entrada de Jilly’s docenas de personas, amigos casuales de Sinatra algunos, simples conocidos, otros, e incluso quienes no eran ni lo uno ni lo otro. Todos se acercaban como a un santuario. Habían venido a rendirle pleitesía. Venían de Nueva York, de Brooklyn, de Atlantic City y de Hoboken. Eran actores veteranos, ex boxeadores, cansados trompetistas, políticos, un chico con un bastón. Había una mujer gorda que decía acordarse de cuando Sinatra solía tirar en su puerta el diario Jersey Observer, en 1933; parejas de mediana edad que habían oído cantar a Sinatra en The Rustic Cabin, en 1938: “Lo hemos conocido de verdad cuando estaba de verdad en su momento”.

O lo habían oído cuando trabajaba en la orquesta de Harry James en 1939, o con Tommy Dorsey en 1941: “Sí, esa es la canción: I’ ll Never Smile Again. La cantó una noche en ese local cerca de Newark y bailamos…” O recordaban la voz aquella vez en el teatro Paramount con sus fans y él con sus corbatas de pajarita; y una mujer traía a la memoria aquel odioso chico que entonces ella conocía, Alexander Dorogokupetz, un resentido de dieciocho años que había lanzado un tomate a Sinatra y que por poco no fue linchado por las adictas legiones de adolescentes. ¿Qué había sido de Alexander Dorogokupetz? La señora lo ignoraba.

Y se acordaban de cuando Sinatra había sido un fracaso y cantado basura como Mairzie Doats, y luego su triunfal reaparición. Esa noche estaban todos apiñados en la puerta del bar de Jilly sin poder entrar. Algunos se marcharon. Pero la mayoría se quedó esperando deslizarse en el bar abriéndose paso entre el público que se apretujaba en triple fila ante la barra, para poderlo ver sentado allá atrás. Lo que querían era esto: verlo. Lo contemplaban en silencio unos momentos, con los ojos abiertos a través del humo. Luego se volvían, se abrían paso trabajosamente por el bar y se iban a casa.

Algunos amigos íntimos de Sinatra, conocidos todos ellos por los hombres de Jilly que custodian la entrada, logran una escolta para llegar a la sala de atrás. Pero una vez allí se las tienen que agenciar por sí solos. En esta noche en particular, Frank Giffors, el ex jugador de fútbol americano, logró avanzar tan sólo siete metros en tres intentonas. Muchos no llegaron siquiera a estrechar la mano de Sinatra, pero pudieron al menos tocarle un brazo, o bien se acercaron lo bastante para que los viera y después de haberles saludado con un gesto de la mano o pronunciando sus nombres (tiene una memoria fantástica para los nombres de pila), se volvían y se marchaban. Habían hecho acto de presencia. Habían rendido pleitesía. Al asistir a esta escena ritual, tenía la impresión de que Frank Sinatra vivía simultáneamente en dos mundos que no eran contemporáneos.

Por un lado está el hombre cordial –el que charla o bromea con Sammy Davis Jr., Richard Conte, Liza Minelli, Bernice Massi o con cualquier otra figura del mundo del espectáculo que se sienta a su mesa–; por el otro, el que saluda con la mano o inclina la cabeza a sus paisanos más próximos (Al Silvani, entrenador de boxeo que trabaja en la compañía de películas de Sinatra; Dominic Di Bona, encargado de su guardarropa; Ed Pucci, ex jugador de fútbol que pesa ciento treinta y cinco kilos y es su “ayudante de campo”): Frank Sinatra es il padrone. O, mejor todavía, es un ejemplar de lo que tradicionalmente llaman en Sicilia uomini rispettati, hombres respetados: hombres majestuosos y humildes a la vez, hombres queridos por todos y generosos por naturaleza, hombres a quienes les besan las manos cuando pasan por los pueblos, hombres dispuestos a tomarse molestias para enderezar un entuerto.

Frank Sinatra hace las cosas personalmente. En Navidades, él mismo escoge docenas de regalos para sus amigos íntimos y familiares, acordándose del tipo de alhajas que les gustan, sus colores favoritos, las medidas de sus camisas y trajes. Cuando la casa de un músico amigo suyo en Los Ángeles fue destruida por un alud de fango y su mujer pereció hace poco más de un año, Sinatra acudió personalmente en su ayuda. Le buscó otra casa, pagó todas las cuentas del hospital que el seguro no había cubierto y supervisó el decorado de la nueva casa hasta en los menores detalles, como la reposición de la plata, de los enseres y la ropa.

El mismo Sinatra que ha hecho esto es capaz, en menos de una hora, de estallar en un ataque de rabia si alguna cosa hecha por sus paisanos no encuentra su aprobación. Por ejemplo, cuando uno de sus hombres le trajo un frankfurter con salsa picante, que Sinatra aborrece, le tiró encima el frasco, salpicándolo. La mayoría de los hombres que trabajan al lado de Sinatra son muy altos, pero esto no parece intimidarlo ni poner freno a su conducta impetuosa cuando se enfada. Nunca reaccionarán. Él es il padrone.

En otras ocasiones, sus hombres, en un afán por darle gusto, se pasan de rosca. Una vez observó de pasada que su gran jeep naranja, que suele utilizar en el desierto, en Palm Springs, parecía necesitar otra mano de pintura; se pasó la voz de uno a otro, cada vez con más urgencia, hasta que por fin alguien dio la orden de que el jeep fuera pintado ahora, inmediatamente. Para ello hacía falta un equipo especial de pintores que trabajara toda la noche a precio de horas extraordinarias, lo que significaba que la orden tenía que recorrer el camino inverso para el visto bueno. Cuando llegó a la mesa de trabajo de Sinatra no sabía de qué se trataba. Por fin se dio cuenta y confesó con expresión cansada que prefería no averiguar cuándo demonios le habían pintado el coche.

Sin embargo no hubiera sido aconsejable para nadie prever su reacción, porque él es un hombre completamente imprevisible, de humor variable y dado el exceso, un hombre que reacciona de inmediato y por instinto, de golpe, dramática y salvajemente. Nadie puede prever lo que puede seguir. Una joven llamada Jane Hoag, reportera de Life en las oficinas de Los Ángeles, antigua compañera de escuela de Nancy, la hija de Frank Sinatra, había sido invitada a la casa de la señora Sinatra en California, donde Frank, que mantiene las más cordiales relaciones con su antigua mujer, recibía a los invitados. En los primeros momentos, la señorita Hoag, al apoyarse en una mesa en la que había una pareja de pájaros de alabastro, tiró con el codo uno de ellos. Según recuerda la señorita Hoag, la hija de Sinatra exclamó: “Oh, ése era uno de los favoritos de mi madre…” Pero antes de que terminara su frase, Sinatra la fulminó con la mirada y, mientras otros cuarenta invitados miraban en silencio, se acercó y con un rápido golpe tiró al suelo el otro pájaro, puso luego un brazo sobre el hombro de Jane Hoag y le dijo en tono tranquilo que le devolvió la calma: “Todo va bien, chica.”


Ahora Sinatra le estaba diciendo algunas palabras a las rubias. Luego se separó de la barra y se encaminó a la sala de billar. Otro de los amigos de Sinatra se acercó a las dos mujeres. Brad Dexter, que hablaba en un rincón con otras personas, siguió a Sinatra.

Resonaban en la sala los golpes de las bolas de billar. Había una docena de espectadores, la mayoría de ellos jóvenes que observaban cómo Leo Durocher contendía contra dos jugadores no muy diestros. Este club privado, donde está permitido el alcohol, cuenta entre sus socios con muchos actores, directores, escritores, modelos, todos ellos bastante más jóvenes que Sinatra y Durocher y mucho más descuidados en su manera de vestir por la noche. Muchas de las chicas, con el largo pelo suelto a las espaldas, llevaban pantalones vaqueros ceñidos y unos jerséis muy caros; algunos muchachos vestían unas camisas azules o verdes de cuello alto, pantalones estrechos muy ceñidos y zapatos italianos.

Era evidente, por la manera en que Sinatra miraba a estas personas, que no eran de su agrado, pero estaba apoyado en un taburete alto adosado a la pared, con un vaso en la derecha y sin decir nada. Observaba cómo Durocher pegaba a las bolas. Los hombres más jóvenes presentes, acostumbrados a ver a Sinatra en este club, lo trataban sin deferencia, aunque no decían nada ofensivo. Era un grupo joven muy displicente, al estilo de California, y frío. Uno que lo parecía más era una hombrecito de movimientos rápidos, con un perfil agudo, pálidos ojos azules, pelo castaño claro y gafas cuadradas. Llevaba pantalones de pana marrón, jersey peludo de Shetland, chaqueta beige de ante y botas de guarda forestal por las que había pagado hacía poco sesenta dólares.

Frank Sinatra, apoyado en el taburete, resollando de vez en cuando por su catarro, no lograba despegar la vista de las botas de guarda. Después de contemplarlas largo rato volvió los ojos; pero en seguida los volvió a dirigir hacia éstas. El propietario de las botas estaba mirando la partida de billar; se llamaba Harlan Ellison, un escritor que acababa de terminar un guión cinematográfico: El Oscar.

Por fin, Sinatra no pudo contenerse.

–¡Eh! –gritó con su voz algo ronca, que todavía tenía un suave eco agudo–, ¿son italianas esas botas?

–No –contestó Ellison.

–¿Españolas?

–No.

–¿Son botas inglesas?

–Mire, amigo, no lo sé –contestó Ellison, frunciendo el ceño a Sinatra y volviéndose otra vez.

En la sala de billar se hizo un repentino silencio. Leo Durocher, doblado con el taco en la mano, se quedó clavado en esa posición un segundo. Nadie se movió. Sinatra se despegó del taburete y empezó a caminar lentamente, con sus andares arrogantes, hacia Ellison. El único ruido en la sala era el taconeo de Sinatra. Luego, mirando de arriba abajo a Ellison con las cejas algo levantadas y una media sonrisita, Sinatra preguntó:

–¿Espera usted una tormenta?

Harlan se volvió ligeramente.

–Oiga, ¿hay alguna razón para que se dirija a mí?

–No me agrada su forma de vestir –contestó Sinatra.

–Siento disgustarle –dijo Ellison–, pero visto como quiero.

En la sala se había levantado un susurro y alguien dijo:

–Anda, Harlan, larguémonos.

Leo Durocher hizo su jugada y dijo:

–Sí, anda.

Pero Ellison no se movió.

Sinatra preguntó:

–¿Qué hace usted?

–Soy fontanero –contestó Ellison.

–No lo es –intervino rápidamente un joven del otro lado de la mesa–. Ha escrito El Oscar.

–Oh, sí –replicó Sinatra–. La he visto y es una mierda.

–Es raro –dijo Ellison–, porque todavía no se ha estrenado.

–Pues yo la he visto y es una mierda –repitió Sinatra.

Entonces Brad Dexter, demasiado grande frente a la bajita figura de Ellison, dijo, muy nervioso:

–Venga, chico, no quiero que se quede aquí.

–Eh –interrumpió Sinatra a Dexter–: ¿No ves que estoy hablando con este tipo?

Dexter se quedó confuso; luego cambió completamente de actitud y, en voz baja, casi implorando, dijo a Ellison:

–¿Por qué insiste en molestarme?

Toda la escena se tornaba ridícula. Sinatra parecía bromear, quizá como reacción frente al aburrimiento o contra su propia desesperación. De todos modos, después de unas pocas palabras más, Harlan Ellison se marchó.

Ya había corrido la voz en la sala sobre la disputa entre Sinatra y Ellison, y un muchacho había ido en busca del director. Pero otro dijo que cuando el director oyó rumores salió de estampida, cogió el coche y se marchó a su casa. Por esta razón el subdirector tuvo que ir al salón de billar.

–Aquí no quiero a nadie sin chaqueta y corbata –dijo bruscamente Sinatra.

El subdirector asintió con la cabeza y regresó a su despacho.

A la mañana siguiente comenzó otro día de tensión para el agente de prensa de Sinatra, Jim Mahoney.



Mahoney tenía dolor de cabeza y estaba preocupado, pero no por el incidente Sinatra-Ellison de la víspera. En aquellos momentos estaba en la otra sala sentado en una mesa con su mujer y probablemente ni se había enterado del incidente. Había durado cerca de tres minutos. Y tres minutos más tarde a Frank Sinatra se le había olvidado completamente, mientras que Ellison se acordaría de él durante el resto de su vida: había tenido, como muchos centenares de personas antes que él, una escena con Sinatra en un momento inesperado de la madrugada.

Seguramente fue mejor que Mahoney no estuviera en la sala de billar; aquel día tenía otras cosas en la cabeza: estaba preocupado por el catarro de Sinatra e inquieto por el discutido documental de CBS que, a pesar de las protestas de Sinatra y de haber retirado su permiso, se iba a transmitir por televisión en menos de dos semanas. Durante estos días los periódicos insinuaron que Sinatra iba a querellarse con la estación televisiva, y los teléfonos de Mahoney sonaron sin interrupción. Precisamente ahora hablaba en Nueva York, con Kay Gardella, del Daily News, y decía: “Así es, Kay, habían prometido no hacer ciertas preguntas sobre la vida privada de Frank, pero Cronkite dijo: ‘Frank, háblame de esas asociaciones’. Esa pregunta, Kay, fuera. Nunca debía haberla hecho”.

Mientras hablaba, Mahoney se había estirado en su butaca, sacudiendo lentamente la cabeza. Es un hombre robusto de 37 años; con una cara redonda y colorada, una mandíbula fuerte y unos ojos pequeños y azules. Parecería pendenciero si no hablara con tanta claridad y sinceridad y no fuese tan meticuloso en el vestir. Sus trajes y sus zapatos están soberbiamente cortados a la medida y esto es lo primero en que Sinatra se fijó al conocerlo. En su amplio despacho, frente al bar, hay un sacabrillos eléctrico para los zapatos y un par de perchas para sus chaquetas. Cerca del bar hay una foto del presidente Kennedy con su autógrafo y unas cuantas de Sinatra, no hay una más en el resto de las habitaciones de la agencia de Mahoney. Antes había una gran foto de Sinatra adornando la sala de recepción, pero como hería los sentimientos de otras estrellas de cine clientes de Mahoney, y en vista de que Sinatra no va nunca por allí, la foto fue eliminada.

Sin embargo, parece que Sinatra esté siempre presente, y aunque Mahoney no tenga razones auténticas para preocuparse por él –como sucedía hoy–, se las inventa. Para ello, se rodea de recordatorios de momentos en que se preocupó. Entre sus avíos de afeitar hay un frasco de somníferos despachado por una farmacia de Reno. La fecha de la etiqueta coincide con el secuestro de Frank Sinatra Jr. Sobre una mesa del despacho de Mahoney hay una reproducción de madera de la nota de rescate del mencionado suceso. Cuando Mahoney, sentado en un escritorio, está preocupado por algo, tiene la manía de entretenerse con un minúsculo tren de juguete que está delante de él. El tren –recuerdo de la película de Sinatra El coronelVon Ryan– es, para los hombres que lo rodean, lo que era el sujetacorbatas recuerdo del PT-1091 para los íntimos de Kennedy. Mahoney empuja el trenecito sobre los cortos rieles arriba y abajo, adelante y atrás, clic, clac…

Mahoney apartó su trenecito. La secretaria le anunció una llamada telefónica importante. Cogió el auricular y su voz se volvió aún más sincera que antes.

–Sí, Frank –dijo–. Bien… Bien… Sí, Frank… –Cuando hubo colgado el teléfono lentamente, anunció que Frank Sinatra se había marchado en su jet particular a pasar el fin de semana en la casa de Palm Springs, a dieciséis minutos de vuelo de su domicilio en Los Ángeles. Mahoney estaba preocupado de nuevo. El jet Lear, que el piloto de Sinatra iba a conducir, era idéntico, según Mahoney, a otro que se había estrellado no hacía mucho en un lugar de California.

Al lunes siguiente, un día poco californiano, nublado y frío, más de un centenar de personas se reunieron en el interior de un estudio blanco de televisión, una sala enorme dominada por un escenario, también blanco, paredes blancas y docenas de fotos y de luces colgando: parecía un quirófano gigantesco. En esta sala, aproximadamente en una hora, la NBC iba a grabar un espectáculo de sesenta minutos de duración que sería televisado en color en la noche del 24 de noviembre y que sintetizaría, lo mejor posible, los veinticinco años de carrera de Frank Sinatra como artista. No sondearía, como se decía del siguiente documental de CBS, el sector privado de la vida del artista. El espectáculo de la NBC tendría una hora de duración, en la que Sinatra cantaría algunos de los éxitos que lo llevaron de Hoboken a Hollywood; un espectáculo que únicamente sería interrumpido por algunos cortos y por los anuncios de la cerveza Budweiser. Antes del resfriado, Sinatra estaba muy excitado por este espectáculo; veía la oportunidad de atraer no sólo a los nostálgicos, sino también de dar a conocer su talento a los partidarios del rock and roll. En cierto sentido, presentaba batalla a los Beatles. Los comunicados de prensa realizados por la agencia de Mahoney subrayaban esto diciendo: “Si usted está cansado de los cantantes adolescentes que llevan la melena tan espesa que se puede ocultar en ella una caja de melones… sería estimulante que considere el grado de diversión de un programa especial titulado Sinatra: El hombre y su música”.

En esos momentos, en el estudio de la NBC de Los Ángeles había una atmósfera de expectación y de tensión a causa de la incertidumbre sobre la voz de Sinatra. Los cuarenta y tres músicos de la orquesta de Nelson Riddle ya habían llegado y algunos estaban templando sus instrumentos en la blanca plataforma. Dwight Hemion, un joven director de pelo rubio que había sido elogiado por su espectáculo televisivo sobre Barbra Streisand, estaba sentado en la cabina de dirección situada sobre la orquesta y el escenario. Los camarógrafos, el equipo de técnicos, los guardas de seguridad y los publicistas de la Budweiser estaban también esperando entre los focos y las cámaras, así como una docena o más de secretarias del edificio, que se habían escapado para poder presenciarlo todo.

Unos minutos antes de las once corrió la voz, a lo largo del interminable pasillo que conduce al estudio, de que se había visto a Sinatra en el estacionamiento y que parecía estar bien. Hubo gran alivio entre los allí reunidos; pero cuando la delgada figura elegantemente vestida se fue acercando, advirtieron con consternación que no se trataba de Frank Sinatra sino de su doble, Johnny Delgado.

Johnny Delgado anda como Sinatra, tiene su misma conformación de cuerpo, y desde algunos ángulos faciales se le asemeja. Pero parece un tipo algo tímido. Quince años antes, al principio de su carrera, aspiró a un papel en De aquí a la eternidad. Lo contrataron y más tarde descubrió que tenía que ser el doble de Sinatra. En la última película de éste, Asalto al Queen Mary, historia en la que Sinatra y algunos cómplices intentan asaltar al Queen Mary, Johnny Delgado le sustituye en algunas escenas en el agua; y ahora en el estudio de la NBC su cometido consistía en estar de pie bajo los calientes focos marcando las situaciones de Sinatra a los camarógrafos.

Cinco minutos más tarde entraba el auténtico Frank Sinatra. Su cara estaba pálida, sus ojos azules parecían algo acuosos. No había conseguido librarse del catarro, pero de todos modos iba a intentar cantar, porque el programa estaba muy ajustado y en ese momento estaban en juego miles de dólares entre la orquesta, los equipos y el alquiler del estudio. Pero mientras Sinatra caminaba hacia la pequeña habitación de ensayos para calentar su voz, miró hacia el estudio y vio que el escenario y la plataforma no estaban juntos, como había requerido específicamente; apretó los labios y apareció claramente contrariado. Unos momentos después se oyeron desde la salita de ensayos sus puñetazos sobre el piano y la voz de su acompañante, Bill Miller, que le decía suavemente:

–Procura calmarte, Frank.

Más tarde llegaron Jim Mahoney y otro hombre, y se habló de la muerte de Dorothy Kilgallen, acontecida por la mañana temprano en Nueva York. Había sido una ardiente enemiga de Sinatra durante años, y él, actuando en su centro nocturno, se había metido bastante con ella. Ahora, a pesar de haber muerto, no ocultó sus sentimientos.

–Dorothy Kilgallen ha muerto –repitió al salir de la salita al estudio–. Bueno, supongo que tendré que cambiar todo mi número.

Cuando entró en el estudio todos los músicos cogieron sus instrumentos y se quedaron rígidos en sus asientos. Sinatra se aclaró la garganta unas cuantas veces y luego, después de ensayar algunas baladas con la orquesta, cantó Don’t Worry About Me a su satisfacción. Como no estaba seguro de cuánto tiempo le duraría la voz se volvió impaciente.

–¿Por qué no grabamos esa matriz? –dijo dirigiéndose a la cabina de cristal donde Dwight Hemion, el director y su personal estaban sentados. Todos tenías las cabezas bajas observando el cuadro de mandos.

–¿Por qué no grabamos la matriz? –volvió a preguntar Sinatra.

El director de escena, que estaba cerca de la cámara con los auriculares puestos, repitió las palabras de Sinatra por el micrófono que le comunicaba con el control.

–¿Por qué no grabamos esa matriz?

Hemion no contestó. Posiblemente el interruptor estaba desconectado. Era difícil averiguarlo a causa de los reflejos oscuros que las luces producían en los cristales.

–¿Por qué no nos ponemos chaqueta y corbata –siguió Sinatra, que en ese momento llevaba un jersey amarillo de cuello alto– y grabamos esto?

De pronto se oyó, muy calma, la voz de Hemion desde el altavoz:

–Está bien, Frank, ¿le importaría repetir…?

–Sí, me importaría –replicó Frank con brusquedad.

El silencio de Hemion, que duró uno o dos segundos, fue interrumpido nuevamente por Sinatra, que dijo:

–Cuando dejemos de hacer las cosas como se hacían en 1950, tal vez…

Y siguió metiéndose con Hemion, renegando de la falta de técnicas modernas para la organización de este género de espectáculos; luego, tal vez para no malgastar su voz inútilmente, se calló. Y Dwight Hemion, muy paciente, tan paciente y sereno que parecía no haber oído nada de lo dicho por Sinatra, esbozó la primera parte del espectáculo. Y Sinatra, unos minutos más tarde, leyó las frases introductorias, frases que seguirían aWithout a Song en los letreros para apuntar que se colocaban junto a las cámaras.

–El show de Frank Sinatra, Acto i, página 10, toma primera –anunció, con la claqueta delante del objetivo, un hombre que se retiró en seguida.

–¿Han pensado alguna vez –empezó Sinatra– qué sería el mundo sin una canción? Sería un sitio bastante aburrido, ¿verdad?

Sinatra se interrumpió.

–Perdón –dijo–. Dios santo, necesito beber algo.

Ensayaron otra vez.

–El show de Frank Sinatra, Acto i, página 10, toma segunda –gritó el tipo saltarín de la claqueta.

–¿Han pensado alguna vez qué sería del mundo sin una canción…?

Esta vez Frank Sinatra leyó todo seguido sin pararse.



Después ensayó algunas canciones, interrumpiendo a la orquesta una o dos veces cuando cierto sonido instrumental no era de su agrado. Era difícil predecir cuánto resistiría su voz, pues era todavía pronto; hasta ahora, sin embargo, todo el mundo parecía satisfecho, en particular cuando cantó Nancy, una vieja canción sentimental muy popular, escrita poco más de veinte años antes por Jimmy van Heusen y Phil Solvers, inspirada en la mayor de los tres hijos de Sinatra cuando tenía tan sólo unos pocos años.

If I don’t see her each day
I miss her...
Gee what a thrill
Each time I kiss her...

Mientras Sinatra entonaba esta canción, a pesar de haberla cantado en el pasado centenares de veces, de pronto fue evidente para todos los del estudio que algo muy importante bullía dentro de él, porque algo también muy especial salía de él. A pesar del catarro, estaba cantando con fuerza y calor; se abandonaba y su arrogancia había desaparecido; en esta canción aparecía el lado íntimo de la muchacha que lo comprende mejor que nadie y ante la cual puede manifestarse abiertamente.

Nancy tiene veinticinco años. Vive sola. Su matrimonio con el cantante Tommy Sands terminó en divorcio. Su casa se encuentra en un suburbio de Los Ángeles y en estos momentos participa en su tercera película y graba además en la casa de discos de su padre. Se ven diariamente; y si no, él le telefonea cada día, aunque esté en Europa o Asia. Cuando la voz de Sinatra empezó a hacerse popular en la radio, excitando a sus fans, Nancy lo escuchaba en casa y lloraba. Cuando el primer matrimonio de Sinatra se deshizo en 1951 y él se marchó de casa, Nancy era la única que se acordaba de su padre. Lo vio también con Ava Gardner, Juliet Prowse, Mia Farrow y con otras muchas. Algunas veces había salido formando pareja con él…

She, takes the winter
and makes summer...
Summer could take
some lessons from her...

Nancy lo ve cuando va de visita a casa de su primera mujer, Nancy Barbato, hija de un estuquista de Jersey City con la que Sinatra se casó en 1939 cuando ganaba veinticinco dólares en la semana cantando en The Rustic Cabin, cerca de Hoboken.

La primera señora Sinatra es una mujer excepcional que no ha vuelto a casarse (como ella misma explicó una vez a una amiga: “Cuando se ha estado casada con Frank Sinatra…”). Vive en una magnífica mansión de Los Ángeles con la hija menor, Tina, de diecisiete años. No hay amargura entre Sinatra y su primera mujer, sino tan sólo un gran respeto y afecto. Siempre ha sido bienvenido en su casa, e incluso se dice que acostumbra a llegar a cualquier hora, atiza el fuego de la chimenea, se estira en el sofá y se queda dormido. Frank Sinatra tiene la suerte de dormir en cualquier sitio, cosa que aprendió cuando viajaba en autobús con sus conjuntos musicales; en esa época también aprendió a dormir en smoking sin arrugar la chaqueta y conservando el pliegue de los pantalones. Pero ya no viaja en autobús, y su hija Nancy, que de niña se creía olvidada cuando él se dormía en el sofá en vez de dedicarle su atención, se ha dado cuenta de que uno de los pocos sitios del mundo donde Frank Sinatra podía encontrar un poco de recogimiento, donde su famosa cara no iba a ser mirada fijamente ni provocaría reacciones anormales en los demás, era el sofá. También se dio cuenta de que las cosas corrientes han eludido siempre a su padre: su infancia ha sido una infancia de soledad y de lucha para ganar la atención. Desde que lo ha conseguido, nunca más ha tenido la posibilidad de estar solo. Cuando miraba por las ventanas de una casa que tuvo una temporada en Hasbrouk Heights, Nueva Jersey, vislumbraba a veces las caras de los adolescentes que le espiaban, y en 1944, después de haberse mudado a California y haber adquirido una casa protegida por un seto de tres metros de altura a orillas del lago Toluca, descubrió que el único método para escapar del teléfono y otros asaltos era quedarse en un bote en el centro del lago. Sin embargo, según Nancy, ha intentado vivir como todo el mundo. El día de la boda de su hija lloró, porque es muy sensible y sentimental…

–¿Qué diantre estás haciendo allá arriba, Dwight?

Silencio desde la cabina de dirección.

–¿Tienes una recepción o algo parecido, Dwight?

Sinatra estaba en el escenario con los brazos cruzados y miraba furioso a Hemion. Había cantado Nancy con lo que probablemente le quedaba de voz ese día. Los números siguientes tuvieron unas cuantas notas roncas y por dos veces se le rompió la voz. Pero Hemion estaba incomunicado en la cabina. Bajó luego al estudio y se dirigió a Sinatra. Unos minutos después los dos se fueron a la cabina. Le puso la cinta a Sinatra. La escuchó unos minutos y en seguida empezó a sacudir la cabeza. Después dijo a Hemion:

–Olvídalo, olvídalo. Estás perdiendo el tiempo. Lo que hay allí –dijo Sinatra señalando su imagen que cantaba en la pantalla de la televisión– es un tipo acatarrado.

Luego se marchó de la cabina y ordenó que se cancelara todo y se aplazase la grabación hasta que se encontrara bien.

Inmediatamente la noticia se esparció como una epidemia entre el personal de Sinatra, luego en Hollywood, más tarde por todo el país, llegando al bar de Jilly, y también a la otra orilla del río Hudson, a las casas de los padres de Frank Sinatra y de sus amigos de Nueva Jersey.

Cuando Frank Sinatra habló con su padre por teléfono y le dijo que se encontraba malísimo, el viejo Sinatra le contestó que él se encontraba aún peor: que la mano y el brazo izquierdo estaban tan entorpecidos por un trastorno circulatorio que casi no podía usarlos, añadiendo que ello podía ser el resultado de haber golpeado demasiado con la izquierda, cincuenta años antes, en sus días de peso gallo.

Martin Sinatra, un pequeño siciliano tatuado, de tez colorada y ojos azules, nacido en Catania, había sido púgil bajo el nombre de Matty O’Brien. En aquellos tiempos y en aquellos lugares, con los irlandeses que mandaban en los bajos estratos de la vida ciudadana, no era raro el caso de los italianos que tomaran esos nombres. La mayoría de los italianos y de los sicilianos que habían emigrado a América a finales del siglo pasado eran pobres e incultos; eran excluidos de los sindicatos de la construcción, dominados por los irlandeses; eran amedrentados por la policía irlandesa, por los sacerdotes irlandeses y por los políticos irlandeses.

Una excepción notable era Dolly, la madre de Frank Sinatra, una mujer alta y muy ambiciosa, que sus padres habían traído a América de dos meses. El padre era litógrafo en Génova. Más tarde, Dolly Sinatra, con su cara colorada y redonda y sus ojos azules, era a menudo tomada por irlandesa y sorprendía a muchos por la rapidez con que lanzaba su pesado bolso contra el primero que dijera “wop” 2.

Valiéndose de su habilidad política dentro de la máquina democrática del norte de Jersey, Dolly Sinatra iba a convertirse en una especie de Catalina de Médicis del Tercer Distrito de Hoboken. En periodo de elecciones se podía contar con que ella conseguiría reunir hasta seiscientos votos en su barrio italiano, y en esto se basaba su poder. Cuando dijo una vez a uno de los políticos que quería que su marido ingresara en el cuerpo de bomberos de Hoboken y éste le contestó: “Pero, Dolly, no hay ninguna plaza vacante”, ella rebatió:

–Hágala.

Y la hicieron. Algunos años más tarde pidió que el marido fuera ascendido a capitán de bomberos, y un buen día recibió una llamada telefónica de los mandamases políticos que empezó:

–Enhorabuena, Dolly.

–¿Por qué?

–Por el capitán Sinatra.

–Oh, por fin lo han ascendido. Muchas gracias.

Seguidamente llamó a la estación de bomberos de Hoboken.

–Quiero hablar con el capitán Sinatra –dijo.

El bombero llamó al teléfono a Martin Sinatra, diciéndole…

–Marty, creo que tu mujer se ha vuelto loca.

Cuando él tomó el auricular, Dolly lo saludó:

–Enhorabuena, capitán Sinatra.

El único hijo de Dolly, bautizado Francis Albert Sinatra, nació y por poco se muere el 12 de diciembre de 1915. Fue un parto difícil y durante sus primeras horas en la tierra recibió unas señales que llevará hasta la muerte: las cicatrices del lado izquierdo del cuello fueron el resultado de la torpeza del médico al usar los fórceps. Sinatra decidió no borrarlas con la cirugía estética.

Después de cumplir los seis meses fue criado casi exclusivamente por su abuela. La madre tenía un empleo en una firma importante. Era tan hábil en dar baños de chocolate que prometieron enviarla a la fábrica de París para dar clases. Algunas personas recuerdan a Sinatra como el chico solitario que se pasaba las horas muertas en el porche con la mirada perdida en el espacio. Sinatra no fue nunca un golfillo de los barrios bajos; nunca estuvo en la cárcel, e iba siempre bien vestido. Poseía tantos pantalones que algunos en Hoboken le llamaban “Slacksey O’Brien”3.

Dolly Sinatra no era de ese tipo de madres italianas que se quedaban satisfechas tan sólo con la sumisión y el buen apetito de su vástago. Esperaba mucho de su hijo. Era siempre muy severa. Soñaba que se hiciera ingeniero aeronáutico. Una noche descubrió las fotos de Bing Crosby pegadas en las paredes de su dormitorio y se enteró de que también su hijo quería ser cantante; se puso furiosa y le tiró un zapato. Más adelante, consciente de que no había manera de hacerle cambiar de opinión –“se parece a mí”–, lo animó en su idea.

Muchos chicos italoamericanos de esa generación tenían los mismos sueños. Eran fuertes en la música, débiles en las letras; no ha habido ni un solo gran novelista entre ellos: ningún O’Hara, ningún Bellow, ningún Cheever, ningún Shaw. Sin embargo, podían establecer comunicación con el bel canto. Esto entraba más en su tradición; no hacía falta ningún título de estudios; podían ver sus nombres en neón: Perry Como... Frankie Lane... Tony Bennett... Vic Damone... Pero nadie lo veía con más claridad que Frank Sinatra.

A pesar de que estaba trabajando casi todas las noches en The Rustic Cabin, se levantaba al día siguiente para cantar gratis en la radio de Nueva York y atraer más la atención. Más adelante logró un empleo de cantante con el conjunto de Harry James, y fue entonces, en agosto de 1939, cuando Sinatra obtuvo el primer éxito con un disco: All or Nothing at All. Les tomó mucho cariño a Harry James y a todos los miembros de la orquesta, pero cuando recibió una oferta de Tommy Dorsay –que entonces tenía probablemente el mejor conjunto del país–, Sinatra aceptó. Le pagaban ciento veinticinco dólares por semana, y Dorsay sabía cómo promoverlo. Sin embargo, Sinatra estaba muy deprimido por tener que dejar la orquesta de James, y la última noche que pasó con ellos fue tan memorable que, veinte años después, hablando con un amigo, se acordaba aún de todos los detalles: “El autobús salió con todos los chicos sobre la medianoche.




Les había dicho adiós y me acuerdo de que estaba nevando. No había nadie alrededor y me quedé solo en la nieve con mi maleta, siguiendo con la mirada las luces posteriores hasta que desaparecieron. Luego comencé a llorar e intenté correr detrás del autobús. Había en ese conjunto tanto esfuerzo y tanto entusiasmo, que sentía dejarlo…

Pero lo hizo. Como seguiría dejando también otros puestos cómodos, siempre en busca de algo más, sin perder nunca el tiempo, intentando hacerlo todo en una generación, luchando con su propio nombre, defendiendo a los débiles, aterrorizando a los poderosos. Le pegó un puñetazo a un músico que había dicho algo en contra de los judíos; sostuvo la causa de los negros dos décadas antes de que esto se pusiera de moda. Arrojó también una bandeja de vasos a Buddy Rich por tocar los tambores demasiado fuerte.

Antes de cumplir treinta años, Sinatra había regalado mecheros de oro por valor de cincuenta mil dólares y vivía el sueño dorado de los emigrados a Norteamérica. Hizo su aparición cuando DiMaggio estaba callado, cuando sus paisanos estaban melancólicos y a la defensiva por la presencia de las tropas de Hitler en su tierra nativa. Con el tiempo, Sinatra se convirtió en el único miembro de la Liga Contra la Difamación de los Italianos de Norteamérica, un tipo de organización que no hubiera progresado mucho entre ellos porque, según dicen, siendo individualistas rara vez están de acuerdo: magníficos como solistas, pero no tan buenos en el coro; fantásticos como héroes, pero no tan admirables en un desfile.

Cuando eran usados muchos nombres de italianos para distinguir a los pandilleros en la serie televisiva de Los intocables, Sinatra dejó oír con fuerza su desaprobación. Sinatra, y también muchos otros miles de italianos, se resistían cuando Joe Valadri, un delincuente de poca monta, era presentado por Bob Kennedy como una eminencia de la mafia, mientras en realidad, por lo que se pudo deducir de las declaraciones de Valadri en televisión, era evidente que estaba menos enterado que la mayoría de los camareros de Mulberry Street. Muchos italianos del círculo de Sinatra consideraban que Bobby Kennedy era un policía irlandés de más talla que los que había conocido Dolly Sinatra, pero que infundía el mismo pavor. Se dice que Bobby Kennedy, junto con Peter Lawford, se volvió arrogante con Sinatra tras la elección de John Kennedy, olvidando la contribución de Sinatra, tanto en la recaudación de fondos como en la influencia sobre muchos votos de los italianos antiirlandeses. Se sospecha que tanto Lawford como Bobby Kennedy intervinieron en la decisión del difunto presidente de hospedarse en casa de Bing Crosby en vez de en casa de Sinatra, como se había planeado en un principio. Una contrariedad que Sinatra no olvidará nunca. Desde entonces, Peter Lawford ha sido excluido del clan Sinatra en Las Vegas.

–Sí, mi hijo es como yo –dice con orgullo Dolly Sinatra–. Si se le contraría nunca lo olvida. Pero –aclara en seguida– no consigue hacer nada que su madre no quiera. Incluso ahora lleva la misma marca de prendas interiores que le solía comprar.

Hoy Dolly Sinatra tiene 71 años, uno o dos menos que Martin, y durante todo el día hay gente que llama a la puerta trasera de su casa pidiéndole consejos o buscando su influencia. Cuando no recibe visitas o no está en la cocina, se ocupa de su marido, un hombre callado pero testarudo, y le hace apoyar el brazo dolorido en la esponja que ha colocado en el brazo de su butaca.

–Oh, este hombre ha ido a incendios terroríficos –dijo Dolly a una visita, señalando con gestos admirativos al marido sentado en su butaca.

Aunque Dolly Sinatra tiene 87 ahijados en Hoboken, y sigue yendo a esa ciudad durante las campañas políticas, vive ahora con su marido en una bonita casa de dieciséis habitaciones en Fort Lee, Nueva Jersey. Esta casa fue regalada por el hijo, hace tres años, en sus bodas de oro. Está amueblada con gusto y está repleta de contrastes entre lo piadoso y lo mundano: fotografías del Papa Juan y de Ava Gardner, del Papa Pablo y Dean Martin; varias estatuas de santos y agua bendita, una silla con autógrafo de Sammy Davis Jr. y botellas de whisky. En el estudio de joyas de la señora Sinatra hay un magnífico collar de perlas que acaba de recibir de Ava Gardner, a quien quiso muchísimo como nuera y con la que todavía mantiene contacto y menciona a menudo. Colgando en una pared hay una carta dirigida a Dolly y a Martin: “Las arenas del tiempo se han convertido en oro; sin embargo, el amor continúa desplegándose como los pétalos de una rosa en el jardín de la vida de Dios... Que Dios los proteja por toda la eternidad. Le doy las gracias, les doy las gracias por el don de la existencia, su hijo que los quiere, Francis...”.

La señora Sinatra habla por teléfono con su hijo al menos una vez por semana. Hace poco Sinatra le sugirió que cuando fueran a Manhattan hiciera uso de su apartamento en la Calle Setenta y Dos Este, cerca del río. Está en un barrio caro y elegante de Nueva York, aunque en la misma manzana haya una pequeña fábrica. Dolly Sinatra se sirvió de esta oferta para tomar represalias contra su hijo por algunas declaraciones no muy lisonjeras que había hecho sobre su infancia en Hoboken.

–¿Qué? ¿Quieres que vaya a tu piso, a aquella pocilga? –preguntó–. ¿Crees que quiero pasar la noche en aquel horrible vecindario?

Frank Sinatra comprendió al vuelo y dijo:

–Mil perdones, señora Fort Lee.

Después de haber pasado toda la semana en Palm Springs, Frank Sinatra, muy mejorado del catarro, volvió a Los Ángeles, una bonita ciudad de sol y sexo, un descubrimiento español lleno de miseria mexicana, un país estelar de hombrecitos y de mujeres esbeltas con pantalones muy ceñidos que entran y salen de sus descapotables.

Sinatra regresó a tiempo para ver junto con su familia el documental tan esperado de la CBS. Cerca de las nueve de la tarde llegó en coche a la casa de su ex mujer Nancy y cenó con ella y sus dos hijas. El hijo, al que ven raramente, estaba fuera.

Frank Jr., de veintidós años, estaba de gira con un conjunto y viajaba a Nueva York, donde estaba contratado en Basin Street East con la orquesta de los Pied Pipers, con los que Frank Sinatra había cantado con la banda de Dorsay en 1940. Hoy en día Frank Sinatra Jr., nombre que le puso su padre en honor de Franklin D. Roosevelt, vive casi siempre en hoteles, cena cada noche en su camerino del club nocturno y canta hasta las dos de la madrugada, aceptando amablemente, dado que no tiene más remedio, la inevitable comparación. Tiene una voz suave y agradable que con el ejercicio está mejorando. Es muy respetuoso con su padre; habla de él con objetividad y, a veces, con arrogancia contenida.

Según Frank Jr., refiriéndose al principio de la fama de su padre, ha habido “un Sinatra de recortes de periódico” que tenía el propósito de “apartar a Sinatra del hombre corriente, de las cosas cotidianas; de repente ha surgido el magnate fogoso, el Sinatra súper normal, no súper hombre, sino súpernormal. Y este es –seguía diciendo Frank Jr.– el error, el gran camelo, porque Frank Sinatra es normal, es un tipo con el que cualquiera puede toparse al volver la esquina. Sin embargo, hay otro factor, el disfraz súper normal que ha influido tanto en Frank Sinatra como en cualquiera que vea uno de sus programas televisivos o lea un artículo sobre él...”

“La vida de Frank Sinatra en los comienzos era tan normal –dijo–, que nadie en 1934 hubiera creído que este chiquillo italiano de pelo rizado se convertiría en un gigante, en un monstruo, en la gran leyenda viviente... Conoció a mi madre –Nancy Barbato, hija de Mike Barbato, estuquista de Jersey City– en un verano en la playa. Y ella conoció al hijo de Martin, un bombero, en un verano en la playa de Long Branch, Nueva Jersey. Los dos son italianos, los dos son católicos, los dos son unos tortolitos de clase media baja, es como un millón de películas malas protagonizadas por Frankie Avalon…

“Tienen tres hijos. El primero, Nancy, fue el más normal de los hijos de Frank Sinatra. Nancy fue cheerleader, iba a campamentos de verano, conducía un Chevrolet, tenía la clase de desarrollo más fácil, centrado en el hogar y la familia. El siguiente soy yo. Mi vida con la familia es muy, muy normal hasta septiembre de 1958, cuando, en completo contraste con la educación de las dos chicas, me mandan a una escuela preparatoria. Ahora estoy lejos del círculo más íntimo de la familia, y nunca he recuperado mi posición desde entonces… El tercer hijo es Tina. Y para ser totalmente honesto, no sabría decir cómo es su vida…”

El show de la CBS, narrado por Walter Cronkite, empezó a las diez de la noche. Un minuto antes de eso, la familia Sinatra, que había terminado de cenar, giró las sillas para ponerse de cara a la cámara, unida por el desastre que podía suceder. Los hombres de Sinatra en otras partes de la ciudad, en otras partes de la nación, estaban haciendo lo mismo. El abogado de Sinatra, Milton A. Rudin, fumando un cigarro, estaba mirando con ojos atentos, una alerta legal en la mente. El programa también iban a verlo Brad Dexter, Jim Mahoney, Ed Pucci; el maquillador de Sinatra, “Shotgun” Britton; su representante en Nueva York, Henri Gin, su camisero, Richard Carroll; su agente de seguros, John Lillie, su mayordomo, George Jacobs, un guapo negro que, cuando recibe a chicas en su apartamento, pone discos de Ray Charles.

Y como sucede con buena parte del miedo de Hollywood, la aprensión por elshow de la CBS demostró carecer de razón. Fue una hora enormemente halagadora que no hurgó profundamente, como insistían los rumores, en la vida amorosa de Sinatra, o la mafia, u otras zonas de su provincia privada. Si bien el documental no era autorizado, escribió Jack Gould en el New York Times del día siguiente, “podría haberlo sido”.

Inmediatamente después del show, los teléfonos empezaron a sonar por todo el sistema de Sinatra y transmitieron palabras de alegría y alivio, y de Nueva York llegó el telegrama de Jilly: “¡SOMOS LOS AMOS DEL MUNDO!”

Frank Sinatra según Perico

El día siguiente, en un pasillo del edificio de la NBC donde se iba a retomar la grabación de su programa, Sinatra estaba discutiendo el show de la CBS con varios de sus amigos, y dijo: “Oh, fue divertidísimo.”

–Sí, Frank, una barbaridad.

–Pero creo que Jack Gould tenía razón hoy en el Times –dijo Sinatra–. Debería haber habido más sobre el hombre, no sólo sobre la música…

Asintieron, nadie mencionó la histeria que había en el mundo Sinatra cuando parecía que la CBS iba a ser implacable con él; sólo asintieron y dos de ellos se rieron porque, al parecer, había salido en el programa diciendo la palabra “pájaro”, que es una de las palabras preferidas de Sinatra. Con frecuencia pregunta a sus compinches: “¿Cómo está tu pájaro?”, y cuando casi se ahogó en Hawai, después explicó: “Se me metió un poco de agua en el pájaro”, y bajo una gran fotografía suya sosteniendo una botella de whisky, una foto que cuelga en la casa de un amigo actor llamado Dick Balayan, la leyenda dice: “¡Bebe, Dickie! Es bueno para tu pájaro”. En la canción Come Fly with Me, Sinatra a veces altera la letra: “Sólo di las palabras y llevaremos a nuestros pájaros a Acapulco…”

Diez minutos más tarde Sinatra, siguiendo a la orquesta, entró en el estudio de la NBC, que no parecía ni de lejos la escena de ocho días antes.




En esa ocasión Sinatra tenía la voz muy bien, hizo bromas entre números, nada le alteró. En una ocasión, mientras cantabaHow Can I Ignore the Girl Next Door, en el escenario, junto a un árbol, una cámara de televisión montada en un vehículo se acercó demasiado y chocó contra el árbol:

–¡Cristo! –gritó uno de los asistentes técnicos.

Pero Sinatra a duras penas pareció darse cuenta.

–Hemos tenido un pequeño accidente –dijo con total tranquilidad. Después empezó la canción desde el principio.

Cuando el programa terminó, Sinatra observó lo grabado en el monitor de la sala de control. Estaba muy complacido, le dio la mano a Dwight Hemion y a sus ayudantes. Después se abrieron las botellas de whisky en el camerino de Sinatra. Pat Lawford estaba allí, y también Andy Williams y una docena más de personas. Los telegramas y las llamadas seguían llegando de todas las partes del país con felicitaciones por el programa de la CBS. Hubo incluso una llamada, dijo Mahoney, del productor de la CBS, Don Hewitt, con el que Sinatra estaba terriblemente enfadado hacía sólo unos días. Y Sinatra seguía enfadado, sentía que la CBS le había traicionado, aunque el programa en sí mismo no era ofensivo.

–¿Le escribo una línea a Hewitt? –preguntó Mahoney.

–¿Se puede mandar un puño por correo? –respondió Sinatra.

Lo tiene todo, no puede dormir, da bonitos regalos, no es feliz, pero no cambiaría, ni por la felicidad, lo que es…

Es una parte de nuestro pasado, sólo que nosotros hemos envejecido, él no… nosotros estamos angustiados por la vida doméstica, él no... nosotros tenemos escrúpulos, él no… Es culpa nuestra, no suya…

Controla los menús de todos los restaurantes italianos de Los Ángeles; si quieres comida del norte de Italia, coge un avión a Milán…

Los hombres le siguen, le imitan, se pelean por estar cerca de él… hay algo de vestuario, de cuartel, en él… pájaro… pájaro…

Cree que hay que jugar a lo grande, con todo, cada vez más… cuanto más abierto eres, más recibes, tus dimensiones aumentan, creces, te vuelves más lo que eres… más grande, más rico…

“Es mejor que nadie, o al menos yo creo que lo es, y tiene que vivir a la altura de eso.” (Nancy Sinatra Jr.)

“Es tranquilo aparentemente… pero por dentro le están pasando un millón de cosas.” (Dick Bakalayan)

“Tiene un insaciable deseo de vivir cada momento al máximo porque tiene la sensación que al otro lado de la esquina está la extinción.” (Brad Dexter)

“Lo único que obtuve de mis matrimonios fueron los dos años que Artie Shaw me financió el diván del analista.” (Ava Gardner)

“No éramos madre e hijo, sino colegas.” (Dolly Sinatra)

“Tengo cualquier cosa que te ayude a pasar la noche, sean oraciones, tranquilizantes o una botella de Jack Daniel’s.” (Frank Sinatra)

Frank Sinatra según Lobuster

Frank Sinatra estaba cansado de la cháchara, los cotilleos, la teoría, cansado de leer citas sobre sí mismo, de oír lo que la gente decía de él en toda la ciudad. Habían sido tres semanas tediosas, dijo, y ahora sólo quería largarse, ir a Las Vegas, soltar un poco de presión. Así que se subió a su jet, voló por encima de las colinas de California hasta las llanuras de Nevada, después sobre millas y millas de desierto hasta The Sands y la pelea Clay-Patterson.

La velada del combate se quedó despierto toda la noche y durmió la mayor parte de la tarde, aunque su voz grabada se oyó en el lobby de The Sands, en el casino de apuestas, incluso en los lavabos, siendo interrumpido por algunos compases de anuncios públicos: “ … Llamada telefónica para el señor Ron Fish, señor Ron Fish… con una cinta dorada en el cabello… Llamada telefónica para el señor Herbert Rothstein, señor Herbert Rothstein… memories of a time so bright, keep me sleepless through dark endless nights...”

La tarde antes del combate en el recibidor de The Sands y de los otros hoteles a lo largo de la avenida pululaban los consabidos profetas de la pelea: los apostadores, los viejos campeones, segundones del negocio del boxeo de la Octava Avenida, los redactores deportivos que dicen pestes de los grandes combates durante todo el año, pero que no quieren perderse uno; los novelistas que parecen identificarse siempre con un púgil o con otro; las prostitutas locales reforzadas por algunas profesionales de Los Ángeles; y también una joven morena con un traje negro de cóctel arrugado que estaba en el mostrador de recepción implorando: “Pero yo quiero hablar con el señor Sinatra”.

–No está aquí –contestó el encargado.

–¿No quiere comunicarme con su cuarto?

–No se puede transmitir ningún mensaje, señorita –contestó.

Tambaleándose y casi a punto de llorar, cruzó el recibidor y entró en la grande y ruidosa sala de juegos, llena de hombres interesados tan sólo en el dinero.

Poco antes de la siete de la tarde, Jack Entratter, un hombretón de pelo cano que dirige The Sands, entró en la sala de juego para anunciar a unos hombres que se encontraban alrededor de la mesa de blackjack que Sinatra se estaba vistiendo. Dijo también que le había sido imposible encontrar asientos de primera fila para todos, así que algunos de los hombres –incluido Leo Durocher, que escoltaba a una señorita, y Joey Bishop, que venía con su mujer– no podían sentarse en la fila de Sinatra y tenían que acomodarse en la tercera. Cuando Entratter se lo dijo a Joey Bishop, éste no pareció enfadarse; sin embargo, miró sorprendido a Entratter en silencio.

–Joey, lo siento –dijo Entratter al prolongarse el silencio–, pero no hemos podido conseguir en la primera fila más que seis localidades juntas.

Bishop siguió en silencio. Pero cuando asistieron a la pelea, Joey Bishop estaba en la primera fila y su mujer en la tercera.

El combate, llamado guerra santa entre cristianos y musulmanes, venía precedido por la presentación de tres ex campeones con calvicie incipiente: Rocky Marciano, Joe Louis y Sonny Liston, otro hombre que surgía también de las sombras del pasado. Habían pasado más de catorce años, pero Sinatra se acordaba de todos los detalles: Eddie Fisher era entonces el nuevo rey de los barítonos junto con Billy Eckstine y Guy Mitchell, mientras que él había sido desechado. Recordaba que, entrando una vez en un estudio de radio, un nutrido grupo de admiradores de Fisher que aguardaba en el recibidor esperó a mofarse de él: “Frankie, Frankie, me desmayo, medesmayo”. Era la época en que vendía tan sólo treinta mil discos al año, cuando en su programa televisivo le habían dado un papel equivocado de cómico y cuando había grabado aquellos desastres, como Mama Will Bark.

–Gruñía y ladraba en ese disco –ha dicho Sinatra, todavía lleno de horror ante la idea–. Únicamente fue bueno para los perros.

En 1952 su voz y su gusto artístico eran infinitamente malos, pero, según sus amigos, la causa principal de su ocaso fue la persecución de Ava Gardner. Ella era entonces la gran reina del cine, una de las mujeres más guapas del mundo. Nancy, la hija de Sinatra, recuerda haber visto a Ava nadar un día en la piscina del padre, salir luego del agua con ese cuerpo fabuloso, acercarse lentamente al fuego, inclinarse un momento hacia él, y de pronto tener la impresión de que su oscuro pelo largo se había secado y que milagrosamente y sin esfuerzo estaba perfectamente arreglado.

Como dicen sus amigos, Sinatra nunca sabe si las mujeres con las que devanea lo quieren por lo que puede hacer por ellas o por lo que hará más adelante. Con Ava Gardner fue distinto. Él no podía ayudarla en nada. Estaba en la cumbre. Si Sinatra ha aprendido algo de su experiencia con Ava, quizá haya sido que cuando un hombre orgulloso ha caído, una mujer no lo puede ayudar. Y en particular una mujer que está en la cumbre.

Sin embargo, en esta época, a pesar de su voz cansada, se filtraba alguna emoción profunda en su forma de cantar. Una canción en particular, que todavía hoy se recuerda: I Am a Fool to Want You. Un amigo que se encontraba en el estudio cuando Sinatra estaba grabando, recordaba: “Frank aquella noche estaba realmente presionado. Cantó en una sola toma, luego dio media vuelta y salió del estudio”.

Hank Sanicola, que era por entonces el representante de Sinatra, dijo: “Ava quería a Frank, pero no tanto como él la quería. Él necesita mucho amor. Lo quiere durante las veinticuatro horas del día; necesita gente a su alrededor. Frank es así”. Según Sanicola, Ava Gardner era muy insegura. Temía no poder retener a un hombre… Dos veces corrió detrás de ella a África, dañando su carrera…

Otro amigo dijo:

–Ava no quería que los amigos de Sinatra estuvieran siempre de por medio. Esto la ponía furiosa. Con Nancy solía llevar a su casa a toda la pandilla y ella, la buena mujer italiana, nunca se quejaba. Se limitaba únicamente a preparar espagueti para todo el mundo.

En 1953, después de casi dos años de matrimonio, Sinatra y Ava se divorciaron. Parece que la madre de Frank trató de reconciliarlos, pero si Ava estaba dispuesta, Frank Sinatra no. Salía con otras mujeres. La balanza se había equilibrado. De alguna manera, en ese periodo Sinatra dejó de ser el cantante adolescente, el chico actor en traje de marinero, para convertirse en hombre. Incluso antes de 1953, cuando ganó el Oscar por su interpretación en De aquí a la eternidad, salían a relucir algunos destellos de su antiguo talento como en la grabación de The Birth of the Blues y su reaparición en el club nocturno Riviera, que únicamente fue alabada por los críticos de jazz. Como había también entonces una tendencia hacia los Long Playing y evitar los discos de pocos minutos de duración, el estilo de concierto de Sinatra hubiera tenido éxito con el Oscar o sin él.

En 1954, Frank Sinatra, completamente entregado otra vez a su talento, fue nombrado por Metronome “cantante del año”, y más adelante ganó en la votación de los disc-jockeys de la upi, desplazando a Eddie Fisher, que en esos momentos salía del ring, después de haber cantado en Las Vegas el himno nacional. Y se inició el combate.

Floyd Patterson estuvo persiguiendo a Clay alrededor del cuadrilátero en el primer asalto, sin lograr alcanzarlo, y a partir de entonces fue el juguete de Clay. El encuentro terminó en el duodécimo asalto, quedando Patterson técnicamente fuera de combate. A la media hora casi todo el mundo se había olvidado del combate y había vuelto a las mesas de juego o se había puesto en la cola para comprar entradas para el espectáculo que ofrecían, en el escenario de The Sands, Dean Martin, Sinatra y Bishop. El show, que incluye a Sammy Davis Jr. cuando está en la ciudad, consiste en muchas canciones interrumpidas por un diálogo improvisado y chistoso.

Después del último espectáculo en The Sands, el grupo de Sinatra –que ascendía por entonces a unos veinte, y comprendía a Jilly, que había llegado en vuelo de Nueva York; a Jimmy Cannon, el crítico deportivo favorito de Sinatra, y a Harold Gibbons, un funcionario del sindicato de transportes que sustituiría a Hoffa si éste llegaba a ir a la cárcel– subió a varios coches para ir a otro club nocturno.




Eran las tres de la madrugada. La noche era todavía joven.

Se detuvieron en el Sahara, ocuparon una larga mesa en la parte de atrás y escucharon a un pequeño cómico calvo llamado Don Rickles, tal vez el más cáustico de todos los cómicos del país. Su humor es tan grosero, de tan mal gusto, que no ofende a nadie. Es demasiado ofensivo para ofender. Cuando distinguió entre el público a Eddie Fisher, empezó a tomarle el pelo, diciendo que no era nada extraño que no consiguiera dominar a Elizabeth Taylor como amante. Y cuando dos hombres de negocios admitieron ser egipcios, Rickles se metió con ellos criticando la postura de su país con Israel. Luego sugirió abiertamente que una mujer sentada en una mesa con su marido era, en realidad, una buscona.

Cuando el grupo de Sinatra entró, Don Rickles no pudo ponerse más contento. Señalando a Jilly, Rickles gritó: “¿Qué se siente al ser el tractor de Frank?… Sí, Jilly sigue andando delante de Frank para abrirle paso”. Después de meterse con Durocher, Rickles la emprendió con Sinatra, sin olvidar mencionar a Mia Farrow, ni que llevaba peluquín, ni que estaba terminado como cantante. Sinatra se rió y todos lo imitaron, y Rickles, señalando a Bishop, dijo: “Joe Bishop sigue tomando la pauta de Frank para saber lo que es gracioso”.

Después que Rickles contase algunos chistes judíos, Dean Martin se puso de pie gritando: “Eh, estás hablando siempre de los judíos y nunca de los italianos”. Y Rickles le interrumpió:

–¿Para qué queremos a los italianos? Lo único que hacen es ahuyentar las moscas de nuestros pescados.

Sinatra se rió, todos se rieron, y Rickles siguió durante casi una hora hasta que Sinatra, poniéndose de pie, dijo:

–Está bien, termina ya de una vez, tengo que marcharme.

–Siéntate y calla –ordenó Rickles–. Yo te he aguantado mientras cantabas…

–¿Con quién crees que estás hablando? –le dijo Sinatra.

–Con Dick Haymes –contestó el otro y Sinatra volvió a reírse.

Luego, Dean Martin, vaciándose en la cabeza una botella de whisky y empapándose el smoking, empezó a dar puñetazos en la mesa.

–¿Quién iba a creer que ese borrachín llegaría a estrella –dijo Rickles. Pero Martin dio un bocinazo:

–Eh, quiero echar un discurso.

–Cállate.

–No, Don, quiero decirte algo –insistió Martin–. Pienso que eres un gran artista.

–Bueno, gracias, Dean –contestó Rickles, aparentemente complacido.

–Pero no me hagas eso –siguió Martin, dejándose caer pesadamente en su silla–. Estoy borracho.

–No lo dudo –dijo Rickles.

A las cuatro de la madrugada, Frank Sinatra salió del Sahara con el grupo. Algunos llevaban en la mano sus vasos de whisky y seguían bebiendo en la acera y en los coches. De vuelta a The Sands entraron en las salas de juego. Seguían repletas de gente; las ruletas giraban y los jugadores de dados chillaban en el rincón más alejado.

Frank Sinatra, con un vaso de whisky en su izquierda, se adentró entre la gente. A diferencia de algunos de sus amigos, estaba impecable, con la corbata en su sitio y los zapatos sin tacha. Nunca parece perder su dignidad, nunca deja de estar alerta por mucho que haya bebido o por mucho que lleve despierto. Nunca se tambalea al andar, como Dean Martin, ni baila en los pasillos o salta encima de las mesas como Sammy Davis.

Dondequiera que se encuentre hay una parte de Sinatra que no está allí. Hay siempre algo de él, aunque a veces sea muy poco, que sigue siendo il padrone. Incluso ahora, con el vaso sobre la mesa de blackjack frente al que daba las cartas, Sinatra se mantenía un poco alejado de la mesa, sin siquiera apoyarse. Buscó en el bolsillo de los pantalones y sacó un abultado, pero limpio, manojo de billetes. Con suavidad despegó un billete de cien dólares que colocó en el fieltro verde de la mesa. El hombre le dio dos cartas. Sinatra pidió una tercera, se pasó y perdió los cien dólares.

Sin inmutarse, Sinatra depositó un segundo billete de cien. Lo perdió. Luego un tercero, que perdió también. Puso en la mesa otros dos billetes de cien y los perdió. Finalmente, tras haber colocado el sexto billete de cien dólares en la mesa y haberlo perdido también, se alejó saludando con una inclinación de cabeza al hombre y diciendo: “Buen croupier”.

La masa de gente que se había apretujado a su alrededor se abrió para dejarle paso. Pero una mujer se dirigió hacia él alargándole un trozo de papel para que pusiera su autógrafo.

Firmó y luego dijo: “Gracias”.

En la parte de atrás del gran comedor de The Sands había una larga mesa reservada para Sinatra. A esa hora el comedor estaba casi vacío. Había quizá dos docenas de personas, incluidas cuatro señoritas en una mesa cerca de Sinatra que no iban acompañadas. En otro extremo de la gran sala, en una larga mesa, estaban sentados siete hombres, apoyados en la pared hombro con hombro. Dos llevaban gafas oscuras y todos comían tranquilamente sin apenas hablar, pero nada escapaba de su observación.

El grupo de Sinatra, después de haberse acomodado y de haber bebido más, pidió algo de comer. La mesa era más o menos del mismo tamaño que la que le reservan en Jilly’s, en Nueva York; y las personas sentadas alrededor de ella eran en gran parte las mismas que están con Sinatra en Jilly’s, o en un restaurante de California, o dondequiera que se encuentre. Cuando Sinatra se sienta a cenar, sus fieles amigos están cerca; y dondequiera que esté, por muy elegante que sea el lugar, sale siempre a relucir algo sobre el barrio, porque Sinatra, aunque haya llegado muy lejos, sigue siendo el chico de barrio, sólo que ahora se lo puede llevar a todas partes.

De algún modo, la mesa reservada para él y sus familiares en un lugar público es lo más cercano que Sinatra tiene ahora de vida hogareña. Habiendo tenido un lugar y habiéndolo abandonado, quizá sea ésta la aproximación que más le guste; aunque no parece ser exactamente así, ya que habla con mucho cariño de la familia, se mantiene en contacto con su primera mujer, e insiste en que no tome ninguna decisión sin antes consultarlo. Siempre desea colocar muebles u otros recuerdos suyos en casa de su mujer o en la de su hija Nancy, y también guarda relaciones amistosas con Ava Gardner. Cuando Sinatra se encontraba en Italia rodando El coronelVon Ryan, estuvo con ella algún tiempo, y fueron perseguidos adondequiera que fuesen por los paparazzi. Se dijo entonces que los paparazzi habían hecho a Sinatra una oferta colectiva de 16.000 dólares si se dejaba retratar junto con Ava Gardner, y que él había hecho a su vez una contraoferta de 32.000 dólares si le dejaban romper un brazo o una pierna a un paparazzi.

Aunque Sinatra a menudo está encantado de quedarse en casa completamente solo para poder leer y pensar sin interrupciones por la noche, en algunas ocasiones se encuentra solo y no por voluntad propia. Tal vez ha llamado por teléfono a media docena de mujeres que por una razón u otra tenían otros compromisos. Entonces llama a su ayuda de cámara, George Jacobs:

–Esta noche iré a cenar a casa, George.

–¿Cuántas personas habrá?

–Tan sólo yo –contesta Sinatra–. Quiero algo ligero; no tengo mucha hambre.

George Jacobs es un hombre de 36, divorciado dos veces, que se asemeja a Billy Eckstine. Ha viajado por todo el orbe con Sinatra y le tiene mucha devoción. Jacobs vive en un cómodo piso de soltero en Sunset Boulevard, pasada la esquina de Whisky a gogo, y es conocido en todos lados por el surtido de vivarachas chicas californianas que tiene como amigas, algunas de las cuales, él lo admite, se acercaron a él para estar cerca de Frank Sinatra.

Cuando Sinatra llega, Jacobs le sirve la cena en el comedor. Después, Sinatra le dice que ya puede marcharse. Si alguna de estas noches el jefe pidiera a Jacobs quedarse más tiempo, o jugar alguna mano de póker, lo haría gustoso. Pero Sinatra nunca se lo pide.

Era la segunda noche en Las Vegas y Frank Sinatra se quedó con sus amigos en el comedor de The Sands hasta cerca de las ocho de la mañana. Durmió casi todo el día; luego volvió en avión a Los Ángeles, y a la mañana siguiente conducía su pequeño coche de golf por los estudios Paramount. Tenía que terminar dos escenas con la rubia y voluptuosa Virna Lisi para la película Asalto al Queen Mary. Mientras conducía el pequeño vehículo entre los grandes edificios de los estudios, vislumbró a Steve Rossi, que con su compañero cómico Marty Allen estaba rodando una película con Nancy Sinatra en un estudio adyacente.

–Eh, Dag –le gritó–, deja de besar a Nancy.

–Es parte de la película, Frank –contestó Rossi volviendo la cabeza mientras seguía andando.

–¿En el garaje?

–Es mi sangre “dago”, Frank.

–Será mejor que frenes –contestó Sinatra, guiñándole un ojo.

Luego, vuelta la esquina, paró el cochecillo frente a un lóbrego edificio en el interior del cual serían rodadas las escenas de Asalto.

–¿Dónde está ese director gordo? –clamó Sinatra al entrar en el estudio, que estaba abarrotado de asistentes, técnicos y actores, todos reunidos alrededor de las cámaras. El director, Jack Donohue, un hombretón que había trabajado con Sinatra durante veintiún años en una u otra producción, había tenido sus problemas con esta película. El guión había sido cortado sin piedad, los actores parecían inquietos, y Sinatra había terminado aburriéndose. Pero ahora sólo quedaban dos escenas: una breve que se rodaría en el estanque y otra más larga y apasionada entre Sinatra y Virna Lisi en una playa.

La escena del estanque, que dramatiza una situación en la que Sinatra y sus compañeros fracasan al intentar saquear el Queen Mary, se hizo rápidamente y bien. Al ser retenido Sinatra en el estanque con el agua hasta los hombros durante algunos minutos, dijo:

–A ver si aligeramos, amigos. En el agua hace frío, y yo estoy saliendo de un catarro.

Los encargados de las cámaras se acercaron, Virna Lisi chapoteó en el agua junto a Sinatra y Jack Donohue gritó a los que manejaban los ventiladores: “Que empiecen las olas”. Otro hombre dio la orden: “Agitad”, y Sinatra empezó a cantar: “¡Agitad rítmicamente!”, después silencio, justo antes de que empezara el rodaje.

En la otra escena, Frank Sinatra estaba en la playa mirando a las estrellas. Virna Lisi tenía que acercarse y tirarle un zapato para señalar su presencia. Luego se sentaría a su lado y seguiría una escena apasionada. Poco antes de empezar, Virna Lisi ensayó el lanzamiento del zapato hacia Sinatra acostado en la playa. Cuando lo estaba tirando, Sinatra le dijo:

–Si me das en el pájaro me voy a casa.

Virna Lisi, que no entiende mucho el inglés y menos aún el vocabulario particular de Sinatra, pareció confundida, pero todos los demás se rieron. Tiró el zapato que, después de volar por el aire, cayó sobre el estómago de Frank.

–Bueno, ha sido diez centímetros más arriba –observó él.




Ella se desconcertó de nuevo por las risas de detrás de las cámaras.

Luego, Jack Donohue les hizo repasar el diálogo, y Sinatra, todavía excitado por la excursión a Las Vegas y ansioso de que empezara el rodaje, dijo:

–Vamos a intentarlo.

Donohue, aunque no estaba muy seguro de que Sinatra y Lisi se supieran bien el diálogo, accedió y el encargado de la claqueta anunció:

–419, toma 1.

Virna Lisi se acercó, lanzó el zapato que cayó en el muslo de Sinatra. Él levantó imperceptiblemente una ceja y los demás sonrieron.

–¿Qué te dicen las estrellas esta noche? –dijo Virna Lisi sentándose a su lado en la arena.

–Esta noche las estrellas me dicen que soy un idiota –contestó Sinatra–, un idiota de marca mayor por meterme en estos líos...

–Corten –ordenó Donohue. Había sobre las arenas las sombras de algunos micrófonos y Virna Lisi no estaba sentada en el sitio exacto cerca de Sinatra.

–419, toma 2 –anunció el hombre de la claqueta.

Virna Lisi volvió a acercarse. Le tiró el zapato, que no le alcanzó. Sinatra dio sólo un leve suspiro.

–¿Qué te dicen las estrellas esta noche?

–Esta noche las estrellas me dicen que soy un idiota, un idiota de marca mayor por meterme en estos líos...

Luego, según el guión, Sinatra tenía que continuar diciendo: “¿Sabes en qué nos vamos a meter? En el momento en que subamos al puente del Queen Mary, estaremos indeleblemente marcados”, pero Sinatra, que a menudo improvisa, dijo:

–¿Sabes en qué nos vamos a meter? En el momento en que subamos al puente de ese jodido barco...

–No, no –interrumpió Donohue, sacudiendo la cabeza–. No creo que eso esté bien.

Las cámaras se pararon, algunos rieron y Sinatra miró arriba como si hubiera sido interrumpido injustamente.

–No veo por qué no lo puedo decir –empezó. Pero Richard Conte, que estaba detrás de la cámara, gritó:

–En Londres no lo aceptarían.

Donohue se pasó los dedos por su escasa cabellera gris y, sin dar muestras de enfado, dijo:

–¿Sabes?, la escena era muy buena hasta que alguien la estropeó...

–Sí –intervino Billy Daniels, asomando la cabeza por detrás de la cámara–, estaba muy bien...

–Cuidado con lo que dices –le interrumpió Sinatra.

Luego Frank, que es muy hábil en encontrar la forma de no volver a rodar, propuso una solución con la que se podía usar la película quitando la frase defectuosa que sería doblada más tarde. La idea se aceptó, las cámaras empezaron a funcionar de nuevo; Virna Lisi se inclinaba hacia Sinatra en la arena y él la atraía hacia sí. La cámara se acercó para tomar un primer plano de sus caras y estuvo en movimiento durante algunos segundos, pero Sinatra y Lisi no dejaron de besarse, siguieron echados en la playa estrechamente abrazados, luego la pierna izquierda de Virna Lisi empezó a levantarse un poco, y todos en el estudio miraban en silencio, sin decir palabra, hasta que Donohue dijo por fin:

–Cuando hayan terminado, avísenme. Se me está acabando la película.

Entonces Virna Lisi se levantó, se alisó el traje blanco, echó hacia atrás su pelo rubio, y se limpió la boca, cuya pintura se había emborronado. Sinatra, con una leve sonrisa en los labios, se levantó y se dirigió a su camerino.

Al pasar cerca de un anciano que estaba junto a una cámara, Sinatra le preguntó:

–¿Cómo va su Bell & Howell? 

El viejo sonrió.

–Muy bien, Frank.

–Me alegro.

En el camerino le esperaba un diseñador de coches que tenía los dibujos para el nuevo automóvil con carrocería especial que iba a reemplazar el Ghia de 25.000 dólares que Sinatra había conducido durante los últimos años. También le esperaba su secretario, Tom Conroy, que traía un saco lleno de cartas de sus admiradores, incluida una del alcalde de Nueva York, John Lindsay; y también Bill Millar, el pianista de Sinatra, para ensayar algunas de las canciones que serían grabadas más tarde, del nuevo álbum de Frank: Moonlight Sinatra.

Mientras que a Sinatra no le importa bromear en el estudio cinematográfico, es enormemente serio en las sesiones de grabación. Como explicó una vez al escritor británico Robin Douglas-Hume: “Cuando grabas un disco, estás completamente solo. Si es malo y a la gente no le gusta, la responsabilidad es tuya y de nadie más. Si es bueno, dígase lo mismo. Con las películas no es así: están los productores, los autores del guión y cientos de hombres en las oficinas. La responsabilidad no está sólo en tus manos. Con un disco lo eres todo..."


But now the days are short
I am in the Autumn of the year
And now I think of my life
As vintage wine
From fine old kegs...


Ya no tiene importancia el autor de la canción o de la letra. Todas sus palabras, sus sentimientos, son capítulos del lírico romance de su vida:


Life is a beautiful thing
As long as I hold the string...


Cuando Frank Sinatra llega en coche al estudio, baja del automóvil y se dirige danzando a la entrada; luego, chasqueando los dedos, de pie frente a la orquesta en una habitación íntima y sellada, de pronto domina a cada hombre, a cada instrumento, a cada onda de sonido. Algunos de los músicos llevan con él más de veinticinco años y se han hecho viejos oyéndole cantar You Make Me Feel so Young.

Cuando está en forma, como sucedía esa noche, Sinatra está extasiado, la sala se llena de electricidad, hay una excitación que se contagia a la orquesta y se percibe en la cabina de dirección donde una docena de amigos de Sinatra le saludan agitando las manos desde detrás del cristal, entre ellos Don Drysdale, jugador de los Dodgers. “Hola, gran D”, le grita Sinatra. También está allí Bo Wininger, profesional de golf; hay también –de pie en la cabina, detrás de los empleados– numerosas mujeres guapas, que sonríen a Sinatra y ondulan suavemente sus cuerpos al ritmo de la música:


Will this be moon love
Nothing but moon love
Will you be gone when the dawn
Comes stealing through...


Después de haber terminado se vuelve a escuchar la grabación de la cinta, y Nancy Sinatra, que acaba de entrar, se reúne con su padre delante de la orquesta para oír la repetición. Escuchan en silencio, mientras todos los ojos miran fijamente al rey y la princesa. Cuando la música termina, suena un aplauso desde la cabina de dirección. Nancy sonríe, su padre chasquea los dedos y canta, llevando el ritmo con el pie. “Oo-ba-deeba-boobe-do”. Luego Sinatra llama a uno de sus hombres:

–Eh, Sarge, ¿puedes conseguir media taza de café?

Sarge Weiss, que había estado escuchando la música, se levanta lentamente.

–No quería despertarte, Sarge –dice Sinatra sonriendo.

Weiss trae el café y Sinatra lo mira, lo olfatea y luego anuncia:

–Pensaba que iba a ser amable conmigo, pero es realmente café... –Más sonrisas, y luego la orquesta se prepara para el número siguiente. Una hora después todo ha terminado.

Los músicos guardan los instrumentos en sus estuches, cogen sus chaquetas y empiezan a desfilar, dando las buenas noches a Sinatra. Los conoce a todos por su nombre; sabe mucho de su vida, de sus días de solteros, de sus divorcios, de sus momentos felices y desgraciados, como ellos lo conocen también. Cuando la corneta, un italiano bajito llamado Vincent DeRosa –que ha trabajado con Sinatra desde los tiempos del Hit Parade del Lucky Strike– pasó por su lado, Sinatra lo detuvo un momento.

–Vincenzo –dijo–, ¿Cómo está tu nena?

–Está bien, Frank.

–Oh, ya no es ninguna nena –se corrigió Sinatra–, debe ser una mujer.

–Sí, ahora va a la universidad, la usc. También tiene cierto talento para cantar, Frank.

Sinatra calló un momento. Luego dijo:

–Sí, pero es mejor que antes se eduque, Vincenzo.

Vincenzo DeRosa asintió.

–Sí, Frank. Bien, buenas noches, Frank.

–Buenas noches, Vincenzo.

Después de que los músicos se hubieran marchado, Sinatra abandonó la sala de grabación y se reunió con sus amigos en el pasillo. Iría a tomar un trago con Drysdale, Wininger y otros pocos más, pero primero anduvo hasta el otro extremo del pasillo para dar las buenas noches a Nancy, que estaba poniéndose el abrigo y pensaba volver a casa en coche.

Cuando Sinatra la hubo besado en la mejilla, se apresuró a reunirse con sus amigos en la salida. Pero antes de que Nancy pudiera salir del estudio, Al Silvani, otro de los hombres de Sinatra, un antiguo entrenador de boxeo, se le acercó.

–¿Estás lista para marcharte, Nancy?

–Oh, gracias, Al, no hay cuidado.

–Órdenes de papi –dijo Silvani, levantando las manos con las palmas hacia fuera. Solamente cuando Nancy le demostró que dos de sus amigos la acompañarían a casa, y tan sólo cuando Silvani los reconoció como amigos, decidió marcharse.

El resto del mes fue claro y templado. La sesión de grabación había sido magnífica; la película estaba terminada y los espectáculos televisivos pertenecían al pasado. Sinatra salió de su despacho y mientras conducía su Ghia había empezado a coordinar sus últimos proyectos. Tenía un compromiso en The Sands, una nueva película de espionaje llamadaAtrapado que se rodaría en Inglaterra, y un par más de álbumes por hacer en los próximos meses. Y dentro de una semana cumpliría cincuenta años...

Life is a beautiful thing
As long as I hold the string...
I’d be asilly so-and-so
If I should ever let go...

Frank Sinatra paró el coche. El disco estaba en rojo. Los peatones pasaban deprisa delante de sus parabrisas, pero, como siempre, hubo alguien que no lo hizo. Era una muchacha de unos veinte años. Estaba en la acera mirándolo fijamente. Él la veía de reojo y sabía, porque sucede casi a diario, que estaba pensando: “Se le parece, pero ¿será él?”

Cuando el disco iba a cambiar, Sinatra se volvió hacia ella y la miró directamente a los ojos, esperando la reacción que no tardaría en manifestarse. Así fue, y él le sonrió. Ella contestó con otra sonrisa, y Sinatra se fugó. ~


1. El torpedero en que prestaba servicio John F. Kennedy y que se hundió en el Pacífico en la Segunda Guerra Mundial. (Nota del traductor)

2. Término despectivo con que los norteamericanos designan a los italianos. Parece ser que deriva de la palabra “guappo” (de indudable origen castellano) con la que se denomina a los bravucones y a los chulos. (Nota del traductor)

3. De slacks, pantalones sueltos. (Nota del traductor)

4. Término populachero con el que se designa a los latinos. (Nota del traductor)




Lea, además



Gay Talese / Vida de un escritor

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La vida de un escritor como Gay Talese

Alfaguara publica la autobiografía del padre del Nuevo Periodismo

 El Cultural, 15/06/2012

Vida de un escritor. Guy Talese. Traducción de Patricia Torres Londoño. Alfaguara, 2012



El hijo de un modesto sastre italiano que se convirtió en una leyenda del periodismo, el hombre capaz de todo por contar una buena historia -desde rastrear a los tipos más excéntricos que pululan por Nueva York hasta intimar con un temible clan de la mafia italoamericana, desde frecuentar comunas nudistas hasta investigar la vida de estrellas del deporte y del espectáculo después de que se apaguen los focos- habla en primera persona. El retrato de sus familiares, sus restaurantes predilectos en Manhattan, el escandaloso caso Bobbitt o los entresijos de sus libros más recordados se dan cita en estas páginas deslumbrantes.




1.


No soy, y nunca he sido, amante del fútbol. Probablemente esto se debe en parte a mi edad y al hecho de que cuando era un jovencito en la costa sur de Nueva Jersey, hace medio siglo, ese deporte era prácticamente desconocido para los norteamericanos, excepto para aquellos que habían nacido en el extranjero. Y aunque mi padre había nacido en el extranjero -era un distinguido pero discreto sastre venido de un pueblito calabrés del sur de Italia, que se convirtió en ciudadano de Estados Unidos a mediados de los años veinte-, las referencias sobre el fútbol que me pasó estaban asociadas a sus conflictos de infancia con ese deporte y a su deseo de jugar al fútbol en las tardes con sus compañeros de escuela en un patio italiano y no limitarse a verlos jugar mientras cosía sentado junto a la ventana trasera de un taller en donde trabajaba de aprendiz; sin embargo, él, mi padre, sabía incluso en esa época, como no dejaba de recordármelo, que esos jóvenes jugadores (entre los que se encontraban sus hermanos y primos menos juiciosos) estaban perdiendo su tiempo y desperdiciando su futuro mientras daban patadas al balón de aquí para allá, cuando deberían estar aprendiendo un oficio valioso y pensando en el alto precio de conseguir un billete en busca de la prosperidad en Estados Unidos. Pero no, continuaba advirtiéndome mi padre con su incansable retahíla: de cualquier modo ellos siguieron jugando al fútbol todas las tardes en el patio tal y como después continuaron haciendo tras la alambrada del campo de prisioneros de guerra de los Aliados en el norte de África, campo al cual fueron enviados (los que no murieron asesinados o quedaron inválidos después de un combate) después de su rendición en 1942 como miembros de la infantería del ejército derrotado de Mussolini. A veces le enviaban cartas a mi padre en las que describían su cautiverio. Un día, cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, mi padre puso el correo a un lado y me dijo, con un tono que prefiero creer que expresaba antes tristeza que sarcasmo: «¡Aún siguen jugando al fútbol!».


La final del Mundial de fútbol femenino que se jugó entre el equipo de China y el de Estados Unidos el 10 de julio de 1999 en Pasadena, California, ante 90.185 espectadores en el Rose Bowl (la mayor asistencia a una competición deportiva femenina en la historia), estaba programada para ser transmitida por televisión a casi doscientos millones de personas en todo el mundo. La transmisión en vivo, que comenzaría ese sábado en California a las 12.30, sería vista en Nueva York a las 3.30 de la tarde y en China a las 4.30 de la mañana del domingo. No tenía pensado ver el partido. Ese sábado en particular ya había acordado un partido de dobles por la tarde en el Central Park de Nueva York, con unos cuantos viejos amigos que compartían mis equívocos recuerdos sobre lo bien que jugábamos al tenis.


Antes de salir para el Central Park, pensé en sintonizar el partido de béisbol que comenzaba a la 1.15 y en el que se enfrentaban los Mets de Nueva York contra mis bien amados Yankees. Haciendo caso omiso del insistente, si bien a veces vacilante, consejo de mi padre ya fallecido, y a quien tanta falta le hizo un poco de diversión, los Yankees se habían ganado mi corazón convirtiéndome para siempre en su esclavo y seguidor desde febrero de 1944, cuando, a causa del racionamiento de gasolina producido por la guerra y el efecto que esto tuvo sobre el tema de viajar, el equipo cambió su lugar tradicional de entrenamiento durante la primavera, de Saint Petersburg, Florida, a un estadio más bien deteriorado y de barandas oxidadas que tenía un clima menos cálido, pero una ubicación más central y por tanto más cercana al aeropuerto de Atlantic City, no muy lejos de mi escuela, a una distancia que nos permitía escaparnos de vez en cuando. Desde entonces, a lo largo de la guerra y luego de la paz, extendiéndose durante un periodo que abarca las carreras de Joe DiMaggio y Mickey Mantle hasta el estrellato hacia finales del siglo de recién llegados como el shortstop Derek Jeter y el lanzador de relevo Mariano Rivera, me he deleitado con los triunfos de los Yankees de Nueva York y he lamentado sus derrotas y, la tarde de ese sábado de julio de 1999, contaba con ellos para distraerme de varias semanas de trabajo no muy efusivo sobre mi máquina de escribir.

Decidí que necesitaba relajarme, dejar mi libro a un lado por un rato, y acepté con gusto la sugerencia que me había hecho mi mujer unos días antes, de pasar ese fin de semana tranquilamente en Nueva York. Nuestras dos hijas y sus novios iban a ir a la casa de verano sobre la playa de Jersey, que compramos cerca de la de mis padres hace treinta años, tras el nacimiento de nuestra segunda hija; el sábado por la noche mi madre, por entonces de noventa y dos años pero todavía rebosante de vida, esperaba llevar a cenar a sus nietas con sus novios al casino Taj Mahal, que da sobre el paseo marítimo de Atlantic City y en cuyo vestíbulo le gustaba tomar el postre y el café, mientras metía monedas en las máquinas tragaperras.

Durante el mes anterior, mi adorada esposa y yo habíamos celebrado nuestro aniversario número cuarenta y espero no parecer poco romántico si sugiero que esta relación tan larga ha durado gracias, en parte, al hecho de que hemos vivido y trabajado por separado con cierta regularidad: yo, como investigador y escritor de obras de no ficción, a menudo estoy de viaje, y ella, como editora, ha tenido el buen cuidado de evitar a través de los años trabajar con empresas con las cuales yo tengo relaciones contractuales. Así, cuando estamos juntos bajo el mismo techo, compartiendo lo que me gustaría tomarme la libertad de llamar una coexistencia armoniosa y feliz -que comenzó a mediados de los años cincuenta durante un noviazgo que nació en un apartamento sin agua caliente ubicado en Greenwich Village y que luego se mudó a la parte norte de la ciudad y creció con el nacimiento de nuestras hijas, en una casa de piedra rojiza de la que todavía somos dueños y en la que vivimos los dos (dos personas mayores llenas de vida y decididas a no morirse en un crucero)-, debo admitir que con frecuencia aprovecho la presencia en casa de mi esposa, como profesional de la literatura que es, para solicitar su opinión no sólo sobre lo que estoy pensando escribir sino también sobre lo que he escrito; y aunque sus respuestas ocasionalmente difieren de las que más tarde expresa mi editor en propiedad, me siento antes afortunado que agobiado cuando dispongo de opiniones distintas entre las cuales elegir, pues eso me parece a todas luces preferible a la falta de ayuda y consejo editorial de la que tanto se quejan muchos de mis amigos escritores. Con todo, a los escritores que deploran su vida de abandono y soledad, déjenme decirles esto: cuando el trabajo no va bien, tener una esposa editora puede ser todavía más desmoralizante, en particular durante los fines de semana y las noches que pasamos en casa, cuando ella se encuentra leyendo con avidez las palabras de otra gente, acostada en nuestra cama matrimonial, bajo una crujiente capa de manuscritos que cubre nuestro elegante cobertor o, peor aún, penetra entre las sábanas, las cuales empezará a sacudir a su debido tiempo para recuperar páginas y ordenarlas perfectamente sobre su mesita de noche, antes de apagar la luz y, posiblemente, soñar con el momento en que tales páginas se transformen en un libro hermosamente editado y aclamado por la crítica.

En todo caso, ese fin de semana que decidimos (que ella decidió) quedarnos en Nueva York, mientras mi mujer estaba arriba editando los capítulos de un manuscrito con el que habíamos dormido el viernes, yo estaba abajo, mirando el partido de los Yankees y los Mets (los Yankees habían sacado una rápida ventaja de 2 a 0 gracias a un home run de Paul O'Neill en la primera entrada, después de que Bernie Williams llegara a primera base). Entre una carrera y otra, yo pensaba en mi próximo partido de tenis y me recordaba una y otra vez que debía lanzar la pelota más alto al sacar y aprovechar toda oportunidad de acercarme a la red.

Conocí el tenis gracias a mi profesor de gimnasia durante el penúltimo año de secundaria y, aunque nuestra escuela no tenía por entonces un equipo de tenis eliminar, jugaba todo lo que podía durante el descanso del almuerzo porque lo hacía mucho mejor que mis desgarbados y torpes compañeros de clase, a quienes escogía por contrincantes y que a su vez eran mis subalternos en el periódico estudiantil. El hecho de que nunca alcanzara notoriedad cuando participé en el equipo de la escuela de un deporte importante (fútbol americano, baloncesto, béisbol o atletismo) no me molestaba porque los equipos de nuestra escuela eran mediocres en esos deportes. Además, como cronista (y posible crítico) de los jugadores (por entonces, además de trabajar para el periódico de la escuela, ya escribía sobre deportes y comentaba las actividades escolares de manera extracurricular como corresponsal académico para el semanario de mi pueblo y el diario de Atlantic City), de repente comencé a disfrutar de la dudosa distinción de ser considerado periodista, de ver que mi carácter inmaduro y mi identidad se robustecían, si es que no se engrandecían, por cuenta de los artículos que aparecían respaldados con mi firma y una pequeña fotografía mía en la parte superior de mi columna en la página escolar del semanario del pueblo, por no mencionar los múltiples privilegios de los cuales ahora podía gozar, tales como viajar a los partidos que tenían lugar en otra ciudad en el autobús del equipo, en un asiento reservado detrás del entrenador, o viajar un poco más tarde en un hermoso Buick compacto con biseles cromados que conducía la atractiva esposa del director deportivo.

A pesar de lo malos que por lo general eran los jugadores, ya fueran vacilantes con el balón si jugaban al fútbol americano o eliminados tras tres strikes si jugaban al béisbol, jamás los humillé en letra de molde. Invariablemente, encontraba siempre maneras de describir con delicadeza cada derrota del equipo, cada ineptitud individual. Parecía como si, al escribir, poseyera una precoz habilidad para la retórica y la circunlocución, aun antes de que pudiera deletrear correctamente cualquiera de esas dos palabras. Mi aproximación al periodismo, durante mis años de secundaria, estuvo fuertemente influenciada por un florido novelista llamado Frank Yerby, un negro nacido en Georgia que más tarde se estableció en España y escribió de manera prolífica sobre mujeres llenas de joyas y faldas de crinolina de tal exuberancia erótica que, si no fuera por el estilo fantasioso de la prosa de Yerby -que de alguna manera conturbaba lo que de otro modo para mí hubiera sido asombrosamente obsceno-, sus libros habrían sido censurados a lo largo y ancho de Estados Unidos y a mí me habría sido negada la oportunidad de pedirle de manera tímida a la directora de la biblioteca pública del pueblo todos y cada uno de ellos; es más, no habría entonces tratado de emular el estilo paliativo de Yerby en mis propios intentos por ocultar y encubrir los errores y la ineptitud de los atletas de mi escuela en mis artículos de periódico.

Aunque mis reportajes evasivos y llenos de rodeos bien pueden atribuirse al deseo de mantener buenas relaciones con los atletas y así animarlos a seguir participando en entrevistas, creo que los asuntos prácticos tienen que ver menos con eso que con mi propia identificación juvenil con el fracaso y el hecho de que, a excepción de mi habilidad para escribir textos que suavizaban la dura realidad, yo tampoco podía hacer nada de manera extraordinariamente buena. Las calificaciones que me dieron los maestros, tanto en la escuela elemental como en secundaria, siempre me ubicaron entre los menos buenos de la clase: de la mitad para abajo. Junto con la Química y las Matemáticas, mi peor materia era el Inglés. En 1949 fui rechazado por las dos docenas de universidades a las que me presenté en Nueva Jersey y en los Estados vecinos de Pensilvania y Nueva York. El hecho de que fuese aceptado para hacer mi primer año de carrera en la Universidad de Alabama fue por completo resultado de la solicitud que mi padre le hizo a un generoso médico de Birmingham que trabajaba en nuestro pueblo y que siempre usaba unos trajes soberbiamente diseñados y cortados por mi padre, y de la respectiva solicitud que este médico hizo en mi nombre a un amigo de toda la vida que había sido su compañero de escuela y en ese momento trabajaba como jefe de admisiones de la Universidad de Alabama. 






Gay Talese / Honrarás al periodismo

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Gay Talese

Honrarás al periodismo


Tras recopilarse algunas de sus mejores piezas periodísticas en “Retratos y encuentros”, prosigue la reivindicación de Gay Talese, una de las mayores glorias del periodismo contemporáneo, al coincidir en librerías sus más célebres libros de investigación: “Honrarás a tu padre” (Alfaguara) y “La mujer de tu prójimo” (Debate). 
texto y foto SAMUEL PICOT
En los años 1940, el barrio de Ocean Drive en Nueva Jersey era un feudo de inmigrantes judíos e irlandeses. El padre de Gay Talese, nacido en Calabria y formado en el oficio de sastre por un primo en París, sabía que tenía que emplearse en diversas batallas simultáneas si quería integrarse. Por un lado, los italianos eran considerados los más analfabetos, pobres y brutos de cuantos europeos desembarcaban a paletadas a principios de siglo XX en Nueva York. Él mismo, con su mínima escolarización, su pobre inglés y sus modestos ahorros era un buen ejemplo de la justicia de esa idea. Lo que quizás no sabían los que descalificaban de antemano a los suyos era que proceder de uno de los rincones más miserables del sur de la bota también te dotaba de un principio: las apariencias son sagradas. Uno podía vivir entre cabras y pedruscos, pero en su armario debía colgar un traje impoluto y elegante que airear con altanería los domingos. Este énfasis en la “bella figura” se lo trajo consigo a América y, al abrir una sastrería, convirtió un cierto aire de distinción en su carta de presentación para vencer los prejuicios que pudiera albergar la clientela. Si él no era el primero en publicitar de forma atractiva su género, ¿quién iba a hacerlo?
La madre de Talese, nacida en Brooklyn pero con raíces italianas, regentaba una tienda de ropa para mujer dentro del mismo negocio de su marido, al que superaba ampliamente en facturación sin que, al parecer, eso causara estragos en el ancestral machismo que se le presuponía a los transalpinos. Ambos recurrían a las mismas técnicas comerciales, resumibles en escuchar, observar, prestar atención, fijarse en los detalles. La cercanía llegaba a través de la conversación e incluso del tacto procurado por la toma de medidas. De esta forma las barreras sociales y culturales saltaban por los aires. El padre debía además confeccionar los trajes de los caballeros con sumo cuidado, garantizar una caída impecable, que pareciera que cada botón hubiera nacido para reposar en ese sitio preciso. Dentro de esta tiendecita en una localidad insignificante se forjó una de las mayores leyendas del periodismo. Haciendo recados y limpiando, Gay creía estar ayudando a sus padres después del colegio, pero lo que de verdad hacía era formar al escritor que llevaba dentro. Y lo hacía a base de captar historias con sus afinadísimas antenas, de aprender el arte de tratar con gentileza al otro para sacar algo en provecho propio y de mostrarle el debido respeto entregándole el producto de tu esfuerzo. Tampoco lo verán jamás posar para las cámaras sin un traje de primera clase.
La expresión “tener oficio” adquiere en el caso de Gay Talese la completa dimensión de su significado, pues su visión del periodismo nace íntimamente ligada a esa combinación de trabajo duro, orgullo y artesanía que reviste a un empleo manual y que requiere despachar de tú a tú con el cliente para conocer sus necesidades. Lejos de ser producto de una familia intelectual, de una cultura literaria precoz y de unos estudios en una universidad de prestigio, el escritor encuentra los fundamentos de su carrera profesional en unos orígenes humildes que obligan a una cuidada socialización y en una ética del trabajo bien hecho.
Paciencia, fe, perseverancia
La gente normal y sus relatos fueron desde el primer momento su materia prima. De niño escuchaba embelesado las preocupaciones de las mujeres que tenían a un hijo en el frente o que no podían adquirir telas o mantequilla, y se sorprendía de cómo el clima o un partido de béisbol mantenían ocupados durante largo rato a dos hombres. En casa no había libros, tampoco le interesaban las lecturas del colegio, sacaba malas notas, carecía de cualidades atléticas. Las tensiones religiosas y culturales con las que nutrirían sus futuras obras otros escritores de origen inmigrante, como los judíos Malamud o Roth, no estaban presentes en su barrio de perfil abrumadoramente anglosajón. A Gay Talese le quedaba su insaciable curiosidad por las vidas de los individuos corrientes y en ellos se centró desde que empezó a colaborar en el periódico de su instituto y, a continuación, en el de la Universidad de Alabama. Igual que sus padres habían podido medrar socialmente gracias a su negocio y tratar con personas que no habrían mirado dos veces a un macarroni, su hijo disfrutaba de esa sensación de puertas abiertas con un bloc de notas y la promesa de unas cuantas columnas sobre papel impreso.
A la semana y media de entrar en The New York Times como chico de los recados, Talese ya consiguió publicar su primer artículo. Estuvo diez años en la plantilla del diario dedicándose a reformular quién merecía ser noticia. Si acudía a una carrera de caballos no entrevistaba al jinete, sino al entrenador del animal. Si se presentaba a un combate de boxeo, no se acercaba al campeón sino al tipo que tocaba la campana anunciando el fin de los asaltos. Su libro The Bridge, dedicado a la construcción del puente Verrazzano que une Staten Island con Brooklyn, se centró en los testimonios de los sufridos obreros. Cuando ha puesto los ojos en una estrella del deporte o de la música ha sido bien porque ya estaba acabada o porque no le ha dado audiencia.
La cuestión más acuciante para él ha sido saber en cada momento qué pasaba por la cabeza del individuo, averiguar cuáles eran sus sentimientos, como único modo de llegar a entenderlo. Jamás tener prisa, llegar quizás el último pero el mejor informado. Un solo artículo puede absorberle un año. Sus mayores libros de investigación le han ocupado entre cinco y diez. En este sentido, la recuperación casi en paralelo de sus dos mayores best sellers –Honrarás a tu padre y La mujer de tu prójimo– supone una lección renovada de cómo penetrar en dos áreas de máxima restricción y privacidad (una familia mafiosa y las comunas nudistas, respectivamente) a base de explotar las dos mayores armas del periodismo de investigación: la perseverancia y el establecimiento de un vínculo de confianza. Y todo ello sin una grabadora.
Pero si Gay Talese ha alcanzado la categoría de mito del oficio es porque, en esta cruzada por conducir al periodismo a los límites de su respetabilidad y capacidad artística, siempre lo ha considerado una forma literaria. Su condición de abanderado del Nuevo Periodismo radica en que desde sus inicios quiso escribir como Scott Fitzgerald y jamás se planteó que un artículo de prensa no permitiera alcanzar semejantes vuelos. Su prosa aspira a la precisión y la belleza del mejor relato. El protagonista anónimo de uno de sus perfiles sólo debería diferenciarse técnicamente de una majestuosa criatura de ficción en el hecho de que su nombre consta en algún archivo oficial. Sin Joe Bonanno, el padrino al que le dedicó ocho años de su vida para escribir Honrarás a tu padre, no existiría Tony Soprano. Tan a conciencia ha realizado su trabajo Gay Talese que al final le ha dado la vuelta al calcetín: la ficción ha sido la que ha querido tomar como modelo a uno de sus objetivos. Aquel chaval que traía cafés a tipos adinerados para los que su padre confeccionaba trajes a medida acabó creando un fondo fiduciario para pagar la educación de los hijos de un mafioso. Qué gran historia.



Gay Talese / A quemarropa

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GAY TALESE, A QUEMARROPA


El maestro de periodistas visitó España


En los últimos meses se está llevando a cabo la recuperación para el gran público de las obras fundamentales del que actualmente quizá sea el periodista con más galones de la profesión en todo el mundo. Un acierto porque el sitio favorito de Talese no son las universidades ni las bibliotecas, sino la calle.

Por  ANTONIO G. ITURBE 
Talese ha estado estos días en España y ha sido recibido por los periodistas como una estrella. O como un maestro. Pocas veces se ha visto a tantos periodistas correr a que les dedicase alguien un libro como fans entregados. En Barcelona, la Asociación de Periodistas Culturales de Catalunya, en colaboración con la editorial Alfaguara, le organizó un encuentro que abarrotó la Sala de prensa del Col.legi de Periodistes. Talese no defraudó. Apareció con su traje de mil rayas, camisa con gemelos, chaleco y sombrero, como el dandi que es. Después explicó que la indumentaria no es algo baladí: “Somos periodistas, vamos en busca de la verdad, hacemos un trabajo importante. Tenemos que respetar el ceremonial de las cosas importantes. Hay quien pensará, viéndome vestir así, que soy un viejo loco, pero yo para trabajar de periodista me visto como si fuera a una boda o tuviera mi primera cita con una chica bonita”.
La verdad no está en primera página
Talese explicó cómo, en los años 1960, junto a Norman Mailer o Truman Capote cambiaron la manera de enfocar la información: las noticias se convirtieron en historias. Él, cuando trabajaba para el New York Times, nunca quiso escribir para la página uno: “Ésa es la página de las celebridades, de los políticos, de los economistas. A mí me interesan las páginas interiores, porque me interesan las cosas que le importan a la gente. Los economistas hablan de números pero a mí lo que me atrae son las personas”. Por eso, Talese cuenta que, cuando fue a escribir sobre un combate de boxeo entre dos grandes figuras, con quien se detuvo a hablar fue con el modesto señor que toca la campana entre asalto y asalto, porque él es el que estaba allí cuando los boxeadores llegaron antes de vestirse de corto, el que ha presenciado docenas de éxitos y de derrotas, el que se queda allí cuando se marcha el público y se apagan las luces.
Talese es historia viva del periodismo, a sus 80 años sigue en la brecha. Ha estado varios meses siguiendo los pasos a través de varios países de la cantante de ópera rusa Marina Poplavskaya con el objetivo de escribir un artículo para el New Yorker. Él sigue utilizando su método de siempre: acercarse al personaje para absorber lo que de él emana, compartir no sólo el momento luminoso del escenario sino también la penumbra de la trastienda. Es absolutamente reacio a las nuevas tecnologías, aunque hay que decir que lo fue siempre, desde sus inicios en el oficio, hace cincuenta años. No sólo rechaza el periodismo vía Google, sino que hace ya años que nunca utiliza grabadora en las entrevistas: “Lo que está en la grabadora puede ser verdad, pero también puede ser trivial. La verdad puede no estar en las palabras sino en cómo las dice, en lo que sus ojos contradicen, en el nerviosismo de sus gestos, en sus silencios…”. Y respecto a los ordenadores también es crítico: “Corres el riesgo de ver el mundo con el tamaño de la pantalla de un portátil, a 25×50 centímetros. La realidad es mucho más amplia que eso”.
La suya es una manera de ver el periodismo como algo más que información empaquetada, de dignificar el oficio convirtiendo cada información en una historia escrita con toda la artillería de un escritor. Mientras Talese siga en la brecha, el gran periodismo no morirá.

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