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Así comienza / La vida ante así / Romain Gary

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Romain Gary
BIOGRAFÍA
LA VIDA ANTE SÍ
Traducción de Ana María de la Fuente


Lo primero que puedo decirles es que vivíamos en un sexto sin ascensor y que para la señora Rosa, con los kilos que llevaba encima y solo dos piernas, aquello era toda una fuente de vida cotidiana, con todas las penas y los sinsabores. Así nos lo recordaba ella cuando no se quejaba de otra cosa, porque, además, era judía. Su salud tampoco era buena, y también puedo decirles que esa mujer merecía un ascensor.
La primera vez que vi a la señora Rosa tendría yo tres años. Antes de esa edad, uno no tiene memoria y vive en la ignorancia. Yo dejé de ignorar con tres o cuatro años y a veces lo echo de menos.
En Belleville había otros muchos judíos, árabes y negros, pero la señora Rosa tenía que subir los seis pisos ella sola. Decía que el día menos pensado se moriría en la escalera, y todos los chiquillos se echaban a llorar, que es lo que se hace cuando se muere alguien. Unas veces éramos seis o siete los que estábamos allí y otras veces puede que más.
Al principio, yo no sabía que la señora Rosa solamente me cuidaba para cobrar un dinero que recibía a fin de mes. Cuando me enteré, tenía ya seis o siete años y, para mí, saber que era de pago fue un golpe. Creía que la señora Rosa me quería sin más y que éramos algo el uno para el otro. Estuve llorando toda una noche. Fue mi primer desengaño.
Al verme tan triste, la señora Rosa me explicó que la familia no significa nada y que incluso hay gente que se marcha de vacaciones dejando a sus perros atados a un árbol y que cada año tres mil perros mueren así, privados del cariño de los suyos. Me sentó sobre su regazo y me juró que yo era lo más valioso que tenía en el mundo. Pero entonces me acordé del dinero que llegaba todos los meses y me fui llorando.
Bajé al café del señor Driss y me senté delante del señor Hamil, que era vendedor ambulante de alfombras en Francia y había visto de todo. El señor Hamil tiene unos ojos tan bonitos que da gusto verlos. Cuando lo conocí era ya muy viejo, y desde entonces no ha hecho más que envejecer.
- ¿Por qué sonríe siempre, señor Hamil?
- Para dar gracias a Dios todos los días por mi buena memoria, mi pequeño Momo.
Yo me llamo Mohamed, pero todos me llaman Momo porque es más corto.
- Hace sesenta años, cuando era joven, conocí a una muchacha que me quería y a la que yo también quería. Aquello duró ocho meses, hasta que ella se mudó de casa, y ahora, al cabo de sesenta años, todavía me acuerdo. Yo le decía: No te olvidaré nunca. Pasaban los años y no la olvidaba. A veces tenía miedo, porque aún me quedaba mucha vida por delante y ¿cómo podía yo, un pobre hombre, mantener mi palabra cuando es Dios quien tiene la goma de borrar? Pero ahora estoy tranquilo. No voy a olvidar a Djamila. Ya me queda poco tiempo, me moriré antes.
Pensé en la señora Rosa, dudé un momento y le pregunté:
- Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?
No contestó y bebió un poco de té de menta que es bueno para la salud. Desde hacía una temporada, el señor Hamil llevaba siempre una chilaba gris para que, si le llegaba la hora, le pillara con la americana puesta. Me miró y guardó silencio. Seguramente pensaba que yo todavía era un menor y que había cosas que no debía saber. Entonces yo tendría siete años o tal vez ocho, no puedo decírselo con exactitud porque yo no tengo fecha, como verán cuando nos conozcamos mejor, si consideran que vale la pena.
- Señor Hamil, ¿por qué no contesta?
- Eres muy joven y cuando se es tan joven es mejor no saber ciertas cosas.
- Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?
- Sí - dijo, y bajó la cabeza como si le diera vergüenza.
Yo me eché a llorar.
Durante mucho tiempo no supe que era árabe porque nadie me había insultado. No me enteré hasta que fui a la escuela. Pero nunca me peleaba con nadie; cuando se pega a alguien siempre duele.


Romain Gary

Romain Gary / Los pájaros van a morir al Perú

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Romain Gary
BIOGRAFÍA
LOS PÁJAROS VAN A MORIR AL PERÚ
 Traducción de Luis Echevarri

Salió a la terraza y volvió a tomar posesión de su soledad: las dunas, el océano, millares de aves muertas en la arena, una canoa, el orín de una red, con a veces algunas señales nuevas: la osamenta de una ballena varada, huellas de pasos, un rosario de barcas de pesca a lo lejos, allí donde las islas de guano competían en blancura con el cielo. El café se alzaba sobre pilotes en medio de las dunas; el camino pasaba a cien metros de allí; no se lo oía. Un puente en escalera descendía hacia la playa; lo levantaba todas las noches desde que dos bandidos huidos de la prisión de Lima le habían molido a botellazos mientras dormía, pero por la mañana los había encontrado completamente borrachos en el bar. Se acodó en la balaustrada y fumó su primer cigarrillo contemplando las aves caídas en la arena; algunas de ellas palpitaban todavía. Nadie había podido explicarle nunca por qué abandonaban las islas de alta mar para ir a expirar en aquella playa, a diez kilómetros al norte de Lima; nunca iban más al norte ni más al sur, sino a aquella estrecha faja de arena de tres kilómetros de longitud exactamente. Quizá éste era para ellos un lugar sagrado, como Benarés para los indios, adonde van los fieles para entregar el alma; iban a arrojar allí su osamenta antes de echarse a volar verdaderamente. O quizá volaban simplemente en línea recta desde las islas de guano, que eran peñascos desnudos y fríos, en tanto que la arena era suave y cálida, cuando su sangre comenzaba a helarse y sólo les quedaban las fuerzas suficientes para intentar la travesía. Hay que resignarse, pues siempre hay para todo una explicación científica. Se puede, evidentemente, refugiarse en la poesía, hacer amistad con el océano, escuchar su voz, seguir creyendo en los misterios de la naturaleza. El es un poco poeta, un poco soñador... Se refugia en el Perú, al pie de los Andes, en una playa donde todo acaba, después de haber combatido en España, en la resistencia de Francia, en Cuba, porque a los cuarenta y siete años ha aprendido a pesar de todo su lección, y ya nada espera de las buenas causas ni de las mujeres; se consuela con un bello paisaje. Los paisajes rara vez os traicionan. Un poco poeta, un poco re... Por lo demás la poesía será explicada un día científicamente, estudiada como un simple fenómeno secretorio. La ciencia avanza triunfalmente sobre el hombre por todos lados. Uno se hace propietario de un café en las dunas de la costa peruana con el océano solamente como compañía, pero también para ello existe una explicación, ¿no es el océano la imagen de una vida eterna, la promesa de una supervivencia, de un último consuelo? Un poco poeta... Hay que esperar que el alma no exista; es para ella la única manera de no dejarse prender. Los sabios calcularán pronto su masa exacta, su consistencia, su velocidad ascensional... Cuando se piensa en todos los millares de millones de almas que se han echado a volar desde el comienzo de la historia hay motivo para llorar: una prodigiosa fuente de energía malgastada; construyendo barreras para captarlas en el trance de su ascensión se habría tenido con que iluminar la tierra entera. El hombre será pronto enteramente utilizable. Ya se le han tomado sus sueños más bellos para hacer con ellos guerras y prisiones. En la arena estaban todavía en pie las aves recién llegadas. Contemplaban las islas. Las islas, en su mayor parte, estaban cubiertas de guano; es una industria muy provechosa, y el rendimiento de un cormorán en guano en el curso de su existencia puede hacer vivir a una familia entera durante el mismo lapso. Después de haber cumplido así su misión en la tierra las aves venían aquí para morir. En resumidas cuentas él podía decir que también había cumplido su misión: la última vez en la Sierra Madre, con Castro. El rendimiento en idealismo de un alma grande puede hacer vivir a un régimen policial durante el mismo período de tiempo. Un poco poeta, eso era todo. Pronto se irá a la luna y ya no habrá luna. Arrojó su cigarrillo a la arena. «Un gran amor puede arreglar naturalmente todo eso», pensaba burlonamente, con un deseo bastante fuerte de reventar. A veces la soledad se apoderaba de él así por la mañana, la mala soledad, la que os aplasta en vez de ayudaros a respirar. Se inclinó hacia la polea, asió la cuerda, bajó el puente y entró para afeitarse, contemplando, como cada mañana, su rostro con sorpresa en el espejo: « ¡Yo no he querido esto!», se dijo cómicamente. Con todos sus cabellos grises y las arrugas se veía muy bien lo que aquello iba a dar dentro de uno o dos años: «Ya no te quedará más que refugiarte en el género distinguido». El rostro era largo, delgado, con ojos fatigados y una sonrisa irónica que hacía lo que podía. Ya no escribía a nadie, ya no recibía cartas, no conocía a nadie; había roto con los demás, como se hace siempre cuando se trata en vano de romper con uno mismo.
Se oían los gritos de las aves marinas; un banco de peces pasaba sin duda cerca de la costa. El cielo estaba completamente blanco, las islas, a lo lejos, comenzaban a amarillear al sol; el océano salía de su grisalla lechosa y las focas ladraban cerca de la vieja escollera desplomada detrás de las dunas.
Puso a calentar el café y volvió a la terraza. Observó por primera vez al pie de una duna, a la derecha, un esqueleto humano tendido boca abajo, dormido, con el rostro en la arena y una botella en la mano, junto a un cuerpo abarquillado, vestido solamente con una bata y pintado de los pies a la cabeza de azul, rojo y amarillo, y a un negro gigantesco, tendido de espaldas, cubierta la cabeza con una peluca blanca Luis XV, vestido con un traje de corte azul, calzón de seda blanca y los pies descalzos: la última ola del carnaval que iba a terminar allí en la arena. Dedujo que eran comparsas; la municipalidad les proporcionaba los trajes y les pagaba cincuenta soles por noche. Volvió la cabeza a la izquierda, hacia los cuervos marinos que flotaban como una columna de humo blanco y gris sobre el banco de peces, y la vio. Ella llevaba un vestido de color esmeralda, tenía un chal verde en la mano y avanzaba hacia las rompientes arrastrando el chal por el agua, la cabeza echada hacia atrás, el cabello revuelto sobre los hombros desnudos. El agua le llegaba a la cintura y tambaleaba a veces cuando el océano se acercaba demasiado; las olas se rompían apenas veinte metros delante de ella y el juego comenzaba a ser peligroso. Él esperó un segundo más, pero ella no se detenía y seguía avanzando y el océano se alzaba ya lentamente con un movimiento felino, a la vez pesado y suave; un salto y aquello habría terminado. Descendió por la escalera y corrió hacia ella, sintiendo a veces un ave bajo sus pies, pero la mayoría estaban ya muertas, morían siempre por la noche. Creyó que iba a llegar demasiado tarde: una ola más fuerte que las otras y comenzarían los engorros, cómo telefonear a la policía, responder a los interrogatorios. La alcanzó por fin y la asió por el brazo; ella volvió el rostro hacia él y el agua cubrió a ambos durante un instante. El mantuvo el brazo de la mujer fuertemente apretado con su mano y comenzó a arrastrarla hacia la playa. Ella se dejó llevar. El caminó durante un instante por la arena sin volverse y luego se detuvo. Vaciló un instante antes de mirarla, pues a veces se tenían malas sorpresas. Pero no quedó decepcionado. La mujer tenía un rostro de una finura extremada, muy pálido, y ojos muy serios, muy grandes, entre gotitas de agua que le sentaban bien. Llevaba un collar de diamantes alrededor del cuello, zarcillos, sortijas, brazaletes. Seguía teniendo el chal verde en la mano. El se preguntó qué hacía ella allí, de dónde venía, con sus oros y sus diamantes y sus esmeraldas, levantada a las seis de la mañana en una playa perdida entre las aves muertas.
—Debía haberme dejado —dijo ella en inglés.
Su cuello tenía una fragilidad sorprendente y una pureza de línea que devolvía al collar de diamantes toda su pesadez de piedra y le privaba de su brillo. El seguía teniendo el puño de la mujer en su mano.
— ¿Me entiende usted? No hablo el español.
—Unos metros más y la hubiera arrastrado la corriente. Es muy fuerte aquí.
La mujer se encogió de hombros. Tenía un rostro de niña en el que los ojos lo ocupaban todo. El dedujo que se trataba de una pena de amor. Siempre se trata de una pena de amor.
— ¿De dónde vienen todas estas aves? —preguntó ella.
—Hay islas en alta mar. Islas de guano. Viven allí y vienen a morir aquí.
— ¿Por qué?
—No lo sé. Se dan explicaciones de todas clases.
— ¿Y usted? ¿Por qué ha venido aquí?
—Tengo ese café. Vivo aquí.
Ella contempló las aves muertas a sus pies.
El no sabía si la mujer lloraba o si eran las gotas de agua que corrían por sus mejillas; seguía contemplando las aves en la arena.
—De todos modos debe de haber una explicación. Siempre hay alguna.
La mujer volvió los ojos hacia la duna donde el esqueleto, el salvaje pintarrajeado y el negro con peluca y traje de corte dormían en la arena.
—Es carnaval —dijo él.
—Lo sé.
— ¿Dónde ha dejado sus zapatos?
La mujer bajó la vista.
—Ya no me acuerdo... No quiero pensar en ello... ¿Por qué me ha salvado?
—Era natural. Venga.
La dejó un instante sola en la terraza y volvió en seguida con una taza de café ardiente y coñac. Ella se sentó a una mesa frente a él, examinando su rostro con una atención extrema, deteniéndose en cada rasgo, y él le sonrió y le dijo:
—Debe de haber, sin embargo, una explicación.
—Debía haberme dejado —dijo ella.
Y se echó a llorar. El la tocó en el hombro mucho más para confortarse él mismo que para ayudarla.
—Eso se arreglará, verá usted.
—Me siento harta a veces. Me siento harta de ello. Ya no puedo continuar así.
— ¿No tiene usted frío? ¿No quiere mudarse?
—No, gracias.
El océano comenzaba a hacer ruido; no había marea, pero la resaca se hacía más insistente a aquella hora. La mujer levantó la vista.
— ¿Vive usted solo?
—Solo.
— ¿Podría quedarme aquí?
—Quédese todo el tiempo que quiera.
—No puedo más. Ya no sé qué hacer...
Sollozaba. Fue en aquel trance cuando lo que él llamaba su tontería invencible le acometió de nuevo, y aunque fuera enteramente consciente de ello, aunque tenía la costumbre de ver que todo se desmoronaba siempre en su mano, era así y nada podía hacer. Había en él algo que se negaba a abandonarlo y que seguía mordiendo todos los anzuelos de la esperanza. Creía secretamente en una dicha posible, oculta en el fondo de la vida y que vendría de pronto a iluminarlo todo a la hora misma del crepúsculo. Había en él una especie de tontería sagrada, un candor que ninguna derrota ni cinismo alguno había conseguido matar, una fuerza de ilusión que lo había llevado de los campos de batalla de España al maquis del Vercors y a la Sierra Madre de Cuba y hacia las dos o tres mujeres que vienen siempre a seducirnos en las grandes ocasiones de renunciamiento, cuando todo parece finalmente perdido. Sin embargo, había huido hasta aquella costa peruana como entran otros en la Trapa o van a terminar sus días en una gruta del Himalaya; vivía a la orilla del océano como otros a la puerta del cielo: una metafísica viviente, a la vez tumultuosa y serena, una inmensidad apaciguadora que os dispensa de vosotros mismos cada vez que la veis. Un infinito al alcance de la mano que viene a lameros las llagas y os ayuda a renunciar. Pero ella era tan joven, estaba tan desamparada, lo miraba con tal confianza y él había visto tantas aves que iban a expirar en aquellas dunas, que la idea de salvar a una, la más bella de todas, de protegerla, de guardarla para sí, allí, en el extremo del mundo, y de terminar así felizmente su vida le devolvió en un instante toda aquella ingenuidad que su sonrisa irónica y su aire desengañado todavía se esforzaban por ocultar. Y para ello había bastado tan poca cosa. Ella había levantado la vista hacia él y dicho con voz de niña y una mirada implorante que las últimas lágrimas hacían más clara todavía:
—Desearía quedarme aquí si usted no tiene inconveniente.
Pero él acostumbraba a hacer eso: era la novena ola de soledad, la más fuerte, la que llega de muy lejos, de alta mar, y os derriba y recubre y os arroja al fondo, y luego de pronto os suelta justamente el tiempo necesario para que podáis volver a la superficie con las manos en alto y los brazos tendidos y tratéis de asiros a la primera paja que llegue. Es la única tentación que nadie ha conseguido jamás vencer: la de la esperanza. Meneó la cabeza, estupefacto al observar aquella extraordinaria persistencia de la juventud en él; cerca de la cincuentena, su caso le parecía verdaderamente desesperado.
—Quédese.
Tenía la mano en la de ella. Observó por primera vez que la mujer estaba completamente desnuda bajo su vestido. Abrió la boca para preguntarle de dónde venía, quién era, qué hacía allí, por qué había querido morir, por qué estaba completamente desnuda bajo su vestido de noche, con un collar de diamantes alrededor del cuello, las manos cubiertas de oro y de esmeraldas, y sonrió tristemente: era sin duda la única ave que podía decirle por qué había ido a varar en aquellas dunas. Debía de haber una explicación, pues siempre hay una, pero bastaba no conocerla. La ciencia explica el universo, la sicología explica los seres, pero hay que saber defenderse, no ceder, no dejarse arrancar las últimas migajas de ilusión. La playa, el océano y el cielo blanco se iluminaban rápidamente con una luz difusa y del sol invisible sólo se percibían esos tintes terrestres y marinos que se animaban. Los senos de la mujer eran enteramente visibles bajo el vestido mojado, se sentía en ella tal vulnerabilidad, había tal inocencia en los ojos claros, un poco agrandados y fijos, en la ternura de cada movimiento de los hombros, que a vuestro alrededor el mundo parecía de pronto más ligero, más fácil de llevar; que, en fin, se hacía posible tomarla en los brazos y conducirla hacia un destino mejor. «Tú nunca cambiarás, Jacques Rainier», pensaba él burlonamente, para tratar de defenderse contra aquella necesidad de proteger que sentía en los brazos, los hombros y las manos.
—Dios mío —dijo ella—, creo que voy a morir de frío.
—Venga por aquí.
La habitación estaba detrás del bar y las ventanas daban también a las dunas y el océano. Ella se detuvo un instante ante la puerta de vidrio y él observó que lanzaba una mirada rápida y furtiva hacia la derecha, y volvió la cabeza hacia el mismo lado. El esqueleto se hallaba en cuclillas al pie de la luna y bebía de la botella; el negro con traje de corte seguía durmiendo bajo la peluca blanca que se le había deslizado sobre los ojos; el hombre con el cuerpo embadurnado con pintura azul, roja y amarilla estaba sentado con las rodillas replegadas y contemplaba fijamente un par de zapatos de mujer con tacones altos que tenía en la mano. Dijo algo y se echó a reír. El esqueleto dejó de beber, tendió la mano, recogió de la arena un sostén de mujer, se lo llevó a los labios y luego lo arrojó al océano. En aquel instante declamaba con una mano sobre el corazón.
—Debía haberme dejado morir —dijo ella—. ¡Es tan espantoso!
Se cubrió el rostro con las manos. Sollozaba. El trató una vez más de no saber, de no preguntar.
—No sé en absoluto cómo ha sucedido —dijo ella—. Yo estaba en la calle, entre la multitud del carnaval. Me han arrastrado al coche, me han traído aquí y luego..., luego...
«Es así —pensó él—. Hay siempre una explicación; ni siquiera las aves caen del cielo sin motivo. Está bien.» Fue en busca de una bata de baño mientras ella se desnudaba. Miró a través del vidrio de la puerta a los tres hombres situados al pie de la duna. Tenía un revólver en el cajón de su mesa de noche, pero renunció inmediatamente a esa idea. «Terminarán muriendo por sí solos, y con un poco de suerte eso será mucho más penoso». El hombre pintarrajeado seguía con los zapatos en la mano; parecía hablarles. El esqueleto reía. El negro con traje de corte dormía bajo su peluca blanca. Estaban tumbados al pie de la duna, vueltos hacia el océano, entre millares de aves muertas. Sin duda ella había gritado, luchado, suplicado, pedido socorro, y él nada había oído. Sin embargo, tenía el sueño ligero; el golpear del ala de una golondrina de mar contra el techo bastaba para despertarlo. Pero el ruido del océano había cubierto sin duda la voz de la mujer. Los cormoranes revoloteaban en el alba lanzando gritos roncos y a veces se zambullían como piedras hacia el banco de peces. Las islas de alta mar se alzaban rectas sobre el horizonte, blancas como si fueran de tiza. Ellos no le habían quitado ni su collar de diamantes ni las sortijas; eran verdaderamente desinteresados. Quizá, de todos modos, era necesario matarlos, para recuperar por lo menos un poco de lo que habían tomado. ¿Qué edad podía tener ella: veintiún años, veintidós años? ¿No había ido a Lima sola; tenía un padre, un marido? Los tres hombres no parecían tener prisa para irse. No parecían temer a la policía, cambiaban tranquilamente sus impresiones a la orilla del océano, los últimos restos de un carnaval que los había colmado. Cuando él volvió ella se hallaba de pie en medio de la habitación, luchando con su vestido mojado. Rainier le ayudó a desnudarse, a ponerse la bata, y la sintió temblar y palpitar en sus brazos. Las joyas centelleaban en su cuerpo desnudo.
—Yo no debía haber salido del hotel —dijo la mujer—. Debía haberme encerrado en mi habitación.
—No le han quitado las joyas —observó él.
Estuvo a punto de añadir: «Tiene usted suerte», pero sólo dijo:
— ¿Quiere usted que avise a alguien?
Ella no parecía escuchar.
—Ya no sé qué hacer —dijo—. No, verdaderamente, ya no lo sé. Quizá sea mejor que vea a un médico.
—Ya nos ocuparemos de eso. Acuéstese. Métase bajo la manta. Está temblando.
—No siento frío. Permítame que me quede aquí.
Se había acostado en la cama y se cubrió con la manta hasta el mentón. Lo miró atentamente y preguntó:
—Usted no me guarda rencor, ¿verdad?
El sonrió, se sentó en la cama y le acarició el cabello.
— ¡Vaya! —dijo—. A pesar de todo...
Ella le tomó la mano y la apretó contra su mejilla y luego contra sus labios. Se le habían agrandado los ojos, unos ojos infinitos, líquidos, un poco fijos, con reflejos de esmeralda, como el océano.
—Si usted supiera.
—No piense en ello.
La mujer cerró los ojos y posó su mejilla en la mano.
—Yo quería acabar de una vez, es necesario que termine con ello. No quiero seguir viviendo. No lo quiero. Mi cuerpo me repugna.
Seguía con los ojos cerrados. Los labios le temblaban un poco. Rainier nunca había visto un rostro tan puro. Luego la mujer abrió los ojos y lo miró como se pide limosna.
— ¿No le repugno?
El se inclinó y la besó en los labios. Sentía la impresión de que tenía dos aves cautivas bajo el pecho.
Enloqueció de pronto. Era una mezcla de vergüenza y de ira, pero nada se puede hacer contra la sangre. Había visto a unos pilluelos caminando por la arena en busca de aves que todavía palpitaban para matarlas de un pisotón. El mismo había golpeado a algunas, pero he aquí que en aquella circunstancia cedía a la atracción de aquella fragilidad herida, estaba en vías de rendirse, se inclinaba sobre sus senos y posaba suavemente sus labios sobre los de ella. Sintió los brazos de la mujer alrededor de sus hombros.
—Yo no le desagrado —dijo ella solemnemente.
Rainier trató de luchar. Era solamente la novena ola de soledad que acababa de desplomarse sobre él, pero se resistía a dejarse arrastrar. Sólo quería permanecer así durante algunos segundos más, con el rostro apoyado contra el cuello de la mujer, respirando su juventud.
—Se lo suplico —dijo ella—. Ayúdeme a olvidar. Ayúdeme.
Ya no quería abandonarlo. Quería quedarse allí, en aquella barraca, en aquel café poco frecuentado en el extremo del mundo. Su murmullo era tan apremiante, había en sus ojos tal súplica, tal promesa en sus manos frágiles que le asían los hombros, que él tuvo de pronto la impresión de haber logrado su vida a pesar de todo en el último instante. La tenía apretada contra él, y a veces le levantaba suavemente la cabeza en las manos, mientras las décadas de soledad volvían de pronto a aplastarse sobre sus hombros y la novena ola lo derribaba y lo arrastraba con ella hacia alta mar.
—Yo le quiero —murmuró ella—. Le quiero.
Cuando la ola se retiró y él se encontró de nuevo en la orilla, sintió que la mujer lloraba. La dejó sollozar sin abrir los ojos y sin levantar la frente que él tenía apoyada contra su mejilla, y sintió a la vez sus lágrimas que corrían y su corazón que latía contra su pecho. Luego oyó voces y un ruido de pasos en la terraza. Pensó en los tres hombres de la duna y se levantó de un salto para ir en busca de su revólver. Alguien andaba por la terraza, las focas ladraban a lo lejos, las aves marinas gritaban entre el cielo y el agua, una oleada de fondo rompió sobre la playa y cubrió todas las voces, y luego se retiró, dejando solamente tras ella una risa breve y triste y una voz que decía en inglés:
—Infierno y maldición es mi suerte, infierno y maldición, ésa es la verdad. Comienzo a hartarme de ello. Es la última vez que doy la vuelta al mundo con ella. El mundo está decididamente demasiado poblado.
Rainier entreabrió la puerta. Un hombre de smoking, de unos cincuenta años de edad, se hallaba cerca de la mesa, apoyado en un bastón. Jugaba con el chal verde que ella había dejado junto a su taza de café. Tenía un bigotito gris, confeti en los hombros, manos que temblaban, ojos azules y húmedos, tez de alcohólico, un vago aire distinguido y corrompido, rasgos pequeños e imprecisos que la fatiga embrolla todavía más, cabello teñido que parecía una peluca; vio a Rainier en la puerta entreabierta y sonrió irónicamente, contempló el chal y luego levantó de nuevo la vista hacia Rainier y su sonrisa se acentuó, burlona, triste y rencorosa. A su lado un hombre joven y apuesto vestido de torero, con el cabello muy negro y liso, bajaba los ojos con aire sombrío, apoyado contra la polea, con un cigarrillo en la mano. Un poco aparte, en la escalera de madera, con la mano en la barandilla, se hallaba un chófer con uniforme gris y gorra y una capa de mujer en el brazo. Rainier dejó el revólver en una silla y salió a la terraza.
—Una botella de whisky, per favor —dijo el hombre vestido de smoking mientras dejaba el chal en la mesa.
—El bar no está abierto todavía —contestó Rainier en inglés.
—Pues bien, entonces café —dijo el hombre—. Traiga café mientras la señora termina de vestirse.
Lanzó a Rainier una mirada azul y triste, se irguió un poco, apoyado en el bastón y con el rostro lívido a la luz pálida, las facciones cuajadas en una expresión de rencor impotente, mientras una nueva ola hacía temblar la barraca sobre sus pilotes.
—Las oleadas de fondo, el océano, las fuerzas de la Naturaleza... ¿Usted es francés, según creo? Ella vuelve a las andadas. Sin embargo, hemos vivido en Francia cerca de dos años, pero eso no ha servido para nada; otra reputación alabada con exceso. En lo que respecta a Italia... Mi secretario, a quien ve usted allí, es muy italiano... Tampoco eso ha servido para nada.
El torero se contemplaba sombríamente los pies. El inglés se volvió hacia la duna, donde el esqueleto se había tendido con los brazos en cruz cara al cielo, el hombre pintarrajeado de azul, rojo y amarillo, sentado en la arena y con la cabeza echada hacia atrás, había llevado el gollete de la botella a los labios; y el negro con peluca blanca y traje de corte, en pie, con los pies en el agua, se había desabrochado el calzón de seda blanca y orinaba en el océano.
—Estoy seguro de que ellos tampoco han servido para nada —dijo el inglés, moviendo el bastón en dirección a la duna—. Hay en esta tierra ciertas proezas que superan las fuerzas del hombre. De tres hombres, debería decir... Espero que no le hayan robado sus alhajas. Valen una fortuna y el seguro no las habría pagado. Le habrían acusado de imprudencia. Un día alguien va a retorcerle el cuello. A propósito, ¿puede decirme usted de dónde vienen todas esas aves muertas? Hay miles de ellas. He oído hablar de cementerios de elefantes, pero los cementerios de aves... ¿Una epidemia, acaso? De todos modos tiene que haber una explicación.
Rainier oyó que la puerta se abría detrás de él, pero no se movió.
— ¡Ah, aquí estás! —exclamó el inglés, y se inclinó ligeramente—. Comenzaba a inquietarme, querida. Hace cuatro horas que aguardamos con paciencia en el coche, esperando a que eso termine, pero aquí estamos, sin embargo, un poco en el extremo del mundo y una desgracia sucede pronto.
—Déjame. Vete. Cállate. Te lo ruego, déjame. ¿Por qué has venido?
—Querida mía, una aprensión muy natural...
—Te detesto, me repugnas... ¿Por qué me sigues? Me habías prometido...
—La próxima vez, querida, deja las joyas en el hotel. Es lo mejor.
— ¿Por qué tratas siempre de humillarme?
—Yo soy el primer humillado, querida. Por lo menos según los convencionalismos en vigor. Estamos por encima de eso, por supuesto. The happy few... Pero esta vez has ida verdaderamente un poco demasiado lejos. ¡No hablo de mí! Estoy dispuesto a todo, tú lo sabes. Te amo. Te lo he probado suficientemente. Pero, en fin, podía haberte ocurrido algo... Todo lo que te pido es un poco más de... discriminación.
—Y estás borracho. Estás todavía borracho.
—Es únicamente de desesperación, querida. Cuatro horas en el coche, con pensamientos de todas clases... Reconocerás que no soy el hombre más feliz de la tierra.
—Calla. ¡Oh, Dios mío, calla!
La mujer sollozaba. Rainier no la veía, pero estaba seguro de que se metía los puños en los ojos; eran sollozos de niña. Trataba de no pensar, de no comprender. Sólo quería oír el ladrido de las focas, el grito de las aves marinas, el rugido del océano. Se mantenía inmóvil entre ellos, con los ojos bajos, y sentía frío. O quizá solamente no le llegaba la camisa al cuerpo.
— ¿Por qué me ha salvado usted? —gritó ella—. Debía haberme dejado. Una ola y todo habría terminado. Estoy harta. Ya no puedo continuar así. Debía haberme dejado.
—Señor —dijo el inglés con énfasis—, ¿cómo puedo expresarle mi agradecimiento? Nuestro agradecimiento, debería decir. Permítame, en nombre de todos nosotros... Le estaremos eternamente reconocidos... Vamos, querida, ven. Te aseguro que ya no sufro... En cuanto a lo demás... Iremos a ver al profesor Guzmán, en Montevideo. Parece que ha obtenido resultados maravillosos. ¿No es así, Mario?
El torero se encogió de hombros.
— ¿No es así, Mario? Es un gran hombre, un curandero auténtico. La ciencia no ha dicho su última palabra. El ha escrito todo eso en su libro. ¿Verdad, Mario?
— ¡Oh, ya basta! —contestó el torero.
—Recuerda a la dama de la alta sociedad que sólo quedaba satisfecha con jockeys que pesaban cincuenta y dos kilos exactamente... Y a la que exigía siempre que entretanto golpeasen en la puerta dando tres golpes breves y uno largo. El alma humana es insondable. Y la mujer del banquero que esperaba siempre a que sonase el timbre de alarma de la caja de hierro para entregarse, y así se encontraba en una situación extraña, pues eso despertaba al marido.
— ¡Oh, ya basta, Roger! —exclamó el torero—. Eso no tiene gracia. Está usted borracho.
—Y la que no llegaba a resultados interesantes sino apretando ardientemente al mismo tiempo un revólver contra su sien. El profesor Guzmán las ha curado a todas. Refiere todo eso en su libro. Todas ellas han llegado a ser excelentes madres de familia, querida. No hay por qué desanimarse.
Ella pasó por su lado sin mirarle. El chófer le puso respetuosamente el abrigo en los hombros.
—Además, Mesalina era también así. Era, no obstante, una emperatriz.
—Roger, ya basta —repitió el torero.
—Es cierto que todavía no existía el sicoanálisis. El profesor Guzmán la habría curado seguramente. Vamos, mi reinecita, no me mires así. ¿Recuerdas, Mario, a la joven un poco antojadiza que no podía hacer nada si un león no rugía al lado en una jaula? ¿Y aquella cuyo marido debía tocar entretanto con una mano L'Aprésmidi d'un faune? Yo estoy dispuesto a todo, querida. Mi amor no tiene límites. ¿Y la que bajaba siempre al Ritz para poder contemplar en el buen momento la columna Vendôme? ¡El alma humana es insondable y misteriosa! ¿Y aquella, muy jovencilla, que, habiendo pasado su luna de miel en Marragnech no podía prescindir del canto del muecín? ¿Y aquella, finalmente, joven casada en Londres durante el blitz, que luego pedía siempre a su marido que imitara el silbido de una bomba? Todas ellas han llegado a ser excelentes madres de familia, querida.
El joven vestido de torero se acercó al inglés y le dio una bofetada. El inglés se echó a llorar.
—Esto no puede continuar así —dijo.
Ella descendió por la escalera. Rainier vio que caminaba con los pies desnudos por la arena, entre las aves muertas. Tenía su chal en la mano. El veía su perfil de una pureza a la que no habrían podido añadir nada la mano del hombre ni la de Dios.
—Vamos, Roger, cálmese —dijo el secretario.
El inglés tomó la copa de coñac que ella había dejado en la mesa y la vació de un trago. Dejó la copa, sacó de su cartera un billete y lo puso en el platillo. Luego miró fijamente las dunas y suspiró.
—Todos esos pájaros muertos —dijo—. Tiene que haber una explicación.

Se fueron. En la cima de la duna, antes de desaparecer, la mujer se detuvo, vaciló y dio la vuelta. Pero él no estaba ya allí. El café estaba vacío.


Chejov / Vecinos

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Antón Chéjov
BIOGRAFÍA

VECINOS



Piotr Mijáilich Ivashin estaba de muy mal humor: su hermana, una muchacha soltera, se había fugado con Vlásich, que era un hombre casado. Tratando de ahuyentar la profunda depresión que se había apoderado de él y que no lo dejaba ni en casa ni en el campo, llamó en su ayuda al sentimiento de justicia, sus honoradas convicciones (¡porque siempre había sido partidario de la libertad en el campo!), pero esto no le sirvió de nada, y cada vez, contra su voluntad, llegaba a la misma conclusión: que la estúpida niñera, es decir, que su hermana había obrado mal y que Vlásich la había raptado. Y esto era horroroso.
La madre no salía de su habitación, la niñera hablaba a media voz y no cesaba de suspirar, la tía manifestaba constantes deseos de irse, y sus maletas ya las sacaban a la antesala, ya las retiraban de nuevo a su cuarto. Dentro de la casa, en el patio y en el jardín reinaba un silencio tal, que parecía que hubiese un difunto. La tía, la servidumbre y hasta los mujiks, según parecía a Piotr Mijáilich, lo miraban con expresión enigmática y perpleja, como si quisiesen decir: «Han seducido a tu hermana, ¿por qué te quedas con los brazos cruzados?» También él se reprochaba su inactividad, aunque no sabía qué era, en realidad, lo que debía hacer.
Así pasaron seis días. El séptimo -un domingo, después de la comida- un hombre a caballo trajo una carta. La dirección -«A su Excel. Anna Nikoláievna Iváshina»- estaba escrita con unos familiares caracteres femeninos. Piotr Mijáilich creyó ver en el sobre, en los caracteres y en la palabra escrita a medias, «Excel.», algo provocativo, liberal. Y el liberalismo de la mujer es terco, implacable, cruel...
«Preferirá la muerte antes de hacer una concesión a su desgraciada madre, antes de pedirle perdón», pensó Piotr Mijáilich cuando iba en busca de su madre con la carta en la mano.
Aquélla estaba en la cama, pero vestida. Al ver al hijo, se incorporó impulsivamente y, arreglándose los cabellos grises que se le habían salido de la cofia, preguntó con frase rápida:
-¿Qué hay? ¿Qué hay?
-Ha mandado... -dijo el hijo, entregándole la carta.
El nombre de Zina y hasta el pronombre «ella» no se pronunciaban en la casa. De Zina se hablaba de manera impersonal: «ha mandado», «se ha ido»... La madre reconoció la escritura de la hija, y su cara, desencajada, se hizo desagradable. Los cabellos grises se escaparon de nuevo de la cofia.
-¡No! -dijo, apartando las manos como si la carta le hubiese quemado los dedos-. ¡No, no, jamás! ¡Por nada del mundo!
La madre rompió en sollozos histéricos producidos por el dolor y el bochorno; parecía sentir deseos de leer la carta, pero el orgullo se lo impedía. Piotr Mijáilich se daba cuenta de que debía él mismo abrirla y leerla en voz alta, pero de pronto se sintió dominado por una cólera como nunca había conocido. Corrió al patio y gritó al hombre que había traído la misiva:
-¡Di que no habrá contestación! ¡No habrá contestación! ¡Dilo así, animal!
Y a renglón seguido hizo pedazos la carta. Luego las lágrimas afluyeron a sus ojos y, sintiéndose cruel, culpable y desdichado, se fue al campo.
Sólo tenía veintisiete años, pero ya estaba gordo, vestía como los viejos, con trajes muy holgados, y padecía disnea. Poseía ya todas las inclinaciones del terrateniente solterón. No se enamoraba, no pensaba en casarse y únicamente quería a su madre, a su hermana, a la niñera y al jardinero Vasílich. Le gustaba comer bien, dormir la siesta y hablar de política y de materias elevadas... Había terminado en tiempos los estudios en la Universidad, pero ahora miraba esto como si hubiese sido una carga inevitable para los jóvenes de los dieciocho a los veinticinco años. Al menos, las ideas que ahora rondaban cada día por su cabeza no tenían nada de común con la Universidad ni con lo que en ésta había estudiado.
En el campo hacía calor y todo estaba en calma, como anunciando lluvia. El bosque exhalaba un ligero vapor y un olor penetrante a pino y a hojas descompuestas. Piotr Mijáilich se detenía a menudo para limpiarse el sudor de la frente. Revisó sus trigales de otoño y primavera, recorrió el campo de alfalfa y un par de veces, en un claro del bosque, espantó a una perdiz con sus perdigones. Y a todo esto no cesaba de pensar que tan insoportable situación no podía prolongarse eternamente y que deberían ponerle fin de un modo u otro. Como fuera, de un modo estúpido, absurdo, pero había que ponerle fin.
«¿Pero cómo? ¿Qué hacer?», se preguntaba, mirando al cielo y a los árboles como si implorase su ayuda.
Mas el cielo y los árboles guardaban silencio. Las convicciones honestas no le servían para nada y el sentido común le decía que el lacerante problema sólo podía tener una solución estúpida y que la escena con el hombre que había traído la carta no sería la última de este género. Le daba miedo pensar lo que aún podía ocurrir.
Dio la vuelta hacia casa cuando ya se ponía el sol. Ahora le parecía que el problema no podía tener solución alguna. Era imposible aceptar el hecho consumado, pero tampoco se podía no aceptarlo, y no existía una solución media. Cuando, con el sombrero en la mano y haciéndose aire con el pañuelo, marchaba por el camino y hasta casa le quedaban un par de verstas, a sus espaldas oyó un campanilleo. Se trataba de un conjunto muy agradable de campanillas y cascabeles que producían un tintineo como de cristales. Sólo podía ser Medovski, el jefe de la policía del distrito, antiguo oficial de húsares que había derrochado sus bienes y su salud, un hombre enfermizo, pariente lejano de Piotr Mijáilich. Tenía gran confianza con los Ivashin y sentía por Zina gran admiración y cariño paternal.
-Voy a su casa -dijo al llegar a la altura de Piotr Mijáilich-. Suba, lo llevaré.
Sonreía jovialmente; estaba claro que no sabía lo de Zina. Acaso se lo hubiesen dicho y él no lo había creído. Piotr Mijáilich se sintió en una situación violenta.
-Lo celebro -balbuceó, enrojeciendo, hasta el punto que se le saltaron las lágrimas, y no sabiendo qué mentira decir-. Me alegro mucho -prosiguió, tratando de sonreír-, pero... Zina se ha ido y mamá está enferma.
-¡Qué lástima! -dijo el jefe de policía, mirando pensativamente a Piotr Mijáilich-. Y yo que pensaba pasar con ustedes la velada... ¿Adónde ha ido Zinaída Mijáilovna?
-A casa de los Sinitski; de allí parece que quería ir al monasterio. No lo sé a ciencia cierta.
El jefe de policía dijo algo más y dio la vuelta. Piotr Mijáilich siguió hacia su casa pensando horrorizado en lo que el jefe de policía sentiría cuando supiese la verdad. Se lo imaginaba, y bajo esta impresión entró en la casa.
«Ayúdame, Señor, ayúdame...», pensaba.
En el comedor, tomando el té, estaba sólo la tía. Como de ordinario, su cara tenía la expresión de quien, aunque débil e indefensa, no permite que nadie la ofenda. Piotr Mijáilich se sentó al otro lado de la mesa (no sentía gran afecto por la tía) y, en silencio, se puso a tomar el té.
-Tu madre tampoco ha comido hoy -dijo la tía- Tú, Petrusha, deberías prestar atención. Dejarse morir de hambre no aliviará nuestra desgracia.
A Piotr Mijáilich le pareció absurdo que la tía se mezclase en asuntos que no eran de su incumbencia e hiciese depender su marcha del hecho de que Zina se había ido. Sintió deseos de decirle una insolencia, pero se contuvo. Y al contenerse advirtió que había llegado el momento oportuno para obrar, que era incapaz de sufrir por más tiempo. O hacer algo ahora mismo, o caer al suelo gritando y dándose de cabezadas. Se imaginó que Vlásich y Zina, ambos liberales y satisfechos de sí mismos, se besaban bajo un arce, y todo el peso y el rencor que durante los siete días se habían acumulado en él se volcaron sobre Vlásich.
«Uno ha seducido y raptado a mi hermana -pensó-, otro vendrá y degollará a mi madre, un tercero nos robará o incendiará la casa... Y todo esto bajo la máscara de la amistad, de las ideas elevadas y los sufrimientos.»
-¡No, no será así! -gritó de pronto, y descargó un puñetazo sobre la mesa.
Se puso en pie de un salto y salió con paso rápido del comedor. En la cuadra estaba ensillado el caballo del administrador. Montó en él y salió al galope en busca de Vlásich.
En su alma se había desencadenado una verdadera tormenta. Sentía la necesidad de hacer algo que se saliese de lo común, tremendo, aunque luego tuviera que arrepentirse durante la vida entera. ¿Llamar a Vlásich miserable, darle un bofetón y luego desafiarlo? Pero Vlásich no era de los que se baten en duelo; y, al sentirse tachado de miserable y recibir el bofetón, lo único que haría sería sentirse más desgraciado y recluirse más en sí mismo. Estas personas desgraciadas y sumisas son los seres más insoportables, los más difíciles de tratar. Todo en ellos queda impune. Cuando el hombre desgraciado, en respuesta a un merecido reproche, mira con ojos en que se refleja la conciencia de su culpa, sonríe dolorosamente y acerca dócilmente la cabeza, parece que la justicia misma es incapaz de levantar la mano contra él.
«Es lo mismo. Le sacudiré un fustazo ante ella y le diré unas cuantas groserías», decidió Piotr Mijáilich.
Cabalgaba por su bosque y sus tierras baldías y se imaginaba el modo como Zina, justificando su acción, hablaría de los derechos de la mujer, de la libertad personal y de que era absolutamente igual casarse por la Iglesia o por lo civil. Discutiría, como mujer que era, de cosas que no comprendía. Y probablemente acabaría por preguntarle: «¿Qué tienes tú que ver en todo esto? ¿Qué derecho tienes a inmiscuirte?»
-Sí, no tengo ningún derecho -gruñía Piotr Mijáilich- Pero tanto mejor... Cuanto más grosero resulte, cuanto menos derecho tenga, tanto mejor.
Hacía un calor sofocante. Nubes de mosquitos volaban muy bajo, a ras del suelo, y en los baldíos lloraban lastimeramente las averías. Piotr Mijáilich cruzó sus lindes y siguió al galope por un campo completamente liso. Había recorrido muchas veces este camino y conocía cada matorral, hasta la última zanja. Aquello que a lo lejos, entre dos luces, parecía una roca oscura, era una iglesia roja; se la podía imaginar hasta el último detalle, incluso el enlucido del portal y los terneros que siempre pacían en su recinto. A la derecha, a una versta de la iglesia, negreaba la arboleda del conde Koltóvich. Y tras la arboleda empezaban las tierras de Vlásich.
Por detrás de la iglesia y de la arboleda del conde avanzaba un enorme nubarrón, que de vez en cuando quedaba iluminado por unos pálidos relámpagos.
«¡Ahí está! -pensó Piotr Mijáilich-. ¡Ayúdame, Señor!»
El caballo no tardó en dar muestras de cansancio, y el propio Piotr Mijáilich se sentía fatigado. El nubarrón lo miraba con enfado, como aconsejándole que volviese a casa. Sintió cierto miedo.
«¡Les demostraré que no tienen razón! -trató de infundirse ánimos- Dirán que eso es el amor libre, la libertad personal; pero la libertad está en la abstención, y no en la subordinación a las pasiones. ¡Lo suyo es depravación, y no libertad!»
Llegó al gran estanque del conde. El reflejo de la nube daba a aquél un aspecto plomizo y sombrío, y de él salía una intensa humedad. Junto al dique, dos sauces, uno viejo y otro joven, se inclinaban para buscarse cariñosamente. Por este mismo lugar, dos semanas antes, Piotr Mijáilich y Vlásich habían pasado a pie, cantando a media voz una canción estudiantil: «No amar es destruir la vida joven...» ¡Miserable canción!
Cuando Piotr Mijáilich cruzó la arboleda, retumbó el trueno y los árboles zumbaron, inclinándose por la fuerza del viento. Debía darse prisa. Desde la arboleda hasta la hacienda de Vlásich tenía que cruzar aún la pradera, algo así como una versta. A ambos lados del camino se alineaban los vicios abedules, de aspecto tan triste y desgraciado como Vlásich, su dueño; lo mismo que él, eran delgados y habían crecido desmesuradamente. En las hojas de los abedules y en la hierba repiquetearon grandes gotas; el viento se calmó al instante y se extendió un olor a tierra mojada y a álamo. Apareció la cerca de Vlásich, con su acacia amarilla, que también era delgada y había crecido más de la cuenta. En un lugar donde la cerca se había venido abajo, se veía un abandonado huerto de árboles frutales.
Piotr Mijáilich no pensaba ya ni en el bofetón ni en el fustazo. No sabía lo que haría en casa de Vlásich. Se acobardó. Le daba miedo pensar en su hermana y en él mismo, se horrorizaba ante la perspectiva de que ahora iba a verla. ¿Cómo se comportaría ella con el hermano? ¿De qué hablarían? ¿No era preferible dar la vuelta antes de que fuese tarde? Pensando así, galopó hacia la casa por la avenida de tilos, dejó atrás los grandes macizos de lilas y, de pronto, vio a Vlásich.
Este, descubierto, con una camisa de percal y botas altas, inclinado bajo la lluvia, iba de la esquina de la casa al portal. Le seguía un obrero con un martillo y cajón de clavos. Seguramente había reparado las maderas de las ventanas, batidas por el viento. Al ver a Piotr Mijáilich, Vlásich se detuvo.
-¿Eres tú? -preguntó sonriendo-. Excelente.
-Sí; como ves, he venido... -dijo Piotr Mijáilich con voz suave, sacudiéndose la lluvia con ambas manos.
-Perfectamente, me alegro mucho -añadió Vlásich, pero sin darle la mano; evidentemente, no se decidía a hacerlo y esperaba que se la tendieran-. ¡Esta lluvia vendrá muy bien para la avena! -añadió, mirando al cielo.
-Sí.
Entraron en la casa en silencio. A la derecha del recibidor había una puerta que conducía a la antesala y luego a la sala; a la izquierda había una pequeña pieza que en invierno ocupaba el administrador. Piotr Mijáilich y Vlásich entraron en esta última.
-¿Dónde te ha sorprendido la lluvia? -preguntó Vlásich.
-Cerca. Cuando llegaba a la casa.
Piotr Mijáilich se sentó en la cama. Le agradaba que la lluvia hiciese ruido y que la habitación estuviese oscura. Era preferible: así sentía menos miedo y no hacía falta mirar a su interlocutor a la cara. Su cólera había desaparecido; lo que ahora sentía era miedo e irritación consigo mismo. Se daba cuenta de que había empezado mal y de que de esta iniciativa suya no resultaría nada práctico.
Durante cierto tiempo ambos permanecieron silenciosos, haciendo ver que prestaban atención a la lluvia.
-Gracias, Petrusha -empezó Vlásich, carraspeando-. Te agradezco mucho que hayas venido. Es una acción generosa y noble. La comprendo y, créeme, la estimo mucho. Puedes creerme.
Miró a la ventana y prosiguió, de pie en el centro de la habitación:
-Todo esto se ha producido en secreto, como si nos ocultásemos de ti. La conciencia de que tú podías sentirte ofendido y estuvieses enfadado con nosotros ha sido durante estos días una mancha en nuestra felicidad. Pero permítenos que nos justifiquemos. Si guardamos el secreto, no fue porque no tuviéramos confianza en ti. En primer lugar, todo se produjo inesperadamente, como por una inspiración, y no había tiempo para entrar en razonamientos. En segundo, se trataba de un asunto íntimo, delicado... Resultaba violento hacer intervenir a una tercera persona, aunque fuese tan allegada como tú. Lo principal de todo es que confiábamos mucho en tu generosidad. Eres un hombre muy generoso y noble. Te estoy infinitamente agradecido. Si en alguna ocasión necesitas mi vida, ven y tómala.
Vlásich hablaba con voz suave y sorda, monótona, como un zumbido; estaba visiblemente agitado. Piotr Mijáilich sintió que le había llegado la vez de hablar y que escuchar y callar habría significado, en efecto, hacerse pasar por un tipo generoso y noble en su inocencia. Y no había acudido con estas intenciones. Se puso rápidamente en pie y dijo a media voz, jadeante:
-Escucha, Grigori: sabes que te quería y que no hubiese podido desear mejor marido para mi hermana. Pero lo que ha ocurrido es horroroso. ¡Da miedo pensarlo!
-¿Por qué? -preguntó Vlásich, con voz temblorosa-. Daría miedo si nosotros hubiésemos procedido mal, pero no es así.
-Escucha, Grigori: sabes que yo no tengo prejuicios. Pero, perdóname la franqueza, a mi modo de ver los dos han procedido con egoísmo. Claro que no se lo diré a Zina, esto la afligiría, pero tú debes saberlo; nuestra madre sufre hasta tal punto que es difícil explicarlo.
-Sí, eso es muy lamentable -suspiró Vlásich-. Nosotros lo habíamos previsto, Petrusha, pero ¿qué podíamos hacer? Si lo que uno hace desagrada a otro, eso no significa que la acción sea mala. Así son las cosas. Cualquier paso serio de uno debe desagradar forzosamente a algún otro. Si tú fueses a combatir por la libertad, esto también haría sufrir a tu madre. ¡Qué le vamos a hacer! Quien coloca por encima de todo la tranquilidad de sus allegados debe renunciar por completo a una vida guiada por las ideas.
Un relámpago resplandeció vivamente y su brillo pareció cambiar el curso de los pensamientos de Vlásich. Se sentó junto a Piotr Mijáilich y empezó a decir cosas que no venían para nada a cuento.
-Yo, Petrusha, adoro a tu hermana -dijo-. Siempre que iba a tu casa me parecía ir en peregrinación, a elevar mis oraciones a Dios, cuando lo cierto es que mis oraciones se dirigían a Zina. Ahora mi adoración crece por días. ¡Para mí está más alta que si fuese mi esposa! ¡Mucho más! -Vlásich agitó ambos brazos-. Es mi santuario. Desde que vive aquí, entro en mi casa como si fuera un templo. ¡Es una mujer excepcional, extraordinaria, nobilísima!
«¡Vaya, ya ha empezado su canción!», pensó Piotr Mijáilich. Pero la palabra «mujer» no le había agradado.
-¿Por qué no se casan como es debido? -preguntó-. ¿Cuánto pide tu mujer por concederte el divorcio?
-Setenta y cinco mil.
-Parece mucho. ¿Y si tratas de sacarlo por algo menos?
-No rebajará ni un kópek. ¡Es una mujer terrible, hermano! -dijo Vlásich, con un suspiro-. Antes no te había hablado nunca de ella, pues me desagradaba recordarlo, pero las cosas se han desarrollado así, y te hablaré ahora. Me casé movido por un noble sentimiento pasajero, honradamente. En nuestro regimiento, si quieres saber los detalles, había un jefe de batallón que se enredó con una señorita de dieciocho años; es decir, hablando simplemente, la sedujo, vivió con ella dos meses y la abandonó. Ella quedó en la situación más espantosa. Le daba vergüenza volver a casa de los padres, además de que no la aceptarían, y el amante la había dejado: como para ir a los cuarteles y venderse. Los oficiales estaban indignados. Tampoco ellos eran unos santos pero la infamia era demasiado evidente. Para colmo, en el regimiento nadie podía aguantar a aquel jefe de batallón. Para hacerle ver que era un cerdo, ¿comprendes?, los tenientes y capitanes empezaron a reunir dinero para la desgraciada muchacha. Y entonces, cuando los oficiales de graduación inferior nos habíamos juntado y uno daba cinco rublos y otro diez, a mí se me subió la sangre a la cabeza. La situación me pareció muy apropiada para realizar una auténtica proeza. Acudí a ella y le manifesté con fogosas expresiones mi simpatía. Y cuando iba a verla y, luego, cuando le hablaba, la amaba calurosamente, viendo en ella a una mujer humillada y ofendida. Sí... resultó que al cabo de una semana pedía su mano. Los jefes y compañeros encontraron que este matrimonio era incompatible con la dignidad de un oficial. Esto fue como si echaran aceite al fuego. Yo, ¿comprendes?, escribí una larga carta en la que afirmaba que mi acción debía ser escrita en la historia del regimiento con letras de oro, etc. La mandé al jefe y envié copias de ella a los compañeros. Estaba exaltado, se entiende, y hubo palabras fuertes. Me pidieron que dejara el regimiento. Por ahí tengo guardado el borrador (te lo daré para que lo leas). La carta estaba escrita con mucha emoción. Podrás ver los honestos y sinceros sentimientos que entonces me movían. Solicité la baja y vine aquí con mi mujer. Mi padre había dejado algunas deudas, y carecía de dinero, y ella, desde el primer día, hizo muchas amistades, empezó a presumir y a jugar a las cartas, y tuve que hipotecar la hacienda. Se conducía muy mal, y eres tú, entre todos mis vecinos, el único que no ha sido su amante. Al cabo de dos años, para que me dejase, le di todo cuanto entonces tenía, y se fue a la ciudad. Sí... Y ahora le paso dos mil rublos al año. ¡Es una mujer horrible! Es una mosca que pone su larva en la espalda de la araña de tal modo, que ésta no se la puede sacudir; la larva se agarra a la araña y le chupa la sangre del corazón. Lo mismo hace esta mujer: se ha agarrado a mí y me chupa la sangre. Me odia y me desprecia porque cometí la estupidez de casarme con ella. Mi generosidad le parece algo miserable. «Un hombre inteligente», dice, «me abandonó, y me recogió un estúpido.» Piensa que sólo un desgraciado idiota pudo proceder como yo. Y a mí, hermano, esto me produce una amargura intolerable. Entre paréntesis, te diré que el destino me oprime. Me oprime ferozmente.
Piotr Mijáilich escuchaba a Vlásich y se preguntaba, perplejo: «¿Cómo ha podido agradar tanto a Zina? No es joven, tiene ya cuarenta y un años, es flaco, estrecho de pecho, de nariz larga y con alguna cana en la barba. Cuando habla, parece que zumba; su sonrisa es enfermiza y mueve las manos de una manera desagradable. No puede presumir de salud ni de hermosas maneras varoniles, carece de espíritu mundano y alegría, y así, a juzgar por las apariencias, es algo turbio e indefinido. Se viste sin gusto, su casa es triste y no admite la poesía ni la pintura, porque «no responden a las demandas del día»; es decir, porque no las comprende; y no le conmueve la música. Es mal administrador. Su hacienda está en el abandono más completo y la tiene hipotecada; por la segunda hipoteca paga el doce por ciento y, además, ha firmado pagarés por valor de diez mil rublos. Cuando llega el momento de entregar los intereses o de mandar dinero a su mujer, pide a todos prestado con una expresión que parece que se le estuviera quemando la casa, y al mismo tiempo, sin pararse a pensarlo, vende todas sus reservas de leña para el invierno por cinco rublos, y la paja por tres, y luego hace que para encender sus estufas utilicen la cerca del huerto o los viejos marcos del invernadero. Los cerdos estropean su pradera y el ganado de los mujiks se come en el bosque los árboles jóvenes, mientras que los vicios van desapareciendo cada invierno. En el huerto y el jardín están tiradas las colmenas, y allí abandonan los cubos viejos. Carece de facultades para nada, y ni siquiera posee la virtud común y corriente de vivir como la gente vive. En los asuntos prácticos, es ingenuo y débil, se le puede engañar sin dificultad alguna, y por algo los mujiks lo tachan de «simple».
»Es liberal y en el distrito lo tienen por rojo, pero esto resulta en él algo aburrido. En su libre pensamiento no hay originalidad y énfasis; se indigna, se irrita y se alegra siempre en el mismo tono, como con desgana, sin producir efecto. Ni siquiera en los momentos de gran exaltación levanta la cabeza, y siempre permanece encorvado. Pero lo más aburrido de todo es que hasta sus ideas buenas y honestas se las ingenia para expresarlas de tal modo, que parecen triviales y atrasadas. Uno piensa que está tratando de algo viejo, que leyó hace mucho, cuando, con palabra lenta, como si dijera algo muy profundo, empieza a hablar de sus minutos lúcidos y honestos, de años mejores, o cuando se entusiasma con la juventud que siempre marchó a la cabeza de la sociedad, o cuando censura a los rusos porque durante treinta años se ponen una misma bata y olvidan adquirir su alma mater. Cuando me quedo a dormir en su casa, pone en la mesilla de noche a Písarev o a Darwin. Y, si le digo que ya los he leído, sale y trae a Dobroliúbov.»
En el distrito calificaban esto de librepensamiento, que muchos miraban como una extravagancia ingenua e inocente; sin embargo, a él le hacía profundamente desgraciado. Era para él la larva de que antes hablaba: se le había agarrado con toda fuerza y le chupaba la sangre del corazón. En el pasado, el extraño matrimonio al gusto de Dostoievski, las largas cartas y las copias escritas con una letra ilegible, pero con un profundo sentimiento; los eternos equívocos, explicaciones y desilusiones; y luego las deudas, la segunda hipoteca, el dinero que pasaba a su mujer, las nuevas deudas que contraía todos los meses... y todo esto sin provecho para nadie, ni para él ni para los demás. Y ahora, lo mismo que antes, no cesa de sentir prisas, quiere realizar una proeza y se mete en asuntos que no le incumben; lo mismo que antes, en cuanto se presenta la ocasión, escribe largas cartas con sus copias, mantiene fatigosas y triviales conversaciones sobre la comunidad campesina o la necesidad de poner en pie las industrias artesanas, o sobre la construcción de una fábrica de quesos: conversaciones muy semejantes unas a otras, hasta el punto que parecen salir no de un cerebro vivo, sino de una máquina. Y, por fin, este escándalo de Zina, que no se sabe cómo terminará.
Y entre tanto Zina es joven -sólo tiene veintidós años.-, es bonita, elegante y jovial; le gusta reír y charlar, es muy aficionada a las discusiones y siente pasión por la música; muestra buen gusto en la elección de vestidos, libros y muebles, y en su casa no habría sufrido una habitación como ésta, en la que se huele a botas y a vodka barato. Es también liberal, pero en su librepensamiento se dejan sentir una superabundancia de energías, la vanidad de una muchacha joven, fuerte y atrevida, la apasionada sed de ser mejor y más original que el resto... ¿Cómo pudo enamorarse de Vlásich?
«El es un Quijote, un fanático terco, un maníaco -pensaba Piotr Mijáilich-; y ella es tan blanda, tan débil de carácter y acomodaticia, como yo... Los dos nos rendimos pronto y sin resistencia. Se enamoró de él; aunque yo mismo le profeso cariño, a pesar de todo...»
Piotr Mijáilich tenía a Vlásich por un hombre bueno y honesto, aunque de miras estrechas. En sus emociones y sufrimientos, y en toda su vida, no veía altos fines, próximos o remotos; veía únicamente el tedio y la incapacidad de vivir. Su sacrificio y todo lo que Vlásich denominaba proeza o impulso honrado, le parecía un derroche inútil de energía, innecesarios disparos sin bala en los que se quemaba mucha pólvora. La circunstancia de que Vlásich estuviera fanáticamente seguro de la extraordinaria honradez e infalibilidad de su manera de pensar, le parecía ingenua y hasta morbosa. En cuanto al hecho de que se las hubiera ingeniado toda su vida para confundir lo mezquino con lo sublime, que se hubiera casado estúpidamente y lo considerase una proeza, y que luego hubiera buscado a otras mujeres, viendo en ello el triunfo de una idea, todo esto resultaba sencillamente incomprensible.
A pesar de todo, Piotr Mijáilich sentía afecto por Vlásich, advertía en él la presencia de cierta fuerza, y por eso nunca era capaz de llevarle la contraria.
Vlásich se había sentado junto a él para charlar bajo el rumor de la lluvia, en la oscuridad, y ya carraspeaba dispuesto a contar algo largo, por el estilo de la historia de su boda. Pero Piotr Mijáilich no hubiera podido escucharlo. Lo abrumaba la idea de que dentro de unos minutos iba a ver a su hermana.
-Sí, no has tenido suerte en la vida -dijo suavemente-. Pero, perdóname, nos hemos apartado de lo principal. No era de eso de lo que teníamos que hablar.
-Sí, sí, tienes razón. Volvamos a lo principal -asintió Vlásich, y se puso en pie-. Escucha lo que te digo, Petrusha: nuestra conciencia está limpia. No nos ha casado un sacerdote, pero nuestro matrimonio es perfectamente legítimo. No voy a demostrarlo ni tú tienes por qué oírlo. Tu pensamiento es tan libre como el mío y, a Dios gracias, entre nosotros no puede haber discrepancia en este punto. En cuanto a nuestro futuro, no te debe asustar. Trabajaré hasta sudar sangre, sin dormir por las noches; en una palabra, haré cuanto pueda para que Zina sea feliz. Su vida será hermosa. ¿Que si seré capaz de hacerlo? ¡Sí lo seré, hermano! Cuando uno piensa sin cesar en una misma cosa, no le es difícil conseguir lo que quiere. Pero vayamos a ver a Zina. Hay que darle esta alegría.
A Piotr Mijáilich le dio un vuelco el corazón. Se levantó y siguió a Vlásich a la antesala y de allí a la sala. En esta pieza, enorme y sombría, no había más que un piano y una larga fila de viejas sillas, con incrustaciones de bronce, en las que nadie se sentaba nunca. Sobre el piano ardía una vela. De la sala pasaron en silencio al comedor, otra habitación amplia y poco confortable en el centro de la cual había una mesa redonda plegable, de seis gruesas patas, sobre la cual lucía también una única vela. El reloj, de caja roja parecida a la urna de un icono, marcaba las dos y media.
Vlásich abrió la puerta del cuarto vecino y dijo:
-¡Zínochka, ha venido Petrusha!
Se oyeron pasos precipitados y en el comedor entró Zina, alta, un tanto gruesa y muy pálida, tal como Piotr Mijáilich la había visto la última vez en casa: vestida con falda negra, blusa roja y un cinturón de gran hebilla. Atrajo hacia sí a su hermano con un abrazo y le dio un beso en la sien.
-¡Qué tormenta! -dijo-. Grigori había salido y me he quedado sola en toda la casa.
No daba muestras de turbación y miraba a su hermano con ojos sinceros y diáfanos, como en casa. Al verla, Piotr Mijáilich dejó de sentirse turbado.
-Pero tú no tienes miedo a las tormentas -dijo, sentándose junto a la mesa.
-Sí, pero aquí las habitaciones son enormes, el edificio es viejo y, en cuanto suena un trueno, todo él se estremece como un armario con vajilla. Por lo demás, es muy agradable -siguió, sentándose frente a su hermano-. Aquí todas las habitaciones guardan un recuerdo agradable. En la mía, lo que son las cosas, se pegó un tiro el abuelo de Grigori.
-En agosto tendré dinero y arreglaré el pabellón del jardín -dijo Vlásich.
-No sé por qué, cuando hay tormenta recuerdo al abuelo -prosiguió Zina-. Y en este comedor mataron a un hombre.
-Es cierto -confirmó Vlásich, y miró con los ojos muy abiertos a Piotr Mijáilich-. En los años cuarenta tenía arrendada esta hacienda un francés llamado Olivier. El retrato de su hija está aún en la buhardilla. Este Olivier, según contaba mi padre, despreciaba a los rusos por su ignorancia y se burlaba de ellos terriblemente. Así, exigía que el sacerdote, al pasar junto a la finca, se descubriera media versta antes de la casa, y cuando cruzaba con su familia por la aldea quería que hiciesen repicar las campanas. Con los siervos y la gente menuda, se entiende, gastaba aún menos ceremonias. En cierta ocasión pasó por aquí uno de los hijos más nobles de la Rusia vagabunda, algo parecido al estudiante Jorná Brut de Gógol. Pidió que le dejasen pasar la noche, agradó a los empleados y le permitieron quedarse en la oficina. Existen varias versiones. Unos dicen que el estudiante sublevó a los campesinos; otros, que la hija de Olivier se enamoró de él. No lo sé a ciencia cierta, pero lo que es seguro es que un buen día Olivier le hizo comparecer aquí, lo sometió a interrogatorio y luego ordenó que le diesen una paliza. ¿Te das cuenta? Mientras él permanecía sentado tras esta mesa, bebiendo como si tal cosa, los criados pegaban al estudiante. Hay que suponer que lo martirizaron. A la mañana siguiente el estudiante murió e hicieron desaparecer el cadáver. Se dice que lo tiraron al estanque de Koltóvich. Empezaron las investigaciones, pero el francés pagó varios miles de rublos a quien correspondía y se fue a Alsacia. Como a propósito, el plazo del arriendo se extinguía, y ahí terminó todo.
-¡Qué canallas! -exclamó Zina, estremeciéndose.
-Mi padre recordaba muy bien a Olivier y a su hija. Decía que era muy hermosa y excéntrica. Yo creo que el estudiante hizo lo uno y lo otro: sublevó a los campesinos y sedujo a la hija. Puede que ni siquiera se tratase de un estudiante, sino de una persona que se había presentado de incógnito.
Zínochka quedó pensativa: la historia del estudiante y la bella francesa parecía haber transportado su imaginación muy lejos. Piotr Mijáilich concluyó que, exteriormente, no había cambiado en absoluto en la última semana; la notaba, eso sí, un poco más pálida. Su mirada era tranquila, como si hubiese acudido con el hermano a visitar a Vlásich. Pero Piotr Mijáilich advertía cierto cambio en él mismo. En efecto, antes, cuando Zina vivía en casa, podía hablar con ella de todo, mientras que ahora era incapaz de preguntarle siquiera: «¿Cómo vives aquí?» Le parecía una pregunta torpe e innecesaria. En ella debía de haberse producido el mismo cambio. No mostraba prisa en hablar de la madre, de su casa, de su historia amorosa con Vlásich; no se justificaba, no decía que el matrimonio civil era mejor que el eclesiástico, no mostraba inquietud y se había quedado tranquilamente meditando en el caso de Olivier... ¿Y por qué habían sacado de pronto la conversación del francés?
-Los dos tienen la espalda mojada por la lluvia -dijo Zina, sonriendo alegremente, afectada por esta pequeña semejanza entre su hermano y Vlásich.
Y Piotr Mijáilich sintió toda la amargura y todo el horror de su situación. Recordó su casa vacía, el piano cerrado y la clara habitación de Zina, en la que nadie entraba ahora. Recordó que en las avenidas del jardín no había ya huellas de sus pies pequeños y que poco antes del té de la tarde ya no iba nadie a bañarse entre grandes risas. Aquello que más le atraía desde su más tierna infancia, en lo que le agradaba pensar sentado entre el pesado aire del aula -claridad, pureza, alegría-, todo cuanto llenaba la casa de vida y luz, se había ido para no volver, había desaparecido y se mezclaba con la grosera y torpe historia de un jefe de batallón, de un generoso teniente, de una mujer corrompida, del abuelo que se había pegado un tiro... Y empezar la conversación de la madre o imaginar que el pasado podía volver, significaría no comprender lo que estaba tan dado.
Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de lágrimas y su mano, puesta sobre la mesa, tembló. Zina adivinó lo que él pensaba y sus ojos resplandecieron también con el brillo de las lágrimas.
-Ven aquí, Grigori -dijo a Vlásich.
Se retiraron a la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Por la manera como Vlásich se inclinaba hacia ella y cómo ella miraba a Vlásich, Piotr Mijáilich comprendió una vez más que todo había acabado para siempre y no hacía falta hablar de nada. Zina se retiró.
-Verás, hermano -empezó Vlásich después de un breve silencio, frotándose las manos y sonriendo-: antes te decía que nuestra vida era feliz, pero lo hacía para someterme, por así decirlo, a las exigencias literarias. En realidad, todavía no hemos experimentado la sensación de la felicidad. Zina no cesaba de pensar en ti y en su madre, y se atormentaba; eso significaba un tormento para mí. Es un espíritu libre, decidido, pero con la falta de costumbre se le hace pesado, además de que es joven. Los criados la llaman señorita. Parece que es algo sin importancia, pero esto la preocupa. Así es, hermano.
Zina trajo un plato de fresas. Tras ella entró una pequeña doncella de aspecto sumiso. Puso en la mesa un jarro de leche y, antes de retirarse, hizo una inclinación muy profunda... Tenía algo de común con los viejos muebles, daba la sensación de algo estupefacto y aburrido.
La lluvia había cesado. Piotr Mijáilich comía fresas y Vlásich y Zina lo miraban en silencio. Se acercaba el momento de la conversación innecesaria pero inevitable, y los tres sentían ya su peso. Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de nuevo de lágrimas; apartó el plato y dijo que ya era hora de volver, pues se le iba a hacer tarde y acaso empezase de nuevo la lluvia. Llegó el momento en que Zina, por razones de decoro, debía sacar la conversación sobre los suyos y su nueva vida.
-¿Qué hay en casa? -preguntó con frase rápida, y su pálido rostro tembló ligeramente-. ¿Y mamá?
-Ya la conoces... -contestó Piotr Mijáilich, apartando la vista.
-Petrusha, tú has pensado mucho en lo sucedido -siguió ella, agarrando a su hermano de la manga, y él comprendió lo difícil que le era hablar-. Has pensado mucho. Dime: ¿podemos esperar que mamá se reconcilie alguna vez con Grigori... y acepte toda esta situación?
Estaba junto a él, mirándolo a la cara, y él se asombró al verla tan hermosa y al pensar que nunca lo había advertido. Y el hecho de que su hermana, tan parecida físicamente a la madre, delicada y elegante, viviera en casa de Vlásich y con Vlásich, junto a aquella doncella, junto a la mesa de seis patas, en una casa donde habían matado a palos a un hombre, el hecho de que ahora no volviese con él a casa, sino que se quedase allí a dormir, le pareció un absurdo increíble.
-Ya conoces a mamá... -dijo, sin contestar a la pregunta-. A mi modo de ver, convendría observar... hacer algo, pedirle perdón...
-Pero pedir perdón significa admitir que hemos procedido mal. Para la tranquilidad de mamá, estoy dispuesta a mentir, pero esto no conducirá a nada. La conozco. En fin, ¡sea lo que sea! -añadió Zina, contenta de que lo más desagradable hubiese quedado dicho-. Esperaremos cinco años, diez, aguantaremos, y sea lo que Dios quiera.
Tomó a su hermano del brazo y, al pasar por la oscura antesala, se apretó a su hombro.
Salieron al portal. Piotr Mijáilich se despidió, montó a caballo y emprendió la marcha al paso. Zina y Vlásich siguieron con él para acompañarle un rato. Era una tarde apacible y tibia, y en el aire había un maravilloso olor a heno; en el cielo, entre las nubes, brillaban las estrellas. El viejo jardín de Vlásich, testigo de tantas historias penosas, dormía envuelto en la oscuridad, y al pasar por él se despertaba en el alma un sentimiento de melancolía.
-Zina y yo hemos pasado hoy, después de la comida, un rato verdaderamente magnífico -dijo Vlásich-. La he leído un excelente artículo sobre los emigrados. ¡Debes leerlo, hermano! ¡Te gustará! Es un artículo notable por su honradez. No he podido resistirlo y he escrito a la redacción una carta para que se la entreguen al autor. Una sola línea: «¡Le doy las gracias y estrecho su honrada mano!»
Piotr Mijáilich estuvo tentado de decir: «No te metas en lo que no te importa», pero guardó silencio.
Vlásich caminaba junto al estribo derecho y Zina junto al izquierdo. Los dos parecían haber olvidado que tenían que volver a casa, aunque había mucha humedad y quedaba ya poco hasta la arboleda de Koltóvich. Piotr Mijáilich se dio cuenta de que esperaban algo de él, aunque ellos mismos no sabían qué, y sintió por los dos una profunda piedad. Ahora, cuando marchaban junto al caballo pensativos y sumisos, tuvo la profunda convicción de que eran desgraciados y de que no podían ser felices, y su amor le pareció un error triste e irreparable. La piedad y la conciencia de que no podía hacer nada en su favor le produjo esa enervación en que, para evitar el fatigoso sentimiento de la compasión, uno está dispuesto a cualquier sacrificio.
-Vendré alguna vez a pasar la noche con ustedes.
Pero esto parecía como si hubiese hecho una concesión y no lo satisfizo. Al detenerse junto a la arboleda de Koitóvich para despedirse definitivamente, se inclinó hacia su hermana, puso la mano en su hombro y dijo:
-Tienes razón, Zina: ¡has hecho bien!
Y, para no añadir nada más y no romper a llorar, dio un fustazo al caballo y se perdió al galope entre los árboles. Al entrar en la oscuridad, volvió la cabeza y vio que Vlásich y Zina regresaban a casa por el camino -él a grandes zancadas y ella como a saltitos- y conversaban animadamente.
«Soy una vieja -pensó Piotr Mijáilich-. Venía para resolver la cuestión y aún la he enredado más. Bueno, ¡que se queden con Dios!»
Se notaba apesadumbrado. Cuando terminó la arboleda puso el caballo al paso y luego, junto al estanque, lo detuvo. Sentía deseos de permanecer inmóvil y pensar. La luna había salido y se reflejaba como una columna rojiza al otro lado del estanque. A lo lejos retumbó el sordo estruendo del trueno. Piotr Mijáilich miraba sin pestañear el agua y se imaginaba la desesperación de su hermana, su dolorosa palidez y los secos ojos con que trataría de ocultar a la gente su humillación. Imaginó su embarazo, la muerte y el entierro de la madre, el horror de Zina... Porque la supersticiosa y orgullosa vieja no podía por menos de morirse. Los horribles cuadros del futuro se dibujaron ante él en la oscura superficie del agua, y entre las pálidas figuras de mujer se vio él mismo, pusilánime, débil, con la cara de quien se siente culpable...
A cien pasos de él, en la orilla derecha del estanque, había algo inmóvil y oscuro: ¿era una persona o un tronco de árbol? Piotr Mijáilich recordó lo del estudiante a quien habían arrojado a este estanque después de matarlo.
«Olivier fue inhumano, pero, después de todo, resolvió el problema, mientras que yo no he resuelto nada, no he hecho más que enredarlo», pensó, mirando la oscura silueta, que semejaba un aparecido. «Él decía y hacía lo que pensaba, y yo no digo ni hago lo que pienso. Ni siquiera sé de seguro lo que en realidad pienso...»
Se acercó a la negra silueta: era un viejo tronco podrido, lo único que quedaba de una antigua construcción.
De la arboleda y la hacienda de Koltóvich venía hasta él un fuerte perfume de muguete y de aromáticas hierbas. Piotr Mijáilich siguió a lo largo de la orilla del estanque, contemplando tristemente el agua, y al rememorar su vida se convenció de que hasta entonces no había dicho y hecho lo que pensaba, y que los demás le habían pagado con la misma moneda. Esto le hizo ver su vida entera tan sombría como aquel agua en que se reflejaba el cielo de la noche y se confundían las algas. Y le pareció que aquello no tenía remedio.

1892.





Chéjov / Las bellas

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LAS BELLAS
Antón Chéjov
BIOGRAFÍA


I
Recuerdo cómo, siendo colegial del quinto o sexto año, viajaba yo desde el pueblo de Bolshoi Krepkoi, de la región del Don, a Kostov, acompañando a mi abuelo. Era un día de agosto, caluroso y penosamente aburrido. A causa del calor y del viento, seco y cálido, que nos llenaba la cara de nubes de polvo, los ojos se nos pegaban y la boca se volvía reseca, uno no tenía ganas de mirar ni hablar ni pensar, y cuando el semidormido cochero, el ucranio Karpo, amenazando al caballo me rozaba la gorra con su látigo, yo no emitía ningún sonido en señal de protesta y sólo, despertándome de la modorra, escudriñaba la lejanía: ¿no se veía alguna aldea a través de la polvadera? Para dar de comer a los caballos nos detuvimos en Bjchi-Salaj, un gran poblado armenio, en casa de un rico aldeano, conocido de mi abuelo. En mi vida había visto nada más caricaturesco que aquel armenio. Imagínese una cabecita rapada, de cejas espesas y sobresalientes, nariz de ave, largos y canosos bigotes y ancha boca desde la cual apunta una larga pipa de cerezo; esa cabecita está pegada torpemente a un torso flaco y encorvado, vestido con un traje fantástico: una corta chaqueta roja y amplios bombachos de color celeste claro; esta figura caminaba separando mucho los pies y arrastrando los zapatos, hablaba sin sacar la pipa de la boca y se comportaba con dignidad puramente armenia: no sonreía, abría desmesuradamente los ojos y trataba de prestar la menor atención posible a sus huéspedes.
En las habitaciones del armenio no había ni viento ni polvo, pero la atmósfera de la casa era tan desagradable, sofocante y tediosa como en la estepa y en el camino. Me recuerdo polvoriento y exhausto por el calor, sentado en el rincón sobre un baúl verde. Las paredes de madera sin pintar, los muebles y los pisos recubiertos de ocre expandían un olor a madera seca, quemada por el sol. En todas partes, por donde uno mirara, había moscas, moscas, moscas... El abuelo y el armenio conversaban a media voz acerca de las pasturas, el estiércol, las ovejas... Yo sabía que durante una hora entera iban a preparar el samovar, que mi abuelo emplearía no menos de una hora para tomar el té, que luego se echaría una siesta de dos o tres horas y que yo pasaría la cuarta parte del día esperando, después de lo cual volverían el calor, la polvareda y las sacudidas de la carreta. Al escuchar el murmullo de dos voces, se me figuraba que hacía ya mucho tiempo que yo estaba viendo al armenio, el armenio con la vajilla, las moscas, las ventanas, en las que pegaba el cálido sol, y que no las dejaría de ver sino en un futuro muy lejano y me dominaba entonces un odio a la estepa, al sol, a las moscas...
Una mujer ucrania, con un pañuelo en la cabeza, trajo la bandeja con vajilla y luego el samovar.
El armenio, sin prisa, salió al zaguán y gritó:
-¡Mashia! ¡Ven a servir el té! ¿Dónde estás? ¡Mashia!
Se oyeron unos pasos presurosos y entró una joven de unos dieciséis años, llevando un sencillo vestido de percal y un pañuelito blanco. Lavando la vajilla y sirviendo té, me daba la espalda y pude notar solamente que tenía un talle muy fino, que estaba descalza y que sus pequeños talones desnudos se escondían bajo unos pantalones que llegaban hasta el suelo.
El dueño me invitó a tomar el té. Al sentarme en la mesa, miré la cara de la joven, que me ofrecía el vaso, y de pronto sentí como si una ráfaga de viento sacudiera mi alma, borrando todas las impresiones del día, con su tedio y su polvo. Porque vi los encantadores rasgos del más hermoso de los rostros que jamás haya encontrado o soñado. Ante mí estaba una beldad, y lo comprendí a primera vista, como comprendo el relámpago.
Estoy dispuesto a jurar que Masha o, como la llamaba su padre, Mashia, era una verdadera belleza, mas no puedo demostrarlo. Ocurre a veces que las nubes se acumulan desordenadamente en el horizonte, y el sol, escondiéndose tras ellas, las pinta con todos los colores posibles: purpúreo anaranjado, dorado lila, rosado sucio; una nubecilla se parece a un monje, otra a un pez, otra más a un turco tocado con un turbante. El resplandor abarca la tercera parte del cielo; hace brillar la cruz de la iglesia y las ventanas de la mansión señorial; se refleja en el río y en las charcas; tiembla en los árboles; lejos, recortándose sobre el fondo iluminado, una bandada de patos silvestres vuela en busca de un lugar para pernoctar... El zagal, que va arreando vacas, el agrimensor, que atraviesa en carretela el dique: los señores que están de paseo: todos contemplan la puesta del sol y todos, sin excepción, encuentran que es terriblemente bella, pero nadie sabe ni podrá decir en qué consiste esta belleza.
No era yo solo quien encontraba bella a la joven armenia. Mi abuelo, un anciano de ochenta años, hombre duro e indiferente para las mujeres y las bellezas de la naturaleza, miró a Masha con cariño durante un minuto entero y preguntó:
-¿Es tu hija, Avet Nazárich?
-La hija, sí. Es mi hija -contestó el dueño.
-Linda señorita -alabó el abuelo.
Un pintor llamaría clásica y severa a la belleza de, aquella armenia. Era, precisamente, esa clase de belleza cuya contemplación, Dios sabe cómo, origina en uno la seguridad de ver facciones regulares, de que los cabellos, los ojos, la nariz, la boca, el cuello, el pecho y todos los movimientos del joven cuerpo se han fundido en un solo acorde íntegro y armónico, en el cual la naturaleza no se había equivocado ni en un ápice; no se sabe por qué, nosotros creemos que una mujer idealmente bella debe tener una nariz exactamente igual a la de Masha, recta y levemente encorvada, los mismos ojos, grandes y oscuros, las mismas pestañas largas, la misma mirada lánguida; que sus ondulados cabellos negros y sus cejas hacen el mismo juego con el blanco y delicado color de la frente y las mejillas, como el verde cañaveral con el apacible río. El blanco cuello de Masha y su pecho juvenil no están bien desarrollados aún, pero a uno le parece que para esculpirlos es necesario tener un enorme talento creador. Se la está mirando y poco a poco, invade el deseo de decirle hasta algo muy agradable, sincero, bello, tan bello como lo es ella misma.
Al principio me sentía ofendido y avergonzado por el hecho de que Masha no me prestaba ninguna atención y siempre miraba al suelo; me parecía que un aire especial, feliz y orgulloso, la separaba de mí y la ocultaba celosamente de mis miradas.
"Debe ser -pensé- porque estoy cubierto de polvo, quemado por el sol y porque no soy más que un mozalbete".
Pero luego, poco a poco, me olvidé de mí mismo y me abandoné por entero a sentir solamente su belleza. Ya no recordaba el tedio de la estepa ni la polvoreada; no oía el zumbido de las moscas, no percibía el sabor del té, sólo sentía que al otro lado de la mesa se hallaba una hermosa muchacha.
Percibía aquella belleza de una manera extraña. No eran deseos, ni entusiasmo, ni tampoco placer lo que Masha suscitaba en mí, sino una honda, aunque agradable, tristeza. Era una tristeza indefinida, vaga como un sueño. Sin saber por qué, sentía lástima por mí mismo, por mi abuelo, por el armenio y por la misma pequeña armenia, y experimentaba una sensación como si los cuatro hubiéramos perdido algo importante y necesario para la vida, algo que jamás volveríamos a encontrar. También mi abuelo se puso triste. Ya no hablaba de rastrojos ni de ovejas, sino callaba, pensativo, mirando a Masha de tiempo en tiempo.


Después del té el abuelo se acostó a dormir y yo salí de la casa y me senté en un escalón del pórtico. La casa
, como todas las casas en Bajch-Salaj, estaba expuesta directamente al sol; no había árboles, ni toldos, ni sombra. El gran patio exterior del armenio, cubierto de armuelle y otras hierbas, a pesar del fuerte calor, se hallaba animado y hasta alegre. Detrás de una de las cercas que allá y acá cruzaban el patio, se realizaba la trilla. Alrededor de un poste, clavado en medio de la era, uncidos en fila y formando un solo radio, corrían doce caballos. Cerca de ellos caminaba un mozo ucranio vestido con un chaleco largo y amplios bombachos, quien hacía restallar el látigo y profería gritos, como si quisiera burlarse de los caballos y jactarse de su poder sobre ellos:
-¡A-a-a, malditos! A-a-a... ¡ya les voy a dar! ¿Tienen miedo?
Los caballos, bayos, blancos y pintos, sin comprender para qué los obligan a girar en el mismo lugar y a aplastar la paja del trigo, corrían de mala gana, como haciendo un gran esfuerzo, y agitaban las colas ofendidos. De bajo de sus cascos el viento levantaba nubes enteras de dorado tamo y las llevaba lejos, por encima de la empalizada. Junto a las altas y frescas hacinas se afanaban las mujeres con rastrillos y se movían los carros, más allá de las hacinas, en otro patio, corría alrededor del poste otra docena de parecidos caballos y otro ucranio, igual que el primero, hacía restallar el látigo y se burlaba de los caballos.

Los escalones en que me hallaba sentado estaban calientes; en algunos sitios del estrecho pasamanos y en los marcos de las ventanas el calor ablandaba el pegamento; bajo los peldaños y los postigos, en las angostas franjas de la sombra, se apretujaban insectos de color rojo. El sol me quemaba la cabeza, el pecho y la espalda; pero yo no lo notaba y sólo sentía el roce de los pi
es descalzos por los tablones del piso, en el zaguán, en las habitaciones. Después de retirar la vajilla, Masha bajó corriendo por los peldaños, alcanzándome con una ráfaga de aire, y se dirigió volando como un pájaro hacia una pequeña y ahumada construcción que debía ser cocina y de donde llegaba un olor a cordero asado y un enojado parloteo armenio.

       Ella desapareció por la oscura puerta y en su lugar surgió en el umbral una vieja y encorvada armenia, de cara colorada, que vestía largos bombachos verdes. La vieja estaba enfadada y reñía a alguien. Pronto apareció Masha, enrojecida por el calor de la cocina y con un enorme pan negro sobre el hombro, inclinándose con gracia bajo el peso del pan, corrió a través del patio en dirección a la era, en un santiamén se coló por la cerca y envuelta en la nube del dorado polvillo, desapareció detrás de los carros. El ucranio que fustigaba a los caballos bajó el látigo y durante un minuto se quedó mirando, en silencio, hacia el lado de los carros; luego, cuando la muchacha volvió a aparecer junto a los caballos y saltó la cerca la siguió con la mirada y de repente gritó a los caballos de tal modo como si estuviera muy apenado:
-¡Ea, que los lleve el diablo!
Permanecí escuchando sin cesar los pasos de los pies descalzos y viéndola correr por el gran patio, con la cara seria, preocupada. Ora descendía corriendo los escalones, echándome viento, ora volaba a la cocina ora hacia la era, ora corría fuera del patio, de modo que yo apenas tenía tiempo de mover la cabeza para seguirla con la mirada.
Y cuanto más veces pasaba corriendo, con su belleza, ante mi vista, más fuerte se tornaba mi tristeza. Tenía lástima de mí mismo, de ella y del mozo ucranio que la seguía con su triste mirada cada vez que ella corría hacia los carros, a través de una nube de tamo. No sé si su belleza provocaba en mí la envidia, o lamentaba que la muchacha no fuese mía, ni nunca lo sería y que yo fuese un extraño para ella; o sentía vagamente que su rara belleza era casual, innecesaria, efímera; o, quizás, era mi tristeza aquel sentimiento especial que nace en el hombre al contemplar éste una verdadera belleza. ¿Quién lo sabe?
Las tres horas de espera pasaron inadvertidas. Me pareció que no había tenido suficiente tiempo para ver bien a Masha, cuando Karpo ya había ido al río, bañado el caballo y ya estaba enganchándolo: El mojado caballo resoplaba contento y golpeaba con los cascos. Karpo le gritaba: "¡atrás!" El abuelo se despertó. Masha empujó el portón y éste se abrió chirriando, nosotros subimos a la carreta y salimos del patio. Viajábamos en silencio, como si estuviéramos enojados.
Cuando al cabo de dos o tres horas, a lo lejos, se avistaron Rostov y Najicheván, Karpo, que durante todo el viaje había permanecido callado, se volvió por un instante hacia nosotros y dijo:
-¡Qué linda moza, la del armenio!
Y fustigó al caballo.

II
En otra oportunidad, siendo ya estudiante, me dirigía por ferrocarril al sur. Era el mes de mayo. En una de las estaciones, parece que fue entre Belgorod y Karkov, bajé del vagón para dar un paseo sobre el andén.
La sombra crepuscular había descendido ya sobre el pequeño jardín de la estación, el andén y el campo, el edificio de la estación ocultaba la puesta del sol, pero por las bocanadas superiores de humo que salía de la locomotora y que estaba teñido de un suave color de rosa, se notaba que el sol aún no se había puesto del todo.
Paseando por el andén, observé que la mayoría de los pasajeros caminaban y se detenían siempre junto a un coche de segunda clase, y lo hacían con una expresión que parecía señalar la presencia en el vagón de algún personaje célebre. Entre los curiosos que encontré cerca de este vagón se hallaba también mi compañero de viaje, un oficial de artillería, hombre inteligente, cordial y simpático, como todos aquellos con quienes me relacioné en el camino.
-¿Qué están mirando aquí? -le pregunté.
Sin responder, me señaló con los ojos una figura femenina. Era una joven de unos diecisiete o dieciocho años, vestida a la usanza rusa con la cabeza descubierta y con una pequeña mantilla negligentemente echada sobre un hombro; no era una pasajera del tren, sino, al parecer, la hija o la hermana del jefe de estación. De pie, junto a la ventanilla del coche, estaba conversando con una pasajera de cierta edad. Antes de darme cuenta de lo que estaba viendo, me invadió de repente la misma sensación que otrora había experimentado en la aldea armenia.
La joven era una notable belleza y de ello no teníamos duda ni yo ni los que la miraban junto conmigo.
Si tuviera que describir su físico por partes, como suele hacerse, debería de reconocer que lo único realmente bello que tenía la muchacha eran sus rubios, ondulados y espesos cabellos, que caían libremente sobre su espalda y sólo estaban sujetos en la cabeza con una cintita negra; todo lo demás era irregular o muy ordinario. Fuese por una manera especial de coquetear o por la miopía, tenía los ojos entornados; su nariz era tímidamente respingada; la boca, pequeña, su perfil, débilmente delineado; sus hombros eran demasiado estrechos para su edad y, sin embargo, la muchacha daba la impresión de ser una verdadera beldad. Mirándola pude convencerme de que un rostro ruso, para parecer bello, no necesita una rigurosa regularidad de facciones; más aún, si a la joven le hubieran cambiado su nariz respingona por otra, recta y plásticamente impecable, como la que tenía la pequeña armenia, su rostro, probablemente, hubiera perdido todo su encanto.
Parada junto a la ventanilla, la muchacha, al conversar, encogía los hombros a causa del aire fresco del anochecer, con frecuencia volvía la cabeza hacia nosotros, se ponía en jarras, alzaba sus manos para arreglar los cabellos, hablaba, reía, expresaba en su cara tan pronto sorpresa como terror y no recuerdo un solo instante en que su rostro y su cuerpo estuvieran quietos. Todo el secreto y el hechizo de su belleza consistían precisamente en estos pequeños e infinitamente graciosos movimientos en su sonrisa en el juego de su rostro, en las fugaces miradas que nos dirigía, en la conjunción de la fina elegancia de sus ademanes con la juventud, la frescura, la pureza del alma que se revelaban en su risa y en su voz, y con esa debilidad que tanto amamos en los niños, en los pájaros, en los jóvenes cierzos, en los jóvenes árboles.
Era una belleza de mariposa a la cual tan bien le queda el vals, el revoloteo por el jardín, la risa, la alegría, y la que no concuerda con una idea seria, ni con la tristeza, ni con la paz; y bastaría, al parecer, que un fuerte viento corriera por el andén o que cayera una lluvia para que el frágil cuerpo se marchitara de golpe y su caprichosa belleza se aventara como el polvillo de las flores.
-¡Sí-sí...! -murmuró suspirando el militar, cuando, después de la segunda campanada, nos dirigíamos a nuestro vagón.
En cuanto al significado de ese “sí-sí", no estoy en condiciones de definirlo.
Puede ser que estuviera triste y no tuviera ganas de abandonar a la bella joven y el crepúsculo primaveral para encerrarse en el sofocante ambiente del vagón; puede ser también que sintiera, igual que yo, una indefinible piedad por la bella, por sí mismo, por mí y por todos los pasajeros que lentamente, sin ganas, se encaminaban hacia sus coches. Al pasar delante de una ventana de la estación, tras la cual se hallaba sentado junto a su aparato el pálido y pelirrojo telegrafista, de cara descolorida y de pómulos salientes, el oficial suspiró y dijo:
-Apuesto que este telegrafista está enamorado de aquella linda. Vivir en medio del campo, bajo el mismo techo con esa celestial criatura y no enamorarse de ella estaría por encima de las fuerzas humanas. ¡Y qué desgracia, mi amigo, que burla resulta ser encorvado, desgreñado, grisáceo, decente y juicioso y enamorarse de esa muchacha linda y tontita que no le presta a uno ni la menor atención! O peor todavía: imagínese que este telegrafista está enamorado, pero al mismo tiempo es casado y que su mujer es tan encorvada, desgreñada y decente como él mismo... ¡Es una tortura!
Junto a nuestro vagón, apoyándose en el pasamanos de la plataforma, el guarda miraba hacia el lugar en que estaba la bella joven, y sus abotagados ojos y demacrado rostro, fatigado por las noches sin dormir y por el trajín del tren, expresaba ternura y profunda tristeza, como si en aquella muchacha viera su propia juventud, su felicidad, su pureza, su sobriedad, su mujer y sus hijos; miraba como si se estuviera arrepintiendo de algo y sintiendo con todo su ser que la muchacha no le pertenecía y que la común dicha humana, la de los pasajeros, resultaba tan inalcanzable para él -con su vejez prematura, su torpeza y su cara demacrada- como el cielo.
Sonó la tercera campanada, silbaron los pitos, y el tren se puso perezosamente en marcha. Ante nuestras ventanillas pasaron primero el guarda, el jefe de estación, luego el jardín y la bella moza con su maravillosa sonrisa infantil y pícara...
Asomándome por la ventanilla y mirando hacia atrás, la vi seguir con los ojos el tren, dar unos pasos por el andén ante la ventana del telegrafista, arreglar sus cabellos y correr al jardín. El edificio de la estación ya no obstaculizaba el panorama, y el campo hacia el lado occidental se mostraba abierto, pero el sol se había puesto ya y las negras bocanadas de humo se extendían por el verde terciopelo de los sembrados. Había tristeza tanto en el aire primaveral y en el oscurecido cielo, como en el vagón.
El conocido guarda entró en el vagón y se puso a encender las bujías.


1888.


Hilda Hilst / I / Si te parezco nocturna e imperfecta

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Hilda Hilst
BIOGRAFÍA
Diez llamados al amigo
Traducción de Julieta Benedetto


I



Si te parezco nocturna e imperfecta
mírame de nuevo.
Porque esta noche
me miré a mí misma, como si vos me mirases.
Y era como si el agua
desease


escapar de su casa que es el río

y deslizando apenas, sin tocar la margen

Te miré. Y hace un tiempo
entiendo que soy tierra. Hace tanto tiempo
espero
que tu cuerpo de agua más fraterno
se extienda sobre el mío. Pastor y marinero

mírame de nuevo. Con menos altivez.

Y más atento.


Hilda Hilst
Júbilo Memória Noviciado da Paião,  1974
Poesia: 1959-1979 
São Paulo, Quíron, 1980.



Chejov / Una broma

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Anton Chejov
BIOGRAFÍA

UNA BROMA



Un claro mediodía de invierno... El frío es intenso, el hielo cruje, y a Nádeñka, que me tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha le cubre los bucles en las sienes y el vello encima del labio superior. Estamos sobre una alta colina. Desde nuestros pies hasta el llano se extiende una pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo. A nuestro lado está un pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo.
-Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna -le suplico-. ¡Siquiera una sola vez! Le aseguro que llegaremos sanos y salvos.
Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de la helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el aliento y está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se arriesgue a lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón.
-¡Le ruego! -le digo-. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es una falta de valor, una simple cobardía!
Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara, brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos rodean se funden en una solo franja larga que corre vertiginosamente... Un instante más y llegará nuestro fin.
-¡La amo, Nadia! -digo a media voz.
El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de los patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin, estamos abajo. Nádeñka llegó más muerta que viva. Está pálida y apenas respira... La ayudo a levantarse.
-¡Por nada del mundo haría otro viaje! -dice mirándome con ojos muy abiertos y llenos de horror-. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero!
Al cabo de un rato vuelve en sí y me dirige miradas inquisitivas. ¿Fui yo quien dijo aquellas tres palabras o simplemente le pareció oírlas en el silbido del remolino? Yo fumo a su lado y examino mi guante con atención.
Me toma del brazo y comenzamos un largo paseo cerca de la colina. El misterio por lo visto no la deja en paz. ¿Fueron dichas aquellas palabras o no? ¿Sí o no? Es una cuestión de amor propio, de honor, de vida, de dicha; una cuestión muy importante, la más importante en el mundo. Nádeñka vuelve a dirigirme su mirada impaciente, triste, penetrante, y contesta fuera de propósito, esperando que yo diga algo. ¡Oh, qué juego de matices hay en este rostro simpático! Veo que está luchando consigo misma, que tiene necesidad de decir algo, de preguntar, pero no encuentra las palabras, se siente cohibida, atemorizada, confundida par la alegría...
-¿Sabes una cosa? -dice sin mirarme.
-¿Qué?- le pregunto.
-Hagamos... otro viajecito.
Subimos por la escalera. Vuelvo a acomodar a la temblorosa y pálida Nádeñka en el trineo y de nuevo nos lanzamos en el terrible abismo; de nuevo brama el viento y zumban los patines; y de nuevo, al alcanzar el trineo su impulso más fuerte y ruidoso, digo a media voz:
-¡La amo, Nadia!
Cuando el trineo se detiene, Nádeñka contempla la colina por la que acabamos de descender; luego clava su mirada en mi cara, escucha mi voz, indiferente y desapasionada, y toda su pequeña figura, junto con su manguito y su capucha, expresa un extremo desconcierto. Y su cara refleja una serie de preguntas: “¿Cómo es eso? ¿Quién ha pronunciado aquellas palabras? ¿Ha sido él o me ha parecido oírlas y nada más?"
La incertidumbre la torna inquieta, la pone nerviosa. La pobre muchacha no contesta mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de llorar.
-¿Será hora de irnos a casa? -le pregunto.
-A mí... a mí me gustan estos viajes en trineo -dice, ruborizándose-. ¿Haremos uno más?
Le "gustan" estos viajes, pero al sentarse en el trineo, palidece igual que antes, tiembla y contiene el aliento.
Descendemos por tercera vez, y noto cómo está observando mi cara y mis labios. Pero yo me cubro la boca con un pañuelo, y toso, y al llegar a la mitad de la colina alcanzo a musitar:
-¡La amo, Nadia!
Y el misterio sigue siendo misterio. Nádeñka guarda silencio, piensa en algo... Nos retiramos de la pista y ella trata de aminorar la marcha, esperando siempre que yo diga aquellas palabras. Veo cómo sufre su corazón y cómo ella se esfuerza para no decir en voz alta: "¡No puede ser que las haya dicho el viento! ¡Y no quiero que haya sido el viento!"
A la mañana siguiente recibo una esquela:
"Si usted va hoy a la pista de patinaje, venga a buscarme. N."
Y a partir de ese día voy con Nádeñka a la pista todos los días y, al precipitarnos hacia abajo en el trineo, cada vez pronuncio a media voz siempre las mismas palabras:
-¡La amo, Nadia!
En poco tiempo, Nádeñka se habitúa a esta frase, como uno se habitúa al vino o a la morfina. Ya no puede vivir sin ella. Es verdad que siempre le da miedo deslizarse por la colina helada, pero ahora el miedo y el peligro otorgan un encanto especial a las palabras de amor, palabras que constituyen un misterio y oprimen dulcemente el corazón. Los sospechosos son siempre dos: el viento y yo... Ella no sabe quién de los dos le declara su amor, pero ello, por lo visto, ya la tiene sin cuidado; poco importa el recipiente del cual uno bebe, lo esencial es sentirse embriagado.
Una vez, al mediodía, fui solo a la pista: mezclado con la multitud, vi a Nádeñka acercarse a la colina y buscarme con los ojos... Tímidamente sube a la escalera... Le da mucho miedo viajar sola, ¡oh, qué miedo! Está blanca como la nieve y tiembla como si se dirigiera a su propia ejecución. Pero va decidida, sin mirar para atrás.
Por lo visto, ha decidido probar, al fin: ¿Se oyen aquellas sorprendentes y dulces palabras cuando yo no estoy? La veo colocarse en el trineo, pálida, con la boca abierta por el miedo, cerrar los ojos y emprender la marcha, después de despedirse para siempre de la tierra. "Zsh-zsh-zsh-zsh"... Zumban los patines. Si Nádeñka está oyendo aquellas palabras o no, no lo sé... La veo levantarse del trineo exhausta, débil. Y se ve por su cara que ella misma no sabe si ha oído algo o no. Mientras estuvo deslizándose hacia abajo, el miedo le quitó la capacidad de escuchar, de distinguir sonidos, de entender...
Y he aquí que llega el primaveral mes de marzo... El sol se torna más cariñoso. Nuestra montaña de hielo se oscurece, pierde su brillo y por fin se derrite. Nuestros viajes en trineo se interrumpen. La pobre Nádeñka ya no tiene dónde escuchar aquellas palabras y además no hay quien las pronuncie, puesto que el viento se ha aquietado y yo estoy por irme a Petersburgo por mucho tiempo, quizá para siempre.
Unos días antes de mi partida al anochecer, estoy sentado en el jardín. Este jardín está separado de la casa de Nádeñka por una alta palizada con clavos... Aún hace bastante frío, en los rincones del patio exterior hay nieve todavía, los árboles parecen muertos; pero ya huele a primavera y los grajos, acomodándose para dormir, desatan su último vocerío de la jornada. Me acerco a la empalizada y durante largo rato miro por una hendidura. Veo a Nádeñka salir al patio y alzar su triste y acongojada mirada al cielo... El viento de primavera sopla directamente en su pálido y sombrío rostro... Le hace recordar aquel otro viento que bramaba en la colina dejando oír aquellas tres palabras, y su cara se pone triste, muy triste, y una lágrima se desliza por su mejilla. La pobre muchacha extiende ambos brazos como suplicando al viento que le traiga una vez más aquellas palabras. Y yo, al llegar una ráfaga de viento, digo a media voz:
-¡La amo, Nadia!
¡Por Dios, hay que ver lo que sucede con Nádeñka! Deja escapar un grito y con amplia sonrisa tiende sus brazos hacia el viento, alegre, feliz, tan bella.
Y yo me voy a hacer las maletas...
Esto sucedió hace tiempo. Ahora Nádeñka está casada con el secretario de una institución tutelar y tiene ya tres hijos. Pero nuestros viajes en trineo y las palabras "La amo, Nadia", que le llevaba el viento, no están olvidadas, para ella son el recuerdo más feliz, más conmovedor y más bello de su vida...

Mientras que yo, ahora que tengo más edad, ya no comprendo para qué decía aquellas palabras. Para qué hacía aquella broma...



Hilda Hilst / XXII / No me busques ahí

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Hilda Hilst
BIOGRAFÍA
XXII


No me busques ahí
donde los vivos visitan
a los llamados muertos.
Búscame
dentro de las grandes aguas
en las plazas
en el corazón del fuego,
entre caballos, perros,
en los arrozales, en el arroyo
o junto a los pájaros
o en el reflejo
de alguien
que sube un duro camino

Piedra, semilla, sal
Pasos de la vida. Búscame ahí.
Viva.

Da morte. Odes mínimas.1980





Chejov / La obra de arte

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LA OBRA DE ARTE
Antón Chéjov
Sacha Smirnov, hijo único, entró con mustio semblante en la consulta del doctor Kochelkov. Debajo del brazo llevaba un paquete envuelto en el número 223 de Las noticias de la Bolsa.
-¡Hola, jovencito! ¿Qué tal nos encontramos? ¿Qué se cuenta de bueno? -le preguntó, afectuosamente, el médico.
Sacha empezó a parpadear y, llevándose la mano al corazón, dijo con voz temblorosa y agitada:
-Mi madre, Iván Nikolaevich, me rogó que lo saludara en su nombre y le diera las gracias... Yo soy su único hijo, y usted me salvó la vida..., me curó de una enfermedad peligrosa..., y ninguno de los dos sabemos cómo agradecérselo.
-Está bien, está bien, joven -lo interrumpió el médico, derritiéndose de satisfacción-. Sólo hice lo que cualquiera hubiese hecho en mi lugar.
-Soy el único hijo de mi madre... Somos gente pobre y, naturalmente, no podemos pagarle el trabajo que se ha tomado, pero... por eso mismo estamos muy avergonzados... y le rogamos encarecidamente se digne aceptar, en señal de nuestro agradecimiento, esto que... Es un objeto muy valioso, de bronce antiguo..., una verdadera obra de arte, muy rara...
-¡Para qué se ha molestado! No hacía falta -dijo el médico frunciendo el ceño.
-No, por favor, no lo rechace -prosiguió murmurando Sacha, mientras desenvolvía el paquete-. Si lo hace, nos ofenderá a mi madre y a mí. Es un objeto muy hermoso..., de bronce antiguo... Pertenecía a mi difunto padre y lo guardábamos como un recuerdo, casi como una reliquia... Mi padre se dedicaba a comprar objetos de bronce antiguos para venderlos a los aficionados. Ahora mi madre y yo seguiremos ocupándonos en lo mismo.
Sacha acabó de desenvolver el paquete y colocó triunfalmente sobre la mesa el objeto en cuestión. Era un candelabro, no muy grande, pero efectivamente de bronce antiguo y de admirable labor artística. Un pedestal sostenía un grupo de figuras femeninas ataviadas como Eva, y en tales posturas que me encuentro incapaz de describirlas, tanto por falta de valor como del necesario temperamento. Las figuritas sonreían con coquetería, y todo en ellas atestiguaba claramente que, a no ser por la obligación que tenían de sostener una palmatoria, de buena gana habrían saltado del pedestal y organizado una juerga de tal categoría que sólo pensar en ella avergonzaría al lector.
El médico contemplaba el regalo con aire preocupado, rascándose la oreja, y por fin emitió un sonido inarticulado, sonándose con gesto inseguro.
-Sí; es un objeto realmente hermoso -consiguió murmurar-, pero verá usted, no es del todo correcto... Eso no es precisamente un escote... Bueno, Dios sabe lo que es.
-Pero ¿por qué lo considera usted de ese modo?
-Porque ni el mismo diablo podía haber inventado nada peor... Colocar encima de mi mesa este objeto sería echar a perder la respetabilidad de la casa.
-Qué manera tan rara tiene usted de considerar el arte, doctor -exclamó Sacha, ofendido-. Pero mírelo usted bien. Se trata de una verdadera obra de arte. Hay en ella tal belleza y gracia que eleva nuestra alma y hace acudir lágrimas a nuestros ojos. ¡Fíjese qué movimiento, qué ligereza, cuánta expresión!
-Lo comprendo muy bien, querido -lo interrumpió el médico-. Pero debe darse cuenta de que yo soy padre de familia, mis hijitos andan de un lado para otro y vienen señoras a verme.
-Claro, mirándolo desde el punto de vista del vulgo -dijo Sacha-, este objeto de tanto valor artístico resulta completamente distinto... Pero usted, doctor, se halla tan por encima de la masa. Además, si lo rehúsa, nos apenará profundamente. Usted me salvó la vida..., y lo único que siento es no tener la pareja de este candelabro.
-Gracias, buen muchacho; le estoy muy agradecido. Salude a su madre, pero hágase cargo, palabra de honor, que por aquí andan mis niños y vienen señoras... ¡Bueno, qué se le va a hacer! ¡Déjelo! De todos modos no lograré hacerle comprender mi situación.
-No hay más que hablar -dijo Sacha muy alegre-: el candelabro se pondrá aquí, al lado de este jarrón. ¡La lástima es que no tenga la pareja! ¡Sí, es una verdadera pena! Bueno... ¡Adiós, doctor!
Cuando se fue Sacha, el médico permaneció un buen rato rascándose la nuca con aire pensativo.
"Es indiscutible que se trata de un objeto de arte -decía para sí-, y sería una pena tirarlo. Sin embargo, es imposible tenerlo en casa... ¡Vaya problema! ¿A quién podría regalarlo o qué favor podría pagar con él?"
Después de muchas cavilaciones recordó a su buen amigo el abogado Ujov, con quien se sentía en deuda por un asunto que le arregló.
"Perfectamente -decidió el médico-; como es un gran amigo no me aceptará dinero y será necesario hacerle un regalo. Voy a .llevarle este condenado candelabro. Precisamente es soltero y algo calavera."
Y, sin esperar más, se vistió rápidamente, cogió el candelabro y se fue a ver a Ujov, a quien encontró casualmente en casa.
-¡Hola, amigo! -exclamó al entrar-. Vine para darte las gracias por las molestias que te tomaste conmigo, y como no quieres aceptar mi dinero, al menos acepta este objeto. Sí, querido amigo, se trata de un objeto valiosísimo...
Al ver el candelabro, el abogado prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo.
-¡Vaya un objeto! -exclamó el abogado, echándose a reír-. ¡Ni el mismo demonio sería capaz de inventar algo mejor! ¡Es estupendo! ¡Magnífico! ¿Dónde encontraste esta preciosidad?
Después de exteriorizar así su entusiasmo, echó una mirada temerosa a la puerta, y dijo:
-Sólo que, hermano, por favor guarda tu regalo. No lo quiero.
-¿Por qué? -inquirió el médico, asustado.
-Pues porque... a mi casa suele venir mi madre y también los clientes... Incluso delante de la criada resultará algo molesto...
-¡Ni hablar! ¡No te atreverás a hacerme este desaire! -exclamó, gesticulando, el galeno-. Esto sería un feo por tu parte. Además, tratándose de una obra de arte..., y fíjate qué movimiento..., cuánta expresión. ¡No digas nada más o me enfado!
-Si al menos llevasen unas hojitas...
Pero el médico no lo dejó continuar y empezó a hablar con gran vehemencia, gesticulando. Finalmente pudo irse contento a su casa por haberse deshecho del regalo.
En cuanto se marchó el doctor, el abogado se quedó contemplando el candelabro, le dio vueltas y más vueltas, palpándolo por todos lados, e, igual que su anterior dueño, estuvo cavilando sobre la misma cuestión. ¿Qué iba a hacer con aquel regalo?
"Es una obra magnífica -pensaba-. Sería lástima tirarla, pero tampoco es posible guardarla. Lo mejor será regalarlo a alguien... ¿Y si lo llevara esta noche al cómico Schaschkin. A este sinvergüenza le gustan objetos de esta clase y, además, hoy tiene un festival benéfico..."
Y dicho y hecho, por la noche envolvió el candelabro en un papel y lo envió al cómico Schaschkin.
El camerino del artista estuvo lleno toda la tarde; a cada momento entraban hombres a contemplar el regalo: allí sólo se oía un rumor mezcla de exclamaciones y de risas, algo así como un relinchar. Cuando alguna de las artistas se acercaba a la puerta y preguntaba si podía entrar, en seguida se oía la voz ronca del cómico que gritaba:
-No, no. Estoy sin vestir.
Después de aquel espectáculo, el cómico, alzando sus brazos y gesticulando, decía todo preocupado:
-Bueno, ¿y dónde meteré yo esta porquería de candelabro? Tengo un piso particular, pero es imposible llevarlo allí. Vienen a verme artistas, y esto no es una fotografía que se pueda esconder en el cajón de la mesa.
-Puede venderlo, señor -le aconsejó el peluquero, consolándolo-. No muy lejos de aquí vive una vieja que compra antigüedades... Pregunte por la Smirnova. Todo el mundo la conoce.
El cómico siguió este consejo...
Dos días más tarde, cuando el médico Kochelkov estaba sentado en su gabinete con la cabeza entre las manos y pensando en los ácidos biliares, se abrió la puerta de repente y entró en la habitación Sacha Smirnov. Sonreía resplandeciente de felicidad. Llevaba en las manos algo envuelto en un papel de periódico.
-¡Doctor! -exclamó todo sofocado-. ¡Figúrese qué alegría! Ha sido una suerte enorme para usted. Hemos encontrado la pareja de su candelabro... Mi madre está tan contenta... Usted me salvó la vida.

Y Sacha, cuya voz temblaba de emoción, colocó delante del médico el candelabro. El médico abrió la boca, intentó decir algo, pero no pudo: su lengua estaba paralizada.



Chéjov / Qué público

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Antón Chéjov
BIOGRAFÍA
QUÉ PÚBLICO

OH THE PUBLIC

-¡Basta! ¡Ya no vuelvo a beber!... Por nada del mundo. Tiempo es de ponerme al trabajo... ¿Te gusta recibir tu sueldo? Pues trabaja honradamente, con celo, sin tregua ni reposo. Acaba de una vez con las granujerías... Te has acostumbrado a cobrar tu paga en balde, y esto es malo...; esto no es honrado...
Luego de haberse hecho tales razonamientos, el jefe del tren, Podtiaguin, siente un deseo invencible de trabajar. Son casi las dos de la madrugada, mas, a pesar de lo temprano de la hora, despierta a los conductores y va con ellos por los vagones para revisar los billetes.
-¡Los billetes! -exclama alegremente, haciendo sonar el taladro.
Los viajeros, dormidos en la penumbra de la luz atenuada, se sobresaltan y le pasan los billetes.
-¡El billete! -dice Podtiaguin dirigiéndose a un pasajero de segunda clase, hombre flaco, venoso, envuelto en una manta y pelliza y rodeado de almohadas.
-¡El billete!
El hombre flaco no contesta; duerme profundamente. El jefe del tren lo golpea en el hombro y repite con impaciencia:
-¡El billete!
El pasajero, asustado, abre los ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.
-¿Qué? ¿Quién?
-¿No me ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga la bondad de dármelo!
-¡Dios mío ! -gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable-. ¡Dios mío! ¡Padezco de reuma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño... He tomado morfina para dormirme y me sale usted... con los billetes. ¡Es inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta conseguir el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías... ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para qué le hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.
Podtiaguin reflexiona si tiene que ofenderse o no; decide ofenderse.
-¡No grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?
-En una taberna la gente es más humana -contesta el pasajero tosiendo-. ¿Cuándo podré dormirme otra vez? Viajé por todos los países extranjeros sin que nadie me pidiera el billete, y aquí es como si el diablo me persiguiera a cada momento: «El billete. El billete».
-En tal caso lárguese usted al extranjero, que le agrada tanto.
-¡Lo que me dice usted es una estupidez! ¡No basta con que uno tenga que soportar el calor y las corrientes de aire, hay que soportar también ese formulismo!... ¿Para qué diablos necesita usted los billetes? ¡Qué celo! Lo cual no impide que la mitad de los pasajeros vayan de balde.
-Oiga usted, caballero -exclama Podtiaguin-; si no acaba de gritar y molestar a los demás pasajeros, me veré obligado a hacerle bajar en la primera estación y a levantar acta.
-¡Es abominable! -murmuran los demás pasajeros-. Eso de no dejar en paz a un hombre enfermo... ¡Acabe de una vez, en fin!
-Pero si es el caballero, que me insulta -replica Podtiaguin-. ¡Está bien; que se guarde el billete! Pero yo cumplía con mi deber, ya lo sabe usted...; si no fuera mi deber... Pueden ustedes informarse..., preguntar al jefe de estación...
Podtiaguin encoge los hombros y se aleja del enfermo. Al principio sentíase ofendido y maltratado; pero después de haber recorrido dos o tres vagones, su alma de jefe de tren experimenta cierta intranquilidad y algo como un remordimiento.
"Tienen razón; yo no tenía para qué despertar al enfermo. Pero no es culpa mía. Ellos creen que lo hago por mi gusto; no saben que tal es mi obligación. Si no me creen, pueden informarse cerca del jefe de estación."
La estación. Parada de cinco minutos. En el coche de segunda clase entra Podtiaguin, y detrás de él, con su gorra encarnada, aparece el jefe de estación.
-Este caballero pretende que no tengo derecho a pedirle el billete, y hasta se ha enfadado. Le ruego, señor jefe, que le aclare si procedo por obligación o por pasar el rato. ¡Caballero! -prosigue Podtiaguin dirigiéndose al hombre flaco-. ¡Caballero!, si usted no me cree puede interrogar al jefe de estación...
El enfermo salta como picado por una avispa, abre los ojos y muestra una cara compungida y se apoya en los cojines.
-¡Dios mío! ¡He tomado el segundo polvo de morfina, que me calmó; iba a coger el sueño, y otra vez!... ¡Otra vez el billete!... ¡Le suplico tenga compasión de mí!
-Interrogue al señor jefe, y verá usted entonces si tengo derecho, o no, a pedir los billetes.
-¡Esto es insoportable! ¡Tome usted su billete! ¡Le compraré, si quiere todavía, otros cinco; pero déjeme que me muera en paz! ¿Es posible que no haya sufrido usted alguna vez? ¡Qué gente tan insensible!
-¡Es una mofa! -dice indignado un señor que viste uniforme militar-. ¡No puedo explicarme de otro modo tamaña insistencia!
-Déjelo -le dice el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirándole a Podtiaguin de la manga.
Podtiaguin se encoge de hombros y camina lentamente detrás del jefe.
-¿De qué sirve el ser complaciente? -añade con perplejidad-. Sólo para que el viajero se tranquilice le he llamado al jefe, y en lugar de agradecérmelo me regaña.
Otra estación. Parada de diez minutos.
Podtiaguin se va a la cantina a tomar un vaso de agua de Seltz. Se le acercan dos caballeros de uniforme y le dicen:
-¡Oiga usted, jefe del tren! Su proceder con el pasajero enfermo indigna a todos los que lo hemos presenciado. Yo soy ingeniero y este señor es coronel; le declaro que si no presenta usted sus excusas, formularemos una queja contra usted a su jefe de línea, que es conocido nuestro.
-¡Pero, caballeros, es que yo..., es que él!...
-No queremos explicaciones; le advertimos que si no presenta usted sus excusas, tomaremos al enfermo bajo nuestra protección.
-¡Está bien!... Perfectamente... le daré mis excusas..., si ustedes lo desean.
Media hora más tarde, Podtiaguin prepara su frase de excusas para contentar al pasajero y no rebajar demasiado su dignidad. Hele aquí de nuevo en el coche de segunda.
-¡Caballero! -le dice-. ¡Caballero, escúcheme!
El enfermo se estremece y salta.
-¿Qué?
-Es que yo quiero..., ¿cómo decirlo?..., ¿cómo explicarle?... No se ofenda usted...
-¡Ah!... ¡Agua!... -grita el enfermo, llevándose la mano al corazón-. He tomado el tercer polvo de morfina..., me dormía, y otra vez... Dios mío, ¿cuándo se acabará esta tortura?
-Pero es que yo...; dispénseme...
-Basta...; hágame bajar en la primera estación... No puedo soportarlo más... Me... muero...
-¡Esto es abominable -exclaman voces desde el público-; váyase de aquí! ¡Tendrá usted que responder de sus insolencias! ¡Váyase usted!
Podtiaguin suspira hondamente y se marcha del vagón. En el coche de los empleados se sienta rendido al lado de la mesa y prorrumpe en quejas.
-¡Qué público! ¡Sea usted complaciente, conténtelos! ¿Cómo podrá uno trabajar? Así sucede que uno lo abandona todo y se entrega a la bebida... Cuando uno no hace nada, se enojan con él; si trabaja, igualmente se enfadan con él... Beberé una copita...
Podtiaguin absorbe de un golpe media botella de vodka, y no reflexiona ya más ni en el trabajo, ni en su obligación, ni en la honradez.



Hilda Hilst / I / Nave

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Pie y escalera
São Paulo / Cemitério da consolação, 2013
Foto de Triunfo Arciniegas
Hilda Hilst
BIOGRAFÍA
I



Nave
ave
molino
y todo seré


Para que sea leve
mi paso
en tu
camino



Hilda Hils
Trovas de muito amor para um amado senhor,1960
Poesia: 1959-1979
São Paulo, Quíron, 1980.



Chejov / Poquita cosa

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Anton Chejov
BIOGRAFÍA
POQUITA COSA


Hace unos días invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.
      —Siéntese, Yulia Vasilievna —le dije—. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma... Veamos... Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...
      —En cuarenta...
      —No. En treinta... Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...
      —Dos meses y cinco días...
      —Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos... Pero hay que descontarle nueve domingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado... más de tres días de fiesta...
      A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... ¡ni palabra!
      —Tres días de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio sólo a Varia... Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... ¿no es cierto?
      El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero... ¡ni palabra!
      —En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos... Claro que la taza vale más... es una reliquia de la familia... pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita... Le descontamos diez... También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines... Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo... Así que le descontamos cinco más... El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.
      —No los tomé —musitó Yulia Vasilievna.
      —¡Pero si lo tengo apuntado!
      —Bueno, sea así, está bien.
      —A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce...
      Sus dos ojos se le llenaron de lágrimas...
      Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. ¡Pobre muchacha!
      —Sólo una vez tomé —dijo con voz trémula— . Le pedí prestados a su esposa tres rublos... Nunca más lo hice...
      —¿Qué me dice? ¡Y yo que no los tenía apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once... ¡He aquí su dinero, querida! Tres... tres... uno y uno... ¡sírvase!
      Y yo le tendí once rublos... Ella los cogió con dedos temblorosos y se los metió en el bolsillo.
      —Merci —murmuró.
      Yo pegué un salto y me eché a caminar por el cuarto. No podía contener mi indignación.
      —¿Por qué merci? —le pregunté.
      —Por el dinero.
      —¡Pero si ya la he desplumado! ¡Demonios! ¡La he asaltado! ¡La he robado! ¿Por qué merci?
      —En otros sitios ni siquiera me daban...
      —¿No le daban? ¡Pues no es extraño! Yo he bromeado con usted... le he dado una cruel lección... ¡Le daré sus ochenta rublos enteritos! ¡Ahí están preparados en un sobre para usted! ¿Pero es que se puede ser tan apocada? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla? ¿Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? ¿Es que se puede ser tan poquita cosa?
      Ella sonrió débilmente y en su rostro leí: “¡Se puede!”
      Le pedí disculpas por la cruel lección y le entregué, para su gran asombro, los ochenta rublos. Tímidamente balbuceó su merci y salió... La seguí con la mirada y pensé: ¡Qué fácil es en este mundo ser fuerte.

1883.


Chejov / Aniuta

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Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.
Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.
En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.
- El pulmón se divide en tres partes -recitaba Klochkov-. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...
Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.
- Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano -continuó-. Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...
Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.
- La primera costilla -observó- es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?
- ¡Tiene usted los dedos tan fríos!...
- ¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...
Cogió un pedazo de carboncillo y trazó en el pecho de Aniuta unas cuantas líneas paralelas, correspondientes cada una a una costilla.
- ¡Muy bien! Ahora veo claro. Voy a auscultarte un poco. Levántate.
La muchacha se levantó y Klochkov empezó a golpearle con el dedo en las costillas. Estaba tan absorto en la operación, que no advertía que los labios, la nariz y las manos de Aniuta se habían puesto azules de frío. Ella, sin embargo, no se movía, temiendo entorpecer el trabajo del estudiante. «Si no me estoy quieta -pensaba- no saldrá bien de los exámenes.»
- ¡Sí, ahora todo está claro! -dijo por fin él, cesando de golpear-. Siéntate y no borres los dibujos hasta que yo acabe de aprenderme este maldito capítulo del pulmón. Y comenzó de nuevo a pasearse, estudiando en voz alta. Aniuta, con las rayas negras en el tórax, parecía tatuada. La pobre temblaba de frío y pensaba. Solía hablar muy poco, casi siempre estaba silenciosa, y pensaba, pensaba sin cesar.
Klochkov era el sexto de los jóvenes con quienes había vivido en los últimos seis o siete años. Todos sus amigos anteriores habían ya acabado sus estudios universitarios, habían ya concluido su carrera, y, naturalmente, la habían olvidado hacía tiempo. Uno de ellas vivía en París, otros dos eran médicos, el cuarto era pintor de fama, el quinto había llegado a catedrático. Klochkov no tardaría en terminar también sus estudios. Le esperaba, sin duda, un bonito porvenir, acaso la celebridad; pero a la sazón se hallaba en la miseria. No tenían ni azúcar, ni té, ni tabaco. Aniuta apresuraba cuanto podía su labor para llevarla al almacén, cobrar los veinticinco copecs y comprar tabaco, té y azúcar.
- ¿Se puede? -preguntaron detrás de la puerta.
Aniuta se echó a toda prisa un chal sobre los hombros.
Entró el pintor Fetisov.
- Vengo a pedirle a usted un favor -le dijo a Klochkov-. ¿Tendría usted la bondad de prestarme, por un par de horas, a su gentil amiga? Estoy pintando un cuadro y necesito una modelo.
- ¡Con mucho gusto! -contestó Klochkov-. ¡Anda, Aniuta!
- ¿Cree usted que es un placer para mí? -murmuró ella.
- ¡Pero mujer! -exclamó Klochkov-. Es por el arte... Bien puedes hacer ese pequeño sacrificio.
Aniuta comenzó a vestirse.
- ¿Qué cuadro es ése? -preguntó el estudiante.
- Psiquis. Un hermoso asunto; pero tropiezo con dificultades. Tengo que cambiar todos los días de modelo. Ayer se me presentó una con las piernas azules. «¿Por qué tiene usted las piernas azules?», le pregunté. Y me contestó: «Llevo unas medias que se destiñen...» Usted siempre a vueltas con la Medicina, ¿eh? ¡Qué paciencia! Yo no podría...
- La Medicina exige un trabajo serio.
- Es verdad... Perdóneme, Klochkov; pero vive usted... como un cerdo. ¡Qué sucio está esto!
- ¿Qué quiere usted que yo haga? No puedo remediarlo. Mi padre no me manda más que doce rublos al mes, y con ese dinero no se puede vivir muy decorosamente.
- Tiene usted razón; pero... podría usted vivir con un poco de limpieza. Un hombre de cierta cultura no debe descuidar la estética, y usted... La cama deshecha, los platos sucios...
- ¡Es verdad! -balbuceó confuso Klochkov-. Aniuta está hoy tan ocupada que no ha tenido tiempo de arreglar la habitación.
Cuando el pintor y Aniuta se fueron, Klochkov se tendió en el sofá y siguió estudiando; mas no tardó en quedarse dormido y no se despertó hasta una hora después. La siesta lo había puesto de mal humor. Recordó las palabras de Fetisov, y, al fijarse en la pobreza y la suciedad del aposento, sintió una especie de repulsión. En un porvenir próximo recibiría a los enfermos en su lujoso gabinete, comería y tomaría el té en un comedor amplio y bien amueblado, en compañía de su mujer, a quien respetaría todo el mundo...; pero, a la sazón..., aquel cuarto sucio, aquellos platos, aquellas colillas esparcidas por el suelo... ¡Qué asco! Aniuta, por su parte, no embellecía mucho el cuadro: iba mal vestida, despeinada...
Y Klochkov decidió separarse de ella en seguida, a todo trance. ¡Estaba ya hasta la coronilla!
Cuando la muchacha, de vuelta, estaba quitándose el abrigo, se levantó y le dijo con acento solemne:
- Escucha, querida... Siéntate y atiende. Tenemos que separarnos. Yo no puedo ni quiero ya vivir contigo.
Aniuta venía del estudio de Fetisov fatigada, nerviosa. El estar de pie tanto tiempo había acentuado la demacración de su rostro. Miró a Klochkov sin decir nada, temblándole los labios.
- Debes comprender que, tarde o temprano, hemos de separarnos. Es fatal. Tú, que eres una buena muchacha y no tienes pelo de tonta, te harás cargo.
Aniuta se puso de nuevo el abrigo en silencio, envolvió su labor en un periódico, cogió las agujas, el hilo...
- Esto es de usted -dijo, apartando unos cuantos terrones de azúcar.
Y se volvió de espaldas para que Klochkov no la viese llorar.
- Pero ¿por qué lloras? -preguntó el estudiante.
Tras de ir y venir, silencioso, durante un minuto a través de la habitación, añadió con cierto embarazo:
- ¡Tiene gracia!... Demasiado sabes que, tarde o temprano, nuestra separación es inevitable. No podemos vivir juntos toda la vida.
Ella estaba ya a punto, y se volvió hacia él, con el envoltorio bajo el brazo, dispuesta a despedirse. A Klochkov le dio lástima...
«Podría tenerla -pensó- una semana más conmigo. ¡Sí, que se quede! Dentro de una semana le diré que se vaya.»
Y, enfadado consigo mismo por su debilidad, le gritó con tono severo:
- Bueno; ¿qué haces ahí como un pasmarote? Una de dos: o te vas, o si no quieres irte te quitas el abrigo y te quedas. ¡Quédate si quieres!
Aniuta se quitó el abrigo sin decir palabra, se sonó, suspiró, y con tácitos pasos se dirigió a su silla de junto a la ventana.
Klochkov cogió su libro de medicina y empezó de nuevo a estudiar en voz alta, paseándose por el aposento.
«El pulmón se divide en tres partes. La parte superior...»
En el corredor alguien gritaba a voz en cuello:
- ¡Grigory, tráeme el samovar!




Hilda Hilst / Amavisse II / Como si te perdiese, así te quiero

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Hilda Hilst
BIOGRAFÍA
Amavisse
II



Como si te perdiese, así te quiero.
Como si no te viese (habas doradas
Bajo un amarillo) así te comprendo brusco
Inamovible, y te respiro entero

Un arco iris de aire en aguas profundas.
Como si todo y más me permitieses,
Me fotografío a mí en unos portones de hierro
Ocres, altos, y yo misma diluida y mínima
En lo disoluto de toda despedida.

Como si te perdiese en los trenes, en las estaciones
O contorneando un círculo de aguas
Ave movediza, así te sumo a mí:
De redes y de ansias inundada.



Hilda Hilst
Amavisse
São Paulo, Massao Ohno Editor, 1989



Hilda Hilst / Amavisse VI / Que las barcazas del Tiempo me devuelvan

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Hilda Hilst
BIOGRAFÍA
AMAVISSE
VI




Que las barcazas del Tiempo me devuelvan
la primitiva urna de palabras.
Que me devuelvan a ti y a tu rostro
como lo conocí desde siempre: punzante
pero centellante de vida, renovado
como si el sol y el rostro caminasen
porque la luz de uno venía al otro.

Que me devuelvan la noche, el espacio
para sentirme tan vasta y poseída
como si aguas y maderas de todas las barcazas
se hiciesen materia rediviva, adolescencia y mito.

Que te devuelva la fuente de mi primer grito.


Hilda Hilst
Amavisse
São Paulo, Massao Ohno Editor, 1989



Hilda Hilst / Amavise VIII / Descansa

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Ilustración de Ofra Amit

Hilda Hilst
BIOGRAFÍA
AMAVISSE
VIII


Descansa.
El hombre ya se hizo
el oscuro ciego rabioso animal
que pretendías.




Hilda Hilst
Amavisse
São Paulo, Massao Ohno Editor, 1989







Hilda Hills / Amavisse XII / Fragmento

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Hilda Hilst
BIOGRAFÍA
Amavisse
XII
(fragmento)
Si tuviera madera e ilusiones
haría un barco y pensaría el arco iris.


Hilda Hilst
Amavisse
São Paulo, Massao Ohno Editor, 1989


Amparo Muñoz / bella y desdichada

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Amparo Muñoz

AMPARO MUÑOZ
BELLA Y DESDICHADA

En 1954 nacía en Vélez – Málaga una de las actrices con más carácter del cine español.  Fueron muchos los que se sumergieron en su vida y la respuesta de Amparo Muñoz siempre fue romper el orden establecido.        
          
 La actriz salió de su Málaga natal para lograr, escalón a escalón, convertirse en la mujer más bella del universo. Al ser nombrada Miss Universo en 1974, su vida cambió repentinamente. Empezó a interesarse por el mundo audiovisual y desechó el título de Miss Universo poco tiempo después al sentirse manipulada por la organización del concurso, que la obligaba a constantes viajes y presentaciones. Su afán de libertad la llevó a que muchos directores de la talla de Pilar Miró, José Luis Dibildos, Carlos Saura, Jaime Chávarri o Fernando de León Araona se interesaran por ella.
           

               En Vida conyugal sana, dirigida por Roberto Bodegas con guión de José Luis Garci, fue la imagen desconcertante para José Sacristán, un hombre casado y obsesionado por la publicidad. En Tocata y fuga de Lolita, de Antonio Drove, fue la chica rebelde que mostraba su hermoso busto, lo que contribuyó al éxito popular de la película. En aquellos años setenta el cine español estaba en pleno auge del llamado destape, y la espléndida figura de Amparo Muñoz encontró nuevos títulos para lucirse: Sensualidad (Germán Lorente, 1975), Clara es el precio (Vicente Aranda, 1975) La otra alcoba (Eloy de la Iglesia, 1976), en la que Amparo coincidió con quien sería su primer marido, el actor y cantante Patxi Andión.
            
Amparo Muñoz con Patxi Andión

Tras intervenir en Volvoreta (José Antonio Nieves Conde, 1976), Mauricio, mon amour (Juan Bosch, 1976), Acto de posesión (Javier Aguirre, 1977), Del amor y de la muerte(Antonio Giménez Rico, 1977), entre otras películas, su carrera cinematográfica dio un notable giro al entablar relación con el productor Elías Querejeta, lo que facilitó su intervención en títulos de la importancia de Mamá cumple cien años (Carlos Saura, 1979) o Dedicatoria (Jaime Chávarri, 1980), actuaciones que llamaron la atención de otros directores, tanto en España como en México (entre ellos, Felipe Cazals, Las siete cucas; Antonio Artero, Trágala perro; Pilar Miró, Hablamos esta noche; Fernando Méndez-Leite, Sonata de estío; Jaime Camino, El balcón abierto; Emilio Martínez Lázaro, Lulú de noche; Imanol Uribe, La luna negra; Fernando León de Aranoa, Familia…)
            


             La carrera cinematográfica de Amparo Muñoz estuvo llena de altibajos en cuanto a la calidad de las películas, pero en todas ellas fue creciendo como actriz. Sin embargo, paralelamente, su vida personal saltaba con frecuencia a la prensa. A menudo manifestaba que nunca se acordaban de sus trabajos porque solo aparecía relacionada con el mundo de la droga y todos los escándalos que conllevaron sus adicciones. Es cierto, sus trabajos tan buenos y llenos de poderío quedaron en el olvido por culpa de una vida cargada de luces pero en la que pudieron las sombras.

Amparo Muñoz en Mamá cumple cien años

           A su vuelta a Málaga 30 años después, nos encontramos ante una actriz destrozada por la enfermedad del sida. Se puede decir que tocó el cielo con sus manos pero su carácter la condenó al infierno.  ”Yo he vivido mi vida lo mejor que he podido, intentando no hacer daño a nadie. Si a alguien le he hecho daño ha sido a mí misma y a mis padres, que han tenido que sufrir mucho por mí. Siempre le he tenido respeto a todo el mundo, a todo dios, cosa que no han hecho conmigo. Espero que empiecen a hacerlo a partir de ahora”, dijo en aquel momento, sin sospechar que quizá sólo empezarían a respetarla una vez muerta.

Fuente: otros mundos otros cielos

Amparo Muñoz / La mujer más bella

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Amparo Muñoz
Foto de Sylvia Polakov

Amparo Muñoz

La mujer más bella

La fotógrafa Sylvia Polakov no conocía a Amparo Muñoz pero acabaron compartiendo taxi. Terminó por ser una sesión fácil y rápida


En el recuerdo de la fotógrafa Sylvia Polakov, sucedió una madrugada a la salida de una discoteca. No conocía a Amparo Muñoz pero acabaron compartiendo taxi. Fue entonces cuando reparó en la mujer que se sentaba a su lado: "¡Que belleza¡ ¡Eres la mujer más guapa que he visto en mi vida¡". Amparo la escuchó con una sonrisa, ya se había acostumbrado a las lisonjas. El piropo quedó en el aire cuando la fotógrafa se bajó del vehículo, en la puerta de su casa. No fue hasta años después, cuando Madrid ya estaba inmersa en los años de desenfreno y libertad que precedieron a la movida, que volvieron a encontrarse, esta vez en un estudio de fotografía. Le prestó el cinturón, que oculta el pecho, y la pulsera de marfil. Hay complementos que resultan tremendamente atractivos en las fotos. Amparo no necesitó nada más, bastó el color de sus ojos ("semi-verdes"), el pelo lustroso, la perfección de sus facciones, la piel, la mirada… Todo en ella rezuma sensualidad. Ya poseía todos los títulos: Miss Costa del Sol, Miss España y Miss Universo. Fue una sesión fácil y rápida. Sin necesidad de muchas palabras. Polakov no acostumbra jalear a sus modelos. Sencillamente los coge y los hace posar. No necesita que funcione la química entre iguales, se mueve guiada por el oficio y la intuición. Estos días repasa los miles de negativos que guarda en su casa para enmarcarlos en un libro. La farándula se mezcla con lagauche divine,la noche, la moda, Ibiza o la alta política. No debe resultar sencillo resumir tres décadas de intenso trabajo, pero aún mantiene el requiebro de aquella madrugada. La última vez que se cruzó con ella ya era otra persona.

Amparo Muñoz / Un bello juguete roto

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Amparo Muñoz
Un bello juguete roto

La única Miss Universo española ha muerto en su casa de Málaga con 56 años tras sufrir una larga enfermedad

DIEGO GALÁN 
El País, Madrid, 28/02/2011



Muy joven, a los 56 años, ha muerto en Málaga Amparo Muñoz, la mujer más bella. Así se la valoró en 1973, cuando fue coronada a los 19 años como Miss España, y en 1974 cuando en Filipinas fue nominada Miss Universo. Pero Amparo Muñoz era una mujer de carácter fuerte, y a los seis meses de su reinado rechazó el título al sentirse manipulada por la organización del concurso, que la obligaba a constantes viajes y presentaciones. Su afán de libertad fue una de sus características, y quizás por ello acabó siendo pisoteada por cierta prensa del corazón.
Había nacido en Vélez Málaga, en una familia de cinco hermanos, cuyos medios económicos no le permitieron estudiar más que lo que entonces se llamaba bachillerato elemental. Con unos cursos de taquigrafía y mecanografía pudo emplearse como secretaria, actividad a la que parecía destinada. Pero tras su victoria en el mundo de la belleza, el cine se interesó inmediatamente por ella. En Vida conyugal sana, dirigida por Roberto Bodegas con guión de José Luis Garci, fue la imagen turbadora para José Sacristán, un hombre casado y obsesionado por la publicidad. En Tocata y fuga de Lolita, de Antonio Drove, fue la chica rebelde que mostraba su hermoso busto, lo que contribuyó al éxito popular de la película. En aquellos años setenta el cine español estaba en pleno auge del llamado destape, y la espléndida figura de Amparo Muñoz encontró nuevos títulos para lucirse: Sensualidad (Germán Lorente, 1975), Clara es el precio (Vicente Aranda, 1975) La otra alcoba (Eloy de la Iglesia, 1976), en la que Amparo coincidió con quien sería su primer marido, el actor y cantante Patxi Andión.
Tras intervenir en Volvoreta (José Antonio Nieves Conde, 1976), Mauricio, mon amour (Juan Bosch, 1976), Acto de posesión (Javier Aguirre, 1977), Del amor y de la muerte (Antonio Giménez Rico, 1977), entre otras películas, su carrera cinematográfica dio un notable giro al entablar relación con el productor Elías Querejeta, lo que facilitó su intervención en títulos de la importancia de Mamá cumple cien años (Carlos Saura, 1979) o Dedicatoria (Jaime Chávarri, 1980), actuaciones que llamaron la atención de otros directores, tanto en España como en México (entre ellos, Felipe Cazals, Las siete cucas; Antonio Artero, Trágala perro; Pilar Miró, Hablamos esta noche; Fernando Méndez-Leite, Sonata de estío; Jaime Camino, El balcón abierto; Emilio Martínez Lázaro, Lulú de noche; Imanol Uribe, La luna negra; Fernando León de Aranoa, Familia...)
La carrera cinematográfica de Amparo Muñoz estuvo llena de altibajos en cuanto a la calidad de las películas, pero en todas ellas fue creciendo como actriz. Sin embargo, paralelamente, su vida personal saltaba con frecuencia a la prensa. Desaparecida del cine durante siete años (1989-1996), fijó provisionalmente su residencia en Filipinas, de donde llegaban noticias de problemas con la justicia al ser denunciada por una marca productora; también en España, a su regreso, fue detenida por presunta posesión de heroína.
Manejada por periodistas amantes de escándalos, ciertos o falsos, se convirtió en su presa. En 1990, el diario Ya publicó en portada un artículo de Rosa Villacastín en el que se aseguraba que "el sida pone a Amparo Muñoz al borde de la muerte", y dos días más tarde, la misma periodista daba por hecho que se encontraba en "fase terminal", lo que Amparo Muñoz desmintió con análisis médicos en el programa de Julián Lago La máquina de la verdad. En esa misma entrevista le preguntaron si se había pinchado heroína alguna vez, y hasta el periodista Jesús Mariñas farfulló que la actriz practicaba la prostitución, acusación que la hizo llorar.
En 2005 publicó un libro de memorias, La vida es el precio, en el que repasaba sus relaciones sentimentales y su paso por el mundo de la droga. "Yo he vivido mi vida lo mejor que he podido, intentando no hacer daño a nadie. Si a alguien le he hecho daño ha sido a mí misma y a mis padres, que han tenido que sufrir mucho por mí. Siempre le he tenido respeto a todo el mundo, a todo dios, cosa que no han hecho conmigo. Espero que empiecen a hacerlo a partir de ahora", dijo en aquel momento, sin sospechar que quizá sólo empezarían a respetarla una vez muerta. Un bello juguete roto.

GALERÍA



















Jean Seberg y el acoso del FBI

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French New Wave Jean Seberg

Jean Seberg
Y EL ACOSO DEL FBI

Jean Seberg en un fotograma de 'Al final de la escapada'.
Jean Seberg en un fotograma de 'Al final de la escapada'.
SU CADAVER SE ENCONTRÓ EN UN COCHE EN 1979

¿Se suicidó Jean Seberg por el acoso al que la sometió el FBI?


Efe | Londres
Actualizado el lunes 24/08/2009 a las 12:40 h.

Diego Gary, hijo de la actriz estadounidense Jean Seberg, asegura, en declaraciones concedidas a 'The Sunday Times', que el FBI empujó a su madre a suicidarse con una sobredosis de drogas.
"Se sentía perseguida", afirma Gary, en alusión a una campaña psicológica "desestabilizadora" del FBI contra la actriz, por su apoyo al grupo ultraizquierdista de los Panteras Negras.
"Hubo momentos en que tenía mucho miedo. Incluso contrató a dos guardaespaldas para que la protegieran porque había recibido muchas amenazas", explica Gary, hijo de Seberg y del premiado novelista francés Romain Gary.
Recordada sobre todo por su papel junto a Jean-Paul Belmondo en 'A bout de souffle' ('Al final de la escapada'), de Jean-Luc Godard, la actriz llamó la atención del director del FBI, J Edgard Hoover por su activismo político.
Se encontró su cuerpo en 1979
En septiembre de 1979, se encontró su cuerpo en el asiento trasero de su automóvil Renault, no lejos de su piso parisino. Estaba desnuda y envuelta en una manta, lo que provocó que corrieran rumores sobre un posible asesinato.
Gary no cree, sin embargo, en esta teoría. La actriz, que ya había intentado suicidarse, había ingerido una dosis masiva de barbitúricos y en su sangre se encontró también una gran cantidad de alcohol.
"Me dejó una nota en la que confesaba que no podía seguir viviendo por culpa de los nervios", explica Gary, que publicó recientemente un libro sobre esa trágica historia familiar.
Sometida a vigilancia por el FBI
En los años siguientes se supo que el FBI había sometido a vigilancia a la actriz y que su teléfono estaba intervenido.
Seberg se vino abajo cuando un columnista estadounidense publicó un artículo, preparado por el FBI, en el que se decía que se había quedado embarazada tras mantener una relación sexual con un miembro de los Panteras Negras.
La actriz tuvo un parto prematuro y el bebé murió a los cuatro días. Según Gary, su madre encargó un féretro de cristal transparente para que la gente viese que la criatura era blanca.
En sus declaraciones a 'The Sunday Times', Gary explica que odiaba de niño a Ahmed Kemal, uno de los Panteras Negras, porque pensaba que monopolizaba la atención de su madre.
Manipulada por los Panteras Negras
Gary cree que su madre fue manipulada por los Panteras Negras, que le sacaron dinero para su causa.
"Ella les permitió que explotaran su sentimiento de culpa por ser una estrella de cine blanca y luterana del empobrecido Medio Oeste (americano)", afirma.
Según Gary, los Panteras Negras tenían más de "delincuentes y chulos que de apóstoles de la libertad y de la igualdad para la gente de color".
Gary afirma, por otro lado, que nunca olvidará cómo su padre, ganador del premio Goncourt, anunció en una conferencia de prensa que se divorciaba de Seberg por el "affaire" extraconyugal de ésta con Clint Eastwood.
Su madre se deslizó poco a poco hacia la locura: "A veces hablaba, sentada, con el frigorífico" y en cierta ocasión entró en la habitación de Gary para preguntarle si le prestaba sus zapatos.
Un año después de la muerte de Jean Seberg, su ex marido se quitó la vida con un disparo a la cabeza, aunque dejó una nota explicando que su suicidio no tenía nada que ver con la actriz.
El hijo heredó el dinero de su padre, estudió Literatura, trabajó algún tiempo como productor de TV, pero terminó dándose a la bebida y a la prostitución hasta encontrar la felicidad, según explica, con una lituana a la que conoció en Barcelona (España) y con la que se ha casado.




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