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Gabriel García Márquez / El ahogado más hermoso del mundo

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
EL AHOGADO
MÁS HERMOSO DEL MUNDO

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y prodigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de colores. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Los compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviados por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
         -Tiene cara de llamarse Esteban.
         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la medianoche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión, cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iban volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
         -¡Bendito seas Dios –suspiraron-: es nuestro!
         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, no único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondera sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que se llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta índole, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se los hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, no volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturosos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán  tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

1968.



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Gabriel García Márquez / Muerte constante más allá del amor

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA

MUERTE CONSTANTE MÁS ALLÁ DEL AMOR

Al senador Onésimo Sánchez le faltaban seis meses y once días para morirse cuando encontró a la mujer de su vida. La conoció en el Rosal del Virrey, un pueblecito ilusorio que de noche era una dársena furtiva para los buques de altura de los contrabandistas, y en cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil del desierto, frente a un mar árido y sin rumbos, y tan apartado de todo que nadie hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de torcer el destino de nadie. Hasta su nombre parecía una burla, pues la única rosa que se vio en aquel pueblo la llevó el propio senador Onésimo Sánchez la misma tarde en que conoció a Laura Fariña.
Fue una escala ineludible en la campaña electoral de cada cuatro años. Por la mañana habían llegado los fur­gones de la farándula. Después llegaron los camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del refresco de fresa. El senador Onésimo Sán­chez estaba plácido y sin tiempo dentro del coche refri­gerado, pero tan pronto como abrió la puerta lo estre­meció un aliento de fuego y su camisa de seda natural quedó empapada de una sopa lívida, y se sintió muchos años más viejo y más solo que nunca. En la vida real acababa de cumplir 42, se había graduado con honores de ingeniero metalúrgico en Gotinga, y era un lector per­severante aunque sin mucha fortuna de los clásicos lati­nos mal traducidos. Estaba casado con una alemana radiante con quien tenía cinco hijos, y todos eran felices en su casa, y él había sido el más feliz de todos hasta que le anunciaron, tres meses antes, que estaría muerto para siempre en la próxima Navidad.
Mientras se terminaban los preparativos de la mani­festación pública, el senador logró quedarse solo una hora en la casa que le habían reservado para descansar. Antes de acostarse puso en el agua de beber una rosa natural que había conservado viva a través del desierto, almorzó con los cereales de régimen que llevaba consigo para eludir las repetidas fritangas de chivo que le espera­ban en el resto del día, y se tomó varias píldoras analgé­sicas antes de la hora prevista, de modo que el alivio le llegara primero que el dolor. Luego puso el ventilador eléctrico muy cerca del chinchorro y se tendió desnudo durante quince minutos en la penumbra de la rosa, ha­ciendo un grande esfuerzo de distracción mental para no pensar en la muerte mientras dormitaba. Aparte de los médicos, nadie sabía que estaba sentenciado a un tér­mino fijo, pues había decidido padecer a solas su secreto, sin ningún cambio de vida, y no por soberbia sino por pudor.
Se sentía con un dominio completo de su albedrío cuando volvió a aparecer en público a las tres de la tarde, reposado y limpio, con un pantalón de lino crudo y una camisa de flores pintadas, y con el alma entretenida por las píldoras para el dolor. Sin embargo, la erosión de la muerte era mucho más pérfida de lo que él suponía, pues al subir a la tribuna sintió un raro desprecio por quienes se disputaron la suerte de estrecharle la mano, y no se compadeció como en otros tiempos de las recuas de indios descalzos que apenas si podían resistir las brasas de caliche de la placita estéril. Acalló los aplausos con una orden de la mano, casi con rabia, y empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que suspiraba de calor. Su voz pausada y honda tenía la calidad del agua en reposo, pero el discurso aprendido de memoria y tantas veces machacado no se le había ocurrido por decir la verdad sino por oposición a una sentencia fatalista del libro cuarto de los recuerdos de Marco Aurelio.
-Estamos aquí para derrotar a la naturaleza -em­pezó, contra todas sus convicciones-. Ya no seremos más los expósitos de la patria, los huérfanos de Dios en el reino de la sed y la intemperie, los exilados en nuestra propia tierra. Seremos otros, señoras y señores, seremos grandes y felices.
Eran las fórmulas de su circo. Mientras hablaba, sus ayudantes echaban al aire puñados de pajaritas de papel, y los falsos animales cobraban vida, revoloteaban sobre la tribuna de tablas, y se iban por el mar. Al mismo tiempo, otros sacaban de los furgones unos árboles de teatro con hojas de fieltro y los sembraban a espaldas de la multitud en el suelo de salitre. Por último armaron una fachada de cartón con casas fingidas de ladrillos rojos y ventanas de vidrio, y taparon con ella los ranchos miserables de la vida real.
El senador prolongó el discurso, con dos citas en latín, para darle tiempo a la farsa. Prometió las máquinas de llover, los criaderos portátiles de animales de mesa, los aceites de la felicidad que harían crecer legumbres en el caliche y colgajos de trinitarias en las ventanas. Cuando vio que su mundo de ficción estaba terminado, lo señaló con el dedo.
-Así seremos, señoras y señores -gritó-. Miren. Así seremos.
El público se volvió. Un trasatlántico de papel pin­tado pasaba por detrás de las casas, y era más alto que las casas más altas de la ciudad de artificio. Sólo el propio senador observó que a fuerza de ser armado y desar­mado, y traído de un lugar para el otro, también el pue­blo de cartón superpuesto estaba carcomido por la in­temperie, y era casi tan pobre y polvoriento y triste como el Rosal del Virrey.
Nelson Fariña no fue a saludar al senador por prime­ra vez en doce años. Escuchó el discurso desde su ha­maca, entre los retazos de la siesta, bajo la enramada fresca de una casa de tablas sin cepillar que se había construido con las mismas manos de boticario con que descuartizó a su primera mujer. Se había fugado del penal de Cayena y apareció en el Rosal del Virrey en un buque cargado de guacamayas inocentes, con una negra hermosa y blasfema que se encontró en Paramaribo, y con quien tuvo una hija. La mujer murió de muerte natu­ral poco tiempo después, y no tuvo la suerte de la otra cuyos pedazos sustentaron su propio huerto de coliflo­res, sino que la enterraron entera y con su nombre de holandesa en el cementerio local. La hija había heredado su color y sus tamaños, y los ojos amarillos y atónitos del padre, y éste tenía razones para suponer que estaba criando a la mujer más bella del mundo.
Desde que conoció al senador Onésimo Sánchez en la primera campaña electoral, Nelson Fariña había supli­cado su ayuda para obtener una falsa cédula de identidad que lo pusiera a salvo de la justicia. El senador, amable pero firme, se la había negado. Nelson Fariña no se rin­dió durante varios años, y cada vez que encontró una ocasión reiteró la solicitud con un recurso distinto. Pero siempre recibió la misma respuesta. De modo que aquella vez se quedó en el chinchorro, condenado a pudrirse vivo en aquella ardiente guarida de bucaneros. Cuando oyó los aplausos finales estiró la cabeza, y por encima de las estacas del cercado vio el revés de la farsa: los puntales de los edificios, las armazones de los árboles, los ilusio­nistas escondidos que empujaban el trasatlántico. Es­cupió su rencor.
-Merde -dijo-, c’est le Blacaman de la politique.
Después del discurso, como de costumbre, el senador hizo una caminata por las calles del pueblo, entre la mú­sica y los cohetes, y asediado por la gente del pueblo que le contaba sus penas. El senador los escuchaba de buen talante, y siempre encontraba una forma de consolar a todos sin hacerles favores difíciles. Una mujer encara­mada en el techo de una casa, entre sus seis hijos meno­res, consiguió hacerse oír por encima de la bulla y los truenos de pólvora.
-Yo no pido mucho, senador -dijo-, no más que un burro para traer agua desde el Pozo del Ahorcado.
El senador se fijó en los seis niños escuálidos.
-¿Qué se hizo tu marido? -preguntó.
-Se fue a buscar destino en la isla de Aruba -con­testó la mujer de buen humor-, y lo que se encontró fue una forastera de las que se ponen diamantes en los dientes.
La respuesta provocó un estruendo de carcajadas.
-Está bien -decidió el senador-, tendrás tu burro.
Poco después, un ayudante suyo llevó a casa de la mujer un burro de carga, en cuyos lomos habían escrito con pintura eterna una consigna electoral para que nadie olvidara que era un regalo del senador.
En el breve trayecto de la calle hizo otros gestos menores, y además le dio una cucharada a un enfermo que se había hecho sacar la cama a la puerta de la casa para verlo pasar. En la última esquina, por entre las esta­cas del patio, vio a Nelson Fariña en el chinchorro y le pareció ceniciento y mustio, pero lo saludó sin afecto:
-Cómo está.
Nelson Fariña se revolvió en el chinchorro y lo dejó ensopado en el ámbar triste de su mirada.
-Moi, vous savez -dijo.
Su hija salió al patio al oír el saludo. Llevaba una bata guajira ordinaria y gastada, y tenía la cabeza guarne­cida de moños de colores y la cara pintada para el sol, pero aun en aquel estado de desidia era posible suponer que no había otra más bella en el mundo. El senador se quedó sin aliento.
-¡Carajo -suspiró asombrado-, las vainas que se le ocurren a Dios!
Esa noche, Nelson Fariña vistió a la hija con sus ropas mejores y se la mandó al senador. Dos guardias armados de rifles, que cabeceaban de calor en la casa prestada, le ordenaron esperar en la única silla del ves­tíbulo.
El senador estaba en la habitación contigua reunido con los principales del Rosal del Virrey, a quienes había convocado para cantarles las verdades que ocultaba en los discursos. Eran tan parecidos a los que asistían siem­pre en todos los pueblos del desierto, que el propio sena­dor sentía el hartazgo de la misma sesión todas las noches. Tenía la camisa ensopada en sudor y trataba de secársela sobre el cuerpo con la brisa caliente del venti­lador eléctrico que zumbaba como un moscardón en el sopor del cuarto.
-Nosotros, por supuesto, no comemos pajaritos de papel -dijo-. Ustedes y yo sabemos que el día en que haya árboles y flores en este cagadero de chivos, el día en que haya sábalos en vez de gusarapos en los pozos, ese día ni ustedes ni yo tenemos nada que hacer aquí. ¿Voy bien?
Nadie contestó. Mientras hablaba, el senador había arrancado un cromo del calendario y había hecho con las manos una mariposa de papel. La puso en la corriente del ventilador, sin ningún propósito, y la mariposa revoloteó dentro del cuarto y salió después por la puerta entre­abierta. El senador siguió hablando con un dominio sus­tentado en la complicidad de la muerte.
-Entonces -dijo- no tengo que repetirles lo que ya saben de sobra: que mi reelección es mejor negocio para ustedes que para mí, porque yo estoy hasta aquí de aguas podridas y sudor de indios, y en cambio ustedes viven de eso.
Laura Fariña vio salir la mariposa de papel. Sólo ella la vio, porque la guardia del vestíbulo se había dormido en los escaños con los fusiles abrazados. Al cabo de varias vueltas la enorme mariposa litografiada se desplegó por completo, se aplastó contra el muro, y se quedó pegada. Laura Fariña trató de arrancarla con las uñas. Uno de los guardias, que despertó con los aplausos en la habitación contigua, advirtió su tentativa inútil.
-No se puede arrancar -dijo entre sueños-. Está pintada en la pared.
Laura Fariña volvió a sentarse cuando empezaron a salir los hombres de la reunión. El senador permaneció en la puerta del cuarto, con la mano en el picaporte, y sólo descubrió a Laura Fariña cuando el vestíbulo quedó desocupado.
-¿Qué haces aquí?
-C’est de la part de mon père -dijo ella.
El senador comprendió. Escudriñó a la guardia soño­lienta, escudriñó luego a Laura Fariña cuya belleza inve­rosímil era más imperiosa que su dolor, y entonces resol­vió que la muerte decidiera por él.
-Entra -le dijo.
Laura Fariña se quedó maravillada en la puerta de la habitación: miles de billetes de banco flotaban en el aire, aleteando como la mariposa. Pero el senador apagó el ventilador, y los billetes se quedaron sin aire, y se posa­ron sobre las cosas del cuarto.
-Ya ves -sonrió-, hasta la mierda vuela.
Laura Fariña se sentó como en un taburete de esco­lar. Tenía la piel lisa y tensa, con el mismo color y la misma densidad solar del petróleo crudo, y sus cabellos eran de crines de potranca y sus ojos inmensos eran más claros que la luz. El senador siguió el hilo de su mirada y encontró al final la rosa percudida por el salitre.
-Es una rosa -dijo.
-Sí -dijo ella con un rastro de perplejidad-, las conocí en Riohacha.
El senador se sentó en un catre de campaña, hablan­do de las rosas, mientras se desabotonaba la camisa. Sobre el costado, donde él suponía que estaba el corazón dentro del pecho, tenía el tatuaje corsario de un corazón flechado. Tiró en el suelo la camisa mojada y le pidió a Laura Fariña que lo ayudara a quitarse las botas.
Ella se arrodilló frente al catre. El senador la siguió escrutando, pensativo, y mientras le zafaba los cordones se preguntó de cuál de los dos sería la mala suerte de aquel encuentro.
-Eres una criatura -dijo.
-No crea -dijo ella-. Voy a cumplir 19 en abril.
El senador se interesó.
-Qué día.
-El once -dijo ella.
El senador se sintió mejor. «Somos Aries», dijo. Y agregó sonriendo:
-Es el signo de la soledad.
Laura Fariña no le puso atención pues no sabía qué hacer con las botas. El senador, por su parte, no sabía qué hacer con Laura Fariña, porque no estaba acostum­brado a los amores imprevistos, y además era consciente que aquél tenía origen en la indignidad. Sólo por ganar tiempo para pensar aprisionó a Laura Fariña con las rodillas, la abrazó por la cintura y se tendió de espal­das en el catre. Entonces comprendió que ella estaba desnuda debajo del vestido, porque el cuerpo exhaló una fragancia oscura de animal de monte, pero tenía el cora­zón asustado y la piel aturdida por un sudor glacial.
-Nadie nos quiere -suspiró él.
Laura Fariña quiso decir algo, pero el aire sólo le alcanzaba para respirar. La acostó a su lado para ayu­darla, apagó la luz, y el aposento quedó en la penumbra de la rosa. Ella se abandonó a la misericordia de su des­tino. El senador la acarició despacio, la buscó con la mano sin tocarla apenas, pero donde esperaba encon­trarla tropezó con un estorbo de hierro.
-¿Qué tienes ahí?
-Un candado -dijo ella.
-¡Qué disparate! -dijo el senador, furioso, y pre­guntó lo que sabía de sobra-: ¿Dónde está la llave?
Laura Fariña respiró aliviada.
-La tiene mi papá -contestó-. Me dijo que le dijera a usted que la mande a buscar con un propio y que le mande con él un compromiso escrito asegurando que le va a arreglar su situación.
El senador se puso tenso. «Cabrón franchute», mur­muró indignado. Luego cerró los ojos para relajarse, y se encontró consigo mismo en la oscuridad. Recuerda -re­cordó- que seas tú o sea otro cualquiera, estarás muerto dentro de un tiempo muy breve, y que poco después no quedará de ustedes ni siquiera el nombre. Esperó a que pasara el escalofrío.
-Dime una cosa -preguntó entonces-: ¿Qué has oído decir de mí?
-¿La verdad de verdad?
-La verdad de verdad.
-Bueno -se atrevió Laura Fariña-, dicen que usted es peor que los otros, porque es distinto.
El senador no se alteró. Hizo un silencio largo, con los ojos cerrados, y cuando volvió a abrirlos parecía de regreso de sus instintos más recónditos.
-Qué carajo -decidió- dile al cabrón de tu padre que le voy a arreglar su asunto.
-Si quiere yo misma voy por la llave -dijo Laura Fariña.
El senador la retuvo.
-Olvídate de la llave -dijo- y duérmete un rato conmigo. Es bueno estar con alguien cuando uno está solo.
Entonces ella lo acostó en su hombro con los ojos fijos en la rosa. El senador la abrazó por la cintura, es­condió la cara en su axila de animal de monte y sucum­bió al terror. Seis meses y once días después había de morir en esa misma posición, pervertido y repudiado por el escándalo público de Laura Fariña, y llorando de la rabia de morirse sin ella.

1970.



Gabriel García Márquez / El último viaje del buque fantasma

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Ilustración de Gabriel Pacheco
Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
EL ÚLTIMO VIAJE DEL BUQUE FANTASMA

Ahora van a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después que viera por primera vez el trasatlántico inmenso, sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de su iglesia, y siguió nave­gando en tinieblas hacia la ciudad colonial fortificada contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos, y aunque él era entonces un niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para escuchar hasta muy tarde en la playa las arpas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que el trasatlántico desaparecía cuando la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y desapa­reciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tan­teos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del puerto, hasta que algo debió fallar en sus agujas de orien­tación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fra­gor de hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos en la selva prehis­tórica que empezaba en las últimas calles de la ciudad y terminaba en el otro lado del mundo, así que él mismo creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su cargamento de loros inocentes con el buche lleno de diamantes, pensó, me dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme, claro, quedó tan convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acor­darse de la visión hasta la misma noche del marzo si­guiente, cuando andaba buscando celajes de delfines en el mar y lo que encontró fue el trasatlántico ilusorio, sombrío, intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez, sólo que él estaba entonces tan seguro de estar despierto que corrió a contárselo a su madre, y ella pasó tres semanas gimiendo de desilusión, porque se te está pudriendo el seso de tanto andar al revés, dur­miendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida, y como tuvo que ir a la ciudad por esos días en busca de algo cómodo en que sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su mecedor se le habían gastado las balanzas en once años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al hombre del bote que se fuera por los arrecifes de modo que el hijo pudiera ver lo que en efec­to vio en la vidriera del mar, los amores de las manta-rayas en primaveras de esponjas, los pargos rosáceos y las corvinas azules zambulléndose en los pozos de aguas más tiernas que había dentro de las aguas, y hasta las cabelle­ras errantes de los ahogados de algún naufragio colonial, pero ni rastros de trasatlánticos hundidos ni qué niño muerto, y sin embargo, él siguió tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la vigilia del marzo próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir era una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en un remate de turcos, en la cual se sentó a descansar aquella misma noche, suspi­rando, mi pobre Holofernes, si vieras lo bien que se pien­sa en ti sobre estos forros de terciopelo y con estos bro­cados de catafalco de reina, pero mientras más evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de cho­colate la sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera corriendo, empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra, hasta que él volvió en la madrugada y la encontró muerta en la poltrona, todavía caliente pero ya medio podrida como los picados de cule­bra, lo mismo que les ocurrió después a otras cuatro señoras, antes que tiraran en el mar la poltrona ase­sina, muy lejos, donde no le hicieran mal a nadie, pues la habían usado tanto a través de los siglos que se le había gastado la facultad de producir descanso, de modo que él tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huér­fano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado que se robaba en los botes, mientras la voz se le iba volviendo de bramante y sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que miró por casualidad hacia el mar, y de pronto, madre mía, ahí está, la descomunal ballena de amianto, la bestia berraca, vengan a verlo, gritaba enloquecido, vengan a verlo, promoviendo tal alboroto de ladridos de perros y pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto William Dampier, pero los que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de ver el aparato invero­símil que en aquel instante volvía a perder el oriente y se desbarataba en el desastre anual, sino que lo contrama­taron a golpes y lo dejaron tan mal torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia, ahora van a ver quién soy yo, pero se cuidó de no compartir con nadie su determinación sino que pasó el año entero con la idea fija, ahora van a ver quién soy yo, esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para hacer lo que hizo, ya está, se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde esperando su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la salsamuera humana del Caribe, pero tan absorto en su aventura que no se detuvo como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los man­darines de marfil tallados en el colmillo entero del ele­fante, ni se burló de los negros holandeses en sus velocí­pedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces con los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo cautivados por la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de brasileras al carbón, porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas, y ya estaba él remando en el bote robado hacia la en­trada de la bahía, con la lámpara apagada para no alborotar a los policías del resguardo, idealizado cada quince segundos por el aletazo verde del faro y otra vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca de las boyas que señalaban el canal del puerto no sólo por­que viera cada vez más intenso su fulgor opresivo sino porque la respiración del agua se iba volviendo triste, y así remaba tan ensimismado que no supo de dónde le llegó de pronto un pavoroso aliento de tiburón ni por qué la noche se hizo densa como si las estrellas se hubie­ran muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua, trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinitos ojos de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del faro y por un instante volvió a ser el Ca­ribe diáfano, la noche de marzo, el aire cotidiano de los pelícanos, de modo que él se quedó solo entre las boyas, sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas acababa de preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas des­de la primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el trasatlántico volvió a aparecer y ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos, hasta que él tuvo la revelación abrumadora que aquel percance de las boyas era la última clave del encantamiento, y encendió la lámpara del bote, una mínima lucecita roja que no tenía por qué alarmar a nadie en los minaretes del resguardo, pero que debió ser para el piloto como un sol oriental, porque gracias a ella el trasatlántico corrigió su horizonte y entró por la puer­ta grande del canal en una maniobra de resurrección feliz, y entonces todas sus luces se encendieron al mismo tiempo, las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas en su cielo y los cadáveres de los animales se fueron al fondo, y había un estrépito de platos y una fragancia de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el bombardino de la orquesta en las cubiertas de luna y el tumtum de las arterias de los enamorados de alta mar en la penumbra de los camarotes, pero él llevaba todavía tanta rabia atrasada que no se dejó aturdir por la emo­ción ni amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca que ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a un lado para que no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar delante de ella, porque ahora sí van a saber quién soy yo, y siguió orientando el buque con la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo obligó a descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal invisible y se lo llevó de cabes­tro como si fuera un cordero de mar hacia las luces del pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que ahora no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince segundos, y allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de las casas, la ilusión, y todavía el trasatlántico iba detrás de él, siguién­dolo con todo lo que llevaba dentro, su capitán dormido del lado del corazón, los toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su hospital, el agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió confundir los farallones con los muelles porque en aquel instante reventó el bramido descomunal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los caracoles de la orilla, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos, el pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido, y él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cata­clismo, gritando en medio de la conmoción, ahí lo tienen, cabrones, un segundo antes que el tremendo casco de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido de las noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra desde la proa hasta la popa, y entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el medio día de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre y como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía, chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.

1968.


Gabriel García Márquez / Blacamán el bueno vendedor de milagros

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
BLACAMÁN EL BUENO
VENDEDOR DE MILAGROS
Desde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de terciopelo pes­punteados con filamentos de oro, sus sortijas con pedre­rías de colores en todos los dedos y su trenza de casca­beles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las hierbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los pueblos del Caribe, sólo que enton­ces no estaba tratando de vender nada a aquella co­chambre de indios, sino pidiendo que le llevaran una culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el único indeleble, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su determi­nación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de ésas que empie­zan por envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se desbarrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del norte que estaba en el muelle desde hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echan­do espuma de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reven­tó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y se le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retra­tos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, unas porque no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sen­cillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como negocio, sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.
Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almi­rante del acorazado se llevó un frasquito, convencido por él que también era bueno para los plomos envene­nados de los anarquistas, y los tripulantes no se confor­maron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le tor­cieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mi­rada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayu­dara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquélla fue como la mirada del destino, no sólo del mío, sino también del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando él debió verme por dentro alguna luz que no me había visto antes porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía nada más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisiera conocer en el mundo, y ésa fue la única vez en que le contesté sin burlas de verdad, que quería ser adivino, y entonces no se volvió a reír, sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más fácil de aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.
Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando se le volteaba la suerte se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante muchos años seguían gober­nando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que vol­vió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tende­rete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que vol­vían trasparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infun­dir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden, sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fun­daba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés, y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera, mientras él destripaba la gramática buscando el mejor modo de convencer al mundo de su nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a esta criatura atormentada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y después de descalabrarme de un trancazo para componerse la buena suerte resolvió llevarme donde mi padre para que le de­volviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la no­che quejándome de las palizas que él me daba para conjurar la desgracia, tuvo que quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcio­nó tan bien que no sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias según la posi­ción y la intensidad del dolor. En ésas estábamos, conven­cidos de nuestra victoria sobre la mala suerte, cuando nos alcanzó la noticia de que el comandante del acorazado ha­bía querido repetir en Filadelfia la prueba del contrave­neno, y se convirtió en mermelada de almirante en pre­sencia de su estado mayor.
No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encon­trábamos más claras nos llegaban las voces de que los infan­tes de marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y después arra­saron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les había salido aquella rabia ni por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión co­lonial, engañados con la esperanza de que pasaran los con­trabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras ahumadas con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reír­nos cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de agua de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspi­rando a través de las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nun­ca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía, pensan­do con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su pen­samiento, y antes de amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas a enderezar.
Ahí fue donde se echó a perder el poco cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gri­taba que aquella mortificación no era bastante para apaci­guar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de co­mer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de moler, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y for­tuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba en­cima las sobras de sus almuerzos y tiraba por los rincones pedazos de lagartos y gavilanes podridos para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dár­melo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y sola­mente me quedó el rencor, de modo que agarré el cuerpo del conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión que era él y no el animal el que se iba a reventar, y entonces fue cuando sucedió como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando por el aire.
Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos, por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, de­saguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidentes o peloteras, por veinticin­co si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro género de calamidades públi­cas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor me­diante arreglo especial, a los locos según tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quien se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la iz­quierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y queden curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguar­diente hasta matar la idea, y vengan las maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que no hago es resucitar a los muer­tos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un séquito de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me ame­nazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomenda­ron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La ver­dad es que yo no gano nada con ser santo después de muer­to, yo lo que soy es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este carricoche convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas en Nueva Orleans, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos co­lores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miér­coles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turis­tas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, mis medallas de perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.
Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabe­les para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que en­tonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno, sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme después de ha­ber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi ma­dre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo, sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes, sino aguan­tando las ganas de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de ma­rina no se atrevieron a disparar por temor a que las mu­chedumbres dominicales les conocieran el desprestigio. Al­guien que quizá no olvidaba las blacabunderías de otra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descan­so, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera, sino que se bajó de la mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguan­tando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al re­vés por el tétano de la eternidad. Fue ésa la única vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo en­tero, le hice cantar una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una co­lina, expuesta a los mejores tiempos del mar, con una ca­pilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes que a Santa María del Darién se la tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón me duele de lás­tima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl des­baratado y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resu­citar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre.


1968.

Gabriel García Márquez / La increíble y triste historia de la cándida Eréndira

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA
DE LA CÁNDIDA ERÉNDIRA
Y DE SU ABUELA DESALMADA

Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de arga­masa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estre­meció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el cali­bre del viento en el baño adornado de pavorreales repe­tidos y mosaicos pueriles de termas romanas.
La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de­ huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había her­vido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los ca­bellos metálicos y sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.
-Anoche soñé que estaba esperando una carta -dijo la abuela.
Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:
-¿Qué día era en el sueño?
-Jueves.
-Entonces era una carta con malas noticias -dijo Eréndira-, pero no llegará nunca.
Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dor­mitorio. Era tan gorda que sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo que parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se no­taba el dominio de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco demente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más para arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados con almizcle y las uñas con es­malte de nácar, y cuando la tuvo emperifollada como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos fugaces del gramófono de bocina.
Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pa­sado, Eréndira se ocupó de barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de ce­sares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabas­tro, y un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua lle­vada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia.
Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de la abuela, un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Erén­dira. Nadie conoció los orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conocida en lengua de indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer de un prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la traspuso para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer enterró los cadáveres en el patio, despachó a las catorce sirvientas descalzas, y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la penumbra de la casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el nacimiento.
Sólo para dar cuerda y concertar a los relojes Erén­dira necesitaba seis horas. El día en que empezó su des­gracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes tenían cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar y sobrevestir a la abuela, fregar los pisos, cocinar el almuer­zo y bruñir la cristalería. Hacia las once, cuando le cam­bió el agua al cubo del avestruz y regó los hierbajos desér­ticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que contrariar el coraje del viento que se había vuelto inso­portable, pero no sintió el mal presagio de que aquél fuera el viento de su desgracia. A las doce estaba pulien­do las últimas copas de champaña, cuando percibió un olor de caldo tierno, y tuvo que hacer un milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin dejar a su paso un desastre de vidrios de Venecia.
Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la hornilla. Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó la ocasión para sen­tarse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los ojos, los abrió después con una expresión sin cansancio, y empezó a echar la sopa en la sopera. Trabajaba dor­mida.
La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete con candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo sonar la campanilla, y casi al instante acudió Eréndira con la sopera humeante. En el momento en que le servía la sopa, la abuela advirtió sus modales de sonámbula, y le pasó la mano frente a los ojos como limpiando un cristal invisible. La niña no vio la mano. La abuela la siguió con la mirada, y cuando Eréndira le dio la espalda para volver a la cocina, le gritó:
-Eréndira.
Despertada de golpe, la niña dejó caer la sopera en la alfombra.
-No es nada, hija -le dijo la abuela con una ternura cierta-. Te volviste a dormir caminando.
-Es la costumbre del cuerpo -se excusó Eréndira.
Recogió la sopera, todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la mancha de la alfombra.
-Déjala así -la disuadió la abuela-, esta tarde la lavas.
De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo que lavar la alfombra del comedor, y aprovechó que estaba en el fregadero para lavar tam­bién la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la casa buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le vino encima sin que se diera cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor era la hora de acostarse.
La abuela había chapuceado el piano toda la tarde, cantando en falsete para sí misma las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados los lamparones del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el camisón de muselina se había restablecido de la amargura de los buenos recuerdos.
-Aprovecha mañana para lavar también la alfombra, de la sala -le dijo a Eréndira-, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido.
-Sí, abuela -contestó la niña.
Recogió un abanico de plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable que le recitaba el código del orden nocturno mientras se hundía en el sueño.
-Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la conciencia tranquila.
-Sí, abuela.
-Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más hambre las polillas.
-Sí, abuela.
-Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que respiren.
-Sí, abuela.
-Y le pones su alimento al avestruz.
Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado la nieta la virtud de continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto sin hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a los mandatos de la abuela dormida.
-Le das de beber a las tumbas.
-Sí, abuela.
-Antes de acostarte fíjate que todo quede en per­fecto orden, pues las cosas sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su puesto.
-Sí, abuela.
-Y si vienen los Amadises avísales que no entren -dijo la abuela-, que las gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos.
Eréndira no le contestó más, pues sabía que empe­zaba a extraviarse en el delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de las venta­nas y apagó las últimas luces, tomó un candelabro del comedor y fue alumbrando el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se llenaban con la respira­ción apacible y enorme de la abuela dormida.
Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y estaba atiborrado de las muñecas de trapo y los animales de cuerda de su infancia reciente. Vencida por los oficios bárbaros de la jornada, Eréndira no tuvo ánimos para desvestirse, sino que puso el cande­labro en la mesa de noche y se tumbó en la cama. Poco después, el viento de su desgracia se metió en el dormi­torio como una manada de perros y volcó el candelabro contra las cortinas.


Al amanecer, cuando por fin se acabó el viento, em­pezaron a caer unas gotas de lluvia gruesas y separadas que apagaron las últimas brasas y endurecieron las ceni­zas humeantes de la mansión. La gente del pueblo, indios en su mayoría, trataba de rescatar los restos del desastre: el cadáver carbonizado del avestruz, el bastidor del piano dorado, el torso de una estatua. La abuela contemplaba con un abatimiento impenetrable los residuos de su for­tuna. Eréndira, sentada entre las dos tumbas de los Ama­dises, había terminado de llorar. Cuando la abuela se convenció de que quedaban muy pocas cosas intactas entre los escombros, miró a la nieta con una lástima sincera.
-Mi pobre niña -suspiró-. No te alcanzará la vida para pagarme este percance.
Empezó a pagárselo ese mismo día, bajo el estruendo de la lluvia, cuando la llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro que era muy conocido en el desierto porque pagaba a buen precio la virginidad. Ante la expectativa impávida de la abuela el viudo examinó a Eréndira con una austeridad científica: consideró la fuer­za de sus muslos, el tamaño de sus senos, el diámetro de sus caderas. No dijo una palabra mientras no tuvo un cálculo de su valor.
-Todavía está muy biche -dijo entonces-, tiene teticas de perra.
Después la hizo subir en una balanza para probar con cifras su dictamen. Eréndira pesaba 42 kilos.
-No vale más de cien pesos -dijo el viudo.
La abuela se escandalizó.
-¡Cien pesos por una criatura completamente nue­va! -casi gritó-. No, hombre, eso es mucho faltarle el respeto a la virtud.
-Hasta ciento cincuenta -dijo el viudo.
-La niña me ha hecho un daño de más de un millón de pesos -dijo la abuela-. A este paso le harían falta como doscientos años para pagarme.
-Por fortuna -dijo el viudo-, lo único bueno que tiene es la edad.
La tormenta amenazaba con desquiciar la casa, y había tantas goteras en el techo que casi llovía adentro como fuera. La abuela se sintió sola en un mundo de desastre.
-Suba siquiera hasta trescientos -dijo.
-Doscientos cincuenta.
Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en efectivo y algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira que se fuera con el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la trastienda, como si la llevara para la escuela.
-Aquí te espero -dijo la abuela.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de ladrillos, un techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de altura por donde se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas en el borde de adobes había macetas de cactos y otras plantas de aridez. Colgada entre dos pilares, agitándose como la vela suelta de un balandro al garete, había una hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y los ramalazos del agua se oían gritos lejanos, aullidos de animales remotos, voces de naufragio.
Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que sostenerse para que no los tumbara un gol­pe de lluvia que los dejó ensopados. Sus voces no se oían y sus movimientos se habían vuelto distintos por el fra­gor de la borrasca. A la primera tentativa del viudo Erén­dira gritó algo inaudible y trató de escapar. El viudo le contestó sin voz, le torció el brazo por la muñeca y la arrastró hacia la hamaca. Ella le resistió con un arañazo en la cara y volvió a gritar en silencio, y él le respondió con una bofetada solemne que la levantó del suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo cabello de medusa ondulando en el vacío, la abrazó por la cintura antes que volviera a pisar la tierra, la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal, y la inmovilizó con las rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió el sentido, y se quedó como fascinada con las franjas de luna de un pescado que pasó navegando en el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrándole la ropa con zarpazos espaciados, como arrancando hier­ba, desbaratándosela en largas tiras de colores que ondu­laban como serpentinas y se iban con el viento.
Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar algo por el amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga hacia los rumbos del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma descu­bierta, entre bultos de arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de la cama virreinal, un ángel de guerra, el trono chamuscado, y otros chécheres inservibles. En un baúl con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los huesos de los Amadises.
La abuela se protegía del sol eterno con un paraguas descosido y respiraba mal por la tortura del sudor y el polvo, pero aún en aquel estado de infortunio conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y sacos de arroz, Eréndira pagó el viaje y el transporte de los muebles haciendo amores de a veinte pesos con el carguero del camión. Al principio su sistema de defensa fue el mismo con que se había opuesto a la agresión del viudo. Pero el método del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó por amansarla con la ternura. De modo que cuando llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada mortal, Eréndira y el carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto de la carga. El conductor del camión le gritó a la abuela:
-De aquí en adelante ya todo es mundo.
La abuela observó con incredulidad las calles misera­bles y solitarias de un pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que habían abandonado.
-No se nota -dijo.
-Es territorio de misiones -dijo el conductor.
-A mí no me interesa la caridad sino el contrabando -dijo la abuela.
Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira hurgaba con el dedo un saco de arroz. De pronto encontró un hilo, tiró de él, y sacó un largo collar de perlas legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los de­dos como una culebra muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:
-No sueñe despierta, señora. Los contrabandistas no existen.
-¡Cómo no -dijo la abuela-, dígamelo a mí!
-Búsquelos y verá -se burló el conductor de buen humor-. Todo el mundo habla de ellos, pero nadie los ve.
El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sa­cado el collar, se apresuró a quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que había decidido quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llamó enton­ces a la nieta para que la ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del cargador con un beso apresurado pero espontáneo y cierto.
La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que acabaron de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los Amadises.
-Esto pesa como un muerto -rió el conductor.
-Son dos -dijo la abuela-. Así que trátelos con el debido respeto.
-Apuesto que son estatuas de marfil -rió el con­ductor.
Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles chamuscados, y extendió la mano abierta frente a la abuela.
-Cincuenta pesos -dijo.
La abuela señaló al carguero.
-Ya su esclavo se pagó por la derecha.
El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal afirmativa. Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada con un niño de brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí mis­mo, le dijo entonces a la abuela:
-Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas intenciones.
La niña intervino asustada.
-¡Yo no he dicho nada!
-Lo digo yo que fui el de la idea -dijo el carguero.
La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin dismi­nuirlo, sino tratando de calcular el verdadero tamaño de sus agallas.
-Por mí no hay inconveniente -le dijo- si me pagas lo que perdí por su descuido. Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos, menos cuatrocientos veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta y un mil ochocientos noventa y cinco.
El camión arrancó.
-Créame que le daría ese montón de plata si lo tu­viera -dijo con seriedad el carguero-. La niña los vale.
A la abuela le sentó bien la decisión del muchacho.
-Pues vuelve cuando lo tengas, hijo -le replicó en un tono simpático-, pero ahora vete, que si volvemos a sacar las cuentas todavía me estás debiendo diez pesos.
El carguero saltó en la plataforma del camión que se alejaba. Desde allí le dijo adiós a Eréndira con la mano, pero ella estaba todavía tan asustada que no le corres­pondió.
En el mismo solar baldío donde las dejó el camión, Eréndira y la abuela improvisaron un tenderete para vivir, con láminas de cinc y restos de alfombras asiáticas. Pusieron dos esteras en el suelo y durmieron tan bien como en la mansión, hasta que el sol abrió huecos en el techo y les ardió en la cara.
Al contrario de siempre, fue la abuela quien se ocupó aquella mañana de arreglar a Eréndira. Le pintó la cara con un estilo de belleza sepulcral que había estado de moda en su juventud, y la remató con unas pestañas postizas y un lazo de organza que parecía una mariposa en la cabeza.
-Te ves horrorosa -admitió-, pero así es mejor: los hombres son muy brutos en asuntos de mujeres.
Ambas reconocieron, mucho antes de verlas, los pasos de dos mulas en la yesca del desierto. A una orden de la abuela, Eréndira se acostó en el petate como lo habría hecho una aprendiza de teatro en el momento en que iba a abrirse el telón. Apoyada en el báculo epis­copal, la abuela abandonó el tenderete y se sentó en el trono a esperar el paso de las mulas.
Se acercaba el hombre del correo. No tenía más de veinte años, aunque estaba envejecido por el oficio, y llevaba un vestido de caqui, polainas, casco de corcho, y una pistola de militar en el cinturón de cartucheras. Mon­taba una buena mula, y llevaba otra de cabestro, menos entera, sobre la cual se amontonaban los sacos de lienzo del correo.
Al pasar frente a la abuela la saludó con la mano y siguió de largo. Pero ella le hizo una señal para que echa­ra una mirada dentro del tenderete. El hombre se detuvo, y vio a Eréndira acostada en la estera con sus afeites póstumos y un traje de cenefas moradas.
-¿Te gusta? -preguntó la abuela.
El hombre del correo no comprendió hasta entonces lo que le estaban proponiendo.
-En ayunas no está mal -sonrió.
-Cincuenta pesos -dijo la abuela.
-¡Hombre, lo tendrá de oro! -dijo él-. Eso es lo que me cuesta la comida de un mes.
-No seas estreñido -dijo la abuela-. El correo aéreo tiene mejor sueldo que un cura.
-Yo soy el correo nacional -dijo el hombre-. El correo aéreo es ése que anda en un camioncito.
-De todos modos el amor es tan importante como la comida -dijo la abuela.
-Pero no alimenta.
La abuela comprendió que a un hombre que vivía de las esperanzas ajenas le sobraba demasiado tiempo para regatear.
-¿Cuánto tienes? -le preguntó.
El correo desmontó, sacó del bolsillo unos billetes masticados y se los mostró a la abuela. Ella los tomó todos juntos con una mano rapaz como si fueran una pelota.
-Te lo rebajo -dijo-, pero con una condición: haces correr la voz por todas partes.
-Hasta el otro lado del mundo -dijo el hombre del correo-. Para eso sirvo.
Eréndira, que no había podido parpadear, se quitó entonces las pestañas postizas y se hizo a un lado en la estera para dejarle espacio al novio casual. Tan pronto como él entró en el tenderete, la abuela cerró la entrada con un tirón enérgico de la cortina corrediza.
Fue un trato eficaz. Cautivados por las voces del correo, vinieron hombres desde muy lejos a conocer la novedad de Eréndira. Detrás de los hombres vinieron mesas de lotería y puestos de comida, y detrás de todos vino un fotógrafo en bicicleta que instaló frente al cam­pamento una cámara de caballete con manga de luto, y un telón de fondo con un lago de cisnes inválidos.
La abuela, abanicándose en el trono, parecía ajena a su propia feria. Lo único que le interesaba era el orden en la fila de clientes que esperaban turno, y la exactitud del dinero que pagaban por adelantado para entrar con Eréndira. Al principio había sido tan severa que hasta llegó a rechazar un buen cliente porque le hicieron falta cinco pesos. Pero con el paso de los meses fue asimilando las lecciones de la realidad, y terminó por admitir que completaran el pago con medallas de santos, reliquias de familia, anillos matrimoniales, y todo cuanto fuera capaz de demostrar, mordiéndolo, que era oro de buena ley aunque no brillara.
Al cabo de una larga estancia en aquél primer pueblo, la abuela tuvo suficiente dinero para comprar un burro, y se internó en el desierto en busca de otros lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas angarillas que habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol inmóvil con el paraguas desvarillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza. Detrás de ellas cami­naban cuatro indios de carga con los pedazos del campa­mento: los petates de dormir, el trono restaurado, el ángel de alabastro y el baúl con los restos de los Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana en su bicicleta, pero sin darle alcance, como si fuera para otra fiesta.
Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo tener una visión entera del negocio.
-Si las cosas siguen así -le dijo a Eréndira-, me habrás pagado la deuda dentro de ocho años, siete meses y once días.
Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los granos que sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero, y precisó:
-Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios, y otros gastos menores.
Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo, no hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse para no llorar.
-Tengo vidrio molido en los huesos -dijo.
-Trata de dormir.
-Sí, abuela.
Cerró los ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y siguió caminando dormida.


Una camioneta cargada de jaulas apareció espantando chivos entre la polvareda del horizonte, y el alboroto de los pájaros fue un chorro de agua fresca en el sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al volante iba un corpulento granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y unos bigotes color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo Ulises, que viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos marítimos y solitarios, y con la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le llamó la atención una tienda de campaña frente a la cual esperaban turno todos los sol­dados de la guarnición local. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de una misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenían ramas de almendros en la cabeza como si estuvieran emboscados para un combate. El holandés preguntó en su lengua:
-¿Qué diablos venderán ahí?
-Una mujer -le contestó su hijo con toda natura­lidad-. Se llama Eréndira.
-¿Cómo lo sabes?
-Todo el mundo lo sabe en el desierto -contestó Ulises.
El holandés descendió en el hotelito del pueblo. Ulises se demoró en la camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera de negocios que su padre había dejado en el asiento, sacó un mazo de billetes, se metió varios en los bolsillos, y volvió a dejar todo como estaba. Esa noche, mientras su padre dormía, se salió por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola frente a la carpa de Eréndira.
La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas borra­chos bailaban solos para no desperdiciar la música gratis, y el fotógrafo tomaba retratos nocturnos con papeles de magnesio. Mientras controlaba el negocio, la abuela con­taba billetes en el regazo, los repartía en gavillas iguales y los ordenaba dentro de un cesto. No había entonces más de doce soldados, pero la fila de la tarde había crecido con clientes civiles. Ulises era el último.
El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela no sólo le cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.
-No hijo -le dijo-, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres pavoso.
El soldado, que no era de aquellas tierras, se sor­prendió.
-¿Qué es eso?
-Que contagias la mala sombra -dijo la abuela-. No hay más que verte la cara.
Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado siguiente.
-Entra tú, dragoneante -le dijo de buen humor-. Y no te demores, que la patria te necesita.
El soldado entró, pero volvió a salir inmediatamente, porque Eréndira quería hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y entró en la tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al fondo, en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el temblor del cuerpo, estaba maltratada y sucia de sudor de soldados.
-Abuela -sollozó-, me estoy muriendo.
La abuela le tocó la frente, y al comprobar que no tenía fiebre, trató de consolarla.
-Ya no faltan más de diez militares -dijo.
Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela supo entonces que había traspuesto los límites del horror, y acariciándole la cabeza la ayudó a calmarse.
-Lo que pasa es que estás débil -le dijo-. Anda, no llores más, báñate con agua de salvia para que se te com­ponga la sangre.
Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a sere­narse, y le devolvió el dinero al soldado que esperaba. «Se acabó por hoy -le dijo-. Vuelve mañana y te doy el primer lugar». Luego gritó a los de la fila:
-Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.
Soldados y civiles rompieron filas con gritos de pro­testa. La abuela se les enfrentó de buen talante pero blandiendo en serio el báculo devastador.
-¡Desconsiderados! ¡Mampolones! -gritaba-. Qué se creen, que esa criatura es de hierro. Ya quisiera yo verlos en su situación. ¡Pervertidos! ¡Apátridas de mierda!
Los hombres le replicaban con insultos más gruesos, pero ella terminó por dominar la revuelta y se mantuvo en guardia con el báculo hasta que se llevaron las mesas de fritanga y desmontaron los puestos de lotería. Se disponía a volver a la tienda cuando vio a Ulises de cuerpo entero, solo, en el espacio vacío y oscuro donde antes estuvo la fila de hombres. Tenía un aura irreal y parecía visible en la penumbra por el fulgor propio de su belleza.
-Y tú -le dijo la abuela-, ¿dónde dejaste las alas?
-El que las tenía era mi abuelo -contestó Ulises con su naturalidad-, pero nadie lo cree.
La abuela volvió a examinarlo con una atención hechizada. «Pues yo sí lo creo -dijo-. Tráelas puestas mañana». Entró en la tienda y dejó a Ulises ardiendo en su sitio.
Eréndira se sintió mejor después del baño. Se había puesto una combinación corta y bordada, y se estaba secando el pelo para acostarse, pero aún hacía esfuerzos por reprimir las lágrimas. La abuela dormía.
Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y diá­fanos, pero antes de decir nada se frotó la cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Uli­ses parpadeó por primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:
-Quién tú eres.
Ulises se mostró hasta los hombros. «Me llamo Uli­ses», dijo. Le enseñó los billetes robados y agregó:
-Traigo la plata.
Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.
-Tenías que ponerte en la fila -le dijo.
-Esperé toda la noche -dijo Ulises.
-Pues ahora tienes que esperarte hasta mañana -dijo Eréndira-. Me siento como si me hubieran dado tran­cazos en los riñones.
En ese instante la abuela empezó a hablar dormida.
-Van a hacer veinte años que llovió la última vez -dijo-. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pesca­dos y caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarrasa luminosa navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Erén­dira hizo una sonrisa divertida.
-Tate sosiego -le dijo-. Siempre se vuelve como loca cuando está dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.
Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa y hasta un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.
-Ven -le dijo-, ayúdame a cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás de la cama y tomó la sábana por un extremo. Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
-Estaba loco por verte -dijo de pronto-. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.
-Pero me voy a morir -dijo Eréndira.
-Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino al mar -dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la es­tera con otra limpia y aplanchada.
-No conozco el mar -dijo.
-Es como el desierto, pero con agua -dijo Ulises.
-Entonces no se puede caminar.
-Mi papá conoció un hombre que sí podía -dijo Ulises-, pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero quería dormir.
-Si vienes mañana bien temprano te pones en el primer puesto -dijo.
-Me voy con mi papá por la madrugada -dijo Ulises.
-¿Y no vuelven a pasar por aquí?
-Quién sabe cuándo -dijo Ulises-. Ahora pasamos por casualidad porque nos perdimos en el camino de la frontera.
Eréndira miró pensativa a la abuela dormida.
-Bueno -decidió-, dame la plata.
Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó trémulo en su sitio: en el instante decisivo su determinación había flaqueado. Eréndira le tomó de la mano para que se diera prisa, y sólo entonces advirtió su tribulación. Ella conocía ese miedo.
-¿Es la primera vez? -le preguntó.
Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió distinta.
-Respira despacio -le dijo-. Así es siempre al prin­cipio, y después ni te das cuenta.
Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando con recursos maternos.
-¿Cómo es que te llamas?
-Ulises.
-Es nombre de gringo -dijo Eréndira.
-No, de navegante.
Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huér­fanos, lo olfateó.
-Pareces todo de oro -dijo-, pero hueles a flores.
-Debe ser a naranjas -dijo Ulises.
Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad.
-Andamos con muchos pájaros para despistar -agre­gó-, pero lo que llevamos a la frontera es un contra­bando de naranjas.
-Las naranjas no son contrabando -dijo Eréndira.
-Estas sí -dijo Ulises-. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.
Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo.
-Lo que más me gusta de ti -dijo- es la seriedad con que inventas los disparates.
Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la ino­cencia de Ulises le hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan escasa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.
-Por estos tiempos, a principios de marzo, te tra­jeron a la casa -dijo-. Parecías una lagartija envuelta en algodones. Amadís, tu padre, que era joven y guapo, estaba tan contento aquella tarde que mandó a buscar como veinte carretas cargadas de flores, y llegó gritando y tirando flores por la calle, hasta que todo el pueblo quedó dorado de flores como el mar.
Deliró varias horas, a grandes voces, y con una pasión obstinada. Pero Ulises no la oyó, porque Eréndira lo ha­bía querido tanto, y con tanta verdad, que lo volvió a querer por la mitad de su precio mientras la abuela deli­raba, y lo siguió queriendo sin dinero hasta el amanecer.


Un grupo de misioneros con los crucifijos en alto se habían plantado hombro contra hombro en medio del desierto. Un viento tan bravo como el de la desgracia sacudía sus hábitos de cañamazo y sus barbas cerriles, y apenas les permitía tenerse en pie. Detrás de ellos estaba la casa de la misión, un promontorio colonial con un campanario minúsculo sobre los muros ásperos y enca­lados.
El misionero más joven, que comandaba el grupo, señaló con el índice una grieta natural en el suelo de arcilla vidriada.
-No pasen esa raya -gritó.
Los cuatro cargadores indios que transportaban a la abuela en un palanquín de tablas se detuvieron al oír el grito. Aunque iba mal sentada en el piso del palanquín y tenía el ánimo entorpecido por el polvo y el sudor del desierto, la abuela se mantenía en su altivez. Eréndira iba a pie. Detrás del palanquín había una fila de ocho indios de carga, y en último término el fotógrafo en la bicicleta.
-El desierto no es de nadie -dijo la abuela.
-Es de Dios -dijo el misionero-, y están violando sus santas leyes con vuestro tráfico inmundo.
La abuela reconoció entonces la forma y la dicción peninsulares del misionero, y eludió el encuentro frontal para no descalabrarse contra su intransigencia. Volvió a ser ella misma.
-No entiendo tus misterios, hijo.
El misionero señaló a Eréndira.
-Esa criatura es menor de edad.
-Pero es mi nieta.
-Tanto peor -replicó el misionero-. Ponla bajo nuestra custodia, por las buenas, o tendremos que re­currir a otros métodos.
La abuela no esperaba que llegaran a tanto.
-Está bien, aríjuna -cedió asustada-. Pero tarde o temprano pasaré, ya lo verás.
Tres días después del encuentro con los misioneros, la abuela y Eréndira dormían en un pueblo próximo al convento, cuando unos cuerpos sigilosos, mudos, rep­tando como patrullas de asalto, se deslizaron en la tienda de campaña. Eran seis novicias indias, fuertes y jóvenes, con los hábitos de lienzo crudo que parecían fosforescentes en las ráfagas de luna. Sin hacer un solo ruido cubrieron a Eréndira con un toldo de mosqui­tero, la levantaron sin despertarla, y se la llevaron en­vuelta como un pescado grande y frágil capturado en una red lunar.
No hubo un recurso que la abuela no intentara para rescatar a la nieta de la tutela de los misioneros. Sólo cuando le fallaron todos, desde los más derechos hasta los más torcidos, recurrió a la autoridad civil, que era ejercida por un militar. Lo encontró en el patio de su casa, con el torso desnudo, disparando con un rifle de guerra contra una nube oscura y solitaria en el cielo ar­diente. Trataba de perforarla para que lloviera, y sus disparos eran encarnizados e inútiles pero hizo las pausas necesarias para escuchar a la abuela.
-Yo no puedo hacer nada -le explicó, cuando acabó de oírla-, los padrecitos, de acuerdo con el Concordato, tienen derecho a quedarse con la niña hasta que sea mayor de edad. O hasta que se case.
-¿Y entonces para qué lo tienen a usted de alcalde? -preguntó la abuela.
-Para que haga llover -dijo el alcalde.
Luego, viendo que la nube se había puesto fuera de su alcance, interrumpió sus deberes oficiales y se ocupó por completo de la abuela.
-Lo que usted necesita es una persona de mucho peso que responda por usted -le dijo-. Alguien que garantice su moralidad y sus buenas costumbres con una carta firmada. ¿No conoce al senador Onésimo Sánchez?
Sentada bajo el sol puro en un taburete demasiado estrecho para sus nalgas siderales, la abuela contestó con una rabia solemne:
-Soy una pobre mujer sola en la inmensidad del desierto.
El alcalde, con el ojo derecho torcido por el calor, la contempló con lástima.
-Entonces no pierda más el tiempo, señora -dijo-. Se la llevó el carajo.
No se la llevó, por supuesto. Plantó la tienda frente al convento de la misión, y se sentó a pensar, como un guerrero solitario que mantuviera en estado de sitio a una ciudad fortificada. El fotógrafo ambulante, que la co­nocía muy bien, cargó sus bártulos en la parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse sólo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el convento.
-Vamos a ver quién se cansa primero -dijo la abue­la-, ellos o yo.
-Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan -dijo el fotógrafo-. Yo me voy.
Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada.
-Para dónde vas.
-Para donde me lleve el viento -dijo el fotógrafo, y se fue-. El mundo es grande.
La abuela suspiró.
-No tanto como tú crees, desmerecido.
Pero no movió la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista del convento. No la apartó durante mu­chos días de calor mineral, durante muchas noches de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditación en que nadie salió del convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la tienda, y allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde, cabe­ceando en el trono, y rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia invencible de un buey acostado.
Una noche pasó muy cerca de ella una fila de camio­nes tapados, lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnal­das de focos de colores que les daban un tamaño espec­tral de altares sonámbulos. La abuela los reconoció de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los Amadises. El último del convoy se retrasó, se detuvo, y un hombre bajó de la cabina a arreglar algo en la plata­forma de carga. Parecía una réplica de los Amadises, con una gorra de ala volteada, botas altas, dos cananas cru­zadas en el pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación irresistible, la abuela llamó al hombre.
-¿No sabes quién soy? -le preguntó.
El hombre le alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló un instante el rostro estragado por la vigilia, los ojos apagados de cansancio, el cabello mar­chito de la mujer que aún a su edad, en su mal estado y con aquella luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había sido la más bella del mundo. Cuando la exa­minó bastante para estar seguro de no haberla visto nunca, apagó la linterna.
-Lo único que sé con toda seguridad -dijo- es que usted no es la Virgen de los Remedios.
-Todo lo contrario -dijo la abuela con una voz dul­ce-. Soy la Dama.
El hombre puso la mano en la pistola por puro ins­tinto.
-¡Cuál dama!
-La de Amadís el grande.
-Entonces no es de este mundo -dijo él, tenso-. ¿Qué es lo que quiere?
-Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Ama­dís el grande, hija de nuestro Amadís, que está presa en ese convento.
El hombre se sobrepuso al temor.
-Se equivocó de puerta -dijo-. Si cree que somos capaces de atravesarnos en las cosas de Dios, usted no es la que dice que es, ni conoció siquiera a los Amadises, ni tiene la más puta idea de lo que es el matute.
Esa madrugada la abuela durmió menos que las ante­riores. La pasó rumiando, envuelta en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le equivocaba la memoria, y los delirios reprimidos pugnaban por salir aunque estu­viera despierta, y tenía que apretarse el corazón con la mano para que no la sofocara el recuerdo de una casa de mar con grandes flores coloradas donde había sido feliz. Así se mantuvo hasta que sonó la campana del convento, y se encendieron las primeras luces en las ventanas y el desierto se saturó del olor a pan caliente de los maitines. Sólo entonces se abandonó al cansancio, engañada por la ilusión que Eréndira se había levantado y estaba bus­cando el modo de escaparse para volver con ella.
Eréndira, en cambio, no perdió ni una noche de sueño desde que la llevaron al convento. Le habían cor­tado el cabello con unas tijeras de podar hasta dejarse la cabeza como un cepillo, le pusieron el rudo balandrán de lienzo de las reclusas y le entregaron un balde de agua de cal y una escoba para que encalara los peldaños de las escaleras cada vez que alguien las pisara. Era un oficio de mula, porque había un subir y bajar incesante de misio­neros embarrados y novicias de carga, pero Eréndira lo sintió como un domingo de todos los días después de la galera mortal de la cama. Además, no era ella la única agotada al anochecer, pues aquel convento no estaba consagrado a la lucha contra el demonio sino contra el desierto. Eréndira había visto a las novicias indígenas desbravando las vacas a pescozones para ordeñarlas en los establos, saltando días enteros sobre las tablas para expri­mir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las había visto sudar como estibadores curtidos sacando el agua del aljibe, irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias habían labrado con azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había visto el infierno terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había visto a una monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el cerdo cimarrón agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo, hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una de ellas lo degolló con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de sangre y de lodo. Había visto en el pabellón apartado del hospital a las monjas tísicas con sus camisones de muer­tas, que esperaban la última orden de Dios bordando sábanas matrimoniales en las terrazas, mientras los hom­bres de la misión predicaban en el desierto. Eréndira vivía en su penumbra, descubriendo otras formas de belleza y de horror que nunca había imaginado en el mundo estrecho de la cama, pero ni las novicias más montaraces ni las más persuasivas habían logrado que dijera una palabra desde que la llevaron al convento. Una mañana, cuando estaba aguando la cal en el balde, oyó una música de cuerdas que parecía una luz más diáfana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro, se asomó a un salón inmenso y vacío de paredes desnudas y ven­tanas grandes por donde entraba a golpes y se quedaba estancada la claridad deslumbrante de junio, y en el centro del salón vio a una monja bella que no había visto antes, tocando un oratorio de Pascua en el clavicémbalo. Eréndira escuchó la música sin parpadear, con el alma en un hilo, hasta que sonó la campana para comer. Después del almuerzo, mientras blanqueaba la escalera con la brocha de esparto, esperó a que todas las novicias aca­baran de subir y bajar, se quedó sola, donde nadie pudiera oírla, y entonces habló por primera vez desde que entró en el convento.
-Soy feliz -dijo.
De modo que a la abuela se le acabaron las espe­ranzas de que Eréndida escapara para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna determinación, hasta el domingo de Pentecostés. Por esa época los misioneros rastrillaban el desierto persiguiendo concubinas encinta para casarlas. Iban hasta las ranche­rías más olvidadas en un camioncito decrépito, con cuatro hombres de tropa bien armados y un arcón de géneros de pacotilla. Lo más difícil de aquella cacería de indios era convencer a las mujeres, que se defendían de la gracia divina con el argumento verídico de que los hom­bres se sentían con derecho a exigirles a las esposas legí­timas un trabajo más rudo que a las concubinas, mientras ellos dormían despernancados en los chinchorros. Había que seducirlas con recursos de engaño, disolviéndoles la voluntad de Dios en el jarabe de su propio idioma para que la sintieran menos áspera, pero hasta las más retre­cheras terminaban convencidas por unos aretes de oro­pel. A los hombres, en cambio, una vez obtenida la acep­tación de la mujer, los sacaban a culatazos de los chin­chorros y se los llevaban amarrados en la plataforma de carga, para casarlos a la fuerza.
Durante varios días la abuela vio pasar hacia el con­vento el camioncito cargado de indias encinta, pero no reconoció su oportunidad. La reconoció el propio do­mingo de Pentecostés, cuando oyó los cohetes y los repi­ques de las campanas, y vio la muchedumbre miserable y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que entre las muchedumbres había mujeres encinta con velos y coronas de novia, llevando del brazo a los maridos de casualidad para volverlos legítimos en la boda colectiva.
Entre los últimos del desfile pasó un muchacho de corazón inocente, de pelo indio cortado como una to­tuma y vestido de andrajos, que llevaba en la mano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llamó.
-Dime una cosa, hijo -le preguntó con su voz más tersa-. ¿Qué vas a hacer tú en esa cumbiamba?
El muchacho se sentía intimidado con el cirio, y le costaba trabajo cerrar la boca por sus dientes de burro.
-Es que los padrecitos me van a hacer la primera comunión -dijo.
-¿Cuánto te pagaron?
-Cinco pesos.
La abuela sacó de la faltriquera un rollo de billetes que el muchacho miró asombrado.
-Yo te voy a dar veinte -dijo la abuela-. Pero no para que hagas la primera comunión, sino para que te cases.
-¿Y eso con quién?
-Con mi nieta.
Así que Eréndira se casó en el patio del convento, con el balandrán de reclusa y una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al menos cómo se llamaba el esposo que le había comprado su abuela. Soportó con una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche, la peste de pellejo de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo de la Epístola de San Pablo martillada en latín bajo la canícula inmóvil, porque los misioneros no encontraron recursos para oponerse a la artimaña de la boda imprevista, pero le habían prometido una última tentativa para mante­nerla en el convento. Sin embargo, al término de la cere­monia, y en presencia del Prefecto Apostólico, del al­calde militar que disparaba contra las nubes, de su esposo reciente y de su abuela impasible, Eréndira se encontró de nuevo bajo el hechizo que la había dominado desde su nacimiento. Cuando le preguntaron cuál era su voluntad libre, verdadera y definitiva, no tuvo ni un suspiro de vacilación.
-Me quiero ir -dijo. Y aclaró, señalando al esposo-: Pero no me voy con él sino con mi abuela.


Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la plantación de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras podaban los árboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que renunció a su propósito, al menos por aquel día, y se quedó de mala gana ayudando a su padre hasta que ter­minaron de podar los últimos naranjos.
La extensa plantación era callada y oculta, y la casa de madera con techo de latón tenía mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande montada sobre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de Ulises estaba en la terraza, tumbada en un mecedor vienes y con hojas ahumadas en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india pura seguía los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares más esquivos del naranjal. Era muy bella, mucho más joven que el marido, y no sólo continuaba vestida con el camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más antiguos de su sangre.
Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le pidió la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto como él los tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó por simple travesura una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y también la jarra se volvió azul. Su madre lo observó mientras tomaba la medicina, y cuando estuvo segura que no era un delirio de su dolor, le preguntó en lengua guajira:
-¿Desde cuándo te sucede?
-Desde que vinimos del desierto -dijo Ulises, tam­bién en guajiro-. Es sólo con las cosas de vidrio.
Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y todos cambiaron de colores dife­rentes.
-Esas cosas sólo suceden por amor -dijo la madre-. ¿Quién es?
Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la lengua guajira, pasaba en ese momento por la terraza con un racimo de naranjas.
-¿De qué hablan? -le preguntó a Ulises en holandés.
-De nada especial -contestó Ulises.
La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en la casa, le preguntó al hijo en guajiro:
-¿Qué te dijo?
-Nada especial -dijo Ulises.
Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver por una ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas con Ulises, y entonces insistió:
-Dime quién es.
-No es nadie -dijo Ulises.
Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de su padre dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja de cau­dales para componer la clave de la combinación. Pero mientras él vigilaba a su padre, su madre lo vigilaba a él.
-Hace mucho tiempo que no comes pan -observó ella.
-No me gusta.
El rostro de la madre adquirió de pronto una viva­cidad insólita. «Mentira -dijo-. Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden comer pan». Su voz, como sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza.
-Más vale que me digas quién es -dijo-, o te doy a la fuerza unos baños de purificación.
En la oficina, el holandés abrió la caja de caudales, puso dentro las naranjas, y volvió a cerrar la puerta blin­dada. Ulises se apartó entonces de la ventana y le replicó a su madre con impaciencia.
-Ya te dije que no es nadie -dijo-. Si no me crees, pregúntaselo a mi papá.
El holandés apareció en la puerta de la oficina encen­diendo la pipa de navegante, y con su Biblia descosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en castellano:
-¿A quién conocieron en el desierto?
-A nadie -le contestó su marido, un poco en las nubes-. Si no me crees, pregúntaselo a Ulises.
Se sentó en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le agotó la carga. Después abrió la Biblia al azar y recitó fragmentos salteados durante casi dos horas en un holandés fluido y altisonante.
A media noche, Ulises seguía pensando con tanta intensidad que no podía dormir. Se revolvió en el chin­chorro una hora más, tratando de dominar el dolor de los recuerdos, hasta que el propio dolor le dio la fuerza que le hacía falta para decidir. Entonces se puso los panta­lones de vaquero, la camisa de cuadros escoceses y las botas de montar, y saltó por la ventana y se fugó de la casa en la camioneta cargada de pájaros. Al pasar por la plantación arrancó las tres naranjas maduras que no había podido robarse en la tarde.
Viajó por el desierto el resto de la noche, y al ama­necer preguntó por pueblos y rancherías cuál era el rumbo de Eréndira, pero nadie le daba razón. Por fin le informaron que andaba detrás de la comitiva electoral del senador Onésimo Sánchez, y que éste debía estar aquel día en la Nueva Castilla. No lo encontró allí, sino en el pueblo siguiente, y ya Eréndira no andaba con él, pues la abuela había conseguido que el senador avalara su moralidad con una carta de su puño y letra, y se iba abriendo con ella las puertas mejor trancadas del de­sierto. Al tercer día se encontró con el hombre del correo nacional, y éste le indicó la dirección que bus­caba.
-Van para el mar -le dijo-. Y apúrate, que la inten­ción de la jodida vieja es pasarse para la isla de Aruba.
En ese rumbo, Ulises divisó al cabo de media jornada la capa amplia y percudida que la abuela le había com­prado a un circo en derrota. El fotógrafo errante había vuelto con ella, convencido que en efecto el mundo no era tan grande como pensaba, y tenía instalados cerca de la carpa sus telones idílicos. Una banda de chupacobres cautivaba a los clientes de Eréndira con un valse taciturno.
Ulises esperó su turno para entrar, y lo primero que le llamó la atención fue el orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la abuela había recupe­rado su esplendor virreinal, la estatua del ángel estaba en su lugar junto al baúl funerario de los Amadises, y había además una bañera de peltre con patas de león. Acostada en su nuevo lecho de marquesina, Eréndira estaba des­nuda y plácida, e irradiaba un fulgor infantil bajo la luz filtrada de la carpa. Dormía con los ojos abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las naranjas en la mano, y advirtió que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pasó la mano frente a sus ojos y la llamó con el nombre que había inventado para pensar en ella:
-Arídnere.
Eréndira despertó. Se sintió desnuda frente a Ulises, hizo un chillido sordo y se cubrió con la sábana hasta la cabeza.
-No me mires -dijo-. Estoy horrible.
-Estás toda color de naranja -dijo Ulises. Puso las frutas a la altura de sus ojos para que ella comparara-. Mira.
Eréndira se descubrió los ojos y comprobó que en efecto las naranjas tenían su color.
-Ahora no quiero que te quedes -dijo.
-Sólo entré para mostrarte esto -dijo Ulises-. Fíjate.
Rompió una naranja con las uñas, la partió con las dos manos, y le mostró a Eréndira el interior: clavado en el corazón de la fruta había un diamante legítimo.
-Estas son las naranjas que llevamos a la frontera -dijo.
-¡Pero son naranjas vivas! -exclamó Eréndira.
-Claro -sonrió Ulises-. Las siembra mi papá.
Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, tomó el diamante con los dedos y lo contempló asom­brada.
-Con tres así le damos la vuelta al mundo -dijo Ulises.
Eréndira le devolvió el diamante con un aire de desa­liento. Ulises insistió.
-Además, tengo una camioneta -dijo-. Y además... ¡Mira!
Se sacó de debajo de la camisa una pistola arcaica.
-No puedo irme antes de diez años -dijo Eréndira.
-Te irás -dijo Ulises-. Esta noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera, cantando como la lechuza.
Hizo una imitación tan real del canto de la lechuza, que los ojos de Eréndira sonrieron por primera vez.
-Es mi abuela -dijo.
-¿La lechuza?
-La ballena.
Ambos se rieron del equívoco, pero Eréndira retomó el hilo.
-Nadie puede irse para ninguna parte sin permiso de su abuela.
-No hay que decirle nada.
-De todos modos lo sabrá -dijo Eréndira-: ella sueña las cosas.
-Cuando empiece a soñar que te vas, ya estaremos del otro lado de la frontera. Pasaremos como los contra­bandistas... -dijo Ulises.
Empuñando la pistola con un dominio de atarbán de cine imitó el sonido de los disparos para embullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí ni que no, pero sus ojos suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises, conmovido, murmuró:
-Mañana veremos pasar los buques.
Aquella noche, poco después de las siete, Eréndira estaba peinando a la abuela cuando volvió a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa estaban los indios cargadores y el director de la charanga esperando el pago de su sueldo. La abuela acabó de contar los bi­lletes de un arcón que tenía a su alcance, y después de consultar un cuaderno de cuentas le pagó al mayor de los indios.
-Aquí tienes -le dijo-: veinte pesos la semana, menos ocho de la comida, menos tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de las camisas nuevas, son ocho con cincuenta. Cuéntalos bien.
El indio mayor contó el dinero, y todos se retiraron con una reverencia.
-Gracias, blanca.
El siguiente era el director de los músicos. La abuela consultó el cuaderno de cuentas, y se dirigió al fotógrafo, que estaba tratando de remendar el fuelle de la cámara con pegotes de gutapercha.
-En qué quedamos -le dijo-, ¿pagas o no pagas la cuarta parte de la música?
El fotógrafo ni siquiera levantó la cabeza para con­testar.
-La música no sale en los retratos.
-Pero despierta en la gente las ganas de retratarse -replicó la abuela.
-Al contrario -dijo el fotógrafo-, les recuerda a los muertos, y luego salen en los retratos con los ojos cerrados.
El director de la charanga intervino.
-Lo que hace cerrar los ojos no es la música -dijo-, son los relámpagos de retratar de noche.
-Es la música -insistió el fotógrafo.
La abuela le puso término a la disputa. «No seas truñuño -le dijo al fotógrafo-. Fíjate lo bien que le va al senador Onésimo Sánchez, y es gracias a los músicos que lleva». Luego, de un modo duro, con­cluyó:
-De modo que pagas la parte que te corresponde, o sigues solo con tu destino. No es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los gastos.
-Sigo solo mi destino -dijo el fotógrafo-. Al fin y al cabo, yo lo que soy es un artista.
La abuela se encogió de hombros y se ocupó del músico. Le entregó un mazo de billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.
-Doscientos cincuenta y cuatro piezas -le dijo- a cincuenta centavos cada una, más treinta y dos en do­mingos y días feriados, a sesenta centavos cada una, son ciento cincuenta y seis con veinte.
El músico no recibió el dinero.
-Son ciento ochenta y dos con cuarenta -dijo-. Los valses son más caros.
-¿Y eso por qué?
-Porque son más tristes -dijo el músico.
La abuela lo obligó a que tomara el dinero.
-Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada valse que te debo, y quedamos en paz.
El músico no entendió la lógica de la abuela, pero aceptó las cuentas mientras desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido estuvo a punto de desarraigar la carpa, y en el silencio que dejó a su paso se escuchó en el exterior, nítido y lúgubre, el canto de la lechuza.
Eréndira no supo qué hacer para disimular su turba­ción. Cerró el arca del dinero y la escondió debajo de la cama, pero la abuela le conoció el temor de la mano cuando le entregó la llave. «No te asustes -le dijo-. Siempre hay lechuzas en las noches de viento». Sin embargo no dio muestras de igual convicción cuando vio salir al fotógrafo con la cámara a cuestas.
-Si quieres, quédate hasta mañana -le dijo-, la muerte anda suelta esta noche.
También el fotógrafo percibió el canto de la lechuza pero no cambió de parecer.
-Quédate, hijo -insistió la abuela-, aunque sea por el cariño que te tengo.
-Pero no pago la música -dijo el fotógrafo.
-Ah, no -dijo la abuela-. Eso no.
-¿Ya ve? -dijo el fotógrafo-. Usted no quiere a nadie.
La abuela palideció de rabia.
-Entonces lárgate -dijo-. ¡Malnacido!
Se sentía tan ultrajada, que siguió despotricando contra él mientras Eréndira la ayudaba a acostarse. «Hijo de mala madre -rezongaba-. Qué sabrá ese bastardo del corazón ajeno». Eréndira no le puso atención, pues la lechuza la solicitaba con un apremio tenaz en las pausas del viento, y estaba atormentada por la incertidumbre. La abuela acabó de acostarse con el mismo ritual que era de rigor en la mansión antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y volvió a respirar sus aires estériles.
-Tienes que madrugar -dijo entonces-, para que me hiervas la infusión del baño antes que llegue la gente.
-Sí, abuela.
-Con el tiempo que te sobre, lava la muda sucia de los indios, y así tendremos algo más que descontarles la semana entrante.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
-Y duerme despacio para que no te canses, que ma­ñana es jueves, el día más largo de la semana.
-Sí, abuela.
-Y le pones su alimento al avestruz.
-Sí, abuela -dijo Eréndira.
Dejó el abanico en la cabecera de la cama y encendió dos velas de altar frente al arcón de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden atrasada.
-No se te olvide prender las velas de los Amadises.
-Sí, abuela.
Eréndira sabía entonces que no despertaría, porque había empezado a delirar. Oyó los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez había reco­nocido el soplo de su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió a cantar la lechuza, y su instinto de libertad prevaleció por fin contra el hechizo de la abuela.
No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo que estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa cómplice la tran­quilizó.
-Yo no sé nada -dijo el fotógrafo-, no he visto nada ni pago la música.
Se despidió con una bendición universal. Eréndira corrió entonces hacia el desierto, decidida para siempre, y se perdió en las tinieblas del viento donde cantaba la lechuza.
Esa vez la abuela recurrió de inmediato a la autoridad civil. El comandante del retén local saltó del chinchorro a las seis de la mañana, cuando ella le puso ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises esperaba en la puerta.
-Cómo carajo quiere que la lea -gritó el coman­dante- si no sé leer.
-Es una carta de recomendación del senador Onésimo Sánchez -dijo la abuela.
Sin más preguntas, el comandante descolgó un rifle que tenía cerca del chinchorro y empezó a gritar órdenes a sus agentes. Cinco minutos después estaban todos den­tro de una camioneta militar, volando hacia la frontera, con un viento contrario que borraba las huellas de los fugitivos. En el asiento delantero, junto al conductor, viajaba el comandante. Detrás estaba el holandés con la abuela, y en cada estribo iba un agente armado.
Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos con lona impermeable. Varios hom­bres que viajaban ocultos en la plataforma de carga levan­taron la lona y apuntaron a la camioneta con ametralla­doras y rifles de guerra. El comandante le preguntó al conductor del primer camión a qué distancia había en­contrado una camioneta de granja cargada de pájaros.
El conductor arrancó antes de contestar.
-Nosotros no somos chivatos -dijo indignado-, somos contrabandistas.
El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los cañones ahumados de las ametralladoras, alzó los brazos y sonrió.
-Por lo menos -les gritó- tengan la vergüenza de no circular a pleno sol.
El último camión llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en ti Eréndira.
El viento se iba haciendo más árido a medida que avanzaban hacia el norte, y el sol era más bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el calor y el polvo dentro de la camioneta cerrada.
La abuela fue la primera que divisó al fotógrafo: peda­leaba en el mismo sentido en que ellos volaban, sin más amparo contra la insolación que un pañuelo amarrado en la cabeza.
-Ahí está -lo señaló- ése fue el cómplice. Malnacido.
El comandante le ordenó a uno de los agentes del estribo que se hiciera cargo del fotógrafo.
-Agárralo y nos esperas aquí -le dijo-. Ya vol­vemos.
El agente saltó del estribo y le dio al fotógrafo dos voces de alto. El fotógrafo no lo oyó por el viento con­trario. Cuando la camioneta se le adelantó, la abuela le hizo un gesto enigmático, pero él lo confundió con un saludo, sonrió, y le dijo adiós con la mano. No oyó el disparo. Dio una voltereta en el aire y cayó muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de rifle que nunca supo de dónde le vino.
Antes del mediodía empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento, y eran plumas de pájaros nuevos, y el holandés las conoció porque eran las de sus pájaros desplumados por el viento. El conductor corrigió el rumbo, hundió a fondo el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el horizonte.
Cuando Ulises vio aparecer el carro militar en el es­pejo retrovisor, hizo un esfuerzo por aumentar la distan­cia, pero el motor no daba para más. Habían viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio y de sed. Erén­dira, que dormitaba en el hombro de Ulises, despertó asustada. Vio la camioneta que estaba a punto de alcan­zarlos y con una determinación cándida tomó la pistola de la guantera.
-No sirve -dijo Ulises-. Era de Francis Drake.
La martilló varias veces y la tiró por la ventana. La patrulla militar se le adelantó a la destartalada camioneta cargada de pájaros desplumados por el viento, hizo una curva forzada, y le cerró el camino.


Las conocí por esa época, que fue la de más grande esplendor, aunque no había de escudriñar los pormenores de su vida sino muchos años después, cuando Rafael Esca­lona reveló en una canción el desenlace terrible del drama y me pareció que era bueno para contarlo. Yo andaba ven­diendo enciclopedias y libros de medicina por la provin­cia de Riohacha. Alvaro Cepeda Samudio, que andaba también por esos rumbos vendiendo máquinas de cerveza helada, me llevó en su camioneta por los pueblos del desierto con la intención de hablarme de no sé qué cosa, y hablamos tanto de nada y tomamos tanta cerveza que sin saber cuándo ni por dónde atravesamos el desierto entero y llegamos hasta la frontera. Allí estaba la carpa del amor errante, bajo los lienzos de letreros colgados: «Eréndira es mejor» «Vaya y vuelva Eréndira lo espera» «Esto no es vida sin Eréndira». La fila interminable y ondulante, compuesta por hombres de razas y con­diciones diversas, parecía una serpiente de vértebras humanas que dormitaba a través de solares y plazas, por entre bazares abigarrados y mercados ruidosos, y se salía de las calles de aquella ciudad fragorosa de traficantes de paso. Cada calle era un garito público, cada casa una cantina, cada puerta un refugio de prófugos. Las numerosas músicas indescifrables y los pregones gritados formaban un solo estruendo de pánico en el calor alucinante.
Entre la muchedumbre de apátridas y vividores es­taba Blacamán, el bueno, trepado en una mesa, pidiendo una culebra de verdad para probar en carne propia un antídoto de su invención. Estaba la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres, que por cincuenta centavos se dejaba tocar para que vieran que no había engaño y contestaba las preguntas que qui­sieran hacerle sobre su desventura. Estaba un enviado de la vida eterna que anunciaba la venida inminente del pavoroso murciélago sideral, cuyo ardiente resuello de azufre había de trastornar el orden de la naturaleza, y haría salir a flote los misterios del mar.
El único remanso de sosiego era el barrio de toleran­cia, a donde sólo llegaban los rescoldos del fragor ur­bano. Mujeres venidas de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica bostezaban de tedio en los abandonados salones de baile. Habían hecho la siesta sentadas, sin que nadie las despertara para quererlas, y seguían esperando al mur­ciélago sideral bajo los ventiladores de aspas atornilladas en el cielo raso. De pronto, una de ellas se levantó, y fue a una galería de trinitarias que daba sobre la calle. Por allí pasaba la fila de los pretendientes de Eréndira.
-A ver -les gritó la mujer-. ¿Qué tiene ésa que no tenemos nosotras?
-Una carta de un senador -gritó alguien.
Atraídas por los gritos y las carcajadas, otras mujeres salieron a la galería.
-Hace días que esa cola está así -dijo una de ellas-. Imagínate, a cincuenta pesos cada uno.
La que había salido primero decidió:
-Pues yo me voy a ver qué es lo que tiene de oro esa sietemesina.
-Yo también -dijo otra-. Será mejor que estar aquí calentando gratis el asiento.
En el camino, se incorporaron otras, y cuando lle­garon a la tienda de Eréndira habían integrado una com­parsa bulliciosa. Entraron sin anunciarse, espantaron a golpes de almohadas al hombre que encontraron gastán­dose lo mejor que podía el dinero que había pagado, y cargaron la cama de Eréndira y la sacaron en andas a la calle.
-Esto es un atropello -gritaba la abuela-. ¡Cáfila de desleales! ¡Montoneras! -Y luego, contra los hombres de la fila-: y ustedes, pollerones, dónde tienen las cria­dillas que permiten este abuso contra una pobre criatura indefensa. ¡Maricas!
Siguió gritando hasta donde le daba la voz, repar­tiendo tramojazos de báculo contra quienes se pusieran a su alcance, pero su cólera era inaudible entre los gritos y las rechiflas de burla de la muchedumbre.
Eréndira no pudo escapar del escarnio porque se lo impidió la cadena de perro con que la abuela la enca­denaba de un travesaño de la cama desde que trató de fugarse. Pero no le hicieron ningún daño. La mostraron en su altar de marquesina por las calles de más estrépito, como el paso alegórico de la penitente encadenada, y al final la pusieron en cámara ardiente en el centro de la plaza mayor. Eréndira estaba enroscada, con la cara es­condida pero sin llorar, y así permaneció en el sol terri­ble de la plaza, mordiendo de vergüenza y de rabia la cadena de perro de su mal destino, hasta que alguien le hizo la caridad de taparla con una camisa.
Esa fue la única vez que las vi, pero supe que habían permanecido en aquella ciudad fronteriza bajo el amparo de la fuerza pública hasta que reventaron las arcas de la abuela, y que entonces abandonaron el desierto hacia el rumbo del mar. Nunca se vio tanta opulencia junta por aquellos reinos de pobres. Era un desfile de carretas tira­das por bueyes, sobre las cuales se amontonaban algunas réplicas de pacotilla de la parafernalia extinguida con el desastre de la mansión, y no sólo los bustos imperiales y los relojes raros, sino también un piano de ocasión y una victrola de manigueta con los discos de la nostalgia. Una recua de indios se ocupaba de la carga, y una banda de músicos anunciaba en los pueblos su llegada triunfal.
La abuela viajaba en un palanquín con guirnaldas de papel, rumiando los cereales de la faltriquera, a la sombra de un palio de iglesia. Su tamaño monumental había aumentado, porque usaba debajo de la blusa un chaleco de lona de velero, en el cual se metía los lingotes de oro como se meten las balas en un cinturón de cartucheras. Eréndira estaba junto a ella, vestida de géneros vistosos y con estoperoles colgados, pero todavía con la cadena de perro en el tobillo.
-No te puedes quejar -le había dicho la abuela al salir de la ciudad fronteriza-. Tienes ropas de reina, una cama de lujo, una banda de música propia, y catorce indios a tu servicio. ¿No te parece espléndido?
-Sí, abuela.
-Cuando yo te falte -prosiguió la abuela-, no que­darás a merced de los hombres, porque tendrás tu casa propia en una ciudad de importancia. Serás libre y feliz.
Era una visión nueva e imprevista del porvenir. En cambio no había vuelto a hablar de la deuda de origen, cuyos pormenores se retorcían y cuyos plazos aumen­taban a medida que se hacían más intrincadas las cuestas del negocio. Sin embargo, Eréndira no emitió un suspiro que permitiera vislumbrar su pensamiento. Se sometió en silencio al tormento de la cama en los charcos de salitre, en el sopor de los pueblos lacustres, en el cráter lunar de las minas de talco, mientras la abuela le cantaba la visión del futuro como si la estuviera descifrando en las barajas. Una tarde, al final de un desfiladero opresivo, percibieron un viento de laureles antiguos, y escu­charon piltrafas de diálogos de Jamaica, y sintieron unas ansias de vida, y un nudo en el corazón, y era que habían llegado al mar.
-Ahí lo tienes -dijo la abuela, respirando la luz de vidrio del Caribe al cabo de media vida de destierro-. ¿No te gusta?
-Sí, abuela.
Allí plantaron la carpa. La abuela pasó la noche hablando sin soñar, y a veces confundía sus nostalgias con la clarividencia del porvenir. Durmió hasta más tarde que de costumbre y despertó sosegada por el rumor del mar. Sin embargo, cuando Eréndira la estaba bañando volvió a hacerle pronósticos sobre el futuro, y era una clarividencia tan febril que parecía un delirio de vigilia.
-Serás una dueña señorial -le dijo-. Una dama de alcurnia, venerada por tus protegidas, y complacida y honrada por las más altas autoridades. Los capitanes de los buques te mandarán postales desde todos los puertos del mundo.
Eréndira no la escuchaba. El agua tibia perfumada de orégano chorreaba en la bañera por un canal alimentado desde el exterior. Eréndira la recogía con una totuma impenetrable, sin respirar siquiera, y se la echaba a la abuela con una mano mientras la jabonaba con la otra.
-El prestigio de tu casa volará de boca en boca desde el cordón de las Antillas hasta los reinos de Holanda -decía la abuela-. Y será más importante que la casa presidencial, porque en ella se discutirán los asuntos del gobierno y se arreglará el destino de la nación.
De pronto, el agua se extinguió en el canal. Eréndira salió de la carpa para averiguar qué pasaba, y vio que el indio encargado de echar el agua en el canal estaba cor­tando leña en la cocina.
-Se acabó -dijo el indio-. Hay que enfriar más agua.
Eréndira fue hasta la hornilla donde había otra olla grande con hojas aromáticas hervidas. Se envolvió las manos en un trapo, y comprobó que podía levantar la olla sin ayuda del indio.
-Vete -le dijo-. Yo echo el agua.
Esperó hasta que el indio saliera de la cocina. Enton­ces quitó del fuego la olla hirviente, la levantó con mucho trabajo hasta la altura de la canal, y ya iba a echar el agua mortífera en el conducto de la bañera cuando la abuela gritó en el interior de la carpa:
-¡Eréndira!
Fue como si la hubiera visto. La nieta, asustada por el grito, se arrepintió en el instante final.
-Ya voy, abuela -dijo-. Estoy enfriando el agua.
Aquella noche estuvo cavilando hasta muy tarde, mientras la abuela cantaba dormida con el chaleco de oro. Eréndira la contempló desde su cama con unos ojos intensos que parecían de gato en la penumbra. Luego se acostó como un ahogado, con los brazos en el pecho y los ojos abiertos, y llamó con toda la fuerza de su voz interior:
-Ulises.
Ulises despertó de golpe en la casa del naranjal. Ha­bía oído la voz de Eréndira con tanta claridad, que la buscó en las sombras del cuarto. Al cabo de un instante de reflexión, hizo un rollo con sus ropas y sus zapatos, y abandonó el dormitorio. Había atravesado la terraza cuando lo sorprendió la voz de su padre:
-Para dónde vas.
Ulises lo vio iluminado de azul por la luna.
-Para el mundo -contestó.
-Esta vez no te lo voy a impedir -dijo el holandés-. Pero te advierto una cosa: a dondequiera que vayas te perseguirá la maldición de tu padre.
-Así sea -dijo Ulises.
Sorprendido, y hasta un poco orgulloso por la reso­lución del hijo, el holandés lo siguió por el naranjal enlunado con una mirada que poco a poco empezaba a son­reír. Su mujer estaba a sus espaldas con su modo de estar de india hermosa. El holandés habló cuando Ulises cerró el portal.
-Ya volverá -dijo- apaleado por la vida, más pronto de lo que tú crees.
-Eres muy bruto -suspiró ella-. No volverá nunca.
En esa ocasión, Ulises no tuvo que preguntarle a nadie por el rumbo de Eréndira. Atravesó el desierto escondido en camiones de paso, robando para comer y para dormir, y robando muchas veces por el puro placer del riesgo, hasta que encontró la carpa en otro pueblo de mar, desde el cual se veían los edificios de vidrio de una ciudad iluminada, y donde resonaban los adioses noc­turnos de los buques que zarpaban para la isla de Aruba. Eréndira estaba dormida, encadenada al travesaño, y en la misma posición de ahogado a la deriva, en que lo había llamado. Ulises permaneció contemplándola un largo rato sin despertarla, pero la contempló con tanta inten­sidad que Eréndira despertó. Entonces se besaron en la oscuridad, se acariciaron sin prisa, se desnudaron hasta la fatiga, con una ternura callada y una dicha recóndita que se parecieron más que nunca al amor.
En el otro extremo de la carpa, la abuela dormida dio una vuelta monumental y empezó a delirar.
-Eso fue por los tiempos en que llegó el barco griego -dijo-. Era una tripulación de locos que hacían felices a las mujeres y no les pagaban con dinero sino con espon­jas, unas esponjas vivas que después andaban caminando por dentro de las casas, gimiendo como enfermos de hos­pital y haciendo llorar a los niños para beberse las lá­grimas.
Se incorporó con un movimiento subterráneo, y se sentó en la cama.
-Entonces fue cuando llegó él, Dios mío -gritó-, más fuerte, más grande y mucho más hombre que Amadís.
Ulises, que hasta entonces no había prestado atención al delirio, trató de esconderse cuando vio a la abuela sentada en la cama. Eréndira lo tranquilizó.
-Tate quieto -le dijo-. Siempre que llega a esa par­te se sienta en la cama, pero no despierta.
Ulises se acostó en su hombro.
-Yo estaba esa noche cantando con los marineros y pensé que era un temblor de tierra -continuó la abue­la-. Todos debieron pensar lo mismo, porque huyeron dando gritos, muertos de risa, y sólo quedó él bajo el cobertizo de astromelias. Recuerdo como si hubiera sido ayer que yo estaba cantando la canción que todos canta­ban en aquellos tiempos. Hasta los loros en los patios, cantaban.
Sin son ni ton, como sólo es posible cantar en los sueños, cantó las líneas de su amargura:

Señor, Señor, devuélveme mi antigua inocencia
para gozar su amor otra vez desde el principio.

Sólo entonces se interesó Ulises en la nostalgia de la abuela.
-Ahí estaba él -decía- con una guacamaya en el hombro y un trabuco de matar caníbales como llegó Guatarral a las Guayanas, y yo sentí su aliento de muerte cuando se plantó en frente de mí, y me dijo: le he dado mil veces la vuelta al mundo y he visto a todas las mu­jeres de todas las naciones, así que tengo autoridad para decirte que eres la más altiva y la más servicial, la más hermosa de la Tierra.
Se acostó de nuevo y sollozó en la almohada. Ulises y Eréndira permanecieron un largo rato en silencio, mecidos en la penumbra por la respiración descomunal de la anciana dormida. De pronto, Eréndira preguntó sin un quebranto mínimo en la voz:
-¿Te atreverías a matarla?
Tomado de sorpresa, Ulises no supo qué contestar.
-Quién sabe -dijo-. ¿Tú te atreves?
-Yo no puedo -dijo Eréndira-, porque es mi abuela.
Entonces Ulises observó otra vez el enorme cuerpo dormido, como midiendo su cantidad de vida, y decidió:
-Por ti soy capaz de todo.

Ulises compró una libra de veneno para ratas, la re­volvió con nata de leche y mermelada de frambuesa, y vertió aquella crema mortal dentro de un pastel al que le había sacado su relleno de origen. Después le puso en­cima una crema más densa, componiéndolo con una cuchara hasta que no quedó ningún rastro de la maniobra siniestra, y completó el engaño con setenta y dos velitas rosadas.
La abuela se incorporó en el trono blandiendo el báculo amenazador cuando lo vio entrar en la carpa con el pastel de fiesta.
-Descarado -gritó-. ¡Cómo te atreves a poner los pies en esta casa!
Ulises se escondió detrás de su cara de ángel.
-Vengo a pedirle perdón -dijo-, hoy día de su cum­pleaños.
Desarmada por su mentira certera, la abuela hizo poner la mesa como para una cena de bodas. Sentó a Ulises a su diestra, mientras Eréndira les servía, y después de apagar las velas con un soplo arrasador cortó el pastel en partes iguales. Le sirvió a Ulises.
-Un hombre que sabe hacerse perdonar tiene ganada la mitad del cielo -dijo-. Te dejo el primer pedazo que es el de la felicidad.
-No me gusta el dulce -dijo él-. Que le apro­veche.
La abuela le ofreció a Eréndira otro pedazo de pas­tel. Ella se lo llevó a la cocina y lo tiró en la caja de la basura.
La abuela se comió sola todo el resto. Se metía los pedazos enteros en la boca y se los tragaba sin masticar, gimiendo de gozo, y mirando a Ulises desde el limbo de su placer. Cuando no hubo más en su plato se comió también el que Ulises había despreciado. Mientras masti­caba el último trozo, recogía con los dedos y se metía en la boca las migajas del mantel.
Había comido arsénico como para exterminar una generación de ratas. Sin embargo, tocó el piano y cantó hasta la media noche, se acostó feliz, y consiguió un sueño natural. El único signo nuevo fue un rastro pedre­goso en su respiración.
Eréndira y Ulises la vigilaron desde la otra cama, y sólo esperaban su estertor final. Pero la voz fue tan viva como siempre cuando empezó a delirar.
-¡Me volvió loca, Dios mío, me volvió loca! -gri­tó-. Yo ponía dos trancas en el dormitorio para que no entrara, ponía el tocador y la mesa contra la puerta y las sillas sobre la mesa, y bastaba con que él diera un golpecito con el anillo para que los parapetos se desba­rataran, las sillas se bajaban solas de la mesa, la mesa y el tocador se apartaban solos, las trancas se salían solas de las argollas.
Eréndira y Ulises la contemplaban con un asombro creciente, a medida que el delirio se volvía más profundo y dramático, y la voz más íntima.
-Yo sentía que me iba a morir, empapada en sudor de miedo, suplicando por dentro que la puerta se abriera sin abrirse, que él entrara sin entrar, que no se fuera nunca pero que tampoco volviera jamás, para no tener que matarlo.
Siguió recapitulando su drama durante varias horas, hasta en sus detalles más ínfimos, como si lo hubiera vuelto a vivir en el sueño. Poco antes del amanecer se revolvió en la cama con un movimiento de acomodación sísmica y la voz se le quebró con la inminencia de los sollozos.
-Yo lo previne, y se rió -gritaba-, lo volví a pre­venir y volvió a reírse, hasta que abrió los ojos aterrados, diciendo, ¡ay reina! ¡ay reina!, y la voz no le salió por la boca sino por la cuchillada de la garganta.
Ulises, espantado con la tremenda evocación de la abuela, se agarró de la mano de Eréndira.
-¡Vieja asesina! -exclamó.
Eréndira no le prestó atención, porque en ese ins­tante empezó a despuntar el alba. Los relojes dieron las cinco.
-¡Vete! -dijo Eréndira-. Ya va a despertar.
-Está más viva que un elefante -exclamó Ulises-. ¡No puede ser!
Eréndira lo atravesó con una mirada mortal.
-Lo que pasa -dijo- es que tú no sirves ni para matar a nadie.
Ulises se impresionó tanto con la crudeza del repro­che, que se evadió de la carpa. Eréndira continuó obser­vando a la abuela dormida, con su odio secreto, con la rabia de la frustración, a medida que se alzaba el amanecer y se iba despertando el aire de los pájaros. En­tonces la abuela abrió los ojos y la miró con una sonrisa plácida.
-Dios te salve, hija.
El único cambio notable fue un principio de desor­den en las normas cotidianas. Era miércoles, pero la abuela quiso ponerse un traje de domingo, decidió que Eréndira no recibiera ningún cliente antes de las once, y le pidió que le pintara las uñas de color granate y le hiciera un peinado de pontifical.
-Nunca había tenido tantas ganas de retratarme -exclamó.
Eréndira empezó a peinarla, pero al pasar el peine de desenredar se quedó entre los dientes un mazo de cabe­llos. Se lo mostró asustada a la abuela. Ella lo examinó, trató de arrancarse otro mechón con los dedos, y otro arbusto de pelos se le quedó en la mano. Lo tiró al suelo y probó otra vez, y se arrancó un mechón más grande. Entonces empezó a arrancarse el cabello con las dos manos, muerta de risa, arrojando los puñados en el aire con un júbilo incomprensible, hasta que la cabeza le quedó como un coco pelado.
Eréndira no volvió a tener noticias de Ulises hasta dos semanas más tarde, cuando percibió fuera de la carpa el reclamo de la lechuza. La abuela había empezado a tocar el piano, y estaba tan absorta en su nostalgia que no se daba cuenta de la realidad. Tenía en la cabeza una peluca de plumas radiantes.
Eréndira acudió al llamado y sólo entonces descubrió la mecha de detonante que salía de la caja del piano y se prolongaba por entre la maleza y se perdía en la oscuridad. Corrió hacia donde estaba Ulises, se escondió junto a él entre los arbustos, y ambos vieron con el cora­zón oprimido la llamita azul que se fue por la mecha del detonante, atravesó el espacio oscuro y penetró en la carpa.
-Tápate los oídos -dijo Ulises.
Ambos lo hicieron, sin que hiciera falta, porque no hubo explosión. La tienda se iluminó por dentro con una deflagración radiante, estalló en silencio, y desapareció en una tromba de humo de pólvora mojada. Cuando Eréndira se atrevió a entrar, creyendo que la abuela esta­ba muerta, la encontró con la peluca chamuscada y la camisa en piltrafas, pero más viva que nunca, tratando de sofocar el fuego con una manta.
Ulises se escabulló al amparo de la gritería de los indios que no sabían qué hacer, confundidos por las órdenes contradictorias de la abuela. Cuando lograron por fin dominar las llamas y disipar el humo, se encon­traron con una visión de naufragio.
-Parece cosa del maligno -dijo la abuela-. Los pia­nos no estallan por casualidad.
Hizo toda clase de conjeturas para establecer las cau­sas del nuevo desastre, pero las evasivas de Eréndira, y su actitud impávida, acabaron de confundirla. No encontró una mínima fisura en la conducta de la nieta, ni se acor­dó de la existencia de Ulises. Estuvo despierta hasta la madrugada, hilando suposiciones y haciendo cálculos de las pérdidas. Durmió poco y mal. A la mañana siguiente, cuando Eréndira le quitó el chaleco de las barras de oro le encontró ampollas de fuego en los hombros, y el pecho en carne viva. «Con razón que dormí dando vueltas -dijo, mientras Eréndira le echaba claras de huevo en las quemaduras-. Y además, tuve un sueño raro». Hizo un esfuerzo de concentración, para evocar la imagen, hasta que la tuvo tan nítida en la memoria como en el sueño.
-Era un pavorreal en una hamaca blanca -dijo.
Eréndira se sorprendió, pero rehizo de inmediato su expresión cotidiana.
-Es un buen anuncio -mintió-. Los pavorreales de los sueños son animales de larga vida.
-Dios te oiga -dijo la abuela-, porque estamos otra vez como al principio. Hay que empezar de nuevo.
Eréndira no se alteró. Salió de la carpa con el platón de las compresas, y dejó a la abuela con el torso embe­bido de claras de huevo, y el cráneo embadurnado de mostaza. Estaba echando más claras de huevo en el pla­tón, bajo el cobertizo de palmas que servía de cocina, cuando vio aparecer los ojos de Ulises por detrás del fogón como lo vio la primera vez detrás de su cama. No se sorprendió, sino que le dijo con una voz de cansancio:
-Lo único que has conseguido es aumentarme la deuda.
Lo ojos de Ulises se turbaron de ansiedad. Perma­neció inmóvil, mirando a Eréndira en silencio, viéndola partir los huevos con una expresión fija, de absoluto des­precio, como si él no existiera. Al cabo de un momento, los ojos se movieron, revisaron las cosas de la cocina, las ollas colgadas, las ristras de achiote, los platos, el cuchillo de destazar. Ulises se incorporó, siempre sin decir nada, y entró bajo el cobertizo y descolgó el cuchillo.
Eréndira no se volvió a mirarlo, pero en el momento en que Ulises abandonaba el cobertizo, le dijo en voz muy baja:
-Ten cuidado, que ya tuvo un aviso de la muerte. Soñó con un pavorreal en una hamaca blanca.
La abuela vio entrar a Ulises con el cuchillo, y ha­ciendo un supremo esfuerzo se incorporó sin ayuda del báculo y levantó los brazos.
-¡Muchacho! -gritó-. Te volviste loco.
Ulises le saltó encima y le dio una cuchillada certera en el pecho desnudo. La abuela lanzó un gemido, se le echó encima y trató de estrangularlo con sus potentes brazos de oso.
-Hijo de puta -gruñó-. Demasiado tarde me doy cuenta que tienes cara de ángel traidor.
No pudo decir nada más porque Ulises logró liberar la mano con el cuchillo y le asestó una segunda cuchi­llada en el costado. La abuela soltó un gemido recóndito y abrazó con más fuerza al agresor. Ulises asestó un ter­cer golpe, sin piedad, y un chorro de sangre expulsada a alta presión le salpicó la cara: era una sangre oleosa, brillante y verde, igual que la miel de menta.
Eréndira apareció en la entrada con el platón en la mano, y observó la lucha con una impavidez criminal.
Grande, monolítica, gruñendo de dolor y de rabia, la abuela se aferró al cuerpo de Ulises. Sus brazos, sus pier­nas, hasta su cráneo pelado estaban verdes de sangre. La enorme respiración de fuelle, trastornada por los pri­meros estertores, ocupaba todo el ámbito. Ulises logró liberar otra vez el brazo armado, abrió un tajo en el vientre, y una explosión de sangre lo empapó de verde hasta los pies. La abuela trató de alcanzar el aire que ya le hacía falta para vivir, y se derrumbó de bruces. Ulises se soltó de los brazos exhaustos y sin darse un instante de tregua le asestó al vasto cuerpo caído la cuchillada final.
Eréndira puso entonces el platón en una mesa, se inclinó sobre la abuela, escudriñándola sin tocarla, y cuando se convenció de que estaba muerta su rostro adquirió de golpe toda la madurez de persona mayor que no le habían dado sus veinte años de infortunio. Con movimientos rápidos y precisos, recogió el chaleco de oro y salió de la carpa.
Ulises permaneció sentado junto al cadáver, agotado por la lucha, y cuanto más trataba de limpiarse la cara más se la embadurnaba de aquella materia verde y viva que parecía fluir de sus dedos. Sólo cuando vio salir a Eréndira con el chaleco de oro tomó conciencia de su estado.
La llamó a gritos, pero no recibió ninguna respuesta. Se arrastró hasta la entrada de la carpa, y vio que Erén­dira empezaba a correr por la orilla del mar en dirección opuesta a la de la ciudad. Entonces hizo un último es­fuerzo para perseguirla, llamándola con unos gritos des­garrados que ya no eran de amante sino de hijo, pero lo venció el terrible agotamiento de haber matado a una mujer sin ayuda de nadie. Los indios de la abuela lo alcanzaron tirado bocabajo en la playa, llorando de so­ledad y de miedo.
Eréndira no lo había oído. Iba corriendo contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo la podía detener. Pasó corriendo sin volver la cabeza por el vapor ardiente de los charcos de salitre, por los cráteres de talco, por el sopor de los palafitos, hasta que se acabaron las ciencias naturales del mar y empezó el desierto, pero todavía siguió corriendo con el chaleco de oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar, y jamás se volvió a tener la menor noticia de ella ni se encontró el vestigio más ínfimo de su des­gracia.

1972.



Gabriel García Márquez / La luz es como el agua

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Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA
LA LUZ ES COMO EL AGUA
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

Diciembre 1978.



Cuentos de Gabriel García Márquez


Ojos de perro azul (1947 - 1955)


Los funerales de la Mamá Grande (1962)

La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972)


Doce cuentos peregrinos
LA LUZ ES COMO EL AGUA (1978)


Otros cuentos
EN AGOSTO NOS VEMOS

MESTER DE BREVERÍA


Gina Lollobrigida y Javier Rigau se separan

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Gina Lollobrigida

Gina Lollobrigida y Javier Rigau 

se separan

Se cancela la boda entre la actriz y el empresario prevista para el 27 de enero

 MADRID 7 DIC 2006 
El empresario catalán Javier Rigau ha roto su compromiso matrimonial con la actriz italiana Gina Lollobrigida, de 79 años, según informa la revista¡Hola! en su página web. Así lo ha hecho saber el joven empresario de 45 años a través de un comunicado emitido por su abogado, Javier Saavedra,en el que afirma que "siempre querrá y respetará" a Gina Lollobrigida, con quien mantenía relaciones desde hace 22 años. Se conocieron en 1984 en una fiesta en Montecarlo. Gina estaba recién divorciada de su primer marido -el médico yugoslavo Milko Scofic, con el que tuvo un hijo, Andrea Milko-, y desde entonces mantuvieron su relación en secreto. Hasta el pasado 18 de octubre, cuando anunciaron que se casaban.
Tenían previsto celebrar su boda el próximo día 27 de enero en Roma, tras haber retrasado una primera fecha del pasado mes de noviembre en Nueva York. Hace 10 días, la actriz se quejaba del trato recibido por algunos medios de comunicación, de su falta de respeto al derecho de la intimidad de los famosos, y llegó a calificar su conducta como "inadmisible e intolerable". "Yo estoy acostumbrada a los medios, llevo 50 años en esto, pero a él y a su familia les hacen mucho daño", añadió. La actriz, que tenía previsto hacer un viaje a India antes de la boda, está en Estados Unidos y no ha podido ser localizada, aunque se espera que, en breve, emita un comunicado.


Gina Lollobrigida denuncia a Javier Rigau por forzar su matrimonio

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Gina Lollobrigida

Gina Lollobrigida denuncia a un español 

por forzar su matrimonio

La actriz sospecha que el empresario Javier Rigau usó unos poderes notariales para casarse con ella y heredar su patrimonio



Gina Lollobrigida y Javier Rigau. / CORDON
Gina Lollobrigida, de 85 años, y el empresario español Javier Rigau Rafols, de 51, podrían estar casados. Esa es la sospecha de la actriz italiana, que ha denunciado en varios medios italianos la situación en la que se encuentra. “Hace tiempo", explica la artista, "Javier me convenció para que le firmara unos poderes. Me dijo que los necesitaba para unos actos notariales en relación con un juicio. Sin embargo, me da miedo que se aprovechara de que yo no hablo castellano, y quién sabe lo que me hizo firmar. Ahora he encontrado por Internet un papel según el cual nos casamos en 2010, en Barcelona, en presencia de ocho testigos. Increíble. Él solo quiere heredar mi patrimonio". Lollobrigida añade que ha denunciado a Rigau.
La pareja mantuvo en el pasado una larga relación y estuvo a punto de casarse en 2006, aunque tras varios meses de noviazgo suspendió el enlace. Así lo hizo saber el empresario a través de un comunicado emitido por su abogado, Javier Saavedra, en el que afirma que "siempre querrá y respetará" a Gina Lollobrigida, a quien conocía desde hace 22 años. Su primer encuentro tuvo lugar en una fiesta en Montecarlo, en 1984.
Ella también habló de su relación con Rigau. "Al comienzo, era solo pasión. Después llegó el amor". Con el tiempo ambos han contado que siguieron manteniendo una excelente relación, aunque nunca más se habló de boda. Pero la actriz cree que se ha casado sin saberlo. "Creo que he sido estafada por Javier, una persona infame, que podría haberse casado conmigo por poderes en España sin que yo lo supiese y sin mi consentimiento, con el objetivo de heredar mis bienes tras mi muerte. Quiero esclarecer este asunto", ha declarado Lollo.
La intérprete se casó solo una vez, en 1949, con el médico yugoslavo Milko Scofic, con el que tuvo a su único hijo, Andrea Milko, en 1957. La pareja se divorció en 1981. Aquella fue la época de oro del cine italiano, que consagró en el mundo a bellezas mediterráneas, salvajes y prósperas como Lollo, Sofia Loren y Claudia Cardinale. Gina, que en realidad se llama Luigia, se hizo famosa por sus actuaciones en Salomón y la reina de Saba (filmada en España en 1959, y donde actuaba el estadounidense Tyrone Power, fallecido en pleno rodaje) y La Romana (1954). Alcanzó tal fama de sex symbol que en Francia publicitaban un sujetador utilizando su apodo, Les Lollos, y en Alemania llamaban Lollo a una locomotora con dos protuberancias que recordaban sus formas.
Javier Rigau es abogado, aunque se dedica al negocio inmobiliario. Tiene intereses en Barcelona y en la costa tarraconense. Cuando anunció a bombo y platillo su intención de casarse con la actriz dijo: "La mía no es una historia de un fan que se enamora de una estrella. Para ser sincero, a mí quien me gustaba mucho era una amiga de Gina: Marilyn Monroe".
El empresario también confesó que hasta que conoció a Gina no sabía lo que era estar enamorado. Y lo contaba con un razonamiento que parece un poco una premonición: "Yo pertenezco a una generación en la que no hacía falta tener lo que se entiende por novia para mantener relaciones íntimas sin necesidad de recurrir a engaños o a promesas que luego no se suelen cumplir".  Ahora Gina se pregunta si todo fue un engaño.




Gina Lollobrigida / Nunca tuve relaciones íntimas con Rigau

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Gina Lollobrigida
Gina Lollobrigida

“Nunca tuve relaciones íntimas con Rigau”


Gina Lollobrigida descalifica al empresario español y desvela cuál fue su relación con quien dice ser su marido



Gina Lollobrigida, con Javier Rigau. / CORDON
El conflicto abierto entre la actriz italiana Gina Lollobrigida, de 85 años, y el empresario catalán Javier Rigau, de 51, se agudiza cada día más. Ella asegura que fue engañada para casarse. Él lo niega. "Estoy, casado con Gina", ha dicho a la revista Chi, propiedad de la familia Berlusconi en el número de esta semana, "Le guste o no a ella, la boda se celebró frente a las autoridades en Barcelona. No hay estafa”, concluye.
Rigau sigue: “Es imposible que no lo supiera. Gina y yo nos conocemos desde 1984. ¿Por qué decidimos celebrarla por poderes? No nos apetecía que la prensa se enterara”. El enlace se celebró el 29 de noviembre de 2010 peor no ha sido hasta ahora cuando ha salido a la luz. Lollobrigida sostiene que se enteró de que estaba casada cuando solicitó unos papeles por Internet. A continuación, denunció los hechos ante la policía italiana.
La actriz añade: "Javier Rigau y yo nunca hemos tenido relaciones íntimas.Creí era un buen tipo, educado, que podía ser su amiga en un momento difícil.Caí en una depresión a causa de una larga disputa legal. Cuando uno está deprimido uno piensa que alguien puede ayudarte a cambiar de vida". Y añade: "Una vez Javier me pidió que firmara un documento porque él quería hacer testamento, y evitar complicaciones con las autoridades fiscales españolas".
Sobre la boda Gina Lollobrigida dice tener pocos datos. "Sospecho que durante la ceremonia de la boda, que se celebró en Barcelona, una mujer ocupó mi lugar".
Esta persona fue María Pilar Guimera Gabilondo, una mujer jubilada de 72 años, según confesó ella misma al diario británico Daily Telegraph . “Me pidió que fuera en su lugar porque quería que la boda fuera en secreto. Me acuerdo que el cura ironizó diciendo que hubiera preferido a la verdadera Gina Lollobrigida porque cuando era adolescente se había enamorado perdidamente de ella tras verla en una película”. Y añade: “Claro que me pareció raro que no quisiera participar en un cita tan bonita, pero si una mujer como ella te pide algo así, no puedes decir que no”.
La representante legal del empresario español, sin embargo, declara que la unión es de "plena validez" y realizada, efectivamente, por un poder especial para contraer matrimonio. En su comunicado, la abogada Elisa Hernández alega que existe documentación que lo prueba. ¿Por qué una boda por poderes? Hernández sostiene que Lollobrigida y Rigau, quienes habían seguido con su relación de forma secreta, decidieron casarse así "por la presión mediática". "Javier es una persona que no había estado acostumbrada a los medios y se publicó mucho sobre él", agrega. La acriz italiana, prosigue la representante legal del empresario, hace aproximadamente tres años que viene siendo acompañada "a todos sitios" por un "jovencito" de 25 años que es su secretario. "La tiene un poco aislada".
Rigau no ha emprendido acciones legales contra la actriz, indica Hernández, porque no quiere arremeter en contra de ella. "Se encuentra un poco aturdido y a la espera". Se trata de una persona a la que conoce desde hace muchísimos años".



Gina Lollobrigida vende su joyero por 3.3 millones

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Gina Lollobrigida con pendientes de esmeralda y diamantes,
y un collar de diamantes de Bulgari, que forman parte
de la colección subasta Sotheby's en Ginebra.

Gina Lollobrigida vende su joyero 

por 3,3 millones


La casa de subastas Sotheby's puso a la venta la impresionante colección de la actriz italiana en Ginebra

Parte del dinero se dedicará a la investigación con células madre


FOTOGALERÍA

Gina Lollobrigida llega a Ginebra en un coche deportivo para vender sus joyas. / EFE
Ginebra es una ciudad en la que no sorprenden a nadie las subastas espectaculares y las ventas en las que se manejan cifras de impresión. Pero no todos los días la protagonista es una lyenda del cine como Gina Lollobrigida.La diva italiana se encuentra en Suiza donde asistió anoche a la puja de su millonaria colección de joyas, creadas por Bulgari en los años cincuenta y sesenta, cuando era un icono de la época dorada de Hollywood. La subasta se celebró en Sotheby’s como parte de sus ventas de primavera en el prestigioso Hotel Beau Rivage, a orillas del Lago Leman y se recaudaron 3,3 millones de euros. Parte de este dinero Los fondos será destinado a financiar la investigación con células madre, una causa con la que la actriz se ha mostrado comprometida.
La estrella de la subasta fue un par de pendientes de perlas naturales y diamantes que dobló el montante máximo previsto -unos 750.000 euros- hasta alcanzar los 1,5 millones de euros. La actriz los eligió para su encuentro con la princesa Margarita de Inglaterra en el estreno en Londres de la película The Taming of the Shrew (La Fierecilla Domada) en 1967.
Entre las joyas llamó igualmente la atención un collar de diamantes al que la actriz dio diversos usos, como pulsera e incluso como tiara cuando recibió el Globo de Oro en 1961. Ese collar, que se confeccionó en 1954 y era uno de sus favoritos, se vendió por 150.000 euros.
Otros pendientes de esmeraldas y diamantes, que fueron lucidos en el estreno del musical The Sound of Music (Sonrisas y Lágrimas) en Nueva York, en 1965, fueron adjudicados por 190.000 euros.
La artista se fotografió en la fiesta posterior a ese estreno en compañía del pintor español Salvador Dalí y luciendo un anillo de esmeraldas de casi 17 quilates que también fue subastado, esta vez por 112.000 euros. También figuraba entre los artículos que salieron a subasta un diamante octaédrico incrustado en una piedra que la italiana recibió en una visita a Sudáfrica y que posteriormente lució como colgante tras darle forma de corazón, adjudicado por 21.000 euros.
Gina Lollobrigida, nacida en Subiaco (Roma) en 1927, forma parte de la historia del cine y su voluptuosa figura marcó el recuerdo de generaciones. Entre sus películas destacan La burla del diablo, dirigida por John Huston en 1953, o Salomón y la reina de Saba, de King Vidor, en 1959. En 1999 fue nombrada embajadora de Buena Voluntad con la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y en los últimos años intentó lanzarse al mundo de la política sin éxito.
Ninguna de las joyas puestas a la venta fue un regalo, sino que la diva romana las fue adquiriendo con sus propios recursos a lo largo de su extensa vida profesional. “Digamos que nunca encontré a nadie que mereciera la pena”, explicó a la prensa Lollobrigida entre risas.



Gina Lollobrigida / Estoy perfecta

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Gina Lollobrigida
Gina Lollobrigida

Gina Lollobrigida

"Estoy perfecta."

El hijo de Gina Lollobrigida 

pide la incapacidad parcial de la actriz

Milco Skofic ha dicho ante el juez que su madre no está en condiciones de manejar su fortuna, estimada en 36 millones



La actriz italiana Gina Lollobrigida. / CORDON
Gina Lollobrigida, la estrella del cine de los años cincuenta y sesenta, no está en sus cabales y está siendo manipulada. O al menos, es lo que teme su único hijo, Andrea Milco Skofic, que ha acudido a un juez civil para pedir la gestión del patrimonio de su famosa madre, valorado en 36 millones de euros. La protagonista de tantas comedias de Mario Monicelli, Luigi Zampa o Luigi Comencini (su Pan, amor y...fantasía, de 1953, la consagró y la lanzó hacia Los Ángeles) lleva con orgullo sus 86 años, pero estalló en cuanto trascendió la noticia: “Estoy anonadada. No me lo puedo creer. Viajo por el mundo sin parar y sin el más mínimo problema. Estoy perfecta”.
La diva que conquistó Hollywood y Cinecittà sigue manteniendo una vida bien intensa, dividida entre una residencia romana, repleta de reliquias del pasado clásico y personal, y una mansión en Montecarlo. Pero Andrea, que nació en 1957 del matrimonio con con el médico esloveno Milco Skofic, está preocupado por la ligereza con la cual la ex actriz parece administrar su patrimonio. “Mi madre Luigia Lollobrigida, para el mundo del espectáculo Gina, necesita un administrador de apoyo. Me temo que ya no está capacitada para hacerlo todo sola”, declaró al depositar la petición en el Tribunal tutelar.


Hay episodios recientes que hicieron sonar las alarmas y reaccionar a Skofic. En mayo, por ejemplo, la Lollo subastó parte de sus joyas en Sotheby’s. En el prestigioso Hotel Beau Rivage de Ginebra vendió pendientes, collares, pulseras de oro, diamantes y piedras valiosas que había comprado en Bulgari en las décadas de su máxima fama. Recaudó 3,3 millones de euros. Declaró entonces que quería destinar parte de aquel dinero a financiar la investigación con células madre, una causa con la que siempre se mostró comprometida. La mujer que, entre muchos, fascinó a Humphrey Bogard (“a su lado, Marilyn Monroe se parece a Shirley Temple”) denunció el año pasado a su ex novio, el empresario catalán Javier Rigau, de 52 años, porque sospecha que éste podría haberse casado con ella sin su consentimiento. “Hace tiempo", explicó en enero de 2013 la artista, "Javier me convenció para que le firmara unos poderes. Me dijo que los necesitaba para unos actos notariales en relación con un juicio. Sin embargo, me da miedo que se aprovechara de que yo no hablo castellano, y quién sabe lo que me hizo firmar. Ahora he encontrado por Internet un papel según el cual nos casamos en 2010, en Barcelona, en presencia de ocho testigos. Increíble. Él solo quiere heredar mi patrimonio".

Gina Lollobrigida

“Lo que motiva en su actuación al señor Skofic no tiene nada que ver con el dinero. Es la natural preocupación que siente un hijo ante su madre anciana”, comenta por a través del teléfono Vincenzo Maria Mastronardi, catedrático de Psicopatología forense en la Universidad la Sapienza de Roma, que presta asesoría a los letrados de Skofic. El profesor Mastronardi examinó la que llama “biografía psicológica” de la relación entre su cliente y Lollobrigida y analizó cada una de sus etapas. Tras ello, decidió que lo mejor era seguir el camino judicial. Sin embargo, asegura que el control de su fortuna no tiene nada que ver con esa decisión.
“La angustia de Milco nace tras el hecho de que lleva más de dos años sin conseguir hablarle a su madre”. Skofic y su hijo Dimitri solían tener una relación serena con la madre y abuela. El nieto hasta siguió sus huellas y es actor de teatro. En los últimos meses, varias veces intentó ponerse en contacto con su célebre familiar para invitarla a sus espectáculos, pero nunca pudo dar con ella. Tampoco ha conseguido visitarla en su casa, aunque viva en la misma Roma. “Creemos que alguien consiguió aislar a la diva y crear a su alrededor una especie de ‘vacío’ para alejar a sus parientes. Por eso estamos preocupados. No tiene nada que ver con cuestiones de herencia”, precisa Mastronardi.


El hijo - y único heredero - reflexionó y finalmente pensó actuar por lo legal. No exige que la Lollo deje de disponer de sus bienes y que el juez nombre a un tutor que la sustituya por completo. Solo pide que alguien externo - no su joven agente - tenga que dar su visto bueno cada vez que la ex gloria de Hollywood decida comprar, adquirir, donar o subastar algo de un patrimonio que se imagina muy ingente. El próximo 8 de abril, el juez va a dictar sentencia.



Yoko Ono / Siempre creí que me adelantaba a mi tiempo

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Yono Oko, 2005
Yoko Ono

"Siempre creí que me adelantaba 

a mi tiempo"


Yoko Ono (Tokio, 1933) lleva una buena racha en lo que respecta a la aceptación de su música. Las remezclas para la pista de dos de sus temasWalking on thin ice y Everyman... everywoman llegaron a la cima de las listasdance de Estados Unidos en 2003 y en 2004, una alegría para alguien que se pone a bailar "en cuanto suena algo optimista". Hoy se edita internacionalmente Yes, I'm a witch (Astralwerks / EMI), un disco llamativo donde figuras actuales reconstruyen grabaciones de la artista japonesa. Entre los participantes aparecen Peaches, Le Tigre, Polyphonic Spree, The Flaming Lips, Cat Power, Antony, Craig Armstrong o DJ Spooky.

"La resistencia a mi música tenía mucho que ver con el hecho de que viniera firmada por una mujer, y encima asiática"

"Para 'Yes, I'm a witch', la discográfica llamó a muchos grupos y solistas. Yo elegí los que me interesaban más y les di máxima libertad"

"Imagine' tiene un poder mayor que otras canciones de John. Saben cantarla los niños de todas las razas. Es el himno mundial del deseo de paz"

"Tras la muerte de John Lennon, sentí una ola de simpatía que traspasaba lo personal y llegaba a lo artístico"
Yoko no disimula su entusiasmo ante ese reconocimiento por parte de un inquieto sector del pop contemporáneo: "Son artistas del mundo indie que no trabajan para grandes compañías. Si yo empezara ahora, seguramente seguiría su camino: en actitud, me considero una artista indie. Gracias a mi hijo Sean, he podido tratar a esos grupos y admiro su pureza creativa. Muchos de ellos son tan adictos al trabajo como yo".
Quizás ya no sea válida aquella queja de John Lennon: "Yoko es la artista famosa menos escuchada en el mundo". Una risita: "Siempre creí que me adelantaba a mi tiempo, y esto me lo confirma. ParaYes, I'm a witch, la discográfica llamó a muchos grupos y solistas; todos aceptaron. Yo elegí los que me interesaban más y les di máxima libertad: podían coger cualquier tema mío y recrearlo a su gusto; incluso, podían usar tomas alternativas. La mayoría prescindió de los fondos instrumentales -que eran demasiado rock para el sonido que se lleva ahora- y construyó una instrumentación totalmente nueva alrededor de mi voz".
Cuesta creer que Yoko aceptara a ciegas semejante reinvención de su obra. Reconoce que pasaron un filtro: "En algún caso pedí que se modificaran detalles, pero la verdad es que me llegaron trabajos muy cuidados, muy respetuosos. Hay casos, como el de Flaming Lips, en los que realmente se ha hecho una obra nueva a partir de lo que eran chillidos míos". Asegura que los participantes han sabido llegar al corazón de las letras: "Me gustan mucho los temas más fantasiosos, pero me emocionó Revelations, que ahora es una canción de piano bar, con Cat Power acompañándome".
Los colaboradores también piropean a Yoko. Peaches: "Trabajar en Kiss kiss kiss me hizo darme cuenta de lo futurista, audaz e inventiva que era Yoko en cuanto a su enfoque de la música". Johanna Fateman, de LeTigre: "Yoko Ono siempre ha sido una heroína para nosotras, una influencia indudable: es una artista que habita un espacio en que se solapan la cultura pop, el arte conceptual y el activismo".
Buena parte de Yes, I'm a witch enfatiza el mensaje feminista de Yoko. "Lo de titularlo Sí, soy una bruja no es casual: las mujeres debemos rescatar esos estereotipos machistas. Es evidente que la resistencia a mi música tenía mucho que ver con el hecho de que viniera firmada por una mujer, y encima asiática. Quiero decir, en el circuito de la vanguardia había artistas masculinos que tenían una expresión más extremista que la mía y se les reconocía su valentía. Para mí, sólo había insultos y bromas. Se me culpaba de la separación de los Beatles y me hicieron pagar algo de lo que no fui responsable".
¿En qué momento advirtió que había una mayor comprensión hacia sus propuestas sonoras? "John lo intuyó antes que yo. Estaba en un club en 1980 y escuchó a los B-52's y otros grupos de new wave. Me llamó excitadísimo: '¡Los chavales están acercándose a lo que tú hacías!'. Luego, tras su muerte, sentí una ola de simpatía que traspasaba lo personal y llegaba a lo artístico. El disco de versiones de mis temas [Every man has a woman, 1984] partió de una idea de John, pero me encantó que participaran Elvis Costello y otros cantantes a los que no habíamos tratado nunca".
Las condiciones exigidas para esta entrevista pasaban por no despegarse de la actualidad -el lanzamiento de Yes, I'm a witch-, pero, a estas alturas del partido, vale la pena intentar acercarse a otros asuntos. Como la agresividad con que Yoko vende el legado de Lennon. Responde con cierta tensión pero de forma contundente: "No creo haber hecho nada extraordinario. Si no hubiera sacado nada, me dirían que me había olvidado de John. Lo cierto es que, en estos tiempos, si no usas la mercadotecnia, desapareces de la memoria de la gente. Por eso, procuro que cada año haya alguna novedad de John, sea una reedición o un documental o una antología. Todo se ha hecho con gusto, no ha sido como con Elvis Presley".
Sin embargo, quedan curiosidades inéditas: en discos piratas, circulan simpáticas grabaciones caseras de John, realizadas durante sus años de invisibilidad en el Dakota neoyorquino. Yoko no parece entusiasmada por ese material: "Eran entretenimientos, chistes musicales que hacía para nuestro hijo, versiones humorísticas. Pueden tener cierto encanto, pero dudo de que representen a John como artista".
Bien, también hay muchos que lamentamos que Lennon sea representado por Imagine, que es intelectualmente incongruente y melódicamente previsible. Yoko no entra al trapo: "Puedes pensar lo que quieras, peroImagine tiene un poder mayor que otras canciones más complejas de John. Saben cantarla los niños de todas las razas. Es el himno mundial del deseo de paz".
Yono Ono y John Lennon

COMPAÑEROS DE AVENTURAS
La Monte Young: a principios de los sesenta, Yoko cedió su "loft"neoyorquino al compositor minimalista. Young sobrevivía vendiendo marihuana
John Cage: Yoko fue su alumna y colaboradora en espectáculos. Giraron juntos por Japón; las críticas para Ono fueron tan negativas que intentó suicidarse.
Peggy Guggenheim: aunque Yoko no podía saciar sus instintos de coleccionista, defendió sus experimentos y ofreció apoyo moral durante el viaje a Japón.
Toshi Ichiyanagi: compositor formado en Juilliard, su marido durante los años cincuenta.
Anthony Cox: músico de jazz y productor de cine, le rescató de una depresión suicida y se convirtió en su segundo marido (años sesenta).
George Maciunas: luminaria del grupo Fluxus, el artista lituano
fue el inspirador de muchas de las tácticas artísticas de Yoko; también funcionó como su primer galerista, aunque sabía que sus propuestas eran invendibles.
Ornette Coleman: saxofonista de 'free jazz', aceptó acompañar a Yoko en 1968, en un concierto en el Royal Albert Hall londinense.



Yoko Ono sobrevive a Yoko Ono

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Yoko Ono, 2007


Yoko Ono sobrevive a Yoko Ono


A los 80 años, convertida en una influyente artista, inaugura su mayor retrospectiva europea entre múltiples reconocimientos



'Cut Piece' de Yoko Ono, en el Carnegie Recital Hall (1965) /MINORU NIIZUMA
No logrará empatar con los gatos, pero Yoko Ono podrá enorgullecerse de haber vivido dos vidas. Durante la primera, fue la enemiga pública de una confederación de enfurecidos fans, que la escogieron como culpable de la disolución de la banda más celebrada del planeta. Durante cuatro décadas, Ono fue destripada sin piedad, tal como sucedía en su premonitoria performance Cut Piece(1965), donde los asistentes la desnudaban sirviéndose de unas tijeras.
Su segunda vida, según su propia confesión, empezó la semana pasada, en la mañana de su 80º cumpleaños. “No me puedo creer que cumpla tantos. Tengo la sensación de no haber hecho nada con mi existencia. En esta segunda vida, espero tener tiempo de hacer todo lo que tengo pendiente”, explicaba Ono, de negro estricto y con ojos juveniles asomando por encima de sus gafas oscuras, en una diáfana sala contigua a la gran exposición inaugurada en la Schirn Kunsthalle de Fráncfort.
La muestra, que reúne 200 obras conceptuales hasta el 12 de mayo, supone su mayor retrospectiva europea hasta la fecha y hará escala en varias ciudades del continente, antes de llegar al Guggenheim de Bilbao en marzo de 2014. Constituye la última señal de reconocimiento tras una larga cadena de distinciones, que parecen anunciar que Ono ya no es percibida, con una dosis considerable de misoginia, como la víbora que se infiltró en Abbey Road para sentarse al piano junto a su esposo.

Los ataques de los demás no ocuparon mucho espacio en mi cabeza
Yoko Ono
De inspirar odio en estado puro, Ono ha pasado a despertar admiración. La muestra la reivindica como impulsora del arte conceptual, el happening y laperformance. Hasta el punto de catalogarla como pionera, una palabra que no le convence. “Prefiero definirme como una superviviente”, asegura. Habiéndose enfrentado a la injuria durante todos los días de su vida, la palabra parece diseñada a su medida. “Si no fuera por mi trabajo, hoy estaría muerta”, prosigue con un acento japonés que nunca perdió del todo. “En el fondo, los ataques de los demás no ocuparon mucho espacio en mi cabeza. Me aferré a mi relación [con Lennon], pero también a mi arte. ¿Ha visto El pianista de Polanski? El protagonista logra sobrevivir porque toca el piano sin parar, incluso cuando no tiene ningún piano delante. Ese pianista soy yo”.
Para Ono, “el estado natural de la vida y de la mente es la complicación”. La encuentra por todas partes, excepto en el arte. No es accidental que haya encontrado en él su refugio particular. “Todavía no me ha permitido hallar la paz mental, pero es una buena terapia”, sostiene. Su obra está estructurada por un equilibrio zen entre elementos como tierra, agua, fuego y aire. En sus primeros trabajos, inscritos en el movimiento Fluxus, invitaba al visitante a completar obras inacabadas gracias a su imaginación. Formulaba sugestivos haikus escritos en un imperativo amable, que perseguían agudizar la percepción del receptor. “Observa el sol hasta que sea un cuadrado”, exigía uno. Algunos lo encontraron audaz y estimulante, por abrir camino hacia un arte incorpóreo. Otros la siguen considerando ingenua e infantil, cuando no ridícula y new age.

Artistas de nuevas generaciones la reivindican como icono de resistencia
En su obra no solo abunda lo sensorial y lo efímero, también lo político. Su instalación Wish Tree (1996) incitaba a colgar deseos de las ramas de un árbol, primer paso de un proyecto para acabar con lo peor de la sociedad. En su nueva etapa, promete privilegiar la batalla “contra unos políticos que no dejan de mentirnos”, como el que la lleva a combatir las perforaciones de gas natural en el estado de Nueva York. “Todavía aspiro a cambiar el mundo para que sea un lugar mejor. Fue una de las razones que me impulsó a convertirme en artista”, asegura.

Yoko Ono y John Lennon
Reconoce que no lo tuvo fácil. Descendiente de una familia de aristócratas japoneses, Ono fue la primera mujer aceptada en la facultad de Filosofía en el Tokio de 1952. Su padre iba para pianista, pero tuvo que conformarse con una carrera de banquero por obligación familiar. “Mis padres fueron personas de un enorme talento que no pudieron convertirse en lo que querían. Yo me aseguré de que no me sucediera lo mismo”, relata. A los 11 años ya tenía “visiones de personas de otros países que me venían a visitar”. Para Ono, fue el primer indicio de que poseía una creatividad distinta a los demás. Su madre insistía en que soñaba despierta. “Mi familia no me obligó a nada, aunque sé que hubieran preferido que me convirtiera en una prominente concertista clásica que en artista de vanguardia”, sonríe.
Durante los setenta, Lennon la llamó “la artista desconocida más famosa del mundo”. Una visita a esta retrospectiva le sigue dando la razón: casi ninguna de las obras ha logrado trascender, cinco décadas después, el pequeño círculo de entendidos del arte contemporáneo. La diferencia debe de ser su nuevo estatus, con un prestigio inédito. Las nuevas generaciones de artistas, ajenas a la acritud de otra época, la reivindican como icono de resistencia. Además de sus múltiples exposiciones y del premio de la Bienal de Venecia en 2009, su influencia se expande por todo el árbol genealógico de la performance y el arte participativo, de Marina Abramovic a Miranda July. Y cuando ya nadie lo esperaba, Paul McCartney colocó la guinda el otoño pasado, al asegurar que Ono no había tenido nada que ver con la separación del grupo. “Fue muy dulce por su parte. Si no lo había dicho antes, será porque no es algo que la gente quiera escuchar. Prefieren imaginarnos peleando sobre el ring, como boxeadores. Seguro que ahora muchos le escriben para preguntarle: ¿Cómo te atreves a defender a esa zorra?”.



Yoko Ono / La segunda vida comienza a los ochenta

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Yoko Ono


La segunda vida de Yoko Ono 

comienza tras cumplir los 80


En paz con MCCartney y optimista sobre la evolución del mundo, la administradora de parte del legado de The Beatles inaugura esta semana una amplia retrospectiva en el museo Guggenheim de Bilbao



Yoko Ono, el pasado mes de julio. / LUCAS JACKSON (REUTERS)
Nadie diría, observándola caminar lentamente, vestida de negro, diminuta, con un maravilloso sombrero de cachemir, gafas oscuras y abrigo, que esa ancianita amable y sonriente acercándose a su escondrijo de Broome Street —en el Soho neoyorquino— es Yoko Ono. Pero sí podríamos hacernos una idea de que se encuentra serena y en paz, después de haber sido de todo. Desde artista en lucha, adolescente con tendencias suicidas, mujer diana, culpable de cientos de miles de los males, “dragon lady”, dice ella o "la bruja", como se reivindicó a sí misma en una canción: Yes, I'm a witch. Todo eso y más asume, aunque no esté de acuerdo: “Soy pacífica y pragmática”, confiesa antes de viajar a España, donde el próximo día 14 inaugura una retrospectiva suya en el Guggenheim de Bilbao.
Hacia la ciudad vasca se dirige optimista y en pleno disfrute de lo que, admite,"es mi segunda vida". Un periodo que ha comenzado después de cumplir los 80. Yoko resulta de cerca una mujer amable pero juguetona, dicharachera para ciertos temas, pero sutilmente evasiva para otros tantos, paciente, pero determinante, irónica sobre sí misma, sabia, en suma.
En Bilbao se verá el trabajo que ha realizado desde los años cincuenta: obra gráfica, dibujos, pintura, instalaciones... “Sesenta de actividad, madre mía”, parece sorprenderse, y que va desde sus escarceos con la vanguardia neoyorkina más radical en música —con compositores como John Cage o Lamonte Young— a experiencias con Fluxus antes de conocer a John Lennon y atraer al Beatle hacia el camino de la máxima experimentación que, paradójicamente, acabó con él como un pacífico y atareado padre y amo de casa en su apartamento del edificio Dakota. Allí fue donde compuso en sus últimos meses de vida ese himno al estoicismo que se tituló Watching the wheels y que da idea de su sana posición vital antes de la tragedia.



Mostrará los trabajos realizados desde los años cincuenta: obra gráfica, dibujos, instalaciones...
A las puertas de su casa precisamente fue asesinado en el ao 80 por Mark David Chapman, quien tomó testigo universal del odio que las masas profesaban en gran parte de Yoko Ono, a la que se culpó global y en gran medida injustamente de la desaparición de The Beatles. Es algo que hasta McCartney ha negado en los últimos tiempos saldando una deuda histórica. “Hubiera ocurrido igual”, vino a decir el músico. “En realidad no hemos tenido tan mala relación”, comenta Yoko. “Fueron los medios y la gente la que más quería vernos peleados, pero no respondía a la realidad”.
Lo fue, quizás más, en tiempos de vida de Lennon, cuando enviaba cartas feroces a su amigo de adolescencia en las que le culpaba del vacío tremendo que la hacían tanto él como su mujer, Linda. Pero aquello es agua pasada, parece. Y ese sentido práctico, tras su muerte, ha predominado en Yoko Ono aunque solo sea para ocuparse de un legado compartido que a la muerte del mito ascendía a tres millones de dólares y poco después se convirtió en 300.
Entre otras cosas, la viuda siempre dijo que lo hacía por Sean, el hijo de ambos, que ahora le presta su estudio en el Soho para atender gente ya que ella se muestra reacia a recibir extraños en su casa cercana a Central Park. Sean ha colaborado en gran medida a que las bandas y los artistas indiesmás arriesgados de su generación —de Peaches, Le Tigre, Polyphonic Spree, The Flaming Lips a Cat Power, Antony, Craig Armstrong o DJ Spooky— contribuyan a reivindicar el arte de su madre. Es otra de las razones por las que Yoko Ono siente que ha vuelto a nacer.
Empeñada en sus aspectos pacifistas, desea lo mejor para todo el mundo menos para Chapman, a quien insiste en no perdonar. “No, no lo he hecho”, comenta. Entusiasmada con su exposición en el Guggenheim, aprovecha para insinuar que sus antepasados pudieron tener procedencia española. “No estaba muy bien visto en mi país, eso de las mezclas, pero los españoles y los portugueses se dejaron caer por Nagasaki y parece que tuvieron algún contacto con mi familia”. Una familia de alcurnia nipona, que pese a contar con un padre banquero, no observó con mucho rechazo que su hija se convirtiera en artista de vanguardia. “En absoluto, mi padre era músico y mi madre pintaba, así que lo entendían”, explica Yoko.


Yono Ono sin punto final

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Yoko Ono posa este jueves en el Guggenheim ante la instalación 'Morning Beams' (Rayos de la mañana). / FERNANDO DOMINGO-ALDAMA


Yoko Ono sin punto final


La artista asegura que encuentra nueva inspiración en la retrospectiva del Museo Guggenheim



 Yoko Ono (Tokio, 1933) cree que es ella la responsable directa de que su trabajo artístico no haya sido conocido por el gran público. “No me preocupaba demasiado. Mi obra era diferente del arte que entonces se catalogaba como arte y pensaba que quizá 50 o 100 años más tarde la gente podría entenderlo”, explica. Su vida junto a John Lennon, el activismo por la paz o la inquina de quienes le han culpado de acabar con los Beatles han ensombrecido el trabajo de una creadora que estuvo en el origen del arte conceptual y que ha experimentado con laperformance, el cine, y la música. Una artista cuya obra vive desde ayer entre las paredes del Guggenheim Bilbao, con la retrospectiva Yoko Ono. Half-A-Wind Show.
Yoko Ono se presentó en el Guggenheim fiel a su imagen de los últimos años: vestida de negro, con el rostro semicubierto por gafas oscuras y sombrero. Ante las cámaras se transformó. En tres minutos, con los 80 años cumplidos, posó haciendo la v de la victoria con los dedos, bailó y simuló trepar por la pared de una sala donde se muestran sus instalaciones.
“No siento la edad que tengo, no tiene relevancia”, aseguró. Ante el recorrido por casi 60 años de trabajo dijo que volvía a sentir la inspiración para seguir trabajando. “Es como si estuviera entrando en la segunda fase de mi vida, una nueva yo”, dijo Ono.
Una colección de fotografías documenta la aparición pública de la entonces joven artista de origen japonés en la escena artística de Nueva York en los años sesenta, con sus propuestas de arte conceptual, ligada a la formación del movimiento Fluxus. Ya defendía que el arte arranca con un concepto; “una idea que tienes que imaginar para que pueda suceder”, explicó medio siglo después. Las fotos, realizadas por George Maciunas, el fundador de Fluxus, muestran la exposición del verano de 1961 en la que la artista rompía convencionalismos colocando trozos de lienzo en el suelo, que invitaba a pisar, y ofrecía instrucciones escritas para que el público interactuara con la obra.

John Lennon y Yoko Ono

Si la carrera de Yoko Ono arrancó en el movimiento conceptual, encontró en la naciente performance un nuevo campo de experimentación. Cut Piece, la célebre obra de 1964 en la que sentada en el escenario la artista invita al público a utilizar unas tijeras para ir cortando trozos de su vestido, se ve en la exposición en imágenes en movimiento y en fotos, y rememora el compromiso de la artista con el feminismo. El comisario de la muestra, Álvaro Rodríguez, recuerda el impacto que la pieza causó en la tradicional sociedad japonesa. “El arte es una revolución silenciosa, que va cambiando el mundo lentamente, sin hacer ruido”, responde la artista cuando se hace referencia a su militancia.


FERNANDO DOMINGO-ALDAMA
De la época dorada de la performance la exposición pasa al trabajo de la artista en el cine experimental. Entre 1964 y 1972 produjo 19 películas, como Fly, en la que el espectador observa las imágenes que recorren el cuerpo desnudo de una mujer desde la perspectiva del insecto.
En las últimas décadas Yoko Ono ha realizado instalaciones de gran formato. Una de ellas, Water Event (1971/2013), presentada en una retrospectiva en Estados Unidos, se formó con los objetos de los artistas que respondieron a la invitación de Yoko Ono de enviar contenedores de agua. Entonces contó con la colaboración de Andy Warhol y Bob Dylan, entre otros 200 artistas. En el Guggenheim Bilbao se ha montado otra versión con las aportaciones de, por ejemplo, Olafur Eliasson, Christian Marclay, Ernesto Neto y Asier Mendizabal.
La obra Ceiling Painting recibe a los visitantes al entrar en las obras tempranas que recoge la retrospectiva. Expuesta en una galería de Londres en 1966, la obra hizo que se cruzaran las vidas de Yoko Ono y Lennon. El músico, conmovido por la energía positiva que le transmitía la obra, pidió que le presentarán a la artista. Lennon sigue junto a Yoko Ono, y ella no elude reconocerlo. “Sigo pensando que está en las bellísimas canciones que escribió”, defiende la artista. Y concluye: “Las tenemos en nuestros corazones, así que él está entre nosotros”.

EL PAÍS


Yono Ono seduce a Bilbao

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Yono Ono

Yoko Ono seduce a Bilbao


La artista realizó tres 'performances' en el Guggenheim ante 400 personas

Hoy inaugura una retrospectiva de su obra



Yoko Ono durante una de sus 'performance', en Nueva York. / CARLO ALLEGRI (REUTERS)
La artista japonesa Yono Ono rexplicó ayer que de niña quería ser como un guerrero de una oración japonesa que atravesaba siete desgracias y ocho sufrimientos, hasta que las desgracias
de la vida le llevaron a decir, "¡basta", y convertir ese lema en "siete felicidades y ocho tesoros".
Yono Ono ha realizado tres perfomances en el auditorio del Museo Guggenheim de Bilbao ante unas 400 personas, con el aforo completo. Ha sido un aperitivo de la inauguración de hoy de la retrospectiva sobre su obra que se expondrá en la pinacoteca bilbaína, una de las más esperadas de los últimos años. Sin presencia de medios gráficos, la esposa del fallecido John Lennon  ha realizado dos de sus performanceshistóricas: Pieza cielo para  Jesucristo (Sky Piece to Jesus Christ) yPieza promesa (Promise Piece), así como la reciente Pintura de acción (Action Painting), en una nueva versión creada específicamente para el Guggenheim Bilbao.


En la primera representación, Pieza cielo para Jesucristo, unos voluntarios han envuelto con vendas a los componentes de una orquesta de cámara, mientras ejecutaban varias piezas musicales, de tal manera que, al final, ya no han podido seguir tocando. El público se ha reído, mientras los músicos, convertidos en crisálidas por las vendas, perseveraban y tocaban notas sueltas aprovechando las rendijas que quedaban, en un símbolo de la lucha contra las ataduras

que se visualizan durante esta performance.


Ha continuado con Pintura de acción, ejecutada hace dos años por primera vez. En Bilbao, la obra han contado con un número mayor de lienzos que su anterior versión, concretamente once, de 2 por 1 metros. La artista ha pintado a brochazos con tinta sumi, negra sobre blanco, unos caracteres de caligrafía japonesa. Después, ha tomado la palabra para explicar la acción: "En la escuela elemental, todos los niños japoneses cantaban una oración en la que un guerrero quería atravesar siete desgracias y ocho sufrimientos, para contribuir a mejorar el mundo. Me parecía algo increíble. Yo quería ser así", ha recordado.



"Con el tiempo, me olvidé de esa oración y me ocurrieron muchas desgracias, hasta que en un momento creía que eso era demasiado y dije, '¡basta!'. Convertí esas siete desgracias y ocho sufrimientos en siete felicidades y ocho tesoros, aquí representados" (en los caracteres de la caligrafía japonesa).  "Son mi contribución a esta bella ciudad de Euskadi que es Bilbao", ha concluido la artista.  La tercera y última performance ha sido un clásico: Pieza promesa, ejecutada por primera vez en Londres en 1966. En aquella ocasión, Yono Ono rompió un jarrón en el escenario y pidió  al público que cogiera trozos, prometiendo volver a reunirse al cabo

de diez años para recomponer el jarrón.


En Bilbao, está representación ha incluido dos jarrones, uno de los cuales ha permanecido intacto y el otro en piezas que el público se ha llevado, con la misma promesa expresada por la artista de volver a reunirse dentro de una década. La actuación de la artista, media hora en total, ha sido el preludio para la inauguración mañana de la exposición retrospectiva Yono Ono. Half-A-Wind Show, que recopila cerca de 200 obras que descubren el poliédrico universo artístico de la artista en sus casi seis décadas de creatividad.




La vida de Adele / El zarpazo de Léa Seydoux

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La vida de Adele

El zarpazo de Léa Seydoux

Ha trabajado con Tarantino, Woody Allen y Ridley Scott.

Su última película, ‘La vida de Adele’, ganó en Cannes y ha sido alabada por la crítica.

Explica que el rodaje fue duro, largo y despótico. Aunque existen otras versiones…



    La actriz francesa Léa Seydoux. / MATTEO MONTANARI
    Léa Seydoux –cara lavada, camisa abotonada hasta el cuello, pantalón azul, las piernas castamente cruzadas– recibe al periodista sin el menor interés, apurando un café solo y jugueteando con su zapatófono. La actriz está sentada –más bien, literalmente, hundida– en el sillón de un oscuro salón del hotel donde transcurre la promoción de La vida de Adele, la película de Abdellatif Kechinche que ganó la Palma de Oro en el último Festival de Cannes.
    Léa Seydoux, de 28 años, es la nueva estrella del cine francés, y tiene unos ojos azules impresionantes, un mentón amplio y unas curvas rotundas. Su belleza cambiante, a ratos andrógina, otras veces carnal y sofisticada, ha acaparado las portadas de todas las revistas francesas, desde la reedición de la venerable Lui hasta Première, los suplementos del fin de semana de Le Monde y Le Figaro, o el inevitable Paris Match.
    En apenas nueve años de carrera, ha trabajado para Quentin Tarantino, Woody Allen y Ridley Scott, y la próspera industria francesa se pelea por su palmito y su talento. Versátil y convincente, ha sido madre soltera en El niño de arriba, lectora de María Antonieta en Los adioses de la reina, limpiadora de una central atómica en Grand Central, y pintora pija e intelectual en la explosiva La vida de Adele, que se estrena el viernes en España.
    Por eso resulta especialmente extraño ver bostezando y sin pulso a esta joven triunfadora y ambiciosa que presume de haberse hecho a sí misma, aunque procede de una familia rica, protestante y cinéfila (su madre es Valérie Schlumberger, hija de una sada de célebres inventores y mineros alsacianos, y su padre es hijo del presidente de la mítica productora y distribuidora Pathé).
    Léa Seydoux con abrigo de Rochas.
    /
    MATTEO MONTANARI

    Seydoux aparece hecha puré, agotada, tan incómoda como si estuviera en el cadalso, y en 20 minutos de entrevista resulta imposible romper el hielo, salvo cuando se le pregunta por su modelo de actriz (“Me gusta el salvajismo de Marlon Brando”, responde), y cuando habla de Almodóvar: “¡Me volvería loca trabajar con él, es uno de mis directores preferidos!”. El resto del tiempo responde con desgana y frases cortas, y no deja de mirar el móvil y de meterse la mano bajo la camisa para estirarse el sujetador. Se diría que es la imagen de la depresión.
    La razón de su estado tarda dos minutos en revelarse, en cuanto sale el nombre del director de La vida de Adele, el tunecino Abdellatif Kechiche, que compartió el premio recibido en Cannes con ella y con la protagonista de la película, la desconocida Adèle Exarchopoulos.
    –Kechiche es un genio, pero jamás volveré a rodar con él –dice con una sonrisa infantil–.
    –¿Por qué?
    –El rodaje fue larguísimo, duró cinco o seis meses, y resultó humillante a ratos. A veces me sentía en una trampa; otras, en una pesadilla…
    –Bueno, la película ganó la Palma de Oro, ¿no compensa eso la dureza?
    –Sí, es una película muy bonita, una gran creación artística, pero es difícil dar una visión objetiva… Abdel tiene un manera de trabajar única, la suya.
    –¿Cómo es?
    –Difícil.

    –¿Y cómo la convenció para el papel?
    –Nos conocimos en un café, y fui yo la que insistí para que me contratara. Conocía la historia que quería rodar, y quise ser el personaje de Emma. Abdel es muy conocido aquí y sabía que había hecho buenas películas…
    –¿Entonces?

    Kechiche es un genio, pero jamás volvería a trabajar con él. Fue humillante. Me sentía en una trampa; en una pesadilla”, cuenta Seydoux sobre el director de ‘La vida de Adele’
    –El rodaje fue durísimo, no podía luchar contra él, tenía que hacer lo que me pedía. Lo más duro fueron las repeticiones, hicimos 100 tomas de cada cosa, y llega un momento en que no sabes ni qué haces. Estuvimos tres meses repitiendo escenas, y muchos días una sola que al final no sale en pantalla. Pero también aprendí mucho. La experiencia me marcó. No sé si hablar de valentía. Aprendí a intentar no tener miedo, y otras cosas de mí que no sabía.
    –¿Las escenas de sexo fueron lo más duro?
    –No, Adèle y yo nos hicimos muy amigas, y, aunque pasábamos muchas horas desnudas, no nos molestaba la desnudez de la otra. Lo más difícil fue la escena de la ruptura.
    -¿Y ahora cómo es su relación con Kechiche? ¿Se odian, se aman, se hablan?
    -Nos decimos hola. Voilà.

    Foto de Mikael Jackson

    Aquí acaba el diálogo con la estrella. ¿Qué rayos pasa en La vida de Adele, y sobre todo qué pasó en el rodaje, para que esta sesión de entrevistas de promoción, eso que Truman Capote llamaba el género ínfimo del periodismo, parezca un psicodrama, una mala copia de Breaking Bad?
    La película lleva meses dando que hablar. Primero, cuando se estrenó en Cannes, por su calidad, su fuerza y su intensidad, en las que juegan un papel no menor las largas y muy explícitas escenas de sexo lésbico entre Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. Tras conquistar la gloria juntos, Kechiche, Exarchpoulos y Seydoux comenzaron la gira por Estados Unidos, y nada más aterrizar ardio Troya. Las intérpretes declararon que la experiencia había sido durísima, larguísima, enriquecedora y extraordinaria. Pero irrepetible. El rodaje, contaron, fue interminable, el doble de lo que suele ser habitual, porque Kechiche no estaba nunca satisfecho.
    ¿Táctica novedosa y habilísima de marketing? No parece probable. Las acusaciones que se han cruzado el director y Seydoux son demasiado descarnadas como para ser fingidas. De hecho, Kechiche ha llegado a decir que preferiría que la película no se estrenase “porque ha sido ensuciada” y porque él “no querría ir a ver la obra de un director sádico y tiránico”.


    Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos. / MATTEO MONTANARI
    En todo caso, la puesta en escena de la promoción parece demasiado teatral y dramática. La diva, rica, mona, rubia y mimada, confiesa que ha sido torturada por el cineasta oficialmente intelectual, un outsider con vocación de serlo, de origen humilde –un magrebí que apenas se siente francés– y que replica a los lamentos de la actriz más cotizada del momento contando que tuvo que prolongar el rodaje –“pagándolo de mi bolsillo”– por su culpa. “Léa nunca llegó a entrar en el papel; no se atrevió a arriesgar porque se ha criado entre algodones y es un producto de la conservadora industria francesa. Sus palabras son una venganza doble: suya y de la industria”, replica Kechiche.
    El director, de 54 años, recibe a los periodistas en la terraza del hotel, situada a 200 metros de donde se encuentra Seydoux. Niega que sea un realizador “duro”, aunque admite que “docenas de escenas filmadas quedaron fuera del montaje final”, y aclara que tiene montada otra versión “que dura tres horas y cuarenta minutos, y que espera “poder rodar la continuación algún día”.
    Alto y delgado, con el pelo blanco muy corto, ojos de pillo y sonrisa generosa, Kechiche viste con la modestia de un obrero –chaqueta marrón, pantalón gris, zapatos de deporte parduzcos y calcetines desgastados–, y se expresa con la elegancia de un intelectual. Afincado desde hace décadas entre su país, Niza y París, tiene una legión de seguidores que le consideran inimitable por su sello de realismo, naturalidad e intensidad interpretativa, digno de épocas menos sosas y bufas que esta. Muchos de los actores que han trabajado con él, y no pocos críticos, le califican como un genio.

    Léa nunca llegó a entrar en el papel; no se atrevió a arriesgar porque se ha criado entre algodones”, replica el realizador del filme
    La todavía adolescente Adèle Exarchopoulos, de 19 años, es la verdadera protagonista de la película. Nieta de un inmigrante griego que, según recuerda, “se fue un día de casa a comprar un pollo y nunca volvió”, e hija de una enfermera y un profesor de guitarra, la enorme expresividad de esta joven crecida en el distrito XIV de París acapara todos los planos, y en su primer trabajo importante se zampa –literal y profesionalmente– a la estrella Seydoux.
    Radiante y minifaldera, con su boca redonda y sus dientes de conejo, el pelo castaño claro, liso y alborotado, unas viejas botacas militares y la expresión de estar a punto de comerse el mundo, Exarchopoulos se encuentra sentada al aire libre, en una mesa cercana a la que ocupa el director. Tras contar que le gusta mucho la forma de actuar de Penélope Cruz y que quiere dar el salto a Estados Unidos, confiesa en voz baja: “Abdel es un genio, pero probablemente no volveré a rodar con él”. Aunque minimiza la dureza del rodaje y se limita a definirlo como “un gran artista, muy exigente”.
    Antes de seguir con el culebrón hay que decir que la película es genial a ratos, incisiva e interesante casi siempre. Partiendo de un guion muy preciso, pulido sobre la marcha en el rodaje, los diálogos suenan veraces y frescos, y la cámara se mete en los pliegues más íntimos con profusión de primerísimos planos. La vida de Adele narra la educación sentimental y sexual, en cuatro años, de una estudiante de instituto (Exarchopoulos) que proviene de un medio social humilde y vive con sus padres en Lille (norte de Francia), hasta que se enamora de una guapa pintora con el pelo azul (Seydoux), menos joven que ella, más fría, más rica y bastante más maleada.
    Además de la historia de amor, Kechiche deja alguna pincelada hiperrealista y crítica sobre la Francia actual –la rutina homófoba del colegio y las familias, las conversaciones pretenciosas de las élites culturales…–, y se deleita en las escenas de sexo, que alcanzan un nivel de concupiscencia que muy pocas películas habrán rozado antes –en Estados Unidos, el filme ha sido clasificado para mayores de 16 años, complicando la carrera al Oscar–.
    La historia vivida durante los seis meses de rodaje no es menos apasionante. Al principio, Kechiche tituló el guion El azul es un color cálido, tomándolo prestado del cómic original de Julie Maroh, una joven francesa que narró su homosexualidad en un libro autobiográfico. Pero, a medida que iba filmando, la historia fue cambiando y el título acabó resumiendo una historia nueva y distinta de la original. “El personaje de Adèle fue creciendo”, cuenta Kechiche, “y aunque en la primera versión la chica moría, decidí que no podía matarla, era demasiado injusto con su manera apasionada de vivir. Al mismo tiempo, el trabajo con Léa iba peor de lo esperado. Necesitaba una intensidad y una entrega absolutas, y sentía que Léa no estaba a gusto. Quizá eso me hizo volcarme más en Adèle, no lo sé. Hice lo que pude para convencer a Léa. Pero a lo mejor no fui todo lo sutil que debía”. De hecho, el título final refleja lo que es la película: cuenta la vida de Adele mucho más que la de Emma y su pelo azul, y a pesar de dos o tres apariciones fulgurantes, Seydoux se va desdibujando ante el empuje de Exarchopoulos.

    Abdel es un genio. Un gran artista, muy exigente. Pero probablemente no volveré a rodar con él”, dice la coprotagonista Adèle Exarchopulos
    “Mi idea era contar una historia de amor entre dos chicas de distinto medio social”, explica Kechiche, que se acuerda de la primera vez que vio a las dos actrices. “Adèle se impuso en elcasting sin paliativos. Fue un flechazo. Me atrajo enseguida su boca, su mirada, su sensualidad, su sensibilidad febril y emocionante. La encontré preparada para saltar al vacío, algo que esperaba de las dos. Con Léa tomé una decisión más pensada. No estaba convencido, aunque tenía verdadero afecto por la persona, pensé que sería difícil para ella dejar atrás su forma de trabajar. Ella deseaba realmente hacer el papel. Luego se ha arrepentido”.
    El realizador admite que el rodaje se alargó mucho porque era indispensable, aunque no sirvió para alcanzar el objetivo: algo parecido a la perfección. “Léa se bloqueó, y yo intenté ayudarla a salir de su caparazón; ahora está mal, pero espero que en el futuro mejorará y le servirá el esfuerzo. Ya no puedo ayudarla, esto es la vida real. Pero lo que pasó en el rodaje no es tan raro. A veces es difícil alcanzar la intensidad necesaria, otras veces es un placer. Mi aspiración es siempre esa, pero sé bien que sentir una satisfacción del cien por cien con una película es imposible. Es una obra de arte, no un objeto prefabricado, y nunca está terminada; el reconocimiento en Cannes disminuye la frustración, pero no del todo. Como decía Kubrick, hacer una película es como escribir Guerra y paz en un coche que da tumbos. Esta fue un velero en medio de la tempestad, y yo la llevé donde pude…”.
    Kechiche es un conversador infatigable que adora el contacto humano. Tras 50 minutos de entrevista, entre bromas y veras, llegamos a la pregunta final: ¿No le parece que era me­­ta­­físicamente imposible que una actriz acos­­tumbrada al éxito fácil se abriera en canal? ¿Qui­­zá usted actuó así con la estrella del cine fran­­cés llevado por algún tipo de revanchismo social?
    “Es interesante eso que dice”, responde. “¡Pero lo desmiento categóricamente! Sim­­ple­­mente, hay actores que prefieren simular y otros que hacen vivir a sus personajes. Yo intenté crear dos personajes que se fusionaban en uno solo sin que el medio social lo impidiese, y al final ese amor resultó imposible. El personaje más burgués, el que tiene una idea más teórica de la libertad, del arte y de la belleza, era menos veraz y apasionado que el personaje proletario y menos cultivado. Mi error fue quizá elegir a una actriz realmente burguesa. Lo hice porque pensaba que habría sido racista no darle la opción de hacer el papel a Léa. Luego, la película se impuso, y Adèle se convirtió en el faro. Pero le aseguro que no fue premeditado”.
    “Quizá”, añade, “pudo influir cierta memoria arcaica, o metafísica, una forma de venganza –no sé bien si mía o de ella– que afecta a quienes se encierran en una torre de marfil. Mi duda era si dos personas de medios sociales tan alejados pueden vivir un amor absoluto. La respuesta es no: la torre de marfil se protege en su ambiente. Me endeudé para que Léa se abriera, y ella respondió escupiendo en la sopa. Hay gente a la que le das poco, y te lo agradece hasta el hartazgo, y otros a los que les das todo, y te responden: ‘Me has quitado todo’. Solo puedo decir que ninguna actriz había juzgado mi método con ese desprecio. Léa lo ha hecho. Quizá ha pensado que era su deber mostrarlo. Quizá su mundo se sentía en peligro”.
    Como dicen los franceses, ambiance. Y como dicen en España, no se la pierdan.



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