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Posters / Hiroshima mon amour


Muere la actriz Emmanuelle Riva, musa de Alain Resnais y de Michael Haneke

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Muere la actriz Emmanuelle Riva, musa de Alain Resnais y de Michael Haneke

La intérprete, que protagonizó filmes como 'Hiroshima mon amour' y 'Amor', fallece a los 89 años



ÁLEX VICENTE
París 29 ENE 2017 - 12:01 COT





Emmanuelle Riva, en Roma, en octubre de 2012.  AFP

La actriz Emmanuelle Riva, responsable de una larga y prestigiosa trayectoria en cine y teatro, falleció este viernes en París por complicaciones ligadas al cáncer que padecía desde hace cuatro años. Riva, de 89 años, había sobrellevado esa enfermedad con su habitual pudor y discreción. Entre otros motivos, porque aspiraba a seguir al pie del cañón hasta el final, y no deseaba que nadie la retirara de la circulación antes de tiempo. Lo terminó consiguiendo, porque ha muerto con las botas puestas. Hace solo un par de años, pese a su fragilidad física (no así interpretativa­), Riva seguía subida cada noche al escenario del Théâtre de l’Atelier, en el barrio parisino de Montmartre, interpretando una obra de Marguerite Duras. En los últimos meses había rodado tres películas, una de ellas en Islandia, que alternaba con un espectáculo teatral en la Villa Médicis de Roma.

Nacida en 1927 en Cheniménil, en la cordillera de los Vosgos franceses, Riva creció en un entorno humilde. Su padre pintaba carteles comerciales y su madre descendía de ganaderos alsacianos. Alérgica a la grandilocuencia, la actriz odiaba la palabra “vocación”, pero afirmaba haber sentido algo muy parecido por el teatro siendo joven. Predestinada a convertirse en costurera, la joven Paulette —su verdadero nombre, que se cambió por Emmanuelle al convertirse en actriz— decidió marcharse de casa a los 26 años, en dirección a París, sin un franco en el bolsillo y ningún contacto en el oficio.
Dos películas, situadas al principio y al final de su camino, terminarán definiendo su trayectoria. Las dos son obras maestras y llevan la misma palabra en el título: Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais; y Amor (2012), de Michael Haneke. El primero descubrió su rostro en el cartel de una obra de teatro parisina y, seducido por su mirada grave y melancólica, la escogió a ciegas para interpretar a la heroína anónima de su película, con inolvidable guion de Marguerite Duras. Por su parte, Haneke le encargó un personaje crepuscular con el que logró resucitar su carrera, el de la profesora de música octogenaria que agoniza tras un accidente vascular. Ese papel le valió un César, un Bafta y una nominación al Oscar a la mejor actriz.
Tras el éxito de Hiroshima mon amour, Riva vivió el mejor momento de su trayectoria. Protagonizó Kapò (1960), de Gillo Pontecorvo, también en torno al Holocausto, que despertó una gran polémica por la “inmoralidad” de su puesta en escena y la “abyección” de uno de sus travellings, en palabras del cineasta Jacques Rivette, entonces crítico de los Cahiers du cinéma. Después, Riva rodó León Morin, sacerdote (1961), junto a Jean-Paul Belmondo; Relato íntimo (1962), de Georges Franju, donde interpretó a la Thérèse Desqueyroux de la novela de François Mauriac; y Thomas l’imposteur (1965), de nuevo con Franju y con la guerra como telón de fondo.
Riva fue algo parecido a una antiestrella. En su punto álgido de popularidad, se negó a plegarse a las exigencias del star system francés y a convertirse al cine comercial. Más tarde reconoció haber rechazado muchos papeles, lo que terminó lamentando. “No diría que he rechazado tantos papeles como los que he aceptado, pero tampoco me quedo lejos”, explicó en 2012. “Estaba un poco ida. Mi agente se tiraba de los pelos. Era demasiado intransigente. No es que me lo tuviera creído, sino que tenía ciertas tonterías en el cerebro. Si me proponían algo poco elevado, prefería esperar. No por menosprecio, sino por una sed por lo absoluto, lo que puede ser un gran defecto”. Prefirió escoger proyectos arriesgados que, a largo plazo, terminaron provocando cierta erosión en su carrera. Por ejemplo, rodó Iré como un caballo loco (1973), de Fernando Arrabal; Los ojos, la boca (1982), de Marco Bellocchio; o Liberté, la nuit (1983), de Philippe Garrel. Más tarde, Krzysztof Kieslowski le ofreció el papel de la madre enferma de Juliette Binoche en Azul (1993), que anticipaba el que después le propuso Haneke. En paralelo, también tuvo una destacada trayectoria teatral, llevando a escena obras de Eurípides, Molière y Shakespeare, además de Pirandello, Pinter y hasta Sanchis Sinisterra (El cerco de Leningrado, que interpretó en la Colline de París en 1997).
Cuando le preguntaban por la tonalidad indefinida de sus ojos, respondía que eran “de color verde lentejuela”. Pero añadía que esas lentejuelas “se habían caído con la edad”. En enero de 2013, cuando el cine francés le concedió su primer César a la mejor actriz, el público del Châtelet parisino se puso en pie para dedicarle una larga ovación. Fue el último homenaje al rigor y la dignidad que desprendía su presencia en la gran pantalla. “Cuando recibo un premio, me cuesta concebirlo sin el resto del equipo. Me resulta difícil estar aquí sola”, empezó diciendo. “Hacemos un oficio que consiste en compartir. Es una eterna invitación a la vida. Por lo menos, así es como lo he vivido yo”. En un reciente documental emitido en la televisión francesa, Riva revisó su vida desde la casa campestre donde creció, donde se había retirado desde hace años, lejos del mundanal ruido de la industria. Hacia el final, Riva dejaba caer en él una frase enigmática y conmovedora, dos adjetivos que le venían como anillo al dedo: “La muerte siempre es joven, porque es ingenua. Tanto como el nacimiento”.

Óscar Chávez / Llorona

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Óscar Chávez
LLORONA


La pena y la que no es pena, Llorona,
todo es pena para mí.
Ayer penaba por verte, Llorona,
y hoy peno porque te ví.

Ay, de mí, Llorona.
Llorona, llévame  a ver
donde de amores se olvida
y se empieza a padecer.

Alza los ojos y mira, Llorona,
allá en la mansión oscura,
una estrella que fulgura, Llorona,
y tristemente suspira.
Es Venus que se retira, Llorona,
celosa de tu hermosura.

Ay, de mí, Llorona.
Llorona que sí, que no.
La luz que me alumbraba, Llorona,
en tinieblas me dejó.

Dicen que el primer amor, ay Llorona,
es grande y es verdadero,
pero el último es mejor, ay Llorona,
y más grande que el primero.

Ay, de mí, Llorona.
Llorona, dame una estrella.
Que me importa que me digan, Llorona,
que tú ya no eres doncella.

Las campanas claro dicen, Llorona,
sus esquilas van cantando.
Si mueres, muere contigo, Llorona,
si vives te sigo amando.
Es cierto lo que te digo, Llorona.
Puedes publicarlo en bando.

Ay, de mí, Llorona.
Llorona, de la alta cumbre.
Yo soy como los arrieros, Llorona,
llegando ya siendo lumbre.

No me llores cuando muera, Llorona,
ni cuando me veas tendido.
Llórame si tú me quieres, Llorona,
ahora que yo estoy vivo.

Ay, de mí, Llorona.
Llorona, yo te pidiera
que tu huipil de brocado, Llorona,
me cubra cuando yo muera.

Tus trenzas causan despecho, ay Llorona,
no por negras ni sedosas
sino porque son dichosas, Llorona,
cuando ruedan por tu pecho.

Ay, de mí, Llorona.
Llorona de mi ensoñación.
En tus dos hermosas trenzas, Llorona,
se quedó mi corazón.

Cuando entrabas por la iglesia, Llorona,
te divisó el confesor.
Se le cayó la custodia, Llorona,
porque temblaba de amor.

Ay, de mí, Llorona,
Llorona de azul delirio.
El que no sabe de amores, Llorona,
no sabe lo que es martirio.

A mí el confesor me dijo, Llorona,
que te olvide y no te quiera.
Suspirando yo le dije, Llorona:
Ay, padre, si usted la viera.

Ay, de mí, Llorona.
Llorona de azul celeste.
Aunque la vida me cueste,
no dejaré de quererte.

No es extraño que las olas, Llorona,
traigan perlas a millares,
si a las orillas del mar, ay Llorona,
te vi llorar la otra tarde.

Ay, de mí, Llorona,
Llorona de cuando en cuando.
Sólo que la mar se seque, Llorona,
no me seguiré bañando.

Sé que te vas a casar, Llorona,
anda con Dios, bien mío.
Por el tiempo que ande ausente, Llorona,
no bebas agua del río.
ni dejes amor pendiente, ay Llorona,
como dejaste al mío.

Ay, de mí, Llorona.
Llorona, llévame al río
a ver si sus aguas juntan
tu corazón con el mío.






José Martí / Oscar Chávez / La niña de Guatemala

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Oscar Chávez interpreta "La niña de Guatemala", de José Martí

José Martí
LA NIÑA DE GUATEMALA


Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.

Eran de lirios los ramos;
y las orlas de reseda
y de jazmín; la enterramos
en una caja de seda...

Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor;
él volvió, volvió casado;
ella se murió de amor.

Iban cargándola en andas
obispos y embajadores;
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores...

Ella, por volverlo a ver,
salió a verlo al mirador;
él volvió con su mujer,
ella se murió de amor.

Como de bronce candente,
al beso de despedida,
era su frente -¡la frente
que más he amado en mi vida!...

Se entró de tarde en el río,
la sacó muerta el doctor;
dicen que murió de frío,
yo sé que murió de amor.

Allí, en la bóveda helada,
la pusieron en dos bancos:
besé su mano afilada,
besé sus zapatos blancos.

Callado, al oscurecer,
me llamó el enterrador;
nunca más he vuelto a ver
a la que murió de amor.




José Martí / La niña de Guatemala / La historia detrás del poema

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María García Granados
José Martí
LA NIÑA DE GUATEMALA
La historia detrás del poema

Por Mario Goloboff *
Quiero, a la sombra de un ala,/ contar este cuento en flor:/ la niña de Guatemala,/ la que se murió de amor...” El patriota, luchador, político, pensador y enorme poeta cubano que fue José Martí tuvo todo tipo de incidentes y de accidentes espirituales en su pletórica y agitada existencia de sólo 42 años. Estimado ya por sus contemporáneos, el Maestro, el Vidente, el Profeta, el Apóstol, fue un grande y misterioso desconocido, como lo son todos los hombres de genio, y quedan de su existencia enigmas desentrañables y hechos cotidianos que las multitudes a las que dedicó su persona no pudieron ni pueden percibir. Una de las antólogas de testimonios sobre él, Carmen Suárez León, escribe: “Sólo por sus amigos o hasta conocidos circunstanciales podemos saber de sus gustos gastronómicos, su don conversador, su fino trato, el impacto de su voz, la calidad de su mirada o la movilidad de sus manos”. Claro, también, que sus muchos biógrafos, en el afán por enaltecer la figura y ponerla fuera de cualquier territorio humano (hasta cierto punto, legítimo en su caso), esquivan la presente historia o, cuando no pueden hacerlo, la difuminan, pudorosamente.
En marzo de 1877, Martí llega a Guatemala y poco después es nombrado catedrático de literaturas (española, francesa, inglesa, alemana e italiana) y de Historia de la Filosofía en la Escuela Normal Central. Quien la dirigía, José María Izaguirre, un cubano que debió exiliarse por haber seguido a Carlos Manuel de Céspedes, líder independentista y primer presidente de la República de Cuba en Armas, había sido protegido por el presidente guatemalteco Justo Rufino Barrios, liberal y reformador, y encomendado en la dirección de la escuela y en la educación de jóvenes. La escuela había alcanzado nombradía internacional, por lo que su fama llegó a toda América latina y por ende a México, donde comenzaba la larga dictadura de Porfirio Díaz. De allí, como cuenta Izaguirre, llegó una vez “un joven procedente de esa república solicitando plaza de profesor. Su porte era decente, su exterior simpático y su manera de expresarse fácil y agradable. Me cayó bien. Le pregunté quién era y cuáles eran sus aptitudes para el magisterio, a lo cual me respondió:
–Soy cubano, vengo de México y me llamo José Martí. Mis aptitudes para el magisterio...
–¡José Martí! –le interrumpí yo–. Ese nombre no me es desconocido: lo he visto como el del autor de un folleto en que se habla de los martirios que el gobierno español hace sufrir a los pobres cubanos que manda a los presidios de Africa. Acaso...
–Sí, señor, yo soy el autor de ese folleto y el mártir a quien el mismo se refiere.
–Pues bien, señor Martí, su doble merecimiento de cubano y mártir le hacen acreedor a toda mi simpatía: cuenta usted con la colocación que solicita”.
Acto seguido, Martí le dijo que quería ser franco y que, de aceptar la generosa oferta, debía consignar que estaba comprometido para casarse a los pocos meses en México con una joven cubana; que para ello necesitaría más adelante alrededor de un mes y que estaría de vuelta para continuar con la enseñanza. Izaguirre se lo concedió, y efectivamente Martí asumió el cargo, a los pocos meses se marchó por algunas semanas y volvió con su reciente esposa.
“Ella dio al desmemoriado/ una almohadilla de olor./ El volvió, volvió casado/ ella se murió de amor...” Pero en el interín había establecido una relación, no se sabe de qué grado aunque por las consecuencias se supone, con “la niña de Guatemala”, María, una adolescente de buena familia, perteneciente al grupo de hijas del matrimonio García Granados, en la casa que él frecuentaba con asiduidad desde su llegada al país centroamericano, y a quien además daba clases en la Academia de Niñas de Centroamérica. El mismo Izaguirre nos informa: “Entre las hijas del general Miguel García Granados (ex presidente y líder de la revolución liberal) había una llamada María, que se distinguía de sus hermanas como la rosa se distingue de las otras flores. Era alta, esbelta y airosa: su cabello negro como el ébano, abundante, crespo y suave como la seda; su rostro, sin ser soberanamente bello, era dulce y simpático; sus ojos profundamente negros y melancólicos, velados por pestañas largas y crespas, revelaban una exquisita sensibilidad. Su voz era apacible y armoniosa, y sus maneras tan afables, que no era posible tratarla sin amarla. Tocaba el piano admirablemente, y cuando su mano resbalaba con cierto abandono por el teclado sabía sacar de él notas que parecían salir de su alma y que pasaban a impresionar el alma de sus oyentes. (...) desde que Martí frecuentaba la casa, se notó en ella cierta tristeza que nadie se explicaba, así como el silencio en que se encerraba delante de él. Era evidente que algo pasaba en su interior; pero ese algo nadie se lo explicaba y quizás ella misma ignoraba la causa de lo que le pasaba”.
Hasta aquí, la “versión Izaguirre”, algo tradicional y recargada, no sólo por la prosa de la época sino también por los excesos del Romanticismo. Pero hay otras: un estudioso y casi biógrafo de Martí que se llamó Manuel Isidro Méndez, español que se avecindó en La Habana y quedó deslumbrado por la personalidad intelectual y humana de Martí, precisa que el poeta escribe esos versos en el momento en que rompe con Carmen Zayas Bazán y ella lo deja e, inclusive, va al consulado español en Nueva York a “pedir protección” de su esposo –“un desafecto de España”– para poder regresar a Cuba. Y aporta (he aquí la gran contribución) algún documento de los días de aquel retorno, como esta carta de “la niña”: “Hace seis días que llegaste a Guatemala, y no has venido a verme. ¿Por qué eludes tu visita? Yo no tengo resentimiento contigo, porque tú siempre me hablaste con sinceridad respecto a tu situación moral de compromiso de matrimonio con la señorita Zayas Bazán. Te suplico que vengas pronto, Tu niña.”
“Se entró de tarde en el río/ la sacó muerta el doctor./ Dicen que murió de frío/ yo sé que murió de amor.” Ella, sostienen, de 17 años, se ahoga voluntariamente en el río. Sin embargo, el poema no ha sido tomado por los críticos en un sentido único, y no unánimemente consideran que, de parte de Martí, sea humilde y doloroso. Gabriela Mistral hasta le enrostra el hecho de estar “jactándose” de que una muchacha haya muerto de amor por él. Pero la gran poeta chilena no tiene en cuenta que el poema IX de los Versos sencillos, conocido como “La niña de Guatemala”, sólo se publica (y, presumiblemente, se escribe) en 1891, es decir catorce años después. Cuando ya su matrimonio con Carmen Zayas Bazán estaba destruyéndose, y es probable que aquel amor de juventud, frustrado por la palabra empeñada, haya vuelto a su memoria con matices de arrepentida idealización: “Era su frente ¡la frente/ que más he amado en mi vida!”. Así nació una de las tantas piezas maestras que dejó Martí a la lengua y a la poesía latinoamericana (y a la canción, puesto que fue extensamente musicalizada): “Callado, al oscurecer,/me llamó el enterrador;/ nunca más he vuelto a ver/ a la que murió de amor”.
* Escritor, docente universitario.

Bukowski / Chicas tranquilas y limpias con vestidos a cuadros

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Charles Bukowski 

chicas tranquilas y limpias con vestidos a cuadros

Traducción de Griselda García




todas las que conocí son putas, ex prostitutas
locas. veo hombres con mujeres
tranquilas y amables, los veo en supermercados,
los veo caminando por la calle juntos,
los veo en sus departamentos: gente en
paz, viviendo juntos. sé que su 
paz es solo parcial, pero hay
paz, a menudo horas y días de paz.

todas las que conocí son maniáticas de las pastillas, alcóholicas,
putas, ex prostitutas, locas.

cuando una se va
otra llega
peor que su predecesora.

veo tantos hombres con tranquilas chicas con 
vestidos a cuadros
chicas con caras que no son de lobo o
depredador.

“no traigan una puta nunca más”, les digo a mis
pocos amigos, “me enamoraría de ella”.

“no soportarías una buena mujer, Bukowski”.

necesito una buena mujer. necesito una buena mujer
más de lo que necesito esta máquina de escribir, más de lo que
necesito mi automóvil, más de lo que necesito a
Mozart; necesito tanto una buena mujer que
la puedo saborear en el aire, puedo sentirla
en la punta de mis dedos, puedo ver veredas construidas
para que sus pies las pisen,
puedo ver almohadas para su cabeza,
puedo sentir carcajada que espera,
puedo verla acariciando a un gato,
puedo verla durmiendo,
puedo ver sus pantuflas en el piso. 

sé que existe
pero ¿dónde está ella en esta tierra
mientras las putas me siguen encontrando?



Griselda García es una escritora y poetisa argentina. Nació en 1979 en Buenos Aires (Argentina). Co-dirigió la editorial de poesía La Carta de Oliver. Es colaboradora de la revista de poesía La Guacha. En la actualidad se dedica al dictado de talleres literarios de escritura creativa, narrativa y poesía. En el taller de clínica de obra ayuda a otros escritores a armar y ordenar el material para publicar sus libros.

Ha publicado cuatros libros de poesía: Alucinaciones en la alfalta (2000), El arte de caer (2001), La ruta de las arañas (2005), El ojo del que mira (2009). Y tres libros de narrativa: Hermanas ninfas (1998), Sandra (1999), Todo es extraño a mis ojos (1999).






Brillantes y atormentados / Cómo el cine mostró a cinco escritores famosos

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Charles Bukowski


Brillantes y atormentados: 

cómo el cine mostró a cinco escritores famosos


Recordamos algunos grandes largometrajes sobre genios de la prosa

Milagros Amondaray
LA NACION
MIÉRCOLES 12 DE OCTUBRE DE 2016

*1. DAVID FOSTER WALLACE - THE END OF THE TOUR (2015, James Ponsoldt)


Jason Segel y Jesse Eisenberg en The End of the Tour
Jason Segel y Jesse Eisenberg en The End of the Tour. Foto: Archivo

Uno de los tantos aciertos de la película de James Ponsoldt es que no se distrae en lo banal de caracterizar a Jason Segel como David Foster Wallace (más allá del necesario uso de la bandana) porque hay una tarea de fondo mucho más relevante: transmitir su desolación en un mundo de consumismo creciente. En The End of the Tour lo vemos al escritor en pleno auge por la edición de su impenetrable e imprescindible novela Infinite Jest, fenómeno que conduce al periodista y escritor David Lipsky ( Jesse Eisenberg ) a pasar unos días con él antes de que concluya el tour promocional.
En cierta medida, el film de Ponsoldt se mueve a contramano de las biopics, pero a la par de su objeto de estudio, poniendo el acento en conversaciones que van desde lo "trivial" (la comida chatarra, Duro de matar) hasta lo ineludible (la depresión, el consumo de drogas, lo arbitrario del éxito) con Segel y Eisenberg en un mano a mano que termina como el encuentro efímero entre Wallace y Lipsky: con un apretón de manos, un saludo y un auto que se aleja.

*2. TRUMAN CAPOTE - CAPOTE (2005, Bennett Miller)


Philip Seymour Hoffman en el papel que le dio un Oscar
Philip Seymour Hoffman en el papel que le dio un Oscar. Foto: Archivo

Quien haya leído a Truman Capote sabrá que el escritor capitalizaba su megalomanía de manera brillante, incluyéndose a sí mismo en la obra como si fuera un personaje más, como fue el caso de la extraordinaria novela corta Féretros tallados a mano, donde el ejercicio periodístico cobraba una profunda relevancia en medio de un hecho criminal. En Capote, la biopic de Bennett Miller escrita por su frecuente colaborador Dan Futterman, se muestra cómo el ego desatado del escritor de Nueva Orleans parecía destinado a atentar contra el proceso creativo hasta que Capote supo cómo revertir la situación y concebir A sangre fría, indiscutiblemente uno de sus mejores trabajos.
Oscura y árida como el más reciente largometraje de Miller, Foxcatcher, Capote se concentra en una máxima del escritor en relación a su vínculo con el asesino Perry Smith (Clifton Collins Jr.): ambos crecieron en hogares negligentes, pero solo uno de ellos pudo salir victorioso por la puerta delantera. A Philip Seymour Hoffman , que si bien se entrega a la mímesis, le sobraba talento para en simultáneo escarbar en la humanidad (o la falta de) de un artista que era muy consciente de cómo la literatura ocasionalmente se erigía como un arma de doble filo ("cuando Dios te da un don, también te da un látigo").

*3. JOHN KEATS - BRIGHT STAR (2009, Jane Campion)


Bright Star de Jane Campion
Bright Star de Jane Campion. Foto: Archivo

El aleteo de las mariposas es frecuente en Bright Star y sabemos cuál fue la motivación de Jane Campion para incluirlo. Lejos de constituirse en una metáfora poco inspirada del intenso y breve amor, Campion lo usa como símbolo de la filosofía del poeta John Keats no solo para la composición literaria sino también para la vida (aunque en su caso no fuera posible emanciparlas), filosofía fuertemente anclada en exprimir esos "días de perfección como los que tienen las mariposas", en aspirar a lo trascendente aún sabiendo que era fútil. Campion restringe el foco mostrando los últimos tres años de la vida de Keats (el infalible Ben Whishaw) y su relación con Fanny Brawne (Abbie Cornish) a través de planos de la naturaleza que los contenía, de las puertas y ventanas que los separaban y de esos gestos sutiles que eran sinónimo de torbellinos.
En Imagen de John Keats, Julio Cortázar escribió que el amor que el escritor sentía por Fanny, un amor que estaba supeditado a la enfermedad del poeta, "no podía abarcar la realidad". Bright Star, cuyo título fue tomado del fragmento de un poema de Keats, precisamente no apuesta a lo magnánimo sino a los delicados y efímeros instantes de disfrute.

*4. ANAÏS NIN - HENRY & JUNE (1990, Philip Kaufman)


Maria de Medeiros como Anaïs Nin
Maria de Medeiros como Anaïs Nin. Foto: Archivo

"He llegado a tal grado de pasión que cualquier cosa que pudiera escribirte ahora abrasaría el papel", le escribió Henry Miller a Anaïs Nin en una carta que data del 28 de julio de 1932. La extensa respuesta de ella no tardó en llegar y comenzaba con estas palabras: "Tenemos una extraña forma de anticiparnos el uno al otro en nuestros pensamientos". La intensidad que brotaba de ese intercambio epistolar no se comparaba, sin embargo, con la que se desprendería de las cartas posteriores, una vez que el idilio entre ambos comenzaba a convulsionarse cuando entraba en escena June Miller, esposa del escritor, por quien la autora también se sentía atraída.
Basada en la obra autobiográfica de Nin, Henry & June es acaso demasiado correcta a la hora de abordar ese complejo triángulo amoroso (y literario), pero cuenta con una gran interpretación de la portuguesa Maria de Medeiros, quien seduce como lo hacía Anaïs con ese don para penetrar con la palabra.

*5. CHARLES BUKOWSKI - BARFLY (1987, Barbet Schroeder)


Mickey Rourke como Henry Chinaski en Barfly
Mickey Rourke como Henry Chinaski en Barfly. Foto: Archivo

Hay una cierta simetría entre The End of the Tour y Barfly: ambas películas muestran a sus respectivos protagonistas hablando de la literatura como antídoto contra la soledad. Así como David Foster Wallace aseguraba que para sentirse menos solo acudía a las palabras porque "siempre vamos a ser una cara en la multitud", Charles Bukowski (y su álter ego Henry Chinaski) definía a dichas palabras como "las cosas que hacen a tu mente silbar" y que ayudan "a vivir sin dolor, con esperanza, no importa lo que suceda". En Barfly,Mickey Rourke se pone en la piel de Chinaski años antes que Matt Dillon - quien haría lo propio en Factotum de Bent Hamer - y lo hace con el invalorable aporte de Bukowski en el guión y con una melancólica dirección de Barbet Schroeder, un cineasta quien siempre tuvo ojo para lo nocturno.
"Los grandes hombres son quienes más solo se encuentran", escribió el gran Charles y Rourke personifica ese disfrute de lo errante con el mismo grado de "resistencia" (palabra clave para el universo Bukowski) con el que interpretaría a Randy en El luchador, ese hombre que necesitaba sentirse vivo a toda costa, consciente de que estar aislado no es una maldición sino un regalo, "la única buena pelea que existe".


LA NACION





Bukowski / Kristin Asbjørnsen / Wind the Clock

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Charles Bukowski
Kristin Asbjørnsen
Slow Day
WIND THE CLOCK



Soundtrack del film Factotum del 2005, canción escrita por Charles Bukowski y Kristin Asbjørnsen, un extracto del poema del mismo  Bukowski "Wind the Clock".

Dadafon, banda noruega formada en 1995 por la cantante Kristin Asbjonsen, el baterista Martin Smidt, en las percusiones Carl Haakon Waadelan, en la guitarra Jostein Ansnes y en el Sax Tenor Bjorn Ole Solberg.






Jane Birkin, el mito erótico se hizo actriz

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Jane Birlin, 1968

Jane Birkin, el mito erótico se hizo actriz

La Cinemateca Francesa reivindica su trayectoria como intérprete a través de una retrospectiva integral de sus películas


ÁLEX VICENTE
París 2 FEB 2017 - 14:59 COT

La voz tenue y conmovedora de Jane Birkin, esa mujer inmersa en una emoción casi siempre rayana con las lágrimas, ha logrado eclipsar una destacada trayectoria en el cine, donde fue un icono erótico y pop antes de convertirse en una interesantísima actriz e incluso en directora ocasional. Para rendirle justicia, la Cinemateca Francesa le dedica una retrospectiva integral de sus películas hasta el 11 de febrero. El conjunto dibuja algo muy parecido a una emancipación. A lo largo de las décadas, Birkin dejó de colocarse a la sombra de los hombres con los que compartió su vida. El principal fue Serge Gainsbourg, a quien conoció rodando la semiolvidada Slogan, y que la dejó reclusa durante años en la incómoda categoría que ocupan siempre las musas. Pero Birkin terminó abrazando papeles de una gran complejidad dramática, que revelaron un potencial como intérprete en el que no parecía creer ni ella misma.


Jane Birkin

La actriz y cantante británica, que acaba de cumplir 70 años, abrió la semana pasada el ciclo con un emotivo discurso en un francés todavía imperfecto, pese a llevar cinco décadas en París. "Gracias a los directores que se sirvieron de mí y me hicieron un lugar entre personas a las que no creía poder tener acceso”, dijo con su voz titubeante, vestida con ropa de hombre y un par de tallas demasiado grande. Birkin tuvo un recuerdo especial para “los dos Jacques”, Rivette y Doillon. Especialmente el segundo, quien sería su compañero durante los ochenta. “Gracias a él, me tomaron en serio por primera vez”, afirmó.
Jane Birkin en 1975
Su carrera en el cine habrá estado ligada a distintas metamorfosis. “Nos apetecía volver a analizar su recorrido y juntar sus películas para que sobresaliera la singularidad de una trayectoria que no se parece a ninguna otra”, explica el director de la Cinemateca Francesa, Frédéric Bonnaud. Hija de un comandante de la Royal Navy y de la actriz Judy Campbell, Birkin se instaló en Francia tras separarse del compositor John Barry en 1968. Al principio, sus papeles en el cine no tenían ni nombre. Fue “la chica de la motocicleta” en El knack, de Richard Lester. Y encarnó a “la rubia” en Blow up, de Michelangelo Antonioni, que le valió la fama en pleno Swinging London. “Provocó un miniescándalo, porque aparecía desnuda durante veinte segundos…”, protestó ante Agnès Varda en el documental Jane B. por Agnès V. Le seguirían la sensual La piscina, de Jacques Deray, y la sulfurosa Cannabis, de Pierre Koralnik, recordada por sus escenas de orgía.


Jane Birkin

El conjunto de sus películas dibuja algo parecido a una emancipación

En los albores del Mayo del 68, aquellos papeles fijaron su imagen pública, convirtiéndose en “un cuerpo erotizado”, como apunta el programador del ciclo, Bernard Payen. Pese a todo, Birkin fue un peculiarísimo sex symbol, “de silueta totalmente andrógina y el pelo muy corto, confundida por un chico por Joe Dallessandro”, en Je t’aime moi non plus, dirigida por Gainsbourg (e inspirada en la tórrida canción que compuso, originalmente, para Brigitte Bardot). A partir de los setenta, Birkin tomó una dirección inesperada: la del cine comercial. Directores como Claude Zidi o Patrice Leconte, que supieron sacar partido a su supuesta ingenuidad en distintas comedias. “Cuando Zidi me entregó el guion, le dije que era para alguien como Bardot, para una estrella de verdad. Él me respondió: “Al final de esta película, tú también serás una estrella”. Y tenía razón, porque me convertí en alguien popular. Ya no era solo la chica sexy que aparecía desnuda en la portada de Lui —Dios sabe cuántas veces aparecí en ella…—, sino también un personaje conocido”, recordó la semana pasada.



Retiro y regreso
Birkin supo encarnar más de un único papel. Georges Franju, figura central del cine fantástico francés, solía decir que ningún otro rostro lograba “expresar tan intensamente el pánico” como el suyo. La parte más interesante de su carrera en el cine llegó a partir de los ochenta, junto a Doillon y Rivette. Este último le regaló el que tal vez sea su mejor personaje: Liz, la compañera del gran pintor que protagonizaba La bella mentirosa, sustituida por una modelo más joven y voluptuosa, a quien encarnó Emmanuelle Béart.
En los últimos años, su presencia en el cine se ha vuelto más discreta. En 2007 dirigió Boxes, su primer filme como realizadora, que relataba la historia de una mujer con tres hijas de tres hombres distinto, igual que la propia Birkin en la vida real. Le siguió su última colaboración con Rivette en 36 vues du Pic Saint-Loup y una más con otro de sus viejos aliados, Bertrand Tavernier, en Crónicas diplomáticas - Quai d’Orsay. El suicidio de su hija Kate, en 2013, la partió en dos y provocó un retiro temporal. Su regreso por la puerta grande tendrá lugar a finales de marzo, cuando publicará su nuevo álbum, Birkin/Gainsbourg (Warner), donde reinterpretará con una orquesta sinfónica las grandes canciones compuestas por el padre de su hija Charlotte.

ELPAÍS


Charles Bukowski / Un hombre

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Charles Bukowski
UN HOMBRE

George estaba recostado en su remolque, sobre su espalda, viendo el pequeño televisor portátil. Sus platos de la cena estaban sucios, los del desayuno estaban sucios, necesitaba afeitarse, y la ceniza de su cigarrillo caía sobre su camiseta. Algo de la ceniza todavía estaba encendida. En ocasiones, la ceniza encendida fallaba al caer en su camiseta y caía en su piel, entonces él maldecía, apartándola de un manotazo.
Llamaron a la puerta del remolque. Lentamente se puso de pie y atendió al llamado. Era Constance: tenía un quinto de whiskey sin abrir en una bolsa.
-George, dejé a ese hijo de puta, no podía soportar más a ese hijo de puta.
-Siéntate.
George abrió la botella, tomó dos vasos, los llenó a la tercera parte con whiskey, y dos tercios con agua. Se sentó en la cama junto a Constance. Ella tomó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Estaba ebria y sus manos temblaban.
-También me llevé su maldito dinero. Tomé su maldito dinero y me fui mientras él estaba en el trabajo. No sabes lo que he sufrido con ese hijo de puta.
-Dame un cigarrillo -dijo George. 
Ella se lo pasó y al acercarse a él, George puso su brazo alrededor de ella, la atrajo hacia él y la besó.
-Hijo de puta, te eché de menos.
-Yo he echado de menos esas lindas piernas tuyas, Connie. En verdad eché de menos tus lindas piernas.
-¿Todavía te gustan?
-Me excito sólo de verlas.
-Nunca podré hacerlo con un chico universitario -dijo Connie-. Son tan blandos, tan sosos. Y él mantenía su casa limpia. George, era como tener una sirvienta. Lo hacía todo. El lugar estaba inmaculado. Uno podía comer estofado directamente del basurero. Él era antiséptico, eso es lo que era.
-Bebe, te sentirás mejor.
-Y no podía hacer el amor.
-¿Quieres decir que no se le paraba?
-Oh, sí se le paraba, la tenía parada todo el tiempo. Pero no sabía cómo hacer feliz a una mujer, tú sabes. No sabía qué hacer. Todo ese dinero, toda esa educación, era un inútil.
-Yo desearía haber tenido educación universitaria.
-No la necesitas. Tú tienes todo lo que necesitas, George.
-Sólo soy un lacayo. Todos los trabajos de mierda.
-Dije que tienes todo lo que necesitas, George.  sabes cómo hacer feliz a una mujer.
-¿Sí?
-Sí. ¿y sabes qué más? ¡Su madre venía de visita! Dos o tres veces a la semana. Y se sentaba ahí mirándome, pretendiendo que yo le agradaba, pero todo el tiempo me trataba como si fuera una puta. ¡Como si fuera una puta mala que quería robarle a su hijo! ¡Su precioso Wallace! ¡Cristo! ¡Qué desastre! Él decía que me quería. Y yo decía, "¡Mírame el coño, Walter!" Y él no lo miraba. Él decía, "No quiero ver esa cosa."¡Esa cosa! ¡Así lo llamó! ¿Tú no le tienes miedo a mi coño, verdad George?
-Aún no me ha mordido.
-Pero tú lo has mordido, lo has mordisqueado, ¿no es así, George?
-Supongo que sí.
-Y lo has lamido. ¿Chupado?
-Supongo que sí.
-Lo sabes malditamente bien, George, sabes lo que has hecho.
-¿Cuánto dinero sacaste?
-Seiscientos dólares.
-No me gusta la gente que le roba a otra gente, Connie.
-Por eso es que eres un jodido lavaplatos. Eres honesto. Pero él es tan imbécil, George. Y puede darse ese lujo, y yo me lo he ganado... él y su madre y su amor, su madre-amor, sus limpios tazones y baños y bolsas dispensadoras y sus refrescantes de aliento y lociones para después de afeitarse y sus rarezas y su preciosa forma de amar. Todo para él, ya entiendes, ¡todo para él! Tú sabes lo que una mujer quiere, George.
-Gracias por el whiskey, Connie. Dame otro cigarrillo.
George llenó nuevamente los vasos.
-Eché de menos tus piernas, Connie. En verdad eché de menos esas piernas. Me gusta la forma en que usas esas zapatillas de tacón alto. Me vuelven loco. Estas mujeres modernas no saben lo que se pierden. El tacón alto acentúa la pantorrilla, la cadera, el culo; le pone ritmo al caminar. ¡Eso realmente me enciende!
-Hablas como un poeta, George. En ocasiones hablas justo así. Eres todo un señor lavaplatos.
-¿Sabes lo que me gustaría hacer?
-¿Qué?
-Me gustaría azotarte con mi cinturón las piernas, el culo, las caderas. Me gustaría hacerte temblar y llorar y cuando estés temblando y llorando te abofetearía con él por puro amor.
-No quiero eso, George. Nunca antes me habías hablado así. Siempre has sido bueno conmigo.
-Súbete el vestido.
-¿Qué?
-Súbete el vestido, quiero verte más las piernas.
-Te gustan mis piernas, ¿verdad, George?
-¡Deja que la luz brille en ellas!
Constance se subió el vestido.
-Dios santo, mierda -dijo George.
-¿Te gustan mis piernas?
-¡Me encantan tus piernas!
Entonces George se inclinó en la cama y abofeteó duramente el rostro de Constance. El cigarrillo se le escapó de los labios.
-¿Por qué hiciste eso?
Te tiraste a Walter! ¡Te tiraste a Walter!
-¿Y qué demonios?
-¡Así que súbete más el vestido!
-¡No!
-¡Haz lo que digo!
Geroge la abofeteó otra vez, más fuerte. Constance se subió la falda.
-¡Súbelo hasta bajo las bragas! -gritó George-. ¡En realidad no quiero ver las bragas!
-Cristo, George, ¿qué es lo que te ocurre?
Te tiraste a Walter!
-George, por Dios, te has vuelto loco. Quiero irme. ¡Déjame salir de aquí, George!
-¡No te muevas o te mato!
-¿Me matarías?
-¡Lo juro!
George se puso de pie y se sirvió un trago de whiskey puro, lo bebió, y se sentó junto a Constance. Él tomó el cigarrillo encendido y lo sostuvo contra la muñeca de ella.
Ella gritó. Él lo sostuvo ahí, firmemente, y luego lo retiró.
-Soy un hombre, nena. ¿Lo entiendes?
-Ya sé que eres un hombre, George.
-Mira, ¡echa un ojo a mis músculos! -George se puso de pie y flexionó ambos brazos-.Hermosos, ¿eh, nena? ¡Mira ese músculo! ¡Siéntelo! ¡Siéntelo!
Constance tocó uno de los brazos, luego el otro.
-Sí, tienes un cuerpo hermoso, George.
-Soy un hombre. Seré un lavaplatos pero soy un hombre, un hombre de verdad.
-Lo sé, George.
-No soy el blanducho que tú dejaste.
-Lo sé.
-Y también sé cantar. Tienes que oír mi voz.
Constance estaba sentada ahí. George comenzó a cantar "El Río del Viejo". Luego cantón "Nadie sabe los problemas que he visto". Cantó "Dios Bendiga a América" deteniéndose varias veces y riendo. Después se sentó junto a Constance. Dijo:
-Connie, tienes unas piernas hermosas.
Pidió otro cigarrillo. Lo fumó, tomó otros dos tragos, luego puso su cabeza sobre las piernas de Connie, sobre las medias, en su vientre, y dijo:
-Connie, supongo que no soy bueno, supongo que estoy loco, lamento haberte golpeado, lamento haberte quemado con el cigarrillo.
Constance estaba sentada ahí. Pasó sus dedos por el cabello de George, acariciándolo, calmándolo. Muy pronto se durmió. Ella esperó un poco más. Luego levantó su cabeza de sus piernas y la colocó sobre la almohada, levantó sus piernas y las colocó sobre la cama. Ella se puso de pie, caminó hacia la botella, se sirvió un buen trago de whiskey en su vaso, añadió un toque de agua y lo bebió hasta el fondo. Caminó hacia la puerta del remolque, la abrió, salió, cerró. Caminó por el patio trasero, abrió la puerta de la cerca, caminó por la callejuela bajo la luna de la una de la mañana. El cielo estaba libre de nubes. El cielo nublado también estaba ahí arriba. Salió hacia el boulevard y caminó hacia el este y llegó hasta la entrada del Blue Mirror. Entró y ahí estaba Walter sentado solo y borracho al final de la barra. Caminó hasta ahí y se sentó junto a él.
-¿Me echaste de menos, nene? -preguntó ella.
Walter levantó la vista. La reconoció. No respondió. Miró al cantinero y el cantinero caminó hacia ellos. Los tres se conocían bien.





Jane Birkin / Desnuda II

Lou Doillon / Las mujeres tenemos que ir con mucho cuidado

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Lou Doillon: “Las mujeres tenemos que ir con mucho cuidado para no perder terreno”


La hija menor de Jane Birkin creció a la sombra de su familia. Tras intentar ser modelo y actriz, ahora triunfa en la música.




ÁLEX VICENTE Y NIRAVE (REALIZACIÓN)
11 DE JULIO DE 2015
Creció en una familia donde las mujeres estaban destinadas a convertirse en musas silenciosas. Pero Lou Doillon salió rebelde. «He luchado contra eso toda mi vida», asegura. Siempre a la sombra de sus padres, el cineasta Jacques Doillon y la actriz y cantante Jane Birkin, y de su hermanastra, Charlotte Gainsbourg –hija de Serge, a quien Doillon llamaba «Papá 2»–, llegó un día en el que decidió buscarse un oficio que le permitiera brillar con luz propia. Probó suerte como actriz y modelo, antes de reconvertirse en cantante de éxito con Places, un primer disco de folk-pop que se convirtió en uno de los fenómenos del año pasado en Francia. A sus 33 años, Doillon prepara ahora su reválida con un nuevo álbum que publicará en octubre.


¿Qué podemos esperar de este segundo disco?
Está siendo un proceso complicado. Intento mantenerme fiel a un sonido depurado. Me gustaría que sonara como si lo estuviera tocando sola en mi cocina. Lo va a producir Taylor Kirk, de la banda canadiense Timber Timbre. Es un hombre muy tozudo, así que lo nuestro es como una pelea de bueyes. No sé por qué me hago esto, pero siempre acabo rodeada de machos. Cuando les apetece un café o un té, te lo piden instintivamente. En cambio, cuando se trata de encontrar una solución técnica o un problema de producción, te hacen bastante menos caso.
¿Le van las relaciones difíciles?
¡Eso es justo lo que dice mi novio! Según él, odio la docilidad y creo que tiene razón. El primer disco funcionó muy bien, así que me hicieron bastantes propuestas, pero tuve que irme al Canadá más profundo a trabajar con 15 tipos que nunca habían oído hablar de mí [risas]. Supongo que todo se explica porque no crecí entre personas amables y educadas.


¿A qué se refiere?
Mi padre no es un hombre amable, como tampoco lo fue Serge. Vengo de una familia de bordes, donde a las mujeres solo se les dejaba ser musas, sin derecho a la palabra. Yo también empecé siendo modelo y actriz, pero no tardé en entender que ese papel no me satisfacía. Nunca me he resignado a eso. Me he peleado con los hombres de mi familia hasta casi llegar a las manos. Pero al mismo tiempo, odio a las chicas que se toman por chicos. Yo soy una mujer, pero con los suficientes cojones para plantarles cara.


Su madre fue una musa que sí consiguió liberarse. ¿Es un modelo a seguir?
Es interesante que diga eso… Cuando uno piensa en Jane Birkin o en Françoise Hardy, las considera mujeres liberadas. En realidad, no lo eran, solo lo hacían ver. Hardy dice que sin Jacques Dutronc no hubiera sido nada en la vida y mi madre, que se lo debe todo a Serge Gainsbourg. Y, en ambos casos, es falso. Diría que mi generación es la primera realmente liberada. Soy la primera que puede echar a un tío a la calle, porque tengo un sueldo propio, una casa a mi nombre y el derecho a criar sola a mi hijo. Mi madre, en cambio, podía enviar a paseo a Serge, pero el patrón que determinaba sus relaciones era de sumisión. Las mujeres tenemos que ir con mucho cuidado para no perder terreno. Por eso, cuando veo a Nicki Minaj y Kim Kardashian, me escandalizo. Me digo que mi abuela luchó por algo más que el derecho a lucir un tanga.
¿Cómo explica este fenómeno?
Es una especie de síndrome de Estocolmo. Como los chicos ya no nos pegan en el culo, nos lo hacemos nosotras mismas. Como nadie nos llama «zorra», nos lo llamamos entre nosotras. Cuando veo a Beyoncé cantando desnuda bajo la ducha suplicando que su novio borracho se la tire, me digo: «Asistimos a una catástrofe». Y encima los demás me responden que no he entendido nada, que ella es una feminista de verdad porque en sus conciertos ha colocado un cartel enorme que dice eso. Es peligroso creer que eso es cool. No deja de ser una mujer que canta canciones escritas por hombres y que responden a una fantasía masculina. Me molesta que la gente se lo tome a la ligera. Hoy todo el mundo es tan cínico e irónico…


¿Usted no lo es?
Tengo sentido del humor, pero el cinismo es un ácido que lo destruye todo. Cuando Patti Smith canta People Have the Power, me emociona por su falta de cinismo.




Su música tampoco es cínica.
Claro que no. La gente paga 20 euros y contrata a una niñera para venir a verme. Lo mínimo que puedo hacer es ser honesta con ellos.
¿Cómo vivió el éxito de su primer disco?
Me protegí diciéndome que no funcionaría. Encontrar un público amplio y las buenas críticas me emocionaron. Pero la vida es curiosa: justo cuando empezaba a sentir cierta satisfacción, mi hermana Kate [Barry, fotógrafa de éxito] se mató. Me centré buscando la parte universal de esa experiencia. Me dije que eso le sucedía a miles de personas en el mundo, que no tenía nada de excepcional. No puedes quedarte en tu rincón lamentándote y repitiéndote que tu hermana se ha matado y que nadie ha sufrido tanto como tú. Para mi madre y mi hermana fue difícil comprenderlo, pero yo solo sé reaccionar así.



¿Cómo fue crecer con cuatro hermanastras y dos padres distintos? En aquella época, ¿esa diferencia respecto a la mayoría de las familias le fue difícil de aceptar?
Hubo un poco de todo, momentos de alegría y de dolor [sonríe]. De muy pequeña comprendí que la única forma de ser feliz en esta familia era no juzgar y aceptar que el amor podía tomar muchas formas. Mi madre besaba a Serge en el backstage de sus conciertos y se decían ante mis propios ojos que no deberían haberse separado. Crecí con adultos de sentimientos muy cambiantes. De hecho, toda la filmografía de mi padre habla de eso. Te quiero, pero dentro de dos minutos te querré menos, en una hora no sabré qué hacer contigo y mañana, tras haberte dicho que te largues, entenderé que eres el amor de mi vida. Puede sonar algo excesivo, pero me parece más realista que esos telefilmes estadounidenses donde los personajes se dicen: «Te querré siempre».

¿Le molesta su imagen pública?
La gente tiene una imagen errónea. Suelen creer que soy millonaria, desagradable, frívola y más o menos drogadicta [risas]. Durante una época, se decía que me tatué el nombre de mi hijo [Marlowe, quien hoy tiene 13 años] para no olvidarme de él cuando me despertaba totalmente ida en cualquier rave. Yo fui mucho más rock’n’roll que eso: tuve un hijo a los 19 años. En lugar de tomar cocaína en el Montana [club frecuentado por las celebridades de París], me subía a un tren con mi hijo sin billete y nos íbamos a visitar la casa de Rimbaud.
¿Qué relación tiene con su físico?
Durante mucho tiempo no me gusté. Hasta hace poco, cuando me veía en una foto, me sorprendía no parecerme a Laetitia Casta [risas]. Sin embargo, he aprendido a llevarlo mejor y a confiar en los demás.


¿Qué importancia tiene la moda en su vida?
La moda siempre me trató con amabilidad, no como el cine. Tuve la suerte de que me fotografiara Bruce Weber a los 17 años. Esta industria creyó en mí antes que nadie. Solo siento respeto y gratitud. Gracias a ella, tengo una casa y he criado a mi hijo.
Se diría que le interesa menos que en otras épocas…
La he dejado algo de lado, pero porque sería contraproducente respecto a la música. Me gustaría hacer portadas en bañador y a la vez un disco, pero la gente no lo entiende. Sé que no debería importarme lo que opinen los demás, pero no quiero convertirme en un kamikaze, como mi padre.
¿No le gustan sus películas?
Al revés, me parecen geniales, pero incomprensibles en un mundo que solo consume comida para bebés. La gente prefiere esa propaganda de la felicidad, del amor duradero y del embarazo feliz. Toda esa propaganda sobre el supuesto bienestar está pensada para hacerte más frágil y así obligarte a consumir más.


Herman Tulp / Una mujer en la ventana

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Herman Tulp
UNA MUJER EN LA VENTANA







Charles Bukowski / Clase

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Ilustración de Henry González
Charles Bukowski
CLASE


No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.

El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.
Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.
-¿Señor Hemingway?
-¿Sí, qué pasa?
-Me gustaría cruzar los guantes con usted.
-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?
-No.
-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.
-Mire, estoy aquí para romperle el culo.
Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:
-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.
El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.
-¿Estás loco, chico? -me preguntó.
-No sé. Creo que no.
-Toma. Pruébate estos calzones.
-Bueno.
-Oh, oh... Son demasiado grandes.
-A la mierda. Están bien.
-Bueno, deja que te vende las manos.
-Nada de vendas.
-¿Nada de vendas?
-Nada de vendas.
-¿Y qué tal un protector para la boca?
-Nada de protectores.
-¿Y vas a pelear en zapatos?
-Voy a pelear en zapatos.
Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.
No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.
-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo...
-No me voy a caer -le dije al árbitro.
Siguieron otras instrucciones.
-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.
Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó son un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.
Un tipo vino con una toalla.
-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.
-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.
El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.
Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.
¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.
Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.
Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.
Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.
-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?
-Henry Chinaski.
-Nunca he oído hablar de ti -dijo.
-Ya oirás.
Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.
-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.
-Follar y beber.
-No, no -quiero decir en qué trabajas.
-Soy friegaplatos.
-¿Friegaplatos?
-Sí.
-¿Tienes alguna afición?
-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.
-¿Escribes?
-Sí.
-¿El qué?
-Relatos cortos. Son bastante buenos.
-¿Has publicado algo?
-No.
-¿Por qué?
-No lo he intentado.
-¿Dónde están tus historias?
-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.
-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.
-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.
La estrella de clase y alta sociedad se acercó:
-Él estará conmigo.
Luego me dijo:
-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que... hablar.
Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.
-¿Qué coño pasó?
-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.
Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.
-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.
-Estreché su mano -no te vueles los sesos.
Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.
El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.
-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.
Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.
-Tommy -dijo ella-, desaparece.
Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.
-¿Quién era ese grandulón?
-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.
Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.
Entonces dijo:
-Vamos.
La seguí hasta el dormitorio.
A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.
-¿Señor Chinaski?
-¿Sí?
-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!
-¿Sólo de la década?
-Bueno, tal vez del siglo.
-Eso está mejor.
-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.
-Me lo creo -dije.
El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.




DE OTROS MUNDOS
CUENTOS
POEMAS

FICCIONES

BIOGRAPHIES II
Charles Bukowski




Charles Bukowski / El principiante

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Charles Bukowski
EL PRINCIPIANTE

Bien, dejé el lecho de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como encargado de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con Madge:
-Mira, nena, no tengo prisa por volver a ese hospital. Tendría que buscar algo que me apartara de la bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede hacer sino emborracharse? El cine no me gusta. Los zoos son estúpidos. No podemos pasarnos todo el día jodiendo. Es un problema.
-¿Has ido alguna vez a un hipódromo?
-¿Qué es eso?
-Donde corren los caballos. Y tú apuestas.
-¿Hay algún hipódromo abierto hoy?
-Hollywood Park.
-Vamos.
Madge me enseñó el camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el aparcamiento estaba casi lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.
-Parece que hay mucha gente -dije.
-Sí, la hay.
-¿Y qué haremos ahí dentro?
-Apostar a un caballo.
-¿A cuál?
-Al que quieras.
-¿Y se puede ganar dinero?
-A veces.
Pagamos la entrada y allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:
-¡Lea aquí cuales son sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a que lo gane!
Había una cabina con cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por cincuenta centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y un folleto informativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos. Luego me explicó cómo tenía que hacer para apostar.
-¿Sirven aquí cerveza? -pregunté.
-Sí, claro. Hay un bar.
Cuando entramos, resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco atrás, donde había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el folleto. Era sólo un montón de números.
-Yo sólo apuesto a los nombres de los caballos -dijo ella.
-Bájate la falda. Están todos viéndote el culo.
-¡Oh! Perdona.
-Toma seis dólares. Será lo que apuestes hoy.
-Oh, Harry, eres todo corazón -dijo ella.
En fin, estudiamos todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y luego fuimos por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas de seda tan brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes, pero los jinetes les ignoraban. Ignoraban a los aficionados y parecían incluso un poco aburridos.
-Ese es Willie Shoemaker -dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía a punto de bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en la gente que resultaba depresivo.
-Ahora vamos a apostar -dijo ella.
Le dije dónde nos veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares ganador. Todas las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no quería apostar. Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía: «¡Están en la puerta!».
Encontré a Madge. Era una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en la línea de meta.
-Elegí a Colmillo Verde -le dije.
-Yo también -dijo ella.
Tenía la sensación de que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera que había hecho, parecía seguro. Y con siete a uno.
Salieron por la puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo Verde, muy tarde, Madge gritó:
-¡COLMILLO VERDE!
Yo no podía ver nada. Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego Madge empezó a saltar y a gritar:
¡COLMILLO VERDE! ¡COLMILLO VERDE!
Todos gritaban y saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.
-¿Quién ganó? -pregunté.
-No sé -dijo Madge-. Es emocionante, ¿eh?
-Sí.
Luego, pusieron los números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y un 3 tercero.
Rompimos los boletos y volvimos a nuestro banco.
Miramos el folleto para la siguiente carrera.
-Apartémonos de la línea de meta para poder ver algo la próxima vez.
-De acuerdo -dijo Madge.
Tomamos un par de cervezas.
-Todo esto es estúpido -dije-. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo distinto. ¿Qué pasó con Colmillo Verde?
-No sé. Tenía un nombre tan bonito.
-Pero los caballos no saben cómo se llaman... El nombre no les hace correr.
-Estás enfadado porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras.
Tenía razón. Las había.
Seguimos perdiendo. A medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer muy desgraciada, desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban contigo, te empujaban, te pisaban y ni siquiera decían «perdón». O «lo siento».
Yo apostaba automáticamente, sólo porque ella estaba allí. Los seis dólares de Madge se acabaron al cabo de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy difícil ganar. Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no pensaba en las probabilidades.
En la carrera principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había ganado su última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge cerca de la curva final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y Claremount III estaba 25 a uno. Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel. Doblaron la curva y el anunciador dijo:
-¡Ahí viene Claremount III!
Y yo dije:
-¡Oh, no!
-¿Apostaste por él? -dijo Madge.
-Sí -dije yo.
Claremount pasó a los tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que parecían unos seis largos. Completamente solo.
-Dios mío -dije-, lo conseguí.
-¡Oh, Harry! ¡Harry!
-Vamos a tomar un trago -dije.
Encontramos un bar y pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.
-Apostamos por Claremount III -dijo Madge al del bar.
-¿Sí? -dijo él.
-Sí -dije yo, intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del hipódromo.
Me volví y miré el marcador. CLAREMOUNT se pagaba a 52,40.
-Creo que se puede ganar a este juego -le dije a Madge -. Sabes, si ganas una vez no es necesario que ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte cubierto.
-Así es, así es -dijo Madge.
Le di dos dólares y luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos. Miré el tablero.
-Aquí está -dije-. LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por Lucky Max es que está loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta.
Fuimos a recoger mis 52,40.
Luego fui a apostar por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos dólares con el ganador.
Fue una carrera de kilómetro y medio, con un final de carga de caballería. Debía haber cinco caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis. Indicaron cuál era el primero:
6.
Oh Dios mío todopoderoso. LUCKY MAX.
Madge se puso loca y empezó a abrazarme y besarme y dar saltos.
También ella había apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba 22,80 dólares. Le enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar. Aún servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.
-Dejemos que se despejen las colas -dije-. Ya cobraremos luego.
-¿Te gustan los caballos, Harry?
-Se puede -dije-, se puede ganar, no hay duda.
Y allí estábamos, bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel camino del aparcamiento.
-Por amor de Dios -le dije a Madge-, súbete las medias. Pareces una lavandera.
-¡Uy! ¡Perdona papaíto!
Mientras se inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor que esto.
Jajá.




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BIOGRAPHIES II
Charles Bukowski




John Berger / Beverly, madre y esposa

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John Berger

Beverly, madre y esposa

El escritor John Berger y su hijo, el pintor Yves Berger, han elaborado un para para plasmar la evocación del otro pilar fundamental de su familia, Beverly Bancroft, fallecida hace dos años.



Rondó para piano, en Do mayor, Op. 51 Nº 1
 "Moderato e grazioso"
Ludwig van Beethoven

Habían pasado cuatro semanas desde la muerte de su mujer, Beverly Bancroft, cuando una noche John Berger (Londres, 1926) se sentó, en medio de la soledad de su casa, a escuchar el Rondó número 2 para piano (op.51), de Beethoven. “Durante casi nueve minutos, por lo menos, fuiste ese rondó, o ese rondó se convirtió en ti. Contenía tu levedad, tu persistencia, tus cejas arqueadas, tu ternura”, escribe Berger en Rondó para Beverly (Alfaguara), un pequeño gran libro, realizado en complicidad con su hijo, el pintor Yves Berger, quien ilustra la mayor parte de esta cincuentena de páginas, en donde ambos comparten, además, algunas fotos del álbum familiar: el estudio de Beverly, marido y mujer en la nieve (imagen tomada por Jean Mohr en 1976) y la casa de ambos en Quincy, en los Alpes franceses.



Escribir para mí es una forma de desnudarme, de intentar llevar al lector más cerca de algo expuesto.

El matrimonio compartió cuatro décadas. “Casi todas las páginas que escribí durante esos años te las enseñé primero a ti. Y tú me respondías en un abrir y cerrar de ojos y me hacías sugerencias y luego las mecanografiabas y las enviabas, hacías su seguimiento y concertabas traducciones y contratos”, dice en sus notas desgarradas el también autor de Fama y soledad de Picasso. “Mientras escribía, casi invariablemente esperaba tu reacción. Escribir para mí es una forma de desnudarme, de intentar llevar al lector más cerca de algo expuesto. Y compartíamos la expectación de esa desnudez. Queríamos contemplar juntos lo que hay detrás de los nombres de las cosas, y, contemplándolo, nos sosteníamos, el uno al otro con todas nuestras fuerzas. Esta forma de agarrarnos me daba valor para continuar cuando volvía a la soledad de la escritura. El hábito se ha hecho intrínseco en mí. Incluso ahora, escribiendo estas páginas, espero tu respuesta.”
Además de escritor, John Berger es pintor y crítico de arte. Con su novela G, una reflexión sobre la sexualidad masculina en un mundo en el que las mujeres ya no son propiedad indiscutible de los hombres, también publicada en español por Alfaguara, ganó el Booker Price en 1972. Pintaba desde la adolescencia y, al cumplir 30 años, la escritura comenzó a ser su predilección. Además de novelas, ha escrito obras de teatro, guiones cinematográficos, poemas, ensayos y es un destacado articulista en varios medios internacionales. “Desde D. H. Lawrence no ha habido un escritor como Berger, capaz de ofrecer al mundo tal atención sobre los problemas humanos más disimiles, con una sensualidad que no renuncia a los imperativos de la conciencia y la responsabilidad”, dijo un día sobre él Susan Sontag.
En el conmovedor Rondó para Beverly no sólo se recuerda a la esposa. También a la madre. Yves Berger, el hijo, dice: “Cuando tengo un buen día, te siento. Por lo general, sobre mí, sobre nosotros, más bien. Una presencia difusa. Tengo la sensación de que sonríes. Tiendo a creer que apruebas lo que hago, pero supongo que la aprobación, como cualquier otro juicio de valor, no es relevante para ti allí donde estés. Eso es un asunto nuestro, aquí abajo, en la tierra. Cuando tengo un día malo… bueno, mejor no hablamos de esos. ¿Vale? (…) Sé que no te puedo pedir que mecanografíes lo que acabo de escribir a mano, como solías hacerlo. Así que lo haremos por ti.”
Por su parte, Berger padre recuerda cómo, en los últimos días, encargó a la óptica unos cristales nuevos para las gafas de ella, a pesar de saber que su mujer ya no los usaría, los viajes juntos en moto (en los que ella era un “paquete silencioso”), los momentos en los que él enchufaba un secador de pelo para pasárselo a ella por la cabellera recién duchada e, incluso, cómo la veía “incomparablemente bella” postrada en la cama, muy enferma, poco antes de morir. Y luego, con esa imagen en la mente, ya viudo, evoca unos versos: “… y me dijiste: si muero antes que tú / líbrame de las palabras en lata y de las / fechas caducadas. / Aléjame de la tierra en la que duermo, / pues una sola hoja de hierba puede / enseñarte tal vez que la muerte es una / manera de plantar…”

Para despedir a John Berger. / Una visita a su refugio de invierno

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John Berger
Para despedir a John Berger.

Una visita a su refugio de invierno

Matilde Sánchez
03 / 01 / 2017

Demostraba una militancia a favor del contacto directo; no tenía agente literario para la prosa breve. Después de haber recibido sus materiales periodísticos desde los años 90 por fax, empezamos a comunicarnos por correo electrónico con Beverly Bancroft, que siempre envíaba “un abrazo de John”.
En el otoño de 2011 tomé contacto con él. Me encontraba en París y sabía que Berger ya había hecho su mudanza estacional a la ciudad, en verdad a un chalet en el suburbio de Antony, donde vivía con otra pareja desde hacía años. Por un momento dudé de cómo funcionaría con las visitas ese protocolo de doble vida establecida. Había sido Bev quien me había dado su teléfono parisino, con toda naturalidad. Al llegar a la casa, la intriga desapareció. Berger me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. Entonces conocí a Nella Bielski, su compañera de invierno.
A los 85 años seguía siendo muy bello, de notable parecido con Beckett. En su rostro de rasgos duros, donde el sol rural había tallado arrugas profundas y expresivas, se destacaba el color aguamarina de los ojos, renacidos después de su operación de cataratas, y las cejas, tupidas y plateadas -como el pelo, con un corte moderno, casi punk. Las manos eran grandes y muy ásperas; manos de labrador, con artrosis. Mientras yo lo estudiaba, Nella se movía entre la cocina y la sala, con su falda larga de hippie. Nacida en Ucrania, había emigrado a Francia para convertirse en actriz y novelista.
Enseguida puse en la mesa un buen vino argentino, acarreado por si se producía el encuentro; ellos habían comprado otro siciliano, que les hacía mucha ilusión.
-No se preocupe –dijo Berger-, afrontaremos los dos con valentía.
Era temprano pero de todos modos empezamos a despachar una cena de varios pasos, con intervalos. En cierto momento, me levanté y salí al jardín a fumar.
-¡Por favor! -chilló Nella-. Este es tu templo. Y nosotros que nos conteníamos.
Sacaron cada uno su paquete y la mesa se convirtió en ahumadero liberado, con risas y charla. Con la agilidad de un ciclista de la tour de France, Berger entornaba los ojos buscando precisiones. La edad quizá provocaba una demora pero daba la impresión de que siempre había sido así. Algo del silencio imperturbable de la madre –según cuenta en Cada vez que decimos adiós- debió inculcar en él el horror a las tonterías. Había que aceptar que la exactitud llevaba más tiempo y el precepto de la escritura valía también para la conversación.
Entonces yo compartí algo que había llevado en mi viaje. Siempre me había deslumbrado su empleo del lenguaje común en su obra crítica y cómo la foto recorre todos sus ensayos, incluso cuando escribe sobre pintura o dibujo. Recordaba su texto sobre el uso del traje en los comienzos de la fotografía, o “¿Por qué miramos a los animales?” y su comentario sobre el Che en La Higuera, que asoció para siempre con el Cristo en escorzo de Mantegna. Su lectura siempre deja atrás el conocimiento enciclopédico para hacer lugar a la observación viva –el sentido de la vista-, a la experiencia del observador activo, lo mirado con un inmenso caudal de intensidad.
Lo que yo le mostraba era el archivo fotográfico de una clínica: todos ellos habían sido pacientes y estaban todos muertos. Percibí de inmediato cierto sobresalto, el cruce de miradas con Nella. Se interesaba por la procedencia de las fotos pero tratando de disimular el malestar.
-¿Y usted dónde guarda este archivo, si se puede saber?
-Espero que no sea en tu cuarto- agregó Nella.
-En mi casa, en el escritorio…
¿Habíamos tropezado con una superstición, algo de mal agüero? Tal vez con una certeza probada pero todavía secreta para la que el mundo no estaba preparado. Además, ¿el tabú se vinculaba con las fotos o con esas caras anónimas?
-¡Con sus nombres! –respondió sin paciencia. -Todas estas personas están demasiado… cerca. Demasiada influencia, demasiado ruido del pasado. ¿No lo sintió en el Arco de Triunfo? Solo tiene que pararse debajo de esos nombres tallados: los soldados muertos en la Primera y la Segunda Guerra, las batallas napoleónicas. Hay demasiados muertos para nuestra memoria.
A fines de julio de 2013 recibimos el escueto anuncio de la muerte de Beverly Bancroft Berger en la Alta Saboya, donde se dedicaba a cultivar tomates. John Berger murió bajo los cuidados de su esposa de invierno. Ahora invoco la irradiación de su nombre.



John Berger y el Pompidou

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John Berger
Berger y el Pompidou

La muerte del autor de ‘Modos de ver’ coincide con el cuarenta aniversario del centro cultural y museo que modificó de raíz el acceso del público al arte en todas partes

MERCÈ IBARZ
3 ENE 2017 - 18:00 COT



Centre Pompidou en París.  SIME
El Pompidou abrió el 31 de enero de 1977, tras una larga y compleja historia de desencuentros entre políticos, gestores y analistas culturales. Lleva el nombre del presidente que lo mandó construir, en el corazón del antiguo mercado de abastos de Les Halles, pero que no lo vería nacer: se murió antes y lo inauguró su sucesor Chirac. Acostumbrados hoy a ver surgir museos y centros de arte mastodónticos, en una pequeña ciudad en los noventa españoles o en Uzbekistán recientemente, puede costar imaginar qué supuso el Pompidou.


La muerte de John Berger cerca de París me ha pillado rumiando sobre los cuarenta años del Pompidou, la colosal estructura de fachada impensable hasta entonces. Fue concebido por los arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers para dar la vuelta a la idea de museo y convertirlo en la primera catedral del turismo cultural de masas incipiente. Berger y su equipo habían logrado emitir un poco antes, en 1972, su serie en la BBC Modos de ver. La televisión y la arquitectura coincidían en resaltar una clave de los tiempos: los medios de comunicación masivos habían alterado de manera fundamental la percepción del arte. Era hora de darse cuenta de que vivíamos en un mundo de imágenes: el arte es una más, su jerarquía está en cuestión desde entonces.
Nadie daba un duro por él, ni en Francia. Yo trabajaba entonces en la sección cultural del diario Avui y los colegas fuimos convocados al Instituto Francés para recibir la buena nueva. Había que eliminar suspicacias, la apuesta pública francesa era de envergadura económica y ambición cultural. Las críticas, en casa. Su fachada, basada en un zigzaguearte tubo transparente que la recorre entera y por cuyo interior accedes a las cinco plantas mientras ves París, era considerada una aberración. “La fábrica de gas” fue lo más bonito que se le dijo. Pronto hizo callar a los detractores. Las gentes acudían rápidas, atraídas por el mecano y la elevación del suelo a la terraza, donde esperaba un espectáculo urbano que ni el cine ni la tele habían logrado transmitir aún. Piano y Rogers habían facilitado lo principal: perder el miedo a entrar en un museo. Lo que cada cuál hiciera luego dentro era cosa suya.
Su apuesta se convirtió en un género arquitectónico nuevo, el centro cultural. Un lugar de encuentro, una biblioteca, un museo de arte moderno con colección, salas de exposiciones temporales, cafetería, librería, varias salas de cine y un amplísimo recibidor de entrada. Y, sobre todo, una escultura urbana por sí misma. A partir de él serían posibles el Guggenheim bilbaíno o la Tate Modern londinense, por decir solo las dos principales vías que también abrió el centro parisino: el museo como franquicia internacional, o no.
Mientras la Tate se sigue negando, el Pompidou querría celebrar sus cuarenta con otra franquicia, en Shangai, en negociación. En tres años espera abrir la de Bruselas. Las activó al cumplir los treinta, justo antes de la crisis. Aunque la de Málaga sea de acción cultural dudosa en su contexto, da buenas rentas al padre francés. Tiene otras en Metz y Abu Dabi. En paralelo, y como velitas del pastel, se “descentralizará” este 2017 en cuarenta exposiciones en Francia y más allá. Su museo de arte moderno es el mayor tras el neoyorquino, su biblioteca pública ha sumado más de 100.000 lectores y lo frecuentan entre 3,5 y 3,8 millones de visitantes anuales.
Sigo con Berger, que tanto ha enseñado a mirar el arte, a escribir sobre él, a explicarlo. Como si fuera una versión inversa e irónica del éxito del Pompidou, su programa sigue siendo el más influyente de la historia de la BBC. No porque lo reemita sino por su influjo y revulsivo al convertirse después en libro traducido a veinte idiomas. Ni siquiera lo tiene disponible en su web (Youtube sí). Hoy sería imposible, le dijo Berger hace dos meses y cuenta Will Gompertz en el obituario oficial de la casa. Lo hicieron con cuatro céntimos, en una cadena indiferente que les dejó hacer y asistió luego atónita a su boom. Desde entonces, pocas teles se arriesgan a poner en solfa ni cómo miramos ni qué miramos.
Nuestro mundo de imágenes es cada vez mayor, innavegable, bulímico, falseador, inventivo, fugaz. Los museos se han reciclado mucho desde que Modos de ver y el Pompidou emergieron. Mirar es distinguir más aún quien controla las imágenes. Conviene hacerlo, que solo se ve bien aquello que se mira a conciencia. Porque hace daño, o porque se ama.
 Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF.

Enrique Vila-Matas / ¡Velázquez!

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Claudio Magris
Poster de T.A.

¡Velázquez!

Es muy raro que alguien se alegre y goce del esplendor alcanzado por otro



ENRIQUE VILA-MATAS
3 AGO 2015 - 14:15 COT


Agotado de nuestro pelotudo verano, un querido amigo decidió anteayer largarse una temporada a Trieste; es de los que piensan que, aunque sea sólo por unos días, hay que intentar dejarlo todo atrás. Al irse, me preguntó si, en caso de cruzarse con Claudio Magris, podía darle recuerdos de mi parte. No volví a pensar en ello hasta anoche. Buscaba un dato que no encontraba y entré de pronto en la edición mexicana de unos ensayos de Magris y di con un breve texto que transcurría en Barcelona, en el museo del monasterio de Pedralbes, en la sección Thyssen-Bornemisza.
Sospeché que había entrado precisamente en esa página porque justo en aquel momento se estaba produciendo el encuentro casual de mi amigo con Magris en Trieste: yo andaba por Pedralbes en las páginas de un libro y quizás, a la misma hora, mi amigo conversaba con el escritor cerca del café San Marco.
Contaba Magris en su ensayo que en la sala del monasterio había escasos visitantes, pero entre ellos estaba la pareja formada por un padre y un hijo; el primero (de unos setenta y cinco años, poca estatura y aire tranquilo) llevaba de la mano al segundo, evidentemente afectado por el síndrome de Down. Los dos iban parándose delante de cada cuadro y el padre le explicaba al hijo, llevándole todo el tiempo de la mano, la Virgen de la humildad, de Fra Angelico, tema predilecto de las órdenes mendicantes. El hijo le escuchaba, asentía con la cabeza, murmuraba algo de vez en cuando; puede que tuviera cuarenta o cincuenta años pero tenía, sobre todo, decía Magris, “la edad indefinible de un niño marchito”.
El padre le hablaba, le escuchaba, le contestaba; probablemente llevara haciendo esto toda una vida y no parecía ni cansado ni angustiado, sino complacido por enseñarle a su hijo a amar a los Maestros. Cuando llegó al Retrato de Mariana de Austria, reina de España, se agachó para leer el nombre del autor, después se levantó de golpe y, dirigiéndose al hijo con un tono de voz un poco alto, le dijo:
—¡Velázquez!.
Y se quitó el sombrero levantándolo lo máximo posible.
Para Magris, aquel modo respetuoso y alegre de quitarse el sombrero fue un gesto regio. Y fue regio también el evidente placer con el que el padre había comunicado su entusiasmo al hijo. A pesar de las contrariedades de la vida, aquel hombre no había querido privarse de la alegría de reconocer el arte de un gran artista, es decir, no deseaba negar lo que otros, con quienes la suerte había sido más generosa, lograron crear conquistando la gloria en el mundo.
Ese gesto lleno de pasión por la vida y el arte es poco frecuente entre nosotros que, por lo general, llevamos al más negro rencor en la grupa del caballo. De hecho, es muy raro que alguien se alegre y goce del esplendor alcanzado por otro. Y en el nido de víboras de internet, ni siquiera es raro, sino imposible.
He pensado en esto mientras me acordaba de mi amigo en Trieste y le imaginaba en conversación animada. Ojalá cuanto le vaya ocurriendo en el viaje sea de esa clase de cosas ante las que uno no duda en quitarse el sombrero.
—¡Magris!

Boris Pahor / Holocausto

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Boris Pahor, 2015
Fotografía de Claude Truon -Ngoc

Boris Pahor

Necrópolis



Campo de concentración de Natzweiler-Struthof sobre los Vosgos. El hombre que acaba de llegar junto a un grupo de turistas una tarde de verano no es un visitante cualquiera: es un ex deportado que con la distancia de los años ha regresado al lugar donde fue encerrado. De pronto, frente al barracón y el alambre de espino transformados ahora en museo, el flujo de la memoria comienza a discurrir y los recuerdos afloran cargados de dolor y de emoción. 
Regresan el sufrimiento por el hambre y el frío, la humillación por los golpes y los insultos, la profunda pena por cuantos, los más, no sobrevivieron. Y como los fotogramas de una película, impresa en el cuerpo y en el alma, se descuelgan las infinitas vicisitudes que hablan de un horror que de ningún modo se puede explicar, pero que va unido a la solidaridad entre prisioneros, a una humanidad nunca del todo derrotada, a un deseo de vivir que incluso en circunstancias tan dramáticas nunca se pierde completamente.
Escrito con un lenguaje crudo que no cede a la autocompasión, "Necrópolis" es un libro autobiográfico intenso y escalofriante. Y si Boris Pahor nos cuenta su experiencia para que la memoria no se pierda y la historia no haya sucedido en vano, lo que nos regala no es sólo el fiel testimonio de la atrocidad de los campos de concentración nazis, sino también un emocionante documento sobre la capacidad de resistencia y la generosidad del individuo.




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