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Roald Dahl / Jalea Real

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Roald Dahl

Biografía

JALEA REAL 








e tiene deshecha de angustia, Albert, de veras —dijo la señora Taylor con la mirada puesta en la criatura totalmente inmóvil a la que acunaba con el brazo izquierdo—. Sé que algo va mal, lo sé.
La tez de la niñita tenía algo de translúcido, de nacarado, y la piel se veía muy tersa sobre los huesos.
—Pruébalo otra vez —dijo Albert Taylor.
No servirá de nada.
—Tienes que insistir, Mabel —dijo el marido.
Ella extrajo el biberón de la cacerola de agua caliente y, sacudiéndolo, se echó unas gotas en el envés de la muñeca, para comprobar la temperatura.
—Vamos, vamos, mi niña"—susurró—, despierta y toma un poquito más.
Una pequeña lámpara puesta encima de la mesa cercana irradiaba un tenue resplandor amarillo alrededor de la madre.
—Por favor —exhortó ésta—, sólo un poquitín más.
El señor Taylor la miraba por encima de la revista que estaba leyendo. Estaba medio muerta de agotamiento, advirtió, y su pálido rostro ovalado, de ordinario tan grave y sereno, había adquirido una expresión como tensa y desolada. Pero, aun así, la postura de la cabeza, inclinada para observar a la niña, resultaba de una curiosa belleza.
—¿Lo ves? —musitó—. Es inútil. No lo quiere.
Alzó la botella hacia la luz y con el ceño fruncido estudió la escala de medidas.
—Otra vez treinta gramos. No ha tomado más. Ca, ni siquiera eso. Han sido sólo veinte gramos. Esto no basta para sacar adelante a una criatura) Albert, te lo digo yo. Me tiene deshecha de angustia.
—Lo sé —repuso el marido.
—Si por lo menos descubriesen qué es lo que ocurre.
—No ocurre nada, Mabel. Es simple cuestión de tiempo.
—Claro que ocurre algo.
—El doctor Robinson sostiene que no.
—Mira —replicó ella al tiempo que se levantaba—, no irás a decirme que es normal que una niña de seis semanas pese el disparate de un kilo menos que cuando nació. ¡No tienes más que mirarle las piernas! ¡No son sino piel y hueso!
La diminuta criatura seguía postrada e inmóvil en el brazo de la madre.
—El doctor Robinson te pidió que dejaras de preocuparte, Mabel. Y lo mismo dijo aquel otro médico.
—¡Ja! —exclamó ella—. ¿No es maravilloso? ¡Que dejé de preocuparme!
—Por favor, Mabel...
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me lo tome como si fuera una especie de chiste?
—El no dijo eso.
—¡Detesto a los médicos! ¡A todos ellos! —estalló la mujer.
Y, vuelta la espalda al señor Taylor, salió presurosa de la habitación, camino de la escalera, llevándose a la niña.
Albert Taylor permaneció donde estaba y la dejó marchar.
Un instante más tarde la oía caminar de un lado para otro en la alcoba, justo encima de su cabeza, con pasos nerviosos y rápidos que hacían resonar el linóleo del suelo. Pronto se detendrían las pisadas y entonces él habría de levantarse y subir, y cuando entrase en el cuarto la encontraría sentada, como de costumbre, junto a la cuna con la mirada fija en la niña, llorando en silencio y sin consentir en moverse.
—Se muere de inanición, Albert —le diría.
—Pues claro que no.
—Se va a morir de inanición. Lo sé. Y sé algo más.
—¿Qué?
—Creo que tú piensas lo mismo, sólo que no quieres reconocerlo, ¿no es así?
Todas las noches la misma escena.
La semana anterior habían vuelto con la niña al hospital, donde el médico, después de un esmerado examen, dijo que no le ocurría nada.
—Nos ha costado nueve años tener esta hija, doctor —declaró Mabel—. Si algo le ocurriese, creo que me costaría la vida.
Hacía seis días de aquello, y en ese intervalo la pequeña había perdido casi un cuarto de kilo más.
Pero atribularse no beneficiaría a nadie, se dijo Albert Taylor. En cosas de aquella naturaleza no quedaba más solución que confiar en el médico. Y, recuperando la revista que tenía todavía en el regazo, se puso a examinar distraídamente el índice de materias, para ver qué ofrecía aquella semana.
Entre las abejas en mayo
Cocina a base de miel
El apicultor y la farmacopea apícola
Experimentos en el control de nosema
Esta semana en el apiario
Lo último sobre la jalea real
Los poderes curativos del propóleos
Regurgitaciones
Cena anual de los apicultores británicos
Noticias de la Asociación

Albert Taylor se había sentido fascinado toda su vida por cuanto se refiriese a las abejas. De chico solía atraparlas con las mismas manos, y luego corría a casa para enseñárselas a su madre, y a veces se las ponía él en la cara y dejaba que le corriesen por las mejillas y el cuello sin que, cosa sorprendente, le picaran jamás. Al contrario: las abejas parecían encantadas de estar con él; nunca intentaban volar y escaparse, y para librarse de ellas tenía que apartarlas con suaves movimientos de los dedos; y aun así a menudo volvían para posársele otra vez en un brazo, en la mano o en una rodilla, o en cualquier parte donde tuviera desnuda la piel.
Su padre, albañil de profesión, afirmaba que debía de haber en el niño un hedor como de brujo, algo malsano que le escapaba por los poros, y que eso de hipnotizar insectos no podía traer nada bueno. Su madre, en cambio, sostenía que era un don del Señor, e incluso llegó a compararle con san Francisco y sus pájaros.
Al crecer, su fascinación por las abejas tornóse obsesión, y antes de cumplir los doce años había construido su primera colmena. Al año siguiente tuvo lugar la captura de su primer enjambre y dos años después, al cumplir los catorce, contaba con nada menos que cinco abejares dispuestos en pulcra fila junto a la valla del pequeño traspatio de su padre, y acometía ya —aparte de la normal recolección de la miel— el delicado y complejo menester de criar sus propias reinas, implantar las larvas en celdillas artificiales y todo lo demás.
Jamás tenía que recurrir al humo para manipular en el interior de las colmenas, ni había de ponerse guantes o protegerse con red la cabeza. Existía, a todas luces, una extraña simpatía entre el muchacho y las abejas, y abajo, en el pueblo, empezaban a hablar de él en tiendas y tabernas con cierto respeto, y su casa comenzó a ser visitada por gente deseosa de comprarle su miel.
A la edad de dieciocho años había arrendado un acre de pastos bravíos que flanqueaban un cerezal sito en el valle, a cosa de kilómetro y medio del pueblo, y allí puso en marcha una explotación por cuenta propia. Ahora, once años más tarde, continuaba en el mismo paraje, pero en lugar de un acre de tierra tenía seis y, además de eso, doscientas cuarenta prósperas colmenas y una casita que se había construido esencialmente con sus propias manos. Habíase casado al cumplir los veinte, y ese paso, prescindiendo de que les hubiera costado más de nueve años tener descendencia, también había sido un éxito. Todo, en verdad, le había sonreído a Albert hasta que apareció aquella extraña niñita que con su negativa de nutrirse como era debido, y con sus diarias pérdidas de peso, les tenía consumidos de inquietud.
Apartando los ojos de la revista se puso a pensar en la pequeña: aquella noche, por ejemplo, en que a la hora de su comida había abierto los ojos mostrándole algo que le aterró: una especie de mirada brumosa y vacua, cual si los ojos, lejos de estar unidos al cerebro, reposaran sueltos en sus cuencas, como un par de pequeñas canicas grises.
¿De veras sabían aquellos médicos lo que se decían?
Se acercó un cenicero y, con ayuda de una cerilla, despacioso, se puso a limpiar de ceniza la cazoleta de la pipa.
Quedaba, desde luego, la posibilidad de llevarla a otro hospital, a uno de los de Oxford, tal vez. Podía proponérselo a Mabel, cuando subiera.
Todavía le resultaba audible su ir y venir por la habitación, si bien debía de haberse puesto zapatillas, pues el ruido de las pisadas era ahora muy débil.
Centró de nuevo su atención en la revista y continuó la lectura. Concluido el artículo de los «Experimentos en el control del nosema», volvió la página y acometió el siguiente: «Lo último sobre la jalea real.» Dudaba mucho que trajese algo que no conociera ya.
¿En qué consiste esa portentosa substancia llamada jalea real?
Alcanzó el bote de tabaco que tenía a su lado, encima de la mesa, y sin abandonar la lectura comenzó a llenar la pipa.
La jalea real es una secreción glandular que producen las abejas nodrizas para alimentar a las larvas en cuanto éstas han salido del huevo. Las glándulas faríngeas de las abejas generan esa substancia en forma muy similar a como las glándulas mamarias proveen leche en los vertebrados. Es un fenómeno de gran interés biológico, pues no se sabe de ningún otro insecto dotado de semejante función.
Cosas, todas ellas, consabidas; pero, a falta de mejor ocupación, continuó leyendo.
Todas las larvas de las abejas son nutridas a base de jalea real en forma concentrada durante los tres días posteriores a su salida del huevo, sí bien, rebasada esa fase, las destinadas a zánganos u obreras reciben el precioso alimento muy diluido en miel y polen. En cambio, las llamadas a convertirse en reinas son nutridas a lo largo de todo su período larval a base de una dieta concentrada de jalea real pura. De ahí el nombre de la substancia.
Arriba, en la alcoba, el rumor de pasos se había interrumpido por completo. La casa estaba en silencio. Encendió un fósforo y lo aplicó a la pipa.
La jalea real ha de ser una substancia de formidable poder nutritivo, pues sin más alimentación que ésa la larva de la abeja aumenta en mil quinientas veces su peso al cabo de cinco días.
Probablemente fuese cierto eso, si bien, por alguna razón imprecisa, hasta ahora nunca se le había ocurrido considerar el crecimiento larval en términos de peso.
Es tanto como decir que un recién nacido de tres kilos y medio llegase a pesar cinco toneladas en ese lapso.
Albert Taylor se detuvo y releyó la frase.
Es tanto como decir que un recién nacido de tres kilos y medio...
¡Mabel! —exclamó al tiempo que se ponía en pie de un salto—. ¡Mabel! ¡Baja!
Salió al zaguán y, deteniéndose al pie de la escalera, repitió la llamada.
No obtuvo respuesta.
Subió corriendo la escalera y encendió la luz del pasillo. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Cruzó el pasillo, la abrió y se quedó en el vano escudriñando la oscuridad del cuarto.
—Mabel, baja un momento, ¿quieres? —repitió—. Se me acaba de ocurrir una pequeña idea. Es sobre la niña.
La luz procedente del corredor proyectaba sobre la cama un tenue resplandor que le permitió entrever a su esposa, la cual, tendida boca abajo, con el rostro hundido en la almohada y los brazos cruzados sobre la cabeza, estaba llorando una vez más.
—Mabel —dijo en tanto se acercaba y le tocaba el hombro—, baja un instante, por favor. Puede ser importante.
—Vete —respondió ella—. Déjame en paz.
—¿No quieres que te cuente lo que se me ha ocurrido?
—Oh, Albert, estoy cansada de verdad —sollozó—. Tanto, que ya ni sé lo que hago. Creo que no puedo más. Creo que no puedo aguantarlo.
Siguió una pausa. Albert Taylor se apartó de su esposa y se acercó a paso lento a la cuna, donde reposaba la niña, y orientó hacia ella la mirada. La oscuridad no le permitía ver el rostro de la pequeña; pero, como se inclinara mucho sobre ella, alcanzó a percibir el ruido de su respiración, muy débil y rápida.
—¿A qué hora le vuelve a tocar biberón?
—A las dos, supongo.
—¿Y el próximo?
—A las seis de la mañana.
—Los dos corren de mi cuenta. Tú te vas a dormir. Ella no respondió.
—Te acuestas como es debido, Mabel, y te dedicas a dormir, ¿me has entendido? Y deja ya de preocuparte. Yo me quedo a cargo de todo durante las próximas doce horas. Si continúas así, vas a sufrir una crisis nerviosa.
—Sí —dijo ella—, ya lo sé.
—Ahora mismo me traslado a la otra habitación con la mocosa y el despertador, y tú te tumbas en la cama, dejas los músculos en reposo y te olvidas por completo de nosotros, ¿de acuerdo?
A todo eso empujaba ya la cuna fuera del cuarto.
—Oh, Albert —sollozó ella.
No te preocupes de nada. Déjalo en mis manos.
—Albert...
—¿Sí?
—Te quiero, Albert.
—Y yo a ti, Mabel. Y ahora, a dormir. Albert Taylor no volvió a ver a su esposa hasta la mañana siguiente, cerca de las once.
—¡Cielo santo! —gritó ella en tanto se lanzaba escaleras abajo, todavía en bata y zapatillas—. ¡Albert! Pero ¿te has dado cuenta de lo tarde que es? ¡He dormido doce horas por lo menos! ¿Está todo en orden? ¿Cómo ha ido?
El estaba sentado apaciblemente en su sillón, la pipa entre los labios, leyendo el periódico de la mañana. La niña dormía en una especie de cuco puesto en el suelo, a sus pies.
—Hola, cariño —la saludó él sonriente. La señora Taylor corrió hacia el canastillo y se quedó mirando.
—¿Ha querido el biberón, Albert? ¿Cuántas veces se lo has dado? Le tocaba otro a las diez, ¿lo sabías?
Albert Taylor dobló el diario en cuidadoso rectángulo y lo dejó sobre la mesita auxiliar.
—Se lo di a las dos de la madrugada —dijo—, y no tomó más que quince gramos. Luego, a las seis, fue un poco mejor: sesenta gramos...
—¡Sesenta gramos! ¡Oh, Albert, es fantástico!
—Y el último lo hemos despachado hace diez minutos. Ahí lo tienes, en la repisa de la chimenea. Se ha tomado noventa gramos; sólo ha dejado treinta. ¿Qué me dices?
Sonreía orgulloso, entusiasmado con su hazaña.
Su esposa se arrodilló al momento, para observar a la niña.
—¿Verdad que tiene mejor aspecto? —dijo afanoso—. ¿No se le ve más gordita la cara?
—Parecerá una tontería —repuso ella—, pero yo así lo creo. ¡Oh, Albert, eres una maravilla! ¿Cómo lo has conseguido?
—Está saliendo del bache —contestó él—; eso es todo. Tal como pronosticó el médico, está saliendo del bache.
—Dios quiera que tengas razón, Albert.
—Claro que la tengo. En adelante vas a ver cómo progresa. Su esposa miraba enternecida a la niña.
—Tú también tienes mejor aspecto, Mabel.
—Me siento de maravilla. Lamento lo de anoche.
—Sigamos así de ahora en adelante: yo me cuido de los biberones nocturnos, y por el día se los das tú.
Apartó ella los ojos de la cuna y le miró con ceño.
—No —dijo—. Oh, no, no puedo permitirlo.
—No quiero que acabes con una crisis, Mabel.
—No hay peligro, ahora ya he descansado un poco.
—Es preferible que lo compartamos.
—No, Albert, esa tarea me corresponde a mí y quiero cumplirla. Lo de anoche no se repetirá.
Se produjo una pausa. Albert Taylor se quitó la pipa de entre los labios y examinó el contenido de la cazoleta.
—Conforme —dijo—. En tal caso, te descargaré del trabajo pesado: la esterilización, la mezcla de los biberones y todos los preparativos. Está claro que será una ayuda para ti.
Ella le observó con atención, preguntándose qué le habría dado de pronto.
—Sabes, Mabel, lo he estado pensando y...
—Sí, cielo...
—He estado pensando que hasta anoche no te he ayudado lo que se dice nada con la pequeña.
—No es verdad.
—Sí que lo es. De manera que he decidido cargar en adelante con mi parte del trabajo. Los biberones los preparo y esterilizo yo, ¿de acuerdo?
—Es muy amable por tu parte, cariño, pero verdaderamente no creo que sea necesario...
—¡Vamos, mujer! —exclamó él—. ¿Es que quieres cambiar la suerte? Los tres últimos los he dispuesto yo y... ya ves el resultado. ¿A qué hora le toca el próximo? A las dos, ¿no?
—Eso es.
—Pues ya lo tienes preparado —repuso él—. Todo preparado y listo para que, cuando llegue la hora, no tengas más que cogerlo del estante, en la despensa, y calentárselo. ¿No representa eso un alivio?
La señora Taylor se puso en pie, acercóse a su marido y le besó en la mejilla.
—Qué bueno eres —le dijo—. Cuanto más te conozco, más te quiero.
Más adelante, mediada la tarde, encontrándose Albert en el exterior, trabajando al sol entre las colmenas, la oyó vocear desde la casa:
—¡Albert! ¡Albert, ven!
Y la vio correr a su encuentro por entre los ranúnculos. Con lo cual emprendió carrera hacia ella preguntándose qué habría sucedido.
—¡Oh, Albert! ¡Adivina lo que ha pasado!
—¿Qué?
—Acabo de darle el biberón de las dos y... ¡se lo ha tomado todo!
—¡No!
—¡Hasta la última gota! ¡Oh, Albert, estoy tan contenta! ¡La niña va a recuperarse! Como dijiste, está saliendo del bache.
Llegada frente a él, le echó los brazos al cuello y le estrechó contra sí. Su marido le dio unas palmaditas en la espalda, rió y dijo que era una madre maravillosa.
—Cuando le toque el próximo, ¿querrás entrar a verla, por si lo repite?
Como él le asegurara que no se lo perdería por nada del mundo, ella le abrazó de nuevo, dio media vuelta y echó a correr hacia la casa saltando sobre la hierba y cantando mientras regresaba.
Como es natural, flotaba en el aire cierta expectación según se acercaba la hora del biberón de las seis: a las cinco y media los padres se hallaban ya sentados en la salita, a la espera del momento. La botella con el preparado lácteo estaba en una cacerola de agua caliente, en la repisa de la chimenea. La pequeña dormía en su canastilla, puesta en el sofá.
A las seis menos veinte se despertó y se puso a chillar a grito pelado.
—¡Ahí lo tienes! —exclamó la señora Taylor—. Reclama el biberón. Rápido, Albert, ve a por ella y pásamela. Dame antes la botella.
Se la entregó y a continuación le acomodó a la niña en el regazo. Como ella le .rozara cautelosa los labios con la punta de la tetilla, la pequeña la atrapó entre las encías y se puso a succionar vorazmente, con rápidas y enérgicas chupadas.
—Oh, Albert, ¿no es maravilloso? —exclamó riendo la madre.
—Es formidable, Mabel.
En cosa de siete u ocho minutos la niña había despachado todo el contenido de la botella.
—Picarona —le dijo la señora Taylor—. Otra vez los ciento veinte gramos.
Albert Taylor, que observaba a la niña desde su sillón, con el cuerpo inclinado y la mirada fija en la carita, dijo:
—¿Sabes qué? Hasta parece que ya ha ganado un poco de peso. ¿Qué piensas tú?
La madre miró a la criatura.
—¿No la encuentras mayor y más gordita que ayer, Mabel?
—Puede ser, Albert. No estoy segura. Aunque la verdad es que en tan poco tiempo no puede haberse producido ningún cambio verdadero. Lo importante es que se alimenta con normalidad.
—Ya ha salido del bache —dijo él—. No creo que tengas que preocuparte más.
—Como que no lo haré.
—¿Quieres que suba y que vuelva a poner la cuna en la alcoba, Mabel?
—Sí, por favor.
Albert se dirigió al piso alto y trasladó la cuna. Su esposa le siguió con la niña y, después de haberle cambiado el pañal, la tendió amorosamente en su camita y la arropó con sábana y manta.
—¿Verdad que está preciosa, Albert? —musitó—. ¿No es la niña más linda que hayas visto en tu vida?
—Déjala tranquila ahora, Mabel —dijo él—, y baja a preparar un poco de cena, que los dos nos la hemos ganado.
Concluida la comida, se instalaron cada uno en un sillón, en la salita, él con su revista y su pipa, la señora Taylor con su trabajo de punto. El cuadro, sin embargo, era bien distinto del de la víspera. De repente, todas las tensiones se habían disipado. El bello rostro ovalado de la señora Taylor irradiaba contento: sonrosadas las mejillas, los ojos fulgentes de brillo; su boca tenía una sonrisita soñadora, de pura dicha. Una vez y otra apartaba de la labor la mirada y contemplaba con afecto a su marido. Y a ratos, interrumpiendo un instante el entrechocar de las agujas, se quedaba quieta, dirigía la vista hacia el techo y aguzaba el oído, al acecho de un llanto, de una queja en el piso alto. Pero todo estaba en silencio.
—Albert —dijo pasado un rato.
—¿Sí, cariño?
—Anoche, cuando subiste a toda prisa al dormitorio, ¿qué querías decirme? Hablaste de una idea en relación con la niña.
Albert Taylor, con la revista apoyada en el regazo, le dirigió una mirada larga y artera.
—¿Eso dije?
—Sí —respondió ella, a la espera de que continuase; pero él no lo hizo—. ¿Dónde está el chiste? —preguntó—. ¿Por qué esa sonrisa?
—Es que verdaderamente es un chiste.
—Cuenta, mi vida.
—No estoy seguro de que deba hacerlo. Podrías tacharme de mentiroso.
Pocas veces le había visto ella tan satisfecho de sí; y, para animarle a hablar, sonrió a su vez.
—Pero la verdad, Mabel, es que me gustaría ver la cara que pones, cuando te enteres.
—Albert, ¿qué pasa aquí?
Contrario a que le apremiaran, hizo una pausa.
—Tú consideras que la niña va mejor, ¿verdad? —dijo por fin.
—Claro que sí.
—Y convendrás conmigo en que, de la noche a la mañana, se siente de maravilla y su aspecto es enteramente otro...
—Sí, Albert, sí.
—Estupendo —añadió, la sonrisa todavía más amplia—. Pues, ¿sabes?, ha sido cosa mía.
—¿El qué?
—Que yo he curado a la niña.
—Sí, cariño, estoy segura de ello —repuso la señora Taylor mientras reemprendía su labor.
—No me crees, ¿verdad?
—Naturalmente que sí, Albert. Y te concedo todo el mérito, lo que se dice todo.
—Bien, ¿pues cómo lo logré?
—Bueno... —la señora Taylor hizo una breve pausa, para reflexionar—, supongo que se trata, simplemente, de que eres muy hábil preparando biberones. Desde que lo haces tú, la niña no ha dejado de mejorar.
—¿Quieres decir que eso tiene una especie de arte?
—Salta a la vista —repuso ella según continuaba con el punto y, sonriendo para sí, pensaba en lo cómicos que son los hombres.
—Te revelaré un secreto: has acertado de pleno. Aunque, no vayas a creer, lo importante no es tanto la forma de preparar los biberones, como lo que se pone en ellos. Lo ves claro, ¿no, Mabel?
La señora Taylor interrumpió su labor y dirigió a su esposo una mirada penetrante.
—Albert, no me irás a decir que has estado poniéndole cosas en la leche a la niña...
El continuaba con su sonrisa.
—Bueno, ¿lo has hecho o no lo has hecho?
—Es posible.
—No te creo.
Exhibía una extraña, feroz manera de sonreír, que le dejaba al descubierto los dientes.
—Albert, basta ya de jugar conmigo.
—Sí, cariño, lo que tú digas.
—No es cierto que le hayas puesto nada en la leche, ¿verdad? Contéstame de una vez, Albert. Podría ser grave, tratándose de un bebé tan pequeño.
—La respuesta es sí, Mabel.
—¡Albert! ¿Cómo te has atrevido, Albert...?
—Vamos, no te exaltes. Te lo contaré todo, si eso es lo que quieres, pero, por amor de Dios, no pierdas la calma.
—¡A que ha sido cerveza! —exclamó ella—. ¡Estoy segura de que le has puesto cerveza!
—Por favor, Mabel, no seas loca.
—¿Pues qué le has echado, si no?
Albert dejó con cuidado la pipa sobre la mesa cercana y se retrepó en el sillón.
—Dime —indagó—, ¿por casualidad me has oído hablar alguna vez de una cosa llamada jalea real?
—No.
—Es milagrosa, auténticamente milagrosa —continuó él—. Y anoche, de pronto, se me ocurrió que si le ponía a la niña en la leche una pequeña cantidad...
—¡Has tenido la audacia...!
—Pero, Mabel, si ni siquiera sabes todavía de qué se trata...
—Ni me interesa —replicó ella—. No puedes andar poniéndole a una niña tan pequeñita sustancias extrañas en la leche. Tú tienes que estar loco...
—Es del todo inofensivo, Mabel, o, de lo contrario, me hubiera guardado de hacerlo. Es algo que procede de las abejas.
—Debí imaginarlo.
—Y es tan caro que no hay prácticamente nadie que pueda permitirse su consumo, como no sea alguna gotita de vez en cuando.
—¿Y cuánto le has dado a nuestra hija, si puede saberse?
—Ah, ahí está el quid. Todo el asunto estriba en eso. Calculo que, sólo en sus últimos cuatro biberones, nuestra pequeña ha tomado como cincuenta veces toda la jalea real que persona alguna haya ingerido jamás. ¿Qué me dices de eso?
—Albert, deja ya de tomarme el pelo.
—Te lo juro —insistió él orgulloso.
Ella se quedó mirándole de hito en hito, el ceño fruncido con la boca entreabierta.
—Pero ¿tú sabes lo que cuesta eso, si uno quisiera comprarlo, Mabel? En este mismo momento, un establecimiento americano la ofrece publicitariamente a razón de quinientos dólares, más o menos, el tarro de medio kilo. ¡Quinientos dólares! ¿Te das cuenta? ¡Ni el oro resulta tan caro!
Ella no sabía ni remotamente de qué le estaba hablando.
—¡Te lo demostraré! —exclamó su marido.
Y, poniéndose en pie de un salto, alcanzó la amplia librería donde guardaba todas sus publicaciones sobre las abejas. En su estante más alto, en pulcro rimero, se amontonaban, junto a los del British Bee Journal, Beecraft y otras revistas, los números atrasados del American Bee Journal. Tomó el último y lo abrió por su última página, que traía pequeños anuncios por palabras.
—Aquí lo tienes —proclamó el señor Taylor—. Justo lo que te he dicho: «Vendemos jalea real. Al por mayor, 480 $ el tarro de cuatrocientos cincuenta gramos.
Y, para que pudiera comprobarlo, le tendió la revista.
—¿Me crees ahora? El anuncio es de una tienda de Nueva York, Mabel. Aquí lo dice.
—Lo que no dice es que pueda uno mezclar eso en los biberones de una criatura casi recién nacida. No sé qué te ha dado a ti, Albert, de veras que no lo sé.
—Pero la está curando, ¿no es así?
—Ahora ya no estoy tan segura de ello.
—No seas tan rematadamente tonta, Mabel. Te consta que así es.
—Entonces ¿cómo es que la gente no se la da a sus hijos?
—No hago más que repetírtelo: es demasiado cara. Prácticamente nadie en el mundo, como no sean unos cuantos multimillonarios, puede darse el lujo de comprar jalea real así, para comer. La compran las grandes firman que fabrican cremas faciales y esas cosas para las mujeres; pero es pura filfa: ponen una minúscula pulgarada en un gran tarro de crema facial y la venden como el pan, a precios exorbitantes, so pretexto de que elimina las arrugas.
—¿Y lo hace?
—¿Cómo demonios quieres que yo lo sepa, Mabel? En cualquier caso —prosiguió en tanto regresaba a su butaca—, el asunto no es ése. El asunto está en que le ha hecho tanto bien a nuestra pequeña, y eso sólo en unas horas, que, en mi opinión, deberíamos continuar las dosis. Y no me interrumpas, Mabel. Déjame acabar. Tengo ahí fuera alrededor de doscientas cuarenta colmenas. Si destinase, pongamos, un centenar de ellas a la producción de jalea real, creo que podríamos proporcionarle a la niña tanto como pida.
—Albert, por Dios —le interpeló ella, los ojos muy abiertos, la mirada fija en él—, ¿acaso te has vuelto loco?
—¿Quieres dejarme terminar, por favor?
—Te lo prohibo terminantemente —replicó ella—: a mi hija no le das tú ni una gota más de esa espantosa jalea, ¿lo entiendes?
—Pero Mabel...
—Y, prescindiendo por completo de eso, la cosecha de miel que tuvimos el año pasado ya fue fatal. Si encima te pones a enredar con esas colmenas, a saber en qué parará todo...
—A mis colmenas no les pasa nada, Mabel.
—Sabes de sobra que la recolección del año pasado sólo alcanzó la mitad de lo normal.
—Hazme un favor, ¿quieres? —repuso él—. Déjame explicarte algunas de las maravillosas propiedades de esa sustancia.
—Aún no me has dicho ni en qué consiste.
—Descuida, Mabel, te lo contaré. ¿Quieres escucharme? ¿Quieres darme la oportunidad de explicártelo?
La señora Taylor suspiró y tomó de nuevo su labor.
—Sí, sin duda es preferible que vacíes el saco —dijo—. Adelante, Albert, cuéntame.
Sin saber bien por dónde empezar, dejó él pasar un instante: no sería fácil explicar aquello a una persona que carecía por completo de conocimientos específicos sobre apicultura.
—Supongo que sabrás —dijo por fin— que cada colonia no tiene más que una reina.
—Sí.
—Y que esa reina es la que pone todos los huevos.
—Sí, cariño, eso lo sé.
—Está bien. Sólo que, aunque esto lo ignores, la reina puede poner, en realidad, distintas clases de huevos. Es lo que llamamos uno de los milagros de la colmena. Puede poner huevos que producirán zánganos, y otros que darán abejas obreras. Y si eso no es un milagro, Mabel, ya me dirás qué puede serlo.
—Sí, Albert, de acuerdo.
—De los zánganos, que son los machos, no nos ocuparemos. Las obreras son, todas, hembras. Como también la reina, claro está. Las obreras, sin embargo, son hembras asexuadas, no sé si me explico. Sus órganos están completamente atrofiados. La reina, en cambio, es portentosamente sexual: en rigor, puede poner en un solo día el equivalente de su peso en huevos. —Ahí se detuvo para poner en orden sus ideas—. La cosa funciona de la siguiente manera. La reina recorre el panal poniendo sus huevos en lo que llamamos las celdillas. ¿Te has fijado en esos centenares de agujerillos que tiene el panal? Pues bien, existen panales de cría, idénticos a los melíferos salvo por el hecho de que, en lugar de miel, las celdillas contienen huevos. En cada una de ellas la reina pone un huevo, y al cabo de tres días cada uno de esos huevos da un diminuto gusanillo, o lo que nosotros llamamos larva. Pues bien: tan pronto aparece la larva, las abejas nodrizas, que son obreras jóvenes, se congregan a su alrededor y se ponen a nutrirla como locas. ¿Y sabes a base de qué?
—De jalea real —contestó Mabel paciente.
—¡Exacto! —exclamó él—. Eso es, ni más ni menos, lo que le dan. Esa substancia la extraen de una glándula que tienen en la cabeza, y para nutrir a la larva se dedican a segregaría en las celdillas. ¿Qué ocurre entonces?
Hizo una pausa teatral, fijó en ella, parpadeantes, sus ojos de un gris acuoso y volviéndose sin dejar el sillón, lentamente, alcanzó la revista que había estado leyendo la víspera.
—¿Quieres saber qué ocurre entonces? —dijo en tanto se humedecía los labios.
—Me muero de impaciencia.
—«La jalea real —leyó él en voz alta— ha de ser una substancia de formidable poder nutritivo, pues sin más alimentación que ésa la larva de la abeja obrera aumenta en mil quinientas veces su peso al cabo de cinco días.»
—¿En cuántas veces?
—En mil quinientas, Mabel. ¿Sabes lo que significa eso a escala humana? Significa —bajó la voz y, adelantando el cuerpo, la asaeteó con aquellos ojos suyos, pequeños y descoloridos— que, en el transcurso de cinco días, un niño que pesara inicial-mente cinco kilos y medio acabaría pesando ¡cinco toneladas!
La señora Taylor interrumpió por segunda vez su trabajo.
—Bueno, tampoco has de tomarlo al pie de la letra, Mabel.
—¿Quién lo dice?
—Es, simplemente, un ejemplo científico, y nada más.
—Está bien, Albert. Continúa.
—Pero eso no es más que la mitad de la historia. No acaba ahí la cosa. Todavía no te he contado lo más asombroso de la jalea real. Ahora voy a demostrarte cómo puede convertir a una obrera vulgar y corriente, de aspecto neutro y prácticamente desprovista de órganos de reproducción, en una enorme, espléndida, bella y fértil reina.
—¿Intentas decir que nuestra pequeña es vulgar y de aspecto neutro? —indagó ella incisiva.
—Vamos, Mabel, no me atribuyas cosas que no he dicho, por favor. Escucha esto. ¿Sabías que la abeja reina y la abeja obrera, aunque distintas por completo al crecer, proceden de huevos idénticos?
—Eso no me lo creo.
—Es tan cierto como que estoy sentado aquí, Mabel, de veras. Cuando las abejas quieren que de un determinado huevo salga una reina en lugar de una obrera, pueden conseguirlo.
—¿Cómo?
—Ah —dijo blandiendo su grueso dedo índice en dirección a ella—, a eso iba yo, precisamente. Ahí está todo el secreto. Veamos, ¿qué crees tú, Mabel, que puede operar ese milagro?
—La jalea real —repuso ella—. Ya me lo has dicho.
—¡Sí, señora, la jalea real! —exclamó él dando una palmada y saltando en el asiento.
Su cara grande y redonda resplandecía ahora de entusiasmo y en lo alto de las mejillas le habían aparecido sendas rosetas de un escarlata vivo.
—Ocurre de la siguiente manera. Te lo expondré con toda sencillez. Las abejas desean una nueva reina. ¿Qué hacen? Construyen una celda de tamaño extraordinario, un castillo, como le llamamos, y hacen que la vieja reina ponga un huevo en ella. Los otros mil novecientos noventa y nueve huevos los pone en celdillas corrientes, para obreras. Prosigamos. En cuanto esos huevos producen las larvas, las nodrizas se congregan a su alrededor y comienzan a suministrarles jalea real. Todas ellas, las obreras al igual que la reina, la reciben. Pero,, y aquí viene lo importante, Mabel, por lo cual te pido que escuches con atención, la diferencia está en que las larvas de las obreras se benefician de ese portentoso alimento especial sólo durante los tres primeros días de su vida larval. Pasado ese plazo, su dieta cambia de manera radical. En realidad es un destete, sólo que éste, por lo súbito, difiere de una ablactación ordinaria. Después del tercer día se les da de inmediato lo que es, más o menos, el alimento rutinario de las abejas, una mezcla de miel y polen, y cosa de dos semanas más tarde emergen de las celdillas, convertidas en obreras. »¡Pero no así la larva que ocupa el castillo! —continuó Albert Taylor—. Esa recibe la jalea real durante toda su vida larval. Las nodrizas la vierten en tal abundancia en la celda, que la pequeña larva flota, de hecho, en ella. ¡Y eso es lo que la convierte en reina!
—No tienes pruebas de ello —intervino su esposa.
—Mabel, por favor, no digas tonterías semejantes. Miles de personas, famosos científicos de todos los países del mundo, lo han demostrado infinidad de veces. Basta con sacar a una larva de su celdilla de obrera y ponerla en un castillo, lo que nosotros llamamos trasplante, y, a condición de que las nodrizas le suministren jalea real en abundancia, ¡listo!; pasa a convertirse en reina. Y lo que aún lo hace más maravilloso es la absoluta, enorme diferencia que existe entre reina y obreras después del crecimiento. El abdomen tiene otra forma. El aguijón es distinto. Y también las patas. Y...
—¿En qué se diferencian las patas? —preguntó ella por ponerle a prueba.
—¿Las patas? Bien, las obreras tienen cestillos en ellas, para transportar el polen, de los que están desprovistas las reinas. Y otra cosa: la reina posee órganos reproductores plenamente desarrollados. Las obreras, no. Y, lo más pasmoso de todo, Mabel: mientras que la reina vive de cuatro a seis años, por término medio, las obreras apenas alcanzan otros tantos meses de vida. ¡Y todas esas diferencias por el simple hecho de que una recibió jalea real, y la otra no!
—Cuesta creer que un alimento pueda hacer todo eso —comentó ella.
—Desde luego que cuesta. Es otro de los milagros de la colmena. De hecho, el mayor, el más fenomenal de todos. Un milagro tan endemoniado por lo colosal, que durante siglos ha desconcertado a los científicos más eminentes. Aguarda un instante. Quédate ahí. No te muevas.
De nuevo se puso en pie de un salto, alcanzó la biblioteca y empezó a revolver entre libros y revistas.
—Quiero enseñarte unos cuantos informes. Eso es. Aquí tenemos uno. Escucha esto: «Cuando vivía en Toronto —empezó a leer en un número delAmerican Bee Journal—, al frente del magnífico laboratorio científico que el pueblo de Canadá le había donado en reconocimiento del magno servicio prestado a la humanidad con su descubrimiento de la insulina, el doctor Frederick A. Banting se sintió intrigado por la jalea real. Habiendo pedido a sus ayudantes que realizasen un análisis fraccional básico...»
Se detuvo.
—En fin, no es necesario que te lo lea todo; pero el resultado es el siguiente. El doctor Banting y su equipo extrajeron y se pusieron a analizar jalea real de castillos habitados por larvas de dos días. ¿Y qué crees que descubrieron? Pues descubrieron —se contestó él mismo— que la jalea real contenía fenoles, esteroles, glicerinas, dextrosa y... aquí viene lo sensacional: ¡de ochenta a ochenta y cinco por ciento de ácidos no identificados.
Plantado en pie junto a la librería, revista en mano, había compuesto una extraña sonrisita furtiva, de triunfo, y su esposa le miraba desconcertada.
Albert Taylor no era alto; dueño de un cuerpo rollizo, de aspecto pulposo, puesto sobre abreviadas piernas un tanto combas que no lo elevaban mucho del suelo, su cabeza descomunal, rotunda, estaba cubierta de pelo muy corto e hirsuto, y, desde que había dejado definitivamente de afeitarse, la mayor parte de su cara quedaba oculta bajo una pelusa parda, de acaso tres centímetros de longitud. Comoquiera que se mirase, ofrecía el hombre una estampa bastante grotesca; era imposible negarlo.
—De ochenta a ochenta y cinco por ciento de ácidos no identificados —repitió—. ¿No es prodigioso? —dijo conforme volvía a los estantes y rebuscaba entre otras publicaciones.
—Eso de ácidos no identificados, ¿qué quiere decir?
—¡Pues ahí está la cosa! ¡Nadie lo sabe! Ni siquiera Banting consiguió descubrirlo. ¿Has oído hablar de Banting?
—No.
—Pues debe de ser, con seguridad, el más famoso de cuantos médicos célebres viven todavía; no te diré más.
Viéndole revolotear delante de la biblioteca, reparando en su cabeza hirsuta, su rostro velludo y su cuerpo regordete y mollar, pensó, sin poder evitarlo, que aquel hombre tenía, curiosamente, algo de abeja. Aunque había visto a más de una mujer adquirir el aspecto del caballo que montaban, y también advertido que los criadores de pájaros, bull terriers y perros pomeranios guardaban a menudo leves pero asombrosos parecidos con los animales de su elección, nunca hasta entonces se le había ocurrido que su marido pudiera asemejarse a una abeja, y eso le produjo una pequeña sacudida.
—Y esa jalea real, ¿llegó Banting a comerla? —quiso saber.
—Por supuesto que no, Mabel. No disponía de ella en cantidad suficiente. Es demasiado cara.
—¿Sabes una cosa? —dijo ella mirándole de hito en hito, pero, aun así, con una suave sonrisa—. No sé si lo habrás notado, pero empiezas a parecerte un poquitín a una abeja.
El se volvió y fijó en ella los ojos.
—Supongo que es por la barba, sobre todo —continuó la señora Taylor—. De veras me gustaría que te la quitaras. Hasta su color resulta un poco abejuno, ¿no te parece?
—¿De qué demonios estás hablando, Mabel?
—Albert —le increpó ella—, esa lengua...
—¿Quieres o no quieres seguir enterándote de esto?
—Sí, cariño, perdona. Era sólo una broma. Continúa. Volviendo a su posición de antes, sacó él de la librería una nueva revista que se puso a hojear.
—Escucha esto, Mabel. «En 1939, tras un experimento realizado con ratas de veintiún días de edad a las que inyectó jalea real en proporciones oscilantes, Heyl observó un precoz desarrollo folicular de los ovarios en proporción directa a las dosis inyectadas.»
—¡Ahí lo tienes! —exclamó la señora Taylor—. ¡Lo sabía!
—¿Qué sabías?
—Que algo horrible iba a suceder.
—Bobadas. No hay nada de malo en eso. Y aquí tenemos otro, Mabel. «Still y Burdett descubrieron que, tras serle administrada una minúscula dosis diaria de jalea real, un ratón previamente incapaz de procrear fue padre multitud de veces.»
—¡Albert, esa" cosa es demasiado fuerte para dársela a un niño de pecho! —protestó la mujer—. ¡No me gusta ni pizca!
—Tonterías, Mabel.
—¿Por qué, si no, la experimentan sólo en ratas? Anda, contéstame. ¿Cómo es que no la toman ellos mismos, esos famosos hombres de ciencia? Pues porque son demasiado inteligentes, ésa es la razón. ¿O piensas que el doctor Banting se arriesgaría a dejar inservibles unos valiosos ovarios? De ningún modo.
—Pero si se la han administrado a seres humanos, Mabel. Aquí viene todo un artículo sobre ello. Presta atención. —Y, vuelta la página, reemprendió su lectura en voz alta—: «En México, en 1953, un grupo de ilustrados científicos comenzó a tratar con minúsculas dosis de jalea real afecciones tales como la neuritis cerebral, la artritis, la diabetes, la autointoxicación debida al tabaco, la impotencia masculina, el asma, el crup, la gota...» Sigue todo un montón de testimonios firmados... «Un famoso agente de cambio y bolsa de la Ciudad de México contrajo una soriasis particularmente rebelde que le hizo físicamente repulsivo. Sus clientes empezaron a dejarle y su negocio a resentirse. Desesperado, recurrió a la jalea real, una gota en cada comida, y, visto y no visto, pasada una quincena había sanado. Un mozo del Café Jena, también de la Ciudad de México, dio fe de que, tras ingerir, en forma de cápsulas, minúsculas dosis de esa portentosa substancia, su padre engendró, a sus noventa años, un varoncito rebosante de salud. Un promotor taurino de Acapulco a quien habían endosado un toro de aspecto más bien letárgico, le inyectó, justo antes de que entrase en el ruedo, un gramo de jalea real (dosis excesiva), con lo cual el astado tornóse tan ágil y agresivo, que al poco había dado cuenta de dos picadores, tres caballos, un diestro y, por último...»
—¡Escucha! —le interrumpió su esposa—. Creo que la niña está llorando.
Albert apartó la mirada de la lectura. En efecto, -un vigoroso berreo sonaba arriba, en la alcoba.
—Debe de tener hambre —apuntó.
—¡Válgame Dios! —exclamó su esposa al consultar el reloj—. ¡Si hace rato que volvía a tocarle! Rápido, Albert, prepara tú el biberón mientras yo voy a buscarla. ¡Pero date prisa! No quiero hacerla esperar.
Medio minuto más tarde, la señora Taylor reaparecía con la niña, que gritaba en sus brazos. Todavía no habituada al pavoroso e incesante alboroto que un bebé saludable organiza cuando reclama su alimento, venía toda aturdida.
—¡De prisa, Albert, por favor! —voceaba en tanto que, instalándose en el sillón, se acomodaba a la niña en el regazo—. ¡De prisa!
Albert volvió de la cocina con la botella de leche tibia, que le entregó.
—Tiene la temperatura justa —dijo—, no hace falta que la pruebes.
Tras alzar un poco más a la niña, de manera que la cabeza reposase en el ángulo del brazo, la señora Taylor insertó de golpe en la boquita gritona y anhelantemente abierta la tetilla de goma, que la pequeña asió y comenzó a succionar. Cesó la protesta y la señora Taylor aflojó los músculos.
—Oh, Albert, ¿no está preciosa?
—Está imponente, Mabel..., gracias a la jalea real.
—Por favor, cariño, ni una palabra más sobre ese mejunje. Me aterra.
—Cometes un tremendo error.
Ya lo veremos.
La niña seguía chupando del biberón.
—Creo que se lo va a terminar todo otra vez, Albert.
—Estoy convencido de ello.
Pasados unos pocos minutos, no quedaba ni gota de leche.
—¡Oh, qué buenecita es la niña! —la jaleó la señora Taylor comenzando a retirarle con todo cuidado la tetilla.
Percibiendo la intención, la niña succionó con más fuerza en su intento de aferrarse. La madre dio un tirón breve y rápido y la tetilla salió con un «¡plop!»
—¡Buah, buah, buah, buah! —chilló la pequeña.
—Ha tragado aire, pobrecita —dijo la señora Taylor mientras, aupada la niña al hombro, le daba palmaditas en la espalda.
La pequeña eructó dos veces en rápida sucesión.
—Eso es, tesoro mío, ya se te ha pasado.
Tras unos segundos de silencio, recomenzó el llanto.
—Hazla eructar más —dijo Albert—. Se lo ha tomado demasiado de prisa.
Su esposa se volvió a colocar a la niña sobre el hombro y se puso a frotarle la espalda. Probó sobre el hombro contrario. Se la tendió en la falda, boca abajo. Se la sentó en la rodilla. Pero no hubo más eructos. Los chillidos, en cambio, se iban haciendo más agudos e insistentes minuto a minuto.
—Eso es bueno para los pulmones —dijo el marido, con una amplia sonrisa—. Así es como los ejercitan. ¿Lo sabías, Mabel?
—Ya está, ya está, ya está bien —decía la señora Taylor en tanto cubría de besos la cara de la criatura—. Ya está, mi niña, ya está.
Esperaron cinco minutos más, pero los chillidos no cesaron ni un instante.
—Cámbiale el pañal —aconsejó Albert—. Lo tiene mojado, no es más que eso.
Y fue a la cocina en busca de otro pañal, que la madre sustituyó por el viejo.
La operación no produjo cambio alguno.
—¡Buah, buah, buah, buah! —gritaba la niña.
—No le habrás clavado el imperdible, ¿verdad, Mabel?
—Claro que no —replicó ella, al tiempo que palpaba bajo el pañal, para cerciorarse.
Sentados uno frente a otro en sus respectivas butacas, sonreían nerviosos, atentos a la pequeña, ahora en el regazo de la señora Taylor, a la espera de que, fatigada, interrumpiese sus protestas.
—¿Sabes qué pienso? —dijo por fin Albert Taylor.
—¿Qué?
—Que todavía tiene hambre. Apuesto a que sólo quiere otro trago de ese biberón. ¿Y si le trajera una ración extra?
No me parece prudente, Albert.
—Le hará bien —dijo él conforme se levantaba de la butaca—. Voy a calentarle otro poco.
Y se dirigió a la cocina, de donde regresó, pasados varios minutos, con un biberón colmado hasta el borde.
—Se lo he preparado doble —anunció—, por si acaso: doscientos gramos.
—¡Albert! ¿Te has vuelto loco? ¿Acaso ignoras que el exceso de nutrición es tan malo como el defecto?
—No es preciso que se lo des todo, Mabel. Puedes quitárselo cuando te parezca oportuno. Anda —la animó inclinándose sobre ella—, dale un poco.
En cuanto la señora Taylor rozó el labio superior de la niña con la punta de la tetilla, la diminuta boca se cerró sobre ella como un cepo y el silencio reinó en la estancia. La pequeña aflojó todo el cuerpo y una expresión de absoluta felicidad animó su rostro conforme iniciaba la succión.
—¿Lo ves, Mabel? ¡Qué te decía! La mujer no respondió.
—Está hambrienta, eso es lo que le ocurre. ¡Fíjate en su manera de chupar!
La señora Taylor observaba el nivel de la leche del biberón. En rápido descenso, casi la mitad de los doscientos gramos habían desaparecido al poco tiempo.
—Listo —dijo la mujer—. Ya basta.
—No puedes quitárselo ahora, Mabel.
—Sí, cariño. Es preciso.
—Anda, mujer, dale lo que queda y deja ya de alborotar.
—Pero Albert...
—Si es que está muerta de hambre, ¿no lo ves? Vamos, preciosa mía, acábate ese biberón.
—Esto no me gusta, Albert —dijo la esposa, aunque sin retirar el biberón.
—Está recuperándose del atraso, Mabel, no es más que eso.
Cinco minutos más tarde, la botella- estaba vacía. Esta vez, cuando le quitó poco a poco la tetilla, no hubo protesta alguna por parte de la niña: ni rechistó. Tendida plácidamente en el regazo de la madre, tenía los ojos lustrosos de contento, la boca entreabierta, los labios manchados de leche.
—¡Trescientos gramos nada menos, Mabel! —ponderó Albert Taylor—. ¡El triple de lo normal! ¿No es pasmoso?
La mujer tenía fija la mirada en la pequeña. Prieta la boca, su rostro comenzaba a recuperar de pronto la antigua e inquieta expresión de madre alarmada.
—¿Qué te pasa? —quiso saber su esposo—. No irás a preocuparte por eso, ¿verdad? Esperar que se recuperase a base de cien miserables gramos sería ridículo.
—Ven aquí, Albert.
—¿Qué ocurre?
—Que vengas, te digo.
El marido fue a situarse junto a ella.
—Mírala bien y dime si ves algo distinto.
El señor Taylor examinó con atención a la niña.
—Parece más crecida, Mabel, si a eso te refieres. Y más gorda.
—Tómala en brazos —ordenó ella—. Venga, levántala. Alargó él los brazos y alzó del regazo materno a la pequeña.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Pesa una tonelada!
—Justo.
—¿Y no te parece maravilloso? —exclamó exultante—. ¡Apuesto a que ya vuelve a estar en su peso!
—Me asusta, Albert. Es demasiado rápido.
—Tonterías, mujer.
—Es cosa de esa jalea repugnante. La aborrezco.—La jalea real nada tiene de repugnante —replicó él, indignado.
—¡No seas necio, Albert! ¿Te parece a ti normal que una criatura empiece a ganar peso a esa velocidad?
—¡Nunca estás contenta! —protestó él—. ¡Estabas muerta de miedo cuando te adelgazaba y ahora te aterra que engorde! ¿Quién te entiende a ti, Mabel?
La señora Taylor se levantó del sillón con la niña en brazos, y se dirigió hacia la puerta.
—Sólo te diré —respondió por fin— que tiene suerte la chiquilla de que esté yo aquí para vigilar que no le des más cosa de esa. No diré más.
Y salió de la habitación. Albert, como la puerta quedase abierta, la siguió con la mirada conforme cruzaba ella el zaguán hacia el pie de la escalera e iniciaba el ascenso. Así vio que, llegada al tercer o cuarto peldaño, su esposa se paraba en seco y por espacio de unos segundos se quedaba inmóvil, como recordando algo. Por fin volvió sobre sus pasos, ahora un tanto apresurada, y entró de nuevo en la sala.
—Albert —dijo.
—¿Sí?
—Doy por sentado que en los biberones que acabamos de darle no había jalea real...
—No veo por qué habrías de dar eso por sentado, Mabel.
—¡Albert!
—¿Qué pasa? —respondió suave, inocente.
—¡Cómo te has atrevido! —le increpó ella. La gran cara barbuda de Albert Taylor cobró una expresión dolorida y desconcertada.
—Considero que tendrías que estar muy contenta de que se haya metido otra buena dosis entre pecho y espalda. Lo digo en serio. Porque ésta, Mabel, era una señora dosis, puedes creerme.
Plantada en pie en el mismo vano de la puerta, con la niña dormida y prietamente abrazada, ella miraba a su marido con ojos como platos. Muy tiesa, el rostro más pálido y .la boca más comprimida que nunca, estaba lo que se dice rígida de furor.
—Toma nota de lo que digo —continuó Albert—: pronto vas a tener una mocosilla que te ganará el primer premio en cualquier concurso de bebés de todo el país. Oye, ¿por qué no la pesas ya y ves cuánto da? ¿Quieres que te vaya a buscar la balanza, Mabel, y lo compruebas?
La mujer marchó derecho hacia la gran mesa que ocupaba el centro de la habitación, depositó en ella a la niña y se puso a desnudarla a toda prisa.
—¡Sí! —replicó incisiva—. ¡Trae la balanza!
Retirados primero el minúsculo camisón, luego la camisetita, desprendió el pañal y, quitado éste, la pequeña quedó desnuda encima de la mesa.
—¡Pero Mabel, si es un milagro! —exclamó Albert—. ¡Está gordita como un cachorrillo!
En efecto, era asombrosa la cantidad de carne que la niña había adquirido en un solo día. El pechito hundido que antes mostraba todo el costillar aparecía ahora regordete y redondo como un tonel, y la barriguita formaba, también, una abultada prominencia. En cambio, y curiosamente, piernas y brazos no parecían haber crecido en igual proporción: todavía cortos, esmirriados, se hubieran dicho bastoncillos hincados en una bola de sebo.
—¡Fíjate! —observó Albert—. ¡Hasta le está saliendo un poco de pelusilla en la tripita, para que la abrigue!
Alargó la mano dispuesto a peinar con las yemas de los dedos el salpicado de pardos pelillos sedeños que habían aparecido súbitamente en el abdomen de la niña.
¡No se te ocurra tocarla!gritó la mujer con la cara vuelta hacia él, los ojos candentes, de pronto con el aspecto de un pajarillo belicoso, el cuello arqueado, como si se aprestara a caerle sobre la cara y saltarle los ojos.
—Un momento... —dijo él en tanto retrocedía.
—¡Tienes que estar loco! —chilló su esposa.
—Espera un momento, ¿quieres hacerme el favor, Mabel? Porque si piensas que esa substancia es peligrosa... porque lo piensas, ¿verdad? Pues muy bien. Escúchame con atención. Me dispongo a demostrarte de una vez por todas, Mabel, que la jalea real es totalmente inofensiva para los humanos, aun en dosis enormes. Por de pronto, ¿por que crees tú que el año pasado tuvimos una cosecha de miel de tan sólo la mitad de lo normal? A ver, dime.
En su retroceso, caminando de espaldas, se había alejado tres o cuatro metros de ella, hasta un punto donde parecía sentirse más a gusto.
—La razón de que sólo recogiéramos la mitad de lo normal —agregó pausado, la voz más baja— es que cien de los panales los puse a producir jalea real.
—¿Que tú... qué?
—Ah —continuó, ahora en un susurro—, ya sabía que te iba a sorprender un poco. Y pensar que desde entonces he estado perseverando en eso en tus mismas narices... —Había vuelto hacia ella sus ojillos, que centelleaban, y una sonrisa tarda y taimada le rondaba las comisuras de la boca—. Tampoco imaginarías jamás el motivo. Y yo no me he atrevido a mencionártelo antes porque temía... en fin... cohibirte, en cierto modo.
Hizo una breve pausa. Tenía enlazadas las manos ante sí a la altura del pecho, y, al restregar las palmas una contra otra, producían un rumor como de arañazos.
—¿Recuerdas lo que he leído antes? Esas líneas de la revista referentes al ratón... A ver, déjame recordar cómo lo decía... «Still y Burdet descubrieron que un ratón previamente incapaz de procrear...» —Vaciló él, se ensanchó su sonrisa, quedaron al descubierto los dientes—. ¿Coges la onda, Mabel?
Ella permanecía enteramente inmóvil, enfrentada a él.
—En cuanto leí esa frase, Mabel, di un brinco que me hizo saltar de la silla, y dije para mí, si da resultado con un miserable ratón no hay razón alguna en el mundo para que no lo dé con Albert Taylor.
De nuevo hizo una pausa, y según adelantaba la cabeza, con una oreja ligeramente vuelta hacia su esposa, esperaba a que ésta dijese algo. Pero ella no lo hizo.
—Y otra cosa —prosiguió—: me hizo sentirme tan maravillosamente bien, Mabel, tan distinto, en cierto modo, del que había sido hasta entonces, que seguí tomándola como antes aun después de que tú me anunciaras la feliz noticia. En los últimos doce meses debo de haber tomado cubos de jalea real.
Los ojos de ella, grandes, graves, como alucinados, se dedicaban a recorrer ávidos el rostro y el cuello de su marido. No había a la vista la menor porción de piel en el cuello, ni siquiera en los lados o bajo las orejas. Hasta el mismo punto en que se perdía bajo el de la camisa, aparecía cubierto en toda su circunferencia por aquellos pelillos cortos, sedeños, de un negro amarillento.
—Y ten por seguro —continuó mientras, volviéndole la espalda, miraba ahora amoroso a la niña— que en una criaturita surtirá mucho mayor efecto que en un hombre como yo, plenamente desarrollado. Basta mirarla para darse cuenta de que así es, ¿no piensas tú lo mismo?
La mujer bajó lentamente la mirada hasta posarla en la criatura, la cual, desnuda encima de la mesa, gorda, blanca y abotargada, parecía una especie de gigantesca larva que, próxima a concluir su primera etapa vital, no tardaría en irrumpir en el mundo convenientemente provista de alas y masticadores.
—¿Por qué no la cubres, Mabel? —dijo su marido—. No querrás que se nos resfríe nuestra pequeña reina...




Grace Paley / Cuentos completos / Reseña

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Grace Paley

CUENTOS COMPLETOS


Reedición de los 'Cuentos completos' de la autora norteamericana

La energía de la sonrisa


Manuel Hidalgo
25/06/2016 




A mediados de los años 80 fui seducido por Grace Paley, una escritora que desconocía. Sobre la mesa de novedades de la librería, me atrajo, primero, el título del libro que acababa de publicar Anagrama, Enormes cambios en el último minuto. Tengo atracción por el arte de titular, por determinados títulos, que anoto y colecciono, y ése pasó a ser uno de mis favoritos.


Y me encantaron las 17 historias cortas de ese libro, su humor, su naturalidad, su cotidianidad, la aparente facilidad de la escritura de Grace Paley. Ahora Anagrama vuelve a reeditar sus Cuentos completos, la práctica totalidad de la obra narrativa de Paley, que publicó también tres colecciones de poemas y algún libro de artículos y conferencias, pero que nunca llegó a terminar -aunque lo intentó- una novela.

Los Cuentos completos de Grace Paley comienzan con la primera de sus entregas, Batallas de amor, publicada en 1959. Paley tenía ya 37 años. En el prólogo, la escritora confiesa, con su habitual sencillez que, si bien había escrito poemas, nunca se había planteado la prosa de ficción. Hacia 1954, o 55, empezó a sentir la necesidad de contar historias, y se puso a ello sin muchas pretensiones aprovechando que, por haber caído enferma, disponía de tiempo.

Estaba casada todavía, y desde 1942, con Jesse Paley -de quien tomó el apellido-, un cámara de cine de mediocre trayectoria que, sin embargo, por aquellos tiempos colaboró con Stanley Kubrick en la fotografía de su segunda película, El beso del asesino (1955).

Paley tenía dos hijos pequeños, Nora y Danny, y se ocupaba de su crianza. Escribe: "La vida cotidiana, la vida en la cocina, la vida con los niños, era lo que me había sido dado, era lo mío, y era el comienzo de mi buena suerte, aunque aún yo no lo sabía".

Grace Paley siempre ha reivindicado los beneficios de la maternidad y de las tareas hogareñas, y esto no deja de ser llamativo en una mujer que no sólo había de ser escritora, sino que, por aquellos mismos años de sus inicios literarios, comenzó su activísima militancia en el feminismo y en el pacifismo. Como se deduce de alguno de sus cuentos, Paley llevaba a sus niños por la tarde a jugar al parque y allí se juntaba, por ejemplo, con manifestantes contra las armas nucleares.

Nacida como Grace Goodside en 1922, en el neoyorkino barrio del Bronx, era hija de judíos rusos de Ucrania, expulsados y emigrados a Estados Unidos en 1905. Su padre era médico, y su madre -que murió cuando Grace tenía algo más de 20 años- era una mujer de ideas socialistas.

Grace no hizo estudios propiamente universitarios, pero recibió clases nada menos que del poeta británico W. H. Auden en la prestigiosa The New School. Con seguridad, Auden tuvo mucho que ver con la inclinación hacia la poesía de Paley, con su admiración por Yeats y Eliot. La escritora nunca vivió de sus libros -bien escasos-, sino de dar conferencias, cursos y clases en diversas instituciones académicas, las universidades de Siracusa y Columbia, entre otras.

Divorciada del cineasta, Grace Paley se casó en 1972 con el poeta, novelista, dramaturgo y arquitecto paisajista Robert Nichols, que había estado casado con la editora del Village Voice y que fue su marido por el resto de sus días. A los dos años de su segundo matrimonio, Paley publicó Enormes cambios en el último minuto, donde figura el relato "Conversación con mi padre", que siempre se ha tomado como una declaración de principios sobre su narrativa. El padre enfermo, viejo y con oxígeno lee un cuento de la hija y le hace algunos reproches: debería parecerse a Maupassant y Chéjov, dar más detalles sobre sus personajes, construir una trama más compacta, no dejar tan abiertos los finales... Ella se defiende y contraataca con delicadeza y contundencia, hace valer sus planteamientos.

Nichols, el segundo marido, era igualmente un activista por la paz, causa que, con el feminismo, ocupó a la escritora durante muchos años de su vida, no sin contratiempos. Paley formó parte de organizaciones contra la proliferación de armas nucleares; se opuso a la Guerra de Vietnam; viajó a Hanoi como delegada para negociar la repatriación de prisioneros de guerra; participó en la Conferencia de Paz de Moscú de 1974, donde montó un lío al criticar la represión de las autoridades soviéticas sobre la disidencia; fue detenida por colocar una pancarta contra el armamento atómico en los mismísimos jardines de la Casa Blanca; se manifestó a favor de los derechos humanos y en contra de las intervenciones militares norteamericanas en Centroamérica y, en los últimos años de su vida -siendo ya una abuelita de pelo blanco con tres queridos nietos-, protestó contra la Guerra del Golfo.

Paley, que se definía como "pacifista combativa" y "anarquista cooperadora", siempre dijo que el matrimonio y los hijos, la escritura y la militancia política eran actividades compatibles y que para ella era una suerte haber podido dedicarse a las tres cosas. Los historiadores señalan, no obstante, que sus compromisos como activista le quitaron tiempo para la literatura, lo que explica lo reducido de su producción literaria.

La tercera parte de Cuentos completos está formada por los 17 relatos de Más tarde, el mismo día (1985). En total, el volumen agrupa 44 narraciones breves. En 18 de estas historias, aparece el personaje de Fe Darwin, que algunos han considerado una especie de alter ego y portavoz de la escritora. Grace Paley lo desmintió en una extensa e importante entrevista concedida a The Paris Review, en la que sí reconoció que Fe Darwin era una síntesis de algunas mujeres cercanas y amigas que ella conocía muy bien.

Grace Paley, tan enérgica como con frecuencia sonriente, falleció en 2007 de un cáncer de mama. Tenía 84 años. Robert Nichols murió tres años después.

EL MUNDO


Grace Paley / Deseos

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Grace Paley

DESEOS


i a mi ex-marido en la calle. Estaba sentada en las escaleras de la nueva biblioteca.

Hola, mi vida, dije. Habíamos estado casados veintisiete años, así que me sentía justificada.

Él dijo, ¿Qué? ¿Qué vida? La mía desde luego que no.

Y yo, Bueno. No discuto cuando hay verdadera discrepancia. Me levanté y entré en la biblioteca a ver cuánto debía.

La bibliotecaria dijo que treinta y dos dólares en total, y lleva usted debiéndolos dieciocho años. No negué nada. Porque no entiendo cómo pasa el tiempo. He tenido esos libros. He pensado con frecuencia en ellos. La biblioteca sólo queda a dos manzanas.

Mi ex-marido me siguió a la sección de devolución de libros. Interrumpió a la bibliotecaria, que tenía más que decir. En varios sentidos, dijo, cuando miro hacia atrás, atribuyo la disolución de nuestro matrimonio al hecho de que nunca invitaste a cenar a los Bertram.

Es posible, dije. Pero en realidad, si recuerdas: primero, mi padre estaba enfermo aquel viernes, luego nacieron los niños, luego tuve aquellas reuniones de los martes por la noche, luego empezó la guerra. Luego, era como si ya no les conociésemos. Pero tienes razón. Debería haberles invitado a cenar.

Entregué a la bibliotecaria un cheque de treinta y dos dólares. Confió plenamente en mí, se echó a la espalda mi pasado, dejó limpio mi expediente, que es exactamente lo que jamás harán las otras burocracias municipales y/o estatales.

Pedí prestados de nuevo los dos libros de Edith Wharton que acababa de devolver, porque hacía mucho tiempo que los había leído y ahora son más oportunos que nunca. Los libros eran "La casa de la alegría" y "Los niños", que trata de cómo cambió la vida de Estados Unidos en Nueva York, en veintisiete años, hace cincuenta.

Una cosa agradable que recuerdo muy bien es el desayuno, dijo mi ex-marido. Me sorprendió. Nunca tomábamos más que café. Luego recordé que había un agujero en la pared del armario de la cocina que daba al apartamento contiguo. Allí siempre tomaban tocino ahumado, curado con azúcar. Daba una sensación majestuosa a nuestro desayuno, aunque nosotros nunca llegáramos a quedar ahítos.

Eso fue cuando éramos pobres, dije.

¿Es que alguna vez fuimos ricos?, preguntó.

Bueno, con el paso del tiempo, a medida que nuestras responsabilidades aumentaron, ya no pasamos necesidades ni apuros. Tú lograste resolver los problemas económicos, le recordé. Los niños iban de colonias cuatro semanas al año y llevaban ponchos decentes, con saco de dormir y botas, como todos los demás. Tenían un aspecto espléndido. Nuestra casa estaba caldeada en invierno, teníamos unos cojines rojos muy lindos, y otras muchas cosas.

Yo quería un barco de vela, dijo. Pero tú no querías nada.

No te mortifiques, dije. Nunca es demasiado tarde.

¡No!, dijo con gran amargura. Puedo conseguir un barco de vela. La verdad es que tengo el dinero suficiente para una goleta, Me van muy bien las cosas este año, y creo que me irán aún mejor. En cuanto a ti, es demasiado tarde. Tú nunca desearás nada.

A lo largo de aquellos veintisiete años mi ex-marido había tenido la costumbre de hacer comentarios hirientes que, como el desatrancador del fontanero, se abrieran paso oído abajo, bajaran por la garganta y llegaran hasta mi corazón. Y entonces desaparecía y me dejaba con aquella sensación de opresión que casi me ahogaba. Lo que quiero decir es que me senté en las escaleras de la biblioteca y él se fue.

Eché un vistazo a "La casa de la alegría", pero perdí interés. Me sentía sumamente acusada. Qué le vamos a hacer, es verdad, ando escasa de deseos y de necesidades absolutas. Pero la verdad es que hay cosas que quiero.

Quiero, por ejemplo, ser una persona distinta. Quiero ser la mujer que devuelve esos dos libros en dos semanas. Quiero ser la ciudadana eficaz que cambia el sistema escolar y comunica al Comité de Presupuestos los problemas de este querido centro urbano.

Había prometido a mis hijos poner fin a las guerras antes de que fueran mayores.

Hubiera querido estar casada para siempre con las misma persona, bien mi ex-marido, bien mi marido actual. Cualquiera de los dos tiene suficiente personalidad para llenar una vida, lo cual, si bien se mira, tampoco es tanto tiempo. En una vida breve no puedes agotar las cualidades del hombre ni meterte debajo de la roca de sus argumentos.

Esta mañana, precisamente, me asomé a la ventana para mirar un rato a la calle y vi que los pequeños sicomoros que el ayuntamiento había plantado soñadoramente un par de años antes de que nacieran los niños habían llegado a su plenitud.

¡Bueno! Decidí devolver aquellos dos libros a la biblioteca. Lo cual demuestra que, cuando surge una persona o un acontecimiento que me conmueve o me hace darme cuenta de mi propia valía, soy capaz de obrar de la manera adecuada, aunque sea más conocida por mis comentarios afables.


Roald Dahl / Lady Turton

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Ilustración de Andrew Cieciala


Roald Dahl

Biografía

LADY TURTON 




uando, ocho años atrás, murió el viejo sir William Turton y su hijo Basil heredó el periódico The Turton Press (además del título), recuerdo que empezaron a hacerse apuestas en Fleet Street sobre cuánto tiempo pasaría antes de que una joven persuadiera al pobre individuo de que ella debía cuidarse de él. Es decir, de él y de su dinero.
El nuevo sir Basil Turton tenía unos cuarenta años y era soltero. Hombre afable y de carácter sencillo; hasta entonces no había demostrado interés por nada que no fueran sus colecciones de pinturas modernas y esculturas. Ninguna mujer le había trastornado, ningún escándalo ni habladuría habían mancillado jamás su nombre. Pero ahora que se había convertido en el propietario de un importante periódico y una gran revista, era preciso que dejara la calma y tranquilidad de la casa de campo de su padre y se estableciera en Londres.
Naturalmente, los buitres empezaron a acecharle y estoy seguro de que no sólo Fleet Street sino la ciudad entera empezó a movilizarse en torno a él. Fue un movimiento lento, deliberado y mortal, y por lo tanto no parecían tanto unos buitres como un puñado de cangrejos tratando de alcanzar un trozo de comida bajo el agua.
Pero, para sorpresa de todos, el hombre demostró ser notablemente evasivo y la lucha continuó hasta la primavera y el principio del verano de aquel año. Yo no conocía a sir Basil personalmente, ni tenía ninguna razón para sentir simpatía hacia él, pero no podía evitar el ponerme repentinamente de parte de los de mi sexo y me alegraba cada vez que lograba salir de alguna trampa.
Luego, hacia el principio de agosto, y aparentemente en respuesta a una secreta señal femenina, las chicas declararon entre sí una suerte de tregua mientras se iban al extranjero y descansaban, con el fin de reagruparse y hacer nuevos planes para el siguiente invierno. Esto fue un error, porque en aquel preciso momento apareció una brillante criatura llamada Natalia o algo así, de quien nadie había oído hablar anteriormente, que llegó del continente europeo, tomó a sir Basil firmemente por la muñeca y lo llevo como un torbellino al Registro Civil de Caxton Hall y se casó con él antes de que nadie, y menos el novio, se diera cuenta de lo que había pasado.
Ya podrán imaginarse que las señoras de Londres estaban indignadas y, naturalmente, se dedicaron a levantar una gran cantidad de cotillees alrededor de lady Turton: la asquerosa cazadora, la llamaban. Pero no hay necesidad de detenerse en ello. En realidad, para el propósito de mi historia podemos saltarnos los seis años siguientes, lo cual nos trae al presente; exactamente hoy hace una semana, cuando tuve el honor de conocer a Su Señoría por primera vez. Entonces, como ya podrán suponer, no sólo dirigía The Turton Press sino que, como resultado de ello, se había convertido en una fuerza política muy importante en el país. Ya entiendo que otras mujeres hayan sido capaces de hacer lo mismo, pero lo excepcional de este caso era el hecho de que ella fuera extranjera y el que nadie pareciese saber con precisión de qué país procedía: Yugoslavia, Bulgaria o Rusia.
El jueves pasado fui a una cena en casa de un amigo de Londres y mientras charlábamos en el salón antes de la cena, bebiendo martinis y hablando sobre la bomba atómica y sobre el señor Bevan, la doncella abrió la puerta para anunciar al último invitado.
—Lady Turton.
Nadie dejó de hablar, hubiera sido de mala educación, ni se volvieron las cabezas. Solamente nuestras miradas se dirigieron a la puerta, esperando su entrada.
Ella entró aprisa, alta y esbelta, con un traje rojo escarlata que brillaba admirablemente; jovial, tendiendo la mano a su anfitriona. Francamente, debo confesar que era una belleza.
—¡Buenas noches, Milfred!
—¡Mi querida lady Turton, me alegro de que haya venido! Creo que entonces fue cuando dejamos de hablar. Nos volvimos para mirarla, esperando pacientemente ser presentados, como si fuera una reina o una famosa estrella de cine. Sólo que esta vez era más guapa que cualquiera de ellas. Su pelo era negro y, en contraste, tenía uno de esos rostros pálidos, ovalados e inocentes de las flamencas del siglo xv, casi como una Madonna de Memling o Van Eyck; por lo menos ésta fue mi primera impresión. Más tarde, cuando llegó el momento de estrecharnos las manos, me di cuenta de que, excepto en el perfil y el color, estaba muy lejos de parecerse a una madonna, muy lejos de eso.
Las aletas de la nariz, por ejemplo, eran muy raras, bastante abiertas, relucientes y excesivamente arqueadas. Esto le daba a la nariz un terrible aspecto, que tenía cierto parecido a la de un potro salvaje.
Y los ojos, al mirarlos de cerca, no eran grandes y redondos, como los que los pintores atribuían a las madonnas, sino alargados y medio cerrados; casi sonrientes, medio adustos y bastante vulgares; así que de una manera o de otra le daban un aire delicadamente disipado, es más, no miraba directamente. Su mirada se acercaba a uno lentamente y como de costado, de tal forma que ponía nervioso. Intenté ver su color, creo que era gris pálido, pero no estoy seguro.
Después fue llevada a la otra parte de la habitación para ser presentada a otras personas. Yo me quedé mirándola. Ella se sentía consciente del éxito y del modo en que aquellos londinenses hablaban de ella.
«Aquí estoy yo —parecía decir—, hace pocos años que llegué a este país, pero ya soy más rica y poderosa que cualquiera de vosotros.»
Caminaba triunfalmente.
Pocos minutos más tarde pasamos a cenar y, con gran sorpresa, me encontré sentado a la derecha de Su Señoría. Supongo que nuestra anfitriona había hecho esto como una deferencia hacia mí, pensando que me proporcionaría tema para la columna social que escribo cada día en el periódico de la tarde. Me senté, dispuesto a participar en una comida interesante, pero la famosa lady no reparó siquiera en mi presencia; estuvo todo el tiempo hablando con el hombre de su izquierda, su anfitrión, hasta que al fin, cuando estaba acabando de tomar el helado, se volvió repentinamente, cogió mi tarjeta y leyó mi nombre. Luego, con aquella curiosa mirada suya, como de través, me miró a la cara. Yo le sonreí y le hice un pequeño saludo. Ella no me sonrió, pero empezó a dispararme preguntas, bastante personales: trabajo, edad, familia, cosas así, mientras yo contestaba lo mejor que podía.
Durante esta inquisición se enteró, entre otras cosas, de que yo era un amante de la pintura y la escultura.
—Puede venir alguna vez a nuestra casa de campo y verá la colección de mi esposo.
Lo dijo casualmente, como una simple norma de educación; pero deben comprender que en mi trabajo no puedo permitirme el lujo de perder una oportunidad como ésta.
—¡Qué amable, lady Turton! Me encantaría. ¿Cuándo puedo ir?
Levantó la cabeza y dudó unos instantes. Luego se encogió de hombros y dijo:
—No importa, cualquier día.
—¿Qué tal el próximo fin de semana? ¿Le parece bien? Sus ojos semicerrados descansaron un momento en los míos y luego se separaron.
—Supongo que sí, si lo desea, no me importa.
Así fue como el sábado siguiente por la tarde me encontré conduciendo mi coche por la carretera de Wooton, con mi maleta en el coche. Ustedes seguramente pensarán que forcé un tanto mi invitación, pero de otra forma no la hubiera conseguido.
Aparte del aspecto profesional, personalmente me apetecía ver la casa. Como ya saben, Wooton es una de las casas más importantes del primitivo Renacimiento inglés. Al igual que sus hermanas, Longleat, Wodlaton y Montacute, fue construida en la última mitad del siglo xvi, cuando por primera vez la casa de un señor importante pudo ser decorada como mansión confortable, no como un castillo, y cuando un grupo de arquitectos, como John Thorpe y los Smithson, empezaron a construir casas maravillosas por todo el país. Está al sur de Oxford, cerca de una pequeña ciudad llamada Princes Risborought, no muy lejos de Londres.
Al entrar por las puertas enrejadas, el cielo se cubría en lo alto y la tarde invernal empezaba a caer.
Conduje lentamente por el largo sendero, intentando captar los alrededores tanto como fuera posible, sobre todo el famoso jardín, del cual había oído hablar tanto. Debo confesar que era una vista impresionante. Por todas partes había masas de tejos, cortados en diferentes formas, muy cómicas todas ellas: gallinas, palomas, botellas, botas, sillones, castillos, hueveras, linternas, viejas con meticulosas enaguas, grandes columnas, algunas coronadas por una pelota, otras por tejas y hongos. En la creciente oscuridad, el verde se había convertido en negro, de tal forma que cada figura, cada árbol, tomaba una forma escultural, oscura y suave. En un momento dado vi una pradera en forma de tablero de ajedrez gigante, en el que cada ficha era un tejo maravillosamente recortado. Detuve el coche para dar un paseo y cada figura era dos veces más alta que yo. Comprobé que el juego —rey, reina, peón, alfil, caballo y torre— estaba completo y listo para iniciar la partida.
En la curva siguiente, vi la gran casa gris; frente a ella un espacioso porche rodeado de una balaustrada con pequeños pabellones en sus esquinas. Sobre los pilares de la balaustrada había obeliscos de piedra; la influencia italiana en la mente Tudor; y un tramo de escalones de metro y medio de ancho, que llevaban a la casa.
Al entrar en la explanada, vi con súbito desagrado que en el centro del surtidor había una gran estatua de Epstein. Era preciosa, desde luego, pero no estaba en consonancia con los alrededores. Al subir la escalera de la puerta central, volví la vista y vi que en todas las pequeñas praderas y terracitas había estatuas modernas y curiosas esculturas de todas clases. En la distancia creí reconocer el estilo de Gaudier Breska, Brancusi, Saint-Gaudens, Henry Moore, y Epstein de nuevo.
La puerta me fue franqueada por un joven criado que me condujo a mi habitación, situada en el primer piso.
—Su Señoría —explicó— está descansando, así como los otros invitados; pero bajarán al salón dentro de una hora, vestidos para la cena.
En mi oficio es preciso ir muchos fines de semana a grandes casas. Yo paso alrededor de cincuenta sábados y domingos al año en casa de otras personas, y en consecuencia soy muy sensible a las atmósferas poco agradables. Puedo decir si son agradables o no en el momento en que entro por la puerta, y ésta era de las que no me gustaban. El lugar señalaba tormenta, en el aire flotaba una atmósfera de conflictos o algo parecido. Lo presentía incluso mientras gozaba de un delicioso baño. No pude evitar el empezar a desear que nada malo ocurriera antes del lunes.
Lo primero, aunque fue más una sorpresa que una cosa desagradable, ocurrió diez minutos más tarde.
Yo estaba sentado en la cama poniéndome los calcetines cuando la puerta se abrió y un hombrecillo entró en la habitación. Era el mayordomo, explicó, y su nombre era Jelks. Me dijo que esperaba que estuviera cómodo y si tenía todo lo que necesitaba.
Yo le respondí afirmativamente.
Dijo que haría todo lo posible para que tuviera un fin de semana agradable. Le di las gracias y esperé a que se marchara. El dudó un momento y luego, con voz entrecortada, me pidió permiso para mencionar un asunto algo delicado. Yo le dije que hablara.
Para ser franco, era acerca de las propinas. El asunto de las propinas le hacía sentirse muy desgraciado.
¡Oh! ¿Y por qué era eso?
Bueno, si realmente quería saberlo, no le gustaba la idea de que sus invitados se creyeran en la obligación de darle propina al dejar la casa. Era un procedimiento indigno para el que daba y para el que recibía. Además, él se daba cuenta de la angustia que a veces se creaba en las mentes de los invitados como yo —y que perdonase la libertad— que podrían verse obligados por culpa de los convencionalismos a dar más de lo que ellos podían gastar.
Hizo una pausa. Sus cautelosos ojos me observaban. Yo le murmuré que no tenía por qué preocuparse en lo que a mí se refería.
Por el contrario, dijo, esperaba sinceramente que no le daría ninguna propina al terminar el fin de semana.
—Bueno —dije yo—, no discutamos acerca de ello: cuando llegue el momento ya veremos lo que hacemos.
—¡Por favor, señor, insisto!
Acordamos lo que él quería.
Me dio las gracias y se aproximó un par de pasos hacia mí. Luego inclinó la cabeza hacia un lado, cruzó las manos delante de él como un cura y encogió los hombros en gesto de disculpa. Sus ojos pequeños y duros todavía me miraban. Yo esperé, con un calcetín puesto y el otro en las manos, tratando de adivinar lo que querría ahora.
Lo que quería pedir —dijo bajito, tan bajito ahora que su voz era como la música de un concierto, oída desde lejos— era que en vez de propina le diera el treinta y tres coma tres por ciento de mis ganancias en las cartas, en todo el fin de semana. Si perdía no tendría que pagar nada.
Lo dijo todo tan suave, tranquila y rápidamente, que ni tan siquiera me sorprendió.
—¿Se juega mucho a las cartas, Jelks?
—Sí, señor, mucho.
—¿No cree que el treinta y tres coma tres es demasiado?
—No lo creo, señor.
—Le daré un diez por ciento.
—No, señor, eso no.
Examinaba las uñas de mi mano izquierda y arqueaba las cejas.
—Bien, entonces el quince. ¿De acuerdo?
—Treinta y tres coma tres, señor. Es muy razonable. Después de todo, señor, yo no sé siquiera si es usted un buen jugador o sea que lo que estoy haciendo es, y no quiero ser personal, apostar por un caballo que nunca he visto correr.
Sin duda ustedes pensarán que nunca debí empezar a regatear con el mayordomo y quizá tengan razón, pero soy una persona muy liberal y siempre trato de ser afable con la clase baja. Aparte de esto, cuanto más pensaba en ello, más me convencía a mí mismo de que era una oferta que ningún deportista podía rehusar.
—De acuerdo, Jelks, como quiera.
—Gracias, señor.
Se dirigió hacia la puerta andando despacio, pero cuando tenía la mano puesta en el pomo se volvió:
—¿Le puedo dar un consejo, señor?
—¿Qué es?
—Simplemente decirle que Su Señoría tiende a pujar muy alto.
Bueno, esto era demasiado. Estaba tan asustado que dejé caer el calcetín. Después de todo, una cosa es tener un pequeño arreglo deportivo con el mayordomo acerca de las propinas; pero cuando trata de conchabarse contigo para sacarle dinero a la anfitriona ha llegado el momento de pararle los pies.
—Bueno, Jelks, ya está bien.
—No se ofenda, señor, lo que quiero decir es que puede jugar contra Su Señoría. Ella siempre juega con el comandante Haddock.
—¿Con el comandante Haddock? ¿Jack Haddock?
—Sí, señor.
Observé un tono de burla en los labios de Jelks al hablar de ese hombre, y todavía era peor con lady Turton. Cada vez que decía «Su Señoría» los labios se le curvaban como si estuviera chupando un limón, y había una inflexión en su voz sutilmente jocosa.
—Ahora me debe perdonar, señor. Su Señoría bajará a las siete en punto, así como el comandante Haddock y los otros.
Salió silenciosamente igual que había entrado, dejando una sensación de gran tranquilidad en el cuarto.
Un poco después de las siete, bajé al salón principal. Lady Turton se levantó a saludarme- tan bella como siempre.
—No estaba muy segura de que viniera —dijo con voz curiosamente saltarina—. ¿Cuál es su nombre, por favor?
—Me temo que le tomé la palabra, lady Turton; espero que no la haya retirado.
—No, claro que no —dijo—. Hay cuarenta y siete dormitorios en la casa. Este es mi marido.
Un hombre pequeño salió por detrás de ella y dijo:
—Me alegro de que haya podido venir. Tenía una sonrisa agradable y al darme la mano sentí el roce de la amistad en los dedos.
—Y ésta es Carmen La Rosa —continuó Lady Turton.
Era una mujer que parecía como si tuviera algo que ver con los caballos. Se inclinó hacia mí y, aunque mi mano estaba a medio camino para estrechar la suya, ella no me la tendió, forzándome a hacer un falso movimiento con esa mano en dirección a la nariz.
—¿Está resfriado? Lo siento.
No me gustó miss Carmen La Rosa.
—Y éste es Jack Haddock.
Yo conocía a ese hombre ligeramente. Era director de compañías (a saber qué significará eso) y un miembro muy conocido en sociedad. Su nombre había salido varias veces en mis columnas, pero nunca me había gustado y ello era debido principalmente a que detesto a la gente que lleva los títulos militares en su vida privada, especialmente comandantes y coroneles. Con el traje de etiqueta y su cara muy de hombre, sus cejas negras y dientes grandes y blancos, parecía tan guapo que resultaba casi indecente. Tenía una manera muy estudiada de levantar el labio superior cuando sonreía enseñando los dientes. Me tendió la mano.
—Espero que diga cosas buenas de nosotros en su columna.
—Lo tendrá que hacer —dijo lady Turton—, porque si no yo diré cosas feas de él, en mi primera página.
Yo me reí, pero lady Turton, el comandante Haddock y Carmen La Rosa se volvieron de espaldas y se sentaron de nuevo en el sofá. Jelks me dio una bebida y sir Basil me llevó a la otra parte de la habitación para conversar un rato con él.
A cada momento lady Turton llamaba a su esposo para pedirle algo: otro martini, un cigarrillo, un cenicero, un pañuelo, y cuando él se iba a levantar de la silla se le anticipaba Jelks, solícito y atento a todos los detalles.
Era evidente que Jelks adoraba a su dueño y era fácil de ver que odiaba a su esposa. Cada vez que él hacía algo por ella, el mayordomo se erguía y en su rostro asomaba un gesto de desprecio.
En la cena, la anfitriona sentó a sus dos amigos a su lado. Este arreglo nos dejaba a sir Basil y a mí en la otra parte de la mesa, donde pudimos continuar nuestra agradable conversación acerca de pintura y escultura.
Naturalmente, ahora veía claro que el comandante estaba enamorado de Su Señoría, y también, aunque odio tener que decirlo, La Rosa quería cazar el mismo pájaro.
Todas estas locuras parecían deleitar a la anfitriona, pero no al marido. Me daba cuenta de que él estaba pendiente de ellos todo el tiempo, mientras hablábamos; a menudo su mente se alejaba de la conversación y se cortaba a la mitad de una frase, mientras sus ojos se dirigían a la otra parte de la mesa, deteniéndose patéticamente en aquella adorable cabeza de pelo negro y las pestañas curiosamente aleteantes. Parecía haberse dado cuenta de cómo coqueteaba ella, cómo dejaba su mano descuidada en el brazo del comandante mientras hablaban y cómo la otra mujer, la que debía tener algo que ver con los caballos, decía a cada momento:
—¡Natalia! ¡Oye, Natalia, escúchame!
—Mañana me tiene que enseñar las esculturas que hay en el jardín —propuse yo.
—Naturalmente —dijo él—, lo haré con mucho gusto.
Miró otra vez a su esposa, sus ojos tenían una mirada suplicante y triste. Era un hombre tan bueno y tan pasivo, que aun en esos momentos no había rastro de ira en él, ni veía peligro de una explosión.
Después de cenar fuimos a jugar a las cartas. Yo tenía por compañera a miss Carmen La Rosa contra el comandante Haddock y lady Turton. Sir Basil se sentó silenciosamente en el sofá con un libro en las manos.
No hubo nada digno de mención en el juego: fue rutinario y monótono, pero sobre todo Jelks se puso muy pesado. Se pasó toda la noche deambulando por allí, vaciándonos ceniceros, trayéndonos bebidas y mirando nuestras cartas. Se notaba que era corto de vista y dudo que pudiera ver nuestros juegos porque, por si no lo saben, les diré que aquí en Inglaterra nunca se ha permitido a los mayordomos llevar gafas ni, ya puestos a prohibir, bigote. Es una regla inalterable y muy acertada también, aunque no estoy muy seguro del porqué de esta prohibición. Supongo que el bigote les haría parecer unos caballeros y las gafas resultaban cosa de americanos, en cuyo caso me gustaría saber qué pasa con nosotros. De todas formas, Jelks estuvo muy pesado toda la noche y también lady Turton, a la cual llamaban constantemente por asuntos de la prensa.
A las once en punto levantó los ojos de sus cartas y dijo:
—Basil, ya es hora de que te vayas a la cama.
—Sí, querida, ya voy.
Cerró el libro y estuvo un momento mirando el juego.
—¿Cómo va eso? —preguntó.
Nadie se dignó contestarle, así que yo le dije:
—Muy bien, es una bonita partida.
—Me alegro. Jelks les cuidará y les dará lo que deseen.
—Jelks también puede irse a la cama —dijo ella.
A mi lado oía respirar por la nariz al comandante Haddock y el sonido de las cartas al caer, una por una, en la mesa, y los pasos de Jelks sobre la alfombra.
—¿No quiere que me quede, señora?
—No. Váyase a la cama, y tú también, Basil.
—Sí, querida, buenas noches. Buenas noches a todos. Jelks le abrió la puerta y salió lentamente, seguido de su mayordomo.
Tan pronto terminó la siguiente jugada, dije que yo también quería irme a la cama.
—Muy bien —dijo lady Turton—, buenas noches. Fui a mi habitación, cerré la puerta con pestillo, tomé mi píldora y me acosté.
A la mañana siguiente, domingo, me levanté y vestí hacia las diez y luego bajé a desayunar. Sir Basil estaba allí frente a mí. Jelks le servía riñones asados, con jamón y tomate frito. Se alegró de verme y me sugirió que en cuanto hubiera terminado de desayunar, daríamos un largo paseo por los alrededores. Yo mostré mi agrado por esta sugerencia.
Media hora más tarde salimos. Me sentí muy reconfortado de alejarme de aquella casa y salir al aire libre. Era uno de esos días buenos que aparecen a veces a mitad del invierno, después de una noche de lluvia copiosa, con un sol resplandeciente y ni un soplo de viento. Los árboles desnudos estaban muy bellos a la luz del sol. Todavía caían gotas de las ramas y todo en derredor. Las manchas de humedad titilaban con resplandores de diamantes. El cielo estaba tachonado de nubéculas.
—¡Qué día tan maravilloso!
—Sí, es fantástico.
Ya no volvimos a hablar durante el paseo; no era necesario; pero me llevó por todas partes y lo vi todo: el ajedrez gigante y el resto de aquellas maravillas. Las casitas del jardín, los estanques, las fuentes, los laberintos de los niños, los bosquecillos, las viñas y los árboles nectarianos; y naturalmente, las esculturas. La mayoría de los escultores europeos contemporáneos estaban allí, en bronce, granito, piedra caliza y madera; y aunque era muy bonito verlos erguirse al sol, a mí me parecía que estaban fuera de lugar en una mansión tan clásica.
—¿Descansamos aquí un poquito? —dijo sir Basil, después de haber andado más de una hora.
Nos sentamos en un banco, junto al estanque de lirios de agua, lleno de carpas. Encendimos sendos cigarrillos. Estábamos algo separados de la casa, en un montículo que se levantaba sobre los alrededores, y desde allí veíamos los jardines que se extendían, debajo de nosotros, como un dibujo de los viejos libros de arquitectura jardinera; con setos, praderas, terrazas y fuentes formando un bonito y original dibujo de cuadros y círculos.
—Mi padre compró esta casa antes de nacer yo —dijo sir Basil—, he vivido aquí toda mi vida y me la conozco palmo a palmo. Cada día me gusta más.
—Debe de ser maravillosa en verano.
—Sí lo es. Debería venir a verla en mayo o junio. ^Me promete que vendrá?
—Sí, claro —dije yo—. Me encantaría venir.
Mientras hablaba estaba observando la figura de una mujer vestida de rojo, moviéndose por entre las flores en la distancia. La veía por encima de una gran extensión de césped, con su peculiar modo de andar. Al llegar a la pradera torció hacia la izquierda, pasó por debajo de unos tejos y llegó a una pradera más pequeña que era circular y tenía en su centro una escultura.
—El jardín es más moderno que la casa —dijo sir Basil—; fue plantado en el siglo XVIII por un francés llamado Beaumont, el mismo que hizo Levens, en Westmoreland. Tuvo doscientos cincuenta hombres trabajando aquí, durante un año seguido.
La mujer del vestido rojo se había reunido ahora con un hombre. Estaban cara a cara, a un metro de distancia, justo en el centro del jardín de aquella pequeña pradera, aparentemente conversando. El hombre tenía un objeto negro en su mano.
—Si le interesa, le enseñaré las cuentas que Beaumont le presentaba al viejo duque, mientras estaban haciendo las obras.
—Me gustaría mucho verlas. Deben de ser interesantes.
—Pagaba a sus trabajadores cada día y trabajaban diez horas.
En la claridad del día, no era difícil seguir los movimientos y gestos de las figuras de la pradera. Ahora se habían vuelto hacia la escultura y la señalaban como burlándose de ella, probablemente riéndose de su forma. Vi que se trataba de una escultura de Henry Moore hecha de madera, un fino objeto de singular belleza que tenía dos o tres orificios y un número de extraños miembros salientes.
—Cuando Beaumont plantó los tejos para el ajedrez gigante y todas las otras cosas, sabía que no lucirían hasta dentro de cien años. Nosotros no tenemos esa paciencia para plantar ahora, ¿verdad?
—No, ciertamente que no.
El objeto que el hombre tenía en la mano resultó ser una cámara fotográfica y ahora se había retirado dos pasos y estaba tomando fotografías a la mujer, al lado del Henry Moore. Ella iba adoptando diferentes poses, en todas ellas, por lo que yo distinguía, pretendiendo ser graciosa. Una vez puso sus brazos alrededor de uno de los miembros salientes y se abrazó a él, otra vez se subió y se sentó a caballo sobre él, llevando unas riendas imaginarias en sus manos. Los tejos ocultaban a las dos personas de la casa y del resto del jardín, excepto en la pequeña colina donde nosotros estábamos sentados. Ellos estaban seguros de que nadie los veía y, aunque hubiesen mirado hacia nosotros, estando de cara al sol dudo que vieran a dos figuras sentadas en el estanque.
—Me gustan esos tejos —habló sir Basil—: su color hace muy bonito en un jardín, porque los ojos pueden descansar en ellos, y en verano rompen la monotonía de la brillantez, con sus frutos colorados y sus pequeñas floréenlas. ¿Se ha fijado en los diferentes tonos de verde que hay en los árboles?
—Es realmente muy bonito.
El. hombre parecía estar explicando algo a la mujer, apuntando con el dedo a Henry Moore. Me daba cuenta, por la forma de mover las cabezas, que estaban riendo otra vez. El hombre continúen señalando con el dedo. Entonces la mujer se fue por detrás de la escultura de madera, se inclinó y metió la cabeza en uno de los agujeros. El conjunto tenía el tamaño, yo diría, de un caballo joven, y desde aquí se podían ver las dos partes, a la izquierda el cuerpo de la mujer y a la derecha su cabeza saliendo del agujero. Era como uno de esos juegos de playa en los que se pone la cabeza en el agujero de un panel para ser fotografiado como una señora gorda. En aquellos momentos el hombre le estaba haciendo una foto.
—Hay otra cosa sobre los tejos —continuó sir Basil—. Al principio del verano, cuando brotan los capullos... Dejó de hablar repentinamente. Su cuerpo se irguió.
—Sí —dije yo—. ¿Cuando los capullos brotan...?
El hombre ya había tomado la foto, pero la mujer todavía tenía la cabeza en los agujeros. Le vi poner las manos y la máquina en la espalda y avanzar hacia ella. Se inclinó hasta tocar su rostro y le dio, supongo, algunos besos o algo parecido. En el silencio que siguió imaginé oír una risa femenina donde ellos estaban.
—¿Volvemos a casa? —pregunté.
—¿A casa?
—Sí. ¿Volvemos a tomar algo antes de comer?
—¿Una bebida? Sí, tomaremos algo.
Pero no se movió. Se sentó muy quieto, lejos de mí, mirando a las dos figuras con intensidad. Yo también las miraba, no podía separar los ojos, tenía que mirarlas. Era como ver un ballet en miniatura. Conocía a los artistas y la música, pero no el final de la historia, ni la coreografía, ni lo que iba a pasar. Estaba fascinado y no podía hacer otra cosa.
—Gaudier Breska —dije yo—. ¿Dónde cree usted que hubiera llegado si no hubiera muerto tan joven?
—¿Quién?
—Gaudier Breska.
—Sí —habló distraídamente—, desde luego...
Ahora notaba que algo raro estaba pasando. La mujer tenía todavía la cabeza en el agujero, pero estaba empezando a remover su cuerpo de un lado a otro de una forma extremadamente peculiar. El hombre, a un paso de ella, la miraba sin hacer ningún movimiento. Por unos momentos se quedó quieto; luego puso la máquina en el suelo y se dirigió a la mujer, tomando la cabeza entre sus manos; de repente se convirtieron de figuras de ballet en marionetas; pequeñas figuritas de madera haciendo movimientos bruscos e irreales en un lejano escenario.
Permanecimos sentados sin decir una sola palabra. Observábamos cómo la delgada marioneta masculina manipulaba la cabeza de la mujer. Lo hacía suavemente, de esto no había duda alguna, suave y lentamente, dando un paso atrás de vez en cuando para pensar un modo mejor de sacarle la cabeza de allí, o bien moviéndose hacia un lado para ver desde otro ángulo la posición de ésta. En cuanto la dejaba sola, la mujer volvía a retorcerse de la misma manera que se mueve un perro cuando se le pone la cadena por vez primera.
—No puede salir —dijo sir Basil.
El hombre se dirigió a la otra parte de la escultura donde estaba el cuerpo de la mujer, levantó las manos y empezó a manipular con el cuello. De repente, desesperado, le dio dos o tres estirones por el cuello. Esta vez el sonido de la voz de ella se dejó oír con ira y dolor, y llegó hasta nosotros nítidamente a través de la luz del día.
Por el rabillo del ojo vi a sir Basil mover la cabeza repetidas veces.
—Una vez metí la mano en un jarrón de dulces y no la pude sacar —dijo.
El hombre había retrocedido unos metros. Tenía la manos en las caderas y la cabeza levantada. Se le notaba furioso y desesperado al mismo tiempo. La mujer, en su poco confortable posición, parecía hablarle, o más bien gritarle y aunque no podía moverse mucho, las piernas las tenía libres y las movía continuamente.
—Rompí el jarrón con un martillo y le dije a mi madre que se me había caído del estante sin darme cuenta.
Ahora parecía más calmado, aunque su voz tenía un curioso tono.
—Creo que deberíamos ir, por si acaso podemos ayudarles en algo.
—Creo que sí.
Pero no se movió. Sacó un cigarrillo y lo encendió, poniendo luego el fósforo gastado en la caja de nuevo. Nos levantamos y bajamos lentamente la cuesta de la pequeña colina.
—¡Oh, perdone! ¿Quiere uno?
—Sí, gracias.
Hizo una pequeña ceremonia para darme el cigarrillo y encendérmelo él mismo, poniendo otra vez el fósforo gastado dentro de la caja.
Nuestra llegada fue una sorpresa para ellos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó sir Basil. Hablaba suavemente, con una peligrosa suavidad que estoy seguro su esposa no había oído nunca anteriormente.
—Ha metido la cabeza en el agujero y ahora no puede sacarla de ahí —dijo el comandante Haddock—. Fue para sacarle una foto.
—¿Para qué una foto?
—¡Basil! —gritó lady Turton—. ¡No digas tonterías y haz algo!
No se podía mover mucho, pero podía hablar.
—Es evidente que tendremos que romper este pedazo de madera —dijo el comandante.
En su bigote gris había un tinte rojo, y esto, con un poco más de color en sus mejillas, le hacía extremadamente ridículo.
—¿Romper el Henry Moore?
—Mi querido amigo, no hay otra forma de liberar a la señora. Dios sabe cómo se las ha compuesto para meterse, pero lo cierto es que ahora no puede sacar la cabeza. Las orejas lo impiden.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó sir Basil—. ¡Qué pena! ¡Mi precioso Henry Moore!
En aquel momento lady Turton empezó a hablarle a su marido de una forma muy desagradable, que no se sabe hasta cuándo hubiera durado si no hubiera salido Jelks repentinamente de las sombras. Apareció silenciosamente por la pradera y se colocó a cierta distancia de sir Basil como esperando instrucciones. Su traje negro resultaba ridículo en la soleada mañana. Todo en él resultaba anticuado, como si fuera un animalito que hubiera vivido toda su vida en un agujero bajo tierra.
—¿Puedo hacer algo, sir Basil?
Mantuvo su voz normal, pero su cara reflejaba destellos misteriosos al ver el estado de lady Turton.
—Sí, Jelks. Vuelve y tráeme una sierra o algo para que pueda cortar la madera.
—¿Llamo a alguno de los hombres, sir Basil? William es un buen carpintero.
—No, lo haré yo mismo, date prisa.
Mientras esperaban a Jelks, yo me separé de allí porque no quería oír las cosas que lady Turton decía a su marido. Volví en el momento en que regresaba el mayordorno, seguido de la otra mujer, Carmen La Rosa, quien se acercó rápidamente a la anfitriona.
—¡Natalia! ¡Mi querida Natalia! ¿Qué te han hecho?
—¡Oh, cállate! —contestó la otra—. ¡Quítate de enmedio!
Sir Basil se colocó muy cerca de la cabeza de su mujer, esperando a Jelks. Este avanzaba despacio, llevando una sierra en la mano y un hacha en la otra y se paró delante de él. Le enseñó ambas herramientas para que escogiera y hubo un momento, sólo un segundo o dos, de silencio y de espera. Por casualidad miré a Jelks en ese momento. Vi que la mano que llevaba el hacha sobresalía dos centímetros más en dirección a sir Basil. Fue un movimiento tan imperceptible que nadie se dio cuenta. Adelantó la mano, lenta y secretamente, con una oferta acompañada quizá de un pequeñísimo enarcamiento de cejas.
No estoy seguro de que sir Basil lo viera, pero dudó unos instantes y, de nuevo, la mano que llevaba el hacha se extendió hacia adelante. Era exactamente igual que ese truco de las cartas, en que un hombre te dice «coge la que quieras» y siempre se coge la que él quiere.
Sir Basil cogió el hacha. Le vi acercarse a ella en actitud casi sonámbula y luego aceptarla de Jelks. Pero en el momento en que la asió entre sus manos, pareció darse cuenta de lo que se quería de él y volvió a la vida.
Para mí, después de aquello, fue como ese terrible instante en que se ve a un niño cruzando la calle en el momento en que viene un coche y lo único que se puede hacer es cerrar los ojos y esperar a que el ruido nos diga lo que ha sucedido. El momento de la espera se convierte en un lúcido período de tiempo lleno de lunares amarillos y negros, que bailan en un campo oscuro y aunque se abran los ojos y se encuentre con que nadie está herido, ni muerto, no existe ninguna diferencia, porque en nuestra imaginación sucedió así.
Yo vi este accidente, con todos sus detalles, y no abrí los ojos hasta que oí la voz de sir Basil llamando con ligera insistencia al mayordomo.
—Jelks —llamó.
Al mirar le vi, tranquilo como siempre, sosteniendo aún el hacha con las manos. La cabeza de lady Turton estaba allí también, todavía metida en el agujero, pero su rostro tenía un color gris ceniza y su boca se abría y se cerraba, emitiendo sonidos inarticulados.
—Escucha, Jelks —dijo sir Basil—. ¿En qué estabas pensando? Esto es demasiado peligroso. Dame la sierra.
      Al cambiar los instrumentos, vi por primera vez colorearse las mejillas de ella y, encima, en torno a los ojos, las arrugas que se producen cuando uno sonríe.




El divorcio de "Brangelina" / Drogas, infidelidades y un patrimonio de 400 millones de dólares

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Los detalles del divorcio de 'Brangelina': drogas, infidelidades y un patrimonio de 400 millones de dólares

La actriz ha sorprendido al solicitar el divorcio de Pitt



PABLO SCARPELLINI
Los Angeles

21/09/2016 10:30

El suyo era un divorcio perseguido desde el principio de su historia por la prensa sensacionalista y, finalmente, ha sucedido. Angelina Jolie ha presentado la petición para separarse definitivamente de Brad Pitt tras 12 años de relación, dilapidando aún más el concepto de matrimonios estables en Hollywood y acabando con la pareja más poderosa de Hollywood, en lo que a repercusión mediática se refiere.

Los motivos aún son un tanto dudosos, aunque se ha hablado de consumo de drogas por parte del actor, conatos de violencia doméstica y falta de destreza a la hora de educar a sus hijos. También formó parte de la ecuación un presunto romance del actor de 52 años con Marion Cotillard. La actriz francesa y Pitt coincidieron en el rodaje de Aliados y eso desató la cadena de rumores, con embarazo de por medio de la ganadora del Oscar en 2007 por su trabajo en La vie en rose.













Hubiera sido una especie de venganza divina por lo sucedido durante el rodaje de Mr. and Mrs. Smith en 2005, cuando Jolie se interpuso entre Jennifer Aniston y el que ahora va camino de convertirse en su ex marido, pero la realidad parece ser diferente. El portal TMZ, que fue el que dio primero la noticia del divorcio, asegura que el consumo de marihuana por parte de Pitt y sus constantes ataques de ira hicieron imposible la convivencia en familia.

Es todo una especulación rampante, en cualquier caso, como siempre ha ocurrido con esta pareja, sacudida por exclusivas falsas desde el principio de los tiempos. Por eso, y mientras se conocen los verdaderos motivos de la ruptura, parece claro que ahora quedan dos frentes abiertos de importancia que resolver. Uno tiene que ver con la custodia de sus seis hijos y el otro con el reparto del dinero. De acuerdo a distintas fuentes, la fortuna combinada de ambos supera los 400 millones de dólares, con residencias en varias partes del mundo e incluso una fundación de carácter benéfico que pusieron en marcha en 2006.

Un vasto patrimonio













Jolie, que quiere la custodia de Maddox, su primer hijo adoptado, de 15 años, Pax, de 12 años, Zahara de 11, Shiloh, de 10, y sus dos gemelos nacidos en Namibia, Vivienne y Knox, de momento tiene la sartén por el mango. Se cree que todas esas propiedades están a su nombre, aunque las leyes de California podrían determinar que se haga un reparto equitativo. Su principal mansión está ubicada al este de Hollywood, en las colinas donde muchos miembros del gremio tienen su residencia, una propiedad con varios edificios dentro y que han ido ampliando con el paso de los años.

Lo curioso es que la vivienda ya era de Pitt cuando estaba casado con Jennifer Aniston y por la que pagó 1,7 millones de dólares hace más de 15 años. Con la llegada de Jolie, fue adquiriendo casas adyacentes en las que hizo construir una estructura para los niños, una especie de gran parque con todo tipo de atracciones. Después está su enorme propiedad en el sur de Francia, Chateua Miraval, localizada en Brignol, un castillo con viñedos que costó 60 millones de dólares y en donde se dice que celebraron su boda en agosto de 2014 junto a sus hijos y un grupo selecto de invitados.



También se hablará de su casa en Santa Bárbara, ésta adquirida por la actriz antes de conocer a Pitt, y de la que el protagonista de Oceans Eleven tiene en Nueva Orleans, una propiedad de la que se ha tratado de deshacer desde hace un tiempo. Está valorada en seis millones de dólares. Esa vivienda la compraron en 2006 y se usó para el rodaje de El curioso caso de Benjamin Button, con cinco habitaciones, cinco baños y una casa de invitados que ocupó durante un tiempo Jonah Hill. Parece una barbaridad, pero hay más. Algunas informaciones hablan de una casa en Los Angeles que compró Jolie en 2007 y que no se sabe si todavía posee y que podría sumar a la cuenta final.












Polémica por la custodia de sus hijos

Después está la fundación que ha donado millones de dólares a causas como la reconstrucción de localidades tras el paso del huracán Katrina, o cuestiones médicas en países como Namibia y Etiopía. Quién manejará la fundación y cuál será su futuro son cuestiones también por resolver. En cuanto a la custodia de sus hijos, no hay duda de que la ventaja también es para Jolie. La directora y actriz quiere encargarse personalmente de los seis, y para conseguirlo contará en su bando con la mayor especialista de Beverly Hills en el asunto, Laura Wasser, que entre otros casos, se ha encargado de Antonio Banderas y Melanie Griffith o de la más reciente disputa entre Johnny Depp y Amber Heard.

Claro queda que la batalla entre ambos será dura y escrudiñada por los medios hasta la saciedad, de ahí la petición de Pitt, el único de los dos que se ha pronunciado al respecto de momento. "Estoy muy triste por esto, pero lo que más importa es el bienestar de los niños", indicó el actor. "Amablemente pido a la prensa que les den el espacio que se merecen durante estos momentos complicados". Difícil lo va a tener.

EL MUNDO





DE OTROS MUNDOS
Angelina Jolie / Desnuda
Steven Klein / Brad Pitt en casa
Jennifer Aniston lamenta el divorcio de Brad Pitt

PESSOA
Brangelina / Álcool, maconha e descontrole de Pitt levaram Jolie a pedir o divórcio
Segundo a Internet, Jennifer Aniston é a pessoa mais feliz do planeta neste momento


RIMBAUD
Brad Pitt et Angelina Jolie, un divorce de cinéma

DANTE
Angelina Jolie divorzia da Brad Pitt / Conflitti sui figli e abuso di sostanze

DRAGON
Angelina Jolie to Divorce Brad Pitt, Ending ‘Brangelina’


Emily Blunt / La chica del tren

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THE GIRL ON THE TRAIN
LA CHICA DEL TREN
Posters















Jennifer Aniston lamenta el divorcio de Brad Pitt

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Posters / Mr. & Mrs. Smith


Brad Pit y Angelina Jolie / Mr. & Mrs. Smith / Tango

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Brad Pitt y Angelina Jolie
Mr. & Mrs. Smith 
Tango






Brad Pitt y Angelina Jolie / Marion Cotillard niega en un comunicado ser ‘la otra’

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Marion Cotillard

Marion Cotillard niega en un comunicado ser ‘la otra’




La actriz francesa difunde un mensaje en el que asegura no tener ninguna relación con Brad Pitt y desea a Angelina Jolie que encuentre "la paz"



"Hace muchos años que conocí al hombre de mi vida, padre de mi hijo y del bebé que viene en camino. Él es mi amor, mi mejor amigo y el único que necesito."

Marion Cotillard y Brad Pitt, el pasado marzo durante el rodaje en Londres de su película 'Aliados'.CORDON PRESS

EL PAÍS
Madrid 22 SEP 2016 - 04:32 COT


La actriz francesa Marion Cotillard ha negado, en un mensaje en su perfil verificado de Instagram, los rumores que la situaban como la causante del divorcio entre Angelina Jolie y Brad Pitt.






"Esta va a ser mi primera y única reacción al torbellino informativo que reventó hace 24 horas y que me arrastró. No estoy acostumbrada a comentar cosas como esta, ni a tomarlas en serio, pero ya que esta situación llegó demasiado lejos y al ver que le afecta a la gente que quiero, tengo que hablar", dice la intérprete que en una de sus últimas películas comparte pantalla con Pitt. Y agrega: "Antes de nada, decir que yo hace muchos años que conocí al hombre de mi vida, padre de mi hijo y del bebé que viene en camino. Él es mi amor, mi mejor amigo y el único que necesito. Segundo, a esos que han indicado que estoy devastada, les digo que estoy muy bien. Esta conversación no es preocupante. Y a todos los medios y los haters que juzgan con rapidez, les deseo una pronta recuperación. Para terminar, deseo que Angelina y Brad, a quienes respeto mucho, encuentren paz en este momento tan perturbador. Con todo mi amor, Marion", concluye la actriz.
Tras más de una década juntos y apenas dos años después de casarse, Jolie pidió el lunes el divorcio a Pitt y solicitó la custodia física de los seis hijos que tiene la pareja: tres adoptados -Maddox (Camboya), Pax (Vietnam) y Zahara (Etiopía)- y tres biológicos -Shiloh y los gemelos Knox y Vivienne-.
Según las primeras versiones, un detective informó a Jolie de que el rodaje de la película en el que estaban Brad Pitt y Marion Cotillard estaba "lleno de drogas duras y prostitutas rusas". Una fuente relacionada con la actriz aseguró: "Él está atravesando la crisis de la mediana edad y Angie está harta. Ella tenía la sensación de que estaba haciendo tonterías durante el rodaje y, efectivamente, estaba".
Pitt y Cotillard compartieron rodaje en Aliados, una película ambientada en la Segunda Guerra Mundial que en mayo se instaló en Canarias. La nueva película de Robert Zemeckis, autor de Regreso al futuro y Forrest Gump, cuenta la historia del oficial de inteligencia Max Vatan (Brad Pitt), quien se encuentra en 1942 en el norte de África con la combatiente de la resistencia francesa Marianne Beausejour (Marion Cotillard) en una arriesgada misión tras las líneas enemigas.

Así consigue las exclusivas TMZ, la web que destapa los escándalos

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7 May 2013 – Beverly Con Laura Wasser, la abogada de Angelina Jolie en su divorcio.

Así consigue las exclusivas TMZ, la web que destapa los escándalos


Dio la noticia de la muerte de Michael Jackson 18 minutos después de que dejase de respirar y desveló en primicia el divorcio de 'Brangelina'. ¿Cómo ha conseguido convertirse en la voz más autorizada de las exclusivas de famosos?


TMZ divorcio brad pitt angelina jolie
Harvey Levin, el hombre que ideó la web de cotilleo que para el 'New Yorker' es "suciedad digital".
Foto: TMZ


No era la primera vez que se decía que Brad Pitt y Angelina Jolie se iban a separar. Una sola revista, Star, venía dedicando portadas (¡nada menos que 36!) a la supuesta ruptura desde 2008. Pero esta vez era distinto: lo decía TMZ. El mismo medio digital que anunció la muerte de Michael Jackson 18 minutos después de que el autor de Thriller dejara de respirar, la misma que publicó el vídeo de Solange Knowles pateando a su cuñado Jay-Z en un ascensor, la que colgó la diatriba antisemita de Mel Gibson, la que hundió la fachada de buen chaval de Tiger Woods, la que dio las fotos de la paliza de Chris Brown a Rihanna. Así que en cuestión de minutos todos los medios tradicionales, del New York Times a la BBC, se vieron obligados a informar del divorcio de la pareja más famosa del mundo citando a TMZ, una web de cotilleos de métodos más que cuestionables, que titula con exclamaciones, practica el insulto misógino y basa su método en el pecado cardinal del periodismo: pagar a las fuentes.
La noticia original del divorcio de Brangelina, publicada el martes, tiene todas las trazas del estilo TMZ: es muy corta, cita a una fuente judicial, deja caer alusiones a drogas y problemas de carácter de Brad Pitt y muestra cero preocupación por la redacción y por la estética. Se ilustró con un montaje feo de dos fotos poco favorecedoras de los dos actores separados por un jirón. Además, se nombra a Laura Wasser, la abogada de Jolie, habitual en los divorcios de Hollywood, por el apodo que se le suele dar en la web, Disso Queen. Los observadores expertos en la industria del cotilleo rápidamente entendieron esto como una prueba de que la noticia era cierta. Según un extenso artículo que publicó The New Yorker en enero de este año sobre la maquinaria de TMZ (titulado, con pocas contemplaciones, Suciedad digital) Wasser es una de los muchos abogados que mantienen relaciones más que estrechas con TMZ y que intercambian información y documentos legales a cambio de publicidad gratuita y favores para sus clientes. No casualmente, la web publicó la demanda de divorcio de Kim Kardashian a su marido de 72 días, Kris Humphries, minutos después de que Wasser la presentase en los juzgados.
¿Cómo ha conseguido un medio de menos de 12 años (casualmente, los mismos que la relación de Pitt y Jolie) convertirse en la voz más autorizada en cuanto a exclusivas de famosos, cambiar la estética de esas noticias (cuánto peor la imagen, más creíble) y, por ende, alterar incluso el comportamiento de esos famosos? Éstas son las claves de su método:
Presta atención a la letra pequeña.
El fundador y alma de TMZ, el polémico Harvey Levin, es un abogado californiano de 62 años que se hizo famoso como comentarista en las televisiones locales de Los Ángeles durante el juicio a O.J.Simpson (aunque su exclusiva más famosa resultó ser falsa) y suele presumir de que “utiliza su título de Derecho cada cinco minutos”. TMZ tiene a tres reporteros apostados todo el día en los juzgados de Los Ángeles y Levin ha enseñado a todos sus redactores y editores a descifrar la información jurídica.
Además, el empresario se cuida mucho de publicar informaciones que puedan llevarle  a él a los juzgados. Hasta la fecha no ha prosperado ninguna demanda por difamación contra TMZ, en parte porque muchos famosos temen al efecto Streisand, a que su querella de más eco a la noticia que les enfurece, pero sobre todo porque Levin sabe evitar los territorios resbaladizos. Por ejemplo: la información que atañe a menores.
Tiene informadores hasta en el infierno.
Se ha dicho que TMZ funciona más como una agencia de inteligencia (en tiempos de Guerra Fría) que como un medio tradicional. Y ha convertido Los Ángeles, su territorio natural, en un campo minado de topos. TMZ paga cantidades regulares a funcionarios de los juzgados (su especialidad) y otras instituciones, a conductores de Uber y servicios de limusinas, a chóferes de ambulancias (el chivatazo de la muerte de Jackson lo dio un paramédico), a empleados de las aerolíneas que informan de cuando hay un famoso a bordo de su avión, camareros, aparcacoches, trabajadoras de centros de estética y durante un tiempo se dijo que pagaba incluso a los sin techo. Además, cualquiera que haga una foto o tenga información sobre un famoso puede llamar a TMZ y negociar un precio.
 No necesita favores.
La crónica social tradicional se apoya en el llamado “periodismo de acceso”. Los publicistas, los estudios y las marcas que contratan los servicios de las estrellas limitan y garantizan el acceso de los medios a ellos a cambio de una cobertura favorable. Si una publicación aspiraba entrevistar a, pongamos, Jennifer Lawrence, en un futuro próximo, se cuidará de publicar algo negativo sobre ella por temor a que la veten. TMZ nació junto a una generación de blogs de cotilleo de su misma hornada –Just Jared, Perez Hilton, D Listed, Lainey Gossip– con la intención de subvertir ese modelo. Ni podían ni aspiraban a tener jamás cinco minutos a solas con una estrella y por tanto eran libres para decir lo que quisiesen. Esta política de tierra quemada les ha ganado enemigos jurados entre los famosos. Después de que TMZ colgase la famosa cinta en la que llamaba “pequeña cerda” a su hija de once años, Alec Baldwin dijo que TMZ es el “forúnculo purulento en el ano de América” y que fantaseaba con agredir a su dueño con un arma oxidada “hasta ver sus entrañas derramarse por mi antebrazo como en una escena de Macbeth”.
tmz laura wasser
Así es la sala principal del búnker de la redacción. No hay luz natural y las jornadas son de 14 horas. La media de permanencia es de un año.



“Los Ángeles es una ciudad muy Kevin Bacon”, suele decir Levin. Y con eso se refiere al famoso teorema según el cual todo el mundo tiene menos de seis grados de separación con el actor de Apolo 13. Por eso, algunos de sus primeros empleados fueron la hija del abogado de Paris Hilton y el hijo del sheriff del Condado de Orange. Nunca se sabe qué escucharan en casa a la hora de la cena.
Conoce a su audiencia.
Una web de un medio de crónica social tradicional, como la revista People, puede tener hasta un 80 o un 90% de audiencia femenina. En cambio, en TMZ está equilibrado el número de lectores hombres y mujeres y esa es una clave de su éxito, que atrajo a lectores que antes jamás habían consumido este tipo de información, creó una generación nueva de consumidores de noticias sobre famosos. El problema es que Levin corteja a esa audiencia masculina apelando a sus más bajos instintos. Cuando no publica exclusivas,TMZ trafica con el mismo cotilleo de baja intensidad que el resto de webs pero les da una pátina faltona y misógina. Según muchos ex empleados que han trabajado allí (suelen durar menos de un año, entre otras cosas porque las condiciones de trabajo son pésimas, con jornadas de 14 horas en un bunker al que no llega la luz del sol) y que habaron en el citado artículo de The New Yorker y en este otro extenso reportaje deBuzzfeed, en la redacción también se respira una atmósfera de bullying y sexismo. En 2013, una empleada denunció al productor ejecutivo Evan Rosenblum por discriminación de género y por “humillación continua” con insultos como “no seas una nenaza” y “odio esta mierda que me has entregado”.
 Calla tanto como habla.
Al igual que el legendario cajón secreto de Sánchez Junco en la revista Hola, todo el mundo sabe que existe una caja fuerte en TMZ donde se guardan vídeos y fotos comprometidas de decenas de famosos. El más conocido, que nadie ha visto pero todo el mundo conoce, es una grabación de Justin Bieber cuando tenía 15 años diciendo la palabra “nigger” y haciendo una broma con el Ku Kux Klan por el que el medio pagó una altísima cantidad pero decidió no publicar, teóricamente porque Bieber era menor de edad. La práctica mantiene a las estrellas y a sus engranajes alerta y permite a TMZ utilizar esos materiales prohibidos como herramienta de amenaza y coacción. A cambio de mantener ese vídeo en la caja secreta, TMZ puede pedir a cambio a un publicista que le ceda o le confirme información de otro cliente.
Artículo actualizado el 22 septiembre, 2016 | 11:43 h

Pablo Neruda / 19 / Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas

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Monica Bellucci

Pablo Neruda

19

Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas

Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas,
el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas,
hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos
y tu boca que tiene la sonrisa del agua.

Un sol negro y ansioso se te arrolla en las hebras
de la negra melena, cuando estiras los brazos.
Tú juegas con el sol como con un estero
y él te deja en los ojos dos oscuros remansos.

Niña morena y ágil, nada hacia ti me acerca.
Todo de ti me aleja, como del mediodía.
Eres la delirante juventud de la abeja,
la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga.

Mi corazón sombrío te busca, sin embargo,
y amo tu cuerpo alegre, tu voz suelta y delgada.
Mariposa morena dulce y definitiva
como el trigal y el sol, la amapola y el agua.






VEINTE POEMAS DE AMOR Y UNA CANCIÓN DESESPERADA




Pablo Neruda / 20 / Puedo escribir los versos más tristes esta noche

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Pablo Neruda
Biografía

20

Puedo escribir los versos más tristes está noche

Puedo escribir los versos más tristes está noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche esta estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,






Pablo Neruda / Una canción desesperada

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Ilustración de Chirag Bangdel

Pablo Neruda
Biografía
UNA CANCIÓN DESESPERADA
Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy.
El río anuda al mar su lamento obstinado.

Abandonado como los muelles en el alba.
Es la hora de partir, oh abandonado!

Sobre mi corazón llueven frías corolas.
Oh sentina de escombros, feroz cueva de náufragos!

En ti se acumularon las guerras y los vuelos.
De ti alzaron las alas los pájaros del canto.

Todo te lo tragaste, como la lejanía.
Como el mar, como el tiempo. Todo en ti fue naufragio!

Era la alegre hora del asalto y el beso.
La hora del estupor que ardía como un faro.

Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego,
turbia embriaguez de amor, todo en ti fue naufragio!

En la infancia de niebla mi alma alada y herida.
Descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!

Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo.
Te tumbó la tristeza, todo en ti fue naufragio!

Hice retroceder la muralla de sombra,
anduve más allá del deseo y del acto.

Oh carne, carne mía, mujer que amé y perdí,
a ti en esta hora húmeda, evoco y hago canto.

Como un vaso albergaste la infinita ternura,
y el infinito olvido te trizó como a un vaso.

Era la negra, negra soledad de las islas,
y allí, mujer de amor, me acogieron tus brazos.

Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta.
Era el duelo y las ruinas, y tú fuiste el milagro.

Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme
en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos!

Mi deseo de ti fue el más terrible y corto,
el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido.

Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas,
aún los racimos arden picoteados de pájaros.

Oh la boca mordida, oh los besados miembros,
oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados.

Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo
en que nos anudamos y nos desesperamos.

Y la ternura, leve como el agua y la harina.
Y la palabra apenas comenzada en los labios.

Ese fue mi destino y en él viajó mi anhelo,
y en él cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio!

Oh, sentina de escombros, en ti todo caía,
qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron!

De tumbo en tumbo aún llameaste y cantaste.
De pie como un marino en la proa de un barco.

Aún floreciste en cantos, aún rompiste en corrientes.
Oh sentina de escombros, pozo abierto y amargo.

Pálido buzo ciego, desventurado hondero,
descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!

Es la hora de partir, la dura y fría hora
que la noche sujeta a todo horario.

El cinturón ruidoso del mar ciñe la costa.
Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros.

Abandonado como los muelles en el alba.
Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos.

Ah más allá de todo. Ah más allá de todo.
Es la hora de partir. Oh abandonado!



DE OTROS MUNDOS
Veinte poemas de amor y una canción desesperada

KISS
Twenty Love Poems and a Song of Despair 




Las mujeres más bellas del mundo / Natalia Morante

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LAS MUJEREMÁS BELLADEL MUNDO

Natalia Morante








Antonio Colinas / Simonetta Vespucci

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Antonio Colinas
SIMONETTA VESPUCCI

Il vostro passo di velluto
E il vostro sguardo di vergine 
violata

Dino Campana
Simonetta,
por tu delicadeza
la tarde se hace lágrima,
funeral oración,
música detenida.
Simonetta Vespucci,
tienes el alma frágil
de virgen o de amante.
Ya Judith despeinada
o Venus húmeda
tienes el alma fina de mimbre
y la asustada inocencia
del soto de olivos.
Simonetta Vespucci,
por tus dos ojos verdes
Sandro Boticelli te ha sacado del mar,
y por tus trenzas largas
y por tus largos muslos,
Simonetta Vespucci
que has nacido en Florencia.


Antonio Colinas
Sepulcro en Tarquina
Col. Provincia León, 1975


Octavio Escobar / El vuelo del mamarracho

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Ilustración de Triunfo Arciniegas
Octavio Escobar
EL VUELO DEL MAMARRACHO


El tío Pipo superó la crisis y volvió al taller y a los televisores dañados. Un día encontró en el periódico el anuncio de una carrera de carros de balineras que se realizaría dos meses después y, emocionado, me escogió como su copiloto.

La construcción de un carro de balineras es sencilla: un armazón rectangular de madera o metal, un eje anterior que sirva de dirección, cuatro balineras y poco más. Para él las cosas no podían ser tan simples: seleccionar el tipo y el tamaño de las balineras fue un proceso delicadísimo, así como encontrar la madera adecuada para darle la forma más aerodinámica posible. Además, el tío Pipo quería espejo retrovisor, caja de herramientas y pito. Correríamos entre dos barrios unidos por una cuesta de casi tres kilómetros de larga, pero, en cada uno de ellos, había un recorrido más o menos plano en el que uno de los dos gastaría zapatos y energías empujando el carro. Una cosa que no les falta a los adolescentes es energía; tampoco a los maníacos: el tío Pipo y yo éramos el equipo perfecto.

Entre un televisor dañado y otro, el tío Pipo consultó libros sobre automóviles e hizo cientos de dibujos para llegar al mejor diseño. Los trazaba con lápices de muchos colores, a los que afilaba la punta una y otra vez, para que las líneas le salieran delgadas y muy precisas. También me midió y me pidió que lo midiera, para que las dimensiones del carro fueran las adecuadas para nuestros cuerpos. Con el producto final, nueve hojas grandes en las que también hizo anotaciones con su letra muy redonda, fue a la ferretería y donde el carpintero, y no descansó hasta que le proporcionaron exactamente lo que quería. Consciente de nuestro esfuerzo, mi padre se encargó de inscribirnos en la carrera. Ocho días antes, un sábado en la mañana, pintamos las piezas de rojo, azul, verde, amarillo y naranja, y las ensamblamos casi de noche, muy emocionados. El domingo, muy temprano, hicimos un descenso de prueba y quedamos tan satisfechos que nos felicitamos como si ya hubiéramos ganado. Yo sentía que la velocidad quería arrancarme el timón de las manos mientras el tío Pipo gritaba de emoción.

De regreso a casa de los abuelos, sembró en mi cabeza la imagen de nuestro carro vencedor, deteniéndose gracias a una sábana blanca recortada y atada como recomiendan los manuales de paracaidismo.

Durante la semana, revisamos una y otra vez la ruta de la carrera, en un mapa que el tío Pipo llenó de indicaciones con sus lápices de colores. Ansioso, yo memorizaba sus instrucciones y sus advertencias, incluso fui en secreto a recorrer las calles por las que correríamos, y me di cuenta de que el tío Pipo había hecho lo mismo, porque en su mapa no faltaba ningún detalle, ni las rejillas de alcantarillado, ni un andén más alto que los otros. La víspera de la carrera me acosté temprano pero dormí mal, y mi mamá no tuvo que despertarme para que bajara a desayunar. Jimena me regaló unas gafas de alpinista para que el viento no me llenara los ojos de polvo y mi padre aplazó la supervisión de una obra para llevarnos al lugar de partida. Recogimos el carro y al tío Pipo y fuimos de los primeros en reclamar nuestro número a los organizadores. Nos correspondió el siete, pero el tío Pipo exigió que nos dieran el once, su número de la suerte y, según declaró, “El número adecuado para un par de superhéroes”. Yo me esforcé en no notar que nos miraban con extrañeza y como burlándose. A medida que llegaban nuestros competidores, que parecían conocerse entre ellos, yo sentí que el tío Pipo y yo estábamos solos, luchando contra el mundo. Sus carros eran más sencillos y el tío Pipo me sonrió muy seguro, sintiéndose superior. Mi padre nos deseó buena suerte:

—Tengan cuidado, por favor. Recuerden el freno. —Palmoteó nuestras espaldas—. Los espero en la meta.

Y la carrera comenzó en un momento en que el público, que era mucho, dejó de gritar; una modelo en patines agitó la bandera a cuadros.

La verdad es que nunca estuvimos ni cerca de los líderes. En el momento del arranque yo conducía; el tío Pipo empujó con todas sus fuerzas en la parte llana de la avenida que baja de Chipre al Palacio de Bellas Artes, pero, al llegar a la cuesta, ya estábamos rezagados. Después sufrimos mucho en las curvas, porque la cola del carro, muy pesada por la caja de herramientas, jalaba hacia los lados. En el último tramo, ya en el barrio La Francia, me reventé tratando de conservar el impulso que traíamos del descenso, pero de todos modos llegamos a la meta en puestos intermedios y, además, nos chocamos contra un andén cuando el paracaídas nos cayó encima por culpa del viento. Mi padre se acercó, muy preocupado, preguntándonos si estábamos bien. Después nos abrazó como si nos acabara de rescatar de un naufragio.

No obstante, fuimos ganadores: la emisora juvenil que oía mi hermana tenía un pequeño trofeo para el carro más original, y por un día, por un único día, mi nombre y el del tío Pipo fueron tan mencionados en la radio como los de Shakira, Madonna o Celine Dion, la cantante preferida de Jimena desde que vio Titanic (le encanta Leonardo DiCaprio). Lo único malo fue que, de comentario en comentario y de risa en risa, los locutores terminaron llamando a un esfuerzo tan heroico como el nuestro, ”El vuelo del mamarracho”. En la única entrevista que nos hicieron, el tío Pipo afirmó que habíamos aprendido de nuestros errores y estaríamos listos para ganar la próxima competencia. Yo todavía guardo el trofeo, una pirámide de plástico con una balinera grabada en cada uno de sus lados.

Octavio Escobar
El mapa de Sara
Bogotá, Panemericana Editorial, 2016






Barry Gifford / El misterio de Bruno Traven

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Bruno Traven

Barry Gifford
BRUNO TRAVEN,
EL HOMBRE QUE NUNCA OLVIDÓ

¿Importa de veras quién fue B. Traven? ¿Fue alguna vez un cerrajero polaco llamado Feige? ¿Un actor convertido en periodista radical en Múnich, llamado Ret Marut? ¿Un emigrante alemán o tal vez noruego llamado Traven Torvsan? ¿Un estadounidense llegado de Europa que alguna vez trabajara como marinero y desembarcara en Tampico en 1942 para nunca volver a navegar? ¿O era Hal Croves, que en 1947 se presentó a John Huston como agente del autor de El tesoro de la Sierra Madre, en el Hotel Reforma de la ciudad de México? ¿Era el hijo ilegítimo de un industrial alemán judío llamado Emil Rathenau y de una actriz de nombre Josephine von Stenwarldt? ¿O el hijo ilegítimo del káiser Guillermo y de una actriz llamada Helen Mareck o Helen Maret? ¿Por qué Ret Marut —antisemita pero exaltado defensor del anarquista judío Gustav Landauer en Baviera en 1919—, que muchos piensan que se transformó en B. Traven, fue un narrador y humanista que se aisló en México tras escapar a una sentencia de muerte por haber sido declarado enemigo del Estado en Múnich; había tratado de huir a Estados Unidos o Canadá, se había ocultado en Berlín durante cuatro años, haciendo y vendiendo muñecas de trapo en la calle con su amante Irene Mermet (que después se casó con un abogado y profesor de Harvard y vivió en Nueva York), y estuvo preso durante tres meses en la cárcel de Brixton, en Londres, por no haberse registrado como extranjero y hacerse llamar Hermann Feige, tenía una caligrafía por completo diferente de la escritura de quien se proclamó autor de alrededor de una docena de novelas, además de algunos cuentos y un memorable trabajo documental?
El hombre llamado B. Traven declaró una y otra vez que lo único que importa de veras es la obra, no el autor, conclusión con la que tiendo a estar de acuerdo. Como señala el estudioso de Traven, Michael Baumann, en realidad no se sabe nada sobre Shakespeare ni sobre Homero, pero la obra de ambos es objeto de reverencia y estudio infinitos. No, no importa quién fuera B. Traven. Lo que importa —me importa a mí, por lo menos— es por qué.
Como muchas personas, el primer contacto que tuve con la obra de Traven fue a través de la película El tesoro de la Sierra Madre, dirigida por John Huston, protagonizada por Humphrey Bogart, realizada en 1948. Nunca olvidé al chico, representado por Bobby Blake, que le vendía un billete de lotería a Fred C. Dobbs, el personaje representado por Bogart, en una cantina de Tampico. Casi medio siglo después, Blake representó a otro personaje inolvidable llamado "El Hombre del Misterio" en una película que escribí en colaboración con el director de la cinta, David Lynch: Lost Highway. En 1958 poco podía saber, a mis once años de edad, al ver a Bogart echarle whisky o tequila en la cara al niño que trataba de avisarle que acababa de ganarse la lotería, que el verdadero "hombre del misterio", invento de la imaginación de un genio loco como el Dr. Mabuse, era el creador de los personajes.
Unos años después de haber visto esa película comencé a leer los libros de Traven. Primero leí el Tesoro, claro está, y luego El barco de la muerte, Los pizcadores de algodón, El puente en la selva, Marcha a la montería, Gobierno, y el resto de la serie de narraciones sobre la selva. Leí sus cuentos del libro El visitante nocturno, así como una pequeña gema de bolsillo que encontré en un cesto de libros usados en Chicago, por el cual pagué cinco centavos, titulado Stories by the Man Nobody Knows (Cuentos de B. Traven). Éste fue el libro que me hizo preguntarme por qué... No me importaba tanto quién fuera B. Traven, sólo quería saber por qué no quería que lo supiera la gente.
El poeta simbolista francés Arthur Rimbaud dejó de escribir poesía a los diecinueve años, después de que su amante, un hombre casado, el poeta Paul Verlaine, le disparara en una muñeca en un hotel de Bruselas. Rimbaud se incorporó a la marina neerlandesa, de la cual desertó enseguida. Durante su vida posterior, relativamente breve —murió a los 37 años—, obsesionaba a Rimbaud que lo persiguieran las autoridades neerlandesas, decididas a prenderlo y meterlo en la cárcel. Quizá por eso huyó de Europa y de la vida literaria, y se estableció como comerciante de armas y traficante de esclavos para el rey Meneluk, de Abisinia, la tierra de los hombres "con cola" y la cara a rayas. Rimbaud se fue al sur unos cuatro años antes de que también se fuera el hombre llamado Traven. La diferencia es que Arthur dejó de publicar en ese momento, mientras que Traven comenzó entonces. Si Traven realmente era Ret Marut, fugitivo de Alemania, quizás tuviera el mismo temor, el de ser tomado preso y quedar en manos de las autoridades del Viejo Mundo. ¿Qué mejor solución que cambiar de nombre, de geografía, incluso de letra? (A mis ojos no especializados, las muestras que de su caligrafía proporcionó Traven a sus biógrafos Karl Guthke y Baumann inicialmente parecen masculinas —Marut— y después femeninas —Traven—. Las cartas de este último posiblemente fueran escritas por Irene Mermet, que visitó a Marut-Traven en México durante los primeros años que éste pasó allí. A principios del decenio de 1930, las cartas de Traven estaban escritas por completo en máquina y a veces apenas firmadas con una pequeña rúbrica, ilegible).
La pregunta insistente sobre B. Traven es quién escribió realmente esos libros. ¿Será que Marut —cuyo apelativo sin duda era un nome de plume de guerre— hizo amistad al llegar al estado mexicano de Tamaulipas con alguna persona que ya los había escrito o estaba escribiéndolos? No lo creo. Creo que El barco de la muerte (publicado en Alemania en 1926), igual que todos los demás libros de Traven, son obra del renegado en alemán y fueron mal traducidos al inglés por él mismo con la finalidad de hacer pensar al público que los había redactado un estadounidense. Bernard Smith, editor de la casa Alfred A. Knopf, que publicó El barco de la muerte, reconoció haber sometido esta novela a una profunda revisión para hacer aceptable su inglés. Marut-Feige-Rathenau-Wilhem, o quien fuera, a continuación procedió a sacar narraciones de su nueva tierra, que resultaron en la serie de libros sobre los jornaleros del campo y su explotación por los terratenientes productores de algodón, en los campos petroleros y la selva. Los pizcadores de algodón se llamaba originalmente Der Wobbly, en honor a la organización International Workers of the World, de breve duración, que dio origen al sobrenombre de wobblies, y el tema era del todo congruente con Marut. El hecho de que este escritor sazonara El barco de la muerte con detalles e insinuaciones antisemitas y después, en 1933, en cartas a su editor hiciera referencia a los "sucios judíos", "ajudiados y semitizados por delante y por detrás", "codiciosos, viscosos, apestosos [para salvar tu] almacén semita de departamentos", etc., no me sorprende. Incluso un llamado anarquista radical como Marut, y no obstante su apoyo a Landauer, tenía, como alemán, profundamente cincelado el antisemitismo. No me parece que sea una incongruencia: creo que se trata de una enfermedad cultural, una enfermedad que predominaba tanto ayer como hoy. En su obra, B. Traven, por lo menos hasta 1940, cuando dejó de publicar, defendió los derechos de los fellahin, la clase baja, los "pobrecitos", a la vez que les daba una imagen noble, con lo que se convirtió en una especie de forjador moderno de mitos, en congruencia con su celoso y egoísta idealismo intelectual. ¿Qué importa? Sabía narrar y eso es lo que cuenta. Por eso sus libros fueron best sellers en todo el mundo, pese al estilo desmañado, de sintaxis confusa, sin acabar, mal traducidos o mal escritos. B. Traven, quienquiera que fuera, como Joseph Conrad, que escribió en su cuarta lengua, creando así un estilo irrepetible, tenía algo importante que decir. No hurgaba llagas sin trascendencia, como hace la mayoría de los modernos escritores de hoy. Ésta es una razón por la cual sus libros vivirán mientras haya lectores.
         En abril de 2004 me invitaron a comer una de las hijastras de Traven, Malú Montes de Oca de Heyman, y su esposo, Tim, banquero y escritor británico, a su casa de la ciudad de México. Había organizado el encuentro un editor de esta ciudad que conocía mi interés constante por la obra de Traven y sabía que, a principios de los años setenta, yo había estado en contacto con Rosa Elena Luján, la viuda de Traven (éste murió en 1969) y madre de Malú. De alguna manera conseguí la dirección de la viuda y le escribí porque había una novela de Traven que nunca había logrado encontrar, Trozas (The Logs), y quería saber si ella podría indicarme cómo encontrar un ejemplar. Rosa Elena generosamente me mandó un ejemplar, en alemán porque no se había publicado en inglés. Se lo dije a Malú, que me informó que su madre —viva aún pero muy enferma— obviamente se había dado cuenta de la sinceridad de mi interés y me mandaba la novela por su dedicación actual a la obra de su marido.
También le dije a Malú que en 1978, estando en Mérida, Yucatán, había conocido al dueño de una librería que me había contado que él había ido a la escuela con ella y con su hermana Rosa Elena, y decía haber visto en varias ocasiones a su padrastro. Me describía el tercer piso de su casa, en las calles de Río Mississippi, donde estaba el estudio de Traven, que denominaban "El puente", como el de un barco, y me contó que Traven, al que se dirigía como "señor Traven", y no Croves, siempre había sido generoso con él, que era un escritor en ciernes. Malú me explicó que su padrastro utilizaba el nombre Hal Croves en público y para firmar sus guiones, con el propósito de separar esos trabajos de sus novelas. (Entre sus guiones están Macario y La rebelión de los colgados).
Malú me mostró las máquinas de escribir de Traven, de las cuales una Underwood portátil, manual, por supuesto, fue la que utilizaba en la selva de Chiapas, según me dijo. También me enseñó los sombreros del escritor, entre ellos un casco de safari en el que había encontrado cabello de Traven. "Si logro encontrar con qué compararlo —dijo Malú—, podría mandar hacer un análisis del ADN para saber quién era en realidad." La verdad, reconoció, es que ni ella sabía el origen del hombre que consideró su padre desde los diez u once años. Ella y su hermana lo llamaban Skipper. "Tenía las manos más singulares que le haya visto a ningún hombre", afirma.
Malú y Tim fueron anfitriones amables y me invitaron a ver los libros de Traven, no sólo las diversas ediciones de sus novelas, sino su biblioteca personal, que fue lo que más me interesó. Había algunos libros en alemán, aunque casi todos en inglés, sobre todo la narrativa: Conrad, Conan Doyle, Wells. Había títulos de Mencken y libros sobre el oro y la minería, bibliografía que habrá consultado para escribir El tesoro de la Sierra Madre. A fines del decenio de 1970, mientras trabajaba de consultor editorial, recomendé la publicación del libro para niños de Traven La creación del sol y la luna, que efectivamente se publicó. Fue una decisión acertada y durante las gestiones conocí al principal editor de Traven en Estados Unidos, Lawrence Hill. Malú también había conocido a Hill, y le conté que, una vez que almorzaba con él en el Players Club de Nueva York, me había dicho que quizá ni el propio Traven supiese bien a bien quién era. Es decir, que el hombre llamado Traven, o Torvsan, o Croves, no tenía seguridad sobre sus orígenes, y que esto estaba muy relacionado con el oscurecimiento de su identidad. En su lecho de muerte fue cuando parece ser que le confesó a Rosa Elena, su esposa, que había sido, efectivamente, Ret Marut, y que ella podía hacerlo público. A mi juicio, le dije a Malú, Traven siempre supo quién era, quiénes eran sus padres, dónde había nacido. Durante tantos años, como Rimbaud cuando recurrió a la naval neerlandesa, lo abrumaría y acosaría un temor parecido, fundado o no; y cuando todo peligro real o imaginario hubo pasado, también pasó su capacidad o necesidad de transformarse.
Pero una cosa me inquieta, el tardío intento de Traven de enriquecer su leyenda literaria escribiendo y publicando una novela final: Aslan Norval, en 1960, veinte años después de su última novela de la selva. Aslan Norval, que yo sepa, sólo se publicó en alemán, nunca en inglés. En 1960, Traven tendría cuando mucho 78 años (la fecha de su nacimiento sería 1882 o 1890), y según Rosa Elena Luján era un hombre vital, fuerte mental y físicamente casi hasta su muerte, nueve años después. Aslan Norval muestra el antiguo antisemitismo expresado por Ret Marut en su revista de Múnich en 1919 Der Ziegelbrenner, y por B. Traven en sus cartas a sus editores alemanes en 1933. Esta última novela es floja y, en consecuencia, ha pasado prácticamente inadvertida y no se tradujo. ¿Por qué la publicó? La razón es que Traven era un escritor y nunca dejó de escribir, aunque sólo fuera en su mente, sobre todo, y no podía cambiar. La verdad última es que B. Traven nunca pudo olvidar quién era.

Letras libres, julio de 2004




Sólo para fetichistas / A los pies de Marion Cotillard

Ewan McGregor se atreve a dirigir el fin de la inocencia según Philip Roth

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Ewan McGregor se atreve a dirigir el fin de la inocencia según Philip Roth

El actor escocés lleva a la pantalla 'Pastoral americana', su adaptación de la novela de Roth sobre la Guerra de Vietnam y el derrumbe de una familia en los sesenta



GREGORIO BELINCHÓN
San Sebastián 24 SEP 2016 - 09:45 COT

Philip Roth provoca en el cine una curiosa dicotomía: por un lado es un escritor dotado de una prodigiosa narrativa, fluida y accesible a todos los lectores; por otro, las innumerables capas que esconden sus novelas, textos en los que uno se zambulle a disfrutar como Pastoral americana, Me casé con un comunista, La mancha humana, La conjura contra América o las historias protagonizadas por Nathan Zuckermann, hacen casi inasumible su adaptación al cine. Casi, porque junto a grandes fracasos como La mancha humana, Isabel Coixet propuso en Elegy una estupenda aproximación a El animal moribundo, y este año en la Berlinale se pudo ver la soberbia Indignation, en la que James Schamus, debutante en la dirección pero con un impresionante currículo como productor, sabía destilar la esencia de Indignación. Incluso Barry Levinson supo traicionar el texto de La humillación para quedarse con su melodía en La sombra del actor.

A Ewan McGregor (Perth, 1971) el reto le picó desde la interpretación. Él quería ser Seymour El Sueco Levov, aunque su físico no sea el adecuado. Para los lectores, Levov es una especie de Thor del judaísmo de Nueva Jersey, un dios de la burguesía de Newark, al que la vida va dando golpes paciente y constantemente. Su deterioro, primero para convertirse en un wasp y finalmente para diluirse en un infinito viaje hacia la frustración, es el motor de una obra que también habla de clases sociales, disturbios raciales -se desarrolla en los sesenta y setenta-, relaciones paternofiliales y del fin de la industria manufacturera en EE UU, cuyas fábricas cierran para reabrirse en países con mano de obra más barata (la empresa familiar del Sueco se dedica a los guantes). "Para mí, es la historia de un enfrentamiento familiar, pero también la de América", cuenta un sonriente McGregor. Que el escocés haya saltado a la dirección se debe a que llevaba años con el personaje, pero en un momento dado el proyecto se quedó sin director y con la sensación de que podía irse a pique. "No me preocupaba tanto la actuación como la responsabilidad de capitanear el conjunto, algo que ni intuyes hasta que llega el momento. Di el paso adelante cuando vi que la cosa se hundía, y los productores me dijeron que por supuesto. Ahí sí que empecé a ponerme nervioso. Porque yo no conocía todo el proceso de preproducción, esos meses en los que estás aún solo, sin reparto ni equipo técnico. Yo decidí vivir la novela, absorberla. Después llegaron las reuniones con los cabezas de cada apartado, con los que empecé a concretar mi visión. Para sentirme seguro, estuve en las localizaciones desde 12 semanas antes de que se iniciara la filmación, porque para mí era importante concienciarme del espacio. Escuché constantemente un audiolibro que hizo que hasta en el coche o cuando iba a correr estuviera la novela de Roth a mi alrededor".


Los diversos niveles, las capas con las que las novelas de Roth van envolviendo a sus lectores fueron para McGregor una trampa. "Como intentes adaptar Pastoral americana íntegramente estás perdido. Las escenas que hemos elegido del libro creo que reflejan las claves de la exploración de la novela y defienden su espíritu. No he intentado decirle nada al público para que prejuzgara los personajes. Solo deseo plantear las preguntas como hizo Roth", asegura, antes de desgranar algunas de sus secuencias y de los trucos cinematográficos -cuatro planos reales de las barbaridades de la Guerra de Vietnam- que ha usado para describir la furia de la hija del Sueco, el personaje por el que empieza a desmoronarse la familia. "En el fondo hay un choque entre dos generaciones, la del Sueco y la de su hija, que pone bombas y mata gente. Vivían un momento muy preciso de la historia, en el que se radicalizaron los sentimientos".

Dakota Fanning
Pastoral americana


"Sigue habiendo revueltas por causas raciales, las mismas imágenes se repiten en las calles de Estados Unidos hoy en día"

Roth escribió en dos etapas Pastoral americana. Empezó durante la Guerra de Vietnam, dejó de lado el material y lo recuperó en los noventa. Cuando se publicó, podía dar una cierta sensación de nostalgia sobre un tiempo en que explotó el sueño americano. Hoy, película y novela parecen estar hablando de la actualidad, encuentran ecos en las imágenes de los telediarios, y llegan en la que podría ser la segunda explosión del sueño americano, con crisis financiera y económica, nuevos disturbios raciales... "Desde luego, no fue nuestra motivación a la hora de hacer la película. Los productores están embarcados en el proyecto desde 1999. Sin embargo es cierto: sigue habiendo revueltas por causas raciales, las mismas imágenes se repiten en las calles de Estados Unidos hoy en día. Son las mismas que en los sesenta, estamos metidos en un bucle. En Pittsburgh filmamos los enfrentamientos entre afroamericanos y miembros de la Guardia Nacional mientras en televisión veíamos lo mismo". McGregor no quiere entrar en reflexiones políticas que le lleven más allá de lo contado en la novela ("No soy el adecuado para ello"), aunque sí insiste en "la tristeza" que le provoca ese hecho.
El actor y director Ewan McGregor (d) y la actriz Jennifer Connely durante la presentación de 'Pastoral americana', que compite en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián

Como director de actores, McGregor ha usado una curiosa manera de trabajo: "Era importante para mí dirigir de una manera en la que a mí, como actor, me gustaría ser dirigido. He tenido la suerte de trabajar con maravillosos directores y he cogido cosas de cada uno de ellos, lo bueno y supongo lo malo". Y una novela tan profundamente estadounidense, ¿necesitaba una visión exterior? "No estoy seguro de tener una respuesta. Yo tenía clara mi visión del libro y fui a por ella. No poseo un profundo conocimiento de la Historia o de la sociedad estadounidense. Pero he aprendido lo necesario y si no, ahí estaba Roth con su precisión en los detalles".
Ewan McGregor y Jennifer Connelly
Pastoral americana

Según el director debutante, Roth escribió sobre un hombre bueno, el Sueco. "Y ese es el corazón de la novela. La decencia, la moralidad se desmoronan a pesar de sus esfuerzos o incluso por sus esfuerzos. Los tiempos le atropellan. Hasta hoy, Estados Unidos ha hecho un largo viaje por olvidarse de las razas, y no ha logrado la integración".



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