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Asif Kapadia / Amy Winehouse sólo era alguien que deseaba ser amada

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Asif Kapadia

Amy Winehouse solo era 

alguien que deseaba ser amada

Biografía

“Me hubiese gustado ser amigo de Amy Winehouse”

"Tenía que haberse quedado actuando en clubs de jazz ante cincuenta personas. Hubiese sido feliz así. No estaba hecha para ser una estrella de pop. Y mucho menos para la fama."

Hoy llega a las salas de cine el documental sobre la cantante que ha enfadado a su familia. Hablamos con su director, Asif Kapadia

HÉCTOR LLANOS MARTÍNEZ 17 JUL 2015 - 10:44 CEST




El documental sobre Amy Winehouse de Asif Kapadia nos devela a esa muchacha londinense sin cardado ni eyelinerextremo, a la chica hipersensible que no supo afrontar el vacío entre dos padres divorciados. Es la Amy a puerta cerrada, más allá de los tabloides. Y papá Mitch se ha cabreado mucho. El director nos habla de la cantante antes de que la película se estrene en salas españolas este viernes.
¿Qué te sorprendió de Amy?
Todo el mundo habla de su voz, pero una de las cosas que descubrí y que más me sorprendieron de ella al hacer el documental es lo increíblemente buenas que eran sus letras. También su sentido del humor. Me ha hecho reír. Tanto que me hubiese gustado ser su amigo, salir por ahí con ella. Una vez que conoces quién era, te encuentras a una chica joven, feliz, inteligente, divertida, cool
¿Cuáles fueron las razones que le llevaron al desastre?
Es complicado apuntar a las causas, aunque sabemos seguro que fueron varias y que algunas de ellas se manifestaron ya siendo ella muy joven. Solo era alguien que deseaba ser amada. Lo que le ocurría es que no se sentía lo suficientemente querida como para amarse a sí misma. Eso le creó un gran problema de autoestima.
Una posible salvación
Tenía que haberse quedado actuando en clubs de jazz ante cincuenta personas. Hubiese sido feliz así. No estaba hecha para ser una estrella de pop. Y mucho menos para la fama.
Love is a losing game
Aunque parezca que Blake Fielder-Civil se aprovechaba de ella y era quien le inducía a las drogas, había una conexión sincera entre ambos. Amy buscaba a alguien todavía más dañado que ella, que le distrajera de sus propios problemas. Eran como Bonnie & Clyde. Él no era un santo, pero de no haber sido Blake ella hubiera encontrado un hombre similar.
Mucho con lo que lidiar
Era un ser de sensibilidad extrema. Escribía canciones para canalizar todo lo que le ocurría en la vida de un modo íntimo. Cuando esas canciones se convirtieron en un disco de éxito mundial su vida se complicó mucho. Y encima el novio que le había roto el corazón y del que hablaba en el álbum regresa a su vida.
Arma de doble filo
Su sensibilidad era su don divino y también su yugo. Muchos han pasado por el divorcio de sus padres, pero ella se tomaba todo demasiado a pecho. Se sentía sola. Y tener un contrato de 250.000 libras con apenas dieciséis años es muy duro cuando no cuentas con una persona cercana que verdaderamente te guíe y te proteja.
Crueldad intolerable
Los medios y la audiencia nos comportamos como auténticos unos idiotas hasta el último momento. Llegué a escuchar a periodistas el día de su muerte celebrando que lo hiciera a los 27, porque era muy cool. Ojalá hubiera llegado a los 30 o a los 40 y hubiese tenido la oportunidad de madurar.
Inolvidable
Dejó tal huella entre la gente que realmente llegó a conocerla que muchos de ellos seguían llorando al recordarla. Grabamos solo los audios de las conversaciones y, al no haber una cámara que los intimidara, se abrían mucho más.
Estrellas protegidas
En la industria de la música debería existir un puesto de trabajo para que una persona se encargara exclusivamente de que su artista no resulte herido ante la vorágine a la que se expone. Es algo que a Amy y a muchos otros les hubiese sido muy necesario.




Siete motivos por los que el mundo es más aburrido sin Amy Winehouse

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Amy Winehouse

Siete motivos por los que el mundo 

es más aburrido sin Amy Winehouse


Hoy se cumplen cuatro años de su muerte. Se fueron su talento y su personalidad extrema. La vida es menos excitante sin ella


    Amy Winehouse
    Amy Winehouse en el Festival de Glastonbury (Inglaterra), en 2008, con su característico peinado imposible. / GETTY IMAGES
    “Me imagino a mí misma establecida, casada y con hijos”, fantaseaba Amy Winehouse en una de sus primeras entrevistas. Fue en el periódico inglés The Independent, que le preguntó cómo veía su vida dentro de diez años. Un deseo truncado por una intoxicación etílica que desembocó en muerte, en 2011 cuando contaba solo 27 años. El 23 de julio es el cuarto aniversario de un duro golpe para la música y el arte: la pérdida de un talento que todavía no se sabía hasta dónde podía llegar.

    En Amy (documental sobre su vida estrenado el pasado 17 de julio) se reconstruye la vida compleja y sobreexpuesta de la cantante nacida en el seno de una familia judía del norte de Londres, hija de un taxista aficionado al jazz y de una farmacéutica. Desde la publicación de su primer álbum en 2003, Frank, tanto sus logros como sus altibajos fruto del abuso del alcohol y las drogas, sus desórdenes alimenticios, las trifulcas familiares y un estilo de vestir tan amado como cuestionado fueron relatados minuciosamente por la prensa dentro y fuera del Reino Unido. Una fama tan extendida como la popularidad sus éxitos: Rehab (2006), su canción más celebre producida por Mark Ronson, alcanzó 1,7 millones de descargas en EE UU antes de su muerte. Fue una de las pocas artistas capaz de conseguir 6 Grammys con tan solo 24 años.

    Lamentablemente Amy se nos fue, y el mundo es peor y más aburrido sin su talento y su estrafalaria personalidad. Argumentamos por qué lo vemos así.
    1. Capaz de convertirse en musa Karl Lagerfeld con su estilo de barrio
    “Había algo en su estilo que resultaba enormemente enigmático. El modo tan caótico y espontáneo en el que interpretaba las tendencias, si lo analizas en profundidad, resulta una lección magistral de estilo”, señala María Viñas, asesora de imagen de bandas de música. “Mezclaba estéticas retro como el rockabilly, el ska o el jazzpotenciándolo con un acabado despreocupado tan propio de los iconos del rock. Un manera muy personal de jugar con la moda, porque sólo un estilo perdura en el tiempo si se rompen las reglas”.

    En 2007, el influyente diseñador de moda Karl Lagerfeld se refirió a ella como “un icono de estilo” rindiéndole homenaje con una colección en la que las modelos llevaban cardados de pelo a tamaño XXL o el uso extremo del lapiz de ojos, elementos tan familiares en la imagen de Amy como los pendientes dorados de plástico, los tatuajes de pinups o unas bailarinas destartaladas de las que nunca se separaba.

    2. De las pocas que hablaba con crudeza y sin pelos en la lengua
    “Cállate, me importa una mierda lo que dices”. Con estas palabras interrumpió al cantante Bono. de U2, durante su discurso en los premios Q Music Awards. Amy era célebre por sus declaraciones públicas exentas de decoro y con un humor a veces cuestionable. Durante la grabación del programa cómico Never Mind The Buzzcocks, el presentador, Simon Amstell, tuvo que ponerse serio cuando la cantante pidió en directo “si podía beber” entre síntomas claros de ebriedad.
    “Tiene algunas cosas de mi estilo, pero somos diferentes. Ella lo único que hace es insultar, y hablar mal. Es fría”. Así describió a Lily Allen ante la televisión británica, con la que compartía la producción de Mark Ronson. Pero una de sus declaraciones más sonadas se dio durante la sesión de fotos para la campaña de Fred Perry. Ante la insistente preocupación del fotógrafo, el músico Bryan Adams (también fotógrafo), sobre sus hábitos alimenticios, Amy incitó a una periodista a que le diera un pepino. “Quiero golpear a Bryan con él”. Tampoco tenía remilgos en hablar abiertamente sobre su adicción con las drogas y sus problemas de salud, como declaró en una entrevista con Rolling Stone: “Padezco depresión, supongo. No es algo muy inusual hoy en día. Mucha gente lo sufre”,


    La cantante abrazada a su padre, Mitchell Winehouse. / GETTY IMAGES
    3. Tenía propósito de curarse, aunque lo negara en la letra de su mayor éxito
    “Intentaron llevarme a rehabilitación, pero yo dije que no, no, no...”. El comienzo de su mayor éxito, Rehab, narra cómo Simon Fuller, su primer manager y creador de American Idol, quiso ingresarla en más de una ocasión en Priority, la clínica en la que fueron tratados celebridades de la música como Pete Doherty o Justin Hawkins. Ella alegaba que “no tenía tiempo y que si su papá pensaba que estaba bien”... nunca iría a rehabilitación. Algo incierto ya que en repetidas ocasiones accedió a su ingreso para dejar sus adicciones. La última en mayo de 2011, como confirmó su representante a la revista People,sólo unos meses antes de su muerte.
    4. Era millonaria, pero no se desprendía de su bolso de marca falso
    “Mantiene ese bolso desde hace siglos”, declaró su marido, Blake Fielder-Civil, en repetidas ocasiones. Era una réplica del modelo Monogram de la firma francesa Louis Vuitton, en azul y oro, desgastado por su uso desmesurado y que se convirtió en un sello inconfundible de su imagen. Con una fortuna valorada en tres millones de libras (4'2 millones de euros), que legó íntegramente a sus padres, ella prefería su bolso de imitación de siempre a cualquier objeto de lujo.
    5. Renegaba de la máquina del espectáculo
    “Yo no nací artista, sino cantante. De hecho soy bastante tímida”. Amy Winehouse confesaba así, en su última entrevista a Telegraph, uno de sus grandes miedos: subirse a un escenario. En ella, el legendario Tony Bennett, con el que Amy realizó un dueto para la que sería su última grabación, hacía referencia a su manera “contraída” de cantar, por la que su cuerpo actuaba a modo de péndulo en frente del micrófono. Capaz de protagonizar más titulares en la prensa amarilla que la Familia Real británica, registró algunos desafortunados momentos, como su actuación en Belgrado, por la que fue abucheada, y la posterior cancelación de su gira europea.


    Con Blake Fielder-Civil, con el que mantuvo una relación envenenada. /CORDON PRESS
    6. Era una romántica a pesar de su relación tóxica
    “Todas las canciones de Back to Black hablan de nuestra relación”, confesó la cantante. “Nadie me había hecho sentir lo que Blake cuando llegó a mi vida. Era un amor catártico. El modo en el que nos tratábamos me hacia sentir mal, pero nos separamos durante un tiempo y nos dimos cuenta de lo que nos amábamos mucho”. Puro romanticismo destructivo a lo Nancy Spungen y Sid Vicious.

    Blake Fielder-Civil y ella se conocieron en un antro de Camden Town, tuvieron una boda exprés en Miami por 130 dólares y los episodios violentos y de reconciliación transcurrían casi simultáneamente entre abusos de drogas y alcohol. En una ocasión, Amy declaró: “Si me dice una cosa que no me gusta, le golpeo”. Y se convirtieron en familiares las imágenes de la pareja discutiendo en público. Desde prisión, donde Blake ingresó en julio de 2008 por agredir al propietario de un pub londinense, pidió el divorcio de su mujer alegando adulterio tras la publicación de unas fotos en las que ella salía coqueteando con otro hombre.“Diva basura del soul”, fueron sus últimas palabras, mientras Amy siempre confesaría que fue “el amor de su vida”.
    7. Fue la mejor voz del nuevo 'soul'
    “Amy no sólo era un ejercicio de estilo, tenía grandes canciones. Ha sido de las mejores voces en el revival soul de los últimos años, además de contar con los Dap Kings, claro”. Ana Naranjo, al frente del proyecto musical de Linda Mirada, señala a su banda de acompañamiento como uno de las claves del éxito para que triunfara una chica anónima de Southgate. Amaestrados en el funk soul, Mark Ronson reclutó a la formación de Brooklyn para la grabación deBack to black (2006). Su segundo y último álbum de estudio alcanzó la cima de las ventas inglesas, además de cosechar espléndidas críticas en todo el mundo. Sólo la muerte frenó un futuro tan prometedor en la música. “Tengo todo el tiempo para que esto suceda, eso es lo excitante. Tengo muchos años para seguir haciendo música”. Pero en eso, Amy, se equivocaba.



    DE OTROS MUNDOS
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    DRAGON

    BIOGRAPHIES

    Amy Winehouse / Las fracturas de la fama

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    AMY 

    LAS FRACTURAS DE LA FAMA

    El documental de Asif Kapadia sobre la joven cantante fallecida por sobredosis de alcohol, es una vacuna contra las fracturas de la fama



      No busquen “fama” en el diccionario. Probemos una definición que atrape los contornos más escabrosos de un sustantivo que parece habitar en la chispa, el brillo fugaz y el espejismo, pero cuya base es tan evanescente que, bien zarandeada, te puede llevar al abismo. Como las mejores tentaciones, tiene efectos secundarios.
      Lo pienso mientras zapeo entre Sálvames y otros programas que han convertido la fama en pienso para un público hambriento de grasas insaturadas: cotilleos, cuernos, amor ruidoso, gritos y acusaciones de escalera ante la gran audiencia. Zapeo entre basura, digo, y pienso en Amy, una delicatessen a la que la debilidad, pero también la voracidad de quienes la rodeaban, llevaron a la tumba. Amy, el documental de Asif Kapadia sobre la joven cantante fallecida con sobredosis de alcohol, es una vacuna contra las fracturas de la fama que, créanme, bien vale una entrada al cine.
      El acoso implacable de los paparazis a una chica despeinada y tambaleante que solo se había atrevido a dar sentido a su vozarrón agrietado; la capacidad destructiva de un marido drogadicto que, si no llevaba escrito el cartel de “peligro” alguien debería habérselo puesto; la avaricia de un padre que aparecía con cámaras cuando ella menos lo necesitaba o que desaconsejaba las rehabilitaciones si iban a torpedear las giras. (¿Recuerdan Rehab? No, no, no... my daddy thinks I'm fine.)
      Todo ello alimentó canciones sensacionales como ésta que aún disfrutamos y bolsillos que aún se enriquecen con ella, sí; pero la batalla entre la fortaleza de una niña que tenía todo claro y la fragilidad de una mujer devorada por los artificios la ganó la muerte.
      Fama es solo “opinión que las gentes tienen de algo”, por elegir una de las tres definiciones incoloras de la RAE. Pero nosotros ya sabemos que es también la criptonita que, en mentes sin muebles o sin escrúpulos, puede poner en marcha a los dioses del averno. Colesterol del peor. Vayan a verlo.



      Amy Winehouse / No te olvidamos, Amy

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      Amy Winehouse

      No olvidamos, Amy

      Biografía

      Over futile odds 
      And laughed at by the gods 
      And now the final frame
      Love is a losing game.
      Amy Winehouse



      Fernando Neira, crítico musical de EL PAÍS, rememora la pérdida de la cantante de 'soul'

      Amy Winehouse
      Amy Winehouse en el festival Rock in Rio Lisboa, en 2008. / ASSOCIATED PRESS
      De entre las pérdidas de grandes artistas acontecidas en los últimos cuatro lustros solo recuerdo haber llorado, literalmente, dos: la de Jeff Buckley en 1997 y la de Amy Winehouse en 2011. En ambos casos me atormenta conjugar el trinomio entre su inmenso talento, una juventud deslumbrante y el completo infortunio. El primero se ahogó a los 30 años el mismo día que comenzaba la grabación de su segundo álbum; la segunda no llegó a ser capaz de sosegar su cabeza para emprender la escritura del tercero. A los dos les sobreviven, y sobrevivirán, un puñado de canciones descomunales, pero escuece que ya jamás podamos saber qué habría sido de ellos, cuántos octanos de petróleo creativo esperaban brotar aún de sus lapiceros, si habrían errado algún que otro paso o los trabajos sucesivos empequeñecerían títulos previos como GraceLast goodbyeLover, you should've come overBack to blackYou know I'm not good o Addicted.
      Desde hace ya cuatro años, tal día como hoy me viene a la memoria aquel fatídico sábado estival, aquella ventana emergente en la aplicación de un periódico británico por la que supe que, "a falta de confirmación oficial", Amy ya no formaba parte del mundo de los vivos. Hoy la recordaré de la mejor manera que existe y existirá siempre para recordarla, escuchando sus dos álbumes oficiales y quizá también ese tercero, póstumo (Lioness), en el que se recopilaron retales descabalados por los que casi cualquier otro artista vendería al diablo una significativa proporción de su alma. No se me ocurre una voz en el siglo XXI tan poderosa como la de Amy: descarnada, voluptuosa, impredecible, profundamente sensorial. Y no sobrellevo bien la frustración de que nadie acertase a sacarla del atolladero: ese novio/marido/ex que fue debilidad y perdición, un padre carente de escrúpulos que convirtió a su propia hija en la protagonista indeseada de un reality, los malditos trastornos alimentarios. El acoso de quienes, lejos de preservar el genio deslumbrante, explotaron sus fragilidades y las convirtieron en carnaza.
      Quizá no nos merecíamos a Amy, una Ella Fitzgerald novosecular capaz de escribir, por ejemplo: Over futile odds / And laughed at by the gods / And now the final frame / Love is a losing game. Pero es del todo seguro que Amy no merecía engrosar el funesto Club de los 27. Solo podemos prometerte una cosa, a modo de desagravio: mientras la memoria no se nos emborrone, cuenta con que no te olvidaremos jamás.



      Amy Winehouse / Tears Dry On Their Own / Versión original

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      Amy Winehouse 
      Biografía
      Tears Dry On Their Own

      All I'll can ever be to you
      Is a darkness that we know,
      And this regret I got accustomed to.
      Once it was so right
      When we were at our high,
      Waiting for you in the hotel at night.
      I knew I hadn't met my match,
      But every moment we could snatch,
      I don't know why I got so attached.
      It's my responsibility,
      And you don't owe nothing to me,
      But to walk away I have no capacity.


      He walks away,
      The sun goes down,
      It takes the day but I'm grown
      And in your way,
      In this blue shade
      My tears dry on their own.

      I don't understand,
      Why do I stress a man,
      When there's so many bigger things at hand,
      We could've never had it all,
      We had to hit a wall,
      So this is an inevitable withdrawal.
      Even if I stop wanting you
      A perspective pushes true,
      I'll be some next man's other woman soon.
      I couldn't play myself again,
      I should just be my own best friend,
      Not fuck myself in the head with stupid men.

      He walks away,
      The sun goes down,
      He takes the day but I'm grown
      And in your way,
      In this blue shade
      My tears dry on their own.
      So we are history,
      Your shadow covers me,
      The sky above a blaze that only lovers see.

      He walks away,
      The sun goes down,
      He takes the day but I'm grown
      And in your way,
      In this blue shade
      My tears dry on their own.

      I wish I could say no regrets,
      And no emotional debts,
      Cause as we kiss goodbye the sun sets.

      So we are history,
      Your shadow covers me,
      The sky above a blaze that only lovers see.

      He walks away,
      The sun goes down,
      He takes the day but I'm grown
      And in your way,
      In my blue shade
      My tears dry on their own.

      He walks away,
      The sun goes down,
      He takes the day but I am grown
      And in your way,
      My deep shade,
      My tears dry on their own.

      He walks away,
      The sun goes down,
      He takes the day but I'm grown
      And in your way,
      My deep shade,
      My tears dry...






      Amy Winehouse / Rehab

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      Amy Winehouse
      Biografía
      REHAB

      They tried to make me go to rehab,but I said, 
      "No, no, no"
      Yes, I've been black but when I come back you'll 
      know, know, know
      I ain't got the time and if my daddy thinks I'm fine
      He's tried to make me go to rehab,but I won't go, go, go

      I'd rather be at home with Ray
      I ain't got seventy days
      'Cause there's nothing, 
      There's nothing you can teach me
      That I can't learn from Mr. Hathaway

      I didn't get a lot in class
      But I know we don't come in a shot glass

      They tried to make me go to rehab,but I said, 
      "No, no, no"
      Yes, I've been black but when I come back you'll
      know, know, know
      I ain't got the time and if my daddy thinks I'm fine
      He's tried to make me go to rehab,but I won't go, go, go

      The man said, "Why do you think you're here?"
      I said, "I got no idea"
      I'm gonna, I'm gonna lose my baby
      So I always keep a bottle near

      He said, "I just think you're depressed"
      Kiss me, yeah baby and go rest"

      They tried to make me go to rehab,but I said, 
      "No, no, no"
      Yes, I've been black but when I come back you'll 
      know, know, know

      I don't ever wanna drink again
      I just, ooh, I just need a friend
      I'm not gonna spend ten weeks
      Have everyone think I'm on the mend

      And it's not just my pride
      It's just 'til these tears have dried

      They tried to make me go to rehab,but I said, 
      "No, no, no"
      Yes, I've been black and when I come back you'll 
      know, know, know
      I ain't got the time and if my daddy thinks I'm fine
      He's tried to make me go to rehab,but I won't go, go, go




      "Rehab"
      Amy Winehouse
      En concierto


      Rubem Fonseca / Febrero o marzo

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      Naranja
      Carnaval de Rio de Janeiro 2013
      Fotografía de Triunfo Arciniegas

      Rubem Fonseca

      FEBRERO 

      O MARZO



      La condesa Bernstroff usaba una boina de la que colgaba una medalla del káiser. Era vieja, pero podía decir que era una mujer joven y lo decía. Decía: pon la mano aquí, en mi pecho, y ve cómo está duro. Y el pecho era duro, más duro que el de las muchachas que yo conocía. Ve mi pierna, decía, cómo está dura. Era una pierna redonda y fuerte, con dos músculos salientes y sólidos. Un verdadero misterio. Explíqueme ese misterio, le preguntaba, borracho y agresivo. Esgrima, explicaba la condesa, formé parte del equipo olímpico austríaco de esgrima —pero yo sabía que ella mentía.



      Un miserable como yo no podía conocer a una condesa, ni aunque fuese falsa; pero ésta era verdadera; y el conde era verdadero, tan verdadero como el Bach que oía mientras tramaba, por amor a los esquemas y al dinero, su crimen.

      Era de mañana, el primer día del carnaval. He oído decir que ciertas personas viven de acuerdo a un plan, saben todo lo que les va a ocurrir durante los días, los meses, los años. Parece que los banqueros, los amanuenses de carrera y otros hombres organizados hacen eso. Yo —yo vagué por las calles, mirando a las mujeres. Por la mañana no hay mucho que ver. Me detuve en una esquina, compré una pera, la comí y empecé a ponerme inquieto. Fui a la academia.

      De eso me acuerdo muy bien: comencé con un supino de noventa kilos, tres veces ocho. Se te van a salir los ojos, dijo Fausto, dejando de mirarse en el espejo grande de la pared y espiándome mientras sumaba los pesos de la barra. Voy a hacer cuatro series por pecho, de caballo, y cinco para el brazo, dije, serie de masa, hijo, para hombre, voy a hinchar.

      Y comencé a castigar el cuerpo, con dos minutos de intervalo entre una serie y la otra para que el corazón dejara de latir tan fuerte y para poder mirarme en el espejo y ver el progreso. Hinché: cuarenta y dos de brazo, medidos con la cinta métrica.

      Entonces Fausto explicó: iré vestido de marica y también Sílvio, y Toão, y Roberto, y Gomalina. Tú no quedas bien de mujer, tu cara es fea, tú vas en el grupo de choque, tú, el Ruso, Bebeto, Paredón, Futrica y João. La gente nos rodeará pensando que somos putas, nosotros cuchichearemos con voz fina, cuando ellos quieran manosear, nosotros, y ustedes si fuera necesario, pondremos la maldad para golpear y hacemos un carnaval de palazos hacia todos lados. Vamos a acabar con todo lo que sea grupos de criollos, hasta en el pito les daremos, para hacernos valer. ¿Qué dices, te esperamos?
      Silvio ya se vestía de marica, se pintaba los labios con bilé. El año pasado, decía, una mujer de las pampas puso un papelito en mi mano, con un teléfono; casi todas putas, pero había una que era mujer de un chulo, anduve con ella más de seis meses, me dio un reloj de oro.
      Ella pasaba, dijo el Ruso, y volvía la cabeza hacia todo lo que fuera mujer. No había mujer que no mirara a Silvio en la calle. Debería ser artista de cine.
      ¿Entonces? ¿Nos encuentras?, insistió Fausto.
      A esas alturas el conde Bernstroff y su mayordomo ya debían haber hecho planes para aquella noche. Ni yo, ni la condesa sabíamos nada; ni yo mismo sabía si habría de salir partiéndole la cara a personas que no conocía. El lado ruin del sujeto es no ser banquero ni amanuense del Ministerio de Hacienda.
      Por la tarde, sábado, la ciudad aún no estaba animada. Los cinco maricas se contoneaban sin entusiasmo y sin gracia. Los grupos en la ciudad se forman así: una batería con algunos sordos, varias cajas y tamborcitos y a veces una cuíca, salen golpeando por la calle, los sucios van llegando, juntándose, cantando, abultándose y el grupo crece.
      Salió un grupo frente a nosotros. Seis individuos descalzos, caminando lentamente, mientras golpeaban a coro. Moreno, mi moreno sabroso, préstame tu tambor, dijo Silvio. Los hombres se detuvieron y pensaron, y cambiaron de pensamiento, la mano de Silvio agarró por el pescuezo a uno de ellos, dame ese tambor, hijo de puta. Como un rayo los maricas cayeron encima del grupo. ¡Sólo en el pecho!, ¡sólo en el pecho!, gritaba Silvio, que están flacos. Aun así uno quedó en el suelo, caído de espaldas, un pequeño tambor en la mano cerrada. Un golpe de Silvio podía reventar la puerta del departamento, de la sala y de los cuartos juntos.
      Teníamos varios tambores, que golpeábamos sin ritmo. La cuíca, como nadie sabía tocarla, Ruso la reventó de una patada. Una sola patada, en el mero centro, la hizo pedazos. Después Ruso anduvo diciendo que su mano se había hinchado de golpear la cara de un vago tiñoso en la plaza Once. Yo no lo se, pues no fui a la plaza Once, luego de aquello que ocurrió en el terraplén me separé del grupo y acabé encontrando a la condesa, pero creo que su mano se hinchó al reventar la cuíca, pues la cara de un vagabundo no le hincha la mano a nadie.
      Una mujer había llegado y dijo, llévenme con ustedes, nunca he visto tantos hombres hermosos juntos; y se agarraba de nosotros, nos enterraba las uñas. Fuimos al terraplén y ella decía, jódeme, pero no me maltrates, con cariño, como si estuviera hablando al novio; y eso se lo dijo al tercero, y al cuarto sujeto que entró, que anduvo con ella; pero a mí, estirando la mano de uñas sucias y pintadas de rojo, me dijo, hombre guapo, mi bien —y rió, una risa limpia; no pude hacer nada, y vestí a la mujer, tiré el atomizador de perfume que olía, y dije para que todos me oyeran, basta, y vi los ojos azules pintados de Silvio y le dije, bajo, la voz saliendo del fondo, ruin— basta. El Ruso agarró a Silvio con fuerza, los tríceps saltando como si fueran yunques. Se va a llevar a la mujer, dijo Silvio, empujando el pecho; pero todo quedó en eso; me llevé a la mujer.
      Fui caminando con ella por la orilla del mar. Al principio ella cantaba, luego se calló. Entonces le dije, ahora vete a tu casa, ¿me oyes?, si te encuentro vagando por ahí te rompo los cuernos, ¿entendiste?, te voy a seguir, si no haces lo que te estoy ordenando te vas a arrepentir —y agarré su brazo con toda mi fuerza, de manera que le quedase doliendo los tres días del carnaval y una semana más marcado. Gimió y dijo que sí, y se fue caminando, yo siguiéndola, en dirección al tranvía, atravesó la calle, tomó el tranvía que venía vacío de regreso de la ciudad, me miró, yo hacía muecas feas, el tranvía se fue, ella tirada en un banco, un bulto.
      Volví a la playa, con ganas de ir a casa, pero no a mi casa, pues mi casa era un cuarto y en mi cuarto no había nadie, sólo yo mismo. Me fui caminando, caminando, atravesé la calle, comenzó a caer una llovizna y por donde yo estaba no había carnaval, sólo edificios elegantes y silenciosos.
      Fue entonces que conocí a la condesa. Apareció en la ventana gritando y yo no sabía que ella era condesa ni nada. Gritaba palabras de auxilio, pero sonaba extraño. Corrí al edificio, la portería estaba vacía: volví a la calle pero ya no había nadie en la ventana; calculé el piso y subí por el elevador.
      Era un edificio de lujo, lleno de espejos. El elevador se detuvo, toqué el timbre. Un hombre vestido con rigor abrió la puerta. ¿Sí, qué desea?, mirándome con aire de superioridad. Hay una mujer en la ventana pidiendo socorro, dije. Me miró como si hubiera dicho una grosería —¿socorro?, ¿aquí? Insistí, sí, aquí, en su casa. Soy el mayordomo, dijo. Aquello sacó a flote mi autoridad, nunca en mi vida había visto un mayordomo. Está usted equivocado, dijo y ya me disponía a irme cuando apareció la condesa, con un vestido que en aquella ocasión pensé que era un vestido de baile, aunque después supe que era ropa de dormir. Yo fui, sí, pedí socorro, entre, por favor, entre.
      Me llevó de la mano mientras me decía, usted me hará un gran favor, revisar la casa, hay una persona escondida aquí dentro que quiere hacerme mal, no tenga miedo, no, es tan fuerte, tan joven, voy a hablarte de tú. Soy la condesa Bernstroff.
      Empecé a revisar la casa. Tenía salones enormes, llenos de luces, pianos, cuadros en las paredes, candiles, mesitas y jarras y jarrones y estatuas y sofás y sillas enormes en las que cabían dos personas. No vi a nadie, hasta que, en una sala más chica donde un tocadiscos tocaba música muy alto, un hombre en bata de terciopelo se levantó cuando abrí la puerta y dijo despacio, colocándose un monóculo en el ojo, buenas noches.
      Buenas noches, dije. Conde Bernstroff, dijo él, extendiendo la mano. Después de mirarme un poco sonrió, pero no para mí, para sí mismo. Con permiso, dijo, Bach me transforma en un egoísta, y me dio la espalda y se sentó en una butaca, la cabeza apoyada en la mano.
      Si he de ser franco, quedé confundido, aún ahora estoy confundido, pues ya olvidé muchas cosas, la cara del mayordomo, la medalla del káiser, el nombre de la amiga de la condesa, con quien me acosté en la cama, junto con la condesa, en el departamento del Copacabana Palace. Además, antes de que saliéramos, ella me dio una botella llena de Canadian Club que me bebí casi por completo dentro del carro cuando íbamos al Copacabana, sintiéndome como un lord: pero bajé derechito del carro y subimos al departamento y tengo la impresión de que los tres nos divertimos bastante en el cuarto de la amiga de la condesa, pero de esa parte me olvidé completamente.
      Desperté con dolor de cabeza y dos mujeres en la cama. La condesa quería ir a su casa para enseñarme un animal que la quería morder y que había invadido su casa y que ella tenía encerrado dentro del piano de cola. Volvimos en taxi, no sé ni que horas eran pues no tenía hambre y lo mismo podían ser las diez como las tres de la tarde. Fue directamente al piano de cola y no encontró nada. Debí enseñártelo ayer, decía, ahora ellos lo han sacado de aquí, son muy inteligentes, son diabólicos. ¿Qué animal era ése?, pregunté, el terrible dolor de cabeza no me dejaba pensar bien, apenas podía abrir los ojos. Es una especie de cucaracha grande, dijo la condesa, con un aguijón de escorpión, dos ojos saltones y patas de escarabajo. No lograba imaginar un animal así, y se lo dije. La condesa se sentó en una de las cincuenta mesitas que había en la casa y dibujó el animal, una cosa muy extraña, en un papel de seda azul, que doblé y guardé en el bolsillo y lo perdí. He perdido muchas cosas en mi vida, pero la cosa que más lamento haber perdido es el dibujo del animal que la condesa hizo y me pongo triste sólo de pensar en eso.
      La condesa me afeitaba cuando apareció el conde, con el monóculo y diciendo buenos días. La condesa afeitaba mejor que cualquier barbero; una navaja afilada que rozaba la cara como si fuera una esponja, y luego me hizo masaje en la cara con un líquido perfumado; el masaje en mi trapecio y en mis deltoides mejor que el de Pedro Vaselina, el de la academia. El conde miraba todo esto con cierto desinterés, diciendo, debes simpatizarle mucho como para que te haga la barba, hace años que no me la hace a mí. A eso la condesa respondió irritada: tú sabes muy bien por qué; el conde se encogió de hombros como si no supiera nada y se alejó, desde la puerta me dijo, me gustaría hablar contigo después.
      Cuando el conde salió la condesa me dijo: quiere comprarte, compra a todo el mundo, su dinero se está acabando, pero aún tiene algo, muy poco, y eso lo desespera aun más, pues el tiempo pasa y yo no me muero, y si no me muero él se queda sin nada, pues no le doy más dinero; ya está viejo, ¿cuántos años crees que tiene?, podría ser mi padre, dentro de poco no podrá beber, se quedará sordo y no podrá oír música; el tiempo, después de mí, es su mayor enemigo; ¿viste cómo me mira? Un ojo frío de pez cazador, esperando un momento para liquidar sin misericordia a su presa; tú entiendes, un día me arrojan por la ventana, o me inyectan mientras esté dormida y luego ni quien se acuerde de mí y él coge todo mi dinero y vuelve a su tierra a ver la primavera y las flores del campo que tanto me pidió, con lágrimas en los ojos, que quería volver a ver; lágrimas fingidas, lo sé, su labio ni temblaba; y yo podría irme, abandonarlo, sin nada, sin oportunidad para sus planes siniestros, un pobre diablo; hasta creo que está empezando a quedarse sordo, la música que oye la sabe de memoria y quizá por eso ni se ha dado cuenta que se está quedando sordo —y la condesa se alejó diciendo que algo ocurriría uno de esos días y que estaba muy horrorizada y que nunca se había sentido tan excitada en toda su vida, ni siquiera cuando fue amante del príncipe Paravicini, en Roma.
      Fui a buscar al conde mientras la condesa tomaba un baño. Me preguntó con delicadeza, pero de manera directa, como quien quiere tener una conversación corta, dónde ganaba yo mi dinero. Le expliqué, también brevemente, que para vivir no es necesario mucho dinero; que ganaba mi dinero aquí y allá. Se ponía y quitaba el monóculo, mirando por la ventana. Continué: En la academia hago ejercicio gratis y ayudo a João, el dueño, que además me da un dinerito; vendo sangre al banco de sangre, no mucha para no perturbar el ejercicio, pero la sangre es bien pagada y el día que deje de hacer ejercicio voy a vender más y quizás viva de eso, o principalmente de eso. En ese momento el conde estaba muy interesado y quiso saber cuántos gramos vendía, si no me quedaba tonto, cuál era mi tipo de sangre y otras cosas. Después el conde me dijo que tenía una propuesta muy interesante que hacerme y que si la aceptaba nunca más tendría que vender sangre, a no ser que ya estuviera enviciado con eso, lo que él entendía, pues respetaba todos los vicios.
      No quise oír la propuesta del conde, no dejé que la hiciera; a fin de cuentas yo había dormido con la condesa, estaría mal que me pasara al otro bando. Le dije, nada de lo que usted pueda darme me interesa. Tengo la impresión de que se molestó con lo que le dije, pues se alejó de mí y se quedó viendo por la ventana, un largo silencio que me puso inquieto. Por eso, continué, no le ayudaré a hacer ningún mal a la condesa, no cuente conmigo para eso. ¿Pero cómo?, exclamó, tomando el monóculo con delicadeza en la punta de los dedos como si fuera una hostia, pero si yo sólo quiero su bien, quiero ayudarla, ella me necesita, y también a usted, déjeme explicarle todo, parece que hay una gran confusión, déjeme explicarle, por favor.
      No lo dejé. Me fui. No quise explicaciones. A fin de cuentas, de nada servían.


      Rubem Fonseca
      Los prisioneros ( 1963)



      Amy Winehouse / Love Is A Losing Game

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      Amy Winehouse
      Love Is A Losing Game


      For you I was a flame
      Love is a losing game
      Five storey fire as you came
      Love is a losing game

      Why do I wish I'd never played
      Oh what a mess we made
      And now the final frame
      Love is a losing game

      Played out by the band
      Love is a losing hand
      More than I could stand
      Love is a losing hand

      Self professed... profound
      Till the chips were down
      ...know you're a gambling man
      Love is a losing hand

      Though I'm rather blind
      Love is a fate resigned
      Memories mar my mind
      Love is a fate resigned

      Over futile odds
      And laughed at by the gods
      And now the final frame
      Love is a losing game




      Amy Winehouse
      Love Is A Losing Game
      En vivo y con subtítulos

      Amy Winehouse
      EL AMOR ES UN JUEGO PERDIDO


      Para ti fui una llama 
      El amor es un juego perdido  Un incendio de cinco pisos cuando te corrías  El amor es un juego perdido 

      Sólo deseo nunca haber jugado
      Oh, qué desastre hicimos
      Y ahora en el cuadro final
      El amor es un juego peligroso

      Tocado por la banda
      El amor es una mano perdida
      Más de lo que yo puedo soportar
      El amor es un juego peligroso

      Me expresé profundamente
      Hasta que los consejos se acabaron
      Sabía que eres un jugador
      El amor es un juego perdido

      Aunque estoy bastante ciega
      El amor es un destino reasignado
      Los recuerdos estropean mi mente
      El amor es un destino reasignado

      Sobre las vanas probabilidades
      Y la burla de los dioses
      Ahora en el cuadro final
      El amor es un juego peligroso




      Notas

      1
      Martin Luther King (un seudónimo, por supuesto) dice:
      Yo sigo diciendo que es "five STOREY fire", como cuando se dice "five storey house". "Five STORY fire" tampoco tendría mucho sentido porque "five" es plural y "story" singular. La traducción entonces sería un incendio de cinco pisos. Por otro lado, "played out by the band" se refiere a representado/tocado por las bandas (musicales), puesto que el amor es el tema más recurrido en la historia de la música. Estás de acuerdo?

      2
      Muralla de vidrio dice, por otra parte:
      En relación a "five stories" (sic) es un poco larga la explicación. No se refiere a "las escaleras de incendio" o "pisos" sino a la teoría (por así llamarlo) de que el mundo de la literatura se basa en 5 puntos basicos que se desarrollan y forman las "historias". Estos puntos son: el amor, la redención, los héroes y oprimidos, los viajes y el giro de los acontecimientos. En la canción puede interpretarse como historias independientes o una historia con todos estos condimentos que se "extinguió".

      3
      Habrán notado que cada video trae su propia traducción y sus propias fallas, por supuesto. Pueden seguir mirando videos subtitulados en Youtube y no encontrarán la traducción perfecta de "Love Is A Losing Game". Como esta entrada no se trata de una clase de traducción sino de gozar la maravillosa música de Amy Winehouse, creo que ya sabemos cuál es el asunto de la canción o, al menos tenemos una idea, algo vaga pero idea al fin y al cabo.






      Amy Winehouse / In my bed

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      Amy Winehouse

      IN MY BED

      Wish I could say it breaks my heart
      Like you did in the beginning
      It's not that we grew apart
      A nightingale no longer singing

      It's something I know you can't do
      Separate sex with emotion
      I sleep alone, the sun comes up
      You're still clinging to that notion

      Everything is slowing down
      River of no return
      Recognize my every sound
      There is nothing new to learn

      You'll never get my mind right
      Like two ships passing in the night
      In the night, in the night
      Want the same thing when we lay
      Otherwise mine's a different way
      A different way from where I'm going
      Oh, it's you again listen this isn't a reunion
      So sorry if I turn my head
      Yours is a familiar face
      But that don't make your place safe
      In my bed, my bed, my bed

      I never thought my memory
      Of what we had could be intruded
      But I couldn't let it be
      I needed it as much as you did

      Now it's not hard to understand
      Why we just speak at night
      The only time I hold your hand
      Is to get the angle right

      Everything is slowing down
      River of no return
      You recognize my every sound
      There's nothing new to learn

      You'll never get my mind right
      Like two ships passing in the night
      In the night, in the night
      Want the same thing when we lay
      Otherwise mine's a different way
      A different way from where I'm going
      Oh, it's you again, listen this isn't a reunion
      So sorry if I turn my head
      Yours is a familiar face
      But that don't make your place safe
      In my bed, my bed, my ba ba dee dee bed



      Triunfo Arciniegas / Retratos de Amy Winehouse

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      Amy Winehouse
      Ilustración de Triunfo Arciniegas

      Triunfo Arciniegas
      RETRATOS DE AMY WINEHOUSE
      Biografía




      “Over futile odds
      And laughed at by the gods
      And now the final frame
      Love is a losing game”


      Amy Winehouse




      Me he divertido haciendo estos retratos. Y es el propósito fundamental. Soy un pintor frustrado y estos ejercicios alivian el malestar. Desde niño soy fotógrafo y me apasiona el cine, es decir, vivo de imágenes. Trabajo con las palabras pero me sumerjo en el pozo de las imágnes. Soy un bebedor de relámpagos, escribí alguna vez: es decir, vivo de iluminaciones, de estrellas fugaces, de parpadeos de luciérnaga.


      Estos retratos constituyen mi homenaje a Amy Winehouse, una de las grandes de nuestro tiempo. Una mujer talentosa y desdichada. Me quito el sombrero ante su talento, cada vez más me conmueve su breve y atormentada existencia y ahora y siempre honro su memoria. 

      La vida de Amy Winehouse demuestra a cabalidad la frase de Truman Capote: "Cuando Dios da un don, da un látigo". Pagó con creces. Vio lo que otros no ven, saboreó la gloria y descendió a los infiernos. Esa muchacha que cantaba, como ella misma solía presentarse, bonita y curvilínea, conoció el amor perverso, abusó del alcohol y las drogas, transformó su cuerpo sin piedad, hasta volverse una criatura débil y esquelética. Un ángel extraviado que cantaba como los mismos dioses. 

      La pequeña de Camden Town, la niña perdida, nació y murió en Londres. "Siempre lo digo, y suena cursi, pero adoro Londres", decía. "Me encanta estar aquí. Oler a Londres cuando llueve, ese olor a cemento mojado." Y Londres la recuerda y, a su manera, también la adoró. Cuando la noticia de su muerte se regó como pólvora, según me dijo una amiga, la tristeza se arrastraba en las calles londinenses como un viento sin nombre. 

      Pocas cosas en la vida me emocionan más que la música de Amy Winehouse. Hace parte del álbum que me llevaría a una isla desierta, un álbum donde conservo para siempre a Pink Floyd y los Rolling Stones, Bach y Schubert, las muchachas de Balthus y los retratos de Lucian Freud, las tardes conversadas con mi madre y las lágrimas que me arrancó el amor, la complicidad de René y el talento de Alejandra, las promesas de mi niña bonita y la dulce felicidad que le debo a los libros. Veo ahora que la lista se extiende. Debería decir que muchas cosas me emocionan en la vida y las canciones de Amy Winehouse están ahí. Si me preguntaran por las tres canciones favoritas diría que son "Lágrimas negras", del Trío Matamoros, "Anybody seen my baby", de los Rolling Stones, y "Back to Black", de Amy Winehouse. 

      Estos retratos parten de fotografías ajenas, recogidas en la red, y no pretendo ninguna autoría. Es decir, no voy a cobrar un centavo, no voy a ofrecerlas a ningún editor, no voy a hacer un libro con ellas. Así como el trabajo en mis diversos blogs, lo hago por placer, por compartir con los demás, con personas que nunca veré, con personas de países que nunca visitaré, con personas de lenguas que nunca hablaré. 

      Escuchen a Amy Winehouse al atardecer, ojalá en un balcón y saboreando una copa de vino o un vaso de ron, y piensen en la persona amada mientras se desvanece el día, y entenderán parte de la felicidad que le debo a estar mujer. 


      T.A.
      Pamplona, 2015







       














      Rubem Fonseca / La fuerza humana

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      Rubem Fonseca

      LA FUERZA HUMANA 


      Quería seguir de frente pero no podía. Me quedaba parado en medio de aquel montón de negros: unos balanceando el pie o la cabeza, otros moviendo los brazos; pero algunos, como yo, duros como un palo, fingiendo que no estábamos allí, fingiendo que miraban un disco en la vitrina, avergonzados. Es gracioso, que un sujeto como yo sienta vergüenza de quedarse oyendo la música en la puerta de la tienda de discos. Si suena alto es para que las personas lo escuchen; y si no les gustara que la gente se quedara allí oyendo, bastaba con desconectar y listo: todo el mundo se alejaría en seguida. Además sólo ponen música buena, de la que tienes que ponerte a oír y que hace que las mujeres buenas caminen diferente, como caballo del ejército enfrente de la banda.
      El caso es que pasé por ahí todos los días. A veces estaba en la ventana de la academia de João, en el intervalo de un ejercicio, y desde ahí arriba veía a la multitud en la puerta de la tienda y no me aguantaba: me vestía corriendo, mientras João preguntaba, “¿a dónde vas, muchacho? Todavía no terminas las flexiones”, y me iba derecho para allá. João se ponía como loco con esto, pues se le había metido en la cabeza que me iba a preparar para el concurso del mejor físico del año y quería que entrenara cuatro horas diarias, y yo me detenía a la mitad y me iba a la calle a oír música. “Estás loco”, decía, “así no se puede, me estoy hartando de ti, ¿crees que soy un payaso?”
      Él tenía razón, me fui pensando ese día, comparte conmigo la comida que le mandan de casa, me da vitaminas que su mujer que es enfermera consigue, aumentó mi sueldo de instructor auxiliar de alumnos sólo para que dejara de vender sangre y me pudiera dedicar a los ejercicios, ¡puta!, cuántas cosas, y yo no lo reconocía y además le mentía; podría decirle que no me diera más dinero, decirle la verdad, que Leninha me daba todo lo que yo quería, que podría hasta comer en restaurantes, si lo quisiera, bastaba con que le dijera: quiero más. 
      Desde lejos me di cuenta que había más gente que de costumbre en la puerta de la tienda. Personas diferentes de las que iban allí; algunas mujeres. Sonaba una samba de un balanceo infernal —tum schtictum tum: las dos bocinas grandes en la puerta a punto de estallar, llenaban la plaza de música. Entonces vi, en el asfalto, sin dar la menor importancia a los carros que pasaban cerca, a ese negro bailando. Pensé: otro loco, pues la ciudad cada vez está más llena de locos, de locos y de maricas. Pero nadie reía. El negro tenía zapatos marrón todos chuecos, un pantalón mal remendado, roto en el trasero, camisa blanca sucia de mangas largas y estaba empapado en sudor. Pero nadie reía. Él hacía piruetas, mezclaba pasos de ballet con samba gafieira, pero nadie reía. Nadie reía porque el tipo bailaba con finura y parecía que bailaba en un escenario, o en una película, un ritmo endemoniado, nunca había visto algo como aquello. Ni yo ni nadie, pues los demás también lo miraban boquiabiertos. Pensé: eso es cosa de un loco, pero un loco no baila de ese modo, para bailar de ese modo el sujeto debe tener buenas piernas y buen ritmo, pero también es necesario tener buena cabeza. Bailó tres piezas del long-play que estaban tocando, y cuando paró todos empezaron a hablar unos con otros, cosa que nunca había ocurrido a la entrada de la tienda, pues las personas se quedan ahí calladas oyendo la música. Entonces el negro tomó una jícara que estaba en el suelo cerca de un árbol y la gente fue poniendo billetes en la jícara que muy pronto se llenó. Ah, esto lo explica, pensé. Rio se estaba poniendo diferente. Antiguamente veías uno que otro ciego tocando cualquier cosa, a veces acordeón, otras violín, incluso había uno que tocaba el pandero acompañándose con un radio de pilas; pero era la primera vez que veía a un bailarín. He visto también una orquesta de tres nordestinos golpeando cocos y a un niño tocando el “Tico-tico no fubá” con botellas llenas de agua. Todo eso lo he visto. ¡Pero un bailarín! Eché doscientos pesos en la jícara. Él puso la jícara llena de dinero cerca del árbol, en el suelo, tranquilo y seguro de que nadie le metería mano, y volvió a bailar. 
      Era alto; en mitad del baile, sin dejar de bailar, se arremangó la camisa, un gesto hasta bonito, parecía un gesto ensayado, aunque creo que tenía calor, y aparecieron dos brazos muy musculosos que la camisa de mangas largas escondía. Este tipo es definición pura, pensé. Y no fue una corazonada, pues basta con mirar a cualquier sujeto vestido que llega a la academia por vez primera para poder decir qué tipo de pectorales tiene, o cómo es su abdomen, si su musculatura es buena para hinchar o para definir. Nunca me equivoco. 
      Empezó a sonar una música aburrida, de esas de cantante de voz fina y el negro dejó de bailar, volvió a la acera, sacó un pañuelo inmundo del bolsillo y se limpió el sudor de la cara. La multitud se dispersó, sólo se quedaron allí los que siempre están oyendo música, con o sin show. Me acerqué al negro y le dije que había bailado muy bien. Se rió. Plática va plática viene me dijo que nunca antes había hecho aquello. “Quiero decir, sólo lo había hecho una vez. Un día pasé por aquí y algo me pasó, cuando me di cuenta estaba bailando en el asfalto. Bailé sólo una melodía, pero un tipo enrolló un billete y lo arrojó a mis pies. Era un cabral. Hoy vine con la jícara. Ya sabes, estoy duro como, como…” “Poste”, dije. Me miró, de esa manera que tiene de mirar a la gente sin que se pueda saber lo que está pensando. ¿Pensaría que me estaba burlando de él? ¿Hay postes blancos también, o no?, pensé. Lo dejé pasar. Le pregunté, “¿haces gimnasia?” “¿Qué gimnasia, mi amigo?” “Tienes el físico de quien hace gimnasia.” Se rió enseñando unos dientes blanquísimos y fuertes y su cara que era hermosa se puso feroz como la de un gorila grande. Sujeto extraño. “¿Tú haces?”, preguntó. “¿Qué?” “Gimnasia”, y me miró de arriba abajo, sin decir ninguna palabra, pero tampoco estaba interesado en lo que él estuviera pensando; lo que los demás piensan de nosotros no importa, sólo interesa lo que nosotros pensamos de nosotros; por ejemplo, si pienso que soy una mierda, lo soy, pero si alguien piensa eso de mí, ¿qué importa?, no necesito de nadie, deja que el tipo lo piense, a la hora de la hora ya veremos. “Hago pesas”, dije. “¿Pesas?” “Halterofilismo.” “¡Ja, ja!”, se rió de nuevo, un gorila perfecto. Me acordé de Humberto, de quien decían que tenía la fuerza de dos gorilas y casi la misma inteligencia. ¿Cuanta fuerza tendría el negro? “¿Cómo te llamas?”, pregunté, diciendo antes mi nombre. “Vaterlu, se escribe con doble u y dos os.” “Mira, Waterloo, ¿quieres ir a la academia donde hago gimnasia?” Miró un poco el suelo, luego cogió la jícara y dijo “vamos”. No preguntó nada más, echamos a andar, mientras ponía el dinero en su bolsillo, todo enrollado, sin mirar los billetes. 
      Cuando llegamos a la academia, João estaba debajo de la barra con Corcundinha. “João, éste es Waterloo”, dije. João me miró de soslayo, me dijo “quiero hablar contigo”, y caminó hacia los vestidores. Fui tras él. “Así no se puede, así no se puede”, dijo João. Por su cara vi que estaba encabronado conmigo. “Parece que no entiendes”, continuó João, “todo lo que estoy haciendo es por tu bien, si hicieras lo que te digo ganas el campeonato ese con una pierna en la espalda y listo. ¿Cómo crees que llegué hasta el sitio donde estoy? Siendo el mejor físico del año. Pero tuve que esforzarme, no fue dejando las series a la mitad, no, fue machacando de la mañana a la tarde, dándole duro; hoy tengo la academia, tengo automóvil, tengo doscientos alumnos, me he hecho un nombre, estoy comprando un departamento. Y ahora que te quiero ayudar tú no ayudas. Es para que se amargue cualquiera. ¿Qué gano yo con esto? ¿Que un alumno de mi academia gane el campeonato? Tengo a Humberto, ¿o no?, a Gomalina, ¿o no? A Fausto, a Donzela… pero te escojo a ti entre todos ellos y ésta es la manera como me pagas.” “Tienes razón”, dije mientras me quitaba la ropa y me colocaba la malla. Continuó: “¡Si tuvieras la fuerza de voluntad de Corcundinha! ¡Cincuenta y tres años de edad! Cuando llegó aquí, hace seis meses, tú lo sabes, tenía una dolencia horrible que le comía los músculos de la espalda y le dejaba la espina sin apoyo, el cuerpo se caía cada vez más a los lados, llegaba a dar miedo. Me dijo que cada vez se estaba encogiendo más y estaba quedando más torcido, que los médicos no sabían ni un carajo, ni inyecciones ni masajes tenían resultado en él; hubo quien se quedó con la boca abierta mirando su pecho puntiagudo como sombrero de almirante, la joroba saliente, todo torcido hacia enfrente, hacia el costado, haciendo muecas, hasta daban ganas de vomitar sólo de estar viéndolo. Dije a Corcundinha, te voy a aliviar, pero tienes que hacer todo lo que te mande, todo, todo, no voy a hacer de ti un Steve Reeves, pero dentro de seis meses serás otro hombre. Míralo ahora. ¿Hice un milagro? Él hizo el milagro, castigándose, sufriendo, penando, sudando: ¡no hay límites para la fuerza humana!”. Dejé que João me gritara toda la historia para ver si su enojo conmigo pasaba. Dije, para ponerlo de buen humor, “Tu pectoral está bárbaro.” João abrió los brazos e hizo que los pectorales saltaran, dos masas enormes, cada pecho debía pesar diez kilos; pero ya no era el mismo de las fotografías esparcidas por la pared. Aún con los brazos abiertos, João caminó hacia el espejo grande de la pared y se quedó mirando lateralmente su cuerpo. “Éste es el supino que quiero que hagas; en tres fases: sentado, acostado con la cabeza hacia abajo en la plancha y acostado en el banco; en el banco lo hago de tres maneras, ven a ver.” Se acostó en el banco con la cara bajo la pesa apoyada en el caballete. “Así, cerrado, las manos casi juntas; después, una abertura media; y, por último, las manos bien abiertas en los extremos de la barra. ¿Viste cómo? Ya está puesto en tu ficha nueva. Ya verás tu pectoral dentro de un mes”, y diciendo esto me dio un golpe fuerte en el pecho. 
      “¿Quién es ese negro?”, preguntó João mirando a Waterloo, quien sentado en un banco tarareaba con calma. “Es Waterloo”, respondí, “lo traje para que hiciera unos ejercicios, pero no puede pagar.” “¿Y crees que daré clases gratis a cualquier vagabundo que se aparezca por aquí?” “Tiene madera, João, el modelado de su cuerpo debe ser cualquier cosa.” João hizo una mueca de desprecio: “¿Qué qué?, ¡ese tipo!, ¡ay!, échalo de aquí, échalo de aquí, estás loco.” “Pero todavía no lo has visto, João, su ropa no le ayuda.” “¿Ya lo viste?” “Sí”, mentí, “voy a conseguirle una malla.” 
      Le di la malla al negro, le dije: “Ponte esto ahí dentro.” 
      Aún no había visto al negro sin ropa, pero tenía fe: su aceptación sólo sería posible con una musculatura firme. Empecé a preocuparme; ¿y si fuera puro esqueleto? El esqueleto es importante, es la base de todo, pero empezar de un esqueleto es duro como el demonio, exige tiempo, comida, proteínas y João no iba a querer trabajar sobre unos huesos. 
      Waterloo salió del vestidor con la malla. Vino caminando normalmente; aún no conocía los trucos de los veteranos, no sabía que incluso en una posición de aparente reposo es posible tensar todos los músculos, pero eso es algo difícil de hacer, como por ejemplo definir el omóplato y los tríceps al mismo tiempo y además simultáneamente los sartorios y los recto-abdominales, y los bíceps y el trapecio, y todo armoniosamente, sin que parezca que el tipo está sufriendo un ataque epiléptico. Él no sabía hacer eso, ni podía, es cosa de maestros, sin embargo, tengo que decirlo, aquel negro tenía el desarrollo muscular natural más perfecto que había visto en mi vida. Hasta Corcundinha detuvo su ejercicio y vino a verlo. Bajo la piel fina de un negro profundo y brillante, diferente del negro opaco de ciertos negros, sus músculos se distribuían y se ligaban, de los pies a la cabeza, en un bordado perfecto. 
      “Cuélgate de la barra”, dijo João. “¿Aquí?”, preguntó Waterloo, ya bajo la barra. “Sí. Cuando tu cabeza llegue a la altura de la barra te detienes.” Waterloo empezó a suspender su cuerpo, pero a medio camino rió y cayó al suelo. “No quiero payasadas aquí, esto es cosa seria”, dijo João, “vamos nuevamente.” Waterloo subió y se detuvo como João le había mandado. João se quedó mirándolo. “Ahora, lentamente, pasa la barba por encima de la barra. Lentamente. Ahora baja, lentamente. Ahora vuelve a la posición inicial y detente.” João examinó el cuerpo de Waterloo. “Ahora, sin mover el tronco, levanta las dos piernas, rectas y juntas.” El negro empezó a levantar las piernas, despacio, y con facilidad, y la musculatura de su cuerpo parecía una orquesta afinada, los músculos funcionando en conjunto, una cosa bella y poderosa. João debía estar impresionado, pues empezó también a contraer los propios músculos y entonces noté que yo y Corcundinha hacíamos lo mismo, como si cantáramos a coro una música irresistible; y João dijo, con una voz amiga que no usaba para ningún alumno, “puedes bajar”, y el negro bajó y João continuó. “¿Ya has hecho gimnasia?”, y Waterloo respondió negativamente y João concluyó “claro que no has hecho, yo sé que no has hecho; miren, voy a contarles, esto ocurre una vez en cien millones; qué cien millones, ¡en un billón! ¿Qué edad tienes?” “Veinte años”, dijo Waterloo. “Puedo hacerte famoso, ¿quieres hacerte famoso?”, preguntó João. “¿Para qué?”, preguntó Waterloo, realmente interesado en saber para qué. “¿Para qué? ¿Para qué? Qué gracioso, qué pregunta más idiota”, dijo João. Para qué, me quedé pensando, es cierto, ¿para qué? ¿Para que los otros nos vean en la calle y digan ahí va el fulano famoso? “¿Para qué, João?”, pregunté. João me miró como si me hubiera cogido a su madre. “Tú también. ¡Qué cosa! ¿Qué tienen ustedes en la cabeza, eh?” João de vez en cuando perdía la paciencia. Creo que tenía unas ganas locas de ver a un alumno ganar el campeonato. “No me explicó usted para qué”, dijo Waterloo con respeto. “Entonces te lo explico. En primer lugar, para no andar andrajoso como un mendigo, y poder bañarte cuando quieras, y comer… pavo, fresas, ¿ya has comido fresas?…, y tener un lugar confortable para vivir, y tener mujer, no una negra apestosa, una rubia, muchas mujeres tras de ti, peleándose por ti, ¿entiendes? Ustedes ni siquiera saben lo que es eso, son ustedes unos culo-sucio.” Waterloo miró a João, más sorprendido que cualquier otra cosa, pero a mí me dio rabia; me dieron ganas de ponerle la mano encima allí mismo, no por causa de lo que había dicho de mí, por mí que se joda, sino porque se estaba burlando del negro; hasta llegué a imaginar cómo sería el pleito: él es más fuerte, pero yo soy más ágil, tendría que pelear de pie, a base de cuchilladas. 
      Miré su pescuezo grueso: tenía que ser allí en el gañote, un palo seguro en el gañote, pero para darle un garrotazo bien dado por dentro tendría que colocarme medio de lado y mi base no quedaría tan firme si él respondiera con una zancadilla; y por dentro el bloqueo sería fácil, João tenía reflejos, me acordé de él entrenando al Mauro para aquella lucha libre con Juárez en la que el Mauro fue destrozado; reflejos tenía, estaba gordo pero era un tigre; golpear a los lados no servía de nada, allí tenía dos planchas de acero; podría tirarme al suelo para intentar un final limpio, una llave con el brazo: dudoso. “Vamos a quitarnos la ropa, vámonos de aquí”, dije a Waterloo. “¿Por qué?”, preguntó João aprensivo, “¿estás enojado conmigo?” Bufé y dije: “Sí, estoy hasta los cojones de todo esto, estuve a punto de saltarte encima ahora mismo, es bueno que lo sepas.” João se puso tan nervioso que casi perdió la pose, su barriga se arrugó como si fuera una funda de almohada, pero no era miedo de la pelea, no, de eso no tenía miedo, lo que tenía era miedo de perder el campeonato. “¿Ibas a hacer eso conmigo?”, cantó, “eres como un hermano para mí, ¿ibas a pelear conmigo?” Entonces fingió una mueca muy compungida, el actor, y se sentó abatido en un banco con el aire miserable de quien acaba de recibir la noticia de que la mujer le anda poniendo los cuernos. “Acaba con eso, João, no sirve de nada. Si fueras hombre, pedías una disculpa.” Tragó en seco y dijo “está bien, discúlpame, ¡carajo!, discúlpame también tú (al negro), discúlpame; ¿está bien así?”. Había dado lo máximo, si lo provocaba explotaría, olvidaría el campeonato, apelaría a la ignorancia, pero yo no haría eso, no sólo porque mi rabia ya había pasado después de que peleé con él en el pensamiento, sino también porque João se había disculpado y cuando un hombre pide disculpas lo disculpamos. Apreté su mano, solemnemente; él apretó la mano de Waterloo. También yo apreté la mano del negro. Permanecimos serios, como tres doctores. 
      “Voy a hacer una serie para ti, ¿está bien?”, dijo João, y Waterloo respondió “sí señor.” Yo tomé mi ficha y dije a João: “Voy a hacer la rosca derecha con sesenta kilos y la inversa con cuarenta, ¿te parece bien?.” João sonrió satisfecho, “óptimo, óptimo.” 
      Terminé mi serie y me quedé viendo a João que enseñaba a Waterloo. Al principio aquello era muy aburrido, pero el negro hacía los movimientos con placer, y eso es raro: normalmente la gente tarda en encontrarle gusto al ejercicio. No había misterio para Waterloo, hacía todo exactamente como João quería. No sabía respirar bien, es verdad, la médula de la caja aún tenía que abrírsele, pero carajo, ¡estaba empezando! 
      Mientras Waterloo se daba un baño, João me dijo: “Tengo ganas de prepararlo también a él para el campeonato, ¿qué te parece?.” Le dije que me parecía una buena idea. João continuó: “Con ustedes dos en forma, es difícil que la academia no gane. El negro sólo necesita hinchar un poco, definición ya tiene.” Dije: “No creo que vaya a ser así de fácil, João; Waterloo es bueno, pero va a necesitar machacar mucho, sólo debe tener unos cuarenta de brazo.” “Tiene cuarenta y dos o cuarenta y tres”, dijo João. “No sé, será mejor medir.” João dijo que mediría el brazo, el antebrazo, el pecho, el muslo, la pantorrilla, el pescuezo. “¿Y tú cuánto tienes de brazo”, me preguntó con astucia; lo sabía, pero le dije, “cuarenta y seis.” “Hum… es poco, ¿verdad?, para el campeonato es poco… faltan seis meses… y tú, y tú…” “¿Qué es lo que temes?” “Estás aflojando…” La plática estaba atorada y decidí prometerle, para terminar con aquello: “Descuida, João, ya verás, en estos meses me voy para arriba.” João me dio un abrazo, “eres un tipo inteligente… ¡Puta!, ¡con la pinta que tienes, y siendo campeón! ¿te imaginas? Fotos en el periódico… Vas a acabar en el cine, en Norteamérica, en Italia, haciendo películas en color, ¿te imaginas?.” João colocó varias anillas de diez kilos en el pulley. “¿De cuánto es tu pulley?”, preguntó. “Ochenta.” “Y la muchacha que tienes, ¿qué va a pasar con ella?” Hablé seco: “¿Cómo que qué va a pasar con ella?”. Él: “Soy tu amigo, acuérdate de eso”. Yo: “Está bien, eres mi amigo, ¿y?” “Soy como un hermano para ti.” “Eres como un hermano para mí, ¿y?” João agarró la barra del pulley, se arrodilló y alzó la barra hasta el pecho mientras los ochenta kilos de anillas subían lentamente, ocho veces. Después: “¿Cuánto pesas?”, “Noventa.” “Entonces haz el pulley con noventa. Pero mira, volviendo al asunto, sé que las pesas despiertan unas ganas grandes, ganas, hambre, sueño… pero eso no quiere decir que tengamos que hacer todo esto sin medida; a veces quedamos en la punta de los cascos, pero hay que controlarse, se necesita disciplina; mira a Nelson, la comida acabó con él, hacía una serie de caballo para compensar, creó masa, eso creó, pero comía como un puerco y terminó con un cuerpo de puerco… miserable…” João hizo una cara de pena. No me gusta comer, y João lo sabe. Noté que el Corcundinha, acostado de espaldas, haciendo un crucifijo quebrado, prestaba atención a nuestra plática. “Creo que estás jodiendo demasiado”, dijo João, “no es bueno. Llegas aquí todas las mañanas marcado con chupetones, arañado en el pescuezo, en el pecho, en las espaldas, en las piernas. No se ve bien, tenemos un montón de muchachos en la academia, es un mal ejemplo. Por eso es que te voy a dar un consejo —y João me miró con cara de la amistad y los negocios por separado, con cara de contar dinero; ¿se estaba apoyando ya en el negro?—, esa muchacha no sirve, consigue una que quiera sólo una vez a la semana, o dos, y aun así moderándote.” En ese instante Waterloo salió del vestidor y João le dijo, “Vamos a salir, te voy a comprar ropa; pero es un préstamo, trabajarás en la academia y después me pagas.” A mí: “Necesitas un ayudante. Pon las manos ahí, que ya vuelvo.” 
      Me senté, pensando. Dentro de poco empiezan a llegar los alumnos. Leninha, Leninha. Antes de que tuviera una luz, el Corcundinha habló: “¿Quieres ver si estoy jalando bien en la barra?” Fui a ver. No me gusta mirar al Corcundinha. Tiene más de seis tics diferentes. “Estás mejorando de los tics”, dije; pero qué cretino, no mejoraba, ¿por qué dije aquello? “Sí, ¿verdad?”, dijo satisfecho, guiñando varias veces con increíble rapidez el ojo izquierdo. “¿Qué ejercicio estás haciendo?” “Por detrás y por delante, y con las manos juntas en la punta de la barra. Tres series para cada ejercicio, con diez repeticiones. Noventa movimientos en total, y no siento nada.” “Sin prisa y siempre”, le dije. “Oí tu plática, con João”, dijo el Corcundinha. Moví la cabeza. “Los negocios con la mujer son fuego”, continuó, “me peleé con Elza.” Rayos, ¿quién era Elza? Por si las dudas dije “¿sí?” Corcundinha: “No era mujer para mí. Pero sucede que ahora estoy con otra chica y la Elza se la pasa llamando a casa diciéndole insultos, haciendo escándalos. El otro día a la salida del cine fue para morirse. Eso me perjudica, soy un hombre responsable.” Corcundinha con un salto ágil agarró la barra con las dos manos y balanceó el cuerpo para enfrente y atrás, sonriendo y diciendo: “Esta muchacha que tengo ahora es un tesoro, jovencita, treinta años más nueva que yo, treinta años, pero yo aún estoy en forma, ella no necesita de otro hombre.” Con jalones rápidos Corcundinha izó el cuerpo varias veces por atrás, por enfrente, rápidamente: una danza; horrible; pero no aparté el ojo. “¿Treinta años más nueva?”, dije maravillado. Corcundinha gritó desde lo alto de la barra: “¡Treinta años! ¡Treinta años!.” Y diciendo esto, Corcundinha dio una octava en la barra, una subida de cintura y luego de balancearse como péndulo intentó girar como si fuera una hélice, su cuerpo completamente rojo del esfuerzo, con excepción de la cabeza que se puso más blanca. Agarré sus piernas; cayó pesadamente, de pie, en el piso. “Estoy en forma”, jadeó. Le dije: “Corcundinha, necesitas tener cuidado, no eres… no eres un niño.” Él: “Yo me cuido, me cuido, no me cambio por ningún muchacho, estoy mejor que cuando tenía veinte años y bastaba que una mujer me rozara para que me pusiera loco; ¡toda la noche, amiguito, toda la noche!.” Los músculos de su rostro, párpado, nariz, labio, frente empezaron a contraerse, latir, estremecerse, convulsionarse; sus tics al mismo tiempo. “¿De vez en cuando vuelven los tics?”, pregunté. Corcundinha respondió: “Sólo cuando me distraigo.” Fui hasta la ventana pensando que la gente vive distraída. Abajo, en la calle, estaba el montón de gente frente a la tienda y me dieron ganas de correr hacia allá, pero no podía dejar la academia sola. 
      Después llegaron los alumnos. Primero llegó uno que quería ponerse fuerte porque tenía espinillas en la cara y la voz delgada, después llegó otro que quería ponerse fuerte para golpear a los demás, pero ése no le pegaría a nadie, pues un día lo llamaron para una pelea y tuvo miedo; y llegaron los que gustan de mirarse en el espejo todo el tiempo y usan camisa de manga corta apretada en el brazo para parecer más fuertes; y llegaron los muchachos de pantalones Lee, cuyo objetivo es desfilar en la playa; y llegaron los que sólo vienen en verano, cerca del carnaval, y hacen una serie violenta para hinchar rápido y vestir sus disfraces de griego o cualquier otro que sirva para mostrar la musculatura; y llegaron los viejos cuyo objetivo es quemar la grasa de la barriga, lo que es muy difícil y, después de algún tiempo, imposible; y llegaron los luchadores profesionales: Príncipe Valiente, con su barba, Cabeza de Hierro, Capitán Estrella, y la banda de lucha libre: Mauro, Orando, Samuel; éstos no son buenos para el modelado, sólo quieren fuerza para ganarse mejor la vida en el ring: no se aglomeran enfrente de los espejos, no molestan pidiendo instrucciones; me gustan, me gusta entrenar con ellos en la víspera de una lucha, cuando la academia está vacía; y verlos salir de una montada, escapar de un arm-lock o bien golpear cuando consiguen un estrangulamiento perfecto; o bien conversar con ellos sobre las luchas que ganaron o perdieron. 
      João volvió, y con él Waterloo con ropa nueva. João encargó al negro que arreglara las anillas, colocara las barras y pesas en los lugares correctos, “antes necesitas aprender para enseñar.” 
      Ya era de noche cuando Leninha me telefoneó, preguntando a qué horas iría a casa, a su casa, y le dije que no podría ir pues iría a mi casa. Al oír esto Leninha se quedó callada: en los últimos treinta o cuarenta días yo iba todas las noches a su casa, donde ya tenía pantuflas, cepillo de dientes, pijama y una porción de ropas; me preguntó si estaba enfermo y le dije que no; y otra vez se quedó callada, y yo también, hasta parecía que queríamos ver quien caía primero; fue ella: “¿Entonces no me quieres ver hoy?.” “No es nada de eso”, dije, “hasta mañana, me llamas por teléfono, ¿está bien?” 
      Fui a mi cuarto, el cuarto que alquilaba a doña María, la vieja portuguesa que tenía cataratas en el ojo y quería tratarme como si fuera su hijo. Subí las escaleras en la punta de los pies, agarrado al pasamanos con suavidad y abrí la puerta sin hacer ruido. Me acosté de inmediato en la cama, luego de quitarme los zapatos. En su cuarto la vieja oía novelas: “¡No, no, Rodolfo, te lo imploro!”, oí desde mi cuarto, “¿Jura que me perdonas? ¿Perdonarte?, cómo, si te amo más que a mí mismo… ¿En qué piensas? ¡Oh!, no me preguntes… Anda, respóndeme… a veces no sé si eres mujer o esfinge….” Desperté con los golpes en la puerta de doña María que decía “Ya le dije que no está”, y Leninha: “Usted me disculpa, pero me dijo que venía a su casa y tengo que arreglar un asunto urgente.” Me quedé quieto: no quería ver a nadie… nunca más. Nunca más. “Pero él no está.” Silencio. Debían estar frente a frente. Doña María intentando ver a Leninha en la débil luz amarilla de la sala y la catarata confundiéndola, y Leninha… (es bueno quedarse dentro del cuarto todo oscuro), “…sar más tarde?” “No ha venido, hace más de un mes que no duerme en casa, aunque paga religiosamente, es un buen muchacho.” 
      Leninha se fue y la vieja estaba de nuevo en el cuarto: “Permíteme contradecirte, perdona mi osadía… pero hay un amor que una vez herido sólo encontrará sosiego en el olvido de la muerte… ¡Ana Lúcia! Sí, sí, un amor irreductible que se sostiene mucho más allá de todo y de cualquier sentimiento, un amor que para sí resume la delicia del cielo dentro del corazón…” Vieja miserable que vibraba con aquellas estupideces. ¿Miserable? Mi cabeza pesaba en la almohada, una piedra encima de mi pecho… ¿un niño? ¿Como era ser niño? Ni eso sé, sólo me acuerdo que orinaba con fuerza, hacia arriba: alto. Y también me acuerdo de las primeras películas que vi, de Carolina, pero entonces ya era grande, ¿doce?, ¿trece?, ya era hombre. Un hombre. Hombre… 
      Por la mañana cuando iba al baño doña María me vio. “¿Dormiste aquí?”, me preguntó. “Sí.” “Vino a buscarte una chica, estaba muy inquieta, dijo que era urgente.” “Sé quién es, hoy hablaré con ella”, y entré al baño. Cuando salí, doña María me preguntó, “¿No vas a afeitarte?.” Volví y me afeité. “Ahora sí, tienes cara de limpieza”, dijo doña María, que no se separaba de mí. Tomé café, huevo tibio, pan con mantequilla, plátano. Doña María cuidaba de mí. Después fui a la academia. 
      Cuando llegué ya estaba ahí Waterloo. “¿Cómo estás? ¿Está gustándote?”, pregunté. “Por lo pronto está bien.” “¿Dormiste aquí?” “Sí. Don João me dijo que durmiera aquí.” Y no dijimos nada más, hasta que llegó João. 
      João empezó por darle instrucciones a Waterloo: “Por la mañana, brazos y piernas; en la tarde, pecho, espaldas y abdomen”; y se puso a vigilar el ejercicio del negro. A mí no me hizo caso. Me quedé mirando. “De vez en cuando bebe jugo de frutas”, decía João, tomando un vaso, “así”, João se llenó la boca de líquido, hizo un buche y tragó despacio, “¿viste cómo?”, y le dio el vaso a Waterloo, quien repitió lo que él había hecho. 
      Toda la mañana João la pasó mimando al negro. Me quedé dirigiendo a los alumnos que llegaban. Acomodé las pesas que regaban por la sala. Waterloo sólo hizo su serie. Cuando llegó el almuerzo —seis marmitas—João me dijo: “Mira, no lo tomes a mal, voy a compartir la comida con Waterloo, él la necesita más que tú, no tiene dónde almorzar, está flaco y la comida sólo alcanza para dos.” En seguida se sentaron colocando las marmitas sobre la mesa de los masajes cubierta con periódicos y empezaron a comer. Con las marmitas venían siempre dos platos y cubiertos. 
      Me vestí y salí a comer, pero no tenía hambre y me comí dos pasteles en un café. Cuando volví, João y Waterloo estaban estirados en las sillas de lona. João contaba la historia de lo duro que le había dado para ser campeón. 
      Un alumno me preguntó cómo hacía el pulóver recto y fui a enseñarle, otro se quedó hablando conmigo del juego del Vasco y el tiempo fue pasando y llegó la hora de la serie de la tarde —cuatro horas— y Waterloo se paró cerca del leg-press y preguntó cómo funcionaba y João se acostó y le enseñó diciendo que el negro haría flexiones, que era mejor. “Pero ahora vamos al supino”, dijo, “en la tarde, pecho, espalda y abdomen, no lo olvides.” 
      A las seis más o menos el negro acabó su serie. Yo no había hecho nada. Hasta aquella hora João no había hablado conmigo. Entonces me dijo: “Voy a preparar a Waterloo, nunca vi un alumno igual, es el mejor que he tenido”, y me miró, rápido y disimuladamente; no quise saber a dónde quería llegar; saber, lo sabía, me sé sus trucos, pero no mostré interés. João continuó: “¿Has visto algo igual? ¿No crees que él puede ser el campeón?” Dije: “Quizá; lo tiene casi todo, sólo le falta un poco de fuerza en la masa.” El negro, que nos oía, preguntó: “¿Masa?” Dije: “Aumentar un poco el brazo, la pierna, el hombro, el pecho… lo demás está”, iba a decir óptimo pero dije, “bien”. El negro: “¿Y fuerza?” Yo: “Fuerza es fuerza, un negocio que ya está dentro de uno.” Él: “¿Cómo sabes que no tengo?” Iba a decir que era una corazonada, y corazonada es corazonada, pero me miraba de una manera que no me gustó y por eso: “Tú no tienes.” “Creo que sí tiene”, dijo João, dentro de su esquema. “Pero el muchacho no cree en mí”, dijo el negro. 
      ¿Para qué llevar las cosas más allá?, pensé. Pero João preguntó: “¿Tiene más o menos la misma fuerza que tú?” 
      “Menos”, dije. “Eso está por verse”, dijo el negro. João era don João, yo era el muchachote: el negro tenía que estar de mi parte, pero no estaba. Así es la vida. “¿Cómo quieres probarlo?”, pregunté irritado. “Tengo una propuesta”, dijo João, “¿qué tal unas vencidas?” “Lo que sea”, dije. “Lo que sea”, repitió el negro. 
      João trazó una línea horizontal en la mesa. Colocamos los antebrazos encima de la línea de modo que mi dedo medio extendido tocara el codo de Waterloo, pues mi brazo era más corto. João dijo: “Yo y el Gomalina seremos los jueces; la mano que no es la del empuje puede quedar con la palma sobre la mesa o agarrada a ella; las muñecas no podrán curvarse en forma de gancho antes de iniciada la competencia.” Ajustamos los codos. Al centro de la mesa nuestras manos se agarraron, los dedos cubriendo solamente las falanges de los pulgares del adversario, y envolviendo el dorso de las manos, Waterloo iba más lejos pues sus dedos eran más largos y tocaban la orilla de mi mano. João examinó la posición de nuestros brazos. “Cuando diga ya, pueden empezar.” Gomalina se arrodilló a un lado de la mesa, João al otro. “Ya”, dijo João. 
      Se puede empezar unas vencidas de dos maneras: atacando, arremetiendo enseguida, echando toda la fuerza al brazo inmediatamente, o bien resistiendo, aguantando la embestida del otro y esperando el momento oportuno para virar. Escogí la segunda. Waterloo dio un arranque tan fuerte que casi me liquidó; ¡puta mierda!, no me esperaba aquello; mi brazo cedió hasta la mitad del camino, qué estupidez la mía, ahora quien tenía que hacer fuerza, gastarse, era yo. Empujé desde el fondo, lo máximo que me era posible sin hacer muecas, sin apretar los dientes, sin mostrar que lo estaba dando todo, sin crear moral en el adversario. Fui empujando, empujando, mirando el rostro de Waterloo. Él fue cediendo, cediendo, hasta qué volvimos al punto de partida, y nuestros brazos se inmovilizaron. Nuestras respiraciones eran profundas, sentía el viento que salía de mi nariz pegar en mi brazo. No puedo olvidar la respiración, pensé, esta jugada será ganada por el que respire mejor. Nuestros brazos no se movían un milímetro. Me acordé de una película que vi, en la que dos camaradas, dos campeones, se quedan un largo tiempo sin tomar ventaja uno del otro, y mientras tanto uno de ellos, el que iba a ganar, el jovencito, tomaba whisky y chupaba su puro. Pero allí no era el cine, no; era una lucha a muerte, vi que mi brazo y mi hombro empezaban a ponerse rojos; un sudor fino hacía que el tórax de Waterloo brillara; su cara empezó a torcerse y sentí que venía con todo y mi brazo cedió un poco, más, ¡rayos!, más aún, y al ver que podía perder me entró desesperación, ¡rabia! ¡Apreté los dientes! El negro respiraba por la boca, sin ritmo, pero llevándome, y entonces cometió el gran error, su cara de gorila se abrió en una sonrisa y peor aun, con la provocación graznó una carcajada ronca de ganador, echó fuera aquella pizca de fuerza que faltaba para ganarme. Un relámpago cruzó por mi cabeza diciendo: ¡ahora!, y el tirón que di nadie lo aguantaría, él lo intentó, pero la potencia era mucha; su rostro se puso gris, el corazón se le salía por la lengua, su brazo se ablandó, su voluntad se acabó —y de maldad, al ver que entregaba el juego, pegué con su puño en la mesa dos veces. Se quedó agarrado a mi mano, como en una larga despedida sin palabras, su brazo vencido sin fuerzas, abandonado, caído como un perro muerto en la carretera. 
      Liberé mi mano. João, Gomalina querían discutir lo que había ocurrido pero yo no los oía —aquello estaba terminado. João intentó mostrar su esquema, me llamó a un rincón. No fui. Ahora Leninha. Me vestí sin bañarme, me fui sin decir palabra, siguiendo lo que mi cuerpo mandaba, sin adiós: nadie me necesitaba, yo no necesitaba de nadie. Eso es, eso es. 
      Tenía la llave del departamento de Leninha. Me acosté en el sofá de la sala, no quise quedarme en el cuarto, la colcha rosa, los espejos, el tocador, el peinador lleno de frasquitos, la muñeca sobre la cama estaban haciéndome mal. La muñeca sobre la cama: Leninha la peinaba todos los días, le cambiaba ropa —calzoncito, enagua, sostén— y hablaba con ella, “mi hijita linda, extrañaste a tu mamita?.” Me dormí en el sofá. 
      Leninha me despertó con un beso en la cara. “Llegaste temprano, ¿no fuiste hoy a la academia?” “Sí”, dije sin abrir los ojos. “¿Y ayer? Te fuiste temprano a tu casa?” “Sí”, ahora con los ojos abiertos: Leninha se mordía los labios. “No juegues conmigo, querido, por favor…” “Fui, no estoy jugando.” Ella suspiraba. “Sé que fuiste a mi casa. No sé a qué hora; oí que hablabas con doña María, ella no sabía que estaba en el cuarto.” “¡Hacerme una porquería de ésas a mí!”, dijo Leninha, aliviada. “No fue ninguna porquería”, dije. “No se le hace una cosa así a… a los amigos,” “No tengo amigos, podría tener, hasta el príncipe, si quisiera.” “¿Quién?”, dijo ella dando una carcajada, sorprendida. “No soy ningún vagabundo, conozco al príncipe, al conde, para que lo sepas.” Ella rió: “¡¿Príncipe?!, ¡príncipe!, en Brasil no hay príncipe, sólo hay príncipe en Inglaterra, ¿crees que soy tonta?”, Dije: “Eres una burra, ignorante; ¿no hay príncipe en Italia? Este príncipe es italiano.” “¿Y tú ya fuiste a Italia?” Debía haberle dicho que ya había jodido con una condesa que había andado con un príncipe italiano y, carajo, cuando andas con una dama con quien anduvo también otro tipo, ¿no es una forma de conocerlo? Pero Leninha tampoco creía en la historia de la condesa, que acabó con un final triste como todas las historias verdaderas: pero eso no se lo cuento a nadie. Me quedé callado de repente y sintiendo esa cosa que me da de vez en cuando, en esas ocasiones en que los días se hacen largos, lo que empieza en la mañana cuando me despierto sintiendo una aflicción enorme y pienso que después de bañarme pasará, después de tomar el café pasará, después de hacer gimnasia pasará, después de que pase el día pasará, pero no pasa y llega la noche y estoy en las mismas, sin querer mujer o cine, y al día siguiente tampoco acaba. Ya he pasado una semana así, me dejé crecer la barba y miraba a las personas, no como se mira un automóvil, sino preguntándome, ¿quién es?, ¿quién es?, ¿quién-es-más-allá-del-nombre?, y las personas pasando frente a mí, gente como moscas en el mundo, ¿quién es? 
      Leninha, al verme así, apagado como si fuera una fotografía vieja, sacudió un paño delante de mí diciendo, “mira la camisa fina que te compré; póntela, póntela para verte.” Me puse la camisa y ella dijo: “Estás hermoso, ¿vamos a bailar?” “Quiero divertirme, mi bien, trabajé demasiado todo el día.” Ella trabaja de día, sólo anda con hombres casados y la mayoría de los hombres casados sólo hacen eso de día. Llega temprano a la casa de doña Cristina y a las nueve de la mañana ya tiene clientes telefoneándole. El mayor movimiento es a la hora del almuerzo y al final de la tarde; Leninha no almuerza nunca, no tiene tiempo. 
      Entonces fuimos a bailar. Creo que a ella le gusta mostrarme, pues insistió en que llevara la camisa nueva, escogió el pantalón, los zapatos y hasta quiso peinarme, pero eso era demasiado y no la dejé. Es simpática, no le molesta que las demás mujeres me vean. Pero sólo eso. Si alguna mujer viene a hablar conmigo se pone hecha una fiera. 
      El lugar era oscuro, lleno de infelices. Apenas habíamos acabado de sentarnos un sujeto pasó cerca de nuestra mesa y dijo: “¿Cómo te va, Tania?.” Leninha respondió: “Bien, gracias, ¿cómo está usted?.” Él también estaba bien gracias. Me miró, hizo un movimiento con la cabeza como si estuviera saludándome y se fue a su mesa. “¿Tania?”, pregunté. “Mi nombre de batalla”, respondió Leninha. “¿Pero tu nombre de batalla no es Betty?”, pregunté. “Sí, pero él me conoció en la casa de doña Viviane, y allá mi nombre de batalla es Tania.” 
      En ese momento el tipo volvió. Un viejo, medio calvo, bien vestido, enjuto para su edad. Sacó a Leninha a bailar. Le dije: “Ella no va a bailar, amigo.” Él quizá se ruborizó, en la oscuridad, dijo: “Yo pensé….” Ya no pelé al idiota, estaba ahí, de pie, pero no existía. Dije a Leninha: “Estos tipos se la viven pensando, el mundo está lleno de pensadores.” El sujeto desapareció. 
      “Qué cosa tan horrible hiciste”, dijo Leninha, “él es un cliente antiguo, abogado, un hombre distinguido, y tú le haces eso. Fuiste muy grosero.” “Grosero fue él, ¿no vio que estabas acompañada, por un amigo, cliente, enamorado, hermano, quien fuera? Debí haberle dado una patada en el culo. ¿Y qué historia es ésa de Tania, doña Viviane?” “Es una casa antigua que frecuenté.” “¿Casa antigua? ¿Qué casa antigua?” “Fue poco después de que me perdí, mi bien… al principio…” 
      Es para amargarse. 
      “Vámonos”, dije. “¿Ahora?” “Ahora.”: 
      Leninha salió molesta, pero sin valor para mostrarlo. “Vamos a tomar un taxi”, dijo. “¿Por qué?”, pregunté, “no soy rico para andar en taxi.” Esperé a que dijera “el dinero es mío”, pero no lo dijo; insistí: “Estás muy buena para andar en ómnibus, ¿verdad?”; ella siguió callada; no desistí: “Eres una mujer fina”; —”con clase”—; “de categoría”, Entonces habló, calmada, la voz clara, como si nada ocurriera: “Vámonos en ómnibus.” 
      Nos fuimos en ómnibus a su casa. 
      “¿Qué quieres oír?”, preguntó Leninha. “Nada”, respondí. Me desnudé, mientras Leninha iba al baño. Con los pies en el borde de la cama y las manos en el piso hice cincuenta lagartijas. Leninha volvió desnuda del baño. Quedamos los dos desnudos, parados dentro del cuarto, como si fuéramos estatuas. 
      Como principio, ese principio estaba bien: quedamos desnudos y fingíamos, sabiendo que fingíamos, que teníamos ganas. Ella hacía cosas sencillas, arreglaba la cama, se sujetaba los cabellos mostrando en todos sus ángulos el cuerpo firme y saludable —los pies y los senos, el trasero y las rodillas, el vientre y el cuello. Yo hacía unas flexiones, después un poco de tensión de Charles Atlas, como quien no quiere la cosa, pero mostrando el animal perfecto que yo también era, y sintiendo, como debía sentirlo ella, un placer enorme al saber que estaba siendo observado con deseo, hasta que ella miraba abiertamente hacia el lugar preciso y decía con una voz honda y crispada, como si estuviera sintiendo el miedo de quien va a tirarse al abismo, “mi bien”, y entonces la representación terminaba y nos íbamos uno hacia el otro como dos niños que aprenden a andar, y nos fundíamos y hacíamos locuras, y no sabíamos de qué garganta salían los gritos, e implorábamos uno al otro que se detuviera, pero no nos deteníamos, y redoblábamos nuestra furia, como si quisiéramos morir en aquel momento de fuerza, y subíamos y explotábamos, girando como ruedas rojas y amarillas de fuego que salían de nuestros ojos y de nuestros vientres y de nuestros músculos y de nuestros líquidos y de nuestros espíritus y de nuestro dolor pulverizado. Después la paz: oíamos alternativamente el latido fuerte de nuestros corazones sin sobresalto; yo apoyaba mi oreja en su seno y enseguida ella, entre los labios exhaustos, soplaba suavemente en mi pecho, aplacándolo; y sobre nosotros descendía un vacío que era como si hubiéramos perdido la memoria. 
      Pero aquel día nos quedamos parados como si fuéramos dos estatuas. Entonces me envolví en el primer paño que encontré, ella hizo lo mismo y se sentó en la cama y dijo “sabía que iba a ocurrir”, y fue eso, y por lo tanto ella, a quien yo consideraba una idiota, quien me hizo entender lo que había ocurrido. Vi entonces que las mujeres tienen dentro de sí algo que les permite entender lo que no se ha dicho. “Mi bien, ¿qué fue lo que hice?”, preguntó, y me entró una pena loca por ella; tanta pena que me eché a su lado, le arranqué la ropa que la envolvía, besé sus senos, me excité pensando en el pasado, y empecé a amarla, como un obrero hace su trabajo, inventé gemidos, la apreté con fuerza calculada. Su rostro empezó a quedar húmedo, primero en torno a sus ojos, luego toda la cara. Dijo: “¿Qué va a ser de mí sin ti?”, y con la voz salían también sollozos. 
      Agarré mi ropa, mientras ella permanecía en la cama, con un brazo sobre los ojos. “¿Qué horas son?”, preguntó. Dije: “Tres y quince.” “Tres y quince… quiero grabarme la última vez que te estoy viendo…”, dijo Leninha. De nada servía que dijera algo y por eso salí, cerrando la puerta de la calle con cuidado. 
      Estuve caminando por las calles vacías y cuando el día rayó estaba en la puerta de la tienda de discos loco porque abrieran. Primero llegó un sujeto que abrió la puerta de acero, luego otro que lavó la acera y otros, que arreglaron la tienda, pusieron afuera las bocinas, hasta que finalmente pusieron el primer disco y con la música ellos empezaron a salir de sus cuevas, y se apostaron allí conmigo, más quietos que en una iglesia. Exacto: como en una iglesia, y me dieron ganas de rezar, y de tener amigos, un padre vivo, y un automóvil. Y recé por dentro, imaginando cosas, si tuviera padre lo besaría en el rostro, y en la mano, tomando su bendición, y sería su amigo y ambos seríamos personas diferentes.




      Rubem Fonseca
      El collar del perro, 1965



      Rubem Fonseca / La ejecución

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      Rubem Fonseca

      LA EJECUCIÓN



      Consigo agarrar a Rubão, acorralándolo contra las cuerdas. El hijo de puta tiene fuerza, se agarra a mí, apoya su rostro en mi rostro para impedir que le dé cabezazos en la cara; estamos abrazados, como dos enamorados, casi inmóviles fuerza contra fuerza, el público empieza a burlarse. Rubão me da un pisotón en el dedo del pie, aflojo, se suelta, me da un rodillazo en el estómago, una patada en la rodilla, un golpe en la cara. Oigo los gritos. El público está cambiando a su favor. Otro bofetón: gritos enloquecidos en el público. No puedo darle importancia a eso, no puedo darle importancia a esos hijos de puta mamones. Intento agarrarlo pero no se deja, quiere pelear de pie, es ágil, su puñetazo es como una coz.

      Los cinco minutos más largos de la vida se pasan en un ring de lucha libre. Cuando el round acaba, el primero de cinco por uno de descanso, apenas y puedo llegar a mi esquina. El Príncipe me echa aire con la toalla, Pedro Vaselina me da masajes. Esos putos me están cambiando por él, ¿verdad? Olvida eso, dice Pedro Vaselina. Están con él, ¿o no?, insisto. Sí, dice Pedro Vaselina, no sé qué pasa, siempre se inclinan por la buena pinta, pero hoy no está funcionando la regla. Intento ver a las personas en las gradas, hijos de puta, cornudos, perros, prostitutas, cagones, cobardes, mamones, me dan ganas de sacarme el palo y sacudirlo en sus caras. Cuidado con él, cuando ya no aguantes, pasa a su guardia, no intentes como tonto, él tiene fuerzas y está entero, y tú, y tú, eh, ¿anduviste jodiendo ayer? Cada vez que te acierte un golpe en los cuernos no te quedes viendo al público con cara de culo de vaca, ¿que te pasa? ¿Vino a verte tu madre? Ponle atención al sujeto, carajo, no quites la vista de él, olvídate del público, ojo con él, y no te preocupes con las cachetadas, no te va a arrancar un pedazo y no gana nada con eso. Cuando te dio el último golpe y la chusma gozó en el gallinero, hizo tanta faramalla que parecía una puta de la Cinelandia. Es en uno de esos momentos cuando tienes que pegarle. Paciencia, Paciencia, ¿oíste?, guarda energías, que te tienen con un pie afuera, dice Pedro Vaselina.

      Suena la campana. Estamos en medio del ring. Rubão balancea el tórax frente a mí, los pies plantados, mueve las manos, izquierda enfrente y derecha atrás. Me quedo parado, mirando sus manos. ¡Vap!, la patada me da en el muslo, me le echo encima, ¡plaft!, una golpe en la cara que casi me tira al piso, miro a las gradas, el sonido que viene de ahí parece un chicotazo, soy una animal, qué mierda, si sigo ¡plaft! dando importancia a esos pendejos voy a acabar jodiéndome ¡plaft! — bloquea, bloquea, oigo a Pedro Vaselina — mi cara debe estar hinchada, siento alguna dificultad para ver con el ojo izquierdo — levanto la izquierda — ¡bloquea! — ¡blam! un zurdazo me da en el lado derecho de los cuernos — ¡bloquea! La voz de Pedro Vaselina es fina como la de una mujer — levanto las dos manos — ¡bum! la patada me da en el culo. Rubão gira y de espaldas me atina, me pone el pie en el pescuezo — de las gradas viene el ruido de una ola de mar que rompe en la playa — con un físico como ése vas a acabar en el cine, mujeres, fresas con crema, automóvil, departamento, película en tecnicolor, dinero en el banco, ¿dónde está todo eso? me echo encima de él con los brazos abiertos, ¡bum! el golpe me tira — Rubão salta sobre mí, ¡va a montarme! — intento huir arrastrándome como lombriz entre las cuerdas — el juez nos separa — me quedo tirado flotando en la burla, inyección de morfina. Gong.

      Estoy en mi esquina. Nunca te he visto tan mal, en lo físico y en la técnica, ¿jodiste hoy?, ¿andas tomando? Es la primera vez que un luchador de nuestra academia huye por debajo de las cuerdas, estás mal, ¿qué pasa contigo? ¿Así es como quieres luchar con el Carlson?, ¿con Iván? Estás haciendo el ridículo. Déjalo, dice el Príncipe. Pedro Vaselina: lo van a destrozar, según vayan las cosas en este ring veré si arrojo la toalla. Jalo la cara de Pedro Vaselina hacia la mía, le digo escupiendo en sus cuernos, si arrojas la toalla, puto, te reviento, te meto un fierro en el culo, lo juro por Dios. El Príncipe me arroja un chorro de agua, para ganar tiempo. Gong.

      Estamos en medio del ring. Tiempo, ¡segundos!, dice el juez — así mojado no está bien, no vuelvas a hacer eso — el Príncipe me seca fingiendo sorpresa — ¡segundos, fuera!, dice el juez. Nuevamente en medio del ring. Estoy inmóvil. Mi corazón salió de la garganta, volvió al pecho pero aún late fuerte. Rubão se balancea. Miro bien su rostro, tiene la moral alta, respira por la nariz sin apretar los dientes, no hay un solo músculo tenso en su cara, un sujeto espantado pone mirada de caballo, pero él está tranquilo, apenas y se ve lo blanco de sus ojos. Rápido hace una finta, amenaza, un bloqueo, recibo un pisotón en la rodilla, un dolor horrible, menos mal que fue de arriba abajo, si hubiera sido horizontal me rompía la pierna — ¡Zum!, el puñetazo en el oído me deja sordo de un lado, con el otro oído escucho a la chusma delirando en las gradas — ¿qué hice? Siempre me apoyaron, ¿qué les hice a estos escrotos, comemierdas ¡plaft, plaft, plaft! para que se volvieran contra mí? — con ese físico vas a acabar en el cine, Leninha, ¿donde estás?, hija de puta — retrocedo, pego con la espalda en las cuerdas, Rubão me agarra — ¡al suelo! chilla Pedro Vaselina — aún estoy bloqueando y ya es tarde: Rubão me da un rodillazo en el estómago, se aleja; por primera vez se queda inmóvil, a unos dos metros de distancia, mirándome, debe estar pensando en arrancar para terminar con esto — estoy zonzo, pero es cauteloso, quiere estar seguro, sabe que en el piso soy mejor y por eso no quiere arriesgarse, quiere cansarme primero, no meterse en problemas — siento unas ganas locas de bajar los brazos, mis ojos arden por el sudor, no logro tragar la saliva blanca que envuelve mi lengua — levanto el brazo, preparo un golpe, amenazo — no se mueve — doy un paso al frente — no se mueve — doy otro paso al frente — él da un paso al frente — los dos damos un lento paso al frente y nos abrazamos — el sudor de su cuerpo me hace sentir el sudor de mi cuerpo — la dureza de sus músculos me hace sentir la dureza de mis músculos — el soplo de su respiración me hace sentir el soplo de mi respiración — Rubão abraza por debajo de mis brazos — intento una llave en su cuello — coloca su pierna derecha por atrás de mi pierna derecha, intenta derribarme — mis últimas fuerzas — Leninha, desgraciada — me va a derribar — intento agarrarme de las cuerdas como un escroto — el tiempo no pasa — yo quería luchar en el suelo, ahora quiero irme a casa — Leninha — caigo de espaldas, giro antes de que se monte en mí — Rubão me sujeta por la garganta, me inmoviliza — ¡tum, tum, tum! tres rodillazos seguidos en la boca y la nariz — gong — Rubão va a su esquina recibiendo los aplausos.

      Pedro Vaselina no dice una palabra, con el rostro triste de segundo del perdedor. Estamos perdidos, mi amigo, dice el Príncipe limpiando mi sudor. No me jodas, respondo, un diente se balancea en mi boca, apenas sujeto a la encía. Meto la mano, arranco el diente con rabia y lo arrojo en dirección a los mamones. Todos se burlan. No hagas eso, dice Pedro Vaselina dándome agua para que haga un buche. Escupo fuera del balde el agua roja de sangre, para ver si le cae encima a algún mamón. Gong. Al centro, dice el juez.

      Rubão está enterito, yo estoy jodido. No sé ni en qué round estamos. ¿Es el último? Último o penúltimo, Rubão va a querer liquidarme ahora. Me arrojo encima de él a ver si acierto a darle un cabezazo en la cara — Rubão se desvía, me asegura entre las piernas, me arroja fuera del ring — los mamones deliran — tengo ganas de irme — si fuera valiente me iría, así en calzoncillo — ¡por dónde! — el juez está contando — irme — siempre hay un juez contando — automóvil, departamento, mujeres, dinero, — siempre un juez — pulley de ochenta kilos, rosca de cuarenta, vida dura — Rubão me está esperando, el juez lo detiene con la mano, para que no me ataque en el momento en que vuelva al ring — de veras que estoy jodido — me inclino, entro al ring — al centro, dice el juez — Rubão me agarra, me derriba — rodamos en la lona, queda preso en mi guardia — entre las piernas con la cara en mi palo — quedamos algún tiempo así, descansando — Rubão proyecta el cuerpo hacia enfrente y acierta a darme un cabezazo en la cara — la sangre llena mi boca de un sabor dulce empalagoso — golpeó con las dos manos sus oídos, Rubão encoje un poco el cuerpo — súbitamente rebasa mi pierna izquierda en una montada especial — estoy jodido, si completa la montada estaré jodido y mal pagado, jodido y deshecho, jodido y despedazado, jodido y acabado — se detiene un momento antes de iniciar la montada definitivamente — ¡jodido, jodido! — doy un giro fuerte, rodamos por la lona, paramos, ¡la puta que lo parió!, conmigo-montado-montada-completa encima de él, ¡la puta que lo parió!, mis rodillas en el suelo, su tórax inmóvil entre mis piernas — ¡lo monté!, ¡la puta que lo parió!, ¡lo monté! — alegría, alegría, viento caliente de odio de la chusma que se reía de verme con la cara destrozada — bola de mamones putos escrotos cobardes — golpeo la cara de Rubão en la mera nariz, uno, dos, tres — ahora en la boca — de nuevo en la nariz — palo, garrote, paliza — siento cómo se rompe un hueso — Rubão levanta los brazos intentando impedir los golpes, la sangre brota por toda su cara, de la boca, de la nariz, de los ojos, de los oídos, de la piel — la llave del brazo, ¡la llave del brazo!, grita Pedro Vaselina, metiendo la cabeza por debajo de las cuerdas — es fácil hacer una llave de brazo en una montada, para defenderse, quien está abajo tiene que sacar los brazos por encima, basta con caer a uno de los lados con su brazo entre las piernas, el sujeto se ve obligado a golpear la lona — un silencio de muerte en el estadio — ¡la llave del brazo!, grita el Príncipe — Rubão me ofrece el brazo para acabar con el sufrimiento, para que pueda golpear la lona rindiéndose, rendirse en la llave es digno, rendirse debajo del palo es vergonzoso — los mamones y las putas se callaron, ¡griten! — el rostro de Rubão es una pasta roja, ¡griten! — Rubão cierra los ojos, se cubre el rostro con las manos — el hombre montado no pide el orinal — Rubão debe estar rezando para desmayarse y que todo acabe, ya se dio cuenta que no le voy a aplicar la llave de la misericordia — chusma — me duelen las manos, le pego con los codos — el juez se arrodilla, Rubão se desmayó, el juez me quita de encima de él — en medio del ring el juez me levanta los brazos — las luces están encendidas, de pie, en las gradas, hombres y mujeres aplauden y gritan mi nombre — levanto los brazos bien alto — doy saltos de alegría — los aplausos aumentan — salto — aplausos cada vez más fuertes — miro conmovido las gradas llenas de admiradores y me inclino enviando besos a los cuatro costados del estadio.


      Rubem Fonseca
      Lúcia McCaertney, 1967




      The Rolling Stones / Anybody Seen My Baby

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      El video fue filmado en Nueva York, en 1997, bajo la dirección de Samuel Bayer. La bella muchacha es Angelie Jolie, por supuesto. La canción fue compuesta por Mick Jagger, Keith Richards, KD Langa y Ben Mink, y pertence al álbum Bridges to Babylon.

      The Rolling Stones
      Anybody Seen My Baby 
       

      She confessed her love to me
      Then she vanished
      On the breeze
      Trying to hold on to that

      Was just impossible

      She was more than beautiful
      Closer to ethereal
      With a kind of
      Down to earth flavor

      Close my eyes
      It's three in the afternoon
      Then I realize
      That she's really
      Gone for good

      Anybody seen my baby
      Anybody seen her around
      Love has gone
      And made me blind
      I've looked but I just can't find

      She has gotten lost
      In the crowd



      Lea, además




      New York Stories / Life Lessons / The Rolling Stones / Paint it Black

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      New York Stories
      Life Lessons



      Paint it Black
      by The Rolling Stones


      APUNTES AL NATURAL


      Rubem Fonseca / El caso de F. A.

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      Rubem Fonseca

      EL CASO 

      DE F. A.


      “La ciudad no es lo que se ve desde el Pan de Azúcar. ¿En la casa de Gisele?”.
      “Sí”, respondió F. A.
      “Esa francesa es mezquina y ruin. Es también una arribista de mierda. Dicen.”
      “Pago cualquier cantidad”, dijo F. A.
      “Hum”, respondí.
      “Dices que el dinero lo compra todo. Pago lo que sea necesario”, dijo F. A.
      “Sí. Continúa.”
      “Quien me recibió fue el... pederasta, Gisele no estaba. Fui corriendo al cuarto, mientras él decía, ‘es algo especial, le va a gustar, es nueva en el oficio’. Tenía miedo de que alguien me reconociera, había en la sala algunas personas, dos hombres, una mujer. Cuando entré al cuarto, ella se recargó en la pared con una de las manos en la garganta. Aterrorizada, ¿entiendes?
      “Sí. ¿Y después?”
      “Dije: ‘No tengas miedo, sólo quiero conversar contigo’. Continuó amedrentada, con los ojos muy abiertos, sin decir una palabra. Tomé su mano con suavidad, la senté a mi lado en la cama. Estaba rígida de pavor, respiraba mal.”
      F. A. se pasó la mano encima de los ojos.
      “Tengo prisa”, dije.
      “Permanecimos dentro del cuarto dos horas. No la toqué. Hablé, hablé, hablé, le dije que también sentía horror por aquello. Aún lo siento, no soporto los encuentros mecánicos con esas infelices, sin amor, sin sorpresa.Al final empezó a llorar. Sólo habló una vez, para decir que desde que había salido de su casa yo era la primera persona que la había tratado como un ser humano. Yo tenía reunión con el Consejo y no podía quedarme más tiempo. Pagué y salí.”
      “¿A quién le pagaste?”
      “A Gisele. Ya había llegado y estaba en la sala.”
      “¿Gisele dijo alguna cosa?”
      “Creo que sí. Preguntó si me había gustado, alguna cosa así. Le dije que tenía prisa. Pagué el doble.”
      “¿Por qué?”
      “No sé. Creo que quise impresionar a Gisele. No, impresionar a la chica.”
      “La chica no va a saber nada. Debiste darle el dinero a ella.”
      “Me dio vergüenza.”
      “Ya le has dado a otras. ¿El maricón estaba en la sala de espera?”
      “No. Sólo Gisele.”
      “¿Alguien te telefoneó, después?”
      “No.”
      “¿Hablaste tú con alguien?”
      “Ah... sí. Pedí que me comunicaran con la chica. Gisele me dijo que no me podía atender, que fuera hasta allá.”
      F. A me agarró por el brazo: “La chica está en una prisión. Quiero sacarla de ahí antes de que se corrompa. Es preciso que me ayudes.”
      “¿Has vuelto ahí?”
      “No...”
      “¿Sólo viste a la chica una vez y quedaste tarado por ella?”
      “Bueno... la vi más de una vez...”
      “Cuéntame toda la mierda de una vez, carajo.”
      “Volví ahí cuatro veces...”
      F. A. se calló.
      “Desembucha pronto, tengo prisa.”
      La muchacha huyó de casa, luego de hacerse un aborto. El padre le dio una zurra. Una pariente del novio le consiguió la dirección de Gisele. Gisele la obliga a prostituirse, amenazándola con el juez de menores.”
      “Parece una novela titulada: La esclava blanca de la avenida Rio Ídem”, dije.
      “¿Te parece gracioso?”, preguntó F. A. ofendido.
      “¿Me estoy riendo? Continúa.”
      “No fui a la cama con ella ni una vez. Ayer le avisé que la sacaría de ahí. Tembló y me dijo que tuviera cuidado.”
      “¿Cuidado? ¿De un maricón y una puta francesa?”
      “Ya sabes que no puedo exponerme, un escándalo como éste me arruinaría. Pero no son sólo dos. Ahora anda por ahí un grandulón de bigotes. Se queda leyendo historietas en la sala; cuando paso me mira con desprecio.”
      “¿Ese tipo te ha dicho alguna cosa?”
      “No. Pero tengo la impresión de que en cualquier momento me va a escupir o me golpeará la cara... Es difícil pasar por aquella sala de espera. No sé qué será peor, el gorila o los... clientes...”
      “Creo que no necesito saber nada más. Espera noticias mías. Ve a tu casa. Déjame la llave de aquí.”
      “¿La llave de aquí?”
      “Ya no estás usando esto, ¿o sí? ¿Cómo pudiste traer a la muchacha aquí sin la llave?”
      “¿Cómo le vas a hacer?”
      “No sé.”
      “¿No sabes?”
      “No sé.”
      “Pero tienes un plan, ¿o no?”
      “No tengo ningún jodido plan.”
      “¿Pero cómo?... dime... de qué manera...”
      Yo tenía prisa, no tenía paciencia: “Vete a casa, cerca de tu mujer, de tus hijos, cerca de tus colegas consejeros, a ver si ya no me fastidias, yo me encargo del problema.”
      F. A. se pasó la mano por los ojos, hizo una cara de aflicción.
      “Anda, la llave”, dije.
      “¿Necesitas el dinero?”, preguntó F. A., mientras me daba la llave.
      “Por lo pronto no.”
      “¿Cuándo traerás a la chica?”
      “No sé.”
      “Quiero llevarla conmigo a París, el mes que viene. Voy en misión del Gobierno. Una oportunidad óptima.”
      “Apuesto que ya lo comentaste con ella.”
      F. A. se perturbó. El puto había hablado. El huevo en el culo de la gallina.
      “Vámonos”, le dije.
      Bajamos.
      “Cuidado con mi chofer. No confió en él. Mi mujer lo contrató”, dijo F. A.
      “Me dejas en la Gustavo Sampaio”, dije.
      Viajamos en silencio. Varias veces F. A. me miró ansioso. Cuando salí me apretó la mano con fuerza, “comunícate, quiero noticias”, dijo.
      Ziza, la criada de Marina, me abrió la puerta.
      “¿Está doña Marina?”, pregunté.
      “No señor.”
      “Voy a esperarla”, dije.
      “Sí señor.”
      Fui a la recámara, encendí el tocadiscos, me quité los zapatos, me acosté en la cama, marqué en el teléfono.
      “¿Está Gisele?”
      “¿Quién quiere hablar con ella?”
      “Paulo Mendes.”
      “Un momento.”
      “Aló”, un fuerte acento francés.
      “Habla Paulo Mendes.”
      “Perdón, pero no sé de quién se trata.”
      “Soy amigo de Orlandino.”
      “Ah, oui, ¿cómo está Orrlandim?”
      “Bien. Manda un abrazo para... usted.”
      “Muchas grracias.”
      “Necesito de su ayuda.”
      “Oui...”
      “Quiero una chica nueva, sin mucha experiencia...”.
      “Aquí hay muchas chicas... ¿Viene usted o quierre que se la mande a su deparrtamento?”.
      “Prefiero ir allá. ¿Tiene usted una muchacha de este tipo?”.
      “Creo que tengo lo que usted quierre. ¿Tiene usted la dirrección?”
      “Sí, Orlandino me la dio. Estaré ahí más o menos dentro de media hora.”
      Me puse los zapatos. Ziza llegó con un cafecito.
      “Dile a doña Marina que vuelvo más tarde, dentro de unas tres horas.” Me bebí el café.
      Tomé un taxi.
      El prostíbulo de Gisele estaba en el séptimo piso. Una puerta de madera labrada. Toqué el timbre. Una criada abrió la puerta.
      “¿Doña Gisele?”, pregunté.
      “Tenga la bondad de entrar”, dijo la criada. Una sala de espera alfombrada, cortinas, cuadros. Todo caro y de mal gusto.
      Gisele tenía un gesto de gordinflona a la mitad de un régimen alimenticio. Pero no estaba como para echarle los perros.
      “¿El señorr Paulo Mendes?”
      “Si.”
      “¿Quiere acompañarme?”
      Pasamos a otra sala. Ni señal del grandulón. Pasamos por una cocina, sin estufa y sin muebles. Salimos del departamento, por el fondo. Estábamos en el patio de servicio.
      “Debemos tener cuidado. La policía brrrasileña es muy voluble”, dijo Gisele, tocando el timbre de la puerta de los fondos de otro departamento. En medio de la puerta, un ojo mágico.
      Se abrió la puerta. Al contrario de lo que esperaba, no entramos a una cocina. Una sala de espera, con las mismas alfombras rojas los mismos cuadros y el grandulón leyendo historietas. Me miró rápidamente, lo suficiente para grabarse mi cara, y volvió a la revista.
      Fuimos a otra sala. Cuatro muchachas.
      “Neuza”, llamó Gisele.
      “Buenas noches”, dijo Neuza.
      De Bahía. No era lo que yo buscaba.
      “¿Eres bahiana?”, pregunté.
      “De Salvador. ¿Cómo lo descubriste?”
      “Música.”
      “Ella es exactamente lo que usted busca”, dijo Gisele.
      “¿Me permites?”, dije a la bahiana.
      Llevé a Gisele a una esquina.
      “No me gustan mucho las del norte.” Tenía que arriesgarme: “¿No tienes ninguna de Minas? Adoro a las mineiras.”
      “¿Mineirra?”, preguntó Gisele con una sonrisa forzada.
      “Mineira... goiana... del centro, sí.”
      “De Minas no tenemos.”
      “Está bien, qué se le va a hacer. Voy entonces con la bahiana.”
      “Tengo una de Espírritu Santo.”
      “¿Cuál?”, pregunté.
      “Aquélla de anteojos.”
      Lentes claros, ojos fríos, depravados. Ya que tenía que montar a alguien, que fuera ella.
      “Con ella, entonces”, dije.
      “No es inexperta”, dijo Gisele, con la misma sonrisa sospechosa.
      “¿Con esa apariencia de colegiala?”
      “Magda”, llamó Gisele. La bahiana me miraba aún intentando disputar la pareja.
      “¿Cómo estás, Magda?”
      “Voy a dejarrlos solos. El verrde”, dijo Gisele, desapareciendo enseguida.
      El cuarto tenía cortina verde, alfombra verde, colcha verde, bata verde, toalla verde.
      Estuve en el cuarto media hora, el tiempo suficiente para no despertar sospechas en Gisele. Pero estuvo bien. Olvidé a F. A. durante todo ese tiempo.
      “Estoy loco por la minera”, le dije a Magda, después.
      “Aquí nadie es de Minas.”
      “Carajo, qué mala suerte. ¿Sólo son ustedes cuatro?”, pregunté.
      “¿Te gusta variar, verdad?”
      “Sí.”
      “Todos los hombres son iguales.”
      “Es cierto, eres una chica inteligente.”
      “Sí. Aunque no entiendo qué hace un hombre guapo como tú viniendo aquí.”
      “¿Sólo vienen hombres feos?”
      “No. Pero cuando un hombre fino como tú viene aquí es por alguna cosa diferente. Y tú no quisiste nada diferente.”
      “No hicimos precisamente papá-y-mamá”, le dije.
      “Quiero decir cosas aun peores de las que hicimos...”
      “Un día volveré con más tiempo.”
      “Podemos encontrarnos fuera de aquí. Tengo un departamento en Copacabana...”
      “Ah, ¿no vives con Gisele?”
      “No.”
      “Algunas de las muchachas sí viven con ella?”
      “Sólo tres.”
      “¿Aquellas tres que se quedaron en la sala?”
      “No, una de ellas, la bahiana.”
      “Espera, estás confundiéndome. ¿Finalmente, cuántas son?”
      “Somos seis. Las otras dos no las viste, porque una salió a hacer las compras y la otra nunca se aparece.”
      Puta mierda, ¡cuánto tardó el rayo de mujer en dar el servicio!
      “¿Por qué no se aparece nunca?”
      “No sé. Gisele crea un misterio de locos. Pero estoy aquí desde hace muy poco tiempo. Llegué de Espíritu Santo hace unos veinte días.”
      “¿Es mineira, la chica que no se aparece?”
      “En serio tienes la manía, ¿verdad?”
      “Sí. ¿Es mineira?”
      “Creo que no. Sólo la he visto una vez, el día que llegué, pero me pareció que hablaba como carioca. No sé.”
      “¿Cómo es ella?”
      “Es muy alta. Fuma mucho. Es bonita. Es nerviosa, vive royéndose las uñas.”
      “¿Cómo se llama?”
      “Miriam. Pero no sé si es su nombre verdadero.”
      “¿Y el tuyo verdadero?”
      “Eloína. ¿Te gusta?”
      “Sí.”
      “A mí no. ¿Dónde vas a pasar el Carnaval?”
      “No sé. Yo me divierto todo el año, cuando llega el Carnaval tomo unas vacaciones. Aunque a veces alguna dama deshace mis planes. Tengo que irme. ¿Te pago a ti o a Gisele?”
      “Cómo quieras, querido. Me telefoneas, ¿sí?, haremos una cita caliente.”
      Prometí que le telefonearía.
      Gisele en la sala de espera conversaba con el grandulón y el marica. Se callaron cuando aparecí.
      Le pagué a Gisele.
      “¿Le agrradó la chica?”, preguntó Gisele.
      “Mucho”, respondí.
      “Cuando yo no esté, puede hablar con mi socio, Celio.”
      Celio me tendió la mano. Era una mano suave, como trasero de bebé. Estaba maquillado como las putas de la casa. Tenía una mirada febril. Sus caninos largos parecían de lobo.
      “Mucho gusto”, dijo Celio lamiéndose los labios.
      Salí, tomé un taxi, rumbo a la casa de Marina.
      Ziza me abrió la puerta. “Ya llegó doña Marina”, dijo Ziza.
      Marina estaba acostada, viendo la telenovela en la televisión portátil.
      “¿Dijiste a Ziza lo que vas a querer para comer?”
      “Primero voy a telefonear”, respondí.
      Llamé a F. A.
      “¿Ella es alta?”
      “Mucho.”
      “¿Fuma mucho?”
      “No.”
      “¿No?”
      “No, en todos los grados.”
      “¿No puedes hablar?”
      “Exactamente”, respondió F. A. con alivio.
      “OK. No fuma, nunca, ¿es así?”
      “Exactamente.”
      “¿Se come las uñas?”
      “No, no.”
      “¡Carajo!”, exclamé.
      “A veces...”, dijo F. A.
      “¿A veces qué? ¿A veces se las come?”, pregunté.
      “Definitivamente no. Las extremidades son largas, enteras, cuidadas.
      Es un comportamiento parecido, ése que ocurre a veces.”
      “La mano en la boca, ¿algo así?”, pregunté.
      “Parecido.”
      “¿Se chupa el dedo?”, pregunté.
      “¡Sí, sí!”, exclamó F. A.
      “Calma.”
      “¿Tienes alguna... información positiva?, preguntó F. A.
      “No. Te hablo mañana, a tu oficina. Te telefoneo.”
      “Espera... tú —”.
      Colgué.
      “Tengo que salir, cariño”, dije a Marina.
      “¿Qué?”
      “Tengo muchas cosas que hacer.”
      Marina apagó la televisión y se levantó.
      “Pensé que ibas a cenar conmigo, y que luego iríamos al cine y después... Ya hace una semana... No soy de hierro...”
      “Vengo mañana, ninfomaníaca”, dije, dándole una suave palmada en el trasero.
      “¿Ninfomaníaca? ¿Una semana entera? Creo que tienes otra mujer.
      Además de la tuya.”
      “Otras”, dije y salí. Ziza venía con el café, pero no me detuve a tomarlo. Una discusión con una mujer, si dura, se complica y no termina. Con los hombres también se complica, pero termina pronto.
      Tomé un taxi con rumbo a la casa de Mariazinha.
      Hipótesis imaginadas dentro del taxi. 1) Eloína había dicho la verdad y Miriam no era mineira, se mordía las uñas, fumaba y, por lo tanto, no era la chica de F. A. 2) Eloína estaba mintiendo y Miriam era de Minas, no se mordía las uñas y no fumaba y, por lo tanto, era la chica de F. A.
      ¿Eloína había dicho la verdad o había mentido?, pensaba dentro del taxi. No parecía estar mintiendo. Podría ser mala observadora, finalmente sólo había visto a Miriam una vez, veinte días atrás; aunque normalmente el mal observador no ve y sí deja de ver cosas. Eloína había visto a Miriam fumando, mordiéndose las uñas. F. A. había visto a la chica chupándose el dedo. Chupándoselo, ¿cómo? Necesitaba conversar con F. A. para saber de qué manera ella se chupaba el dedo. Podía estar usando uñas postizas y seguía con el hábito de llevarse los dedos a la boca sin morderse las uñas; además podía haber dejado de fumar después de que Eloína la había visto.
      El taxi llegó a la casa de Mariazinha.
      “No voy a poder quedarme mucho tiempo”, dije a Mariazinha, “tengo que ir a casa temprano. Mi mujer empieza a desconfiar.”
      “¿De veras?”, dijo Mariazinha asustada.
      “No sé cómo fue que empezó a desconfiar”, respondí.
      “¿Qué vamos a hacer?”
      “No sé, mi bien.”
      Marqué el teléfono.
      “¿Está Raúl?”
      “No está. No debe tardar.”
      Dejé el recado.
      “Pensé que cenarías conmigo hoy”, dijo Mariazinha.
      “Y que después iríamos al cine, ¿no?”, continué.
      “Es...”
      “Querida, con la vida de perro que estoy llevando...”
      “Trabajas mucho...”
      “Lo que puedo hacer...”
      “¿Cuándo voy a verte? Ya viene el Carnaval y...”
      “Yo te llamo mañana. Lo juro.”
      “¿Puedo ir a Le Bateau hoy? Con una amiga y su novio...”
      “Puedes, querida, confío en ti.”
      Tomé un taxi. Hipótesis: Eloína había dicho la verdad, o lo que ella pensaba que era la verdad. Premisa aceptada. Nueva conclusión: a pesar de eso, Miriam era la muchacha de F. A. La muchacha de F. A. no se llamaba Miriam, se llamaba Elizabeth. Pero una puta no usa su nombre verdadero. Miriam-Elizabeth, por lo tanto, era la misma persona que se mordía las uñas y fumaba desaforadamente frente a Eloína, el día 2 de enero, y que, el día 5 de enero, se chupaba el dedo con las uñas largas frente a F. A. Uñas postizas colocadas tal vez por la zwigmigdal Gisele-Celio.
      Llegué a casa, Celeste me abrió la puerta y salió corriendo para ponerse la dentadura. Volvió conunos dientes enormes diciendo: “Le hice un pollito”. Tomé un baño y fui directo a la mesa. Celeste me había preparado un pollo con farofa, filete con champiñones, ensalada de espárragos frescos. Le pedí que abriera una botella de Grao Vasco, la cual terminé comiendo queso de la Sierra de la Estrella con pan.
      “Telefonearon hoy nuevamente preguntando por su esposa”, dijo Celeste. Le parecía gracioso que fingiera que soy casado.
      “¿Tú contestaste?”
      “No señor, no tenía los dientes. Nadie creería que una mujer sin dientes es su esposa.”
      “¿Por qué no te pusiste los dientes?”
      “Todavía no hablo bien con estos dientes”, dijo Celeste. Y era verdad.
      “Si telefonean de nuevo mañana, dices que eres mi esposa. Si fuera igual que aquella vez que una muchacha llamó diciendo habla la amante de tu marido, cuelgas diciendo que no te gusta la maledicencia.”
      “¿Puedo decir groserías en lugar de eso?”
      “Sí. Cuento contigo.”
      “Confíe en mí, doctor. Esas mujeres son unas verdaderas plagas tras de usted, Dios me libre.”
      Sonó el teléfono. Era Raúl.
      “Raúl, ¿conoces a una francesa llamada Gisele? Tiene un socio marica que se llama Celio.”
      “Sí.”
      “Cuéntame.”
      “Fue amante de un senador, apenas había llegado de Francia, era una muchachita. Se estableció enfrente del Senado, en el mismo lugar en que está hasta hoy, creo que en otro piso. El Senado se fue a Brasilia, el senador murió —¿quieres saber cómo se llamaba?”
      “Por ahora no.”
      “Poco después de la muerte del senador ella empezó a citar clientes, luego regenteó a sus muchachas como toda francesa que se precia de serlo, hoy hace el juego doble: tiene sus citas y regentea.”
      “¿Protección?”
      “¿Protección?”
      “Carajo, Raúl, tú sabes de qué estoy hablando.”
      “Lo común. El viejo esquema. Una vez fue procesada, hace cuatro años, más o menos.”
      “¿Quién es su abogado?”
      “Antunes, un manco. ¿Lo conoces?”
      “Sí. Fue mi colega en la facultad.”
      “Es un tipo vivo como el carajo.”
      “Lo sé. Vivo y loco. ¿Y Celio, el marica socio de Gisele?”
      “Tiene un salón de belleza. Usa el salón para seducir muchachas. Hace tiempo que queremos agarrar al puto, pero está difícil. Estuvo preso una vez, pero Antunes lo defendió y lo sacó.”
      “¿Y un grandulón de bigote que tienen allá? ¿Sabes quién es?”
      “No tengo la menor idea.”
      “Creo que está ahí desde hace poco tiempo. Ok, Raúl, cualquier día de estos paso por la delegación para darte un abrazo.”
      Preparé el despertador para las once, me acosté, el despertador sonó, me levanté. Me quité la pijama, bajé por el ascensor de servicio, cogí el carro.
      El Noches de Hawai estaba repleto. Mujer en bata.
      “Hola, guapo”, dijo una mujer buenísima.
      “Hola”, respondí.
      Dimos una vuelta abrazados por el salón. Su bata estaba completamente abierta por enfrente, no estaba sujeta en la cintura, sino que estaba amarrada en el trasero, genial. El trasero.
      “Déjame subir a tus espaldas”, me pidió.
      Fingí que no la había oído.
      “Déjame”, insistió.
      “Busca a otro”, respondí, “no tengo ganas de hacerla de caballo. Si quieres trepar a mis espaldas vámonos a otro lugar.”
      “¿A dónde? ¿Al Bola?”, dijo actuando como bestia.
      “A mi casa.”
      “¿Y tu mujercita?”, dijo señalando la alianza en mi dedo.
      “Fue a Pindamonhangaba a visitar a su madre.”
      “Sólo si nos vamos cuando acabe el baile. Ahora quiero saltar.”
      “Entonces salta. Si al final del baile seguimos con la misma idea nos vamos, OK?”
      Una mezcla desgraciada en el baile. Todos revueltos, putas, madres de familia, doncellas, artistas, estudiantes, ratitas de la playa, hijas de mamá, vendedoras, vedetes, señoras elegantes,  manicuristas. Pero lo que más había era putas. Y un montón de viejos barrigones y jovencitos musculosos. En las espaldas de uno de ellos pasó una mujer con unas nalgas geniales, la cabeza de él entre las piernas de ella. Él saltaba, sudaba y le tomaban fotos, la mujer era infernal.
      Uno de los clientes me dio un abrazo.
      “Si no fuera por usted no sé cómo iba a pasar el Carnaval. Usted, usted, usted, no, mi hermano. ¿Quiere aspirar un poco de polvo?”
      Puso un frasquito en mi mano. Lo dejé hablando solo, fui al baño y aspiré una vez. Después otra, hasta que un frío helado descendió por dentro de mí y golpeó en mis talones. El ruido de la orquesta y de las voces que cantaban aumentó, como si todos, músicos y mujerío, estuvieran ahí dentro conmigo. Cuando volví, el salón parecía más lleno.
      En medio del salón empezó el mayor pleito. Estaba cansado de ver peleas. Salí y fui a la piscina. En la piscina la diversión era arrojar mujeres al agua. Arrojé una mujer y volví al salón. Nuevamente me encontré con el cliente. “¿Quiere otro?”, preguntó. “Nos vamos a una fiesta de más acción en el Joá. Aquí está muy aburrido. ¿Quiere venir?”
      “Depende de las mujeres.”
      El cliente me llevó a su mesa. Una criolla, negra mulata, linda; había cuatro mujeres más, blancas y también bonitas, pero yo sólo veía a la negra.
      “Voy. Pero quiero a la negra”, dije.
      El cliente conversó con un tipo de la mesa. Eran tres barbones en la mesa. No oía lo que decían, pero era una discusión sesuda. Palabrotas por acá y por allá. La negra se lo merecía. Le sonreí. Ella nada, pero me miró por un tiempo.
      “No se puede. Rodolfo dice que nadie se queda con su chica.”
      “Que se vaya a la puta que lo parió. Ya no puede ni levantarse de la silla, ¿va a desperdiciar el material?”, dije.
      Agarré a la negra y salí. Nadie me siguió. Rodolfo tardaría algunas horas en salir de aquella mesa.
      “¿A dónde me llevas?”, preguntó la negra.
      “A mi casa. Necesito telefonear.”
      Hice bastante ruido cuando llegué, hablé alto, para que Celeste no se apareciera.
      Fuimos al cuarto. La chica se acostó en la cama y encendió la televisión.
      “Mira nuestro baile”, dijo.
      “Estoy enamorado de ti. Pero primero voy a hablar por teléfono.”
      “¿Amor a primera vista?”
      “Así es. ¿Aló? ¿Está doña Gisele?”
      “¿Quién la busca?”
      “Paulo Mendes.”
      “Un momento.”
      “¿Te llamas Paulo Mendes?”
      “Puedes llamarme Paulinho. Aló, ¿Gisele? Paulo Mendes.”
      “Yo me llamo Sandra.”
      “Paulo Mendes... ¡Ah!, usted estuvo aquí hoy en la tarrde...”
      “Exactamente. Así es.”
      “¿Qué desea?”
      “Quisiera una chica... pero no quiero del tipo de mujeres gastadas que tenía ahí hoy.”
      “¿Cómo entonces?”
      “Algo más... puro... ese tipo de chicas que lloran cuando van a la cama con uno... ya sabe, ¿no?”
      “¿Me estás corriendo?”, dijo Sandra.
      “Orlandim dice que no lo conoce a usted”, dijo Gisele.
      “¿Cómo?”
      “Dice que no sabe quién es usted.”
      “Orlandino está loco. ¿Qué le ocurrió en la cabeza?”
      “Dice que no lo conoce.”
      “¿Qué quiere usted que yo haga?”, pregunté.
      “Nada”, respondió Gisele.
      “Iré a verlo, el muy idiota. Pero Gisele... ¿y la chica de la que le hablé?”
      “No crreo que tenga ese tipo de perrsona aquí. Quizá si usted buscarra en otro lugar.”
      “Qué pena. Paso por ahí mañana.”
      “Perro no tengo ese tipo de chica.”
      “Hasta mañana, Gisele. Buenas noches”, terminé jovial, aunque la francesa se había quedado fría. ¿Desconfiada?
      “Yo no voy a llorar en la cama”, dijo Sandra.
      “¿Llorar? Vamos a reír, cariño, quítate esa bata.”
      Y de veras reímos, reímos hasta ya no aguantar, la negra era fuego.
      A las cinco de la mañana Sandra dijo:
      “Llévame a casa antes de que amanezca. No quiero desfilar en el barrio de Fátima en bata bajo el sol.”
      Dejé a Sandra en su casa.
      Volví. Puse el despertador para las ocho. Antes de dormir me quedé pensando unos diez minutos en la negra. Una cosa bonita, Sandra riendo, acostada en la cama, los ojos grandes, ni una caries.
      A las ocho:
      “¿Está el doctor?”, pregunté.
      “Está durmiendo. ¿Quién quiere hablar con él?”
      “El general Souto.”
      “Aún no despierta, general.”
      “Cuando despierte dígale que se comunique conmigo.”
      El puto estaba durmiendo. Mi padre era inmigrante. Su padre era ministro. En la época en que yo fregaba pisos y lavaba ventanas y vendía medias, desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche, y corría a la escuela, sin comer, en donde estaba hasta las once, el puto ganaba medallitas en el colegio de curas y pasaba las vacaciones en Europa.
      Sonó el teléfono.
      “¿Usted es el general Souto?”
      “Sí.”
      “De inmediato me di cuenta. El general Souto que yo conocí murió hace cuatro años. ¿Alguna novedad?”
      “¿Cuál es el nombre de la chica?” (Yo quería una confirmación.)
      “Elizabeth.”
      “Existe una Miriam. El día dos de enero ella fumaba y se mordía las uñas. El día cinco había dejado de fumar y morderse las uñas, en vez de eso se chupaba el dedo. Miriam es Elizabeth.”
      “¿Viste a esa Miriam?”
      “No.”
      “¿Estás sobrio?”
      “Acabo de joder con la mejor negra.”
      “Hablo en serio.”
      “Yo también.”
      “Si crees que esa Miriam es Elizabeth, por qué no la traes y me la muestras? De inmediato te diré si es o no es.”
      “Gisele está desconfiando.”
      “¿De qué?”
      “De mí.”
      “¡Dios mío!...”
      “No hagas drama. Dios no existe. Y si existiera no haría un carajo por ti.”
      “¿Qué vas a hacer?”
      “No sé.”
      “Te gusta martirizarme...”
      “¡Te va a joder!...”
      “¿Para qué toda esta pornografía?”
      “¡Digo, va a tener relaciones sexuales con su señoría!”
      “¡Quiero a esa chica!”
      “Vas a tener a la chica. Calma.”
      “Calma, calma, sólo sabes decir calma.”
      “Calma”, dije y colgué.
      El teléfono sonó, sonó. Fui al baño, tomé una ducha fría.
      Llamé a Arístides, soplón profesional.
      “Aló”, dijo después de que el teléfono sonó unas veinte veces.
      “Arístides, soy yo.”
      “¿Quién?”, voz llena de sueño.
      “El doctor Mandrake.”
      “Ah, doctor, ¿cómo le va?”
      “Bien. Quiero una información.”
      “Lo que usted diga.”
      “Gisele y Celio.”
      “Ella es francesa. Es una puta loca.”
      “Lo sé. ¿Y un tipo con bigotes que tiene ahí?”
      “Pilón. Su nombre es Pilón. Unos dicen que a causa de un golpe, otros que es por el palo del tipo. La francesa está loca por él. Por lo tanto...”
      “Es a causa de su palo. ¿Qué más?”
      “Fue tira. Expulsado. Anduvo matando mendigos. ¿Recuerda?”
      “Sí.” ¿Se estaría burlando de mí Raúl?
      “Fue lo único bueno que hizo en la vida. Fuera de eso sólo hizo maldades. Nunca le des la espalda.”
      “OK. ¿Y una puta de nombre Elizabeth o Miriam que tienen ahí? ¿La conoces?”
      “Doctor, existen doscientas mil putas llamadas Elizabeth o Miriam en Rio.”
      “OK. Gracias. ¿Todo bien contigo?”
      “Excelente. Ojo con el maricón, es fuego. ¿Recuerda a Madame Satán?”
      “Algo he oído. No soy tan viejo.”
      “Yo también sólo oí hablar de ella. Los más viejos dicen que Celio es peor que Madame Satán. Le rompió la cara a seis muchachas en el baile de San José, el año pasado. Disfrazado de Ave del Paraíso, lleno de plumas.”
      “OK... Un maricón insólito. Un abrazo. Chau.”
      Colgué. Conecté mi tocadiscos estereofónico, encendí un puro, me acosté en el sofá.
      Apareció Celeste.
      “¿Quiere usted tomar café?”
      “Alfamagrifos.”
      “¿Cómo dice?”
      “Di: alfamagrifos.”
      “Mi dentadura es nueva.”
      “Hambre de fiambre sin lumbre.”
      “Eso está aun peor.”
      “Quiero una naranjada y un pedazo de queso. ¿Tenemos queso?”
      “Claro, doctor.”
      “Entonces, manos a la obra.”
      Marqué un teléfono.
      “¿Gilda?”
      “¡Querido! ¿Estás aquí?”
      “Sí. De paso.”
      “¿De paso?”
      “Voy hacia el Paraná.”
      “¿Podré verte?”
      “Está difícil...”
      “Ay, cariño, ya viene el Carnaval...”
      “Ya me dijeron...”
      “No me atormentes. ¡Estoy loca por verte!”
      “Yo también.”
      “¿Lo juras?”
      “Sí.”
      “¿Por lo más sagrado?”
      “Por lo más sagrado.”
      “¿Que se muera tu madre?”
      “Que se muera.”
      “¡Te adoro!”
      “Yo también.”
      “¿Me escribirás?”
      “Sí. Adiós.”
      “¿Adiós? Querido, mira, espera un poco...”
      “No puedo, estoy hablando desde el aeropuerto. Ya están llamando para abordar. ¿Escuchas?”
      “Se acabó el queso”, dijo Celeste.
      “¿Escuchas? Mi avión está por partir. Un beso. Adiós.”
      Colgué. “¿Se acabó el queso?”
      “Sí señor.”
      “Entonces dame sólo la naranjada.”
      Me quedé pensando. Gisele era malvada. El bigotón mataba mendigos, Celio, el maricón, era más macho que Madame Satán. Cuando yo era pequeño, fui a Lapa. Entré y tomé un vaso de leche. Un viejo camarero me dijo: “La Lapa ya no es lo mismo.” No creo en las pláticas de viejos. Me parece que la Lapa siempre fue la misma mierda.
      ¿Ponerle valor al asunto y sacar de allá a Miriam-Elizabeth, como saqué a Heló, la loca, del Sanatorio de Botafogo?
      Me vestí. Bajé. Tomé un taxi.
      En la sala de espera del despacho había un cojo y un bizco. Clientes de mi colega L. Waissman.
      “El chico está en el WC esperándote”, dijo L. Waissman.
      “Carajo, ¿ya tan temprano?”
      “Empieza a fastidiar temprano”, dijo L. Waissman; era el tipo más triste del mundo. Vivía recordando los tiempos en que había tranvías eléctricos y cada cojo que aparecía él comprobaba que el sujeto había caído debajo del tranvía y ganaba una indemnización de la Light. En aquel tiempo él tenía el mayor equipo de testigos de Rio, un informante en cada hospital y a casi todos los funcionarios distritales en el bolsillo.
      “¿Qué voy a hacer con ese cojo?”, preguntó L. Waissman.
      “¿Qué le pasó?”
      “Se cortó un callo con una gillete, se le infectó, se gangrenó, le cortaron la pierna. En Goiás. Los médicos del interior no dan el servicio. Lo mandaron conmigo. Pero no puedo hacer nada, Ya no tengo a nadie en los hospitales. Ya no tengo testigos. Si aún estuviera vivo el profesor Barcelos.
      No había un juez que no le creyera.”
      “Golpeé la puerta del privado.”
      “Está ocupado.”
      “Soy yo.”
      “Ya voy a salir, doctor.”
      Saldría pura madre. Cuando estaba aterrorizado se quedaba cagando horas y horas. Después de la primera consulta embarró los pantalones y tuvo que contarme el caso sentado en el privado.
      “Abre la puerta, Evaristo.”
      Entré.
      “Disculpe, doctor.”
      “¿Qué hay?”
      “Estuve en el archivo de la décimo quinta, doctor, y el secretario me dijo que el juez va a decretar mi prisión preventiva. Si me encierran mi madre se muere, su corazón cuelga de un hilo.”
      “¿Le diste dinero?”, pregunté.
      “Sí.”
      “¿Cuánto?”
      “Cincuenta.” ¡Prr-prr-prr! “Perdone...”
      “No te preocupes. ¿Qué fue lo que te dijo ese desgraciado?”
      Prr-prr-prr.
      “El secretario. ¿Qué te dijo?”, continué.
      “Dijo que iba a abrir el pico...”
      “Ese tipo es una rata. Esa historia de la prisión preventiva es mierda suya. No vuelvas a darle dinero. Puedes quedar tranquilo.”
      “¡Qué alivio, doctor!”
      “Hasta luego.” Salí. “Cierra la puerta, Evaristo.”
      En este mundo los débiles no tiene oportunidad, están jodidos. Lo sé.
      Eché una ojeada a los papeles que había en mi mesa.
      Batista, mi secretario-conserje-sirviente, entró diciendo que un cliente quería verme.
      Era F. A.
      “¿Alguna vez en su vida amó a alguien?”, F. A. preguntó.
      “Ja, ja!”, respondí.
      “Es usted... una piedra. Morirá sin amar. Como el Super-Hombre.”
      “Amo a seis mujeres. Siete, incluyendo a la negra. Siete. Cuenta de mentiroso. Amo a siete mujeres. Una de ellas es negra y otra japonesa.”
      “No le creo.”
      “En verdad amo. Amo a cualquier mujer que va a la cama conmigo.
      Mientras dura el amor, la amo como un loco.”
      “Usted cambia de mujer cada semana”, dijo F. A.
      “Nada de eso. A Mariazinha la conocí en el baile municipal, ella bailaba encima de una mesa y le di una mordida en el trasero, ya va a hacer un año que eso ocurrió.”
      “¿Por qué hizo eso?”, preguntó F. A.
      “¿Qué?”
      “Lo de morderla..., a la muchacha.”
      “No sé. Había quinientas mujeres trepadas en las mesas, todas las mesas tenían una mujer arriba exhibiéndose, creo que eso me molestó. Y Mariazinha tenía las nalgas casi de fuera.”
      “¿Y ella? ¿Qué hizo?”
      “Dio un grito. Entonces los tipos de su grupo se me echaron encima y no te imaginas lo que fue aquello, por fortuna siempre hay alguien que quiere recoger las sobras entrando también a la pelea, fue una bronca espectacular, duro sólo unos cinco minutos pero creo que hasta al gobernador le gustó. Cuando salí de la enfermería ella estaba en la puerta y dijo 'bien hecho'. Respondí 'te amo', y de veras la amaba, y hasta hoy la amo.”
      “Yo amo a Elizabeth”, dijo F. A. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
      “Quizá su nombre sea Miriam. O quizá cualquier otro, Zulema, Ester, Nilsa.”
      “Pero me gusta pensar en ella como Elizabeth.”
      Con el dorso de la mano F. A. se limpió el rostro mojado.
      “Estoy triste”, dijo F. A.
      Me quedé callado mirando su cara.
      “Por favor”, dijo F. A.
      “Voy a rescatar a la chica. Llama a Gisele y pide una cita para ir a verla. Hoy en la noche. Necesito tener la certeza de que aún está ahí.”
      “Le estaré agradecido la vida entera. La vida entera.” Dijo F. A.
      “Toma el teléfono.”
      “¿Qué le digo a Gisele?”
      “Pide la cita.”
      F. A. marcó.
      “Aló”, dijo F. A.
      Corría a la sala de L. Waissman, donde había una extensión del teléfono.
      “¿Cómo está usted?”
      “Bien, gracias. Doña Gisele, yo, me gustaría ir hoy.”
      “Puede venirr cuando usted quierra.”
      “Hoy en la noche. A las nueve. Veintiún horas.”
      “Estarré esperrando.”
      “Yo, me gustaría ver a Elizabeth.”
      “¿Elizabeth No sé... es difícil...”
      “¿Es difícil? ¿Por qué es difícil”, la voz de F. A. temblaba. El imbécil ya moría de pánico.
      “La niña está muy nueva... Ya no quierre hacer esa cosa...”
      “Dígale que soy yo.”
      “¿Porr qué no escoge usted otrra?”
      “Usted sabe muy bien que yo no quiero a otra.”
      “Pero la niña ya no quierre...”
      “Dígale que soy yo. ¡Dígale que soy yo!”
      “No quierre verr a nadie.
      “¡Necesito verla, doña Gisele!”
      “Usted es una perrsona tan buena que voy a verr si puedo ayudarrlo.
      Voy a platicarr con la niña. Su madre se va a operrarr y necesita dinerro...”
      “Yo pago la operación. ¡Pago lo que sea!”
      “Voy a arreglarr todo. Quédese trranquilo. Puede venirr a las nueve.”
      “Estaré ahí a las nueve en punto.”
      “Que tenga un buen día.”
      Volví a mi sala. F. A. estaba aún con el teléfono en la mano, absorto.
      Colgué el teléfono.
      “¿Lo oyó todo?”, preguntó F. A.
      “Sí.”
      “Tengo una comida hoy, en la Embajada de la India.”
      “Quédate trranquilo. Ve a tu comida, yo me harré carrgo de todo.”
      “¿Tiene algún plan?”
      “No —sí tengo uno, pero no te lo voy a contar. Hasta luego.”
      “¿A dónde irá?”
      “No voy a ninguna parte. Tú eres quien se va.” Empujé a F. A. hacia fuera de mi oficina.
      Marqué en el teléfono.
      “¿João?”
      “Sí...”
      “¿Cuándo me vas a pagar aquellos quinientos?”
      “Puta, muchacho, desapareciste, no volviste a dar la cara. Apuesto a que ya no haces nada, debes estar hecho una vaca.”
      “¿Quieres comprobarlo?”
      “¡Ja, ja!, ¡doctor!”
      “Tú eres el que debe tener unos ciento veinte de cintura.”
      “Entreno todo el día. Necesita venir aquí. Lo remodelé todo.”
      “Uno de estos días. Mira, necesito un tipo fuerte, macizo, y que no sea idiota.”
      “¿Para qué?”
      “Para que esté cerca de mí en un trabajo. Tal vez no necesite hacer nada. Tal vez tenga que hacer mucho. Además de fuerte debe tener experiencia. Y hablar poco, evidentemente.”
      “Tengo a la persona que buscas. Se llama José. Es medio raro, muy callado. Pero es un caballo de tan fuerte. Te pones de acuerdo con él. ¿Puedo aprovechar para hacer una consulta?”
      “Sí.”
      “Un amigo mío entró a un ciento cincuenta y cinco. ¿Lo puedo mandar a tu despacho?”
      “¿Qué fue lo que se robó?”
      “Es un comemierda. Se robó unos relojes, una miseria.”
      “¿Es muy amigo tuyo?”
      “Es mi hermano.”
      “Mándamelo mañana. Y manda también al tal...”
      “José...”
      “José, ahora mismo. Un abrazo.”
      El sujeto era grande, un tipo guapo, pero su cara era seria. Caminó hasta mi mesa, me miró de frente y dijo: “João me mandó aquí”, con una voz baja y seca.
      Le pedí que se sentara.
      “Una prostituta francesa y un maricón encerraron a una chica dentro de un puterío y yo quiero sacar a la chica de ahí. Tienen un guardaespaldas, fuerte, ex-tira. Los tres son capaces de cualquier porquería. La francesa se llama Gisele, el marica Celio y al guardaespaldas lo vamos a llamar Grandulón. Su apodo es Pilão, pero yo pienso en él como Grandulón. Fue expulsado de la policía por homicidio, mató algunos mendigos. ¿Los conoces?”
      “No.”
      “El Grandulón debe estar armado. Pero no creo que use el arma de fuego para empezar. Empezará usando una macana o algo por el estilo. Tiene que ser liquidado de inmediato. La francesa y el maricón también son muy peligrosos. Olvídate de que ella es mujer. Olvídate de que él es maricón. No vamos a matar a nadie, pero si es necesario romperemos algunos huesos. ¿OK?”
      “¿El Grandulón es zurdo o derecho?”
      “No sé.”
      “¿El maricón también anda armado?”
      “No sé.”
      “¿La chica que está prisionera sabe que iremos?”
      “No.”
      “¿Cómo vamos a entrar ahí?”
      “Yo iré por la puerta de enfrente. Pero debo salir a un hall de servicio, ara entrar de nuevo a donde está la chica. Tú te quedas escondido en la escalera de servicio. Cuando abran la puerta daré un silbido fuerte. Tendrás tres segundos para aparecer. En esos tres segundos yo garantizo que nadie cerrará la puerta.”
      “Está bien”, dijo José. “Voy a llevar dos cuerdas de nylon.”
      “Nos encontraremos a las ocho, en la Cinelandia, frente al Odeón.”
      F. A. me telefoneó dos veces pero no contesté, le mandé decir que todo estaba bien.
      Salí. Fui hasta el juzgado para ver los avances de algunos procesos. Quien piense que un abogado trabaja con la cabeza está equivocado, el abogado trabaja con los pies. Todas las peticiones son iguales, cuanto más bajas mejor, para facilitarle la vida al juez.
      Volví al despacho, atendí a dos clientes (artículos 155 y 129) y después telefoneé a mis mujeres. Todas querían verme, pero yo no podía ver a ninguna. Y no quería. Si fuera a ver y joder a alguna sería a la negra. Inventé las disculpas de siempre. Todas aceptaron, menos Neide, quien dijo:
      “Si sigues desaparecido voy a ponerte los cuernos.”
      “¿Desaparecido?”
      “Tú no me engañas.”
      “Fui a São Paulo.”
      “No es cierto.”
      “Si no quieres creerme, no me creas.”
      “Pues no te creo”, dijo colgando.
      Las mujeres no tienen juicio.
      A las ocho estaba frente al Odeón. A esa hora el número de putos todavía es pequeño. Aun así uno se paró cerca de mí y empezó a suspirar; fingí que no lo veía. Luego llegó un amiguito suyo y los dos empezaron a desfilar frente a mí, de un lado a otro, cuchicheando y soltando risitas.
      Cuando José llegó los mariconcitos se pusieron aún más alborotados. La vida de puto no es fácil.
      José y yo fuimos hasta el paseo público. Buscamos un banco vacío.
      “¿Tienes alguna duda?”, pregunté.
      “Me quedo en la escalera, escucho tu silbido y entro corriendo al departamento. A quien me encuentre frente a mí lo tiro al suelo.”
      “¿Y si yo estuviera frente a ti?”
      “Será mejor que no estés.”
      “OK. ¿Trajiste la cuerda?”
      José se abrió el saco; varias vueltas en torno a la cintura.
      Quedamos en silencio, mirando las aceras llenas, al otro lado de la calle, las luces de los cines. Pensaba, “puta mierda, esta ciudad me gusta como el carajo.”
      “¿En qué estás pensando?”, pregunté.
      “Un montón de cosas”, dijo José. No le gustaba platicar.
      Al cinco para las nueve dije: “Vamos.”
      “¿Qué tipo de silbido darás?”, José preguntó.
      Me metí dos dedos en la boca y silbé.
      “Será mejor que no uses los dedos. Te pueden agarrar con las manos ocupadas.”
      El tipo no era tonto.
      Subimos hasta el séptimo piso por el elevador de servicio.
      “Ésta es la puerta”, indiqué. Eran cuatro puertas. Bajamos por la escalera de servicio. En medio de la escalera, entre el sexto y el séptimo pisos nos detuvimos. “Aquí nadie te verá. La distancia debe ser de unos ocho metros, máximo. Hasta pronto.”
      No había comunicación entre el hall de servicio y el hall social. Bajé por el elevador de servicio hasta la planta baja, pasé al elevador social, subí, salí en el séptimo piso.
      Gisele abrió la puerta.
      “¿Usted?”
      “¿Cómo está, Gisele?”
      “¿Quierre usted alguna cosa?”
      “Una pequeña.”
      “Aquí no tenemos las chicas que usted quierre...”
      Gisele se volvió y miró hacia el fondo de la sala. Dudaba si me corría o no. Una sospecha, apenas fundada en la intuición. Entré.
      “Hoy sólo está Neuza. A usted no le gustó ella...”
      “Neuza está bien.”
      Gisele miró el reloj de pulso, recelosa.
      “Está bien. Tenga la bondad”, dijo. Cruzamos la sala y la cocina, salimos al hall de servicio. Gisele tocó el timbre del otro departamento. Miré la escalera, ni sombra de José. Simulé un ataque de tos.
      El Grandulón abrió la puerta. Dejé de toser por un momento y silbé fuerte. Continué tosiendo, y di dos pasos mirando la cara del Grandulón. El Grandulón estaba alerta, parecía un perro sorprendido, con las dos orejas paradas. Oí el ruido de los pasos de José aproximándose. Entré, asegurando la puerta por la perilla. El golpe del Grandulón me pegó en el pecho. En ese instante apareció José y el Grandulón le dio en la cara, pero José entró también. El Grandulón tenía una macana en la mano. Un golpe de José lo tiró al suelo. Aquella pelea iba a durar. Corrí a los cuartos. Gisele estaba frente a mí, con un objeto de metal en la mano. Le di una patada en la pierna. Gisele se encogió. La golpeé con fuerza en la barriga. Gisele cayó agarrando aún el objeto. Le pisé la mano.
      “¿Dónde está Elizabeth?”, pregunté.
      Gisele miró hacia atrás de mí. Me volví y Celio me clavó las uñas en los ojos. Sentí que mi rostro ardía, como si hubiera sido cortado por una navaja. Veía mal con el ojo derecho. Le pegué con todas mis fuerzas en la nariz. Se arrojó sobre mí, me mordió el brazo. Le di un golpe en la cabeza. Celio quedó completamente calvo. Sin la peluca se veía horrible. Celio me arañó en el pescuezo. Yo sangraba. Cada vez veía peor con el ojo derecho. Ya verás, hijo de puta, me dejaste ciego. Le di un golpe en la oreja. Celio cayó. Le pateé la cara, en la boca, el puto tendría que gastar mucho en el dentista y en el cirujano plástico.
      José apareció. Sudando, el saco rasgado, un enorme hematoma en el rostro, le escurría sangre de la cabeza.
      “Ya está amarrado”, dijo José jadeante.
      “Vigila a estos dos”, dije.
      Celio estaba desmayado en el suelo y la francesa estaba sentada con los ojos cerrados, apoyada en la pared.
      En la sala estaban Eloína, Neuza y una más. Asustadas.
      “¿Tú eres Elizabeth?”, pregunté.
      “No, no, me llamo Georgia.”
      “¿Dónde está Elizabeth?”, pregunté a Eloína.
      “Fue al cuarto.”
      “Muéstramelo.” Agarré a Eloína por la muñeca, fui hacia el corredor.
      “Aquí”, dijo Eloína.
      Elizabeth-Miriam estaba en medio del cuarto, con los ojos desencajados.
      “No tengas miedo”, dije. Le expliqué que F. A. me había mandado. “Vámonos”, agregué.
      “Yo no... Yo... Me voy a quedar”, dijo ella.
      Empujé a Miriam-Elizabeth hasta la sala. Ella golpeaba las paredes.
      Señalé a Celio y Gisele.
      “O vienes conmigo o vas a quedar en el suelo como esas dos basuras”, dije.
      “Ve con él”, dijo Gisele, sin abrir los ojos. Apenas se oía su voz.
      Bajamos por el elevador de servicio. Subimos a mi carro en el patio interior.
      “Gracias”, dije a José. “¿Dónde quieres que te deje?”
      “En Flamengo. Cerca de la Buarque de Macedo.”
      “Luego pasas a mi despacho a cobrar. ¿Cuánto va a ser?”
      José permaneció callado.
      “Puedes pedir mucho. No voy a pagar yo. El tipo es rico.”
      “No es nada. João me lo pidió, el favor se lo hice a él.”
      “Entonces te enviaré un regalo. ¿Está bien?”
      “Sí.”
      “¿Qué quieres?”
      “¿Puede ser un tocadiscos?”
      “Te enviaré uno estereofónico”, dije.
      José bajó en Flamengo.
      “¿A dónde me llevas?”, preguntó Miriam-Elizabeth, temblando.
      “Al departamento de F. A.”
      Llegamos al departamento. Cerré las puertas de enfrente y del fondo, guardé las llaves en el bolsillo. Fui al baño a mirar los destrozos que me había hecho Celio. Un corte en el ojo derecho hasta el mentón; otro corte en el cuello. Las heridas ya estaban coaguladas. Mi rostro estaba feo como el carajo. Me quité la camisa. La herida del brazo era la peor de todas, los dientes filosos de aquel perro habían entrado hondo en mi carne. En el armario del baño había un frasco de mertiolate, me lo puse en el brazo y la cara.
      “¿Qué operación se va a hacer tu madre?”, pregunté a Miriam-Elizabeth.
      “¿Operación?”
      Empezaba a ver mejor. Cerré el ojo izquierdo y miré a Miriam-Elizabet sólo con el derecho.
      Marqué el teléfono de la casa de F. A.
      “¿Está el consejero?”
      “Salió a comer. Aún no regresa. ¿Quiere dejar usted algún recado?”
      “Dígale que habló el senador Ferreira Viana.”
      Colgué. Continué examinando mi ojo derecho. Ya veía perfectamente.
      “¿Por qué no te sientas? Tenemos mucho que hablar”, le dije a Miriam-Elizabet.
      “Quiero ir al baño.”
      “Ven, te enseño dónde está.”
      Permanecí de pie en la puerta del baño.
      “¿Me permites?”, dijo ella.
      “Lo siento mucho pero me voy a quedar aquí. Este baño tiene una cerradura por dentro y no quiero perderte de vista. No voy a mirarte, no te preocupes.”
      “Estoy estreñida”, dijo.
      “Mala suerte”, respondí.
      Miriam-Elizabeth entró. Me quedé afuera, sólo un brazo dentro. Oí el ruido de ella orinando.
      Volvimos a la sala.
      “¿Qué operación necesita hacerse tu madre?”
      “Estómago.”
      “¿Tiene úlcera?”
      “Sí.”
      “¿En Minas?”
      “¿Cómo?” Miriam-Elizabeth unió con fuerza las dos manos como si estuviera rezando.
      “¿Mujer con úlcera en el interior de Minas?”
      “No entiendo...”
      “Es muy raro que una mujer tenga úlceras de estómago, más aún en el interior de Minas.”
      “¿Usted es médico?”
      “¿Tú qué crees?”
      “No sé. Usted pregunta cosas que no sé responder.”
      “¿Cómo te llamas?”
      Miriam-Elizabeth me miró a los ojos.
      “¡No me mientas, puta!”
      “Laura.”
      El teléfono sonó.
      “Te he estado llamando desde las nueve”, dijo F. A.
      “¿Dónde estás?”
      “En la embajada de la India. ¿Está ahí la chica?”
      “Sí.”
      “¡Gracias a Dios! ¿Está bien? ¿Preguntó por mí?”
      “Hemos conversado poco. Pero lo suficiente. Es una estafadora andaba detrás de tu dinero junto con Gisele y el maricón.”
      “¿Cómo? ¿Cómo?”
      “Ella misma va a hablar contigo.”
      Le pasé el teléfono a Miriam—Elizabeth—Laura.
      “Es verdad — perdóname — perdóname — ¿cómo? — así fue —estoy, estoy arrepentida — tú eres muy buen...”
      Miriam-Elizabeth-Laura me regresó el teléfono. “Quiere hablar con usted.”
      Acerqué el teléfono a mi oído. F. A. hablaba bajo, con miedo de ser oído.
      “Amo a esa mujer, ¿entiendes?, no me molesta lo que ella sea.”
      “Te estaba engañando...”
      “No tiene la menor importancia.'“
      “El dinero es tuyo.”
      “¡Así es!”
      “¿Quieres que duerma aquí?”, pregunté.
      “Sí. Mañana por la mañana paso por ahí.”
      Colgué el teléfono.
      Tomé la mano de Miriam-Elizabeth-Laura. “Vamos a la cama, no vendrá sino hasta mañana por la mañana.”
      Su mano apretó la mía. Miriam-Elizabeth-Laura ya no tenía miedo.


      Rubem Fonseca
      Lúcia McCartney, 1967





      Rubem Fonseca / Relato de acontecimiento

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      Rubem Fonseca

      RELATO DE UN ACONTECIMIENTO 




      En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Rio de Janeiro.

      Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo. 

      Cuando ve a la vaca, el conductor Plínio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río. 

      Encima del puente la vaca está muerta.

      Debajo del puente están muertos: una mujer vestida con un pantalón largo y blusa amarilla, de veinte años presumiblemente y que nunca será identificada; Ovídia Monteiro, de treinta y cuatro años; Manuel dos Santos Pinhal, portugués, de treinta y cinco años, que usaba una cartera de socio del Sindicato de Empleados de las Fábricas de Bebidas; el niño Reinaldo de un año, hijo de Manuel; Eduardo Varela, casado, cuarenta y tres años. 


      El desastre fue presenciado por Elías Gentil dos Santos y su mujer Lucília, vecinos del lugar. Elías manda a su mujer por un cuchillo a la casa. ¿Un cuchillo?, pregunta Lucília. Un cuchillo, rápido, idiota, dice Elías. Está preocupado. ¡Ah!, se da cuenta Lucília. Lucília corre. 

      Aparece Marcílio da Conceição. Elías lo mira con odio. Aparece también Ivonildo de Moura Júnior. ¡Y aquella bestia que no trae el cuchillo!, piensa Elías. Siente rabia contra todo el mundo, sus manos tiemblan. Elías escupe en el suelo varias veces, con fuerza, hasta que su boca se seca. 

      Buenos días, don Elías, dice Marcílio. Buenos días, dice Elías entre dientes, mirando a los lados, ¡este mulato!, piensa Elías. 

      Qué cosa, dice Ivonildo, después de asomarse por el muro del puente y ver a los bomberos y a los policías abajo. Sobre el puente, además del conductor de un carro de la Policía de Caminos, están sólo Elías, Marcílio e Ivonildo. 

      La situación no está bien, dice Elías mirando a la vaca. No logra apartar los ojos de la vaca. 

      Es cierto, dice Marcílio. 

      Los tres miran a la vaca. 

      A lo lejos se ve el bulto de Lucília, corriendo. 

      Elías volvió a escupir. Si pudiera, yo también sería rico, dice Elías. Marcílio e Ivonildo balancean la cabeza, miran la vaca y a Lucília, que se acerca corriendo. A Lucília tampoco le gusta ver a los dos hombres. Buenos días doña Lucília, dice Marcílio. Lucília responde moviendo la cabeza. ¿Tardé mucho?, pregunta, sin aliento, al marido. 

      Elías asegura el cuchillo en la mano, como si fuera un puñal; mira con odio a Marcílio e Ivonildo. Escupe en el suelo. Corre hacia la vaca. 

      En el lomo es donde está el filete, dice Lucília. Elías corta la vaca. 

      Marcílio se acerca. ¿Me presta usted después su cuchillo, don Elías?, pregunta Marcílio. No, responde Elías. 

      Marcílio se aleja, caminando de prisa. Ivonildo corre a gran velocidad. 

      Van por cuchillos, dice Elías con rabia, ese mulato, ese cornudo. Sus manos, su camisa y su pantalón están llenos de sangre. Debiste haber traído una bolsa, un saco, dos sacos, imbécil. Ve a buscar dos sacos, ordena Elías. 

      Lucília corre. 

      Elías ya cortó dos pedazos grandes de carne cuando aparecen, corriendo, Marcílio y su mujer, Dalva, Ivonildo y su suegra, Aurelia, y Erandir Medrado con su hermano Valfrido Medrado. Todos traen cuchillos y machetes. Se echan encima de la vaca. 

      Lucília llega corriendo. Apenas y puede hablar. Está embarazada de ocho meses, sufre de helmintiasis y su casa está en lo alto de una loma. Lucília trajo un segundo cuchillo. Lucília corta en la vaca. 

      Alguien présteme un cuchillo o los arresto a todos, dice el conductor del carro de la policía. Los hermanos Medrado, que trajeron varios cuchillos, prestan uno al conductor. 

      Con una sierra, un cuchillo y una hachuela aparece João Leitão, el carnicero, acompañado por dos ayudantes. 

      Usted no puede, grita Elías. 

      João Leitão se arrodilla junto a la vaca. 

      No puede, dice Elías dando un empujón a João. João cae sentado. 

      No puede, gritan los hermanos Medrado. 

      No puede, gritan todos, con excepción del policía. 

      João se aparta; a diez metros de distancia, se detiene; con sus ayudantes, permanece observando. 

      La vaca está semidescarnada. No fue fácil cortar el rabo. La cabeza y las patas nadie logró cortarlas. Nadie quiso las tripas. 

      Elías llenó los dos sacos. Los otros hombres usan las camisas como si fueran sacos. 

      El primero que se retira es Elías con su mujer. Hazme un bistec, le dice sonriendo a Lucília. Voy a pedirle unas papas a doña Dalva, te haré también unas papas fritas, responde Lucília. 

      Los despojos de la vaca están extendidos en un charco de sangre. João llama con un silbido a sus auxiliares. Uno de ellos trae un carrito de mano. Los restos de la vaca son colocados en el carro. Sobre el puente sólo queda una poca de sangre. 


      Rubem Fonseca
      Lúcia McCartney, 1967



      Rubem Fonseca / Feliz año nuevo

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      Rubem Fonseca 

      FELIZ AÑO NUEVO


      BIOGRAFÍA



      Vi en la televisión que los comercios buenos estaban vendiendo como locos ropas caras para que las madames vistan en el reveillon. Vi también que las casas de artículos finos para comer y beber habían vendido todas las existencias.

      Pereba, voy a tener que esperar que amanezca y levantar aguardiente, gallina muerta y farofa de los macumberos*.

      Pereba entró en el baño y dijo, qué hedor. 

      Vete a mear a otra parte, estoy sin agua. 

      Pereba salió y fue a mear a la escalera. 

      ¿Dónde afanaste la TV?, preguntó Pereba. 

      No afané ni madres. La compré. Tiene el recibo encima. ¡Ah, Pereba!, ¿piensas que soy tan bruto como para tener algo robado en mi cuchitril? 

      Estoy muriéndome de hambre, dijo Pereba. 


      Por la mañana llenaremos la barriga con los desechos de los babalaos*, dije, sólo por joder. 


      No cuentes conmigo, dijo Pereba. ¿Te acuerdas de Crispín? 

      Dio un pellizco en una macumba aquí, en la Borges Madeiros, le quedó la pierna negra, se la cortaron en el Miguel Couto y ahí está, jodidísimo, caminando con muletas. 


      Pereba siempre ha sido supersticioso. Yo no. Hice la secundaria, se leer, escribir y hacer raíz cuadrada. Me cago en la macumba que me da la gana. 


      Encendimos unos porros y nos quedamos viendo la telenovela. Mierda. Cambiamos de canal, a un bang-bang. Otra mierda. 


      Las madames están todas con ropa nueva, van a entrar al año nuevo bailando con los brazos en alto, ¿ya viste cómo bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto, creo que para enseñar el sobaco, lo que quieren enseñar realmente es el coño pero no tienen cojones y enseñan el sobaco. Todas le ponen los cuernos a los maridos. ¿Sabías que su vida está en dar el coño por ahí? 


      Lástima que no nos lo dan a nosotros, dijo Pereba. Hablaba despacio, tranquilo, cansado, enfermo. 

      Pereba, no tienes dientes, eres bizco, negro y pobre, ¿crees que las mujeres te lo van a dar? Ah, Pereba, lo mejor para ti es hacerte una puñeta. Cierra los ojos y dale. 

      ¡Yo quería ser rico, salir de la mierda en que estaba metido! Tanta gente rica y yo jodido. 

      Zequinha entró en la sala, vio a Pereba masturbándose y dijo, ¿qué es eso, Pereba? 

      ¡Se arrugó, se arrugó, así no se puede!, dijo Pereba. 

      ¿Por qué no fuiste al baño a jalártela?, dijo Zequinha. 

      En el baño hay un hedor insoportable, dijo Pereba. 

      Estoy sin agua. 

      ¿Las mujeres esas del conjunto ya no están jodiendo?, preguntó Zequinha. 

      Él estaba cortejando a una rubia excelente, con vestido de baile y llena de joyas. 

      Ella estaba desnuda, dijo Pereba. 

      Ya veo que están en la mierda, dijo Zequinha. 

      Quiere comer los restos de Iemanjá, dijo Pereba. 

      Era una broma, dije. A fin de cuentas, Zequinha y yo habíamos asaltado un supermercado en Leblon, no había dado mucha pasta, pero pasamos mucho tiempo en São Paulo en medio de la bazofia, bebiendo y jodiendo mujeres. Nos respetábamos. 

      A decir verdad tampoco ando con buena suerte, dijo Zequinha. La cosa está dura. Los del orden no están bromeando, ¿viste lo que hicieron con el Buen Criollo? Dieciséis tiros en la chola. Cogieron a Vevé y lo estrangularon. El Minhoca, ¡carajo! ¡El Minhoca! Crecimos juntos en Caxias, el tipo era tan miope que no veía de aquí a allí, y también medio tartamudo —lo cogieron y lo arrojaron al Guandú, todo reventado. 

      Fue peor con el Tripié. Lo quemaron. Lo frieron como tocino. Los del orden no están dando facilidades, dijo Pereba. Y pollo de macumba no me lo como. 

      Ya verán pasado mañana. 

      ¿Qué vamos a ver? 

      Sólo estoy esperando que llegue el Lambreta de São Paulo. 

      ¡Carajo!, ¿estás trabajando con el Lambreta?, dijo Zequinha. 

      Todas sus herramientas están aquí. 

      ¿Aquí?, dijo Zequinha. Estás loco. 

      Reí. 

      ¿Qué fierros tienes?, preguntó Zequinha. 

      Una Thompson lata de guayabada, una carabina doce, de cañón cortado y dos Magnum. 

      ¡Puta madre!, dijo Zequinha. ¿Y ustedes jalándosela sentados en ese moco de pavo? 

      Esperando que amanezca para comer farofa de macumba, dijo Pereba. Tendría éxito en la TV hablando de aquella forma, mataría de risa a la gente. 

      Fumamos. Vaciamos un pitú. 

      ¿Puedo ver el material?, dijo Zequinha. 

      Bajamos por la escalera, el ascensor no funcionaba y fuimos al departamento de doña Candinha. Llamamos. La vieja abrió la puerta. 

      ¿Ya llegó el Lambreta?, dijo la vieja negra. 

      Ya, dije, está allá arriba. 

      La vieja trajo el paquete, caminando con esfuerzo. Era demasiado peso para ella. Cuidado, hijos míos, dijo. 

      Subimos por la escalera y volvimos a mi departamento. Abrí el paquete. Armé primero la lata de guayabada y se la pasé a Zequinha para que la sujetase. Me amarro en esta máquina, tarratátátátá, dijo Zequinha. 

      Es antigua pero no falla, dije. 

      Zequinha cogió la Magnum. Formidable, dijo. Después aseguró la Doce, colocó la culata en el hombro y dijo: aún doy un tiro con esta hermosura en el pecho de un tira, muy de cerca, ya sabes cómo, para aventar al puto de espaldas a la pared y dejarlo pegado allí. 

      Pusimos todo sobre la mesa y nos quedamos mirando. 

      Fumamos un poco más. 

      ¿Cuándo usarán el material?, dijo Zequinha. 

      El día 2. Vamos a reventar un banco en la Penha. El Lambreta quiere hacer el primer golpe del año. 

      Es un tipo vanidoso pero vale. Ha trabajado en São Paulo, Curitiba, Florianópolis, Porto Alegre, Vitoria, Niteroi, sin contar Rio. Más de treinta bancos. 

      Sí, pero dicen que pone el culo, dijo Zequinha. 

      No sé si lo pone, ni tengo valor para preguntar. Nunca me vino a mí con frescuras. 

      ¿Ya lo has visto con alguna mujer?, dijo Zequinha. 

      No, nunca. Bueno, puede ser verdad, pero ¿qué importa? 

      Los hombres no deben poner el culo. Menos aún un tipo importante como el Lambreta, dijo Zequinha. 

      Un tipo importante hace lo que quiere, dije. 

      Es verdad, dijo Zequinha. 

      Nos quedamos callados, fumando. 

      Los fierros en la mano y nada, dijo Zequinha. 

      El material es del Lambreta. ¿Y dónde lo usaríamos a estas horas? 

      Zequinha chupó aire, fingiendo que tenía cosas entre los dientes. Creó que él también tenía hambre. 

      Estaba pensando que invadiéramos una casa estupenda que esté dando una fiesta. El mujerío está lleno de joyas y tengo un tipo que compra todo lo que le llevo. Y los barbones tienen las carteras llenas de billetes. ¿Sabes que tiene un anillo que vale cinco grandes y un collar de quince, en esa covacha que conozco? Paga en el acto. 

      Se acabó el tabaco. También el aguardiente. Comenzó a llover. 

      Se fue al carajo tu farofa, dijo Pereba. 

      ¿Qué casa? ¿Tienes alguna a la vista? 

      No, pero está lleno de casas de ricos por ahí. Robamos un carro y salimos a buscar. 

      Coloqué la lata de guayabada en una bolsa de compra, junto con la munición. Di una Magnum al Pereba, otra al Zequinha. Enfundé la carabina en el cinto, el cañón hacia abajo y me puse una gabardina. Cogí tres medias de mujer y una tijera. 

      Vamos, dije. 

      Robamos un Opala. Seguimos hacia San Conrado. Pasamos varías casas que no nos interesaron, o estaban muy cerca de la calle o tenían demasiada gente. Hasta que encontramos el lugar perfecto. Tenía a la entrada un jardín grande y la casa quedaba al fondo, aislada. Oíamos barullo de música de carnaval, pero pocas voces cantando. Nos pusimos las medias en la cara. Corté con la tijera los agujeros de los ojos. 

      Entramos por la puerta principal. 

      Estaban bebiendo y bailando en un salón cuando nos vieron. 

      Es un asalto, grité bien alto, para ahogar el sonido del tocadiscos. Si se están quietos nadie saldrá lastimado. ¡Tú. Apaga ese coñazo de tocadiscos! 

      Pereba y Zequinha fueron a buscar a los empleados y volvieron con tres camareros y dos cocineras. Todo el mundo tumbado, dije. 

      Conté. Eran veinticinco personas. Todos tumbados en silencio, quietos como si no estuvieran siendo registrados ni viendo nada. 

      ¿Hay alguien más en la casa?, pregunté. 

      Mi madre. Está arriba, en el cuarto. Es una señora enferma, dijo una mujer emperifollada, con vestido rojo largo. Debía ser la dueña de la casa. 

      ¿Niños? 

      Están en Cabo Frío, con los tíos. 

      Gonçalves, vete arriba con la gordita y trae a su madre. 

      ¿Gonçalves?, dijo Pereba. 

      Eres tú mismo ¿Ya no sabes cuál es tu nombre, bruto? 

      Pereba cogió a la mujer y subió la escalera. 

      Inocencio, amarra a los barbones. 

      Zequinha ató a los tipos utilizando cintos, cordones de cortinas, cordones de teléfono, todo lo que encontró. 

      Registramos a los sujetos. Muy poca pasta. Estaban los cabrones llenos de tarjetas de crédito y talonarios de cheques. Los relojes eran buenos, de oro y platino. Arrancamos las joyas a las mujeres. Un pellizco en oro y brillantes. Pusimos todo en la bolsa. 

      Pereba bajó la escalera solo. 

      ¿Dónde están las mujeres?, dije. 

      Se encabritaron y tuve que poner orden. 

      Subí. La gordita estaba en la cama, las ropas rasgadas, la lengua fuera. Muertecita. ¿Para qué se hizo la remolona y no lo dio enseguida? Pereba estaba necesitado. Además de jodida, mal pagada. Limpié las joyas. La vieja estaba en el pasillo, caída en el suelo. También había estirado la pata. Toda peinada, con aquel pelazo armado, teñido de rubio, ropa nueva, rostro arrugado, esperando el nuevo año, pero estaba ya más para allá que para acá. Creo que murió del susto. Arranqué los collares, broches y anillos. Tenía un anillo que no salía. Con asco, mojé con saliva el dedo de la vieja, pero incluso así no salía. Me encabroné y le di una dentellada, arrancándole el dedo. Metí todo dentro de un almohadón. El cuarto de la gordita tenía las paredes forradas de cuero. La bañera era un agujero cuadrado, grande de mármol blanco, encajado en el suelo. La pared toda de espejos. Todo perfumado. Volví al cuarto, empujé a la gordita para el suelo, coloqué la colcha de satén de la cama con cuidado, quedó lisa, brillando. Me bajé el pantalón y cagué sobre la colcha. Fue un alivio, muy justo. Después me limpié el culo con la colcha, me subí los pantalones y bajé. 

      Vamos a comer, dije, poniendo el almohadón dentro de la bolsa. Los hombres y las mujeres en el suelo estaban todos quietos y cagados, como corderitos. Para asustarlos más dije, al puto que se mueva le reviento los sesos. 

      Entonces, de repente, uno de ellos dijo, con calma, no se irriten, llévense lo que quieran, no haremos nada. 

      Me quedé mirándolo. Usaba un pañuelo de seda de colores alrededor del pescuezo. 

      Pueden también comer y beber a placer, dijo. 

      Hijo de puta. Las bebidas, las comidas, las joyas, el dinero, todo aquello eran migajas para ellos. Tenían mucho más en el banco. No pasábamos de ser tres moscas en el azucarero. 

      ¿Cuál es su nombre? 

      Mauricio, dijo. 

      Señor Mauricio, ¿quiere levantarse, por favor? 

      Se levantó. Le desaté los brazos. 

      Muchas gracias, dijo. Se nota que es usted un hombre educado, instruido. Pueden ustedes marcharse, que no daremos parte a la policía. Dijo esto mirando a los otros, que estaban inmóviles, asustados, en el suelo, y haciendo un gesto con las manos abiertas, como quien dice, calma mi gente, ya convencí a esta mierda con mi charla. 

      Inocencio, ¿ya acabaste de comer? Tráeme una pierna de peru de ésas de ahí. Sobre una mesa había comida que daba para alimentar al presidio entero. Comí la pierna de peru. Cogí la carabina doce y cargué los dos cañones. 

      Señor Mauricio, ¿quiere hacer el favor de ponerse cerca de la pared? 

      Se recostó en la pared. 

      Recostado no, no, a unos dos metros de distancia. Un poco más para acá. Ahí. Muchas gracias. 

      Tiré justo en medio del pecho, vaciando los dos cañones, con aquel trueno tremendo. El impacto arrojó al tipo con fuerza contra la pared. Fue resbalando lentamente y quedó sentado en el suelo. En el pecho tenía un orificio que daba para colocar un panetone. 

      Viste, no se pegó a la pared, qué coño. 

      Tiene que ser en la madera, en una puerta. La pared no sirve, dijo Zequinha. 

      Los tipos tirados en el suelo tenían los ojos cerrados, ni se movían. No se oía nada, a no ser los eructos de Pereba. 

      Tú, levántate, dijo Zequinha. El canalla había elegido a un tipo flaco, de cabello largo. 

      Por favor, el sujeto dijo, muy bajito. 

      Ponte de espaldas a la pared, dijo Zequinha. 

      Cargué los dos cañones de la doce. Tira tú, la coz de ésta me lastimó el hombro. Apoya bien la culata, si no te parte la clavícula. 

      Verás cómo éste va a pegarse. Zequinha tiró. El tipo voló, los pies saltaron del suelo, fue bonito, como si estuviera dando un salto para atrás. Pegó con estruendo en la puerta y permaneció allí adherido. Fue poco tiempo, pero el cuerpo del tipo quedó aprisionado por el plomo grueso en la madera. 

      ¿No lo dije? Zequinha se frotó el hombro dolorido. Este cañón es jodido. 

      ¿No vas a tirarte a una tía buena de éstas?, preguntó Pereba.

      No estoy en las últimas. Me dan asco estas mujeres. Me cago en ellas. Sólo jodo con las mujeres que me gustan. 

      ¿Y tú… Inocencio? 

      Creo que voy a tirarme a aquella morenita. 

      La muchacha intentó impedirlo, pero Zequinha le dio unos sopapos en los cuernos, se tranquilizó y quedó quieta, con los ojos abiertos, mirando al techo, mientras era ejecutada en el sofá. 

      Vámonos, dije. Llenamos toallas y almohadones con comida y objetos. 

      Muchas gracias a todos por su cooperación, dije. Nadie respondió. 

      Salimos. Entramos en el Opala y volvimos a casa. 

      Dije al Pereba, dejas el rodante en una calle desierta de Botafogo, coges un taxi y vuelves. Zequinha y yo bajamos. 

      Este edificio está realmente jodido, dijo Zequinha, mientras subíamos con el material, por la escalera inmunda y destrozada. 

      Jodido pero es Zona Sur, cerca de la playa. ¿Quieres que vaya a vivir a Nilópolis? 

      Llegamos arriba cansados. Coloqué las herramientas en el paquete, las joyas y el dinero en la bolsa y lo llevé al departamento de la vieja negra. 

      Doña Candinha, dije, mostrando la bolsa, esto quema. 

      Pueden dejarlo, hijos míos. Los del orden no vienen aquí. 

      Subimos. Coloqué las botellas y la comida sobre una toalla en el suelo. Zequinha quiso beber y no lo dejé. Vamos a esperar a Pereba. 

      Cuando el Pereba llegó, llené los vasos y dije, que el próximo año sea mejor. Feliz año nuevo.



      Macumberos: quienes practican la macumbra, rito religioso de origen africano. Ofrecen a sus espíritus comidas y bebidas.

      Babalaos: sacerdotes dedicados a Ifá, dios de la adivinación.

      Rubem Fonseca
      Feliz Ano Novo
      Rio de Janeiro, Editora Artenova, 1975









      Rubem Fonseca / Corazones solitarios

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      Rubem Fonseca 

      CORAZONES SOLITARIOS 



      Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.



      Crimen así ni en Roma, París, Nueva York, decía el editor del diario, estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar.

      Antes de que estallara me corrieron.

      Solamente hay pequeño comerciante matando socio, pequeño bandido matando a pequeño comerciante, policía matando a pequeño bandido. Cosas pequeñas, le dije a Oswaldo Peçanha, editor-jefe y propietario del diario Mujer. 

      Hay también meningitis, esquistosomosis, mal de Chagas, dijo Peçanha. 

      Pero fuera de mi área, dije. 

      ¿Ya leíste Mujer?, Peçanha preguntó. 

      Admití que no. Me gusta más leer libros. 

      Peçanha sacó una caja de puros del cajón y me ofreció uno. Encendimos los puros. Al poco tiempo el ambiente era irrespirable. Los puros eran corrientes, estábamos en verano, las ventanas cerradas, y el aparato de aire acondicionado no funcionaba bien. 

      Mujer no es una de esas publicaciones en color para burguesas que hacen régimen. Está hecha para la mujer de la clase C, que come arroz con frijoles y si engorda es cosa suya. Echa una ojeada. 

      Peçanha tiró frente a mí un ejemplar del diario. Formato tabloide, encabezados en azul, algunas fotos desenfocadas. Fotonovela, horóscopo, entrevistas con artistas de televisión, corte y costura. 

      ¿Crees que podrías hacer la sección De mujer a mujer, nuestro consultorio sentimental? El tipo que lo hacía se despidió. 

      De mujer a mujer estaba firmado por una tal Elisa Gabriela. Querida Elisa Gabriela, mi marido llega todas las noches borracho y… 

      Creo que puedo, dije. 

      Estupendo. Comienza hoy. ¿Qué nombre quieres usar? 

      Pensé un poco. 

      Nathanael Lessa. 

      ¿Nathanael Lessa?, dijo Peçanha, sorprendido y molesto, como si hubiera dicho un nombre feo, u ofendido a su madre. 

      ¿Qué tiene? Es un nombre como otro cualquiera. Y estoy rindiendo dos homenajes. 

      Peçanha dio unas chupadas al puro, irritado. 

      Primero, no es un nombre como cualquier otro. Segundo, no es un nombre de la clase C. Aquí sólo usamos nombres que agraden a la clase C, nombres bonitos. Tercero, el diario rinde homenajes sólo a quien yo quiero y no conozco a ningún Nathanael Lessa y, finalmente —la irritación de Peçanha aumentaba gradualmente, como si estuviera sacando algún provecho de ella— aquí, nadie, ni siquiera yo mismo, usa seudónimos masculinos. ¡Mi nombre es María de Lourdes! 

      Di otra ojeada al diario, inclusive en el directorio. Sólo había nombres de mujer. 

      ¿No te parece que un nombre masculino da más crédito a las respuestas? Padre, marido, médico, sacerdote, patrón, sólo hay hombres diciendo lo que ellas tienen que hacer. Nathanael Lessa pega mejor que Elisa Gabriela. 

      Es eso justamente lo que no quiero. Aquí se sienten dueñas de su nariz, confían en nosotros, como si fuéramos comadres. Llevo veinticinco años en este negocio. No me vengas con teorías no comprobadas. Mujer está revolucionando la prensa brasileña, es un diario diferente que no da noticias viejas de la televisión de ayer. 

      Estaba tan irritado que no pregunté lo que Mujer se proponía. Tarde o temprano me lo diría. Yo sólo quería el empleo. 

      Mi primo, Machado Figueiredo, que también tiene veinticinco años de experiencia, en el Banco del Brasil, suele decir que está siempre abierto a teorías no comprobadas. Yo sabía que Mujer debía dinero al banco. Y sobre de la mesa de Peçanha había una carta de recomendación de mi primo. 

      Al oír el nombre de mi primo, Peçanha palideció. Dio un mordisco al puro para controlarse, después cerró la boca, pareciendo que iba a silbar, y sus gruesos labios temblaron como si tuviera un grano de pimienta en la lengua. En seguida abrió la boca y golpeó con la uña del pulgar sus dientes sucios de nicotina, mientras me miraba de manera que él debía considerar llena de significados. 

      Podía añadir Dr. a mi nombre: Dr. Nathanael Lessa. 

      ¡Rayos! Está bien, está bien, rezongó Peçanha entre dientes, empiezas hoy. 

      Fue así como pasé a formar parte del equipo de Mujer. 

      Mi mesa quedaba cerca de la mesa de Sandra Marina, que firmaba el horóscopo. Sandra era conocida también como Marlene Katia, al hacer entrevistas. Era un muchacho pálido, de largos y ralos bigotes, también conocido como João Albergaria Duval. Había salido hacía poco tiempo de la escuela de comunicaciones y vivía lamentándose, ¿por qué no estudié odontología?, ¿por qué? 

      Le pregunté si alguien traía las cartas de los lectores a mi mesa. Me dijo que hablara con Jacqueline, en expedición. Jacqueline era un negro grande de dientes muy blancos. 

      Queda mal que sea yo el único aquí dentro que no tiene nombre de mujer, van a pensar que soy maricón. ¿Las cartas? No hay ninguna carta. ¿Crees que la mujer de la clase C escribe cartas? Elisa inventaba todas. 

      Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Conseguí una beca de estudios para mi hija de diez años, en una escuela elegante de la zona sur. Todas sus compañeritas van al peluquero, por lo menos una vez a la semana. Nosotros no tenemos dinero para eso, mi marido es conductor de autobús de la línea Jacaré-Cajú, pero dice que va a trabajar horas extras para mandar a Tania Sandra, nuestra hijita, al peluquero. ¿No cree usted que los hijos se merecen todos los sacrificios? Madre Dedicada. Villa Kennedy. 

      Respuesta: Lave la cabeza de su hija con jabón de coco y colóquele papillotes. Queda igual que en el peluquero. De cualquier manera, su hija no nació para ser muñequita. Ni tampoco la hija de nadie. Coge el dinero de las horas extras y compra otra cosa más útil. Comida, por ejemplo. 

      Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Soy bajita, gordita y tímida. Siempre que voy al mercado, al almacén, a la abacería me dejan en la cola. Me engañan en el peso, en el cambio, los frijoles tienen bichos, la harina de maíz está mohosa, cosas así. Acostumbraba sufrir mucho, pero ahora estoy resignada. Dios los está mirando y en el Juicio Final van a pagarlo. Doméstica Resignada. Penha. 

      Respuesta: Dios no está mirando a nadie. Quien tiene que defenderte eres tú misma. Sugiero que grites, vocees a todo el mundo, que hagas escándalo. ¿No tienes ningún pariente en la policía? Bandido también sirve. Arréglate, gordita. 

      Apreciado Dr. Nathanael Lessa: Tengo veinticinco años, soy mecanógrafa y virgen. Encontré a ese muchacho que dice que me ama mucho. Trabaja en el Ministerio de Transportes y dice que quiere casarse conmigo, pero que primero quiere probar. ¿Qué te parece? Virgen Loca. Parada de Lucas. 

      Respuesta: Escucha esto, Virgen Loca, pregúntale al tipo lo que va a hacer si no le gusta la experiencia. Si dice que te planta, dáselo, porque es un hombre sincero. No eres grosella ni caldo de jilo para ser probada, pero hombres sinceros hay pocos, vale la pena intentar. Fe y adelante, firme. 

      Fui a almorzar. 

      A la vuelta Peçanha mandó llamarme. Tenía mi trabajo en la mano. 

      Hay algo aquí que no me gusta, dijo. 

      ¿Qué?, pregunté. 

      ¡Ah! ¡Dios mío!, qué idea la gente se hace de la clase C, exclamó Peçanha, balanceando la cabeza pensativamente, mientras miraba para el techo y ponía boca de silbido. Quienes gustan ser tratadas con palabrotas y puntapiés son las mujeres de la clase A. Acuérdate de aquel lord inglés que dijo que su éxito con las mujeres era porque trataba a las damas como putas y a las putas como damas. 

      Está bien. ¿Entonces cómo debo tratar a nuestras lectoras? 

      No me vengas con dialécticas. No quiero que las trates como putas. Olvida al lord inglés. Pon alegría, esperanza, tranquilidad y confianza en las cartas, eso es lo que quiero. 

      Dr. Nathanael Lessa. Mi marido murió y me dejó una pensión muy pequeña, pero lo que me preocupa es estar sola, a los cincuenta y cinco años de edad. Pobre, fea, vieja y viviendo lejos, tengo miedo de lo que me espera. Solitaria de Santa Cruz. 

      Respuesta: Graba esto en tu corazón, Solitaria de Santa Cruz: ni dinero, ni belleza, ni juventud, ni una buena dirección dan felicidad. ¿Cuántos jóvenes ricos y hermosos se matan o se pierden en los horrores del vicio? La felicidad está dentro de nosotros, en nuestros corazones. Si somos justos y buenos, encontraremos la felicidad. Sé buena, sé justa, ama al prójimo como a ti misma, sonríe al tesorero del INPS * cuando vayas a recibir tu pensión. 

      Al día siguiente Peçanha me llamó y me preguntó si podía también escribir la fotonovela. Producíamos nuestras propias fotonovelas, no es fumeti italiano traducido. Elige un nombre. 

      Elegí Clarice Simone, eran otros dos homenajes, pero no le dije eso a Peçanha. 

      El fotógrafo de las novelas vino a hablar conmigo. 

      Mi nombre es Mónica Tutsi, dijo, pero puedes llamarme Agnaldo. ¿Tienes la papa lista? 

      Papa era la novela. Le expliqué que acababa de recibir el encargo de Peçanha y que necesitaba por lo menos dos días para escribir. 

      ¿Días? Ja, ja, carcajeó, haciendo el ruido de un perro grande, ronco y domesticado, ladrándole al dueño. 

      ¿Dónde está la gracia?, pregunté. 

      Norma Virginia escribía la novela en quince minutos. Tenía una fórmula 

      Yo también tengo una fórmula. Ve a dar una vuelta y te apareces por aquí en quince minutos, que tendrás tu novela ista. 

      ¿Qué pensaba de mí ese fotógrafo idiota? Sólo porque yo había sido repórter policial no significaba que fuera una bestia. Si Norma Virginia, o como fuera su nombre, escribía una novela en quince minutos, yo también la escribiría. A fin de cuentas leí todos los trágicos griegos, los ibsens, los o’neals, los beckets, los chejovs, los shakespeares, las four hundred best television plays. Era sólo chupar una idea de aquí, otra de allá, y listo. 

      Un niño rico es robado por los gitanos y dado por muerto. El niño crece pensando que es un gitano auténtico. Un día encuentra una moza riquísima y los dos se enamoran. Ella vive en una rica mansión y tiene muchos automóviles. El gitanillo vive en un carromato. Las dos familias no quieren que ellos se casen. Surgen conflictos. Los millonarios mandan a la policía prender a los gitanos. Uno de los gitanos es muerto por la policía. Un primo rico de la muchacha es asesinado por los gitanos. Pero el amor de los dos jóvenes enamorados es superior a todas esas vicisitudes. Resuelven huir, romper con las familias. En la fuga encuentran un monje piadoso y sabio que sacramenta la unión de los dos en un antiguo, pintoresco y romántico convento en medio de un bosque florido. Los dos jóvenes se retiran a la cámara nupcial. Son hermosos, esbeltos, rubios de ojos azules. Se quitan la ropa. Oh, dice la muchacha, ¿qué es ese cordón de oro con medalla claveteada de brillantes que tienes en el pecho? ¡Ella tiene una medalla igual! ¡Son hermanos! ¡Tú eres mi hermano desaparecido!, grita la muchacha. Los dos se abrazan. (Atención, Mónica Tutsi: ¿qué tal un final ambiguo?, haciendo aparecer en la cara de los dos un éxtasis no fraternal, ¿eh? Puedo también cambiar el final y hacerlo más sofocliano: los dos descubren que son hermanos sólo después del hecho consumado; desesperada, la moza salta de la ventana del convento reventándose allá abajo.) 

      Me gustó tu historia, dijo Mónica Tutsi. 

      Un pellizco de Romeo y Julieta, una cucharadita de Edipo Rey, dije modestamente. 

      Pero no sirve para que yo la fotografíe. Tengo que hacer todo en dos horas. ¿Dónde voy a encontrar la rica mansión? ¿Los automóviles? ¿El convento pintoresco? ¿El bosque florido? 

      Ése es tú problema. 

      ¿Dónde voy a encontrar, continuó Mónica Tutsi, como si no me hubiera oído, los dos jóvenes rubios, esbeltos, de ojos azules? Nuestros artistas son todos medio tirando a mulatos. ¿Dónde voy a encontrar el carromato? Haz otra, muchacho. Vuelvo dentro de quince minutos. ¿Y qué es sofocliano? 

      Roberto y Betty son novios y van a casarse. Roberto, que es muy trabajador, economiza dinero para comprar un departamento y amueblarlo, con televisión a color, equipo musical, refrigerador, lavadora, enceradora, licuadora, batidora, lavaplatos, tostador, plancha eléctrica y secador de pelo. Betty también trabaja. Ambos son castos. El casamiento está fijado. Un amigo de Roberto, Tiago, le pregunta, ¿te vas a casar virgen?, necesitas ser iniciado en los misterios del sexo. Tiago, entonces, lleva a Roberto a casa de la Superputa Betatrón. (Atención, Mónica Tutsi, el nombre es un toque de ficción científica.) Cuando Roberto llega allí descubre que la Superputa es Betty, su noviecita. ¡Oh! ¡Cielos! ¡Sorpresa terrible! Alguien dirá, tal vez un portero, ¡Crecer es sufrir! Fin de la novela. 

      Una palabra vale mil fotografías, dijo Mónica Tutsi, estoy siempre en la parte podrida. De aquí a poco vuelvo. 

      Dr. Nathanael. Me gusta cocinar. Me gusta mucho también bordar y hacer crochet. Y más que nada me gusta ponerme un vestido largo de baile, pintar mis labios de carmesí, darme bastante colorete, ponerme rímel en los ojos. ¡Ah, qué sensación! Es una pena que tenga que quedarme encerrado en mi cuarto. Nadie sabe que me gusta hacer esas cosas. ¿Estoy equivocado? Pedro Redgrave. Tijuca. 

      Respuesta: ¿Equivocado, por qué? ¿Estás haciendo daño a alguien con eso? Ya tuve otro consultante que, como a ti, también le gustaba vestirse de mujer. Llevaba una vida normal, productiva y útil a la sociedad, tanto que llegó a ser obrero-supervisor. Viste tus vestidos largos, pinta tu boca de escarlata, pon color en tu vida. 

      Todas las cartas deben ser de mujeres, advirtió Peçanha. 

      Pero esa es verdadera, dije. 

      No creo. 

      Entregué la carta a Peçanha. La miró poniendo cara de policía examinando un billete groseramente falsificado. 

      ¿Crees que es una broma?, preguntó Peçanha. 

      Puede ser, dije. Y puede no ser. 

      Peçanha puso su cara reflexiva. Después: 

      Añade a tu carta una frase animadora, como por ejemplo, escribe siempre. 

      Me senté a la máquina. 

      Escribe siempre. Pedro, sé que éste no es tu nombre, pero no importa, escribe siempre, cuenta conmigo. Nathanael Lessa. 

      Coño, dijo Mónica Tutsi, fui a hacer tu dramón y me dijeron que está calcado de una película italiana. 

      Canallas, atajo de babosos, sólo porque fui repórter policial me están llamando plagiario. 

      Calma, Virginia. 

      ¿Virginia? Mi nombre es Clarice Simone, dije. ¿Qué cosa más idiota es esa de pensar que sólo las novias de los italianos son putas? Pues mira, ya conocí una novia de aquéllas realmente serias, era hasta hermana de la caridad, y fueron a ver, también era puta. 

      Está bien, muchacho, voy a fotografiar esa historia. ¿La Betatrón puede ser mulata? ¿Qué es Betatrón? 

      Tiene que ser rubia, pecosa. Betatrón es un aparato para la producción de electrones, dotado de gran potencial energético y alta velocidad, impulsado por la acción de un campo magnético que varía rápidamente, dije. 

      ¡Coño! Eso sí que es nombre de Puta, dijo Mónica Tutsi, con admiración, retirándose. 

      Comprensivo Nathanael Lessa. He usado gloriosamente mis vestidos largos. Y mi boca ha sido tan roja como la sangre de un tigre y el romper de la aurora. Estoy pensando en ponerme un vestido de satén e ir al Teatro Municipal. ¿Qué te parece? Y ahora voy a contarte una gran y maravillosa confidencia, pero quiero que guardes el mayor secreto de mi confesión. ¿Lo juras? Ah, no sé si decirlo o no decirlo. Toda mi vida he sufrido las mayores desilusiones por creer en los demás, Soy básicamente una persona que no perdió su inocencia. La perfidia, la estupidez, la falta de pudor, la bribonería, me dejaron muy impresionada. Oh, cómo me gustaría vivir aislada en un mundo utópico hecho de amor y bondad. Mi sensible Nathanael, déjame pensar. Dame tiempo. En la próxima carta contaré más, tal vez todo. Pedro Redgrave. 

      Respuesta: Pedro. Espero tu carta, con tus secretos, que prometo guardar en los arcanos inviolables de mi recóndita conciencia. Continúa así, enfrentando altanero la envidia y la insidiosa alevosía de los pobres de espíritu. Adorna tu cuerpo sediento de sensualidad, ejerciendo los desafíos de tu mente valerosa. 

      Peçanha preguntó: 

      ¿Esas cartas también son verdaderas? 

      Las de Pedro Redgrave sí. 

      Extraño, muy extraño, dijo Peçanha golpeando con las uñas en los dientes, ¿qué te parece? 

      No me parece nada, dije. 

      Parecía preocupado por algo. Hizo preguntas sobre la fotonovela, sin interesarse, sin embargo, por las respuestas. 

      ¿Qué tal la carta de la cieguita?, pregunté. 

      Peçanha cogió la carta de la cieguita y mi respuesta y leyó en voz alta: Querido Nathanael. No puedo leer lo que escribes. Mi abuelita adorada me lo lee. Pero no pienses que soy analfabeta. Lo que soy es cieguita. Mi querida abuelita me está escribiendo la carta, pero las palabras son mías. Quiero enviar unas palabras de consuelo a tus lectores, para que ellos, que sufren tanto con pequeñas desgracias, se miren en mi espejo. Soy ciega pero soy feliz, estoy en paz, con Dios y con mis semejantes. Felicidades para todos. Viva el Brasil y su pueblo. Cieguita Feliz. Carretera del Unicornio, Nova Iguacu. P. S. Olvidé decir que también soy paralítica. 

      Peçanha encendió un puro. Conmovedor, pero Carretera del Unicornio suena falso. Me parece mejor que pongas Carretera de Catavento, o algo así. Veamos ahora tu respuesta. Cieguita Feliz, enhorabuena por tu fuerza moral, por tu fe inquebrantable en la felicidad, en el bien, en el pueblo y en el Brasil. Las almas de aquéllos que desesperan en la adversidad deberían nutrirse con tu edificante ejemplo, un haz de luz en las noches de tormenta. 

      Peçanha me devolvió los papeles. Tienes futuro en la literatura. Esta es una gran escuela. Aprende, aprende, sé aplicado, no te desanimes, suda la camisa. 

      Me senté a la máquina. 

      Tesio, banquero, vecino de la Boca do Mato, en Lins de Vasconcelos, casado en segundas nupcias con Frederica, tiene un hijo, Hipólito, del primer matrimonio. Frederica se enamora de Hipólito. Tesio descubre el amor pecaminoso entre los dos. Frederica se ahorca en el mango del patio de la casa. Hipólito pide perdón al padre, huye de casa y vagabundea desesperado por las calles de la ciudad cruel hasta ser atropellado y muerto en la Avenida Brasil. 

      ¿Cuál es la salsa aquí?, preguntó Mónica Tutsi. 

      Eurípides, pecado y muerte. Voy a contarte una cosa: Yo conozco el alma humana y no necesito de ningún griego viejo para inspirarme. Para un hombre de mi inteligencia y sensibilidad basta sólo mirar en torno. Mírame bien a los ojos. ¿Has visto una persona más alerta, más despierta? 

      Mónica Tutsi me miró fijo a los ojos y dijo: 

      Creo que estás loco. 

      Continué: 

      Cito los clásicos sólo para mostrar mis conocimientos. Como fui repórter policial, si no lo hiciera no me respetarían los cretinos. Leí miles de libros. ¿Cuántos libros crees que ha leído Peçanha? 

      Ninguno. ¿La Frederica puede ser negra? 

      Buena idea. Pero Tesio e Hipólito tienen que ser blancos. 

      Nathanael. Yo amo, un amor prohibido, un amor vedad. Amo a otro hombre. Y él también me ama. Pero no podemos andar por la calle de la mano, como los demás, besarnos en los jardines y en los cines, como los demás, tumbarnos abrazados en la arena de las playas, como los demás, bailar en las boites, como los demás. No podemos casarnos, como los demás, y juntos enfrentar la vejez, la enfermedad y la muerte, como los demás. No tengo fuerzas para resistir y luchar. Es mejor morir. Adiós. Ésta es mi última carta. Manda decir una misa por mí. Pedro Redgrave. 

      Respuesta: ¿Qué es eso, Pedro? ¿Vas a desistir ahora que encontraste tu amor? Osear Wilde sufrió el demonio, fue desmoralizado, ridiculizado, humillado, procesado, condenado, pero aguantó la embestida. Si no puedes casarte, arrímate. Hagan testamento, uno a favor del otro. Defiéndanse. Usen la ley y el sistema en su beneficio. Sean, como los demás, egoístas, encubridores, implacables, intolerantes e hipócritas. Exploten. Expolien. Es legítima defensa. Pero, por favor, no hagan ninguna locura. 

      Mandé la carta y la respuesta a Peçanha. Las cartas sólo eran publicadas con su visto bueno. 

      Mónica Tutsi apareció con una muchacha. 

      Ésta es Mónica, dijo Mónica Tutsi. 

      Qué coincidencia, dije. 

      ¿Qué coincidencia, qué?, preguntó la muchacha Mónica. 

      Que tengan el mismo nombre, dije. 

      ¿Se llama Mónica?, preguntó Mónica apuntando al fotógrafo. 

      Mónica Tutsi. ¿Tú también eres Tutsi? 

      No. Mónica Amelia. 

      Mónica Amelia se quedó royendo una uña y mirando a Mónica Tutsi. 

      Tú me dijiste que tu nombre era Agnaldo, dijo ella. 

      Allá afuera soy Agnaldo. Aquí dentro soy Mónica Tutsi. 

      Mi nombre es Clarice Simone, dije. 

      Mónica Amelia nos observó atentamente, sin entender nada. Veía dos personas circunspectas, demasiado cansadas para bromas, desinteresadas del propio nombre. 

      Cuando me case mi hijo, o mi hija, va a llamarse Hei Psiu, dije. 

      ¿Es un nombre chino?, preguntó Mónica. 

      O bien Fiu Fiu, silbé. 

      Te estás volviendo nihilista, dijo Mónica Tutsi, retirándose con la otra Mónica. 

      Nathanael. ¿Sabes lo que es dos personas que se gustan? Éramos nosotros dos, María y yo. ¿Sabes lo que es dos personas perfectamente sincronizadas? Éramos nosotros dos, María y yo. Mi plato predilecto es arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. ¿Imaginas cuál era el de María? Arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. Mi piedra preciosa preferida es el Rubí. La de María, verás, era también el Rubí. Número de la suerte, el 7; color, el Azul; día, el Lunes; película, del Oeste; libro, El Principito; bebida, Cerveza; colchón, el Anatón; equipo, el Vasco da Gama; música, la Samba; pasatiempo, el Amor; todo igualito entre ella y yo, una maravilla. Lo que hacíamos en la cama, muchacho, no es para presumir, pero si fuera en el circo y cobráramos la entrada nos hacíamos ricos. En la cama ninguna pareja jamás fue alcanzada por tanta locura resplandeciente, fue capaz de performance tan hábil, imaginativa, original, pertinaz, esplendorosa y gratificante como la nuestra. Y repetíamos varias veces por día. Pero no era sólo eso lo que nos unía. Si te faltara una pierna continuaría amándote, me decía. Si tú fueras jorobada no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueras sordomudo continuaría amándote, decía ella. Si tú fueras bizca no dejaría de amarte, yo respondía. Si estuvieras barrigón y feo continuaría amándote, decía ella. Si estuvieras toda marcada de viruela no dejaría de amarte, yo respondía. Si fueras viejo e impotente continuaría amándote, decía ella. Y estábamos intercambiando estos juramentos cuando un deseo de ser verdadero me golpeó, hondo como una puñalada, y le pregunté, ¿y si no tuviera dientes, me amarías?, y ella respondió, si no tuvieras dientes continuaría amándote. Entonces me saqué la dentadura y la puse encima de la cama, con un gesto grave, religioso y metafísico. Quedamos los dos mirando la dentadura sobre la sábana, hasta que María se levantó, se puso un vestido y dijo, voy a comprar cigarros. Hasta hoy no ha vuelto. Nathanael, explícame qué fue lo que sucedió. ¿El amor acaba de repente? ¿Algunos dientes, miserables pedacitos de marfil, valen tanto? Odontos Silva. 

      Cuando iba a responder apareció Jacqueline y dijo que Peçanha me estaba llamando. 

      En la oficina de Peçanha había un hombre con gafas y patillas. 

      Éste es el Dr. Pontecorvo, que es…, ¿qué es usted realmente?, preguntó Peçanha. 

      Investigador motivacional, dijo Pontecorvo. Como iba diciendo, hacemos primero un acopio de las características del universo que estamos investigando. Por ejemplo: ¿quiénes son los lectores de Mujer? Vamos a suponer que es mujer y de la clase C. En nuestras investigaciones anteriores ya estudiamos todo sobre la mujer de la clase C, dónde compra sus alimentos, cuántas bragas tiene, a qué hora hace el amor, a qué horas ve la televisión, los programas de televisión que ve, en suma, un perfil completo. 

      ¿Cuántas bragas tiene?, preguntó Peçanha. 

      Tres, respondió Pontecorvo, sin vacilar. 

      ¿A qué hora hace el amor? 

      A las veintiuna treinta, respondió Pontecorvo con prontitud. 

      ¿Y cómo descubren ustedes todo eso? ¿Llaman a la puerta de doña Aurora, en el conjunto residencial del INPS, abre la puerta y ustedes le dicen a qué hora se echa su acostón? Escucha, amigo mío, estoy en este negocio hace veinticinco años y no necesito a nadie para que me diga cuál es el perfil de la mujer de la clase C. Lo sé por experiencia propia. Ellas compran mi diario, ¿entendiste? Tres bragas… Ja! 

      Usamos métodos científicos de investigación. Tenemos sociólogos, psicólogos, antropólogos, especialistas en estadísticas y matemáticos en nuestro staff, dijo Pontecorvo, imperturbable. 

      Todo para sacar dinero a los ingenuos, dijo Peçanha con no disimulado desprecio. 

      Además, antes de venir para acá, recogí algunas informaciones sobre su diario, que creo pueden ser de su interés, dijo Pontecorvo. 

      ¿Y cuánto cuesta?, preguntó Peçanha con sarcasmo. 

      Se la doy gratis, dijo Pontecorvo. El hombre parecía de hielo. Hicimos una miniinvestigación sobre sus lectores y, a pesar del tamaño reducido de la muestra, puedo asegurarle, sin sombra de duda, que la gran mayoría, la casi totalidad de sus lectores, está compuesta por hombres, de la clase B. 

      ¿Qué?, gritó Peçanha. 

      Eso mismo, hombres, de la clase B. 

      Primero, Peçanha se puso pálido. Después se fue poniendo rojo, y después violáceo, como si lo estuvieran estrangulando, la boca abierta, los ojos desorbitados, y se levantó de su silla y caminó tambaleante, los brazos abiertos, como un gorila loco en dirección a Pontecorvo. Una imagen impactante, incluso para un hombre de acero como Pontecorvo, incluso para un ex-repórter policial. Pontecorvo retrocedió ante el avance de Peçanha hasta que, con la espalda en la pared, dijo, intentando mantener la calma y compostura: Tal vez nuestros técnicos se hayan equivocado. 

      Peçanha, que estaba a un centímetro de Pontecorvo, tuvo un violento temblor y, al contrario de lo que yo esperaba, no se tiró sobre el otro como un perro rabioso. Agarró sus propios cabellos y comenzó a arrancárselos, mientras gritaba: farsantes, estafadores, ladrones, aprovechados, mentirosos, canallas. Pontecorvo, ágilmente, se escabulló en dirección a la puerta, mientras Peçanha corría tras él arrojándole los mechones de pelo que había arrancado de su propia cabeza. ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Clase B!, graznaba Peçanha, con aire alocado. 

      Después, ya totalmente sereno —creo que Pontecorvo huyó por las escaleras—, Peçanha, nuevamente sentado detrás de su escritorio, me dijo: Es a ese tipo de gente a la que el Brasil está entregado, manipuladores de estadísticas, falsificadores de informaciones, patrañeros con sus computadoras creando todos la Gran Mentira. Pero conmigo no podrán. Puse al hipócrita en su sitio, ¿o no? 

      Dije cualquier cosa, concordando. Peçanha sacó la caja de mata-ratas del cajón y me ofreció uno. Permanecimos fumando y conversando sobre la Gran Mentira. Después me dio la carta de Pedro Redgrave y mi respuesta, con su visto bueno, para que la llevara a composición. 

      En mitad del camino verifiqué que la carta de Pedro Redgrave no era la que yo le había enviado. El texto era otro: 

      Apreciado Nathanael, tu carta fue un bálsamo para mi corazón afligido. Me dio fuerzas para resistir. No haré ninguna locura, prometo que… 

      La carta terminaba ahí. Había sido interrumpida en la mitad. Extraño. No entendí. Había algo equivocado. 

      Fui a mi mesa, me senté y comencé a escribir la respuesta al Odontos Silva: 

      Quien no tiene dientes tampoco tiene dolor de dientes. Y como dijo el héroe de la conocida pieza Mucho ruido y pocas nueces, nunca hubo un filósofo que pudiera aguantar con paciencia un dolor de dientes. Además de eso, los dientes son también instrumentos de venganza, como dice el Deuteronomio: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Los dientes son despreciados por los dictadores. ¿Recuerdas lo que dijo Hitler a Mussolini sobre un nuevo encuentro con Franco?: Prefiero arrancarme cuatro dientes. Temes estar en la situación del héroe de aquella obra Todo está bien si al final nadie se equivoca, sin dientes, sin gusto, sin todo. Consejo: ponte los dientes nuevamente y muerde. Si la dentellada no fuera buena, da puñetazos y puntapiés. 

      Estaba en la mitad de la carta del Odontos Silva cuando comprendí todo. Peçanha era Pedro Redgrave. En vez de devolverme la carta en que Pedro me pedía que mandara rezar una misa y que yo le había entregado junto con mi respuesta hablando sobre Oscar Wilde, Peçanha me entregó una nueva carta, inacabada, ciertamente por equivocación, y que debía de llegar a mis manos por correo. 

      Cogí la carta de Pedro Redgrave y fui a la oficina de Peçanha. 

      ¿Puedo entrar?, pregunté. 

      ¿Qué hay? Entra, dijo Peçanha. 

      Le entregué la carta de Pedro Redgrave. Peçanha leyó la carta y advirtiendo el equívoco que había cometido, palideció, como era su natural. Nervioso, revolvió los papeles de su mesa. 

      Todo era una broma, dijo después, intentando encender un puro. ¿Estás disgustado? 

      En serio o en broma, me da lo mismo, dije. 

      Mi vida da para una novela…, dijo Peçanha. Esto queda entre nosotros, ¿de acuerdo? 

      Yo no sabía bien lo que él quería que quedara entre nosotros, que su vida daba para una novela o que él era Pedro Redgrave. Pero respondí: 

      Claro, sólo entre nosotros. 

      Gracias, dijo Peçanha. Y dio un suspiro que cortaría el corazón de cualquiera que no fuera un ex-repórter policial.



      Rubem Fonseca
      Feliz año nuevo, 1975



      Rubem Fonseca / Abril, en Rio, 1970

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      Rubem Fonseca 

      ABRIL, 

      EN RIO, 1970 

      BIOGRAFÍA

      Todo empezó cuando el tipo que se sentó cerca de mí en el pasto dijo, mirá lo que es la escupida de Gerson. En el momento no le di importancia, me había costado un huevo llegar hasta allá, pero mi cabeza estaba en el partido del domingo y yo no relacionaba las cosas unas con otras. Al partido del domingo iba a ir Jair da Rosa Pinto, técnico del Madureira, que ya fue crack de la selección, y una cosa aquí dentro me decía, Zé, va a ser la oportunidad de tu vida. Yo le dije a mi chica, que era dactilógrafa de la empresa, no sigo de cadete ni un mes más, también le dije que Jair da Rosa Pinto me iba a ver el domingo, pero las mujeres son bichos raros, ni me dio bola. Suéltame, déjame que te cuente.


      Me levanté de la cama, le expliqué, pucha, si juego bien y Jair da Rosa Pinto me lleva al Madureira, estoy hecho, nadie me para, pero él la me tiró de nuevo a la cama y fue aquella locura, mi chica es un fuego. El tipo se llamaba Braguinha. Mirá la escupida de Gerson, dijo, en el segundo tiempo del entrenamiento. Braguinha había llegado en el entretiempo, todo el mundo lo conocía; decían, ¿eh Braguinha, qué te parece? y él respondía, ¡vamos a reventar a los gringos!. Yo meneaba la cabeza y le sonreía asintiendo. Estaba queriendo hacerme amigo, yo era un colado y no quería que me echaran, mirándome nomás los tipos se daban cuenta de que mi lugar era otro, ni como reportero podía pasar.

      Me quedé observando a Gerson. El jugador de fútbol vive escupiendo. Pasó cerca, dio uno de esos tiros de treinta metros y escupió. ¿Viste? Limpio, transparente, cristalino. ¿Sabes lo que es eso?, preguntó Braguinha. Me quedé en la duda, ¿estaría cargando a Gerson? Por ahí está lleno de flacos que no se lo bancan, ¿qué iba a decir? Me quedé callado, asentí con la cabeza y el mismo Braguinha respondió, preparación física, pibe, preparación física, para escupir así el tipo tiene que estar diez puntos. Vamos a reventar a los gringos.

      Braguinha me contó que ellos entrenaban todos los días y que no veían a mujeres, ni siquiera a las propias; nada de ir a lo de Rose, Jairzinho no pone ni el pie en la Mangueira, Paulo César ni pasa por la puerta del Lebató, los tipos están haciendo las cosas en serio. Mujer, ni siquiera la madre. Yo ya había oído hablar de esa historia de que las mujeres acaban con un tipo y nunca la creí, pero aquel día, no sé por qué, empecé a pensar que la cosa era así y le pregunté a Braguinha, ¿usted es médico? y él respondió, no, no soy médico pero estoy en la cosa, ya vi arruinarse la carrera de pibes de 18 años por culpa de una mujer. Pucha, 18 años es mi edad. Ves la escupida de Tostao, está medio jodido, ese problema en el ojo, estuvo parado seis meses, mira nomás la escupida de él. Tostao pasó cerca y escupió una bolita de goma blanca. Parece merengue, dijo Braguinha, él está en un treinta por ciento, pero cuando esté a punto va a escupir un chorrito de agua filtrada igual al zurdito de oro. Era así como lo llamaban a Gerson. Cuando el entrenamiento terminó los cogotudos rodearon a los jugadores. Era un lugar bacán, para jugar polo, ese juego que el tipo monta en un caballo y se la pasa dando tacazos a una pelotita. Tenía un césped que nunca terminaba y unas mujeres diferentes de la Nely, mi chica. No digo que Nely sea para tirar a la basura, pero aquellas mujeres eran diferentes, creo que eran las ropas, la manera de hablar, de caminar, hasta me olvidé de los jugadores, nunca había visto mujeres iguales. Creo que ellas no andaban por las calles de la ciudad, andaban a caballo ahí, escondidas, sólo los bacanes las veían. Eso sí que era vida, me quedé mirando la piscina, el césped, los mozos llevando bebidas y bocaditos de acá para allá, todo tranquilo, todo limpito, todo lindo. No eran las ropas, era el cabello, el olor, esa era la diferencia entre Nely y las chicas que andaban a caballo, pensé mientras iba por la ruta haciendo ejercicio, corriendo hasta la parada del colectivo de Rocinha; era el cabello y el olor, y las ropas, la pucha, quería tener una mujer así, pero para que un tipo pudiera tener una mujer de aquellas, tenía que ser como mínimo de la selección. Yo tenía que comerme la pelota el domingo, del Madureira a la selección, pelota para Zezinho, y ¡goool! La multitud gritaba dentro de mi cabeza.

      Nely vivía en un departamento de dos ambientes en la playa de Botafogo, con una compañera que sabía de nuestro asunto, una chica medio jorobada que se llamaba Margarida, muy buenita; cuando yo iba a dormir con la Nely, ella se iba a dormir al living, se acostaba en el sofá y fingía no oír los gemidos que provenían del dormitorio. Ya no te gusto más, dijo Nely, hago unos fideos, comés y ahora querés tomártelas diciendo que te vas a casa a dormir. ¿Qué historia es esa? ¿Crees que soy boba? No le quería decir que estaba pensando en la escupida de Gerson, pensando en el partido del domingo, y le dije que no me estoy sintiendo bien, creo que estoy enfermo, ni sé si voy a poder jugar mañana.

      ¿No te estás sintiendo bien, gritó Nely, y te comiste dos kilos de fideos? ¿Vos pensás que soy idiota? Creo que fueron los fideos, me llenaron demasiado. ¿Te llenaron demasiado? Tonto, ¿entonces por qué estás comiendo ese pan?, preguntó Nely. Yo ni me había dado cuenta que estaba comiendo pan, estaba realmente con la cabeza en otro lugar. Nely la miró a Margarida que había cenado con nosotros, y le preguntó, ¿Margarida, vos pensás que alguien puede creer en lo que está diciendo? No sé, dijo Margarida, saliendo apurada de la mesa. Vos te vas a encontrar con otra mujer, dijo Nely. Su cara huesuda, sus labios gruesos me fueron dando ganas, me quedé en esa disyuntiva, hasta di un paso para acercarme a ella, pero pensé en la escupida de Gerson, el chorro transparente entre los dientes, y dije, me gustás, querida, pero a ver si me entendés, hoy no, a ver si me entendés, hoy no, mañana en la noche, te juro por mi madre que no voy a encontrarme con ninguna mujer. ¡Si no tenés madre!, gritó Nely, haciendo pedazos un plato en el piso.

      Era verdad, yo no tenía madre, no conocí a mi madre, pero sólo juraba por la madre y Nely lo sabía. Era una costumbre.

      Te voy a decir la verdad, no estoy enfermo, pero mañana Jair da Rosa Pinto, del Madureira, va ver el partido, si juego bien, me lleva para hacer una prueba, tengo que estar en forma, a ver si entendés, dije.

      ¡Mentiroso, te vas a encontrar con otra mujer!

      No, te lo juro por mí… palabra de honor, un tipo me dijo ayer, un tipo que está en la cosa, que el atleta no puede andar con mujeres la víspera del partido. Tuve ganas de decir más, con una igual a vos entonces ni que hablar, vos me dejas de cama, toda la noche, sin parar, pero tuve miedo de que rompiese otro plato en mi cabeza. Fui yendo en dirección a la puerta, Nely me abrazó, me desprendí del abrazo, no puedo, hoy no puedo, mañana a la noche vengo.

      Si te vas, no hace falta que vuelvas nunca más, exclamó Nely enfurecida. Cuando me vio abrir la puerta de calle gritó, ¡anda, mentiroso, flojo, debilucho, ignorante, don nadie!

      Me fui, disgustado. Llegué a la pensión, me acosté, me quedé un montón de tiempo enrollado con la discusión que había tenido con ella. No me molestaba que me llamasen mentiroso, ni flojo, las pelotas, después de todo lo que hice con ella era gracioso que me llamase flojo, dudo que consiguiese otro con más disposición que yo, pero que me dijera ignorante, don nadie, eso dolió. Sólo porque fuera dactilógrafa y tuviera el secundario no tenía derecho a decir eso de mí, y o era huérfano, mi mamá murió cuando yo nací, mi papá era pobre, se murió poco tiempo después, dejándome en la mala, sólo podía terminar como cadete, ignorante, don nadie. ¿Qué quería que fuese? Mi tristeza sólo se fue cuando me acordé que Clodoaldo también era huérfano y debe haber pasado por las mismas cosas que pasé yo.

      Me quedé un montón de tiempo despierto, sin poder imaginarme cosas lindas, pensando en la oportunidad, pero sin lograr imaginarme la cosa pasando, las jugadas sensacionales, la gente gritando el gol. Si me llamaran, yo entrenaba en cualquier equipo, de Río, Belo Horizonte, aceptaba el interior de Sao Paulo, Bahía, cualquier lugar; quería una oportunidad. La única vez que entrené en un equipo profesional fue en Sao Cristovâo, en un día de lluvia, la cancha estaba hecha un barrial. ¿Dónde se vio un volante defensivo que rindiera en el barro? Jugué diez minutos, diez minutos, había un montón de flacos esperando su turno en la cola, nada más que para el medio campo, todos con la misma angustia que yo. Después del entrenamiento le pregunté al hombre si quería que volviese y él dijo con toda calma, no gracias, sin importarle mi sufrimiento, cagándose en mí.

      Me pasé la mañana del domingo en la cama. Almorcé a las 11, bife, arroz, ensalada de lechuga y tomate, igual que la selección en día de partido. Sólo faltaban los champignones. Puse el uniforme en un bolso de plástico, botines, pantalón blanco, camisa azul, medias blancas, tomé el colectivo, salté en la Estación Central, tomé el tren.

      Don Tiâo, nuestro técnico, ya estaba en la cancha. También había un montón de personas esperando que empezara el partido. Fui al vestuario a cambiarme de ropa. Don Tiâo nos reunió para decirnos como quería que jugase el equipo. Pregunté, ¿ya llegó Jair da Rosa Pinto, del Madureira? Don Tiâo respondió, ¿el Yaya de la Barra Mansa? no sé, no lo vi. Mira, cuando vos vayas, Tiago se queda, Gabiru viene a buscar el juego, ayudar en el medio campo. Otra cosa, cuidado con el artillero de ellos, un tal Jeová. Si es necesario, denle duro. Cuando salimos del vestuario la cancha estaba toda cercada de gente, de pie, porque tribuna no había. Traté de ver a Jair da Rosa Pinto, no pude, debía estar por ahí, observándome. Sentí un frío en el estómago. Empecé a saltar, calentando el cuerpo, sintiendo el cuerpo, sintiendo los músculos debajo de la piel, salté, el frío en el estómago se fue, que cosa linda sentir los músculos debajo de la piel. Ellos ganaron el sorteo, eligieron el campo. Pirulito puso en juego la pelota, tocándola para atrás para mí, la enganché de curva para Gabiru en la punta, pero la pelota fue al pie del adversario. Corrí para ver si recuperaba la jugada. Mientras hacían rodeos sobre mí pensaba, mierda, empecé mal, ahora estoy como un bobo en la cancha, ni sé lo que estoy haciendo. 

      El primer tiempo fue de amargar. Empecé a darle duro a Jeová. Después de que pasó dos veces por mí decidí apelar, iba derecho a su pie de apoyo. Me estaba poniendo nervioso, le grité a Tiâo, a ver si retrocedes también, mierda. El tipo sólo quería quedarse en el medio campo, jugando de armador, mientras que nosotros nos jodiamos allá atrás. Un minuto antes del entretiempo le di otro palo a Jeová. El se levantó, me miró y dijo, ¿qué pasa, loco? Los dos escupimos al mismo tiempo, mi escupida salió finita, pero la de él, hijo de puta, salió todavía más fina. Yo escupí carraspeando y soplando la saliva con fuerza para afuera, mientras que él, pibe canchero, ni siquiera abrió la boca, con un ruidito de pedo la saliva brotó de sus labios cerrados. 

      En el vestuario Don Tiâo me dijo, Zé tenés que esforzarte más en los pases. Yo dije, yo me encargo. De repente di un suspiro, estaba sintiendo una cosa rara. Dije desanimado, ¿no sería bueno que nos cambiemos de vez en cuando con Tiago? Don Tiâo se rascó la cabeza, no sé, me parece mejor que sigas plantado en la entrada del área, la táctica que funciona no se cambia.

      Puse una toalla sobre el banco y me acosté. No quise pensar en nada, no tenía ganas de imaginar las cosas buenas que todavía iban a pasar, un día. Me quedé callado. Sólo abrí la boca para preguntar, ¿alguien vio a Jair da Rosa Pinto por ahí? Nadie lo había visto. El sol seguía fuerte en el segundo tiempo. De salida, el puntero izquierdo de ellos fue hasta la línea de fondo, levantó al centro, Jeová saltó más que todo el mundo, dio un cabezazo tan fuerte que nuestro arquero ni siquiera vio por donde dónde entró la pelota. Jeová salió dando puñetazos en el aire, de la forma que inventó Pelé. Vamos a dar vuelta el resultado, muchachos, dije a mis compañeros, poniéndome la pelota debajo del brazo y corriendo para el medio campo, para dar la salida, igual que Didí en el final del mundial del sesenta y dos. No lo dimos vuelta. Fueron ellos los que hicieron otros goles, hicieron dos tiros de taquito, dominaron durante todo el segundo tiempo. De tanto correr quedé hecho pomada, la boca seca, no me atrevía a escupir para ver la bola de merengue.

      Cuando terminó el partido, todavía en la cancha, Don Tiâo me dijo, la cabeza alta, Zé, le pasa a todo el mundo, hay días en que todo sale mal, es así, qué se le va a hacer. Yo estaba tan empelotado que sólo en ese momento me di cuenta que mi juego había sido una mierda, no había hecho otra cosa que correr dentro de la cancha como un imbécil. Vi, de espaldas, a Jeová conversando con un tipo. No podía ver quién era. Pensé, capaz que es Jair da Rosa Pinto, invitándolo para entrenar en el Madureira. Me sentí tan infeliz que no me atreví a mirar, a saber si era o no era. Corrí al vestuario.

      Fui el último en salir. Empezaba a oscurecer. En la sombra de la tarde la cancha parecía todavía más fea. Yo estaba solo, todos se habían ido. Empecé a caminar, pasé por una montaña de basura, tuve ganas de tirar ahí mi uniforme. Pero no lo tiré. Apreté el bolso contra el pecho, sentí los tapones de los botines y me fui caminando así, lentamente, sin querer volver, sin saber adónde ir.


      Rubem Fonseca
      Feliz año nuevo, 1975




      Rubem Fonseca / Echando a perder

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      Rubem Fonseca 

      ECHANDO 

      A PERDER 


      Estaba medio jodido sin conseguir empleo y afligido por vivir a costas de Mariazinha, que era costurera y defendía una lana escasa que mal daba para ella y la hija. De noche ni tenía ya gracia en la cama, preguntándome, ¿conseguiste algo?, ¿tuviste más suerte hoy?, y yo lamentándome que nadie quería emplear a un tipo con mal expediente; sólo un malandrín como el Porquinho que estaba queriendo que yo fuera a recogerle un estraperlo en Bolivia, pero en ese negocio yo podía entrar bien, sólo que si me cogían de nuevo me echaba unos veinte años. Y el Porquinho respondía, si prefieres seguir chuleando a la costurera, es problema tuyo. El hijo de puta no sabía cómo era allá adentro, sin haber entrado nunca al bote; fueron cinco años y cuando yo pensaba en ellos parecía que no había hecho otra cosa en toda mi vida, desde muchachito, sino estar encerrado en la cárcel, y pensando en eso fue como dejé al Porquinho rebajarme frente a dos comemierdas, muriendo de odio y vergüenza. Y ese mismo día, para mal de mis pecados, cuando llegó a casa la Mariazinha me dice que quiere hablar seriamente conmigo, que la niña necesitaba un padre y que yo no aparecía por la casa, y la vida estaba mal y difícil, y que me pedía permiso para buscarse otro hombre, un trabajador que la ayudara. Yo pasaba los días fuera, con vergüenza de verla sudando sin parar sobre la máquina de coser y yo sin dinero y sin trabajo, y me dieron ganas de romperle la cara a aquella hija de puta, pero ella tenía razón y dije, tienes razón, y preguntó si no le iba a pegar y dije que no, y dijo si quería que hiciera alguna cosa para que comiera y dije que no, que no tenía hambre, y me había quedado realmente sin hambre, a pesar de haber pasado todo el día sin oler un plato.
      Comencé a buscar trabajo, aceptando lo que diera y viera, menos complicaciones con los del orden, pero no estaba fácil. Fui al mercado, fui a los bancos de sangre, fui a esos lugares que siempre dan para levantar algo, fui de puerta en puerta ofreciéndome de limpiador, pero todo el mundo estaba escamado pidiendo referencias, y referencias yo sólo tenía del director del presidio. La situación estaba negra y yo perdiendo casi la cabeza, cuando me encontré con un compadre mío que había sido gorila conmigo en una boite de Copacabana y dijo que conocía a un pinta que estaba necesitando un tipo como yo, bragado y decidido. Callé que había estado en la cárcel, dije que había vivido trapicheando en São Paulo y ahora mestaba de vuelta y él dijo, voy a llevarte allí ahora. Llegamos a la boite y mi compa me presentó al dueño, que preguntó, ¿has trabajado en esto? Respondí que sí y él preguntó si conocía gente de la policía y le dije que sí, sólo que yo de un lado y ellos del otro, pero eso no se lo dije, y el dueño habló, no quiero blanduras, esta zona es brava, y yo dije, déjame a mí, ¿cuándo empiezo?, y él respondió, hoy mismo; maricón loco, negro y traficante no entran, ¿entendiste?
      Fui corriendo para casa a dar la buena noticia a Mariazinha y ella no me dejó ni hablar, en seguida me fue diciendo que había encontrado un hombre, un sujeto decente y trabajador, carpintero de la tienda de un judío de la calle del Catete, y quería casarse con ella. Puta mierda. Sentí un vacío por dentro, y Mariazinha dijo, pues claro, con tu pasado nunca vas a encontrar trabajo, habiendo estado tanto tiempo preso, y el Hermenegildo es muy bueno y siguió hablando bien del hombre que había encontrado; oí todo y no sé por qué, creo que por consideración a Mariazinha, no le dije que al fin había encontrado empleo, la pobre ya debía estar harta de mí. Dije sólo que quería tener una charla con el tal Hermenegildo y me pidió que no, por favor, tiene miedo de ti porque estuviste en la cárcel, y respondí, ¿miedo?, coño, lo que debía de tener es pena, dame la dirección del tipo.
      Trabajaba en una tienda de muebles y cuando llegué allí estaba esperándome con dos colegas más y vi que todos estaban asustados, con porras de madera cerca de la mano y yo dije, manda tus colegas fuera, vine a conversar en paz, y los tipos salieron y él me contó que era cearense y que quería casarse con una mujer honesta y trabajadora, siendo él también honesto y trabajador, que le gustaba Mariazinha y él a ella. Fuimos al tugurio, después de que le pidió permiso al Isaac, y tomamos una cerveza y allí está otro hijo de puta al que yo debía de matar a golpes, pero lo que estaba haciendo era entregarle a mi mujer, puta madre.
      Volví a casa de Mariazinha. Había hecho un envoltorio con mis cosas, no era un envoltorio grande, lo coloqué bajo el brazo, Mariazinha estaba con el pelo recogido y con un vestido que me gustaba y me dolió el corazón cuando apreté su mano, pero sólo dije adiós.
      Anduve por la ciudad con el envoltorio bajo el brazo, haciendo tiempo, y después fui para la boite. El dueño me buscó un traje oscuro y una corbata y me mandó que me quedara en la puerta. Estaba allí recostado para cansarme menos cuando llegó un mariconazo vestido de mujer, peluca, joyas, carmín, senos postizos, todos los perifollos, y dije, no puede entrar, señora. ¿Señora?, no seas bestia, gentuza, dijo, torciendo la boca con desprecio. Pues no entra, olvídelo, dije, permaneciendo en la puerta. ¿Sabes  con quién estás hablando?, preguntó el maricón. Dije, no señora y no me interesa, puede ser hasta la madre del año que no entra. Creo que en medio de esta plática alguien fue a llamar al dueño, pues apareció en la puerta y le habló al puto, disculpe, el portero no le reconoció, disculpe, tenga la bondad de entrar, todo fue una equivocación, y todo mesurado invitó a entrar al maricón y lo fue acompañando hasta adentro. Después volvió y dijo, con cara de pocos amigos, que había impedido la entrada a un tipo importante. Para mí, travestí es travestí y quien mandó que les impidiera entrar fue usted mismo, dije. Carajo, dijo el dueño, ¿en qué lugar aprendiste el oficio? ¿Pero es que no sabes que existen maricones en las altas esferas y que no se les impide el paso?; mira a ver si usas un poco de inteligencia, no por ser gorila de un club tienes que ser tan burro. Vamos a ver si entendí, dije, picado porque había llamado a aquel cagajón señor mientras él me había llamado burro, vamos a ver si entendí bien, yo impido pasar a todos los invertidos menos a aquéllos que son sus amiguitos, pero el problema es saber quiénes son sus compinches, ¿no es verdad? Y finalmente, ¿por qué no dejar a los invertidos, los que no son importantes, entrar?, también son hijos de Dios, y otra cosa, las personas que tienen rabia a los maricones, lo que tienen en verdad es miedo de pasarse a la acera de enfrente. El dueño me miró con coraje y susto y graznó entre dientes, después hablamos. Vi en seguida que el canalla iba a echarme al final de la jornada y me iba a quedar de nuevo en la calle de la amargura. Puta madre.
      Fue entrando gente, aquello era una mina, el mundo estaba lleno de idiotas que se tragaban cualquier porquería siempre que el precio fuera caro. Pero aquellos tipos, para tener aquella lana, tenían que estar pisando a alguien, ya verán aquí al imbécil jodido, a sus órdenes, gracias.
      Debían de ser las tres y allá adentro todas las mesas estaban ocupadas, la pista llena de gente bailando, la música estridente, cuando el camarero llegó a la puerta y dijo, el patrón está llamando. El patrón es un carajo, dije, pero fui tras el camarero. El dueño de la casa estaba en el bar y dijo apuntando a una de las mesas, aquel sujeto se está portando de manera inconveniente, échalo. De lejos identifiqué al tipejo, uno de ésos que de vez en cuando le da por hacerse el macho desesperado indomable, pero no pasa de ser un baboso queriendo impresionar a las niñas y allí estaba ella, la niña, agarrada al brazo del hombrón y él fingiendo la furia sanguinaria, tirando una que otra silla al suelo. Yo me como a esos tipos. Ya había puesto fuera a  un montón, en la época de gorila, basta cogerlos por la ropa, ni hace falta mucha fuerza, que ellos van saliendo en seguida, hablan alto, protestan, amenazan, pero no dan ningún trabajo, no son nada, es lo único que hacen, y al día siguiente le cuentan a los amigos que cerraron la boite y que no me rompieron la cabeza únicamente porque la chica no los dejó. Entonces me acordé del dueño de la casa, me pondría realmente a la calle, puta madre, estaba cansado de que abusaran de mí, y allí delante estaba aquella pagoda china, llena de brillos y espejos, para ser destrozada, ¿iba a dejar pasar la oportunidad? Le dije al bestia, sólo para irritar, ¿está nerviocito?, tú y tu puta de al lado se me van largando ya. ¿Y qué tal que el idiota se arrugó y fue saliendo mansamente? Pero mi suerte quería que me encontrara con tres tipos grandulones, encarándome, locos por desgraciarme, y al momento le dije al más feo, ¿qué me ves?, ¿quieres llevarte un madrazo? Para poder forzarlos a decidirse le di un madrazo mero en medio de los cuernos a la mujer que estaba con ellos. Entonces ocurrió la cagada, estalló el desorden como un trueno, de repente había diez tipos peleando, el negro que llevaba las sobras también daba y entraba en el conflicto, corrí hacia adentro del bar y no sobró una botella, las lámparas se fueron al carajo, la luz se apagó, un huracán tremendo que cuando acabó sólo dejó en pie las paredes de ladrillo. Después que la policía llegó y se marchó, le dije al dueño de la casa, vas a pagarme el hospital y el dentista también, creo que perdí tres dientes en este rollo, me reventé para defender tu casa, merezco una lana de gratificación que, pensándolo bien, la quiero ahora mismo. Ahora. El dueño de la casa estaba sentado, se levantó, fue a la caja, cogió un paquete de dinero y me lo dio. Cogí mi envoltorio y me fui. Puta madre.

      Rubem Fonseca

      Feliz año nuevo, 1975



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