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Para Isabel / Tabucchi o cuando póstumo no significa menor

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Tabucchi o cuando póstumo no significa menor

'Para Isabel' fue escrita dos años después de 'Sostiene Pereira' y permaneció inexplicablemente inédita hasta hoy.



    El escritor Antonio Tabucchi. / TEJEDERAS
    A ver quién es el guapo que cuando se habla de novela póstuma piensa en una obra maestra; a ver quién piensa con un lirio en la mano que novela póstuma no es sinónimo de borrador extraviado, de manuscrito repudiado y descubierto en aquel anaquel cercano al abigarrado escritorio del genio creador, de resto de serie, de merma narrativa, de residuo con el que prolongar la gloria literaria que la muerte ha arrebatado, de efecto placebo o de añagaza demarketing,de testamento traicionado.
    Para Isabel es una novela inédita póstuma de Tabucchi (1943-2012), pero no un inesperado vestigio de su talento sino una prueba esencial de este, una obra maestra pergeñada con la parsimonia con la que rumia el buey Apis, a un tiempo fértil y funerario, y terminada de escribir en 1996, en plena hegemonía artística y ebullición mediática, dos años después de publicar su ya legendaria Sostiene Pereira. Por qué no quiso publicarla entonces es cuestión que ni su viuda ni su editor en lengua original alcanzan a revelar en el breve posliminarque cierra el volumen. Tal vez, como el lector, ignoran el motivo y piensan que Tabucchi creyó que publicar Para Isabel sería como caer en la tentación de publicar su obra completa antes siquiera de haberla escrito, pues esta historia de búsquedas vagamente detectivescas es una historia de búsquedas decididamente personales que contiene su universo literario entero. Y sí, hubo un tiempo, antes de las redes sociales, en que asustaba la exhibición de la privacidad.
    Como buen viajero que fue de los paisajes del alma, su último libro en vida fue Viajes y otros viajes. De la Toscana a su adorada Lisboa, en la que este extraño thriller póstumo sitúa también su trama de pesquisas emocionales entre carceleros y carniceros, visionarios santones y fotógrafos engreídos. De la Riviera a la India exótica, evocada aquí por los círculos de la mandala que quiere ser Para Isabel y que van estrechándose a lo largo de la novela hasta tratar de contemplar con claridad a esa enigmática Isabel que el narrador persigue por mandato del autor, y de la que el lector se despide viéndola agitar una bufanda blanca y diciéndole adiós. Hay aquí recuerdos poscoloniales de la idiosincrasia de la colonia conviviendo con una enceguecida y decadente metrópoli, la Lisboa de los años sesenta vista con los ojos de homme révolté de Tadeus, un Pereira veinticinco años más maduro. Para Isabel comparte conRéquiem (1992) precisamente a Tadeus Waclaw, convertido en el detective metafísico de esta novela póstuma, y también la presencia constante de la ausencia de personajes que desaparecen como esta rebelde Isabel. Con Se está haciendo cada vez más tarde (2001) comparte la galería de personajes y la fragmentación.

    Por qué no quiso publicarla entonces es cuestión que ni su viuda ni su editor en lengua original alcanzan a revelar
    Para Isabel es un retrato caleidoscópico de la huidiza y revolucionaria protagonista. Otra autobiografía ajena y cubista de Tabucchi. Su amiga Mónica la evoca en el primer capítulo recordando los cálidos veranos de la infancia, que a algún lector lo llevará a El jardín de los Finzi-Contini, de Bassani. Tío Tom rememora para Tadeus Tabucchi, el narrador autorial que pretende transmutar el hierro de ficción de la protagonista en el oro empírico de una mujer de carne y hueso —obsesionado como Modiano en rescatar nombres del olvido para insuflarles vida—, una Isabel militante comunista bajo la dictadura de Salazar que no desentonaría en un relato de Pavese entre el compromiso político y el júbilo de vivir; Xavier, su personaje del Nocturno hindú (1984), recorre el capítulo octavo.
    La novela es también un epítome de la obra de Tabucchi, un relato de viajes exóticos e identidades en ciernes o todavía abstrusas; un limbo onírico e irónico que se pretende empírico; un catálogo de "obsesiones privadas, añoranzas personales y fantasías incongruentes", como dice el autor en la 'Justificación en forma de nota' que ejerce de proemio, y asimismo de ensueños y de recuerdos que cruzan como contrabandistas la frontera de la realidad, como está de Dios en un novelista que escribe desde la penumbra existencial porque necesita que su escritura arroje luz. Tal vez por esoPara Isabel es también un ejercicio ciertamente original de reflexión acerca del oficio de inventar ficciones, de gestar personajes que alcanzan en ocasiones a convertirse en heterónimos, acerca del hecho de escribir, de su trascendencia. Tadeus dice: "Me puse a escribir antes de reflexionar sobre lo que era de verdad la escritura, tal vez si la hubiera entendido antes no habría llegado a escribir nunca". Pero es Tabucchi el que habla.

    Es un retrato caleidoscópico de la huidiza y revolucionaria protagonista. Otra autobiografía ajena y cubista de Tabucchi
    Y es una novela exquisita que engarza eslabones de un collar que el autor quisiera poder ponerle a Isabel al final, un relato felizmente incongruente concebido con mimo y, por encima de todo, un emocionante y titánico esfuerzo por dotar de vida a Isabel, su personaje de ficción, una metalepsis encubierta por la que Tabucchi aspira a encontrarse en el mismo nivel ontológico con su personaje Isabel. El autor pide un encuentro real con su personaje en una Lisboa lluviosa con trasfondo político y cierta nostalgia de viajes pasados y de un futuro ya delusorio. Isabel y Antonio hablando del perpetuo noviazgo entre el arte y la fantasía con jazz de fondo y un cuadro de Chagall colgado en la pared del café. Alquimia literaria. La seducción de los recuerdos inventados y las realidades falsas. Para el lector, una dádiva póstuma de don Antonio.
    Para Isabel. Una mandala. Antonio Tabucchi. Traducción de Carlos Gumpert. Anagrama. Barcelona, 2014. 156 páginas. 14,90 euros




    Jaime Echeverri / Deseo

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    Jaime Echeverri
    DESEO

    Ser para ti todos los hombres es mi deseo
    El primero que llega hasta tu fondo
    Los siguientes y el último.
    Quien te sueña, quien nunca cesa de soñarte.
    Ser los que te han amado antes que yo
    Y todos los que después logren tu amor.
    Palpitar en los labios que has besado
    Ser tu lengua y las suyas
    En el espejo de saliva que las funde.
    Ser los ojos que te han visto desnuda
    Y los que te han querido desnudar con la mirada.
    Ser jinete y montura cuando nos cabalguemos.
    Sin dejar de ser yo, ser todos ellos.
    Ser el placer y el tacto, ser tu piel y mis dedos
    Ser el goce que asciende hasta el cerebro
    Cuando inmolemos el instante de nada del orgasmo.
    Ser tu grito y el mío que son todos los gritos
    Y, sin serme traidor, también deseo
    Que en todos me hayas buscado hasta encontrarme
    .

    Juan Cruz / Egos revueltos

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    Egos revueltos

    Se dice que los escritores desayunan egos revueltos. Pero, ¿podrían escribir sin ego? El ego los defiende del principio de incertidumbre (nadie te quiere, nadie te va a leer), está en su naturaleza. No es una enfermedad, es parte de su ser. Su desayuno.




    A finales de los sesenta, cuando ya estaba a punto de morir, el viejo poeta Ezra Pound aceptó encontrarse con algunos colegas suyos que querían tocarlo, sin duda para contarlo. Entre ellos estaba el mexicano Homero Aridjis, que les sobrevive a todos, y que fue quien contó esta anécdota.
    Ezra Pound no quiso hablar; estaba mustio desde hacía años, vivía un difícil exilio interior, no soportaba la palabra, y no soportaba a sus colegas, que le rodeaban para llevarse alguna reliquia, una palabra, un mirada. Junto a él, en la actitud de adoración lírica que suele darse en estos casos, Octavio Paz, Allen Ginsberg, Charles Tomlinson, Aridjis. Estaban en Spoletto, Italia, acababan de asistir a la representación de Don Giovanni, de Mozart, con escenografía de Henry Moore, y todos querían excitar al maestro con sus historias.
    Octavio Paz se identificó a sí mismo, a su modo: "Yo soy Paz". Ginsberg le cantó una mantra, para entretenerlo, Tomlinson le recitó poemas, y el propio Aridjis le habló de un músico, Gerhard Munch, que había sido amigo del poeta, que mantenía un silencio introvertido, hosco. A todos les respondió con silencio, un silencio pesado e incómodo que la historia de cada uno de ellos, con la excepción de Aridjis, convertiría en una conversación inolvidable.
    Y en efecto, unos meses después, Ginsberg, Paz, Tomlinson, cada uno escribió sobre lo que que Pound les dijo aquel día en que compartieron la gloria de hablar con el poeta vivo más importante del momento. "Y yo no escribí, fui la excepción", nos dijo Aridjis, "pero tuve la tentación de escribir para decir que lo que allí hubo fue silencio, y nada más".
    Aridjis nos lo contó cuando le preguntamos sobre el ego de los escritores. Los escritores se juntan muchas veces para medirse, y si se miden con la altura se sienten altos; en la costumbre de nombrar (a escritores importantes, a políticos, a artistas) hay también un egocentrismo que cultiva muchísima gente, pero que los escritores animan selectivamente: se es más, se piensa, si se está con quien es más.
    Se dice que los escritores desayunan egos revueltos. Primero yo, y después yo, una comida suculenta y repetitiva. Es consecuencia de la soledad en la que escriben, pero es también -lo dice el propio Aridjis- de la necesidad de un espejo, y el espejo que más a mano se tiene es el propio. Antes que ningún otro, el espejo propio. Aridjis tiene en el espejo de su casa un refrán: "Rompí el espejo, no creo en mi mismo".
    A los escritores les gusta medirse con el futuro a partir de la reforma del presente: Paz y Alberti o Neruda y Paz se encontraban y se desencontraban porque tenían egos equivalentes, pero en sus memorias es difícil hallar referencias que revelen los celos que los animaban. El reciente libro de diarios de Adolfo Bioy Casares, que refleja sus conversaciones cotidianas con Jorge Luis Borges, son el reflejo del choque de egos: Borges contra el resto del mundo. Pero Borges no es excepcional. Los libros de entrevistas con el más famoso autor argentino reflejan, verdaderas o falsas, algunos de esos encontronazos, que tuvo con sus próximos (el mexicano Arreola le apabullaba, y tras una conversación con él salió diciendo: "Muy interesante, pude introducir unos sabios silencios"; de la novela más famosa de García Márquez dijo: "Son mejores los primeros cincuenta años") y con sus lejanos, como Cervantes, a quien hubiera leído mejor en inglés. No soportan la enumeración: un escritor encumbrado abandonó una reunión porque fue nombrado como el tercero de los favoritos, y no cesó su herida aunque le gritaron de lejos que estaba el tercero pero por orden alfabético.
    La leyenda sobre los escritores egocéntricos deja fuera a los que parecían sencillos. Pero Julio Cortázar, por ejemplo, o Juan Rulfo, o el insumiso Juan Carlos Onetti, por nombrar a algunos de la lista de los modestos, pasaron a la historia por su modestia registrada, y sin embargo sobre ellos pesan anécdotas que desmienten que fueran santos de la humildad. Cortázar le escribió a José María Arguedas recordándole que él dirigía una orquesta en París mientras que Arguedas tocaba la quena en Perú. Rulfo dijo que escribió Pedro Páramo porque no hallaba uno similar en su estantería. ¿Y Onetti? Siempre pensamos que le daba lo mismo ser conocido o ser desconocido, pero a la semana de la salida de sus libros llamaba al editor: "¿Y esos anuncios?"
    Hay escritores que se lo han tomado con cierta distancia, pero no es lo habitual, ni siquiera lo natural. El novelista Jorge Amado andaba por Roma, en el curso de un encuentro internacional de escritores brasileños, y se encontró de bruces con un enorme retrato suyo, con esta inscripción también sobresaliente: "Jorge Amado, el mejor escritor de Brasil". Cien metros más adelante, Amado se topó con un retrato de iguales dimensiones de su paisano y colega Joâo Ubaldo Ribeiro. "Joâo Ubaldo Ribeiro, el mejor escritor de Brasil". Y constató Amado: "Y durante cien metros fui el mejor escritor de Brasil".
    Pero no todos tienen el sentido del humor que desplegó Amado ante la foto de Ribeiro, ni se sabe qué pasó en el recorrido inverso, qué dijo Ribeiro cuando vio el retrato de su paisano. Y los escritores no son los peores, pero sí los más notorios comedores de egos. Darío Jaramillo, poeta colombiano que durante años ha dirigido la cultura del Banco de la República, y que por eso ha tratado a gente de todas partes, cree que los escritores representan "un gremio bastante sociable, son peores los arqueólogos". ¿Y eso? "¡Son violadores de tumbas, se odian entre ellos, y mira los toreros, esos se tienen que odiar también!".
    El ego no existe en soledad; en la soledad de la escritura el escritor sufre, se atormenta, cree que aquello que escribe no sirve para nada. "Es que", dice Jaramillo, "cuando estás solo no necesitas el ego, para qué. Lo necesitas cuando sales a la calle, a ver qué les pareció esto que he hecho. Sales y tiemblas, ahí es cuando el ego se convierte en frío". Aridjis, que le escucha, le hace una revelación sorprendente:
    - Los mexicanos han ideado la muerte del ego.
    - ¿Y eso?
    - Inventaron el ninguneo.
    Los editores sufren el ego de los escritores sin posibilidad alguna de ninguneo. Ana María Moix nos dijo (y estábamos hablando en Cartagena de Indias, en medio del Hay Festival, en ese momento acaso la mayor concentración de ego literario del mundo) que ahora que ella comparte su esencia de poeta con la circunstancia de ser una editora, comprende la desolación del editor frente al abrasador ego de los escritores, que pueden tener la ocurrencia de llamarte el día de Navidad para protestar porque su libro no está expuesto en la Fnac o por las reseñas no han aparecido aún.
    Un escritor cuyo nombre ahora no viene al caso secuestró a su mujer, la ató a la cama, fue denunciado por ello, le detuvieron. Y se enfrentó a la policía: "¡Detenerme a mi, el poeta más grande del mundo!" Sin ego no existes, es (dice Darío) el que aglutina la esquizofrenia. "Yo tengo varios egos, los turno, pero cuando se reúnen es un desastre". Antonio García, que fue el escritor al que Mario Vargas Llosa apadrinó en virtud de una beca Rolex, propone como patrón de los escritores a un santo, san Juan Berchman, que a los catorce años exclamó: "¡Si no me hago santo ahora?!" Es, cree Antonio, "el santo de la arrogancia, el que no puede esperar a ser reconocido, el que ya quiere el reconocimiento público? Como nosotros, los escritores".
    Manuel Vicent suele decir que los escritores van por las noches a las librerías a cambiar de sitio los libros, para poner los suyos en las filas más vistosas, y que por las mañanas las estanterías aparecen manchadas de sangre, tal ha sido la lucha cruenta, egocéntrica, entre los volúmenes. Jorge Edwards, al que le tocó lidiar, por ejemplo, por el inconmensurable, pero mitigado (por los placeres) ego de Pablo Neruda, ve a los autores en las librerías buscando primero sus libros y después buscando a William Shakespeare. ¿Y usted mismo, Edwards? "Yo soy un ególatra discreto; por elegancia, disimulo mi ego, pero lo tengo, claro que sí". ¿Y para qué sirve? "Para no descuidarme totalmente. Un poco de vanidad es buena para la salud de la literatura propia".
    Ese ego de Neruda del que Edwards sabe tanto no fue tanto ego del poeta de Residencia en la tierra sino envidia ajena, por la fama, por los viajes, por los premios, por el Nobel, que le llegó cuando ya la enfermedad le hacía perdonar su protuberante notoriedad. Todos los poetas chilenos sufrieron mucho por la fama de Neruda, menos Pablo de Roka, quizá, que escribió un libro cuyo título recuerda el famoso chiste del Papa que posa junto a un desconocido. Pablo de Roka: Neruda y yo.
    A propósito de la enfermedad y el ego, o el éxito: el dramaturgo Miguel Mihura entraba al Café Gijón, según la leyenda, exagerando una cojera, y alguien le preguntó en una ocasión: ¿Por qué entra así, don Miguel, exagerando una cojera? "Porque de este modo me perdonan el éxito del estreno de anoche".
    Quien no perdonaba era Octavio Paz. Tenía el mandoble del ego siempre dispuesto, en cualquier circunstancia y ocasión. Un día se le ofreció una colaboración, en un suplemento internacional; tomó la pluma y comenzó a tachar nombres para él indeseables. ¿Y por qué, don Octavio? "Me desmerecen". Una anécdota periodística desgraciada protagoniza acaso la última nota de su vida: anunciaron, en la televisión, su muerte; decidió llamar para desmentirla. Fue el último rasgo de cuidado, simbólico, tremendo, de su yo.
    Neruda atenuaba su egolatría, dice Edwards, la envolvía en pequeños detalles. Un día estaban en una celebración multitudinaria, en una mesa larga, en la que también estaba Neruda; en el otro extremo, Jorge, que hablaba con sus concurrentes inmediatos. Pablo lo escuchó, mientrás él mismo departía con sus próximos. Pero le espetó, después de ordenarle silencio:
    - ¡Jorge, que estoy hablando!
    Ahora el ego está muy devaluado, todo el mundo habla de él, y casi todo el mundo lo tiene, se disimula poco. Los escritores, pues a hablar de los libros favoritos, echan mano de la Biblia o de Balzac, los contemporáneos interrumpen su ego, huyen de sus refrencias como gato del agua. Ya no se tienen egos como los de Proust o los de Carlos Barral, porque el ego también es cosa de los que salen en la tele. A veces se juntan las ansiedades de la fama, las ansiedades ya no vienen sólo porque se esté o no se esté en la lista de los más vendidos, sino porque unos cobran más que otros.
    "¿Y por qué esa información, que ahora domina en los medios, no sale en las páginas de economía y negocios?" Ana María Moix, que ha estado y está en varios lados de la trama, como poeta, periodista, novelista y editora, cree que ha habido momentos en que el negocio se ha situado por encima de la literatura, y se ha incrustado en la conversación, y donde antes se hablaba de viajes y de textos ahora se habla sobre todo de anticipos. Una guerra verbal que a veces termina en sangre, como en el relato de las estanterías según Manuel Vicent.
    En reuniones como esta donde hemos recopilado muchas de las reflexiones o anécdotas sobre los egos revueltos, los escritores coexisten con sus agentes, y a veces también con sus lectores; como ahora el dinero forma parte también de la conversación literaria, la ansiedad se refiere a la economía, a la calidad de los hoteles, al lugar que se ocupa en los aviones, a la gente que les para o no les para por las calles, en los entreactos. Las entrevistas (o la ausencia de ellas), la promoción, la respuesta de los libreros, los incidentes de distribución, todo ello forma un magma enorme que se arroja como un obús sobre el ego de los escritores, cuando éstos dejan el útero de su proceso de creación.
    A veces, dicen algunos editores que prefieren silenciar su nombre, los más humildes son los que reaccionan de una manera más abrupta ante lo que Aridjis y los mexicanos llaman "el ninguneo". "¿Y por qué yo no tengo publicidad, y por qué sí Fulanito". Los franciscanos, esos que dicen "¡A mi a humilde no me gana nadie!", son los más temidos. Y los veteranos: una vez le dijeron a José Donoso, ante una de sus últimas novelas: "Este es tu mejor libro en los últimos veinte años". Y él preguntó, sobresaltado: "¿Y qué tenían de malo los otros? ¿Alguna razón de peso para que no te gustaran?". Un escritor interrumpió hace semanas un coloquio televisivo, preguntándole al presentador: "¿Por qué el libro de este colega lo tienes señalado y en el mío no hay ningún post it amarillo?"
    Es un ego venial, natural, cree Héctor Abad Fanciolince, cuyo último libro, El olvido que seremos, lo ha convertido en un icono literario en su país, Colombia. "El de los escritores es un ego apenas inferior al de los políticos. A veces nos creemos en lo más alto del mundo, y de pronto nos parece que somos la mayor mierda, incapaces de escribir siquiera una línea digna de recuerdo". Pero es precisamente por esos momentos de desolación "por los que el ego se infla, se infla, está inmenso, y se desinfla rápido, basta un alfiler". En la vida, dice Héctor, "se pasa uno inflando y pinchando el ego, eso es lo que hacemos. Ojalá tenga uno siempre al lado una almohadilla con alfileres".
    La vanidad necesita alfileres, es grandísima, pero se disimula. "Lo que cambia", dice Héctor, "es la manera de disimular; hay gente muy hábil disimulando su vanidad. Nadie disimuló mejor que Borges, era un genio del disimulo del ego". En su autobiografía (que primero se publicó en inglés, y fue el resultado de una conversación, afirmaba que no quería pasar a la historia sino por una línea. Pero quería pasar a la historia. Esa línea era el tamaño, en principio no exagerado de su ego. Vista de cerca, era una línea enorme.
    Dirán lo que quieran del ego, pero sin él es imposible la creación literaria, "que nace del pincipio de incertidumbre", o al menos así lo ve Óscar Collazos. Collazos, que vivió en Barcelona en el tiempo de la construcción de los grandes egos de la literatura iberoamericana, y que regresó a su tierra, Cartagena de Indias, cree que la única manera de defenderse de ese principio de incertidumbre (nadie te va a leer, no le importas a nadie) es con el ego, "un mecanismo defensivo frente a conspiraciones exteriores". Un matemático sabe que un teorema es como es, lo puede demostrar; mientras escribe el escritor no tiene ni idea de por donde le van a meter el colmillo. Andrés Hoyos, el director de la revista El Malpensante, que a veces destroza egos consolidados y otras veces da mandobles contra egos nacientes, lo tiene claro: "Lo único peor aparte de tener un ego es no tenerlo".
    Aminatta Forna, escritora escocesa de padre de Sierra Leona, que fue asesinado por su gobierno por razones políticas, reflexionó en voz alta, desde su ego: "Yo tengo el ego aterrorizado mientras escribo; eso ocurre por la mañana. Pero por la tarde tengo que sublimarlo. Por que si no, quién sigue". La cubana Wendy Guerra nos contó, mientras colegas suyos hablaban de la vanidad, mirando los retratos que les hizo Daniel Mordzinsky, una copla cubana, que habla precisamente de la vanidad: "Qué vanidad, que fantasía/ que tu marido amaneció/ en la cama mía". Y después del tarareo, esta novelista de 37 años nos confesó cómo se sintió su ego después de que un jurado único, formado por Eduardo Mendoza, ratificara un premio internacional para su primera novela: "Yo ya tenía el ego tan grande que lo encajé como pude". ¿Y ahora? "Yo uso el ego para la ropa, para los sombreros, pero no para el trabajo. Ahí lo suelto todo, es una terapia". ¿Y el ego de los colegas? "Estoy tan ocupada con el mío? ¡Wendy está ocupada con Wendy, jaja!". Y mientras nos contaba que está ocupada con una nueva novela, Nunca fui primera dama, apareció en la pantalla ella misma desnuda, comiéndose una manzana, en una de las fotografías de Mordzinsky. El único desnudo. "El ego desnudo", nos dijo.
    De la vanidad hablaba Iván Thays, el peruano autor de La disciplina de la vanidad. ¿A favor o en contra? "A favor. Es el motor. La literatura tiene buena prensa y la vanidad tiene mala prensa. ¡Pero sin la vanidad no habría literatura! Hay escritores que se creen la última cocacola del desierto, pero sin vanidad no serían escritores. ¡La vanidad no es la superficialidad. Ya estaba en el Eclesiastés!". La verdadera vanidad es creer que no lo vas a lograr; la modestia es una forma aberrante de la vanidad. Pere Sureda, el editor catalán, ha visto, en su despacho, fuera, "pésimos escritores muy humildes y magníficos escritores vanidosos". Ken Follett, a quien unos envidian el dinero y muchos no envidian sino el dinero, le decía a su amigo Hanif Kureishi, que no se le parece en nada: "Tú escribes para ti mismo, yo escribo para los lectores. El resultado es que tú eres un magnífico escritor y yo soy multimillonario".
    Yván le recordó a Sureda una anécdota de la profesión. Un editor veterano le aconseja a un escritor de éxito: "Por favor, hermano, no te mueras. ¿Con quién haría yo la promoción?" Los medios han entronizado a los autores, que antes de salir del cascarón ya exigen entrevistas, flashes, fotos, imagen; la consecuencia del éxito es más éxito, ansiedad por tenerlo. Más vanidad. Una droga. Pero la vanidad no es soberbia: el escritor soberbio, dice Thays, no se preocupa de su ego, está por encima de lo que le digan, "cree que puede abrir la boca y lo que le sale es genial. El vanidoso se esfuerza por ser mejor. El soberbio ya sabe que es mejor".
    Le preguntamos a Enrique de Hériz, a José Ovejero, españoles, y a Juan Gabriel Vásquez, colombiano que vive en España, sobre el ego propio. Vásquez no podría escribir "sin algún elemento de egocentrismo, sin algo de confianza en ti mismo. ¡Imagínate, cómo estarías dos años haciendo algo que la gente no conoce sin creer algo en lo que escribes!" Uno escribe un libro para que compita, "con Joyce, con Philip Roth, ¡pero al final te sale sólo Vasquez!, o terminas siendo Paulo Coelho, lo que puede ser aún más fastidiado". El ego es la ambición, dice Ovejero. "Eres ambicioso mientras escribes y humilde cuando has terminado, y hay otros que se comportan a la viceversa? Pero para tener ambición has de tener cierta vanidad. Claro que hay momentos en que digo, coño, me va saliendo" Hériz: "Nuestras obras han de ser mejores que nosotros, por fuerza" Fue editor, acaso por eso Añade: "La única manera de convertir lo que haces en materia de promoción es cierto grado de egocentrismo; y has de escribir con alegría y con miedo. Ser ambicioso escribiendo, no tanto publicando. Escribir es picar piedra. Y tener esta constancia: La obra será buenísima si tú eres humilde".
    Pero no hay que asustarse, el ego existe desde que la humanidad escribió la primera letra. William Ospina, colombiano, acaso el escritor de su generación con más prestigio en América Latina, el único que le corrige (de veras) a Gabriel García Márquez, lo tiene diáfano: "El lenguaje es un instrumento con el que los escritores se buscan a sí mismos, y una vez que se encuentran hacen lo posible por no ser ellos sino por parecerse al rostro de la humanidad".
    Sureda dijo, mirando los fotos de Mordzinsky, que los buenos escritores salen bien en las fotos. ¿Salen bien en las fotos todos los escritores? Por allí, por Cartagena de Indias, había un fotógrafo haciendo fotos de los escritores en los espejos de los retretes. Otros se hacían sus autorretratos, escritos o hablados. Homero Aridjis, que nos refirió al principio los egos revueltos en torno a Ezra Pound, se sabía esa anécdota del pintor mexicano José Luis Cuevas, que durante decenios de su vida, día tras día, día tras día, se autorretrató con una cámara, con una satisfacción: "Cree que nunca salió mal, en ninguna foto".
    "Se empieza a escribir a partir del ego", concluía Aridjis, "y ese ego permanece inmóvil o se va transformando. A veces te convierte en un superviviente, y es un escudo interior que te defiende del paso del tiempo, pero sucumbe al fin, en medio de los desengaños y ante la muerte". Por eso hace años que colgó ese aforismo en el espejo: "Rompí el espejo, no creo en mi mismo".
    A su lado, el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda, que el altísimo y enorme, y ha estudiado el ego propio y el ajeno, dijo en voz alta: "Sin ego no existes, es, como dice Darío, el que aglutina la esquizofrenia". ¿Egos revueltos? "Peor", dice Cobo, "es comer mierda. El ego por lo menos sabe dulce".





    Jane Wilde / Los días felices de Stephen Hawking

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    Los felices días de Hawking

    Jane Wilde, primera esposa del científico, narra veinticinco años de matrimonio en 'Hacia el infinito'



    Jane Wilde, primera esposa del científico Stephen Hawking, ayer en Madrid / CARLOS ROSILLO
    Viendo su apariencia frágil, con su vestido de lana azul y leotardos negros, cuesta imaginar a Jane Wilde empujando la silla de ruedas del científico Stephen Hawking, quien entonces era su marido, rodeada por tres niños pequeños. La primera esposa del cosmólogo —se casaron en 1965 y se divorciaron en 1990—, una lingüista que hizo su tesis sobre La Celestina y que adora España hasta el extremo de preparar un gazpacho o una paella, pasó ayer por Madrid para promocionar su libro, Hacia el infinito. Mi vida con Stephen Hawking (Lumen), coincidiendo con el estreno en los cines de La teoría del todo. El filme, que compite por el Oscar a la mejor película, se basa en esa enorme historia de superación, cargada de batallas y de héroes cotidianos que ella ha plasmado en más de 500 páginas. Stephen Hawking se mueve ahora por el mundo rodeado de flashes y de reconocimientos, pero hubo un tiempo en que fue “un padre feliz”, a quien su esposa y sus hijos ayudaban a comer (todo muy cortadito, muy pequeño), a bañarse y a sortear bordillos, una familia con apuros económicos para comprar una lavadora, una hipoteca o superar todas las trabas burocráticas que suponía compartir la vida con un enfermo de ELA.
    Jane  Wilde / Jane Hawking

     A sus 70 años, Jane viaja con su nuevo marido, pero mantiene una estrecha relación con su anterior esposo y comparten veladas juntos, aunque hubo épocas muy duras tras el divorcio. Comenzó a escribir el libro en 1995, cinco años después de la separación y de que el científico la abandonase por una enfermera. “Dejé que pasara el tiempo antes de sentarme ante el ordenador porque me sentía tan agotada, tan rendida, que hubiera escrito un relato cargado de rencor”, contó ayer, frente a una taza de café. Quería detallar todo lo que quedaba oculto tras el científico y su éxito. “Pensé que si no era yo quien narraba todo lo que había tras la fama, alguien con menos sensibilidad se lo habría inventado”. Cuando puso punto final a su vida con Hawking, tras pasar 25 años juntos, sintió un gran alivio, como si se quitara un peso de encima.


    Stephen Hawking, con su mujer Jane, su hija Lucy y otro de sus hijos en su casa de Cambridge, en 1977 / AGENCIA MAGNUM
    Desde el principio de su matrimonio, fueron un cuarteto: la física, la esclerosis y ellos dos. Cuando le conoció, Hawking andaba a trompicones. En una de sus primeras citas, le tuvo que levantar del suelo donde acababa de estamparse, pero estaba “hechizada por sus límpidos ojos grises y su sonrisa”. Conocía el diagnóstico de su grave enfermedad degenerativa cuando aceptó casarse con él y cuidarlo. “No pude formar parte del movimiento de liberación femenina. Creo que fui de las últimas que tuvo que anteponer su familia y sus hijos a su carrera. En Cambridge, la universidad más famosa del mundo, las madres y esposas carecíamos de identidad y yo no quería eso”, apunta. No fue la única traba a la que tuvo que enfrentarse.

    Si no narraba yo lo que había tras la fama, alguien menos sensible se lo habría inventado”
    La burocracia y la estrechez de miras la convirtieron en una activista a favor de los discapacitados. Además, Hawking era un esposo frágil y muy absorbente. “Estaba subyugada por él; sobre todo lo que yo pensaba, él tenía siempre una idea mejor de cómo hacerlo”. Así explica, por ejemplo, que Hawking encontrase, mientras ella hacía un examen, el tema de sus tesis: “¿No te das cuenta de que lo que precipita el drama es el hecho de que la vieja alcahueta Celestina rechace a Pármeno, un personaje secundario, que tiene un complejo materno respecto a ella?”. A justificar ese concepto freudiano aplicado a un texto de 1499 dedicó muchos años.


    La teoría del todo / Sobreviviendo al desastre físico

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    LA TEORÍA DEL TODO

    Sobreviviendo al desastre físico

    La película narra los hallazgos profesionales de Stephen Hawking, 

    pero no abusa de ellos


    Durante mucho tiempo, el cine acostumbraba a recrear, después de que la hubieran palmado, la vida de gente ilustre que inventó cosas que supusieron avances notables para la humanidad, grandes artistas que crearon belleza y alimentaron el espíritu de sus semejantes, líderes que revolucionaron la historia, seres cuya personalidad y cuya obra lleva el sello de la excepcionalidad. El género, además de exaltante, debe de ser tan rentable económicamente que la industria ya no espera a que esos seres legendarios hayan finiquitado su presencia en la Tierra, sino que se ha propuesto que los glorificados puedan disfrutar de tan trascendente tributo mientras que están vivos.

    Felicity Jones como Jane Wilde y Eddie Redmayne como Stephen Hawking
    La teoría del todo

    Es el caso de La teoría del todo, que retrata los goces y desdichas, teorías y descubrimientos, vida familiar y profesional, juventud y madurez de un individuo tan prestigioso como popular llamado Stephen Hawking, alguien que, según cuentan las opiniones autorizadas o con hambre de conocimiento, ha cambiado el concepto que poseíamos del universo.
    Utilizo el “según cuentan” porque, al parecer, entre los infinitos lectores de Una breve historia del tiempo se encuentran los científicos y los profanos, pero todos ellos se han sentido seducidos por la teorías de este astrofísico sobre el espacio y el tiempo, los agujeros negros y otros misterios del universo. Todos coinciden en que Hawking explica muy bien con su escritura lo que piensa. No puedo juzgarlo, ya que no lo he leído; mi mente siempre se ha sentido incapaz de entender mínimamente las cuestiones científicas. En ese sentido (también en otros), mi cerebro es el de un niño.
    En esta película narran los hallazgos profesionales de Hawking, pero no abusan de ellos. Al director, James Marsh, autor de aquel fascinante documental titulado Man on a wire, lo que más le interesa es describir la capacidad de un hombre con el cuerpo devastado por la enfermedad más cruel, pero que mantiene intacta su superdotada inteligencia, para sobrevivir a sus terribles limitaciones, mantener una existencia razonablemente feliz, durante mucho tiempo, con su mujer y con sus hijos y continuar investigando enigmas con resultados apabullantes, cuestionando verdades oficialmente aceptadas.

    Eddie Redmayne como Stephen Hawking
    La teoría del todo

    Si el retrato que hace James Marsh de Hawking es interesante, el de su primera esposa lo supera. Es admirable la sutileza, los matices y la elegancia con la que está descrita la personalidad de esa mujer, su comprensión, su profundo amor hacia alguien atrozmente incapacitado y siempre en el filo de la desesperación, su coraje, su involuntario, aunque lógico, enamoramiento de otra persona.
    En ningún sentido es desdeñable este biopic. No es enfático, no subraya el melodrama, no busca manipular con resortes baratos las emociones del espectador. Su trabajo es tan contenido como digno. Y son muy justas las nominaciones al Oscar de Eddie Redmayne —no va de intenso, aunque la tortura física y sentimental de su personaje se prestara a ello; está tan contenido como veraz— y de Felicity Jones, que no solo enamora a Hawking y al púdico profesor de canto, sino también al firmante de esta crónica. Tiene una belleza delicada y extraña. Y compone magistralmente un personaje difícil, al motor vital de un genio cuyo organismo sufre parálisis completa.



    Julio Ramón Ribeyro / La tentación del fracaso

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    Julio Ramón Ribeyro

    La tentación del fracaso 

     El País, 18 de enero de 2003


    La culpa, la hipocresía, la soledad, la debilidad de carácter, la perspectiva temporal de la muerte. Éstos eran para Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) los detonantes de un diario íntimo. La próxima semana, Seix Barral publicará las anotaciones escritas por el narrador peruano entre 1950 y 1978, años en los que vivió en Perú, España, Alemania y París. La obra monumental de un clásico contemporáneo.
    Julio Ramón Ribeyro

    Primer diario limeño

    3 de junio de 1950
    ¿Por qué estaré hoy tan decepcionado? Sin dinero, sin éxitos, sin amores, mis días van cayendo como las hojas secas de un árbol. Rodeado de oscuridad, de cenizas. Hoy me siento incapaz de todo. Una pereza moral irresistible. Sólo ansío viajar. Cambiar de panorama. Irme donde nadie me conozca. Aquí ya soy definitivamente como han querido que sea. Conforme me aleje irán cayendo mis vestiduras, mis etiquetas y quedaré limpio, desnudo, para empezar a ser distinto, como yo quisiera ser. Pero, ¿adónde ir? Si llevo dentro de mí el germen de todo mi destino, ¿para qué hacer rodar por todos los paisajes, como un circo ambulante, el espectáculo de mi vida equivocada?

    Todo diario surge de un agudo sentimiento de culpa. Parece que en él quisiéramos depositar cosas que nos atormentan y cuyo peso se aligera por el solo hecho de confiarlas a un cuaderno

    Primer diario parisino

    29 de enero de 1954
    Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa. Parece que en él quisiéramos depositar muchas cosas que nos atormentan y cuyo peso se aligera por el solo hecho de confiarlas a un cuaderno. Es una forma de confesión apartada del rito católico, hecha para personas incrédulas. Un coloquio humillante con ese implacable director espiritual que llevan dentro de sí todos los hombres afectos a este tipo de confidencias.
    Todo diario íntimo es también un prodigio de hipocresía. Habría que aprender a leer entre líneas, descubrir qué hecho concreto ha dictado tal apunte o tal reflexión. Por lo general se analiza el sentimiento pero se silencia la causa.
    Todo diario íntimo nace de un profundo sentimiento de soledad. Soledad frente al amor, la religión, la política, la sociedad. La mayor parte de los diaristas fueron solteros. Los hombres casados, activos, sociables, que desempeñen funciones públicas, difícilmente podrán llevar un diario, ocupados como están en vivir por y para los demás.
    Todo diario íntimo es un síntoma de debilidad de carácter, debilidad en la que nace y a la que a su vez fortifica. El diario se convierte así en el derivativo de una serie de frustraciones, que por el solo hecho de ser registradas parecen adquirir un signo positivo.
    En todo diario íntimo hay un problema capital planteado que jamás se resuelve y cuya no solución es precisamente lo que permite la existencia del diario. El resolverlo, trae consigo su liquidación. Un matrimonio logrado, una posición social conseguida, un proyecto que se realiza pueden suspender la ejecución del diario.
    Todo diario íntimo se escribe desde la perspectiva temporal de la muerte. (Ahondar esta idea.)

    Segundo diario limeño con interludio ayacuchano

    2 de agosto de 1958
    Los que no sienten a la mujer como una potencia extranjera, ingobernable y maléfica; los que no consideran a la sociedad como un círculo erizado de espadas; los que no ven en las cosas más simples -una piedra, un boleto de ómnibus, una mancha del pantalón- el signo de la adversidad, ésos, no sé cómo pueden vivir, pero son, sin duda, los triunfadores.

    1969

    31 de agosto (2 de la mañana)
    Recibo mis cuarenta años solo, en mi casa vacía. La Place Falguière desierta. Silencio. Como sólo una vez se cumple esta edad y como me siento leve, muy levemente deprimido (no por envejecer, sino por envejecer de cierta manera) compré, a pesar de mi pobreza, una botella de whisky y dos paquetes de cigarrillos rubios. Para poder servirme un trago tuve que lavar un vaso polvoriento, en una cocina donde hace días que no entro por no enfrentarme a la vajilla sucia.
    Lo único que he hecho hoy por la casa ha sido cambiar sábanas y tender la cama y lo único que he hecho por mí, escribir una carta y leerDiálogos de exiliados de Brecht. Luego nada, aparte de mis siete horas en la AFP. Me gustaría estar con Alida y con mi gordo, ambos en Lima, haber comido con ellos, conversado, reído, peleado incluso. Fea soledad, cuando la imaginación se mella y uno no puede ya ni siquiera conversar consigo mismo.

    1972

    Cuando recobro la razón me vuelvo loco.
    ***
    La gran admiración que nos despierta un escritor se nota no tanto en que nos impone la lectura de su obra sino la lectura de sus lecturas preferidas.
    ¡Cómo hacer, Dios mío, para quererme un poco más y no seguir empleando toda mi vehemencia y mi talento en destruirme!

    1974

    Una nueva forma de narrar no implica necesariamente innovaciones espectaculares de carácter técnico o verbal sino un simple desplazamiento de la óptica. El asunto consiste en encontrar el ángulo novedoso que nos permita una aprehensión inédita de la realidad. Pienso particularmente en el caso de Kafka -por oposición a Joyce-, cuya novela América releí en Porto Ercole con infinito placer.
    26 de diciembre
    Nuevamente establezco la analogía entre el juego y el acto de escribir y siempre partiendo de la observación de mi hijo. Ambas actividades son exploraciones de la propia personalidad y en este sentido viaje, diversión, sorpresa y descubrimiento. En las tantas horas que pasamos juntos en casa me doy cuenta de que el estado de ánimo que lo conduce a sus juguetes es similar al que me sienta frente a mi máquina: insatisfacción, aburrimiento, deseo de ceder la palabra al otro o los otros que hay en nosotros mismos, asumir nuestras personalidades ovulares o rechazadas y darles momentáneamente vida, al fin de cuentas desdoblarnos o multiplicarnos en el espejo de nuestra fantasía. Efecto sedativo de ambas actividades: olvido de sí mismo, pérdida de la noción del tiempo y, a su término, retorno plácido y fatigado a nuestra realidad.

    1975

    9 de diciembre
    Lo que me aterroriza es que mi diario, si alguna vez se llega a publicar (incluyendo en él las Prosas apátridas en el momento en que fueron escritas, si es posible fecharlas), pueda convertirse en un libro "formativo", en el sentido en que se encuentre en él algo de ejemplar o recomendable, cuando se trata por lo general de una serie de fragmentos "informativos", que no pretenden sino dar cuenta esporádicamente de mi vida activa o reflexiva. Yo temería que alguien se parezca a mí, pues no tengo nada que enseñar, salvo por oposición o negación. Yo soy literalmente un "hombre sin cualidades". En mi vida todo es resta o división, no hay el menor signo positivo. Carezco de voluntad (pues si la tuviera no habría fumado ni bebido durante años para librarme del mal que me mata), de ambición (pues habría aprovechado situaciones privilegiadas para sacar ventaja de ellas), de coraje (pues me habría ido a las guerrillas en 1964), de lealtad (pues debería haber renunciado públicamente a mi cargo cuando cayó Velasco), de previsión (pues debería poner orden en mi vida ahora que me estoy yendo de ella y dejo mujer e hijo). En suma, soy el mal ejemplo, lo que debe descartarse. Lo único que puede redimirme es quizás mi lucidez para juzgar mi situación, mi tenacidad en seguir escribiendo a pesar de obstáculos naturales y accidentales y esa especie de irradiación interior (salud moral, la llamo, a falta de otro término) que me permite pasar sobre mis adversidades cotidianas para seguir viviendo, basado en el principio de que siempre tenemos algo que hacer, por poco que hagamos.

    1978

    27 de enero
    Ahora ni siquiera sé qué libros me llevaría a una isla desierta.
    1. Poesía: Horario, Dante, Quevedo, Baudelaire, Whitman, Vallejo.
    2. Novela: Cervantes, Balzac, Flaubert, Proust, Musil, Kafka.
    3. Cuento: Poe, Maupassant, Chéjov, Buzzati.
    4. Teatro: Shakespeare, Pirandello, Brecht, Chéjov, Goethe.
    5. Ensayo y Crítica: Montaigne, Saint-Beuve, E. Wilson.
    6. Filosofía: Platón, Spinoza, Heidegger.
    7. Historia: Tácito, Michelet, Gibbon, Toynbee, Braudel.
    8. Diario, Autobiografía o Memorias: Amiel, Jünger, Kafka, Saint-Simon, Chateaubriand, Casanova.
    9. Ciencias Sociales: Marx, Freud, Lévi-Strauss, Jakobson.
    10. Marginalia: Melville, De Quincey, Borges, Jünger, Stendhal, Baudelaire, Diderot.
    15 de abril
    Ayer con el Embajador dejamos una corona de flores en la tumba de Vallejo. Esta tarde dejaré con mis amigos poetas palabras y poemas. ¿Qué sentido tienen estos homenajes? Probablemente ninguno. El propio Vallejo miraría estas ceremonias con sarcasmo. Honrar a los muertos forma parte de una vieja tradición. Tradición que en nuestra época ya no tiene sentido, pues se da fuera de su contexto cultural: religioso, mágico, mítico. Lo sigo pensando en quienes iremos, todos incrédulos, todos escépticos. Pero esto se presta a confusiones. Por un lado están los restos materiales, las reliquias y símbolos (la tumba, los huesos o polvo del homenajeado), por otro su memoria, el respeto o admiración por él mismo. Una y otra cosa nada tienen que ver. Yo sigo reverenciando a mi padre, pero soy incapaz de ir a visitar su tumba. Mi reverencia se da en un plano que no requiere de signos ostentatorios. Él está presente en mí en otras formas. En resumen, no dejar otra cosa que obras o memoria, para evitar peregrinaciones. Si alguien quiere honrarme cuando desaparezca que me lea o me comente. Nada de flores o discursos delante de lo que no existe.
    3 de junio
    Herman Braun terminó hace unos días de hacerme un retrato, un acrílico de aproximadamente un metro por uno y medio. Seis sesiones de pose y el resto del trabajo de memoria, con el apoyo de una foto ampliada. No he visto aún el resultado final, pero no creo que difiera mucho de lo que ya estaba hecho el día de mi última pose. Me parece un buen retrato, el parecido es innegable, la técnica rembrandiana muy bien aplicada. Claro, cada cual tiene de su cara su propia imagen, que generalmente es la más favorable. Y Herman da de mi cara la versión que yo muchas veces he visto en espejos y fotografías, pero que inconscientemente tiendo a sustituir por otra que halaga más mi vanidad. En resumen, Herman da mi imagen cadavérica, fatigada, envejecida, que es seguramente mi verdadera imagen y no la que yo trato de hacer prevalecer, y que guarda mi memoria, hecha de momentos efímeros de bienestar, de descanso, de placidez, de ilusión juvenil. Aparte de eso hay pequeños detalles ya imposibles de corregir, como el que yo figure con el pelo corto, cuando por lo general yo ando con el pelo muy largo y despeinado. Sucede que cuando me tomó las fotos-modelo yo acababa de cortarme el pelo. En cuando a la calidad plástica del retrato, su valor como obra independiente del modelo o del parecido, no sé aún qué opinar, hasta que no vea el resultado final, lo que debe ocurrir en estos días. Con este retrato Herman inaugura una nueva serie de retratos rembrandianos, de amigos o colegas, que tienen la particularidad -al menos ése es su proyecto- de que el modelo intervenga en la hechura del retrato. Si se trata de un escritor, con manuscritos suyos que serán pegados en el cuadro; si es un pintor, con algo que éste pintará en algún lugar reservado de la superficie. Idea interesante, pero que como toda idea original necesita ser refrendada por los resultados.
    30 de diciembre
    Si mi unión con Alida fracasa algún día no será tanto por la oposición de nuestros caracteres como por la identidad de nuestros defectos. Su orden con mi desorden, su higiene con mi desaliño, su locuacidad con mi silencio, su sociabilidad con mi enclaustramiento, mal que bien han hecho buen ménage durante casi veinte años... Pero es nuestra común imprevisión y prodigalidad lo que nos pone en una situación en la que nuestra sociedad deja de ser viable. Ambos no tenemos la menor idea del ahorro, de la economía, de la intendencia de la casa y nos precipitamos inconsciente y casi desesperadamente hacia la ruina.
    Nuestra táctica es la de la fuite en avant: mientras más deudas, más gastos. Es así que este año, en el que tanto ella como yo tuvimos entradas extras que nos hubieran permitido equilibrarnos, lo cerramos con un déficit monstruoso y para él cual no hay ningún Fondo Monetario Internacional que pueda refinanciar... Y como ambos somos ilusos -y por ello optimistas, a pesar de lo que se diga de mí- dejamos suceder las cosas con la esperanza de que mañana o el mes próximo realice ella el negocio o yo la obra que nos permitan salir a flote.

    BIBLIOGRAFÍA

    La tentación del fracaso. Diarios. Seix Barral. Barcelona, 2002. 704 páginas. 26 euros.Cuentos completos. Alfaguara. Madrid, 1998. Cuentos. (Edición de María Teresa Pérez Rodríguez). Cátedra. Madrid, 1999.Cuentos. Antología. Espasa. Madrid, 1998.Silvio en El Rosedal. Plaza & Janés. Barcelona, 1998/ Tusquets. Barcelona, 1989.Cambio de guardia. Tusquets. Barcelona, 1994.Antología personal. Fondo de Cultura Económica. México, 1994.Prosas apátridas. Tusquets. Barcelona, 1986.Crónica de san Gabriel. Tusquets. Barcelona, 1983.Los geniecillos dominicales. Tusquets. Barcelona, 1983.

    EL PAÍS


    Bryce Echenique / Julio Ramón Ribeyro

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    PERSONAJES DEL SIGLO XX | JULIO RAMÓN RIBEYRO | PERFILES

    Un amigo muerto, un domingo, un otoño

    ALFREDO BRYCE ECHENIQUE 20 AGO 2003
    Hay fines de semana sin gente que ver, sin ganas de ver a nadie, tampoco. Es domingo todo el tiempo, a partir del sábado a eso de las cinco de la tarde, y, gracias a Dios, no he comprado periódico alguno, hace semanas que no sé nada de la liga de fútbol, y la televisión como si no la hubieran inventado todavía. La música está terminantemente prohibida, en domingos así, que incluso empiezan antes de tiempo. Diablos, cualquier tipo de música sería realmente peligrosísima, en circunstancias tales que la sola idea de la existencia física o cantada de un Julio Iglesias puede ser de necesidad mortal, a juzgar por lo que uno sabe de sí mismo. En la sala hay un gran libro a medio leer, y hay decenas más esperando lectura, en mi biblioteca, pero en días así sucede lo mismo con los libros que con el cine. Hay varias salas de estreno en el barrio y películas que ver, pero eso vendrá después, tal vez el lunes, a lo mejor el martes. En fin, eso vendrá no bien este oscuro bienestar se transforme en molesta melancolía y la larga visita de algún muerto anuncie un punto y aparte.

    "Los amigos comunes siempre me han contado que sus años limeños fueron los más felices de su vida y que se acabaron demasiado pronto"

    -Si todo me sale bien, dentro de pocos meses habré partido al Perú, Julio...
    -Dios te dé más años de vida de los que a mí me concedió en Lima, viejo.
    Una tira de años, en París, Julio Ramón Ribeyro y yo almorzamos juntos cada domingo. Siempre estuve invitado a su casa, a eso de la una de la tarde, y Alida, su esposa, se encargó de recordármelo muy cariñosamente por teléfono, cada semana. A veces Julio Ramón ni siquiera me recibía porque andaba con una gripe fiebrosa, por ejemplo, y se negaba incluso a que lo visitara unos minutos en su dormitorio.
    -No entres, Alfredo, porque muerde, me advertía Alida, explicándome que me había dejado mi almuerzo listo, también el de Julio, por si se le antojaba comer algo al pesado ese. Luego se iba a algún compromiso vinculado a su trabajo y, como Julito hijo se había ido desde temprano con sus compañeros de colegio, el resto de aquel domingo me lo pasaba sentado en la sala oyendo a Julio Ramón estornudar o toser y carraspear, como quien intenta explicarme que está de un humor de perros y que para otra vez será, viejo.
    Volveré al Perú dentro de unos pocos meses, casi a la misma edad en que Julio Ramón regresó. Él no tuvo suerte, pues los amigos comunes siempre me han contado que sus años limeños fueron los más felices de su vida y que se acabaron demasiado pronto, que mereció vivir mucho tiempo más. Y esto es cierto, ya que Julio era incapaz hasta de escribir una carta, de lo feliz que estaba en Lima. Me consta. Jamás me escribió desde allá. Yo a veces lo llamaba por teléfono, de Madrid, pero he llegado a la conclusión de que él no podía creer ni aceptar que mi voz le llegara desde tan lejos, desde un mundo que había dejado atrás para siempre.
    -Hola, viejo... Sí, viejo... Gracias por tu llamada, viejo...
    Recuerdo que lo llamé una vez para felicitarlo, porque le acababan de conceder el muy importante Premio Juan Rulfo, en México, y que me contestó una mujer. Me dijo, de parte del señor Julio Ramón Ribeyro, que estaba en una rueda de prensa internacional y que lo volviera a llamar dentro de una media hora, más o menos. ¡A mí con ésas! ¡A mí con vainas y detallitos! Aquello me produjo una cólera tremenda, pero tan sólo unos minutos, porque la verdad es que nunca he olvidado la risa que me invadió de pronto al pensar que Julio tenía hasta una secretaria y que no había sabido qué hacer con la llamada de su amigo, en larga distancia, ahora que de pronto se encontraba rodeado por la prensa, por decenas de fotógrafos, ciego de flashes, ahí rodeado por la fama, o ante ésta, o en medio de ésta, en fin, qué sé yo de famas. Sin embargo, la sola idea de imaginar a Julio Ramón desbordado e incomodísimo por una suerte de estallido del éxito me causó tal hilaridad que tuve que esperar a que se me pasara bien la risa para volver a marcar su número de teléfono.
    Julio Ramón no pudo asistir a la ceremonia de entrega de ese premio, muy pocos meses después, en Guadalajara, México. Alida, su esposa, y Julio, su hijo, asistieron en su lugar. Yo andaba invitado a la feria del libro, festejando los 25 años de la publicación de Un mundo para
    Julius, y pude acompañar bastante a Alida y Julito a tanto acto público, tanta entrevista, tanto todo. De la muerte de Julio Ramón me enteré muy pocos días después en Caracas.
    -Perdona que no te recibí el domingo pasado, viejo. La gripe me pone de un humor negro, y nada detesto más que imponerle mi mal humor a un amigo como tú...
    -Perdóname tú, más bien, Julio. Perdóname que desde este muy personal domingo madrileño, uno de ésos que empiezan en tarde de sábado, incluso, yo en cambio te imponga mi estado de ánimo.
    -Sí, se te nota mustio. No triste o melancólico o nada. Sólo mustio. Como si no existieran el fútbol, la televisión, los libros, el cine, y qué sé yo qué más...
    -Sylvie te ha guardado siempre cierto rencor, ¿sabes? Desde el día en que, siendo casi una niña, empezó a piropearte en su casa, ante varias personas, en su afán de ganarse el cariño de mi gran amigo y cómplice. La hiciste llorar delante de todo el mundo. Ella andaba en plena piropeada, entre gente mayor y que apenas conocía, y tú la cortaste de un solo golpe.
    -Lo siento, Sylvie, pero yo he llegado ya a la etapa del desamor.
    -Salió disparada a llorar en el baño, Julio Ramón.
    -Ni me acuerdo, viejo. Pero debió de ser porque yo siempre preferí a Maggie, y tú seguías casado con ella.
    -Tú no sólo preferías a Maggie, Julio... Tú estabas enamorado de ella. Y ella de ti. Ustedes dos se adoraban en todo caso, y así me lo hicieron saber una tarde en que andábamos los tres reunidos en mi departamento. Mi mejor amigo en este París del diablo y mi adorada Maggie, enamorados... La idea, sin embargo, no me hizo infeliz, porque tanto tú como Maggie eran demasiado buenos, demasiado limpios, demasiado nobles como para causarme daño alguno a mí. Maldita sea. Ahora recuerdo que la idea me hizo bastante feliz, de una manera especial, eso sí, y que no puedo calificar sino de alcahuetamente feliz.
    -Ja... Aquellos tiempos...
    -Hoy fueron felices aquellos tiempos, Julio Ramón...
    -Me alegra mucho saberlo. Realmente.
    -Y, sin embargo, Maggie decidió irse al Perú...
    -Y apareció Sylvie...
    -Y reapareció Maggie, un año más tarde...
    -Pasaba de todo en esos tiempos, caray...
    -Y de pronto te enfermaste. Cáncer.
    -Me acuerdo, sí, me acuerdo... Por supuesto que me acuerdo...
    -Y de pronto se enfermó también Maggie. Flebitis muy aguda.
    -Por eso no venía a verme nunca al hospital, claro...
    -Una mañana tras otra, una semana tras otra, mes tras mes (así de interminable, en todo caso, me resultó aquello), todas las mañanas las pasé acompañando a Maggie, en el hospital Cochin, y luego corriendo a visitarte a ti, cada tarde, en el hospital Saint Louis. Por las noches Sylvie y yo nos acompañábamos en nuestra locura, en el inmenso manicomio que era íntegra la ciudad de París, de bar en bar. Bar del Ritz, Harry's Bar, Calvados, Rosabud, Closerie de Lilas, La Coupole, Aux-Duex-Magots, Flore, Old Navy, La Chope... De herida en herida nos acompañábamos hasta el amanecer...
    -¿Cómo acabó eso?
    -Maggie sanó y se fue a Lima, después de haber trabajado en París algún tiempo. Sylvie se casó y se fue a Italia. Yo empecé a trabajar como un loco en algún libro.
    -Y yo me volví a enfermar, claro.
    -Fue la segunda operación, sí. Te abrieron y te cerraron, Julio...
    -Y viví veintiún años más, "de permiso".
    -Yo empecé a salir con una linda chica venezolana. Era mi alumna en la universidad y un día ella misma me pidió que saliéramos juntos. Se llamaba Inés, y era realmente linda y muy simpática... Bueno, digamos que no me hice de rogar...
    -De ésa sí que no me acuerdo...
    -Cómo te vas a acordar, Julio Ramón, si estuviste todo el tiempo en el hospital Saint Louis, otra vez. Incluso te puedo contar que esa chica me abandonó por tu culpa, sin que siquiera te enteraras. Bueno, digamos que por tu culpa, es una manera de contar. Lo cierto, en todo caso, es que me dejaba en el hospital todas las tardes, pero se moría de celos de hacerlo, porque creía que tú y tu enfermedad eran un invento mío y que el truco del hospital y mis visitas diarias me permitía encontrarme diariamente con otra mujer...
    -Ja... Ésa sí que estuvo buena...
    Como todo el mundo, yo a veces he querido morirme, sí. Pero de ahí a quererme matar, media una enorme distancia. Sin embargo, harto de Maggies y Sylvies e Ineses, me imagino, intenté hacerme nada menos que hara-kiri, con un gigantesco cuchillo. No sé por qué aquello fue en casa de mis amigos José Luis García Francés y Paolo Pinheiro. Tampoco sé por qué estaba yo ahí solo y por qué estas circunstancias, más la memoria perdida, tremendo black
    out, hicieron que esa noche fuera un milagro que Paolo llegara justo en el instante en que la hoja del cuchillo y mi barriga...
    -Algo de eso me acuerdo, sí...
    -Paolo y sus reflejos me salvaron la vida, pero no sin que antes lucháramos violentamente por la posesión del cuchillo. Y, cuando llegó José Luis, yo acababa de cortarme un dedo con la hoja del cuchillo, en el fragor de la batalla, y como que volvía en mí, aparatosamente ensangrentado, en aquel último piso de la avenida Partenier. Me llevaron a un hospital cercano y me cosieron sin darse cuenta de que me había cortado también el tendón. Hubo que operarme, semanas después, en el hospital Cochin, donde me visitó una Sylvie absurdamente recién casada en Italia y de visita en París, en aquel momento...
    -Viejo, te pasaba cada cosa a ti, por aquellos años...
    En efecto, me pasaba cada cosa a mí, por aquellos años. Y sabe Dios dónde archivará la memoria que empiezan unos sucesos que sólo reaparecen en estos domingos que empiezan desde el sábado, a eso de las cinco de la tarde. Es como abrir una caja china, pues los recuerdos contienen más y más recuerdos, casi interminablemente. Hasta que, por fin, un día ya es lunes, un día ya es martes... Por ahora, de la absurda visita de Sylvie, recién casada en Italia, ha salido la más absurda visita de Julio Ramón, también al hospital Cochin y también cuando me operaron el dedo. Llegó un viernes por la tarde, el hombre que escribió el extraordinario relato titulado Sólo para
    fumadores, el más grande y empecinado fumador que yo haya visto jamás. Y yo acababa de quedarme sin cigarrillos y el fin de semana empezaba, y nadie, aparte de Sylvie y de él, sabía que yo andaba metido en un hospital.
    -Te agradecí tanto tu visita, Julio Ramón. A ti, que los hospitales debían producirte verdadero horror.
    -Qué ocurrencia, viejo. Uno termina por acostumbrarse hasta al cáncer...
    -Pero fuiste a buscarme cigarrillos para el fin de semana y no regresaste más...
    Sería lunes, tal vez martes, el día en que le escuché a Julio Ramón decirme que, a fuerza de desearme todas las cosas buenas que él no tuvo en la vida, lo cual es una gran verdad, llegó incluso al extremo de abandonarme sin cigarrillos en una cama de hospital, para que nunca lo siguiera en su negativa senda de fumador sin remedio alguno.
    -Si te aguantas dos o tres días, viejo, por qué no una semanita... Y luego, un par, y así... Adiós al tabaco, viejo...
    -¿Adiós al tabaco canceroso?
    -Para siempre, viejo.
    Y todo esto por fin es verdad, porque ya es lunes, y mañana martes, y...

    Maestro del cuento

    El escritor Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994) estudió Derecho y Literatura en la Universidad Católica. En 1952 viaja a Europa, donde alterna sus estudios con trabajos periodísticos. Vuelve a Perú para dar clases en la Universidad de Huamanga y tras una corta estancia se instala definitivamente en París, en 1960. Trabaja como traductor y redactor para France Press y en 1972 pasa
    a ocuparse de la Consejería de Cultura de la Unesco en la delegación de Perú. Fue dos veces candidato el Premio Cervantes, en 1991 y 1994, y premio Juan Rulfo en 1994. De su obra destacan las novelas Crónica de San Gabriel y Los geniecillos dominicales, aunque son sus numerosos cuentos y sus Prosas apátridaslas más conocidas de su bibliografía
    EL PAÍS



    Julio Ramón Ribeyro / Cuentos de circunstancias

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    Julio Ramón Ribeyro 

    Cuentos de circunstancias

    Por  
    El País,  27 de junio de 2012
    Ribeyro vivió en París durante la época del Boom literario, coincidió con todos los escritores célebres de esos años y ninguno le mezquinó una palabra de elogio. Sin embargo, es uno de los "olvidados" del Boom, quizá porque la fama siempre le fue esquiva o porque, al contrario, fue él quien esquivó a la fama debido a su personalidad anti-Boom: no solo era discreto, inseguro y con una gran "tentación al fracaso" sino que, además, era muy silencioso. El silencio -salvo excepciones- no se lleva bien con el éxito. El escritor peruano regresó a Perú unos años antes de su muerte. Se compró un departamento frente al mar y se rodeó de amigos, cómplices literarios. Además, descubrió que aquí lo admiraban muchísimo: en un homenaje que le brindó una municipalidad, el público que se quedó fuera del recinto lo obligó a mostrar su afilada figura y saludar desde el balcón municipal bajo el coro "Ribeyro es del pueblo". Muchas veces lo vi caminando por el malecón de Barranco; por entonces yo dictaba cursos en un instituto que quedaba frente a su edificio. Su timidez se mezcló con mi propia timidez y nunca me acerqué a agradecerle sus obras. Ahora me arrepiento. Cuando Ribeyro murió había recibido, meses antes, el premio de la FIL Guadalajara, cuando se llamaba "Premio Juan Rulfo". No llegó a recogerlo, pero sí pudo disfrutar que celebraran su calidad también fuera del país.
    Aunque la obra de Ribeyro que prefiero son los fragmentos, ideas y aforismos reunidos en Prosas apátridas, sin duda fue un cuentista prolífico que redactó algunas piezas memorables. El espíritu de la Euro2012 me ha poseído, así que dejo aquí un once titular: mis once cuentos favoritos de Julio Ramón Ribeyro. Una guía para no iniciados.
    1. Los gallinazos sin plumas: Una relato que parece el guión de una película neorealista urbana italiana. Dos niños que recogen basura para alimentar un chancho. El animal más grande se engulle siempre al más pequeño. Los niños, gallinazos sin plumas, se defienden, pero la ciudad tiene las fauces más abiertas.
    2. Por las azoteas: Fue el primer cuento que leí de Ribeyro. y la primera vez que lloré frente a un cuento. Lo releí muchas veces durante el colegio y nunca dejé de lagrimear. La relación entre el niño y el abuelo jubilado es perdurable.
    3. Espumante en el sótano: Siempre me pareció extraordinaria la capacidad de Ribeyro para retratar una situación con detalles. Cuando el protagonista de este cuento llega a su centro laboral, para auto-celebrar sus 25 años en la empresa, con unas empanadas bajo el brazo y una botella de espumante bajo el otro, el lector termina conmovido y asbolutamente rendido antes de que acabe el cuento.
    4. Las botellas y los hombres: Un padre y un hijo se enfrentan, en una pelea ritual que no solo resume la complejidad del amor filial sino además el proceso de transformación en que el hijo se convierte en padre y protector. La última escena, cuando le coloca un anillo al cuerpo vencido del padre, es épica.
    5. La primera nevada: El mejor cuento que he leído, de cualquier autor, sobre el exilio. Un peruano tímido se deja apabullar por otro peruano, vividor y decidido, que invade su departamento. El cuento avanza en una tensión impresionante entre ambas formas de vivir el exilio y termina con una nevada que solo es la primera que caerá en sus vidas.
    6. Silvio en el rosedal: Aunque no me gusta toda la arquitectura simbólica, demasiado obvia, detrás del cuento, lo cierto es que la historia resulta maravillosa cuando descubrimos que Ribeyro ha querido enseñarle a su protagonista que solo se puede vivir en el presente. En el presente no existe felicidad ni amargura, solo paz. Una enorme lección de vida.
    7. Alienación: La historia de un joven mulato que quiere transformarse en un gringo, impulsado por el amor a una chica y por su deseo de triunfar en un mundo de blancos. Aparece en ese relato una frase de construcción memorable: "Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre."
    8. Al pie del acantilado: Muchos consideran este cuento, donde una familia sin recursos intenta resistir la dureza de la ciudad, como el único cuento de Ribeyro donde los personajes no fracasan. Aunque la vida los trate con rudeza, ellos son "como la higuerilla" y siempre resistirán.
    9. La insignia: Un cuento breve, fantástico, de inspiración kafkiana. Un sujeto encuentra una insignia en un basurero que le cambia la vida. Al final, aunque el cuento se ubique en una realidad absurda, no cabe duda que, como en las mejores ficciones fantásticas, es un espejo de la realidad-real. Todos llevamos una insignia puesta para movernos en una vida que no nos gusta ni entendemos.
    10. El profesor suplente: El personaje más estremecedor de su obra es este "profesor suplente", un hombre sin fortuna a la que un día se le da una oportunidad, reemplazar a un profesor de historia, que él desperdicia dando vueltas por las calles y por sus pensamientos, sin virtud alguna, hundido en sus temores. Si fuera alcohólico, podría ser un personaje de Joseph Roth. El retrato mismo del fracaso y las cabes que nos ponemos a nosotros mismos.  
    11. Solo para fumadores.- Un cuento extraordinario sobre el vicio. Alrededor del acto de fumar se cuentan anécdotas, algunas autobiográficas, donde el cigarrillo se convierte en dueño de la vida de quienes lo consumen. El relato está lleno de divagaciones y digresiones. Pronto entendemos que habla de cigarrillos pero se refiere, sobre todo, del gran vicio (o "dulce condena" como diría Onetti) que es el acto de escribir. Ribeyro nos ha dejado su arte poética.

    Ivan Thays
    Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de cazaEl viaje interiorLa disciplina de la vanidadUn lugar llamado Oreja de PerroUn sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario




    Julio Ramón Ribeyro y la crónica del fracaso

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    Julio Ramón Ribeyro
    Miraflores, 1960
    Foto de Baldomero Pestana

    JULIO RAMÓN RIBEYRO 
    Y LA CRÓNICA DEL FRACASO

    Por Luis Veres
    Universidad Cardenal Herrera-CEU
    Valencia, España


    En su libro La caza sutil el mismo Julio Ramón Ribeyro (1976) nos pone en la pista de los antecedentes de la literatura de diarios en el Perú. Dichos ejemplos no son frecuentes y se remontan a José García Calderón y Alberto Jochamowitz, aunque ambos aparecen escritos en francés, y a cuatro textos clasificables como diarios de José María Arguedas. Sí que existen textos posteriores como El pez en el agua(1993) de Vargas Llosa, Permiso para vivir (1993), Siempre extraño(1995) de Igartúa o Autobiografía fugaz (2000) de Zavaleta. Por esa razón se puede decir que los libros autobiográficos de Ribeyro constituyen uno de los ejemplos más originales de este tipo de literatura en el país andino[1]. Esos títulos se recogen en La tentación del fracaso (1992), Dichos de Luder (1989) y Prosas apátridas (1986). La literatura memorialística responde, como señala el propio Ribeyro el 29 de enero de 1954, a “el derivativo de una serie de frustraciones que por el solo hecho de ser registradas parecen adquirir un signo positivo”[2]. Ribeyro reconoció su interés por este género desde su infancia[3].


    Lo cierto es que desde el propio título de sus diarios hasta el párrafo más pequeño de sus cuentos la idea del fracaso como componente esencial de la vida se presenta en su producción como una constante que inunda sus escritos y que está especialmente presente en lasProsas apátridas. Las prosas de Ribeyro reproducen los postulados característicos de su época, una época compartida con escritores como Enrique Congrains, Eduardo Zavaleta, Luis Loayza, u Oswaldo Reynoso, al convertirse en la voz de una generación acuciada por los cambios históricos a los que se sometió un país como el Perú que quedaba definitivamente relegado a una crisis e inestabilidad que iba afectar a los escritores de la generación de 1950.

    La trasformación acelerada de esa sociedad produjo el desplazamiento de un grueso de la clase media de las instancias de decisión y, como consecuencia, la sensación de la imposibilidad de cambiar el estatismo y el encasillamiento de cada clase social. La idea de Ribeyro reproducía en cierto modo los andares del Sorel de Stendhal en la Francia napoleónica, un mundo en el que las posibilidades de promoción social eran dificultosas, quizás imposibles. Como señala Mª Teresa Pérez “este venir a menos en el orden social (y sus consecuencias: desclasamiento, marginalidad, precariedad existencial) se convierte en uno de los ejes sustentadores de toda su obra.”[4]

    De ahí surge la certeza de una desasistencia existencial, un pesimismo ante la vida ya presente en la frase de Tagore que abre el libro: “El botín de los años inútiles, que con tanto celo guardaste, disípalo ahora: te quedará el triunfo desesperado de haber perdido todo.”[5]Ante ese clima de perdición, la literatura es realista y es cierto que la obra de Ribeyro se caracteriza por la presencia de ese mundo asfixiante propio de los barrios sórdidos de Lima, que, sin ser localista apunta a una “realidad inquietante lograda mediante una especie de acumulación de lo grotesco y de lo hórrido”[6]. Ribeyro inicia una tradición que se remonta a las Tradiciones peruanas, de Palma, momento en el que se da lo que Eva Valero ha denominado “la fundación literaria de la ciudad, esto es, la primera creación de la ciudad mítica”[7]. Pero la generación del 50 reacciona de manera crítica sobre esa realidad nueva que ha cambiado con los nuevos procesos modernizadores que suponen la implantación del capitalismo inflexible e inhumano. Ribeyro reconoció este carácter de su obra repetidamente:

    “Escribir, más que trasmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba de forma incompleta, velada, fugitiva o caótica (…). Escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos.”[8]

    Como en muchos de los relatos del autor limeño, desde Los gallinazos sin plumas o Al pie del acantilado a El profesor suplente o Por las azoteas, la realidad se presenta como un estrato falto de consistencia, como una zona marginal del mundo en el límite entre dos grados de desarrollo que se corresponden con dos mundos perceptibles en los que se ubica la clase social de esa pequeña burguesía. Se da, por tanto, un mundo que no se entiende o no se puede explicar[9].

    La complejidad de un mundo edificado en esa ciudad que Salazar Bondy denominó horrible se convierte en reflejo del ánimo de un narrador que no encuentra su lugar en el mundo de los hombres que actúan en la vida, ni tampoco en el de los escritores que triunfan, y hay que tener en cuenta que Ribeyro sólo triunfó al final. Porque a Ribeyro hay que leerlo a la sombra de sus diarios, sus cuentos y sus declaraciones en la escasas entrevistas que concedió. En la realidad existen para Ribeyro pocas verdades: “no hay verdad que no contenga su contraverdad, o como dice Proust más explícitamente, il n’ya pas un idée que ne porte en elle sa réfutation possible[10].Este hecho es sintomático para que a menudo la realidad aparezca como una entidad en donde domina el relativismo como impedimento para la actuación del propio Ribeyro, que se muestra como un sujeto dominado por la duda y la pasividad:

    “Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mi la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me hadado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad”[11].

    El relativismo no sólo afecta al lenguaje, a conceptos y a valores que deberían ser absolutos, cuestiones tan mesurables como la edad: “El sentimiento de la edad es relativo: se es siempre joven o viejo con respecto a alguien. César Vallejo dice en un poema en prosa que por más que pasen los años nunca alcanzarán la edad de su madre, lo que es cierto además.”[12]

    Ese universo de la urbe se plantea como algo confuso cuya percepción esta velada a los mortales. Así el protagonista de Silvio en el Rosedalintenta salir de su brumosa cotidianeidad en busca de “algo que le permitiera quebrar la barrera de la rutina y acceder al conocimiento, a la verdadera realidad”[13] y en Los gallinazos sin plumas la ciudad se manifiesta al amanecer con “una fina niebla” y “las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal”[14]. Pero en las Prosas apátridas esta idea de irrealidad se manifiesta en la misma tesis fenomenológica de considerar la realidad una construcción de la mente que pone de relieve el conflicto entre la percepción, la memoria y el olvido[15].

    Este conflicto conduce a una interpretación de la historia que también se muestra como relativa y dependiente del sujeto que la juzga, de modo que se pone de relieve la paradójica naturaleza de la historia, hecha no para recordar sino para olvidar. Como señaló en una entrevista, “en la historia no existen reglas, no hay un progreso que va desde lo más rudimentario hasta lo más desarrollado, no hay una perfectibilidad en el hombre, en la sociedad.”[16]Los hechos que fueron importantes en el pasado no lo son hoy y los acontecimientos triviales de la actualidad serán las páginas de la Historia del futuro. La recopilación de los hechos se convierte en algo sujeto un tanto al azar y al capricho humano:

    “Diríase que la historia se ha hecho para olvidarse. ¿Qué humano a no ser un especialista, reflexiona ahora sobre las exacciones que sufrieron los judíos bajo Felipe el Hermoso o sobre la confiscación y destrucción de los templarios? Por ello mismo, en la historia que se escriba en el año tres mil, la segunda guerra mundial que tanto costó a la humanidad ocupará tan sólo un párrafo y la guerra de Vietnam, una nota al fin del volumen que muy pocos se darán el trabajo de leer. La explicación reside en que el hombre no puede al mismo tiempo enterarse de la historia y hacerla, pues la vida se edifica sobre la destrucción de la memoria.”[17]

    La historia general no se comporta de manera diferente a como transcurre nuestro propio acontecer. El propio sujeto que narra es incapaz de reconocer su propia trayectoria vital, ya que ésta está sujeta al olvido que supone toda interpretación, ya que, como señalaba Bergson, “para evocar el pasado en forma de imágenes , hay que poder abstraerse de la acción presente, hay que saber otorgar valor a lo inútil, hay que querer soñar”[18]. O en palabras de Ribeyro:

    “Un amigo me revela negligentemente, como si de nada se tratara, algo que ocurrió hace años, muchos años, y de pronto siento dentro de mí un derrumbe de galerías. Zonas íntegras de mi pasado se hunden, se anegan o se transfiguran. Esto me sirve para comprobar que no somos dueños de nada, ni siquiera de nuestro pasado. Todo lo que hemos vivido y que tendemos a considerar como una adquisición definitiva, inmutables, está constantemente amenazado por nuestro presente, por nuestro futuro. La maravillosa historia de amor, que guardábamos en un sarcófago de nuestra memoria y que visitábamos de cuando en cuando para buscar en ella un poco de orgullo, de ánimo, de calor, de consuelo, puede reducirse a polvo por la carta que hallamos en un libro viejo el día en que mudamos de lugar la biblioteca. Una puta nos revela una noche que el padre venerado, que permanecía hasta la tarde en la oficina para ganar más y mantener con holgura a su familia, frecuentaba a esa misma hora los prostíbulos más abyectos de la ciudad. Por un azar descubrimos que el amigo adulto, porque era con nosotros tan generoso y tan asiduo, era un pederasta que nos hacía astutamente la corte con el propósito de corrompernos. Pero no todo se deteriora en esta permanente erosión del pasado. También las épocas sombrías se iluminan. Así la abuela que odiábamos y que llenó de rencor nuestra infancia por su severidad, su mal humor, sus caprichos, era en realidad una mujer buenísima, que sufría un mal incurable y que repartía prospectos de madrugada en las casas para con su salario comprarnos caramelos. En suma, nada hemos adquirido, ni paz, ni gloria, ni dolor, ni desdicha. Cada instante nos hace otros, no sólo porque añade a lo que somos, sino porque determinará lo que seremos. Sólo podremos saber lo que éramos cuando ya nada pueda afectarnos, cuando –como decía alguien- el cuadro quede colgado en la pared.”[19]

    La imposibilidad de retener el pasado en la memoria y la propia imposibilidad de percibir correctamente esa realidad ambigua que se le escapa a Ribeyro de las manos y le conduce, como hemos visto a la paradoja histórica que se extiende a la propia historia personal, la cual resulta difícil de construir. En consecuencia, para él, el mundo está lleno de confusión, ante la cual el sujeto se muestra como un ser incapaz de darle sentido, de darle un orden que resulta imposible de encontrar:

    “Nunca he podido comprender el mundo y me iré de él llevándome una imagen confusa. Otros pudieron o creyeron armar el rompecabezas de la realidad y lograron distinguir la figura escondida, pero yo viví entreverado con las piezas dispersas, sin saber dónde colocarlas. Así, vivir habrá sido para mí enfrentarme a un juego cuyas reglas se me escaparon y en consecuencia no haber encontrado la solución del acertijo. Por ello lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas. La culpa la tiene quizás la naturaleza de mi inteligencia, que es una inteligencia disociadora, ducha en platearse problemas, pero incapaz de resolverlos. Si alguna certeza adquirí fue que no existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo.”[20]

    Ello implica la existencia de un hombre sin atributos, un sujeto que se diluye en la nada, una pieza del sistema que carece de todo o que lo pierde todo en la maraña del sistema social, un hombre que ve perderse su propia denominación. La imposibilidad de esa historia dificulta la consistencia del sujeto que habita un universo de paradojas:

    “Nuestra vida depende a veces de detalles insignificantes. Por un desperfecto momentáneo del teléfono no recibimos la llamada que esperábamos, al no recibirla perdemos para siempre el contacto con una persona que nos interesaba, al perderlo nos privamos de una relación capaz de trasformarnos, al privarnos de ella desaparece una fuente de gozo, de innovación y de enriquecimiento, al desaparecer clausuramos la única alternativa verdaderamente fecunda que nos ofrecía el mundo, al clausurarse volvemos al punto de partida: la de quien espera la llamada que nunca vendrá.”[21]

    La imposibilidad de retener la realidad no conduce siempre al fracaso, como puede parecer. Ribeyro reconoce la imposibilidad de retener el dolor y el sufrimiento como modo de liberación del propio hombre:

    “Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos.”[22]

    Ante ese mundo inaprensible y esa realidad escurridiza la única salvación que queda para el escritor es la propia literatura, porque es el arte la que fija para el recuerdo esos hechos, objetos o realidades que desaparecen de la memoria y sólo quedan recogidos en el soporte artístico. Ello implica la necesidad de una literatura de lo cotidiana, acorde con la postmodernidad y alejada de los grandes hechos y los grandes discursos:

    “No creo que para escribir sea necesario ir a buscar aventuras. La vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura. El empapelado de un muro que vimos en nuestra infancia, un árbol al atardecer, el vuelo de un pájaro, aquel rostro que nos sorprendió en el tranvía, pueden ser más importantes para nosotros que los grandes hechos del mundo. Quizás cuando hayamos olvidado una revolución, una epidemia o nuestros peores avatares, quede en nosotros el recuerdo del muro, del árbol, del pájaro, del rostro. Y si quedan, es porque algo los hacía memorables, algo había en ellos de imperecedero, y el arte sólo se alimenta de aquello que sigue vibrando en nuestra memoria.”[23]

    Por esta razón, en la reflexión sobre la literatura de Ribeyro hay que tener en cuenta que ésta siempre está sujeta a las duplicidades y las paradojas, ya que la literatura está férreamente pendiente de esa realidad que se muestra de modo ambiguo y confuso. Por ello la literatura es para Ribeyro vida y liberación, pero también una forma de esclavitud que retiene al hombre y lo priva de otros placeres y componentes de la existencia humana:

    “En algunos casos, como en el mío, el acto creativo, está basado en la autodestrucción. Todos los demás valores –salud, familia, porvenir, etc.-quedan supeditados al acto de crear y pierden toda vigencia. Lo inaplazable, lo primordial, es la línea, la frase, el párrafo que uno escribe, que se convierte así en el depositario de nuestro ser, en la medida en que se implica el sacrificio de nuestro ser. Admiro pues a los artistas que crean en el sentido de su vida y no contra su vida, los longevos, verdaderos y jubilosos, que se alimentan de su propia creación y no hacen de ella, como yo, lo que se resta a lo que nos estaba tolerado vivir.”[24]

    Pero también el terreno de la cultura encierra un cúmulo de contradicciones, ya que la cultura se incluye dentro del sistema social. Muertos los grandes discursos, también se agota la cultura con mayúsculas. El reconocimiento del fracaso de la cultura en determinados contextos es acorde con el debate planteado con Eco enApocalípticos e integrados al confundirse cultura y erudición[25]:

    “Lo fácil que es confundir cultura con erudición. (…) Por eso mismo el componente de una tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.”[26]

    Este cuestionamiento de la cultura con mayúsculas le conduce a Ribeyro a cuestionar el papel de la crítica, sobre todo el de la crítica universitaria. Frente a la literatura como discurso que prevalece en la historia y que sobrevive en ella, se encuentra el discurso pasajero de la crítica al cual se le achaca su falta de validez en el futuro. Los grandes discursos del pasado quedan cojos en una sociedad postmoderna y huérfana de tradición en donde todo se pone en cuestión:

    “La crítica no se opone necesariamente a la creación y son conocidos los casos de creadores que fueron excelentes críticos y viceversa. Pero generalmente ambas actitudes estas actitudes no se dan juntas, pues lo que las separa es una manera diferente de operar sobre la realidad. Ahora que he leído las actas de un coloquio sobre Flaubert me he quedado asombrado por el saber, la inteligencia, la penetración, la sutileza y hasta la elegancia de los ponentes, pero al mismo tiempo me decía: A estos hombres que han desmontado tan lúcidamente la obra de Flaubert nadie los leerá dentro de cinco o diez años. Un solo párrafo de Flaubert, qué digo yo, una sola de sus metáforas, tiene más carga de duración que estos laboriosos trabajos. ¿Por qué? Sólo puedo aventurar una explicación: los críticos trabajan con conceptos, mientras que los creadores con formas. Los conceptos pasan, las formas permanecen.”[27]

    Las confusiones humanas afectan a la historia, a la memoria, a la historia personal de los hombres y también al universo de lo cotidiano, al día a día. Ello da lugar a que Prosas apartidas quede plagado de pequeñas historias, meras captaciones de instantes efímeros, muy propios del periodismo, el cual Ribeyro cultivo en muchas publicaciones, y que decoran y deslumbran el libro con pintorescas escenas que constituyen elegantes microrrelatos en donde abunda el humor:

    “El curita profesor del colegio andino que encontré en la Feria de Huanta. No sé cómo terminamos almorzando y tomando cerveza juntos en una tienda campestre. Julio Ramón Ribeyro, decía mirándome arrobado, quién lo iba a pensar. Estas y otras frases del mismo género, Me parece mentira, Julio Ramón Ribeyro, puntuaron nuestro encuentro. Cuando nos despedíamos, al estrecharme la mano calurosamente, añadió: Y decir que he almorzado con el autor de La ciudad y los perros. Quedé lelo. Todo había sido el producto de un equívoco. No lo desengañé, ¿para qué? Que me atribuyera, además, la célebre novela de Vargas Llosa me pareció lisonjero. Que más tarde descubriera su error y me tomara por un impostor poco me importa.”[28]

    Estos pequeños relatos ponen de relieves los aspectos más grotescos de la vida, cuestiones disparatadas que reflejan el universo de paradojas de Ribeyro. Así un poema de Baudelaire exige una prologista sensual y hermosa, impúdica, una novela de Proust exige un prologuista lento y los poemas de Rimbaud alguien que sea capaz de dar golpes con violencia:

    “Un editor francés, comprobando que ha decaído la venta de clásicos, decide lanzar una nueva colección, pero en la cual los prólogos nos serán encomendados a eruditos desconocidos, sino a estrellas de la actualidad. Así Brigitte Bardot hará el prefacio de Baudelaire, el ciclista Raymond Poulidor el de Proust y el actor Jean Paul Belmondo empieza su preámbulo con estas palabras: cada vez que leo un poema de Rimbaud siento como un puñetazo en la quijada. Venta asegurada.”[29]

    Estos mismos relatos ponen de relieve la imposibilidad de captar la realidad al ser ésta un estrato confuso y diluido de la vida de los hombres. Las personas de este modo pueden tener su envés, su doble, el lado de los simulacros en sentido postmoderno de Baudrillard. Todo ello envuelto con cierto humos y a modo de pequeña historia sin pretensiones, tal como es la vida del pequeño burgués:

    “El asombro, el sobresalto, incluso el malestar que me produjo comprobar hoy que el inquilino calvo, con anteojos y perrito con el que me he cruzado durante ocho años en las escaleras, diciendo siempre la misma e invariable frase, “Pardon, monsieur”, no era uno, sino eran dos. Dos hombres exactamente iguales, con anteojos, calvos y perrito, pero con los que me he cruzado siempre a horas diferentes, de modo que los había fundido en un solo ser. Ya me había intrigado un poco la facultad que tenía este hombre de multiplicarse, pues a veces tenía la impresión de cruzarme siempre a horas diferentes, de modo que los había fundido en un solo ser. Ya me había intrigado un poco la facultad que tenía este hombre de multiplicarse, pues a veces tenía la impresión de cruzarme con él demasiado seguido y a veces en lugares incongruentes, Pero hoy sucedió lo que debía haber sucedido hace años y encontré a ambos en la puerta del edificio, con sus perritos y sus anteojos, departiendo amigablemente, al igual que sus perros. Tan confundido quedé que no supe a cuál decirle mi “Pardon, monsieur”, y los miré alternativamente, con la boca abierta, hasta que al fin ambos se anticiparon y pronunciaron al unísono el saludo habitual, acompañándolo de una sonrisa y una venia. Salí a la calle sin responderles, francamente indignado, como si hubiera sido víctima de una farsa.”[30]



    Como se puede observar, Julio Ramón Ribeyro capta la realidad con cierto desengaño, unido a una falta de confianza en los asideros reales que sujetan la existencia del hombre. Pero dicho desengaño se ve acompañado por cierta resignación, cierto estoicismo y cierta falta de ambición que fue un rasgo predominante de su carácter, pero que enalteció su obra como una de las más interesantes de la literatura latinoamericana del S.XX y, sin duda alguna, de la literatura peruana de todos los tiempos.
    “La carta que aguardamos con más impaciencia es la que nunca llega. No hacemos otra cosa en nuestra vida que esperarla. Y no nos llega, no porque se haya extraviado o destruido, sino sencillamente porque nunca fue escrita.”[31]

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    -Vila-Matas, Enrique, “Conspiración Shandy: el descarriado por la soledad”, en Letras Libres, nº51, marzo de 2003.
    NOTAS
    [1] Sergio R. Franco, “Primer acercamiento a La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro”, en Espéculo, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, nº15.
    [2] Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso, Barcelona, Seix Barral, 2003, p.30.
    [3] Ibídem, p. 1.
    [4] Mª Teresa Pérez, “Introducción”, en Julio Ramón Ribeyro, Cuentos, Madrid, Cátedra, 1999, p.12.
    [5] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, Barcelona, Seix Barral, 2007, p.7.
    [6] Giuseppe Bellini, Nueva historia de la literatura hispanoamericana, Madrid, Castalia, 1997, p. 519.
    [7] Valero, Eva María, “La otra ribera: un escritor entre dos mundos. Introducción a la ciudad en la obra de Julio Ramón Ribeyro”, enCiberayllu, 7 de enero de 2008, p.4.
    [8] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., pp. 50 y 52.
    [9] Jesús Rodero, Los márgenes de la Realidad en los Cuentos de Julio Ramón Ribeyro, New Orleáns, University Press of the South Inc., 1999, p.60.
    [10] Carta a Luis Loayza, París, 7 de junio de 1975, en Luis Loayza, “Algunas cartas”, en Hueso húmero, nº47, agosto de 2006.
    [11] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., p14.
    [12] Ibídem, p.15
    [13] Julio Ramón Ribeyro, “Silvio en el Rosedal”, en La Palabra del Mundo, Lima, Editorial Milla Batres, 1972, pp.200-201.
    [14] Julio Ramón Ribeyro, “Los gallinazos sin plumas”, en La Palabra del Mundo, ed., cit., p.11.
    [15] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., p.110.
    [16] Jorge Coahuila, “Dos conversaciones con Julio Ramón Ribeyro”, en Caretas, Lima, nº1366, 8 de junio de 1995.
    [17] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit.,, p. 47.
    [18] Henri Berson, “Materia y memoria. Ensayo sobre la relación del cuerpo y el espíritu”, en Obras escogidas, Madrid, Aguilar 1963, p.228. Véase también Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003, pp.40 y ss.
    [19] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., pp. 58-59.
    [20] Ibídem, pp.139-140.
    [21] Ibídem, pp.107-108.
    [22] Ibídem, p.19.
    [23] Ibídem, p.132.
    [24] Ibídem, p.94.
    [25] Vid. Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, Barcelona, Tusquets, 1995 (1968); Manuel Vázquez Montalbán, Historia y comunicación social, Barcelona, Bruguera, 1980; Francisco Rodríguez Pastoriza, Periodismo cultural, Madrid, Síntesis, 2006.
    [26] Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, ed., cit., pp.27-28.
    [27] Ibídem, p.102.
    [28] Ibídem, p.124.
    [29] Ibídem, p.37.
    [30] Ibídem, pp. 97-98.
    [31] Ibídem, p.137.



    Dos conversaciones con Julio Ramón Ribeyro

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    Julio Ramón Ribeyro según Javier Prado



    Dos conversaciones 
    con Julio Ramón Ribeyro

    UNO

    –¿Por qué se muestra reacio frente a los periodistas, señor Ribeyro?
    –En realidad por dos motivos: el primero es que la mayoría de periodistas que vienen a entrevistarme no saben nada de literatura. El segundo, porque creo que ya lo dije todo, porque siempre vienen con las mismas preguntas. Estoy cansado de responder a lo mismo: ¿y cómo escribe usted?, ¿por qué escribe usted?…

    –Pero son muchos los jóvenes que no tienen la oportunidad de leer las entrevistas que le hicieron hace muchos años.
    –Es cierto. Lo mejor sería que se publicaran en un libro; porque tengo tantas entrevistas, algunas en revistas o publicaciones que ya desaparecieron. Una vez una sobrina me enseñó pilas de recortes…


    –Este libro que dice ¿por qué no lo publica con un solo periodista que le pregunte de todo?
    –Pero para qué, si hay entrevistas, si lo dicho está ahí.

    –Pero, a veces, usted cambia de ideas.
    –Ah, bueno, eso es un riesgo.

    –Por ejemplo, usted, un tiempo quería escribir una novela innovadora. Confesaba que pretendía: "Escribir una novela de vanguardia, con carácter experimental, destinada a fraguarme un nuevo lenguaje y una nueva forma de expresión". Tenía esa intención.
    –Ah, claro, esa es una entrevista que me hicieron en 1960 para La Gaceta de Lima. Vea usted la cantidad de años que han pasado, 1960, estamos en 1991, treinta y un años.

    –Deben ser miles las entrevistas que ha concedido.
    –No, miles ni hablar. Serían cien, digamos, o quizás un poco más.

    –Entonces miles las rechazadas.
    –Sí. (Risas).

    –Además de ello, usted evade la publicidad.
    –Porque no me gusta promocionar un libro por todo el mundo luego de publicarlo. En ese sentido no me siento tan presionado por mis editores como lo están Alfredo Bryce y Mario Vargas Llosa.

    –¿Se considera usted un solitario, un lobo estepario, entonces?
    –No, si no no tendría esposa ni hijo. Aunque, claro, no tengo tantos amigos como Alfredo Bryce, por ejemplo. No se imagina la cantidad de amigos que tiene por todas partes, amigos que lo adoran.

    –¿No le resulta paradójico que usted, el menos publicitado, tenga la mayor preferencia del público lector?
    –Pues no sé. Tal vez se debe a que las personas que me leen encuentran muy suya esa atmósfera de frustración, de desadaptación, de marginalidad que caracteriza a mis relatos. Acaso porque los lectores sufren los mismos chascos y humillaciones, acaso porque en mis cuentos no hay vencedores.

    –Sin embargo, en sus narraciones últimas usted ha cambiado de temas. ¿No cree que esto haya causado el decaimiento de estos últimos cuentos?
    –No creo, la temática ha cambiado, claro, porque los otros temas los había tratado. Los argumentos que trabajo actualmente ya no son esos asuntos candentes, de enorme gravedad, sino más reflexivos. De otra parte, no creo que estos últimos cuentos estén mal escritos, por el contrario.

    –Con respecto a su técnica ¿no cree que le faltó Faulkner para tener mayores perspectivas?
    –La verdad, no he leído a William Faulkner, o más bien lo poco que he leído de él me resultó sumamente pesado. Y no me avergüenzo de decir esto. Lo peor, en este caso, sería mentir y decir que lo he leído.

    –Faulkner, en su momento, fue un autor que debían leer los jóvenes escritores. ¿Cuál o cuáles cree que deben leerse ahora?
    –No sé. No leo los libros de moda.

    –Hace algún momento se refirió a la frustración. ¿No se considera usted una persona frustrada?
    –No, porque he realizado lo que he querido. Yo he querido viajar a Europa, publicar libros, casarme con la mujer que quiero, tener un hijo, tener una casa en Barranco y otra en Europa, y lo he conseguido. No, no me siento frustrado. Aunque no puse en estas cosas el empeño que otros ponen.

    –¿Cuál es su mayor orgullo, entonces?
    –(Breve silencio). Ser reconocido por algunas personas cuando camino, por una parejita de enamorados y que diga: "Mira, ese es Ribeyro". Por el mozo del hotel Bolívar, por un chofer de taxis. (Nueva pausa). Siento cierta satisfacción.

    –Aunque, lo leía por ahí, usted desearía pasar desapercibido. ¿No hay algo contradictorio en lo que dice?
    –Bueno, me gusta pasar desapercibido, pero me halaga ser reconocido. ¿Cómo se puede entender esto? Yo preferiría, en todo caso, pasar desapercibido.

    –¿A usted, cuando era joven, no le agradaba o trataba de conocer a los escritores que tenía a su alcance como Ciro Alegría, José María Arguedas…?
    –No, nunca.

    –Sin embargo, más tarde, conoció a Borges.
    –¿Cómo sabe?

    –Lo leí en una revista de los años sesenta. Había allí una entrevista a Borges, que había ido a Alemania, adonde fue usted también.
    –Sí, fue en el año 1964. Fui invitado, como muchos otros escritores, al Congreso por la Libertad de la Cultura. Ahí también se encontraban Miguel Ángel Asturias, Guimarães Rosa, Eduardo Mallea, Günter Grass, Ciro Alegría y Roa Bastos. (Toca su rostro con la palma derecha). Recuerdo que había dos bandos: uno con Borges y el otro con Asturias. Mientras Asturias se ponía a hablar de literatura comprometida, Borges, en cambio, hablaba de la estética y no le hacía caso. Asturias era un demagogo. Todo esto es muy gracioso, ¿no?

    –¿Y usted a qué bando iba?
    –Un rato estaba en una mesa y otro rato en la otra. Recuerdo también que por esa fecha llegó un cable que decía que la novela de Vargas Llosa La ciudad y los perros había sido quemada en el patio del Colegio Militar. Enterados, Roa Bastos y yo redactamos una protesta por ello y firmamos todos los escritores presentes. Es el único documento en donde aparecen juntas las firmas de Borges y Asturias. Pero este documento no se hizo público porque Mario dijo que no había necesidad.

    –Usted también ha firmado otros documentos, incluso políticos. Leí uno en que usted aparece firmando con Sartre, Simone de Beauvoir, Vargas Llosa y otros contra el apresamiento de Hugo Blanco.
    –Puede ser, he firmado tantas cosas que ni sé lo que he firmado. A veces cuando todo estaba ya redactado y venían a mí a que yo firmara, yo no podía hacer nada porque mi nombre estaba en la lista, entonces aceptaba no más por amistad. (Sonríe).

    –En todo caso a usted siempre se le vincula con la izquierda.
    –No soy izquierdista, aunque he tenido actitudes y acciones izquierdistas. Por ejemplo, apoyé a la guerrilla del 64, de Javier Heraud, o a la guerrilla del 65, de Guillermo Lobatón, Paul Escobar y otros. Me acuerdo que en París, Guillermo Lobatón dijo que había llegado el momento de la decisión: que quiénes iban a la lucha. Todos levantaron la mano, menos yo. (Sonríe nuevamente). Pero qué iba a hacer; yo no tengo espíritu de soldado. No obstante, Guillermo Lobatón, que además fue mi compañero en la Universidad, me dijo: "No te critico, podrás servir aquí". Eran más o menos treinta los que levantaron la mano, pero era por pura figuración, ya que al final sólo fueron cinco, los cinco que murieron. Los otros levantaron la mano sólo para hacerse los machos.

    –¿Y qué hizo en Mayo del 68?
    –Bueno, en ese entonces estaba trabajando en la France-Presse, y tenía que ir al trabajo en medio de una huelga general. No había metro ni autobuses ni taxis, por lo que tuve que ir a pie hasta la oficina, pese a la huelga. En el camino todo era un caos, agitaciones y marchas estudiantiles por todas partes, la policía que me detenía a cada rato para que le mostrara mis documentos. Fue terrible.

    –Cierto sector, también, lo vinculó al aprismo cuando recibió la Orden del Sol.
    –Y eso qué, ¿soy aprista?

    –No, le digo que las críticas fueron duras.
    –Ah, sí, alguien dijo por ahí que arrojara la medalla.

    –Dígame, señor Ribeyro, ¿por qué usted, que tenía tantos amigos en la Universidad de San Marcos, no estudió allí?
    –Porque en la Católica el ambiente era más tranquilo, sin huelgas, con poca política. Si yo frecuentaba La Casona era para hacer amigos y conversar luego con ellos en los bares. De ese grupo éramos Washington Delgado, Eleodoro Vargas Vicuña, Alberto Escobar, Carlos Eduardo Zavaleta, Alejandro Romualdo, Pablo Guevara, Francisco Bendezú, Pablo Macera y Carlos Germán Belli, a quien no le gustaba mucho el trago. En cambio la Universidad Católica era muy seria para mí.

    –¿Estudió en la Católica pese a que tiene un antepasado suyo como rector de la Universidad de San Marcos?
    –Tengo dos, mi bisabuelo y mi tatarabuelo. Sí, pese a eso, pero creo que lo poco que he aprendido ha sido en Europa.

    –¿Desencantado con la patria? ¿Por qué continúa viviendo en París?
    –Porque allá viven mi esposa, mi hijo, que es de nacionalidad francesa; porque allá vengo viviendo desde hace treinta años.

    –¿Ya encontró la playa en el Perú para vivir algún tiempo en ella?
    –No, todavía la sigo buscando. (Sonríe).

    –De otro lado, usted plasmó la gente de una generación. Hoy es otra cosa, tal vez la gente de esta generación requiera su voz.
    –Esta Lima me demandaría mucho tiempo, sabe, tendría que vivir aquí nuevamente. A esta Lima la conozco de manera superficial, de modo que esto no sería posible, además tengo ahora otros temas.

    –Como miembro del jurado del concurso de cuento Juan Rulfo ¿cuál es el balance de la actual narrativa hispanoamericana?
    –Bueno, le diré que hay muy buenos cuentos, excelentes cuentos, excelentes cuentos a la altura de cualquier escritor consagrado. Pero hay un hecho curioso, el 50 por ciento –de los dos mil o tres mil trabajos que se presentan–son de escritores argentinos, a quienes les siguen los mexicanos y los colombianos. Aunque, en una oportunidad, ganó el peruano Rodolfo Hinostroza, quien precisamente no es narrador sino, más bien, poeta.

    –¿Cómo es el caso con el concurso "El cuento de las mil palabras"?
    –Bueno, el año anterior estuve como miembro del jurado y le puedo decir que el concurso no tuvo tanto nivel como los anteriores. Lo mismo aceptaron los demás miembros del jurado.

    –Finalmente, señor Ribeyro, ¿cuándo aparece el tan esperado cuarto volumen de La palabra del mudo?
    –No lo sé. También Carlos Milla, mi editor, me lo está exigiendo. Lo que pasa es que yo quiero que se imprima con la misma calidad de papel, formato y carátula con que se imprimieron los otros tomos. Lo que actualmente es difícil. Así es que estamos en tratos. Espero que salga pronto, porque ya tengo el material casi listo.

    1991

    Julio Ramón Ribeyro


    DOS
    –Sobre Dichos de Luder no hay declaraciones suyas. Además que es una obra muy poco difundida, ¿verdad?
    –Bueno, puedo decirle por qué. Es que la mitad de la edición fue enviada a París como pago por los derechos de autor. Está allá todavía, la tengo guardada en un ropero. (Sonríe).

    –500 ejemplares, ¿no?
    –Sí, más o menos. No sé si fueron 500 o mil los ejemplares que se editaron. Sólo sé que me enviaron la mitad de los libros publicados.

    –¿Cree usted que este libro es una evolución de Prosas apátridas o una disgregación de este libro?

    –No, no tiene nada que ver con Prosas apátridas.

    –Pero ambos tienen el tono pesimista, filosófico.
    –Sí, puede ser. Pero, obviamente, que en Prosas apátridas los textos son un poco más desarrollados, un poco más largos y, además, son mis propias reflexiones, directamente mías. Los textos de Dichos de Luder, en cambio, son réplicas, respuestas, afirmaciones, "dichos" por eso. Lo que pasa es que no he encontrado la fórmula que corresponde a lo que en francés se llama "propos" a esto o "les propos". Hay una cantidad de libros de este tipo en Europa. Por ejemplo: Les propos de Valery, Les propos de Sartre, que son cosas muy breves que sus autores han dicho.

    –¿Aforismos?
    –No sólo aforismos. Pueden ser también chistes, observaciones originales, ocurrencias o paradojas. En el caso de Dichos de Luder hay cosas que yo he dicho y cosas que yo he escuchado a otros escritores, como Julio Cortázar o Pablo Neruda.

    –Por otro lado, con el relato "Silvio en El Rosedal"¿no cree usted que inicia otra etapa narrativa? Es decir, una etapa más reflexiva, más personal tal vez en donde deja usted los temas candentes de la primera época.
    –Bueno, en el fondo los temas son de menos actualidad, es cierto, y más personales, más íntimos; no son como de los primeros cuentos. Digamos que en los primeros relatos, en su mayoría, si exceptuamos todos los primeros escritos en primera persona, son cuentos de temas en que hablo de otros personajes, de mí mismo no hablo…

    –Esta misma tonalidad…
    –Usted dirá que "Silvio en El Rosedal" está escrito en tercera persona pero Silvio es, más o menos, una representación, un delegado mío, yo soy una especie de Silvio en el fondo.

    –¿Esto mismo va a continuar en La palabra del mudo,tomo cuatro?

    –No, el tomo cuatro va a tener, va a constar de varias partes. (Breve silencio). Hay una serie de relatos como "Ausente por tiempo indefinido" en los cuales el personaje es un escritor. Y también hay una serie de relatos sobre el barrio miraflorino de Santa Cruz, un barrio en el que he vivido en mi infancia y juventud. Estos últimos cuentos son de varias vertientes, de varios estilos y hasta de varias épocas. Ya resulta un poco abusivo el título general de mis cuentos, La palabra del mudo, porque ya son otras cosas. Pero como para mantener este título en buena cuenta está bien. Porque originalmente –como lo digo en el prólogo del primer tomo–La palabra del mudo es la palabra de la gente que no tiene la posibilidad de expresarse. Mientras que ahora es mi voz, es la mía, se ha convertido en eso. La palabra del mudo, cuarto tomo, soy yo. El mudo que estaba callado y que, de pronto, habla y aparece con nuevos campos.

    –Actualmente, ¿se está dedicando a escribir o a corregir?
    –Paralelamente estoy escribiendo y corrigiendo. En especial sobre los años cuarenta en el barrio de Santa Cruz, sobre el Miraflores de esa década.

    –Con respecto a tener temas más íntimos los críticos dicen que esto corresponde a la crisis del escritor, que ya no tiene otras perspectivas, que ya no tiene otras posibilidades de hablar.
    –Es posible, yo no lo pongo en duda. Pero yo he creído siempre que el escritor verdaderamente genial es el que escribe no importa qué, olvidándose de sus propias experiencias, de su propia vida. Qué le puedo decir: sobre las cruzadas, sobre Platón, de algo que pasó en Afganistán o en Japón. Ese es el escritor verdaderamente épico, que inventa, que saca todo de la nada. Mientras que el tipo que está sacando cosas del interior, de su propia vida, de su propia experiencia, es un escritor lírico, menor, ¿no?, de menor peso, de menor envergadura, pero al…

    –¿Pero...?
    –Pero al mismo tiempo –como todo tiene su contraparte, como todo argumento tiene su contrargumento–hay grandes escritores que han tratado íntegramente sobre su propia vida, que es el caso de Proust. Efectivamente, Proust no ha hecho sino escribir sobre él mismo, desde la primera hasta la última línea.

    –¿A qué libros se refería cuando decía haberse arrepentido de haberlos leído en su juventud? ¿A los bodoques de La comedia humana?
    –No, a los de La comedia humana no, nunca. Me he arrepentido de haber leído a…

    –¿A Thomas Mann?
    –No, a Thomas Mann no. Creo que hablaba de Goethe, de las Novelas de aprendizaje, que son realmente aburridísimas.

    –Refiriéndonos a su escepticismo: ¿Cuándo se inició esto en usted? ¿Cuándo tomó conciencia de ello?
    –La verdad, yo creo que a fuerza de preguntársemelo y decírsemelo yo he terminado por creerlo. (Risas). Bueno, escéptica es la persona que duda y que considera que es muy difícil llegar al conocimiento de la verdad. Si lo consideramos así, tal vez, yo sea un escéptico. Aunque hay personas mucho más rigurosas que, digamos, no creen en nada, en ese sentido no soy así, porque yo creo en algunas cosas.

    –Pero duda siempre.
    –Sí, sí. La duda siempre…

    –¿Como don?
    –No, como método. Un poco a la manera de Descartes.

    –Muy racionalista, ¿no es cierto?
    –Sí.

    –¿Y quién es Ribeyro para usted?
    –¿Ribeyro? Vaya qué difícil, qué pregunta. Esta es una buena pregunta, para esto tendría yo que acabar un libro, precisamente mi autobiografía que la vengo escribiendo desde hace algún tiempo. Tal vez sepa la respuesta al final, cuando termine el libro.

    –¿No le parece que su silencio lo hace famoso?
    –No, pero ha contribuido a ello.

    –¿No crea usted un aura mítica?
    –Es posible. Por eso es que no me conviene, si quiero mantener esa aura mítica, conceder entrevistas demasiado largas.

    En esos momentos llega la fotógrafa, seguida de dos compañeras del diario. Julio Ramón dice: "Adelante, pasen" y luego me pregunta: "¿Quiénes son?". Le explico que una de ellas es fotógrafa y las otras dos, admiradoras suyas. Julio Ramón se inquieta, sonríe y dice: "Lamentablemente yo tengo que hacer dentro de un ratito". Lily Saldaña, la fotógrafa, me pide que abra las cortinas para algunas tomas de contraluz y, mientras voy tirando del cordón, le digo a Julio Ramón: "¿En qué estábamos?". Mientras Lily sigue disparando, Julio Ramón dice: "Ah, estaba diciéndole que estoy, que me están privando de mi marginalidad y que están maltratando mi aura de hombre solitario, de hombre que no concede entrevistas. Puede ser, ah. Es la última vez…".

    –¿Es la única entrevista que ha concedido en estas semanas?
    –La única en todo el año –siento que la entrevista está a punto de quebrarse.

    –¿No se siente un poco privado –le pregunta mi amigo Luis Bullón, que hasta el momento no había intervenido– de cosas que quiere hacer, como portarse como un mortal corriente?
    –Yo me comporto como un mortal corriente cuando estoy de incógnito –responde Julio Ramón sonriendo.

    –¿En París –vuelve a intervenir Luis Bullón–se siente más cómodo?
    –Ah, en París, claro, nadie me conoce –replica Julio Ramón.

    –Pese a que Alfredo Bryce –le digo–se fue de París a Barcelona porque lo molestaban mucho.
    –Sí –dice Julio Ramón–, pero igualmente lo van a molestar allá en Barcelona. Incluso ya dejó Barcelona, ahora está en Madrid.

    –La emigración a París –le digo–¿no le parece que es un signo del fracaso cultural de América Latina?
    –No, no creo –dice Julio Ramón, mientras gasta unas bromas con la fotógrafa–. Hay muchos escritores y quizá los mejores escritores peruanos nunca han salido de Lima o del país, en todo caso, han viajado poco a Europa. Puedo citar el caso de Martín Adán, quien es, después de Vallejo, el más grande poeta peruano, creo que viajó sólo una vez a Arequipa y Cusco, además ya de viejo. Pero casi no se movió de Barranco o del Larco Herrera. El caso de José María Arguedas es otro. Arguedas es un escritor que ha hecho su obra en el Perú, a pesar de haber vivido en España algunos meses gracias a una beca y a pesar de haber realizado conferencias en Francia, Alemania y otros países. Aunque tuvo influencias bien marcadas del ambiente cultural de otros países, Arguedas ha hecho toda su obra en el Perú.

    –De otro lado, ¿le molestaría a usted que lo consideraran filósofo?
    –No –dice Julio Ramón.

    –¿Se cree filósofo?
    –Yo creo que sí. Si me define usted al filósofo como a un hombre que busca la razón de las cosas y, lógicamente, como amante de la Sabiduría, yo creo que sí, sí me gustaría…

    –¿Un Platón peruano?
    –Un Platón sería un orgullo, una gloria para mí.

    –En narrativa peruana, haciendo comparaciones, tal vez usted es un Hemingway y Vargas Llosa un Faulkner.
    –¿Un Hemingway?

    –Por lo claro y sencillo.
    –¿Es un juicio de valores?

    –No. Lo que quiero decir es que usted es el polo opuesto, digámoslo así, de Vargas Llosa en la técnica narrativa, como lo fue Hemingway de Faulkner.
    –No crea usted. En Hemingway hay una técnica, una gran técnica que no se nota mucho, que no se percibe demasiado. Pero yo no conozco mucho a Hemingway, no lo conozco muy bien. He leído cuentos de él, algunas de sus novelas, no todas, pero quien lo conoce bien es Alfredo Bryce, que es un fanático de Hemingway. Alfredo dice que hay una técnica en la obra de Hemingway de la cual ha aprendido muchísimo.(Breve silencio). Hemingway es un poco un narrador que describe comportamientos, ya que sus personajes están siempre en acción. Hemingway no se pone a explicar lo que piensa un personaje, nunca, sino los hace actuar. Hemingway tiene cuentos geniales, como es el caso de "Los asesinos". Por ejemplo ahí hay gente que está hablando, haciendo cosas y no pensando. El lector se entera de los personajes por medio de sus actos y no por descripciones. Yo no sé si en Alfredo Bryce se nota esto. Tendría que releer los libros de Alfredo Bryce para ver si hay una presencia de Hemingway, si relata estados del alma o simplemente acciones.

    –¿El cambiar de temas no cree que le cause menor aceptación dentro de los lectores porque ya no trata generalmente de sus problemas?
    –No, no, no. A mí muchas veces me han dicho, amigos y críticos, que por qué no sigo escribiendo cuentos como la primera época, que es lo que le gusta al lector. A mí no me importa, qué voy a hacer yo, yo no voy a escribir para darle gusto al lector.

    –¿Y los críticos le interesan?
    –Me interesan poco. ¿Cómo le puedo decir? Leo libros de crítica, pero sobre los autores que me interesan. He leído una cantidad considerable de libros sobre las obras de Flaubert, Stendhal o Kafka, esos libros sí me interesan un poco, pero que escriban sobre mí, no.

    –¿Qué diferencia encuentra entre los críticos peruanos y los franceses o europeos?
    –Yo creo que los críticos peruanos siguen con cierto retraso las tendencias de la crítica europea o extranjera. Lo que está de moda, quiero decir. No citaré nombres, pero hay quienes siguen todavía con el método de Roland Barthes, Georg Luckács, Lucien Goldmann…

    –¿De Sartre?
    –De Sartre también.

    –¿Sartre influenció mucho en usted?
    –No.

    –¿No? ¿Ni en lo social?
    –No.

    –¿Ni en lo comprometido?
    –No.

    –¿Anatole France? –intervino mi amigo Luis Bullón.
    –Anatole France probablemente más que Sartre. Anatole France es un escritor que nadie lee ahora, está sumamente olvidado. Pero curiosamente, hay una especie de renacimiento de Anatole France ahora en Francia. Quiero decir que están reeditándose sus libros en colecciones de bolsillo, porque en una época ya no se editaban más. Había que buscarlos en las librerías viejas. Ahora, como repito, ya están saliendo hasta en libros de bolsillo. La gente lo lee con interés porque es un gran escritor, un gran prosista, un hombre como Sartre –si quiere usted–del siglo XIX: muy comprometido con lo social, en su caso con el caso Dreyfus.

    –Como lo fue Proust.
    –Pero Proust estuvo defendiendo a Dreyfus porque era judío como él, es decir, por razón de consanguinidad.

    (Lily Saldaña sigue disparando y Julio Ramón se pone de pie para algunas tomas.)

    –Una de las causas del éxito –dice mi amigo Luis Bullón–que tienen sus cuentos se debe a que usted es muy asequible a todo tipo de público, no sólo a uno elitista sino a un público no muy iniciado en literatura. Cualquier lector entiende muy bien y se divierte muy bien con sus cuentos.
    –Ah, ya, eso sí. Asequibles son mis cuentos, no yo. No, la verdad, yo también lo soy.

    –Tiene un sentido del humor –vuelve a intervenir Bullón–, de la ironía, del absurdo muy especial. Creo que es un don, no se puede aprender eso. Parece que usted tiene eso.
    –Sí, en todo caso –dice Julio Ramón–hay un aspecto de mis cuentos, de mis libros, que es muy poco percibido por los críticos y justamente es el humor. Toda la gente me considera un escritor muy sombrío, muy escéptico, muy trágico, es decir, pesimista, cuando hay, yo creo, cosas muy divertidas. Yo me divierto mucho cuando escribo.

    (Todos sabíamos que eran los últimos instantes, de manera que le pedimos una última molestia: que, por favor, nos dedicara, a Luis Bullón y a mí, Prosas apátridas; cada uno de los dos había traído un ejemplar. Julio Ramón cogió un bolígrafo y:)

    –Debe parecerle –comentó Luis Bullón–muy superfluo este tipo de ceremonias. ¿De repente usted lo hizo de joven?
    –Ah, sí, sí. Yo tengo dedicatorias importantísimas.

    –¿Cómo cuáles?
    –Tengo libros dedicados por John Steinbeck, Samuel Beckett, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar.

    –¿Y de los peruanos? –dije.
    –De los peruanos, todos.

    –¿Fue una broma eso de que el libro autografiado por Ciro Alegría lo cambió por cigarrillos? –dijo Luis Bullón.
    –Ah, sí, eso lo cuento en "Sólo para fumadores". Fue una exageración mía. (Sonríe).

    –Estaba muy gracioso –dijo Bullón–. Le tuvo que aumentar el teatro de Antón Chéjov. (Julio Ramón está dedicándonos sus libros). ¿Últimamente tiene interés personal por algún escritor? –agregó Bullón–. Milan Kundera, de repente, ¿ha leído algo de él?
    –Sí.

    –¿Qué le parece? –dijo Bullón.
    –Es bueno, eh. Aunque un poquito manierista.

    –Sobre la muerte de Graham Greene, ¿qué puede usted decir? –le pregunté.
    –Nada. (Pausa). La otra vez me preguntó por teléfono, hasta París, un grupo de periodistas: "Oiga, ¿qué opina usted sobre el Premio Nobel concedido a Octavio Paz?". (Gestos con las manos). No pienso nada, dije. (Risas). ¿Para qué? ¿Que quieren que diga? "¿Ah, qué suerte, es un alto honor para América Latina?". Tonterías.

    –¿Guarda aunque sea –dijo Bullón–una pequeña esperanza de que a usted lo reconozcan con ese premio?
    –No, está muy difícil.

    –¿Alguna vez –volvió a preguntar Bullón–lo pensó como posibilidad, aunque sea muy remota?
    –No, con recibir el Premio Nacional de Literatura es suficiente.

    –¿Y el Asturias? ¿Y el Cervantes? –le dije.
    –No, no creo. (Breve silencio). Bueno, muchachos, creo que eso es todo.

    Julio Ramón Ribeyro había hecho hablar al mudo. Era el momento de despedirnos. Le agradecimos sus atenciones. Sentí una fuerte emoción, inolvidable, cuando estreché su mano y cuando lo vimos cerrando amable, cortésmente la puerta de su departamento. Más tarde, cuando viajábamos en el automóvil del diario, con el corazón grande y alegre, abrí las Prosas apátridas y leí: "A Jorge Coaguila, que me atormentó durante horas con preguntas para una publicación en El Peruano, muy cordialmente, Julio Ramón".


    ROXANA BOCANEGRA DIAZ

    Nota
    El final del texto aclara que el entrevistador es Jorge Coaguila, al menos en la segunda entrevista. 


    Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / Reseña

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    Julio Ramón Ribeyro

    PROSAS APÁTRIDAS

    Por Santiago Roncagliolo


    Un empleado mediocre se emborracha una noche con su jefe. Entre los vapores del alcohol, se hacen grandes amigos, se juran fidelidad, se prometen hermandad eterna. El empleado se siente valorado, gratificado. Pero al día siguiente, cuando llega al trabajo y saluda confiadamente a su nuevo compañero, el jefe apenas recuerda su nombre.

    Un hombre que deambula por el malecón entra en un bar y traba conversación con la camarera. Entre copas y bromas, coquetean. Al final de la noche, ella le pide que lo ayude a cerrar el local. Él carga las pesadas sillas pensando que tiene asegurada una cama caliente para paliar su soledad. Pero después de cerrar, ella lo deja fuera, solo, abandonado a la fría y húmeda intemperie.

    Esos son dos argumentos de Julio Ramón Ribeyro, sin duda el cuentista peruano más importante del siglo XX. En una época en que la novela latinoamericana engordaba, rompía los moldes y desbordaba los límites del lenguaje, Ribeyro se convirtió en un observador de lo cotidiano, de los pequeños gestos, del gris habitual de la existencia. Por eso, el género que más cultivó –y el que mejor se adecuaba a su sensibilidad– era el cuento, en el que prima la sencillez narrativa y los detalles adquieren un valor mucho mayor que en la vorágine de la novela. Y también por eso despreciaba “la ostentación literaria de muchos escritores latinoamericanos. Su complejo de proceder de zonas periféricas, subdesarrolladas, su temor a que los tomen por incultos [...] Aspecto nuevo rico de sus obras: palacetes heteróclitos, monstruosos, recargados […] Su propio brillo los desluce.”

    La narrativa de Ribeyro, más que en el boom latinoamericano, se siente cómoda en la tradición de Maupassant, incluso de Carver: sus relatos están hechos de cosas pequeñas para la historia de la humanidad pero grandes para sus protagonistas. Y lo mismo puede decirse de sus Prosas apátridas, que según el prólogo, no son “las prosas de un apátrida o de alguien que, sin serlo, se considera como tal. Se trata, en primer término, de textos que no han encontrado sitio entre mis libros ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos. En segundo término, se trata de textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo [...] carecen de un territorio literario propio.”

    Desde esta tierra de nadie, Ribeyro nos ofrece un conjunto de observaciones sobre un mundo en que aún existía la verdad. Y se atreve a dudar de ella. En la próspera Francia democrática, la visión de un par de barrenderos franceses le hace notar que “toda revolución no soluciona los problemas sociales sino que los transfiere de un grupo a otro, no siempre minoritario”. En el París post-68, se burla de los jóvenes hirsutos y barbudos que arengan a los obreros a levantar las barricadas, mientras los proletarios quieren pasar su domingo en paz después de trabajar toda la semana. Sus aforismos ponen constantemente el dedo en la llaga y señalan las escenas de la vida cotidiana que derrumban el edificio ideológico más sólido.

    Y es que la influencia del existencialismo formó a un Ribeyro notablemente sensible a la ausencia de sentido. El encuentro fortuito con un antiguo conocido le hace pensar en cuántas coincidencias deben haber ocurrido para que sus caminos se crucen en esa calle, en ese momento. La visión de los transeúntes que circulan despreocupados por la calle suscita en él horror por la indiferencia general ante la certidumbre de la muerte: “¡Con qué irresponsabilidad vive la gente!... ¿Ignoran acaso que a la vuelta de la esquina nos acecha lo invencible?”

    Por eso, su propia vida es tratada en este libro como un efímero paréntesis, en el que incluso el concepto del tiempo depende de nuestros antecesores y nuestros descendientes. “Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo”. Cuando su pequeño destruye los adornos de la casa, Ribeyro intuye la llegada de un nuevo mundo que acabará con el de sus predecesores. Y si el futuro es incierto, el pasado también. Nuevas revelaciones de hechos sin importancia nos obligan a reinterpretar constantemente lo que dábamos por seguro. La única perspectiva absoluta de las cosas es, paradójicamente, la que ofrece la muerte.

    Esta línea de pensamiento recuerda a la pesimista filosofía francesa contemporánea. De hecho, en uno de sus libros menos conocidos, Dichos de Luder, Ribeyro reúne una colección de aforismos que podrían haber sido firmados por Cioran. Pero en las Prosas apátridas figura una tabla de salvación ante el oleaje de este mundo inasible y aplastante: la escritura como último acto de resistencia. “…Escribo páginas como ésta, para dejar señales […] En cada letra que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida, que otros descifrarán como el dibujo de la alfombra”.

    Ribeyro envidia a los hedonistas, a quienes son capaces de vivir sin dar testimonio de la vida. Porque su vocación de dar sentido a lo que le rodea lo aparta constantemente de la existencia, lo convierte en un espectador que redacta informes sobre la realidad sin ser capaz de compenetrarse con ella, como un espía discreto y silencioso que se confunde con sus investigados pero nunca termina de formar parte de ellos. Y sin embargo, a la vez, la lucidez de su escritura le permite trascender el mundo, la soledad que lo agobia e incluso la muerte.

    En uno de los aforismos más hermosos de Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro dice: “No somos más que un punto de vista, una mirada”. Este libro recopila su mirada personal, y al hacerlo da forma al más entrañable de sus personajes.



    Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / Un libro sin patria literaria

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    Julio Ramón Ribeyro


    Julio Ramón Ribeyro

    PROSAS APÁTRIDAS
    Un libro sin patria literaria


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    A veinte años de su muerte, el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, es quizás de los escritores más entrañables de la literatura peruana y latinoamericana. Siempre de perfil bajo y con un cigarrillo en los labios o entre los dedos escribió y describió a través de su obra el lado difuso, incomprensible en que las personas a veces solemos estar en determinados momentos.
    Ribeyro empieza a cruzar fronteras, poco antes de que muriera y ganara el Premio Juan Rulfo de 1994 (aun así todavía no es tan conocido, pero si ya muy respetado); es autor de ‘La palabra del mudo’, que es el libro que contienen toda su obra cuentista y por la que se hizo conocido, además de publicar piezas teatrales, tres novelas y un ensayo entre otras cosas, tiene en su haber un libro, a lo mejor el menos comprendido, pero a su vez el más contundente titulado: ‘Prosas apátridas’.
    Prosas apátridas es, tal vez, uno de los mejores textos sobre ideas, percepciones de la realidad y conocimiento del entorno, que se ha publicado en años. Este es obviamente una impresión muy mía, tiznada quizás por la admiración que tengo hacia el escritor, pero no creo que desacertada.
    Se titula apátridas, porque tal como dice el escritor son textos: “sin patria literaria… ningún género quiso hacerse cargo de ellos… Fue entonces cuando se me ocurrió reunirlos y dotarlos de un espacio común, donde pudieran sentirse acompañados y librarse de la soledad”.
    Temas como el tiempo, la edad, el sexo, el amor, la tristeza, la soledad, la vida misma se ven enriquecidas en cada página del libro, por ejemplo:
    La palabra del mundo“Debo reprimir en mí una tendencia cada vez más acentuada hacia la caridad que me conduce a una santidad secreta y sin esplendor. Santidad sospechosa, además, pues, como dice Melville, no hago sino reservarle golosinas a mi conciencia. Ahora por ejemplo, dedicarle a la portera cinco minutos de conversación, cuando en casa me aguardaba trabajo y preocupaciones .Simplemente porque medio pena verla sola en su loge y    pensé que lo único que esperaba, lo que podía iluminar su día declinante, minado por tantos trajines, eran las palabras de un inquilino. Y las palabras que ella aguardaba: el mal tiempo, la carestía de todo, etc. Tomó la conversación con entusiasmo, sus ojitos brillaron, se desarrugó, algo extinguido en ella empezó a flamear y no dudo de que al acostarse encontrará esta noche menos sucios los muros de su cuarto y menos fría su cama de horrible vieja viuda” (Ribeyro. p.120).
    Podemos establecer solo en ese texto existe la interrelación entre la soledad y el hastío, incluso la misericordia y el contraste entre la belleza y la posición del autor frente a ella. Y es que Ribeyro por su propia forma de vivir podría considerarse un ser marginal, que son los que pueblan la mayoría de sus cuentos, incluso de sus tres únicas novelas que publicó: ‘Los Geniecillos Dominicales’, ‘Cambio de guardia’ y ‘Crónica de San Gabriel’.
    Las prosas apátridas son en realidad pensamientos, ideas, aforismos de un hombre flaco (como lo fue el escritor) caminando por las calles de París (la mayoría de los textos son situados allí), Lima o en una buhardilla u habitación donde solía escribir.
    “El lado del carril de la vida, por donde todos andamos, hay una vía paralela, que eligen solo los iluminados. Vía expresa, no se detiene en ninguna estación ni se deja tentar por las delicias del paisaje. Ella lleva directamente a su término y en el plazo más corto, pues el tiempo que la gobierna no es el que figura en nuestros relojes. ¿Quién no ha estado tentado alguna vez de seguirla? He conocido a héroes precoces, drogados inclementes, que desdeñaron la senda ordinaria, por su prisa desesperada de llegar, centelleando, a la muerte” (Ribeyro, p.69).
    El protagonista es Julio Ramón Ribeyro o una representación del él mismo a través de sus observaciones sobre cualquier cosa que no resulta intrascendente.
    Pero analicemos un poco más. Si bien el escritor nos da señales de que es un libro que carece de patria literaria, a su vez puede ser el que representa la totalidad de sus escritos. Es decir, existe una especie de interrelación entre la forma como mira el escritor el mundo en las prosas y ello puede significar a su vez lo que constituye la mayor parte de su obra que son sus cuentos, sin menospreciar sus tres novelas, solo tres, nada más(si analizamos a la vastedad novelas publicadas por escritores de su generación y posterior), hay una correlación entre este libro y los demás de su autoría, como los diarios reunidos en un título llamado: ‘La Tentación al fracaso’, o ‘Los dichos de Luder’, libro que se acercaría mucho a las prosas estamos haciendo mención.
    Las Prosas apátridas son fragmentos que constituyen una forma de escribir, como diría Gallegos Santiago en un estudio sobre el texto del escritor:
    Prosas apátridas“(…) la irrupción de lo múltiple e indeterminado, el pensamiento que rechaza el sistema, los centros, lo acabado; la escritura fragmentaria es aquella que se escurre, inasible a cualquier pretensión clasificatoria y, desde su supuesta marginalidad cuestiona las verdades estables, las totalidades firmes y los viejos dogmatismos. Todo texto bajo esta perspectiva es algo parcial que nunca se completa. Las ilusiones de totalidad o de cierre de los géneros convencionales solo son posibles si las entendemos como “totalidades parciales” de algo que nunca se llega representar totalmente”. (Gallegos. p. 58)
    Ribeyro no perteneció al boom latinoamericano de la literatura y empezó a ser reconocido, como mencionamos párrafos arriba, poco antes de morir, en ese sentido, este libro que si bien puede ser una extensión del pensamiento ribeyriano, si nos centramos en la idea de que la libertad del hombre consiste en determinar sus actos, Julio Ramón ha sido capaz de reunir una serie de fragmentos que configuran una especie de conciencia sobre aquello que sucede alrededor, no procura establecer nexos entre uno y otro fragmento la idea es describir lo que ve, lo que siente, Erich Fromm quizás nos explica mejor sobre ello, en su Psicoanálisis de la sociedad contemporánea:
    “El hombre solo puede realizarse a sí mismo si está en contacto con los hechos fundamentales de su existencia, si puede experimentar la exaltación del amor y de la solidaridad lo mismo que el hecho trágico de su soledad y carácter fragmentario de su existencia”. (Fromm, p. 124)
    ¿No son acaso estos fragmentos de las Prosas Apátridas una forma de entender el mundo en sus más mínimos y desconcertantes detalles? Ribeyro se emociona, razona, explica, busca explicaciones, procura fomentar ideas que se le ocurren en determinados momentos, momentos que pueden ser vistos, si contextualizamos esta nota, como fragmentos de la existencia humana, tal como sugiere Fromm.
    Cada situación tiene un tipo de consecuencia algo que se puede distinguir, que se puede apreciar, Ribeyro no deja escapar aquello que de repente ve y presume que forma parte de algo que está más allá de una simple vista, no se trata de un pesimismo propiamente dicho, sino de establecer un contacto consigo mismo y con lo que le rodea en una circunstancia determinada:
    “Esas horas usadas en la espera –la habitación a oscuras, fumando, la plaza desierta-, esas horas sustraídas al reposo, al trabajo, al placer, nadie me las devolverá ni me las recompensará. Horas sin compañía ni testigos, solo yo las conozco, horas muertas peores que la muerte. Ellas me han laminado, cepillado, convertido en un sucio aserrín” (Ribeyro, p.135).
    Finalmente a Julio Ramón Ribeyro hay que leerlo, es un escritor que matiza la belleza de su prosa con aquellas situaciones que pueden resultar grotescas, tristes, rimbombantes, tragicómicas, secundarias, y por tanto le da podio especial a lo insignificante. He allí la importancia de su obra y en espacial de las ‘Prosas apátridas’porque hace de las casualidades o las circunstancias un momento significativo del que se puede decir algo.


    Julio Ramon Ribyero / Prosas apátridas / Citas

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    Julio Ramón Ribeyro
    PROSAS APÁTRIDAS
    Citas

    ... Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Pág. 3-4

    ... La duda, que es el signo de mi inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar... Pág. 5

    ... El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Pág. 8

    ... La locura en muchos casos no consiste en carecer de razón sino en querer llevar la razón que uno tiene hasta sus últimas consecuencias. Pág. 9

    ... Muertos los viejos dioses por la razón, renacieron multiplicados en las divinidades mezquinas de las oficinas públicas. En sus ventanillas enrejadas están como en altares de pacotilla, esperando que les rindamos adoración. Pág. 11

    ... Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer (...) Como somos imperfectos nuestra memoria es imperfecta y sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos. Pág. 12

    ... La historia es un juego cuyas reglas se han extraviado. Filósofos, antropólogos, sociólogos y políticos las buscan, cada cual por su lado, de acuerdo a sus intereses o a su temperamento. Pero sólo encuentran retazos de ellas (...) Lo terrible sería que después de tantas búsquedas se llegue a la conclusión de que la historia es un juego sin reglas o, lo que sería peor, un juego cuyas reglas se inventan a medida que se juega y que al final son impuestas por el vencedor. Pág. 15

    ... La existencia de un gran escritor es un milagro, el resultado de tantas convergencias fortuitas como las que concurren a la eclosión de una de esas bellezas universales que hacen soñar a toda una generación (...) Y algunos han probablemente reunido todas esas cualidades, pero faltó la circunstancia azarosa, la aparentemente insignificante (la lectura de un libro, la relación con tal amigo) capaz de servir de reactivo al compuesto... Pág. 17

    ... El ajedrez es como el amor venal, en el cual la pareja se reúne no por afinidad ni simpatía sino porque se necesitan recíprocamente para obtener de su conjunción un disfrute. Pág. 21

    ... La primera resquebrajadura de su universo coloreado, gráfico, será el signo de la pérdida de su candor y de su ingreso al mundo individual de los adultos... Pág. 22

    ... Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos, incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran continuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito, como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde solo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Pág. 24

    ... Hay amores horribles que ultrajan en realidad el abolengo de este sentimiento y lo despojan de toda su aureola romántica. Pág. 25

    ... La madurez es una impostura inventada por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su autoridad. Pág. 26

    ... La cultura no es un almacén de autores leídos sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado. Pág. 28

    ... Cabe pensar que la Revolución Francesa, toda revolución, no soluciona los problemas sociales sino que los trasfiere de un grupo a otro, mejor dicho, se los endosa a otro grupo no siempre minoritario (...) Es cierto que 1879 produjo la burguesía más inteligente del mundo, pero al mismo tiempo miles de epiceros, de conserjes y de barrenderos de metro. Pág. 29

    ... ¡Con qué irresponsabilidad vive la gente! (...) ¿Ignoran acaso que no hollan terreno seguro, que vivimos en permanente toque de queda, que a la vuelta de cada esquina los acecha lo invencible? Pág. 31

    ... Así, ciertas inteligencias medianas ven con mayor precisión y con mayores matices el mundo que las inteligencias luminosas, que ven sólo lo esencial. Pág. 32

    ... No hay que exigir en las personas más de una cualidad. Si les encontramos una debemos ya sentirnos agradecidos y juzgarlas solamente por ella y no por las que les faltan (...) Tomemos de ella lo que pueda darnos. Que su cualidad sea el pasaje privilegiado a través del cual nos comunicamos y nos enriquecemos. Pág. 34

    ... La expresión de los ciegos es libre, la más natural que pueda darse. Recuerda un poco la expresión de la gente que duerme. Parece que el rostro se organizara alrededor de la mirada y cuando esta desaparece, se desbarata. Pág. 35

    ...la soledad de los niños prefigura la de los viejos (...) Así se juega de niño, solo. Así se toma el sol en la vejez, solo. Entre ambas edades, el interregno poblado por el amor o la amistad, el único cálido, soportable, entre dos extremos de abandono. Pág. 37

    ... Por lo general, todo hijo termina por alcanzar la edad de su padre o por rebasarla y entonces se convierte en el padre de su padre. Solo así entonces podrá juzgarlo con la indulgencia que da el "ser mayor", comprenderlo mejor y perdonarle todos sus defectos. Pág. 39

    Cada amigo es dueño de su gaveta escondida de nuestro ser, de la cual solo él tiene la llave e ido el amigo la gaveta queda para siempre cerrada. Alejarse de los amigos es así clausurar parte de nuestro ser (...) Salvo que el nuevo amigo se parezca extremadamente al anterior (...) Pero por más afecto que nazca siempre será el imitador, el falsario, el que no accederá jamás a la cámara más preciada. Pág. 42-43

    ... Es necesario dotar a todo niño de una casa (...) Pero al niño hay que dársela porque no olvidará nada de ella, nada será desperdicio, su memoria conservará el color de sus muros, el aire de sus ventanas, las manchas del cielo raso y hasta "la figura escondida en las venas del mármol de la chimenea". Todo para él será atesoramiento. Pág. 43

    ... Nada en el mundo abierto y andarín podrá reemplazar al espacio cerrado de nuestra infancia, donde algo ocurrió que nos hizo diferentes... Pág. 44

    ... Lo que pierde a los hombres no es tanto sus grandes vicios como sus pequeños defectos. Pág. 45

    ... el arte llamado moderno no sería otra cosa que un detalle ampliado del antiguo o un "mirar de más cerca" la realidad. Simple cuestión de distancia. Pág. 47

    ... En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Con unas conversamos cinco minutos, con otras andamos una estación, con otras vivimos dos o tres años, con otras cohabitamos diez o veinte. Pero en el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre. Pág. 48-49

    ... Y a costa del dolor, aprenden. Su condición para progresar es justamente estar en contacto permanente con el mundo adulto, con lo grande, lo pesado, lo desconocido, lo hiriente. Pág. 49

    ... Desde la Antigüedad hasta nuestros días existe un denominador común en el hombre: la crueldad. Pág. 50

    ... Mi mirada adquiere en privilegiados momentos una intolerable acuidad y mi inteligencia una penetración que me asusta. Todo se convierte para mí en signo, en presagio. Las cosas dejan de ser lo que parecen para convertirse probablemente en lo que son (...) Cada cosa pierde su candor para trasformarse en lo que esconde, germina o significa. En estos momentos, insoportables, lo único que se desea es cerrar los ojos, taparse los oídos, abolir el pensamiento y hundirse en un sueño sin riberas. Pág. 51

    ... Diríase que la historia se ha hecho para olvidarse (...) El hombre no puede al mismo tiempo enterarse de la historia y hacerla, pues la vida se edifica sobre la destrucción de la memoria. Pág. 54

    ... escribir, más que trasmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos sólo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos. Pág. 59

    ... Todo lo que hemos vivido y que tendemos a considerar como una adquisición definitiva, inmutable, está constantemente amenazada por nuestro presente, por nuestro futuro. Pág. 59

    ... Pero no todo se deteriora en esta permanente erosión del pasado. También las épocas sombrías se iluminan (...) En suma, nada hemos adquirido, ni paz, ni gloria, ni dolor, ni desdicha. Cada instante nos hace otros, no sólo porque se añade a lo que somos, sino porque determinará lo que seremos. Pág. 60-61

    ... Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos. Pág. 62

    ... En cuántas bifurcaciones de los pasillos del metro he perdido para siempre una amor. Pág. 64

    ... También mueren los lugares donde fuimos felices. Pág. 66

    ... Con ellas sabemos a qué atenernos, o están con nosotros o están contra nosotros, pero nunca esas medias tintas... Pág. 70

    ... Vieja y exacta metáfora de identificar a la mujer con la tierra, con lo que se surca, se siembra y se cosecha. El arado y el falo se explican recíprocamente. Ellas son en realidad el humus donde estamos asentados, de donde hemos venido, hacia donde vamos. Hacer el amor es un retorno, un impulso atávico que nos conduce a la caverna original, donde se bebe el agua que nos dio la vida. Pág. 71

    ... Cada vez más tengo la impresión de que el mundo se va progresivamente despoblando, a pesar del bullicio de los carros y del ajetreo de la muchedumbre. ¡Es tan difícil ahora encontrar una persona! No nos cruzamos en la calle sino con siluetas, con figuras, con símbolos. Pág. 72

    ... sólo verifico ahora sus efectos. Pero es penoso que tengamos que vivir entre fantasmas, buscar inútilmente una sonrisa, un convite, una apertura, un gesto de generosidad o de desinterés y que nos veamos forzados, en definitiva, caminar, cercados por la multitud, en el desierto. Pág. 73

    ... El tiempo desaparece conforme se usa (...) El único tiempo posible es el futuro, pues lo que llamamos presente no es sino una permanente desaparición. Pág. 75

    ... Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. (...) Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura sino la retórica que se añade a la afectación. Pág. 77

    ... El dolor lo vamos echando por pequeños paquetes y sólo queda en nosotros el estupor, la indignación. Pág. 80

    ... ¿Por qué nos aflije tanto la muerte de un niño? ¿No es acaso lo mismo morir a los ocho años que a los treinta o los cincuenta? No, porque con los niños muere un proyecto, una posibilidad, mientras que con los adultos muere algo ya consumado. La muerte de un niño es un despilfarro de la naturaleza, la de un adulto el precio que se paga por un bien que se disfrutó. Pág. 81

    ... Cenando de madrugada en una fonda con un grupo de obreros me doy cuenta que lo separa lo que se llama las clases sociales, no son tanto las ideas como los modales. Probablemente yo compartía las aspiraciones de mis comensales y más aún estaba mejor preparado que ellos para defenderlas, pero lo que nos alejaba irremediablemente era la manera de coger el tenedor (...) Es que los modales son un legado que se adquiere a través de varias generaciones y cuya presencia perdura por encima de cualquier mutación intelectual. (...) pues la comunicación entre las gentes se da más fácilmente a través de las formas que de los contenidos (...) Son el santo y seña que permite a una clase identificarse, frecuentarse, convivir y sostenerse, más allá de sus pugnas y discordias ocasionales. Lo único que puede llegar a nivelar los modales, inventando otros nuevos más naturales y soportables, son las verdaderas revoluciones. De allí que a las inauténticas se las reconoce, no por la ideología que tratan de propagar, sino por la perpetuación de los modales de una sociedad que creen haber destruido. Pág. 82-83

    ... En su comportamiento con las mujeres los hombres son por lo general recios, fatuos y francamente detestables. Pág. 84

    ... Momento de suprema elección, pues se trata de realidad de escoger entre la sabiduría o la estupidez. Pág. 88

    ... Son los días nefastos, en los cuales nada podemos desentrañar, pues nuestra conciencia está excesivamente embarazada por la razón y nuestros ojos empañados por la rutina. Limpiar ambos de lo que los estorba no es una tarea fácil. Pág. 90

    ... Lo tardío, lo superfluo, lo antiguamente codiciado, se amontona en torno nuestro, se organiza en lo que podría llamarse una casa, pero cuando ya estamos despidiéndonos de todo, pues esta vida acumulativa termina por edificarse en el umbral de nuestra muerte. Pág. 100

    ... pero siempre lo olvido, que la información no tiene ningún sentido ni sino está gobernada por la formación. Pág. 105

    ... Y me digo que no hay nada peor que caer bajo la dominación de los objetos. La única manera de evitarlo es poseyendo lo menos posible. Pág. 107

    ... Nuestro rostro es la superposición de los rostros de nuestros antepasados. (...) Casi nunca nos parecemos a nosotros mismos. Pág. 108

    ... Lo importante no es que Leonardo haya producido La Gioconda sino que la especie haya producido a Leonardo. Pág. 121

    ... La naturaleza es espontáneamente fea. La belleza se la hemos añadido nosotros, es una convención cuyo origen habría que buscar en los bucólicos griegos, en Virgilio, en los clásicos del "paisaje ameno", en los románticos ingleses, en fin, en la literatura. Pág. 125

    ... El Dorado, responde: "Sólo encontrarás el Paititi cuando logres arrancar de tus ojos el resplandor de la codicia". Pág. 129

    ... Un vicio se contrae a perpetuidad. La esencia del vicio es ser incorregible. Pág. 134

    ... "Nadie muere antes de su hora. El tiempo que dejamos (al morir) es tan poco nuestro como el que trascurrió antes de nuestro nacimiento". Pág. 136

    ... los críticos trabajan con conceptos, mientras que los creadores con formas. Los conceptos pasan, las formas permanecen. Pág. 137

    ... Nuestra vida depende a veces de detalles insignificantes. Pág. 145

    ... Construcciones de nuestra imaginación, existen sólo provisionalmente porque son falsas y se retiran para siempre cuando aparece el verdadero modelo. Pág. 149

    ... Amistad sentimiento solidario, amor solitario. Superioridad de la amistad. Pág. 150

    ... Son los días acreedores, los que llegan para llevarse algo y no para dejarnos algo. Pág. 152

    ... Imaginar un libro que sea desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un tesoro de experiencias, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes. ¿Por qué no escribirlo? Sí, pero ¿cómo? y ¿para qué? Pág. 154


    Julio Ramón Ribeyro
    "Prosas apátridas aumentadas"
    Editorial Milla Batres 1978




    Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / 1

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    Julio Ramón Ribeyro
    PROSAS APÁTRIDAS

    1

    “¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo esto? Quizás sólo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean Paul Sartre? ¿Por qué a Francois Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.”

    Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / 2

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    Julio Ramón Ribeyro
    PROSAS APÁTRIDAS

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    Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi caracter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad.

    Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / 3

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    Julio Ramón Ribeyro
    PROSAS APÁTRIDAS

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    El sentimiento de la edad es relativo: se es siempre joven o viejo con respecto a alguien. César Vallejo dice en un poema en prosa que por más que pasen los años nunca alcanzará la edad de su madre, lo que es cierto además. Es comprensible que los hombres de cuarenta o cincuenta años sigan sintiéndose jóvenes, pues saben que todavía hay hombres de setenta u ochenta. Sólo cuando se llega a esta última edad comienzan a escasear los puntos de referencia por la cima. Los octogenarios se sienten pocos, es decir solos, viejos.

    Julio Ramón Ribeyro / Prosas apátridas / 5

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    Belleza inmóvil
    Cuernavaca, México
    27 de noviembre de 2007
    Fotografía de Triunfo Arciniegas
    Julio Ramón Ribeyro
    PROSAS APÁTRIDAS

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    Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedan misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental, del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de sociabilidad, un caracter casi impersonal y anodino, como el del funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es sólo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras que se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de ...? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar. 

    Andrea Echeverri / Paulina Vega, Miss Universo

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    Paulina Vega
    Miss Universo 
    ¡ESTO ES LO QUE PIENSA ANDREA ECHEVERRI DE QUE MISS UNIVERSO SEA COLOMBIANA!


    Por Andrea Echeverri
    Enero de 2015


    No se trata de gustos, ni de amargura ante la felicidad ajena. Si hay un concurso de belleza, pues mejor que ganemos en vez de perder, aunque, la verdad, sería mejor no participar y, sobre todo, que no existieran semejantes certámenes.
    No, no es lo mismo el "logro" de Paulina Vega que el de Nairo Quintana: el deporte puede ser una profesión y claramente da sentido a la vida. Mientras que la "preparación" para ser "reina" consiste en frivolizarse al máximo, lo que hace que el sentido de la vida esté fuera -en el reconocimiento ajeno- y no en sí misma.
    No hay duda de que la atracción sexual está mediada por la belleza. No culpo a nadie a quien le guste la gente bonita, ni a nadie tampoco por querer ser bonito: todos lo intentamos de alguna manera. Hace parte del juego de la seducción, que es maravilloso. El problema está en que ése se convierta en el mérito máximo de alguien. De verdad, qué tristeza.

    La sociedad partriarcal, machista, de consumo, vive de este tipo de cosas que, de plano, son pan y circo. Que la gente que está jodida por casi todos los frentes tenga cosas como esta para alegrarse la vida no está mal en sí mismo: de nuevo el problema es que este tipo de cosas los (nos) ciegue ante lo que los (nos) jode.

    Sobre todo que las mujeres sigamos (o sigan, las más jóvenes) siendo tratadas como objetos, que haya que trabajar el doble para ganar la mitad, que se considere que "sin tetas no hay paraíso", que haya tanta anorexia y bulimia, y tanta, tantísima violencia de género, entre muchas otras cosas.

    No quiero aguarle la fiesta a nadie, hasta me alegra de algún modo, aunque me dé pereza la lora que empieza con la ganada del título de "Miss Universo" (¡habrse visto lo pretencioso!), solo que espero que eso no siga sirviendo para justificar todo lo espantoso que hay detrás, que es demasiado."









    Paulina Vega / Miss Universo al ataque

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     28 ENE 2015 - 10:15 PM
    Arremete contra críticos del reinado

    Miss Universo, al ataque

    Paulina Vega califica de “ignorantes” y “envidiosos” a quienes cuestionan sus respuestas en el certamen de belleza.
    Por: Andrés Martínez, Nueva York
    Miss Universo, al ataque
    Paulina Vega Dieppa, dos días después de su coronación,
    en el Blue Monster Golf Course, en El Doral, Miami. / AFP



    "Nosotros no somos ni adivinas ni enciclopedias"Paulina Vega



    - ¿Qué piensa de las burlas y críticas que generaron sus respuestas en Miss Universo?
    No me parece justo. Me gustaría que la gente se atreviera a pararse, no solamente en un auditorio con 4.000 personas y 10 jurados, sino delante de una cámara, en un evento que todo el mundo está viendo. No es nada fácil. Ahí lo más difícil es canalizar los nervios, pues la gente espera una respuesta perfecta en 30 segundos, de algo que no sabes de qué se va a tratar, y eso muchos no lo entienden. A mí me fue mucho mejor en la segunda respuesta que en la primera, porque estaba muchísimo más calmada. 
    - ¿La molestan esas críticas?
    No, porque soy muy relajada. Pero creo que la gente siempre habla mucho, y la verdad es muy fácil hacerlo cuando uno no está en esa situación. Creo que los que critican no tienen ni el derecho ni la inteligencia para hacerlo. Me parecen un poquito ignorantes quienes critican eso y no lo han vivido, y lo digo de frente.
    - ¿Qué les dice a quienes ponen en duda su capacidad intelectual por esas respuestas?
    Nosotras no somos ni adivinas ni enciclopedias, y a veces los nervios nos comen, pero por eso no soy bruta. Yo estudio, me gradué de un colegio que era muy difícil, sé hablar cuatro idiomas y no me dejo de ninguna persona.
    - ¿Qué demuestra ese tipo de comportamientos en redes sociales?
    Pienso que la gente no debería juzgar, pero siempre lo va a hacer, y en vez de unirse, a veces se vuelve enemiga. Esto deja ver que la gente siempre busca críticas y busca la caída del otro, y eso es algo muy triste de los seres humanos. Muchos están para juzgar y criticar y bajarle la nota al otro, pero no hay que darles importancia a ese tipo de cosas.
    - Hay personas que aseguran que los reinados de belleza no sirven para nada. ¿A la sociedad de qué le sirve tener una Miss Universo?
    Siempre hay cosas positivas y negativas en esto. Todas las reinas tienen diferentes razones para participar. Algunas tienen razones económicas, otras quieren fama, hay quienes quieren un trampolín, pero pienso que esto puede ser una plataforma para mostrar cosas positivas y ayudar de verdad. Cada quien elige cómo manejarlo. Pero como vocera universal uno puede hacer un cambio en la sociedad.
    - ¿Y en favor de qué va a usar este título?
    En mi caso, tengo claro que desde el domingo me convertí en una embajadora de mi país, y en un momento tan crucial como el que vivimos en Colombia, empiezo a ser la mensajera de lo que el país diga y de lo que allí ocurra. Estamos a un paso de lograr la paz y estoy poniendo mi granito de arena para mostrar lo grandioso que es mi país y creo que todos deberíamos vincularnos y trabajar por ello.


    Las mujeres más bellas del mundo / Paulina Vega

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    LAS MUJEREMÁS BELLADEL MUNDO
    Paulina Vega





















































    Las mujeres más bellas del mundo




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