Quantcast
Channel: De otros mundos
Viewing all 13755 articles
Browse latest View live

Juan Benet / El estilo hasta el fin

$
0
0
Juan Benet
Ilustración deJosép M. Maya

El estilo hasta el fin


JUAN CRUZ
7 de enero de 1993


Aquel gesto con el que entraba en la vida, adusto, sonriente y generoso, lo tuvo hasta el fin. Era su estilo. Con un lápiz negro y rotundo fue tachando palabras, adverbios, frases enteras, de Saúl ante Samuel, y fue venciendo los terribles insomnios de una enfermedad despiadada. Cuando horas antes de la última Navidad triste de su vida don Juan dio por concluida su labor, se puso sus lentes partidas, miró cansado al aire quieto y penumbroso de su casa de siempre, entregó el manuscrito sin fuerzas y se recluyó en su ironía implacable y lúcida: "Total, para qué".
Las correcciones eran finísimas estelas del ingenio con que dio al mundo la voluntad de Volverás a Región, y en las precisiones que incluyó había como una reverencia última a un ser interior que fue él y seguía siendo. Pero estaba en el otro lado del espejo, en la floresta enmarañada y torpe de la proximidad de la muerte. Su mirada, sin embargo, en los momentos de mayor autocrítica, seguía conteniendo aquella pregunta. "Soy el escritor más aburrido del mundo. ¿Para qué, de nuevo, este libro?". Sin embargo, en cada una de las páginas, como en un cuadro abstracto llevado por la mano racional de un luterano, había un respeto por el estilo que era también un respeto por la historia. Fabricante mayor del lenguaje, humilde hasta donde nadie supo, la literatura era su sustento y su emblema, su marca mayor, su dominio, y en ese campo de diamantes por el que se condujo con la elegancia de los genios vio con generosidad la escritura de los otros, los viejos y los más jóvenes, sus amigos.
Enorme y patriarcal
Aquella figura enorme y patriarcal contrastaba con sus risas de chiquillo, con su entusiasmo ante el triunfo de los otros. Los que no supieron verle vieron en su torno una escuela, adláteres, seguidores, cuando en realidad lo que hubo a su alrededor fue la amistad, su estilo principal, su más alto grado.
Concluida aquella minuciosa corrección al borde de la penumbra definitiva, don Juan quiso rematar el libro, darle la luz de una portada suficiente, hermosa, una despedida del libro y al tiempo su inicio. Su amigo Vicente Molina le dio las pistas, y él eligió un cuadro magnífico, un león saludando al sol que se va, como en los versos de Espronceda. Un sol hermoso y ajustado al final de la tarde. Eugenio, su hijo, lo recompuso para las medidas del libro. Media hora antes de que él falleciera, el hijo había adoptado sus últimas sugerencias sobre la luz y el arbitrio de los colores que ya él no podrá ver. Al final del cuadro de su vida hay la pincelada exacta de un estilo irrepetible, un hombre genial cuya majestad humana se confunde. en la memoria con la del sol que se va.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 7 de enero de 1993


Javier Marías / Vals

$
0
0


Esa música, a la vez melancólica y confiada, la tengo por tanto asociada a la figura de Juan Benet, y ahora me doy cuenta de que el pasado 5 de enero se cumplieron veinticinco años de su muerte, a los sesenta y cinco, y de que el aniversario ha pasado bastante inadvertido, y de que ni siquiera reparé yo en él en su día. Su memoria, con todo, está más viva que la de la mayoría de sus coetáneos desaparecidos (con la excepción de Gil de Biedma), así que tampoco es cuestión de quejarse en este siglo olvidadizo, o es más, deliberadamente arrasador de todo recuerdo. Es como si los vivos reclamaran cada vez más espacio, lo necesitaran todo para que nada ni nadie les haga sombra ni los obligue a comparaciones engorrosas o desfavorables. La obra de Benet está en las librerías gracias a la colección Debolsillo, y han salido varios volúmenes de correspondencia y de escritos dispersos merced a la labor recopilatoria y crítica de Ignacio Echevarría. Algunos autores jóvenes todavía se asoman a lo que escribió, y lo “salvan” del desdén habitual con que todas las generaciones españolas de novelistas hemos tratado a nuestros predecesores. Así que algo es algo, y a fin de cuentas tampoco Benet contó en vida con muchos lectores, ni lo pretendió: al no vivir de su pluma, se permitió lo que quiso, ajeno a las modas y a los “gustos”; sólo al final intentó “complacer” levemente, cansado de que sus esfuerzos no obtuvieran más que la recompensa del prestigio. Quizá llega un momento en el que eso no basta.


El pasado 5 de enero se cumplieron veinticinco años de la muerte de Juan Benet. Su memoria, con todo, está más viva que la de la mayoría de sus coetáneos desaparecidos

En estos días de escuchar su Vals me acude con persistencia un recuerdo concreto. Poco después de los primerísimos síntomas de su enfermedad, cuando aún se ignoraba su gravedad, llegué a su casa de la calle Pisuerga. Se levantó de su otomana, en la que solía leer y escuchar música, y, desde su gran altura (medía 1,90 o así), en un gesto en él infrecuente (era reacio a la cursilería), me abrazó tímida y torpemente y me dijo, todavía en tono de guasa, o fingiéndolo: “Esto es el fin, joven Marías, esto es el fin”. “Pero qué dices”, le contesté, sin darle el menor crédito; “qué va, qué tontería”. No podía tomar la frase en serio, no me parecía posible. Si alguien vivía como si fuera eterno, ese era él: siempre con proyectos, siempre activo y despierto, disfrutando de lo que se trajera entre manos, siempre dispuesto a reír y a divertirse. No insistió, claro.
Cuando alguien muere, quienes le son cercanos tienden a consolarse y a reunirse, aunque no se conozcan previamente. Ese fue el caso de la hermana de Benet, Marisol, que ahora cumple noventa y cuatro años, creo. Durante los muchos que traté a Don Juan, nunca la vi. Un día, tras su muerte, una señora me saludó en la calle Juan Bravo y se presentó. Tenía un aire de familia, pero desprendía una dulzura que Benet, pese a ser un sentimental, no mostraba. Desde entonces, de una manera para mí conmovedora, Marisol aparecía en cuantas charlas o presentaciones tuviéramos en Madrid los amigos mucho más jóvenes de su hermano pequeño: Molina Foix, Azúa, Mendoza, yo mismo. Con una fidelidad infalible, pese a ir cumpliendo sus años; y aún lo hace. Como si con su presencia protectora y benévola, de apoyo a esos amigos, le estuviera rindiendo a él homenaje, y recordándolo por discípulos interpuestos. Si es que a estas alturas merecemos todavía ese título, y nos cuadra.

Detenido Jesús Santrich, exlíder de las FARC, por narcotráfico a petición de Estados Unidos

$
0
0

Jesús Santrich, excomandante de las FARC, elegido para el Congreso de Colombia. 

Detenido Jesús Santrich, exlíder de las FARC, por narcotráfico a petición de Estados Unidos

Interpol solicita la extradición de uno de los líderes del partido de la exguerrilla capturado en su casa de Bogotá por la Fiscalía de Colombia

ANA MARCOS
Bogotá 9 ABR 2018 - 20:09 COT

La Fiscalía de Colombia ha detenido la noche del lunes a Jesús Santrich, excomandante de la ya extinta guerrilla de las FARC. La orden de captura ha sido emitida por Interpol después de que un juzgado de Nueva York realizara el miércoles una acusación por narcotráfico contra el que es uno de los actuales líderes de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, el partido de la exinsurgencia. "Tenemos copiosas pruebas de un acuerdo para exportar 10 toneladas de cocaína hacia Estados Unidos con un precio en el mercado local de 320 millones de dólares", ha explicado el fiscal general Néstor Humberto Martínez.
Santrich forma parte de una supuesta red que, según la documentación facilitada por la Fiscalía, llevaría delinquiendo desde junio de 2017, seis meses después del acuerdo final de paz del 1 de diciembre de 2016. La fecha es clave: según lo pactado entre las FARC y el Gobierno de Juan Manuel Santos, solo podrán beneficiarse de la Justicia Especial para la Paz (JEP), el organismo ideado para juzgar los crímenes de más de medio siglo de guerra, quienes se acojan a esta jurisprudencia por delitos cometidos antes de la firma. Es decir, Santrich no tendría acceso a los beneficios judiciales de este sistema aunque se haya acogido al proceso de paz y haya firmado las actas para someterse al mismo.






Ver imagen en TwitterVer imagen en TwitterVer imagen en Twitter

1/2 @PoliciaColombia y dieron cumplimiento a orden de captura internacional expedida a través de circular roja contra Seuxis Paucis Hernández Solarte, alias ‘Jesús Santrich’;Marlon Marín; Armando Gómez,alias ‘El doctor’, y Fabio Simón Younes Arboleda

"La circular de Interpol indica que los acusados tenían acceso a aviones registrados en Estados Unidos para transportar la droga, a laboratorios para suministrar la cocaína y hay evidencia de su acceso a toneladas de cocaína", ha explicado el fiscal con información de un operativo de investigación adelantado por agentes federales de la DEA y fiscales federales del Departamento de Justicia de Estados Unidos.
La orden de captura tiene como objetivo último la extradición de Jesús Santrich, cuyo nombre civil es Seusis Pausivas Hernández, de Marlon Marín, Armando Gómez, alias “El doctor”, y Fabio Simón Younes Arboleda, todos excombatientes farianos. "Si con pruebas irrefutables hay lugar a la extradición, no me temblará la mano para autorizarla, previo concepto de la Corte Suprema", ha dicho Juan Manuel Santos durante la comparecencia conjunta con el fiscal general de Colombia.
Patricia Linares, presidenta de la JEP, ha declarado que la Sección de Revisión de este organismo tendrá que analizar la documentación para concluir si el delito se cometió antes o después de la firma del acuerdo y así determinar si el caso se juzga a través de la jurisdicción especial o se remite a la justicia ordinaria. Solo en el segundo caso, si el proceso sigue su curso en la Fiscalía, sería posible la extradición.
En este momento, los acusados están a detenidos en las dependencias del organismo judicial. "No extraditaré a nadie por delitos cometidos antes de la firma del acuerdo y con ocasión del conflicto. El acuerdo es claro y lo cumpliré de manera estricta", ha reiterado Santos.
"Bajo montaje y de forma aleve se realizó captura de @JSantrich_FARC. Este es el peor momento que está atravesando este proceso de #Paz, el gobierno debe actuar e impedir que montajes jurídicos desemboquen en hechos como este que generan una gran desconfianza", ha dicho en la cuenta del partido FARC Iván Márquez, uno los máximos líderes de la formación. "Esto demuestra la inseguridad jurídica de los integrantes que hemos hecho este tránsito", ha asegurado Victoria Sandino, otra de las portavoces.
La captura se produce a menos de una semana de que Donald Trump, presidente de Estados Unidos, visite por primera vez Colombia. Uno de los temas en la agenda es el narcotráfico. Colombia sigue siendo el principal productor de cocaína del mundo.

Santrich, un cargo electo

La tarde del lunes, Jesús Santrich fue detenido en su casa en Bogotá como representante electo en la Cámara de Representantes del Congreso de Colombia. El que fuera miembro del Estado Mayor Central de las FARC, el principal órgano de mando de la guerrilla, es uno de los beneficiarios de los 10 escaños que la antigua guerrilla pactó con el Ejecutivo con independencia de los votos que obtuvieran en las pasadas elecciones legislativas.
Antes, había dirigido durante años el bloque de combatientes que operaba en el Caribe colombiano. Cuando comenzaron las negociaciones de paz con el Gobierno de Juan Manuel Santos, fue elegido por la insurgencia para viajar a La Habana, sede de la negociación, como delegado.

Álvaro Cepeda Samudio / Entrevista con Alejandro Obregón

$
0
0

ÁLVARO CEPEDA SAMUDIO
ENTREVISTA CON ALEJANDRO OBREGÓN
“The road of excess leads to the palace of wisdom”
El Viejo Blake
Aunque por más de veinte años hemos vivido juntos; escandalizado juntos; emborrachado juntos disparado juntos a las lechuzas y a los faroles de las escuelas de Bellas Artes; toreado juntos cantando juntos las nanas de las garrapatas que parió la gata; construido cartillas remplazando en las letras encerradas los cuadros coloreados de bandera colombiana por símbolos que nos permitan juntos entendernos mejor, recibido juntos más de un centenar de brechas que debieron ser cosidas por puntadas de sutura en broncas, accidentes y simples tonterías; aunque por más de veinte años hemos cogido juntos la vida por los cachos, y si ha sido necesario también por el rabo, y la hemos tratado de agotar a patadas y a riesgo de piel sin perder nuestro infinito afán de estar vivos y juntos: a pesar de todo esto yo nunca he escrito sobre Obregón porque es el único hombre a quien confiaría mis hijos para siempre. (Lo que, sin constituir abiertamente una declaración de amor, pero sí de confianza, indica que nunca hemos enredado nuestras profesiones).
Porque Obregón tampoco me ha pintado nunca ni un retrato, ni nunca me ha regalado un cuadro, ni me ha ilustrado un libro. Esto de no mezclar utilitariamente nuestros oficios nos ha permitido, creo yo, establecer un vínculo poco comprensible para la gran mayoría de sapos que brincan a nuestro alrededor (más alrededor de Obregón que del mío) que no necesita de públicas ni privadas ni periódicas reafirmaciones que lo mantengan invariable a través de tantos años y vericuetos.
¿Por qué salgo ahora, después de semejante explicación, y sin razón alguna, con este cuento sobre Obregón, casi traído de los pelos?
¿Me ha pintado un retrato?
¿Me ha regalado un cuadro?
¿Me ha ilustrado un libro?
No.
Pero hemos llegado a un acuerdo: Obregón va a escribir “Los cuentos de Juana, esa novela que hace diez años estoy pintando.
Para eso precisamente está la introducción: para que no lo entienda nadie.
La explicación viene en el diálogo, y para aquellos a quienes la envidia, o la estupidez, o simplemente la ingeniería del concreto armado, no les permite encontrar la razón, voy a decírselo de una vez para ahorrarles tiempo, trabajo y bilis.
−Estamos cansados del arte que se hace hoy y que se ha hecho en toda la historia. Y esto hay que decirlo con letras, creo yo, porque Obregón ha estado siempre diciéndolo a gritos, a tremendos o románticos tramojazos de color, y ahora a rugosos volúmenes de bronce que no saben si volar solos o volver a la plana quietud de los lienzos, las paredes, los cartones, o las maderas.
Y nadie parece haberlo oído.
Vamos a ver si ahora, usando otros símbolos, más elementales y aparentemente más manoseados, van a oír la gran verdad de Obregón que vamos a gritar a coro, coro ensordecedor, coro costeño, coro de hombres y no de mariconcitos con pantaloncitos ajustados a entecas nalguitas bogotanas.
No vamos a hablar de su pintura ni de sus esculturas. No me interesa su oficio: eso está ahí: para verlo cada uno a su manera y cada uno puede sentir o ver o maldecir o escupir o acariciar, si quieren, su obra monumental, monstruosa, sensiblera, asombrosa, de segura y fuerte muñeca siempre, irregular como todo lo que resulta de la actitud, habilidad, curiosidad, pasión, compasión, alegría, prisa o aburrimiento frente a la vida diaria e inexorable. Llámese ese genio Pelé, Picasso, Marini, Oppenhlimer, Brancusi, Van Eyk, Fellini, Vivaldi, Faulkner, Britten, García Ponce, Tolstoi, Obregón, Neruda, Bacon, García Márquez o Pedro Yudez.
Pensar o sentir, repito, lo que le salga de donde quiera salirle: la obra está ahí: desafiante, respondiendo a color, forma, línea, volumen, metal, altamente y por sí sola a lo que quieran decirle.
Eso de decir u opinar sobre la obra de un artista, especialmente de uno tan caótico y cósmico como Obregón, lo dejo a los parásitos prepotentes, a los críticos, que no sé por qué cada vez que paso volando, no que leo porque hay en este mundo millones de cosas más agradables que hacer que leer a los críticos de cine, literatura o base-ball, no sé pero siempre recuerdo aquel pedazo de Calderón que me hacían aprender en el colegio de Ciénaga, frente al Templete que hizo que Juana se pegara un tiro al recordar, justamente al salir del casamiento, que ella ya estaba rota, aquella del pobre sabio que se lamentaba porque sólo hierbas tenía para comer, pero que de puro pendejo se alegró inmensamente al ver que otro sabio, más pobre que él, o más flojo, recogía las hierbas que él primero botaba ya masticadas.
Y es que el artista es ya un parásito y sólo  se da en las sociedades afluentes –a mayor afluencia mejor arte.
Ahora a qué denominación de los platelmintos pertenecerán los críticos: ¿parásitos que viven de parásitos?
(−Es una interesante especulación: a los gusanos que se comen los cadáveres ¿qué otros gusanos se los comen a ellos? ¿O es que se mueren de hartura?)
Punto.
Y al diálogo:
−Has leído Cien Años de Soledad?
−Yo sí, pero Álvaro Cepeda no. Y eso me consta.
−¿Y te gustó?
−A mí no pero a Álvaro Cepeda sí.
−¿Por qué te gustó?
−Porque como no sé mucho de eso. O mejor porque como nunca tengo mucho tiempo entre el va y el viene…
−¿Del arte?
−No: de los viajes entre Barranquilla y Cartagena en jeeps que casi nunca pasan de Luruaco.
−¿Y por qué afirmas tan vehementemente que a Álvaro Cepeda sí le gustó?
−Porque es cómplice.
−¿Para qué sirve en este caso la complicidad? No creo que García Márquez necesite más cómplices que Faulkner y el idioma castellano, o a la visconversa.
−La complicidad, en este caso particular, significa otra cosa que la gente no sabe, ni siquiera sospecha: significa ternura, respeto, discreción a gritos, amor a rajatabla y todo lo demás que solamente está al alcance de los que viven a flor de piel.
−Entonces no es acusación, porque no te parece que todavía no es hora de comenzar a darnos trompadas. El diálogo está todavía a 16 decibeles.
−¿Qué es eso? ¿Delfines debajo del agua de la Fuente de La Cibeles?
−No. Son las unidades para medir la intensidad de los sonidos. Algo así como los espectómetros, que miden la intensidad de los colores.
−Eso es hablar de pintura: y yo de eso no hablo.
−Si te parece.
−Sí me parece: la pintura –Obregón se agacha, se humilla, se rasca la cabeza, se sopla un trago, y continúa, mejor, principia: tiene un valor silente que produce un rubor de verdes oscuros, ya que los pintores, que todavía quedamos, y creemos, somos muy pocos…
−Eso lo sé.
−No interrumpas y déjame seguir porque eso precisamente es lo que hace que los reportajes de los periodistas colombianos no se los lean ni los presos: las preguntas son siempre más largas y aburridas que las respuestas. Pero en este caso el que habla soy yo y no tú.
Obregón continúa: andamos cargando, como el hombre del bacalao a cuestas de la Emulsión de Scott, la futilidad de la pintura.
−¿Entonces tú no crees en la pintura?
−Sí –No. Y déjame seguir escribiendo, porque el resto lo hacemos mal.
−¿Qué hacemos mal: pintar o escribir?
−Gabo me contó un día que él quería ser arquitecto, cayó en lo que no tocaba, a pesar de hacerlo muy bien. Un día me encontré contigo y me dijiste que el cuent0 de los soldaditos era para pintarlo (Casa Grande) (El paréntesis es de Obregón). Lo que indica que no hay que reírse demasiado en los puntos de angustia en los cuales uno es útil, sea o no lo de uno.
−¿Qué es utilidad? ¿Conveniencia? ¿Éxito? ¿Ternura? ¿Cuidandería? ¿O a gran mamadera de gallo?
−Álvaro, cambiemos de puesto porque yo creo que tu oficio es pintar y el mío escribir.
−Lo que prueba que todo lo que hemos dicho toda la vida es verdad.
−Aceptado: pregunta.
−¿Por qué dices que la pintura no sirve?
−Porque contra lo establecido, la gente en vez de tener sensaciones pictóricas todo lo quiere en blanco y negro.
No saben qué hacer con los colores.
−Pero eso no la invalida como cosa utilitaria.
−Dentro del arte, hay una pujanza que trata de convencer a la gente que uno tiene la más grande y más terrible duda: eso es humildad.
−¿Eso quiere decir que la gente compra el arte para compartir la duda, es decir, como comprar bulas papales y compartir la angustia de la religión?
−Exacto: la pintura es una mística visual. Cuando a la gente le sale el hígado por los ojos compra cuadros porque es la única manera de verse las entrañas y eso es el mejor espectáculo del mundo: aunque es falso.
−Pero estamos hablando precisamente de lo que yo no quiero: de pintura. Es como meterme en los terrenos del toro y yo no soy tan pendejo como para dejar que me cojan fuera de base.
−Yo tampoco, y si quieres literatura ahí voy: en San Antonio de la Florida fui a buscar el cráneo de Goya. Y resulta que las putas de la Capilla de San Antonio de la Florida eran la reina María Luisa y el gran cabrón del monasterio era Godoy. Y para que quede manifiesto que el arte sirve para hacer una feria, puedo afirmar que Goya inventó las fiestas de San Isidro para hacer de su pequeño invento una gran fiesta respetable.
−Pero esto no es literatura sino historia, es un cuento de Juana.
−¿Mano, te gusta escribir?
−A mí sí, pero no me da la gana.
−¿Y a ti te gusta pintar?
−A mí no, pero me da la gana.
−Ahora sí vamos por donde es.
−¿Y de la vida?
−Primun Vivere y endespués philosofare.
−Pero eso no es Griego: es Cienagero: el que se murió se jodió.

Álvaro Cepeda Samudio
Antología
Bogotá, Instituto de Cultura, 1977

Gabriel García Márquez / Obregón o la vocación desaforada

$
0
0
Alejandro Obregón, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
BIOGRAFÍA

Obregón o la vocación desaforada


20 OCT 1982

Hace muchos años, un amigo le pidió a Alejandro Obregón que lo ayudara a buscar el cuerpo del patrón de su bote, que se había ahogado al atardecer, mientras pescaban sábalos de veinte libras en la ciénaga grande. Ambos recorrieron durante toda la noche aquel inmenso paraíso de aguas marchitas, explorando sus recodos menos pensados con luces de cazadores, siguiendo la deriva de los objetos flotantes, que suelen conducir a los pozos donde se quedan a dormir los ahogados. De pronto, Obregón lo vio: estaba sumergido hasta la coronilla, casi sentado dentro del agua, y lo único que flotaba en la superficie eran las hebras errantes de su cabellera. "Parecía una medusa", me dijo Obregón. Agarró el mazo de pelos con las dos manos y, con su fuerza descomunal de pintor de toros y tempestades, sacó al ahogado entero, con los ojos abiertos, enorme, chorreando lodo de anémonas y mantarrayas, y lo tiró como un sábalo muerto en el fondo del bote.Este episodio, que Obregón me vuelve a contar porque yo se lo pido cada vez que nos emborrachamos a muerte -y que además me dio la idea para un cuento de ahogados-, es tal vez el instante de su vida que más se parece a su arte. Así pinta, en efecto, como pescando ahogados en la oscuridad. Su pintura con horizontes de truenos sale chorreando minotauros de lidia, cóndores patrióticos, chivos arrechos, barracudas berracas. En medio de la fauna tormentosa de su mitología personal anda una mujer coronada de guirnaldas florentinas, la misma de siempre y de nunca, que merodea por sus cuadros con las claves cambiadas, pues en realidad es la criatura imposible por la que este romántico de cemento armado se quisiera morir. Porque él lo es como lo somos todos los románticos, y como hay que serlo: sin ningún pudor.

Alejandro Obregón
La primera vez que vi a esa mujer fue el mismo día en que conocí a Obregón, hace ahora 32 años, en su taller de la calle de San Blas, en Barranquilla. Eran dos aposentos grandes y escuetos por cuyas ventanas despernancadas subía el fragor babilónico de la ciudad. En un rincón distinto, entre los últimos bodegones picassianos y las primeras águilas de su corazón, estaba ella con sus lotos colgados, verde y triste, sosteniéndose el alma con la mano. Obregón, que acababa de regresar de París y andaba como atarantado por el olor de la guayaba, era ya idéntico a este autorretrato suyo que me mira desde el muro mientras escribo, y que él trató de matar una noche de locos con cinco tiros de grueso calibre. Sin embargo, lo que más me impresionó cuando lo conocí no fueron esos ojos diáfanos de corsario que hacían suspirar a los maricas del mercado, sino sus manos grandes y bastas, con las cuales lo vimos tumbar media docena de marineros suecos en una pelea de burdel. Son manos de castellano viejo, tierno y bárbaro a la vez, como don Rodrigo Díaz de Vivar, que cebaba sus halcones de presa con las palomas de la mujer amada.
Esas manos son el instrumento perfecto de una vocación desaforada que no le ha dado un instante de paz. Obregón pinta desde antes de tener uso de razón, a toda hora, sea donde sea, con lo que tenga a mano. Una noche, por los tiempos del ahogado, habíamos ido a beber gordolobo en una cantina de vaporinos todavía a medio hacer. Las mesas estaban amontonadas en los rincones, entre sacos de cemento y bultos de cal, y los mesones de carpintería para hacer las puertas. Obregón estuvo un largo rato como en el aire, trastornado por el tufo de la trementina, hasta que se trepó en una mesa con un tarro de pintura, y de un solo trazo maestro pintó a brocha gorda en la pared limpia un unicornio verde. No fue fácil convencer al propietario de que aquel brochazo único costaba mucho más que la misma casa. Pero lo conseguimos. La cantina sin nombre siguió IIamándose El Unicornio desde aquella noche, y fue atracción de turistas gringos y cachacos pendejos hasta que se la llevaron al carajo los vientos inexorables que se llevan al tiempo.

En otra ocasión, Obregón se fracturó las dos piernas en un accidente de tránsito, y durante las dos semanas de hospital esculpió sus animales totémicos en el yeso de la entablilladura con un bisturí que le prestó la enfermera. Pero la obra maestra no fue la suya, sino la que tuvo que hacer el cirujano para quitarle el yeso de las dos piernas esculpidas, que ahora están en una colección particular en Estados Unidos. Un periodista que lo visitó en su casa le preguntó con fastidio qué le pasaba a su perrita de aguas que no tenía un instante de sosiego, y Obregón le contestó: "Es que está nerviosa porque ya sabe que la voy a pintar". La pintó, por supuesto, como pinta todo lo que encuentra en todo lo que encuentra a su paso, porque piensa que todo lo que existe en el mundo se hizo para ser pintado. En su casa de virrey de Cartagena de Indias, donde todo el mar Caribe se mete por una sola ventana, uno encuentra su vida cotidiana y además otra vida pintada por todas partes: en las lámparas, en la tapa del inodoro, en la luna de los espejos, en la caja de cartón de la nevera. Muchas cosas que en otros artistas son defectos son en él virtudes legítimas, como el sentimentalismo, como los símbollos, como los arrebatos líricos, como el fervor patriótico. Hasta algunos de sus fracasos quedan vivos, como esa cabeza de mujer que se quemó en el horno de fundición, pero que Obregón conserva todavía en el mejor sitio de su casa, con medio lado carcomido y una diadema de reina en la frente. No es posible pensar que aquel fracaso no fue querido y calculado cuando uno descubre en ese rostro sin ojos la tristeza inconsolable de la mujer que nunca llegó.
A veces, cuando hay amigos en casa, Obregón se mete en la cocina. Es un gusto verlo ordenando en el mesón las mojarras azules, la trompa de cerdo con un clavel en la nariz, el costillar de ternera todavía con la huella del corazón, los plátanos verdes de Arjona, la yuca de San Jacinto, el ñame de Turbaco. Es un gusto ver cómo prepara todo, cómo lo corta y lo distribuye según sus formas y colores, y cómo lo pone a hervir a grandes aguas con el mismo ángel con que pinta. "Es como echar todo el paisaje dentro de la olla", dice. Luego, a medida que hierve, va probando el caldo con un cucharón de palo y vaciándole dentro botellas y botellas y botellas de ron de tres esquinas, de modo que éste termina por sustituir en la olla el agua que se evapora. Al final, uno comprende por qué ha habido que esperar tanto con semejante ceremonial de sumo pontífice, y es que aquel sancocho de la edad de piedra que Obregón sirve en hojas de bijao no es un asunto de cocina, sino pintura para comer. Todo lo hace así, como pinta, porque no sabe hacer nada de otro modo. No es que sólo viva para pintar. No: es que sólo vive cuando pinta. Siempre descalzo, con una camiseta de algodón que en otro tiempo debió servirle para limpiar pinceles y unos pantalones recortados por él mismo con un cuchillo de carnicero, y con un rigor de albañil que ya hubiera querido Dios para sus curas.
Esta es la nota de presentación del catálogo de la exposición que Alejandro Obregón inauguró en octubre de 1982 en el Metropolitan Museum and Art Center de Coral Gable, Fla. (EE UU).


FICCIONES
DE OTROS MUNDOS
Gabriel García Márquez / Obregón o la vocación desaforada

La historia detrás del mural de Obregón en el salón elíptico del Congreso

$
0
0
Alejandro Obregón

La historia detrás del mural de Obregón en el salón elíptico del Congreso

Hace 30 años el maestro Alejandro Obregón pintó un potente mural en el Salón Elíptico del Congreso. El llamado que hizo al país en esa obra sigue vigente.
08 / 06 / 2016 
Cuando en 1948 el muralista y pintor Santiago Martínez Delgado le contó a Alejandro Obregón que le habían encargado un mural para el Salón Elíptico del Capitolio Nacional, el maestro no imaginó que casi 20 años después enfrentaría un reto similar. A mediados de 1986, el presidente Belisario Betancur se reunió con el maestro barranquillero para encomendarle una obra que ocuparía la pared detrás de la mesa directiva del salón. “En ese momento estaba limpia”, cuenta. “Había un vacío que llenar y pensé que una obra de Alejandro le daría muchísima potencia a ese lugar”.
Obregón, dicen sus allegados, era consciente de la responsabilidad que representaba realizar la segunda obra que ocuparía el recinto del poder legislativo del país. Hasta entonces, las paredes de la que ha sido desde 1874 la sede permanente de las plenarias de la Cámara de Representantes albergaban un solo mural, el de Martínez Delgado, reconocido como el mejor muralista del país de comienzos del siglo XX.
Su tríptico, titulado Bolívar y el Congreso de Cúcuta, retrata un momento clave de la historia de Colombia: la apertura de la asamblea convocada para unir a la Nueva Granada y Venezuela en una sola nación. Allí, Antonio Nariño, Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander salen con aire solemne con otros próceres de la independencia vistiendo sus uniformes perfectos y sus espadas relucientes.
Obregón buscó una estética completamente distinta. Evitó el escenario de héroes y figuras épicas inspiradas en la iconografía decimonónica para hacer un llamado a la unidad nacional a partir del mayor tesoro de Colombia: su diversidad natural. Esta vez los cóndores, las barracudas, el mar y las montañas serían los protagonistas.
El trabajo tomó dos meses, documentados paso a paso en el cortometraje Detrás de la pared (1987) del ya fallecido cineasta Diego León Giraldo. “Era muy amigo de Alejandro y le pareció interesante registrar en video todo el proceso”, cuenta María Clara Gómez, viuda de Diego Obregón, hijo del maestro. Este, precisamente, se convirtió en el principal ayudante de su padre. Se encargó de pedir los permisos necesarios, consiguió los materiales, tomó medidas, mezcló colores y ayudó a pintar el fondo del mural.
El cortometraje se inicia con una frase contundente de Obregón: “No hay nada más bello que una pared blanca porque de ella puede salir lo que el pintor quiera o pueda”. Comenzó dibujando las siluetas de más de 20 cóndores en la parte alta del mural; luego dio forma a las barracudas y al sol, y finalmente delineó las cordilleras. Pero cuando parecía haber terminado, cambió de idea y borró en una noche el mural. No porque dudara de sí mismo, sino, según sus palabras en el filme, porque no sabía qué era lo más conveniente para Colombia, un país “embellecido por el arte pero castigado por la desigualdad”.
Una gruesa y asustadora capa de acrílico blanco cubrió por una noche la pared hasta que el maestro retomó la tarea. Los cóndores, las barracudas, el sol y las montañas asomaron de nuevo, con otros tonos y leves cambios, y en poco tiempo el pintor dio por terminado lo que llamó Victoria de tres cordilleras y dos océanos. “La gente se asustaba cuando él borraba porque lo veían como un desperdicio, pero no entendían que para él hacían falta cosas”, recuerda María Clara.
Obregón nunca reveló el significado de este mural que este año cumple 30 años. Pero el poeta Juan Gustavo Cobo, amigo suyo y quizá el mayor conocedor de su obra, tiene una teoría: “Alejandro quería enviarle un mensaje al país, especialmente a quienes hacen las leyes y actúan en representación del pueblo”, cuenta. “Su idea era mostrar cómo a pesar de ser tan diferentes y de tener tantas opiniones distintas, al fin y al cabo todos somos colombianos y debemos aprender a convivir en la diferencia”.
El contraste entre dos especies, las barracudas y los cóndores, y dos ecosistemas, los encumbrados Andes y el Caribe, todos opuestos, era según Cobo la manera de materializar tal llamado. Pero el movimiento de ambas especies es tal vez el elemento más diciente. “Que los cóndores y las barracudas vayan en sentidos opuestos no es gratuito, sirve para mostrar que dos corrientes contrapuestas pueden convivir en el mismo espacio. Toda una lección para nuestros legisladores”, dice Cobo.

Cuando Alejandro Obregón se comió el grillo

$
0
0

El gigante navegador Google dedicó hoy 4 de junio un ‘Doodle’ al pintor colombo-español Alejandro Obregón, con motivo del que sería su cumpleaños 94.

CUANDO ALEJANDRO OBREGÓN 
SE COMIÓ EL GRILLO
Por Chachareros
4 de junio de 2014


El motivo de diseño que Google dedica para conmemorar cada día las efemérides de un hecho histórico, relacionado con situaciones o personajes (denominado Dooddle), se ha convertido en un icono de referencia para los millones de navegantes que usan el famoso buscador de internet.
El 4 de junio ese motivo de Google ha sido dedicado a uno de los pintores más destacados en la historia de Colombia, el costeño Alejandro Obregón. Es costeño por partida doble, porque nació en Barcelona (España) el 4 de junio de 1920, vivió lo mejor de su vida en Barranquilla y falleció en Cartagena (Colombia) el 11 de abril de 1992, a la edad de 72 años.
Célebre miembro del “Grupo de Barranquilla”, connotado amigo del Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez y de Álvaro Cepeda Samudio, sus anécdotas de vida son tan fascinantes como su obra pictórica. Precisamente forma parte de los cuatro grandes amigos habladores de quienes Gabo hace referencia en “Cien años de soledad”.
En Barranquilla dejó obras célebres para la posteridad, como el mural del Banco Popular, y el telón de fondo del Teatro Amira de la Rosa, que es toda una realización magistral. En este telón de fondo deja impresa su obsesión perenne por el caimán, la barracuda de los ojos azules y los colores fuertes, chillones e inconfundibles del Gran Caribe, su Caribe. Como cosa curiosa, hay un  mural suyo, que es toda una hermosura como toda su obra, en el pequeño cementerio de Juan de Acosta, en el Mausoleo de la familia Molina, en homenaje a la progenitora de su amigo Luis Alberto Santo Domingo Molina.
Cuando pintaba sus murales en plena calle, mucha gente se reunía a su alrededor a verlo desarrollar su obra con una paciencia infinita. Un día estaba casi solo. Apenas rodeado de unos cuatro o seis muchachitos. Tímidos, sin acercarse mucho a la docena de tarros de pintura que tenía regados en el piso mientras él estaba trepado en un andamio. Uno de los muchachitos dijo: parece gringo. Otro le ripostó: qué gringo ni qué carajo, no ves que tiene los bigotes como candela, los ojos azulitos y el pelo de incendio, es vikingo. No hombre, es holandés, dijo el otro. En esas, uno de ellos, para observarlo más de cerca metió el pié en una de los tarros de pintura y lo derramó por el piso. Obregón le lanzó, como flechas, todos los pinceles que tenía en la mano y se tiró del andamio a coretear a los pelafustanes “miren pelaos hp hijos de su madre, vayan a ver si la puerca puso, desgraciados”. Entonces uno de los pelaos gritó: “!Te lo dije, viste, viste, es barranquillero, es barranquillero, que vikingo ni qué carajo!”.
Sus amigos lo recuerdan como un hombre de un exquisito sentido del humor y una que otra excentricidad. En una ocasión llegó a la casa-tienda-cantina-restaurante que el grupo de amigos bautizó con el nombre de La Cueva. El dueño del establecimiento tenía un enorme grillo amaestrado. Cuando le silbaba, el grillo volaba desde dónde estuviera escondido y se posaba en el hombro de su amo y domador. Una noche Obregón llegó con hambre y pidió un sanduiche de pollo con jamón. El dueño de La Cueva le dijo que ya no había nada. “Entonces dame las dos tajadas de pan con mantequilla”. El señor atendió su pedido y se metió a su oficina a sacar las cuentas del día. Entonces Obregón silbó y el grillo se posó en su hombro pensando que era su amo. Obregón lo agarró de un manotazo, lo metió en medio de las dos torrejas de pan, y cuando salió el dueño de la atienda alcanzó a ver las dos alitas de su grillo, que aún se movían pidiendo auxilio. Obregón, previendo lo que sucedería, salió corriendo, mientras el dueño de la tienda, un veterano cazador, como también lo era Obregón y Álvaro Cepeda Samudio y tantos otros de ese grupo, sacó su escopeta de doble cañón, pero ya “el vergajo tigre mono se me había ido”.
En otra ocasión, un lunes en la madrugada cuando la ciudad duerme, se presentó Obregón a La Cueva. Toca la ventana con enorme estruendo. El maestro Vilá, dueño de la tienda, le pregunta qué quiere. Obregón le dice que una cerveza bien fría porque su hígado es una caldera en llamadas. Vilá dice que no hay nada. Que se vaya a joder a otra parte. A Obregón no le gustó, para nada, el desplante, se fue caminando hasta el cercano parqueadero del estadio Romelio Martínez, en donde por esos días funcionaba ocasionalmente un circo cuya principal atracción eran unos elefantes domados que bailaban y hacían morisquetas. De manera sigilosa, como un felino, Alejandro se coló por el frágil cercado en donde estaban los elegantes elefantes, cogió el más grande, se montó en él y se dirigió a La Cueva. A punta de rejo hizo que el animal brincara por encima de una pequeña verja para llegar a una terraza recién encementada, frente a la ventana de la habitación nupcial (todavía ahí se pueden ver las huellas de la osadía del famoso pintor). Obregón le indicó al educado elefante que golpeara la ventana con el moco. Lo hizo tan fuerte, que Vilá y su señora se pararon de la cama de un sobresalto y casi se mueren del susto al abrir la ventana y encontrarse cara a cara con semejante animal y encima el insólito jinete con los dientes pelaos. No tuvieron más que sacarle una canasta de cerveza fría. Obregón tomaba un trago de cerveza y le brindaba otro a su compinche, el elefante. Ambos terminaron borrachos en una comisaria.
Obregón tuvo que ver mucho en la creación de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico. Por eso no le quedaba tiempo de pensar en los asuntos industriales y comerciales de su padre y los hermanos de éste, quienes fueron los fundadores en Colombia de la industria textil con su famosa fábrica Tejidos Obregón. Eran socios del emblemático Hotel El Prado de Barranquilla, junto con Karl Parrish y la familia De la Rosa. Parrish y los De la Rosa poco a poco fueron vendiendo sus acciones y, al final quedaron los Obregón solos con todo el capital accionarios del famoso hotel que aún hoy subsiste como un ícono de la ciudad.
Mas tarde los Obregón emparentaron con los Santo Domingo, así como éstos últimos igualmente emparentaron con una de las familias más distinguidas de Barranquilla, los Pumarejo. Por ello es que hoy en la rancia clase alta sociedad barranquillera hay numerosos nombres pomposos Obregón Santo Domingo, Santo Domingo Pumarejo, y ahora Santo Domingo Dávila.

Amores y naufragios / Alejandro Obregón y Sonia Osorio

$
0
0

Alejandro Obregòn, Rodrigo y Sonia Osorio
El amor de Sonia Osorio y Alejandro Obregón
“No existe un amante más maravilloso que él”
Por: Eva DuránNoviembre 05, 2013
El amor de Sonia Osorio y Alejandro Obregón
Sonia Osorio, la bailarina que llevó triunfalmente el mapalé, el bambuco y la cumbia de Colombia a todos los países del mundo, nació en Bogotá el 25 de marzo de 1928, pero desde los ocho meses vivió en Barranquilla, al cuidado de su abuela, la próspera empresaria Elvira de Saint Melo, quién tenía una fábrica de maquillaje. Allí creció como una reina, libre, consentida y salvaje. Entre danzas y arrumacos. Como hija, nieta y bisnieta única, toda la casa familiar giraba alrededor suyo.
Pero a los nueve años fue obligada a mudarse a Bogotá con su padre Luis Enrique Osorio y su madre Lucia, lo que fue un verdadero trauma para ella: pasar del pechiche sin límites, los colores y la música de las casas amplias y luminosas del barrio El Prado, al frío y el gris capitalino.
Su madre era pianista e hija del director de la orquesta sinfónica; su padre fue un hombre súper dotado, educador, sociólogo, comediógrafo, novelista, músico y poeta, y uno de los fundadores del teatro colombiano. Gran amigo del presidente venezolano Rómulo Betancourt, llevó su trabajo a múltiples escenarios del mundo entero. Sobre esta privilegiada plataforma se educó Sonia, quién tuvo la inmensa fortuna de disfrutar, de manos de su padre, de una esmerada formación intelectual. A donde quiera que iba, estudiaba baile, llegando a ser discípula personal de Madga Brunner, primera figura del ballet de Viena.
Se casó a los 16 años en Barranquilla con el industrial y cónsul alemán Julius Siefken Duperly, y fue madre a los 17 años. En este primer matrimonio tuvo dos hijos: Kenneth y Bonny. Llevaba casada ocho años, con una mala relación de pareja, hasta que una noche su vida cambió para siempre. Se encontró a la salida del Cine Metro con el industrial barranquillero Pedro Obregón y su hijo Alejandro, y el primero le sugirió al novel pintor: “¿Por qué no retratas a esta mujer tan linda?”. Alejandro respondió que sí, sin pensar, y nadie imaginó lo que esa inocente propuesta traería consigo.
84-obregon-bio
Alejandro había nacido en Barcelona en 1920, y era nieto, por línea materna, del alcalde de esa misma ciudad catalana y de un banquero inglés, y su padre Pedro era el dueño de textiles Obregón y pariente de los Santodomingo. Tuvo la educación típica de la altísima elite social inglesa, muy fría, muy rígida y estricta, alejado de sus padres, vestidito de marinero, con nodriza e institutrices alemanas y francesas. Nada presagiaba al pintor rebelde y revolucionario que sería.
Fue nombrado muy joven vicecónsul en Barcelona y en ese cargo conoció a la que sería su primera esposa, Ilva Rash, hija de su jefe, el poeta y cónsul Miguel Rash-Isla. Se casaron en 1943 y se instalaron en Barranquilla en 1945, huyendo de la segunda guerra mundial. El carácter finísimo, discreto y retraído de Ilva, chocó de frente con el desparpajo, el caos y el furor del trópico. No podían ser más diferentes. Alejandro empezó a salir solo y a divertirse por su cuenta.
Alejandro y Sonia se conocían de vista desde niños, pero el ángel del amor se demoró en apuntar su flecha hacía ellos. Durante temporadas de su niñez y juventud, vivieron a sólo una cuadra de distancia, ya que la casa de la abuela de ella quedaba al otro extremo de la calle y de la casa de los padres de él en Barranquilla, más abajo del Country Club.
En una oportunidad, él se presentó en la ciudad con una novia gringa y la llevó a pasear con sus amigos y amigas del barrio El Prado al río Magdalena.
Alejandro agarraba a la gringa, la besaba en la boca y se la sentaba en las piernas. Ese comportamiento, que es visto ahora como algo normal entre enamorados, estaba prohibido y era un verdadero escándalo en los años cuarenta. Al respecto, la novelista barranquillera Marvel Moreno nos cuenta en sus memorias que la presión y la represión moral en Barranquilla era tan oprimente y sofocante que ella descubrió su lugar en el mundo cuando llegó a Paris y observó a una pareja besarse en la calle sin ningún problema. Eso nos da una idea del terremoto que se armó en la ciudad cuando Sonia y Alejandro se fueron juntos.
Se enamoraron durante la elaboración del retrato de Sonia. Ella posaba una hora diaria en el estudio de Alejandro en Barranquilla, y en Bogotá en los altos del teatro Faenza. Prolongaron el proceso a propósito, y el retrato seguía y seguía hasta que la pasión se les salió de las manos, y él no tuvo más alternativa que proponerle matrimonio: “Te invito a que nos muramos de hambre juntos en París, pero te advierto que siempre me levanto de mal genio”, le dijo.
OsoSc0e2
La situación era insostenible. Sonia y Alejandro estaban locamente enamorados y no podían vivir el uno sin el otro, pero ambos estaban casados y, para agravar la situación, Ilva Rash, la mujer de Alejandro, acababa de tener a su hijo Diego.
La familia de Sonia le suplicó que intentara salvar su matrimonio y ella hizo el esfuerzo en Bogotá por un año más, pero no había nada que hacer. Se divorciaron de sus respectivas parejas, se casaron por poder en México y luego civilmente en París. Sonia se llevó a uno de sus hijos con ella para Francia y el otro se quedó con su abuela en Barranquilla. Para sus familiares y amigos, fue un baldado de agua fría. Algunos familiares de Alejandro no le hablaron en muchos años a raíz de esto.
Como en París era muy difícil vivir, consiguieron una casa que tenía como once siglos de antigüedad, en Alba la Romaine (Ardeche). Se instalaron como artistas pobres y bohemios, y vivían de lo que les mandaban sus familias. Sus diversiones eran muy sencillas y consistían en pasear en carretera y conversar con los aldeanos. Sonia bailaba encima de las mesas de los bares y restaurantes, y con esto conseguían beber y comer gratis. Esos años fueron un sueño hecho realidad: se codearon con Picasso y los existencialistas sin un franco en el bolsillo.
Sonia lo recordaba como un marido fuera de serie, que la animaba a perseguir su sueño de ser una artista, le decía que no le importaba que la casa estuviera sucia, ni tener que repetir las camisas sin lavar, que lo importante para él era que ella bailara y se realizara como mujer. Que tenía demasiado talento para andar limpiando. Y le pedía que bailara para él mientras pintaba en el estudio.
–¿Pero para qué quieres que baile para ti, si no me estás viendo? –le preguntaba ella.
–No te veo, pero te siento –respondía él.
Allí estaban, de espaldas al mundo, por encima del mundo: La bailarina más importante de la historia del país, la mujer más bella de su época, bailando en una antigua y derruida casita de más de mil años de antiguedad, para su amado, para ese hombre que dejó por seguirla a ella familia, honor, reputación y fortuna.
Ella señalaba con los movimientos de su cuerpo sudoroso, el movimiento preciso del pincel, la rotunda vibración de los colores, la alegre profundidad del paisaje. Ella era perfume, privilegio, volcan y música de tambores. Él escribía sobre el lienzo templado frente a él, esa obra de arte que danzaba. Ella canalizaba en su sangre la fuerza brutal de nuestro exuberante mestizaje. Él como un escribano afortunado y febril, atrapaba en el aire las tormentas, la furia de los océanos, el oleaje que las caderas de Sonia provocaba, al ritmo de la vieja vitrolita de música que sonaba en el rincón.
Su historia de amor marcó una época. Era usual que estando juntos en cualquier sitio público, él súbitamente gritara a todo pulmón: “¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te adoro!”. Ella le recriminaba cariñosamente:
– ¿Pero por qué no me lo dices a mi? ¿Por qué tienes que gritarlo para que todos se enteren?
Y él respondía:
– Me encanta oírmelo decir.
Alejandro fue siempre un animal de trabajo. Pintaba todo el día, todos los días, y no permitía que nadie le limpiara el estudio. Encontrarlo limpio era una auténtica tragedia para él. Para Sonia era tortuoso, porque ella era muy ama de casa y la suciedad la hacía sufrir. Vivían en una provincia vinícola, y los campesinos compartían entre sí los frutos de su cosecha. El vino era prácticamente gratis. Mientras él bebió toda la vida, ella siempre fue abstemia.
Sonia nunca ahorró elogios para describir a Alejandro: “Difícilmente existe un amante más maravilloso que él, en todo sentido. Era como de mentira. Voluptuoso, apasionado, tenía todos los ingredientes para enloquecerla a una. Y para mí, que venía de una especie de noche oscura, fue como un amanecer”.
A los tres años llegaron los hijos, primero Rodrigo y después Silvana, y para él fue un shock terrible, porque los llantos le interrumpían el trabajo. Pero después vivía maravillado con ellos, como si fuera otro niño. El matrimonio, como tal duró diez años: cinco en Francia y cinco en Barranquilla, pero él se aburrió de la vida monogama y volvió a hacer vida de soltero y a andar con la una y con la otra. A las primeras conquistas que se interpusieron en su relación de pareja, Sonia las enfrentó y peleó con uñas y dientes, pero pronto entendió que Alejandro no era hombre de una sola mujer y, drástica y apasionada como era, cortó por lo sano y se divorció de él.
Luego de la separación, fueron decenas, cientos, las mujeres que pasaron por la cama y el corazón de Alejandro Obregón. Después de Sonia, se enamoró y se casó con la pintora inglesa Freda Sargent, con quién tuvo a su hijo Mateo, y se vino con ellos a vivir a Cartagena. Pero esta experiencia de pareja duraría poco tiempo.
sinia_osorio_contenido02
Enamoradizo, necesitó todo el tiempo la compañía femenina. Su hija Silvana asegura que no era tanto que él fuera mujeriego, sino que ellas lo buscaban, y que podía estar con una y siempre había otra llamándolo y seduciéndolo.
Al separarse de Alejandro, Sonia se casó en Panamá con el marqués Italiano del Pogglio Franchesco Lanzoni Paleoti, padre de su último hijo Giovanny. Pero después de estar con un hombre como Alejandro, era imposible para ella estar con uno normal, por lo que la unión duró sólo dos años “muy viajados”.
Separados, Sonia y Alejandro siguieron cultivando y cosechando innumerables éxitos y glorias profesionales. Él era considerado “el pintor oficial del país”, y tuvo el inmenso honor de pintar a sus 53 años el gigantesco mural “Amanecer en los Andes” en la entrada del Hall del edificio de la Organización de las Naciones Unidas. También pintó los murales de las plenarias del Congreso de la República de Colombia. Con su ballet de Colombia, Sonia ganó decenas de premios y condecoraciones, y recibió ovaciones de pie en prácticamente todos los países y en todas las casas reales del mundo.
Pero un día cualquiera algo ocurrió. Ese gran amor del pasado volvió como un torbellino. Entró de sorpresa por la ventana. Un periodista le preguntó en directo por televisión a Sonia Osorio por su vida sentimental. Ella dijo resueltamente mirando a la cámara: “He querido a muchos hombres, pero amado, amado, solo a uno”. Esa noche, Alejandro la llamó y solo atinó a decir con la voz quebrada por la emoción: “Gracias Sonia”.
Alejandro murió en brazos de su hija Silvana en Cartagena en 1992, de un tumor fulminante en el cerebro. Descansa en el bello mausoleo que posee la familia Obregón en el cementerio Universal en Barranquilla. Su epitafio (si es que un epitafio puede abarcar una vida) es una sola palabra: “Siempre”.
A Sonia se la llevó una infección renal hace dos años. Fue despedida entre tambores, cumbias, discursos y cantaores, y enterrada en Bogotá con todos los honores y homenajes que corresponden a la fundadora del Ballet de Colombia. Un carnaval fue su funeral, porque un carnaval fue su vida, como lo fue su relación de pareja con Alejandro: colorida, ruidosa, llena de jolgorio, de música, de libertad, de danza y espontaneidad.
Juntos, poetas del cuerpo y del color, faunos venidos de una época legendaria de druidas y unicornios, escribieron en el lienzo del destino una historia de amor que perdurá en la memoria del arte, más allá de lo que ellos jamás llegaron a imaginar en esas frias, bohemias y luminosas noches de pobreza, música y vino en Paris.




Garrincha / "Yo vivo la vida, la vida no me vive a mí"

$
0
0

Garrincha

"Yo vivo la vida,

la vida no me vive a mí"



Por ÁLVARO CEPEDA SAMUDIO

Qué grato y oportuno reunir detrás del tiempo a dos grandes personajes de nuestro siglo XX, ahora, en los albores del XXI: Garrincha y Álvaro Cepeda Samudio, invariables en su genial naturaleza. Este reportaje fue publicado inicialmente en El Heraldo, de Barranquilla, Colombia y reproducido el domingo 11 de junio en El Universal de Cartagena. Gracias a ODG, quien lo remitió).



ACS: He notado que los periódicos colombianos, al mencionar su nombre, sólo hablan de su espectacular romance con la cantante Elsa Soares. ¿Es que a usted ya no le interesa el fútbol?
El rostro abotagado de Manuel Dos Santos, taciturno, sin expresión, como la de un boxeador que ha perdido muchos combates, se ilumina de pronto en una sonrisa abierta, y los ojos hasta ahora pequeños, y también sin expresión, por primera vez comienzan a aparecer inteligentes, vivos, iluminados como la sonrisa. El hombre bueno y descomplicado que es realmente esta leyenda del fútbol mundial que se llama "Garrincha", aparece como del cubilete de un prestidigitador al conjuro de un nombre: Elsa Soares.

Garrincha: "Yo no leo nunca las páginas deportivas de los periódicos, ni oigo lo que dicen por la radio: me volvería loco. Un día soy un genio del fútbol. Al otro día, mi vida privada está en todos los titulares y ya no soy un genio del fútbol porque casi nunca, al hablar de mí se habla del fútbol, sino de lo que hago fuera de la cancha y lo que hago fuera, la novela que es mi vida, hace que se olviden del fútbol que yo juego. Entonces no se puede distinguir.

"Por eso no leo nunca lo que dicen de mí: si hablan bien, son mis amigos; si hablan mal también son mis amigos. ¿Para qué molestarme? Yo soy un hombre feliz".

Esa felicidad le brota a Manuel Dos Santos por todas partes: no la esconde, muy por el contrario: la exhibe y la celebra con alegría del muchacho muy pobre, como lo fue él en Pau Grande, que por primera vez tiene un juguete. Cuatro o cinco cables salen de Barranquilla hacia Río de Janeiro todos los días, y otros tantos llegan. Además de feliz, Manuel Dos Santos es también un hombre enamorado.

ACS: ¿Todo esto de discutir su vida privada en las primeras páginas de los periódicos y a los cuatro vientos en la radio y en la televisión, no lo mortifica?

Garrincha: "A mí no. Yo vivo la vida, la vida no me vive a mí".


En el principio fue el fútbol

El pueblo es pequeño y en las colinas se amontonan las casas pobres, casi favelas, donde las gentes más pobres del pueblo dejan pasar el hambre viendo pasar los ríos, "montones de ríos", dice "Garrincha", que atraviesan el pueblo por todos lados. El pueblo es Pau Grande, a unos 200 kilómetros de Río. En este pueblo, y en una de las casas más pobres, nació Manuel Dos Santos "Garrincha", el 18 de octubre de 1935.

Manuel Dos Santos no se acuerda cómo comenzó a jugar al fútbol en Pau Grande. Tampoco se acuerda cuándo comenzó a trabajar, aprendiendo a coser mangas a las camisas que se producían en la fábrica de confecciones que aún funciona en el pueblo. "Debió ser muy pequeño", dice. Pero sí se acuerda del horario de la fábrica, porque todavía siente el cansancio de la jornada: de seis de la mañana a cuatro de la tarde, cosiendo mangas; de las cuatro hasta que oscurecía, jugando al fútbol; y de las siete de la noche a las nueve, estudiando en la escuela de la fábrica donde también trabajaba su padre, que era celador, y con quien se cruzaba todas las noches cuando el pequeño Manuel iniciaba el regreso, muerto de cansancio, a su casa pobre de la colina.

"Tanta pobreza y tanto trabajo no me dejaron campo para ser vanidoso ahora cuando, gracias al fútbol, lo tengo todo". Y es cierto: porque este hombre, de cuerpo pequeño y regordete —altura, 1:69; peso, 72 kilos— que en 13 años con el equipo Botafogo marcó 353 goles y ha asombrado con su endiablado juego todo rapidez, malicia y picardía, al público de tres campeonatos mundiales, es, antes que todo, un hombre sencillo, amable; a quien no afectan ni el elogio delirante ni la diatriba más implacable porque: "los jugadores profesionales no somos más que payasos: salimos al campo a divertir a un público que paga por vernos ganar o vernos perder: al igual que los payasos en el circo, nos aplauden si lo hacemos bien y nos insultan si lo hacemos mal, pero de ambas maneras los estamos divirtiendo.

Y si nos dejamos llevar por los insultos o los aplausos no podríamos hacer bien nuestro papel".



1953. Botafogo

"Siete años —esto es lo que él recuerda— jugó Manuel Dos Santos en Pau Grande, en el 'Sport Club América', formado por los empleados de la fábrica cuyas camisas daban el nombre al equipo del pueblo. 'Garrincha', era un problema técnico en el Sport Club América; su puesto, el que le habían asignado los jugadores mayores y más altos que él, era el de mediocampista, pero su velocidad innata lo mantenía metido todo el tiempo dentro del arco contrario, entregando pelotas para que los otros anotaran los goles. 'No había nada qué hacer porque ellos eran los dueños del balón'".

Pero otra cosa era en los encuentros callejeros donde los ocho hijos del celador Dos Santos eran todos dueños del balón. Aquí Manuel jugaba en el puesto que entonces le gustaba más: puntero izquierdo. "Amadeo —cuenta Garrincha—, el mayor, compró una pelota y ocho camisetas cuyo valor hubo que pagárselo por pequeñas cuotas semanales porque él tampoco tenía dinero suficiente para pagar en el almacén.

"Más de dos años nos duraron la pelota y las camisetas y más de dos años estuve pagando las cuotas, pero todo este tiempo jugué en la punta". En 1951 el Sport Club América fue llevado a Río de Janeiro para jugar contra otro equipo de quién sabe qué otra fábrica de camisas. Pero da la casualidad —no hay vida de personaje famoso cuya leyenda no esté llena de casualidades— que este encuentro, sin ninguna importancia, fue pitado, y por razones que es mejor no averiguar ahora porque se estropearía la magia de la leyenda, por Arití, uno de los árbitros más famosos del campeonato carioca.

Arití vio al pequeño Manuel, que a los 16 años seguía siendo muy pequeño para sus años, tragarse la cancha, tragarse los tarajallones del equipo contrario y tragarse el aire durante los 90 minutos con su increíble velocidad y el malabarismo de sus piernas manetas. Arití, como todo arbitro y contrariamente a lo que se cree, tenía su equipo preferido. Y habló a los dirigentes del Botafogo de este pequeño fenómeno del fútbol.

Los dirigentes del Botafogo, y ésta es quizá la única muestra de inteligencia que dieron durante los 13 años que Garrincha vistió la camiseta a rayas negras y blancas del equipo, no perdieron de vista al defensa —mediocampista— puntero de Pau Grande. Y un domingo de 1953, Manuel Dos Santos hacía su primer encuentro profesional en Río de Janeiro jugando en la punta izquierda del Botafogo contra el Flamengo. Resultado final: Botafogo 3; Flamengo 1. ¿Y Garrincha? Anotó dos goles. El improbable cosedor de mangas de Pau Grande había iniciado una carrera pocas veces igualada en la historia del fútbol, y el Brasil comenzaba a vislumbrar a uno de los hombres que llevaría los colores del país a conquistar dos campeonatos mundiales consecutivos.

"En Pau Grande —dice inicialmente— aprendí tres cosas: a ser humilde, a coser y a jugar al fútbol; en ese mismo orden".



Siempre los dirigentes

De sus 13 años en Botafogo, Garrincha guarda un contradictorio recuerdo: a la institución, Botafogo, la venera, pero a sus dirigentes no les guarda ningún afecto. Aunque tampoco rencor, pues este sentimiento no entra en su inventario.

Con Garrincha, el Botafogo fue tres veces campeón del torneo carioca y dos veces campeón del Brasil. En su primer año de profesional empató con el paraguayo Benítez, el primer puesto en la casilla de goleadores con 33 anotaciones.

Su vinculación al Botafogo termina en 1965. Garrincha tenía una rodilla lesionada y varias veces jugó anestesiado para que no perdiera su cuadro. Los dirigentes insistían en que se sometiera a la operación con el médico del equipo; Garrincha prefería a su médico particular, en quien tenía más confianza: la diferencia era solamente de 50 dólares. Los dirigentes se obstinaron. Garrincha pagó de su bolsillo la operación y se largó del Botafogo. "Cuando Amarildo se fue a Italia, los directivos le dieron un gran banquete; a mí no me dijeron ni adiós. Así son siempre los dirigentes en todas partes: les interesa la empresa, los hombres que la hacen posible no valen nada para ellos.

"Al Botafogo como institución le debo mucho, a sus dirigentes nada: ellos me deben a mí".

ACS: ¿Qué quiere decir "Garrincha"?

Garrincha: "Es un pájaro muy veloz, pero no es nada, no es un pájaro fino. No hace nada".

ACS: ¿Como la golondrina?

Garrincha: "No, no; la golondrina tiene clase; se la menciona mucho. No, éste es un pájaro maluco. No hace nada; es un pájaro pobre, pero muy veloz, más veloz que cualquier pájaro".

ACS: ¿Como el cucarachero?

Garrincha: "Tal vez sí. No lo conozco, pero debe ser así como usted dice. Mire: el garrincha es como yo".

En Pau Grande al inquieto Manuel que a los cuatro años no debía levantar mucho del suelo, le encantaba ir a cazar pájaros con su honda. A esa edad andaba por entre el monte "como una exhalación del infierno", decía su hermana Rosa Dos Santos, la mayor. Un día entró corriendo a su casa con un pájaro todavía aleteando en sus pequeñas y regordetas manos morenas. Manuel no sabía qué había cazado. Rosa le dijo: "Es igualito a ti, vuela mucho, pero no sirve para nada: es un garrincha". Manuel lo curó y lo conservó por mucho tiempo y nadie recuerda hoy qué se hizo el garrincha que perpetuó su nombre en uno de los mejores jugadores del mundo. Pero a este Garrincha sí lo recordará siempre la historia del deporte.



Bogotá, 1954

El recuerdo de Colombia es para Garrincha una mezcla de alegría y de mucha tristeza. Su primer partido internacional lo jugó en Bogotá contra Millonarios, el gran Millonarios de Rossi, Cozzi y Pedernera, que fue vencido por Botafogo dos por cero. Fue su alegría ganar el primer encuentro que jugaba fuera del Brasil. Pero al regresar a Río encontró que su hermana menor, Teresa, de tres años, había muerto ese mismo domingo que él jugaba en Bogotá. El 8 de agosto del mismo año, contra Santa Fe, y Botafogo volvió a ganar, esta vez dos por uno. Fue calificado por El Tiempo como el mejor de los visitantes. Elaboró, aunque no finalizó, el gol del triunfo.

"Se acostumbra uno a todo —dice Garrincha—, a lo bueno y a lo malo".

Chile, 1962

Se jugaba la Copa Mundo en Santiago. El encuentro Brasil-Chile comienza muy fuerte y sigue peor. Se juega duro. El público hostiliza constantemente a los brasileros. Los chilenos consiguen el primer tanto y las graderías se enloquecen. Pelota al centro. Pelé a Vavá. Se escapa Garrincha con el pase de Vavá, y anota de un tiro violento. Quince minutos más tarde recoge una pelota de Nilton Santos en el medio campo. Pica la pelota y rebasa a la defensiva chilena para fusilar al guardavallas. De las graderías energúmenas vuela una botella; Garrincha cae al suelo bañado en sangre. Lo llevan a la clínica y no puede volver al partido. "Salí riéndome. Les gané yo solo a los chilenos 3-1. ¡3 a 1! Sí. Dos goles y un botellazo que también se cuenta".

Los goles

"Se preocupan mucho de quién hace los goles en el fútbol, pero éste es y debe ser un juego de conjunto. En la cancha todos somos iguales. Detrás del que hace los goles está siempre alguien, otro jugador que no se ve y que no sale en los periódicos. Está el resto del equipo. Para mí, por ejemplo, que he anotado muchos goles, el mejor partido que creo he jugado en mi vida, fue en Chile contra Rusia, y no hice ningún gol".

Suma, 1958

De Suecia, característicamente, Garrincha no habla de la primera Copa Mundo en la cual participó a los 23 años y de donde Brasil regresó campeón con el equipo que repetiría la hazaña cuatro años más tarde en Chile. Lo que más le divirtió fue la ceremonia final, cuando el rey Gustavo Adolfo le regaló a cada uno de los once titulares un reloj de oro.

"Una tarde, dos años después, al terminar un partido en el Maracaná, descubrí que me habían robado el reloj. Me reí tanto pensando qué diría el rey de Suecia al enterarse de que yo había perdido su reloj".

Inglaterra, 1966

En Inglaterra, para Garrincha sucedió lo que parecía imposible que sucediera: Brasil fue eliminado. En una frase define el resultado: "Nos masacraron". La selección brasilera que fue a Inglaterra, según Garrincha, no podía perder. Tenía todos los elementos y condiciones para lograr el tercer campeonato mundial para el Brasil. Pero perdieron.
  
ACS: ¿Por qué perdieron?

Garrincha: "Todos los equipos jugaron contra nosotros; éramos el equipo para derrotar".

ACS: ¿No jugaron fútbol?

Garrincha: "No nos dejaron jugar fútbol. Nos armaron una verdadera cacería humana. Pelé fue virtualmente cazado. Fue perseguido hasta que lo inutilizaron. Las películas lo muestran claramente".

ACS: Esa es la excusa. La realidad es otra. El fútbol, mezcla del sistema rioplatense y de la velocidad en el manejo de la pelota sin fortaleza en los jugadores, sin físico para arrolar en el ataque y romper en la defensiva, a base siempre de estatura y rudeza más que de habilidad, la organización de los avances contrarios, el fútbol sin atletas, que es el fútbol suramericano, hizo crisis en Inglaterra. La selección brasilera no estaba preparada para esta nueva modalidad del fútbol.

Garrincha: "No lo esperábamos. No estábamos preparados para un juego tan sucio. Quisimos jugar fútbol y no nos dejaron".

ACS: ¿Usted diría que la selección que fue a Inglaterra era lo mejor que podía presentar el Brasil en ese momento?

Garrincha: "No sé si era lo mejor o no, pero debíamos ganar. La otra realidad, como usted dice, no salió a jugar a la cancha: la realidad de la ineptitud de los dirigentes, que los llevaron. Todo el mundo intervino en la selección del equipo, en su preparación, en su dirección. Con decirle que fuimos a Inglaterra 22 jugadores y 22 dirigentes".

Garrincha y Pelé


Pelé

Garrincha conoció a Pelé en 1956, cuando se enfrentaron por primera vez los dos más grandes jugadores del fútbol del Brasil, en un encuentro entre el Santos y el Botafogo. Ganó el Santos 4 a 1: Pelé hizo los cuatro goles.

ACS: ¿El rey Pelé?

Garrincha: ... Somos jugadores de fútbol profesional. Somos, ya lo dije, payasos.

"Yo soy igual a Pelé".

ACS: ¿Los goles?

Garrincha: "Detrás de cada gol de Pelé está uno de nosotros, uno del conjunto. El público aplaude a uno, no a todos. Es el fútbol. Lo de los reyes lo inventan los periódicos".

El mejor: Todos

Para Garrincha, todos los jugadores son iguales: todos son sus amigos. Pero si se le insiste se van conociendo sus preferencias, aunque no duran. Son cambiantes para acomodar a todos. Garrincha parece médico. No habla mal de ningún colega, y al final de la conversación se vuelve lo mismo: "todos somos iguales". Pelé es como Amarildo, Amarildo como Tostao, Garrincha como Pelé, y Ayrton como Garrincha. Pero una cosa se saca en claro: el jugador extranjero que más admira es a Yaschin, el guardameta ruso. Y de los brasileros a Zizinho. Desde pequeño su ídolo ha sido Zizinho. Su gran ilusión era la de jugar al lado de él. Solamente una vez realizó ese sueño en un encuentro amistoso entre Brasil y Paraguay en el Maracaná en 1955. Su mayor satisfacción fue la de servir las pelotas con que Zizinho hizo los goles esa tarde. "Se cambiaron los papeles: ahora Zizinho es hincha mío".

Pero se vuelve lo mismo: Nilton Santos, Vavá, Valentín, Boby Charlton, todos son iguales. Estoy seguro de que si a Garrincha se le pregunta qué le parece "Memuerde" García, dirá que es lo mismo de bueno que Pelé.

Júnior, 1968

Para Garrincha, el Júnior de este año con los jugadores que tiene, no debe perder. Un equipo cuya delantera hace siempre más de dos goles, tiene que ganar el partido, pero en el Junior todo es diferente. "Tal vez, dice Garrincha, pero ese equipo no puede perder este campeonato". Se habla de Marinho Rodríguez de Oliveira, a quien los directivos del Junior no supieron aprovechar. Marinho como director técnico del Botafogo es muy conocido de Garrincha. "Es un gran entrenador, es de los mejores entrenadores que he conocido. Sabe mucho de fútbol y maneja muy bien su equipo en la cancha. El Junior no sabe lo que perdió". Sí sabe, pero le da lo mismo: los entrenadores no llenan estadios.

ACS: ¿Qué le gustaría hacer cuando deje el fútbol?

Garrincha: "No sé. Tal vez entrenador. Pero pienso que no sirvo para eso. Un entrenador tiene que ser duro y yo soy muy buena persona y no puedo ser duro con nadie. Con el entrenador se cometen injusticias. El jugador se juega su carrera él solo en cada partido. El entrenador se la juega en cada partido también, pero se la juega once veces con los once jugadores".

Garrincha parece ser sincero cuando dice que es totalmente desinteresado. "El dinero no hace la felicidad", dice como recordando la frase de una película romántica o de vaqueros que es lo que más le gusta hacer por las noches. "Soy un hombre casero; las películas me gustan en la televisión".

ACS: ¿Por qué vino a jugar a Colombia? ¿No sería por el dinero?

Garrincha: "No".

ACS: Entonces, ¿por qué no juega en Brasil?

Garrincha: "En Río no me dejan tranquilo. Yo soy mucha noticia. Yo vendo muchos periódicos y todos los días tienen que hacer una historia nueva sobre nosotros. Que si maté a Elsa y me suicidé. Que si mi primera esposa me va a meter a la cárcel. Que si dejo a Elsa. Que si Elsa me deja a mí. A nadie le interesa cómo juego al fútbol, sino lo que hacemos Elsa y yo".

ACS: ¿Pero a usted le molesta eso?

Garrincha: "No, a mí no. A mí no me importa. Pero a Elsa sí. Se pone muy brava cuando hablan mal de mí en la televisión. Es mejor aquí en Barranquilla.

ACS: ¿Cuándo viene Elsa?

Garrincha: "Elsa no viene; yo me voy".

ACS: ¿Cree que usted y Elsa ayuden a vender periódicos en Colombia?

Garrincha: "No sé. ¿Usted qué dice?"

ACS: Creo que no. Sigamos hablando de Elsa.



Nota final: Cuando murió Garrincha lloró todo Brasil y el mundo del fútbol perdió a quien fue un mago del balón y posiblemente el mejor extremo derecho que ha habido nunca.

    Cuando era pequeño (le apodaron Garrincha que quería decir pajarito feo e inútil) sufrió poliomielitis y los médicos le dijeron que nunca podría andar con normalidad; de hecho era zambo (tenia los pies girados 80 grados hacia dentro) y tenia una pierna 6 cm. más larga que la otra, pero se equivocaron, y esas piernas le sirvieron para ser el rey del regateo (amagaba hacia el centro y se iba por la derecha).

    Nunca nadie ha tenido la valentía de hacer los regateos, las fintas, los amagos y las jugadas hasta la línea de fondo que hizo Garrincha. Tenía una clase individual prodigiosa y aprovechó la banda derecha como nadie. Daba igual el marcador que le pusieran, Garrincha siempre le regateaba una, dos o tres veces antes de poner el balón al compañero mejor colocado.

    Jugó 60 partidos con la selección brasileña, esa selección que nunca perdió con él y Pelé en el campo. Debutó como profesional en el Botafogo, con 20 años, con el que llegó a marcar 232 goles (el día de su debut ya marcó 3). Por aquella época los partidos contra el Santos de Pelé eran memorables.

    Sus problemas con el alcohol y las mujeres le llevaron a la decadencia futbolística. Se vio envuelto en un escándalo cuando dejó a su mujer y a sus 8 hijos para casarse con la cantante Elsa Soarez. También tuvo problemas con impuestos. Su muerte se produjo el 20 de Enero de 1983 en Río. Aquel día el llamado por muchos "Pájaro Cantor" no dejó de cantar para todos los buenos aficionados al fútbol, quienes aun le recuerdan como un mito.




Alvaro Cepeda Samudio / Todos estábamos a la espera

$
0
0


ÁLVARO CEPEDA SAMUDIO
TODOS ESTÁBAMOS A LA ESPERA

Íbamos llegando uno a uno y nos sentábamos en los altos bancos a lo largo del bar. Nos quedábamos allí, en silencio, oyendo las canciones que alguien cantaba en los discos. Otras noches había boxeo. Entonces dejábamos de echar monedas en el tocadiscos y mirábamos la pelea. Pero no duraban mucho tiempo. Casi nunca llegaban al último round, pues siempre alguien era tirado violentamente sobre la lona gris y un hombre con un corbatín le levantaba la mano al que se había quedado en pie y la pelea terminaba. Algunas veces apostábamos, pero después de un tiempo no quisimos ver más esto y dejamos de sintonizar al Madison. Nadie dijo nada. Nos pusimos de acuerdo sobre ello sin que nadie lo propusiera. Dejamos de ver el boxeo como hacíamos todo: sin decirnos nada. Había otras noches cuando no teníamos dinero y entonces entrábamos, nos acercábamos al tocadiscos y apretábamos un botón. La canción sonaba un largo rato y luego nos íbamos otra vez. Porque teníamos que ir todas las noches, pues no sabíamos cuándo llegaría y no queríamos que llegara y no estuviéramos nosotros allí. Pero el dueño se dio cuenta. Supo que nosotros también estábamos a la espera y una noche, cuando pasábamos frente a él hacia el tocadiscos, nos dijo: “Pueden tomar lo que quieran”. Entonces nos acercamos al bar y comenzamos a tomar como siempre. Desde esa noche ya nunca dejamos de ir. Y aunque no tuviéramos dinero, nos sentábamos en los altos bancos rojos y pedíamos nuestros tragos. Una noche llegó alguien a quien nunca habíamos visto. Como si conociera el lugar desde mucho antes, como si él supiera de nosotros. Tomó un banco y lo acercó al nuestro. Luego dijo: “Voy a quedarme aquí. Tiene que llegar a este bar”. Nadie lo miró. Pero nosotros sí. Tenía el pelo negro, una pipa labrada y un saco grueso. No dijimos nada y él puso sus billetes sobre el mostrador y comenzó a tomar lentamente. “Hace tiempo que estoy esperando”, dijo, y golpeó la pipa contra la palma de la mano abierta y dura. “Me salí de la carretera con los catorce que me tocaban a mí. Caminé detrás de ellos hasta que encontré un pequeño claro de arena blanca. Entonces oí que ya él había terminado. Ya su ametralladora no sonaba. Estaban de espaldas. Yo comencé a llorar. Cuando él llegó su ametralladora volvió a sonar. Yo me dije que no quería oír más. Y ni siquiera oí cuando las balas se callaron. Seguramente me dijo que lo siguiera y yo lo seguí, pero ya no oí más”. Nosotros no dijimos nada porque él siguió hablando y nosotros dejamos de oírlo de pronto. Era que habíamos comenzado a recordar. Y nos fuimos apartando poco a poco a medida que los recuerdos se alejaban. Llegamos a una estación. Había buses plateados y ventanillas numeradas en negro en el fondo del gran corredor. Allí habíamos comenzado, sentados en unas butacas tibias por el calor de los cuerpos que llenaban la estación, con las revistas y los periódicos desordenados a nuestro lado. No sabíamos si esperábamos o nos esperaban. Allí habíamos comenzado. Pero antes era yo. Yo solo viajando sobre las carreteras de ladrillos rojos. Yo frente a la vendedora de revistas, comprando todas las revistas y todos los periódicos, no para leerlos, sino para ofrecérselos a quien había de sentarse a mi lado en el doble asiento del viaje, y la voz de la muchacha preguntando a qué hora sale su bus y un negro le da la hora que yo conozco; porque he estado esperando toda la noche en esa estación. Y de pronto me quedo solo con la muchacha y las paredes se van alejando en cuatro direcciones y estamos allí solos, la muchacha y yo, el negro, con los botones dorados de su chaqueta y su brillante escoba, se aleja empujado por la huida de las paredes mientras la muchacha de las revistas desaparece detrás de las carátulas multicolores que le hacen muecas. Yo le hablo a la muchacha que tiene un largo tiquete verde en las manos y mira sin entender los itinerarios con su complicada combinación de números. En la enorme soledad de la estación mi voz y la voz de la muchacha van llenando lentamente todos sus vacíos. Y después ya no hablamos más. La muchacha se duerme contra la madera lustrosa de los bancos y yo estoy velando su sueño derrotado. De pronto me dice sin abrir los ojos: “Tengo hambre”. Y  yo me levanto sin ruido y atravieso el frío ancho de la calle porque he visto en algún lado las vitrinas opacadas de un restaurante. En un tarro de cartón me dan café caliente para la muchacha. Yo le digo al griego que está detrás del mostrador: “Ella está ahí en la estación, no sé para dónde va, pero ha esperado el bus toda la noche y tiene hambre”. Y el griego me pregunta: “¿Por qué no te vas con ella?”. Y  yo le contesto que no lo había pensado, pero que quiero irme con ella. Me llena un tarro de cartón blanco y me lo entrega. “Llévaselo y antes de despertarla dile que te vas con ella”. Yo lo hago así y la muchacha se toma lentamente el café mientras yo pienso en lo que me ha dicho el griego. Cuando llegan los buses nos levantamos y salimos a leer las letras blancas hasta hacerlas coincidir con los tiquetes. Yo me vuelvo al restaurante y le digo al griego que ella se ha ido. Él me dice: “Tiene que volver”. Yo atravieso todo el frío del mundo que se ha acumulado en la calle, recojo mis revistas y me meto en el último bus.
Y otra vez las estaciones repetidas a lo largo del cansancio que había comenzado hacía muchas semanas. Y por fin he llegado a esta estación y me he encontrado en este banco rodeado de periódicos y revistas. Cuando la voz vieja conocida que anuncia las llegadas y las salidas anunció el nombre que esperábamos, ya éramos nosotros. Y subimos a nuestro bus. Ahora estamos en este bar todavía a la espera. Nos rodea gente, cada uno con su espera. Estamos estrechamente unidos en que todos sabemos que estamos a la espera pero no nos conocemos, ni siquiera hablamos. Solamente “nosotros” hablamos de vez en cuando. Y ahora ha llegado este hombre y nos ha hablado, nos ha dicho cosas que no hemos preguntado. Secretamente sabemos que ha de seguir hablando y hablando, que mañana vendrá y hablará otra vez, y seguirá viniendo todas las noches. Vamos a tener miedo, miedo de que nos interrumpa a cada momento cuando nos ponemos a parar monedas de canto sobre la madera humedecida por nuestros vasos. Y de que pregunte cuando nos ponemos a jugar con los círculos de agua que hay debajo de cada trago. Yo sé que nos está mirando y espera que volvamos la cabeza hacia él para seguir hablando. Pero tenemos miedo y no queremos mirarlo, no podemos mirarlo porque tenemos los ojos redondeados sobre los vasos. No podemos oírlo, pues alguien ha vuelto a meter monedas en el tocadiscos y hemos hecho tapones de música para nuestros oídos. Y para distraernos pensamos: −la foca azul tiene una pelita blanca y roja sobre la nariz−cómo se llamará la foca−tonto no ves que se llama Carstairs−no ese no es el nombre de la foca−es el nombre del whiskey−pero no es lo mismo−yo siempre quise ver las focas−vamos a verlas una tarde cuando haya verano−no, ya he perdido el interés y de propio no son tan reales como esta foca azul−aquellas también tendrán pelotas rojas pues yo las llevaré−llevaremos pelotas blancas y pelotas rojas, las más grandes y más blancas y más rojas que podamos conseguir−llevaremos pelotas para dárselas a las focas−sí tal vez podríamos ir un día cuando haya verano−y después iríamos a un cine, me gusta el cine−creo que me gustaría ver una película que se llame los rinocerontes hacen pompas de jabón en la que esté Susan Peters que cuando yo era pequeño se parecía a una muchacha que llevaba sus libros amarrados con una correa verde−hubo un tiempo cuando veía todas las películas−cuando no se tienen sueños, cuando no esperamos nada, tenemos que meternos en las salas de cine y tomar los sueños prestados de las películas−también yo iba al cine todos los días a hacer míos todos los sueños−. Dejamos de pensar y nos pusimos a jugar otra vez con las monedas. Nos habíamos olvidado de nuestro miedo, no supimos cuándo entró; estaba mirándonos cuando alzamos la cabeza para pedir los tragos. La vimos al mismo tiempo, pero yo me quedé mirándola. Cuando me levanté, todas las monedas que estaban paradas de canto comenzaron a rodar. Yo le dije: “He estado esperándote Madeleine”. Y luego: “Ahora vendrás todas las noches”. Ella siguió mirándome y asintió. Cuando salíamos oí su voz diciéndome: “Ya no me necesita más. Déjame ir ahora”. Yo le tomé la mano y se la apreté con fuerza. Mientras cruzamos la calle veíamos a Madeleine a través de la vitrina que había comenzado a esperar.

Álvaro Cepeda Samudio






Carlos Monsiváis / Sergio Pitol / El arte del arraigo

$
0
0
Sergio Pitol
Poster de T.A.

SERGIO PITOL
 PREMIO CERVANTES 2005

El arte del arraigo


CARLOS MONSIVAIS
2 DIC 2005

La literatura como vocación, destino, red de sitios intermedios, técnica para ir de un entusiasmo a otro, y para conjugar otras grandes pasiones: el cine, la música y las artes plásticas. Sergio Pitol (nacido en 1933), sólo tratándose de política, deja de ser estrictamente literario porque allí la emoción es el punto de vista, razonado y consecuente, pero militante. En lo demás, a la literatura le confía el registro de su paso por ciudades y experiencias y seres maravillosos en cualquiera de las acepciones del término maravilla. Ejemplo: El tañido de una flauta (1972), una gran novela, donde el exilio interior, el fracaso, la síntesis de las admiraciones culturales, responden a la obsesión literaria que todo lo convierte en el capítulo de la gran novela que se vive mientras no se llega a la escritura, que se escribe para conocer más adecuadamente la densidad de lo vivido.

***

El viajero en la tierra, el título de Julien Green, es el adecuado al describir esa perenne necesidad de nuevos paisajes, museos, cafés, calles, personajes únicos, ropas que en otro sitio serían disfraces. Si de algo tiene miedo el Pitol escritor es de agotar su caudal de entusiasmos. Maestro de ceremonias de los personajes límite, Pitol cree en trascender la norma, en ir más allá de lo admitido por el buen gusto o el decoro o la prisión de los gestos o la censura íntima del discurso. A los personajes que le apasionan, si no son excéntricos totales, los desquician sus lecciones de abismo. Son, sí, seres comunes y corrientes, pero su realidad admite el cultivo de las singularidades. Eso es La Falsa Tortuga en El tañido de una flauta, eso es el culto a lo más íntimo y más desagradable olfativamente del ser humano en Domar a la divina garza, eso es Marieta Karapetián en El viaje, la mujer que al oír un fragmento coprofílico evoca un culto antiguo a las potencias del vientre.
* * *
Inspirado por una noción: la clave de cada persona es un secreto que de tan fragmentado nunca deja de serlo, Pitol, en una larga etapa de su narrativa, atraviesa por las atmósferas de la desesperanza, con relatos tensos, donde el repertorio a la disposición de los personajes, y del lector, se compone de escenarios asfixiantes que aclaran las vidas a la luz del incumplimiento de las promesas, o a través del regocijo intelectual y sensorial ante un cuadro o una sonata.
* * *
En cuentos y novelas, Pitol recorre países, ciudades, psicologías excéntricas o convencionales, exilios en la ciudad natal o en paisajes asiáticos, pasiones contrariadas, armonías que se desprenden de la música y de la pintura, pesadillas que desembocan en laberinto del humor satírico, creadores, literaturas. A su trilogía carnavalesca integrada por El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, la dominan la precisión, la riqueza verbal, y un poderoso sentido del humor muy en deuda con el cine de Lubitsch y con la literatura satírica inglesa, del Dickens del club Pickwick a Edna O'Brien.
* * *
En El arte de la fuga, colección de ensayos, relatos, diarios, fragmentos de memorias, ires y venires entre la invención de atmósferas y personajes y la memoria de las obras maestras, Pitol despliega la variedad de sus dones, en un largo viaje temático donde aparecen la Venecia de los años sesenta, los mundos literarios de diez o doce países, los trazos paródicos, la pintura europea, el anhelo de comportamiento civilizado, las amistades, los zapatistas del EZLN en San Cristóbal de las Casas, José Vasconcelos, Antonio Tabucchi, las evocaciones dolorosas, la hipnosis...
¿Cómo me explico el éxito creciente de la obra de Pitol, en la recepción crítica y en el entusiasmo del circuito oral? Por sus virtudes prosísticas, desde luego, y por la lucidez regocijada de su pensamiento y su creación de personaje. Sergio Pitol lo expresa en uno de sus paseos por la autobiografía: "La pasión por la lectura y la antipatía a cualquier manifestación del poder definen la identidad entre quien soy y quien fui entonces". Y más adelante agrega: "Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios". Pero si se es como Sergio Pitol, uno es también la conversación incesante con lectores nunca desconocidos del todo, nunca lo suficientemente escudriñados. En el tiempo del autoritarismo que se resiste con furia a desaparecer, Sergio Pitol opta por el más democrático de los diálogos, el que se establece sobre una página y a lo largo de un libro. Mientras otros insisten en desordenar el caos, un escritor hace el recuento de haberes culturales y nostalgias plenas, y notifica lo obvio: el arte del viaje es también el arte del arraigo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 2 de diciembre de 2005

Sergio Pitol / El intelectual que se remanga la camisa

$
0
0


Sergio Pitol 

El intelectual que se remanga la camisa

El escritor mexicano Sergio Pitol reivindica que "la literatura no debe ser elitista"

El autor crítica al PRI, recién ganador de las elecciones en su país


VERÓNICA CALDERÓN
Madrid 9 JUL 2012 - 12:03 COT






El escritor mexicano Sergio Pitol, ganador del premio Cervantes en 2005.Ampliar foto
El escritor mexicano Sergio Pitol, ganador del premio Cervantes en 2005. SAMUEL SÁNCHEZ

El autor mexicano Carlos Monsiváis solía describir a su amigo, el también escritor Sergio Pitol (Puebla, 1933), como un “editor de clásicos”. Antes que narrador y ensayista, Pitol fue editor y traductor de más de una veintena de autores y cerca de 100 títulos. Y en México, donde solamente se compran unos 2,9 libros por año (mucho menos que los 18 de Noruega y los 7,9 de España), la divulgación de la literatura roza el activismo. El autor dirige la colección Biblioteca del Universitario, un compendio de 52 libros (hasta ahora se han publicado 45) que se distribuyen gratuitamente entre los alumnos de la Universidad Veracruzana y que se pueden adquirir por unos 35 pesos (poco más de 2 euros). “La lectura no debe ser elitista”, explica en el centro de Madrid.
El escritor, un niño enfermizo que pasó postrado en la cama buena parte de su infancia –lo que lo convirtió en un voraz lector–, habla con dificultad por una embolia. Pero eso no quiere decir que no se sepa expresar. Se interesa, sonríe, bromea, pregunta y se indigna. A la mañana siguiente de la elección presidencial en México, que dio por ganador al candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) Enrique Peña Nieto, el narrador comenta que la vuelta del PRI al poder (que mantuvo en México un régimen hegemónico entre 1929 y 2000) es un síntoma “preocupante”. ¿Es igual que el PRI de antaño?, se le pregunta. “¡Es peor!”, exclama. “No ha cambiado. Es el mismo: dinero, corrupción, impunidad... Es más peligroso, porque finge que es otro y no es así”. La anécdota de que el presidente electo de México no puede citar tres libros que ha leído (como ocurrió en la Feria del Libro de Guadalajara en noviembre del año pasado y en una entrevista con The New York Times meses después) le indigna. “Por eso es tan importante que haya un mayor acceso a los libros”, comenta. Pitol lamenta que los 12 años de Gobiernos del conservador Partido Acción Nacional han dejado muy pocos frutos en la difusión de la cultura en México. “Han cerrado bibliotecas, hizo falta un plan integral y los apoyos son cada vez menores”, comenta con tristeza. “La cultura es una lucha contracorriente”. Aun así, habla con emoción del movimiento Yo soy 132, que agitó las elecciones mexicanas. “Se han superado etapas mucho más difíciles: la represión sistemática, la censura... Lo único que se puede hacer para seguir adelante es no dejarse llevar por el derrotismo y trabajar”.
Y en cuanto al trabajo, Pitol es un intelectual que se arremanga la camisa. Su trabajo en la Universidad Veracruzana en Xalapa (su hogar adoptivo tras más de 30 años fuera de México por su trabajo diplomático) se traduce en largas tertulias con sus alumnos sobre historia, filosofía, películas y libros. Recuerda que el primer libro que eligió para Biblioteca del Universitario fue Visión de Anáhuac y otros textos, del historiador mexicano Alfonso Reyes, uno de sus profesores. “Un gran profesor. Y es lo que intento transmitir a mis alumnos”. (Ese primer tomo, por cierto, se agotó). El escritor explica que, para él, la figura del intelectual sirve de poco si no va de la mano con la educación y el servicio.
Estudiante en Italia, traductor en China y España, profesor universitario y diplomático en seis países, a Pitol parece interesarle más hablar de lo que lee, edita y traduce que de lo que escribe. Menciona los títulos de la colección: “Hay de todo, no solamente literatura. También sociología, historia, filosofía...” o de su afición por la literatura polaca (fue uno de los primeros traductores en acercar la obra de escritores polacos a los lectores hispanohablantes). Decía Juan Villoro que la literatura de Pitol está marcada por “la búsqueda de lo otro” y no le falta razón. Pitol alude a sus obras (como El Mago de Viena, un libro con tintes autobiográficos difícil de encajar en un solo género literario) como el inevitable producto de tanto viaje y lectura, como si aquello fuera un accidente. “Viajé mucho. Iba a museos. Para escribir hay que ser muy curioso”. Aconseja la lectura como un médico recomienda una terapia (“Hace faltan lectores para tanto escritor”) y urge a sus alumnos a escribir. Le gusta definirse como un profesor-escritor. Y cuando se le recuerda que es uno de los cuatro mexicanos que ha ganado el Premio Cervantes de literatura (en 2005), el más prestigioso en habla hispana, responde con una naturalidad difícil de fingir. “Ah, sí”.

Muere Sergio Pitol a los 85 años

$
0
0


Muere el escritor mexicano Sergio Pitol a los 85 años

Ensayista y traductor, fue galardonado con el Premio Cervantes en 2005



Jorge Volpi calificó a Pitol como “uno de los mayores escritores de nuestra lengua” y recomendó dos obras “perfectas”, El desfile del amor y El arte de la fuga.

"Escribí con profundo placer cuatro libros: El desfile del amor, Domar a la divina garza, El arte de la fuga y El viaje

Sergio Pitol

LUIS PABLO BEAUREGARD
DAVID MARCIAL PÉREZ
México 12 ABR 2018 - 14:31 COT


Sergio Pitol solía decir en las entrevistas que ser un lector de tiempo completo le salvó la vida. La frase, que en boca de un escritor podría sonar a un lugar común, era verdad. Su infancia dickensiana –a los cinco años había perdido a su padre, su madre y su hermana menor- estuvo marcada por la enfermedad. Su salud quebrada por un paludismo lo mantuvo postrado en la cama por largas temporadas. Las fiebres le impidieron asistir a la escuela. Solo encontró una medicina eficaz: los libros.


“Leí todo lo que cayó en mis manos. Llegué a la adolescencia con una carga de lecturas bastante insoportable”, escribió en El arte de la fuga. Pitol creció en casa de su abuela en un ingenio azucarero de Córdoba (Veracruz) expuesto a las aventuras escritas por Julio Verne y Robert Louis Stevenson. Allí escuchó las historias que contaban las casi centenarias amistades de su abuela, que describían el México anterior a la Revolución. Desde ese entonces comenzó a viajar a través de la palabra.







El premio Cervantes 2005 falleció la mañana de este jueves en su casa de Xalapa, la capital del Estado de Veracruz, a los 85 años, por las complicaciones provocadas por la afasia progresiva, una enfermedad que sufría desde hace varios años. El escritor nacido en Puebla, pero veracruzano de adopción, siempre necesitó el movimiento como combustible de su obra. En los últimos años, sin embargo, esta enfermedad neurológica afectó gravemente al hombre que había mostrado su conocimiento detallado del idioma. En 2006, el año en el que recibió el Cervantes, comenzó a presentar fallas en el habla. La muerte ha sido confirmada esta mañana por Laura Demeneghi, la sobrina que le acompañó durante la entrega del premio Cervantes y quien durante los últimos tiempos vivía con el escritor y ejercía como tutor.
A medida que su salud fue empeorando, creció también un espinoso pleito, una maraña de denuncias cruzadas y reproches entre la familia Demeneghi y el círculo cercano de amigos del autor de El desfile del amor. Su primo, Luis Demeneghi, llevaba años sosteniendo que había perdido sus facultades mentales y que estaba “secuestrado por una camarilla”. Una ola de intelectuales –Poniatowska, Glantz, Villoro– salieron entonces a la palestra para defender la lucidez de Pitol. Mientras tanto, la custodia temporal quedaba en manos de los servicios sociales del Estado de Veracruz. En noviembre del 2016, la familia recuperó la custodia y cargó a los antiguos tutores con tres denuncias por manipulación, negligencia y robo, incluyendo la medalla del Premio Cervantes.


Bisagra entre generaciones

La pluma de Pitol fue una bisagra entre dos brillantes generaciones. La primera formada por Juan Vicente Melo, Julieta Campos, Salvador Elizondo, José de la Colina y Elena Poniatowska, nacidos en los primeros años de la década de los treinta. Fue un grupo prolífico que comenzó a publicar en la adolescencia tardía.
Pitol, sin embargo, necesitó viajar para perder el pudor a publicar. Meses antes de cumplir los 20 años salió por primera vez al extranjero. En Caracas escribió varios poemas. “Decir que eran deleznables sería elogiarlos”, escribió. Fue hasta 1957, cuando tenía 25 años, que sus primeros cuentos vieron la luz en una revista dirigida por Juan José Arreola. Con ello se empató a la generación de José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis.
Por muchas décadas la presencia de Pitol en el panorama literario mexicano fue una ausencia. Elena Poniatowska afirma que eligió el servicio exterior porque fue la única carrera que le permitió ganarse la vida viajando. “Creo que por 25 años no supimos de él sino a través de sus cartas”, confesó.
Fueron, en realidad, 28 años de un periplo a través de China, Bulgaria, Hungría, España, Francia, la Unión Soviética y Checoslovaquia. En cada escala gestaba una inquietud que cargaba como bagaje al siguiente destino. Su Trilogía de la memoria, editada por Anagrama y compuesta por El arte de la fuga (1996), El viaje (2001) y El mago de Viena (2005) combina sus memorias de viaje con ensayos y fragmentos de borrosas fronteras entre realidad y ficción.
La trilogía se formó de apuntes garabateados en cuadernos y diarios compilados en decenas de hoteles. Pitol confesó lo extraño que era para él trabajar en “casa”. “Escribir en el mismo espacio donde uno vive, equivalió durante casi toda la vida a cometer un acto obsceno en un lugar sagrado”, relató.
A esos años se le deben traducciones al español de una veintena de autores, entre ellos Henry James, Joseph Conrad, Robert Graves, Jane Austen y Witold Gombrowicz. También tuvo una particular afección por autores rusos, muchos de los cuales tradujo al castellano por primera vez.
Monsiváis afirmó que el tema obsesivo de la obra de Pitol era “los mexicanos fuera de sus espacios naturales”. A pesar de su distancia física con México el escritor veracruzano conservó intacto el pulso sobre la sociedad mexicana, a la que parodió genialmente. Domar a la divina garza (1989), la segunda obra de su Tríptico del Carnaval, es una muestra de esto. Su personaje principal, Dante C. de la Estrella, un repugnante abogado lleno de lugares comunes narra su encuentro con la traductora de Nicolás Gogol, el hecho más importante de su vida.
El tríptico lo completan El desfile del amor (1984), ganadora del Premio Herralde de novela, una especie de thriller compuesto por recortes de nota roja, y La vida conyugal (1991), una parodia del matrimonio y la vida en pareja.


UNA DESPEDIDA DISCRETA


México se ha despedido discretamente de uno de sus tesoros literarios mejor guardados. Sergio Pitol, fallecido la mañana del jueves en su casa de Xalapa, Veracruz, ha sido despedido principalmente por profesionales de las letras y las autoridades culturales mexicanas. “Celebramos su vida y legado literario, en el cual aportó a las letras universales una obra narrativa original, traducciones y ensayos que perdurarán a través de los años”, se lamentó la secretaria mexicana de Cultura, María Cristina García Cepeda. La ministra dijo que convocará a instituciones, amigos y familiares a un homenaje nacional al escritor.
Pitol ha sido saludado a su partida una última vez por escritores e intelectuales mexicanos de diversas generaciones. El historiador, editor y ensayista Enrique Krauze dijo que Pitol fue “siempre apreciado y respetado”. Jorge Volpi, el más reciente recipiente del Premio Alfaguara de novela, lo calificó como “uno de los mayores escritores de nuestra lengua” y recomendó dos obras “perfectas”, El desfile del amor y El arte de la fuga.
Valeria Luiselli, de 34 años, aprovechó el fallecimiento para recordar a la extinta triada de cronistas que parodiaron las contradicciones de la sociedad mexicana: José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y el propio Pitol. “Ya andan de pachanga (fiesta) otra vez. Gracias por iluminar partes oscuras de nuestras almas, por hacernos reír de nosotros mismos y por recordarnos siempre que la libertad de pensamiento no es canjeable por nada”, escribió en Twitter la autora de Los ingrávidos.
Los políticos también dijeron adiós al Premio Cervantes 2005. En medio de la campaña electoral rumbo a las presidenciales del 1 de julio, los principales candidatos presidenciales dedicaron unas palabras al autor de El mago de Viena. “Lamento el fallecimiento de Sergio Pitol, siempre solidario con nosotros como Fernando del Paso y Elenita Poniatowska, los tres grandes escritores y ciudadanos de buenos sentimientos”, dijo Andrés Manuel López Obrador, el puntero de las encuestas. El candidato de Por México al Frente, Ricardo Anaya, destacó la “extraordinaria inteligencia y humor” de Pitol. Aurelio Nuño, el jefe de campaña del candidato del PRI, José Antonio Meade, destacó el carácter de viajero infatigable que deja a los mexicanos “obras maravillosas”. Todo un legado que el gran público aún está por descubrir. 
EL PAÍS



Sergio Pitol / Escribí con profundo placer cuatro libros

$
0
0





Sergio Pitol
ESCRIBÍ CON PROFUNDO PLACER CUATRO LIBROS


"Escribí con profundo placer cuatro libros: El desfile del amor, Domar a la divina garza, El arte de la fuga y El viaje"

"Gracias a mis lecturas polacas y japonesas, leí de otra manera
a los clásicos españoles del siglo de Oro"

NURIA AZANCOT 
13/05/2011 


Seriamente enfermo, Sergio Pitol (Puebla, México, 1933) ha necesitado cinco años para reunir en Autobiografía soterrada (Anagrama) recuerdos, ficciones y una entrevista con su amigo Carlos Monsiváis. No faltan confesiones, viajes iniciáticos y reflexiones literarias con mucho de final de partida. O no, porque ese viejo mago que es Pitol siempre esconde una carta sorprendente.


NURIA AZANCOT | 13/05/2011 |  Edición impresa


Sergio Pitol. Por Gusi Bejer
Pregunta: ¿Qué supone esta “autobiografía soterrada” en el conjunto de su obra?
Respuesta: Cuando leo la totalidad de mi obra me doy cuenta de las relaciones que existen entre cada uno de los libros que he escrito en mi vida y en mi vida misma, desde la infancia hasta ahora. Autobiografía soterrada es el libro que de manera natural surgió en este momento, la mirada hacia el pasado desde mi presente.



P: ¿Se trata quizás de ajustar cuentas con usted mismo, trata de explicarse como autor?
R: No lo veo como un ajuste de cuentas, sino como el espacio donde convergen los intereses, gustos, dolores, desde una perspectiva en la que la parodia juega un papel fundamental.

P: En el libro explica que jamás se ha conformado con repetirse, que siempre ha intentado crecer, cambiar, pero que ahora descubre en su obra una extraordinaria coherencia… ¿cuáles serían las claves de esa coherencia? R: El riesgo de un escritor es engolosinarse con una forma en la que se siente a sus anchas. Para mí resulta indispensable cambiar de rumbo cuando siento que acecha el peligro de la repetición. De alguna manera, quizás no del todo consciente, percibo cuando una etapa ya se completó y requiero entonces de nuevos caminos. Sin embargo, me doy cuenta de que aun cuando hay diferencias notables entre las distintas etapas de mi escritura, hay también puntos de unión. De ellos surge la coherencia. Como dicen Matisse y muchos otros pintores, no se deja de hacer la misma obra nada más que de diferente manera.

P: ¿Cómo sería Sergio Pitol de no haber salido jamás de México? R: Sin duda, mi obra sería distinta si me hubiera quedado en México. Viajar significa conocer entornos, costumbres, historias y, sobre todo, lecturas que de otra manera me hubieran sido negadas. Eso, aunado a la enorme libertad que implica estar fuera de la corriente cultural dominante -no formar parte de grupos ni sentir la obligación de responden a expectativas ajenas-, me ofreció la posibilidad de construir un mundo literario nutrido por polacos, rusos, japoneses, etcétera, que me llevaron a leer de distinta manera a los clásicos españoles, a los grandes autores del Siglo de Oro y a muchos más.

P: ¿Y sin la amistad de Carlos Monsiváis?
R: Las amistades de juventud son profundamente determinantes. Cincuenta y cinco años de amistad no son poca cosa. Las influencias son recíprocas y enriquecedoras. Viví tres décadas fuera de México, pero nunca rompí con México. Mi interés por los movimientos sociales, por las iniciativas de avanzada, por la posibilidad de una utopía que mejorara las condiciones de vida de la población, coincidió con el de Monsiváis.

P: Recuerda en el libro su espanto al releer, treinta años después, sus olvidados poemas de juventud... ¿Cuál de sus libros pasaría el examen implacable del tiempo, que no superaron esos poemas primerizos?
R: Escribí con profundo placer cuatro libros: El desfile del amor, Domar a la divina garza, El arte de la fuga y El viaje. No sé si son los mejores, pero sí sé que el proceso de creación se dio sin trabas, de manera casi natural, y con una felicidad que, creo, se siente al momento de leerlo. Quizá por eso, y sin yo preverlo, tuvieron éxito con los lectores.

P: ¿Qué papel juegan, en su vida y en su obra, la imaginación y el recuerdo que huye y lo disfraza todo?
R: Memoria e imaginación son inseparables. Como se sabe, la memoria no es automática sino que la propia experiencia vital interviene en los recuerdos. Toda mi obra, desde el primer cuento, se construye en el cruce de ambas.

P: ¿Existe algún joven autor mexicano en cuya obra se reconozca hoy?
R: Creo que Juan Villoro, Álvaro Enrigue, Jorge Volpi, Tryno Maldonado... pero la verdad es que no soy yo quien pueda decirlo.
 





Sergio Pitol / El desfile del amor / Reseña

$
0
0


Sergio Pitol

El desfile del amor


El desfile del amor –a la vez un fresco histórico, una trepidante investigación detectivesca, una divertidísima comedia de equívocos– confirma a Sergio Pitol como uno de los más notables y personales escritores latinoamericanos. México, 1942: este país acaba de declarar la guerra a Alemania, y su capital se ha visto invadida recientemente por la más insólita y colorida fauna: comunistas alemanes, republicanos españoles, Trotski y sus discípulos, Mimí sombrerera de señoras, reyes balcánicos, agentes de los más variados servicios secretos, opulentos financieros judíos. Mucho tiempo después, tras el hallazgo casual de unos documentos, un historiador interesado en tan apasionante contexto intenta esclarecer un confuso asesinato perpetrado entonces, cuando él tenía diez años, y la narración –que atraviesa los polos excéntricos de la sociedad mexicana, los medios de la alta política, la intelligentzia instalada, así como sus más extravagantes derivaciones– permite a Sergio Pitol no sólo pintar una rica y variada galería de personajes, sino también reflexionar sobre la imposibilidad de alcanzar la verdad. Como en una comedia de Tirso de Molina, nadie sabe a ciencia cierta quién es quién, las confusiones se suceden sin cesar y el resultado es este regocijante desfile, que por algo lleva el nombre de una de las más famosas comedias de Lubitsch. El desfile del amor obtuvo en su segunda convocatoria, en 1984, el Premio Herralde de Novela, otorgado por unanimidad por el siguiente jurado: Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde.
La primera edición fue saludada así por la crítica:
«Juego permanente de magia en manos de un mago desconocido que realiza verdaderos milagros con la única finalidad, en el trasfondo del espectáculo, de demostrar al público la falsedad de toda evidencia. O, lo que viene a ser lo mismo, reflexión acerca del único axioma: la verdad absoluta es un valor en el que sólo pueden creer los ilusos cazadores de mariposas sin red» (Robert Saladrigas, La Vanguardia).
«Sergio Pitol es un narrador puro, de destreza absoluta en el viejo y siempre nuevo arte de contar. Hay que felicitar al jurado que lo galardonó. Leer a Pitol es la recomendación que me permito hacer. Una novela muy divertida. Un humor a veces sutil y delicioso y en otras ocasiones abiertamente grotesco. Si a usted le gusta Lubitsch, seguro que también le encantará este nuevo Desfile del amor» (Miguel García-Posada, ABC).
«Un temple y un rigor que nos recuerdan al jinete que ha contenido los caracoleos de su montura y marcha al paso, con la completa seguridad de su destino» (Valentí Puig, Cuadernos del Norte).
«Esta novela no sólo es la mejor que Pitol ha escrito, sino una de las mejores novelas de la literatura mexicana» (Sergio González Rodríguez, La Jornada).
«Sergio Pitol en el esplendor de su maestría. Una novela grandiosa» (Florian Borchmeyer, Frankfurter Allgemeine Zeitung).

Esta nueva edición está enriquecida con el texto, a modo de epílogo, ¡Y llegó el desfile!, un diario de escritura de la novela.




El arte de la fuga / Una mirada de Sergio Pitol ante el mundo

$
0
0
Sergio Pitol
Foto de Cristóbal Manuel

"El arte de la fuga"

Una mirada de Sergio Pitol ante el mundo

Victor H Concilión
Martes, 13 de mayo de 2014 

“un viaje puede presentar
una diferencia abismal:
es el equivalente objetivo
de la hiperactividad cerebral”
César Aira

¡Sí, también yo he tenido mi visión!

Con tan singular frase de Al faro, de Virginia Woolf, el escritor mexicano Sergio Pitol quedaba admirado ante las narrativas pintorescas de Venecia al tiempo que se revelaba su recorrido a través de las épocas dando cuenta de su existencia primera, de sus encuentros con el mundo personal y de escritor viajero. Surgía en la memoria del pasado el cúmulo deleitable del recuerdo. El presente se desvanecía y surgía la nostalgia, la inminente confesión.

La visión se mostraba como su más cercano arrebato para llevar a cabo el cometido. La revelación surgida a partir de la experiencia surtía en un efecto transgresor que reparaba la imagen única del pasado, ese camino funcional siempre cargado de enseñanzas.

El hombre sometido para la idea barroca de la vida, promotor de la pluralidad y el cosmopolitismo literario que invariablemente atraviesa el designio de la aventura, se permitía descubrir la idea de un mundo multiforme, motivo de ser descrito.


El arte de la fuga, publicado en su primera edición en 1996 por las editoriales ERA y Anagrama, es un libro compuesto bajo una intercesión rememorativa que entrevé la sustancia manifiesta de su construcción barroca: la mirada del escritor hiperactivo sustentado por el encuentro visceral de un Yo narrador convertido en autor, crítico y lector; entre estas formas y todos sus extremos. Antonio Tabucchi refería que Pitol, al igual que Gadda, dejaba entrever la idea de un mundo esencialmente barroco, pues a consideración del fallecido autor de Sostiene Pereira, el barroco no era una manera de ver el mundo, sino era precisamente el mundo signo de lo barroco, y esta característica particular se libraba en la narrativa de Sergio Pitol, según el célebre escritor italiano. 
El texto, especie de organismo crítico plasmado a través del tiempo, donde un viajante tenaz versado en conocimientos sobre arte, literatura y cultura, situado entre los límites de  la creación y la añoranza que, como Leon Tolstoi, gusta escribir sus vivencias sin preocuparse de dejar abierto el telón de su inmensidad, es la formal elegancia sustentada por la puntual prosa de Pitol.


Diverso en cuanto a temáticas, el libro va diseccionándose a través de la mirada de un hombre adscrito a las leyes de la experiencia, respaldado por una prosa eficiente, delicada y trabajada, resuelta a describir los elementos integradores de una vida siempre atareada, compleja e ilustre, como la de un pensador suspendido entre los ensueños de su vida y las realidades indolentes que lo sujetan. 

Sin duda, la transfiguración de un pasado-presente entrechoca soberbiamente con lo narrado, mostrando en un mismo plano, estrictamente literario, la esencia propia del artista, el escritor y el hombre de mundo. La construcción de un discurso textual sólido también presupone una escritura íntegramente descubierta que antes de cerrarse al colapso discursivo del autor, se muestra entera y personal. Así, El arte de la fuga es un ensayo ubicado en la esfera de la intimidad, cargado del jugueteo compartido, fuertemente arraigado en la necesidad de “la búsqueda de lo otro”, como refiere Juan Villoro, eso que  lleva al escritor al éxtasis narrativo.

Sordo del oído izquierdo, para Pitol “Todos los tiempos son en el fondo un tiempo único” equivalentes a  existencia, enseñanzas y memoria. El viaje, uno más de los tropiezos del tiempo, dejó en el escritor imágenes intensas, desde una carta recibida en su juventud por Witold Gombrowicz, pasando por los tropiezos económicos en un hostal de Barcelona, el encuentro con su familia italiana, hasta el recorrido que llevó a cabo con su amigo Carlos Monsiváis a Chiapas durante el surgimiento de los estallidos zapatistas del EZLN y el subcomandante Marcos en 1994. Todo ello lo deja ver en su libro.



Carlos Monsiváis señalaba en su momento: [El arte de la fuga] “alía densidad cultural y vigor autobiográfico (…) que se integran en un paisaje clásico, desolado, irónico, paródico, animadísimo”. Para el cronista mexicano, el genio del autor veracruzano es inconfundible, desprende todo paliativo de escritor sumiso y “establece vínculos entre los mundos del desasosiego y las heridas cauterizadas, y los de la revisión gozosa de libros, urbanidades y obras pictóricas”. En pocas palabras, todo un cóctel imaginativo en el que las realidades se entrelazan fugazmente para colocarnos en un paisaje convulso lleno de experiencias y confesiones.

El libro deja ver infinidad de imágenes evocativas de un tiempo que ha transcurrido pero no por ello ha olvidado inmortalizar sus caminos. A través de las andanzas del escritor, del hombre rebasado por la visión de sus recuerdos, encontramos ciudades como Varsovia, Portugal y Praga; Trieste, Roma, Barcelona, Inglaterra, Londres y, por su puesto, México: lugares donde algún día caminó y encontró sus momentos de felicidad, de duda o de pasión. Encuentros con amigos cercanos, nunca olvidados como Carlos Monsiváis, Juan Villoro, José Emilio Pacheco, Enrique Vila-Matas o el mismísimo Antonio Tabucchi.

 Lecturas predilectas siempre cercanas al arrebato personal que dejan una enseñanza o un desconcierto son para Pitol de necesidad básica: Thomas Mann, Henry James, William Faulkner, Benito Pérez Galdós, Antón Chéjov, Jaroslav Hasek, Witold Gombrowicz, Jerzy Andrzejewski, Mijaíl Bajtín, Jorge Luis Borges, Alfonso ReyesJosé Vasconcelos o Gabriel Vargas autor de la famosa Familia Burrón. Son ellos sus lecturas; la vida de un hombre dedicado a la literatura y al encuentro consigo mismo que como lector siempre ha sabido manifestar sus influencias y el regocijo que le ofrecen esos otros escritores.

Para saber de literatura hay que conocer la vida. Para saber contar y narrar historias hay que ser observador, un descubridor del mundo. Para conocer a fondo las problemáticas de la creación hay que haberlas conocido. Pitol lo hizo. Llevó a cabo cada una de esas sentencias al pie de la letra, por eso buscó lo productivo, lo esencialmente fascinante que dejara en su mente una confesión o una añoranza; algún sentido creador a su imaginación. De sus aventuras tomó todo vestigio, piezas de aquí y de allá, de todas partes, creando así su obra. “La ficción (...) nace de minucias y fragmentos”, señalaba en alguna entrevista Jonh Banville; ciertamente Sergio Pitol supo enlazar esos considerados segmentos venidos de sus recorridos e imaginaciones a través del mundo y los aterrizó (uniendo las partes) en su escritura de manera muy particular, tomando forma un libro tan heterogéneo como El arte de la fuga.

Sergio Pitol 3


Para este escritor perteneciente a la llamada generación de la Casa del Lago, “sólo los frutos del pensamiento y la creación artística justifican de verdad la presencia del hombre en el mundo”. Y son los artistas fuente permisible de exposición creadora. Para ello deben ser visionarios, comprometidos, involuntariamente extraños. El mismo escritor es un ser raro; serlo es, en palabras de Justo Navarro, “convertirse en un extraño”.  
Sergio Pitol no figura en la literatura mexicana contemporánea como un escritor extraño pero tampoco ha sostenido su espíritu creador a la par de los reflectores: es un hombre de visión imaginativa adyacente al tiempo creador, por eso mismo su obra se encuentra más cercana al arte primordial que al sometido por el salvajismo crítico establecido.

El escritor mexicano escribe porque se corresponde así mismo. Es la simple manifestación de la “hiperactividad cerebral” de quien se dedica a viajar, y a escribir; es el contrayente altivo del desquicio literario.

Siendo conocedor de ciudades enteras fue recurrente su nomadismo como una manera de enriquecer su imaginación. Perseguido por el calificativo de extranjero, cosa sin importancia a fin de cuentas, es, podríamos advertirlo, la viva imagen de Félix Young, personaje de Henry James en Los Europeos, catalogado como un hombre de esa rara especie denominada de ninguna y de todas partes, “Personas incapaces de decir con exactitud cuál es su país”, según las palabras exactas del propio Young. Hombres erigidos para su común“desplazamiento”, para la fina estampa, doctos personajes que tienen en cada país un encuentro consigo mismo. Son desplazados porque –a razón de la experiencia de John Banville– al coexistir así intentan encontrar hogar en su mismo desplazamiento.

El tiempo surte de un efecto devastador: el cambio. Cambios que el pensamiento rememora dejando a la vista sus más febriles recuerdos. Sergio Pitol es un individuo lúcido, escritor de mundo, traductor infalible: sabe que todo pasa y nada permanece, sólo en el alma un anhelo, la pasión del momento, el suceso vivido.

La memoria es intocable, ahí reposa la vida: “La memoria hurga en los pozos ocultos y de ellos extrae visiones (…) casi siempre placenteras. La memoria puede (…) teñirse de nostalgia, y la nostalgia sólo por excepción produce monstruos”, expresa Pitol en su libro. Por tanto, El arte de la fuga es un recorrido por el mundo en la vida de un escritor inquieto, sabedor de contrariedades como de conocimientos, un narrador, ensayista y viajero que sin proponérselo nos adentra al mundo de la literatura como expresión tangible, donde la nostalgia puebla las visiones del pasado. 



Adiós al viaje literario de Sergio Pitol

$
0
0

Sergio Pitol


Adiós al viaje literario 

de Sergio Pitol

Jorge Carrión12 de abril de 2018
Sergio Pitol murió este jueves en su casa de Xalapa, México, a los 85 años. El viaje definitivo. A los 4 años se vio obligado a desplazarse por primera vez. Era 1937, los viejos todavía recordaban la Revolución Mexicana, llegaban exiliados republicanos desde España y a Sergio Pitol se le murió su padre, en su Puebla natal, y tuvo que emigrar a Veracruz. Al año siguiente se le ahogó la madre. Fue la abuela —como recordó en su discurso del Premio Cervantes de 2005— quien le contagió el gusto por la lectura y fueron los libros los que le contagiaron el gusto por la huida.
A los 16 se fue a estudiar a Ciudad de México y después de licenciarse comenzó a viajar. “Salvo Tiempo cercado, todos mis libros fueron escritos durante veintiocho años en el extranjero”, escribió en Una autobiografía soterrada. De todos los hombres que fue Sergio Pitol el que explica a todos los demás es el viajero. El autor de El arte de la fuga y Tríptico de carnaval, el traductor de Joseph Conrad y Witold Gombrowicz, el diplomático en París, Varsovia o Praga y el maestro en tantas cátedras fugaces no se pueden entender sin su nomadismo físico y, sobre todo, mental.
Un escritor siempre es el resultado de la combinación de sus lecturas y las suyas fueron globales, omnívoras, realmente cosmopolitas. De ellas supo destilar una poética de la libertad que se expresó en una prosa personal y absolutamente contemporánea, transfronteriza. Un modelo para la generación posterior, la de Juan Villoro, uno de sus amigos y discípulos, defensor como él de los ornitorrincos de la literatura.
Cinco años más joven que Carlos Fuentes y tres años mayor que Mario Vargas Llosa, Sergio Pitol hubiera podido pertenecer perfectamente al boom latinoamericano. Incluso pasó tres años en Barcelona a finales de los años sesenta y principios de los setenta, trabajando para las editoriales que impulsaron el fenómeno literario: Seix Barral y Tusquets.

Continue reading the main storyFoto

Pitol con los reyes Juan Carlos y Sofía después de recibir el Premio Cervantes, en abril de 2006CreditSergio Pérez/Reuters

Es sabido que el mercado y sus agentes se encargaron de seleccionar a un único representante de cada país: México ya contaba con Fuentes. Pero, sobre todo, la exclusión se debe a motivos estéticos. Al contrario que sus estrictos contemporáneos, no cultivó la novela total, con fe absoluta en la autonomía de la ficción, poblada de personajes heterosexuales y poderosos, y con voluntad de resumir países latinoamericanos. Pitol se dedicó al relato carnavalesco, a las monstruosidades subalternas y a la remezcla de todos los géneros.
Aunque se ha repetido incesantemente que Cien años de soledad podría ser considerado el Quijote del siglo XX, lo cierto es que Gabriel García Márquez traslada con superlativa maestría la fórmula que Cervantes inventó cuatro siglos antes, sin actualizarla. Pitol, en cambio, reinterpretó la fórmula en clave casi duchampiana y punk: El mago de Viena tenía que ser una antología de prólogos, artículos y conferencias, pero como quien no quiere la cosa, se convirtió en una novela (o no).


El estilo y las estructuras de Pitol son camaleónicos y viajeros. Ensaya la divagación y la digresión, el cambio de ritmo y el cruce de límites.

En una conversación con Carlos Monsiváis, le dijo: “Como mis ensayos eran bastante aburridos y tristones, comencé a interpolar una que otra pequeña trama, un sueño, unos juegos y varios personajes”. El estilo y las estructuras de Pitol son camaleónicos y viajeros. Ensaya la divagación y la digresión, el cambio de ritmo y el cruce de límites.
Como en la obra de Cees Nooteboom o en la de W. G. Sebald, en sus libros más importantes el viaje, el diario, la memoria, la narración, la crónica y el ensayo se van entrecruzando hasta configurar un laberinto de senderos que se multiplican. Pero aunque fuera un gran lector de literatura centroeuropea, no hay en su voz una seriedad demasiado sostenida, sino lo contrario: una ironía cervantina, un gusto juguetón por la parodia y el humor. Hizo del carnaval una poética.
Sergio Pitol nos deja un arte de todas las fugas que se expresó en líneas como estas, mejores que cualquier obituario de Sergio Pitol: “Los ‘raros’, como los nombró Darío, o ‘excéntricos’, como son ahora conocidos, aparecen en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías o un discurso provocador, disparatado y rebosante de alegría en medio de una cena desabrida y una conversación desganada. Los libros de los ‘raros’ son imprescindibles, gracias a ellos, a su valentía de acometer retos difíciles que los escritores normales nunca se atreverían a cometer. Son los pocos autores que hacen de la escritura una celebración”.




Sergio Pitol / Una autobiografía soterrada

$
0
0



Sergio Pitol
BIOGRAFÍA
UNA AUTOBIOGRAFÍA SOTERRADA
Por Leonor Anaya

   Como todos sabemos, Sergio Pitol es, quizás, el escritor mexicano que mayor tiempo ha estado viajando fuera del país. Salió por primera vez a Europa en 1961, cuando tenía 28 años de edad y, salvo por algunos breves regresos a México, logró prolongar ese viaje y se mantuvo en continuo movimiento durante otros 28 años. El escritor e hispanista holandés Cees Nooteboom, contemporáneo de Sergio Pitol y también gran viajero, se pregunta si la stabilitas loci –antigua ley que impide a los monjes cartujos abandonar sus monasterios una vez tomados los hábitos– será la norma humana habitual y su contrario, el homo viator, el que se mantiene en movimiento, la desviación correspondiente. Pero, al igual que cualquier par de extremos, es posible que la estabilidad y el movimiento se toquen ya que tanto el viajero como el monje pasan muchas horas solos y en silencio. El primero moviéndose en el cielo mientras se traslada en un avión y el segundo, inmóvil en su celda. Nuestro Sergio ha reconocido en una entrevista que seguramente sus lectores lo imaginarían como un escritor “enclaustrado en una móvil torre de marfil”,1 porque no se dejaba ver por estas tierras.

          Sin embargo, en esta nueva autobiografía que estaba soterrada salieron a la luz solamente sus dos viajes más importantes de la década pasada: uno fue el que realizó junto con Carlos Monsiváis (en 1994) a San Cristóbal de las Casas, para enterarse de primera mano de lo que estaba ocurriendo realmente en Chiapas y dejar un testimonio personal de los diálogos de paz entre el EZLN y el gobierno; el otro, el que emprendió a Cuba en mayo de 2004 en busca de una cura sorprendente que sólo se daba a unos kilómetros de La Habana y que le permitió escribir el “Diario de La Pradera”. Pero el lector también encontrará muchos otros viajes recordados por Sergio Pitol; algunos can celados, otros que se quedaron solamente en el deseo, y muchos más realizados para cumplir con su oficio de escritor, como la presentación de alguno de sus libros, la participación en congresos o reuniones de escritores y la recepción de algún premio internacional.

          Mientras Sergio Pitol viajaba por el mundo llegaban a México sus cuentos, colaboraciones breves para suplementos culturales, novelas listas para la imprenta, traducciones que él realizaba de autores totalmente desconocidos para los lectores mexicanos o traducciones de sus obras que iban apareciendo en otros idiomas (yo, por ejemplo, tengo la versión china de La vida conyugal, publicada en Pekín en 2006, y aunque no entienda ni un solo carácter, la considero un tesoro por la apertura que significa su publicación en un país como la República Popular China).

          He tenido el placer de leer todas las autobiografías de Sergio Pitol. Desde la llamada “Autobiografía precoz” (1966), escrita a los 33 años en Varsovia, hasta esta preciosa edición de Una autobiografía soterrada (2010), compuesta en Xalapa 44 años y miles de millas después. Como bien lo expresó Agustín del Moral en la presentación que se hizo en Veracruz, esta nueva autobiografía “redefine, amplía y libera el género autobiográfico”.

          En su momento también leí, por supuesto, El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005). Igualmente, la autobiografía secreta configurada, a la distancia, a través de los textos realmente preferidos y elegidos por Sergio Pitol, que fueron reunidos en Los cuentos de una vida (2002). Un gran acierto porque uno es también lo que ha leído y porque “dime qué lees y te diré quién eres”.

          Todos esos ensayos autobiográficos han sido leídos siempre con el mismo interés de llegar hasta donde el escritor nos lo permita, asomarnos finalmente a esa oquedad que hay en el centro de todo lo que escribe, para que nos deje ver qué había en donde ahora tan sólo queda un hueco. Me doy cuenta de que éste es un vano deseo, porque en su Autobiografía soterrada Sergio Pitol dice con todas sus letras que “el vacío al que reiteradamente me refiero [...] jamás se aclara; lo menciono una y otra vez, sí, pero de modo oblicuo, elusivo y recatado” (pp. 66-67). Y esto es así porque todos sus relatos, sean autobiográficos o no, están llenos de ambigüedades y falsas pistas, envueltos en una realidad siempre permeada por una niebla tan ligera o tan espesa como la que puede haber en Xalapa o Londres.

          Entre los varios episodios de la vida de Sergio que se iluminaron para mí con esta Autobiografía, está su cercanía con el budismo tibetano. Él mismo me lo había dicho y yo nunca lo había dudado, porque el maestro Pitol es por naturaleza generoso, honesto, paciente, amable, con sabiduría para distinguir entre el bien y el mal y con un entusiasmo perseverante. Esta última perfección, o paramita, como se les llama en el budismo, es la que yo más admiro en él: jamás ha quitado el dedo del renglón, en sentido literal y metafórico, de su escritura, porque desde que en 1956 rentó una casa en Tepoztlán –donde él recuerda que “era como vivir en el Tíbet”–, para recuperar la paz de espíritu y poder escribir, jamás ha dejado de hacerlo, tuviera o no buena recepción. Desde sus tres primeros relatos escritos en su retiro de Tepoz, ya nunca dejó de escribir, aunque sólo fueran notas para una futura novela o registros en su diario. Siguió experimentando, luchando contra la página en blanco, intentando hasta encontrar el tono antisolemne que quería.

1 Pedro M. Domene, “Sergio Pitol: el sueño de lo real”, Batarro, núms. 38-40, p. 30, UV/Ivec, Xalapa, 2002.




Sergio Pitol / Has hecho girar la locura / Prólogo de Enrique Vila-Matas

$
0
0


Sergio Pitol
BIOGRAFÍA
HAS HECHO GIRAR LA LOCURA
Prólogo de VILA-MATAS a Los mejores cuentos


27 de julio
        Sergio Pitol está durmiendo en estos momentos en su casa de Xalapa y acaba de caer en las  garras de uno de sus sueños más recurrentes y una vez más vuelve a verse andando con sus padres. Está caminando con ellos, van de excursión al campo. Todo en el sueño es idílico hasta que Sergio se pierde y entonces, como siempre, el entorno se le vuelve hostil, tenebroso. 
        Yo, que me encuentro en mi casa de Barcelona a miles de kilómetros de dónde está  mi amigo perdido en el sueño, me preocupo por si ese entorno puede  volvérsele aún más tenebroso y hostil y acabo imaginando que paseo por las tinieblas exteriores del sueño de Sergio y que desde ellas consigo verle. Una frágil frontera separa mi paisaje de tinieblas del suyo y comprendo de inmediato que cada uno tiene su propio paisaje y que ir de excursión por el entorno tenebroso de su sueño me ha llevado a descubrir que las afueras hostiles son la vida secreta que como escritor lleva mi amigo y maestro. Ahí no tengo nada que ver,  porque no quiero verme a mí mismo. Pero me veo y veo que soy yo  mismo que anda por su vida secreta. Marcho largo rato perdido por ella. Ensoñación y bruma. Hasta que le oigo decir al maestro: “Aún ahora me sorprende ver mi vida entera transformada en cuentos”. A diferencia de hace unos instantes, le siento en este momento muy cerca, a mi lado, pisando ya la débil frontera, como un oscuro hermano gemelo. 



28 de julio
        Hasta hace apenas unos meses había pensado, descuidadamente, que carecía de maestro literario. En realidad, tras ese descuido, esa negligencia tan deliberada, se ocultaba un prudente deseo de no dañar a Sergio Pitol involucrándole en el embrollado laberinto de ciudades, imposturas,  lecturas distorsionadas, imaginaciones y derivas que circulan por mi obra. 
        Pero hace unos meses cometí una irreparable indiscreción al contestar a una pregunta de la periodista Raquel Garzón. Ella me llamó a casa para saber si era cierto, como le habían comentado, que yo era un pitoladicto. Quedé algo desconcertado. 
        -No sé si  oí bien  –dije.
        Recordé en ese momento algo muy raro que Pitol acababa de escribir sobre mí: “El tiempo ha hecho de Enrique uno de mis maestros”. 
        Frase generosa, muy propia de Sergio. Pero frase disparatada por supuesto, pues ¿cómo iba a ser yo su  maestro?
        Hasta mi madre, que había leído aquella frase de Sergio, me había pedido que le aclarara cómo podía el gran escritor mexicano pensar que yo era su maestro.
        Recordé  todo esto y vi que había llegado la hora de poner  fin a mi negligencia deliberada. 
        No podía ocultar por más tiempo aquella gran verdad.
        -Sergio Pitol es mi amigo y maestro  -dije. 
        Nunca lo había dicho antes.
        El suave mal ya estaba hecho, pero era para mí evidente que  había que hacerlo. No podía permitir por más tiempo que las cosas andaran tan al revés. Era Sergio quien era mi maestro. En la vida y en la escritura. 
        Todo había vuelto a su nivel justo. Le expliqué entonces a Raquel Garzón que había conocido a Sergio en Varsovia en agosto de 1973 y que ya desde entonces le había considerado siempre –aunque en secreto-  mi maestro en la vida y en la escritura. Y pasé a evocar el iniciático viaje egipcio que realicé en 1973 con una amiga a la remota y lejana Alejandría, con escala obligatoria de una noche (la compañía de aviación era polaca y salían así más baratos los billetes) en  Varsovia.

29 de julio.
        Llegamos a Varsovia en un 29 de julio, en una fecha como la de hoy, pero de 1973. Han pasado ya pues 32 años desde que salió de Madrid aquel avión que, tras la escala nocturna, tenía que  llevarnos, en la tarde siguiente, hasta El Cairo. Yo tenía apuntado un teléfono de Varsovia, el de Sergio Pitol, a quien conocía sólo de vista de los días en que él había vivido en Barcelona.
        A la mañana siguiente de haber pasado la noche obligatoria en Varsovia y a pesar de mi timidez de entonces,  me decidí a llamarle a la embajada de México, donde él trabajaba como agregado cultural. Es muy posible que me atreviera a llamar porque yo acababa de publicar mi primer libro y eso me había dado, por primera vez en mi vida, un cierto ánimo. Y hasta quién sabe si no me decidí a publicar vez tan sólo  para hacerme con ese  ánimo que tanto me faltaba. 
        Me atreví a llamarle y todo fue más fácil de lo que creía y quedamos inmediatamente para comer y hasta prometió acompañarnos al aeropuerto después del almuerzo. Es más, dijo que había leído Mujer en el espejo, mi libro. Quedé sorprendido, atónito. No conocía a nadie que hubiera leído ese libro. 32 años después, salvo Pitol,  sigo igual, sigo sin conocer a nadie que lo haya leído. Se trata de una breve novela  experimental que presenta dificultades para el lector, pues carece de las mas elementales comas,  puntos y puntos aparte, y cualquier incauto que se adentre en el libro corre el riesgo, si se le ocurre leerla en voz alta,  de morir literalmente asfixiado. Por eso ni siquiera he podido yo leerlo. Y tal vez también por eso, movido por la vergüenza de haber dado a la imprenta aquello, inventé no hace mucho que La asesina ilustrada (en realidad mi segundo libro)  fue lo primero que escribí y publiqué. 
        Aquella mañana en Varsovia, cuando por teléfono Sergio me dijo que había leído Mujer en el espejo, me quedé de piedra y, además (lo recuerdo muy bien), me pareció el escritor mexicano un superviviente de algo, sin que acertara a saber de qué. Seguramente –me digo ahora- era  el superviviente  de la lectura de mi primer libro, de mi libro tremendo, del libro asfixiante, de mi verdadero primer libro asesino.
        Siempre he sospechado que comencé a admirarle mucho antes de saludarle frente al restaurante  en  aquel inolvidable mediodía polaco. Recuerdo que le di la mano tan sólo porque él me la ofreció, y si me acuerdo muy  bien de este detalle tan mínimo es porque no eran en esa época nada habituales en mí las convenciones formales y dudé de llevar a término aquel gesto que a mí me parecía un gesto demasiado formal, tirando a (según mi extravagante punto de vista de entonces) reaccionario. ¡Dar la mano!  No me acordaría de que le di la mano (gesto que, por habitual, normalmente se olvida) de no ser por la extraña pirueta mental que tuve que hacer para dársela. Una pirueta contra mis prejuicios revolucionarios. Hoy todo esto sólo me da una cierta vergüenza y me lleva a preguntarme  quién debió ser el desaprensivo o desaprensiva  que infundió en mí semejantes ideas antiburguesas. Tenía que estar yo muy mal para pensar que estrechar la mano de alguien era sólo un gesto anticuado. Sea como fuere, aquel convencional estrechón de manos inauguró esa relación de maestro a alumno que ha cruzado –como una estrella feliz del destino-  toda mi vida.
        Entramos en el restaurante. Mi amiga y yo habíamos ido a Varsovia para pasar una noche en ella y todo agosto en Alejandría. Pero enseguida con Pitol todo empezó a ir al revés. Al igual que en muchos de sus cuentos, la realidad comenzó a difuminarse. Algunos detalles del restaurante nos daban a mi amiga y a mí una nítida impresión de que íbamos al encuentro de la realidad misma y, sin embargo, esos claros detalles no tardaron en establecer un diálogo con las paredes del lugar y con  el vodka que habíamos comenzado a probar y acabaron por instaurar una niebla que incesantemente –como en tantos cuentos de Sergio, aunque entonces todavía no lo sabíamos-  fue contaminando y transformando esa realidad, hasta el punto de que nos la transformó por entero haciéndola  derivar hacia una visión de lo real al revés.
        Aquel almuerzo duró un mes entero. O lo que viene a ser lo mismo: pasamos todo agosto en Varsovia y una sola noche en  Alejandría.
        También la perspectiva de ir a la ciudad egipcia  fue difuminándose en el tiempo, la niebla y  el espacio, a lo largo de aquel agosto. Y mientras tanto yo en Varsovia comencé a saber, a tener noticia,  de las lecciones del maestro. En un primer momento, tan sólo de las lecciones particulares que, seguramente para ampliar su sueldo de diplomático, daba Pitol en su casa a diferentes alumnos polacos. No olvidaré cómo en los primeros días  no acertaba a comprender los motivos por los que éstos me observaban tanto. Hasta que supe que Sergio les había comentado que yo era su hijo. “Es mi  hijo de Barcelona”, les había dicho. Por eso cada día  todos me daban la mano.
        Así pues Pitol fue padre antes que amigo y maestro. 

2 de agosto.
        Hablando de hijos, entre los visitantes más habituales de la casa de Sergio en Varsovia estaba un hijo natural de Lenin. Su madre era una campesina de un pueblo cercano a Cracovia que había tenido relaciones con Lenin cuando éste, antes de la Revolución, había pasado una larga temporada en Polonia. Me quedé muy pasmado el día que me enteré de la verdadera identidad de aquel ciudadano polaco que había pasado un verano en Cuernavaca y  hablaba en español con acento mexicano y que en cuanto se cruzaba conmigo por la casa de Sergio disertaba sobre los más variados temas, con notable predilección por París, ciudad que, dicho sea de paso, él no conocía. 
        El hijo natural de Lenin hablaba a veces como el personaje –ahora lo sé-  de uno de los primeros cuentos escritos por Sergio.
        -París –decía el hijo de Lenin-  es mujeres. París es tu futuro. París son negras de cinturas elásticas. París son mujeres de  muslos fuertes que saben trenzarse como pulpos. París es ganas de ser macho a la mexicana y baladronarse y contar anécdotas de revolucionarios matones, de curas empalados, de  hijos que asesinan a sus madres cuando se enteran de quién es su padre.
        Daba miedo aquel hijo de Lenin.
        -¿Me cuenta  usted  todo eso porque le gustaría ser mexicano? -me atreví a preguntarle un día.
        -No creo. A él sólo le gustan los lugares  donde no ha estado -intervino Sergio elevando la voz  desde el cuarto de al lado. 
        Hasta que no tuvo doce años, no supo el hijo de Lenin quién era su padre. Y cuando se enteró  no le quedó ni tiempo de matar a su madre. Tiempo no tuvo ninguno porque se quedó embobado. “Tu padre”, acababa de decirle su madre, “es el camarada Lenin. Ya es hora de que lo sepas”. El hijo natural reaccionó con tontería. “Pero eso ya lo sabía. Todos somos hijos del Padre de la Patria”, dijo. “No, burro, no. Creo que no me has entendido...”, le dijo la madre y entonces el adolescente se quedó helado, supo quién realmente era. Tal vez por eso, más tarde, agobiado por su nueva identidad  aprendió a hablar español con acento mexicano, pues seguramente necesitaba huir del peso de la Historia. 
        Yo no sé por qué  sospechaba –había comenzado por primera vez en mi vida a poner yo mismo  a prueba mi imaginación-  que el hijo natural de Lenin era agente de la KGB, pero Sergio me lo negaba. “Lo que ocurre es que parece un personaje salido de un cuento sencillo, pero sólo en apariencia de un cuento sencillo. 
        -También los personajes de los cuentos de Chejov parecen sencillos y sin embargo no lo son -me dijo Sergio en una de esas  sobremesas  que tuvieron lugar en su casa a lo largo de aquel fecundo agosto. 
        “También los personajes de los cuentos de Chejov parecen sencillos...”  Yo siempre he sospechado que en esa sobremesa fue la primera vez que pensé que yo podía escribir un cuento. Hoy sé que le debo al Maestro esa puerta de pronto abierta, ese pensamiento. 

3 de agosto
        El hijo de Lenin tenía cierta  tendencia a la alocución, la charla, la perorata y el sermón. De hecho, se ganaba la vida dando conferencias y tenía fama en Polonia de dejar buen recuerdo en todas sus intervenciones. Su truco era tan simple y sencillo como puede parecerlo a primera vista un relato de Chejov. Se había especializado en dar conferencias sobre cualquier tema y ante los públicos más variados. Yo le acompañé a dos de esas pláticas y soy testigo de su facilidad para el éxito, para el aplauso entusiasta de sus auditorios. 
        Recuerdo muy bien esas dos conferencias. Una tuvo lugar en una cárcel de las afueras de Varsovia. Aunque no entendía nada de lo que les decía a los presos, notaba yo una satisfacción grandiosa entre ellos. A la salida, me enteré por él mismo de lo que les había dicho: “Nada. Les he explicado lo mejor que he podido que la libertad no existe, les he dicho que la libertad es un fantasma, una falacia, un invento de la burguesía”. 
        Al día siguiente, le acompañé a un centro de sordomudos, donde también cosechó un éxito rotundo. También a la salida le pregunté qué les había dicho. “Nada, les he resumido, en el tiempo más breve posible, mi certeza de que el poder de la palabra es puro engaño, una falacia total”.
        Me acuerdo muy bien que me dijo esto y luego se me quedó mirando con una gran sonrisa que la luz de la  luna potenciaba.  Inolvidable recuerdo de aquel cínico claro de luna. Aquella noche, cuando nos despedimos, yo entré en un taxi y el hijo de Lenin, antes de cerrarme la puerta, me dijo en una Varsovia a aquellas horas desierta: “El don de la palabra, amigo. Eso fue lo que perdió a mi padre”.
        Luego supe, ya en el aeropuerto –porque él fue a despedirnos en aquel 23 de agosto en el que mi amiga  y yo  partimos finalmente  hacia Egipto-,  que no era hijo de Lenin, que había sido  un invento de Sergio del mismo modo que había ideado que yo era su  hijo de Barcelona. Pero la lección ya estaba allí. Una lección que venía a decirme que los personajes reales pueden llegar a convertirse en cuentos. De hecho, parodiando el título del primer relato que publicara Sergio (Victorio Ferri cuenta un cuento), habría podido escribir una historia con todo aquel enredo varsoviano que se parecía mucho al enredo mismo de la vida y titularlo así: El hijo natural de Lenin era un cuento.

4 de agosto.
        No hay por qué creerme, pero  todas las noches, ante un iceberg, me acuerdo de Georges  Perec cuando se acordaba de Suecia y de Anita Ekberg.  Entre mis sueños de estos días: 1)  Sergio Pitol se entera en su casa de Xalapa de que le han concedido el premio Nobel y  decide que nombrará  a Monsiváis en su discurso. 2) Inmediatamente después, Sergio Pitol viaja de Xalapa al Congo y en el territorio de Kurtz hace sus primeras  declaraciones a la prensa. 3) Unos meses después, recibe el premio Nobel en Estocolmo y se hospeda en el Gran Hotel de esa ciudad y toma caviar rojo.

7 de agosto.
        En homenaje al más que merecido Nobel que han dado a Pitol,  llevo  ya dos días en Estocolmo. Estuve ya aquí el pasado abril y  decidí que volvería en agosto, cuando el verano barcelonés se vuelve tan  insoportablemente húmedo, asfixiante, cargante. 
        Hoy he visitado el museo de Arte Moderno, donde hay una gran exposición del único pintor que se merece tener una gran, grandísima  exposición en Estocolmo:  Edward Munch. He comprado un curioso objeto que es un llavero y al mismo tiempo es la figura en miniatura del atormentado personaje de su  cuadro El grito.Me ha venido enseguida a la memoria una interpretación original de esa pintura, una interpretación de Strindberg, amigo de Munch y también personaje atormentado: "Es el grito de terror hacia la naturaleza que, consumida de rabia, se dispone a hablar mediante rayos y truenos, a esos seres débiles y necios que son los hombres".
        He pensado en la naturaleza de la que habla Strindberg,  representada simbólicamente por Munch como el estímulo para la visualización de las pasiones humanas: los siniestros, oscuros, agitados mares del Norte que Strindberg describía con tanto arte  en  "la franja de la costa". 
        Nota a pie de página: De no haber conocido a Pitol en aquel agosto de Varsovia, no sabría ahora cómo expresarme acerca del arte de Munch y ya no digamos sobre el del atormentado Strindberg.
        He salido en barco y he paseado por una deslumbrante parte de toda esa franja de la costa. He visto un barco abandonado, llamado Orión. Y he pensado en Cementerio de tordos, un relato de Pitol: “Imposible ubicar el lugar donde la acción transcurría. Orión tenía otras exigencias. Revelar a un público cultivado aspectos del mundo que desconocía”.
        Le he escrito una carta-postal a Sergio y, tras hablarle de Orión y  resumirle la historia de mis paseos por Estocolmo, le he preguntado si había comentado en alguna ocasión la obra de Strindberg. Luego he recordado unas palabras de Kafka en sus Diarios: “El prodigioso Strindberg. Esa rabia suya, esas páginas obtenidas a puñetazos”.  Eran unas líneas que creo que  a Roberto Bolaño también siempre le habían llamado la atención. 
        Los puñetazos, el valor, la rabia de Kafka, el miedo y el Norte de todos los desastres. Strindberg  escribió esa  nota en un 7 de agosto como hoy, sólo que de 1914. Me ha impresionado un poco la  kafkiana coincidencia. He pensado que siempre que pienso en las cosas de Sergio, termino encontrando  coincidencias inesperadas. 
        He vuelto a Strindberg y he pensado que me gusta mucho  escribir en este Gran Hotel que tanto me recuerda al Reads de Funchal, el hotel donde transcurre la acción de El oscuro hermano gemelo, uno de los mejores cuentos de Sergio. 
        He vuelto a Strindberg y  he pensado en una no muy conocida faceta del escritor sueco: la de experimentador fascinado por las ciencias naturales y las composiciones psicológicas y adivinatorias, la de hombre atraído por el enigma de ciertas imágenes, ese enigma que insinúa las dificultades de hacer visible la cara oscura de las cosas y los hombres. "Claro de luna. Una luna bastante limpia. Seis árboles; agua quieta espejeante. Claro de luna. ¡Ciertamente!".
        Me he dado cuenta de que, pensando en mi maestro, me he perdido como le suele pasar a él en algunos sueños. Estaba caminando con Sergio  y de pronto me he perdido en el mundo de  Strindberg,  y el entorno se me ha vuelto algo tenebroso, strindbergiano. He escapado como he podido, he escapado volviendo a recordar las palmeras salvajes de los jardines del Reads. 

8 de agosto
        Estocolmo bajo la lluvia.
        Observo que en esta ciudad, al igual que en todos los cuentos de Pitol, la realidad se enrarece con una gran facilidad. 
        Todo el día pensando en los cuentos de Pitol y en unos  versos  de Antonio Gamoneda que parecen definir mis relaciones con mi maestro y con su vida convertida tanto  en pasión por las tramas enloquecidas como  en cuentos:
        “Estaba ciego en la lucidez pero tú has hecho girar la
        locura.
        Todo es visión, todo está libre de sentido”.

9 de agosto.
        -Oiga, ¿cómo definiría usted el estilo del Pitol cuentista?  - me preguntó Raquel Garzón aquel día en que llamó a mi casa.
        Respondí con otra pregunta.
        -¿Leyó usted Nocturno de Bujara, uno de los cuentos más bellos y perfectos que se han escrito nunca?
        Le conté cómo,  al terminar de leer Nocturno de Bujara, estuve un buen rato preguntándome si había llegado al final, y cómo  eso me llevó a rehacer la lectura del cuento y a leerlo de nuevo hasta que me convencí de que el conjunto de fragmentos o detalles que lo componían me habían  paradójicamente convertido al cuento en una historia cerrada, que estaría absolutamente clausurada del todo de no ser por un misterio que me di cuenta que  nunca yo resolvería.
        -Hay cuentos en los que Pitol parece que lo cuente todo  –apuntó  Raquel Garzón.
        -Lo cuenta todo y deja por resolver el misterio, que es una manera también de contarlo todo. El estilo de Pitol  consiste en huir de esas personas tan terribles que están llenas de certezas. Su estilo es distorsionar lo que mira. Su estilo consiste en viajar y perder países y en ellos perder siempre uno o dos anteojos, perderlos todos. ¿Sabe usted que Sergio pierde siempre los anteojos?  Tal vez por eso Juan Villoro escribió que la narrativa de Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira.
        -Comprendo, creo que comprendo. ¿O quién sabe? A lo mejor no comprendo nada.
        -Quizás no hay nada que comprender, tan sólo esta divisa que parece siempre viajar con mi maestro:  “Perder los anteojos y perder los países, perderlo todo. No tener nada y ser  extranjero siempre”
        -¿Y qué entiende usted por distorsionar? –preguntó Raquel Garzón antes de colgar.
        -Llame a Juan Villoro –le respondí para embrollarlo todo mucho más.
        ¿A Juan Villoro?
        Cuando colgó, se me ocurrió pensar, o más bien recordar, que Pitol daba siempre a sus personajes rienda suelta y les dejaba que crearan su propio misterio. Y tuve la sensación de que yo acababa de hacer uso de esa libertad. 

10 de agosto
        He decidido tratar de recordar quién lo dijo y no lo he logrado. Me he pasado la mañana así, metido en un esfuerzo que al final se ha revelado inútil. He terminado por decirme a mí mismo que son dos aproximaciones a la idea general de lo que es un maestro y que en realidad no las ha dicho aún nadie,  tal vez simplemente las he soñado esta noche. Sea como fuere, encajan  con la visión que tengo de la figura del preceptor, del guía, del maestro. Una dice que éste es alguien en quien hasta la ironía nos produce una sensación de amor, pues  sólo el amor puede transmitir la sabiduría. En cuanto a la otra, un maestro sería  alguien que goza de un aura casi física y en quien casi resulta  tangible la pasión que desprende. Alguien de quién se puede decir nunca llegaré a ser como él, pero me gustaría que me tomara en serio

11 de agosto
        He comprado prensa española en la Estación Central y he ido a leer noticias  al bar del modernísimo Hotel Nordic Light y de pronto me he sentido una enana marrón. Me explico. Me ha llamado la atención el  dato de que un equipo internacional de astrónomos ha confirmado la obtención de la primera fotografía directa de un planeta fuera del sistema solar. El objeto tiene aproximadamente cinco veces la masa de Júpiter y está a unos 200 años luz de la Tierra, en la constelación de Hydra. El equipo había encontrado el planeta el año pasado, pero no ha logrado demostrar hasta ahora que está realmente unido gravitacionalmente a una joven estrella fallida.
"Nuestras nuevas imágenes muestran convincentemente que esto realmente es un planeta, el primero que se ha fotografiado jamás fuera de nuestro Sistema solar", ha dicho  un tal mister Zuckerman, cuyo apellido, más que a científico renombrado, me ha sonado más bien a alter-ego de Philip Roth.  
"Los dos objetos -el planeta gigante y la joven enana marrón-  se están moviendo juntos; los hemos observado durante un año, y las nuevas imágenes confirman  nuestro hallazgo del año pasado",  ha añadido mister  Zuckerman. 

12 de agosto.
        Paso la mañana en la terraza del Strindberg Bar buscando algo que contar sobre Sergio y me doy cuenta de que opero igual que en sus cuentos, donde él sale a la búsqueda de una historia y acaba contando la búsqueda de esa historia mientras a la realidad, que era bien real al comienzo, le pasa lo que le pasa por la noche a la ciudad de  Estocolmo y se enrarece mucho. 
        Por la tarde he recordado un café de Varsovia en el que  asistí a la creación de un relato: un cuento  basado en lo que mi amiga, Sergio y yo comenzamos a  imaginar  que sucedía en la mesa de al lado. En ella  un hombre  maduro, un joven  que parecía su hijo, y una joven que parecía la novia del hijo  tomaban aburridamente el té, pero su tedio parecía puntuado por una tensión oculta. 
        Del misterio surgió un cuento. En lugar de un padre y un hijo empezamos a ver (mi amiga, Sergio  y yo) a un maestro, su alumno, y la esposa del alumno. Una historia que, bajo la dirección  genial de Sergio, fuimos suavemente componiendo los tres. Hasta que hubo un momento en que Sergio se disparó. Comenzó a fabular sin cesar sobre aquel trío de la mesa de al lado y parecía hacerlo como si los tres personajes fueran mexicanos,  pero no estuvieran en su país, sino en un decorado con el mundo como telón de fondo. Y también  parecía como si el hecho de que él los viera como mexicanos le dejara más libre para parodiar, para imaginar los diálogos, como si oír a esos personajes disparatados en su cabeza fuera para él una fuente de profunda alegría. Eso lo convirtió todo en divertidísimo, entre otras cosas porque creí ver que se había producido una conjunción feliz entre  mi reprimido sentido del humor (que procedía de  una Barcelona aplastada por la seriedad de quienes con la gravedad ocultaban los defectos de su mente y me impedían saber que yo sabía reírme) y el libre y cruel, fantástico y ejemplar  humor mexicano de Sergio. 
        Quién sabe si nuestra amistad de tantos años no se ha fundado y refundado siempre desde la nostalgia constante de aquella tarde de risas en el café de Varsovia. En aquella y otras muchas  tardes y muchas  otras risas de aquel agosto de 1973 en el que hubo muchas conversaciones de sobremesa, pláticas sobre literatura.  Silencios también. Yo apenas había leído nada en esa época y la verdad es que no estaba en condiciones para hablar de literatura. Nada podía azorarme más que mis obligados silencios en aquellas sobremesas fundacionales, en aquellas fértiles sobremesas “al otro lado del telón de acero
        Recuerdo que  Sergio me preguntaba sobre cualquier libro, cualquier autor. Muchas derivas y tartamudeos por mi parte y una cierta sensación de verme a mí mismo como un pobre desdichado inculto. Pero también el sentimiento contrario, un sentimiento que me llegaba cuando me daba cuenta de que nadie en el mundo se había dirigido a mí de aquella forma en la que lo hacía Sergio, nadie me había hablado hasta entonces de aquella manera tan cordial.
        Aprendía casi a marchas forzadas. Hasta a ser cordial aprendía. Ningún escritor de una generación anterior a la mía, por ejemplo,  me había hablado como si yo fuera realmente un escritor. Las sobremesas de Varsovia fueron una lección contínua. Y poco a poco se llenaron de nombres que terminaron por convertirse para mí en familiares. Tolstoi, Gombrowicz, Witkiewicz, Faulkner, Henry James, Bruno Schulz...
        La historia que imaginamos acerca  de la complicada vida de los de la mesa de al lado la recuerdo muy bien, sobre todo por el desenlace inesperado. Bajo la batuta de Sergio y guiados por su intensa pasión por la invención de tramas, decidimos que  el hombre de  más edad era un  escritor que se había echado a perder debido a su matrimonio y a la obligación consiguiente de publicar con promiscuidad y baratura. El joven era su discípulo, y el maestro le veía al borde de idéntico desastre al que había sufrido él a causa de haberse casado. El maestro estaba tratando de salvarle del error de haberse casado porque intuía que al pobre discípulo esto iba a obligarle a escribir obras facilonas para ganarse la vida. Se trataba de salvar del desastre  al alumno  mediante un acto de osada intromisión en su mundo, rompiendo con ingenio su matrimonio,  aniquilando simbólicamente a su esposa al crear  innumerables problemas entre los dos.  
        Cuando la historia ya parecía cerrada, llegó la sorpresa. Y nos llegó desde la mismísima mesa de al lado.
        -Oigan -dijo el hombre de edad más avanzada, el supuesto maestro.
        Le miramos  sorprendidos, pasmados al ver que hablaba nuestro idioma.
        Hubo un pequeño silencio hasta que el hombre dijo:
        -Quiero decirles que no estamos sordos, que lo hemos oído todo perfectamente. Les felicito por haber sabido divertirse tanto con nosotros. 
        Por un momento, deseamos que se nos tragara la tierra. Y no recuperamos la normalidad hasta que se fueron. Entonces Sergio comenzó a negarnos que aquellos personajes -me acuerdo muy bien, los llamó personajes-  fueran mexicanos y menos aún que los hubiera visto él en algún momento como mexicanos. 
        -No, si seguramente serán bolivianos... -decía. 
        -¿Bolivianos en Varsovia?
        Todavía hoy  espero la respuesta, Sergio.

13 de agosto
        “Continué las rutinas habituales: conversar con los mismos amigos (...)  Casi todos los días José Emilio (Pacheco)  y Carlos (Monsiváis)  pasaban a mi departamento para comentar nuestras nuevas lecturas y discutir con toda libertad y camaradería lo que escribíamos”

14 de agosto
        En aquellas  fértiles sobremesas al otro lado del telón de acero  se fraguó parte de lo que después, como escritor, he sido. Pero por supuesto no era consciente de nada de todo esto cuando estaba allí, en el salón de la casa de Sergio, hablando de literatura a veces con visitantes inesperados, como el señor Origami, el extraño  amigo del embajador de Japón, que tenía nostalgia de los dos años que había vivido en México y que al oír aquella canción que dice “y volver, volver, volver a tus brazos otra vez” coreaba con todos nosotros  el estribillo y tiraba de golpe hacia atrás su vaso lleno de vodka estrellándolo –en tres ocasiones que yo recuerde-  contra la cortina y la ventana más apreciadas por Sergio. Era como si hubiera una relación secreta –misterios del Japón-  entre la idea de volver, el vodka y los brazos que se echaban hacia atrás, con el vaso hacia la ventana y la  cortina  “otra vez”.
        La más alta lección de Sergio fue comunicarme su extraordinaria  pasión por la cultura. Y hoy, cuando reviso aquellas conversaciones que teníamos después de comer (con ese afán suyo que tanto me fascinó, ese afán por hablar de cine, pintura y literatura, incluso si estaba con nosotros el japonés exaltado),  me doy cuenta de que aquellas sobremesas en las que se conversaba de temas culturales o sobre la idea de volver,  eran algo de lo más natural para Sergio y no para mí, que venía de una oscura Barcelona, sumida en un mundo nada dialogante. En cambio, para Sergio, aquellas sobremesas eran normales. Desde joven se había acostumbrado a algo que yo no había tenido nunca -camaradería-, se había habituado a las conversaciones  sobre libros, por ejemplo.  Parte de su juventud había transcurrido en tertulias en  el café María Cristina de la ciudad de México con sus amigos Ponce y Elizondo, Melo y De la Colina, Monsiváis y José Emilio Pacheco, según el propio Pitol explica en el tercer tomo de sus Obras Reunidas. 
        Hablar de literatura después de comer no sabía yo que podía llegar a ser tan corriente y normal. Pero pronto aprendí que las cosas también podían ser así, hasta llegar  incluso a ser  simplemente habituales. Al final, hasta me parecía normal que la cocinera que nos preparaba cada día la comida fuera una cantante, una primera figura de la Ópera de Varsovia... Me pregunto ahora si lo era realmente. He tardado 32 años en preguntármelo. Tal vez, como en el caso del hijo de Lenin, la cocinera era un cuento. 

15 de agosto
        Qué ser y dónde escribir. 
        En medio del desbarajuste mental en el que me movía en aquellos días, busqué que él  me orientara en algunos de los aspectos que tenía más confusos en relación a la vida. Y una tarde, en un merendero en las afueras de Varsovia (había allí una vista espléndida de la ciudad y unos orgullosos árboles que habían resistido a la orden de Hitler de dinamitarlos, pues el monstruo, en venganza por una nueva rebelión del getho judío, había ordenado destrozar hasta los árboles que rodeaban la ciudad), le pregunté con qué partido simpatizaba en el plano político. Sabía que era de izquierdas, pero no comunista, y no acertaba a situarlo en ninguna tendencia concreta, aunque para mí  estaba claro que él se movía con una casi sospechosa  felicidad en los países del Este. Pero no era comunista. ¿Qué era entonces? 
        Era socialista, pero su ideal político, me dijo, era  “el socialismo en libertad”, ese ideal y ese sistema cuyas bondades –se me ocurre ahora pensar aquí en esta terraza  de este bar-  son visibles todavía aquí en Suecia. En muchos aspectos (y el político es sólo uno de ellos),  Estocolmo se acerca bastante a la que podría ser mi ciudad ideal. Eso al menos es lo que  pienso ahora en este agradable bar de la calle  Mäster Samuelsgatan. Sin embargo, en aquel agosto en Varsovia, a la pregunta de cuál sería para mí una buena ciudad para escribir, me habló sólo de Budapest, que todavía estaba bajo un régimen comunista. 
        ¿No conocía Sergio  en aquellos días la ciudad de Estocolmo?
        Cuando no hace mucho viajé por primera vez a Budapest, miré sus calles  con mucha curiosidad y no podía sacarme de la cabeza la idea de que aquella había sido treinta años antes la ciudad donde debería haber vivido. 
        A veces me imagino viviendo en los años 70 en Budapest, escribiendo novelas secretas y luchando por la instauración de un socialismo en libertad en Hungría. Esa me parece una de las tantas  vidas que perdí, que pude vivir y no he vivido y que no viviré jamás. 
        Cuando no hace mucho le hablé de todo esto a Sergio, él dijo no recordar aquel consejo húngaro. “Pero, si tú lo dices, será verdad”, añadió mirándome con una  complicidad que al mismo tiempo delataba hacia mí una clara desconfianza hacia lo que yo contaba. Seguramente Sergio actuó ahí como esos maestros que nunca olvidan el atrevimiento para inventarlo todo que han  transmitido a sus discípulos. 

16 de agosto
        Le he escrito una postal a Sergio contándole que en muchas de las últimas entradas de mi Diario comento aspectos de mi relación con su magisterio genial.  Dicho esto, le he explicado que este mediodía,  en el Gran Hotel de Estocolmo (que me recuerda, le he dicho,  al Reads de Funchal), he celebrado con vodka sueco el hecho de que hoy sea  16 de agosto. Y le explicado que celebro esta fecha porque casualmente he descubierto esta mañana (siempre alrededor de Sergio surgen las más curiosas coincidencias) que en tal día como hoy, pero del año 1888,  Henry James publicó la última entrega de su novela  La lección del maestro.
        No puedo imaginarme cómo reaccionará Sergio cuando reciba esa postal. Tal vez también celebre la curiosa casualidad. O encuentre otra coincidencia de otro tipo  en esa cadena de coincidencias que va puntuando nuestra relación y nuestros a veces fortuitos encuentros en lugares tan distintos del mundo como Asjabad, Veracruz, Caracas, París, Aix-en-Provence y  Kabul.

17 de agosto
        Una de las últimas veces que Sergio y yo nos hemos cruzado por azar fue hace tres años en París, en verano. 
        Yo  había viajado con mi mujer a esa ciudad y lo que me ocurrió en mi encuentro  casual con Sergio  creo haberlo ya narrado en mi novela sobre mis días de aprendizaje en París, la novela en la que explico cómo hace tres años viajé  a París con mi mujer y allí se me ocurrió narrar en clave irónica  lo que me ocurrió cuando en 1974, un año después de haber pasado por Varsovia,  fui a París a intentar emular al escritor Hemingway. Creo haber ya más o menos narrado en esa novela irónica mi encuentro con Sergio en el París de hace tres años, pero no ando muy seguro de esto, pues aquí en Estocolmo no cuento con  un ejemplar de mi libro parisino.
        Lo que allí  en mi novela ya más o menos contaba era que,  en pleno agosto de hace tres años, y sin saber aún que Pitol también estaba en la ciudad, mi mujer  y  yo, cada día al regresar al hotel  donde nos hospedábamos, pasábamos por delante del edificio de la  rue Littré  en cuya segunda planta  había existido a mediados de los años setenta  una librería clandestina llamada Zékian. Ni mi mujer ni yo, ese agosto de hace tres años, nos decidíamos a entrar en  aquel inmueble para tratar de averiguar qué había en el  piso donde antaño  estuvo la librería Zékian. ¿Estaría tal vez todavía ahí la librería y encima seguiría siendo clandestina? 
        Recordaba perfectamente y de manera casi obsesiva  la escalera pintada de un fuerte color rojo que conducía a la segunda planta, donde había una puerta blanca y en ella, pintada en negro, encima de la mirilla,  una minúscula  pero orientadora letra Z
        Aunque sentía constantemente la  tentación de recuperar para mí mismo el espacio en el que un día vi al legendario Borges  hablando de sus recuerdos de juventud, no acababa de decidirme a dar el primer  paso, a entrar en el edificio e indagar la verdad sobre aquella librería clandestina. Pero precisamente esa indecisión, que compartía con mi mujer, iba en realidad  agigantando mi curiosidad por saber en qué se habría convertido la  enigmática Zékian.  ¿Era tal vez ahora  la vivienda de una apacible  familia burguesa  que ignoraba el pasado de la casa y a la que dejaría muy turbada saber que un día, en el comedor de  su dulce  hogar, Borges confesó que le entristecía pensar que tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de nuestra juventud?
        ¿Qué habría detrás de la puerta blanca? Pasaban los días y no  nos decidíamos a entrar en el inmueble de la rue Littré Hasta que una tarde, en el café de Flore, nos  encontramos de pronto  -no sabíamos que andaba por París y fue para nosotros  una inmensa alegría- con el amigo Sergio Pitol, que se convirtió de inmediato  en el jefe de la expedición al inmueble de la rue Littré.  Fue él quien prácticamente nos arrastró hacia ese lugar. En cuanto aflojara la lluvia, averiguaríamos, dijo, todo lo que tuviéramos que averiguar y no nos iríamos del edificio de la calle Littré hasta que no supiéramos qué había  detrás de la puerta blanca, qué  clase de persona o mueble –dijo sonriendo-  ocupaba el lugar exacto donde un día  Borges dijo que era triste no tener recuerdos verdaderos de nuestra juventud. 
        Me sorprendió, ya en el edificio de la calle Littré,  ver que en la segunda planta habían, una frente a la otra,  dos viviendas con sus correspondientes puertas, ninguna de ellas pintada de blanco. Seguía allí, tal cómo la memorizaba, la escalera (aunque el  color rojo no era tan intenso como lo recordaba), de modo que no nos habíamos equivocado de inmueble, pero sin duda me había traicionado la memoria en lo que se refería a la puerta única en el rellano de la segunda planta. De pronto, toda la investigación en torno al  misterio de la Zékian pasó a girar en torno a cuál de las dos era la antaño puerta blanca. Miramos bien y no quedaba ni rastro de dónde, un día, encima de la mirilla, podía verse una minúscula pero orientadora letra Z. 
        A pesar de mis esfuerzos, me resultó imposible saber cuál de las dos puertas  era la que yo, casi treinta años antes, había atravesado en cierta ocasión para escuchar clandestinamente a Borges. Decidimos llamar a la puerta de la izquierda, que era la que más me parecía que podía ser. Nadie contestó. Insistimos,  hubo varios timbrazos. Nada. “Está tan claro que ésta fue la puerta de la librería como que no hay nadie ahí dentro. Eran tan secretos sus habitantes que, ya veis, se han hecho invisibles”, dijo Pitol, que no ocultaba lo mucho que le divertía aquella investigación. De pronto, me pareció que  él  se estaba moviendo como si estuviera dentro de un relato. Y me acordé de que sus cuentos serían cuentos perfectamente cerrados si nos revelaran algo que jamás nos revelarán: el misterio que viaja con cada uno de nosotros. El estilo cuentístico de Pitol consiste en contarlo todo, pero no resolver el misterio. De pronto, mi mujer y yo nos miramos y, sin mediar palabra, nos entendimos de inmediato: estábamos dentro de un cuento de Pitol.
        Tanto se divertía él con la investigación que acabó aporreando la puerta, se moría de risa. Entonces oímos que  alguien, en la puerta de enfrente, hacía  girar la mirilla y  pasaba a espiarnos. Llamamos poco después  al timbre de esa puerta de enfrente. Una mujer  de avanzada edad, una vieja dama, la entreabrió con precauciones, dejando puesta la cadena de seguridad. “¿Buscan a alguien?”, preguntó pausadamente, con cierta serenidad. Y entonces Pitol tuvo una salida ocurrente y   preguntó en su francés impecable: “¿Viven ahí enfrente los Borges?”.  Tras un breve silencio muy reflexivo, la mujer nos dijo : “Viven ahí,  pero nunca están”.
        A  Pitol se le iluminó la mirada. Ahora ya sabíamos dónde había estado la librería Zékian. Abandonamos el lugar entre risas, con la impresión de  haber  hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para resolver el  enigma de la librería secreta y, en definitiva,  del mundo. Nos fuimos de allí  con la impresión de haber estado más cerca que nunca de la invisible verdad y que, en cualquier caso, el cuento había terminado. Pero cuando salimos a la calle y porque tal vez no me lo esperaba, me resultó asombroso  descubrir que seguíamos dentro del  cuento de Pitol.

17 de agosto, por la noche.
        Ahora me pregunto si esa historia sobre ese cuento parisino de Pitol la incluí realmente en mi libro. Si lo hice, no fui demasiado fiel a la realidad, pero actué como un buen discípulo de Pitol en todo caso. En su cuento Vals de Mefisto los personajes viven varias vidas paralelas. Siempre he pensado que algún día rastrearía en este relato de Pitol  las huellas de un libro de Nabokov sobre el que Sergio me hablaba mucho en Varsovia: La verdadera vida de Sebastián Knight
        Desde que leí Vals de Mefisto que doy varias versiones de un mismo hecho, sobre todo si ese hecho pertenece a mi vida íntima. Por ejemplo, me han preguntado muchas veces por qué me hice escritor y he contestado de mil maneras distintas, y haciéndolo me he aproximado más a la realidad que si siempre hubiera contestado con una única versión. Así he dicho que soy escritor porque vi La notte de Antonioni, donde el protagonista, Mastroianni, era un novelista de éxito. Pero también he dicho que me hice escritor porque lo era un hermano de mi abuelo. Y también he contado que me hice escritor porque leí París era una fiesta de Hemingway. O bien que escribo porque mi primera novia, al leer una poema que le había dedicado a ella (sin decirle que lo había copiado enteramente de Luis Cernuda) me dijo que tenía “madera de escritor”. Etcétera. He dado mil versiones de un mismo hecho.
        Tengo muchas historias paralelas sobre un mismo suceso. De modo que no se extrañe nadie ahora si digo que mi investigación parisina sobre la librería secreta la conté en mi novela de París basándome en una situación paralela, vivida ésta realmente con Sergio (no como la de la vecina y los Borges, que es una recreación de la historia real), y siendo la  tercera persona del relato verdadero  mi amiga Menene Gras y no mi mujer. 
        La verdadera historia, lo que ocurrió de verdad, fue parecida a lo que creo que conté en la novela de París, pero algunos aspectos de la misma son notablemente distintos. Ni la mejoran ni la empeoran, son distintos. Y la que voy a contar ahora –mejor dicho,  a resumir-  es la verdadera historia, del mismo modo que Sebastián Knight tenía también su vida verdadera:  En el París de 1978, cuando había dejado ya de vivir en esa ciudad donde estuve del 74 al 76, me encontré casualmente con Sergio (una vez más, la casualidad en mis encuentros con él). Yo paseaba con Menene Gras y tropezamos literalmente con Pitol, el rey de las grandes  casualidades que han cruzado por mi vida. Inmediatamente él, tras unas breves risas, propuso ir a ver la mansión natal de Marcel Proust. Una vez en ella, vimos que, por tratarse de una casa de pisos, resultaba difícil saber en qué planta del edificio había nacido el genio. Tras muchas especulaciones y, en medio de un clima festivo, el maestro Pitol decidió averiguar de una vez por todas la cuestión y llamamos a un portón de la segunda planta. Habían dos puertas por planta. Una mujer  de avanzada edad, una vieja dama,  entreabrió su puerta con precauciones, dejando puesta la cadena de seguridad. “¿Buscan a alguien?”, preguntó pausadamente, con cierta serenidad. Y entonces Pitol tuvo una salida ocurrente y   preguntó en su francés impecable: “¿Madame Beatriz de Moura?”.  Tras un breve silencio muy reflexivo, la mujer nos dijo : “Los Moura  viven ahí,  pero nunca están”.
        A  Pitol se le iluminó la mirada. Ahora ya sabíamos dónde había nacido Proust. Abandonamos el lugar entre risas, con la impresión de  haber  hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para resolver el enigma de la cuna de Proust y, en definitiva, el gran enigma  del mundo. Nos fuimos de allí  con la impresión de haber estado más cerca que nunca de la invisible verdad y que, en cualquier caso, el cuento había terminado. Pero cuando salimos a la calle, me resultó asombroso  descubrir que seguíamos dentro del  cuento de Pitol y, además, todo se había enrarecido. Se oía el llanto de un niño recién nacido y se hacía de noche...

18 de agosto
        He caminado largo rato por  la parte más antigua de Estocolmo, por la  isla de Gamla Stan, y me he detenido en varias cervecerías, he festejado la bajada de las temperaturas. Me gusta una Estocolmo triste, sin sol. Me gusta verla tal como la vi la primera vez. No amo los cambios en general. No me adapto bien a la transformación de ningún paisaje ni de ninguna idea. Mentalmente sigo siendo el mismo joven  que en la Varsovia de 1973 descubrió el dandismo y elegancia moral de Sergio Pitol. Adoro de él sus lecciones de generosidad con todos aquellos escritores que, siendo contemporáneos suyos, se había  molestado en leer y hasta se había esforzado en que le interesaran. Era, eso sí,  durísimo con los que le habían decepcionado, pero enormemente magnánimo con los que le habían aportado algo como lector.  Y sigue siéndolo ahora, sigue siendo muy espléndido cuando apoya a ciertos escritores que intuye que andan algo necesitados de su generosa ayuda.
        Como yo estaba acostumbrado a la zafiedad, falta de ética y también  soberbia y engreimiento desproporcionado de la mayoría de los escritores españoles aplaudidos en aquel momento, la lección de generosidad de Sergio fue para mí tan sorprendente como inolvidable. 
        Siempre he pensado que sólo pueden ser generosos aquellos escritores que, dentro de su humildad kafkiana pero conocedores de su sosegado y suficiente  talante de hombres de letras, no temen que nadie pueda hacerles sombra. Eso los hace desprendidos. Su literatura no depende de lo que hagan los otros, sino de lo que escriban ellos. Saben que no  serán ni peores ni mejores porque otros escriban cosas infames o sobresalientes. Y eso explica que a veces, creyendo verla en los otros,  elogien su propia elegancia sin darse cuenta de que es a ellos mismos a quien en realidad están elogiando. 
        Se desprenden o desenganchan  hasta de ellos mismos y tienen la más generosa de las almas literarias. Es el alma de las máquinas solteras, vagabundas. ¿No es el cuento, como alguien ya dijo, un vagabundo? También es vagabunda nuestra vida. Pero –es curioso-  mi memoria, cuando pienso en el maestro,  siempre es  sedentaria. 

19 de agosto.
        Esta fina lluvia de hoy de Estocolmo me trae a la memoria la lluvia de un día en Caracas en el que Sergio y yo buscábamos un pequeño y  escondido museo y no lo encontrábamos de ninguna forma, tampoco la calle en la que  estaba. Esto debió ocurrir hacia 1998. De pronto, vimos inmóvil  junto a una farola a un hombre de respetable edad y altura, un  negro que medía dos metros y parecía ensimismado en la contemplación de las nubes. De toda la gente que había en la calle, el negro –un viejo y apuesto negro-  fue la persona elegida por Sergio para preguntarle la dirección de la calle del pequeño museo.
        -Uy, tú estás más perdido que el hijo de Lindbergh  –le dijo sorprendentemente  el negro.
        Sergio me miró con cara de gran extrañeza, como si no acabara de creer lo que había oído. 
        -¿Qué ha dicho? –me preguntó-. ¿Qué estoy más perdido que...?
        Al parecer, el negro había empleado una frase hecha que se utiliza desde hace años en Venezuela. Más perdido que el hijo de Lindbergh. Pero ni Sergio ni yo la habíamos oído nunca. A Sergio, mucho más que a mí,  le llegó al alma aquella extraña indicación del negro. ¡Más perdido que el hijo de Lindbergh!  De no haber sido por esto, no me habría enterado nunca de cuál era uno de los sueños más recurrentes de Sergio: ir de excursión con sus padres y perderse de pronto y hallarse en un entorno hostil y tenebroso.
        Ni que decir tiene que, mientras él me contaba su sueño,  nos perdimos todavía mucho más por las calles de Caracas, nos perdimos incluso más que el hijo de Lindbergh. Y el entorno era tenebroso, podía no tardar nada  en convertirse también en hostil... 

20 de agosto.
        Pitol descree de los decálogos y las recetas universales. ¿Y cómo, por mi parte, no estar de acuerdo plenamente con él?  Para Pitol, la Forma que llega a crear un escritor es el resultado de toda su vida: la infancia, toda clase de experiencias, los libros preferidos, la constante intuición. “Sería monstruoso”, dice, “que todos los escritores obedecieran las reglas de un mismo decálogo o que siguieran el camino de un único maestro. Sería la parálisis, la putrefacción”.  ¿Y cómo, por mi parte, no estar de acuerdo plenamente con él?  No es partidario del discurso único. Del mismo modo que entiende la literatura como una república de las letras en libertad. 
        Me parece el maestro perfecto. 
        Hasta sabe inyectarle humor al hecho de serlo, de ser el maestro. Cuando yo finalmente confesé su magisterio en la entrevista con Raquel Garzón, se  produjo, eso sí, un posterior “tira y afloja” entre Pitol y yo, su modesto alumno. Y es que, por algún motivo que se me escapaba,  parecía él preferir seguir instalado en esa gran falacia que era creer que el maestro no era él, sino yo. Finalmente, un día –fue en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México-  se plegó a la verdad. El único maestro era él.
        Tras una conferencia mía, se había programado en el Palacio un almuerzo al que debían asistir, por rigurosa invitación, el director del centro y las familias de Juan Villoro y Álvaro Enrigue, los dos amigos que habían participado en la presentación del acto. La llegada no anunciada e inesperada de Sergio (que había viajado en coche desde Veracruz)  hizo que automáticamente él quedara invitado a esa comida. Había otras personas que querían participar también en ella. Un amigo escritor muy obcecado en lograr  quedarse con nosotros y sentarse a nuestra mesa, por ejemplo. Escuché de refilón el diálogo y larga discusión  que Sergio mantuvo con ese buen amigo que insistía en que si Sergio estaba invitado al almuerzo, él también podía estarlo, porque también era amigo mío. Pitol le  enumeró muchos motivos por los que no podía quedarse. Que estaba cerrada ya completamente la invitación oficial, por ejemplo. Ninguna de las explicaciones satisfacían al escritor obcecado. 
        -Pero dime exactamente  por qué tú puedes quedarte con nuestro amigo y en cambio yo no, dame una explicación que sea convincente, con una sola me bastará, créeme, pero tiene que ser convincente  -insistió el escritor obcecado.
        -Te la voy a dar, es muy sencilla  -dijo Sergio.
        Hizo una pausa  y luego dijo, muy concluyente:
        Porque soy su maestro. 

23 de agosto

“Veinte años tardó en aparecer la pantera”
        Sergio Pitol, La pantera.
En tal día como hoy, un 23 de agosto de 1973, mi amiga y yo dejamos Varsovia camino de El Cairo. En la hora de la emocionante despedida, Sergio me regaló un ejemplar de El tañido de una flauta, la novela que había publicado en México hacía un año. En la dedicatoria que me escribió puso la fecha y unas frases en inglés que no entendí (y que sigo sin entender porque sigo sin saber inglés), unas frases que me parecieron que eran de Shakespeare y en las que se hablaba de Provence. (Por cierto, años después  nos encontraríamos casualmente en un hotel de Aix-en-Provence, pero este es otro asunto, uno más del círculo misterioso de  casualidades que han puntuado nuestra relación). 
        La dedicatoria la guardé como oro en paño, era la primera que tenía de un escritor importante. Durante años estuve intentando  descifrar lo que ahí se decía de la Provenza. Fue una de esas dedicatorias que, por los motivos que sean, uno ve una y otra vez a lo largo del tiempo. Y mi memoria visual es muy grande. Por eso reaccioné como lo hice cuando, exactamente 20 años después, me llegó a Barcelona desde Brasilia, un 23 de agosto de 1993, una carta de Sergio. Era la primera que me escribía en toda su vida. Desde los hechos de Varsovia nos habíamos encontrado casualmente en los lugares más raros del mundo y habíamos hablado en muchas ocasiones por teléfono. Pero no nos habíamos cruzado carta alguna. Cuando llegó la de Brasilia, me quedé muy impresionado al leer la fecha del 23 de agosto. Era tal mi  memoria visual (y la letra tan exacta a la de veinte años atrás) que fui corriendo a buscar mi ejemplar de El tañido de una flauta para comprobar que no era que me hubiera vuelto loco o que estuviera haciendo girar a mi propia locura, sino que era cierta la asombrosa coincidencia de la fecha.
        Veinte años exactos había tardado el Maestro en escribirme su primera carta. Como sabía yo  que dos meses después iba a encontrarle en un congreso de literatura en  la Mérida venezolana, hice fotocopia de su dedicatoria de Varsovia y de la carta brasileña. 
        Y un día en Mérida, al pie de los Alpes (en el bungalow que, por una aleatoria decisión de los organizadores del Congreso de Mérida, compartíamos con César Aira),  le mostré casi a bocajarro las dos fotocopias. Toda mi expectación se centró en ver cómo iba a reaccionar Sergio. Tras una breve reflexión en silencio, se limitó a decirme:
        “Debió pasar en Brasilia algo raro. Desde luego no voy a atribuirlo a una mera coincidencia”.


Hace un par de meses, leí La pantera, el más inquietante de los cuentos de Pitol. Allí encontré una frase escrita en ese relato de  1960:  “Veinte años tardó en reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me produjo no puede ser gratuito. La parafernalia de que se revistió ese sueño no puede atribuirse a meras coincidencias”  Por un momento dudé de mi cordura. Estaba ante un cuento de Pitol de 1960 que anticipaba una dedicatoria y una fecha de 1973, que iba a reaparecer -como una pantera- exactamente veinte años después. 
        En el cuento, la pantera dejaba un mensaje que contenía doce palabras que el narrador pensaba que eran esclarecedoras de algo. Pero resultaban ser todo lo contrario. Eran doce sustantivos triviales y anodinos que no tenían ningún sentido. “Volví a leer cuidadosamente, a cambiar de sitio los vocablos como si se tratara de armar un rompecabezas(...) Nada logré poner en claro”
        Mientras leía esto, se me ocurrió que debía ir en busca de mi ejemplar de El tañido de una flauta y  contar  las palabras o, mejor dicho, los sustantivos que contenía la dedicatoria de Varsovia. Si había doce sustantivos, el enigma aún se agrandaba más y hasta producía escalofríos pensar que pudiera ser así. 
        Fui a la biblioteca a buscar el libro. Lo encontré pronto, pero no tardé un poco en decidirme a abrirlo. Estaba solo en la casa y tenía miedo de encontrarme los doce sustantivos. ¿Qué haría entonces? 
        Abrí el libro, busqué la dedicatoria. Tenía 24 palabras y 6 sustantivos.
        El enigma  de los múltiplos de seis. Me pareció difícil poner algo en claro. 
        Dejemos que Sergio Pitol, con sus propias palabras, cierre  este prólogo emocionado que en realidad, a pesar de sus rasgos inciertos y su constante pérdida de anteojos, es un cuento:

“Nada logré poner en claro. Apenas la certeza de que los signos ocultos están corroídos por la misma estulticia, el mismo caos, la misma incoherencia que padecen los hechos cotidianos.
        Confío, sin embargo, en que algún día volverá la pantera” 




Sergio Pitol
Los mejores cuentos
Anagrama, Barcelona, 2004

ENRIQUE VILA-MATAS



Sergio Pitol / Una crónica de la felicidad

$
0
0
Sergio Pitol

Sergio Pitol

Una crónica de la felicidad

Un novelista, escribió, es alguien que oye voces a través de las voces y con ellas va trazando el mapa de su vida


ENRIQUE VILA-MATAS
12 ABR 2018 - 16:01 COT


Hay un momento en El mago de Viena en el que Pitol imagina a un autor a quien ser demolido por la crítica no le daría miedo. Con toda seguridad, dice Pitol, ese autor sería atacado por la extravagante factura de su novela y caracterizado como cultivador de la vanguardia cuando en realidad la idea misma de la vanguardia sería para él un anacronismo. Ese autor resistiría ofensas insensatas, insultos, pero lo que de verdad le aterrorizaría sería que su novela suscitara el entusiasmo de algún comentarista tonto y generoso que pretendiera descifrar los enigmas planteados a lo largo del texto y los interpretara como una adhesión vergonzante al mundo que él detesta; alguien que, por ejemplo, dijera que su novela se debería leer como “un réquiem severo y doloroso, un lamento desgarrado, la melancólica despedida al conjunto de valores que en el pasado había dado sentido a su vida…”. Algo así, concluía Pitol, le haría sentirse completamente hundido, le entristecería, le haría jugar con la idea del suicidio: se arrepentiría de sus pecados, abominaría de su vanidad, de su gusto por las paradojas, y le haría echarse en cara el no haber aclarado el equívoco sólo por lograr ciertos efectos en el texto, solo por no haber sabido renunciar al vano placer de las ambigüedades.
En esas palabras de El mago de Viena está concentrado todo Pitol, con su gran apuesta por tomar riesgos de todo tipo al escribir. Y está tanto el perfecto conocedor de los problemas que esto comporta como el sabio que no ignora que un escritor ha de atreverse a buscar la felicidad: “Hay libros y cuentos que en el momento de componerlos me han producido una satisfacción enorme. Es el momento de la escritura, cuando llega el tema y los detalles y ves que la literatura lo capta bien. Escribo sobre una serie de escritores, que son como una liga de mi obra completa. No escribo sobre ellos desde una forma académica, sino desde mi relación más íntima con los que más me han gustado. Yo, por ejemplo, no podría escribir sobre un libro que no me gustara o que me aburriese, siempre he escrito sobre lo que me ha gustado. Entonces cada libro es más una crónica de la felicidad, de la felicidad vital que da la buena lectura, los amigos, los amores, los viajes y los momentos de vida que son privilegiados”.
Estas palabras se abren a un paisaje, a una vista completa del lado más luminoso del gran Pitol, explican la alegría de la escritura cuando entra en contacto íntimo con las lecturas que más huellas dejaron en quien escribe. Aún me parece oírle al maestro, una mañana en su casa de Xalapa, hará ya un cuarto de siglo, unas horas después de que me hubiera jugado la vida en la noche de Veracruz y él no diera crédito a que yo siguiera riendo y aún creo estar ahí observando con asombro cómo de pronto fue pasando de la felicidad y la luminosidad a la sombra en lo que me pareció –increíble incursión de la literatura en la vida– un suave alarde técnico, ya utilizado en Nocturno de Bujara, donde pasaba de la narración al ensayo sin que nadie lo notara.
Un novelista, escribió, es alguien que oye voces a través de las voces y con ellas va trazando el mapa de su vida y es alguien que sabe que, cuando ya no pueda hacerlo, le llegará la muerte, no la definitiva, sino la muerte en vida, la hibernación, la parálisis, lo que es infinitamente peor. En estas líneas de sombra mi amigo y maestro pareció ya presentir de algún modo problemas, futuros graves escollos con los que lidiaría en los últimos años: problemas de lenguaje, de comunicación verbal; aunque, al principio, supo construirse un sistema de señales que le permitía relacionarse con cierta precisión con amigos y colaboradores, como el día en que recibió en su casa de Xalapa el premio Alfonso Reyes y dijo a los asistentes que le debía al gran escritor mexicano y a los varios años de tenaz lectura de su obra la pasión por el lenguaje: “Admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria”. Tal vez por esto, a partir de un cierto momento, el narrador de las historias de Pitol pasó a ser también un ensayista de la estirpe de Reyes, su maestro. Porque esa voz en primera persona que nos habla en El arte de la fuga ya estaba, años antes, en Nocturno de Bujara, una de las piezas clave de su obra, narración en la que alguien trataba de recordar lo que había ocurrido en la noche anterior, pero observaba que se le escapaba algo esencial que no lograba evocar mientras que en cambio recordaba detalles insignificantes.
Nocturno de Bujara, escrito en noviembre de 1980, se preguntaba qué quedaba de lo real en toda tentativa de recuento y a la vez parecía preguntar si escribir ficción no será como recordar algo que no ha sucedido y de lo que retenemos tan solo fragmentos. Me acuerdo, me acuerdo de los momentos privilegiados. En aquellos años, Pitol reavivó la figura del lector activo, de la que se empezaba a perder el rastro. Y hoy podemos ver que las huellas de ese lector llegan intactas hasta las mismas puertas de su casa de Xalapa, donde se ignora si el escritor, en los días finales, siguió siendo feliz.

Viewing all 13755 articles
Browse latest View live