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Cartas de amor de músicos / "Rezo cada día para que tu esposo fallezca”.

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“Créeme que estoy enfermo de amor”

"Rezo cada día para que tu esposo fallezca”
Haydn a su amante Luigia Polzelli


De Haydn a Mahler, el musicólogo Kurt Pahlen reunió la relación epistolar de los grandes compositores con sus musas



"Rezo cada día para que tu esposo fallezca”. He aquí un pasaje de la insólita carta de amor que Joseph Haydn (1732-1809) escribe a la cantante Luigia Polzelli. Se había enamorado de ella hasta el extremo de implorar la muerte de su esposo. O hasta el punto de caricaturizarlo como a una “pesada carga”. Un hombre mayor y achacoso, a quien más le convendría un pasaporte a la eternidad que “permanecer como un inútil sobre la tierra”.
Cuesta trabajo relacionar el refinamiento y los modales de Haydn con estos arrebatos homicidas, pero el intercambio epistolar del compositor austriaco y Polzelli forma parte del proceso desmitificador con que el musicólogo y director Kurt Pahlen (1907-2003) hizo acopio e inventario de las relaciones amorosas que conmovieron a los grandes maestros. No porque pretendiera trivializarlos o despojarlos del vuelo de sus obras, sino para exponer las dudas y pasiones que identifican a cualquier humano atribulado, apasionado o desengañado en su convulsión sentimental.
El compendio ha sido reunido en una esmerada iniciativa de la editorial Turner. Y representa un catálogo de emociones que comprende la superficialidad y la hondura, la ligereza y el dolor, pero que también aspira a auscultar el corazón de los artistas sensibles. ¿Cuánto influyó el amor y la forma de vivirlo en sus obras? Ludwig van Beethoven (1770-1827) se recrea en el registro verbal del claro de luna para cortejar a Amalia Sebald, mientras que Wolfgang Amadeus Mozart(1756-1791), autor de Don Giovanni, juguetea con su esposa desprovisto de todo dramatismo.
Mozart llama “ratoncilla” a Konstanze Weber. Le cuenta que lleva consigo su retrato. Y que invoca a Dios para que la proteja. “Si pudiera contarte todo lo que hago con tu querido retrato, sin duda te reirías a menudo”, escribe a su mujer desde una despreocupación que parece prevenirse de las pasiones más dolorosas. Todo lo contrario de cuanto desprende el triángulo entre Robert Schumann (1810-1856), su esposa, Clara, y Johannes Brahms.



“Si pudiera contarte todo lo que hago con tu querido retrato, sin duda reirías”, escribe Mozart a su mujer

Las cartas aquí reunidas no permiten concluir que hubiera un adulterio, pero airean la inestabilidad emocional de Schumann, sus feroces crisis psiquiátricas y la manera en que Clara y el joven Brahms encontraron en la relación epistolar el embrión de su posterior vínculo sentimental.
Kurt Pahlen detalla la locura y la agonía de Schumann. Lo describe atado a una cama, desnutrido, aislado. Y contrapone la desesperación del compositor al énfasis romántico de las primeras cartas. Llama Clarita a Clara y escribe su Carnaval partiendo de cuatro notas que representan el acrónimo de la ciudad natal de su amada, Asch (Bohemia).
Reviste interés el hallazgo porque Schumann le escribe a Clara las cartas y la música desdibujando las fronteras entre aquéllas y ésta. Y demostrando el grado de recíproca porosidad del papel en blanco y el pentagrama desnudo.
Giuseppe Verdi (1813-1901), acaso, nunca hubiera escrito La traviata si no hubiera sido para exorcizar el moralismo con que la sociedad contemporánea le afeaba su relación con una cantante divorciada.



Wagner, a su amada: “Te amo profundamente. Déjalo. Orgullo. Fuera las lágrimas de los ojos: eres mía”

Se llamaba Giuseppina Strepponi y aparece en el libro de Kurt Pahlen firmando una misiva pudorosa, entrañable y bastante irónica: “Te diré en bajito lo mucho que te amo y te admiro (…). Intenta planificar tu vida de tal modo que llegues a ser tan viejo como Matusalén, para la alegría de la persona que te ama y el disgusto de los músicos franceses”.
Se peleaba con ellos también Richard Wagner (1813-1883) después de los inconvenientes que rodearon la versión parisiense de Tannhäuser, aunque es Tristán e Isolda la partitura que amortigua y sublima sus amores intensos, felices, imposibles y frustrantes con Mathilde Wesendock: una mujer casada, como casado estaba él, y un episodio esencial entre los 27 capítulos que desglosan Cartas de amor a los músicos (Turner).
“Eres demasiado amable”, escribe Wagner a su clandestina amada, “y yo me consumo en el temor. También mis lágrimas fluyen. Si no tuviera tantos males casi de cada lado hacia el que miro, me entregaría exclusivamente a este dolor (…). Te amo profundamente. Déjalo. Orgullo. Fuera las lágrimas de los ojos: eres mía. Todo lo demás se solucionará”.



Enrique Granados acaba sus cartas a Amparo Gal, alias ‘Titín’, con un “Tuyo hasta morir”

Tristán e Isolda es la respuesta metafísica al amor imposible sobre la tierra. Wagner tiene que buscarla fuera del tiempo y del espacio. Y escribe el desenlace sublime del ­liebestod, muerte de amor, fuego en el agua, pasaje iniciático con que finaliza la ópera y empieza la revolución de la música contemporánea, dilatándose el límite de la tonalidad: “En el fluctuante torrente, en la resonancia armoniosa, en el infinito hálito del alma universal, en el gran Todo…, perderse, sumergirse… sin conciencia…, ¡supremo deleite!”.
Fue Kurt Pahlen, compilador de esta colección de epístolas, un gran divulgador y autor prolijo. Nació en Viena. Murió en Suiza. Recorrió el mundo como un misionero. Fue director del Teatro Colón de Buenos Aires. Y mantuvo una estrecha amistad con Manuel de Falla, aunque es Enrique Granados (1867-1916) el único compositor español que aparece en este folletón de amores y desamores; se airea su relación sentimental con su mujer, Amparo Gal, alias Titín. “Tuyo hasta morir”, finaliza varias de sus cartas el maestro catalán. E introduce sin pretenderlo una fatal premonición. Murieron juntos a bordo del Sussex. La Armada alemana torpedeó la nave en un episodio dramático de la I Guerra Mundial.

“Si sintieras lo que yo siento dentro de mí, verías lo delicioso que es quererte como te quiero (…). Me tienes robado el corazón, vidita mía (…). Voy a gastar tu retratito de tanto mirarlo…”, escribe Granados reiterando los diminutivos. Él no esperaba que el intimísimo epistolario fuera a trascender. Ni que lo hiciera junto las intimidades de sus colegas como ocurre en este volumen. Aquí también está incluido Gustav ­Mahler (1860-1911), cuya relación pasional, atribulada con Alma se extiende en uno de los pasajes más intensos del libro, sobre todo en cuanto concierne a la relación de dependencia que parecía urgirlo y atormentarlo: “Créeme que estoy enfermo de amor. Desde el sábado a la una ya no vivo. Gracias a Dios acabo de recibir tus cartitas. Ahora ya puedo respirar. Durante media hora fui feliz. Pero ahora ya no aguanto más. Si estás fuera toda una semana, me muero (…). Ay, qué maravilloso es amar. Y sólo ahora sé lo que significa. El dolor ha perdido sus fuerzas, y la muerte, sus espinas”.


Cartas de amor de músicos / "Espero que hayas recibido los doscientos florines"

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Incluso sin el amor: de Mozart a Mahler, 
300 cartas de músicos

"Espero hayas recibido los 200 florines"
Haydyn a su amante Luigia Polzelli

Karina Sainz Borgo31.07.2017 - 12:47

"Créeme, estoy enfermo de amor", escribió Gustav Mahler a Alma Schindler. "Enséñame el lenguaje secreto de tu alma, conversemos en sueños", suplicó Lizt a la condesa Marie d’ Agoult. "Sé bueno y mantén tu amor por mí", dijo Cósima, la hija de Lizt, a Wagner. Dependiendo de quiénes, esas fiebres y arrebatos se mantuvieron por años, tal y como le pasó a Mozart con su mujer Konstanze. En otras, la pasión fue a parar al desagüe del hartazgo hasta quedar, apenas, en una intendencia del tipo "espero hayas recibido los 200 florines", como ocurrió a Haydyn con su amante Luigia Polzelli.


Estas son algunas de las escenas a las que el lector puede asomarse en Cartas de amor de músicos (Turner), un volumen en el que el musicólogo austríaco Kurt Pahlen reunió 300 misivas de 22 compositores a sus mujeres y amantes y que el sello Turner rescata en una nueva edición. El libro tiene por subtítulo el encabezado de aquella carta probablemente nunca enviada de Beethoven a su amada inmortal: "Mi ángel, mi todo, mi yo…". Alguien -la destinataria de aquella frase- de quien, todavía hoy, no existe completa certeza de su identidad.


Cósima, hija de Lizt y la condesa y escritora Marie d'Agoult, con Wagner.


Pahlen vuelca extractos de las cartas. Las contextualiza y comenta con datos de cada compositor. En ocasiones un tanto viperino, Pahlen espolvorea con juicios lapidarios a algunas esposas y amantes. Por ejemplo, la frívola y simplona Konstanze que no acudió al lecho de muerte del Mozart o la mezquina Maria Anna que hizo imposible la vida a Haydyn, acaso porque "bajándolo a su nivel", se aseguraba una forma de no perderlo. Aquello aporta sal a una lectura de por sí jugosa. Existe un interés biográfico en la información que esta correspondencia añade, aunque algo sobrepasa ese hecho: la forma en la que a lo largo de distintas sensibilidades y épocas –desde el Mozart del XVIII al Mahler del XIX o Alban Berg en el XX-, se mantienen determinadas islas del espíritu entre hombres y mujeres.


Justo por ese motivo, por la excepcionalidad de quienes escriben y sienten, hay algo mucho más profundo e interesante en estas páginas

Esta cartas contienen pasión, lirismo, melancolía, drama. También empalago, mezquindad, psicopatía, arrebato, egoísmo… el vulgar repertorio de los sentimientos y humores mortales, volcados en el alma de seres excepcionales. Justamente por ese motivo, por esa excepcionalidad de quienes escriben y sienten, hay algo mucho más profundo e interesante en estas páginas: la forma en la que el sentimiento o en el registro del sentimiento –la confesión al el ser amado como espacio de reflexión- , sirve a muchos de estos personajes para cristalizar sus ideas sobre la belleza y lo sublime. 


Incluso si extirpa el amor, si le saca el corazón a todo esto, el lector se quedará con verdaderas joyas que se ubican mucho más allá de la circunstancia biográfica o amorosa

Incluso si extirpa el amor, si le saca el corazón a todo esto, el lector se quedará con verdaderas joyas que se ubican mucho más allá de la circunstancia de la biografía para adentrarse en una sensibilidad, en una forma de comprender la creación. "Lo hermoso, lo bueno no requiere de la gente. Está presente sin ninguna otra ayuda", escribe en 1812 Beethoven a Amalia Sebald, una cantante de la ópera de Viena con quien mantuvo relación. Sea o no una carta para una mujer ofendida, esa sola línea concibe una manera de entender, de asimilar la belleza como otra categoría del sentimiento. El genio romántico se expresa, más allá de la anécdota. Entonces poco importa la gresca o no con la cantante. La idea por sí misma actúa como expresión de un personaje y un tiempo.


Lo hermoso, lo bueno no requiere de la gente. Está presente sin ninguna otra ayuda”, escribe Beethoven a Amalia Sebald

"Me pregunta si he conocido también amores que no fueran platónicos. Sí y no", responde Tchaikovsky en 1879, a Nadezhda von Meck, una mujer que estableció un potente influjo sobre el huidizo músico. Ella le sacaba entonces casi diez años. Cuando se conocieron, ya Tchaikovsky había vivido un desdichado episodio matrimonial con una joven a la que abandonó para dedicarse a la música.


Nadezhda Filarétovna von Meck, a quien Tchaikovsky dirige sus cartas.



De temperamento esquivo y poco dado al roce, la alusión que hace Tchaikovsky a lo platónico en la carta continúa así: "Si se plantea esta cuestión de modo un tanto diferente y se pregunta si he experimentado la alegría de un amor cumplido, entonces respondo: ¡no, no, no! A propósito creo que mi música también contiene una respuesta a esta pregunta. Pero si me pregunta si conozco el poder, la infinita violencia del amor, entonces respondo: ¡sí, sí, sí!. Y repito que a menudo he intentado amorosamente, a través de la música, expresar la dicha del amor. No sé si lo he conseguido. Serán otros quienes lo juzguen (…)". Esa sola frase: la infinita violencia del amor, apunta en una dirección algo más lejana que la consumación o no de un deseo. 


Pero si me pregunta si conozco el poder, la infinita violencia del amor, entonces respondo: ¡sí, sí, sí!

En esa discusión que parecen tener ambos sobre si la música puede o no reproducir los temblores del sentimiento (ella parece insistir en una expresión más concreta), Tchaikovsky contesta: "Discrepo por completo de su afirmación según la cual la música no puede reproducir las cualidades universales del amor. ¡Al contrario, sólo la música es capaz de ello! Dice usted que para ello se requieren palabras. ¡Oh, no! Precisamente en este terreno las palabras son las que son impotentes, y es allí donde fracasan ; en cambio resuena con toda sus fuerzas un lenguaje más elocuente: la música". Poco importa el desenlace si se quedan esas palabras. Y es justo ahí donde radica el atributo de este libro.

Hay mucho más. Personajes de la fuerza de George Sand (Aurore Dudevant) frente a una melancólico Chopin –"los fuertes son siempre dominados por los débiles…", escribe ella - o acaso relaciones complicadas como el triángulo que establecieron los Schumann y Johannes Brahms: el joven discípulo se enamoró de Clara Wieck, la mujer de Robert Schumann, a quien el propio Brahms consideraba un padre y a cuya mujer quiso con una extraña pulsión maternal.

Cartas de amor de músicos (Turner) es un libro para disfrutar, para detenerse, subrayar y retomar. Vamos, un libro con acompañamiento. Leer a Brahms, al mismo tiempo que escuchar Cuatro canciones seriaso a Tchaikovsky mientras suena la Cuarta sinfonía, levanta una pausa. Concede distancia con esa forma vulgar en la que se dirimen los vertederos del afecto. Puede o no extirpar el amor; eso siempre queda a gusto del lector. Esta lectura va más allá. 

La recuperación que hace la editorial Turner de este libro del autor de El maravilloso mundo de la música (una entre las casi 60 obras de pedagogía, sociología e historia musical que escribió Pahlen) plantea una historia sentimental de determinados compositores, pero –sobre todo- una vía directa, acaso más emocional, para entender su idea de la creación. La belleza haciendo combustión en el encuentro con alguien más, preparándose acaso para retumbar en quien escucha el resultado que aquellas hogueras años, e incluso siglos, después. Esa isla del espíritu a la que azotan los sentimientos. No son las 300 cartas, es el tiempo que nos mantiene -incluso hoy- naufragando en el mismo mar. Ser con otro. Crear, desear. Arder... o despeñarse.



Cristina Peri Rossi / Epitafios

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Cristina Peri Rossi

EPITAFIOS

Un editor me pide
que escriba gratis mi epitafio
Prepara un libro con epitafios
de varios autores vivos

-qué idea más macabra
debe de habérsela copiado
a un editor anglosajón-

Seguramente el editor no sabe
que hace veinte días
me atropelló un auto
y estoy postrada
la pierna derecha en alto
una fractura
un hematoma interno
una quemadura de tercer grado

(el auto no me hubiera dado tiempo
a escribir mi epitafio)

Rechazo la idea

pero al cabo de un tiempo me hace gracia

así que le envío un email
con mi epitafio
“Si no pedí que me trajeran
¿por qué me echan?”




Cristina Peri Rossi / De aquí a la eternidad

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Ilustración de Triunfo Arciniegas

Cristina Peri Rossi
De aquí a la eternidad 

No he amado las almas, es verdad,
sus pequeñas miserias,
sus rencores, sus venganzas,
sus odios, su soberbia;
en cambio he amado generosamente
algunos cuerpos,
mi amor los ha embellecido
más que el maquillaje,
mi amor los ha enaltecido;
siempre es más fácil amar un seno flácido,
un ojo ligeramente estrábico
que el mal carácter,
la mezquindad
o el narcisismo
llamado otrosí, ego.
No he amado las almas, es verdad,
sus pequeñas miserias,
sus rencores, sus venganzas,
sus odios, su soberbia;
en cambio,
he amado hasta el éxtasis,
algunos cuerpos
no necesariamente hermosos.


Cristina Peri Rossi / Tres poemas

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Cristina Peri Rossi
TRES POEMAS

La pasión
Salimos del amor
como de una catástrofe aérea
Habíamos perdido la ropa
los papeles
a mí me faltaba un diente
y a ti la noción del tiempo
¿Era un año largo como un siglo
o un siglo corto como un día?
Por los muebles
por la casa
despojos rotos:
vasos fotos libros deshojados
Éramos los sobrevivientes
de un derrumbe
de un volcán
de las aguas arrebatadas
y nos despedimos con la vaga sensación
de haber sobrevivido
aunque no sabíamos para qué.


"Babel bárbara" 1991

La bacante

Allí, escondida en las habitaciones.
Ah, conozco sus gestos antiguos
la belleza de los muebles
el perfume que flota en su sofá
y su ira
que despedaza algunas porcelanas.
Husmea las flores encarnadas
las estruja nerviosamente
-esa belleza la provoca-
las rasga las lanza lejos
caen los doseles sobre el lecho
se pasea febril por las habitaciones
está desnuda y nada la sacia
abre cajones sin sentido
enciende el fuego en la chimenea
regaña a las criadas
y al fin temible, con el hocico temblando,
se echa desnuda en el sofá,
abre las piernas
se palpa los senos de lengua húmeda
mece las caderas
golpea con las nalgas en el asiento
ruge, en el espasmo.


"Diáspora" 1976


Escoriación

Herida que queda, luego del amor, al costado del cuerpo.
Tajo profundo, lleno de peces y bocas rojas,
donde la sal duele, y arde el yodo,
que corre todo a lo largo del buque,
que deja pasar la espuma,
que tiene un ojo triste en el centro.
En la actividad de navegar,
como en el ejercicio del amor,
ningún marino, ningún capitán,
ningún armador, ningún amante,
han podido evitar esa suerte de heridas,
escoriaciones profundas, que tienen el largo del cuerpo
y la profundidad del mar,
cuya cicatriz no desaparece nunca,
y llevamos como estigmas de pasadas navegaciones,
de otras travesías. Por el número de escoriaciones
del buque, conocemos la cantidad de sus viajes;
por las escoriaciones de nuestra piel,
cuántas veces hemos amado.


"Descripción de un naufragio" 1975




Las mujeres más bellas del mundo / Döbrösi Laura

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LAS MUJEREMÁS BELLADEL MUNDO
Döbrösi Laura

















Noémie Schmidt / Versalles

Döbrösi Laura / Félvilág

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Döbrösi Laura
Félvilág
de Szász Attila


Elza (Kovács Patrícia) y Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág

Elza (Kovács Patrícia) y Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág

 Rózsi (Gryllus Dorka) y Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág

Max Schmidt (Kulka János) és Rózsi (Gryllus Dorka) a Félvilág

Elza (Kovács Patrícia) y Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág

Elza (Kovács Patrícia) y Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág


Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág

Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág

Elza (Kovács Patrícia) y Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág

Elza (Kovács Patrícia) y Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág

Rózsi (Gryllus Dorka), Elza (Kovács Patrícia) y Kató (Döbrösi Laura) en Félvilág




Andrea Aguilar / Larga vida al desorden

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Larga vida al desorden

El orden no es sinónimo de limpieza, con frecuencia no resulta eficiente y puede ser un obstáculo para la creatividad


Imagen del despacho en Princeton de Albert Einstein tomada en 1955, apenas unas horas después de la muerte del físico.
Imagen del despacho en Princeton de Albert Einstein tomada en 1955, apenas unas horas después de la muerte del físico.  LIFE PICTURE COLLECTION / GETTY



"Si un escritorio abarrotado es síntoma de una mente abarrotada, ¿de qué es síntoma, entonces, un escritorio vacío?”. Esta cita ha sido recurrentemente atribuida al premio Nobel de Física Albert Einstein y, aunque resulta embarazoso decir esto, estimado padre de la física cuántica, lo que a menudo se esconde debajo de una mesa atiborrada son kilos de culpa, y lo que emana de un escritorio limpio y despejado es un aire de superioridad moral.Ser ordenado es lo correcto, lo socialmente aceptado. El orden es una omnipresente obsesión contemporánea que ha llenado las tiendas de secciones de organizadores para cocinas, dormitorios, espacios de trabajo; y los teléfonos y ordenadores de aplicaciones que facilitan la tarea de sistematizar el caos que inunda nuestros días. Pero ¿el orden de verdad nos hace mejores?
Un grupo de psicólogos de la Universidad de Minnesota, dirigidos por Kathleen Vohs, realizaron en 2013 varios experimentos y descubrieron que en un ambiente ordenado los participantes en la prueba donaban más dinero a causas humanitarias, y optaban por comer manzanas en lugar de dulces. El orden, efectivamente, favorecía las buenas acciones. Aquellos que se encontraban en un cuarto desordenado, con papeles por el suelo y material de oficina desperdigado, se lanzaban a por las barras de chocolate y se mostraban más roñosos.

El desorden favorece la creatividad. No hace falta ser un científico ni un artista para que el caos te inspire

Y sin embargo, el tan denostado desorden que nos reconcome favorece la creatividad. Un ejemplo obvio serían los caóticos estudios del escultor Calder o el pintor Francis Bacon, dos casos particularmente llamativos. Pero no hace falta ser un eminente científico ni un artista para que el desorden te inspire. Así lo probaron Vohs y sus investigadores en un segundo experimento. Esta vez los participantes debían proponer nuevos usos para pelotas de pimpón. “Quienes estaban en un cuarto desordenado encontraron más soluciones y notablemente más originales”, señala en una entrevista Vohs. “El desorden implica una libertad respecto a un patrón establecido y esto va de la mano con la creatividad”.
Su equipo nunca llegó a investigar en qué punto el barullo es tal que colapsa la dinámica creativa, ni en qué momento el monumental lío impide cualquier avance, pero las patologías asociadas al orden (el trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad, y sus contrarios, el síndrome de Diógenes y síndrome de acumulación compulsiva) escapan a las conductas comunes.
Dijo el poeta Wallace Stevens que “un orden violento es desorden; y un gran desorden es orden”. Si organizar es una pulsión irrefrenable, el caos es una tendencia inevitable. En física, el desorden inherente a un sistema se llama entropía. Es el segundo principio de la termodinámica. Abocados al aparente caos, ¿nuestra atracción por el orden es una mera cuestión estética?
La belleza formal de una mesa atiborrada no es fácilmente defendible. Pero lo que sí ha quedado probado es que ese escenario favorece la consecución de objetivos. Según un estudio de los investigadores holandeses Bob M. Fennis y Jacob H. Wiebenga en 2015, el desorden vuelve acuciante la necesidad de completar una tarea, de concluir y alcanzar así algún tipo de orden. Es muy probable que un escritorio desordenado aumente la presión para terminar el trabajo, aunque uno no sea consciente de ello. A la fuerza ahorcan.

Quienes acumulan pilas de papel permiten que el orden ocurra de manera orgánica y encuentran lo importante antes que quienes los archivan

Están obreros y capataces, jefes y curritos, chapuzas y concienzudos, Bartlebys, como el protagonista del cuento de Melville, que siempre miran para otro lado, y esforzados empleados del mes. Y a la larga lista de distintas clasificaciones de trabajadores se sumó a mediados de los años ochenta, gracias al profesor del MIT Thomas Malone, una diferenciación fundamental entre oficinistas: los apiladores (pilers) frente a los archivadores (filers). Un vistazo rápido a los escritorios de casi cualquier centro de trabajo permite categorizar a los empleados en uno de estos dos grupos.
Los métodos de los archivadores pueden variar, aumentando la visibilidad del material mediante colores en las carpetas, organizándolas atendiendo a criterios temporales. El economista japonés Yukio Noguchi, creador del “método superorganizado”, propuso usar sobres, anotar en la lengüeta su contenido y colocar los últimos que han sido usados siempre verticalmente en el lado izquierdo). La idea central es que todo quede ordenado y, sobre todo, que el usuario ordene.
Los apiladores, por el contrario, acumulan pilas en sus mesas y dejan que el orden ocurra de manera orgánica. Los papeles más relevantes y necesarios inevitablemente acabarán en la parte más alta del montón. Así quedó probado en la investigación de Steve Whittaker y Julia Hirshberg de 2001, que trató de determinar qué sistema funcionaba mejor. Los apiladores, más rápidos en las mudanzas y a la hora de localizar los documentos importantes (estaban casi siempre en lo más alto de la montaña de papeles), se impusieron a los archivadores, sepultados estos bajo el peso de excesivos e inútiles archivos. El desorden, como la belleza, está muchas veces en el ojo de quien lo contempla. Quienes defienden que su caos tiene estructura, no mienten.
“Un escritorio desordenado no es en absoluto tan caótico como parece a primera vista. Hay una tendencia natural hacia un sistema de organización”, escribe el periodista del Financial Times Tim Harford en El poder del desorden (Conecta). “Los despachos desordenados están llenos de pistas sobre los recientes patrones de trabajo, y estas pistas nos pueden ayudar a trabajar con eficiencia. Por supuesto, es intolerable trabajar en medio del desorden de otro, ya que estas pistas sutiles nos resultan irrelevantes. Son señales de tráfico del viaje de otra persona”.

Archivarlo todo no es una buena solución, porque la categorización puede ser demasiado intrincada, o simplemente porque impide la limpieza

A principios de la década de los noventa el brillante publicitario Jay Chiat decidió atacar la raíz del problema. Ni apiladores, ni archivadores: las nuevas oficinas de su legendaria agencia Chiat/Day no tendrían muros de partición, ni cubículos, ni escritorios, tampoco ordenadores de mesa, ni teléfonos fijos. Cualquier objeto personal tendría que ser guardado en un casillero. A los empleados se les entregaría un teléfono y un portátil al llegar, y todo esto favorecería la creación de un “espacio de trabajo en equipo”. El plan fracasó: la gente llegaba a la oficina y como no sabía dónde ponerse se marchaba; en caso de quedarse, no encontraba un lugar donde sentarse; los casilleros resultaron ser demasiado pequeños, y más de uno acabó por almacenar los papeles en el maletero de su coche. El número de portátiles y teléfonos no era suficiente, así que muchos madrugaban para hacerse con ellos y luego regresaban a sus casas para dormir un par de horas más; en otras ocasiones, secuestraban las herramientas un par de días. Los empleados se dispersaban. Los jefes no lograban dar con ellos. En 1998 el experimento quedó clausurado, pero los ecos de aquel plan de “oficina virtual” aún se oyen por todo el mundo.
De vuelta al escritorio, lo cierto es que el éxito de los apiladores ha traspasado el papel y trascendido al ámbito informático. El diseño de las memorias de los ordenadores sigue su misma pauta, a través de los cachés que priorizan determinados datos frente a otros. La fórmula más efectiva resulta ser el viejo algoritmo LRU (Least Recently Used, lo menos usado recientemente). Cuando un caché está lleno se vacía mandando a otro más remoto la información que no ha sido usada recientemente: es decir, cae paulatinamente a la base de la pila.
También está probado que guardar los correos electrónicos recibidos en infinidad de carpetas lleva mucho más tiempo que el uso de un motor de búsqueda. Archivarlo todo no acaba de ser una buena solución, en parte porque la categorización puede ser demasiado intrincada, o simplemente porque impide la limpieza.
Atención: el orden no es siempre sinónimo de limpieza, a veces es una primorosa clasificación de basura. Y aquí es donde hay que dar una bienvenida triunfal a la japonesa Marie Kondo, máxima gurú de la organización, autora del superventas mundial La magia del orden, y a su ejército internacional de konversas. Según declaraba la menuda reina del orden, su sueño es “organizar el mundo”. Y esto pasa por desprenderse de todo aquello que no nos transmite alegría o gozo. Han leído bien, además de evangelizar sobre la óptima manera de doblar y almacenar, Kondo propone emprender una limpieza profunda sosteniendo cada objeto o prenda y reflexionando sobre qué nos transmite. Si no es alegría habrá que despedirse con honores de ello.


El psicólogo suizo Jean Piaget en su despacho en 1979.
El psicólogo suizo Jean Piaget en su despacho en 1979. 


Así que lo contrario de la alegría no es la tristeza, sino el caos acumulativo que nos lastra. La periodista de The New York Times Taffy Brodesser-Akner explicaba en un artículo reciente que una devota konversa, cuando terminó de dar un repaso a la japonesa a su casa y sintiendo que aún no estaba alegre del todo, sostuvo en sus brazos a su novio, y como no pasó el kondotest de la alegría, se deshizo de él.
A pesar de su éxito, Kondo forma parte de una robusta tradición. En Japón existen al menos 30 asociaciones profesionales de organizadores. En EE UU solo hay una, pero con más de 3.500 asociados. Y aunque sea con retraso, el orden profesionalizado cunde también en nuestras latitudes: la Asociación de Organizadores Profesionales de España (AOPE), fundada este año, cuenta con 50 miembros.
Hay algo vergonzante en un maletero atestado de periódicos viejos, pares de zapatos en desuso, botellas de plástico pendientes de ser recicladas, balones desinflados o paraguas. Si la ecléctica mezcla avanza hacia el interior del automóvil, las incómodas miradas de los pasajeros empeoran considerablemente las cosas. Lo mismo ocurre al abrir una cartera atestada de facturas y papeles para tratar de encontrar la tarjeta de crédito: por esa cremallera-grieta asoma un caos que se topa con el estupor del prójimo y miradas condescendientes. Aunque cierto caos favorece felices coincidencias azarosas —ahí están la dejadez de Alexander Fleming, el moho y el descubrimiento de la penicilina—, el desorden resulta embarazoso.
Está mal visto, juzgado con frecuencia como una tara, genera mess stress (estrés del lío)… Sin embargo, ¿es el orden realmente eficiente? ¿La superioridad de los ordenados proviene de una eficacia probada? El catedrático de la Escuela de Negocios de la Universidad de Columbia Eric Abrahamson, y el periodista David H. Freedman analizaron la cuestión en Elogio del desorden (Ediciones Gestión). Aplicaron parámetros económicos, y demostraron que el orden, con escandalosa frecuencia, no trae cuenta. “La organización y el orden tienen un coste”, apuntan. “Es una regla económica; puede que el tiempo o los recursos que uno invierta en ordenar no compensen. Organizar no siempre es rentable. O por ponerlo de otra manera, a menudo la tolerancia con un cierto nivel de lío y desorden supone un ahorro notable. Aunque el desorden beneficioso no es siempre la regla, tampoco es una rara excepción”. Defienden que, en contra del sentido común, organizaciones, personas e instituciones “moderadamente desorganizadas” resultan ser “más eficientes, resistentes y creativas”.
En la encuesta que realizaron mientras escribían el libro, Abrahamson y Freedman descubrieron que dos tercios de los 260 entrevistados se sentían culpables o avergonzados por su desorden, y un 59% reconocía pensar peor, o directamente lo peor, de alguien desordenado. “El orden para la mayoría de nosotros es un fin en sí mismo. Cuando la gente está ansiosa por la desorganización de su casa u oficina, con frecuencia no es porque les cause problemas, sino porque asumen que deberían ser más organizados”.
El psicólogo suizo Jean Piaget supo categorizar los periodos de desarrollo cognitivo en los seres humanos, pero fue claramente incapaz de ordenar su despacho en el que parece que estaba acorralado por montañas de libros y papeles. Preguntado al respecto aclaró: “Bergson señaló que no existe tal cosa como el desorden, sino dos tipos de orden, geométrico y vital. El mío es claramente vital”. Desordenados del mundo, pongan orden ante tanta crítica y no se dejen intimidar.


ORDEN PÚBLICO


A. A.
La “teoría de las ventanas rotas”, desarrollada por el psicólogo de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo y popularizada en los ochenta por los sociólogos James Q. Wilson and George L. Kelling, fue aplicada en Nueva York y otras ciudades estadounidenses para combatir el crimen. El nudo central de esta teoría es que un vecindario con ventanas rotas resulta más propicio para cometer delitos: la degradación del ambiente transmite la idea de que se pueden transgredir las normas y alienta el vandalismo, el “desorden” público. Más allá del aumento de policías en las calles, si se arreglan las ventanas rápidamente (o las casas quemadas) el mensaje es que allí rige la ley y el orden. Aunque la tesis de las ventanas ha sido rebatida desde distintos frentes —que apuntan a la recuperación económica de Nueva York en los noventa como la verdadera causa del descenso de la criminalidad, y señalan la relación entre causalidad y correlación como un importante fallo en el razonamiento teórico—, sigue siendo un hito en el ámbito de las políticas de orden público.
EL PAÍS




Amantes / ¿Para qué sirve un príncipe de Gales?

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Príncipe Carlos y Lady Di


Amantes

Aparte de para tenerlas, ¿para qué sirve un príncipe de Gales y además tanto tiempo?


IÑIGO DOMÍNGUEZ
9 AGO 2017 - 17:03 COT

Unas viejas grabaciones de Lady Di han causado escándalo por una frase que le habría dicho su marido: "Me niego a ser el único príncipe de Gales que no tiene una amante”. Podemos indignarnos, pero tiene toda la razón. Va con el cargo y si a los príncipes les quitas esos extras se quedan en nada: aparte de para tener amantes, ¿para qué demonios sirve un príncipe de Gales y además tantísimo tiempo? Para ponerte faldas escocesas, premiar los cerdos más bellos del condado y poco más. No es un gran plan de vida, admitámoslo. Quizá los primeros veinte años, luego ya te debes de empezar a aburrir. No me interpreten mal, yo estoy a favor, sería triste perder estas instituciones y que un castillo de Cornualles acabe de ludoteca municipal. Es la maldición de los Windsor: aunque les pese deben continuar existiendo, también para que podamos seguir hablando mal de ellos. Es una de esas familias elegidas por la historia para llevar esta pesada carga. Estoy seguro de que las casas reales están llenas de republicanos, son los más conscientes de lo latoso e irrelevante de sus cargos, pero cualquiera lo dice. Deberíamos ser los demás quienes los salváramos, pero les tenemos demasiado respeto. Una maldición, ya digo. Ser rico puede ser muy duro, uno busca razones para levantarse por la mañana y no las encuentra. Entonces se le ocurren las más peregrinas. Como a Neymar, te mueve el corazón y no el dinero, o Dios mismo.
Principe Carlos y Camilla Parker

Si encima estos príncipes no tuvieran amantes podríamos llegar a pensar que son tontos o sosos, algo letal para la lealtad de los súbditos, que suelen preferirlos golfos y simpáticos. Es vital que estén a la altura de las expectativas, que hagan lo que cualquiera haría en su lugar. Solo les comprenderíamos, y desde luego yo estoy dispuesto a hacerlo, si nos introdujeran en su círculo. Una vez dentro todo se antojaría asombrosamente natural y, es más, temo que me volvería peor que ellos, con esa vida, pensando si te echas una amante o cambias de coche. No vamos a juzgar aquí algunas amantes de los príncipes, pero al menos entre los deportivos hay modelos excelentes y el coste de mantenimiento, si bien carísimo, es menor. Luego está Hollande, que iba en ciclomotor, siempre hay clases. Pero si todos viviéramos así a ver quién sacaba adelante el país, cada uno a lo suyo. Sin el privilegio real de tener amantes, el resto llevamos esa vida fatal que describió Oscar Wilde: cuando eres joven quieres ser fiel y no puedes; cuando eres viejo quieres ser infiel, y tampoco puedes.

Jane Austen / Dinero y matrimonio

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Jane Austen: dinero y matrimonio

Más allá de los romances que recorren sus novelas, los libros de la escritora trazan una historia económica de Inglaterra





Ilustración de Hugh Thomson de una escena de la novela 'Sentido y sensibilidad'.
Ilustración de Hugh Thomson de una escena de la novela 'Sentido y sensibilidad'. GETTY

Las novelas de Jane Austen hablan de amor y dinero. Esa es una de las razones de que esté en la lista de los autores decimonónicos más leídos. Desde su muerte a los 41 años —acaban de cumplirse dos siglos de su fallecimiento—, el culto a la escritora no ha dejado de crecer. “Su lugar y significado en la cultura también han cambiado a medida que la sociedad ha cambiado”, explicó en un artículo reciente The Economist. Henry James la situaba al nivel de Shakespeare, Cervantes y Henry Fielding (precisamente, Fielding y Samuel Richardson eran dos de los novelistas que más admiraba).



Entran en juego los cálculos, las rentas, la situación de todos los demás personajes, incluyendo las cazadoras (y cazadores) de fortunas

Pero las obras de Austen no solo sirven para explicar una época, unas costumbres, más o menos satirizadas gracias a la fina ironía de la voz narradora; no son solo indagaciones en el alma humana con personajes que intercambian diálogos llenos de humor y dobles intenciones, ni retratos de los sentimientos. Han suscitado discusiones sobre el pensamiento político, filosófico y económico que encierran.
Según The Economist, sus novelas contienen una parte de la historia económica de Inglaterra: “La riqueza de los terratenientes, que dominó el siglo XVIII, estaba siendo suplantada por la riqueza monetaria, que llegó a dominar el siglo XIX. Entre 1796, cuando Austen comenzó Orgullo y prejuicio, y 1817, cuando murió mientras escribía Sanditon, la tierra y el dinero se encontraban en una áspera e incómoda igualdad. En este equilibrio cambiante estaban los fundamentos tanto de la prosperidad comercial del mundo anglosajón como de gran parte del drama y el humor de los libros de Austen”.
Los economistas han prestado atención a las novelas de Austen. “El pensamiento económico de Austen se puede entender al analizar tres temas principales en sus novelas: la pobreza, la acumulación de capital humano y el mercado matrimonial”, asegura Darwyyn Deyo en International Journal of Pluralism and Economics Education. También Cecil E. Bohanon y Michelle Albert Vachris se acercan a las novelas de Austen desde una perspectiva económica en Pride and Profit: The Intersection of Jane Austen and Adam ­Smith (Lexington Books, 2015). Y en Jane Austen, Game Theorist (Princeton University Press, 2013), Michael Chwe hace una lectura de sus novelas como una puesta en práctica del pensamiento estratégico y la teoría de juegos —herramienta clave de la teoría económica para comprender cómo las personas toman decisiones— antes de que se llamara así.
Como ha escrito la experta de la Universidad de Berkeley Shannon Chamberlain, “no es un secreto que las novelas de Austen están fascinadas por la microeconomía de tres o cuatro familias de una aldea campesina de la que hizo el tema de su vida”. En sus obras la economía familiar se fía a la consecución de un buen matrimonio —lo que signifique bueno dependerá de las aspiraciones familiares—.
Sus libros son en parte un estudio del mercado matrimonial: “Es una verdad universalmente aceptada que un soltero con posibles ha de buscar esposa”, escribe en la primera línea de Orgullo y prejuicioSentido y sensibilidad, la primera en publicarse y que puede leerse bajo el influjo de Teoría de los sentimientos morales, de Adam ­Smith, habla sobre todo de dinero. Presenta la situación de desamparo en la que quedan las Dashwood una vez que muere el padre y la casa en la que viven pasa a su hermanastro. Austen y su hermana y confidente Cassandra se quedaron en una situación parecida tras la muerte de su padre debido a las leyes sobre la herencia —muchas de las tramas y subtramas de las novelas de Austen están guiadas por el asunto de las herencias—. Pero eso será solo una de las circunstancias que condicionarán el destino de las señoritas Dashwood, porque luego entran en juego los cálculos, las rentas, la situación de todos los demás personajes, incluyendo las cazadoras (y cazadores) de fortunas. “Pero ciertamente no hay tantos hombres de gran fortuna en el mundo como hay mujeres bonitas que los merecen”, escribe el narrador de Mansfield Park.
En Orgullo y prejuicio la señora Bennet busca asegurarse un buen futuro a través de las hijas, casándolas bien, es decir, buscando el ascenso social a través del matrimonio. En ese momento era la única manera. Y lo mismo le sucede a la protagonista de Mansfield Park. Pero algunas de sus heroínas se rebelan, a su manera, contra eso: se niegan a ser mercancía, a contradecir sus sentimientos (o imponerlos) solo para asegurarse una posición cómoda.
La ingeniosa y encantadoramente impertinente Elizabeth Bennet en Orgullo y prejuicio se burla de la hipocresía del matrimonio ante las preguntas de su tía a propósito del posible compromiso de Wickham: “Querida tía, en cuestiones matrimoniales, ¿cuál es la diferencia entre el interés y la prudencia? ¿Dónde termina la discreción y empieza la avaricia? En Navidad temía usted que se casara conmigo, porque hacerlo sería una imprudencia; y ahora, cuando trata de conseguir a una chica con un modesto capital de 10.000 libras, concluye usted que solo le mueve el interés”.
La opinión sobre el matrimonio de la segunda de las Bennet ya había sido expuesta: “Siempre le había parecido que la opinión de Charlotte sobre el matrimonio no era exactamente igual a la suya, pero nunca hubiera creído posible que, en el momento de elegir, sacrificara todo noble sentimiento a las ventajas materiales”. Los cálculos de Charlotte, sin embargo, son otros: “Aunque no tenía demasiada buena opinión ni de los hombres ni del matrimonio, casarse había sido siempre su meta, ya que se trataba de la única manera honorable de que una joven bien educada, pero con pocos medios de fortuna, se asegurara el porvenir y, aunque incierto como fuente de felicidad, el vínculo matrimonial representaba la manera menos desagradable de cubrir sus necesidades. Lograrlo a los 27 años y sin ser guapa hacía que Charlotte se considerase una mujer afortunada”.
Todas las novelas de Austen acaban bien, las chicas se casan, enamoradas, con hombres buenos y bien situados (incluso para Anne Elliot, la protagonista de Persuasión). Pero las cosas no fueron así para la escritora, que llevó a la práctica lo que sus heroínas solo predicaban y, aunque estuvo comprometida en dos ocasiones, nunca se casó. Pero ella no tenía que fiarlo todo a un buen matrimonio: tenía sus novelas.
Aloma Rodríguez es autora de Los idiotas prefieren la montaña (Xordica).


Charles Simic / Motel Paraíso

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Charles Simic
MOTEL PARAÍSO



Habían muerto millones, inocentes todos.
Yo me quedé en mi cuarto. El presidente
hablaba de la guerra como de una poción de amor.
Los ojos se me abrían del asombro.
Mi cara en el espejo me parecía
una estampilla con dos sellos.

Vivía bien, pero la vida era horrible.
Había tantos soldados ese día,
tantos refugiados que llenaban las calles.
Naturalmente, al tocarlos con la mano
desaparecían todos.
La historia se lamía las comisuras de su boca ensangrentada.

En el canal de pago, un hombre y una mujer
intercambiaban besos voraces y se arrancaban
la ropa entre ellos mientras yo los miraba
sin volumen y con la habitación a oscuras
excepto por la pantalla donde el color
tenía demasiado rojo, demasiado rosa.



Jean Rhys / El ancho mar de los sargazos

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Jean Rhys
BIOGRAFÍA
EL ANCHO MAR DE LOS SARGAZOS

A principios de los años cuarenta del pasado siglo, Jean Rhys leyó por primera vez Jane Eyre, la famosa obra de Charlotte Brontë, y decidió rendir su peculiar tributo a la gran autora inglesa imaginando ella también la historia de una mujer tentada por la locura. Fue así cómo nacieron las primeras páginas de Ancho mar de los Sargazos, la novela que por fin, ya en el año 1966, concedió a Rhys el aplauso unánime de la crítica y el público.Hija de un tiempo lejano, obligada a vivir entre las cuatro paredes de unas mansiones siniestras y rodeada por la vegetación lujuriosa de Jamaica, Antoinette Cosway es una mujer que busca crear un mundo propio, a medias entre los modales distinguidos de su familia británica y las vidas misteriosas de los isleños, que llenan la casa de canciones extrañas y conjuros maléficos. Un joven inglés, atraído por la perversa ingenuidad de Antoinette, arriesga su fortuna y su buen nombre casándose con ella, pero después del matrimonio empiezan a circular inquietantes rumores sobre el comportamiento de la esposa. Los fantasmas acechan, y la escritura de Jean Rhys les da cuerpo y voz para poder contar esas emociones que asoman de repente bajo los faldones de la decencia.

Con El ancho mar de los Sargazos y Una sonrisa, por favor, Lumen inaugura el rescate de una de las grandes voces del siglo XX, una autora que supo dar forma al desconcierto y la sinrazón de las mujeres sin rozar nunca la cursilería.

CASA DEL LIBRO


Jean Rhys
El ancho mar de los sargazos
Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Lumen, Barcelona, 2009, 190 páginas



Los escritores misteriosos

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Felisberto Hernández


Los escritores misteriosos

El libro de Néstor Sánchez, 'Nosotros dos-Siberia blues' recuerda a los autores misteriosos

¿Puede un escritor marginal competir con los grandes autores por un lugar en la memoria?


J. ERNESTO AYALA-DIP
21 FEB 2012 - 11:14 COT

Hay grandes maestros en la novela y en el campo de la poesía de todos los tiempos. Maestros reconocidos con obras perdurables. Homero con Virgilio, Cervantes con Shakespeare compiten por milímetros de diferencia en la cantidad de gloria alcanzada durante siglos. Entre Balzac y Dickens ocurre otro tanto. ¿Pero podría un escritor como el francés Marcel Schwob, por citar un ejemplo incontestable de literatura marginal competir con todos ellos por un lugar de honor en la memoria literaria del mundo? Un lugar tiene pero tan pequeño, que no sólo puede osar arrebatarle a ninguno de aquellos maestros una fracción de segundos de atención sino que es hasta posible que no falten quienes lo consideren un producto de la genial inventiva de Borges. Precisamente estos días sale a la venta El libro de Monell, libro del que Borges tantas maravillas nos habló. Porque Schwob no sólo no es un invento suyo sino que sin él (y otros pocos, más la Enciclopedia Británica, según exponía en un ensayo Alan Pauls), hoy no concebiríamos la obra del maestro argentino como la concebimos. Marcel Schwob es un hoy un famoso desconocido: un escritor secreto, como esa hueste de ilustres desconocidos que tanto venera y difunde Enrique Vila-Matas como parte constitutiva de su programa estético.

En todas las lenguas del planeta hay escritores de relevante personalidad literaria que sobreviven en los márgenes de sus respectivas literaturas. Más o menos torturados o atormentados por indescifrables aflicciones, son la metáfora contraria de la empalagosa cuando no casi ofensiva presencialidad, esa enfermedad tan sofocante de nuestra contemporaneidad. Almas errantes de la ficción que transitan con más pena que gloria, aunque ésta no les falte entre los entendidos, tan contados e invisibles como sus ignotos admirados. La mayoría de ellos colaboraron con la naturaleza de su personalidad o la de su obra (o las dos a la vez), a mantenerse al margen del mundanal ruido de la celebridad literaria. Transitaron, como si lo hicieran en un confortable abismo, huidizos, fugaces y desconfiados. (Algunos, rechazados, o misteriosos a la fuerza, como lo fue durante unos años nada más ni nada menos que Juan Rulfo, o el cubano Virgilio Piñera). En las letras de habla española, de un lado y otro del Atlántico, también abunda esta especie rara, no sé si en peligro de extinción. El fenómeno literario conocido en España, durante la década de los sesenta y parte de los setenta, como el boom, dejó en el olvido a grandes novelistas. ¿Quién se acuerda hoy de Eloy, esa joyita literaria del chileno Carlos Droguett? ¿Cuántos lectores puntuales de la última novela del premio Nobel Mario Vargas Llosa o García Márquez podrían citar dos libros del uruguayo Felisberto Hernández, o uno, uno solo, del argentino Macedonio Fernández? El también argentino Fogwill tuvo un poco más de suerte casi al final de su vida (fallecido el año pasado): la edición de sus libros en nuestro país lo situó con absoluto derecho al lado de sus consagrados compatriotas Ricardo Piglia y César Aira. Pero sólo porque alguien lo rescató del casi anonimato maldito en que sobrevivía, eso sí, orgulloso y seguro de su valía.

En España, exactamente en 1974, se publicó una novela que pasó prácticamente inadvertida. Se trata de Escuela de mandarines, del escritor murciano Miguel Espinosa (1926-1982). Redescubierta (o sencillamente descubierta con unos cuantos años de retraso) en los años ochenta, se supo de una obra anclada en unos presupuestos narrativos muy pocos afines con los estándares al uso de esos años. Era sencillamente una novela como nacida de la nada, sin tradición reconocida, iconoclasta y pletórica de una riqueza y una libertad literarias hasta ese momento desconocidas en nuestro arte de la ficción. En la década de los noventa, con carácter póstumo, se publica otra novela suya, La fea burguesía, título (y fondo) de inequívoco perfume buñuelesco. Quien sigue sus pasos en similar secretismo es el escritor gallego Julián Ríos (1945), aunque nunca dejó de publicar. Se conocía una novela titulada Larva.

Se conocía más este título que su autor. Siguiendo la estela intraducible de Finnegans Wake de James Joyce, Julián Ríos escribió el libro probablemente más carnavalesco de la literatura española, carnavalesco, aunque no sabría decir si exactamente como nos enseñó que lo fue Gargantúa y Pantagruel, el gran estudioso ruso Bajtin. Ríos sigue publicando, pero es difícil tener alguna referencia suya fuera de su labor literaria: como si siguiera siendo ese desconocido autor de la famosa Larva. Más preguntas, esta vez respecto a dos poetas: ¿alguien conocía la obra de Juan Larrea (Bilbao, 1895-Córdoba, Argentina, 1980) probablemente uno de los más importantes entre los poetas y ensayistas vanguardistas españoles? Y cuando al principio de los años setenta, comenzó a hablarse de un escritor recogido en su anonimato valenciano llamado Juan Gil Albert (1904-1994): ¿quién sabía de su existencia? Tuvo que ser la edición de 1974 de Crónica general, su autobiografía en prosa, la que nos pusiera sobre la pista de un autor esencial, que dicho sea de paso, nunca dejó de escribir y publicar desde que regresara de su exilio en 1947.

Si hay en la otra orilla un escritor maldito por excelencia este es el argentino Osvaldo Lamborghini (Necochea, 1940-Barcelona, 1985). Autor de referencia en ese corte entre la tradición que representa Jorge Luis Borges y las nuevas corrientes que ven en su estética la llamada a un nuevo paradigma de representación novelística. De alguna manera, Lamborghini (como también, aunque en otra tesitura formal, podríamos incluir al también argentino Néstor Sánchez, de quien RBA acaba de editar Nosotros dos-Siberia blues), satisface el afán supremo de los más insurgentes enemigos del mercado literario: escribir en orgullosa soledad, como exigía Roberto Arlt. O como anhela Damián Tabarovsky en su poética de radical extraterritorialidad: para ningún público. La verdadera maldición, la bendita maldición de la auténtica literatura sería escribir el Libro sin autor. La Novela sin pasado ni futuro, donde el autor es un accidente del azar, un pobre tipo escrito por un libro. Por El Libro.



García Márquez / Las glorias del olvido

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W. Somerset Maugham, 1946
Bernard Perlin

Las glorias del olvido


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
5 OCT 1983



Una de las injusticias de la literatura es que no existe una clasificación escalonada de los escritores de acuerdo con su calidad. En música se sabe que hay un paraíso más alto, donde están sentados para siempre Juan Sebastián Bach, Mozart, Beethoven, Bartok -y tal vez los Beatles-, pero hay todo un olimpo de compositores de segunda, y aun de tercera categoría, que escuchamos y admiramos a pesar de la certidumbre de que no son eternos. Ocurre lo mismo con los pintores. No hay más que pasearse por los museos del- mundo para darse cuenta de que junto a Goya y Velázquez, junto a Leonardo y Botticelli, junto a Rembrandt y Picasso, hay muchos colgados en la antesala de la eternidad que sin duda merecen estar donde están, pero en niveles distintos. En literatura no: o se es un escritor de primera línea o uno no encuentra donde ponerlo, y no sólo en los innumerables compartimentos del corazón, sino ni siquiera en los estantes de la biblioteca. En ese. sentido, el criterio más justo es el del mundo del boxeo: hay pesos pesados, pesos welter, pesos medios, pelos mosca, y cada, cual, disfruta de una gloria universal dentro de sus límites respectivos. En literatura, en cambio, sólo los pesos pesados van al cielo.Hablábamos de esta injusticia la otra noche con el escritor Pedro Gómez Valderrama, a propósito de un escritor que ambos admiramos sin ningún pudor, a pesar de ser conscientes de que no es uno de los más grandes: Somerset Maugham. El problema es dónde ponerlo. Sus novelas, que le hicieron famoso, sobre todo por sus adaptaciones al cine, no merecen ni un recuerdo piadoso. En cambio, hay un mundo de tesoros ocultos en sus casi 300 cuentos, muchos de los cuales no son más que obras maestras. Curioso: igual cosa ocurre con Hemingway, y sin embargo no nos cabe ninguna duda de que es y tal vez seguirá siendo para siempre una estrella de la primera división. Maugham, al contrario, es un autor que se olvida, aunque se sabe de la existencia de grandes lectores, críticos respetables y escritores consagrados que quisieran subirlo a un piso más alto, pero no se atreven. Así como. hay muchos que lo siguen leyendo en secreto, y hasta algunos escritores que siguen nutriendo con la lectura la propia obra, y sin embargo lo niegan en público más de tres veces y mucho después de que ha cantado el gallo.
Pensando en el destino injusto de Maugham, no es posible eludir el recuerdo de otros tantos escritores que por un momento nos parecieron grandes porque nos deleitaron como si en efecto lo fueran, y que han sido arrasados por el tiempo. Uno de ellos es Aldous HuxIey, a quien sin duda la generación de hoy, en ningún país, no ha oído ni siquiera mencionar. Se sorprenderían al saber que por lo menos durante una década su novela Contrapunto estaba considerada como una pieza capital de las letras de este siglo, y que nadie que quiera ser o parecer culto tenía el coraje de admitir que no lo había leído. Su predestinación al olvido, sin embargo, tuvo una prueba que parece sobrenatural: Aldous Huxley murió en California el mismo día en que fue asesinado el presidente John F. Kennedy, de modo que la noticia -sin espacio ni tiempo para homenajes póstumos- se quedó traspapelada en el cementerio de las causas perdidas.
Un contendor muy apreciado de Aldous Huxley en el mercado de las vanidades del mundo fue el mamífero más raro de su época: Lin Yutang, un chino norteamericanizado que además de vender como salchichas sus libros numerosos en casi todos los idiomas, hizo un diccionario, chino-inglés e inventó una máquina de escribir en chino. Su libro La importancia de vivir llegó a considerarse en Occidente como un compendio de la felicidad oriental, y sus ejemplares se volvían polvo en las manos de tanto ser leídos con una especie de avidez atónita. Eran los años de la posguerra, en los cuáles irrumpió otro nombre que puso a temblar a los consagrados: Curzio Malaparte, un italiano con una concepción descomunal del arte de escribir, que impuso en el mundo, con el título de uno de sus libros, una palabra de significado devastador: kapput. Con todo, ese libro que lo consagró en la primera fila no fue el que se leyó con más pasión, sino otro posterior, La piel, sin duda uno de los más vendidos de aquellos tiempos.Cuando lo estaba leyendo por primera vez, en una sórdida pensión de estudiantes de Bogotá, tuve en mitad de camino la ráfaga de pavor de no querer morirme antes de saber cómo terminaba. Entre los muchos episodios que hoy parecerían truculentos, sin duda el más impresionante era el de un manatí del acuario de Nápoles que le fue servido en una cena de gala al comandante de las tropas norteamericanas en Italia y que éste había rechazado porque era igual a una niña hervida que llevaba a la mesa en una fuente adornada con algas y coliflores. Hace unos años, buscando otra cosa me encontré de pronto con este recuerdo lancinante de la juventud, y me quedé perplejo preguntándome qué clase de lectores incautos éramos en aquellos tiempos.
Se leía entonces otros libros capaces de estremecernos por motivos que hoy nos resultan misterios, y que no nos atrevemos a releer por el temor a romper el encanto. Recuerdo El hombrecillo de los gansos, del alemán Jacobo Wassermann - biógrafo incidental de Cristóbal Colón-recuerdo Primavera mortal -del húngaro Lajos Zilahy- y recuerdo por supuesto el libro que conmovió al mundo con una fuerza cuya naturaleza no fue nunca descifrada: Ediario de San Michele, del médico sueco Mel Munthe. Este último, cuyas virtudes de escritor eran más que evidentes, tuvo la debilidad muy propia del cine de nuestro tiempo de querer exprimir el limón hasta más allá de la cáscara y escribió una segunda parte de su libro capital. En todo caso, ninguno de estos autores se asomó siquiera a la gloria desmesurada de otro de los grandes olvidados de la literatura: Vicente Blasco Ibáñez, que sin duda fue el escritor español más conocido y aclamado del presente siglo en el mundo entero. La recepción popular que se le tributó en New York en 1920 hace todavía menos comprensible la magnitud de su olvido.
Queda todavía por establecer si estos autores borrados de la memoria merecían de veras su suerte. Pero hay otros de los cuales se puede y se debe decir sin vacilación que no la merecían. Es el caso de Anatole France, premio Nobel de 1921, que ejerció una fascinación, justa no sólo en Francia sino en todo el ámbito latino, y del cual son muy pocos los que hoy pueden hablar sin conocimiento de causa. Su caso es más triste aún que el de Alejandro Dumas, porque a éste lo leen todavía algunos franceses desperdigados, aunque un poco a escondidas, como los estudiantes que fuman en el baño. Es el caso del ruso Leónidas Andreiev, que irrumpió en el ámbito de la moda con su novela Sashka Zhegulov y luego desapareció para siempre.
Fue una fugacidad injusta, pues su novela más famosa no parecía animada por un aliento perdurable, muchos de sus cuentos -sencillos y hermosos- merecen leerte todavía más que las obras de algunos de sus contemporáneos. Es el caso también de Thomas Mann, de quien se encuentran todavía ediciones imprevistas y evocaciones ocasionales, pero que en todo caso parece ya cubierto a medias por las cenizas del olvido. Son comprobaciones tristes pero saludables, sobre todo cuando surge de conversaciones casuales entre escritores. Es como si de pronto recordáramos -con la voz del pequeño argentino que todos llevamos dentro- que tal vez ya vaya siendo hora de poner nuestras barbas en remojo. Aunque sólo sea por si acaso.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 5 de octubre de 1983
EL PAÍS


Reina Roffé / “De Rulfo tomé las tijeras de podar”

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La escritora Reina Roffé.
La escritora Reina Roffé. LEO LA VALLE (EFE)

Reina Roffé

“De Rulfo tomé las tijeras de podar”

La escritora argentina responde el carrusel de preguntas de este diario

JORGE MORLA
Madrid 8 JUN 2017 - 14:32 COT
Un nombre propio destaca en la bibliografía de Reina Roffé (Buenos Aires, 1951): Juan Rulfo. Al esquivo e inabarcable autor mexicano la novelista y ensayista dedicó libros como Juan Rulfo: Autobiografía Armada o Juan Rulfo. Las mañas del zorro. Su acercamiento más ambicioso al de Jalisco, sin embargo, fue su Biografía no autorizada, que ahora la editorial Fórcola reedita coincidiendo con el centenario del escritor que fotografió con letras el páramo mexicano.
De pequeña quería ser…
El hombre invisible de H. G. Wells en la versión para TV de 1958. Aprovechar mi invisibilidad para hacer justicia.
¿Qué cambiaría de usted?
Mi nombre de pila y cierta tendencia a la anhedonia por una actitud resiliente.
¿Cuál es el mejor consejo que le dio alguno de sus padres?
Que mantuviera mis valores hasta el final.
¿Con quién le gustaría quedar atrapado en un ascensor?
Con la gran Colette, con uno de sus magníficos libros, los de su Claudine o La ingenua libertina, llenos de protagonistas traviesas que ejercen sus libertades en un mundo prejuicioso con las mujeres.

“Ser biógrafa es ejercitarse en el arte del transformismo para entrar en la “novela” o la “película” del biografiado"
¿Algún sitio que le inspira?
Mi cuarto propio.
¿Cuándo fue la última vez que lloró?
Lo que se dice llorar, no recuerdo. Aunque ganas de llorar, cada día con las noticias.
¿Qué música le sirve para trabajar?
El Adagio de Albinoni, Lakmé de Delibes y la música que Vangelis creó para Blade Runner.
¿Cuál ha sido el mejor regalo que ha recibido?
Una Olivetti lettera a los quince años.
¿Para qué sirven los premios?
Para lo inmediato.
¿Rulfo o Borges?
Me pone en un aprieto. Soy muy indecisa.
¿Qué significa ser escritora?
Un acto de fe.
¿Y biógrafa?
Ejercitarse en el arte del transformismo para entrar en la “novela” o la “película” del biografiado.





Reina Roffé: “De Rulfo tomé las tijeras de podar”

¿Qué tienen Rulfo y su obra que aún hoy nos fascinan?
El don de un lenguaje que nos envuelve con su magia y se queda en nosotros como el sonido de las casuarinas mecidas por el viento, allá en Jalisco.
¿Qué aprendió de él?
Que lo bueno y breve, dos veces bueno.
¿Cuál es el último libro que ha leído y le hizo reír a carcajadas?
Difícil que me ría a carcajadas, pero todavía me hace sonreír la Mafalda de Quino.
¿Y el que mataría por haber escrito?
Mrs Dalloway, de Virginia Woolf.
¿Qué personaje de la literatura o el cine se asemeja a usted?
Sherezade, porque salvo mi vida contando historias.
¿Qué le hace suspirar?
El talento y la belleza.
¿Cuál ha sido su gran experiencia?
Vivir fuera de casa. Ver mi propia cultura bajo la lámpara de otras culturas.
En una fiesta de disfraces, ¿de qué se disfrazaría?
De esas calaveras tan simpáticas, con sombrero mexicano, de Guadalupe Posada.
¿Dónde no querría vivir?
En un destacamento militar.

“¿Rulfo o Borges? Me pone en un aprieto. Soy muy indecisa”
¿Qué la deja sin dormir?
La idea de perder a mis seres queridos.
¿Tiene un sueño recurrente?
Tengo sueños distintos con un escenario recurrente: la casa de mi infancia.
¿Y un olor preferido?
El de los jazmines en los puestos callejeros de Buenos Aires.
¿Qué siente cuando ve su foto en los diarios?
Sorpresa y estupor. Parezco otra.
Respecto a su trabajo, ¿de qué está más orgullosa?
De mis tijeras de podar, esas que Rulfo sabía emplear como nadie.
¿Cuál es la noticia que siempre ha esperado leer?
El hambre, la miseria y la ignorancia han sido erradicados del mundo.
¿Cómo ve el futuro de Argentina?
Con enorme zozobra.

Héctor Aguilar Camin / Los dos Rulfos

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Los dos Rulfos

El escritor no quería escribir más, se decía, porque temía caer del peldaño que había alcanzado con sus obras maestras


HÉCTOR AGUILAR CAMÍN
16 MAY 2017 - 15:46 CDT




Juan Rulfo 100 años
Un hombre pasea frente a un mural con una imagen de Juan Rulfo en Tuxcacuesco (México).  EFE

Pienso en Rulfo y oigo las primeras palabras de Pedro Páramo. Pienso entonces, mexicana y sacrílegamente, que son mejores que las primeras de El Quijote.
Son estas:
"Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo cuando ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo".
Recuerdo el deslumbramiento solitario de haber leído esto hace más de medio siglo, sin saber qué leía. He vuelto a leer a Rulfo en estos días, sabiendo algo más de él. Su magia resonante y áspera volvió a apretarme las manos.
Hace unos días, el 17 de abril, releí El llano en llamas, el cuento. Ahí está todo lo que hay que saber y sentir de la violencia heredada de México. De la violencia hereditaria a secas.
El autor de Pedro Páramo y de El llano en llamas está intacto en el resplandor sombrío, asombrosamente seco y rítmico de su voz.
También está vivo el otro Rulfo, el de la comidilla literaria sobre la persona que escribió estos libros.


MÁS DEL AUTOR


Desde que recuerdo existen los dos Rulfos: el autor de Pedro Páramo, maestro del murmullo de los muertos, y la persona que escribió aquello, fuente de interminables leyendas sobre su dudosa o imposible autoría.
Cuando leí a Rulfo la primera vez ya era el mito que es ahora, el autor cabal de dos obras maestras. Se decía que no había seguido escribiendo o escribía a escondidas, asustado de sus logros. Caían sobre él toda clase de hipótesis, chismes, confidencias, preguntas:
¿Por qué había dejado de escribir? ¿No iba a escribir más? ¿Estaba escribiendo en secreto?
La flagrante maestría de sus libros daba para responder estas preguntas de manera ladina y ambigua, a la vez elogiando y disminuyendo al autor.
Rulfo no quería escribir más, se decía, porque temía caer del peldaño que había alcanzado con sus obras maestras. Rulfo estaba asustado de haberse descubierto un genio. Rulfo escribía a escondidas buscando infructuosamente llegar a sus propias alturas.
El mar de fondo de la comidilla era un elogio derogatorio, una elogiosa derogación, del objeto de tanto asombro y tanta roña: la obra era enorme, pero el autor no; en mala hora se había dado cuenta de su estatura; todos sus intentos de alcanzarse habían quedado cortos.
La murmuración literaria que acompaña al genio de Rulfo fue y sigue siendo una mezcla de admiración y maledicencia: ignorancia maravillada ante su mundo, desdén ilustrado ante sus dones.
Rulfo convocó desde el principio esta doble moral literaria, no tan infrecuente como parece, de la rendición artística ante la obra y la reticencia profesional de los hombres de letras ante el autor.
Sucedió con él más que con nadie, porque Rulfo era un escritor de genio que no parecía serlo. Era sólo la encarnación, en estado puro, del escritor genial.
La murmuración, la historia, la biografía, la torpe cotidianidad, acompañan la posteridad de Rimbaud. No explican el fulgor de su obra.
Algo parecido sucede con Rulfo, salvo que Rulfo era un mejor ser humano y llegó a leer y a saber más cosas serias de su oficio que Rimbaud.
Regreso al origen:
Mi primera lectura de Rulfo fue hace medio siglo. Ya era un clásico vivo de la literatura mexicana y ya cargaba la sombra que lo acompañó el resto de sus días: la versión de un escritor hecho por otros, un autor al que le habían ordenado en su casa editorial los cuentos de El Llano en llamas y al que le habían recompuesto, hasta volverlo legible, el desordenado manuscrito de fantasmas y rencores llamado Pedro Páramo.
Era inexplicable que aquella perfección inquietante hubiera salido de la mano de un escritor que parecía cualquier cosa menos un hombre de letras, cualquier cosa menos un escritor profesional. Era sólo un tipo silencioso que había dejado de escribir, y que no había escrito sino eso, dos libros geniales.
La leyenda de Rulfo como un diamante en bruto pulido por otros ha sido revisada y desmentida una y otra vez. Una y otra vez ha quedado viva.
El muy buen escritor que fue Ricardo Garibay resumió esta leyenda con una frase particularmente dura y desafortunada. Dijo: "Rulfo es el burro que tocó la flauta".
Tratando de elogiar a Rulfo, en la ocasión de recibir el premio de la feria de Guadalajara que llevaba su nombre, Tomás Segovia, poeta y hombre de letras si los hay, dijo algo que está en la franja del dictum salvaje de Garibay.
Dijo:
"Es el tipo de escritor que tiene el puro don, es decir, es un escritor misterioso. Nadie sabe por qué Rulfo tenía ese talento, porque en otros escritores uno puede rastrear el trabajo, la cultura, las influencias, incluso la biografía, pero Rulfo es un puro milagro, nadie sabe por qué tiene ese talento. No tuvo una vida muy deslumbrante, no fue un gran estudioso ni un gran conocedor, él simplemente nació con el don".
Garibay y Segovia, tan lejanos como son en su oficio de escritores, tienen este rasgo común de no entender por qué Rulfo tocó la flauta o tuvo el don. Nos pasa esto a todos los escritores con los colegas que han tocado la flauta o tenido el don.
Pero este es el hecho absoluto de Rulfo: recibió de los dioses la flauta que había que tocar y el don que había que tener, para ganar un sitio aparte en el panteón de la literatura, que no es un cementerio de autores muertos sino un enjambre de lectores vivos, que siguen leyendo a sus clásicos.
De mi escaso trato personal con Rulfo tengo la memoria de un hombre mudo, sentado a la mesa locuaz que a veces presidía Fernando Benítez en la casa de Alba y Vicente Rojo, a la que acudían, a principios de los años setenta en la Ciudad de México, Augusto Monterroso y Carlos Monsiváis.
Rulfo no hablaba. Un día habló de unas milpas de por el rumbo de Zapotlán donde se metían unos fulanos a escondidas a hacer sabe qué cosas. Hacían mecerse las milpas de mala manera. Entraban y salían. Entraban otros y salían los de antes. Algunos no salían. Las milpas seguían moviéndose. Sucedía todo esto todo el tiempo en ese tiempo en Zapotlán, pero nadie hablaba de eso en ese tiempo en Zapotlán.
Recuerdo que coincidimos en una mesa redonda sobre cultura durante la campaña presidencial de Miguel de la Madrid, en el año de 1981. Los participantes habíamos sido invitados a esa mesa en la ciudad de Tijuana.
A la hora del reparto de los cuartos de hotel, a Rulfo le tocó un motel de mala muerte llamado El sombrero. Tan de paso era el hotel que el cuarto de Rulfo no tenía cerradura. Le dieron un gancho para que atrancara la puerta por dentro. El gancho era una percha de alambre de tintorería.
Al día siguiente, en el autobús atestado donde íbamos, Rulfo le cedió el lugar a Ángeles Mastretta, que había sido su alumna en el Centro Mexicano de Escritores.
Alguien gritó: "Ese es hombre, no pedazos".
Rulfo alzó la mano en agradecimiento.
Todavía traía en ella la percha de alambre que llevaba para demostrar lo que le había pasado en El sombrero. No fuera que no fuéramos a creerle.
Héctor Aguilar Camín es escritor, director de la revista Nexos.

Héctor Aguilar Camín / Lamento mexicano

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Pareja cruzando la calle
Centro histórico, Ciudad de México, 2017
Foto de Triunfo Arciniegas

Lamento mexicano

México es un país eternamente inacabado que para ser algún día grande, moderno y hospitalario con la mayoría de sus hijos necesita aliviar una vez más el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad


Lamento mexicano
EULOGIA MERLE

México será algún día un gran país, un país moderno y hospitalario para la mayoría de sus hijos, pero no será por aciertos que se hayan cometido en el curso de mi generación. No al menos por una historia de aciertos sostenidos.
Nací a la vida intelectual bajo el mandato de empeñarme en la reflexión pública, en la pasión utópica por excelencia de cambiar el mundo criticándolo. El balance de mi empeño arroja un saldo vicioso de ensayo y error, un camino de ilusiones perdidas, ganadas y vueltas a perder, con frutos siempre inferiores a los buscados.
He dicho de mi generación, la nacida en los años cuarenta del siglo pasado, que debutó muy temprano en la historia y además sobreactuó sus emociones. También sobreactuó sus sueños. Su salida al mundo, con el movimiento estudiantil de 1968, fue una fiesta de libertad ejercida que terminó en una tragedia, la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco.
Diría que desde aquel momento fundador hemos soñado de más y conseguido de menos como generación.

La guerra contra las drogas sumió al país en una espiral de sangre que es una pesadilla

Hemos intentado las fórmulas probadas en otros países para dejar atrás el subdesarrollo, como se decía en mis tiempos, y las hemos vuelto insustanciales e insuficientes, cuando no parodias trágicas, de resultados contrarios al soñado.
No hemos tenido una década de crecimiento económico alto y sostenido desde 1970, año a partir del cual duplicamos nuestra población trayendo al mundo 70 millones más de mexicanos.
Dilapidamos en el camino dos ciclos de abundancia petrolera, uno en los años ochenta del siglo pasado, otro en la primera década del siglo XXI. Las rentas de aquel auge han sido calculadas en seis veces y media el monto del Plan Marshall, que permitió reconstruir la Europa devastada por la II Guerra Mundial.
Una revolución de terciopelo, hecha de reformas graduales y transiciones pactadas, convirtió la impresentable hegemonía priista, la famosa “dictadura perfecta” de Mario Vargas Llosa, en una prometedora primavera democrática.
Descubrimos poco a poco, sin embargo, que la nuestra era una democracia sin demócratas. Del fondo de nuestras costumbres políticas más que de las leyes vigentes emergió paso a paso un régimen de partidos que acabó siendo, a la vez, una partitocracia y una cleptocracia, pues su regla de eficacia electoral fue llevar ríos de dinero ilegal a elecciones que cuestan cada vez más e inducen cada día mayores desvíos de dineros públicos y mayores cuotas de corrupción en los gobernantes.
En lugar del presidencialismo opresivo de las eras del PRI, tenemos ahora un Gobierno federal débil y una colección de gobiernos locales impresentables: los más ricos, los más autónomos, los más legitimados electoralmente y los más corrompidos e irresponsables de la historia de México, pues ni cobran impuestos ni aplican la ley.
La guerra contra las drogas y el crimen organizado, que pareció cuestión de vida o muerte hace 10 años, lejos de contener el tráfico, la violencia o el crimen los multiplicó, sumiendo al país en una espiral de sangre que es una pesadilla diaria.
El acierto estratégico mayor de estos años, la integración comercial con América del Norte, no fue aprovechado para modernizar el resto de nuestra economía, y debe buena parte de su competitividad a los bajos salarios.

La economía mexicana produce billonarios de clase mundial pero no salarios dignos

La economía mexicana produce billonarios de clase mundial peno no salarios dignos de una clase media decente. Nuestra riqueza, paradójicamente, multiplica nuestra desigualdad.
Estamos lejos de ser el país próspero, equitativo y democrático que soñó, al paso de los años, mi generación. Hemos corrompido nuestra democracia, destruido nuestra seguridad, precarizado nuestra economía y nuestros salarios, profundizado nuestra desigualdad.
La cuenta de las equivocaciones colectivas de estos años es notoriamente más larga que la de los aciertos. La responsabilidad mayor es de los Gobiernos, desde luego, pero también de sus oposiciones; de la baja calidad de nuestra opinión pública y de nuestros medios, de nuestras empresas y empresarios, del conjunto de nuestra clase dirigente. También, de la débil pedagogía que baja de nuestras escuelas, de nuestras iglesias, de nuestra vida intelectual y de los malos hábitos y las pobres convicciones de la sociedad.
El país que mi generación heredará es inferior al que soñó y al que hubiera podido construir equivocándose menos. No hemos sido los primeros mexicanos en esto de equivocarse mucho.
En el año de 1849, mientras escribía el prólogo de su Historia, Lucas Alamán llegó a pensar que México podía desaparecer y que su obra serviría para mostrar a los descendientes de aquella desgracia cómo podían volverse nada, por la acción de los hombres, los más hermosos dones y las más altas promesas de la naturaleza.
Casi 100 años después, en 1947, el historiador Daniel Cosío Villegas escribió, en un ensayo inolvidable, que todos los hombres de la Revolución Mexicana, sin excepción alguna, habían estado por debajo de las exigencias de ella.
Podría parafrasear a Cosío Villegas y decir, 70 años después de su sentencia, que todos en mi generación, sin excepción alguna, hemos estado por debajo de las oportunidades que la historia nos brindó y más por debajo aún de lo que nos propusimos y soñamos. Hemos sido inferiores a lo que soñamos.
Me consuelo pensando que el país es más grande que sus males, más vital que sus vicios y más inteligente que las ilusiones de sus hijos. Lo ha sido desde que existe. Su poder ha sido la resistencia, el “aguante” como decimos los mexicanos, no la lucidez práctica de la acción colectiva.
En la mina de sabiduría recobrada que son los Inventarios de José Emilio Pacheco, las columnas periodísticas que escribió entre 1974 y 2014, publicadas ahora en tres volúmenes por editorial Era, encuentro tres citas inesperadas de Chesterton que tienen una pertinencia, a la vez risueña y serena, ante mis quejas.
Una dice: “Para el espíritu infantil del pesimismo moderno cada derrota es el fin del mundo, cada nube el crepúsculo de los dioses. En la literatura, sobre todas las cosas, debemos resistir este pánico inane”.
La segunda cita dice: “La esperanza solo resulta una fuerza cuando todo es desesperado… La única razón para ser progresista es la tendencia al empeoramiento que hay en todas las cosas”.
La tercera dice: “La historia no está hecha de ruinas completadas y derribadas; más bien está hecha de ciudades a medio edificar, abandonadas por un constructor en quiebra”.
Así el presente de México, eternamente inacabado. Hay que renovar el contrato y cambiar al constructor, aliviando una vez más, como quería Gramsci, el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad.
Héctor Aguilar Camín es escritor, director de la revista Nexos.



Cristina Peri Rossi / Viacrucis

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Cristina Peri Rossi
BIOGRAFÍA

VIACRUCIS

Cuando entro 
y estás poco iluminada 
como una iglesia en penumbra 
Me das un cirio para que lo encienda 
en la nave central 
Me pides limosna 
Yo recuerdo las tareas de los Santos 
Te tiendo la mano 
me mojo en la pila bautismal 
tú me hablas de alegorías 
del Viacrucis 
que he iniciado 
-las piernas, primera estación- 
me apenas con los brazos en cruz 
al fin adentro 
empieza la peregrinación 
nombro tus dolores 
el dolor que tuviste al ser parida 
el dolor de tus seis años 
el dolor de tus diecisiete 
el dolor de tu iniciación 
muy por lo bajo te murmuro 
entre las piernas 
la más secreta de las oraciones 
Tú me recompensas con una tibia lluvia de tus entrañas 
y una vez que he terminado el rezo 
cierras las piernas 
bajas la cabeza 

Cuando entro en la iglesia 
en el templo 
en la custodia 
y tú me bañas 







FICCIONES

Poemas

La intensa vida de Sándor Márai

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La intensa vida de Sándor Márai

Luis Fernando Moreno Claros
12 de noviembre de 2005


El escritor húngaro fue un autor de éxito. Aunque en España sus obras sólo se han conocido desde la reciente publicación de El último encuentro, Márai fue un intelectual burgués y humanista que abandonó su país en 1948, huyendo del comunismo, para instalarse en Estados Unidos donde se suicidó. Esta biografía repasa su rica trayectoria.


El escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989) goza en la actualidad de gran éxito en España. Sus novelas El último encuentro, La herencia de Eszter, Divorcio en Buda, El amante de Bolzano y La mujer justa, así como su autobiografía Confesiones de un burgués (todas en Salamandra), cautivan a un publico variado en virtud de algo que las caracteriza: la magia que sólo tiene la "gran literatura". De estructuras similares -extensas conversaciones y largos monólogos-, densas y cuajadas de pensamientos brillantes; teatrales, "psicológicas", de escasa acción y peripecia, y hasta de tono melodramático y sentimental, las novelas de Márai son, con todo ello, absorbentes y difíciles de soltar una vez que nos sumergimos en sus páginas y nos dejamos atrapar por sus meandros. Las palabras de sus personajes cautivan y seducen; tal como debieron de seducir las de su creador -así se atestigua- cuando hablaba en sociedad, pues solían ser pausadas y bien meditadas, incisivas, lúcidas e insoslayables. Aun así, voces críticas muy solventes opinan que en la mayor parte de estas celebradas novelas de Márai todo queda finalmente en fuego de artificio desvanecido en humo; no les falta razón, pero lo cierto es que el espectáculo es hermoso y nunca banal. Por otra parte, siempre permanece el aura y el recuerdo de ese ambiente que recrean, aquel mundo europeo de los años de entreguerras, mezcla de cosmopolitismo y grandiosa decadencia burguesa que, como en los relatos de Stefan Zweig, pertenece a una época que hoy nos parece elegante y romántica, un paraíso con cierto olor a podrido ya perdido para siempre.

Así que debido a la popularidad de Márai en nuestro país, resulta muy oportuna la publicación de esta breve biografía ilustrada, elaborada por un reconocido especialista húngaro, editada con gusto y bien traducida. El autor se propone retratar a Márai como ser humano y repasar los diversos episodios y épocas de su vida, siempre oscilante entre la dedicación al arte y las imposiciones del destino, determinado por los avatares políticos de la convulsa Europa del siglo XX. Pero si el lector obtiene una idea ciertamente clara de cómo fue el hombre Márai, echará de menos saber, aunque sea de manera somera, algo más sobre su obra, los motivos concretos de la escritura de tal o cual novela o, al menos, una breve reseña y una cronología de todas ellas.
En cuanto al retrato humano, Márai no fue un escritor aureolado por el "malditismo" ni tampoco un marginado social desconocido o un mártir político; al contrario, fue en general un señor cabal y mesurado, consciente de su ascendencia burguesa y dedicado en cuerpo y alma a la tarea que le gustaba y que sabía desempeñar a la perfección: la literaria. En ella volcaba su habilidad y su mucha sabiduría, nacida de la atenta observación de los sentimientos y las relaciones humanas. Desde muy joven -siempre fue mal estudiante por demasiado curioso y avispado- lo sedujeron la lectura y el periodismo. Su padre, un gran abogado de la ciudad húngara de Kaschau (hoy en Eslovaquia con el nombre de Kosice), le permitió salir al extranjero en cuanto tuvo edad de estudiar. Hasta los 23 años, cuando se casó con una mujer judía y de acaudalada familia burguesa, "Lola", a la que amó intensamente y con la que convivió hasta la muerte de ella, sesenta años después, Márai residió en Budapest y en varias ciudades alemanas (su lengua materna era el húngaro, pero dominó desde pequeño el alemán), Leipzig, Weimar, Múnich y Berlín, que fueron sus escuelas de vida y sabiduría. Allí pasó unos años de aprendizaje bohemio, entre escritores y cafés de artistas, ganándose el sustento con la escritura de artículos periodísticos, crónicas, prosas breves y poemas. Unos años en París, durante la dictadura de Horthy, lo hicieron popular en Hungría gracias a las crónicas que enviaba desde el extranjero. En los años treinta se estableció en Budapest y, obsesionado por el trabajo, comenzó a producir novela y teatro, de modo que en los cuarenta gozaba ya de fama extraordinaria, casi comparable a la de Thomas Mann o Stefan Zweig. Cada nueva obra suya era un éxito de ventas, se traducía a todos los idiomas cultos (incluso al castellano hubo traducciones tempranas que hoy son desconocidas). Márai disfrutaba de una vida acomodada, conducía un automóvil y vivía en una amplia y hermosa casa.

Cuando los nazis accedieron al poder en Alemania, el escritor húngaro fue uno de los primeros en oponerse abiertamente a Hitler con contundentes artículos. Enseguida vio lo que se le venía encima a Europa, por un lado, con Hitler y, por otro, con Stalin. Sin embargo, a él la crueldad de la guerra no le tocaría de lleno hasta 1945. Después de la invasión alemana de Hungría, frente a tantas atrocidades perpetradas por los invasores secundados por fascistas húngaros, Márai escribió en su diario: "De hecho, los alemanes son magos. Han acertado a realizar el milagro de que cualquier ser humano decente espere honestamente y lleno de anhelo a los rusos, a los bolcheviques que llegan como libertadores". Estos "libertadores" no se metieron con él de momento, dada su fama. Pero con la ocupación soviética de Hungría y con el establecimiento del régimen comunista, la estrella de Márai comenzó a declinar. Tachado pronto de escritor "decadente y burgués", aquel europeo individualista y cosmopolita, de ideales humanistas, jamás pudo plegarse a la uniformización colectivizada que aceptaban la mayoría de sus colegas, y en 1948 abandonó Hungría definitivamente para instalarse en Italia.

El desmoronamiento político y moral de su patria bajo el yugo comunista y la vida errante que llevó junto a su esposa durante las últimas décadas de su vida -terminaron instalándose en Norteamérica, en Nueva York y, finalmente, en San Diego- contribuyeron al aislamiento de Márai. Continuó escribiendo diarios y alguna otra novela, y gracias a sus colaboraciones radiofónicas con la emisora Radio Europa Libre su voz llegaba a menudo al otro lado del "telón de acero", pero la vejez y la pérdida paulatina de sus seres queridos minaron su espíritu hasta agotarlo por completo. Cambió el régimen en su país y Márai volvió a ser reconocido, recibiendo ofertas para regresar a la patria, pero ya era tarde. Se disparó un tiro en la cabeza en cuanto supo que ya sólo podría seguir viviendo ingresado en un hospital y dependiente del cuidado de otras personas. Poco después de su muerte caía en 1989 el muro de Berlín.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 12 de noviembre de 2005

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