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García Márquez / ‘Cien años de soledad’ cumple 50 años con sus lectores

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‘Cien años de soledad’ cumple 50 años con sus lectores

La Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano organiza una lectura pública de la obra de Gabriel García Márquez


ANA MARCOS
Cartagena de Indias 27 ENE 2017 - 12:01 COT


Cien años de soledad es un vallenato, dijo Gabriel García Márquez de su obra. Con la veda abierta, la historia de la familia Buendía ha cumplido 50 años envuelta en tantas interpretaciones como lectores tiene. "El mérito es del que escribió el libro", aseguraba Fernando Aramburu, auto de Patria, tras leer el fragmento final de la novela del primer Nobel colombiano. El escritor español forma parte del grupo de ciudadanos que durante tres días, dos horas por jornada, leen el libro en Cartagena de Indias para conmemorar este aniversario y "mantenerlo vivo", apostilla Jaime Abello, responsable de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) fundada por García Márquez que ha organizado esta iniciativa en el marco del Hay Festival.
"Es una lectura plural y multilingüe", explica el director de la FNPI, "estos tres días vamos a escuchar Cien años de soledad en castellano, inglés, francés, portugués e italiano". Y se va a escuchar en la voz de la nómina de autores de distintas partes del mundo que acuden hasta el 29 de enero al Hay Festival, pero también en la de los amigos de cartageneros de Gabo, y en la de los periodistas locales que como el escritor, cuentan las historias del Caribe colombiano. "Cada uno ha escogido el capítulo que más le gusta", apunta Abello. La obra no se va a leer completa como sucede con El Quijote de Cervantes con la celebración del Día del Libro en Madrid. "La proeza cultural de este libro es que, entre otras cosas, cada fragmente tiene vida propia". El fotógrafo Daniel Mordzinski eligió la parte que le hubiera gustado que García Márquez le leyera. El escritor colombiano Héctor Abad-Faciolince, la periodista mexicana Carmen Arístegui y el italiano Iacopo Barison, entre otros, cerraron la primera jornada de lecturas.
Con ellos un grupo de lectores menos conocidos que, con breves textos, convencieron a la FNPI de que también tenían que formar parte de este tributo. Niños, jóvenes, adultos y ancianos que le dan el acento caribeño al que suena Cien años de soledad. El pequeño José Luis Guzmán aún no sabe si quiere ser periodista, pero decidió apuntarse al Club El Nuevo Gabo, una iniciativa del proyecto Cronicando que el Centro Gabo, adscrito a la FNPI, ha creado para llevar el periodismo a los niños de los barrios más humildes de Cartagena. "Era un deseo de Gabriel García Márquez", dice Abello. De estos talleres no solo saldrá el futuro del mejor oficio del mundo, también "ciudadanos con pensamiento crítico".
Guzmán, como sus compañeros de lectura, se presentó, se confundió, por los nervios, con la hora del día, y comenzó a leer trastabilleándose, pero sin parar. Otra vez los nervios, el público, la edad. Cuando terminó, agradeció que le escucharan y le cedió el puesto a un veterano en esto de las letras. Se sentó a esperar que el resto leyera. En silencio miraba de un lado a otro y escuchaba el resto de la novela que resonaba entre los muros coloniales de la Casa del Marqués, sede de la Cancillería en Cartagena. Las historias de los Buendía continurán recordándose a la hora malva, cuando el sol cae en la ciudad amurallada.


Juego de tronos / Una serie que atrapa

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Juego de Tronos 
Una serie que atrapa

Por Isabel Genovés Estrada
18 de enero de 2017
  

Esperando la séptima temporada de la serie Juego de Tronos, que según dicen será la penúltima. Nos adentramos en una historia que ha sido capaz de atrapar seguidores por miles. Contiene todos los ingredientes para mantener la expectación, además de actores que dan verosimilitud a los personajes. La puesta en escena es muy cuidada, desde los interiores a los exteriores. Con localizaciones muy reconocibles como son las españolas entre otras. La historia en principio no parece muy complicada, pero ay los peros, se va complicando por momentos.



La época donde se desarrolla Juego de Tronos es la medieval con mucho toque fantástico, más cercana quizás a la Baja Edad Media. Encontramos dos familias enfrentadas por el poder, los Stark y los Lannister. Siete reinos que juegan a alianzas, intrigas, lujuria… todo por conseguir el codiciado Trono de Hierro. Muchos ven similitudes entre esta guerra de sucesión y la guerra de las Dos Rosas, de 1455 en Inglaterra. Que enfrentó a la casa de York y a la casa de Lancaster por el trono de Inglaterra. A parte de esta referencia histórica se barajan muchas más, en las que no vamos a entrar. Tampoco vamos a desentrañar la historia de la serie, para no romper a los espectadores el deleite de ir conociendo la intriga de la misma poco a poco.

Es un mundo lleno de magia y de criaturas fabulosas. El continente de Poniente es reinado por Robert Baratheon, en su capital Desembarco del Rey, que había depuesto a la dinastía Targaryen con la ayuda de los nobles rebeldes entre ellos su amigo Lord Eddard Stark (Sean Bean). Viven en un largo verano, pero con la amenaza de un devastador invierno que está a punto de llegar. No es lo único amenazante, en el norte está el gran Muro de Hielo protector, con la Guardia de la Noche protegiendo de los salvajes y de los temidos e inquietantes caminantes blancos.


La historia comienza quince años después de la Guerra del Usurpador. Con Robert Baratheon (Mark Addy) sentado en el Trono de Hierro, después de haber derrotado al príncipe Rhaegar de la Casa Targaryen en la Batalla del Tridende. Con el respaldo de Lord Eddard Stark el señor de Invernalia y Lord Jon Arryn. Además de la traición que elabora un miembro de la Guardia Real, Ser Jaime Lannister (Nikolaj Coster-Waldau), de ahí le viene el apodo de Matarreyes. Es el cuñado del rey, ya que está casado con su hermana melliza Cersei Lannister (Lena Headey), con la que mantiene una relación incestuosa fruto de la misma son tres hijos. Cersei es la mala malísima, es un personaje amoral totalmente, su ambición no encuentra ningún límite. La acción como ya hemos dicho se desarrolla principalmente en los Siete Reinos de Poniente, y al otro lado del Mar Angosto, en Essos.

El ligero equilibrio se rompe con la muerte del rey Robert. Comienza la Guerra de los Cinco Reyes para ocupar el Trono de Hierro. La serie adquiere un ritmo trepidante, hay personajes que apenas tienen recorrido. Las intrigas políticas son enrevesadas, pero muy bien desarrolladas. La violencia siempre está implícita a todos los niveles, no solo en la guerra. La magia se convierte en un personaje más de la serie. Hay personajes que esconden una historia detrás que ni ellos mismo conocen, y darán un vuelco a los acontecimientos. Los personajes femeninos son muy atractivos, con mucha fuerza y con poder que poco a poco hacen suyo. Como por ejemplo, Daenerys Targaryen, La Madre de Dragones (Emilia Clarke), la ambiciosa Margaery Tyrell (Natalie Domer), la rebelde Arya Stark (Maisie Williams), la delicada entre comillas Sansa Stark (Sophie Turner), la fiera madre de los Stark, Catelyn Tully (Michelle Fairley). Las traiciones son de órdago, vamos que te dejan con la boca bien abierta. Pero por suerte también encontramos fidelidades, que son las menos, cuando las encuentras todavía te deleitan más. Algo muy importante en la serie es la banda sonora compuesta por Ramin Djawadi, todos los seguidores son capaces de tararearla.

Otros personajes que han sido y son importantes en la serie son: el contundente heredero de la Casa Stark Robb (Richard Madden), que ahora podemos ver en la interesante serie Los Medici: Señores de Florencia, interpretando a Cosme de Medici. El visionario Bran Strak (Isaac Hempstead-Wright), uno de los principales personajes es el hijo bastardo de Ned Stark, Jon Nieve (Kit Harington), miembro de la Guardia de la Noche, personaje que esconde una historia sobre su nacimiento. El Lord Comandante Mormont Jeor (James Cosmo), el bueno de Samwell Tarly (John Bradley), la guerrera Brienne de Tarth (Gwendoline Christie), el asqueroso y sádico Ramsay Bolton (Iwan Rheon), el asesino Jaqen H’ghar (Tom Wlaschiha), el poderoso Lord Tywin Lannister (Charles Dance), el cruel Joffrey (Jack Gleeson), Sandor El Perro Clegane (Rory McCann), Lord Petyr Meñique Baelish (Aidan Gillen), el perspicaz enano Tyrion Lannister (Peter Dinklage), el espía eunuco (Conleth Hill), Stannis Baratheon (Stephen Dillane), Khal Drogo (Jason Momoa), el caballero Ser Jorah Mormont (Iain Glen)…

Juego de Tronos es una serie que ha roto los récords de audiencias, ha sido capaz de llegar a un arco de público muy amplio. Ha tenido muy buena acogida por la crítica especializada. Ha recibido muchos premios y nominaciones. Entre ellos un Globo de oro y treinta y ocho Premios Emmy. Imaginamos que todo va ligado a la gran apuesta económica que se ha hecho con ella, convirtiéndose en una de las series de televisión más caras.

George Raymond Richard Martin, más conocido como George RR Martin, es un escritor y guionista estadounidense de literatura fantástica, de ciencia ficción y de terror. Le conocemos como el creador de este universo fascinante que es Canción de Hielo y Fuego, Juego de Tronos en TV, así se titula el primer libro de la saga que da nombre a la serie, se publicó hace dos décadas, se ha traducido a más de cuarenta y cinco idiomas. Quién le iba a decir que se convertiría en un escritor muy bien pagado, después de pasar alguna que otra estrechez. La serie de la cadena HBO, se basa en su obra. Este verano se estrena la séptima temporada de esta serie, al mismo tiempo los lectores de la saga literaria esperan la publicación de la sexta novela Vientos de invierno. Según el escritor sigue trabajando en ella, quizás se publique este 2017. Aquí se da un caso curioso el ritmo del autor ha sido superado por la serie de televisión, que continúa su propio camino, bajo las directrices que les ha dado a sus creadores para la pequeña pantalla David Benioff y D. B. Weiss. Aunque el trabajo de resumir cientos de páginas en cada una de sus temporadas, requiere de varios directores y guionistas. La serie y las novelas parten de un mismo punto, pero son medios que utilizan lenguajes diferentes, conjeturamos, que para llegar al mismo punto.

La saga literaria de Canción de hielo y fuego la componen los siguientes títulos: Juego de tronos, Choque de reyes, Tormenta de espadas, Festín de cuervos, Danza de dragones. El autor ahora está escribiendo Vientos de invierno. Y la última obra de la saga será Sueño de primavera, todavía por escribir.

Además hay tres relatos cortos que se pueden considerar como precuelas, ya que cuentan lo que pasó noventa años atrás. Son. El caballero errante, La espada leal y El caballero misterioso, se los conoce como Cuentos de Dunk y Egg. En España han aparecido recopilados con el título El caballero de los Siete Reinos en 2015 por la editorial Plaza&Janés. Antes habían sido recopilados en otras ediciones de relatos cortos de fantasía, pero solamente el primero y el segundo de los relatos. Seguro que la serie televisiva no acaba con la octava temporada, difícil será dejar la gran gallina de los huevos de oro que han creado. Para los espectadores será estupendo seguir disfrutando de esta sugestiva propuesta que es Juego de Tronos, deseando que llegue el estreno de la séptima temporada este verano.




Ránking de crueldad / Los personajes más depravados de 'Juego de tronos'

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Ránking de crueldad: los personajes más depravados de 'Juego de tronos'

Nunca una serie tuvo un nivel de perversión tan salvaje. Si el número 20 de esta lista es un completo desalmado imagínense el número uno






Juan Sanguino
1 de julio de 2016







Stannis Baratheon, Petyr Baelysh, Melisandre y Ramsay Bolton derrochan sadismo por los cuatro costados.

Ver Juego de tronos es un desafío. Los espectadores, domesticados por la violencia pop de Hollywood, confían en que hay límites morales que la serie no se atreverá a cruzar. Qué ingenuos. Ese es nuestro error: creer que Juego de tronostiene límites. Cuando pensamos que ya ha pasado lo peor, viene un personaje y decide tirar a su hermano recién nacido a los lobos. La anarquía sangrienta de Poniente no puede juzgarse con los valores éticos del mundo real y mucho menos los católicos. Aquí ni los buenos serán recompensados ni los malos pagarán por sus actos.

Entre tanta salvaje crueldad la serie plantea otro reto: recordar y distinguir a los personajes que entran y salen del relato, habitualmente para corromper nuestra inocencia un poco más. Sin embargo, estos 20 desgraciados han logrado quedarse grabados en nuestra memoria al retorcer nuestras expectativas y redefinir el concepto de crueldad. El número 20 de la lista es muy cruel. A partir de ahí la cosa va en aumento...

Atención: si no se lleva la serie al día este texto puede desvelar parte de la trama.


20. Septa Unella

Sin mancharse las manos de sangre, a esta monja le han valido dos palabras ("shame" y "confess", "vergüenza" y "confiesa") y un cencerro para entrar en el paseo de la fama de los villanos de Juego de tronos, lo cual tiene mucho mérito. Septa es tan turbia que consiguió que Cersei Lannister pareciese un cervatillo desvalido.

Su mayor crueldad. Humillar públicamente a Cersei sin inmutarse ni parpadear.

19. Jaime Lannister

Aquella primavera de 2011 sentimos curiosidad por esta lujosa mezcla televisiva de El señor de los anillos y Dragones y mazmorras. Todo iba según lo previsto (una familia de nobles hospedando a otra), pero al final del primer episodio Bran Stark trasteaba por las azoteas cuando pilló a Jaime retozando con su hermana Cersei. Sin inmutarse, Jaime se subió la bragueta y empujó al chaval por la ventana. Aquel cierre de episodio nos dejó clavados en el sofá y demostró que esta serie era otra cosa. "¡Las cosas que hago por amor...!", dijo Jamie para justificarse. Parecía un chiste macabro, pero ha acabado definiendo a Jaime: su implacable inmoralidad responde a la obsesiva pasión que siente por su hermana, a quien protegerá a toda costa. Su redención es uno de los viajes más emocionantes de la serie.

Su mayor crueldad. Violar a su hermana Cersei al lado del féretro de su hijo Joffrey.

18. Randyll Tarly

Llevar a tu novia a conocer a tus padres siempre es algo incómodo, pero en casa de los Tarly puede ser una tortura. En una sola escena Randyll pavonea su racismo, su misoginia y su fat-shaming (humillando a su hijo Sam por su obesidad).

Su mayor crueldad. Todas y cada una de sus frases son un insulto a alguno de sus comensales, lo cual debe de requerir años de práctica.




Septa Unella, Jaime Lannister y Randyll Tarly.



17. Lysa Arryn



La hermana de Catelyn Stark podía haber tapado ese enorme agujero en medio del salón que daba al vacío, pero si no lo hizo es porque tenía planes perversos. Celosa y paranoica, maltrata a su sobrina Sansa alargando la tortura de la pobre muchacha, que aún no sabía que lo peor estaba por llegar. La hija mayor de los Stark ha sufrido, directa o indirectamente, la crueldad de casi todos los personajes de este ránking.



Su mayor crueldad. Fingir ser la tía simpática y luego intentar matar a su sobrina.

16. Olly

Este chaval presenció el asesinato de sus padres a manos de los salvajes y se unió a la Guardia de la Noche para defender el muro. Su traición acaba en la horca, un final triste porque Olly es en el fondo una víctima de un mundo despiadado sin justicia que él nunca llegó a entender.

Su mayor crueldad. Tenderle una trampa mortal a Jon Snow, su ídolo y el hermano mayor que nunca tuvo.

15. Viserys Targaryen

En el primer episodio de la serie nos presentaron la complicada relación entre Viserys y su hermana Daenerys. La ambición repugnante de Viserys nos puso inmediatamente del lado de ella, y ahí seguimos. Su atroz muerte convirtió a Khal Drogo en un héroe romántico: en vez de regalarle oro a su esposa, se lo tiró hirviendo a su cuñado. Fue la primera vez que aplaudimos a la tele con Juego de tronos. La primera de muchas.

Su mayor crueldad. "Dejaría que todos los Dothraki y sus caballos te violasen si así consigo el trono". Esto es lo más sórdido que le puedes decir a tu hermana antes de la boda.




14. La niña abandonada



Nunca esa pelusilla de hermano mayor que no lleva bien la llegada del pequeño fue tan letal. A esta sierva del Dios de las Mil Caras no le cae bien Arya desde el principio, pero en esta serie coger manía es sinónimo de sacar los ojos. Al final se convierte en una especie de Terminator en una persecución por las calles de Girona (con más emoción que los partidos de ascenso a Primera) que acabó devolviéndole su nombre a Arya Stark. Ya era hora.



Su mayor crueldad. Llevar el bullying a niveles sangrientos.

13. Craster

Juego de tronos nos ha dejado sin palabras más de una vez, pero cada aparición de este señor que entregaba a sus varones recién nacidos a los caminantes blancos desataba todo tipo de gritos escandalizados entre los espectadores. Analizando su comportamiento desde la repugnancia moral de ese universo, deshacerse de los varones quizá no sea tan mala idea, viendo la ferocidad con la que acaban traicionando a sus progenitores en cuanto se hacen mayores.

Su mayor crueldad. Abusar de todas sus hijas.



12. Ellaria Sand



Hay pocos, muy pocos personajes de bondad pura en Juego de tronos. Myrcella Lannister era uno de ellos. Y teniendo en cuenta de qué familia ha salido, esa dulzura tiene el doble de mérito. Su amor con Trystane era demasiado bonito como para acabar bien y el beso de la muerte que le da esta mala pécora llamada Ellaria Sand la coloca en este ránking por lo gratuito de su maldad. No había ninguna necesidad.



Su mayor crueldad. Corromper la tranquilidad en el único reino (Dorne) donde la gente era feliz.

11. Theon Greyjoy

Los Stark acogieron a Theon como a un hijo y Robb estaba dispuesto a darle un puesto de poder a su lado, pero él quería más. Lo quería todo. Por eso prendió fuego a Invernalia y aterrorizó a los aldeanos. En aquel momento todos le deseamos lo peor, pero casi nos hemos acabado sintiendo mal por ello. Durante cuatro temporadas el suyo fue el único pene que apareció en la serie, lo cual acabó siendo una retorcida y sádica ironía.

Su mayor crueldad. Matar a dos niños al azar para hacerse el machote.


El Perro


10. El Perro



Aunque ahora esta bestia sea un buenazo casi entrañable, durante la primera temporada de la serie nos abrió los ojos ante la filosofía sangrienta de la ¿sociedad? de Poniente. Mataba porque sí y a nadie parecía importarle.



Su mayor crueldad. Nadie en la serie ha triturado vidas de forma tan natural.

9. Melisandre

Todos recordamos a aquella socorrista de San Sebastián de los Reyes que mezcló accidentalmente dos productos tóxicos en una piscina y generó una nube de cloro que llevó a la evacuación de 7 bloques de vecinos y su ya legendaria disculpa ("la he liao parda"). Pues Melisandre es como esa socorrista pero con magia negra. Utilizando el sexo como arma y luciendo un collar que ya le gustaría tener a Cher, Melisandre sufre una crisis de fe al darse cuenta de que parir una sombra asesina para matar al hermano de Stannis quizá no fuera tan buena idea. A buenas horas, Melisandre.

Su mayor crueldad. Convencer a Stannis de que quemar viva a su hija (y lo hizo) les traería suerte en la batalla.



8. Petyr Baelish, Meñique



Sus manos están limpias, pero allí donde hay problemas aparece él. Los fracasos (es decir, las muertes desmembradas) de los demás son su triunfo. Si sigue saliendo de vez en cuando para maquinar como un marionetista es porque la serie le tiene reservado un final apoteósico. Quién sabe si él acabará reinando cuando todos los demás se maten entre ellos.



Su mayor crueldad. Ser el artífice de la caída de los Stark, en concreto de la muerte de Ned.

7. El Gorrión Supremo

Cuando parecía que Poniente no podía complicarse más, el rey Tommen decide decretar un estado confesional. Detrás de ello está un afable abuelete cuyo poder fue inicialmente impulsado por Cersei, quien todavía se debe de estar arrepintiendo de haber empezado a ir a misa. En otro orden de cosas, su escalofriante parecido con el papa Francisco demuestra que los creadores de la serie tienen tan pocos escrúpulos como sus personajes.

Su mayor crueldad. La superioridad moral puede ser tan letal como el acero valirio.

Petyr Baelysh, 'Meñique', y El Gorrión Supremo.



6. Stannis Baratheon



El hermano de Robert (rey por golpe de estado y difunto marido de Cersei) está convencido de que el trono le corresponde, como una especie de Luis Alfonso de Borbón de capa y espada. En su obsesión por ganar mata a su hermano y a su hija y hace que nos cuestionemos el valor de esa victoria. ¿Realmente merece la pena ser rey de los Siete Reinos? Ese trono solo da disgustos tanto a quien lo posee como al que lo ansía.



Su mayor crueldad. Excusarse en "me lo ha dicho la bruja" para acometer asesinatos abyectos.

5. Walder Frey

Cuando Robb Stark traiciona su promesa de casarse con la hija de Frey, este se alía con los Lannister para tenderles una trampa. Cuando en una boda suena La Macarena ya sabemos lo que va a pasar, pero en Poniente cuando la orquesta se arranca por Las lluvias de Castemere el resultado será la cruenta Boda Roja. Y Walder Frey fue uno de los grandes responsables. Aquella estremecedora ceremonia es una de las cimas de Juego de tronos al capturar la esencia de la serie: esa casi insoportable sensación de que en cualquier momento va a desencadenarse un baño de sangre, esas reglas de honor (el pan y la sal como tregua) que nadie acata y esos respetuosos lectores de los libros que mantuvieron silencio para regalarles a los espectadores la misma emoción que ellos sintieron años antes. Shakespeare se habría levantado a aplaudir. Nosotros nos quedamos sin respiración.

Su mayor crueldad. Pasárselo demasiado bien mientras apuñalaban a la mujer embarazada de Robb Stark, haciendo que la serie entrase en otro nivel de salvajismo del que no hay vuelta atrás.

Stannis Baratheon y Walder Frey.


LOS CUATRO MÁS CRUELES SON...


4. Tywin Lannister



En el mundo de Juego de tronos en el que los padres de familia tienden a la crueldad más inaudita, Tywin es el más inhumano de todos. Siempre encontraba formas nuevas de despreciar a sus hijos y traicionó básicamente a todo el mundo. Su muerte sentado en el retrete, tan indigna como memorable, es una prueba más de que en Juego de tronos nunca puedes bajar la guardia.


Su mayor crueldad. Su sadismo funciona por acumulación, pero el maltrato psicológico con el que destruye a su hijo Tyrion es terrorífico.

3. Joffrey Baratheon

Viendo lo tranquilos que son sus hermanos, está claro que las peores consecuencias de la consanguinidad de los Lannister le tocaron a Joffrey. La mayoría de los personajes de esta serie acaban siendo violentos, casi siempre por necesidad. Joffrey sin embargo es el que más lo disfruta hasta el punto de que nos da igual si ese sadismo era culpa suya o no. Ni siquiera lo hace por ambición o venganza, lo cual le convierte en un peligroso monstruo incontrolable. Lo más irritante es esa actitud de mierdecilla con poder que creía que podía hacer lo que le daba la gana. Se equivocaba...
Tywin Lannister y Joffrey Baratheon.


Su mayor crueldad. Torturar y matar prostitutas por diversión, convirtiendo Juego de tronos en un relato de terror.


2. Cersei Lannister

El Áve Fénix de Juego de Tronos: la bella y despiadada Cersei Lannister.


No podemos dejar de mirarla. Cersei se pasea como un animal, a veces amenazante y a veces malherido, pero siempre voraz. Es la única villana que encuentra excusas para su maldad y cuantos menos familiares le quedan más ferozmente les protegerá. Su instinto maternal es visceral, lo cual la humaniza y hace inevitable quererla un poco. Su afición al vino y a las batallas dialécticas con su nuera y su consuegra desprenden una mordacidad que el espectador agradece entre tanta tragedia. Esa media sonrisa con la que saborea sus victorias perversas delata su estirpe: es una mujer criada para ser cruel a la que en el fondo el poder no le importa tanto como la salvación de sus crías. Cersei es víctima de la ambición de los hombres de su familia y sabe que si se hubiera ido al campo a vivir tranquilamente con su hermano aún le quedarían hijos. Aunque parezca estar acabada ella siempre encuentra la forma de destruir a sus enemigos, y cuando le llegue la hora no nos cabe duda de que será de las que muere matando.



Su mayor crueldad. Hay tantas... Pero la persecución que emprende contra su hermano Tyrion, incluso acusándole del asesinato de su hijo, es deleznable.



Y EL MÁS DEPRAVADO DE TODOS ES...




1. Ramsay Bolton

Vivir matando, otra forma de existencia. Así es Ramsay Bolton.


Ramsay es un asesino en serie. Esa sonrisa de psicópata con la que se recrea en cada uno de sus asesinatos es sobrecogedora hasta para Juego de tronos. No tiene matices: ni siquiera parece que le atraiga demasiado el poder. Solo quiere matar y que la carnicería dure lo más posible, hasta el punto de que cada vez que irrumpe en la serie es para superarse a sí mismo en su brutalidad. Su afición a matar por placer convierte a Joffrey Baratheon en un adolescente rebelde y a Theon Greyjoy en una víctima. La muerte de Ramsay ha sido la única concesión para el espectador que nos ha dado la serie: prepotente hasta el final, cobarde y despedazado. Él se lo merecía, y nosotros también.



Su mayor crueldad. Tener la paciencia de destruir mentalmente a un ser humano, empezando por su entrepierna. La castración nunca es la solución. No, Ramsay, eso no.

EL PAÍS





Los personajes que llegarán hasta el final de 'Juego de Tronos'

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Kit Harington / Jon Snow

Estos son los personajes que llegarán hasta el final de 'Juego de Tronos'

La serie de la HBO está llena de muertes sorprendentes una tras otra, pero una carta del autor de los libros, George R.R. Martin, de hace más de 20 años podría responder a la pregunta definitiva: ¿Que personajes llegarán sanos y salvos al final de la saga? ¡Alerta: spoilers!


Atención, este artículo contiene posibles spoilers sobre el futuro de la saga completa de Juego de Tronos y datos de la serie hasta la última temporada.
Desde que la cabeza de Ned Stark rodara por el suelo los fans de Juego de Tronos siempre han vivido con una advertencia presente: no te encariñes demasiado de ese personaje porque puede morir. Nos pasó con Ned, con Catelyn, con Rob Stark, incluso puede que a algunos con Ramsay Bolton. La lista de personajes que pueden pasar al otro barrio no respeta a nadie en el universo de George R.R. Martin. ¿O tal vez sí?

Aunque la serie se estrenara en 2011 nunca está de más recordar que se basa en una saga de libros, Canción de hielo y Fuego, que comenzó nada menos que en 1993, cuando se publicó el primer libro de toda la saga. George R.R. Martin había intentado vender el libro a varias editoriales y, ajeno al éxito que tendría la saga y, mucho más todavía al de la serie,dio demasiados datos sobre los personajes...
En una carta que envió a una editorial y publicada ahora por Teach Insider, el escritor revelaba a sus posibles editores nada menos que el nombre de aquellos personajes que aguantarían hasta el final de la saga, por aquel entonces planteada solo como una trilogía. ¿Ganas de saber quiénes son? Martin les escribió lo siguiente:
“Cinco personajes principales llegarán al final de los tres volúmenes (…) De cierta manera, mi trilogía es casi una saga generacional, que cuenta la historia de estos cinco personajes, tres hombres y dos mujeres. Los cinco personajes principales son Tyrion Lannister, Daenerys Targaryen, y tres de los niños de Inviernalia, Arya, Bran y el bastardo Jon Nieve”.
En resumen, cinco personajes (Arya, Jon Nieve, Daenerys, Tyrion y Bran) llegarían al final de la saga. ¿Y el resto? Puede que no. Esto podría significar que personajes que nos encantan como Sansa, Cersei, Jaime, Melissandre, Brienne o Theon Greyjoy podrían morir en cualquier momento.
En la carta, George R.R. Martin plasmaba más ideas que finalmente no se han llevado a cabo, pero la mayoría sí. ¿Quiere decir esto que se cumplirá todo y que, por ejemplo Sansa tiene los días contados? No necesariamente. Puede que el autor no los considerara personajes tan importantes como citar citarlos. Incluso puede que en la serie modifiquen la muerte de alguno de ellos.
No sería la primera vez, hay personajes que ya han muerto en el serial de la HBO y que en los libros siguen vivos y viceversa. Incluso alguno que ha resucitado (y no nos referimos a Jon Nieve). En todo caso, hará falta esperar hasta las próximas temporada para saberlo.


Televisión / Las series más caras de la historia

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Trono de hierro
Juego de tronos

Estas son las series más caras de la historia

'The Crown', 'Juego de tronos' o 'Friends' figuran entres las producciones televisivas más costosas



Tráiler de 'The Crown'. NETFLIX
El elevado coste de la producción, los sueldos de los actores protagonistas... Son varios los motivos que pueden situar a una serie entre las más caras de la historia. La lista de las ficciones televisivas con mayor presupuesto se ha renovado en los últimos tiempos. La fuerte apuesta de plataformas como Netflix o canales como HBO por la producción propia de series ha hecho que varias de sus ficciones se sitúen entre las más caras de la historia. Así lo muestra una lista publicada por la revista Time en un vídeo de Coinage que recoge las siete series más caras de todos los tiempos.
En séptima posición en este listado aparece Sense8. La serie de ciencia ficción de Netflix escrita por las hermanas Wachowski y que se graba en diferentes partes del mundo tiene un presupuesto medio de 9 millones de dólares por episodio. Dos series de HBO continúan la lista, con 10 millones de dólares por capítulo: Roma y Juego de tronos. La primera fue cancelada tras dos temporadas, entre otros motivos, por su alto coste y escasa rentabilidad. Mucho más provechoso está siendo el negocio para HBO con Juego de tronos, todo un fenómeno mundial.
En cuarta posición se encuentra Friends, que también llegó a costar una media de 10 millones de dólares por episodio. En este caso, la causa de la elevada suma no era una producción especialmente costosa, sino los altos salarios de su reparto, que llegó a cobra un millón de dólares por episodio.


El tercer puesto es para Urgencias. La serie que hizo popular a George Clooney y que arrancó con un presupuesto medio de 1,9 millones de dólares por episodio, llegó a costar al final de sus 15 temporadas una media de 13 millones por capítulo.
En la cabeza de la lista se encuentran dos producciones de Netflix. En segundo lugar está The Get Down, creada por el cineasta Baz Luhrmann, y para la que Netflix destinó inicialmente 120 millones de dólares para su primera temporada, aunque parece que el presupuesto se disparó hasta llegar a unos 16 millones de dólares por capítulo. Sin embargo, esta cifra no hay forma de confirmarla porque Netflix no facilita los presupuestos de sus producciones.
The Get Down fue la serie más cara de la plataforma hasta que estrenó la británica The Crown. La serie basada en la vida de la reina Isabel II de Inglaterra contó, oficialmente, con un presupuesto de más de 130 millones de dólares. Según Time, la que fuera la ganadora del Globo de Oro al mejor drama de 2016 es la serie más cara de la historia. Hasta ahora.

La belleza rota de Lucia Berlin, póstuma y triunfante

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Lucia Berlin


La belleza rota de Lucia Berlin, póstuma y triunfante

domingo, 25 de diciembre de 2016

Roberto Careaga C.
Literatura
El Mercurio


Publicado el año pasado en inglés, y en 2016 en español, el libro "Manual para mujeres de la limpieza" recoge los mejores relatos de una autora prácticamente desconocida que ahora ha pasado a la primera línea de los cuentistas estadounidenses del siglo XX. 



Estaba sola, por eso Lucia Berlin empezó a escribir. Así al menos se los dijo a dos estudiantes de la Universidad de Colorado, Estados Unidos, en 1996, donde ella daba clases. A sus 60 años, tenía tres recopilaciones de cuentos publicados y, sin embargo, era casi una desconocida. Tras una vida llena de quiebres y abandonos, aunque también algo de esplendor y felicidad, Berlin había dejado de moverse. Instalada en la ciudad de Boulder, escribía y daba clases de literatura. Ya en ese tiempo arrastraba a todas partes un tubo de oxígeno: más que tanto fumar, fue la escoliosis la que terminó por dañarle un pulmón. Debía tener uno a su lado cuando le dijo a sus alumnos: "Empecé a escribir para arreglar la realidad".
Nacida en Alaska en 1936, Berlin creció siguiendo las destinaciones de su padre geólogo por Chile, México y diversos campamentos mineros de Estados Unidos. Aunque fue a fines de los 70 que empezó a forjar una obra, empezó a escribir a inicios de los 60 y, les dijo a sus alumnos en Colorado, fue para encontrar tranquilidad: "Cuando empecé a escribir estaba sola. Mi primer esposo me había dejado, echaba de menos mi casa, mis padres me repudiaban por haberme casado tan joven y luego divorciarme. Simplemente escribí para ir a casa. Era el lugar donde me sentía a salvo", contó, y añadió: "Escribo para arreglar en mi cabeza un momento o un hecho. Es por claridad emocional. Para ver lo que realmente siento por algo".
Hechos con retazos de su biografía, los cuentos de Berlin son historias de mujeres trabajadoras, con el dinero justo para criar a sus hijos, casi siempre golpeadas por abandonos y exceso de alcohol. Piezas de una memoria enhebrada por la pérdida, la amargura y la soledad que, sin embargo, nunca ceden al melodrama y, casi siempre, están escritos en un idioma luminoso y conmovedor. "Berlin es implacable, no se anda con contemplaciones, y aun así la brutalidad de la vida siempre queda atenuada por su compasión ante la fragilidad humana, por la inteligencia y la agudeza de esa voz narrativa, y su fino sentido del humor", anotó la escritora estadounidense Lydia Davis en el prólogo de "Manual para mujeres de la limpieza", una antología de sus cuentos que ha sacado a Berlin del secreto.
Publicado el año pasado en inglés, el volumen recoge 42 relatos que Berlin publicó en diversos libros. Impulsado por la propia Davis, y los escritores Stephen Emerson y Barry Gifford, apareció doce años después de su muerte, ocurrida justo el día en que cumplía 68 años. Y se transformó en un hito literario cuando The New York Times eligió a esa "reveladora colección" como uno de los cinco libros del año, "Manual para mujeres de la limpieza" corría en boca de autores y críticos como un descubrimiento formidable. "Hace un mes nadie sabía de Lucia Berlin", decía en agosto del 2015 Edmundo Paz Soldán. "Llegó a ganar un National Book Award y luego fue olvidada, hasta ahora, que aparece este libro para asegurarle un lugar de privilegio en la lista de grandes cuentistas norteamericanos. El aplauso ha sido unánime y merecido", añadía.
Tras años de publicar en pequeñas editoriales, Berlin fue lanzada al estrellato mundial póstumo por la poderosa editorial Farrar, Straus and Giroux y en 2016 "Manual para mujeres de la limpieza" apareció en español al alero de Alfaguara. Y sucedió lo mismo: sus relatos desgarbados, pero plagados de epifanías sedujeron a los lectores hispanos y el libro hoy aparece en casi todas las listas de recuentos del año, incluida la de El País. Un lector tan especializado en literatura estadounidense como el argentino Rodrigo Fresán llegó a escribir: "¿Estará mal decir que me parece mejor que Raymond Carver; que el desesperado sentido del humor de Berlin es más sentido que el del autor de 'Catedral'; que ese hombre jamás se atrevió a poner por escrito dentaduras postizas o bolsas de colostomía y brasieres que explotan o salas de emergencias y centralitas de hospital o lavaderos automáticos o prisiones o clínicas de abortos y de desintoxicación o asilos de ancianos con la 'gracia' de esta mujer?".
La emoción verdadera
Nacida como Lucia Brown, en 1958 la escritora se casó por segunda vez, con el saxofonista de jazz Buddy Berlin, y se quedó con su apellido. Instalados en Nueva York, vivió un fugaz inicio literario. Tuvo agente, publicó cuentos en la revista de Saul Bellow, The Noble Savage, llegó a escribir dos novelas (que destruyó) y siendo una joven promesa ligeramente conocida en el ambiente neoyorquino, se paseaba por el Greenwich Village mientras Ginsberg y Kerouac asistían a los recitales de John Coltrane y Ornette Coleman. "Una era excitante", dijo en una entrevista para la revista Gargoyle en 1990, en la que justo después le preguntaron por qué había dejado de escribir por 25 años: "Sí, paré de escribir, me casé tres veces, tuve cuatro hijos. Mi último divorcio fue en 1970. Crié cuatro hijos sola, enseñé en colegios, fui cada vez más alcohólica", respondió.
Berlin publicó 76 cuentos, en revistas y libros, y casi todos fueron recogidos en tres volúmenes "Homesick" (1990), "So long" (1993) y "Where I live now" (1999). De aquellos, los que fueron antologados en "Manual para mujeres de la limpieza" pueden leerse como gran relato de su existencia: la historia de una adolescente estadounidense criada con la aristocracia chilena en los 50, que luego deambula entre matrimonios que fracasan, tiene una serie de trabajos temporales en consultas médicas, haciendo la limpieza en casas particulares, como profesora, y lidia con un alcoholismo que, por ejemplo, la despierta a las cuatro de la mañana y la hace caminar cuadras para comprar una botella de vodka que bebe mezclada con jugo de grosellas mientras prepara el desayuno para sus hijos antes que se vayan al colegio. A esa narradora, que casi siempre podría ser la misma Berlin, la acechan los recuerdos de Chile y México, su madre inaccesible y frustrada, su abuelo alcohólico y abusador. Nunca la movió la amargura.
"Mis cuentos parecen sobre mí, pero usualmente es cuando siento amor hacia otras personas que vienen los cuentos. No puedo escribir pensando en mí todo el tiempo. Creo que se trata de un estado muy espiritual. Es casi como una religión. Suena cursi, pero es como rezar o cantar un himno o algo así. Y si me siento mal, no voy a escribir. Necesito estar en un estado muy positivo", dijo Berlin en esa entrevista en 1996 en Colorado. Y agregó: "Simplemente escribo lo que me parece emocionalmente verdad. Para sentir emocionalmente la verdad. Así fluye el ritmo y creo que la belleza, porque estás viendo con claridad".
Berlin contaba que desde niña les relataba historias a todos quienes quisieran escucharla. "Deja que te cuente mi aventura", era su frase típica según sus compañeras en el Santiago College, y así lo anotaron en anuario del último año. Pero formación literaria nunca tuvo, salvo la lectura. Los cuentos de Chejov fueron su modelo, como también la poesía estadounidense, especialmente de William Carlos William y Robert Creeley. "Aprendí de ellos a escribir con la mayor claridad y simpleza posible, al estilo del modo de hablar americano. Escribir desde la vida real, sin embellecerla. Creo que esa fue la mayor influencia que tuve. Me ayudó como joven escritora a no presumir, evitar lo romántico y a no intentar ser divertida, solo dejar que la historia sea ella misma", contó.
Sin instrucción formal en la escritura, ahora Berlin ha sido situada en torno al realismo sucio estadounidense de los 70 y 80. Y, por supuesto, junto a Raymond Carver, a quien ella veía como un par. "Escribía como él incluso antes de leerlo. Nuestros estilos vienen de nuestras raíces similares. No muestres tus sentimientos. No llores. No dejes que nadie te conozca, blablablá", dijo la autora. Pero allá donde Carver es puro control y frialdad, Berlin escribe con soltura, casi de manera intuitiva y no es raro que sus finales sean menos golpes de efecto que puertas abiertas. Pero ingenua no era: en el relato "Punto de vista", la narradora es justamente una escritora que nos va contando cómo enfrentar a los personajes del cuento que escribe, desde dónde construirlos y qué perspectiva asumir. Es un alarde técnico, y una forma no tradicional para involucrar al lector.
La ambición póstuma
"Lucia Berlin conquista por la soltura de su prosa, su irónica mirada sobre lo humano y su carga autobiográfica, que la torna entrañable", asegura el dramaturgo chileno Marco Antonio de la Parra, otro seducido por la autora. Mientras que el periodista Héctor Soto añade: "Sus relatos son raros, aparentemente desestructurados y desafiantes. Sus personajes son gente dañada, pero al mismo tiempo fuertes y con cero autocompasión. Estos magníficos cuentos desafían muchas de las convenciones del género. E invariablemente salen triunfantes. 'Manual para mujeres de la limpieza' revela a una autora excepcional".
Según Soto, el caso de Berlin recuerda al de John Williams, un autor olvidado y hoy aclamado por una novela que publicó en 1965, "Stoner". Aunque Williams tuvo cierto éxito , la carrera de Berlin fue pura discreción y rechazo: su cuento "Manual para mujeres de la limpieza" fue rechazado en revistas 13 veces. Para el narrador argentino Patricio Pron, se trata de algo no solo literario: "Su exclusión hasta este año de la lista de los grandes cuentistas norteamericanos ratifica al menos parcialmente que los excluidos (no solo) de la literatura son siempre los mismos: pobres, homosexuales, inmigrantes, negros, mujeres. Lucia Berlin fue mujer y fue pobre, y esa doble condición la excluyó pese a la evidencia (constatable por fin para quien lo desee también en español) de que se trató de una de las mejores autoras estadounidenses de relatos del siglo XX", escribió en Revista Ñ de Clarín.
"Siempre he tenido fe en que los mejores escritores tarde o temprano suben, como la nata montada, y acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe: se hablará de su obra, se les citará, se comentarán en clase, se llevarán a escena, al cine, se les pondrá música a sus textos, se recogerán en antologías. Quizá con el presente volumen, Lucia Berlin empiece a recibir la atención que merece", escribió Lydia Davis.
Aunque a Berlin que no le interesó nunca ganar dinero con lo que escribía ni tampoco lograr elogios de The New York Times, sí pensaba en el futuro: "Me encanta la idea de que quizás me lean en mucho tiempo. Me encanta la idea de que alguna niña vaya a la biblioteca un día y descubra uno de mis libros. De alguna forma, soy muy ambiciosa", aseguró.
"Cuando empecé a escribir estaba sola. Escribí para ir a casa. Era el lugar donde me sentía a salvo", dijo Berlin.
"Siempre he tenido fe en que los mejores escritores acaban por cosechar el reconocimiento que se les debe", dijo Lydia Davis sobre Berlin.





Lucia Berlin / Luto

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Lucia Berlin
Luto

   



Me encantan las casas, todas las cosas que me cuentan, así que esa es una razón de que no me importe trabajar como mujer de la limpieza. Se parece mucho a leer un libro.
He estado trabajando para Arlene, de la inmobiliaria Central. Limpiando casas vacías, sobre todo, pero incluso las casas vacías tienen historias, pistas. Una carta de amor en el fondo de un armario, botellas de whisky vacías escondidas detrás de la secadora, listas de la compra..."Por favor trae detergente Tide, un paquete de linguine verdes y un pack de seis Coors. No pensaba en serio lo que dije anoche."

Últimamente he limpiado casas en las que alguien acababa de morir. Limpiar y acabar de clasificar las cosas para que la gente se las lleve o las done a la caridad. Arlene siempre pregunta si tiene ropa o libros para el Hogar de los Padres Judíos, que es donde está Sadie, su madre. Han sido trabajos deprimentes. O los familiares lo quieren todo y se pelean por las cosas más insignificantes (unos tirantes viejos y raídos, o un tazón), o ninguno quiere saber nada de lo que hay en la casa, así que solo he de meterlo todo en cajas. En ambos casos lo triste es qué poco se tarda. Piensa en ello. si murieras...podría deshacerme de todas tus pertenencias en dos horas como máximo.
La semana pasada limpié la casa de un cartero negro muy mayor. Arlene lo conocía, había estado postrado en cama con diabetes hasta que murió de un ataque al corazón. Había sido un viejo mezquino, severo, me dijo, uno de los patriarcas de la iglesia. Era viudo; su mujer había muerto diez años antes. Su hija era amiga de Arlene, una activista política, en el comité educativo de Los Ángeles.

-Ha hecho mucho por la educación y el derecho a la vivienda en la comunidad negra. Es una tipa dura -dijo Arlene, así que debía de serlo, porque eso es lo que dice siempre la gente de Arlene. El hijo es cliente de Arlene, y otra historia. Abogado del distrito en Seattle, es dueño de propiedades inmobiliarias en todo Oakland-. No diré que sea el amo de los suburbios, pero...

El hijo y la hija no llegaron hasta última hora de la mañana, pero yo ya sabía mucho de ellos, por lo que Arlene me había contado, y por otras pistas.. Cuando entré reinaba ese silencio que retumba en las casas donde no hay nadie, donde alguien acaba de morir. La vivienda estaba en un barrio decadente en Oakland Oeste. Parecía una pequeña granja, limpia y bonita, con un balcón en el porche, un jardín cuidado con rosales leñosos y azaleas. La mayoría de las casas alrededor tenían las ventanas condenadas con tablones, grafitis pintados. Viejos borrachines me observaban desde los escalones combados de un porche; camellos jóvenes vendían crack en las esquinas o sentados en los coches.

Dentro, también, la casa parecía un mundo aparte del barrio, con cortinas de visillo, muebles lustrosos de roble. el anciano había pasado mucho tiempo en una gran galería acristalada de la parte trasera de la casa, en una cama de hospital y una silla de ruedas. En las repisas de las ventanas se apiñaban helechos y violetas africanas, y cuatro o cinco comederos justo al otro lado del vidrio, para los pájaros. Un televisor enorme, un vídeo, un reproductor de CD; regalos de sus hijos, supuse. En la chimenea había un retrato de bodas: el hombre de esmoquin, con el pelo peinado hacia atrás y un bigotillo de lápiz; la esposa era joven y preciosa. Ambos posaban solemnes. Una fotografía de ella, vieja con el pelo blanco, pero con una sonrisa, ojos sonrientes. Solemnes también los hijos en las fotos de graduación, guapos los dos, seguros, arrogantes. La foto de bodas del hijo. Una bella novia rubia de satén blanco. Luego los dos en otra foto con una chiquilla, de un año más o menos. Una foto de la hija con el congresista Ron Dellums. En la mesilla de noche había una tarjeta que empezaba: "Perdona, tuve demasiado lío para ir a Oakland en Navidad...", que podría haber sido de cualquiera de los dos. La Biblia del anciano estaba abierta por el Salmo 104. "Él mira la tierra, y ella tiembla; toca los montes y humean."

Antes de que llegaran limpié los dormitorios y el cuarto de baño de arriba. No había gran cosa, pero lo que encontré en los armarios y el mueble de la ropa blanca lo amontoné ne distintas pilas sobre una de las camas. Estaba limpiando las escaleras, apagué el aspirador cuando entraron. Él fue cordial, me estrechó la mano; ella se limitó a inclinar la cabeza y subió las escaleras.Debían de venir directamente del funeral. Él llevaba un traje negro de tres piezas con una fina raya dorada; ella iba con un conjunto de cachemira gris y una chaqueta de ante del mismo color. Ambos eran altos, guapísimos. Ella se había recogido el pelo en un moño tirante. No sonrió en ningún momento. Él no dejó de sonreír.

Los seguí a las habitaciones. Él cogió un espejo ovalado con un marco de madera tallada. No quisieron nada más. Les pregunté si podían donar algo al Hogar de los Padres Judíos. Ella me escrutó con sus ojos negros.

-¿Te parecemos judíos?

Él se apresuró a explicarme que la gente de la iglesia Baptista Rosa de Sarón pasaría más tarde a recoger todo lo que dejaran. Y del servicio de material clínico a por la cama y la silla de ruedas. Mejor me pagaban ya, dijo sacando cuatro billetes de veinte de un grueso fajo que sujetaba con una pinza plateada. Me pidió que cunado terminará cerrara la casa y le dejara la llave a Arlene.

Me puse a limpiar la cocina mientras ellos estaban en la galería. El hijo cogió el retrato de bodas de sus padres, y sus fotos. Ella quería la foto de su madre. Él también la quería, pero dijo: No, quédatela. Se quedó con la Biblia; ella con la foto donde salía con Ron Dellums. entre las dos lo ayudamos a cargar el televisor, el vídeo y el reproductor de CD al maletero de su Mercedes.

-Dios, es horrible ver cómo está el barrio ahora- dijo él.

Ella no dijo nada. Creo que ni siquiera había echado un vistazo. Al volver dentro, se sentó en la galería y miró alrededor.
-No puedo imaginar a papá mirando los pájaros, o cuidando las plantas -dijo.

-Es raro, ¿no? Aunque creo que nunca he llegado a conocerlo de verdad.

-Él era el que nos ponía firmes.

-Recuerdo cuando te dio una azotaina por sacar un aprobado en matemáticas.

-No -dijo ella-, saqué un bien. Un bien alto. A él nada le parecía suficiente.

-Ya lo sé. Aun así...desearía haber venido a verle más menudo. Me horroriza pensar cuándo estuve aquí por última vez...Sí, lo llamaba mucho, pero...

Ella lo interrumpió, diciéndole que no se culpara, y luego coincidieron en que había sido imposible que su padre viviera con cualquiera de los dos, con lo absorbidos que ambos estaban por el trabajo. Procuraban darse la razón, pero se notaba que les pesaba.

Y yo soy una bocazas. Ojalá me hubiera callado.

-Esta galería es tan agradable...-dije de pronto-. Parece que vuestro padre era feliz aquí.

-¿Verdad que sí?-dijo el hijo sonriéndome, pero la hija me lanzó una mirada penetrante.

-No es asunto tuyo si era feliz o no.

-Lo siento -dije. Siento no poder soltarte un bofetón bruja malvada.

-No me iría mal un trago -intervino el hijo.-Aunque seguramente en casa no haya nada.

-Le mostré el armario donde había brandy y un poco de licor de menta y jerez. Les sugerí que pasaran a la cocina para revisar los armarios y enseñarles las cosas antes de meterlas en cajas. Se trasladaron a la mesa de la cocina. Él sirvió dos grandes copas de brandy, una para cada uno. Bebieron y fumaron Kools mientras yo vaciaba los armarios. Ninguno de los dos quiso nada, así que acabé rápido.

-También hay algunas cosas en la alacena...-Lo sabía porque les había echado el ojo. Una plancha antigua con el mango de madera tallada y el armazón de hierro forjado.

-¡Esa la quiero yo!- dijeron a la vez.


-¿Vuestra madre la usaba para planchar?-le pregunté al hijo.

-No la hacía para hacer sánwiches tostados de jamón y queso. Y con la carne en conserva para prensarla.

-Siempre me había preguntado cuál era el truco...-dije, yéndome otra vez de la lengua, pero me callé al ver que la hermana me echaba otra mirada de las suyas.


Un viejo rodillo de amasar, suave por el uso, sedoso.

-¡Lo quiero!-exclamaron los dos. 

Entonces ella sí se rió. El alcohol, el calor de la cocina le habían aflojado un poco el peinado, varios mechones se le ensortijaban alrededor de la cara, ahora brillante. Se le había ido el pintalabios; parecía la chica de la foto de graduación. Él se quitó la chaqueta y la corbata, se remangó la camisa. Ella me sorprendió admirando su magnífica complexión y me lanzó aquella mirada asesina. 

Justo entonces llegaron los empleados de Western Medical Supply a recoger la cama y la silla de ruedas. Los acompañé a la galería, abrí la puerta de atrás. Cuando volví, el hermano había servido otro brandy en cada copa. Estaba inclinado hacia su hermana.

-Haz las paces con nosotros -le decía-. Ven a pasar un fin de semana, así podrás conocer mejor a Debbie. Y a Latania ni siquiera la conoces. Es preciosa, idéntica a ti. Por favor.

Ella guardó silencio, pero pude ver que la muerte empezaba a ablandarla. La muerte cura, nos dice que perdonemos, nos recuerda que no queremos morir solos.

Asintió.

-Iré- dijo.

-¡Ah, eso es estupendo! -dijo él.Puso una mano en la de su hermana, pero ella retrocedió, apartó la mano y asió la mesa como una garra rígida.

Qué fría eres malvada, dije. No en voz alta. en voz alta dije:

-Apuesto a que aquí hay algo que los dos vais a querer...

Una plancha de acero antigua para hacer gofres, muy pesada. Mi abuela Mamie tenía una. No hay nada como esos gofres. Crujientes y dorados por fuera y tiernos por dentro. Puse la plancha entre los dos.

Ella sonrió.

-¡Eh, esa es para mí!

Él se echó a reír.

-Vas a tener que pagar una fortuna por exceso de equipaje.

-No me importa. ¿Te acuerdas de que mamá nos preparaba gofres cuando estábamos enfermos? ¿Con auténtico sirope de arce?

-El día de San Valentín los hacía con forma de corazón.

-Solo que nunca parecían corazones.

- No, pero le decíamos: "Mamá, ¡te han salido corazones perfectos!"

-Con fresas y nata montada.

Entonces saqué otras cosas, fuentes de horno y cajas de frascos para conservas que no eran interesantes. La última caja, en el estante más alto, la dejé encima de la mesa.

Delantales. De los antiguos, con peto. Cosidos a mano, bordados con pájaros y flores. Paños de cocina, también bordados. Todos hechos con la tela de los sacos de harina o retales de ropa vieja. Suaves y descoloridos, con olor a vainilla y clavo.
-¡Este lo hizo con el vestido que llevé el primer día de colegio en cuarto de primaria!

La hermana empezó a desplegar los delantales y los paños uno por uno, tendiéndolos sobre la mesa. Oh. Oh, repetía. Le caían lágrimas por las mejillas. Recogió todos los delantales y los paños y los estrechó contra su pecho.

-¡Mamá! -gritó-. ¡Ay, mamá querida!

El hermano también estaba llorando, y fue hacia ella. La abrazó, y ella dejó que la abrazara, que la meciera. Salí de la cocina y por la puerta de atrás.

Estaba todavía sentada en las escaleras cuando un camión aparcó delante y se bajaron tres hombres de la iglesia baptista. Los acompañé hasta la puerta de la entrada y a la planta de arriba, y les dije que podían llevárselo todo. Ayudé a uno con las cosas de arriba, y luego lo ayudé a cargar lo que había en el garaje, herramientas y rastrillos, una segadora para cortar el césped y una carretilla.

Bueno, pues ya está -dijo uno de los hombres.

El camión reculó para dar la vuelta y saludaron con la mano al irse. Volví adentro. La casa estaba en silencio. Los dos hermanos se habían ido. Entonces barrí y me marché, cerrando con llave las puertas de la casa vacía.

Lucia Berlin,
Manual para mujeres de la limpieza,



Marion Cotillard III

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LAS MUJEREMÁS BELLADEL MUNDO

Marion Cotillard III

















































Marian Cotillard transforma sus labios

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Marion Cotillard

Marian Cotillard transforma sus labios

La actriz ha publicado en su Instagram tres fotos con su nueva imagen

EL PAÍS
Madrid
8 MAR 2017 - 04:44 COT






Marian Cotillard siempre se ha mostrado contraria a la cirugía estética por eso ha sorprendido su cambio radical del que ella misma ha presumido en la redes sociales. La actriz francesa aparece con unos labios carnosos que no tienen nada que ver con los suyos naturales. Las tres fotos que Cotillard ha publicado en menos de 24 horas por las que cualquiera diría que ha sido mal intervenida de cirugía plástica corresponden en realidad a una obligada caracterización para su próximo papel en el cine en la película Rock'n Roll.







La cinta está dirigida, escrita y coprotagonizada por Guillaume Canet, su pareja. En ella muestran su día a día y se interpretan a sí mismos.





Además de Cotillard y Canet, el reparto cuenta también con la aparición de glorias del cine francés como Philippe Lefebvre, Gilles Lellouche y Johnny Hallyday.





La actriz es muy celosa de su intimidad aunque el pasado otoño tuvo que salir a desmentir ser la causa del divorcio de Brad Pitt y Angelina Jolie.
Cotillard es imagen de Christian Dior y combate como activista para UNICEF, contra el riesgo de extinción del tigre de Sumatra y, sobre todo, en defensa del medioambiente. También denuncia el “horror” que le provoca el Frente Nacional de Marine Le Pen.



Muere el poeta Derek Walcott, premio Nobel de Literatura

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Muere el poeta Derek Walcott, premio Nobel de Literatura


El escritor ha fallecido a los 87 años en su casa de la isla de Santa Lucía tras una larga enfermedad


ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA
17 MAR 2017 - 20:45 CET
"Las biografías de poetas difícilmente son creíbles", escribió en una inolvidable página Derek Walcott, fallecido hoy a los 87 años. Menos creíbles todavía resultarían, en rigor, los perfiles rápidos y apresurados de poetas cuya riqueza, complejidad y luminosidad se vuelven inapresables en unas palabras urgentes que se quisieran mínimamente justas. El caso del propio Derek Walcott, que recibió el Nobel de Literatura en 1992, es un buen ejemplo de ello: no es fácil, no es ni siquiera posible, resumir el sentido de una escritura de largo y muy fecundo recorrido tanto en la poesía como en el teatro, y que incluso en el ensayo crítico mostró una absoluta singularidad. Véase, en este sentido, su libro de 1998 What the Twilight Says (traducido entre nosotros dos años más tarde como La voz del crepúsculo por Catalina Martínez Muñoz), en el que el poeta caribeño examina las obras de, entre otros, Ted Hugues, Les Murray, V. S. Naipaul o Ernest Hemingway.

Nacido en la isla de Santa Lucía en 1931, Walcott tuvo tiempo de escribir una obra muy extensa y variada, llena de matices, y que supo ofrecer —como la de otro caribeño, Saint-John Perse— una versión personalísima de la cultura de su territorio natal. Pero, curiosamente —admirador como era de Giorgione y de Cézanne—, al principio se dio a conocer como pintor; una lengua, de la pintura, que dejó larga huella en su obra literaria. La radical plasticidad de su visión del mundo pudo ser observada desde su primer libro, 25 Poems, en 1948, y quedó confirmada en 1962 con la edición de su primera gran recopilación poética, In a Green Night (En una noche verde), título procedente de un verso del metafísico inglés Andrew Marvell en el que este habla de las relucientes naranjas de las Bermudas como lámparas doradas en la noche verde del árbol (like golden lamps in a green night). Pocas imágenes más apropiadas para simbolizar una obra poética caracterizada por la abundancia, la variedad, el colorido de la cornucopia. Nunca abandonó la pintura: en el año 2000 reunió todas sus acuarelas en Tiepolo’s Hound (El sabueso de Tiepolo).
Desde In a Green Night hasta White Egrets (Penachos blancos), de 2010, se extiende una escritura atravesada por la seducción de la geografía y por lo que el mismo Walcott llamó "el murmullo" de la historia. Libros suyos como, entre otros, Another Life (Otra vida), de 1973, o The Arkansas Testament (El testamento de Arkansas), de 1987, que en España tradujeron Antonio Resines y Herminia Bevia, muestran una concepción de la palabra poética como fusión de pasado y presente, de instantaneidad y eternidad, de territorialidad y extraterritorialidad. "La poesía —escribió— es una isla que se desgaja del continente". Conviene subrayar el profundo sentido del sentimiento de la insularidad que preside toda esta obra poética, y que es visible incluso en el libro más conocido del autor, Omeros, de 1990, traducido en 1994 por José Luis Rivas, a quien se debe igualmente la versión de Midsummer (Pleno verano). Ya desde su misma concepción poética, Omeros parece un imposible creador: una épica renacida en el siglo XX que traslada la visión de la vieja historia mítica a pescadores del Caribe, con una Helena que ahora es una criada negra y un Ulises que va en busca de sus raíces y sus antepasados en la costa occidental de África, todo ello desde el punto de vista de un narrador aprendiz de brujo, trasunto del poeta, un Walcott-Homero ya no ciego, sino poseedor de una mirada llena de la hiriente luz caribeña.
Leí por vez primera a Walcott en 1987 en la revista mexicana Vuelta, dirigida por Octavio Paz. El poema se llamaba El mar es historia, traducido por Rafael Vargas. El título, revelador, constituye toda una poética. Y nombro siempre a los traductores porque nunca debe olvidarse la importancia de la traducción en el proceso de la transmisión poética. En España, si no me equivoco, fue pionera la antología Islas, traducida en 1993 por José Carlos Llop. Yo mismo me atreví con algún poema, Islands, que recogí en mi Cuaderno de las islas, un poema en el que se lee que "las islas pueden solamente existir si hemos amado en ellas".
En la primavera de 2001, Walcott visitó Madrid y dio algunas lecturas públicas de su obra. Fueron recordadas en esa ocasión unas palabras de Joseph Brodsky: "La poesía de Walcott representa la fusión de dos versiones fieles del infinito: el lenguaje y el océano. Y el padre común de ambos es el tiempo". Desde un tiempo sin tiempo, decimos adiós a Derek Walcott en su verde noche caribeña.












EL CARIBE MARCÓ SU VIDA Y SU OBRA


Derek Walcott nació y murió en la isla de Santa Lucía (1930 -2017). Descendiente de esclavos negros e hijo de un pintor británico blanco, el mar Caribe marcó la vida y la carrera del poeta y dramaturgo que unió la tradición antillana con la poesía. Prueba de ello es Omeros (1990), una de sus obras más conocidas en la que reinterpreta la Ilíada la traslada al Caribe.
De 1959 a 1976 dirigió el Taller de Teatro de Trinidad, que él mismo fundó y donde estrenó algunas de sus primeras obras teatrales.
Escribió más de 15 poemarios, entre los que destacan Otra vida (1973), Uvas de mar (1976), El viajero afortunado (1981), El testamento de Arkansas (1987) y como dramaturgo es destacable su Sueño en la montaña del mono (1970).
En 1992 recibió el Premio Nobel de Literatura “por una obra poética de gran luminosidad, con una visión histórica, fruto de un compromiso multicultural”. Poco después, la Unesco lo nombró miembro de la Comisión Mundial de la Cultura y el Desarrollo.

EL PAÍS


Derek Walcott / El amor después del amor

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Derek Walcott

Derel Walcott
EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR
Llegará el momento en que, con alegría,
te saludarás al llegar a tu propia puerta
a tu propio espejo
y te sonreirás ante tu bienvenida,
y te dirás siéntate aquí, come.
De nuevo amarás al extraño que tú eras.
Sirve vino. Sirve pan
devuelve tu corazón a él mismo,
al desconocido que te amó toda tu vida,
a quien ignoraste por causa de otro.
Quita las cartas de la estantería,
las fotos, las desesperadas notas,
despega tu propia imagen del espejo.
Siéntate. Festeja tu vida.


Willa Cather / La casa del profesor / Reseña

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Willa Cather
LA CASA DEL PROFESOR

La grosera invasión del mterialismo


28 ENE 2016 - 20:13 CET
Por JOSÉ MARÍA GUELBENZU

"En 1923 Willa Cather publica Una dama extraviada (editorial Alba) y en 1925 La casa del profesor; ambas, novelas cortas; en ambas, una Willa Cather en la cumbre de su arte narrativo. Antes de estas dos, en 1918, había publicado una obra maestra: Mi Ántonia (Alba); después de ellas aparecería, en 1927, La muerte llama al arzobispo (Cátedra), otra obra maestra. Estos cuatro títulos colocan a la señora Cather en lo más alto de la narrativa norteamericana del siglo XX. No es casualidad que La casa… y Una dama… tengan un tema en común: la decadencia social de los nobles ideales. El drama vital del profesor St. Peter es que no soporta la grosera invasión del materialismo en la vida norteamericana. Ha publicado con éxito los cuatro primeros volúmenes de su obra magna, Aventureros españoles en Norteamérica, y su esposa le ha animado a comprar una casa nueva y adentrarse en el mundo del éxito y el dinero. Su hija mayor, Rosamond, ha contraído matrimonio con un animoso oportunista que se ha hecho rico al explotar la patente del trabajo de investigación de un alumno de St. Peter, Tom Outland. Tom fue acogido por la familia hasta su muerte en el frente en la I Guerra Mundial. La menor, Kitty, se ha casado a su vez con un hombre con talento al que el éxito le hace perder la exigencia intelectual". 





Antonio Gamoneda / La prisión transparente / Reseña

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Antonio Gamoneda

LA PRISION TRANSPARENTE


Nesciencia

En su último libro 'La prisión transparente' Antonio Gamoneda roe el hueso de lo existencial


FRANCISCO CALVO SERRALLER
14 FEB 2017 - 09:36 COT

En su recientemente publicado libro de poemas con el título La prisión transparente (Vaso Roto), Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) se entrega a esa extrema sabiduría invernal del no saber, un ascético ejercicio de despojamiento de todo lo circunstancial y aleatorio, quizás en busca del puro hueso de lo existencial. En este sentido, la prisión transparente es una especie de cárcel del espíritu que se retrae y recoge. La concisa fórmula elegida por este poeta como letanía verbal es un “no sé”, pero que se repite gráficamente en forma vertical, aunque, no pocas veces, en diagonal, lo que produce un efecto visual escalonado, siempre quedando en el aire lo que cada peldaño tiene de ascenso y descenso. Me parece muy importante la incertidumbre de esta conjugación interlineal tan sucinta por lo que tiene de escansión rítmica, que anima esta reflexión extrema sobre lo despojado, y por lo que este intervalo genera de distanciamiento entre la negación y la sapiencia, produciendo de esta manera un mutuo desequilibrio entre ambos términos. Se enclava esta “negación de la negación”, a mi modo de entender, en la médula histórica de la mejor poesía española, entre Juan de la Cruz y Quevedo, ambos ardientes prisioneros de sí mismos en pos de liberadora humillación, que es el retorno a la tierra, lo original del origen.
Le cabe al arte, en un mundo alocadamente afirmativo como el nuestro, el recurso de la negación, pero sin entregarse al nihilismo. Es lo que se expresa con el poder de su no poder, como el pensamiento se hace sabio mediante su inutilidad: una acción retroactiva tan necesaria en un hoy tan estúpidamente pragmático que lo devora todo menos lo fundamental. Gamoneda como poeta se ha sustraído de este apocamiento, pero ahora, en su ya alta edad, quiere rendirse cuentas royendo el hueso de lo existencial hasta el fondo, encerrándose en su cristalina prisión, privándose hasta de la menor hipérbole.
Le resta en esta tarea de librarse de las excrecencias de sí mismo, y así atisbar mejor lo que queda de sí, la voluntad erótica, una operación comprometidamente dolorosa por transitiva. Se abandona todo en este tránsito en pos de recuperar la inocencia perdida. “No obstante, / hay solución;” —escribe Gamoneda— “sí, / hay solución universal pero, no obstante, hay también / efectivamente, hay en mí / en imprudente analogía (con la verdad se entiende), un pensamiento / que excede las negaciones y las afirmaciones; excede, incluso, la / veracidad de los espejos. / Voy/ a decirlo: / Yo / amo”.
Este fervor amoroso, injustificado e injustificable, se mantiene en vilo, como la infernal diagonal del dolor del Cristo suplicante en el Huerto de los Olivos sin obtener respuesta, pero también en la esperanzada ascensión celeste de Jacob. No sé yo tampoco cuál es el enigma de esta senda vertical hollada por Gamoneda, pero comparto, conmovida, su verdad, la de su prisión transparente.

Alan Sillitoe / La soledad del corredor de fondo / Reseña

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Alan Sillitoe
LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO
Por Guzmán Urrero
Son dos metáforas de la época: la Inglaterra de porcelana blanca y los muros de ladrillo de las casas de clase obrera. En La soledad del corredor de fondo (1959), Alan Sillitoe definió el cortocircuito entre ambos mundos, deteniéndose en ese presente feroz de las barriadas, habitualmente dominadas por dos dioses atávicos: la furia y la necesidad.
Colin Smith, el narrador y protagonista del relato que da título –y fama– al volumen, sabe que Nottingham no ofrece grandes perspectivas a un chico como él, habituado a moverse en los márgenes, con la lógica de la violencia y la represión colonizando el entorno. Colin practica el atletismo desde que lo internaron en el reformatorio, pero la suya no es una historia de superación deportiva ni un cantar de gesta barriobajero.
En realidad, la ira y la frustración siempre acaban necesitando válvulas de escape, y eso no suele traer nada bueno. Cuando el director del reformatorio le sermonea para que sea honrado, el chaval se ríe. Qué remedio. La dignidad está en otra parte. ¿Que de dónde saca el coraje? De las tripas, por supuesto.
Colin solo tiene diecisiete años, pero la posibilidad de un futuro prometedor hace tiempo que se esfumó para él. Cada punto de giro en su vida acaba dependiendo de la fortuna. "No –refunfuña Colin en un momento dado–: lo que trato de meterme en esta cabezota de corredor es que no había derecho a que mi suerte me dejase colgado justo cuando estaba logrando hacer creer a los polis que a fin de cuentas no era de los que hacía trastadas".
La prosa de Sillitoe nos levanta del suelo y nos deja caer. Quien haya visto la adaptación cinematográfica rodada en 1962 porTony Richardson –inolvidable Tom Courtenay, un corredor enloquecido bajo los árboles, con música jazzística de fondo–, quien se haya dejado seducir por esa película, decía, se hará a la idea de cómo funciona el universo que nos propone este libro: la vida trash, los prejuicios, los daños colaterales de la industrialización, la ubicuidad del delito, las ilusiones laboristas, el clasismo, los simulacros de la felicidad, la desconfianza, los rituales del grupo, las barriadas edificadas sobre la devastación de los bombardeos... y también, ¿por qué no?, todo lo que eso implica. Por ejemplo, las tensiones que deben aflorar y ser resueltas en la calle y sobre todo, el vacío existencial. O el simple aislamiento. Ya saben: me refiero a esos momentos en que uno no tiene ni un mísero cigarrillo que llevarse a la boca.
Entre los sellos distintivos de los Angry Young Men figuran la masculinidad y la misoginia que reflejaron en sus tramas. Hay ejemplos de ello en los cuentos de Sillitoe. Por lo demás, su beligerancia social y su claridad de ideas son propias de un autor que evoca un paisaje obrero que conoce desde niño.
¿Antihéroes? Podríamos hacer un catálogo de ellos a partir de los nueve relatos de este libro. En todo caso, más allá de la denuncia y del desgarro, los cuentos de Sillitoe ofrecen una lectura fascinante, que no decepciona ni en una sola página. Háganme caso y no desaprovechen la ocasión.
Sinopsis
Un libro de ruptura generacional, cumbre de la literatura británica del XX, que ejemplifica a la perfección el carácter del rebelde sin causa.
Colin Smith es un joven de clase obrera que vive en un barrio de Nottingham con su madre viuda, el amante de esta y sus tres hermanos pequeños. Su vida no es ejemplar, pero lo será aún menos cuando robe una panadería y acabe en un reformatorio. Una vez allí, se aficiona a correr y, gracias a sus cualidades como atleta, obtiene unos privilegios que no desea para sí. Hasta que finalmente tendrá que elegir entre el éxito como héroe deportivo y la soledad del corredor de fondo.
En este volumen, con nueva traducción de Mercedes Cebrián, se reúne una descarnada colección de relatos centrados en el sombrío aislamiento de la clase obrera, en los pequeños delitos que se cometen para salir adelante y en la profunda ira que domina a los habitantes de las ciudades industriales, abocadas a la desesperación. Una realidad que sigue hoy tan vigente como lo fuera hace más de medio siglo.
Alan Sillitoe (Nottingham, 1982 - Londres, 2010) nació en Nottingham en 1928, en el seno de una familia de clase obrera. Abandonó los estudios a los catorce años y poco después entró a trabajar en la fábrica de bicicletas Raleigh, en Nottingham, al igual que lo había hecho su padre.
En 1946 se unió a la Royal Air Force y trabajó como operador de radio en Malasia. Regresó a Inglaterra tras contraer la tuberculosis y tuvo que guardar cama en un hospital durante casi año y medio, lo que le permitió dedicarse a la lectura. Gracias a una exigua pensión del ejército, pasó los siguientes siete años deambulando entre Francia y España. Fue a mediados de los cincuenta, en la isla de Mallorca, cuando empezó a escribir, animado por el poeta Robert Graves. Ya por entonces había conocido a la que sería su compañera de por vida, la poeta norteamericana Ruth Fainlight.
Su primera novela, Sábado por la noche y domingo por la mañana, fue publicada en 1958, y adaptada a la gran pantalla porKarel Reisz en 1960, con Albert Finney en el papel de Arthur Seaton.
Su libro de relatos La soledad del corredor de fondo, publicado en 1959, terminaría por confirmar a Sillitoe como uno de los más importantes narradores de su generación. Escribió más de cincuenta obras, incluyendo poesía, teatro y cuentos para niños, además de veinticinco novelas. En 1995 publicó su autobiografía, Life without Armour.
En 1997 fue elegido miembro de la Royal Society of Literature. Murió el 25 de abril de 2010 en el Hospital Charing Cross de Londres, tras una larga batalla contra el cáncer.





Triunfo Arciniegas / Tío Coyote y el hueso de cabra

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Triunfo Arciniegas
TÍO COYOTE Y EL HUESO DE CABRA

El rabipelado y el coyote se encontraron en el bosque. El rabipelado estaba contento porque la suerte por fin le sonreía, pero el coyote llevaba casi una semana sin comer y se veía bastante mal.
–Ya se te asoman los huesos, Tío Coyote –dijo el rabipelado–. Con esa pinta nunca vas a conseguir novia.
–Tío Rabipelado, me pondré bien apenas coma –dijo el coyote–. Pero tú seguirás con ese rabo pelado aunque te comas un elefante. Eres el bicho más feo del universo.
–Con este rabo pelado, Tío Coyote, tengo más suerte que tú.
–Algún día serás mi cena, Tío Rabipelado, aunque después vomite.
–No me amenaces, Tío Coyote, y cuida tus pelos.
–¿Quién se atreverá a tocarme un pelo? –dijo el coyote–. Aún no ha nacido el triste rabipelado que me haga temblar.
–Puede que no, puede sí –dijo el rabipelao-. Sé que el hambre te hace decir cosas, Tío Coyote. No soy rencoroso. Más abajo, a la orilla del río, encontrarás lo que dejé de una cabra.
 –Gracias, pero no quiero las sobras de nadie –dijo el coyote.
Y se fue.
–Orgulloso y muerto de hambre –suspiró el rabipelado.
Le chillaban las tripas al pobre coyote.
Miró a todas partes y no vio al rabipelado.
Se acercó al río y encontró el esqueleto de una cabra. Los huesos estaban más pelados que el propio rabo del rabipelado. El coyote maldijo al rabipelado, pero se llevó un hueso a su cueva. Se preparó una sopa, se la comió toda y se durmió.
De pronto oyó un berrido espantoso:
–Beee, beee, vengo por mi hueso.
El coyote despertó como si lo hubiera tocado un rayo.
–Beee, beee, vengo por mi hueso.
El coyote, muerto del susto, sacó el hueso de la olla y lo arrojó a la oscuridad.
–Beee, beee, le robaste la sustancia a mi hueso.
–Perdóname –gritó el coyote.
 –Beee, beee, con eso no basta.
 –¿Qué quieres? –preguntó el coyote.
 –Beee, beee, quiero tus pelos.
 El coyote se arrancó unos pelos y los arrojó a la oscuridad.
–Beee, beee, quiero más pelos.
 El coyote arrojó más pelos.
 –Beee, beee, más pelos.
 El coyote arrojó el resto de sus pelos.
 -Ya no me quedan más pelos –dijo el coyote, adolorido.
 –Beee, beee, quiero que mañana me lleves flores y me pidas perdón.
Al otro día, todo pelado y tembloroso, el coyote recogió flores y buscó el esqueleto de la cabra. Hacía frío y lloviznaba.
–Perdón –dijo el coyote junto a los huesos.
De pronto, de la espesura salió una risa.
Era el rabipelado.
 –Beee beee –gritó.    


 Triunfo Arciniegas
Cuando el mundo era asi

Maupassant / Bola de sebo

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Guy de Maupassant
BIOGRAFÍA

BOLA DE SEBO
    

Maupassant / Boule de Suif (Cuento en francés)

 DURANTE MUCHOS DÍAS consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.
      Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.
      Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.
      La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.
      Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.
 Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.
      La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.
      La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.
 En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por dónde, y atravesaron a galope la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.
      Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército victorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus preces a un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del cielo y en el juicio humano.
 Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidos se veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores.
 Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnó verse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fuera más temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba —escudándose para ello en la caballerosidad francesa— que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifiestase cada cual poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo le trataban, que retenían todas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en familia.
 La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules que arrastraban con arrogancia sus sables por aceras no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos cafés.
 Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutil y desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, como una peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturaba las viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos del propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.
      Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes pagaban sin chistar; eran ricos. Pero cuanto más opulento es el negociante normando, más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una parte, por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en manos de otro.
  A pesar de la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la ciudad, siguiendo el curso del río hacia Croiset, Dieppedalle o Biessart, los marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el cadáver de algún alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o de un garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o lanzado al agua de un empujón desde oscuras venganzas, salvajes y legítimas represalias, desconocidos heroísmos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas campales y sin estruendo glorioso.
 Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos de algunos intrépidos, resignados a morir por una idea.
Pero como los vencedores, a pesar de haber sometido la ciudad al rigor de su disciplina inflexible, no habían cometido ninguna de las brutalidades que les atribuía y afirmaba su fama de crueles en el curso de su marcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los vencidos y la conveniencia del negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de la región. Algunos tenían planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupado todavía por el ejército francés, y se propusieron hacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe, en donde podrían embarcar.
     Apoyados en la influencia de algunos oficiales alemanes, a los que trataban amistosamente, obtuvieron del general un salvoconducto para el viaje.
      Así, pues, se había prevenido una espaciosa diligencia de cuatro caballos para 10 personas, previamente inscritas en el establecimiento de un alquilador de coches; y se fijó la salida para un martes, muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y aglomeración de transeúntes.
     Días antes, las heladas habían endurecido ya la tierra, y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones empujados por un viento norte descargaron una tremenda nevada que duró toda la tarde y toda la noche.
      A eso de las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se reunieron en el patio de la Posada Normanda, en cuyo lugar debían tomar la diligencia.
      Llegaban muertos de sueño; y tiritaban de frío, arrebujados en sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la oscuridad, y la superposición de pesados abrigos daba el aspecto, a todas aquellas personas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con sus largas sotanas. Dos de los viajeros se reconocieron; otro los abordó y hablaron.
      —Voy con mi mujer —dijo uno.
      —Y yo.
      El primero añadió:
      —No pensamos volver a Ruán, y si los prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.
      Los tres eran de naturaleza semejante, y sin duda, por eso tenían aspiraciones idénticas.
      Aún estaba el coche sin enganchar. Un farolito llevado por un mozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una puerta oscura, para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos herían con los cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la paja de sus camas, y se oía una voz de hombre dirigiéndose a las bestias, a intervalos razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles anunciaba el manejo de los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto en un tintineo claro y continuo, regulado por los movimientos de una bestia; cesaba de pronto, y volvía a producirse con un brusca sacudida, acompañado por el ruido seco de las herraduras al chocar en las piedras.
      Cerróse de golpe la puerta. Cesó todo ruido. Los burgueses, helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.
      Una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente, abrillantada y temblorosa; cubría la tierra, sumergiéndolo todo en una espuma helada; y sólo se oía en el profundo silencio de la ciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensación más que ruido, encruzamiento de átomos ligeros que parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.
      El hombre, reapareció, con su linterna, tirando de un ronzal sujeto al morro de un rocín que le seguía de mala gana. Lo arrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltas en torno, asegurando los arneses; todo lo hacía con una sola mano, sin dejar el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de nuevo al establo para sacar la segunda bestia reparó en los inmóviles viajeros, blanqueados ya por la nieve, y les dijo:
      —¿Por qué no suben al coche y estarán resguardados al menos?
      Sin duda no es les había ocurrido, y ante aquella invitación se precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos instalaron a sus mujeres en la parte anterior y subieron; en seguida, otras formas borrosas y arropadas, fueron instalándose como podían, sin hablar ni una palabra.
      En el suelo del carruaje había una buena porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado primero llevaban caloríferos de cobre con carbón químico, y mientras lo preparaban, charlaron a media voz: cambiaban impresiones acerca del buen resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro sabidas debieron tener olvidadas.
      Por fin una vez enganchados en la diligencia seis rocines en vez de cuatro, porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz desde el pescante preguntó:
      —¿Han subido ya todos?
      Otra contestó desde dentro:
      —Sí; no falta ninguno.
      Y el coche se puso en marcha.
      Avanzaba lentamente a paso corto. Las ruedas se hundían en la nieve, la caja entera crujía con sordos rechinamientos; los animales resbalaban, resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo de mayoral restallaba, sin reposo, volteaba en todos sentidos, enrollandose y desenrollándose como una delgada culebra, y azotando bruscamente la grupa de algún caballo, que se agarraba entonces mejor, gracias a un esfuerzo más grande.
      La claridad aumentaba imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos que un viajero culto, natural de Ruán precisamente, había comparado a una lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un resplandor amarillento se filtraba entre los nubarrones pesados y oscuros, bajo cuya sombra resaltaba más la resplandeciente blancura del campo donde aparecía, ya una hielera de árboles cubiertos de blanquísima escarcha, ya una choza con una caperuza de nieve.
      A la triste claridad de la aurora lívida los viajeros empezaron a mirarse curiosamente.
      Ocupando los mejores asientos de la parte anterior, dormitaban, uno frente a otro, el señor y la señora Loiseau, almacenistas de vinos en la calle de Grand Port.
      Antiguo dependiente de un vinatero, hizo fortuna continuando por su cuenta el negocio que había sido la ruina de su principal. Vendiendo barato un vino malísimo a los taberneros rurales, adquirió fama de pícaro redomado, y era un verdadero normando rebosante de astucia y jovialidad.
      Tanto como sus bribonadas, comentábanse también sus agudezas, no siempre ocultas, y sus bromas de todo género; nadie podía referirse a él sin añadir como un estribillo necesario: “Ese Loiseau es insustituible”.
      De poca estatura, realzaba con una barriga hinchada como un globo la pequeñez de su cuerpo, al que servía de remate una faz arrebolada entre dos patillas canosas.
      Alta, robusta, decidida, con mucha entereza en la voz y seguridad en sus juicios, su mujer era el orden, el cálculo aritmético de los negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía con su actividad bulliciosa.
      Junto a ellos iban sentados en la diligencia, muy dignos, como vástagos de una casta elegida, el señor Carré-Lamandon y su esposa. Era el señor Carré-Lamadon un hombre acaudalado, enriquecido en la industria algodonera, dueño de tres fábricas, caballero de la Legión de Honor y diputado provincial. Se mantuvo siempre contrario al Imperio, y capitaneaba un grupo de oposición tolerante, sin más objeto que hacerse valer sus condescendencias cerca del Gobierno, al cual había combatido siempre “con armas corteses”, que así calificaba él mismo su política. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo de los militares distinguidos, mozos y arrogantes, que iban de guarnición a Ruán.
      Sentada junto a la señora de Loiseau, menuda, bonita, envuelta en su abrigo de pieles, contemplaba con los ojos lastimosos el lamentable interior de la diligencia.
      Inmediatamente a ellos se hallaban instalados el conde y la condesa Hurbert de Breville, descendientes de uno de los más nobles y antiguos linajes de Normandía. El conde, viejo aristócrata, de gallardo continente, hacía lo posible para exagerar, con los artificios de su tocado, su natural semejanza con el rey Enrique IV, el cual, según una leyenda gloriosa de la familia, gozó, dándole fruto de bendición, a una señora de Breville, cuyo marido fue, por esta honra singular, nombrado conde y gobernador de provincia.
      Colega del señor de Carré-Lamadon en la Diputación provincial, representaba en el departamento al partido orleanista. Su enlace con la hija de un humilde consignatario de Nantes fue incomprensible, y continuaba pareciendo misterioso. Pero como la condesa lució desde un principio aristocráticas maneras, recibiendo en su casa con una distinción que se hizo proverbial, y hasta dio que decir sobre si estuvo en relaciones amorosas con un hijo de Luis Felipe, agasajáronla mucho las damas de más noble alcurnia; sus reuniones fueron las más brillantes y encopetadas, las únicas donde se conservaron tradiciones de rancia etiqueta, y en las cuales era difícil ser admitido.
      Las posesiones de los Brevilles producían —al decir de las gentes— unos 500,000 francos de renta.
      Por una casualidad imprevista, las señoras de aquellos tres caballeros acaudalados, representantes de la sociedad serena y fuerte, personas distinguidas y sensatas, que veneran la religión y los principios, se hallaban juntas a un mismo lado, cuyos otros asientos ocupaban dos monjas, que sin cesar hacían correr entre sus dedos las cuentas de los rosarios, desgranando padrenuestros y avemarías. Una era vieja, con el rostro descarnado, carcomido por la viruela, como si hubiera recibido en plena faz una perdigonada. La otra muy endeble, inclinaba sobre su pecho de tísica una cabeza primorosa y febril, consumida por la fe devoradora de los mártires y de los iluminados.
      Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.
      El hombre, muy conocido en todas partes, era Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables. Hacía 20 años que salpicaba su barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares. Había derrochado en francachelas una regular fortuna que le dejó su padre, antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo de la República, para obtener al fin el puesto merecido por los innumerables tragos que le impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4 de septiembre, al caer el Gobierno, a causa de un error —o de una broma dispuesta intencionalmente—, se creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar posesión del cargo, los ordenanzas de la Prefectura, únicos empleados que allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le contrarió hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas. Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la defensa con ardor incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarse los invasores, orgulloso de su obra, se retiró más que a paso hacia la ciudad. Luego, sin duda supuso que su presencia sería más provechosa en El Havre, necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos.
      La mujer que iba a su lado era una de las que llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo; de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges —como rosarios de salchichas gordas y enanas—, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.
      Poseía también —a juicio de algunos— ciertas cualidades muy estimadas.
      En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las frases "vergüenza pública", "mujer prostituida", fueron pronunciadas con tal descaro, que la hicieron levantar la cabeza. Fijó en sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante, que impuso de pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.
      Pronto la conversación se rehízo entre las tres damas, cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes con la presencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Creíanse obligadas a estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujeres legales contra la vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy fosco y malhumorado en presencia de un semejante libre.
      También los tres hombres, agrupados por sus instintos conservadores, en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra 600,000 francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia del ejército francés todo el vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia, que haría efectiva en El Havre.
      Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su cualidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.
      El coche avanzaba tan lentamente, que a las 10 de la mañana no había recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeado varias veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunas lomas. Comenzaron a intranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzar en Totes, y no era ya posible que llegaran hasta el anochecer. Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la carretera, cuando el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.
      Al aumentar el hambre, perturbaba las inteligencias; nadie podía socorrerlos, porque la temida invasión de los prusianos y el paso del ejército francés habían hecho imposibles todas las industrias.
      Los caballeros corrían en busca de provisiones de cortijo, acercándose a todos los que veían próximos a la carretera; pero no pudieron conseguir ni un pedazo de pan, absolutamente nada, porque los campesinos, desconfiados y ladinos, ocultaban sus provisiones, temerosos de que al pasar el ejército francés, falto de víveres, cogiera cuanto encontrara.
      Era poco más de la una cuando Loiseau anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos los demás les ocurría otro tanto, y la invencible necesidad, manifestándose a cada instante con más fuerza, hizo languidecer horriblemente las conversaciones, imponiendo, al fin, un silencio absoluto.
      De cuando en cuando alguien bostezaba; otro le seguía inmediatamente, y todos, cada uno conforme a su calidad, su carácter, su educación, abría la boca, escandalosa o disimuladamente, cubriendo con la mano las fauces ansiosas, que despedían un aliento de angustia.
      Bola de Sebo se inclinó varias veces como si buscase alguna cosa debajo de sus faldas. Vacilaba un momento, contemplando a sus compañeros de viaje; luego, se erguía tranquilamente. Los rostros palidecían y se crispaban por instantes. Loiseau aseguraba que pagaría 1,000 francos por un jamoncito. Su esposa dio un respingo en señal de protesta, pero al punto se calmó: para la señora era un martirio la sola idea de un derroche, y no comprendía que ni en broma se dijeran semejantes atrocidades.
      —La verdad es que me siento desmayado —advirtió el conde—¿Cómo es posible que no se me ocurriera traer provisiones?
      Todos reflexionaban de un modo análogo.
      Cornudet llevaba un frasquito de ron. Lo ofreció, y rehusaron secamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a beber unas gotas, y al devolver el frasquito, agradeció el obsequio con estas palabras:
      —Al fin y al cabo, calienta el estómago y distrae un poco el hambre.
      Reanimóse y propuso alegremente que, ante la necesidad apremiante, debían, como los náufragos de la vieja canción, comerse al más gordo. Esta broma, en que se aludía muy directamente a Bola de Sebo, pareció de mal gusto a los viajeros bien educados. Nadie la tomó en cuenta, y solamente Cornudet sonreía. Las dos monjas acabaron de mascullar oraciones, y con las manos hundidas en sus anchurosas mangas, permanecían inmóviles, bajaban los ojos obstinadamente y sin duda ofrecían al Cielo el sufrimiento que les enviaba.
      Por fin, a las tres de la tarde, mientras la diligencia atravesaba llanuras interminables y solitarias, lejos de todo poblado, Bola de Sebo se inclinó, resueltamente, para sacar de debajo del asiento una cesta.
      Tomó primero un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.
      Bola de Sebo cogió un ala de pollo y se puso a comerla, con mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman regencias en Normandía.
      El perfume de las viandas estimulaba el apetito de los otros y agravaba la situación, produciéndoles abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la moza; la hubieran asesinado, la hubieran arrojado por una ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cesta y provisiones.
      Pero Loiseau devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos. Y dijo:
      —La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.
      Bola de sebo hizo un ofrecimiento amable:
      —¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.
      Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido:
      —Francamente, acepto; el hambre obliga mucho. La guerra es la guerra. ¿No es cierto, señora?
      Y lanzando en torno una mirada, prosiguió:
      —En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar almas generosas.
      Llevaba en el bolsillo un periódico y lo extendió sobre sus muslos para no mancharse los pantalones y con la punta de un cortaplumas pinchó una pata de pollo, muy lustrosa, recubierta de gelatina. Le dio un bocado, y comenzó a comer tan complacido que aumentó con su alegría la desventura de los demás, que no pudieron reprimir un suspiro angustioso.
      Con palabras cariñosas y humildes, Bola de Sebo propuso a las monjitas que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin hacerse rogar; y con los ojos bajos, se pusieron a comer de prisa, después de pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo Cornudet a las insinuaciones de la moza, y con ella y las monjitas, teniendo un periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron, en la parte posterior del coche, una especie de mesa donde servirse.
      Las mandíbulas trabajaban sin descanso; abríanse y cerrábanse las bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un rinconcito, se despachaba muy a su gusto, queriendo convencer a su esposa para que se decidiera a imitarle. Resistíase la señora; pero, al fin, víctima de un estremecimiento doloroso con floreos retóricos, pidióle permiso a "su encantadora compañera de viaje" para servir a la dama una tajadita.
      Bola de Sebo se apresuró a decir:
      —Cuanto usted guste.
      Y sonriéndole con amabilidad, le alargó la fiambrera.
      Al destaparse la primera botella de burdeos, se presentó un conflicto. Sólo había un vaso de plata. Se lo iban pasando uno al otro, después de restregar el borde con una servilleta. Cornudet, por galantería, sin duda, quiso aplicar sus labios donde los había puesto la moza.
      Envueltos por la satisfacción ajena, y sumidos en la propia necesidad, ahogados por las emanaciones provocadoras y excitantes de la comida, el conde y la condesa de Breville y el señor y la señora de Carré—Landon padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las miradas, su rostro estaba pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin cesar caía; se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció; desmayóse. Muy emocionado el marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez, no sabían cómo procurarle, hasta que la mayor de las monjitas, apoyando la cabeza de la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno de vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo con la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara el burdeos que había en el vaso, advirtió:
      —Es hambre, señora; es hambre lo que tiene usted.
      Bola de Sebo, desconcertada, ruborosa, dirigiéndose a los cuatro viajeros que no comían, balbució:
      —Yo les ofrecería con mucho gusto...
      Pero se interrumpió, temerosa de ofender con sus palabras la susceptibilidad exquisita de aquellas nobles personas; Loiseau completó la invitación a su manera, librando de apuro a todos:
      —¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a las circunstancias. ¿No somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán, criaturas de Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no encontramos ni un refugio para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día cuando lleguemos a Totes.
      Los cuatro dudaban, silenciosos, no queriendo asumir ninguno la responsabilidad que sobre un “sí” pesaría.
      El conde transigió, por fin, y dijo a la tímida moza, dando a sus palabras un tono solemne:
      —Aceptamos, agradecidos a su mucha cortesía.
      Lo difícil era el primer envite. Una vez pasado el Rubicón, todo fue como un guante. Vaciaron la cesta. Comieron, además de los pollos, un tarro de paté, una empanada, un pedazo de lengua, frutas, dulces, pepinillos y cebollitas en vinagre.
      Imposible devorar las viandas y no mostrarse atentos. Era inevitable una conversación general en que la moza pudiese intervenir; al principio les violentaba un poco, pero Bola de Sebo, muy discreta, los condujo insensiblemente a una confianza que hizo desvanecer todas las prevenciones. Las señoras de Breville y de Carré—Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se mostraron afectuosas y delicadas. Principalmente la condesa lució esa dulzura suave de gran señora que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo miseria que lograra manchar el rancio lustre de su alcurnia. Estuvo deliciosa. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.
      Trataron de la guerra, naturalmente. Adujeron infamias de los prusianos y heroicidades realizadas por los franceses: todas aquellas personas que huían del peligro alababan el valor.
      Arrastrada por las historias que unos y otros referían, la moza contó, emocionada y humilde, los motivos que la obligaban a marcharse de Ruán:
      —Al principio creí que me sería fácil permanecer en la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa muchas provisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme; su presencia me alteró: me descompuse y lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh! ¡Quisiera ser hombre para vengarme! Débil mujer, con lágrimas en los ojos los veía pasar, veía sus corpachones de cerdo y sus puntiagudos cascos, y mi criada tuvo que sujetarme para que no les tirase a la cabeza los tiestos de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a mí aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello de uno para estrangularlo.¡No son más duros que los otros, no! ¡Se hundían bien mis dedos en su garganta! Y le hubiera muerto si entre todos no me lo quitan. Ignoro cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y al fin, me dijeron que podía irme a El Havre...Así vengo.
      La felicitaron; aquel patriotismo que ninguno de los viajeros fue capaz de sentir agigantaba, sin embargo, la figura de la moza, y Cornudet sonreía, con una sonrisa complaciente y protectora de apóstol; así oye un sacerdote a un penitente alabar a Dios; porque los revolucionarios barbudos monopolizan el patriotismo como los clérigos monopolizan la religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasis aprendido en las proclamas que a diario pone alguno en cada esquina, y remató su discurso con párrafo magistral.
      Bola de Sebo se exaltó, y le contradijo; no, no pensaba como él; era bonapartista, y su indignación arrebolaba su rostro cuando balbucía:
      —¡Yo hubiera querido verlos a todos ustedes en su lugar! ¡A ver qué hubieran hecho! ¡Ustedes tienen la culpa! ¡El emperador es su víctima! Con un gobierno de gandules como ustedes, ¡daría gusto vivir! ¡Pobre Francia!
      Cornudet, impasible, sonreía desdeñosamente; pero el asunto tomaba ya un cariz alarmante cuando el conde intervino, esforzándose por calmar a la moza exasperada. Lo consiguió a duras penas y proclamó, en frases corteses, que son respetables todas las opiniones.
      Entre tanto, la condesa y la esposa del industrial, que profesaban a la República el odio implacable de las gentes distinguidas y reverenciaban con instinto femenil a todos los gobiernos altivos y despóticos, involuntariamente sentíanse atraídas hacia la prostituta, cuyas opiniones eran semejantes a las más prudentes y encopetadas.
      Se había vaciado la cesta. Repartida entre 10 personas, aun pareció escasez su abundancia, y casi todas lamentaron prudentemente que no hubiera más. La conversación proseguía, menos animada desde que no hubo nada que engullir.
      Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agradeció mucho, porque tenía los pies helados. Las señoras Carré—Lamdon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas.
      El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y a uno y otro lado la nieve del camino parecía desenrrollarse bajo los reflejos temblorosos.
      En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet; Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza para evitar el castigo de un puño cerrado y certero.
      En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de 14 horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio.
      Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por el alemán.
      La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con un farol en la mano, y alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato que le daba el aspecto recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote —que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado, que no era fácil ver dónde terminaba—, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras de la boca.
      En francés—alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.
      Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:
      —Buenas noches, caballero.
      El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.
      Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual su patria en situaciones tan desagradables; y de modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo, reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minar caminos.
      Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado, lo examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.
      Luego dijo, en tono brusco:
      —Está bien.
      Y se retiró.
      Respiraron todos. Aún tenían hambre y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales raspados lucía un expresivo número.
      Iban a sentarse a la mesa cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán asmático y obeso que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.
      Al entrar hizo esta pregunta:
      —¿La señorita Isabel Rousset?
      Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:
      —¿Qué ocurre?
      —Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.
      —¿Para qué?
      —Lo ignoro, pero quiere hablarle.
      —Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.
      Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:
      —Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.
      Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:
      —Lo hago solamente por complacer a ustedes.
      La condesa le estrechó la mano al decir:
      —Agradecemos el sacrificio.
      Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviera.
      Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la moza irascible cometiera una indiscreción y cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de comparecer.
      Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada, balbuciendo:
      —¡Miserable! ¡Ah, miserable!
      Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondió a las preguntas y se limitaba a repetir:
      —Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.
      Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar a trasluz su transparencia. Cuando bebía sus barbazas —de color de su brebaje predilecto— estremecíanse de placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.
      El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni su solo instante. Refería todas sus impresiones desde que vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también porque tenía un hijo soldado. Se dirigía siempre a la condesa, orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.
      Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando, aconsejaba:
      —Más prudente fuera que callases.
      Pero ella, sin hacer caso, proseguía:
      —Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y patatas, de patatas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura... lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante horas todos los días, y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda.¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: habiendo tantas gentes que trabajaban para ser útiles a los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una compasión que se mate a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más.¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñando; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.
      Cornudet dijo campanudamente:
      —La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo; es una obligación cuando sirve para defender la patria.
      La vieja murmuró:
      —Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?
      Los ojos de Cornudet se abrillantaron:
      —¡Magnífico, ciudadana!
      El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejo de las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerras, cuando se aplicasen a industrias que necesitan siglos de actividad.
      Levantóse Loiseau y, acercándose al fondista, le habló en voz baja. Oyéndole, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores.
      Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.
      Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.
      Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebozando en su peinador de casimir con blondas blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales raspados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.
      Hablaron y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:
      —¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?
      Ella con indignada y arrogante apostura, le respondió:
      —Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y además, aquí sería una vergüenza.
      Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en sus pretenciones, la moza, más arrogante aun y en voz más recia, le dijo:
      —¿No lo comprende?... ¿Cuando hay prusianos en la casa, tal vez pared por medio?
      Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades frente al enemigo, debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.
      Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su amiga y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:
      —¿Me quieres mucho, vida mía?
      Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó resonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.
      Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaban a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándole dentro de la posada, salieron a buscarle y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la Iglesia, entre casuchas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno pelaba papas; otro, muy barbudo y grandote, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban “en las tropas de la guerra”, indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.
      El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:
      —¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusianos: vienen de más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se perdieron sus cosechas por la falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad... Son los ricos los que hacen las guerras crueles.
      Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una frase oportuna y graciosa; “Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase “Restituyen”.
      Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.
      El conde le interrogó:
      —¿No le habían mandado enganchar a las ocho?
      —Sí; pero después me dieron otra orden.
      —¿Cuál?
      —No enganchar.
      —¿Quién?
      —El comandante prusiano.
      —¿Por qué motivo?
      —Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar y no engancho. Ni más ni menos.
      —Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandate?
      —No; el posadero, en su nombre.
      —¿Cuándo?
      —Anoche, al retirarme.
      Los tres caballeros volvieron a la posada bastante intranquilos.
      Preguntaron por Follenvie, y la criada les dijo que no se levantaba el señor hasta muy tarde, porque apenas le dejaba dormir el asma; tenía terminantemente prohibido que le llamasen antes de las diez, como no fuera en caso de incendio.
      Quisieron ver al oficial, pero tampoco era posible, aun cuando se hospedaba en la casa, porque únicamente Follenvie podía tratar con él de sus asuntos civiles.
      Mientras los maridos aguardaban en la cocina, las mujeres volvieron a sus habitaciones para ocuparse de las minucias de su tocado.
      Cornudet se instaló bajo la saliente campana del hogar, donde ardía un buen leño; mandó que le acercaran un veladorcito de hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa, que gozaba entre los demócratas casi tanta consideración como el personaje que chupaba en ella —una pipa que parecía servir a la patria tanto como Cornudent—, y se puso a fumar entre sorbo y sorbo, chupada tras chupada.
      Era una hermosa pipa de espuma, primorosamente trabajada, tan negra como los dientes que la oprimían pero brillante, perfumada, con una curvatura favorable a la mano, de una forma tan discreta, que parecía una facción más de su dueño.
      Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba los ojos en las llamas del hogar como en la espuma del jarro; después de cada sorbo acariciaba satisfecho con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando vellones de humo blanco en las marañas de sus bigotes macilentos.
      Loiseau, con el pretexto de salir a estirar las piernas, recorrió el pueblo para negociar sus vinos en todos los comercios. El conde y el industrial discurrían acerca de cuestiones políticas y profetizaban el provenir de Francia. Según el uno, todo lo remediaría el advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en un redentor ignorado, un héroe que apareciera cuando todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco y ¿por qué no un invencible Napoleón I? ¡Ah! ¡Si el príncipe imperial no fuese demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía como quien ya conoce los misterios del futuro; y su pipa embalsamaba el ambiente.
      A las 10 bajó Follenvie. Le hicieron varias preguntas apremiantes, pero él sólo pudo contestar:
      —El comandante me dijo: “Señor Follenvie, no permita usted que mañana enganche la diligencia. Esos viajeros no saldrán de aquí hasta que yo lo disponga”.
      Entonces resolvieron avistarse con el oficial prusiano. El conde le hizo pasar una tarjeta, en la cual escribió Carré-Lamdon su nombre y sus títulos.
      El prusiano les hizo decir que los recibiría cuando hubiere almorzado. Faltaba una hora.
      Ellos y ellas comieron, a pesar de su inquietud. Bola de Sebo estaba febril y extraordinariamente desconcertada.
      Acababan de tomar el café cuando les avisó el ordenanza.
      Loiseau se agregó a la comisión; intentaron arrastrar a Cornudet, pero éste dijo que no entraba en sus cálculos pactar con los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego, ante otro jarro de cerveza.
      Los tres caballeros entraron en la mejor habitación de la casa, donde los recibió el oficial, tendido en un sillón, con los pies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envuelto en una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia campestre de algún ricacho de gustos chocarreros. No se levantó, ni saludó, ni los miró siquiera. ¡Magnífico ejemplar de la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares victoriosos!
      Luego dijo:
      —¿Qué desean ustedes?
      El conde tomó la palabra:
      —Deseamos proseguir nuestro viaje, caballero.
      —No.
      —Sería usted lo bastante bondadoso para comunicarnos la causa de tan imprevista detención?
      —Mi voluntad.
      —Me atrevo a recordarle, respetuosamente, que traemos un salvoconducto, firmado por el general en jefe, que nos permite llegar a Dieppe. Y supongo que nada justifica tales rigores.
      —Nada más que mi voluntad. Pueden ustedes retirarse.
      Hicieron una reverencia y se retiraron.
      La tarde fue desastrosa: no sabían cómo explicar el capricho del prusiano y les preocupaban las ocurrencias más inverosímiles. Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser el motivo de su detención. ¿Los conservarían como rehenes? ¿Por qué? ¿Los llevarían prisioneros? ¿Pedirían por su libertad un rescate de importancia? El pánico los enloqueció. Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento: se creían ya obligados, para salvar la vida en aquel trance, a derramar tesoros entre la manos de un militar insolente. Se derretían la sesera inventando embustes verosímiles, fingimientos engañosos que salvaran su dinero del peligro en que lo veían, haciéndolos aparecer como infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente, guardó en el bolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer aumentaron sus aprensiones. Encendieron el quinqué, y, como aún faltaban dos horas para la comida, resolvieron jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente, se acercó a la mesa.
      El conde cogió los naipes, Bola de Sebo hizo treinta y una. El interés del juego ahuyentaba los temores.
      Cornudet pudo advertir que la señora y el señor Loiseau, de común acuerdo, hacían trampas.
      Cuando iban a servir la comida, Follenvie apareció y dijo:
      —El oficial prusiano pregunta si la señora Isabel Rousset se ha decidido ya.
      Bola de Sebo, en pie, al principio descolorida, luego arrebatada, sintió un impulso de cólera tan grande, que de pronto no le fue posible hablar. Después dijo:
      —Contéstele a ese canalla, sucio y repugnante, que nunca me decidiré a eso. ¡Nunca, nunca, nunca!
      El posadero se retiró. Todos rodearon a Bola de Sebo, solicitada, interrogada por todos para revelar el misterio de aquel recado. Negóse al principio, hasta que reventó exasperada:
      —¿Qué quiere?... ¿Qué quiere?... ¿Que quiere?... ¡Nada! ¡Estar conmigo!
      La indignación instantánea no tuvo límites. Se alzó un clamoreo de protesta contra semejante iniquidad. Conudet rompió un vaso, al dejarlo, violentamente, sobre la mesa. Se emocionaban todos, como si a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los invasores inspiraban más repugnancia que terror, portándose como los antiguos bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa.
      Cuando le efervescencia hubo pasado, comieron. Se habló poco. Meditaban.
      Se retiraron pronto las señoras, y los caballeros organizaron una partida de ecarté, invitando a Follenvie con el propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos más convenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero Follenvie sólo pensaba en sus cartas, ajeno a cuanto le decían y sin contestar a las preguntas, limitándose a repetir:
      —Al juego, al juego, señores.
      Fijaba tan profundamente su atención en los naipes, que hasta se olvidaba de escupir y respiraba con estertor angustioso. Producían sus pulmones todos los registros del asma, desde los más graves y profundos a los chillidos roncos y destemplados que lanzan los polluelos cuando aprenden a cacarear.
      No quiso retirarse cuando su mujer, muerta de sueño, bajó en su busca, y la vieja se volvió sola porque tenía por costumbre levantarse con el sol, mientras su marido, de natural trasnochador, estaba siempre dispuesto a no acostarse hasta el alba.
      Cuando se convencieron de que no eran posible arrancarle ni media palabra, la dejaron para irse cada cual a su alcoba.
      Tampoco fueron perezosos para levantarse al otro día, con la esperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de continuar libremente su viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el mayoral no comparecía. Entretuviéronse dando paseos en torno de la diligencia.
      Desayunaron silenciosos, indiferentes ante Bola de Sebo. Las reflexiones de la noche habían modificado sus juicios; odiaban a la moza por no haberse decidido a buscar en secreto al prusiano, preparando un alegre despertar, una sorpresa muy agradable a sus compañeros. ¿Había nada más justo? ¿Quién lo hubiera sabido? Pudo salvar las apariencias, dando a entender al oficial prusiano que cedía para no perjudicar a tan ilustres personajes. ¿Qué importancia pudo tener su complacencia, para una moza como Bola de Sebo?
      Reflexionaban así todos, pero ninguno declaraba su opinión.
      Al mediodía, para distraerse del aburrimiento, propuso el conde que diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos monjas pasaban las horas en la iglesia o en casa del párroco.
      El frío, cada vez más intenso, les pellizcaba las orejas y las narices; los pies les dolían al andar; cada paso era un martirio. Y al descubrir la campiña les pareció tan horrorosamente lúgubre su extensa blancura, que todos a la vez retrocedieron con el corazón oprimido y el alma helada.
      Las cuatro señoras iban y las seguían a corta distancia los tres caballeros.
      Loiseau, muy seguro de que los otros pensaban como él, preguntó si aquella mala pécora no daba señales de acceder, para evitarles que se prolongara indefinidamente su detención. El conde, siempre cortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificio tan humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.
      El señor Carré—Lamdon hizo notar que si los franceses, como estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe, la batalla probablemente se desarrollaría en Totés. Puso a los otros dos en cuidado semejante ocurrencia.
      —¿Y si huyéramos a pie? —dijo Loiseau.
      —¿Cómo es posible, pisando nieve y con las señoras? —exclamó el conde—. Además, nos perseguirían y luego nos juzgarían como prisioneros de guerra.
      —Es cierto, no hay escape.
      Y callaron.
      Las señoras hablaban de vestidos; pero su ligera conversación flotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto modo.
      Cuando apenas le recordaban, apareció el oficial prusiano en el extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfilaba su talle oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese movimiento propio de los militares que procuran salvar del barro las botas primorosamente charoladas.
      Inclinóse al pasar junto a las damas y miró despreciativo a los caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.
      La moza de ruborizó hasta las orejas y las tres señoras casadas padecieron la humillación de que las viera el prusiano en la calle con la mujer a la cual trataba él tan groseramente.
      Y hablaron de su empaque, de su rostro. La señora Carré-Lamdon, que por haber sido amiga de muchos oficiales podía opinar con fundamento, juzgó al prusiano aceptable, y hasta se dolió que no fuera francés, muy segura de que seduciría con el uniforme de húsar a muchas mujeres.
      Ya en casa, no se habló más del asunto. Se intercambiaron algunas actitudes con motivos insignificantes. La cena, silenciosa, terminó pronto, y cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el sueño un recurso contra el hastío.
      Bajaron por la mañana con los rostros fatigados; se mostraron irascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a Bola de Sebo.
      La campana de la iglesia tocó a gloria. La muchacha recordó al pronto su casi olvidada maternidad (pues tenía una criatura en casa de unos labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la enterneció y quiso asistir a la ceremonia.
      Ya libres de su presencia, y reunidos los demás, se agruparon, comprendiendo que tenían algo que decirse, algo que acordar. Se le ocurrió a Loiseau proponer al comandante que se quedara con la moza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su viaje.
      Follenvie fue con la embajada y volvió al punto, porque, sin oírle siquiera, el oficial repitió que ninguno se iría mientras él no quedara complacido.
      Entonces, el carácter populachero de la señora Loiseau la hizo estallar:
      —No podemos envejecer aquí. ¿No es el oficio de la moza complacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno? ¡Si la conoceremos! En Rúan lo arrebaña todo; hasta los cocheros tienen que ver con ella. Sí señora; el cochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta; como que toman vino de casa. Y hoy, que podría sacarnos de un apuro sin la menor violencia, ¡hoy hace dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese prusiano es un hombre muy correcto. Ha vivido sin trato de mujeres muchos días; hubiera preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta, para no abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respeta el matrimonio y la virtud ¡cuando es el amo, el señor! Le bastaría decir: "Ésta quiero" y obligar a viva fuerza entre soldados, a la elegida.
      Estremeciéronse las damas. Los ojos de la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palidecieron, como si ya se viese violada por el prusiano.
      Los hombres discutían aparte y llegaron a un acuerdo.
      Al principio, Loiseau, furibundo, quería entregar a la miserable atada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres abuelos diplomáticos, prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:
      —Tratemos de convencerla.
      Se unieron a las damas. La discusión se generalizó. Todos opinaban en voz baja, con mesura. Principalmente las señoras proponían el asunto con rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores, para no proferir palabras vulgares.
      Alguien que de pronto las hubiera oído, sin duda no sospechara el argumento de la conversación; de tal modo se cubrían con flores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que defiende a las damas distinguidas en sociedad es muy tenue, aquella brutal aventura las divertía, sintiéndose a gusto, en su elemento, interviniendo en un lance de amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso que prepara una cena exquisita sin poder probarla siquiera.
      Se alegraron, porque la historia les hacía mucha gracia. El conde se permitió alusiones bastantes atrevidas —pero decorosamente apuntadas— que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y sus audacias no lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea, expresada brutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de todos: “¿No es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómo se permite rechazar a uno?” La delicada señora Carré-Lamadon imaginaba tal vez que, puesta en tan duro trance, rechazaría menos al prusiano que a otro cualquiera.
      Prepararon el bloqueo, lo que tenía que decir cada uno y las maniobras correspondientes; quedó en regla el plan de ataque, los amaños y astucias que deberían abrir al enemigo la ciudadela viviente.
      Cornudet no entraba en la discusión, completamente ajeno al asunto.
      Estaban todos tan preocupados, que no sintieron llegar a Bola de Sebo; pero el conde, advertido al punto, hizo una señal que los demás comprendieron.
      Callaron, y la sorpresa prolongó aquel silencio, no permitiéndoles de pronto hablar. La condesa, más versada en disimulos y tretas de salón, dirigió a la moza esta pregunta:
      —¿Estuvo muy bien el bautizo?
      Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta de todo, y acabó con esta frase:
      —Algunas veces consuela mucho rezar.
      Hasta la hora del almuerzo se limitaron a mostrarse amables con ella, para inspirarle confianza y docilidad a sus consejos.
      Ya en la mesa, emprendieron la conquista. Primero, una conversación superficial acerca del sacrificio. Se citaron ejemplos: Judit y Holofernes; y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus. Cleopatra, esclavizando con los placeres de su lecho a todos los generales enemigos. Y apareció una historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme a la cual iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus brazos amorosos al fiero Aníbal, a sus lugartenientes y a sus falanges de mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores ofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e irresistible; que vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y odiados; que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.
      Discretamente, fue mencionada la inglesa linajuda que se mandó inocular una horrible y contagiosa podredumbre para transmitírsela con fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente gracias a una flojera repentina en la cita fatal.
      Y todo se decía con delicadeza y moderación, ofreciéndose de cuando en cuando el entusiástico elogio que provocase la curiosidad heroica.
      De todos aquellos rasgos ejemplares pudiera deducirse que la misión de la mujer en la tierra se reducía solamente a sacrificar su cuerpo, abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.
      Las dos monjitas no atendieron, y es posible que ni se dieran cuenta de lo que decían los otros, ensimismadas en más íntimas reflexiones.
      Bola de Sebo no despegaba los labios. Dejáronla reflexionar toda la tarde.
      Cuando iban a sentarse a la mesa para comer apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.
      Bola de Sebo respondió ásperamente.
      —Nunca me decidiré a eso.¡Nunca, nunca!
      Durante la comida, los aliados tuvieron poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para descubrir nuevas heroicidades —y sin que saltase al paso ninguna—, cuando la condesa, tal vez sin premeditarlo, sintiendo una irresistible comezón de rendir a la Iglesia un homenaje, se dirigió a una de las monjas —la más respetable por su edad— y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historia de los santos que habían cometido excesos criminales para humanos ojos y apetecidos por la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención, sabedora de que se ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provecho del prójimo. Era un argumento contundente. La condesa lo comprendió, y fuese por una tácita condescendencia natural en todos los que visten hábitos religiosos, o sencillamente por una casualidad afortunada, lo cierto es que la monja contribuyó al triunfo de los aliados con un formidable refuerzo. La habían juzgado tímida, y se mostró arrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en incertidumbres causísticas, era su doctrina como una barra de acero; su fe no vacilaba jamás, y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le parecía sencillo el sacrificio de Abrahán; también ella hubiese matado a su padre y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto, nada podía desagradar al Señor cuando las intenciones eran laudables. Aprovechando la condesa tan favorable argumentación de su improvisada cómplice, la condujo a parafrasear un edificante axioma, “el fin justifica los medios”, con esta pregunta:
      —¿Supone usted, hermana, que Dios acepta cualquier camino y perdona siempre, cuando la intención es honrada?
      —¿Quién lo duda, señora? Un acto punible puede, con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo inspire.
      Y continuaron así discurriendo acerca de las decisiones recónditas que atribuían a Dios, porque le suponían interesado en sucesos que, a la verdad, no deben importarle mucho.
      La conversación, así encarrilada por la condesa, tomó un giro hábil y discreto. Cada frase de la monja contribuía poderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego, apartándose del asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de varias fundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí misma, de la hermana San Sulpicio, su acompañante. Iban llamadas a El Havre para asistir a cientos de soldados con viruela. Detalló las miserias de tan cruel enfermedad, lamentándose de que, mientras inútilmente las retenía el capricho de un oficial prusiano, algunos franceses podían morir en el hospital, faltos de auxilio. Su especialidad fue siempre asistir al soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en Austria, y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto como una hermana de la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger heridos en lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán, cuyo rostro descarnado y descolorido era la imagen de las devastaciones de la guerra.
      Cuando hubo terminado, el silencio de todos afirmó la oportunidad de sus palabras.
      Después de cenar se fue cada cual a su alcoba, y al día siguiente no se reunieron hasta la hora del almuerzo.
      La condesa propuso, mientras almorzaban, que debieran ir de paseo por la tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la moza en aquella excursión, se quedó rezagado.
      Todo estaba convenido.
      En tono paternal, franco y un poquito displicente, propio de un " hombre serio" que se dirige a un pobre ser, la llamó niña, con dulzura, desde su elevada posición social y su honradez indiscutible, y sin preámbulos se metió de lleno en el asunto.
      —¿Prefiere vernos aquí víctimas del enemigo y expuestos a sus violencias, a las represalias que seguirían indudablemente a una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una... liberalidad muchas veces por usted consentida?
      La moza callaba.
      El conde insistía, razonable y atento, sin dejar de ser “el señor conde”, muy galante con afabilidad, hasta con ternura si la frase lo exigía. Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable agradecimiento”. Después comenzó a tutearla de pronto, alegremente:
      —No seas tirana, permite al infeliz que se vanaglorie de haber gozado a una criatura como no debe haberla en su país.
      La moza, sin despegar sus labios fue a reunirse con el grupo de señoras.
      Ya en casa se retiró a su cuarto, sin comparecer ni a la hora de la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué decidiría?
      Al presentarse Follenvie, dijo que la señorita Isbael se hallaba indispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el oído. El conde se acercó al posadero y le preguntó en voz baja:
      —¿Ya está?
      —Sí.
      Por decoro no preguntó mas; hizo una mueca de satisfacción dedicada a sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y se reflejó una retozona sonrisa en los rostros.
      Loiseau no pudo contenerse:
      —¡Caramba! Convido champaña para celebrarlo.
      Y se le amargaron a la señora Loiseau aquellas alegrías cuando apareció Follenvie con cuatro botellas.
      Mostrándose a cual más comunicativo y bullicioso, rebosaba en sus almas un goce fecundo. El conde advirtió que la señora Carré—Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases insinuantes para la condesa. La conversación chisporroteaba, graciosa, vivaracha, jovial.
      De pronto, Loiseau, con los ojos muy abiertos y los brazos en alto, aulló:
      —¡Silencio!
      Todos callaron estremecidos.
      —¡Chist!— y arqueaba mucho las cejas para imponer atención.
      Al poco rato dijo con suma naturalidad.
      —Tranquilícense. Todo va como una seda.
      Pasado el susto, le rieron la gracia.
      Luego repitió la broma:
      —¡Chist!...
      Y cada 15 minutos insistía. Como si hablara con alguien del piso alto, daba consejos de doble sentido, producto de su ingenio de comisionista. Ponía de pronto la cara larga, y suspiraba al decir:
      —¡Pobrecita!
      O mascullaba una frase rabiosa:
      —¡Prusiano asqueroso!
      Cuando estaban distraídos, gritaban:
      —¡No más! ¡No más!
      Y como si reflexionase, añadía entre dientes:
      —¡Con tal que volvamos a verla y no la haga morir, el miserable!
      A pesar de ser aquellas bromas de gusto deplorable, divertían a los que las toleraban y a nadie indignaron, porque la indignación, como todo, es relativa y conforme al medio en que se produce. Y allí respiraban un aire infestado por todo género de malicias impúdicas.
      Al fin, hasta las damas hacían alusiones ingeniosas y discretas. Se había bebido mucho, y los ojos encandilados chisporroteaban. El conde, que hasta en sus abandonos conservaba su respetable apariencia, tuvo una graciosa oportunidad, comparando su goce al que pueden sentir los exploradores polares, bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse un camino hacia el Sur.
      Loiseau, alborotado, levantóse a brindar.
      —¡Por nuestro rescate!
      En pie, aclamaban todos, y hasta las monjitas, cediendo a la general alegría, humedecían sus labios en aquel vino espumoso que no habían probado jamás. Les pareció algo así como limonada gaseosa, pero más fino.
      Loiseau advertía:
      —¿Qué lastima! Si hubiera un piano podríamos bailar un rigodón.
      Cornudet, que no había dicho ni media palabra, hizo un gesto desapacible. Parecía sumergido en pensamientos graves, y de cuando en cuando estirábase las barbas con violencia, como si quisiera alagarlas más aún.
      Hacia medianoche, al despedirse, Loiseau, que se tambaleaba, le dio un manotazo en la barriga, tartamudeando:
      —¿No está usted satisfecho? ¿No se le ocurre decir nada?
      Cornudet, erguido el rostro y encarado con todos, como si quisiera retratarlos con una mirada terrible, respondió:
      —Sí, por cierto. Se me ocurre decir a ustedes que han fraguado una bellaquería.
      Se levantó y se fue repitiendo:
      —¡Una bellaquería!
      Era como un jarro de agua. Loiseau quedóse confundido; pero se repuso con rapidez, soltó la carcajada y exclamó:
      —Están verdes, para usted... están verdes.
      Como no le comprendían, explicó los “misterios del pasillo”. Entonces rieron desaforadamente; parecían locos de júbilo. El conde y el señor Carré—Lamadon lloraban de tanto reír. ¡Qué historia! ¡Era increíble!
      —Pero ¿está usted seguro?
      —¡Tan seguro! Como que lo vi.
      —¿Y ella se negaba...
      —Por la proximidad... vergonzosa del prusiano.
      —¿Es cierto?
      —¡Ciertísimo! Pudiera jurarlo.
      El conde se ahogaba de risa; el industrial tuvo que sujetarse con las manos el vientre, para no estallar.
      Loiseau insistía:
      —Y ahora comprenderán ustedes que no le divierta lo que pasa esta noche.
      Reían sin fuerzas ya, fatigados, aturdidos.
      Acabó la tertulia. “Felices noches”.
      La señora Loiseau, que tenía el carácter como una ortiga, hizo notar a su marido, cuando se acostaban, que la señora Carré-Lamadon, “la muy fantasmona”, rió de mala gana, porque pensando en lo de arriba se le pusieron los dientes largos.
      —El uniforme las vuelve locas. Francés o prusiano, ¿qué más da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Es una vergüenza como está el mundo!
      Y durante la noche resonaron continuamente, a lo largo del oscuro pasillo, estremecimientos, rumores tenues apenas perceptibles, roces de pies desnudos, alientos entrecortados y crujir de faldas. Ninguno durmió, y por debajo de todas las puertas asomaron, casi hasta el amanecer, pálidos reflejos de las bujías.
      El champaña suele producir tales consecuencias, y, según dicen, da un sueño intranquilo.
      Por la mañana, un claro sol de invierno hacía brillar la nieve deslumbradora.
      La diligencia, ya enganchada, revivía para proseguir el viaje, mientras las palomas de blanco plumaje y ojos rosados, con las pupilas muy negras, picoteaban el estiércol, erguidas y oscilantes entre las patas de los caballos.
      El mayoral, con su chamarra de piel, subido en el pescante, llenaba su pipa; los viajeros, ufanos, veían cómo les empaquetaban las provisiones para el resto del viaje.
      Sólo faltaba Bola de Sebo, y al fin compareció.
      Se presentó algo inquieta y avergonzada; cuando se detuvo para saludar a sus compañeros, hubiérase dicho que ninguno la veía, que ninguno reparaba en ella. El conde ofreció el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.
      La moza quedó aturdida; pero sacando fuerzas de flaqueza, dirigió a la esposa del industrial un saludo humildemente pronunciado. La otra se limitó a una leve inclinación de cabeza, imperceptible casi, a la que siguió una mirada muy altiva, como de virtud que se rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infección purulenta que pudiera comunicárseles.
      Fueron acomodándose ya en la diligencia, y la moza entró después de todos para ocupar su asiento.
      Como si no la conocieran. Pero la señora Loiseau la miraba de reojo, sobresaltada, y dijo a su marido:
      —Menos mal que no estoy a su lado.
      El coche arrancó. Proseguían el viaje.
      Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no se atrevió a levantar los ojos. Sentíase a la vez indignada contra sus compañeros, arrepentida por haber cedido a sus peticiones y manchada por las caricias del prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.
      Pronto la condesa, dirigiéndose a la señora Carré-Lamdon, puso fin al silencio angustioso:
      —¿Conoce usted a la señora de Etrelles?
      —¡Vaya! Es amiga mía.
      —¡Qué mujer tan agradable!
      —Sí; es encantadora, excepcional. Todo lo hace bien: toca el piano, canta, dibuja, pinta... Una maravilla.
      El industrial hablaba con el conde, y confundidas con el estrepitoso crujir de cristales, hierros y maderas, oíanse algunas de sus palabras: “...Cupón... Vencimiento... Prima... Plazo...”
      Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésique con su mujer.
      Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.
      Cornudet, inmóvil, reflexionaba.
      Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:
      —Hace hambre.
      Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en rebanadas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.
      —Un ejemplo digno de ser imitado —advirtió la condesa.
      Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra “Sucesos” en una de sus caras.
      Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillos de su gabán, sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y partículas de yema sobre sus barbas.
      Bola de Sebo, en la turbación de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que se le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.
      Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; sentíase la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; irguióse, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.
      Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es mía la culpa”.
      La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:
      —Se avergüenza y llora.
      Las monjitas reanudaron su rezo después de envolver en papel el sobrante de longaniza.
      Y entonces Cornudet —que digería los cuatro huevos duros— estiró sus largas piernas bajo el asiento delantero, reclinóse, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.
      En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, removíanse, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.
      Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patrio amor que a los hombres encanta,
conduce nuestros brazos vengadores;
libertada, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.

      Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.

     Y la moza lloraba sin cesar; a veces un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

16 de abril de 1880.


Charles D'Ambrosio / Su verdadero nombre

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Charles D’Ambrosio
SU VERDADERO NOMBRE
para   P. L. A.

I
El cuero cabelludo de la muchacha parecía chamuscado por el fuego –mechones de cabello rojo pajizo se alejaban serpenteando de su cara y luego se posaban en su piel, adheridos allí por el sudor y el bloqueador solar y por la arena y el polvo del viaje. Por un tiempo su fino cabello había permanecido claro y limpio como el plumón de un pollito recién nacido, pero aumentaba el calor a medida que avanzaban hacia el oeste, hacia una sequía que había durado todo el verano y que había tostado el paisaje, marchitado los pastos y derretido el asfalto entre las expansiones de la carretera, que infiaba como globos los cadáveres de los mapaches, los ciervos y los perros y hacía que todo en la carretera ondulara como un espejismo a través de las olas de creciente calor. Desde que salieron de Fargo había hecho demasiado calor para usar la peluca, que ahora yacía entre los dos, en el asiento, sin haber perdido aún la forma de su cabeza. Junto a la peluca, una bolsa de caramelos anaranjados –sonrisas los llamaba ella– se había desparramado sobre el vinilo. Los cristales de azúcar se habían metido entre las sucias costuras y se le habían pegado al muslo. El piso estaba lleno de envolturas de chicle y bolsas blancas y grasosas, y sobre el tablero de instrumentos, en un revoltijo de vasos de plástico, monedas y cajas de fósforos, había una calcomanía entorchada por el calor. Decía: ESPERE UN MILAGRO.
      La muchacha acunaba en su regazo una Biblia, cuyas tapas de cuero estaban tan gastadas y raídas como viejos zapatillas de tenis. La cubierta interior contenía un árbol genealógico que se remontaba a 1827, con los nombres garrapateados en negro y muy apretados en un pergamino amarillento: una genealogía tan poderosa como las del Génesis, el libro de las generaciones de Adán. Esa lista de antepasados de la portada interior era una historia antigua que no significaba nada para el hombre, de apellido Jones, pero la muchacha decía que su familia siempre había llevado la misma Biblia adonde quiera que hubiese ido, durante ciento cincuenta años, y que ella también quería hacerlo. -Esta soy yo-, había dicho la muchacha mostrándole su nombre, el más reciente de todos, escrito con amplios trazos de Bic azul. Ella misma lo había escrito en el margen de la página: n. 1960. Mientras él conducía, la muchacha leía en voz alta pasajes, sueltos, evocando una mezcla de belleza épica y de malos recuerdos, una mezcla de Éxodo y del cinturón de cuero que su padrastro utilizaba para azotarla cuando transgredía un mandamiento –uno de los diez originales o alguno de los que él había agregado. Jones no sabía muy bien cuánta fe tenía ella en la austera cristiandad de sus antepasados, pero leer en voz alta parecía ejercer un hechizo sobre la muchacha. Tenía una hermosa voz entrenada en la iglesia que convertía cada verso en una sedante melodía, una canción cuya tonada de socorro subía y se atenuaba más allá de las rigurosas exigencias de la fe. Pocos minutos antes había leído para sí misma, hasta caer dormida, un pasaje de Jeremías.
      De pronto, cuando notó que Jones la miraba, la muchacha se movió.
      -Me estabas mirando -dijo-. Estabas pensando algo.
      Su cara era informe, blanda y pálida como masilla tibia.
      -Podía sentirlo -dijo-. ¿Dónde estamos?
      No habían recorrido más de un kilómetro desde que se durmió. Buscó un caramelo en el asiento.
      -¿Tienes hambre? ¿Quieres una sonrisa, Jones?
      -No, no - dijo Jones.
      -¿Un salvavidas? -. Le ofreció el paquete abierto.
      -Nada, gracias.
      -Yo comiendo dulces y los dientes que se me caen.
      La muchacha lamió el azúcar de una sonrisa y preguntó:
      -¿Cuánto falta para Las Vegas?
      Jones metió un casete en el pasacintas de ocho canales. Manejaba un Belvedere 1967 que había comprado al contado por setecientos dólares en Newport News, y que venía con un voluminoso pasacintas de ocho canales, como un órgano atávico, atornillado debajo de la guantera. Había encontrado dos cintas en el baúl y ahora, después de mil quinientas millas, ya estaba bastante harto de Tom Jones y Steppenwolf. Pero prefería el ruido de baja fidelidad de cualquiera de las dos cintas a oírse a sí mismo mintiendo.
      -"¿Por qué no vienes conmigo, niñita" -cantó con voz aguda, imitando un falsete- "a un paseo en la alfombra mágica?"
      -¿Cuánto falta? -preguntó la muchacha.
      Jones apretó el volante.
      -Un día más, tal vez.
      La muchacha pareció dormirse de nuevo, sus ojos de párpados secos cerrados como los de un lagarto, entreabiertos los labios partidos, el frágil cuerpo abandonado al suave movimiento del carro. Jones fijó de nuevo la atención en la carretera, una hipnótica línea negra que serpenteaba entre olas de hierba amarilla. A Jones le parecía que llevaban toda la vida viajando por el este de Montana, que los mismos dos o tres árboles, las mismas dos o tres granjas y silos pasaban a toda velocidad como la escenografía de una película vieja, sugiriendo apenas el movimiento. Los grupos de álamos o la carrocería destripada de un carro oxidado interrumpían de vez en cuando los campos interminables, ardientes bajo el sol implacable. Establos derruidos se inclinaban sobre el pasto, cediendo al viento caliente y a la persistente llanura como si aceptaran pasivamente las leyes de un mundo cuyo único límite, hasta donde Jones podía ver, era el recto horizonte.
      -Está ahí- dijo la muchacha-. Cuando cierro los ojos siento que está ahí. Él sabe dónde estamos.
      -Lo dudo mucho -dijo Jones.
      La muchacha luchó por darse vuelta, agarrándose del reposacabezas del asiento. Miró por la ventana trasera la curva de la carretera que se estrechaba hasta parecer un alfiler en la descolorida orilla del mundo que habían dejado atrás: su padre saldría de aquel punto que se desvanecía.
      -Supongo que pronto se dará cuenta –dijo-. Tiene poderes. Una vez predijo un terremoto.
      -Este país es grande -dijo Jones-. Podríamos haber tomado por un millón de caminos diferentes. Tal vez, si piensas mucho, mucho en Florida, logres engañar su super equipo de predicciones.
      -Oración -dijo la muchacha-. Él reza. Nada muy elaborado. Somos como Jonás escapando en aquel bote en Tarsis; lo descubrieron.
      La muchacha cerró los ojos; se echó agua en la cara y el pecho.
      -Hace tanto calor – dijo-. Cuéntame más cosas de los esquimales.
      -Se me está acabando lo que puedo decir sobre los esquimales -dijo Jones-. Sólo leí un libro.
      -Cuenta cosas viejas. No me importa.
      Buscó en su memoria recuerdos de Knud Rasmussen.
      -No se desperdicia nada -dijo Jones-. Todo lo utilizan. Los inuit pueden hacer un trineo con un perro muerto. Matan el perro y le quitan la piel y después cortan el cuero en dos tiras.
      -Me estoy quemando viva -dijo la muchacha.
      -Enrollan el cuero y congelan las tiras en agua para hacer las hojas. Después las juntan con las costillas del perro-. Jones mordisqueó la punta de una sonrisa de naranja. -Un día el perro está arrastrando el trineo y al otro día él es el trineo-. Se dio cuenta de que la muchacha estaba dormida. -Eso es ironía -dijo y enseguida repitió la palabra-: Ironía-. Sonaba débil, inadecuada, no describía nada; siguió conduciendo en silencio. A través del parabrisas veía un paisaje demasiado extenso para que la vista pudiera medirlo: la aplastante anchura de los campos quemados y la delgada línea negra de la carretera se desvanecía en un vasto cielo azul, como si las nubes que se amasaban en el horizonte fueran ciudades distantes a las cuales se dirigieran.
      

Ella había estado trabajando en los surtidores y en la registradora de una estación de gasolina en un cruce de caminos al sur de Illinois; era una muchacha delgada como una vara, con el pelo rojo y duro del color del óxido, expresión preocupada, las uñas astilladas y unos ojos verdes sin brillo. Usaba overoles grises que se le abombaban como el traje de un payaso, y llevaba las largas perneras y las mangas enrolladas en gruesas bocamangas.
      -Nunca he visto el mar -dijo, señalando los restos de una calcomanía que se estaba pelando en el carro de Jones: ...NAVEGA, decía. Se había quedado de pie junto al surtidor mientras Jones llenaba su tanque. Las luces azules del techo latían en sincronía con el revoloteante sonido de las cigarras, y ellos dos eran una presencia reconfortante en la negra extensión de tierra que rodeaba la estación. Jones quiso decirle a la muchacha que mirase a su alrededor en ese mismo instante: ese plano pedazo de nada era igual a un océano. En cambio, para entablar conversación, le dijo:
      -Acabo de salir de la marina.
      -¿Eres de por aquí?
      -No -dijo Jones.
      Ella llenó el tanque y él sacó el dinero que tenía prendido al retrovisor del carro.
      -Lo sabía -dijo ella-. Me fijé en tus placas.
      Jones le pasó un billete de veinte del rollo que le pagaron cuando le dieron de baja. El dinero representaba para él sus últimos seis meses en la marina, medio año durante el cual no había pisado tierra ni una sola vez. Cansado del mar, sabiendo que allí nunca haría carrera, en su último viaje Jones rechazó las tentaciones de una licencia con sueldo, con la esperanza de llegar a tierra con dinero suficiente para pasar un año. Ahora, al mirar el rollo cada vez más pequeño, oscilaba entre el agotamiento y un renovado deseo de seguir adelante antes de quedar en bancarrota.
      -¿De qué parte de Virginia eres?
      -No soy de Virginia -dijo Jones-. Compré el carro en Newport News. Éstas son las placas viejas.
      -Lástima -dijo la muchacha-. Me gusta el nombre. Virginia. ¿A ti no?
      -Creo que me da lo mismo -dijo Jones.
      La muchacha dobló el billete de veinte por la mitad y acarició el doblez con sus delgados dedos. A Jones le pareció sexy que trabajara en una estación de gasolina en medio de la nada y la miró más atentamente, tratando de decidir si quería pasar una o dos noches en Carbondale. Pensó que no estaba nada mal, excepto por la extraña textura y el tinte de su pelo rojo; los enormes overoles, ondeando al viento, la hacían parecer dulce y perdida, en cierto modo inocente y sola, algo que le dio a Jones la súbita certeza de que podía levantársela sin mayor problema.
      -¿Lo vas a romper? -preguntó Jones, señalando el billete.
      Su brazo desapareció completamente al meterlo en el profundo bolsillo de sus overoles, de donde sacó un rollo de billetes manchados de negro de tanta grasa y aceite. Jones se guardó el cambio y luego miró a su alrededor. Al este, un cono de luz se alzaba sobre Carbondale, un amarillo pálido que presionaba contra la negrura del cielo. La carretera que pasaba delante de la estación estaba vacía, con excepción del reflector que iluminaba un dinosaurio verde y un cartel de Sinclair que daba vueltas en un poste.
      -¿No te da miedo trabajar aquí? -preguntó.
      -No -dijo ella-. Casi nadie viene por aquí a menos que sean como tú, a menos que vayan a alguna parte. La otra noche vino por gasolina un hombre de Vernal. Eso queda en Utah.
      -Aun así…
      -Hay noches en que no me importaría que me robaran.
      Jones sacó de la guantera las cosas del aseo: una bolsa plástica que contenía una barra curva y delgada de jabón, una maquinilla de afeitar sin filo y un cepillo de dientes raído.
      -¿Te importa si me lavo?
      -El baño queda atrás -dijo ella-. Al lado de los tanques de propano.
      En el baño se quitó la camiseta y se limpió con una toalla húmeda, mirando su imagen en el espejo sobre el lavamanos como si fuera otro, alguien de su pasado: ojos grises, mandíbula puntiaguda y como esculpida, orejas que sobresalían absurdamente de su cabeza, el pelo cortado al rape; un rostro de la Marina. Seis meses de aislamiento a bordo de un barco lo habían despojado de cualquier sensación de sí mismo más allá de sus deberes de oficial. En ese tiempo, encerrado en la crisálida de su camarote, había olvidado no sólo cómo era, sino también lo que los demás podían ver cuando lo miraban. Ahora era un civil. Resolvió afeitarse con espuma de la barra de jabón. El bigote desapareció con cuatro o cinco dolorosos cortes.
      Fuera, la brisa tibia se detuvo un momento en su cara recién afeitada. Él, un poco tieso, en posición de firmes; cuando la muchacha le hizo señas desde la ventana de la caja, la saludó.
      -Nos vemos más tarde -dijo.
      -Bien -respondió ella.
      Jones se alejó por la carretera y se detuvo en una tienda a una milla de distancia. Compró una docena de latas de cerveza, una nevera portátil barata de Styrofoam y una bolsa de hielo, y caminó sin rumbo por el pasillo de los juguetes. Escogió una pistola rosada que disparaba dardos de caucho con ventosas. Volvió a la estación y detuvo el carro a la sombra del dinosaurio. Esperó. La muchacha estaba sentada en la cabina de vidrio tras un exhibidor de mapas de carreteras, convertida de repente en la novia de todos los pueblos que había atravesado en los últimos meses. Por esta noche sería suficiente estar con alguien que supiera su nombre, oír otra voz. Jones destapó una cerveza y cargó la pistola de dardos. Lamió la ventosa, apuntó y disparó.
      -¡Oye! -gritó la muchacha.
      -¿Quieres ir a alguna parte? - preguntó Jones.
      
Habían cruzado el Misisipi tres semanas antes y se habían dirigido hacia el norte a través de Iowa, se habían alojado en moteles y comido en restaurantes, disfrutando de la buena vida hasta que el dinero comenzó a agotarse. Empezaron entonces a dormir en el carro; estacionaban en áreas de servicio o en aparcamientos vacíos y entrelazaban los brazos y las piernas en el asiento trasero del Belvedere. Una mañana Jones fue a una panadería y compró un pan viejo por treinta y cinco centavos. Era la hora fría y azul de antes del amanecer, pero mientras cruzaba el estacionamiento el cielo comenzó a clarear y los parches de asfalto se ablandaban bajo sus zapatos; en el aire sofocante, la última débil luz de los faroles de la calle arrojaba opacas coronas de amarillo y rosado. Sólo había otro carro en el lote vacío. Le habían roto las ventanas y dejado en el asfalto un reguero de vidrios como semillas. Cuando Jones se acercó al Belvedere, vio a la muchacha quitarse lentamente el pelo de la cabeza. Era como si presenciara un milagro de revelación a la inversa, como si el sol naciente y el nuevo día no le hubieran dado al mundo la gracia de la visión, sino que se la hubieran arrebatado, dejándolo expuesto y desnudo. Su cráneo era azul, una cosa oculta que no estaba hecha para la luz. Jones abrió la puerta. Ella tenía en su regazo la peluca de rojo cabello crespo.
      -Maldita sea -dijo él, y se puso a dar vueltas por el estacionamiento.
      La muchacha pasó tranquilamente los dedos por el pelo que tenía en el regazo. Cuando se quitó la peluca había creído que, al revelársele a Jones, el destino se torcería irrevocablemente. Sentía que en ese momento conocería a Jones y que lo conocería para siempre. Esperó que se le pasaran la sorpresa y la ira, temerosa de que, cuando se calmara, ella tuviera que emprender el camino de regreso a Carbondale, a la estación de gasolina, a su padrastro y a la iglesia, a orar por una intervención milagrosa. Cuando Jones le preguntó qué le pasaba y ella se lo contó, él le dio un puntapié a la hogaza de pan, que atravesó volando el aparcamiento vacío.
      -¿Por qué no me habías dicho nada?
      -¿Qué debería haberte dicho?
      -La verdad, para empezar.
      -Me parece que te la has estado pasando muy bien sin ella –dijo-. No veo que haya sido crucial hasta ahora.
      -Oh, Dios.
      -Además, no estaría aquí si te lo hubiera contado. Ya estarías lejos.
      Jones lo negó.
      -Tú no me conoces -le dijo.
      -Tal vez no -dijo ella, y se puso la peluca-. Me la dejaré puesta si crees que soy fea-. La muchacha sacó las piernas del carro, fue a recoger el pan y lo trajo de vuelta. -Estas cosas se toman su tiempo -dijo.
      Quitó las piedrecitas y el polvo y los fragmentos de vidrio de la corteza y partió la hogaza en dos.
      -No trajiste jugo de naranja, ¿verdad? –preguntó-. Este pan viejo necesita jugo de naranja.
      Metió la mano en el pan, sacó un pedazo blanco y limpio y le pasó el resto a Jones. Él se comió un trozo y se calmó.
      -¿Quién sabe cuánto me queda?
      Cuando partieron esa mañana, ir hacia el oeste parecía inevitable: no soportaban conducir en dirección al sol; en cambio, tenerlo a sus espaldas en el amanecer tranquilo y vacío les daba la sensación, si bien fugaz, de que podían ganarle la carrera. Era 1977, era agosto, cuando los campos ondulados se ponen calenturientos y los girasoles dan vueltas sobre sus tallos marchitos en busca de luz, girasoles que los miraban de frente en el este cuando salían de madrugada y los miraban desde atrás en el oeste cuando el sol se ponía y ellos buscaban en la autopista la franja de neón de visos suaves, los carteles giratorios, las ventanas iluminadas y el chorro melancólico del tráfico de los pueblos pequeños que florecían brillantes en el horizonte, pueblos que significaban comida y un sitio para pasar la noche. Si Jones no estaba muy cansado, seguía adelante, prefería la soledad de conducir por la noche, cuando las verdaderas distancias se salvaban sin ser vistas y el carro parecía flotar libre en un espacio ilimitado, con el tranquilizante susurro de las ruedas debajo y las luces de las ciudades suspendidas en la tierra oscurecida como constelaciones en un universo cálido. De día se detenía sólo cuando la muchacha quería ver una maravilla natural, algún lugar notable, un punto de interés histórico. Temprano por la mañana habían visitado el valle de Little Bighorn. El silencio era más imponente que la vista, un silencio que rozaba la historia de hace cien años y seguía más allá, retrocedía a las colinas y los riscos incendiados, y a una época en que la dorada llanura del Oeste no había sentido aún el peso de las pisadas humanas. Jones observó que la muchacha buscaba entre los confusos indicadores blancos la piedra ennegrecida donde cayó Custer. Cuando ella trepó la reja de hierro para pararse junto a la piedra, una serpiente toro que se refrescaba a la sombra se deslizó por el pasto amarillento. Tenía buen aspecto, no parecía enferma, sólo un poco rara cuando se quitaba la peluca. Jones miraba a la muchacha de vez en cuando y pensaba: Te estás muriendo, pero el calor uniforme martillaba los días en una pesada monotonía, y conducir producía una especie de amnesia, por eso la mayor parte del tiempo Jones lograba mantener la idea lejos de su mente. Hasta esta mañana, cuando discutieron el siguiente paso.
      -Podríamos ir a Nevada -había dicho ella-. Parece que de todas maneras vamos en esa dirección.
      -Tal vez -había dicho Jones.
      -Casarse sólo lleva una hora -dijo la muchacha-. Y te lo alquilan todo. El velo, las flores. Iremos a jugar. Nunca lo he hecho, ¿y tú? A la ruleta. ¿Qué te parece?
      -Dije que tal vez.
      -No me gusta el tal vez, Jones - dijo ella.
      -No sé -dijo Jones. -No lo he pensado bien.
      -¿Qué hay que pensar? - dijo la muchacha-. Dentro de muy poco tiempo te quedarás viudo.
      Jones apretó la rodilla de la muchacha, nudosa y dura como la de un potro.
      -Oh, Dios -dijo.
      -No estoy pidiendo un gran compromiso.
      -Bueno, bueno - dijo Jones-. No te pongas morbosa.


Cayó la noche y la carretera se internó en las montañas. Con la vertiente continental cerca, Jones no sabía si despertar o no a la muchacha. A ella no le habría gustado perderse un sitio histórico o un límite o cualquier atracción que se anunciase en una valla. Se habían detenido en la Parada de los Presidentes, el Museo de Cera, y para ver caimanes y perros de la pradera, y un avestruz y los huesos blanquecinos de los dinosaurios; ahora la parte trasera del carro estaba cubierta de pegatinas y el baúl lleno de recuerdos que ella había comprado, bolas de cristal llenas de nieve, distintivos militares, cinturones indios de cuentas, brazaletes grabados, banderolas. Wall Drug, Monte Rushmore, Little Bighorn y un parche de tierra desnuda trillado en la pradera que, según afirmaba una placa acribillada a balazos, era la ruta de Lewis y Clark. Había acumulado chatarra y fruslerías sentimentales, y los cachivaches conmemoraban ahora una peregrinación a través de límites estatales, y de ríos montañas arriba, por entre campos desiertos en los que se habían librado y decidido batallas, y por las calles de sucios y olvidados pueblos en los que alguna vez, hacía mucho tiempo, había ocurrido algo importante.
      Jones la sacudió.
      -¿Jones? -Estaba desorientada, una niña asustada que se acaba de despertar en medio de un paraje desconocido-. No me siento muy bien.
      -¿Quieres recostarte?
      -Me tomaría una cerveza - dijo la muchacha. -Algo para matar esto.-
      Jones orilló el carro. Las montañas formaban una corona de oscuridad contra el cielo de la noche y, a la luz de las estrellas, la silueta de una hilera de postes telefónicos parecía hecha de cruces sembradas a lo largo de la carretera. Arregló el asiento trasero, botó su bolsa al piso y desenrolló el talego de dormir. El carro se sacudió con el paso de una tractomula que iba dejando una estela de grava a su paso.
      -Lleguemos rápido -dijo la muchacha.
      -Pásate atrás -dijo Jones.
      -Estoy rezando –dijo ella.
      -Eso está bien -dijo él. Jones le pasó la mano por la cabeza y unas hebras de pelo que le quedaron pegadas-. Nos detendremos en el próximo pueblo.
      De vuelta en la carretera, el viento le secó la camiseta y el algodón empapado en sudor se puso tieso como cartón. Las llantas gastadas rodaban sobre el asfalto cálido como el murmullo de un río. Al ponerse otra vez en movimiento, sólo sintió alivio, la sensación de que su cuerpo se liberaba de su estricto sitio en el tiempo y flotaba entre las luces azules de pueblos con nombres de indios y de soldados de caballería y de batallas, según las ciegas expectativas y las satisfacciones del pasado conocido, según las creencias y los temores de los pioneros. Altavista, Salvajina, Gran Bosque. Hacia el oeste, los nombres cambiaban, se convertían en depósitos de historia utópica, sitios llamados Esperanza y El Destino, Sabiduría e Independencia y Tierra del Amor. Dondequiera que se encendían carteles en la carretera, luces fugaces, Jones se sentía viajando a través de una olvidada alegoría.
      La muchacha preguntó:
      -¿Cuándo crees que llegaremos?
      -No vamos a ir a Las Vegas -dijo Jones, que no supo que ésa era su decisión hasta el momento en que habló y oyó sus palabras en voz alta.
      -¿Por qué no?
      -Te voy a llevar a un hospital.
      -Me mandarán a casa -dijo la muchacha.
      -Es posible.
      -Papá dirá que me secuestraste.
      -Tú sabes que ése no fue el arreglo.
      -No importa - dijo la muchacha-. Él dirá que estás trabajando para Satanás y sus fuerzas demoníacas, aunque no lo sepas. Eso dice de casi todo el mundo.
      -Bueno, pues no es así -dijo Jones.
      -Podrías estar haciéndolo sin saberlo -dijo la muchacha.
      Estaban cruzando el Bitterroot. Jones perdió la señal de la radio, así que tuvo que escuchar las oraciones de la muchacha, de las que le llegaban fragmentos: Jesús, Salvador, amén. El viento se llevaba la música de su voz, ahogada cuando ella se incorporaba en el asiento trasero. En algún punto del este de Idaho ella se durmió, y en las horas siguientes Jones sólo escuchó el canto de las llantas. Al salir de Spokane, en una valla iluminada que se levantaba en un campo de trigo, una imagen de Jesús caminaba sobre el agua apoyado un cayado. Jones pensó en esa curiosa concesión al realismo: un hombre caminando sobre el agua difícilmente necesita apoyarse en una muleta. Este pensamiento se desvaneció en cuanto la valla desapareció tras él. No hubo otros que tomaran su lugar. Aburrido, buscó en la radio voces, pero por largos trechos no encontró cosa distinta del zumbido de la estática, una extraña cháchara que llenaba el carro como si de un momento a otro hubiera perdido contacto con la tierra.


Un cartel en neón rojo chisporroteaba, ambiguo, con el COMPLETO débilmente visible, encendido a medias. Detrás del motel y a través de las vías, el río Columbia serpenteaba por Wenatchee, corriendo ancho y tranquilo como una serena vena azul entre la ciudad y los huertos de manzanos. Las bajas colinas pardas estaban salpicadas de cuadros verdes, parches de jardín tallados en la tierra quemada, y más allá, hacia el oeste, levantándose y dibujándose contra el azul del cielo, una cadena de montañas nevadas delineaba el horizonte como dientes implantados en una enorme mandíbula.
      -Ya llegamos -dijo Jones.
      -¿A dónde?
      -Wen-a-tchee -dijo.
      -Wena-tchee -ensayó de nuevo.
      -Un sitio cualquiera -dijo finalmente-. Subamos.
      En la habitación, Jones puso a la joven en la cama. Roció las sábanas con agua del grifo, para refrescarlas, y abrió la ventana. Una brisa caliente empujó las cortinas de lona marrón hacia el cuarto. Fuera, junto a la ventana, las hojas grises y polvorientas de un manzano y, debajo del árbol, el azul artificial de una piscina brillaba sin revelar profundidad alguna, al sol de la mañana. Una ligera brisa rizaba el agua y un salvavidas flotaba sin rumbo en la superficie.
      La muchacha se había arrodillado a los pies de la cama, con las manos entrelazadas y la cabeza inclinada en actitud de orar. Estaba desnuda: su cuerpo era un cirio votivo blanco y duro; y la llama despabilada de su cabello, un rescoldo rojo y moribundo.
      -Arrodíllate conmigo -dijo.
      -Tú sigue -dijo Jones, y se sentó en el borde de la cama a quitarse las botas.
      -No te va a hacer daño ponerte de rodillas –dijo la chica.
      -Ya tuvimos esta discusión -dijo él.
      -Yo creo que fue un milagro -dijo la muchacha. Se refería a la remisión de su cáncer, a las oraciones que habían sido escuchadas. Su padrastro pertenecía a una secta evangélica que creía literalmente que el Juicio Final estaba a la vuelta de la esquina. Varias de las fechas que había predicho para el fin de los tiempos ya habían llegado y habían pasado. Hacía dos meses que la había sacado del tratamiento médico, rechazando la ciencia en favor de la oración. Su enfermedad se llenó de posibilidades metafóricas y de grandes portentos que eran considerados por la congregación de la Iglesia del Redentor en Carbondale como una especie de augurio, o como un signo de la alianza con Dios o como una prueba de la caída del hombre, de su perversidad y su pecado. Durante algún tiempo la enfermedad remitió, y las noticias de su curación condujeron hasta la iglesia a toda una hueste de implorantes desesperados.
      En una exhibición en Dakota del Sur, a pesar de la evidencia de los huesos que tenían delante, la muchacha afirmó que los dinosaurios no habían muerto hacía sesenta millones de años. -Fue hace unos diez mil años- insistió. Su padrastro creía que habían estado con Noé en el arca.
      -Carajo, sí que era grande el arca -dijo Jones, que ya no tenía ningún interés en discutir; pero añadió-: ¿Y qué significa que ahora estés enferma de nuevo?
      -Es la voluntad del Señor.
      -No hay manera de hablar contigo -dijo Jones.
      -Estamos aquí solamente para dar testimonio -dijo ella.
      -¿Tus oraciones han sido respondidas alguna vez?
      -La noche en que tú llegaste a la estación, yo lo había pedido. Oré y tú llegaste.
      -Tenía hambre. Quería una barra de chocolate.
      -Eso es lo que tú piensas - dijo la muchacha. -Pero no sabes, en el fondo no sabes por qué te detuviste, ni cuál es el plan ni nada. ¿Quién hizo que te diera hambre, eh? Piensa en eso.
      El torrente de palabras pareció agotarla. Se enrolló una esquina de la sábana alrededor del dedo y repitió:
      -¿Quién hizo que te diera hambre?
      -De manera que tú pediste que yo llegara, y llegué -dijo Jones-. -¿Pediste que llegara yo o simplemente alguien, cualquiera? -Se sacó la camisa, la dobló y se enjugó el sudor de las axilas-. Tu enfermedad no significa nada. Estás enferma y punto.
      Jones abrió la llave del agua caliente y se quedó en la ducha, la primera que tomaba en varios días, hasta que su piel se escaldó con manchas rosadas. Cuando terminó, se secó de pie frente a la muchacha. Estaba ahogada en llanto.
      -¿Por qué no te duchas? -dijo Jones.
      -Tal vez debería volver a casa.
      -Tal vez deberías pararte en la carretera y dejar que el radar de tu papá te encontrase. Si eso es lo que quieres –añadió-, te conseguiré un pasaje de bus. Puedes irte mañana.
      La muchacha negó con la cabeza.
      -Ése no es mi lugar -dijo.
      -Los esquimales tampoco tienen hogar -dijo Jones-. No tienen una palabra para designarlo. Ni siquiera pueden preguntarse entre ellos: Hola, ¿dónde vives?

II

El médico McKillop se sentó sobre un guacal de manzanas y sacó una petaca del bolsillo de su chaqueta. El calor de la tarde era feroz, pero la luz era lo peor; parpadeó mirando hacia arriba y deseó vagamente estar sobrio. Pero ya era demasiado tarde, y con una sensación de anticipación, de feliz fatalidad, bebió, y el whisky calentado por el sol le raspó la garganta. McKillop experimentó el secreto placer del alcohólico, someterse a algo más grande que él, realinearse con el destino: se tomó otro trago. Nadando en el reflejo de la petaca de plata, advirtió la presencia de un joven blanco. Era alto y delgado, de pómulos agudos y altos; en el resplandor, las profundas cuencas de sus ojos parecían vacías, lagunas de una fría sombra azul. Cuando el hombre al fin se acercó, McKillop le ofreció la petaca.
      -Me dijeron en el pueblo que podría encontrarlo aquí -dijo Jones.
      McKillop asintió.
      -Debe estar desesperado.
      Con un pañuelo desteñido, el médico se limpió del cuello el polvo y el sudor. Uno de los cosecheros se había caído de un árbol y se había roto un brazo, y habían llamado a McKillop para que se lo arreglara. Ya no era médico, por lo menos no legalmente, desde hacía seis meses, cuando lo habían cogido recetándose cocaína. Su licencia médica condicional no les importaba nada a los trabajadores migratorios que recogían manzanas, y McKillop estaba agradecido por el trabajo. Mantenía los problemas a distancia.
      -Déjeme adivinar -dijo McKillop-. O no tiene dinero o está buscando medicamentos.
      -El cantinero de Yakima Suzie me dio su nombre -dijo Jones.
      -En un bar uno puede emborracharse, fumar cigarros y apostar. Es mucho lo que se puede encontrar en un bar. Yo lo he hecho-. McKillop apretó un seco capullo de manzano entre sus dedos y lo olió. -Pero un médico, lo que es un médico, probablemente no lo encuentre usted en un bar-. Después lo miró y le dijo-: A mí me quitaron el hábito.
      -No estoy buscando a un sacerdote -dijo Jones. La voz estentórea del médico y sus enfáticas declaraciones comenzaban a irritarlo. McKillop usaba guaraches con suelas de llanta, y los dedos de los pies estaban apelmazados con tierra, y las uñas curvas y largas se veían amarillas y nada sanas. Llevaba el pelo largo y descuidado recogido en una cola de caballo.
      Jones permaneció en silencio mientras un camión lleno de jornaleros pasaba con estruendo por un gastado camino gris lleno de baches. El verde de los cultivos, de los huertos que había visto desde el valle, era una ilusión; el polvo cubría los árboles y blanqueaba las ramas y las hojas. Un saltamontes escupió jugo marrón en la mano de Jones, que se la sacudió y dijo:
      -Tengo a una muchacha con dolores.
      -Ajá, una muchacha con dolores-. McKillop tapó la petaca y se volvió a secar el cuello. Escupió en el polvo, y un gargajo seco rodó a sus pies, espeso y duro. Lo aplastó con la suela de caucho de la sandalia. Miró la red de hojas por donde se filtraba el sol; muchas de las manzanas a las que el sol les llegaba por el oeste aún no habían madurado. McKillop se levantó y cogió una de las manzanas verdes y se la metió al bolsillo. -Para más tarde -dijo.
      

El cuarto olía a mayonesa podrida. El cuerpo de la muchacha brillaba cubierto con un líquido amarillo. Se había vomitado encima, y en las almohadas y en el piso. Boca abajo, se agarró de las sábanas y las arrancó. Se dio la vuelta, pateando el colchón y arqueándose sobre la cama, y levantó el cuerpo retorciéndose como un luchador que intenta librarse de una llave.
      Jones la trincó por los brazos contra la cama mientras ella corcoveaba, tratando de zafarse. Apretó los dientes y luego jadeó buscando aire. En su labio superior, un delicado rocío de sudor sobre el tenue bozo rubio. Empuñó las manos delgadas y esqueléticas y luego las abrió y le clavó a Jones las uñas amarillentas.
      McKillop extrajo morfina de una ampolleta y encontró una vena azul en el brazo de la muchacha. Una gota de sangre en el punto en que la aguja pinchó la piel. McKillop limpió la sangre con la sábana y le puso una curita.
      El cuerpo de la muchacha se relajó, como si súbitamente no tuviera esqueleto.
      El polvo del viento opacaba la ventana. Jones la abrió, deslizándola sobre correderas atascadas con polvo y moscas muertas, y miró hacia la piscina del motel. Iluminada con luces subacuáticas, brillaba como una joya. Cerca del fondo había una silla reclinable ladeada, que se mecía suavemente en la corriente invisible.
      -Necesita un médico -dijo McKillop.
      -Usted -dijo Jones-. Usted es el médico.
      McKillop sacudió la cabeza.
      -No se vaya -dijo la muchacha. Sólo movió su dedo índice, levantándolo ligeramente de la cama, como si toda su lucha se hubiera reducido a un mínimo espasmo.
      -Espere afuera -le dijo Jones al médico.
      Cuando McKillop salió, Jones encendió la televisión, un aparato en color, dañado, que bañó el cuarto con un resplandor azul; buscó un canal bueno, pero la pantalla continuaba hecha un mar de estática pulsátil detrás del cual vagas figuras nadaban en una distorsión surrealista, como auras sin una fuente reconocible. Deshizo la cama, mojó una toalla delgada y áspera en agua tibia,y comenzó a limpiarle el vómito de la cara, del pecho duro y plano, del estómago que subía y bajaba con cada respiración.
      -Eso me hace bien -dijo ella. Jones enjuagó la toalla y continuó la ablución, primero en las delgadas piernas y luego, poniéndola boca abajo, le hizo un masaje con la toalla tibia en la espalda y en las nalgas y a lo largo de los muslos. Las cortinas se agitaban, separándose como alas y levantando vuelo hacia dentro de la habitación. Era temprano, pero el sol ya se ponía en el valle, y el borde marrón de las colinas adquiría un halo de luz brillante, una costura de oro nítida y contorneada; se empezaron a oír claramente algunos sonidos –el chirrido de las llantas, el tintineo de las llaves, el ladrido de los perros–, tan ordinarios y cercanos que parecían tener su origen no dentro del cuarto, no fuera, en el mundo, sino en la memoria.
      Cuando la muchacha se quedó dormida, Jones salió al corredor, deslizándose casi.
      -¿Es su esposa? -preguntó McKillop.
      -Sólo una muchacha que recogí.
      -Por Dios, hombre-. Con jocosidad forzada, el médico le dio a Jones una palmada en la espalda-. La verdad es que sabe usted cómo conseguírselas.
      La calle se oscureció tras un momento de suspenso. El cielo todavía era de un azul profundo con un débil borde blanco que iba desapareciendo hacia el oeste. Había un indio acuclillado en la acera del motel, con la cara marrón y arrugada como una manzana arrancada en otoño.
      Jones y McKillop entraron a un bar vecino.
      -Voy a llevarla a un hospital -dijo Jones.
      -No hay mucho que un hospital pueda hacer -dijo el médico-.Tomémonos un trago –exclamó-. Le van a poner morfina y eso la mantendrá eufórica hasta que se muera.
      -Entonces la mandaré de vuelta a su casa -dijo Jones-. En la Marina había aprendido una cosa que prácticamente se había convertido en su filosofía: aunque en realidad no había una buena razón para seguir adelante, aquellos que se negaban a hacerlo debían pagar enormes penas. Había aprendido esta lección mientras frotaba con Brasso la hebilla de su cinturón y cuando lustraba sus botas para unas inspecciones que nunca se llevaron a cabo-. Podría irme ahora mismo. Podría coger el coche y largarme.
      -¿Y por qué no lo hace? Es lo que yo haría -dijo el médico, que pidió un whisky con cerveza y después de mezclarlos se lo bebió. Luego pidió otra ronda.
      -Hasta el fondo -dijo McKillop-. En realidad no soy muy profundo.
      -Tenía la sensación de que si seguía conduciendo todo saldría bien.
      -Los poderes curativos y recuperativos del Oeste -dijo el médico-. Teddy Roosevelt y todo lo demás. El Oeste fue un invento necesario de la guerra civil, un sitio de armonía y unión. Del cuerpo político al cuerpo…
      Jones apenas escuchaba. Descubrió que estaba oponiéndole resistencia a las insustanciales simplificaciones del médico.
      -Me gustaría viajar -estaba diciendo McKillop. La frase tenía un dejo anticuado. Aun en el fresco ambiente del bar, McKillop sudaba. Apretó con un grueso dedo una miga de pan y luego le dio un pastorejo.
      -Parecía usted alterado cuando la vio -dijo Jones.
      -Me pondré bien -dijo McKillop, y se terminó su bebida de un golpe-. Ya me siento bien. Usted va a necesitar ayuda, pero yo no soy su médico.
      McKillop cambió un rollo de billetes por monedas e hizo una serie de sensibleras llamadas a sus amigos de Seattle: los despertó, les pidió favores en memoria de los viejos tiempos, invocó antiguas obligaciones, dos veces le dijeron que se fuera a joder a otra parte y finalmente logró contactar a un antiguo amigo, médico residente en el Mercy Hospital, quien le dijo que atendería a la muchacha si no tenía otra cosa que hacer.
      -Cuidaremos de ella -le dijo McKillop a Jones. Caminaron hasta la sección de depósitos sin ventanas y edificios de almacenamiento con las fachadas limpias, por calles de piedra iluminadas tenuemente por faroles azules, por entre guacales de manzanas arrimados contra las paredes de ladrillo en pilas de ocho y diez metros de altura. Más allá de las vías, el Columbia corría despacio; un camino de fría luz de luna se extendía a través del agua como un puente en un sueño, un puente que siempre empezaba a los pies de Jones. Por entre las tablas de los guacales, Jones veía ojos de mirada fija, hombres echados en las cajas para pasar la noche, protegiéndose del viento con montones de papel periódico, cartón, plástico que revoloteaba. Jones se detuvo. Sobre el muelle de descarga, un toldo de lona golpeaba en la brisa como la vela arriada de un barco.
      -No se preocupe, muchacho -dijo el médico-. La vamos a arreglar. Mañana en Seattle-. Abrió el maletín y le pasó a Jones una ampolleta y una jeringa-. Si el dolor se pone insoportable, le da esto. Sólo la mitad, cuatro o cinco miligramos. Puede hacerlo, ¿no? Sólo tiene que encontrar una vena.
      En la orilla del río ardía un fuego que emitía un círculo de luz, y sombras de hombres quietos como piedras ejecutaban una cómica danza. Una mujer se salió del círculo y se dirigió hacia el prado; tenía las piernas enredadas en sus propios pantalones, y los bluyines se le habían caído hasta los tobillos; dio un traspié, se levantó; otro traspié, luchó.
      -Yo sé lo que ustedes quieren -gritó dirigiéndose hacia el círculo de hombres-. Yo sé lo que ustedes quieren –repitió, y cayó, soltando horribles carcajadas..
      El médico le había cogido la mano a Jones, y se la apretaba y la sacudía, y a Jones le pareció que nunca lo iba a soltar.
      Fuera del motel, el mismo indio desastrado se puso de pie y se acercó a Jones. Su bota izquierda, de vaquero, estaba tan gastada alrededor del tacón que los clavos al aire golpeteaban el cemento a cada paso incierto. El indio parpadeó y le tendió una mano a Jones.
      -Me arden los ojos cuando los abro –dijo-. Y arden cuando los cierro. Durante toda la noche no sé qué hacer. Me la paso abriendo y cerrando los ojos.
      Jones buscó en su bolsillo y sacó un dólar arrugado del rollo de su paga.
      -Juro que alguien me está poniendo los ojos negros -dijo el indio.
      Jones le dio el billete. Buscó en el hombre los rasgos de un esquimal, pero su piel estaba tan curtida que las líneas faciales se habían erosionado.
      -Tan Feliz -dijo.
      -Yo también -dijo Jones.
      -No -dijo el indio, golpeándose el pecho-. Tan Feliz. Johnny Tan Feliz, ése soy yo. Jodiéndome.
      Parpadeó y se fue, vagando solo; los clavos de su bota arañaban la acera.
      

La muchacha estaba despierta, envuelta en sábanas blancas, mirando el cielorraso, con una respiración superficial pero regular. Jones se tendió en la cama a su lado y el mundo le dio vueltas: las paredes giraban suaves y estivales, como las últimas revoluciones de un carrusel que se bambolea antes de detenerse. Miró por la ventana. A la luz de la luna, cada hoja del manzano era una cucharada de leche.
      Jones sintió los delgados y secos dedos de la muchacha en su muñeca, como un pájaro que se aferra a una rama.
      -Te quiero -susurró. Su voz era ronca y amedrentadora.
      Jones cerró los ojos para protegerse del cuarto que daba vueltas. El movimiento siguió aun con los párpados cerrados, y entonces los abrió, sin conseguir nada. El cuarto seguía dando vueltas.
      -¿Y tú, Jones? Podrías decírmelo también. No me importa que no sea verdad. Ya no me importa.
      Jones le apretó la mano con suavidad.
      -¿Dónde estamos, Jones? –preguntó-. Quiero decir, ¿cómo se llama este sitio?
      Estaban muy lejos de Carbondale, del hogar que él había visto la noche en que partieron. Un roble que ocultaba las ruinas de un fuerte infantil, una cuerda deshilachada con nudos colgando de la puerta, un aspersor que giraba lentamente sobre el prado, una silla reclinable bajo un parasol, un plato de papel que resistía al viento por el peso de un vaso de coctel vacío.
      -Tengo calor -dijo ella.
      Jones la levantó de la cama. Estaba acalorada, pero no sudando. En sus dedos la piel se sentía seca y polvorosa, frágil, como si la próxima brisa se la fuera a llevar y él se fuera a quedar sosteniendo un esqueleto. La envolvió en una sábana blanca. Ella le pasó los brazos alrededor del cuello y Jones la cargó, liviana como madera de balsa, hacia la acuosa luz verde del corredor y escaleras abajo.
      -¿Adónde vamos? -preguntó ella.
      La superficie de la piscina brillaba, lisa como una turquesa. Jones desenvolvió la sábana y la dejó caer. La muchacha estaba desnuda.
      -Espera -dijo Jones, y bajó los escalones por el lado pando, hasta que el agua le cubrió los pies, las rodillas, la cintura; luego bajó suavemente a la muchacha hasta que su espalda flotó en la superficie.
      -No vayas a soltarme - dijo ella, estremeciéndose al tocar el agua. La chica jadeó presa del pánico.
      -No lo haré -dijo Jones-. Relájate.
      Pareció como si la piel se empapara, como si absorbiera el agua como una esponja deshidratada, y la sintió más pesada, más consistente. Sus brazos y sus piernas se hicieron ligeros, y subían y bajaban al ritmo del agua. Jones la paseó por la parte menos profunda.
      -Excepto en las canciones de la radio -dijo ella-, nadie me dijo jamás que me quería.
      Sus ojos, abiertos y vacíos, miraban las ramas del manzano y, a través de ellas, el cielo nocturno, la luna, la bóveda de estrellas.
      -¿Crees que alguien nos esté mirando? - preguntó la muchacha.
      Jones miró hacia la hilera de habitaciones oscuras que rodeaban la piscina. Aquí y allá brillaba una luz. Los aparatos de aire acondicionado zumbaban.
      -Lo dudo -dijo.
      La chica abrió los brazos y los dejó flotar en la superficie mientras Jones la sacaba del agua. La levantó y la dejó sobre la sábana. En lo más hondo de la piscina, debajo del trampolín, vio la silla reclinable, su tejido amarillo y sus brazos cromados brillando con los destellos de la luz subacuática. Respiró hondo y se sumergió. El agua estaba tibia como el aire, lo que facilitaba el paso de un elemento al otro. Jones se deslizó por el fondo hasta que encontró la silla. Sentía la presión en los oídos, y cierto vahído se apoderó de él mientras la arrastraba por la piscina. Por un momento quiso detenerse, quedarse en el fondo y dejar que todo se volviera negro; aguantó hasta que todas las células de su sangre chillaron y los instintos involuntarios de su cuerpo, sediento de aire, lo devolvieron a la superficie con el estallido de su última respiración. Puso la silla junto al manzano.
      Se sentaron bajo el árbol mientras Jones recuperaba el aliento. Un viento cálido les secó la piel.
      -Lo que más me gustó fue Little Bighorn -dijo la muchacha.
      -Fue interesante. -Jones miró una hoja que flotaba en la piscina-. ¿De veras crees que te está buscando?-
      -Sé que sí -dijo ella-. Muchos de sus compañeros que se han salvado, ya sabes, los que han vuelto a nacer, son de la policía…
      -¿Quieres volver?
      La muchacha calló. Luego dijo:
      -Los fines de semana papá y ellos salen de cacería por los puentes y los ríos, buscan grafitis con mensajes satánicos. Para el culto del diablo se necesitan los cuatro elementos. Se necesita tierra, aire, fuego y agua. Es lo que él dice. Buscan por los ríos, y a veces encuentran mensajes , o un hueso viejo de pollo y creen que han encontrado algo.
      Parecía una respuesta transmitida por un circuito bíblico.
      -Mañana vas a ir a un hospital -dijo Jones-. El médico ya lo ha arreglado. Todo está listo.
      Subió a la muchacha y la tendió en la cama. En cinco semanas había pasado de ser una niña que había recogido en el centro del país, a ser una vieja cuyo cuerpo se separaba del mundo, encogido y enroscado y aparentemente cada vez más liviano. El pelo no le había vuelto a crecer, y las ulceraciones de los primeros tratamientos de quimio le habían debilitado tanto las encías que un diente se le había aflojado hasta caérsele, dejándole un hueco negro en una sonrisa que debió de ser seductora para los muchachos de Carbondale. El blanco de los ojos se le había puesto rojo escarlata. Sus miembros estaban esqueléticos, sin carne, famélicos. Le había dicho que tenía dieciocho años, pero ahora podía pasar por una mujer de ochenta.
      -¿Crees que me voy a ir al infierno?
      -Probablemente.
      -Jones…
      -¿Entonces por qué hablas así?
      -No lo sé –dijo, enrollándose la sábana alrededor del cuello-. Cuando abro la boca me salen esas cosas. Son las únicas palabras que tengo.
      -En uno de mis viajes -dijo Jones- fuimos a hacer maniobras en el Mediterráneo... -Jones le contó que había estallado una caldera y un hombre se había caído en un pozo de aceite hirviendo. Enloquecido, envuelto en llamas, el hombre corría en círculos erráticos sobre cubierta, como una luz brillante que daba vueltas en la oscuridad, saltando hacia adelante y hacia atrás como una vela romana errante, mientras los otros hombres lo perseguían, medio temerosos de agarrarlo e incendiarse ellos mismos. Por último, perdida toda esperanza y con la mente extraviada, el hombre saltó por la baranda de cubierta al mar-. Se podía oír el viento, cómo azotaba las llamas mientras el pobre caía. Después, nada, desapareció. Es lo más triste que vi en mi vida.
      Le contó también que ayudó a extinguir el fuego, y por cumplir con su deber le concedieron una medalla de héroe del tamaño de una moneda de diez centavos.
      -Nunca hay aire acondicionado en los lugares a los que vamos-dijo ella, y luego hubo una larga pausa mientras su respiración gorgoteaba en unos pulmones llenos de líquido.
      Jones le tomó la mano. Un hueso. Pensó que estaba tosiendo, pero sólo procuraba respirar. Súbitamente no quiso estar más a su lado en la cama. Pero no pudo moverse.
      -Los esquimales viven en cabañas de hielo -dijo él.
      -Eso suena bien en este momento.
      -Demasiado frío -continuó Jones.
      -Me gustaría que fuéramos allá.
      La muchacha tosió y después se enroscó en una pelota fetal.
      -Es como si me acuchillaran por dentro con navajas calientes -dijo.
      Jones se levantó. Encendió la lámpara junto a la cama y sacó la morfina y la jeringa del bolsillo de su camisa.
      -Los primeros exploradores creyeron que los esquimales vagaban de un sitio a otro porque eran pobres –dijo-. Creían que los esquimales eran unos vagos-. Abrió el envoltorio de celofán de la jeringa y clavó la aguja en la ampolleta, jalando lentamente el émbolo hasta que la mitad del líquido ascendió por la jeringa. -Siempre se están trasladando -añadió. La muchacha mordió la almohada hasta que las encías le sangraron y dejaron la huella de su boca en la funda. Su cuerpo tenía una vigilancia, una tensión que Jones podía sentir en los ángulos torturados de sus brazos, en la débil flexión de sus músculos atrofiados. Ella levantó la cabeza y abrió la boca, con los ojos rojos y asustados buscando algo por el cuarto como si de pronto todo el aire se hubiera ido-. Pero cuando lo piensas, te das cuenta de es eficaz-. Jones sacó las burbujas de aire de la jeringa hasta que una gota de morfina se escurrió como rocío de la punta de la aguja-. El movimiento es el único recurso que tienen para sobrevivir en el frío. Hasta su moral depende del frío, del movimiento-. Jones continuó hablando sólo para disipar el silencio y el solitario sonido de la respiración entrecortada de la muchacha. Le soltó la mano de las sábanas y le dobló el brazo hacia atrás, contra la cama-. No tienen policía –dijo-, ni abogados ni jueces. El peor castigo para un esquimal es que lo dejen atrás, que lo abandonen en el frío-. Y le palpó el brazo hasta encontrar la vena más gruesa posible, se la imaginó fluyendo hacia el corazón y clavó la aguja.
      

McKillop había tomado la cartera de la muchacha y vaciado su contenido en la cama. Escarbó y encontró un chicle de bola azul, imperdibles, monedas, una lista de mercado y varios folletos, que leyó.
      -Oiga –dijo- Durante siglos los amantes de Dios y de la rectitud han orado. Venga nos en tu reino. Pero ¿cuál es ese reino por el que Jesús nos enseñó a orarfi Usa tu Biblia para conocer el quién, el qué, el cuándo y el porqué del Reino. Irónico, ¿no? –dijo riendo.
      -No lo sabemos, ¿verdad? -dijo Jones.
      -Bah -dijo el médico. Tomó una hoja con anotaciones-. Colorete, lápiz de labios: Caramelo, Rojo Rubí. Dos pares de medias blancas de algodón. Llamar a Carolyn.
      -Deje sus cosas quietas -dijo Jones.
      -Estaba buscando alguna identificación –dijo-. ¿Cómo se llama?
      Jones pensó un momento y luego dijo: -Es mejor que usted no lo sepa.
      -No le habrá dado una sobredosis, ¿no?
      -No -dijo Jones. La noche anterior se había despertado con el sonido de la voz de la muchacha, que llamaba a alguien que no estaba en el cuarto y comenzó a coger cosas invisibles en el aire. Verla luchar con esos fantasmas hizo que Jones se sintiera terriblemente solo. Delirante, terminó cantando el estribillo de un himno. Jones le dijo al médico:
      -Pero hubo un momento en que lo pensé.
      -Podría decir la verdad. No es agradable, pero siempre es una opción..
      Jones miró al médico.
      -Es demasiado tarde -dijo.
      -Yo mismo he ensayado la verdad y tampoco es que funcione muy bien. Tal vez la mitad de las veces, pero no más. ¿De qué sirve? El mundo funciona mal. La gran pregunta es: ¿a quién le importa?
      -A su familia -dijo Jones-. Cristianos evangélicos.
      -Me criaron como católico –dijo McKillop, que tomó una cadena de plata que le colgaba del cuello y le mostró a Jones una cruz deslustrada-. Era la religión de mi madre. Yo no creo, pero todavía me atemoriza.
      -Esto va contra la ley.
      -Si la manda a su casa, habrá preguntas.
      -Las habrá de todas maneras -dijo Jones-. Su padrastro es un fanático. Debe de estar buscándome. Cree en lo que hace, ¿sabe?
      -Recuerdo vagamente que creí…
      -No todo tiene que ver con usted -dijo Jones. Sentía la tristeza del lenguaje, su soledad. El médico no tenía ninguna fe más allá de un sistema de pequeñas ironías; era como intentar refugiarse de la lluvia trayendo a la mente el recuerdo de un paraguas.
      El médico, que había prescindido de la formalidad de la petaca, beía ahora directamente de la botella.
      -Anoche no llegué a casa -dijo McKillop.
      -Se ve -dijo Jones.
      -Tuve suerte -dijo McKillop-. Un poco. -Se limpió los labios y dijo-: Ojalá tuviera una rosquilla.
      El médico sacó una manzana verde del bolsillo y la frotó contra la solapa de su arrugada chaqueta. Le ofreció la botella a Jones, pero éste rechazó la invitación.
      -Le había echado el ojo a esa mujer desde hacía mucho tiempo, la deseé desde lejos, y de pronto ahí estaba yo, en la cama con ella, tocándola, oliéndola, saboreándola. Pero no se me paró.
      -Tal vez debería dejar de beber.
      -Me gusta beber.
      -No es práctico -dijo Jones.
      -Dejar de beber es una medida demasiado drástica -dijo McKillop, y mordí la manzana-. Para alguien tan poco afortunado como yo.
      -Nos vemos -dijo Jones.

 III

Por la tarde ya había cruzado el puente de Deception Pass y se había dirigido al sur y tomado el transbordador a Port Towsend. Se dirigió al oeste por la 101, y después se desvió hacia el norte, abrazó la costa del estrecho de Juan de Fuca, atravesó Pysth y Sekiu, y llegó a Neah Bay y a la Reserva Makah, donde ya no había más carretera. Durante todo el camino hacia el oeste hizo calor, y ahora un fuego salvaje ardía a lo largo de la corona de montañas que se levantan contra el límite occidental de la reserva. El cielo se volvió amarillo bajo un manto de humo negro. Copos de ceniza revoloteaban como nieve por el aire. A cada lado de la calle había chozas blancas tambaleándose hacia delante sobre bloques de escoria, y unos niños descalzos jugaban en los sucios patios, persiguiendo tolvaneras. Varias niñas, con vestidos brillantes y delicados como telarañas, se protegían los ojos y miraban el fuego. La luz del sol se esparcía a través de las delgadas telas, y las faldas ondeaban con el viento, de manera que cada niña parecía arder.
      Jones recorrió lentamente el pueblo, levantando una estela de polvo blanco que se mezcló con la ceniza y se asentó sobre los niños, sobre las cabañas y sobre los autos abandonados; y luego siguió por un desgastado camino maderero al pie de la montaña, hasta que se terminó. Había una casa rodante amarilla sobre un acantilado, y detrás, semioculto por unos cedros azotados por el viento, apareció el océano. Jones oyó el oleaje y aspiró el olor del mar agitado. Un hombre de overol salió de la casa móvil –a Jones le pareció que era un esquimal. Apagó el motor. El carro se sacudió hasta apagarse, pero por un momento sintió a sus espaldas la presión de todo el país que acababa de cruzar, la vibración de la carretera atravesando la barra de cambios hacia sus manos y subiendo por sus brazos hasta convertirse en un dolor en los hombros y en un entumecimiento que le recorría toda la columna. Entonces las vibraciones se detuvieron, y sintió que su cuerpo se instalaba en el presente.
      Jones bajó del carro. El hombre engarzó el pulgar en el bolsillo de su camisa, instinto de fumador. Detrás de unos labios partidos, tenía los dientes podridos. Vio un avión tanque que barrió el océano, se elevó y dio la vuelta sobre la colina, esparciendo nubes de retardador. Las sustancias químicas cayeron como una cortina rojo óxido que se cerraba sobre la línea de fuego.
      -¿Cómo empezó? -preguntó Jones.
      -Un pedacito de vidrio de botella puede iniciar un fuego si el sol le da en el sitio adecuado.- El hombre encendió un cigarrillo. -Ha sido un verano seco. Talaron la mayor parte de la colina y nadie quemó los troncos. ¿Hacia dónde iba usted?
      Jones le dijo que simplemente estaba conduciendo.
      -Allá abajo había una colonia encantadora -dijo el hombre, y señaló vagamente hacia el océano-. Los hippies aún vienen y buscan el camino viejo. Pero las trochas se van tapando-. El hombre se pasó la lengua por la encía negra, donde faltaban los dientes frontales. -Creí que usted era uno de ellos.
      -No -dijo Jones-. Nunca había estado aquí.
      -Puede estacionar, si quiere. Hay una trocha de caza que sigue hacia abajo.
      -Gracias.
      -Verá el viejo molino Zellerbach.
      Encontró el abandonado molino en ruinas, un rimero de metal torcido. Se sentó sobre una cañería oxidada y arrancó del suelo un puñado de malezas quemadas. Con una vara escarbó el piso endurecido y seco, sacó tres paladas de tierra suelta y las envolvió en una de las camisas de la muchacha. Luego, se sentó en un tocón repasando con sus dedos los círculos de crecimiento hasta que cerca del corazón del tronco hubo contado doscientos años.


Una ristra de conchas de almeja castañeteaba como dientes con frío bajo la tolda de una venta de cebos. Dentro del rompeolas, los botes tiraban de sus amarras. Jones recorrió los muelles del fondeadero hasta que encontró un Livingston colgado por pescantes a la cubierta de un crucero. Las ventanas del crucero estaban todas oscuras, había una lona extendida sobre la timonera, y el puerto de origen estampado en la popa era Akutan. Bajó el bote salvavidas hasta el agua, tomó impulso y se alejó del fondeadero flotando tranquilamente.
      Cuando hubo remado hasta el callejón de navegación, Jones dio arranque al Evinrude de veinte caballos y siguió una boya roja y centelleante alrededor del cabo Flattery hasta el océano. Se mantuvo fuera de la rompiente, abrazando la orilla; a veces el bote se levantaba tanto sobre la cresta del oleaje que se podía ver una playa llena de basuras flotantes arrastradas por el mar. Jones navegó con el motor y siguió el oleaje hasta que el casco raspó el lecho de arena. Cargó a la muchacha en la lancha, en la parte delantera, como lastre.
      Usó el remo para alejarse de la orilla y luego empezó a remar. Cada nueva ola se oponía a su esfuerzo, levantando la proa y empujando el bote hacia atrás en medio de una oleada de espuma blanca. Finalmente logró colocar el bote en medio de las olas. El motor se impulsó con un agudo quejido y Jones timoneó hacia mar abierto, hacia el occidente. Más allá de los arrecifes, el continuo golpeteo de las olas cedía ante un oleaje ondulado, y Jones supo que se hallaba en aguas profundas. Había olvidado cómo era de negra la noche en el mar, cuando hasta la más fría y agonizante estrella parecía cercana y brillante en la oscuridad. Se asustó y comenzó a ver el mundo como si fuera un niño tímido que tiembla con temores irracionales –la terrible vida que había debajo de él, el padrastro de la muchacha en su fantástica persecución, su propia existencia fugitiva a partir de ese momento–. Si esto se volviera historia, sería juzgado y lo encontrarían culpable. El rocío del mar saltaba sobre la proa y le salpicaba la cara. El mar subía y bajaba con un ritmo soñoliento. Cruzó la negra popa de un carguero anclado, de cuatro o cinco pisos de altura, y cuando desaceleró hasta quedar a la deriva oyó voces en la cubierta superior, voces humanas que hablaban un idioma que él no comprendía.
      Navegó una milla más y apagó el motor. No había costuras entre el mundo redondo y el cielo nocturno, todo era una sola cosa, un horizonte líquido e invisible a excepción de un reguero de estrellas que destellaba como fosforescencias que surgían del agua. Una fresca brisa susurraba sobre la superficie. Agosto había pasado. Había llenado la bolsa de dormir con piedras de la playa, y luego había limpiado el carro de toda evidencia: recogió los recuerdos, las chucherías, las sonrisas de naranja, la peluca, y lo embutió todo en el fondo de la bolsa, cerrándola con una cuerda de nylon. Había tomado la Biblia, la había abierto en la página de la genealogía, y había garrapateado el mes y el año en el margen. Jones consideró la posibilidad, mientras se mecía en la depresión del oleaje, de que algún día todo esto pudiera liberarse de la profundidad del mar y emerger a la superficie; las calcomanías conmemorativas de las batallas contra los indios y de las rutas y de las caravanas de los exploradores y los pioneros, la última morada de hombres y mujeres que legaron sus nombres a pueblos y mapas. Y después la muchacha misma, identificada por sus restos, una historia contada, interpretada por huesos y dientes.
      Jones hizo un lazo alrededor del mango de su linterna y ató el otro extremo al saco de dormir. Comprobó que el haz brillaba sólidamente en la oscuridad, como un amplio manojo de luz blanca labrada en el aire. Desempacó la tierra que había recogido en las ruinas del molino y la regó sobre el saco de dormir, de la cabeza a los pies. Parecía un ritual miserable –la tierra, la luz–, pero estaba resuelto a respetar la ceremonia. Se lamió con la lengua una capa de sal del borde de los labios. Las manos se le estaban poniendo frías y rígidas. Echó por babor el extremo de la cabeza, y después hizo girar los pies de la muchacha hasta que todo el saco se deslizó por la borda. Jones lo retuvo entonces un último instante, agarrando la linterna, permitiendo que se escaparan unas burbujas, y luego lo soltó. El cuerpo remolineó hacia abajo, dejando un rastro de luz que daba vueltas a través de un mar verde bajo el rayo cada vez más débil, y que finalmente se volvió negro. En silencio, Jones se dejó ir a la deriva hasta que no pudo saber con certeza dónde se había hundido ella.
      Al regresar al rompeolas, ató el bote salvavidas con una cuerda floja a una cornamusa de madera. La montaña se había desvanecido, engullida por la oscuridad, pero un viento del oeste había regado el incendio por la cima, y un fulgor de llamas rojas y amarillas se extendía hacia el cielo. Un viejo makah caminaba con dificultad por la carretera, arrastrando un palo por el polvo y apoyándose en él cuando se detenía a mirar cómo el jeroglífico se escribía a sí mismo en fuego en el límite de la reserva. Jones se sentó en el muelle, meciendo las piernas. Hojuelas de ligera ceniza negra flotaban por el aire y le abanicaban suavemente la cara. La espuma se encostraba y se le pegaba a los labios; tenía sed. Oyó el ritmo del agua y su música helada en la cadencia tintineante de los cables y las poleas y las boyas. Más allá del rompeolas aparecieron las luces verdes y rojas de un bote de vela rezagado que se dirigía al puerto. El viento acompasaba las voces de los marineros y las llevaba a través del agua, como una canción. Uno de los marineros gritó: -¡Ahí está!, y, poniéndose de pie en la cubierta de proa, señaló hacia el pendón de llamas que se elevaba en el cielo.

Charles D'Ambrosio / La punta


Silvina Ocampo / La hermana menor

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La pequeña Ocampo

Una nueva biografía arroja luz sobre la figura de Silvina, brillante cuentista, amiga de Borges y esposa de Bioy Casares

J. ERNESTO AYALA-DIP
5 SEP 2014 - 06:27 COT

Todo el mundo cultural de habla hispana conoce el nombre de Victoria Ocampo. Sabe de su trayectoria vital y literaria. De su amistad con grandes nombres de todas las latitudes de la cultura del siglo veinte. Conoce el nombre de la revista Sur, célebre por sus colaboradores y por el sello personal que aportaba su mentora y dueña. Pero no ocurre lo mismo con una de las seis hermanas Ocampo. Me refiero a Silvina Ocampo (1903-1993), una de las cuentistas más relevantes de la literatura argentina, además de la mujer de Adolfo Bioy Casares durante más de cincuenta años. (Compartió generación con otras conocidas escritoras argentinas: Silvia Bullrich, Beatriz Guido, Carmen Gándara y Marta Lynch). Las hermanas Ocampo fueron inmensamente ricas. Cuando una de ellas heredaba una vivienda, esa vivienda no era un piso sino una finca entera de seis o siete plantas. Sus viajes a Europa duraban meses. Su servicio ocupaba a varias personas siempre muy fieles. Sus segundas residencias eran casonas inmensas incrustadas en la Pampa o situadas a escasos metros del océano Atlántico. Siendo hijas de la oligarquía agroganadera argentina, no siempre les convino esa condición para que se las tratara sin prejuicios de clase o ideológicos: aun cuando fueron radicalmente antifascistas (además, claro, de feroces antiperonistas). La publicación de la biografía de Silvina Ocampo, La hermana menor, escrita por la periodista y escritora argentina Mariana Enríquez (1973), invita a reconsideraciones sobre la figura y obra de esta gran escritora, no siempre tratada con la justicia poética que se merecía.
Silvina Ocampo

El subtítulo de este libro reza Un retrato de Silvina Ocampo. Y lo es. Un amplio retrato donde caben su biografía y la razón de su vida: la literatura, repartida entre novela, cuentos y poesía. El procedimiento de que se vale la autora coincide bastante con el mecanismo del reportaje. Interroga testimonios escritos, pero también acude a los testimonios vivos. Contrasta éstos con acopio de información, sobre todo en los tramos más contradictorios o delicados de la vida de la escritora. La presencia de Bioy Casares es inevitable en casi todo el libro. Puede suceder que el lector de esta obra, por momentos, tenga la sensación de que los temas aparecen y reaparecen repetitivamente. En realidad, no todo lo que se sabe, cuenta o se rumorea sobre la vida privada de los Bioy tiene una única versión. Mariana Enríquez se ve obligada a volver sobre asuntos espinosos. De ahí ese insistir con distintos interlocutores —escritos u orales— en busca de la versión más aproximada a la verdad de lo sucedido. Veamos un ejemplo: un viaje a Europa emprendido en los años cuarenta, acompañados de una sobrina de Silvina Ocampo: mientras un relato dice que la sobrina era una adolescente, otro indica —siendo, parece, el más verdadero— que la chica tenía casi treinta años. La edad es importante precisarla porque lo que se cuenta de ese viaje no es un cuento de hadas.


Silvina Ocampo
Mariana Enríquez también incursiona en la obra de la Ocampo. La parafrasea y la comenta con conocimiento. Y con sensibilidad. Pero el terreno de la ficción también aparece trabado con los aspectos más personales y con los momentos más ingratos vividos con Bioy Casares, un hombre diez años menor que ella y con el síndrome de Don Juan profundamente arraigado y, también, hirientemente escaso de remordimientos. De La hermana menor se desprenden algunas conclusiones. Silvina Ocampo fue feliz escribiendo y siendo plenamente consciente de que lo que escribía era muy bueno, y siendo amiga de pocos amigos, entre ellos, por supuesto, Borges. Queda la duda de si lo fue absolutamente viviendo con un hombre que la compartía con tantas amantes.
Silvina Ocampo

 La hermana menor como un libro revelador en muchos aspectos. Sobre la vida y la obra de la gran escritora que fue Silvina Ocampo. Y también como un texto donde se describe el desmoronamiento físico y material de una familia escandalosamente rica y, a la vez, inmensamente culta, generosa, cosmopolita y amante de su ciudad. Este libro nos obliga a desempolvar algunos de sus más hermosos y extraños libros de cuentos. Volvamos a Autobiografía de Irene, Los días de las noches y esa antología titulada como solo Silvina Ocampo podía titular un libro: Las reglas del secreto.
La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo. Mariana Enríquez. Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2014. Edición a cargo de Leila Guerriero. 216 páginas. 25,70 euros

Frida Kahlo / Siempre Frida

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Siempre Frida


Nuevas exposiciones evidencian que la fascinación por la artista no para de crecer



'Frida sentada en el jardín', fotografía de la exposición 'Frida Kahlo. Mirror, mirror...'. /FLORENCE ARQUIN
Antes de verla, a Frida Kahlo (1907-1954) se la oía. Carlos Fuentes recordaba el tintineo de pendientes, pulseras y abalorios que precedió a la imponente llegada de la pintora una noche al palco del Palacio de Bellas Artes en México. Nadie quedaba indiferente al magnetismo que irradiaba la mujer del inmenso Diego Rivera, 20 años más joven que él, “una muñeca solo en lo que a tamaño se refiere”, como fue descrita por el fotógrafo Edward Weston.
Casi siete décadas después de su muerte, la fascinación en torno a Kahlo no solo no se agota, sino que crece, dejando a un lado la sombra de su marido. Centenarios, biografías, películas, documentales, óperas e imanes de nevera aparte, la popularidad de Frida escapa a los márgenes de los mapas y los calendarios de efemérides: en 2015, media docena de exposiciones han celebrado distintos aspectos de su legado en Londres, Detroit, Ciudad de México, Fort Lauderdale y Nueva York. Este verano, las aproximaciones a Kahlo incluyen desde la exposición de un puñado de sus cartas a la recreación de las plantas de su jardín, pasando por una conferencia sobre sus problemas médicos a cargo de una reumatóloga.

Exposiciones

Ecos de tinta y papel. De la intimidad de Frida Kahlo. Museo Casa Estudio de Diego Rivera y Frida Kahlo; México DF. Hasta el mes de noviembre.
Frida Kahlo. Mirror, mirror... Throckmorton Fine Art; Nueva York. Hasta el 12 de septiembre.
Frida Kahlo. Art, Garden, Life. The New York Botanical Garden. Hasta el 1 de noviembre.
La fiebre por Frida parece alcanzar un nuevo pico. “Ella mueve muchas emociones en distintos sectores: la mujer engañada, la discapacitada, lo aguerrido de su personalidad a pesar de sus problemas físicos o su lucha política. Y, además, todos nos volvemos confidentes de su vida a través de su obra”, explica por teléfono la fotógrafa Cristina Kahlo, sobrina nieta de la artista y comisaria de la exposición Ecos de tinta y papel. La intimidad de Frida Kahlo. Hasta noviembre, esta muestra reúne correspondencia y fotografías en el Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo de México.
En esas cartas dirigidas, entre otros, a su querido doctorcito, Leo Eloesser, queda patente el dolor físico que marcó la vida de Kahlo; también la profunda amistad que la unió a la actriz Dolores del Río o al arquitecto Juan O’Gorman. Kahlo llegó a someterse a 30 operaciones y, tras una intervención de columna, su hermana Matilde describe al médico cómo le fijaron las vértebras con hueso y el calvario que padeció. Escribe que el dolor no pudo ser paliado con morfina, pues no la toleraba.


Portada del libro 'Frida Kahlo: The Giséle Freund Photographs'.
Maestra de la autoexposición —retratándose obsesivamente en sus lienzos— y, paradójicamente, del ocultamiento —camuflando bajo las folclóricas faldas las secuelas de la polio que padeció de pequeña y del terrible accidente que sufrió más adelante al quedar atrapada en el choque entre un autobús y un tranvía—, Kahlo fue carne de objetivo durante toda su vida. Cuando murió, se encontraron en su casa cerca de 4.000 fotografías cuidadosamente archivadas.
Antes del boom de los paparazi o de la explosión de los selfies, la icónica imagen que proyectaba Kahlo resultaba irresistible. La lista de fotógrafos que la retrataron arranca con su padre Wilhem Kahlo, e incluye desde Cartier-Bresson hasta Ansel Adams. “Es excepcional cómo encontró la manera de evocar distintas facetas de sí misma ante cada objetivo. Reflejaba lo que cada uno quería ver”, apunta el catedrático Salomon Grimberg, autor del texto que acompaña el catálogo de Frida Kahlo. Mirror, mirror..., la exposición de la galería neoyorquina Throckmorton que, hasta el 12 de septiembre, reúne medio centenar de instantáneas originales de Kahlo captadas por Dora Maar, Nickolas Muray, o Lucienne Bloch, entre otros. Grimberg sostiene que la fotografía fue la entrada de Frida en el mundo de la estética, y se detiene en las imágenes que Lola Álvarez Bravo sacó de la pintora en distintos espejos: “Es como si el reflejo fuese el propio sujeto. Muestran su lucha por mantener su sentido del yo”.

El objetivo de Giséle Freund

Alumna de Theodor Adorno, amiga de Walter Benjamin y miembro de la agencia Magnum, Giséle Freund tuvo un privilegiado acceso al entorno de Rivera y Kahlo. Su trabajo se ha mostrado en el Museo de Arte Moderno de México en julio, y alguna de sus imágenes se incluyen en la muestra de la galería Throckmorton de Nueva York, pero es en el libro Frida Kahlo: The Giséle Freund photographs (Abrams & Chronicle Books, 2015) donde mejor se aprecia su conexión con la pareja de artistas. “Muchas de sus fotos son bodegones de la casa, una especie de retratos de ambiente donde se destila algo genuino”, explica por teléfono Lorraine Audric, especialista en Freund y autora del epílogo del libro. “Son imágenes que no ofrecen respuestas, sino que plantean preguntas, que muestran el arte vernáculo, la magia que les rodeaba”. Y la cosmopolita Freund cayó rendida ante aquello. Como escribió la fotógrafa en un perfil para una revista que se incluye en el libro, Frida “fuma, se ríe, habla con una voz melodiosa y cálida. Toda su personalidad irradia una inteligencia viva, una profunda humanidad y una exuberante vitalidad. Odia todo lo esnob, cualquier cosa falsa, convencional o afectada”.
Su identidad caló —o quizá también se construyó— en un estilo que rebasó el lienzo y cuajó en un rico mundo estético y simbólico. Ahí está su vistoso armario (fotografiado al detalle por la japonesa Miyako Ishiuchi, cuyas imágenes se mostraron este año en Londres), claro, pero también su jardín. Y es precisamente este decorado botánico lo que recrea Frida Kahlo, Art, Garden, Life. Esta exposición del Jardín Botánico de Nueva York es la primera que se ha centrado en la importancia simbólica que tenían las plantas en el arte de la autora. “Esta faceta de su creatividad muestra la inteligencia profunda de la artista, su diálogo con ideas muy complejas como la cosmovisión de las culturas prehispánicas, y el discurso del mestizaje no solo en México, sino en el mundo de los años cuarenta y cincuenta, y, sobre todo, su amor por México y por la naturaleza”, explica la comisaria Adriana Zavala. Junto a la reconstrucción de una parte del jardín de la Casa Azul de Kahlo, se han reunido una veintena de cuadros y obras sobre papel —procedentes en su mayor parte de colecciones privadas— en las que las plantas juegan un papel esencial. “La popularidad de Frida muchas veces tapa su arte y por eso nuestro enfoque no es biográfico”, recalca Zavala. “Pero, sí creo que fue una mujer indomable y eso es muy atractivo hoy. También su política”.
En este aspecto reivindicativo y luchador se centraba el Detroit Institute of Art, donde hasta julio se ha podido ver una exposición (con cerca de 180.000 visitantes) en torno a la estancia y el trabajo de Frida y Diego. En Detroit dejó Rivera algunos de sus monumentales murales y ella pintó Henry Ford Hospital tras su aborto. También esta primavera la muestra Kahlo, Rivera and the Mexican Modern Art exploraba las conexiones de toda una generación en el NSU Museum de Fort Lauderdale de Florida. Ya decía Frida en una carta a su madre en 1930 desde San Francisco que “a las gringas las gusto mucho”. Pues no solo a ellas.

PRECISIONES DE JAIME CHÁIDEZ

Es una nota bien intencionada pero con imprecisiones delicadas. Frida no murió hace 7 décadas, son 60 años de ausencia. Ansel Adams no fue uno de los fotógrafos que buscó a Frida. Las fotografías encontradas (no después de su muerte, sino 5 décadas después) no fueron cerca de 4 mil, sino más de 6 mil. Sin embargo, este material refleja fielmente lo que está pasando en Tijuana.

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Robin Williams / Jack

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Robin Williams

Jack


FIETTA JARQUE
Madrid 16 ABR 1996


A pesar de su ineludible vena cómica, Robin Williams prefiere combinar su carrera con papeles serios. Acaba de terminar de rodar, por ejemplo, un pequeño papel en el Hamlet de Kenneth Branagh. "La razón por la que me gusta hacer pequeños papeles de vez en cuando es porque no hay tanta presión sobre tu trabajo", dice. "Éste es tan pequeño que hasta Shakespeare diría hoy: 'no recordaba ese personaje', pero me gustó hacerlo". Lo que le entusiasma ahora es un papel que prepara para el próximo año: Sancho Panza, en el Don Quijote que piensa rodar junto a John Cleeves, dirigidos por Fred Schepisi (Plenty, La casa Rusia), que se está preparando. "El guión de Waldo Salt ha estado dando vueltas por 15 años y por fin se hará en 1997. Un gran papel para el que quiero prepararme bien. Seré un pequeño gordo", dice en español. "Será algo distinto. Me gusta cambiar de rumbo en mi carrera. Cuando todos esperan que vayas a hacer una cosa, sales con algo completamente distinto".
Otro de sus recientes trabajos ha sido a las órdenes de Francis Ford Coppola, en Jack. "Ha sido fantástico trabajar con él", dice. "Lo que hace es hablar mucho con la gente. Esta película es algo extraña, algo que la gente no esperaría de alguien que ha hecho EPadrino. Es la historia de un niño que envejece con rapidez. Más que ensayar fue una especie de concentración de tres semanas, una acampada. Al final saca muchas ideas de ahí y es capaz de salirse de lo previsto para ensayar algo nuevo".
El niño que crece es interpretado en uno de sus estadios avanzados por Robin Williams. "Quizá tenga cierta propensión hacia los papeles de niños atrapados en cuerpos de adultos, sobre todo porque fui hijo único y eso lo compensa en parte. Aunque creo que ésta será la última vez. Tengo 44 años y no quiero terminar pareciéndome a Michael Jackson".
* Este articulo apareció en la edición impresa del Martes, 16 de abril de 1996



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