Quantcast
Channel: De otros mundos
Viewing all 13771 articles
Browse latest View live

Johnny Depp y la ruina de ser famoso

$
0
0

Johnny Depp y la ruina de ser famoso

El actor es solo el último de una larga lista de artistas, raperos y deportistas en bancarrota por su descontrolado ritmo de vida



IRENE CRESPO
Nueva York 11 FEB 2017 - 18:05 COT




Cuanto más tienes, más quieres. Y más necesitas. Esa parece ser la máxima por la que se rigen algunas estrellas de Hollywood y algunas de las fortunas de la industria del entretenimiento. El último en sufrir por su propio tren de vida ha sido Johnny Depp. El que fuera uno de los actores más taquilleros es, desde hace un par de años, uno de los menos rentables, pero, según sus exasesores financieros, ni los fracasos en taquilla ni su caro y mediático divorcio le invitaron a reducir gastos. Al contrario, Depp mantuvo unos dispendios repartidos entre sus múltiples propiedades y caprichos de 1,8 millones de euros mensuales.



Aunque aún no se ha declarado oficialmente en bancarrota, ver cómo se deshace de algunas de sus 14 propiedades e incluso ha despedido a su mánager de los últimos 30 años por las altas comisiones que le pagaba, hace pensar que Depp va a seguir el camino de otros actores, como David Hasselhoff recientemente; o Nicolas Cage, quien en 2009 estuvo a punto de la quiebra después de que Hacienda le reclamara más de seis millones en impuestos.
Como le ha pasado a Depp, cuando aquella deuda se hizo pública salió a flote el extravagante ritmo de gasto de Cage: siete millones de dólares en islas, 20 millones en yates, casi cuatro en una casa encantada, otros tantos en un antiguo burdel y hasta más de 600.000 dólares en una cabeza de tiranosaurio Rex que le ganó a DiCaprio en una subasta y tuvo que acabar devolviendo porque era robada. Sin entrar a valorar su calidad como actor, por algo Nicolas Cage se ha dedicado a hacer películas a destajo en los últimos siete años: demasiadas deudas y muchos caprichos que mantener.




El actor Johnny Depp.  AFP


Lo mismo le ocurrió a Pamela Anderson o a Wesley Snipes. El fisco fue a por ellos y tuvieron que declararse en bancarrota. La diferencia es que el último llegó a pasar por la cárcel por la alta cantidad de impuestos que debía (más de 12 millones).
Mike Tyson fue otro de los casos más sonados a principios del siglo XXI. Después de haber ganado más de 400 millones de dólares a lo largo de su carrera, en 2003 el boxeador reconoció estar arruinado y tener una deuda de más de 23 millones entre impuestos que debía y su caro divorcio. Porque, al parecer, este no es solo un problema entre las celebrities del cine, sino que es un clásico en el mundo del deporte. Estrellas que se han embolsado millones mientras estaban en activo al poco de retirarse se declaran en bancarrota. Según un estudio de Sports Illustrated de 2016, les ocurre a un 78% de los jugadores de fútbol americano profesional.






I write this to you my brothers while still 53 million dollars in personal debt... Please pray we overcome... This is my true heart...

La música también es uno de los sectores en los que más famosos se confiesan arruinados. Y entre los raperos es especialmente habitual. Solo el año pasado 50 Cent, Tyga, Nelly, Swiss Bitz y Kanye West reconocieron que tenían más deudas que ingresos. Los primeros se declararon en bancarrota, al último le rescató su mujer, Kim Kardashian. Pero todos llegaron a ese punto por lo mismo: un tren de vida que sus discos y conciertos no podían mantener.
Hay muy pocos entre los famosos arruinados que hayan llegado a esa situación por su propio trabajo. Le pasó a Lady Gaga en 2009 cuando invirtió los tres millones que le quedaban en el banco para el escenario del Monsters Ball Tour. Era su órdago para conseguir firmar el contrato millonario que la convirtiera en la estrella que ha demostrado ser en la pasada Super Bowl. Lo mismo le ocurrió a Francis Ford Coppola, quien, a diferencia de su sobrino Nicolas Cage, se declaró en bancarrota en 1992 porque tuvo una mala corazonada después de invertir 27 millones en una película.
Pero ¿se arruinan realmente? En parte, sí. En parte, no. La legislación americana les favorece si se declaran en bancarrota y son una marca conocida que aún puede ganar dinero. Como le pasará a Johnny Depp, y como le ha pasado a Donald Trump, quien se declaró en quiebra cuatro veces.


Damaris Calderón / Fiebre de caballos

$
0
0




Damaris Calderón
FIEBRE DE CABALLOS


Cuando te quedas,
Rita,
más desnuda que estas paredes
yo siento miedo
de ser una mujer.


Tengo feroces dientes carniceros.

Comíerame tus ojos,
tus rodillas.

Cuando veo un sauce que se agita
no me acuerdo de Safo,
pienso en mí.


Miffy / La casa de Dick Bruna

$
0
0
 Miffy
LA CASA DE DICK BRUNA

La Dick Bruna Huis (Casa de Dick Bruna) es un museo situado en Utrecht que está dedicado por completo a Dick Bruna y su creación, la conejita Miffy. Los cuentos de esta pequeña conejita se han traducido a 40 idiomas y en todo el mundo se han vendido más de 85 millones de ejemplares de los libros.

Miffy: icono, personaje y marca
Por un lado, la Casa de Dick Bruna se centra en Miffy como icono, un personaje infantil y una marca de moda. Pero al mismo tiempo nos relata la historia de Dick Bruna, cuya obra, fácilmente identificable, tiene fama de ser sencilla y directa. Dick Bruna ya ha ilustrado 120 libros y ha creado miles de portadas de libros, carteles, postales y tarjetas.
 

Miffy gusta a todo el mundo
Tanto los adultos como los niños adoran a Miffy. Combina una visita a la Casa de Dick Bruna con una parada en el Museo Central de Utrecht, que se encuentra justo enfrente. De esta forma conocerás a Dick Bruna, Rietveld y muchos otros diseñadores y artistas de primera fila que vivieron en Utrecht.









Dick Bruna / La sesentona Miffy dice adiós

$
0
0


La sesentona Miffy dice adiós

La conejita minimalista del dibujante holandés Dick Bruna se jubila




ISABEL FERRER
La Haya 31 JUL 2014 - 11:50 COT




Miffy creada por el dibujante holandés Dick Bruna. DICK BRUNA

Nijntje (Miffy en español), es un dibujo minimalista que representa a una de las conejitas más famosas de la literatura infantil preescolar. Su autor, el dibujante holandés Dick Bruna, ha vendido 85 millones de cuentos con sus aventuras y ha sido traducido a 40 lenguas. Ahora, a punto de cumplir 87 años, ha decidido guardar los lápices. El último relato —de un total de 200— apareció en 2011 y no habrá más. Nijntje/Miffy se retira, pero su legado es enorme. No solo dispone de un museo en Utrecht (centro de Holanda), ciudad natal de Bruna. La figura ha sido reproducida en todo tipo de materiales y se han filmado películas y montado musicales. Ha aparecido en eventos caritativos, educativos y hasta deportivos, como el pasado Tour de Francia. El próximo año, la carrera partirá de Utrecht y la mascota ha tomado ya el testigo.
Publicada en España por Perramón y Planeta, entre otros, Nijntje nació en 1955. Como sucede con otros autores, un hecho tan sencillo como haber visto un conejo cuando paseaba con uno de sus hijos , inspiró las aventuras. En holandés, el nombre es el final del diminutivo conejito, o konijntje. En otros países cambia de apelativo. Puede ser Miffy (Reino Unido), Naynti (árabe), Mi fei (chino), Milla (finlandés), Lilla Kanin (sueco), o bien Usako-chan (japonés). En todos conserva su limpio trazo negro para las orejas, gran cabeza blanca y vestidos de colores primarios. Una figura casi esquemática que Bruna ha sabido dotar de expresión. También de ternura, aunque sus ojos sean solo puntos negros y la boca un aspa. Con tan poco, muestra sus sentimientos sin caer en la sensiblería.

Hijo de uno de los mayores editores holandeses, dueño de la cadena de kioscos con su apellido abiertos en las estaciones de ferrocarril, el autor prefirió el diseño gráfico. Tras una gira por París y Londres para aprender el oficio paterno, las frecuentes visitas a los museos cambiaron su vida. Bruna siempre cita a Van Gogh, Rembrandt, Matisse y Mondrian entre sus pintores de cabecera. También se inspiró en el movimiento artístico De Stijl, empeñado en reducir la composición a líneas verticales y horizontales. Hoy, con Nijntje rondando la sesentena, su criatura forma parte del imaginario holandés. De todos modos, durante los años en que tardó en establecerse, sus parientes no entendieron que se dedicara a garabatear. Hasta que el personaje cobró forma, se ganó la vida ilustrando solapas de libros de autores como Georges Simenon (para su comisario Maigret) e Ian Fleming (para James Bond). También son suyas las tapas de la obra de Havank, novelista holandés creador de una pareja de policías franceses de inteligencia superior.
Nijntje es femenina porque Bruna quería ponerle vestidos floreados, en lugar de pantalones. Entre sus amiguitos hay un cerdo, un oso y otras tres conejitas, además de un perro y un koala. Juegan en el bosque, se protegen de la lluvia, van en bicicleta, celebran cumpleaños y ordenan sus habitaciones, desde su altura mínima. Para que los niños puedan coger bien los libros, el formato suele ser cuadrado, delgado y pequeño. Hasta la jubilación recién anunciada, Bruna acudía a diario a su estudio de Utrecht para dibujar. Hace una casi década, la ciudad abrió un museo en su honor con gran pompa. Nijntje está dedicada a niños hasta seis años, pero, al menos en Holanda, no es patrimonio de los párvulos. Puede aparecer en pijamas para jovencitas, libretas destinadas a los alumnos de secundaria, e incluso las tazas de café de uso diario.

No es el único conejo del universo literario infantil. Ahí están, sin ir más lejos, el colega que siempre llega tarde en Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. O bien Peter Rabbit (Perico el conejo), de Beatrix Potter, ambos británicos. El gancho de Nijntje radica en su sencillez. La bonhomía de Bruna, que luce un bigote inmaculado a juego con su pelo blanco, solo se ha roto en público una vez. No le gusta nada la gatita japonesa por excelencia, Hello Kitty. Nacida en 1974, está claro que el dibujo de la firma nipona Sanrio bebe de sus fuentes, pero le parece que podrían haberse esforzado "en hacer algo original y no copiarme”. Así lo dice, cuando le preguntan por su principal competidora. 
EL PAÍS

Muere a los 89 años Dick Bruna, el padre de Miffy

$
0
0






Muere a los 89 años Dick Bruna, el padre de Miffy, la conejita de los cuentos infantiles

El dibujante vendió más de 85 millones de libros en 40 lenguas con un dibujo minimalista



SABEL FERRER
La Haya 17 FEB 2017 - 13:04 COT



Fallecido la noche del jueves a los 89 años, el dibujante holandés Dick Bruna siguió dando vida a Miffy (Nijntje, en los Países Bajos) su personaje de cabecera, prácticamente hasta el final. De trazo minimalista, color blanco y gran cabeza, la conejita surgió en 1955 como un divertimento para su hijo, Sierk, y acabó vendiendo más de 85 millones de libros en 40 lenguas, español entre ellas. Bromista y con un cuidado bigote que le daba un aspecto intemporal, Bruna se rebautizó como el abuelo de Miffy cuando cumplió 80 años. Con más de 200 títulos, un museo en Utrecht, su ciudad natal, además de esculturas y plazas públicas a nombre de su criatura, él figuraba siempre en la lista de los holandeses más famosos.







En neerlandés, konijntje es el diminutivo de conejo, y Bruna lo adaptó como nombre propio. Difícil de pronunciar, Miffy acabó imponiéndose en la mayoría de las traducciones. Pequeña, pícara, aventurera y buenaza, lleva la voz cantante en los juegos con sus amigos: en especial, un oso, un cerdo, un perro, un koala y otras tres conejitas. El mundo de los adultos lo ocupan los padres, abuelos y unos tíos. Es una conejita porque Bruna quería ponerle vestidos y estampados en un universo esquemático dominado por los colores primarios, además de naranjas y verdes. Con dos pequeños puntos como ojos y una boca siempre en aspa, consiguió que tuviera expresión. Vive momentos reconocibles a esa edad: va a fiestas de cumpleaños, juega en corro, acude a la escuela, le cae un chaparrón cuando pasea por el parque, visita a su amigo, el oso Boris, que se ha roto una pata… Entre 4 y 6 años, Miffy es el concentrado de las esencias infantiles, y cobró vida cuando Bruna inventó para su hijo historias sobre un conejo auténtico, que merodeaba por su chalé de veraneo.

Pequeños y cuadrados, sus libros tienen los dibujos a la derecha y el texto, rimado, a la izquierda. También hay pestañas, solapas y distintas texturas, para estimular al pequeño lector. Con el tiempo aparecieron otros formatos, porque el dibujante se consideraba un diseñador gráfico y heredero de los experimentos cromáticos del pinto galo Matisse, que admiró durante una estancia de juventud en París. Hijo de un conocido editor holandés, a su regreso de Francia, estudió en la Academia de Bellas Artes de Ámsterdam y trabajó en la firma familiar. Antes de que Miffy despegara, ilustró tapas de libros policíacos del escritor holandés Havank, pseudónimo de Hendrikus van der Kallen. También son suyas varias cubiertas de James Bond, para el británico Ian Fleming, y del comisario Maigret, para el belga George Simenon.

Aparte de Van Gogh y Rembrandt, entre sus pintores de cabecera figuraba Mondrian. Y aunque hay círculos y figuración en el mundo de Miffy y los suyos, el legado geométrico del movimiento De Stijl, que cumple ahora cien años, es evidente en la obra de Bruna. A pesar de su avanzada edad, solía dibujar desde temprano siete días a la semana. En 2011 apareció el último cuento, pero seguía dejándole pequeños apuntes a su esposa, Irene. El autor se consideraba más cercano al oso Boris, algo torpón, que a Miffy, pero para los que crean en la predestinación, el museo de Utrecht recuerda que “según aseguran en China, Dick Bruna nació el año del conejo”.

Antonio Muñoz Molina / Ancianos despidiéndose

$
0
0

Ancianos despidiéndose

En estos viejos tremendos hay una celebración incondicional del mundo, no la amargura de estar cerca de dejarlo

"No hay mejor despedida que una obra maestra"

ANTONIO MUÑOZ MOLINA
5 JUN 2015 - 10:44 COT




Ampliar foto
John Huston, en el rodaje de Jaguar vive en 1988. J. AMESTOY

Hay una parte de desvergüenza y de temeridad en la maestría sin apariencia de esfuerzo del artista muy viejo, o el que no siéndolo todavía mira de cerca a la muerte. John Huston dirigió The Dead en una silla de ruedas, respirando por una mascarilla el oxígeno que apenas llegaba a sus pulmones enfermos. The Dead es una novela corta que trata del paso del tiempo y del modo en que se borra el recuerdo de los que se llevó una muerte prematura, pero fue escrita, asombrosamente, por un joven de veinticinco años. James Joyce la escribió con la lucidez adivinatoria que tiene a veces la juventud, como la que tuvo Scott Fitzgerald para escribir The Great Gatsby apenas a los 28. Estremece la sabiduría en alguien tan joven, pero más aún la inventiva fervorosa y la entrega apasionada en un viejo; y las dos, cuando suceden, muestran algo que de otro modo no se habría podido descubrir, un hallazgo que no es del todo de este mundo, porque traspasa y parece desmentir la inexperiencia del que todavía ha vivido apenas, la fragilidad y el cansancio del anciano.
Una mañana, en Nueva York, en una galería recién abierta en un barrio que es todavía de garajes y de almacenes, voy con un amigo a ver una exposición de obras recientes de Alex Katz. Nada más entrar, los dos nos quedamos parados en medio de una sala de paredes blancas y suelo de hormigón muy pulido en la que hay colgados unos pocos cuadros de gran formato. En ese espacio, a la vez dilatado y ascético, destacan más los colores puros, las formas casi abstractas de los paisajes de Alex Katz: el amarillo cegador de un campo de trigo en verano, los verdes neblinosos de un bosque muy tupido a la orilla de un río, el rojo de una cabaña solitaria en mitad del campo, los blancos y grises de una de esas grandes nevadas que borran el horizonte y sumergen el mundo en una silenciosa amplitud.


En su silla de ruedas y con su mascarilla de oxígeno, John Huston se recreaba filmando un banquete de Nochebuena

A los 87 años, Alex Katz pinta con más libertad y más energía que nunca. La dedicación y el esfuerzo físico que requieren esas extensiones de color se corresponden con una especie de jovial desenvoltura, una visible efervescencia del talento creativo, del puro gozo de los sentidos: la mirada recreándose en las formas y las manchas de color, el tacto de la mano que se abandona al impulso de un trazo, hasta el olfato estimulado por el olor del lienzo húmedo, del óleo y el aguarrás. Alex Katz, que aprendió tanto del arte japonés, ahora parece haberse adueñado de la soltura de los dibujantes calígrafos, los que logran con un solo brochazo de tinta la máxima precisión de un ideograma o de la silueta de un árbol o una espesura de bambú.
En estos viejos tremendos hay una celebración incondicional del mundo, no la amargura de estar cerca de dejarlo, la mezquindad de esos otros viejos dañinos que reniegan de lo que ya no tienen o lo que van a perder y parece que preferirían que fuera destruido. En su silla de ruedas, con su mascarilla de oxígeno y los tubos en la nariz, John Huston se recreaba filmando un banquete de Nochebuena con todos los esplendores de un bodegón holandés. A la luz de las lámparas de gas, los comensales tenían los ojos brillantes y los carrillos encendidos de gula. Mayor que John Huston cuando rodaba su última película, tan viejo como es ahora Alex Katz, a los 87 años, Verdi compuso su última ópera, Falstaff, la más jovial y probablemente la mejor, un fluir de música tan resplandeciente como de Mozart o de Bach, un tumulto de peripecias tan desbordado como el de El hombre tranquilo de John Ford.
Hay una desenvoltura común, un aire de facilidad y hasta de burla en el arte de estos viejos maestros, un fraseo sin interrupciones ni tropiezos que parece no guiado por la voluntad, porque es como el discurrir de un río, como los arroyos y deltas que forman sobre la arena los hilos del agua cuando se retira la marea. Son las improvisaciones al piano del viejo Duke Ellington, los trazos suntuosos que pintaba De Kooning hacia la mitad de los años setenta, o los del viejo Monet medio cegado por las cataratas, o los del viejo Rembrandt en ese autorretrato en el que se está muriendo de risa, vestido de harapos, con una risa de borrachín, burlándose de su propia maestría y a la vez desplegándola y celebrándola con un descaro sin soberbia; es la desmesura del Goya muy viejo que ya lo ha visto todo y la de Beethoven componiendo en el silencio de su imaginación la Gran fuga, rompiendo con ella cualquier sentido de la proporción clásica y hasta de la cordura, ese fluir que se repite y vuelve y sigue repitiéndose como si no fuera a terminar nunca.


Recién terminada la novela empezó el declive mental de Bellow, se acentuó su deterioro físico. No hay mejor despedida que una obra maestra

Hay un fraseo que no se interrumpe y un descaro ante la muerte. Goya se retrata a sí mismo congestionado y casi moribundo, sostenido por el médico que le salvó la vida. El adagio de uno de los cuartetos finales de Beethoven es un “canto de acción de gracias de un convaleciente” y también una anticipada marcha fúnebre. Cuando Alex Katz pinta esas nieblas invernales, esas cabañas iluminadas en la oscuridad, esos esplendores de verano, sin duda lo hace con la plena conciencia de que ya está despidiéndose. Muy pronto esos lugares queridos se mantendrán idénticos, pero él no podrá verlos.
Por casualidad vuelvo en estos días a otra obra maestra de la vejez: Ravelstein, la última novela de Saul Bellow, que acaba de publicar Penguin en una edición de bolsillo. Bellow tenía 85 años cuando terminó la novela. La leí en cuanto apareció, pero no me acordaba de lo buena que era. O mejor dicho, es mucho mejor de lo que recordaba, o a mí se me ha vuelto mejor con los años. También he aprendido mejor el idioma a lo largo de todo este tiempo y ahora mi oído detecta con más nitidez las sutilezas del estilo, la oralidad jugosa que hay en la escritura de Bellow, su trasfondo coloquial y judío, el habla de los hijos de los emigrantes, los que se criaron en los barrios pobres en los tiempos de la Gran Depresión y lograron ir a la universidad, divididos entre las ambiciones intelectuales y literarias y el tirón del origen, incómodos luego en la época de la gran prosperidad material y la cultura de consumo. Como en Alex Katz, o en De Kooning, lo que seduce desde la primera línea en Bellow es la naturalidad del fraseo, la libertad de una forma que va haciéndose a sí misma sin someterse a una trama o a un orden prefijado, que fluye en los borbotones de una inspiración que ha precisado de la disciplina de toda una vida para borrar cualquier huella de esfuerzo, incluso de premeditación. La celebración del gran lujo de la vida se yuxtapone sin fisuras al examen de la cercanía de la muerte. Recién terminada la novela empezó el declive mental de Bellow, se acentuó su deterioro físico. No hay mejor despedida que una obra maestra. •

Saul Bellow / El biógrafo eterno

$
0
0
Saul Bellow

El biógrafo eterno

La posteridad de Saul Bellow no está asentada. Aún provoca casi la misma controversia que lo rodeaba cuando estaba vivo


El escritor Saul Bellow. / CORDON PRESS
Parece mentira, pero ya hace 100 años que nació Saul Bellow. Está tan cerca todavía que nos cuesta situarlo en un pasado lejano. Murió en 2005, y solo unos años antes, a los 85, había publicado una última novela, Ravelstein, en la que seguían muy presentes sus mejores facultades, ese descaro algo temerario contenido en un término yidis que a él le gustaba mucho, Chutzpah. La posteridad de Bellow, por ahora, está siendo cualquier cosa menos asentada. Después de muerto sigue provocando casi la misma controversia que lo rodeaba cuando estaba vivo. En 2010 se publicaron sus cartas, una celebración jugosa del amor por la literatura y por la amistad y los amores de un hombre que disfrutó siempre de la vida y se casó cinco veces. Bellow se definió cómicamente a sí mismo como un serial marrier, pero también era, para beneficio nuestro, un escritor en serie, un autor infatigable de novelas, cartas, artículos, cuentos cortos, diatribas. Salió el año pasado un libro de memorias poco halagador para él de su hijo mayor, Gregory, y este año, con el aliciente del centenario, se ha publicado ya un volumen muy completo de sus ensayos, y acaba de aparecer el primer tomo de una nueva biografía que se promete inmensa, The Life of Saul Bellow: To Fame and Fortune, de Zachary Leader.
Confieso que la esperaba con mucha impaciencia, con esa anticipación feliz de las cosas que uno sabe o imagina que van a gustarle mucho. En 1998 se había publicado la biografía que escribió James Atlas, una obra espléndida, densa de información y muy poderosa en su impulso narrativo, muy admirativa pero también muy crítica, ácida y precisa en su relato de las facetas menos atractivas del carácter de Bellow, su narcisismo y su creciente irascibilidad hacia las reseñas negativas o las objeciones, sensatas o sectarias o estúpidas, hacia sus posturas cada vez más conservadoras en asuntos culturales y políticos. Bellow había empezado colaborando con el proyecto biográfico de Atlas, pero luego se distanció de él. Quizás es inevitable que un biógrafo acabe irritado con el objeto de sus investigaciones: tiene que observarlo demasiado de cerca, durante demasiado tiempo, tiene que dedicarle una parte grande de su vida, a cambio de una expectativa muy limitada de recompensa, porque quién pagará con justicia tantos años de esfuerzo, una entrega tan completa de un escritor a la vida de otro.

Acaba de aparecer el primer tomo de una nueva biografía que se promete inmensa, escrita por Zachary Leader
Bellow no sería indiferente a las tribulaciones de un biógrafo. Varias de sus novelas, y algunas de las mejores, son historias de personajes contadas desde el punto de vista de otros, figuras desorbitadas y heroicas, larger than life, más grandes que la vida, según la bella expresión inglesa. Humboldt’s Gift, una de sus obras maestras irrefutables, es la tentativa de biografía de un poeta solo parcialmente ficticio, Von Fleisher Humboldt, contada por su antiguo amigo Charlie Citrine. La vida y muerte de Ravelstein las cuenta su discípulo Chick, que en su mismo nombre ya contiene una sugestión de nimiedad por comparación con el personaje enorme al que dedica su relato. Bellow tenía un talento infeccioso y desvergonzado para convertir en figuras de novela a las personas que lo rodeaban, casi siempre para ajustar cuentas con ellas, amigos y esposas infieles, colegas que habían ofendido su quebradiza suspicacia. Leyendo este tomo abrumador de Zachary Leader, que, a pesar de más de 600 páginas de narración y casi 300 de notas, solo cubre los primeros 49 años de la vida de Bellow, yo me lo imagino a él, en la tumba, sonriendo con su cara seductora y sarcástica ante la enormidad de la tentativa. Borges hablaba de esos biógrafos tan fascinados por los cambios de domicilio de un escritor que no prestan atención a sus libros. A Zachary Leader los cambios de domicilio de Saul Bellow le producen, por supuesto, una fascinación inagotable, y en parte con razón, porque este hombre sin sosiego no paraba nunca, y antes que él sus padres y sus abuelos ya lo habían precedido en el nomadismo. El problema de Leader es que no hay nada que no le resulte fascinante: las vidas intrincadas del padre y la madre de Bellow y sus abuelos paternos y maternos en la Rusia zarista, las peculiaridades del transporte marítimo en las primeras décadas del siglo XX, las peripecias de la fundación de la high school a la que asistió Bellow en su adolescencia, el mundo de las panaderías y el del comercio del carbón para calefacciones en Chicago, negocios ambos a los que se dedicó temporalmente el padre de Bellow, las peripecias de cada uno de los parientes con los que se encontró la familia cuando emigró primero a Lachine, en Quebec, y luego a Chicago. Hay un momento extraordinario en el que Saul Bellow, en un viaje por Francia, alquila una habitación durante unas semanas: Leader nos informa heroicamente del nombre de la casera, y de la circunstancia tal vez menor, pero para él no desdeñable, de que esta señora era la viuda de un capitán de la Marina mercante. A principios de los años sesenta Bellow acoge en su casa de campo, a las afueras de Nueva York, a la orilla del Hudson, a un gran amigo suyo, el novelista Ralph Ellison, que tiene un perro. No hay límite a lo que puede saberse, a las complicaciones minúsculas de la realidad: Zachary Leader deja constancia de la raza del perro de Ellison, y también de que hacía sus necesidades en el interior de la casa, para irritación de Bellow, y de quién era el dueño anterior al que Ellison se lo había comprado: John Cheever.

Saul Bellow no sería indiferente a las tribulaciones de un biógrafo. Varias de sus novelas, y algunas de las mejores, son historias de personajes contadas desde el punto de vista de otros
Desde que encontró su voz como escritor, a los treinta y tantos años, cuando empezó a escribir como en un largo arrebato The Adventures of Augie March, Bellow estuvo contando, en variaciones sucesivas, el cuento de su propia vida: el hijo de emigrantes judíos que llega a la adolescencia en un barrio popular de Chicago, en los años más negros de la Gran Depresión, y contra viento y marea, contra la presión de la familia y la hostilidad cruel del mundo exterior, descubre su vocación y construye su destino, liberándose del chantaje del pasado pero también de las tentaciones corruptoras del mundo de la utilidad práctica y el dinero de América. Todo lo mejor que escribió salió de ese caudal que no se le agotaba: el frío de los inviernos en Chicago, el amor por la literatura, el sentimiento simultáneo de estar fuera y de querer imponerse; el tirón de la sensualidad y el romanticismo plebeyo de la vida en las calles, en los billares, en los negocios modestos de los emigrantes, y la llamada de los grandes libros y las grandes ideas, a los que se acercaba siempre con una ambivalencia de respeto y sarcasmo, como si en el fondo no le importaran tanto, porque también recelaba de los profesores en las universidades y del establishment cultural en el que por ser judío y forastero nunca se le reconocería un lugar indiscutido.
El primer tomo de la biografía de Leader termina con el éxito de Herzog, en 1964. El desertor del gueto era de pronto famoso, respetado, rico. Pero entre tantos pormenores, lugares, fechas, la gran novela de la vida de Saul Bellow se queda perdida. Y sin embargo yo compraré el segundo tomo de la biografía en cuanto aparezca.



Sonia San Román / Un día cualquiera

$
0
0

Sonia San Román

UN DÍA CUALQUIERA


Levántate a las 7, lávate la cara,
si te da tiempo, desayuna,
si no, sal pitando a la oficina
como una hormiga más del hormiguero.
Atiende las llamadas, aguanta broncas,
no mandes a la mierda a los clientes,
no mandes a la mierda al encargado,
no mandes a la mierda al jefe.
Ten buena pinta, sé un capullo,
finge ser más tonto que los tontos,
aguanta marea, chupa tinta
y no despegues tus ojos de la pantalla.
No despegues tu oreja del teléfono,
no despegues los dedos del teclado,
no despegues tu culo de la silla
y, en general, no despegues.
No pienses por ti mismo, obedece,
llega puntual y ficha pronto,
sal un par de minutos más tarde
para ser el más pelota de la empresa.
Vuelve a casa hecho un pingajo,
pero un pingajo agradecido,
porque hay muchos que, además, envidian
toda esa mierda que te estás comiendo.






Sonia San Román / Milagro

$
0
0
Ilustración de Sara Tyson
Sonia San Román

MILAGRO 

Nunca multipliqué el pan y los peces,
ni caminé sin hundirme sobre lago alguno,
tampoco he convertido el agua en vino,
ni he curado la lepra a los mendigos.

No he sido presidenta de ninguna nación
ni druida en ninguna tribu celta,
ni maharaní de Kapurtala o reina de copas,
ni he sido estrella de Jazz cerca del puerto.

En cambio he hecho otro milagro
que, por cotidiano, no es menos importante
que los que salen reflejados
en los libros sagrados o en los de historia:
he comulgado con ruedas de molino,
me he tomado la sopa con ondas
y me la dieron mil veces con queso.

Pero a pesar de tanto plato indigesto
que trataba de enfermarme
he llegado a hacer, después de todo,
de las tripas, corazón.




Sonia San Román / ¿De qué me quejo?

$
0
0

Sonia San Román

¿DE QUÉ ME QUEJO?


¿De qué me quejo
si estoy aquí metida
porque quiero estar dentro?
Porque quiero que la marea
del mundo en que morimos
me arrastre con vosotros,
compañeros de fatigas,
hermanos de sangre con colesterol..
Quiero encontraros cada tarde
empujando el carro de Eroski,
con los niños dentro
saltando y rompiendo
el cartón de huevos,
mientras habláis por el móvil
con vuestra cuñada
para organizar el cumpleaños
del abuelo.
No me siento sola
entre vuestro ruido.
Vuestro barullo
me acompaña a cada rato,
vuestros problemas,
vuestros sinsabores,
vuestras deudas con el banco,
vuestras agonías.
Quizás porque son las mías
y os observo y sonrío
y compro la misma camiseta
que vosotras, a 2,90,-€, en Zara
y me tomo la misma caña,
con patatas fritas, que vosotros
y, a veces, hasta nos ponemos
la zancadilla
y nos odiamos como lobos.
Pero, ¡qué sé yo!,
os necesito, manada,
aunque la marea nos lleve,
como a las ballenas,
directos al suicidio colectivo.








Sonia San Román (Logroño 1976) publicó en 2004 el libro De tripas, corazón (Ed. del 4 de agosto) del que surgió, al año siguiente, Planeta de poliuretano (Asociación cultural) a modo de edición revisada y ampliada.En 2008 publica (Editorial Eclipsados) y en 2014 Anillos de Saturno con Baile del Sol. Como editora ha coordinado los libros Strigoi, 25 poemas vampíricos. Un homenaje a Bram StokerHay caminos, antología-homenaje a José Hierro (Ed. del 4 de agosto, 2012) y Yo tenía tres modos de pensar (ciudades, ríos y rock and roll). Antología poética de Benjamín Prado (Ed. del 4 de agosto, 2013). También ha participado en numerosas antologías poéticas u obras colectivas como (Ed. Homoscriptum, México 2005), 23 Pandoras (Baile del sol, 2009), Planetario, siete poetas desde el Planeta Clandestino (Ediciones del 4 de agosto, 2009), Beatitud, visiones de la Generación Beat (Ediciones Baladí, 2011) o Mujeres en su tinta (Ed. Atemporia y Universidad Nacional Autónoma de México).



Coetzee / El legado de Bellow

$
0
0
Saul Bellow

El legado de Bellow

J.M. COETZEE
14 AGO 2004

La imagen del patriarca de las letras estadounidenses y premio Nobel de 1976 Saul Bellow, no deja de crecer. Por eso, más allá de sus grandes títulos como Herzog, resulta interesante adentrarse en las primeras obras de este autor de origen judío. Una oportunidad que se ofrece en Estados Unidos a través de un volumen que reúne sus tres primeros libros. Sobre esos iniciales pálpitos literarios, la influencia en su obra posterior y lo que significan hoy escribe el Nobel de 2003.

Uno. Entre los novelistas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX, Saul Bellow sobresale como uno de los gigantes, quizá el gigante. Su periodo principal abarca desde comienzos de los años cincuenta (Las aventuras de Augie March) hasta mediados de los setenta (El legado de Humboldt), aunque todavía en 2000 publicaba una narrativa notable (Ravelstein). La Biblioteca de Estados Unidos ha publicado ahora los tres primeros libros de Bellow en un único volumen de mil páginas: El hombre en suspenso (1944), La víctima (1947) y Las aventuras de Augie March (1953). Bellow se convierte, por consiguiente, en el primer escritor de narrativa que recibe en vida el imprimátur de la biblioteca.
El hombre en suspenso es una novela corta en forma de diario. El escritor del diario es un joven de Chicago, Joseph, licenciado en Historia en paro, mantenido por su esposa, que trabaja. Es el año 1942, Estados Unidos está en guerra, y Joseph permanece en suspenso mientras espera que lo llamen de la junta de reclutamiento. Usa su diario para explorar cómo ha llegado a ser lo que es, y en particular para entender por qué, hace aproximadamente un año, abandonó los ensayos filosóficos que estaba escribiendo para empezar también a oscilar en otro sentido.
Tan enorme parece la brecha entre su yo de ahora y ese yo impetuoso e inocente que era en el pasado, que se considera el doble del Joseph anterior, vestido con sus ropas gastadas. Aunque el anterior yo de Joseph había sido capaz de funcionar en sociedad, de establecer un equilibrio entre su trabajo en una agencia de viajes y sus estudios eruditos, estaba preocupado por una sensación de alejamiento del mundo. Desde su ventana vigilaba la perspectiva urbana: chimeneas, almacenes, carteles publicitarios, coches aparcados. ¿Acaso ese entorno no deforma el alma? "¿Dónde había una partícula de lo que, en otra parte, o en el pasado, había hablado a favor del hombre?... ¿Qué diría Goethe de la vista que se tiene desde esta ventana?".
Puede parecer cómico que en el Chicago de los años cuarenta alguien estuviera ocupado con unas divagaciones tan grandiosas, dice Joseph, el escritor del diario, pero en cada uno de nosotros hay un elemento cómico o fantástico. Mas reconoce también que al burlarse de la filosofía de Joseph está negando su mejor yo.
Aunque desde el punto de vista abstracto el anterior Joseph está dispuesto a aceptar que el hombre es agresivo por naturaleza, no detecta en su corazón más que amabilidad. Una de sus ambiciones más remotas es fundar una colonia utópica donde se pudieran prohibir el resentimiento y la crueldad. Por consiguiente, desfallece cuando se ve alcanzado por arrebatos de violencia impredecible. Pierde la paciencia con su sobrina adolescente y le da un azote, indignando a los padres de la chica. Maltrata a su casero. Le grita a un empleado de banco. Parece ser "una especie de granada humana a la que le hayan retirado la anilla". ¿Qué le está ocurriendo?
Un amigo artista le dice que la ciudad monstruosa que los rodea no es el mundo real: el mundo real es el del arte y el del pensamiento. Joseph respeta esta postura: al compartir con otros los productos de su imaginación, el artista permite que una suma de individuos solitarios se convierta en una especie de comunidad.
Desgraciadamente él, Joseph, no es un artista. Su único talento es el de ser un buen hombre. ¿Pero de qué sirve ser bueno? "La bondad no se consigue en un vacío, sino en compañía de otros hombres, ayudado por el amor". Mientras que "yo, en esta habitación, separado, alienado, desconfiado, no encuentro en mi propósito un mundo abierto, sino una cárcel cerrada e irremediable".
En un convincente párrafo, Joseph, el escritor del diario, relaciona sus brotes de violencia con las insoportables contradicciones de la vida moderna. Con el cerebro lavado hasta hacernos creer que cada uno de nosotros somos un individuo de valor inestimable y con un destino individual, que no hay límite a lo que podemos conseguir, partimos en busca de nuestra grandeza individual. Al no encontrarla, empezamos a odiar inmoderadamente y a castigarnos a nosotros mismos y a los demás inmoderadamente. El temor a quedarnos nos persigue y nos enloquece... Provoca un clima interior de oscuridad. Y ocasionalmente sale de nosotros una corriente de odio y de lluvia hiriente.
En otras palabras, al convertir al Hombre en el centro del universo, la Ilustración, especialmente en su fase romántica, nos impuso unas exigencias psíquicas imposibles, que tienen como resultado no sólo pequeños arrebatos de violencia como los suyos, o aberraciones morales como la búsqueda de la grandeza a través del crimen (véase el Raskolnikov de Dostoievski), sino también quizá la guerra que está consumiendo el mundo. Por eso, en un movimiento paradójico, Joseph, el escritor del diario, finalmente deja su lápiz y se alista. El aislamiento impuesto por la ideología del individualismo, concluye, redoblado por el aislamiento del examen de conciencia, lo ha puesto al borde de la locura. Quizá la guerra le enseñe lo que ha sido incapaz de aprender de la filosofía. Y así termina su diario con el grito:
¡Vivan las horas regulares!
¡Y el control del espíritu!
¡Larga vida a la reglamentación!
Joseph traza una línea entre el mero individuo obsesionado por sí mismo, que lucha con sus pensamientos, y el artista que mediante la facultad demiúrgica de la imaginación convierte sus pequeños problemas personales en preocupaciones universales. Pero la pretensión de que las luchas íntimas de Joseph sean meras entradas de diario pensadas sólo para sus ojos apenas se sostiene. Porque entre las entradas hay páginas -que en su mayoría presentan escenas de la ciudad, o esbozos de las personas con las que Joseph se encuentra- con una elevada dicción y una inventiva metafórica que las delatan como productos de la imaginación poética que no sólo exigen un lector, sino que también extienden la mano en busca de un lector o lo crean. Joseph puede fingir que desea considerarse a sí mismo un estudioso fracasado, pero sabemos, como él debe de sospechar, que ha nacido escritor.
El hombre en suspenso ofrece mucha reflexión y poca acción. Ocupa el incómodo terreno entre la novela corta propiamente dicha y el ensayo personal o la confesión. Diversos personajes entran en escena e intercambian palabras con el protagonista pero, aparte de Joseph y sus dos manifestaciones incompletas, no hay personajes propiamente dichos. Tras la figura de Joseph se puede distinguir a los solitarios y humillados oficinistas de Gogol y Dostoievski, mascullando la venganza; el Roquentin de Náusea de Sastre, un erudito que vive una extraña experiencia metafísica que lo separa del mundo; y el solitario joven poeta de los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke. En este corto primer libro, Bellow todavía no ha desarrollado un vehículo adecuado para el tipo de novela hacia el que siente que se dirige, una novela que ofrezca las acostumbradas satisfacciones novelísticas, incluida la implicación en lo que parece un conflicto de la vida real en un mundo real, y que sin embargo deja al autor libre para desplegar su lectura de la literatura y el pensamiento europeos y explorar los problemas de la vida contemporánea. Porque ese paso en la evolución de Bellow tendrá que esperar a Herzog (1964).
Dos. Asa Leventhal, que puede ser o no la víctima de la novela corta titulada La víctima, dirige una pequeña revista comercial en Manhattan. En el trabajo tiene que soportar las pullas de un antisemitismo casual. Su esposa, a la que ama tiernamente, está fuera de la ciudad. Un día, en la calle, Leventhal siente que lo observan. Un hombre se le acerca, y lo saluda. Débilmente, él le pregunta su nombre: Allbee. ¿Por qué llega tarde, pregunta Allbee? ¿No recuerda que tenían una cita? Leventhal no recuerda nada por el estilo. ¿Entonces por qué está aquí?, pregunta Allbee. (Una y otra vez, Allbee atrapa a Leventhal con ese tipo de yuyitsu lógico).
Enseguida, Allbee se embarca en un tedioso relato del pasado según el cual él le había arreglado a Leventhal una entrevista con su jefe (el de Allbee), en la que Leventhal (a propósito, dice Allbee) se había comportado de manera insultante, a consecuencia de lo cual Allbee había perdido su trabajo. Leventhal recuerda levemente los acontecimientos, pero niega la deducción de que la entrevista hubiera formado parte de un complot contra Allbee. Si salió enfadado de la entrevista, dice, fue porque al jefe de Allbee no le interesaba contratarlo. No obstante, éste le dice que ahora está sin trabajo. Tiene que dormir en albergues. ¿Qué va a hacer Leventhal al respecto?
Así comienza la persecución de Allbee a Leventhal, o eso es lo que le parece a éste. Tenazmente, Leventhal resiste la reclamación que Allbee le hace de que ha sido perjudicado y por consiguiente se le debe algo. Esta resistencia se presenta completamente desde el interior: el autor no nos dice una sola palabra respecto a de parte de quién nos debemos poner, sobre quién es la víctima y quién el perseguidor. Y no recibimos consejos de responsabilidad moral. ¿Está Leventhal resistiéndose prudentemente a que le tomen el pelo, o se está negando a aceptar que cada uno es el guardián de su hermano? ¿Por qué yo?, ése es el único grito de Leventhal. ¿Por qué este extraño me culpa, me odia, pretende que lo compense?
Leventhal afirma que sus manos están limpias, pero sus amigos no están tan seguros. ¿Por qué se ha mezclado con un personaje desabrido como Allbee?, preguntan. ¿Está seguro de sus motivos? Leventhal recuerda su primera reunión con Allbee, en una fiesta. Una chica judía había cantado una balada, y Allbee le había dicho que debía probar con un salmo. "Si no habéis nacido para ellas
[las baladas estadounidenses], es inútil intentar cantarlas". ¿Decidió en aquel momento inconscientemente hacerle pagar a Allbee su antisemitismo?
Con cargo de conciencia, Leventhal ofrece cobijo a Allbee. Los hábitos personales de éste resultan ser horrorosos. También hurga en los documentos personales de Leventhal. (Allbee: si no confías en mí, ¿por qué no le echas la llave al cajón?) Leventhal pierde la paciencia y ataca a Allbee, pero éste se recupera.
Allbee predica una lección que (según él) Leventhal debería ser capaz de comprender a pesar de ser judío, a saber, que debemos arrepentirnos y ser hombres nuevos. Leventhal duda de la sinceridad de Allbee y así se lo dice. Dudas de mí porque eres judío, responde él. Pero ¿por qué yo? Pregunta nuevamente Leventhal. "¿Por qué?", responde Allbee. "Por buenas razones; ¡la mejor del mundo!... Te estoy dando la oportunidad de ser justo, Leventhal, y hacer lo correcto".
Cuando llega a casa una noche, Leventhal se encuentra la puerta cerrada con llave y a Allbee en su cama, la de Leventhal, con una prostituta. Su ira divierte a Allbee. "¿Dónde sino en la cama?... ¿Quizá tú tienes otra forma, más refinada, diferente? ¿No decís vosotros que sois como todos los demás?".
¿Quién es Allbee? ¿Un loco? ¿Un profeta completamente disfrazado? ¿Un sádico que escoge a sus víctimas al azar? Él tiene su propia historia. Es como el indio de las llanuras, dice, que con la llegada del ferrocarril contempla el final de su antigua forma de vida. Ha decidido unirse a la nueva administración. Leventhal el judío, miembro de la nueva raza de señores, debe encontrarle un trabajo en el ferrocarril del futuro. "Quiero bajarme de poni y ser maquinista de ese tren".
Cuando su esposa está a punto de volver, Leventhal ordena a Allbee que se busque otro sitio para vivir. En medio de la noche se despierta y descubre que el piso está lleno de gas. Lo primero que se le ocurre es que Allbee está intentando matarlo. Pero parece que éste ha intentado sin éxito suicidarse en la cocina.
Allbee desaparece de la vida de Leventhal. Los años pasan. Gradualmente Leventhal se libera del sentimiento de culpa por "haberse librado". No hay razón, reflexiona, para que Allbee le envidie su buen trabajo, su matrimonio feliz. Dicha envidia descansa sobre una premisa falsa: la de que a cada uno de nosotros nos han hecho una promesa. Esa promesa nunca la han hecho, ni Dios ni el Estado.
Entonces, una noche, se encuentra a Allbee en el teatro. Escolta a una actriz marchita, y huele a bebida. He encontrado mi lugar en el tren, le informa; pero no de conductor, sino meramente de pasajero. Me he puesto de acuerdo con "quien dirige las cosas". "¿Cuál es tu idea de quién dirige las cosas?", pregunta Leventhal. Pero Allbee desaparece entre la multitud.
El Kirby Allbee de Bellow es una creación inspirada, cómica, patética, repulsiva y amenazadora. A veces su antisemitismo parece amistoso con un estilo un tanto campechano; a veces habla como si hubiera sido absorbido por su propia caricatura del judío, que ahora vive en su interior y habla por su boca. Vosotros los judíos os estáis haciendo con el mundo, gimotea. A los pobres estadounidenses no nos queda sino buscarnos una humilde esquina. ¿Por qué nos maltratáis? ¿Qué daño os hemos hecho jamás?
En el antisemitismo de Allbee también hay un tono patricio estadounidense. "¿Sabes que uno de mis antepasados era el gobernador Winthrop?", dice. "¿No es ridículo? Es realmente como si los hijos de Calibán lo estuvieran dirigiendo todo". Ante todo, Allbee es desvergonzado, haragán, desordenado. Hasta sus momentos de congraciamiento resultan ofensivos. Déjame tocarte el pelo, le ruega a Leventhal. "Es como el pelo de un animal".
Leventhal es un buen esposo, un buen tío, un buen hermano, un buen trabajador en circunstancias difíciles. Es culto; no es problemático. Quiere formar parte de la corriente general estadounidense. A su padre no le importaba lo que los gentiles pensaran de él siempre que le pagaran lo que le debían. "Ésa era la opinión de su padre, pero no la suya. Él la rechazaba y se apartaba de ella". Él tiene conciencia social. Es consciente de con qué facilidad, en Estados Unidos en particular, uno puede caer entre "los perdidos, los marginados, los derrotados, los inadvertidos, los arruinados". Hasta es un buen vecino; después de todo, ninguno de los amigos gentiles de Allbee está dispuesto a admitirlo. Entonces, ¿qué más se le puede pedir?
La respuesta es: todo. La víctima es el libro más dostoievskiano de Bellow. El argumento es una adaptación de El eterno marido de Dostoievski, la historia de un hombre importunado por el marido de una mujer con la que tuvo una aventura hace años, alguien cuyas insinuaciones y exigencias se vuelven cada vez más y más insufriblemente íntimas. Pero no es sólo el argumento lo que Bellow debe a Dostoievski, y el motivo del detestado doble. Hasta el espíritu de La víctima es dostoievskiano. Los cimientos de nuestra vida limpia, bien ordenada, pueden venirse abajo en cualquier momento; sin avisar, pueden planteársenos exigencias inhumanas, y desde los lugares más extraños; es perfectamente natural resistirse (¿por qué yo?); pero si queremos salvarnos no tenemos elección, debemos dejarlo todo y seguir. Pero este mensaje esencialmente religioso se pone en boca de un repulsivo antisemita. ¿Es raro que Leventhal se niegue rotundamente?
El corazón de Leventhal no está cerrado; su resistencia no es total. Hay algo en todos nosotros, reconoce, que lucha contra el sueño de lo cotidiano. En compañía de Allbee, en raros momentos, se siente a punto de escapar de los confines de su propia identidad y ver el mundo con ojos nuevos. Algo parece estar ocurriendo en torno a su corazón, una especie de premonición; si es un infarto o algo más exaltado, es algo que no puede saber. En cierto momento, mira a Allbee y éste le devuelve la mirada, y ambos podrían ser la misma persona. En otro -ofrecido por la prosa magistralmente sobria de Bellow- nos convencemos de alguna manera de que Leventhal se mueve al borde de la revelación. Pero entonces una gran fatiga lo asalta. Todo esto es demasiado.
Echando un vistazo a su carrera profesional, vemos que Bellow ha tendido a menospreciar La víctima. Si El hombre en suspenso fue su licenciatura como escritor, ha dicho, La víctima fue su doctorado. "Yo estaba todavía aprendiendo, estableciendo mis credenciales, demostrando que un joven de Chicago tiene derecho a reclamar la atención del mundo". Es demasiado modesto. La víctima está a punto de unirse a Billy Budd en las primeras filas de las novelas cortas estadounidenses. Si tiene un punto débil, no es el de la ejecución, sino el de la ambición. No ha hecho a Leventhal con suficiente peso intelectual como para debatir adecuadamente con Allbee (y con Dostoievski detrás de él) sobre la universalidad del modelo cristiano de llamada al arrepentimiento.
Tres. Augie March, protagonista de la tercera novela de la recopilación, llega al mundo alrededor de 1915, el año del nacimiento de Bellow, en el seno de una familia judía residente en un barrio polaco de Chicago. El padre de Augie no aparece, y su ausencia apenas se comenta. Su madre, una figura triste y sombría, está casi ciega. Tiene dos hermanos varones, uno de ellos con discapacidad mental. La familia subsiste, de manera un tanto fraudulenta, gracias a la seguridad social y a las contribuciones de una inquilina, la abuela Lausch (que no es familiar suya), nacida en Rusia; una mujer con ínfulas culturales. El joven Augie le saca libros de la biblioteca. "¿Cuántas veces tengo que decir que si no dice novela no lo quiero?... Bozhe moy!".
Es la abuela Lausch la que cría realmente a los chicos de la familia March. Cuando no se cumple su mayor esperanza -la de que los niños resulten ser unos genios cuya carrera ella pueda después dirigir- pone sus miras en convertirlos en buenos oficinistas. Desfallece cuando ellos crecen y resultan "comunes y groseros".
Como la mayoría de los muchachos del vecindario, Augie comete pequeños delitos. Pero su primer atraco organizado le hace sentirse tan mal que deja la banda. Recordando su niñez desde la perspectiva de los treinta y tantos, cuando confía su historia al papel, Augie se pregunta qué efecto tuvo sobre él no haber nacido en la "Sicilia de los pastores", sino en medio de la "profunda vejación de la ciudad". No tenía que preocuparse. Las partes más convincentes del libro de su vida proceden de un intenso revivir de su niñez, una niñez rica en espectáculo y experiencia social, de un tipo que pocos niños estadounidenses disfrutan hoy día.
De joven, durante los años de la Gran Depresión, Augie sigue coqueteando con la delincuencia. De un experto aprende el arte de robar libros, que después vende a los alumnos de la Universidad de Chicago. Pero su corazón se mantiene más o menos puro. Como muchos estudiantes, es capaz de racionalizar el robo de libros, considerándolo una variedad benigna de latrocinio.
En Augie hay también buenas influencias, entre ellas la de los Einhorn, que lo emplean para realizar "trabajos no especificados de carácter diverso". El paternal William Einhorn le regala una colección ligeramente estropeada de Clásicos de Harvard, que él mantiene en una caja de madera debajo de la cama y que lee superficialmente. Posteriormente trabajará de ayudante de investigación de un rico aficionado a la vida académica. Así, aunque no va a la universidad, por un medio u otro sus aventuras con la lectura continúan. Y las lecturas que hace son serias, incluso desde el punto de vista de la Universidad de Chicago: Hegel, Nietzsche, Marx, Weber, Tocqueville, Ranke, Burckhardt, por no decir nada de los griegos, los romanos y los padres de la Iglesia. Ni un solo novelista en la lista.
El hermano mayor de Augie, Simon, es un hombre de apetito que desborda la realidad. Aunque no es un ignorante, considera que las lecturas de Augie son el principal obstáculo en su plan de que se case con una chica rica, vaya a la facultad de Derecho por la noche, y se convierta en socio suyo en el negocio del carbón. Obedeciendo a Simon, Augie lleva durante un tiempo una doble vida, trabajando en la carbonería durante el día, y después vistiéndose elegantemente y aventurándose a codearse con los ricos. En el tiempo que permanece bajo la protección de Simon, Augie tiene la oportunidad de disfrutar de la buena vida, y en particular del calor sedoso de los hoteles caros. "No quería que la grandeza del lugar me aplastara", escribe.
Pero finalmente son ellos (los accesorios del hotel) los que se vuelven grandes: la multitud de baños con agua caliente que nunca falta, las enormes unidades de aire acondicionado y la elaborada maquinaria. No se permite ninguna grandeza opuesta, y la persona que molesta es la que no los sirve mediante su uso, o los niega al no desear disfrutarlos.
"No se permite ninguna grandeza opuesta". Augie es suficientemente clarividente como para ver que quien niega el poder del gran hotel estadounidense simplemente se margina, independientemente de las autoridades de los Clásicos de Harvard que pueda citar en su ayuda. Las aventuras de Augie March no son el resumen de una vida sino un informe intermedio. Al final del informe, Augie no está todavía seguro de si está a favor o en contra del hotel, a favor o en contra del sueño americano. "Pero, entonces, ¿cómo hace uno para tomar una decisión en contra, y seguir en contra? ¿Cuándo elige, y cuándo es, por el contrario, elegido?".
La filosofía grandiosa y el lenguaje evanescente señalan la presencia junto a Augie de Theodore Dreiser, el gran predecesor de Bellow como testigo de la vida de Chicago, y la mayor influencia presente en Las aventuras de Augie March. En personajes como Carrie Meeber (Hermana Carrie) y Clyde Griffiths (Una tragedia americana), Dreiser nos ofreció almas sencillas y anhelantes del Medio Oeste, ni buenas ni malas por naturaleza, atraídas hacia la órbita del lujo de la gran ciudad -para acceder a la cual no hacen falta credenciales, ni sangre de abolengo, ni relaciones, ni educación, ni contraseña; sólo dinero- y, en el caso de Clyde, dispuestas a matar para aferrarse a ella.
Clyde es un vago al estilo dreiseriano: no escoge su destino, se dirige sin rumbo hacia él. Augie también corre el peligro de convertirse en un vago: un joven guapo con muchas mujeres ricas dispuestas a subvencionar su estilo de vida. Si los cimientos de las novelas rusas de la abuela Lausch y los Clásicos de Harvard de William Einhorn no sirven de nada contra el poder del gran hotel, ¿qué distingue a Augie de cualquier otro semiaquiescente consumidor de lujo?
A esta pregunta, Las aventuras de Augie March sólo ofrece una respuesta proustiana: el joven que empieza su relato con las palabras "soy estadounidense, nacido en Chicago... y hago las cosas como yo mismo me he enseñado a hacerlas, por libre, y presentaré el relato a mi manera", y termina recordando cómo escribió esas palabras y comparándose con Colón -"También Colón pensó que era fracasado... Lo cual no probó que no hubiera ninguna América"-, no es un fracasado, a pesar de que no se le ocurra ninguna fuerza que consiga oponerse a la del hotel. ¿Por qué? Porque la propia memoria adquirida constituye dicha fuerza. La literatura, cree Bellow, interpreta el caos de la vida, le da significado. En su disposición primero a ser barrido por las fuerzas de la vida moderna y después a aliarse nuevamente con ellas por medio de su arte "libre", se nos da a entender que Augie está mejor equipado de lo que sabe para oponerse a las seducciones del hotel, ciertamente mejor que el pensador enclaustrado en su estudio. A este respecto Augie y el Joseph de El hombre en suspenso son uno.
Un elemento de Dreiser que Bellow no asume es la maquinaria determinista del destino. El destino de Clyde es sombrío, el de Augie no. Uno o dos descuidados deslices, y Clyde acaba en la silla eléctrica; mientras que sean cuales sean los peligros a los que se enfrenta, Augie sale de ellos sano y salvo.
En cuanto queda claro que su protagonista va a llevar una vida encantada, Las aventuras de Augie March empieza a pagar su falta de estructura dramática e incluso de organización intelectual. El libro se hace cada vez menos interesante a medida que avanza. El método de composición escena a escena utilizado, en el que cada escena comienza con una hazaña de vívida descripción verbal, empieza a parecer mecánico. Las muchas páginas dedicadas a las aventuras de Augie en México, ocupado en un plan absurdo de entrenar a un águila para que cace iguanas, acaban convertidos en muy poco, a pesar de los recursos de escritura que se les dedican. Y la principal escapada de Augie en tiempos de guerra, torpedeado, atrapado con un científico loco en un bote salvavidas frente a la costa africana, es simplemente material propio de un libro de viñetas cómicas.
Esto no quiere decir que el propio Augie sea una nulidad intelectual. Por convicción es un idealista filosófico, incluso un idealista radical, para quien el mundo constituye un complejo de ideas entremezcladas sobre el mundo, millones de ellas, tantas como mentes humanas hay. Intentamos presentar nuestra propia idea, cada uno de nosotros, reclutando a otros para que interpreten un papel en ella. La norma rectora de Augie, desarrollada en el transcurso de media vida, es resistirse a ser reclutado por las ideas de otros. En cuanto a su propio modelo del mundo, personifica un principio de simplificación. El mundo contemporáneo, en su opinión, nos sobrecarga con su mala infinidad. "Demasiado de todo... demasiada historia y cultura..., demasiados detalles, demasiadas noticias, demasiado ejemplo, demasiada influencia... ¿Quién se supone que ha de interpretarlo? ¿Yo?".
¿Qué forma adopta la simplificación, como respuesta al reto de los tiempos, en su propia vida? En primer lugar, "convertirme en lo que soy"; segundo, comprar un terreno, casarme, sentar la cabeza, dar clase, hacer carpintería casera, y aprender a arreglar el coche. Como le comenta un amigo, "que tengas suerte".
El hombre en suspenso y La víctima habían llamado la atención de los círculos literarios sobre Bellow, pero fue Las aventuras de Augie March, ganador del Premio Nacional de Literatura estadounidense de 1953, el que lo hizo famoso. Según él mismo cuenta, se lo pasó muy bien escribiéndolo, y en los primeros cientos de páginas su entusiasmo creativo es contagioso. El lector disfruta enormemente con la prosa atrevida, rápida y graciosa, la facilidad informal con la que se escribe una mot juste ("Karas, con un traje cruzado de piel de tiburón y presentando el aspecto de tener dificultades con el afeitado y el peinado sobresalía terriblemente") tras otra. Desde Mark Twain, ningún escritor estadounidense había manejado lo popular con tal brío. El libro se ganó a los lectores por su variedad, su incansable energía, su impaciencia con las conveniencias. Sobre todo, parecía decir un gran "¡Sí!" a Estados Unidos.
Ahora, visto en retrospectiva, se puede considerar que ese "¡Sí!" tuvo un precio. Las aventuras de Augie March se presenta, en cierto sentido, como la historia de la futura madurez de la generación de Bellow. Pero, ¿en qué medida es Augie representante de esa generación? Se relaciona con estudiantes de izquierdas, lee a Nietzsche y a Marx, trabaja como organizador sindical, hasta se plantea trabajar de guardaespaldas de Trotski en México, pero la imagen más amplia del mundo apenas se registra en su conciencia. Cuando llega la guerra, se queda estupefacto. "¡Zaca! Estalló la guerra... Perdí la chaveta, odiaba al enemigo, y me faltó tiempo para ir a luchar". ¿En qué momento su ensimismamiento en el aquí y en el ahora se ha convertido en estupidez? ¿En qué medida ha tenido Bellow que idiotizarlo para convertirlo en un verdadero héroe?
El compendio publicado por la Biblioteca de Estados Unidos incluye quince páginas de notas escritas por James Wood. Estas notas son especialmente útiles en el caso de Las aventuras de Augie March, donde se esparcen nombres y alusiones como confeti. Wood concreta muchas referencias de refilón que hace Augie, pero otras muchas quedan fuera. ¿A quién, por ejemplo, sentaron sus llorosas hermanas en un caballo para que fuera a estudiar griego a Bogotá? ¿Qué embajador de qué país roció de laca las tuberías de agua de Lima para frenar el óxido?
J. M. Coetzee, 2004. The New York Review of Books. Traducción de News Clips.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 14 de agosto de 2004



Saul Bellow / El rey de la tragicomedia

$
0
0
Ganador del Premio Nobel de Literatura y de dos premios nacionales en Estados Unidos, Saul Bellow escribió tantas novelas cortas como largas. Carpe diem y Mueren más por desamor son una muestra de su maestría en épocas diferentes. El escritor, de origen judío, es uno de los que con mayor precisión explora la insuficiencia de lo contemporáneo para dar salida al exuberante potencial de generosidad que habita en algunos seres.



CARPE DIEM

Saul Bellow
Prólogo de Cynthia Ozick
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2006
192 páginas. 16 euros

MUEREN MÁS POR DESAMOR

Saul Bellow
Prólogo de Martin Amis
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2007
473 páginas. 23,40 euros

La excelencia de Saul Bellow (1915-2005) se puede describir de muchos modos. Citaré tres. El primero lo oí en boca de alguien que desde entonces mereció todo mi respeto: "Es Woody Allen multiplicado por cien". Muy cierto: sin ser en absoluto un novelista de consumo -más bien lo contrario-, o ese tipo especial de autor que ha elevado a cotas superiores un subgénero, Bellow es, a su modo, el primer novelista pop, el rey de la tragicomedia. Una segunda definición de su obra, más acorde con la imposible alquimia académica, es citar al autor como una combinación evolucionada de Joyce y Hemingway, centrada en la épica del hombre corriente donde se subliman los registros del lenguaje coloquial en todos los estratos sociales y categorías intelectuales. En otras palabras: el hombre que come, que ríe, que folla y que intenta cubrir otras necesidades vulgares, pero también el hombre que habla, se devana los sesos y se preocupa de todos los asuntos: del torbellino social que le acecha, del espejismo cultural que se disuelve en banalidad, del mundo moderno que le destruye. En otras palabras (segunda parte): el hombre que se angustia; sobre todo, el hombre que yerra (el judío yerrante, para los amigos del retruécano) y seguirá equivocándose hasta verse sometido a un cerco que se estrecha hasta que le oprime y, al fin, y como por arte de magia, le traspasa como si no tuviera importancia nada de lo bueno, lo malo o aun lo peor que le suceda. Hay cierta metafísica en calificar de irreal la implacable telaraña, tan detallada, tan palpable, de ese mundo moderno.
Los modos anteriores de descripción llevan a un tercero. Bellow es el autor que con mayor precisión y más hábilmente explora la insuficiencia de lo contemporáneo para dar salida al exuberante potencial de generosidad que habita en algunos seres, y la terrible y divertida paradoja que hay en ello. Siempre tragicomedia, servida en su nivel más depurado, una prosa con la fuerza y el filo del acero que estas nuevas ediciones, con su cuidada traducción, nos brindan en su mejor forma.



En su artículo, El legado de Bellow, J. M. Coetzee centra la plenitud narrativa de nuestro autor en lo que llama su "mediodía", las novelas que van desde Las aventuras de Augie March (1953) a El legado de Humboldt (1975). Lleva razón en parte. Sin embargo, se me antoja que a ese mediodía le sigue una larga tarde de verano y, a continuación, en suave pendiente, una serena noche blanca. La clasificación según criterios temporales de logro es, al fin, insatisfactoria. De ahí que prefiera dividir una obra tan magnífica en novelas cortas y largas, sobre todo porque en Carpe diem (1956-mediodía) y Mueren más por desamor (1987-la tarde espléndida) tenemos dos ejemplos idóneos de cada manera.
Las novelas cortas de Bellow se disponen sobre disciplinadas unidades de acción, tiempo y espacio, se ganan enseguida la atención del lector, le transmiten la angustia de su protagonista y le sumergen con gran habilidad en la peripecia. Son directas, de construcción impecable y a la vista, y tienen, como es debido, un final prodigioso. Así ocurre con las que considero sus dos mayores creaciones en este terreno: Un recuerdo que dejo (1991-la hora de la cena) y Carpe diem (1956-puro mediodía). En esta última, su protagonista, Tommy Wilhelm, sufre un particular viacrucis en el populoso Broadway una jornada cualquiera. Actor fracasado, vendedor fracasado, marido fracasado, un cuarentón en crisis como la copa de un pino, Wilhelm vive pendiente de la tacañería razonada de su padre, de la vengativa sensatez de su ex mujer y de los enredos bursátiles en los que le involucra el seudochamán que tarde o temprano aparece en las novelas de Bellow y sus admiradores esperamos con impaciencia. En este caso, el sin par doctor Tamkin. Nada sale como debe porque el estado de ánimo de Wilhelm le somete una y otra vez a la tiranía del error. Sin embargo, y como muy bien insinúa Cynthia Ozick en su prólogo, ese calvario depresivo lleva a Wilhelm, al menos en la escena final, imborrable, a elevarse hacia un estado de conciencia superior, a rozar la verdadera comunión con la esencia humana.



Las novelas largas de Bellow son el mismo arte, pero modelado de forma distinta. Casi siempre narradas en primera persona, son un tobogán de digresiones, opiniones, anécdotas laterales, el engañoso caos que es la pesadilla de todo crítico o lector acartonados. Sin embargo, esas novelas que básicamente relatan el caos son, en su diseño, todo lo contrario. Uno se monta en una novela de Bellow y ya no baja en un vaivén que oscila entre las más hilarantes escenas y aquella completa seriedad del golpe de ataúd en tierra. Las ideas no son Ideas, forman parte de una narración que no aspira a transmitirnos edificación o controversia, sino que se utilizan para ir desovillando la complejidad de lo que cuenta un narrador sutilmente engañoso. Así estas extensas historias son aún más depuradas que las cortas, porque no muestran su andamiaje y desean abarcar con precisión las infinitas vibraciones de, una vez más, la vida moderna. Necesitan borrar pistas para lograr esa mayor amplitud, para ocupar la conciencia del lector en el tiempo de lectura.
Entre muchas otras, Mueren más por desamor es la historia del desastre sentimental de un botánico de renombre contada por un sobrino, profesor de literatura rusa, cuya incapacidad en ese terreno supera con creces la de su tío. Más que del estricto desamor (o del corazón roto al que hace referencia el título original) la trama de la novela nos habla, como en aquella película de Cassavetes, de "corrientes de amor" que de un modo u otro se tornan dañinas por buenas que sean sus intenciones. Corrientes de amor que acaban pareciendo un vertido de industria química a todos aquellos, cada vez menos, que se bañan en el río de la inocencia del certero, aunque ineficaz, saber ilustrado, del Humanismo.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 3 de marzo de 2007



Antonio Muñoz Molina / Días de Bellow

$
0
0

Saul Bellow

Días de Bellow
16 de agosto de 2016

Sin proponérmelo mucho me he encontrado leyendo de nuevo a Saul Bellow en las siestas de agosto, en las noches en que el calor y el trastorno de un viaje muy largo ahuyentan el sueño. No es que haya decidido volver a él por un motivo especial, sino que sus libros forman parte de mi paisaje más cercano, de modo que encuentro uno en el cajón de una mesa de noche que no he abierto en varios meses y empiezo a leerlo o lo abro al azar por la mitad y ya no me resigno a dejarlo, o encuentro en una librería una edición nueva y tentadora que me devuelve la ilusión del descubrimiento, o simplemente veo uno de sus títulos alineados en la estantería y la mano se va hacia el lomo del libro con esa naturalidad con que nos gusta tocar las cosas que nunca nos defraudan, un lápiz, una copa de vino, un cierto cuaderno. Penguin ha sacado una edición austera y exquisita de los libros de Bellow, lo cual es un buen pretexto para descartar aquellos volúmenes de portadas atroces de los años ochenta, los primeros que yo leí. Pero a la hora de la verdad no me decido a desprenderme de ellos, aunque el papel era de muy mala calidad y se ha puesto quebradizo y amarillo, y las ilustraciones de las portadas se han vuelto todavía más chillonas con el paso de los años. De modo que ahora tengo el Herzog feo y maltratado que leí por primera vez hará unos quince años junto al impecable que compré la semana pasada, y es como si a la materia inalterada de la novela se agregara mi vida de lector, la vida misma que ha ido transcurriendo mientras yo leía y releía este libro, familiarizándome más con él a medida que iba conociendo mejor el idioma en el que está escrito y los lugares en los que sucede, el habla y hasta la apariencia física de los tipos humanos que retrata.

El vértigo de inmediata y trastornada verdad que tiene el ir dando tumbos de un lado a otro de Moses Herzog procede en gran parte de la experiencia cruda de su autor
La novela se me multiplica igual que sus lecturas, volviendo simultáneo lo que me ha sucedido a lo largo de los años, haciendo visible la cualidad acumulativa del gusto de leer

Con algunas novelas le pasa a uno como con la mejor poesía, que no puede darlas nunca por leídas, que son nuevas cada vez y van haciéndose más hondas según la propia vida se va colmando de experiencia, o según el paso del tiempo nos va dejando un grado inevitable de sabiduría. Saul Bellow publicó Herzog cuando tenía 49 años. Yo era bastante más joven las primeras veces que leía la novela. Esta vez pienso, inopinadamente, que ya soy mayor que Bellow cuando la estaba escribiendo, y eso me produce una sensación equívoca. Herzog, como casi toda su literatura, es una confesión personal muy tenuemente disimulada, la crónica de una de sus múltiples rupturas matrimoniales, más dolorosa o más vergonzante para él porque su mujer había estado engañándolo con uno de sus mejores amigos. Familiares, amantes, esposas, abogados, se reconocían sin dificultad y muchas veces con extrema irritación en las novelas de Bellow. El vértigo de inmediata y trastornada verdad que tiene el ir dando tumbos de un lado a otro de Moses Herzog procede en gran parte de la experiencia cruda de su autor, de la desenvoltura y el descaro a los que se abandona un novelista cuando encuentra la manera de contar convertida en ficción una parte sombría y todavía palpitante de su propia vida, ahorrándose por igual la tentación del decoro y la del narcisismo, tan propias de la escritura de memorias.
Moses Herzog se parece a Saul Bellow tanto como cualquiera de los protagonistas de sus novelas y se alimenta como un parásito saludable de las desventuras conyugales, la memoria sentimental y las divagaciones filosóficas de su autor, pero eso no mengua su soberanía de héroe de la literatura, miembro del linaje espléndido de los divagadores errantes y más bien alucinados, ansiosos por sumergirse en el mundo real y por escaparse de él, braceando como don Quijote contra fantasmas y molinos de viento, persiguiendo quimeras. Como todos ellos, Herzog, un hombre trastornado que da en la rareza de escribir cartas de manera incesante, cartas imaginarias a los vivos y a los muertos, a personajes célebres y a gente desconocida, existe en virtud de un acto primordial de invención verbal que se nos impone desde la primera línea: If I am out of my mind, it's all right with me, thought Moses Herzog.
Traducir es siempre muy difícil, incluso cuando parece fácil. Abro la edición de Herzog recién publicada en España por Galaxia Gutenberg y encuentro el arranque que le ha dado Vicente Campos: Si estoy como una cabra, qué le voy a hacer, pensó Moses Herzog. El feo coloquialismo de la cabra probablemente no era necesario, pero a partir de ahí la traducción fluye con una briosa naturalidad que por fin hace justicia en español al estilo de Bellow, tan maltratado casi siempre en nuestro idioma. Traducir a Bellow es dificilísimo: en la misma frase puede ir de la divagación abstracta al habla callejera, incluir una alusión literaria o una referencia a hechos políticos del momento, a una comida, a un pormenor topográfico. Entre su lengua y su mundo hay una correspondencia exacta: son la lengua y el mundo de esos personajes judíos que viven enraizados en una cultura material a la vez muy americana y muy centroeuropea, entre el inglés y el yiddish,entre sus orígenes en los barrios de emigrantes y sus ambiciones intelectuales o de ascenso social. Philip Roth es bastante más fácil de traducir, porque las vidas que retrata ya son plenamente americanas. Herzog, yendo de un sitio a otro, redactando cartas mentales que no envía y ni siquiera llega a escribir, es un hombre sin sosiego, perdido entre el pasado que ya no existe y el presente en el que no acaba de encontrar su lugar. Si traducir es, sobre todo, leer con un grado máximo de atención, leer tan hondamente que se acaba escribiendo en el propio idioma lo leído en el otro, Vicente Campos ha sido un lector heroico de una novela indomable, un lector pionero que despeja a otros el camino hasta ahora tan ingrato de la lectura de Saul Bellow en español. Alguna vez se despista, y hace que un personaje madrugador desayune improbablemente "aros de cebolla y vino de Nueva Escocia", en vez del pan de cebolla (onion rolls) y el salmón ahumado (Nova Scotia) tan comunes en los restaurantes judíos de Nueva York, los viejos diners ahora casi perdidos, frecuentes todavía en los tiempos de Herzog.
Pero la prosa transmite el denso ritmo vital de la escritura de Bellow, y el libro en sí es una delicia para la mirada y para las manos, con su letra clara, su tapa dura, su papel digno, su portada espléndida, con una fotografía de figuras anónimas apresurándose por Grand Central Station: cualquiera de ellas podría ser Moses Herzog. Así que ahora la novela se me multiplica físicamente igual que sus lecturas, volviendo simultáneo lo que me ha sucedido a lo largo de los años, haciendo visible la cualidad acumulativa del gusto de leer, la riqueza de capas sedimentarias que un solo libro puede ir dejando en nosotros. Los días de Bellow son los de mi propia vida.-
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 16 de agosto de 2008


Saul Bellow / El sentido de la vida y la literatura

$
0
0


Saul Bellow
El sentido de la vida y la literatura

IGNACIO VIDAL-FOLCH
29 AGO 2009

En un bar de Nueva York conocí a la editora (en el sentido anglosajón de la palabra: la correctora, consejera y persona de confianza literaria del autor) de Saul Bellow quien entonces vivía y estaba a punto de publicar Ravelstein. Le comenté que precisamente yo acababa de leer una versión al español de El legado de Humboldt, y que a pesar de las deficiencias de la traducción me había impresionado tanta inventiva, y el tono entre sorprendido y resignado con el que el narrador encaja desdicha tras desdicha. Oh, sí, Saul es genial, dijo ella. Le pregunté por sus hábitos de trabajo y me explicó: "Oh, su mente es fabulosa. Fíjate, la semana pasada le telefoneé y le dije: mira, Saul, estoy leyendo tu manuscrito y, perdona pero el personaje X, en mi opinión, queda algo borroso; quizá deberías insertar en la página 240 unas líneas sobre su infancia, sobre sus traumas...". Y Bellow respondió: "¿Ah, sí? ¿Tú crees? Vale, pues toma nota". Y acto seguido se puso a dictarme frases y frases improvisadas pero de una calidad literaria altísima, frases ingeniosas, profundas, bellas, emocionantes, que perfilaban con precisión a X, y como improvisaba a toda velocidad a mí no me daba tiempo de apuntarlas y tenía que pedirle: "¡Es buenísimo, pero más despacio, Saul, más despacio!".

El legado de Humboldt

Saul Bellow
Traducción de Vicente Campos
Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores
Madrid, 2009. 620 páginas. 26,50 euros
'El legado de Humboldt', que por fin llega en una versión correcta a los lectores españoles, es su obra maestra

Brindé por tan bonita anécdota. Aunque, teniendo en cuenta que aquella editora era la misma mujer que acababa de recomendarme un truco infalible para dejar de fumar que le había curado de tan enojoso hábito, y me lo decía mientras le daba ansiosas caladas a un Marlboro, colegí que la anécdota era falsa de toda falsedad, y que Bellow (al que Coetzee, en sus Mecanismos internos, califica como "uno de los gigantes, o tal vez el gigante de la literatura americana de la segunda mitad del siglo XX") no corregía así sus libros. Pero cierta o falsa, la anécdota cuadra con la impresión que produce la clase de talento y la clase de narrativa caudalosa de Bellow. Recientemente José María Guelbenzu publicó aquí en Babelia un certero comentario sobre su segunda mejor novela, Herzog. El legado de Humboldt, que por fin llega en una versión correcta a los lectores españoles, es su obra maestra y una maravilla que parece proceder de una fuente inagotable de ideas, talentos y habilidades, de manera que cuando concluye igual podría prolongarse otras cien páginas más, o ser sustancialmente más breve.
Charlie Citrine, el protagonista y narrador, es un escritor dos veces premiado con el Pulitzer y que incluso amasó una fortuna casual, con una obra de teatro en Broadway. Ese éxito le pareció imperdonable a su mentor y amigo, el poeta Humboldt von Fleischer, promesa rota de la literatura que antes de morir en la miseria le atormentó y calumnió en los círculos intelectuales neoyorquinos, pero que le dejó en su testamento un legado. Antes de llegar a la página 600, en la que Charlie finalmente puede recoger de manos de un anciano tío de Humboldt, en un asilo de ancianos de Manhattan, donde está recluido también un querido familiar suyo, ese legado (cuya naturaleza no defrauda la paciencia ni la expectación del lector) habrá tenido que zafarse de una legión de parásitos: el gánster Cantabile; su ex esposa Denise, que le quiere mucho y desea reducirle a la miseria; sus carísimos abogados, que pierden pleito tras pleito; un juez parcial; Renata, su atractiva amante, que tiene prisa por casarse con él hasta que deja parecer un buen partido; la madre de ésta, la temible "Señora"; la ciudad de Chicago; América entera.
Entre unas y otras escenas se insertan las meditaciones del envejecido Citrine -"siendo frío y realista, sólo me quedaba una década para compensar una vida entera en gran parte malgastada. No tenía tiempo que perder ni siquiera en remordimientos ni penitencias" (página 528)-, preocupado por el sentido de la vida y de la literatura en un mundo en el que el dinero es el único patrón, y más ansioso de trascendencia que de evitar la ruina hacia la que se encamina a marchas forzadas ("yo no pensaba en el dinero. Oh, Dios, ni de lejos; lo que yo quería era hacer el bien. Me moría por hacer algo bueno", página 8). Esas meditaciones, contrapuntos exigidos por la estructura y equilibrio argumental, no siempre está claro si tienen un carácter paródico o van en serio. Yo me saltaba bastantes.
Aunque el tema de El legado de Humboldt es la inoperancia de la literatura en el mundo de hoy, no hay aquí ni jeremiadas ni invectivas, sino una mirada empática, burlona y casi compasiva hacia todos esos personajes ávidos de dinero y respetabilidad, todos con cierta tendencia a la facundia, al monólogo que les explica, les hace entrañables y les lleva hasta esa frontera de sí mismos donde, si se les concediera una parrafada más, a lo mejor estallarían en un castillo de fuegos artificiales. Así Julius, el hermano de Citrine, un hiperactivo y exitoso hombre de negocios, antes de someterse a una operación a vida o muerte: "He pedido que me incineren. Necesito acción. Prefiero entrar en la atmósfera. Búscame en los partes meteorológicos".
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de agosto de 2009

Saul Bellow / Herzog / Historia de una liberación

$
0
0

Saul Bellow
HERZOG

Historia de una liberación


JOSÉ MARÍA GUELBENZU
4 OCT 2008
"Si estoy como una cabra, qué le voy a hacer", se dice Moses Herzog al comienzo del libro. Herzog es un profesor respetado de mediana edad que ha acabado dando clases en una escuela nocturna para adultos y al que, de pronto, a raíz de la separación de su esposa Madeleine, su vida se le viene encima. Es un hombre que carga con dos matrimonios fracasados y dos hijos, al que le cuesta mucho admitir emocionalmente que su esposa le ha echado prácticamente de casa, se ha quedado con su hija y se ha instalado con su amante, amigo de ambos. Se siente utilizado por los dos, pero especialmente traicionado por ella. Aislado en el campo, se pone a escribir cartas frenéticamente a todo el mundo, desde eminentes políticos o científicos contemporáneos o ya fallecidos hasta parientes o personas que han contado en su vida por una razón u otra. Son una venganza, una protesta, un ajuste de cuentas, un desahogo, y también un ejercicio de escepticismo frente a prestigiosas ideas en boga; pero esas cartas acaban siendo un duro repaso a su vida. El relato está llevado por dos narradores: una voz anónima que habla pegada a Herzog y Herzog mismo. El artificio de las cartas es magnífico: en primer lugar, porque se convierten en una nueva forma de flashback que abre todas las puertas de la vida anterior de Herzog y, en segundo, porque permite mostrar de una manera narrativa un verdadero torrente de pensamiento. Herzog es un profesor de literatura, un hombre inteligente ("digamos que soy una persona reflexiva que cree en la utilidad de un comportamiento cívico"), que se halla a la defensiva frente a una sociedad que lo desborda. Entonces, la escritura de esas cartas es, en realidad, un deseo de atrapar la realidad con el lenguaje, pero es a la vez una casi utópica necesidad de obligar (figuradamente) a sus destinatarios a tener conciencia. En el fondo, junto a la venganza o la protesta está la necesidad de pedir respuestas a quienes considera mejor o más cínica o astutamente integrados en esa sociedad de la que él se siente descabalgado. Pero lo hace porque tiene conciencia de ese descabalgamiento y, finalmente, no lo entiende aunque lo acepte como un hecho.



Herzog

Saul Bellow
Traducción de Vicente Campos
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2008
460 páginas. 25 euros

Hay que decir que Bellow es un maestro en la escenificación de relaciones personales de todo orden tanto como en la construcción de la vida interior de sus personajes. La escena en la que relata el adiós entre Madeleine y Moses es antológica y su valor como referente y resumen de todo el conflicto, soberbia. Cada vez que la relación entre ambos va mostrando nuevos aspectos que la completan, la escena del adiós se alza como un faro en la memoria del lector: ella le ha segado la hierba bajo los pies y se sabe triunfante mientras él siente que aún la ama con una mezcla de resignación y fatalidad y la clara intuición de que ya no hay nada que hacer

... hasta que, poco a poco, el rencor, la rabia y la impotencia le obliguen a recorrer su vida en un intento de expiación ciega y desahogo. Por ahí comienzan las cartas: son cartas mentales que poco a poco van abriendo su mente y su cuerpo al único asidero: la realidad.
Lo mismo puede decirse de la escena que sigue a la carta del cínico y grosero abogado Sandor Hammelstein, una soberbia lección narrativa de lucidez, expresión y capacidad de sugerencias; pero quizá el momento en que la novela y el personaje giran sobre su eje y toman un nuevo rumbo es la de los juzgados, en los juicios a los que asiste Herzog, la única escena en la que él deja de observarse a sí mismo para observar a otros. Porque en su exposición, en sus discusiones, en su puesta en duda de aspectos cruciales del pensamiento contemporáneo hay también una parte de autocomplacencia, de lástima de sí mismo, de acariciar su imagen de hombre con una extrema habilidad para equivocarse (y para aceptar lo que su descuidada vida le iba imponiendo); un último punto de victimismo, en fin, que también deberá abandonar si verdaderamente quiere encontrar un lugar en el mundo.
Este libro es la historia de una liberación. Es por lo mismo el relato de una catarsis en la que el protagonista no deja de mirarse en el espejo con una mezcla de compasión, recreo y enfado, en busca de la depuración. El lector encontrará una densidad poco frecuente, muchas referencias al estado del mundo en los años sesenta, una puesta en cuestión de asuntos trascendentes del mundo occidental en la segunda mitad del siglo pasado y un escenario y unos personajes construidos con esa pasión y eficiencia con que un escritor se deja la piel para contar una historia. Sin duda alguna, éste es uno de los grandes libros de la narrativa norteamericana contemporánea y su resistencia a dejarse abatir por el paso del tiempo es tan poderosa como la imagen de Herzog en su vieja casa de campo, reclinado en su sofá, sereno, mirando por la ventana y oyendo el barrido chirriante e incesante de la asistenta; antes de sugerirle a ella que moje un poco el suelo para no levantar tanto polvo en esa destartalada casa que ha recuperado como ha recuperado su propia estima, reconoce que en ese momento ya no tiene ningún mensaje para nadie. Nada. Ni una sola palabra.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de octubre de 2008



Saul Bellow / Herzog / Medio siglo después

$
0
0
Saul Bellwow
Poster de T.A.

Saul Bellow
Herzog
MEDIO SIGLO DESPUÉS

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
16 AGO 2008


Examinado con la perspectiva de casi medio siglo Herzog (1964), de Saul Bellow, se revela como una pieza clave en brillantísimo puzzle de la novela estadounidense de la segunda mitad del siglo XX; una piedra miliar en la evolución de un género del que Estados Unidos había tomado el relevo tras el espectacular desarrollo europeo (Francia, Rusia, Gran Bretaña) en el siglo anterior. Herzog representa algo semejante a lo que supuso ¡Absalón, Absalón! (1932), de Faulkner, en la primera mitad del XX, o Moby Dick (1851), de Melville, y Aventuras de Huckleberry Finn (1885), de Twain, en el XIX. Releída en la traducción de Vicente Campos publicada por Galaxia Gutenberg (que se ha tomado en serio la tarea de reeditar la obra del escritor judío-norteamericano), la historia de Moses Herzog, el atrabiliario personaje que, sumido en la crisis de los cuarenta (dos divorcios, traiciones, desconcierto, problemas de identidad), se ve dominado "por la necesidad de explicarse, de expresarse, de justificarse, de ponerlo todo en perspectiva, de aclararse, de corregirse", sigue invitando a sus lectores a la identificación. Algo que, desde El Quijote o Robinson Crusoe, es uno de los rasgos de un género que constituye, por su misma indeterminación y capacidad asimiladora, una privilegiada instancia de conocimiento del mundo. Herzog, un intelectual al que ya no le sirve lo que sabe y que (aún) ignora lo que podría servirle, intenta aclararse escribiendo cartas que nunca envía (a sus amigos, a sus amantes, a Eisenhower, a Dios) y en las que, a propósito del desastre de su vida, ajusta cuentas con la tradición filosófica moderna. Criticado por algunos (Nabokov, por ejemplo) como novelista "tradicional", la estructura de Herzog evoluciona desde el aparente caos y el pastiche (un homenaje a la literatura epistolar del siglo XVIII) a la linealidad, al tiempo que cambia la percepción que su protagonista tiene de sí mismo y de sus relaciones con el mundo. Novela (autobiográfica) de la memoria y de la alienación, de la impotencia y de la esperanza, Herzog es una de esas lecturas que ganan con el tiempo. Y a la que resulta instructivo revisitar cuando tenemos la sensación de que hemos rebajado demasiado nuestro listón de lectores de novelas.

Ray Loriga / Plegaria por Bellow

$
0
0
Saul Bellow
Poster de T.A.

Plegaria por

Saul Bellow

RAY LORIGA
10 ABR 2005

Mientras entierran al Papa, lloro a Bellow. Cada uno elige sus santos. Saul Bellow supo arrinconar y medir los días de los hombres con precisión, humor, compasión (la más elevada de las pasiones) e inteligencia, y ahora los días le arrinconan a él y se nos va. Nos queda su obra, una de las mejores del siglo, de éste y del anterior. Todos morimos de forma parecida, pero la manera en que vivimos nos separa. Bellow está muy, muy lejos del resto de nosotros. 
En fin, la vida sigue, mientras sigue, y llega el derbi. Por una vez, no es el partido del siglo, sino un curioso cruce entre caballos viejos y potros desbocados. Unos que vienen y otros que se van, que diría Julio Iglesias. Ante el empuje del Barcelona, un equipo a punto de ser grande, no nos queda más que decir aquello de "antes de entrar dejen salir", y apelar al coraje de los vencidos para ganar una última batalla antes de perder dignamente una guerra. 
* Este articulo (completo) apareció en la edición impresa del Domingo, 10 de abril de 2005 y se puede leer pulsando este enlace:

EL PAÍS

John Connolly / Tapas

John Connolly / El mal solo se puede combatir desde el mal

$
0
0

JOHN CONNOLLY

“El mal solo se puede combatir desde el mal”

El novelista, invitado en BCNegra, afirma que la avaricia es una de las causas de la victoria de Trump


CARLES GELI
Barcelona 29 ENE 2017 - 13:19 COT


John Connolly, retratado en Barcelona. GIANLUCA BATTISTA
Rescatado tres veces de las tinieblas tras sendas paradas cardíacas, le han extirpado un riñón, apenas siente y tiene fuerza en la mano izquierda, reconoce qué son las cosas, pero a veces olvida sus nombres; es posible que aún le quede plomo en el cerebro, y no concilia más de dos horas de un sueño espeso, donde su hija muerta le habla cada vez más a menudo. Así ha quedado el detective Charlie Parker tras su encontronazo con los soldados del mal. Y de eso intenta reponerse en La canción de las sombras (Tusquets), si bien se cruza con una mujer y su hija perseguidas por los rescoldos del nazismo. Es la 14ª entrega de uno de los personajes hoy star-system del género negro aderezado con inquietantes dosis del fantástico y que cada vez más se antoja oscuramente parecido a su autor, John Connolly (Dublín, 1968), uno de los cabezas de cartel de la 12ª BCNegra, pelo y barba negros mechados de blanco, cazadora y foulard puro carbón, ojos que se entrecierran cuando aflora una indefinible y parca sonrisa y ambos con serias dudas acerca de si se puede combatir hoy el mal si no es con mal mismo.




Pregunta. Su experiencia con el terror nació a los 5 años, cuando al volver del colegio creyó que había perdido su casa; ¿la sensación de culpa y la necesidad de justicia de Parker dónde las experimentó usted?
Respuesta. En el primer libro, Todo lo que muere, está la idea germinal de un hombre que lo ha perdido todo y que por ello mezcla culpa y furia extraordinarias… Hay dos maneras de encarar el sufrimiento: los que quieren que los demás sufran como lo hacen ellos o los que quieren que nadie pase por ahí. Parker ha pertenecido mayormente a los primeros, pero ha tomado cierta conciencia y está en un punto autodestructivo, dispuesto a despedazarse a sí mismo y acercándose quizá a la naturaleza del hombre mismo que le persigue… Parker es bueno con ambigüedades, la bondad es ambigua, tiene ambigüedades, a veces sirve para liberar nuestra propia furia, es usada como bandera… El último hombre bueno sin ambigüedades fue crucificado.
P. Preguntaba por su experiencia personal…
R. No soy Parker, pero a los casi 50 años es difícil no haber experimentado, por ejemplo, la diferencia entre derecho y justicia; pero todo me preocupa más por los hijos que por mí mismo; con Parker exploro temas, pero le puedo seguir en según qué.


"El nazismo no fue sólo una conspiración criminal: fue también un episodio de ladrones"

P. El compromiso de Parker con el bien, por más ambiguo que sea, crece a los ojos de hoy en una sociedad neoliberal, con gente cada vez menos comprometida por nada ni por nadie; un punto ingenuo su detective, ¿no?
R. Los que creemos en un mundo donde rechazamos el racismo o nos atormenta el infortunio de los desfavorecidos nos estamos viendo obligados en los últimos tiempos a posicionarse claramente en un bando u otro… La historia sobre el exterminio nazi que está en La canción de las sombras no hace ni dos años, cuando la escribí, era un episodio más y hoy resurge.., ¡pero en el debate de la negación del Holocausto! ¿Cómo es posible que en 2017 aún se tenga que desmentir eso, que lo primero que encuentres en Google como primer ítem sea la pregunta de si ocurrió o no? Y en el contexto de ese neoliberalismo está el resurgimiento de la ultraderecha… El compromiso de Parker con la moral es hoy muy relevante; personas como Parker son hoy más necesarias que nunca… Lo terrible de ser de izquierdas hoy es que estás forzado a ser políticamente correcto con ella… Parker rechaza eso: si una cosa está mal está mal, sin ambigüedades.
P. En el libro se ve que avaricia, por desear lo que no tenemos, y miedo, por el temor a perder lo que sí tenemos, son motores más potentes para el mal que el amor o el dinero…
R. Eso es evidente si miramos el mundo y vemos los cambios de los últimos 12 meses: son el resultado de la mezcla de miedo y rabia, de gente que se ha dejado, o que se considera que ha quedado, al margen y que están dispuestos a sacrificar potenciales beneficios a largo por los beneficios a muy corto… Pero solo para estar marginalmente mejor.
P. ¿Esa avaricia y ese miedo es del que se ha beneficiado Donald Trump?
R. Son las causas por las que ha ganado. Lo de la avaricia es comprensible, en parte; EEUU es una sociedad que no perdona, donde si te quedas sin trabajo, a lo sumo tienes seis meses de paro... Las intenciones son buenas: lo haces por el bien de tu familia, de tus hijos, y por ello, a cambio de tener dinero en el bolsillo, estás dispuesto a cerrar los ojos ante el sexismo y el racismo.
P. Parker vuelve a utilizar elementos discutibles contra el mal; ¿no se puede luchar desde el bien?
R. Me temo que el mal solo se puede combatir desde el mal y sus armas; sólo puede ser tratado así; Parker es realmente maligno y el libro no avala su comportamiento… No, no hay males pequeños: Parker se acerca cada vez más a lo que más odia; Parker ha sido corrompido. La vida no se trata de acercarse hasta el abismo y mirarlo y que él te mire a ti desde la distancia; también te puedes infectar…


"Creía que ya había ido demasiado lejos con el fantástico, pero los lectores me han seguido"

P. Hay varios personajes que dudan de si lo que hacen es el bien o el mal en los actos más cotidianos…
R. La mayor parte del género de la novela negra se sustenta en cómo el presente infecta el pasado y cómo eso pasa de generación en generación… Mi Parker sabe que su pasado tendrá consecuencias en su hija; la niña que ayuda a Parker aún no está infectada: ve a alguien en dificultades y ayuda, sin más, por instinto humanitario; quiero creer que el mundo seguirá funcionando así…
P. Habla de un campo de exterminio en Lubsko, en Polonia, donde se hacía creer a los judíos que estaban en una especie de casas de colonia y se les extorsionaba económicamente antes de matarles. ¿Existió?
R. No, pero me sirve para reflexionar sobre el camuflaje del bien y el mal: muchas estaciones de tren a las que llegaban los judíos para ir a campos de exterminio estaban bien ornamentadas. El nazismo no fue sólo una conspiración criminal: fue también un episodio de ladrones; por ideología no se arrancan dientes de oro… La dualidad bondad-maldad también se ha dado en las elecciones de EEUU: para proteger a tu familia o a tu comunidad, acabas apoyando a un régimen que quiere construir murallas…
P. ¿Por el afán de Parker de redimirse, no está usted conduciéndole a su autodestrucción?
R. Admito ahí mi trastienda católica. La redención es un bagaje muy pesado y exige sacrificios; Parker se ha resignado a la necesidad de ese sacrificio; no quiere morir, pero si se exige morir, morirá…
P. ¿Anuncia que le queda poco al detective?


"Los libros de Parker están llegando a una conclusión y a una resolución; Parker está ahora en el Huerto de Getsemaní…"

R. Los libros de Parker están llegando a una conclusión y a una resolución; Parker está ahora en el Huerto de Getsemaní… La próxima entrega se titula El momento del tormento… Parker, en estos dos últimos libros, es muy distinto, recordemos que ha muerto y ha vuelto… Y ha vuelto capaz de pisar un cadáver en la arena…
P. En La canción de las sombras, Sam, su hija, demuestra que tiene la habilidad de contactar con los muertos: lo hace con Jennifer, la hija asesinada en la primera entrega; parece una buena heredera de nuestro héroe…
R. Entiendo la fascinación por Sam, pero cada vez su presencia será más oscura, más problemática y más molesta a medida que evolucione… Confío mucho en la memoria del lector porque quiero que la serie de Parker conforme un paisaje muy amplio, en el que cada libro sea como un capítulo de los 20 ó 25 de un gran libro.
P. O sea, ¿queda aún una decena de títulos de la serie Parker?
R. Tantos, no sé, pero dos o tres más, seguro. No estoy agotado, me gusta escribir sobre Parker; además, examino entre entregas otros géneros, me estiro como escritor, y luego intento incorporar lo aprendido a la serie.
P. ¿Dónde pondrá el listón de lo fantástico?
R. La verdad es que creía que ya había ido demasiado lejos con el fantástico, pero los lectores me han seguido, han entrado en el bosque y ahora, quizá, ya no saben volver… Me ha sorprendido su tolerancia, la verdad. No, no he encontrado el límite… Al final de la serie, me gustaría haber llevado al lector directamente a otro género, algo nunca visto en la novela negra, ¿no?
P. ¿Cree en los espíritus? ¿Ha tenido alguna experiencia?
R. No… Pero puedo escribir de eso porque soy muy conservador en mi vida privada y entonces vuelco en los libros de todo para mi puro solaz.

Justo Navarro / Cinco novelas crueles

$
0
0
Ilustración de Asako Masunouchi

Cinco novelas crueles

Estas obras cultivan las costumbres sanguinarias del videojugador y del espectador contemporáneo de series y cine de acción. La familia ocupa una posición central


Justo Navarro
16 de octubre de 2014

Son crueles las cinco novelas que he leído estos días. Crueldad viene del latín cruor, sangre derramada, a la vista. Son novelas feroces, es decir, partícipes de una fértil tradición mítica. Las cinco comparten, por ejemplo, una manía por los ojos. En una, un médico se limita a dilatar con atropina las pupilas de un sujeto para que parezcan las de un muerto. En las otras cuatro, los verdugos se hacen eco de antiguos libros sagrados. Me recuerdan a los caudillos bíblicos que saltaban el ojo derecho de todos los hombres de un pueblo, a los filisteos que cegaron a Sansón, al mandato del Sermón de la Montaña: “Si tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo” (San Mateo, 5, 29).

La americana Karin Slaughter (1971) sigue contando en Pecado original las aventuras de Will Trent y Faith Mitchell, policías en Atlanta (Georgia). Los criminales han secuestrado a la madre de Mitchell, jubilada que también fue policía y desenmascaró a una banda de policías bandidos, sus compañeros. Hay también policías en Un millón de gotas, del español Víctor del Árbol (1968): la subinspectora Laura Gil, sospechosa de liquidar al mafioso ruso que mató a su hijo, se suicida de un tiro en el estómago. El hermano de la subinspectora, abogado, no cree que su hermana sea una asesina y se convierte en investigador.


Marlowe, el detective
de Chandler, se las veía con muy pocos muertos, era pacífico y no estaba ligado a sus casos

Aparte de tratar de crímenes y de que los autores nacieran en los mismos años, ¿qué tienen en común dos novelas tan distintas? Las dos se ocupan de asuntos de familia, de sangre y consanguineidad, y narran algo que ocurre en la primera década del siglo XXI, cuando los coches lucen en Atlanta pegatinas de Obama, y en Barcelona la especulación inmobiliaria y financiera se alía con la delincuencia internacional. Las dos cuentan historias que se remontan al pasado. En Un millón de gotas, de la Barcelona de 2002 saltamos a la Unión Soviética en 1933, a los campos de concentración de Siberia, a la guerra de España y la Guerra Mundial, al franquismo. Seguimos la vida engañosa del héroe comunista Elías Gil, víctima de Stalin y de los fascismos. Los muertos se cuentan ya por millones.
Son novelas escritas con respeto hacia quien se acerque a leerlas. Cultivan las costumbres sanguinarias del videojugador y del espectador contemporáneo de series y cine de acción. La familia ocupa el lugar central que le corresponde en la sentimentalidad vigente, aunque el progenitor acabe con un cuchillo en la espalda, le corten un dedo a la madre, sesos humanos salpiquen la cocina, y el garaje sirva como oficina de tortura y no se sepa si lo que se oye gotear es sangre o agua del grifo. Incluso existe proximidad o intimidad entre policías y malhechores, a pesar del antagonismo básico entre el bien y el mal.



Si en la Atlanta de Slaughter los malvados son chinos y mexicanos, y rusos en la Barcelona de Víctor del Árbol, en las novelas del irlandés John Connolly (1968) los alienígenas son “entes terrenales o de otro tipo”, espíritus corporizados, ángeles caídos. La ira de los ángeles se llama la nueva aventura del detective privado Charlie Parker. Los malos de Connolly disfrutan de cierto derecho a la eternidad: algunos, como el Asesino del Bocio, aparecen en fotos de 1940, en cuadros pintados hace siglos. Semejante atemporalidad les permite buscar venganza a lo largo de generaciones, hasta dar con su víctima y destrozarla. La venganza es importante en estas novelas y en ninguna falta alguna escena de tortura. Se mata rápido, como en un videojuego, pero también con lentitud, como en las leyendas de esos mártires que pedían que los sumergieran poco a poco en la caldera de aceite hirviendo para demostrar mejor la fortaleza que infunde Cristo.
La moral se ciñe a una lógica mercantil. La venganza cumplida, la sensación de deuda saldada son consoladoras, aunque el detective Parker, que sufrió en su día el asesinato de su mujer y de su hija, no encuentre alivio: “Yo había matado una y otra vez con la esperanza de aligerar mi dolor, y en lugar de eso lo había avivado”. Y añade una consideración de ética aplicada: “Quizá un filósofo moral habría dicho que empezaba a parecerme a aquellos contra quienes combatía”. En La ira de los ángeles, el bien se encarna en una figura de moda en la literatura criminal, un asesino en serie, aquí llamado el Coleccionista. Aunque los peores malvados pertenezcan al eterno ejército de las tinieblas, los delitos humanos de los que se habla en esta novela son tan comunes y actuales como los asesinos múltiples de ficción: podredumbre empresarial y política, periodismo venal, drogas, prostitución y pornografía infantil. Parece que la maldad posee los dos componentes que Baudelaire atribuía a la belleza: un elemento eterno, invariable, y un elemento circunstancial, según la moda moral de la época.



La venganza cumplida, la sensación de
deuda saldada son consoladoras para el detective Parker en ‘La ira de los ángeles’

Pero también en este caso la historia se remonta a años atrás, a los bosques de Maine, a un avión caído en el verano de 2001. Dentro de la cabina sólo quedan un maletín con dinero, unas esposas y una peligrosa lista de nombres. No muy lejos, la vegetación devora los restos de un fortín donde los indios le extrajeron en 1764 el corazón a la mujer del capitán. Sin un enigma de fondo, sin incertidumbre de lo que pasó o va a pasar, estas novelas se reducirían a catálogos de atrocidades. La concentración melodramática de cadáveres es característica del género criminal, y Raymond Chandler recordaba en marzo de 1949 que la novela policiaca exige “una exageración de la violencia y el miedo”. Pero Marlowe, el detective de Chandler, se las veía con muy pocos muertos, era pacífico y, sobre todo, no estaba ligado sentimentalmente a sus casos. Los investigadores de estas novelas suelen mantener una relación sentimental con sus enemigos, por quienes sienten pasiones como el odio y el ansia de venganza.


Los suecos Roslund & Hellström (1961 y 1957) fabulan sobre la pena de muerte en Celda número 8. A pocos días de la ejecución, muere en una cárcel de Ohio un condenado que aparecerá vivo en Estocolmo siete años después, convertido en cantante de un barco. Según la justicia, mató a su novia, hija del asesor del gobernador. Han pasado 18 años. El supuesto resucitado, buen esposo y padre en Suecia, acaba de patearle la cara a un pasajero que molestaba a una mujer en la pista de baile. ¿Lo extraditarán a Estados Unidos, un gran país que perpetuaba y reverenciaba el rito de la pena de muerte como una forma de vida? El padre de la chiquilla asesinada en Ohio espera el resarcimiento que le robó la muerte repentina del condenado. Lo más extravagante de Celda número 8 es que lo que se trama como un plan para demostrar la iniquidad de la pena capital implique la muerte de cuatro personas de las que por lo menos tres son inocentes.

En estas novelas, la investigación importa menos que la eliminación de criminales y no criminales, pero entre los autores que leo estos días, Roslund & Hellström son los más ajenos a la lógica de un videojuego basado en la aparición y aniquilamiento de enemigos en la pantalla. La lógica espasmódica del videojuego se parece a la risa: el francés Frantz Delplanque (1966) ha inventado al viejo asesino profesional Jon Ayaramandi, retirado en un lugar imaginario del País Vasco francés. Dos mujeres desnudas caen del cielo, miembros de una banda de punk-disco, en Elvis o la virtud. Ayaramandi, especialista del crimen perfecto, recuerda: “He matado a treinta y nueve personas y un perro”. El héroe criminal lucha ahora contra la Hermandad de los Soldados de Jesús, “asesinos hostiles al rock y la depravación”. Los buenos arrancan testículos con el cajón de una cómoda, machacan tobillos, acuchillan, ahorcan. Los malos embadurnan de vísceras podridas a un hombre y se lo echan a los buitres, que cumpliendo con el rito de la extirpación ocular le arrancan un ojo. Al último muerto lo matan de un tiro en el ojo. El bueno es otra vez un asesino en serie. “Me gusta la crueldad cuando se ejerce con buen criterio”, dice. La violencia mortal se vuelve fantasía diurna, delirio de risa. La policía secuestrada de Pecado original pensaba que los chiquillos que le hacían daño encontraban en los videojuegos un repertorio ilimitado de ideas para torturarla, como si los últimos cien años no abundaran en guerras, terror y exterminios reales, imágenes repetidas, crímenes espectaculares, vistosos. Quizá de tanta vistosidad derive la fobia al ojo humano que desprenden estas novelas.

Un millón de gotas. Víctor del Árbol. Destino. Barcelona, 2014. 670 páginas. 19,90 euros.
La ira de los ángeles. John Connolly. Traducción de Carlos Milla Soler. Tusquets. Barcelona, 2014. 428 páginas. 19,13 euros.
Elvis o la virtud. Frantz Delplanque. Traducción de Juan Carlos Durán Romero. Alfaguara Negra. Madrid, 2014. 386 páginas. 18,50 euros.
Celda número 8. Roslund & Hellström. Traducción de Elda García-Posada. RBA. Barcelona, 2014. 460 páginas. 19 euros.
Pecado original. Karin Slaughter. Traducción de Juan Castilla Plaza. Roca Editorial. Barcelona, 2014. 414 páginas. 19,90 euros.

Viewing all 13771 articles
Browse latest View live