Quantcast
Channel: De otros mundos
Viewing all 13776 articles
Browse latest View live

Richard Ford / Antología del cuento norteamericano / Reseña de David Pérez Vega

$
0
0



Antología del cuento norteamericano, 

por Richard Ford


David Pérez Vega
4 de septiembre de 2011
Compré este libro hace ya unos cuantos años en la Feria del Libro de Madrid, y me lo llevé a Londres en 2006 para leerlo durante un mes de verano que pasé allí. Pero, como quería mejorar mi inglés, llegué hasta la página 240 y dejé esta antología para realizar una inmersión lingüística, y así me puse con unos cuentos de Lorrie Moore y una novela de Ian McEwan en versión original.

He tardado 5 años en decidirme de nuevo por esta antología, y ahora que ya he acabado su lectura siento que dejar pasar todo este tiempo ha sido un error, puesto que el libro es impresionante. 65 cuentos, que en algunos casos se acercan a las dimensiones de la novela corta, que son una reivindicación absoluta del género del relato, un género fecundo e importante en la gestación de una identidad literaria en Estados Unidos.

El libro abarca una selección de relatos que cubre todo el siglo XIX y el XX, empezando por el Rip van Winkle de Washington Irving, publicado en 1820, y terminando con Como la vida de Lorrie Moore, publicado en 1990.

La elección de Rip van Winkle como primer relato parece bastante acertada, puesto que en este cuento el protagonista se duerme un día en el bosque cuando la tierra que habita pertenece a Inglaterra, y al despertar unas décadas después ya es un ciudadano norteamericano.

La selección ha sido elaborada por el escritor norteamericano Richard Ford (1944), y quizás un hecho que me ha parecido inapropiado, no por falta de méritos sino de elegancia, es que Ford se ha incluido a sí mismo en la antología con un relato titulado Optimistas (1987); un relato magnífico, por otra parte.

Richard Ford es un escritor realista en una línea que considero muy norteamericana, un escritor sutil, que sabe encontrar los momentos epifánicos en las vidas de personajes en principio anodinos, y cuya obra entronca perfectamente con la tradición a la que pertenece (BierceHemingwayWharton…).

Resulta evidente que a la hora de selección relatos dentro de un marco tan amplio como todos los escritos por ciudadanos de un país durante la historia de dicho país, Ford ha hecho prevalecer su punto de vista, y de los 65 relatos seleccionados la mayoría son realistas; si bien los primeros no lo son (el Rip van Winkle, de IrvingEl joven Goodman Brown de Nathaniel Hawthorne), debido a que en esta época las influencias europeas eran las del romanticismo.

También en los primeros relatos aparece al menos uno no realista, pero que tampoco es romántico, que sería el de Bartleby el escribiente (1853) de Herman Melville, que prefigura ya lo que después sería el expresionismo europeo.

Existe dos relatos no realistas porque los autores han utilizado los recursos del género de la ciencia-ficción para hablar de su presente, que serían Bienvenido a la jaula de los monos(1961) de Kurt Vonnegut y Como la vida (escrito en 1988) de Lorrie Moore.

Hay algún relato no realista porque su composición se puede acercar a la del terror psicológico, como Nieve silenciosa, nieve secreta (1934) de Conrad Aiken.

Y el realismo se abandona también en algunos relatos de la década de 1960, cuando primaba el experimentalismo, como en El chico de Pedersen (1968) de William H. Gass, que con sus casi 70 páginas de letra apretada (como toda la de la antología) yo lo llamaría novela y no relato; y que está construido con un punto de vista muy subjetivo, cuyo realismo se acaba rompiendo al final, y constituye un experimento narrativo interesante. Menos interesante me ha parecido el relato El levantamiento indio (1968) de Donald Barthelme, que está construido con párrafos casi inconexos, y que en su semblanza biográfica llaman técnica de collage, e incluyen a Barthelme en la narrativa postmoderna. Este es el cuento que menos me ha gustado del conjunto, ya que su deseo de renovar las formas es contrario a cualquier atisbo de emoción buscada por el lector.

Si hubiera hecho una estadística sobre los escenarios donde se desarrollan estos relatos la ciudad de Nueva York ganaría con diferencia. También, más de uno transcurre en ciudades europeas, como Las fiebres romanas (1936) de Edith Wharton en Roma, o Regreso a Babilonia (1931) de Francis Scott Fitzgerald en París. Los hay con ubicación más exótica, como Un episodio distante (1947) de Paul Bowles, situado en el desierto del Sahara o Las cosas que llevaban (1990) de Tim O´Brien que transcurre en Vietnam.

En esta antología hay relatos que reflejan la vida rural, la vida urbana, relatos de 2 páginas, de 70, relatos que representan a minorías étnicas… y podría hacer distintas clasificaciones usando de guía esos criterios, pero lo me gustaría destacar, para que quede claro, es que lo que hay en esta antología, sobre todo, son obras maestras.

Hay escritores de relatos por los que siento una gran admiración (Raymond CarverTobias WolffRichard Ford…) y al leer los libros en los que incursionan en este genero encuentro más de un relato que me parece una obra maestra. Pero el caso es que, también, más de uno de estos relatos reflejan un mundo parecido, y los enfoques y, por supuesto, el estilo es similar. En la Antologíadel cuento norteamericano me ha resultado frecuente encontrarme con una obra maestra seguida de otra, que refleja otra realidad, con otro enfoque y con otro estilo. 

Hay momentos impresionantes, como leer seguidos:

El hotel azul de Stephen CraneEl caso de Paul de Willa CatherQuiero saber por qué de Sherwood Anderson y El fuego de la hoguera de Jack London.

 En otro momento llegan seguidos los cuentos de la Generación PerdidaRegreso a Babilonia de Scott Fitzgerald, después El otoño del Delta de William FaulknerAllá en Michigan de Ernest Hemingway y Los crisantemos de John Steinbeck.

Otro momento excelente me parece el contraste que se establece entre estos dos cuentos Los blues de Sonny de James Baldwin y El negro artificial de Flannery O´Connor, que no sé si Richard Ford habrá buscado a propósito. El primero está escrito por un escritor negro y situado en el barrio de Harlem en Manhattan, y refleja toda la pena y la marginalidad del hombre negro, y el segundo refleja el profundo sur y O´Connor nos acerca a dos personajes blancos, un abuelo y su nieto, que viven en un pueblo sin negros porque al último se le expulso de allí 12 años antes, y acaban perdiéndose en la gran ciudad que es Atlanta, llena de esos negros a los que no pueden entender.

Ahora, que acabo de pasar la 2ª página de word para realizar esta entrada, he decidido que voy a elegir uno de los cuentos de entre los 65 de la antología, mi cuento favorito, el que más me ha conmovido, y éste es Regreso a Babilonia de Francis Scott Fitzgerald. Este autor hace más de 15 años se convirtió en uno de mis favoritos, con las novelas El gran Gatsby y Suave es la noche (algo menos me gustó A este lado del paraíso), pero me quedan libros de él sin leer y he pensado retomarlo.

Me ha encantado también el cuento Mentirosos enamorados de Richard Yates.

A los dos autores anteriores ya los había leído y admirado y, por tanto, que me gusten sus cuentos no me ha parecido muy sorprendente, así que quizás lo más llamativo de la antología era encontrarse con autores de los que nunca había oído hablar con cuentos estupendos, como el caso de Robert Penn Warren y su Invierno de moras o Stuart Dybek y su Chopin en invierno.

Dentro de los múltiples acercamientos que se puede hacer a esta antología me ha parecido interesante el siguiente: descubrir en alguno de estos cuentos, desconocidos para mí, formas embrionarias de narrar desarrolladas en otros autores que sí conozco. Así, por ejemplo, he creído ver que del cuento Un suceso en el puente sobre el río Owl de Ambrose BierceJorge Luis Borges toma la idea para escribir su cuento El milagro secreto.

En el cuento El caso de Paul de Willa Cather me ha parecido observar el embrión de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger.

El estilo amenazante que Paul Bowles desarrolla en el cuento Un episodio distante es el que usa Rodrigo Rey Rosa en su narrativa.

Y quizás lo que más me ha llamado la atención al leer la antología bajo esta perspectiva es que el cuento Venus, Cupido, Locura y Tiempo de Peter Taylor, publicado por primera vez en 1959, y que es un de los cuentos que más me han gustado de los 65, está escrito en un estilo que usa la primera persona del plural para describir unos hechos ocurridos en el vecindario de los narradores y que tiene que ver con los chicos jóvenes de su comunidad; una primera persona del plural móvil, puesto que el narrador va cambiando. Y así es como está escrito el libro Las vírgenes suicidas (1993) de Jeffrey Eugenides, un libro que en su momento me pareció muy novedoso y que ahora he visto que no lo es tanto.

Desde otro punto de vista, había relatos que ya había leído, y así me ha encantado reencontrarme con Las cosas que llevaban de Tim O´Brien, que es el primer relato o capítulo del libro del mismo nombre y que en su momento me impresionó mucho y que ahora reedita Anagrama y que invito a todo el mundo a leer, porque es un libro antibélico estupendo.

O podría comentar que hay autores de los que he leído todos sus cuentos como Raymond Carver y Tobias Wolff, y que seguramente yo no elegiría como más representativos de ellos los cuentos que elige Richard Ford, que son, respectivamente, Tres rosas amarillas y El otro Miller.
Quizás, si hubiese podido hablar con Richard Ford, yo le hubiese dado una oportunidad al cuento El color surgido del espacio de H. P. Lovecraft.

Antología del cuento norteamericano, editado por Richard Ford, admite una gran variedad de enfoques y acercamientos, pero lo que me gustaría destacar por encima de todos, para finalizar, es su alto valor literario. Éste es un libro que cualquier aficionado al relato debería leer sin falta, como inspiración, como reivindicación de un género que en España no deja de ser minoritario y que, como podemos ver a través de las páginas de este libro, está lleno de posibilidades.

La lista de todos los cuentos que aparecen en esta antología es la siguiente:
Washington Irving, Rip van Winkle
Nathaniel Harwthorne, El joven good Brown
Herman Melville, Bartleby el escribiente
Mark Twain, La famosa rana saltarina de calaveras country
Bert Harte, Los proscritos de Poker Flat
Henry James, El rincón feliz
Joel Chandler Harris, Free Joe y el resto del mundo
Sarah Orne Jewett una garza blanca
Kate Chopin, Historia de una hora
Edith Wharton, Las fiebres romanas
O. Henry, El poli y el himno
Stephen Crane, El hotel azul
Willa Carther, El caso de paul
Sherwood Anderson, Quiero saber por qué
Jack London, El fuego de la hoguera
William Carlos Williams, El uso de la fuerza
Ring Lardner, Corte de pelo
Raymond Chandler, Sangre española
Conrad Aiken, Nieve silenciosa, nieve secreta
Katherine Anne Porter, Judas en flor
Dorothy Parker, Una rubia imponente
James Thurbes, El lugar del pájaro maullador
Francis Scott Fitzgerald, Regreso a Babilonia
William Faulkner, El otoño del delta
Ernest Hemingway, Allá en Michigan
John Steinbeck, Los crisantemos
Kay Boyle, Amigo de la familia
S. J. Perelman, Hasta el final y bajando la escalera
Robert Penn Warren, Invierno de moras
John O´Hara, ¿Nos marchamos mañana?
Eudora Welty, No hay sitio para ti, amor mío
John Cheever, Oh ciudad de sueños rotos
Irwin Shaw, Las chicas con sus vestidos de verano
Delmore Schwarzt, En sueños empiezan las responsabilidades
Ralph Ellison, El rey del Bingo
Bernald Malamud, El barril mágico
Peter Taylor, Venus, Cupido, Locura y Tiempo
Grace Payle, Conversación con mi padre
Kurt Vonnegut, Bienvenido a la jaula de los monos
William H. Grass, el chico de Pedersen
James Baldwin, Los blues de Sonny
Flannery O´Connor, El negro artificial
Richar Yates, Mentirosos enamorados
Stanley Elkin, Una poética para bravucones
Donald Barthelme, El levantamiento indio
John Updike, A&P
Philip Roth, La conversación de los judíos
Leonard Michaels, Chico de ciudad
Bharati Mukherjee, El manejo del dolor
John Edgar Wideman, Papi Basura
Barry Hannah, Testimonio de un piloto
Stuart Dybek, Chopin en invierno
Richard Ford, Optimistas
Joy Williams, Tren
Tobias Wolff, El otro Miller
Richard Bausch, Valentía
Tim O´Brien, Las cosas que llevaban
Ann Beattie, Hora de Greenwich
T. Coraghessan Boyle, El Lago Grasiento
Jamaica Kincaid, La mano
Lorrie Moore, Como la vida


Antología de cuento norteamericano

Selección de Richard Ford.
Editorial Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores. 
1.276 páginas. 1ª edición de 2011, ésta de 2002. 




Richard Ford / Intimidad

$
0
0
Intimidad
Ilustración de Paco Martos

Richard 

Ford


INTIMIDAD



sto ocurrió en una época en que mi matrimonio todavía era feliz.
Vivíamos en una gran ciudad del noreste. Era invierno. Febrero. El mes más frío. Yo, por cierto, seguía intentando escribir, y mi mujer trabajaba de traductora para una pequeña editorial especializada en ensayos científicos checoslovacos. Llevábamos diez años casados, y aún disfrutábamos de la extraña y excitante ilusión de haber superado las peores dificultades de la vida.
El apartamento que alquilábamos se hallaba en una antigua zona de fábricas al sur de la ciudad, y constaba sólo de una habitación grande y vacía con altas ventanas en la parte de delante y la de atrás, y casi sin iluminación eléctrica. La luz natural era lo que contaba allí. Un famoso director teatral de vanguardia había vivido en aquel apartamento, donde escenificaba sus obras agresivas y nihilistas, por lo que las paredes estaban pintadas de negro, y en una de ellas aún se alineaban unos asientos de plástico para su público escaso y poco entusiasta. Nuestra cama -la mía y de mi mujer- estaba en un oscuro rincón, donde, para proteger la intimidad, habíamos colocado parte de las cortinas negras que servían de telón. Aunque, por supuesto, nadie la amenazaba.
Cada noche, cuando mi mujer volvía de trabajar, salíamos a las frías y relucientes calles y buscábamos un restaurante donde cenar. Luego nos quedábamos una hora en algún bar y nos tomábamos un café o un coñac, y hablábamos apasionadamente de las traducciones en las que mi mujer estaba trabajando, aunque nunca (por fortuna) del trabajo en el que yo estaba fracasando.
Nuestro deseo, no hace falta que lo diga, era permanecer fuera del apartamento el mayor tiempo posible. Pues no sólo casi no había luz en él, sino que cada noche, a las siete, el propietario del edificio apagaba la calefacción, por lo que a las diez -en nuestra planta, la última- hacía tanto frío que el único lugar en el que se podía estar era la cama, enterrados bajo tantas mantas que casi no podíamos movernos. Mi mujer, en aquella época, trabajaba muchas horas y siempre estaba fatigada, y aunque a veces volvíamos a casa con una copa de más y hacíamos el amor en la oscuridad, bajo las mantas, lo normal era que se derrumbara inmediatamente en la cama y comenzara a roncar antes de que yo me metiera a su lado
Y así, durante numerosas noches de aquel invierno, en aquella habitación, fría, grande y casi vacía, permanecí despierto, a menudo con los ojos como platos a causa del fuerte café que habíamos bebido. Y a menudo me ponía a caminar de una ventana a otra, y contemplaba la calle desierta o el cielo espectral, que ardía con la titilante luminosidad de los edificios de la ciudad, edificios que ni siquiera podía ver. A menudo me echaba una manta, y a veces dos, sobre los hombros, y me ponía unos calcetines de lana basta y gruesa que había conservado de cuando era un chaval.
Fue en una de esas frías noches -a través de las ventanas que había en la parte posterior de nuestro piso, ventanas por las que primero se veía el callejón que había abajo, luego el solar dejado por una fábrica de alambre al ser demolida y más allá los edificios de la calle paralela a la nuestra- cuando vi, dentro de un apartamento alargado e iluminado por una luz amarilla, la figura de una mujer que se desvestía lentamente y a la que, por lo que parecía, tanto le daba lo que hubiera más allá del cristal de su ventana.
Debido a la distancia, no pude verla bien ni con claridad; sólo vi que era de poca estatura y aparentemente delgada, de pelo muy corto y moreno: una mujer menuda en todos los sentidos. La luz amarilla que la rodeaba parecía arder, y daba a su piel un tono bronceado y reluciente; sus movimientos, vistos a través de la ventana, resultaban estilizados y levemente irreales, como los de una silueta o los de un personaje de una película antigua.
Yo, sin embargo, solo en aquella gélida oscuridad, envuelto con mantas que me cubrían la cabeza como si fueran un chal, con mi esposa durmiendo, sin darse cuenta de nada, a unos pocos pasos..., bueno, me quedé extasiado ante aquella visión. Al principio me acerqué al cristal de la ventana, tanto, que sentí su frío en las mejillas. Pero luego, intuyendo que a aquella distancia se me podría ver, retrocedí hacia el interior del cuarto. Finalmente, me fui hasta el rincón, donde mi mujer tenía una lamparilla junto a la cama, y la apagué, de modo que quedé totalmente oculto en la oscuridad. Y al cabo de un par de minutos más abrí un cajón y saqué unos anteojos plateados que el director de teatro se había dejado, me acerqué de nuevo a la ventana y observé a la mujer a través de la oscuridad y desde mi propia oscuridad.
No recuerdo en qué pensaba. Sin duda, estaba excitado. Sin duda, estaba emocionado por el misterio de observar en la oscuridad. Sin duda, me encantaba que fuera algo ilícito, y que mi mujer durmiera al lado y no se enterara de lo que estaba haciendo. También es posible que incluso me gustara el frío que me rodeaba, tan absoluto como la propia noche, y puede que incluso sintiera que la visión de aquella mujer -a la que imaginaba joven y carente de cautela o discreción me tenía como paralizado, me aislaba y hacía que el mundo se detuviera y resultara perfectamente expresable como dos polos conectados por mi línea de visión. Ahora estoy seguro de que todo eso tenía que ver con la sensación de haber fracasado que se cernía amenazadora sobre mí.
Nada más pasó. Pero en las noches siguientes me quedé despierto para observar a la mujer, y dejé que mi esposa, fatigada, durmiera. Cada noche, durante la semana siguiente, la mujer apareció en la ventana y se desnudó lentamente en su habitación (una habitación que jamás intenté imaginarme, aunque en la pared que había a su espalda parecía haber el dibujo de un ciervo saltando). Una vez se había despojado de su ropa y mostraba sus hombros huesudos, sus pequeños pechos, sus finas piernas, su estrecha caja torácica y su estómago menudo y redondeado, la mujer se paseaba un rato por la habitación sumida en aquella luz color bronce, de una ventana a otra, escenificando lo que me parecía una especie de lánguida danza ritual o una serie de movimientos, posiblemente teatrales, levantando, doblando y extendiendo los brazos, arqueando el cuello, mientras sus manos ejecutaban unos elegantes y cadenciosos gestos que no entendía ni intentaba entender, absorto como estaba en su desnudez y en la esporádica visión de la oscura mata de vello entre sus piernas. Todo aquello era excitante, misterioso, ilícito, y nada más
Como ya he dicho, eso duró una semana, y luego lo dejé. Una noche, simplemente, me envolví de nuevo con las mantas, fui a la ventana con mis anteojos y vi las luces al otro lado del espacio vacío. Durante un rato no apareció nadie. Y entonces, sin ninguna razón concreta, di media vuelta y me metí en la cama con mi mujer, que estaba calentita y olía a coñac y sudor y sueño bajo las mantas, y me quedé dormido. No se me ocurrió volver a mirar por la ventana.
Sin embargo, una tarde, una semana después de haber dejado de mirar por la ventana, me levanté del escritorio en un momento de frustración y vana desesperación, y salí al sol de invierno, y pasé por delante de una hilera de elegantes locales, pues los viejos edificios fueron renovados y ahora había en ellos tiendas de moda y prósperas galerías de arte. Caminé hasta el río, en el que flotaban grandes bloques de hielo gris. Seguí hasta la zona universitaria, cerca de donde mi mujer trabajaba a aquella hora. Y luego, cuando comenzó a caer la tarde, emprendí el camino de regreso con la cara rígida de frío, la espalda agarrotada y mis manos sin guantes congeladas y rojas. Al doblar una esquina para tomar un atajo hasta mi casa, me encontré con que, de manera inesperada, iba a pasar frente al edificio que había espiado durante una semana. Algo hizo que lo reconociera, aunque no era consciente de haber pasado por delante de él ni de haberlo visto a la luz del día. Y justo en aquel momento se disponía a entrar por la alta puerta principal del edificio la mujer que había contemplado todas aquellas noches, y que me había proporcionado satisfacción y un indudable y secreto consuelo. Reconocí su cara, desde luego: pequeña, redonda y, por lo que pude ver, impasible. Y para mi sorpresa, aunque no para mi pesar, resultó ser vieja. Tendría quizá setenta años, o más. Era china, y vestía unos finos pantalones negros y una delgada chaqueta gris, y dentro de esas prendas debía de tener tanto frío como yo. De hecho, debía de estar helada. Colgándole de los brazos y en las manos llevaba bolsas de plástico que contenían comestibles. Cuando me detuve y la miré, giró la cabeza y me devolvió la mirada desde lo alto de los escalones que conducían a la entrada con una expresión que ahora sólo puedo considerar de indiferencia mezclada con un levísimo sentimiento de temor. Era una anciana, al fin y al cabo. Yo habría podido sentir el repentino impulso de atacarla, y habría podido hacerlo con facilidad. Pero, desde luego, no era esa mi intención. La anciana volvió la vista hacia la puerta, y me pareció que metía la llave en la cerradura con mucha prisa. Giró la vista otra vez en dirección a mí, y oí el ruido apagado del cerrojo al descorrerse. No dije nada, ni siquiera volví a mirarla. No quería que pensara que había en mi mente lo que había, y tampoco lo que no había. Y entonces seguí andando; me sentía traicionado, lo cual me parecía extraño, aunque, por otra parte, no me sorprendía en lo más mínimo, y, simplemente, acabé de recorrer la calle camino de mi habitación y de mis propias puertas, y mi vida entró en aquel momento en lo que sería su primer y largo ciclo de deprimente frustración.


Richard Ford
Pecados sin cuento
Anagrama, Barcelona, 2003

Richard Ford /«Uno decide ser novelista con cada nuevo libro que escribe»

$
0
0

Richard Ford
Poster de T.A.
Richard Ford: «Uno decide ser novelista con cada nuevo libro que escribe»


Una semana antes de que reciba en Oviedo el premio Princesa de Asturias de las Letras, el estadounidense atiende la llamada de ABC desde su casa en East Boothbay (Maine)

INÉS MARTÍN RODRIGO 
Madrid16/10/2016 01:10h 
Actualizado: 20/10/2016 10:23h.

Serían las dos de la tarde del pasado jueves, 13 de octubre. Bob Dylan (Duluth, Minnesota, 1941) acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura. Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944) llevaba ya un rato despierto. No es que esperara la llamada de la Academia Sueca, es que es un hombre de costumbres y, como cada día, se había levantado a las cinco de la mañana. Había visto las noticias y, poco después, había contestado a la llamada de ABC. «Por aquí hay un gran entusiasmo por que Bob haya ganado el Nobel». En una sola frase, el escritor resumía el estado de ánimo de todo un país, que empezaba a desperezarse con el júbilo de su primer Nobel de Literatura desde 1993; un galardón concedido, además, a uno de sus grandes iconos culturales.
La apretada agenda periodística de las últimas semanas hizo que la cita con el creador de Frank Bascombe, que la próxima semana acudirá a Oviedo para recibir el premio Princesa de Asturias de las Letras, tuviera lugar el mismo día que su compatriota era reconocido «por haber creado nuevas expresiones poéticas en la gran tradición de la canción americana». Ford, en cambio, pronunciará su discurso el viernes en el Teatro Campoamor por ser un narrador «profundamente contemporáneo», el «gran cronista del mosaico de historias cruzadas que es la sociedad norteamericana».
«Un trozo de mi corazón», su primera novela, apareció hace 40 años. «En aguas desiertas», un fragmento de aquel libro, fue la primera pieza que publicó en «Esquire». ¿Qué recuerda de aquellos días, en los que escribía para un editor como Gordon Lish e intentaba convertirse en novelista?
Recuerdo el entusiasmo, tanto por publicar la novela dignamente como por el hecho de que «Esquire» sacara el extracto. Me parecía una forma muy positiva de empezar. Lish me animó, pero después destrozó el extracto y lo dejó irreconocible. Tuve que decirle que no podía publicarlo de ninguna forma, excepto como yo quería. Esa resultó ser la parte más instructiva de toda la relación con Lish. Acabó haciéndolo a mi manera. Es una lección muy importante. La edición puede ayudar, pero no debería sustituir a lo que tú quieres que tu obra contenga.



«La lectura está en el centro del impulso narrativo, 
y también es el destino de toda escritura»
Richard Ford




Durante un tiempo trabajó como periodista deportivo en «Inside Sports». ¿En qué momento decidió que lo que realmente quería era ser escritor, centrarse en la ficción?

Decidí por primera vez que quería ser novelista hacia 1972; después, nuevamente, en 1982, cuando dejé de escribir crónicas deportivas (en contra de mi voluntad) y empecé a escribir «El periodista deportivo». «Decidir» ser novelista es algo que uno hace cada vez que empieza un nuevo proyecto. Ser novelista cuando uno no está escribiendo una novela es una descripción profesional que no tiene mucho sentido.

Poco después, publicó dos novelas más («La última oportunidad» y «El periodista deportivo») y en 1987 apareció «Rock Springs», un libro de relatos. ¿Qué le llevó a escribir cuentos?

Tenía envidia de mis amigos Ray Carver, Ann Beattie y Toby Wolff, porque eran capaces de escribir tan bien unas formas que a mí me parecían mucho más fáciles y simples. También me encantaba leer relatos cortos. Cheever y Hemingway (a quien luego admiré mucho menos). Todavía me gusta leer relatos. Y tenía razón en eso de que escribir cuentos es mucho más fácil que escribir novelas, aunque también sea un trabajo apetecible.

Lleva 30 años tratando con Frank Bascombe. ¿Todavía se siente unido a él? ¿Qué significa Frank para usted?

Sigo relacionándome con Frank, al menos en el sentido de que tomo notas en mi cuaderno que parecerían suyas, y que podrían (si alguna vez escribo otra novela con él como narrador) ser cosas que él dice, piensa o hace. Supongo que lo que me gusta de esa construcción que es «Frank» es que puede contener tanto cosas serias como cosas frívolas; «dicha y desdicha», como dice Henry James. La escritura imaginativa es mejor cuando contiene ambos lados de la máscara del drama; así puede ser mucho más útil para sus lectores.

¿Alguna vez ha releído sus novelas? ¿Se arrepiente de algo?

Nunca he releído mis libros; si lo hiciera encontraría cosas, si no lamentables, que ojalá fuesen mejores. Pero como no lo hago, no tengo la posibilidad de lamentar nada. Así está mejor. También es cierto que en los libros que he escrito no he escatimado nada, me he esforzado al máximo en cada uno. De modo que volver para encontrar cosas de las que arrepentirse sería una tortura innecesaria.






«Para un novelista, dejar de escribir es un acto mucho más noble que escribir algo defectuoso que no le sirva de nada al mundo»
Richard Ford




«El Día de la Independencia» fue la primera novela que logró el premio Pulitzer de Ficción y el PEN/Faulkner. ¿Qué efecto tuvo aquel reconocimiento en usted?

Simplemente fue alentador; me hizo creer que no estaba perdiendo el tiempo siendo escritor. Entre un libro y otro tiendo a «decidir» dejar de ser escritor. Me parece saludable. Pero si surge algo que vuelve a animarme, veo mis decisiones con más claridad que si saltase sin más de un libro a otro.

En «Flores en las grietas» escribe sobre su padre, la inspiración, el boxeo, el golf, su amigo Raymond Carver y su pasión lectora. ¿Es la lectura la mejor escuela para la escritura?

La lectura es la mejor escuela, sí. Otras personas pueden ayudar y animar. Pero leer, –que está en el centro del impulso de escribir, y también es el destino de toda escritura– es fundamental. Ahora, a mi avanzada edad, leo mucho más que hace 20 años.

En ese mismo libro menciona las palabras de Sartre: «La obra de arte es un valor porque es una llamada». ¿Es así como usted ve la literatura?

Bueno, la «llamada» es solo un término del arte personal. No quiero decir que sea como una llamada de los dioses. Simplemente que algunas sensaciones que experimentas pueden hacer que desees anotar algo. A eso me refiero. A una llamada con minúsculas. Las cosas que ocurren pueden «llamar» al lenguaje que hay en tu interior.

En este momento, tiene varios libros entre manos y enseña Literatura en Columbia. ¿La escritura se ha vuelto más difícil a medida que ha ido envejeciendo… o todo lo contrario?

Escribir no es difícil ni deja de serlo. Es algo que decido hacer, de modo que no puedo quejarme. Ahora emprendo los proyectos de manera menos trepidante que antes; y disfruto más estando en medio de las cosas. Pero los últimos momentos, las últimas ediciones, el fastidio con la elección de las palabras, comprender que este va a ser el aspecto que el libro tenga para siempre... lo odio. Me pone enfermo. Pero no hay forma de eludirlo.



«Es más fácil dramatizar con estas elecciones. Los jugadores, en especial Trump, parecen de dibujos animados, pero son peligrosos»
Richard Ford



«Mi madre» es un libro conmovedor en el que escribe sobre la distancia entre padres e hijos. ¿Es posible llegar a salvar esa distancia, superarla?



La superación de esa distancia es algo que cada familia experimenta de diferente manera. Pero nunca se supera por completo, y no debería. Hay muchas ideas erróneas respecto al hecho de ser padre o de estar casado; ideas que la experiencia no corrobora. Una percepción inicial de la edad adulta es que, a menudo, el mundo no es como nos habían dicho que era. Esa discrepancia puede ser inspiradora para escribir.

Ha escrito artículos, en periódicos europeos, sobre las elecciones del próximo 8 de noviembre en EE.UU. ¿Es más fácil escribir sobre ellas? ¿Qué piensa de todo lo que está sucediendo en su país?

Probablemente es más fácil dramatizar con estas elecciones. Los jugadores, en especial Donald Trump, parecen de dibujos animados, pero son peligrosos. Él en particular proyecta una luz muy dudosa sobre EE.UU., e invita a un escritor (a mí) a escribir sobre las obligaciones de la ciudadanía, algo que no deja de ser tentador. A los estadounidenses les gusta jactarse de ser estadounidenses, pero realmente lo dan por sentado y apenas saben lo que significa y qué responsabilidades implica. Escribir artículos sobre estos temas hace que uno se sienta útil. En estos momentos, EE.UU. parece un lugar tremendamente disfuncional, errático y descuidado en lo que se refiere a las grandes responsabilidades que tiene con respecto a sus ciudadanos. Y sin embargo ahí esta Obama, que es maravilloso. No tiene mucho sentido.

Y la última: ¿cree que llegará el momento en el que deje de escribir?

Espero dejar de escribir, sí. Lo que significa que espero tener el buen criterio de saber que lo he hecho todo lo bien que podría hacerlo. Probablemente, estoy inusualmente preocupado por controlar esa decisión, en lugar de dejar que la controlen los editores o los críticos literarios. Para un escritor, dejar de escribir es un acto mucho más noble que escribir algo defectuoso que no le sirva de nada al mundo.




Richard Ford / Carrera de galgos

$
0
0



Richard 

Ford


CARRERA DE GALGOS




i mujer se acababa de largar hacia el oeste con un mozo del canódromo local, y yo estaba por casa a la espera de que las cosas se aclarasen, con intención de coger el tren de Florida para tratar de cambiar mi suerte. Incluso tenía ya el billete en la cartera.



Era la víspera del día de Acción de Gracias, y a lo largo de toda la semana había habido vehículos de cazadores aparcados ante la verja: furgonetas y un par de viejos Chevys —la mayoría con matrículas de otros estados— vacíos durante todo el santo día. De cuando en cuando, de pie junto a su coche, dos hombres tomaban café y charlaban. No les había prestado la más mínima atención. Gainsborough, mi casero —estaba pensando seriamente en irme sin pagarle el alquiler—, me había dicho que no me enemistase con ellos, que les dejase cazar a menos que disparasen cerca de la casa; en tal caso debía llamar a la policía del estado y dejar que fuera ella quien tomara las medidas oportunas. Nadie había disparado en las cercanías de la casa, aunque había oído disparos allá atrás en el bosque, y visto cómo uno de los Chevys salía de él todo gas con un ciervo en la baca, pero pensé que no había motivo para preocuparse.

Quería marcharme antes de que llegaran las nieves, y antes de que empezaran a llegar las facturas de la electricidad. Mi mujer había vendido el coche antes de fugarse, así que no iba a resultarme fácil arreglar mis asuntos. Aunque la verdad es que tampoco había podido dedicarles mucho tiempo.



Minutos después de las diez de la mañana llamaron a la puerta. Fuera, de pie en el césped helado, había dos mujeres gordas con un ciervo muerto.


—¿Dónde está Gainsborough? —preguntó una de las gordas.

Llevaban ropa de cazador. Una vestía zamarra de leñador a cuadros rojos, y la otra guerrera y pantalones verdes de camuflaje. Las dos llevaban un pequeño cojín naranja de esos que se cuelgan de la presilla trasera del cinturón y se calientan cuando te sientas encima. Las dos llevaban escopeta.

—No está aquí —dije—. Ha vuelto a Inglaterra. Algún problema con el gobierno. No estoy muy al corriente.

Ambas mujeres me miraban fijamente, como si trataran de enfocar mejor mi persona. Llevaban la cara pintada de un potingue de camuflaje verde y negro, y parecía que tenían algo en mente. Yo aún estaba en albornoz.

—Queríamos invitarle a Gainsborough a una chuleta de ciervo —dijo la de la zamarra roja de leñador, que era la que había hablado antes. Se volvió y miró hacia el ciervo muerto, que tenía la lengua fuera, a un costado de la boca, y ojos como de ciervo disecado—. Nos deja cazar, y queríamos agradecérselo de este modo —dijo.

—Podían dejármela aquí, la chuleta de ciervo —dije—. Se la guardaría hasta que vuelva.

—Sí, supongo que sí —dijo la que hablaba siempre. Pero la otra, la que llevaba el traje de camuflaje, le dirigió una mirada que decía que si me la daban no llegaría jamás a manos de Gainsborough.

—¿Por qué no pasan? —dije—. Haré un poco de café y podrán entrar en calor.

—La verdad es que tenemos bastante frío —dijo la de la zamarra a cuadros frotándose las manos—. Si a Phyllis no le importa…

Phyllis dijo que no tenía ningún inconveniente, aunque parecía dejar bien claro que aceptar una taza de café no suponía en absoluto desprenderse de la chuleta de ciervo.

—Phyllis es en realidad la que lo ha matado —dijo la gorda agradable; estaban sentadas en el sofá cama con sendos tazones apretados entre las manos rollizas. Luego explicó que se llamaba Bonnie y que eran del otro lado de la frontera del estado.

Eran mujeres grandes, cuarentonas y de cara obesa, y su ropa daba un aspecto enorme a todos y cada uno de sus volúmenes corporales. Las dos eran alegres; incluso Phyllis, en cuanto se olvidó de las chuletas de ciervo y volvió a tener algo de color en las mejillas. Parecían llenar a casa y crear en ella cierta atmósfera festiva.

—Corrió unos sesenta metros después de que ésta le pegara el tiro, y cayó a tierra al saltar la cerca —dijo Bonnie, en tono de entendida en la materia—. Fue un tiro en el corazón, y a veces ésos tardan en tumbar al bicho.

—Corría como un perro escaldado —dijo Phyllis—, y cayó como un saco de mierda.

Phyllis tenía el pelo rubio y corto, y una boca dura que parecía diseñada para decir ordinarieces.




—También vimos una gama herida —dijo Bonnie, y pareció irritarse al recordarlo—. Esas cosas la ponen a una hecha una furia.



—Puede que el cazador le estuviese siguiendo el rastro —dije—. Puede que fuera un error. Nunca se sabe con estas cosas.


—Eso sí que es verdad —dijo Bonnie, y miró a Phyllis, esperanzada, pero Phyllis no levantó la mirada. Traté de imaginar—las arrastrando el ciervo muerto fuera del bosque, y no me resultó difícil.

Fui a la cocina a sacar un pastel que había puesto en el horno, y cuando volví las encontré cuchicheando. Pero parecía un cuchicheo afable, y les ofrecí el pastel sin mencionarlo. Me alegraba tenerlas allí conmigo. Mi mujer es delgada y menuda, y se compraba toda la ropa en la sección infantil de los grandes almacenes, y dice que es la mejor ropa que se puede comprar porque es la más resistente. Pero nunca se hizo notar gran cosa en la casa; lo que había de ella no bastaba para llenar todo el espacio. No es que la casa fuera enorme; de hecho era muy pequeña —una casa prefabricada que Gainsborough había traído hasta allí en un tráiler—. Pero aquellas mujeres parecían llenarlo todo, y hacer como si hubiera ya llegado el día de Acción de Gracias. Ser así de grande nunca me había dado la impresión que tenía su lado bueno, pero ahora mi opinión era diferente.

—¿Va alguna vez al canódromo? —preguntó Phyllis, con un trozo de pastel en la boca y otro flotando en el tazón.

—Sí —dije—. ¿Cómo lo sabe?

—Phyllis dice que cree haberle visto allí unas cuantas veces —dijo Bonnie, y sonrió.

—Yo sólo apuesto a la quiniela —dijo Phyllis—. Pero Bon apuesta a cualquier cosa, ¿no, Bon? Triples, dobles diarias, cualquier cosa. Le da igual.

—Por supuesto. —Bon volvió a sonreír, y se quitó el cojín termógeno naranja de debajo de las nalgas para ponerlo en—cima del brazo del sofá cama—. Phyllis dice que cree haberle visto allí una vez con una mujer. Una mujer pequeña, muy menuda y muy guapa.

—Puede ser —dije.

—¿Quién era? —dijo Phyllis con brusquedad.

—Mi mujer —dije.

—¿Está aquí? —preguntó Bon, mirando con gracia en torno como si alguien se hubiera escondido detrás de una silla.

—No —dije—. Está de viaje. Se ha ido al oeste.

—¿Qué pasó? —dijo Phyllis en tono hostil—. ¿Ha perdido toda la pasta en las carreras de galgos y ella se le ha largado?

—No.

Phyllis me gustaba infinitamente menos que Bon, pero en cierto modo parecía más de fiar llegado el caso (aunque no creía que tal caso pudiera llegar nunca). No me agradaba, sin embargo, que Phyllis fuera tan sagaz, pese a no acertar de pleno en el asunto del dinero. Mi mujer y yo dejamos la ciudad y nos vinimos a vivir a esta comarca. Tenía en mente el negocio de vender publicidad de las carreras de galgos en restaurantes y gasolineras, y distribuir cupones de descuento para pasar la velada en el canódromo, que darían de ganar a todo el mundo algún dinero. Había empleado mucho tiempo en el asunto, e invertido todo mi capital. Y ahora tenía un sótano lleno de cajas de cupones que nadie quería, que no estaban pagados. Mi mujer llegó un día riendo y me dijo que mis ideas no servían ni para enfriar el hielo, y al día siguiente se largó en nuestro coche y no volvió. Días después llamó un tipo para preguntarme si tenía las fichas de mantenimiento del coche; no las tenía, claro, pero es así como supe que lo habían vendido y con quién se había fugado mi mujer.

Phyllis se sacó un botellín de plástico de algún bolsillo interior de la guerrera, le desenroscó el tapón y me lo tendió por encima de la mesa. Era temprano, pero —pensé— qué diablos. Era la víspera del día de Acción de Gracias. Estaba solo y a punto de dejarle a deber a Gainsborough el alquiler. Poco podía importar que echara un trago.

—Esto está hecho una leonera —dijo Phyllis. Le devolví el botellín y lo examinó para comprobar la magnitud del trago—. Parece la guarida de una fiera muerta de hambre.

—Necesita la mano de una mujer —dijo Bon, y me guiñó un ojo. En realidad no era fea, aunque sí un tanto adiposa. La pasta de camuflaje de la cara le daba un aire de payaso, pero no me impedía ver que tenía una cara agraciada.

—Estoy a punto de dejar la casa —dije, y alargué la mano para coger el botellín, pero Phyllis volvió a metérselo en la guerrera—. Ahora me he puesto a reorganizar las cosas ahí atrás.

—¿Tiene coche?

—Le están poniendo anticongelante —dije—. Lo tengo ahí en BP. Es un Camaro azul. Seguro que lo han visto al pasar. ¿Están casadas, chicas? —dije, aliviado al desviar la conversación hacia otros temas.

Bon y Phyllis intercambiaron una mira la de fastidio, y ello me desalentó. Me causaba desaliento cualquier asomo de disgusto que ensombreciera las bonitas facciones redondas de Bon.

—Estamos casadas con dos vendedores de goma elástica de Petersburg. Eso está justo al otro lado de la frontera del estado —dijo Phyllis—. Un auténtico par de micos, ya sabe lo que quiero decir.

Traté de imaginarme a los maridos de Bonnie y Phyllis: dos sujetos enjutos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento de un centro comercial, frente a una bolera-bar. No lograba imaginarme nada más.

—¿Qué piensa de Gainsborough? —dijo Phyllis.

Bon ahora se limitaba a sonreírme.

—No lo conozco bien —dije—. Me contó que era descendiente directo del pintor inglés. Pero no le creo.

—Ni yo —dijo Bonnie, y volvió a guiñarme el ojo.

—Es de los que mean colonia —dijo Phyllis.

—Tiene dos hijos que vienen por aquí a fisgar de vez en cuando —dije—. Uno es bailarín y trabaja en la ciudad. El otro repara computadoras. Creo que lo que quieren es venirse a vivir a esta casa. Pero tengo un contrato de arrendamiento.

—¿Piensa marcharse sin pagarle? —dijo Phyllis.

—No —dije—. Jamás le haría eso. Se ha portado bien conmigo, aunque a veces invente cuentos.

—Mea colonia —dijo Phyllis.

Phyllis y Bonnie intercambiaron una mirada de inteligencia. A través del pequeño ventanal vi que estaba nevando; era apenas un velo fino, pero inconfundible.

—Tengo la sensación de que usted no le haría ascos a un buen revolcón —dijo Bon, y me dedicó una gran sonrisa que dejó al descubierto sus dientes. Tenía una dentadura pequeña, blanca, impecable. Phyllis dirigió a Bonnie una mirada inexpresiva, como si hubiera oído la frase otras veces—. ¿Qué opina? —dijo Bonnie, y adelantó un poco el torso sobre sus gruesas rodillas.

Al principio no supe qué pensar. Pero luego pensé que no sonaba nada mal, por mucho que Bonnie fuera un tanto voluminosa. Le dije que me parecía perfecto.

—Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Bonnie. Se levantó y miró la triste salita en busca de la puerta que daba al fondo de la casa.

—Henderson —mentí—. Lloyd Henderson. Y llevo aquí seis meses.

Me levanté.

—No me gusta Lloyd —dijo Bonnie. Ahora podía verme de pie, en albornoz, y me miró de arriba abajo—. Creo que te llamaré Curly, porque tienes el pelo rizado. Tan rizado como el de los negros —dijo, y lanzó una carcajada que le sacudió el corpachón bajo la zamarra.

—Puedes llamarme como quieras —dije, me sentí estupendamente.

—Si vais a meteros en el cuarto, me pondré a limpiar un poco todo esto —dijo Phyllis. Y dejó caer una mano enorme sobre el brazo del sofá cama, como si esperara hacer saltar una nube de polvo—. No te importa que lo haga, ¿verdad, Lloyd?

—Curly —dijo Bonnie—. Llámale Curly.

—No, claro que no dije, y miré la nieve a través de la ventana. Ahora empezaba a caer sobre los campos, al pie de la colina. Era como una estampa navideña.

—Pues no os preocupéis si hago un poco de ruido —dijo Phyllis, y se puso a recoger los tazones y los platos de la mesa.

Bonnie, desnuda, no estaba tan mal. Tenía infinidad de pesadas capas carnosas, pero sabías que en su interior, detrás de todas ellas, era una mujer generosa y amante y tan buena como la mejor que un hombre pueda desear. Era gorda, sí, aunque probablemente no tan gorda como Phyllis.

Quité las ropas amontonadas encima de mi cama y las dejé en el suelo. Pero cuando Bon se sentó en la colcha su trasero fue a caer sobre un alfiler de corbata y varias monedas. Soltó un grito y se echó a reír, y ambos reímos. Me sentía estupendamente.

—Siempre que vamos de caza esperamos que nos suceda algo como esto —dijo Bonnie entre risitas—. Encontrar a alguien como tú.

—Y yo igual —dije.

La toqué, y la sensación no estaba nada mal blandura por todas partes. Siempre había pensado que las mujeres gordas eran quizá mejor es que las otras porque no tienen tantas ocasiones de hacerlo y pueden pensarlos repensado con tranquilidad prepararse para hacerlo como Dios manda.

—¿Sabes muchos chistes de gordos? —me preguntó.

—Unos cuartos —dije—. Antes sabía un montón.

Oía a Phyllis en la cocina, abriendo el grifo y revolviendo los cacharros en la pila.

—El que más me gusta es el del camión —dijo Bonnie. No lo conocía.

—Ese no lo sé —dije.

—¿No sabes el del camión? —dijo ella, con asombro.

—No, lo siento —dije.

—Puede que te lo cuente algún día, Curly —dijo—. Te partirás de risa.

Pensé en los dos maridos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento, y me dije que les traería sin cuidado si hacía el amor con Bonnie o con Phyllis; o que, si les importaba, se iban a enterar cuando yo estuviera ya en Florida y tuviera un coche. Así, Gainsborough podría contarles luego todo el asunto, explicando con ello por qué me había largado sin pagar el alquiler ni las facturas de la casa. Y ellos quizá hasta le dieran un par de guantazos antes de volverse a Petersburg.

—Eres un hombre guapo —dijo Bonnie—. Hay muchos hombres gordos, pero tú eres delgado. Tienes brazos de olímpico de la silla de ruedas.

Me gustó lo que me dijo. Me hizo sentirme bien. Hizo que me sintiera audaz; como si hubiera mataco un ciervo, como si tuviera montones de ideas que ofrecer al mundo.

—He roto un plato —dijo Phyllis cuando Bonnie y yo volvimos a la sala—. Seguramente oísteis el ruido. Pero he encontrado pegamento en un cajón y me ha quedado como nuevo. Glínsborotigh ni se dará cuenta.

Phyllis, en nuestra ausencia, lo había limpiado casi todo, y fregado hasta el último plato de la pila. Pero, se había vuelto a poner la guerrera de camuflaje y parecía lista para despedirse. Estábamos los tres de pie en medio de la uña sala, y me dio la sensación de que la colmábamos hasta las mismísimas paredes. Yo seguía en albornoz, y me apeteció pedirles que se quedaran a dormir. Pensé que con el tiempo podría llegar a hacer mejores migas con Phyllis, y que a lo mejor comíamos ciervo el día de Acción de Gracias. La nieve, fuera, lo cubría todo. Aún era pronto para las primeras nieves. Presentí el comienzo de un mal invierno.

—Eh, chicas, ¿por qué no os quedáis pasar la noche? —dije, y les sonreí esperanzado.

—No puede ser, Curly —dijo Phyllis.

Estaban en la puerta. A través de la triple cristalera vi el ciervo sobre la hierba. La nieve se fundía en la oquedad de sus entrañas. Bonnie y Phyllis se habían echado ya al hombro las escopetas. Bon parecía compungida de veras ante su inminente partida.

—Tendrías que verle los brazos —estaba diciéndole a su amiga. Luego me envió un último guiño. Llevaba su zamarra de leñador y su cojín naranja colgándole del cinturón—. A primera vista no parece fuerte. Pero lo es. ¡Santo cielo! Deberías verle los brazos —dijo.

Estaba en la puerta, despidiéndolas, y las miré. Tenían agarrado el ciervo por los cuernos, y lo arrastraban por el camino en dirección al coche.

—Cuídate, Lloyd —dijo Phyllis.

Bonnie miró hacia atrás y me sonrió.

—Lo haré, no te preocupes —dije—. Podéis contar conmigo.

Cerré la puerta. Luego fui hasta el pequeño ventanal y me quedé mirando cómo bajaban por el camino de entrada hacia la valla, tirando del ciervo a través de la nieve y dejando un surco a su espalda. Después las vi arreglárselas para pasar el ciervo por debajo de la valla de Gainsborough, y reír junto al coche, y levantar el ciervo hasta el maletero, y depositarlo en su interior y atar la puerta del maletero con cuerdas. La cabeza del ciervo sobresalía por la abertura para facilitar una eventual inspección. Bonnie y Phyllis se irguieron y miraron hacia la ventana y me dijeron adiós con la mano; las dos, con grandes movimientos de abanico de los brazos. Una en zamarra de leñador y la otra en traje de camuflaje. Les devolví el saludo desde el ventanal. Luego subieron al coche, un Pontiac rojo nuevo, y se alejaron.

Pasé en la sala casi todo el resto de la tarde, echando de menos la televisión, contemplando la caída de la nieve, alegrándome de que Phyllis lo hubiera arreglado todo y de no tener que hacerlo yo antes de dejar la casa. Y pensando en cuánto me habría gustado comerme una tajada de aquel ciervo.

Al rato empezó a parecerme magnífica la idea de marcharme: llamar a un taxi, irme en él hasta la estación, subir al tren de Florida y olvidarme de todo lo demás. Y de Tina, rumbo a Phoenix con un tipo que de lo único que entendía en la vida era de galgos

Pero cuando fui al comedor a coger mi cartera para echarle un vistazo al billete, lo único que encontré en ella fue algo de cambio y unos cuantos estuches de cerillas. Y comprendí que no era sino el comienzo de una nueva racha de mala suerte.




Richard Ford / Encuentro

$
0
0


Richard 

Ford


ENCUENTRO



uando vi a Mack Bolger, se encontraba al pie de las escaleras de mármol que utilizan los transeúntes para entrar y salir de la terraza interior del vestíbulo principal de la estación de Grand Central. Fue antes de la Navidad del año pasado, cuando tuvimos un clima tan templado y lluvioso que el espíritu parecía hallarse en otra estación.
Yo atajaba por la terminal, algo que hacía a menudo para volver a casa de la editorial en la que trabajaba, en la calle Cuarenta y uno. De hecho, iba a reunirme con un nuevo amigo en Billy's. Eran las cuatro de la tarde de un viernes, y la inmensa estación estaba abarrotada de personas camino de alguna parte, cargadas con un montón de equipaje y valiosísimos paquetes, que gritaban saludos y adioses, agitaban los brazos, se abrazaban, se agarraban unas a otras con alegría. Otras estaban, simplemente, de pie, como Mack Bolger cuando le vi, con la vista perdida en el gentío, como si por alguna razón no hubiera venido la persona que estaba esperando. Mack es un hombre de elevada estatura, apuesto, bien proporcionado, que parece verlo todo desde la cima de la altura. Llevaba un abrigo largo y ajustado de una sarga verde oliva: un abrigo caro, pensé, italiano. Sus zapatos marrones relucían de lustrosos; la vuelta de los pantalones los rozaba con una caída perfecta. Y como no llevaba sombrero parecía aún más alto de lo que era, quizá uno noventa. Llevaba las manos en los bolsillos del abrigo, y mantenía la tersa barbilla levemente elevada tal como lo haría un hombre de mediana edad si pensara que así resultaba extremadamente visible en aquel lugar. El pelo le raleaba un poco por delante, pero lo llevaba muy bien cortado, y se le veía bronceado, lo que hacía que su cara cuadrada y su frente prominente tuvieran un aspecto grave, casi artificial, como si el hombre que estaba viendo no fuera Mack Bolger, sino una hermosa efigie situada precisamente allí para llamar mi atención.
Un año y medio antes tuve un lío con su mujer, Beth Bolger. Por extraño que parezca -sólo porque todo lo que ocurre fuera de Nueva York les parece raro y descabelladamente irreal a los neoyorquinos—, nuestra relación ocurrió en la ciudad de Saint Louis, esa prescindible abstracción de ladrillo rojo que ni es del Oeste ni del Medio Oeste, ni del Norte ni del Sur; esa ciudad perdida en el medio, me digo al pensar en ella. Siempre me ha parecido interesante que fuera donde T. S. Eliot pasó su infancia, y, sólo ochenta y cinco años antes que eso, el punto desde el cual se inició la expansión hacia el Oeste. Es un lugar, supongo, del que el mundo no puede huir tan deprisa como quisiera.
Lo que ocurrió entre Beth Bolger y yo apenas merece las palabras que se precisarían para contarlo. Se mire desde donde se mire, exceptuando la proximidad desde la que yo lo viví, fue un adulterio corriente: ardiente y emocionante; pero luego, al poco, cuando hubimos cruzado el continente varias veces y causado a la mayor cantidad de gente posible infelicidad, bochorno y dolor, se volvió decepcionante, innoble, y, finalmente, casi desastroso para esas mismas personas. Porque es la verdad y porque sirve para complicar el antipático dilema de Mack Bolger y hacerle aparecer bajo una luz más simpática, diré que, en cierto momento, se vio obligado a plantarme cara (y a Beth también) en la habitación de un hotel de Saint Louis —un viejo granero, bonito y elegante, llamado Mayfair-, con el resultado de que recibí unos cuantos guantazos de poca gravedad y me vi en las desiertas calles del centro una cálida y húmeda tarde de domingo, sin la menor idea de qué hacer, hasta acabar en el aeropuerto de Saint Louis, donde estuve horas esperando a que saliera un vuelo de medianoche que me llevó de vuelta a Nueva York. Aparte de mi dignidad, también perdí una bufanda Hermes de seda marrón con borlas que mi madre me había regalado por las navidades de 1971, un regalo que le pareció lo más bonito que había visto y perfecto para un hombre que acababa de comenzar su carrera como editor. Me alegra que no se enterara de esa pérdida, ni de cómo ocurrió.
Tampoco volví a ver a Beth Bolger, excepto una vez que tomamos una copa, con pesar y amargura, en el barrio de los teatros la pasada primavera, un encuentro nervioso y violento que los dos, no sé muy bien por qué, creímos necesario tener, y después del cual bajé por la calle Cuarenta y siete con la sensación de que la vida no era más que un lío patético, mientras que ella se iba a ver The Iceman Cometh, que se representaba entonces. No nos hemos vuelto a ver desde esa despedida, y, como ya he dicho, no vale la pena contar nada más.
Pero cuando vi a Mack Bolger en el abarrotado, festivo y engalanado vestíbulo de Grand Central, con una expresión ausente, pero él, sin duda, lejos del centro del país, me invadió un repentino y extraño impulso: el de atravesar aquel torbellino de viajeros y hablarle, al igual que te pones a hablar con alguien a quien has conocido por casualidad y con quien tienes un encuentro inesperado y, sin embargo, no inoportuno. Y no para decirle nada especial, ni para nada concreto (aclarar las cosas, desagraviarle), sino, simplemente, para crear una situación de la nada. Y no una situación desagradable, ni provocativa. Sólo un momento sin dimensiones, sin repercusiones, un contacto, sin importancia desde cualquier otro punto de vista. En la vida no sobran estos momentos, y el resto se ve consumido por lo predecible y lo obligado.
Sabía unas cuantas cosas de Mack Bolger, de lo que había sido de su vida desde que nos enfrentamos, de manera semiviolenta, en el Mayfair. A Beth le había alegrado poder contármelo todo durante nuestro deplorable encuentro en el Espalier Bar en abril. Nuestra aventura amorosa era tan sólo un detalle de la prologada devaluación y decadencia de su matrimonio con Mack. Eso era lo que yo siempre había entendido. Tenían dos hijos, y Mack, tras nuestro rifirrafe, había intentado desesperadamente arreglar las cosas por ellos y por su futuro; Beth era fotógrafa retratista y trabajaba en casa, pero anhelaba relacionarse con el mundo que había más allá de University City, Missouri, y lo anhelaba en el peor sentido, básicamente porque estaba insatisfecha con todos los aspectos de su vida. Tras mi marcha repentina, se fue de casa, alquiló un apartamento cerca deGateway Arch y, durante un tiempo, se lió con un hombre mucho más joven. Mack, por su parte, acabó abandonando su trabajo de ejecutivo en una gran empresa de productos agrícolas, consideró estudiar para pastor e irse de misionero a Senegal o la Guayana Francesa, y, por poco tiempo, también tuvo un lío con una joven. A uno de los hijos lo arrestaron por hurto; el otro fue admitido enBrown. Hubo meses de confrontaciones que duraban toda la noche, algunas combativas, otras cariñosas y reveladoras, algunas irónicas por ambas partes. Eso duró hasta que se hubo dicho todo lo que podía decirse por las buenas, con indiferencia o con amenazas, hasta que se llegó a un punto muerto, después de lo cual los dos acabaron quedándose en su casa de las afueras, mantuvieron horarios separados, se vieron con amigos nuevos y distintos, de vez en cuando cenaron juntos, fueron a la ópera, esporádicamente incluso hicieron el amor, pero comprendieron que había muy pocas esperanzas (algo muy evidente en el caso de Beth) de que las cosas fueran a mejor de lo que iban en la época de nuestro triste encuentro antes de la obra de O'Neill. Supuse que Beth iba a encontrarse con alguien aquella tarde, que tenía a alguien en Nueva York que le interesaba, cosa que me parecía estupenda.
-Es realmente extraño, ¿verdad? -dijo Beth mientras pasaba un dedo largo y de un blanco casi puro por la superficie de su Kir Royale sin mirarme, con los ojos clavados en el borde del vaso, donde el líquido rosa casi excedía sus vítreos límites-. Durante un tiempo fuimos íntimos. -Levantó su mirada hacia mí, y me dirigió una sonrisa casi infantil-. Tú y yo, quiero decir. Ahora es como si le contara todo esto a un viejo amigo. O a mi hermano.
Beth es alta, de cara cetrina, huesos grandes, pelo color rubio ceniza; fuma cigarrillos y el pelo a veces le cae delante de los ojos, como las glamourosas chicas de Hollywood de los cuarenta. Es algo que puede resultar atractivo, aunque a menudo le hace dar la impresión de que está espiando sus propias conversaciones.
-Bueno -dije-, es normal sentir eso. -Le devolví la sonrisa desde el otro lado del pequeño velador de tablero negro del café. Era lo normal. Había seguido con mi vida. Cuando rememoraba lo que habíamos hecho, nada, excepto nuestras actividades en la cama, me hacía sentir bien, ni que la experiencia hubiera valido la pena. Pero ya no se podía volver atrás. No creo que el pasado pueda repararse, sólo superarse-. A veces, cuando ocurren estas cosas, resulta que todo lo que buscábamos era amistad -dije. Aunque, a decir verdad, eso era algo que no creía.
-Mack es como un perro, ya lo sabes —dijo Beth mientras se apartaba el pelo de los ojos. No dejaba de pensar en él-. Le doy una patada, e intenta hacerme regalos. Es patético. Ahora le interesa mucho el sexo tántrico, sea lo que sea eso. ¿Tú sabes lo que es?
—La verdad es que no me gusta que me expliques todo esto —dije estúpidamente, aunque era cierto-. Suena cruel.
-Lo único que pasa es que tienes miedo de que diga lo mismo de ti, Johnny.
Sonrió y se llevó el húmedo dedo a los labios, que, por cierto, eran maravillosos.
-¿Miedo? -dije-. Miedo no es exactamente la palabra, ¿no crees?
-Bueno, pues entonces la palabra que sea.
Beth se volvió rápidamente y le hizo gesto al camarero de que trajera la cuenta. No soportaba que le llevaran la contraria. Era algo que siempre la asustaba.
Y eso fue todo. Ya he dicho que no fue un encuentro demasiado feliz.
Los ojos gris pálido de Mack Bolger me vieron acercarme a él bastante antes de lo que yo esperaba. Nos habíamos visto sólo dos veces. La primera fue en un elegante cóctel ofrecido por un escritor que queríamos que publicara con nosotros, para lo cual estaba yo en Saint Louis. Fue la época en que conocí a su mujer. Y la segunda vez fue en el Hotel Mayfair, cuando le lancé un puñetazo bastante torpe y él me tiró contra la pared y me golpeó con el dorso de la mano. Quizá uno no olvida a la gente a la que atiza. Ése es el lugar que ocupan en tu vida. Me cuesta reconocer a la gente cuando no está en el lugar al que pertenece, y el lugar de Mack Bolger era Saint Louis. Naturalmente, él era una excepción.
Mack fijó su mirada en mí, a continuación la apartó, escrutó incómodo la multitud, y volvió a mirarme mientras me acercaba. Su cara grande y bronceada adquirió una expresión de glacial impasibilidad, como si ya supiera que me hallaba en la terminal y se hubiera iniciado entre nosotros una forma de comunicación. Aunque, de hecho, si había una expresión en su cara, era de resignación; resignación ante la perspectiva de verme; resignación ante las situaciones que el mundo te endilga a tu pesar; resignación consigo mismo. Y resignación era lo que teníamos en común, aun cuando ninguno de los dos poseyera un lenguaje que pudiera expresarlo. De modo que, cuando estuve ante él, lo que experimenté, de manera inesperada, fue compasión... por el hecho de que se viera en la obligación de verme. Y estuve tentado de dar media vuelta y marcharme. Pero no lo hice.
-Acabo de verte -dije aún entre la multitud, tres metros antes de estar lo bastante cerca para hablarle. No lo dije muy fuerte, por lo que la voz teatralmente nasal y masculina que anunciaba la llegada del tren procedente de Poughkeepsie por la vía 34 pareció tapar mis palabras.
-¿Tienes algo especial que decirme? -dijo Mack Bolger. De nuevo recorrió con la mirada el vestíbulo abovedado, donde la gente cargada de compras navideñas y los pasajeros forrados de maletas se movían en todas direcciones. En ese instante se me ocurrió (y la idea fue horrible) que estaba esperando a Beth, y que dentro de un momento los tendría delante a los dos, a ella y a Mack, casi igual que en Saint Louis. El corazón me dio dos fuertes golpes en el pecho, y a continuación pareció detenerse un segundo-. ¿Cómo tienes tanta cara? -dijo Mack sin ninguna emoción-. No te hice mucho daño, ¿verdad?
-No -dije.
-Llevas bigote.
Ni se dignó mirarme.
-Sí -dije, aunque lo había olvidado por completo, y por alguna razón me sentí avergonzado, como si me hiciera parecer ridículo.
—Bueno —dijo Mack Bolger-. Bien.
Su tono era el que utilizarías para hablarle a alguien que está a tu lado en la oficina de correos, alguien a quien jamás volverás a ver. Aunque había también, apenas perceptible, un atisbo de lo que solíamos llamar suculencia en su manera de hablar, un leve defecto que hacía que sus eses y sus efes sonaran un poco más mojadas de lo normal. Era una lástima, pues le robaba parte de su solemnidad. No se lo había notado antes, en los escasos y acalorados momentos en que intercambiamos algunas palabras.
Mack volvió a mirarme; seguía con las manos en los bolsillos de su caro abrigo italiano, un abrigo de botones de hueso oscuros y pesados y solapas largas y anchas. Demasiado elegante para él, pensé, para un hombre tan recio. Mack y yo éramos casi de la misma estatura, pero él era más grande en todos los aspectos y parecía mirarme como si yo fuera más bajo; probablemente, era por la manera en que mantenía la barbilla levantada. Era casi lo contrario de la manera en que me miraba Beth.
-Ahora vivo aquí -dijo Mack, sin dirigirse realmente a mí.
Observé que tenía unas pestañas largas y oscuras, casi femeninas, y unas orejas pequeñas y perfectas, que su nuevo corte de pelo contribuía a exhibir. Debía de tener cuarenta años (más joven que yo) y parecía un oficial del ejército. Un comandante. Me acordé de una carta que Beth me había enseñado, una carta de Mack, en la que se leía la frase: «Quiero besar hasta el último rincón de tu cuerpo. Te lo juro, te quiere, Macklin.» Beth había puesto los ojos en blanco al enseñármela. En otra ocasión habló con Mack por teléfono mientras estábamos en la cama desnudos. En aquella ocasión también puso los ojos en blanco cada vez que él le hablaba... de los problemas que tenía en el trabajo, me pareció. En una ocasión incluso hicimos el amor mientras hablaba con él. Y pude oír su voz tenue, preocupada, como un zumbido, dentro del auricular. Pero eso era agua pasada. Todo lo que Beth y yo habíamos hecho era agua pasada. Todo lo que quedaba era eso: una serie de momentos en una gran estación de tren, momentos que, a pesar de todo, parecían correctos, vigorosos, casi clásicos, como si esta última vez fuera todo lo que importara, mientras que los momentos anteriores, brevemente apasionados, vinculados, pero ahora lejanos, no eran mas que un preliminar.
— ¿Has comprado un piso? —dije, y enseguida sentí que un inmenso vacío se abría por todo mi cuerpo. Había sido una ridiculez decir eso.
Los ojos de Mack se movieron gradualmente hacia mí, y su expresión impasible, que me había parecido que significaba una cosa —resignación—, comenzó a significar algo distinto.
-Sí —dijo, y clavó en mí los ojos.
La gente que pasaba a nuestro lado nos empujaba. Sentí en torno a la cara el intenso perfume de una mujer que acababa de pasar. Comenzó a oírse música en la rotonda, y el momento se hizo asfixiante, estruendoso: «Tres reyes de Oriente somos, traemos regalos y de lejos venimos...»
-Sí -volvió a decir Mack Bolger, de manera enfática, escupiendo la palabra entre sus dientes grandes, rectos, blancos, casi perfectos. Se había criado en una granja de Nebraska, había ido a una pequeña universidad de Minnesota con una beca para jugar a fútbol, y más tarde había hecho un máster de administración de empresas en Wharton, le había ido bien. Toda esa vida, toda esa experiencia, quedaba patente ahora en su autocontrol, en su dignidad. Era extraño que alguien le llamara perro, pues no lo era en absoluto. Era en extremo admirable-. Compré un apartamento en el Upper East Side -dijo, y movió las pestañas con gran rapidez-. Me mudé en septiembre. Tengo un nuevo trabajo. Vivo solo. Beth no está aquí. Está en París, donde es desgraciada... o, al menos, eso espero. Estamos tramitando el divorcio. Estoy esperando a mi hija, que vuelve del internado para las vacaciones. ¿Te parece bien? Dime, ¿te parece todo bien? ¿Satisface eso tu curiosidad?
-Sí -dije-. Desde luego.
Mack no estaba enfadado. Lo que sentía era algo ajeno al enfado; o, al menos, esta pasión no formaba parte de sus sentimientos desde hacía mucho tiempo; lo que sentía estaba más próximo a ese agotamiento que hace que las palabras que dices sean las únicas que puedes decir. Yo, por ejemplo, no creo haberme sentido nunca así. Para mí siempre ha habido elección.
-¿Me entiendes?
El grueso ceño de atleta de Mack Bolger se arrugó, como si estudiara a una criatura a la que no acabara de entender, o yo fuera una especie de anomalía que escapara de su comprensión. Y a lo mejor era cierto.
-Sí -dije-. Lo siento.
-Muy bien, pues -dijo, y pareció incómodo. Apartó la mirada y la paseó por el tropel de cabezas y caras que se movían, como si hubiera percibido la llegada de alguien.
Miré hacia donde él parecía estar mirando. Pero nadie se nos acercaba. Ni Beth, ni ninguna hija. Ni nadie. Quizá, pensé, todo fuera mentira, o a lo mejor, por un instante, yo había perdido la conciencia, y aquel hombre no era Mack Bolger y lo estaba soñando todo.
-¿Por qué no te vas? -dijo Mack. Su cara grande, bronceada y hermosa parecía suplicante y agotada. En una ocasión Beth dijo que Mack y yo nos parecíamos. Pero no era cierto. Eran imaginaciones suyas. Sin volver a dirigirme la mirada, dijo-: No sería agradable tener que presentarte a mi hija. Seguro que te lo imaginas.
-Sí -dije. Volví a mirar a mi alrededor, y esta vez vi a una joven rubia y guapa de pie en medio de la multitud, que nos miraba desde varios pasos de distancia. Sujetaba por las correas una mochila de nylon rojo. Algo la hacía mantenerse alejada. Posiblemente, su padre le había hecho seña de que no se acercara-. Claro —dije. Y al decirlo, de algún modo, hice que en la cara de la muchacha apareciera una amplia sonrisa, una sonrisa que reconocí.
-Aquí no ha pasado nada —me dijo inesperadamente Mack Bolger, aunque estaba mirando a su hija. Del bolsillo de su abrigo sacó una cajita blanca envuelta y atada con un lazo rojo.
-¿Perdona? -La gente se arremolinaba ruidosa a nuestro alrededor. La música parecía sonar más fuerte. Yo ya me marchaba, pero pensé que a lo mejor no le había entendido-. No te he oído -dije. Sonreí de manera involuntaria.
-Aquí no ha pasado nada -dijo Mack Bolger-. No te vayas con la impresión de que ha pasado algo. Entre tú y yo, quiero decir. No ha pasado nada. Lamento haberte visto, eso es todo. Lamento haberte atizado aquella vez. Haces que me sienta avergonzado.
Sus eses seguían siendo más mojadas de lo normal.
-Bien -dije-. De acuerdo. Lo entiendo.
-¿Ah, sí? -dijo-. Bueno, eso está muy bien. -Entonces Mack simplemente se alejó de mí y comenzó a decirle algo a la muchacha rubia que estaba en medio de la multitud, sonriendo. Lo que dijo fue-: ¡Uaau, vaya, vaya, vaya, tienes un aspecto imponente!
Y yo seguí andando hacia Billy's, hacia aquel nuevo amigo con el que pasaría la velada. Naturalmente, me había equivocado con la conexión de los momentos, con lo que era preliminar y lo que era primario. Fue un error, un error que no volvería a cometer. Aquello no había sido una buena idea. Y como esta es una ciudad muy grande, mucho más grande que, pongamos, Saint Louis, supe que no volvería a verle.

Richard Ford
Pecados sin cuento
Anagrama, Barcelona, 2003


Richard Ford / Mi madre / Reseña

$
0
0


Richard Ford
MI MADRE

Por Joan Flores Constans 
Críticas 
Revista de Letras
13.05.10
“Mi madre se llamaba Edna Akin y nació en 1910, en el lejano rincón noroccidental del estado de Arkansas, Benton County, en un lugar de cuya localización exacta no estoy ni he estado nunca seguro”.
La cita anterior marca el comienzo de Mi madre (My mother, 1988), un pequeño volumen autobiográfico, aunque esta calificación se verá corregida o aumentada con lo que sigue, sirva el adjetivo para una primera aproximación- que la editorial Anagrama ha recuperado con honores de estreno -aunque existió otra traducción anterior al castellano- más de veinte años después de su primera publicación en inglés.
Richard Ford, el escritor del presente, el gran escritor norteamericano, con permiso de Philip Roth, del presente -es imposible escapar de la sensación, sobre todo en la espectacular trilogía protagonizada por Frank Bescombe, verdadera Pastoral Americana que nada tiene que envidiar a la del judío, compuesta por El periodista deportivo (The Sportswriter, 1986), El día de la independencia (Independence Day, 1995) y Acción de gracias, (The Lay of the Land, 2006) de esa inusual sincronía entre la narración y la realidad de lo que se está contado, como ese partido que podría retransmitir el propio Bascombe, en el que no sólo se nos cuenta aquello que está sucediendo, si no que, además, el propio relato está creando, mediante un extraño proceso de feedback, la propia realidad- realiza un viaje al pasado -su pasado, pero también el anterior a su existencia- para saldar cuentas -y no quiera verse en esta expresión otro sentido que el de la revisión, el punteo y la fijación de ciertos hechos que han condicionado, in absentia, un presente invariable- con su madre.
“Los padres nos conectan -por encerrados que estemos en nuestra vida- con algo que nosotros no somos pero ellos sí; una ajenidad, tal vez un misterio, que hace que, aun juntos, estemos solos”.

Ford sabe, no obstante, y a pesar de su confesión de que “el acto y el ejercicio de abordar la vida de mi madre es, por supuesto, un acto de amor”, o quizás precisamente por ello, que toda visista al pasado acaba, como aducen las simplificaciones interesadas de la mecánica cuántica en lo referente al hecho de la observación de la realidad, modificándolo, y sabe también que su mirada no puede presumir de objetividad. Así que lo que hace es sumergirse en esas aguas procelosas para, evitando remover los bajíos, de donde nada importante podría obtener, fijar aquellos episodios que son significativos personalmente. Como lectores de biografías, agradecemos la acumulación de datos; como lectores del tipo de narrativa de 
Mi madre, nos rendimos a la brevedad, la concisión, y a la sensación de que aquellos hechos que se nos cuentan son los verdaderamente significativos.


Se puede tener a menudo la sensación, cuando se bucea en el pasado, de que los hechos que se conocen o se descubren son solamente paréntesis, notas al pie de un texto implícito, la parte visible de otros hechos ocultos, que son los verdaderamente importantes. Para intentar descubrirlos hace falta mucha paciencia, muchos años, y unas considerables dosis de suerte; pero a veces esas laboriosidad lleva tan solo a una absurda e inmanejable acumulación de datos cuya fiabilidad -el hecho de que el investigador sea parte interesada es difícilmente soslayable- es, cuanto menos, dudosa. Otro sistema, que es el que Ford maneja con indudable maestría, es limitarse a los hechos conocidos -contados por alguien, los anteriores a su existencia; vividos, los más recientes- para armar un rompecabezas a la fuerza incompleto, pero verdadero: es posible, en el caso que nos ocupa, que alguien pudiera investigar acerca de la madre del escritor y obtuviera muchos más datos acerca de Edna Akin, y escribiera un libro mucho más exhaustivo que Mi madre; pero nadie como su hijo para contar aquellos episodios de la vida de Edna que ligan a ambos como progenitora y descendiente.
“A mi madre, algo de esa época debió de hacerle pensar que era inenarrable, no valía la pena contarla o no era necesario hacerlo [...] Y yo, que no tenía la necesidad de tener un pasado completo, sin lagunas, como les ocurre a algunos muchachos, nunca pregunté”.
Un ser humano encierra a muchas personas, y cada una de esas individualidades se concreta en un conjunto determinado: es un vecino para su vecino, un cliente para su tendero, un compañero para su pareja; todo ello sin dejar de ser un solo individuo. Richard Ford huye, o lo abandona, por incongruente, del retrato holístico del ser humano Edna, para concentrarse en el aspecto que, además de ser mejor conocido, es el pertinente: el relato de Edna como madre confeccionado por su hijo. Y callando, además, aquello que no cree pertinente -compárese otra vez con una supuesta biografía, donde, a menudo, lo no pertinente es precisamente el alma del asunto-. Si en cualquier relato de ficción aceptamos la soberanía del autor sobre lo que se cuenta y lo que se nos oculta, con más razón debemos plegarnos a su voluntad cuando el tema es tan próximo.
“Ha pasado mucho tiempo desde entonces y he recordado cosas de las que no hablo hoy”.
Mi madre no es ni tiene la pretensión de ser un panegírico. El estilo no es afectado, ni florido, ni artificialmente sensiblero; al contrario, casi se acerca al relato oral, y no cuesta imaginarlo en boca de un hombre acodado en la barra de un bar, contándolo a un amigo, que va respondiendo con silenciosos asentimientos con la cabeza, en ese estado difuso que es la frontera del exceso de alcohol, lo suficientemente desinhibido para hablar de cosas personales, pero también retenido como para no perder la noción de lo que se está diciendo, un navegar entre sobreentendidos: la misma situación ante la que se encuentra el narrador en la conversación que sostiene con su madre después del fallecimiento del padre,
“… entonces tratábamos de no ser demasiado claros, no queríamos que quedara todoexplícito, puesto que tanto era lo que había entonces y tan poco lo que había habido antes”,
es la que Ford plantea al lector: ambos sabemos que es mucho lo que se calla, pero aceptamos la convención porque entendemos que lo que nos cuenta es lo que él considera importante.
No hay heroísmo en la vida cotidiana, así que a Ford no le hace falta una incongruente grandilocuencia para contar: le basta la sencillez, aunque no obvia la precisión ni cuando confiesa lagunas de memoria: nos dice que no recuerda exactamente cuándo sucedió, pero cuando relata la ilusión de su madre por el Thunderbird de segunda mano, o su conversación acerca de la actividad sexual con su novia y la posibilidad de embarazo, como lectores tenemos la seguridad de que no falta nada para que podamos comprender el episodio hasta donde el narrador desea, ni, caso a menudo más difícil, sobra nada que pueda confundir esa comprensión: le mot juste, eso es.
Del mismo modo en que ningún alarde estilístico nos distrae de lo que le importa de verdad a Ford, la esencia de lo que cuenta, en justa correspondencia -existe ahí una extraña aunque espectacular identificación entre la levedad del estilo y la supuesta no espectacularidad de los hechos que se narran-, el material narrativo posee una engañosa cotidianeidad; la vida de esa madre, y la del narrador en casi todo lo que hace referencia a ella, se nutre de episodios que podrían considerarse banales, y aquellos a los que en principio sería fácil otorgar el calificativo de determinantes, pasan por encima de los protagonistas sin apenas afectarles. Estos hechos, sin embargo, quedan revestidos de una importancia cercana a la que sería esperable -como la muerte del desconocido padre, o el traslado a la universidad del narrador- cuando sirven a Ford para fijar otras nuevas coordenadas que facilitan al lector la comprensión de facetas del carácter de la protagonista.
“Una viuda tenía que estar alerta, tenía que prestar atención a todos los detalles. Nadie podía ayudarla. Una vida vivida con eficiencia no la salvaría, no; pero la prepararía para aquello de lo que nadie podía salvarla”.
El narrador lamenta el poco tiempo que pasó con su madre, la poca relación materno-filial que sostuvieron cuando era ella la que empezaba a necesitar a su hijo más de lo que éste necesiraba a su madre, pero llega a la conclusión que la independencia, real o como simple aspiración, que ambos deseaban no les permitía otra cosa: reuniones periódicas casuales, casi de compromiso, en las que se evitan los temas personales con estudiada premeditación:
“Durante ese tiempo, nuestra vida -hablo de mi madre y de mí-se reducía a un conocimiento de cómo era su vida [...]. Es muy probable que todo el mundo crea que circunstancias particulares como éstas no corresponden exactamente a la vida de la inmensa mayoría. No es que sean mejores, ni peores. Sólo, en cierto sentido, peculiares. O posiblemente sólo parecían imperfectas”.
Se hace imposible calificar a Mi madre con una sola palabra: ni biografía, ni tributo ni homenaje poseen la suficiente polisemia -además del exceso de contenidos asociados a estas variables literarias en la memoria lectora- como para abarcar lo que pueden contener apenas setenta páginas que se leen en una sesión pero que exigen horas, días, meses tal vez, para su correcta digestión.
No es la primera vez que un escritor curtido en la ficción literaria abandona la fabulación para mostrarse a los lectores mediante pudorosos desnudos que recrean a sus ancestros: lo hizo Simone de Beauvoir con su madre en la plomiza pero estupenda Una muerte muy dulce (Une mort très douce, 1964), y, posteriormente, con una anonadante maestría, Philip Roth con su padre en Patrimonio (Patrimony, A True Story, 1991).
Se me escapa la razón para esos auténticos tour de force en los que el escritor consagrado tiene, con respecto a su público, mucho que perder y, en principio, poco que ganar; sin embargo, como lector, se agradecen esas miradas íntimas que destacan des resto de producciones como paréntesis explicativos, testimonios personales de alguien cuya influencia en su obra traspasó el terreno de lo literario.
“Hay algo, cierta esencia de la vida, que no surge con claridad de estas palabras. No hay palabras suficientes. No hay acontecimientos suficientes. No hay memoria suficiente para rememorar toda una vida y ponerla en orden, darle exactitud”.


Richard Ford / Canadá / Otro país, otra vida

$
0
0



Richard Ford

Otro país, otra vida

'Canadá' es una novela familiar y de formación; también un ejercicio de memoria

Novela familiar y de formación, así como ejercicio de memoria en torno a la participación de la herencia en el destino, Canadá se abre con el absurdo atraco de un banco en un pueblo perdido de Dakota del Norte, por parte de una pareja en apariencia normal que tiene dos hijos gemelos quinceañeros. El narrador, Dell, tras el desastre de sus padres encarcelados y la huida de su hermana Berner, se fuga a Canadá para evitar el orfanato. Estamos al inicio los años sesenta, cuando Kennedy todavía no es presidente y en el aire se respiran ya los incendios que prenden aquí y allá en el tejido social de la nación. Con este escenario, Richard Ford, el sólido narrador de Misisipi (1944, Jackson), arma su séptima novela, en la que percibimos ecos de obras anteriores, sobre todo de Incendios (1990), en la que también había un narrador adolescente, Joe Brinson.

Dell cuenta la historia de cómo todo se echó a perder en el verano en que él empezaba a implicarse en su futuro, le interesaba el mundo de las abejas y el ajedrez, y tenía ganas de ir al instituto. Sus padres eran muy distintos, tanto en lo físico como en su manera de pensar. Bev, militar de aviación, cambiando a menudo de destino, donde solían quedar aislados del resto de la gente, lo que parecía gustar a Neeva, mujer menuda de padres judíos que aspiraba a una vida mejor. Le gustaban los libros y la poesía. Apuesto y despreocupado, Bev se metió en negocios dudosos en la base de Montana y tuvo que dejar su puesto. Y luego siguió por ese camino, vendiendo coches usados y haciendo de intermediario con indios que robaban reses y vendían la carne a terceros. Dell se pregunta si fue esa desconexión entre sus padres con el entorno lo que provocó la ruina familiar. Un día Bev decide que la única manera de salir del embrollo en que se ha metido es atracar un banco.

Ford reconstruye esos momentos con buen pulso y sensibilidad. Dell es un narrador fiable, desapasionado, casi imparcial, que escribe medio siglo después de los hechos con la intención de encontrar en ellos el trazo de la línea que siguió después su vida. Muestra la debilidad de la madre, la inconsistencia del padre que arrojó bombas en Japón durante la guerra y quedó marcado por una incurable “ingravidez”, que podríamos considerar quizá un rasgo permanente de la sociedad americana. En el fondo, atracar un banco es lo que cualquier buen padre de familia ha pensado alguna vez para sacar la casa adelante y nunca llegará a hacer. Pero a Bev parecía gustarle la idea. La cuestión es por qué su mujer, que barrunta dejarle e irse con sus hijos, pues siente un “tedio físico” por su marido, le secunda en un patético remedo de Bonnie y Clyde. Esto es lo que intenta explicar Dell, así como otras muchas cosas: la postura de su hermana y su relación con ella, la secuencia de una serie de actos en apariencia inocuos que al final resultan fatales para todos. Seguimos a Dell con interés, compartiendo sus reflexiones, haciéndonos con él preguntas apenas esbozadas y que calan en el ánimo y nos interrogan sobre nuestra propia vida y sus vericuetos. Cuando los padres y la hermana desaparecen a las puertas de su juventud, Dell empieza otra vida. Es como si volviese a nacer, aunque no lo sea, atravesando lo que Conrad llamó “la línea de sombra”, el paso en esta ocasión brutal de la inocencia a la madurez.

Y la novela se adentra en Canadá, donde se refugia Dell, acogido por un compatriota enigmático con turbio pasado. Sabe que todo será muy duro a partir de ahora pero que no tiene nada que perder. Y esa idea le guiará, libre de ataduras, excepto de las que compone la memoria que ahora suelta al escribir su relato. Sin abandonar los hilos de cierta intriga, porque en la primera frase de la novela dice que primero hablará del atraco y luego de “los asesinatos”, que deja para el final, Ford nos guía a través de la “educación” forzosa de Dell, cuyos hitos se suceden sin significados ocultos, sin misterio más allá de la realidad desnuda. El abstruso Remlinger será una prueba más para su carácter, contaminado por el de su padre, y el reencuentro final con su hermana una forma de cerrar bien el relato. Y el resultado novelesco, consistente, valioso, apenas deslucido por la resolución algo artificial de los homicidios, que hacen pensar en lo buena que fue la primera parte del libro, es que el lector queda suspendido en la lucidez sin juicios del protagonista, envuelto en un discurso sobrio y plausible, formado por palabras que parecen necesarias, y por fin conmovido no sabe bien de qué, tal vez de “la nerviosa intensidad americana por algo más”.


Canadá, de Richard FordTraducción de Jesús ZulaikaAnagrama. Barcelona, 2013. 507 páginas. 





Richard Ford / Flores en las grietas

$
0
0

Richard Ford

Flores en las grietas




Richard Ford vuelve con 'Canadá', epopeya sin lirismo sobre la familia y las segundas oportunidades


En la novela reformula algunos de los grandes temas de la tradición literaria de Estados Unidos
Álex Vicente, El País, 24 de agosto de 2013


El escritor Richard Ford. / SANDRINE ROUDEIX/OPALE
La mañana posterior a la reelección de George W. Bush, Richard Ford decidió cruzar la frontera en dirección a Canadá. Pero no para emprender un exilio forzado, como tantos intelectuales neoyorquinos juraron que harían (y nunca cumplieron), sino para conseguir que le inyectaran una vacuna contra la gripe, que la sanidad estadounidense no creyó que mereciera. El protagonista de su última novela, Dell Parsons, emprende ese camino medio siglo antes, adentrándose en el territorio vecino por una carretera que no se distingue demasiado de la que ha dejado al otro lado de la frontera, pero donde hay más casas y graneros y molinos de viento. Entonces cuenta 15 años y una amiga de su familia le conduce a Canadá en busca de una segunda oportunidad. Con la primera no ha tenido suerte: sus padres acaban de ser detenidos por robar un banco y su hermana se ha dado a la fuga. En esa tierra gélida y desconocida —que “trata mejor a sus propios indios” y “cuyo dólar misteriosamente vale más que el nuestro”, como observa Dell—, el protagonista logra reconstruirse.
Puede que Canadá (se publica el 4 de septiembre) sea la primera aspirante a gran novela americana que un estadounidense ubica en el país vecino. “Creí que los canadienses me concederían una medalla al mérito por semejante proeza, pero nunca llegó”, ironiza el escritor, recién amanecido y sentado en su despacho de East Boothbay, en el Estado de Maine. “Me mudé aquí para poder vivir junto al mar. Antes lo hice en Nueva York, Los Ángeles, Chicago y Nueva Orleans, pero la vida en la ciudad no me satisfacía, porque es demasiado ruidosa y uniforme. Sé que es una forma patricia de ver las cosas, pero así es como me siento. Espero terminar mis días junto al mar”, explica. Creados a su propia imagen, los personajes de Ford encarnan a la perfección esa movilidad estadounidense por antonomasia, que impulsa a cualquier hijo de vecino a marcharse a la otra punta de su geografía para empezar de cero cuando las cosas se ponen feas, en una búsqueda incesante de esa felicidad precaria e inscrita en la constitución federal.
PREGUNTA. ¿Ha mejorado su escritura desde que abandonó la ciudad?
RESPUESTA. No sé si soy yo quien debería decirlo. En cualquier caso, no tengo la sensación de trabajar en mejores condiciones. Cada novela es un nuevo reto, porque intento que me salga mejor que la anterior. No creo que ningún escritor alcance un altiplano creativo en el que logre mantenerse durante años. Es la diferencia entre creerse un profesional y un amateur. Yo me sigo considerando un aficionado.
P. Tengo entendido que Canadá surgió de una apuesta con Raymond Carver.

Cuando te dedicas a esto durante muchos años, acabas entendiendo que no seguirías escribiendo
si nadie te leyera
R. Déjeme pensar si eso es cierto [suspira y reflexiona]. Sí, se podría decir que lo es. Allá por 1986 cruzamos la frontera para cazar gansos salvajes. Nos encontrábamos en la provincia de Saskatchewan y decidimos hacer una apuesta para ver quién era capaz de integrar ese nombre en un relato. Gané yo, pero solo porque Ray murió antes de poder realizarlo. Esa debió de ser la llama que encendió mi interés literario por Canadá.
P. En la novela, el país vecino adquiere los rasgos de un refugio, tras la tumultuosa experiencia del protagonista en Montana. ¿Considera que Canadá es un lugar mejor que Estados Unidos?
R. No creo que sea un lugar mejor, pero sí que se trata de un muy buen lugar. Es un país completamente distinto pese a que, a simple vista, parezca casi idéntico. Es un lugar mucho menos violento que Estados Unidos, más receptivo a la diferencia y al cambio, donde la importancia de la propiedad privada es mucho menor. Canadá es un lugar donde los estadounidenses nos sentimos liberados de ciertas imposiciones de la vida en nuestro país.
P. La novela explora la vigencia del mito fundacional estadounidense: la posibilidad de volver a empezar en cualquier otro lugar. ¿No ha demostrado la historia que se trata de una falsa ilusión?
R. Es una cuestión compleja. Los estadounidenses seguimos creyendo que podemos reinventarnos trasladándonos a cualquier punto de nuestro vasto continente. El resultado no siempre está a la altura, pero el mito no resulta falso en sí. Como decía Emerson, el problema suele ser uno mismo. Puedes cambiar de ciudad y alterar las vistas en tu ventana, pero cambiarte a ti mismo es más difícil. Lo cual no significa que uno no pueda darse nuevas oportunidades.
P. En cambio, su admirado F. Scott Fitzgerald aseguró que “las vidas estadounidenses no tienen segundo acto”.
R. Como tantos otros aforismos sobre la existencia, el de Fitzgerald no aguanta un escrutinio riguroso. Yo no creo que tengamos una sola oportunidad en la vida. El problema de Fitzgerald y de Hemingway es que se quedaron atascados con el punto de vista que tenían a los 20 años. Yo tengo casi 70, así que he tenido tiempo de revisar mis opiniones sobre la vida.
P. Canadá aborda un conflicto recurrente en su tradición literaria: el que enfrenta a individuo y comunidad, habitual desde el primer relato auténticamente estadounidense, Rip van Winkle, de Washington Irving. Su protagonista era un colono que, harto de la vida en común, escapaba al bosque.
R. Es una tensión central en nuestra tradición literaria y también en la vida diaria, así que no me parece extraño que sea uno de los temas más importantes de mi obra. El día de la independencia trataba de este asunto. Al final del libro, Frank Bascombe observaba el desfile del 4 de julio a distancia, hasta que se daba cuenta de que quería unirse a él. La mejor solución siempre será unirse al desfile, vincularse a la comunidad. No se debe confundir independencia con aislamiento.
P. En su nuevo libro este sentimiento de pertenencia tiene matices. Dell acaba haciendo las paces con su país, pero desde el otro lado de la frontera. ¿No es su punto de vista más crítico de lo habitual?
R. Tiene razón. El sentimiento de afiliación es menor. La solución para Dell acaba siendo reconstruirse en otro lugar. Es casi como si le empujaran al otro lado de la frontera. Nunca me he atrevido a decirlo, porque nadie me había hecho esta reflexión, pero puede que este libro no contenga un discurso muy positivo sobre mi país. Aunque tampoco quiero excederme, porque yo amo a Estados Unidos. Se trata de un gran país. Es solo que atraviesa un mal momento.

Puedes cambiar de ciudad y alterar las vistas en tu ventana, pero cambiarte a ti mismo es más difícil
P. ¿Cuál sería su diagnóstico sobre la situación actual?
R. Podría empezar diciendo que tenemos un presidente formidable, pero que es saboteado cada vez que intenta hacer algo significativo.
P. En 2009 escribió una tribuna sobre Obama en Libération, en la que decía: “No debemos dejarnos llevar por una decepción cínica cuando revele que es humano. Él siempre ha dicho que lo era. Somos nosotros quienes lo hemos erigido en salvador”. ¿Lo sigue pensando?
R. Sí. Creo que, cada vez que se celebran elecciones, nuestra función es mandar al mejor hombre posible a la Casa Blanca. Y Obama lo era. Después estamos obligados a convivir con sus decisiones durante cuatro años, tanto si nos gustan como si no. Lo importante es escoger a una persona buena, inteligente y responsable. No me gusta que no haya salido de la guerra o que promueva la vigilancia de ciudadanos inocentes, pero también ha hecho cosas muy positivas, como la reforma de la cobertura médica.
P. ¿Qué opina de Bradley Manning y Edward Snowden? ¿Los considera héroes?
R. Mi punto de vista es complejo. Por una parte, me parece normal que sean juzgados, puesto que se han saltado la ley. Snowden tendría que volver a Estados Unidos y enfrentarse al juicio. Pero, por la otra, creo que tendría que ser absuelto, porque en el fondo nos ha hecho un gran servicio a todos.
P. ¿Hasta qué punto le inspira la actualidad? Hace unos años dijo que le parecía “prematuro” escribir sobre el 11 de septiembre. ¿Necesita distancia respecto a la historia para poder novelarla?
R. No estoy seguro. En este momento escribo cuatro relatos breves sobre Bascombe tras el paso del huracán Sandy, que ocurrió en octubre pasado. Algunas veces, la actualidad logra inspirarme. El problema del 11-S es que supuso una pérdida demasiado profunda. No tenía nada que decir aparte de lo que resultaba obvio, así que no sentí que pudiera escribir una novela al respecto.
P. El conflicto entre el hombre y una naturaleza salvaje e indomable es otro tema clásicamente estadounidense. Superar un atentado terrorista, en un país que nunca había vivido un ataque exterior, excepto Pearl Harbor, no lo es. ¿Tiene que ver con eso?
R. No puedo negarlo. Existe una reacción ancestral en nuestra manera de responder a una catástrofe natural. En ella, aparece algo indefectiblemente humano que me interesa mucho. En cambio, no soy capaz de entender cómo aceptamos algo tan espantoso como el 11-S, que fue una catástrofe totalmente antinatural.
P. A un nivel general, ¿qué problemas detecta cuando observa su cultura?
R. Detecto un gran narcisismo. Nadie tiene ningún sentido de la responsabilidad por nada que no sea uno mismo. De todas formas, mi punto de vista es el de un hombre viejo. Si le hubiera hecho la misma pregunta a un anciano en 1910, seguro que la respuesta sería la misma.
P. Tal vez no. El individualismo, acentuado por el modelo económico, es más pronunciado hoy que hace un siglo.
R. Es verdad. Existe el sentimiento de que la vida se ha vuelto ingobernable. Todos aquellos que no tienen la capacidad intelectual de afrontar esta perspectiva se refugian en sus asuntos privados. El resultado acaba siendo cada vez más individualismo, cuando lo que necesitaríamos es más sentido de comunidad y más esfuerzo por el interés general.
P. ¿Existe un sentimiento de culpa en el hecho de pertenecer a una cultura tan poderosa, incluso en términos industriales?
R. No me he sentido culpable en la vida. Lo que no significa que no sea sensible a este asunto. Uno nace donde nace por accidente. Y esa aleatoriedad no me confiere responsabilidad ni culpa, aunque tal vez sí la voluntad de hacer algo útil con mi vida, ya que he tenido esta suerte. Escribo novelas con la esperanza de que tengan un efecto. Cuando te dedicas a esto durante muchos años, acabas entendiendo que no seguirías escribiendo si nadie te leyera. Existe una conexión entre el escritor y la moral pública.

Tenemos un presidente formidable, pero que es saboteado cada vez que intenta hacer algo significativo
P. ¿La moral cuenta para usted?
R. En este contexto cuenta mucho. Al leer una novela, uno puede observar el resultado de un comportamiento y corregir el suyo propio en la vida real, aprendiendo algo sobre la naturaleza humana que antes tal vez desconocía. Pero bueno, puede que todo esto solo sean pequeñeces…
P. Si llegan a tener efecto, no lo son.
R. El problema es que la mayoría de mis conciudadanos —y no pretendo situarme por encima de ellos, sino describir lo que observo a mi alrededor— no se permite el lujo de hacerse este tipo de preguntas. ¿Qué puedo hacer para mejorar la vida de los que me rodean? ¿Qué puedo aprender sobre mi relación con el resto del mundo? Esas son las cosas que nos invita a preguntarnos una novela.
P. Sus personajes suelen ser solitarios que no logran adaptarse a las formas convencionales de organización social. Se encuentran desarraigados y a la deriva. ¿Tal vez porque usted se sintió así al nacer en el sur, un lugar que nunca le gustó demasiado?
R. Algo de eso hay. Siempre sentí una discrepancia fundamental, una desconexión profunda con esa tierra. Sentí un vacío que tenía que rellenar para conseguir que mi vida fuera plena.
P. ¿Es cierto que una vez dijo que odiaba a los niños?
R. Lo dije con afán provocador, aunque es cierto que no disfruto de su compañía. No me importa que me acusen de misántropo; puedo vivir con eso. Prefiero dedicar mi vida a algo útil que desviar mi atención hacia un pobre inocente que ha venido al mundo contra su voluntad. ¿No cree que existe un motivo por el que los niños llegan a este mundo llorando?
P. La primera mitad de Canadá puede leerse como el monólogo de un paciente tumbado en el diván. ¿Recorre Dell los recuerdos de su infancia para ordenar su existencia e intentar aprender algo de ella, casi como en un psicoanálisis?
R. No sé si es una novela psicoanalítica, pero está claro que es analítica. Está contada por un hombre que se acerca al final de su vida —y soy experto en el tema, porque estoy llegando al término de la mía— y decide relatarse su propia historia. Es una forma de demostrarse a sí mismo que, pese a la disparidad de sus vivencias, su existencia ha resultado coherente.
P. ¿Se trata de dotarse de un relato personal para configurar una identidad propia y luego poder celebrarla, como diría Walt Whitman?
R. De nuevo, si existe celebración alguna, tenemos que escribirla en minúsculas. Se trata de un proceso de aceptación de uno mismo que siempre ha existido. Lo que hicieron Freud y Jung no fue más que institucionalizar algo que los humanos ya desarrollaban de manera natural.
P. El libro empieza en 1960, cuando su padre murió; sus progenitores también eran de confesiones diferentes, y usted mismo participó en pequeños robos en su Misisipi natal. ¿Qué porcentaje de autobiografía contiene Canadá?
R. Soy culpable de todo eso, pero cuando me hablan de autobiografía me resisto ligeramente, no quiero que se subestime mi imaginación. Es decir, tiene toda la razón: crecí con un padre ausente y sé lo que es robar, pero mi madre no era judía y tampoco crecí en Montana. Los detalles autobiográficos son minúsculos.
P. ¿No encierra este libro una voluntad de entender mejor su propia historia?
R. Desconfío del verbo entender. Siempre empiezo mis clases en Columbia preguntando a mis estudiantes qué significa entender. Suelen responder que es algo así como encontrar una aguja en un pajar. En mi opinión, esa aguja no existe y buscarla supone una pérdida de tiempo.
P. Lo dice al final del libro, cuando escribe que “la vida se nos entrega vacía y el sentido oculto casi no existe”.
R. Eso es de Ortega y Gasset. La vida nos es arrojada y la existencia se convierte en una experiencia poética.
P. Otra constante en su obra es la reflexión sobre la masculinidad. Sus protagonistas fueron educados con un modelo de varón a la antigua que ha dejado de ser útil y tienen que encontrar nuevas maneras de convertirse en hombres.
R. Se trata de algo tan integrado en mí que ni siquiera soy consciente de ello. Me educó una madre muy fuerte y he vivido con la misma mujer durante los últimos 50 años. La masculinidad de John Wayne nunca fue un modelo para mí. Crecí en un mundo donde las mujeres eran mis iguales. Mis protagonistas suelen ser hombres, pero se podría cambiar el género de cualquiera de ellos y el resultado no sería demasiado diferente.
P. ¿Hasta qué punto resulta determinante su dislexia para entenderle como persona y como escritor?
R. Si no fuera disléxico, no sé si sería el mismo tipo de novelista. A consecuencia de mi lentitud en la escritura y la lectura, mis libros son más pacientes y profundos que acelerados y superficiales. La dislexia te obliga a escuchar con atención a los demás si quieres entender algo. Esto hoy resulta de lo más exótico, porque en la mayoría de conversaciones no se comparte información. No hay empatía ni compasión, ni tampoco entendimiento posible. Las conversaciones de hoy consisten en un grupo de personas haciendo cola, esperando su turno para hablar.





Richard Ford gana el premio Princesa de Asturias de las Letras

$
0
0
Premio Princesa de Asturias de las Letras. El novelista Richard Ford, en 2015. MARTA PÉREZ EFE / ATLAS

Richard Ford gana el premio Princesa de Asturias de las Letras

El escritor ha creado a uno de los personajes clave de la literatura contemporánea: Frank Bascombe

"Más que inteligente, sé imaginativo", recomienda


WINSTON MANRIQUE SABOGAL
Madrid 19 JUN 2016 - 00:13 COT

Uno de los escritores estadounidenses que mejor ha retratado las turbulencias emocionales y sociales de sus conciudadanos en las últimas décadas ha obtenido el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2016: Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944).
“¿¡Y quién es Richard Ford!?”, preguntaría Frank Bascombe. El novelista y cuentista cree que esa sería la reacción de su criatura literaria ante la noticia del galardón, dice entre risas por teléfono, desde Nueva Orleans, donde le ha sorprendido el anuncio del premio. Bascombe, uno de los personajes literarios contemporáneos inolvidables, es un hombre que fracasó como escritor, triunfó como periodista deportivo, luego como agente inmobiliario y ahora vive su jubilación acompañado de tribulaciones. Alguien cuya vida transcurre en primera persona en las novelas El periodista deportivo (1986), El Día de la independencia(1995, Premio Pulitzer y Pen/Faulkner) y Acción de gracias (2006), y en el libro de relatos Francamente, Frank, último título publicado (todos en Anagrama).
Ford es un escritor para quien su vida es también la literatura, como lector y como creador. “No tienes que ser inteligente, más que inteligente, hay que ser imaginativo. Tener imaginación para vivir, para disfrutar, para amar, imaginación todo el tiempo”, recomienda el escritor. “Solo hay que creer que todo lo que hacemos en la vida es importante”, añade. “Cuando piensas que la literatura es lo más importante que puedes hacer, significa, en lo que a mí respeta, que tienes mucha ambición y no hay diferencia entre lo que hago e hicieron grandes autores. Yo no intento ser mejor que ellos; solo intento formar parte de la conversación”.



Según el jurado, Ford ha creado el “mosaico de historias cruzadas que es la sociedad norteamericana”. Escritos, donde “el cuidado detallismo en las descripciones, la mirada sombría y densa sobre la vida cotidiana de seres anónimos e invisibles conjugan la desolación y la emoción”.
Momentos vitales
Las narraciones de Ford describen a las personas en sus movimientos vitales, muchas veces encadenando finales de ciclos de vida con el comienzo y reinvención de nuevas oportunidades. Un mundo que se ve no solo en las novelas citadas, y otras como Canadá, sino también en los relatos de Rock Springs, De mujeres con hombres y Pecados sin cuento. Y, claro, Mi madre, una conmovedora composición memorialística sobre el poder de la ausencia. Sobre la perpetuidad de los sentimientos.




JUNTO A GRANDES AUTORES
Por los retratos creados en sus novelas y cuentos, Richard Ford se une a una lista de escritores distinguidos con el Princesa de Asturias como John Banville, Antonio Muñoz Molina, Philip Roth, Amos Oz, Margaret Atwood, Leonard Cohen, Claudio Magris, Doris Lessing, Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Francisco Ayala y Juan Rulfo. El galardón, que se entregará en octubre en Oviedo, está dotado con 50.000 euros y la reproducción de una escultura de Joan Miró.

Son cuatro décadas en las que Ford ha recreado a un ser humano en la evolución de su carrera continua en pos del sueño de su vida, llamado “sueño americano”. Tal vez un espejismo. El galardón coincide con una doble fecha para Ford: los 40 años de la creación de su universo literario, con la novela Un trozo de mi corazón, y los 30 de la llegada a él de Frank Bascombe, con El periodista deportivo. Un personaje pasional, irónico y exitoso que expresa en alto lo que muchos no se atreven a decir al estar condicionados por lo políticamente correcto. A través de este, el escritor muestra la evolución del ecosistema de sueños, ambiciones y realidades de la sociedad estadounidense. Ford no solo ha crecido con él, desde que tenía 39 años, sino que su relación se mantiene igual y le ha servido de instrumento “para hablar de las cosas importantes de la vida y de la cultura”, ha dicho varias veces. Para no perderle la pista, el escritor siempre lleva consigo una libreta de notas donde escribe lo que cree que él diría: “Él me ayuda a prestar más atención al mundo, a la vida”.
Ford es uno de los autores más notables de nuestro tiempo. Es en lo que se convirtió aquel niño que nació y jugó en la misma calle de Jackson donde vivió William Faulkner. El joven que tuvo que lidiar con la dislexia, pero que le ha servido para prestar más atención a lo que lee y escribe. El adulto que se convirtió en periodista deportivo y de ahí pasó a crear a Bascombe.
Es el escritor mayor que conserva su elegancia, ironía y humor que considera que en su país a la gente no le interesa lo que digan de política sus autores. Pero, como padre de Bascombe, afirma que la inseguridad del mundo actual y “todo lo demás, tiene que ver, sobre todo, con la economía, no con la religión. Esa gente que destroza y crea terror, son criminales, pero lo que los motiva es la pobreza. Ilustrados o no, pero que en el fondo se aferran a un movimiento que no tiene sentido. El mundo necesita crear más empatía”.
Es Richard Ford, un novelista y cuentista que tiene como su obra favorita la novela Incendios, y que no se cree mucho lo de ser uno de los "grandes escritores vivos", porque, afirma: “Ya me complace, simplemente, con ser un escritor vivo”.

EL PAÍS

Richard Ford / No creo en el minimalismo

$
0
0
Richard Ford: “No creo en el minimalismo”


Richard Ford

“No creo en el minimalismo”

Diego Erlan
Revista Ñ

Uno de los escritores estadounidenses más reconocidos de la actualidad habla aquí de la publicación de los cuentos sin editar de su amigo Raymond Carver.

La amistad, escribió Raymond Carver en un ensayo publicado en la revista Granta en 1988, es como el matrimonio: un sueño compartido, algo en el que los participantes tienen que creer y ponerle fe, la confianza en que durará para siempre. Y sin embargo las cosas llegan a un final inevitable y ese final es la muerte.



Carver conoció a Richard Ford una noche de 1977, en Dallas, durante un festival literario en la Southern Methodist University. Ford emanaba confianza mientras Carver había dejado el alcohol pocos meses antes y “estaba sobrio pero tembloroso”. A la mañana siguiente se encontraron en el desayuno y, entre galletas, jamón y maíz, hablaron hasta sentirse amigos de toda la vida. Les quedarían once años de amistad. Richard Ford tiene los ojos de un lobo (transparentes), y a pesar de esa mirada al parecer fría resulta un hombre cordial, sereno. Quería ser abogado del ejército y no empezó a escribir hasta los 23 años. Después de dos libros (Un trozo de mi corazón y La última oportunidad) decidió que eso había sido todo para él como novelista y comenzó a trabajar como periodistadeportivo. “Era divertido y fácil, conocía gente famosa y me pagaban bien”. Sólo duró dos años: la revista para la que trabajaba cerró. “Y como no tenía nada que hacer volví a escribir”.

Y como no tenía nada que hacer escribió una trilogía tremenda compuesta por El periodista deportivo (1986), El día de la Independencia (1995) y Acción de Gracias (2006) donde los hechos narrados no intentan explicarse sino atravesar al lector a partir del desarrollo de ese personaje inolvidable que es Frank Bascombe, una persona que puede verse y comprenderse (aunque de ninguna manera pueda comprender el mundo).


Y como no tenía qué hacer, se convirtió en un autor esencial de la literatura estadounidense contemporánea. Como si fuera simple. Ford es una de esas personas poco psicoanalizadas que no les interesa analizar demasiado lo que escriben. Y quizás haya sido el exceso de psicoanálisis el que invadió de desamparo la existencia humana y haga que no entendamos bien la vida “cuando en rigor la vida es pura y simple”, como dice el protagonista del cuento “Great Falls” (Rock Springs, 1987) cuando comienza a preguntarse sobre la extraña relación entre sus padres. En este diálogo, que mantuvo con Ñ en el hall del Hotel Hilton durante la última edición de la Feria del Libro de Guadalajara, Richard Ford le pedía a las chicas de la editorial Anagrama que lo sacaran a recorrer la ciudad “como si fuera un perrito”. Simple.
Toda una obra tratando de dilucidar algo en torno al misterio de la relación entre hombres y mujeres. ¿Descubrió algo?
—Si logro decir algo inteligente, va a ser la primera vez (risas). Una amiga, escritora canadiense que vive en París, dijo que si lográramos saber qué es lo que sucede entre el hombre y la muje, podríamos prescindir de la literatura. He pasado la mayor parte de mi vida escribiendo acerca de lo que sucede entre los hombres y las mujeres. Me crió casi exclusivamente mi madre y estoy casado con la misma mujer desde que tenía diecinueve años, así que la relación con las mujeres ha sido uno de los asuntos principales de mi existencia. Con el tiempo, he descubierto que las cosas que normalmente otras personas pueden decirte sobre la vida son muy insatisfactorias. Por eso, creo que la única manera posible de aprender algo al respecto es hacer el propio recorrido dentro de los límites de la inteligencia personal y de la propia vida. Las novelas tratan sobre cuestiones particulares y lo que de ellas se puede aprender sobre los hombres y las mujeres no son verdades universales sino que, justamente, lo que se puede aprender de ellas es cuán diversas y heterogéneas son esas relaciones y cuánta atención hay que prestarle a la persona con la que estás para llegar a comprenderla. Esa persona tiene que interesarte, incluso si se trata de tu madre. Cuando era chico me interesaba mucho establecer en mi mente las conexiones que existían entre mis padres y todo aquello que, entre ellos, estaba más allá de mí. Llegar a comprender que había cosas en sus vidas más allá de mí mismo fue una verdadera revelación.
Su visión sobre el tema suele ser bastante desoladora.
—Hay algunos libros donde es así, pero no es la perspectiva que rige la totalidad de mi obra. Las relaciones entre hombres y mujeres también son de ese modo. No siempre son felices ni te hacen reír. Algunas veces sí, pero uno asume muchos riesgos cuando decide revelarse ante otra persona y cuando esa otra persona se revela ante uno también asume muchos riesgos y no hay garantías de que eso termine bien. Pero eso no quiere decir que intente abarcar todo el espectro de posibilidades, tan sólo que escribo sobre lo que consigo vislumbrar.
¿Qué le produjo la necesidad de escribir?
—Leer. Soy de Mississippi, un lugar del que también eran dos de los escritores más significativos de Estados Unidos: William Faulkner y Eudora Alice Welty. En ese lugar era posible pensar que ser un escritor estaba bien. De todas formas, a mi madre le gustaba mucho Hemingway. Yo nunca me volví loco por Hemingway.
¿Le interesa el minimalismo como estética?

—No creo en el minimalismo. Creo que no existe como término aplicable a la literatura. Sí se aplica a la pintura o a la escultura pero no a nada que yo haya escrito.
¿Por qué?
—La mayor parte de la gente que escribe intenta maximizar y no al revés. Se intenta escribir historias que tengan las exactas y justas palabras en ellas. Nadie está intentando escribir lo menos que puede sino lo más que puede. Así que como teoría, para mí, no significa nada. Es sólo algo que alguien soñó y acerca de lo cual el resto nos hacemos muchas preguntas, pero no existe. El minimalismo es uno de esos eslóganes terribles que llegan a estar colgados de la literatura, y de los cuales la literatura debería escapar porque no significan nada.
¿Qué opina sobre la publicación de “Principiantes”, los cuentos sin la intervención del editor Gordon Lish de su amigo Raymond Carver?
—No tengo ninguna opinión al respecto. El era mi mejor amigo, y yo leía las historias que escribía mientras estaba vivo. Y creo que lo que sucede después no tiene ninguna importancia, no lo tomo con seriedad. El sabía lo que quería hacer cuando estaba vivo y, como cualquiera, estaba bajo presión desde muchos lugares. Tenía su propia vida que soportar, tomó sus propias decisiones y sus historias eran buenas. Murió trágicamente joven: fin de la historia. El resto es todo una porquería.
¿Qué le diría a los escritores jóvenes?
—Les diría que dejen de escribir si pueden. (Risas.) Pero si no pueden, entonces les diría que antes de ser escritores tomen otros trabajos primero, que tengan otras experiencias. Y si esas experiencias son satisfactorias, entonces les diría que se queden ahí y que no sean escritores porque eso les va a ahorrar muchas infelicidades. El novelista genera visiones propias sobre las cosas, sobre la humanidad, las mujeres… pero no es algo que preceda a la escritura sino que se genera en ella. Es cuando se escribe que las cosas aparecen y la gente empieza a decir que uno tiene una visión. Pero uno no sabía que la tenía hasta que escribe. Por eso vale la pena escribir, porque es bueno saber que uno tiene una visión propia del mundo.
Cuando se ve en el espejo, ¿qué puede ver?
—Un hombre normal, perfectamente común.
Norman Mailer decía que todo escritor tiene un gran ego.
—Norman Mailer era un hombre más bien petiso. (Risas). Yo le tenía mucho aprecio.
¿Cuáles son para usted los rasgos de la buena literatura?
—Veamos. Tengo una fórmula personal para definir a la buena literatura: la literatura y la escritura son los medios supremos para renovar nuestra vida emocional y sensorial y aprender a tener una nueva conciencia. Si la literatura logra hacer eso, entonces es buena literatura.
REVISTA Ñ


Richard Ford / Ahora todo es famoseo

$
0
0


Richard Ford

“Se visten de cultura muchas tonterías; 

ahora todo es famoseo”

Richard Ford vuelve a su personaje icónico, Frank Bascombe, en 'Francamente, Frank'


WINSTON MANRIQUE SABOGAL 
Barcelona 15 DIC 2015 - 18:01 COT




La persona que durante casi 30 años entregó las llaves del sueño americano, a través de la venta de casas, ahora constata que todo se lo ha llevado el viento. Se llama Frank Bascombe, de 68 años. Es uno de los personajes literarios contemporáneos más potentes, que genera gran complicidad entre los lectores gracias a tres novelas aplaudidas por público y crítica. Una criatura irónica, pasional, exitosa, que dice las cosas que muchos piensan pero no se atreven a decir en alto y que ahora ve cómo se resquebraja todo. La clave la tiene su creador, Richard Ford, cuando confiesa con voz lacónica: “Quiero mucho a mi país, pero cada vez es más difícil quererlo”.
Esas grietas de sentimientos y sueños son reflejadas en Francamente, Frank (Anagrama). Un libro encadenado en cuatro relatos que muestran el ecosistema emocional, social, político, económico y cultural de EE UU en medio de la llamada “década perdida” por culpa de la burbuja inmobiliaria y otras falsas promesas. Todo sucede en el otoño de 2012. El huracán Sandy ha subido demasiado al norte y ha arrasado los sueños de la costa de Nueva Jersey. Donde antes vivió Bascombe. Donde, como agente inmobiliario, entregó muchas llaves de felicidad. A eso se dedicó después de que fracasara como escritor y luego tuviera éxito como periodista deportivo. Ahora está jubilado y sus tribulaciones no cesan.
El paso del huracán confirmó que lo peor de la tragedia, de cualquier tragedia, no son los hechos en sí, sino sus secuelas y la reapertura de heridas que la gente creía sanadas. “Quería mostrar que más allá del impacto de una calamidad hay que prestar más atención a lo que estas dejan en las personas, en el cambio súbito a que se ve sometida su cotidianidad”, cuenta un Richard Ford (Jackson, 1944) en un paréntesis de su pendular conversación, entre la risa y la seriedad, esparcida de frases en español como “¡Ahora vuelvo a vivir!”, tras recibir una taza de café, en la Biblioteca Jaume Fuster, de Barcelona.

Quiero mucho a mi país [EE UU], pero cada vez es más difícil quererlo”
Richard Ford es un hombre cuyo análisis caleidoscópico de la realidad le hace ser optimista. La clase de autor que sabe que “la tragedia y la comedia son dos caras de la misma moneda”. La clase de persona de la que un buen amigo suyo como el gran cuentista Raymond Carver no tenía reparos en afirmar que era el mejor escritor vivo de Estados Unidos.
Alto, elegante, de modales corteses y con voz de actor, Ford viste de negro de los pies al cuello a excepción de los cuadros azules y rojos que asoman de su jersey y de unos llamativos calcetines. Un escritor sencillo y poco impresionable, curado de espantos desde niño. Pasó la infancia en la misma calle, de Jackson, donde vivió el escritor William Faulkner.
De la misma manera que no tiene inconveniente en reconocer cuál de sus libros es el favorito: Incendios. Lo dijo hace 20 años y lo confirma: “Es un sentimiento de protección, porque no solo fue mal entendido, sino duramente criticado”. Dice que escribieron cosas disparatadas y eso lo llevó a no leer las críticas nunca más. “Mi esposa sí las lee, y a veces me cuenta algo; pero me resultan indiferentes. Simplemente cuando son malas me rompen el corazón y si son buenas no me aportan nada”, asegura el autor de El periodista deportivo (1986), El día de la independencia (1995) (Premios Pulitzer y Pen/Faulkner) y Acción de gracias (2006), la trilogía protagonizada por Bascombe. Ford asegura que los críticos literarios no pasan por su mejor momento, por dos motivos centrales: “Porque no les pagan bien y deben buscarse la vida y porque no están bien preparados; y una es consecuencia de la otra. La mayoría de ellos no tiene criterio”.

Lamentos y esperanzas

Ese no es su principal lamento. “Lo que es peor que triste es el descenso de la información cultural en la prensa y demás medios. Se visten de cultura muchas tonterías: ahora todo es famoseo y espectáculo, por eso una buena parte de las gente cree que el mundo se va a la mierda”, una idea que Ford remata con una frase en español: “¡No puede ser!”.
No todo son nubes borrascosas. El escritor admite que aún hay apetito por ciertos libros. Y él se siente un privilegiado de estar en ese grupo: “Por eso no puedo ser pesimista. Ahora vendo más libros que nunca”. Su pasión es escribir. “No hay que ser inteligente, ni imaginativo; hay que creer que todo es importante como Chéjov o Cervantes. No intento ser mejor que ellos, solo quiero ser parte de la conversación, y cualquiera que escriba debe hacerlo”.
La última mirada panorámica que ofrece Ford, a través de Bascombe, es la de un mundo de sobrevivientes emocionales, económicos, sociales y de salud. Como el mismo personaje que al verlo aquí lleva al lector a preguntarse: ¿qué hay detrás de las personas abiertamente felices? Y saltan unas palabras del libro: “La vida es cuestión de administrar el dolor, y yo necesito mejorar la gestión del mío”. De ahí que, después de 29 años de que Bascombe llegara para quedarse en la literatura, su creador -que lleva 45 años en el mundo literario- afirme que “las emociones verdaderas no son convencionales”.

Obama y cuatro presidentes para Cataluña

Aunque Frank Bascombe no es un álter ego de Richard Ford, aquí parece tomar el lugar del escritor estadounidense. Los cuatro relatos de Francamente, Frankabordan grandes problemas de Estados Unidos y medio mundo: la corrupción, la violencia familiar y a las mujeres, el cambio climático, la crisis económica, la crisis de identidad ante la imagen física, la amistad e incluso las huellas sentimentales de relaciones afectivas.
- ¿Crees que Bascombe es como Donald Trump?, pregunta Ford, con cara seria y expectante, en referencia al aspirante a candidato republicano en EE UU.
- No.
- ¡Creo que no!, dice aliviado entre risas el escritor.
- Pero Obama aparece, según algunos, como responsable de los males descritos. ¿Es eso realmente lo que se vive en su país?
- Es una situación muy complicada. Anoche (por el lunes) estaba en una discusión sobre Cataluña, y decían que la situación era tan rara que podía llegar el momento en que iban a tener cuatro presidentes. Yo les dije que si vivieran en Estados Unidos ni se les podía ocurrir hacer ese tipo de planteamientos. En mi país no piensas que influirás en el transcurso político. Eso es algo completamente ajeno de la vida de EE UU. Nadie cree que su voto puede ser un instrumento para cambiar el curso del país. Hay un sentido de impotencia absoluto respecto al Gobierno.
- Pero el debate está ahí.
- La conversación sobre el gobierno Obama, la burbuja económica o el abuso de las mujeres es algo absurdo porque son países dirigidos por otras instancias. Esto está relacionado con el hecho de que se produzcan actos terroristas en Estados Unidos, no tiene que ver con la religión. Tiene que ver con el consumo desfasado, con esas oligarquías, de masas de riqueza increíble que deja a todo el mundo rezagado. Quiero mucho a mi país, pero cada vez es más difícil quererlo. Cuando ves a un loco como Trump que quiere convertirse en presidente es terrible. Es un criminal, un inmoral cuya posibilidad de que sea presidente es el absurdo total.
- ¿Y los ataques terroristas?
- Esta gente está destrozando todo. Tiene que ver con la economía, no con la religión. Son criminales, gente malvada que lo que les motiva de verdad es la economía.


Richard Ford / El observador perfecto

$
0
0

Richard Ford
Poster de T.A.

Richard Ford, el observador perfecto

El estadounidense tiene alma de periodista y vocación de escritor


JAVIER APARICIO MAYDEU
16 JUN 2016 - 18:09 COT



De la generación siguiente a la de John Updike, Don DeLillo o Joyce Carol Oates y de la misma promoción que Paul Auster, Richard Ford tiene alma de periodista y vocación de escritor. Cronista de la vida cotidiana norteamericana, su trilogía El periodista deportivo (1986), El día de la independencia (1995) y Acción de gracias (2006) -y el colofón de las historias que componen Francamente, Frank (2014)- ha hecho célebre a su protagonista y narrador Frank Bascombe, sabiondo, profesional de lo políticamente incorrecto y prodigio de ironía, humor y sensibilidad para retratar sin pudor a tipos anónimos que se ven encerrados en la botella de la vida pero no son precisamente genios. Bascombe se las trae, pero el lector disfruta con su lectura tragicómica del sueño americano y de su repertorio de seductoras convenciones, de las mudanzas constantes al deporte nuestro de cada día. En Mi madre (2010) Ford se convierte en biógrafo de su propia progenitora, viuda de un viajante y una superviviente más en la nómina de personajes a los que el destino les regala una y otra vez sobrados motivos para el desaliento o la frustración.



Canadá (2012) es otro título esencial en la obra del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2016. También se sumerge en la supervivencia. Cuenta una historia de desmoronamiento familiar y de grandes esperanzas, una novela de aprendizaje en toda regla, con un adolescente llamado Dell Parsons al que la vida le fuerza a aprender sin que nadie le enseñe. Ford tardó casi dos décadas en ultimar una novela en la que resuenan las peripecias de los héroes de Twain y la voz en primerísima persona del bueno de Holden Cauldfield de Salinger. Canadáes una de las novelas realmente grandes de la narrativa americana del XXI, sentimientos sin sentimentalismo y literatura sin excipientes.


De la condición de escritor de raza de Ford da fe la compilación que Anagrama llevó a cabo en 2012 con el título de Flores en las grietas. Autobiografía y literatura, un volumen en el que se recogen textos muy valiosos de la bibliografía acerca del oficio de escribir, como “Qué escribimos, por qué lo escribimos y a quien le importa” o “de dónde viene la escritura”. Muchos le consideran un miembro destacado de la feliz secta del realismo sucio, tras los pasos del maestro Carver, pero lo importante es que libros de relatos como Rock Springs (1987) o Pecados sin cuento (2002) resultan modélicos y son pura carne de canon. Ford escribe sobre la América profunda y sobre la condición humana juntando trocitos de su corazón como junta frases reflexionando en voz baja sobre el lenguaje del que siempre está hecha la literatura.

Richard Ford / Escritor, amigo

$
0
0
Richard Ford, en Barcelona, 15 de diciembre DE 2015. VICENS GIMÉNEZ

Richard Ford

Escritor, amigo

A lo largo de esos años Richard Ford se ha acreditado como uno de los autores indispensables de nuestro tiempo


JORGE HERRALDE
16 JUN 2016 - 18:08 COT



Gran alegría al recibir la noticia de que el Premio Princesa de Asturias de las Letras ha sido otorgado al gran escritor y buen amigo Richard Ford, de quien hemos publicado todos sus libros.
Lo descubrí con Rock Springs, que publicamos en 1990, un extraordinario libro de cuentos, un género que ha practicado con gran maestría, e inmediatamente, el mismo año, la gran novela El periodista deportivo, la primera de la trilogía protagonizada por Frank Bascombe, a la que siguió, en 1996, El Día de la Independencia, que significó su gran consagración (con los premios Pulitzer y Faulkner, entre otros) y que pareció culminar con Acción de Gracias en 2008, aunque, sorprendentemente, nuestro viejo amigo Bascombe reapareció el año pasado con el libro de relatos Francamente, Frank.


A lo largo de esos años Richard Ford se ha acreditado como uno de los autores indispensables de nuestro tiempo: se ha escrito que la trilogía de Frank Bascombe es la auténtica Gran Novela Americana, tan perseguida por tantos colegas. Su obra ha sido alabada por grandísimos escritores, desde su gran amigo Raymond Carver, que lo definió como “el mejor escritor en activo de este país”, hasta John Banville que lo calificó de “un escritor maravilloso”.
Me siento muy orgulloso de la amistad que ha demostrado Ford conmigo y con Lali y con el equipo de Anagrama, desde que aterrizó, con su esposa Kristina, por primera vez en Barcelona, en 1990, para unos ciclos que entonces propiciaba el Instituto Norteamericano. Desde entonces nos ha visitado en numerosas ocasiones, desplegando su cordialidad y su peculiar sentido del humor, y tuvo la gentileza de desplazarse a México, a la Feria del Libro de Guadalajara, para participar en nuestra fiesta de los 40 años.
Dos satisfacciones adicionales: dos títulos que hemos “fabricado” conjuntamente para Anagrama (inéditos en Estados Unidos en forma de libro):Flores en las grietas, un espléndido conjunto de textos autobiográficos, y Mi madre, que convertimos en libro a partir de My Mother, un texto publicado en una revista, al que agregó fotos escogidas y que resultó una despedida conmovedora. En nuestra última charla me dijo que su nuevo proyecto era un texto sobre su padre que quería unir en un único volumen con el de su madre, con el título de My Parents. Lo esperamos con impaciencia y también festejar y brindar en Oviedo con Richard y Kristina, por este gran y merecido galardón.
Jorge Herralde es editor de Anagrama.
EL PAÍS


Jenny Saville / Territories

$
0
0

Jenny Saville / Pesadillas

$
0
0
Junture
Jenny Saville

Jenny Saville

PESADILLAS




Jenny Saville nace en Cambridge, en 1970, y es una de las pintoras jóvenes más importantes del Reino Unido.


En sus pinturas la carne se desparrama de manera alucinante, y la influencia del amigo Lucien Freud es incalculable; aunque también transita pesadillas carnales de reses en el matadero que nos traen a la memoria la oscuridad de Rubens.

Las fuertes imágenes de Jenny Saville se consiguen por medio de gruesas pinceladas, un soberbio manejo del color, y un dramatismo que colinda con los territorios del morbo y el amarillismo.


Su calidad expresiva salva a sus obras del mal gusto, ya que a pesar de que existe una evidente obsesión de su parte por resaltar lo grotesco que llega a ser el cuerpo en determinadas circunstancias, sus colosales figuras acaparan la mirada por su elocuencia plástica y su potencia artística.

LA LECHUZA
TARINGA




DE OTROS MUNDOS

DRAGON








Jenny Saville / La estética de la obesidad

$
0
0



Jenny Saville


Estética de la obesidad


Cuando la pintura se pregunta por la belleza de las mujeres gordas lo que está en juego es una investigación estética que pasa por los materiales, el color, la figura, la composición. Jenny Saville es una de las pintores más inteligentes en estos términos.

Sandra Barba
11 de octubre de 2011
La pintura también se trata de pintura 

Sospecho que el arte feminista empieza a aburrirnos. En ciertas reseñas, en uno que otro artículo, se entreve el fastidio. Aceptemos que hay algo de razón en uno de los reclamos más frecuentes: “no basta con llevar, de las calles a la pintura, los lemas de la protesta, las rimas de la marcha” y concedamos que algún tipo de fraude se comete cada vez que una causa política se trasplanta de manera simplona al arte. Representar la diversidad y reivindicar a las minorías son objetivos legítimos para las instituciones pero quizá sean insuficientes –al menos, por sí mismos– a la hora de decidir cuáles son los cuadros que deben colgar de las paredes de los museos y las galerías. Después de todo, la pintura también se trata de pintura, y no solo de democracia.







Branded
Branded (detalle), Jenny Saville, 1992. 

Las mujeres obesas son el batallón más nuevo en las filas de la diversidad. De unos años para acá, no han dejado de surgir voces que apuntan contra el imperio de la delgadez – empresas como Dove han tenido que redefinir sus campañas publicitarias para acercarse al cuerpo promedio de las estadounidense y ahora se organizan pasarelas de moda alternativas en algunas ciudades. El Fat Acceptance Movement también ha desmentido una de las creencias más arraigadas: el sobrepeso no siempre pone en riesgo a la salud.


Sin embargo, la entrada de las mujeres obesas a la pintura no puede apoyarse exclusivamente en la muleta de lo políticamente correcto. Declarar que “todos somos bellos” es suficiente para las canciones que se vuelven himnos, pienso enBeautiful de Christina Aguilera; aunque también es cierto que las demandas pop suelen rayar en el discurso de autoayuda –en el jingle, la cita célebre o el mantra que apenas consigue levantar momentáneamente la autoestima– haciendo que el eslogan “todos somos bellos” pierda su carga emotiva y, por lo tanto, su efectividad. La pintura, en cambio, no puede conformarse con la retórica. Cuando esta se pregunta por la belleza de las mujeres gordas lo que está en juego es una investigación estética que pasa por los materiales, el color, la figura, la composición. Jenny Saville es una de las pintores más inteligentes en estos términos. Su revisión del cuerpo no se marea en frases pegajosas ni en lemas políticos. 
Estética de la obesidad






Plan
Plan, Jenny Saville, 1993.

Jenny Saville se para frente al espejo y observa la piel delgadísima que pende bajo sus ojos –casi una hoja de papel que podría rasgarse de tan fina. Coloca una cámara en el piso y se fotografía desde el ángulo más desfavorecedor para las mujeres; de abajo hacia arriba y sin sentir vergüenza, Saville estudia el peso de cada parte de su cuerpo. Aprecia que sus mejillas cuelguen. La papada tiene la caída de una tela pesada y cara. Luego se levanta los senos –dos lujosas masas de carne, dos volúmenes que deben pintarse– y repara en el color morado de las venas, que algo tiene de fantasmagórico contra esa piel caucásica y fosforescente de tan blanca. El cuerpo se acomoda en cascadas de bultos y grasa. Los muslos gordos, anchos, rotundos tienen la consistencia de la lecha cortada.


Solo Saville es capaz de hacer de la panza el foco de la imagen. Pero sus pinturas no se asemejan a las fotografías de los cuerpos obesos que ilustran los libros de medicina; tampoco se inspiran en las tomas de frente y de perfil que sirven para promocionar productos dietéticos o aparatos para ejercitarse en casa. No. Para Saville el cuerpo es un material que ofrece una gama de volúmenes, de posibilidades para modelar la carne. No hace falta contener la respiración, fingirse un abdomen liso, contorsionarse para dar con la postura que oculte las lonjas ni perseguir el equilibrio de luz y sombra que disimule el sobrepeso. La estética de la obesidad encuentra en el óleo una pintura cremosa que se regodea en la masa; a cada oportunidad, Saville cita a De Kooning: flesh was the reason why oil painting was invented.







Bacchanal
Bacchanal, Peter Paul Rubens, siglo XVII.
Fulcrum

Fulcrum, Jenny Saville, 1999.
 

Tanto para Saville como para Rubens, los cuerpos son esculturas de carne que apuestan por la monumentalidad. ¿Qué si la cara se hincha? ¿Qué si el cuerpo se desborda ocupando casi todo el espacio del cuadro? No se trata de que haya menos sino de que haya más. Que haya demasiado para entonces apreciar la plasticidad del cuerpo. Mientras que el pintor barroco acomodaba los cuerpos desnudos y gordos en orgías barrocas; la artista inglesa puede apilar las mismas figuras en composiciones grotescas. Hay en ambos un nuevo pecado: la gula de la vista –y el espectador se llena los ojos como el comensal, la boca.






Dove
Campaña Real Beauty de la empresa Dove. 

No se trata de agradar –las mujeres de Saville nunca sonríen. Su pintura no es el paralelo artístico de la campaña de Dove que reunió a las “gordas bonitas” en la celebración de la belleza real para promocionar jabones. Sin decepcionarse por el cuerpo pero, sobre todo, sin proclamas simplonas, los óleos de Saville son una investigación plástica, cromática y compositiva de la obesidad. Y si algo afirman, en su devoción por la materia, es que la carne es presencia.




DE OTROS MUNDOS

DRAGON




Walter Percy / El cinéfilo / Reseña

$
0
0

Walker Percy
EL CINÉFILO

Traducción de Marcos Jávega.
Alfabia, 2015. 320 páginas, 20'90€

FRAN G. MATUTE
26/02/2016 


Walker Percy. Foto: Deep South Magazine

En los pasajes finales de El cinéfilo (1961), el protagonista Binx Bolling va con su pareja a ver la película La ciudad frente a mí (Vincent Sherman, 1959). En ella, Paul Newman “es un tipo joven e idealista que se desilusiona y se vuelve cínico y calculador”. Se podría decir, grosso modo, que a Bolling le ocurre como a Newman. Tras combatir en la Guerra de Corea, la vuelta a la vida civil se le atraganta: “toda la gente amable me parece muerta; solo los que odian me parecen vivos”, afirma. El cine parece ser lo único capaz de generar en él cierta empatía. Por este motivo, tiene su lógica que sea en la gran pantalla donde Bolling se tope con un personaje similar a él, minutos antes de que una terrible ráfaga de viento anuncie que algo malo va a pasar. La vida, parece decirnos Walker Percy (1916-1990) en su novela, no puede evitar ser en ocasiones de lo más cinematográfica.



Con todo, lo del cine no deja de ser una cuestión circunstancial, pues El cinéfiloes básicamente un texto de corte existencialista. Por sus páginas sobrevuela de forma constante la idea del “malestar” de los tiempos, con claras alusiones a esa eterna dicotomía entre arte y ciencia, entre lo que supone entregar la vida a la contemplación o a lo crematístico, que es en esencia la pugna que Bolling mantiene con fiereza en su interior.

Si se me permite el reduccionismo, diría que El cinéfilo parece más la obra de un europeo que la de un norteamericano, y quizás esta impresión encuentre su sustrato en los orígenes de Percy como escritor. Antes de dedicarse de lleno a la ficción, Percy ejerció durante años la medicina, y del trato con los enfermos contrajo la tuberculosis. Forzado a padecer una larguísima convalecencia, aprovechó el tiempo para leer a Kierkegaard y a Dostoievski de forma compulsiva, lo que moldeó sin duda su forma de estar en el mundo. Para colmo, Percy nació y se crió en Nueva Orleans, probablemente la ciudad menos “americana” de los Estados Unidos, lugar además en el que se desarrolla esta su primera novela.

Sorprende y mucho la visión que Percy ofrece en El cinéfilo de su ciudad natal. Transcurriendo su historia durante el Mardi Gras, Percy huye de cualquier exaltación de lo folclórico y transforma lo carnavalesco, gracias a la mirada cínica de Bolling, en un elemento adicional de repulsa. Pero Bolling no pasea solo por las calles del Barrio Francés sino que recorrerá todos los estamentos sociales de Nueva Orleans, desde las fiestas de la alta sociedad a las zonas rurales más pantanosas, mostrando el lado más racista y anacrónico de la ciudad. Una mirada crítica que comparte no pocos puntos en común con la ofrecida, desde el humor, por John Kennedy Toole en La conjura de los necios (c. 1963), quizás la gran novela sobre Nueva Orleans, cuya tardía publicación, en 1980, el propio Percy apadrinó.

El cinéfilo ya había visto la luz en España en 1990, coincidiendo con la muerte de su autor. Inencontrable desde entonces, la recuperación (con nueva traducción) de esta impepinable novela (ganadora del National Book Award, elegida por Time como una de las cien mejores del siglo XX en lengua inglesa e incluida por Harold Bloom dentro de su canon) no debería ser otra cosa que motivo de celebración. Lástima entonces de esas innumerables erratasque ensucian esta muy descuidada e inaceptable edición.





Elizabeth Bowen / La casa en París / Reseña

$
0
0





Elizabeth Bowen




Dos niños, extraños entre sí, se encuentran en una casa en París: Leopold espera a su madre, a la que nunca ha visto; Henrietta espera un tren. En una habitación del piso de arriba, una anciana yace moribunda y su melancólica y frustrada hija, desesperanzada, revolotea a su alrededor, sometida en todo momento al control emocional de su madre.



En esta obra maestra de la sugerencia, Elizabeth Bowen se recrea al narrar los temores de los niños y las razones de su presencia en esa casa, los secretos decisivos de los adultos y su vinculación fatídica a un pasado que determina su presente. Una obra en la que se aprecia la suspicacia infantil ante los adultos y la falsa inocencia adulta ante los niños. Una novela inolvidable en la que la autora da rienda suelta a su perspicacia psicológica, a su prosa brillante y concisa y a su maestría para crear atmósferas.


“Aquí se palpa en toda su intensidad lo que el tópico designa como ‘el pulso de la vida’, gracias a la multitud de detalles que sustentan esta novela y a la sutil atmósfera opresiva que sabe crear Elisabeth Bowen”. Peter Ackroyd, Sunday Times

Elizabeth Dorothea Cole Bowen, nacida en Dublín, Irlanda, el 7 de junio de 1899 y fallecida el 22 de febrero de 1973, hija única de padres protestantes –descendientes de la seudoaristocracia creada por Oliver Cromwell tras la guerra civil inglesa–, es una escritora de impecable estilo que destaca por sus penetrantes y delicadas descripciones, llenas de ternura e ironía.

Se educó entre la alta burguesía angloirlandesa, principal destinataria de sus escritos. Su infancia, descrita como un “friso de mármol blanco” por su tersa pulcritud, se ve zarandeada no obstante por el ingreso de su padre en un hospital psiquiátrico de Dublín a consecuencia de una depresión nerviosa, de la que no se recuperaría hasta 1912, y por el fallecimiento de su madre ese mismo año, víctima de un cáncer, episodios ambos que agravarían el acentuado tartamudeo de Elizabeth y marcarían su vida futura.

Tras casarse con Alan Cameron se instala en Old Headington, cerca de Oxford, en cuyos círculos literarios trabará amistad con Virginia Woolf y Rosamund Lehmann. Durante la segunda guerra mundial trabajó en el Ministerio de Información inglés, vicisitud que se trasluce en The Heat of the Day (1949). Al morir su marido, tras casi treinta y cinco años de matrimonio –cuya solidez no se vio afectada por las infidelidades de ella, que tuvo, según declaración de su biógrafa Renee C. Hoogland, en A Reputation in Writing (1994), una serie de aventuras “principalmente con hombres, pero ocasionalmente también con mujeres”–, publicará A World of Love y se dedicará a recorrer mundo, en particular Estados Unidos.

En 1971 se le diagnostica un cáncer, del que morirá dos años más tarde, dejando inacabada una autobiografía, Pictures and Conversations, que se publica en 1974.

Su carrera literaria, de contenidos marcados tanto por el amor y la sexualidad como por el impacto de las dos guerras mundiales, había arrancado en 1923 con la publicación de un primer libro de relatos cortos (Encounters, donde se recogen sus colaboraciones en la gaceta del Saturday Westminster), pero se afirmó como novelista cuatro años más tarde con The Hotel, cuya fuente de inspiración fueron sus impresiones como institutriz de sus primos, aún niños, durante una estancia en un parador italiano. A estas obras les seguirían muchas otras: To the North (1932), The Cat Jumps (1934), The Death of the Heart (1938) y Siete inviernos (1943), publicada por Pre-Textos en esta misma colección, cuya refinada trama de inocencia traicionada vertebra la que se considera una de sus mejores novelas. Cabe citar también Ivy Gripped the Steps (1946), The Heat of the Day (1949) y las tardías The Little Girls (1964) y Eva Trout (1969).

Autor: Elizabeth Bowen
Traducción: Silvia Barbero Marchena
Año: 2008
ISBN: 978-84-8191-903-5
Nº de edición: 1ª
Encuadernación: Rústica
Formato: 23x14 cm
Páginas: 336


John Hawkes / La pata del escarabajo / Reseña

$
0
0

John Hawkes

La pata del escarabajo


JAVIER APARICIO MAYDEU 15 OCT 2011


Narrativa. ¡Albricias! Tenemos sobre la mesa una estupenda traducción de La pata del escarabajo (1951), una novela realmente significativa de John Hawkes, tal vez uno de los representantes más modélicos de la narrativa posmoderna norteamericana, con Pynchon y Barth. Hawkes no ha tenido la fortuna editorial de sus colegas, pero resulta esencial para entender muchos de los fenómenos que, nacidos en los laboratorios de la narrativa made in USA, alteraron la ficción contemporánea: la manipulación de las convenciones genéricas (Hawkes contamina y refunde géneros como el western, la novela negra o el relato bélico), la irrupción del absurdo surrealista, la alegoría metafísica en la novela o la impertinente insistencia en que el tema, la trama y otras condiciones de la narración no son más que lastres que la tradición ha impuesto. En los años de la renovación de los lenguajes formales de la narrativa, los años del nouveau roman, del movimientobeat y de los primeros hallazgos de la posmodernidad pynchoniana, entrópica y no referencial, Hawkes, el autor de El caníbal (1949), tiene mucho peso. Ensaya espléndidas mostruosidades narrativas que tienen que ver con la crisis de valores de la posguerra mundial, el ascenso desbocado de la paranoia y de un clima psicótico que su obra refleja con desasosegante nitidez; invoca la autoridad de los surrealistas franceses y de su arte degenerado a la vez que reconoce la influencia que Viaje al fondo de la noche de Céline tiene sobre su obra. Y La pata del escarabajo, suerte de western de la devastación moral, trufado de recovecos anímicos, de atractiva ambigüedad, de un paisaje góticosumamente extraño, visionario, fuertemente onírico, esencialmente mental, en algún sentido cercano a los universos de Gracq o de Buzzati. Con una muerte violenta en el eje de la novela, que fluye a través de un río textual de degradación y de sentido grotesco, los personajes proscritos y marginados de La pata del escarabajo danzan la danza del anacronismo y de la frustración alrededor de la presa de Mistletoe, convertida en metáfora funesta de un mundo real pero tan difícil de aceptar que prefiere el lector pensar que tal vez no es verdadero. Hawkes merece muchos y muy buenos lectores, y esta novela es una espléndida manera de convencerlos.

La pata del escarabajo
John Hawkes
Traducción de Jon Bilbao
Meettok. San Sebastián, 2011
229 páginas.
EL PAÍS


John Banville / Antigua luz / Muerte en verano

$
0
0

'Antigua luz', la nueva novela de John Banville

Muerte en verano, de Benjamin Black



Alfaguara publicará el próximo mes de octubre la nueva novela del escritor británico John Banville, 'Antigua luz'. El lanzamiento será simultáneo en España y América Latina y el libro estará disponible tanto en su edición en papel como en ebook


En 'Antigua luz', Banville narra la historia de Alexander Clave, un viejo actor de teatro que recuerda una fugaz e intensa relación amorosa, en un pequeño pueblo de la Irlanda de 1950, con la madre de su mejor amigo, Celia Gray. 



Acompaña la memoria de aquellos encuentros ilícitos algo más agudo y oscuro, los recuerdos más recientes del suicidio de su hija en la costa italiana. Al recibir una oferta para trabajar por primera vez en cine, en una película acerca de un extravagante escritor y lingüista, descubrirá que este enigmático personaje coincidió con su hija días antes de su muerte. Esta conexión con el pasado le hará buscar los cabos sueltos de su primer idilio amoroso, así como el destino de los integrantes de la familia Gray. 



Antes de 'Antigua luz', los lectores españoles podrán disfrutar de la nueva entrega de su alter ego literario y maestro de la novela negra Benjamin Black, 'Muerte en verano', que Alfaguara publicará el 9 de mayo y en la que Banville rescata de nuevo a su peculiar héroe, el doctor Quirke, esta vez más enamorado y confundido que nunca. 

En esta cuarta entrega de la serie, la mejor según la crítica británica, la investigación del supuesto suicidio de un magnate de la prensa llevará a Quirke al célebre orfanato de St. Christopher, donde vivió su infancia.



John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) ha trabajado como editor de 'The Irish Times' y es habitual colaborador de 'The New York Review of Books'. Fue finalista del Premio Booker con 'El libro de las pruebas' (1989), premio que obtuvo en 2005 con la novela 'El Mar', consagrada además, por el Irish Book Award como mejor novela del año. En 2011, John Banville recibió el prestigioso Premio Franz Kafka, considerado por muchos como la antesala del Premio Nobel.

Bajo el seudónimo de Benjamin Black ha publicado en Alfaguara, con gran éxito de público y de crítica, 'El secreto de Christine' (2007), 'El otro nombre de Laura' (2008), 'El lémur' (2009) y 'En busca de April' (2011), elegida como una de las mejores novelas del año por Qué leer. 



Viewing all 13776 articles
Browse latest View live